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¿QUÉ IMPLICA EL QUE UN AUTOR SEA MARXISTA, O VENGA DEL

MARXISMO, O ESTÉ FORMADO EN MARXISMO? UNA VISIÓN PERSONAL

Cuando un autor que es investigador y pensador, cualquiera sea su área: filosofía,


sociología, historia, literatura, etc. Dice que es marxista, esto puede significar varias cosas,
ya sea que entienda al marxismo como una aprehensión particular de los fenómenos
humanos, o como una postura metodológica definida (a veces, no poco rígidamente), o
como una simpatía por una lucha y actividad social, o como una visión del proceso humano
en general, etc. Pero creo que lo que unifica todas esas posturas, o algo sobre lo cual
podríamos considerar todas se basan, es una cuestión bastante elemental y razonable, la
cual expondré ahora. OJO: que sea elemental y razonable no significa que sea verdadera ni
mucho menos que uno tenga que estar de acuerdo con eso. Yo, al menos, discrepo, hasta
por razones estéticas de esa cuestión, pero no por eso digo que no es razonable. Casi todo lo
que los hombres hacen y han hecho es razonable, hasta sus crímenes y pecados. A veces
son tan razonables, que actuar de manera contraria –no cometer crímenes, no pecar – es lo
que luce como irracional, loco. Por eso, muchos santos fueron tenidos por locos en el
pasado, y más de uno de ellos habría estado de acuerdo con ese juicio y se habría puesto
contento con ello. Pero sigamos con los marxistas, que son unos locos mucho menos
simpáticos, por desgracia.

La visión básica, fundamental, que pudiera tener alguien que se considera a sí mismo como
un intelectual marxista, o alguien que piensa la realidad desde el marxismo, creo que sería
la siguiente: la realidad, aparte de un sustrato material natural de ella misma, es construida
socialmente. Dicho así, no parece nada del otro mundo, ni tan grave ni escandaloso. Creo
que muchos, la mayoría posiblemente, pudiéramos estar de acuerdo con eso, en principio.
Después vendrían los matices en los cuales se irían deslindando los caminos y tendencias.
Pero creo que todos pudiéramos estar de acuerdo con eso. Por una buena razón: porque, en
parte, es verdad eso. Muy verdad. Pero no es toda la verdad, todo el cuento. Pero
quedémonos primero entonces conque esta visión de las cosas así: como basadas en un
sustrato natural material, que luego es construida socialmente, es una afirmación y postura
plausible y sólida.

Digamos ahora que, la razón por la cual tantos pudiéramos estar de acuerdo con eso, no es
porque seamos marxistas, Dios guarde, la santísima virgen nos proteja. Después de todo,
esto con que he descrito la situación del pensar marxista no es algo que Marx haya
inventado o descubierto. Él, en buena parte, lo toma de antecesores, pero hará cambios a la
cuestión. Que la realidad está asentada en cuestiones naturales y materiales es algo antiguo,
postulado, admitido y reconocido por escuelas como las de Aristóteles y el pensamiento
medieval tradicional (es decir, el que sigue a Aristóteles, cfr. Maimónides, San Alberto
Magno, Abul Walid Ibn Rushd, Santo Tomás de Aquino, etc.), y también en la
modernidad, en autores como Telesio, Bacon, Hobbes, Newton, Adam Smith, etc. Y
también fue puesto en duda, impugnado, matizado o reformulado por autores como Platón,
Plotino, San Agustín, Rousseau, etc. Pero, digamos que las corrientes principales del
pensamiento, las que se desbordan de lo metafísico y van más a una comprensión del
mundo físico y social, siguen más a Aristóteles en esto que a Platón. Por decirlo de una
manera figurada, Aristóteles es la sopa, con las papas, las zanahorias, el pollo, la mazorca,
y demás vegetales. Platón sería la sal. Es más, los modernos que siguen a Platón serían más
que la sal, serían el cubito del asunto. Desde luego, nadie come solo sal ni menos se traga
un cubito solo: esos aliños son para echárselos a la sopa cuando se está preparando. Pero, si
tenemos que escoger entre una cosa y otra, nos quedaríamos con la sopa así como está,
aunque sepa desabrida sin sal o sin cubito. Pero al menos alimenta. Por eso es que el
mundo, sobre todo el mundo científico e intelectual, sigue más en esto a Aristóteles: Prius
vivere, deinde philosophare. Lo que no se nos dice es que para poder vivir hay que pensar
(prius philosophare, deinde vivere). Pero bueno, eso es harina de otro costal. Platón y los
intuitivos y místicos son la sal de la existencia. Pero esa sal hay que echársela a los datos
concretos. Sin datos concretos no se puede amar la realidad. Para amarla hay que tocarla,
agarrarla, captarla. Si no, es un amor “platónico”, y tengo entendido que hasta la chica más
romántica termina fastidiándose de un amor así. Ciertamente, no es un amor del cual se
tienen hijos… ni carnales ni intelectuales. En fin.

Marx toma el apoyo y punto de partida en la realidad sensible. Antes he hablado de un


sustrato material y natural. OJO: no son la misma cosa. La materia como tal es el
componente de las cosas, su ‘causa’ (causa materialis). Pero lo natural implica otra cosa,
implica una suerte de orden, que los griegos llamaban logos. La tradición va a reafirmar esa
idea de logos, a veces concibiéndola como un “Deus sive natura”, en el sentido de que Dios
estaría detrás de ese orden (cfr. La Biblia, “Los cielos declaran la gloria de Dios”). El
mundo mostraría esa perfección divina, esa sabiduría de Dios de hacer bien las cosas. La
tierra, por ejemplo, que está a la distancia adecuada del sol para que pueda haber vida como
la conocemos. Si estuviese más cerca del sol, nos abrasaríamos, no habría bosques, si
hubiera humanos se parecerían a Iris Valera o algo peor. Si estuviéramos más lejos del sol,
la tierra sería como una cava y no habría vida tampoco. El hecho de estar a la distancia
adecuada mostraría la perfección divina, la justicia divina. Esta idea inclusive generó un
estudio aparte en la teología, llamado Teodicea, que significa precisamente eso: La justicia
(Dyké) de Dios (Theos). Pero la modernidad empezó a barruntar si sería esto así o sería
distinto, y plantearon que quizá el cosmos, la naturaleza, tenía su propia “justicia”, o su
propia ley. Ya la religión –la cristiana – reconocía una ley natural que era puesta por Dios,
pero la cual Dios podía cambiar (y, según algún autor medieval, podría haber cambiado) si
lo quisiera. Es decir, si Dios lo hubiese querido, dos más dos podrían ser cinco. Es una idea
problemática, lo sé, y no me voy a meter en eso ahora (además que no tengo idea de cómo
resolverlo). Pero lo importante es que en el cristianismo, y por ende, en la cultura
occidental, se pensó que la naturaleza podía seguir un camino propio, dado por Dios en un
principio, claro, como creador de todo el universo. Pero que, una vez decretado, ya ese
camino sigue solo, como una máquina que funciona sola, sin que su diseñador vuelva a
intervenir en su desempeño.

Esta idea, que parece irrelevante, no lo es tanto. Porque da al universo una suerte de
independencia en sus causas. El asunto es que, en la modernidad, autores, inclusive que
eran religiosos, empiezan a pensar si no habrá causas, naturales también, que sean distintas
del patrón divino o que se salgan de él. Es una idea un tanto perturbadora desde un punto de
vista, pero en cierto modo solo recoge la inquietud de quien, sensiblemente por ejemplo, se
pregunta por qué si el hombre es la creatura más perfecta de la creación, habrá algunos que
nacen ciegos o sin brazos, como si la naturaleza no funcionara bien. O por qué hay
terremotos, si el universo refleja la perfección y sabiduría divina. Estas ideas se pensaron
siempre, pero no con la misma intensidad o implicaciones intelectuales, morales o sociales.
Ya en la modernidad algunos autores plantearon que si la naturaleza como tal se evidencia
en sus obras, y podemos conocer sus leyes, es como si pudiésemos prescindir de Dios,
puesto que TODO lo que se hace en el mundo, en este mundo, es natural. Dios no está
presente. Antes de que te escandalices y me lances que eso es una impiedad, debo decirte
que, a fuer de creyente, eso que pensaron esos autores es cierto: Dios no es necesario para
explicar muchas cosas del mundo, o del universo, de las galaxias o de los átomos. Sería
largo explicar por qué no es necesario para eso, pero en todo caso, la cuestión es que
cuando esos sabios (como Buffon, Helvetius, La Mettrie, Condillac, Holbach, etc.)
plantearon eso, fue bastante escándalo. No se concebía un mundo en el que Dios no
estuviera presente como el jefe y novio de la madrina. Es, desde luego, una idea que ya
habían tenido muchos, y que ahora no es rara, y hasta común en algunos medios, que se
llama ateísmo. Y que no significa tanto “no creer en Dios”, como mucha gente piensa, sino
que sencillamente, para pensar y vivir en este mundo, no hace falta que Dios esté presente
en nuestros pensamientos. Hay mucha gente que vive y piensa así, y todavía se está
esperando el rayo del cielo que los fulmine, pero no ha sucedido aún.

En el siglo XVIII esta idea de la naturaleza como algo actuante e independiente ya empezó
a ponerse de funesta moda, y entrando en el siglo XIX vamos a tener por primera vez una
doctrina filosófica que plantea la existencia del hombre en el mundo como un hecho natural
y social, desligado de un trasfondo sobrenatural y trascendente. Esa doctrina fue el
positivismo de Augusto Comte. Hoy en día, casi doscientos años después de Comte,
parecería que sus ideas han quedado olvidadas, pero no es así: la mayoría de los científicos
y hombres de negocios, así como muchos políticos y periodistas y gente común son
positivistas, algunos sabiéndolo –y hasta a mucha honra– y otros sin saberlo, o sea, como
unos hijos de perra huérfanos de padre teórico. Pero el padre teórico es Augusto Comte, y
su doctrina, en dos platos (platos de postre, por desgracia) es, en parte, que la realidad del
hombre y su existencia han de explicarse con hechos y por hechos positivos, es decir, con
cosas medibles. Se acabó: “Me veo gorda”, ahora es “Estoy pesando trece kilos más de lo
que debería”; se acabó “fulana se empató con un chaparro”, ahora es “El nuevo novio de
fulana mide 1:39, no dio la talla ni para el servicio militar”, se acabó “es muy pequeño”,
ahora es “¡Solo ocho centímetros! ¡¡¡Que horror!!!” Es decir, toda la realidad será
milimetrada, medida, pesada, como dice la Biblia: Mane, thecel, Phares, “Contado, pesado
y dividido”. Es ciertamente un mundo más serio con el cual tratar. Es el mero mero mundo
moderno. Eso se aplicará a todas las ciencias. Las naturales, encantadas desde luego, gozan
una bola poniendo sus valores en balanzas, potenciómetros y osciloscopios. ¿Y las ciencias
sociales? Pues eso: lo social se elevará a ciencia. Nacerá la sociología, y otras “logías”
parecidas. El estudio de los idiomas se hará científico, con pila de mediciones. El estudio de
la mente degenerará en la psicología. La misma medicina se hará más científica aún (y
entre los detalles numéricos que se incorporarán será uno de los más importantes el
aumento de las facturas por tratamiento), y así con la historia. ¿Y la filosofía? Como su
rama más importante es la metafísica, y esa metafísica es justamente la que escapa a los
hechos positivos (porque, ¿Tienes un aparato para medir el amor a tu mamá o cuanto te
ama tu mamá a tí?), quedará casi desbancada, excepto por el esfuerzo elemental de enseñar
a los hombres a cómo pensar la ciencia. Es decir, para los positivistas, la única filosofía
seria o la más seria al menos va a ser la epistemología, porque es la única que tiene visos
hacia una práctica, y nace en contacto con prácticas positivas y medibles. Y desde luego,
teología y religión misma quedan por fuera: no se establecen sobre hechos positivos,
porque al Señor Dios no lo pueden poner en una balanza para saber cuánto pesa o cuánto
mide. Si no puede saberse de manera medible, concreta, positiva, mejor ni ocuparse de él.
Más allá de si existe o no, no es computable.

Ese es el mundo que recibe Marx, y con el cual en buena parte está muy de acuerdo.
Rechaza la religión, pero admite esa fuerza y orden de la naturaleza. Sin embargo, por
influencia de Hegel, se da cuenta de que las cosas en el mundo no vienen lineales, sino
siempre como enfrentamiento de dos tendencias. Curiosamente, ese conflicto se resuelve no
con el predominio de una u otra tendencia, sino con una especie de combinación de ellas
que representa algo nuevo. Quizá, por el hecho de que la resolución no es total, surgen
nuevamente otras tendencias que se materializan en una principal que disputa con la nueva
tendencia predominante. A la larga, de este nuevo conflicto surge una tercera tendencia,
que no es la segunda ni la que se le oponía, sino otra nueva, y así sucesivamente. La
naturaleza impone leyes y formas de ser, necesidades. Pero los seres vivos, que se plantan
como resistentes ante la naturaleza (Marx vive en plena época de los descubrimientos
darwinianos), negocian por decirlo de una manera plástica, su supervivencia. El que mejor
negocia es el hombre, porque tiene un medio que le permite sacar mejores y más libres
soluciones de las circunstancias, que es el pensamiento racional. Hasta ahí vamos bien.
Pero luego Marx parece preguntarse: ¿Y cómo pensamos los hombres?

Es aquí donde surgirá, creo que principalmente, la diferencia entre Marx, y sus antecesores,
ya sea Comte, ya sea Hegel, ya sea Aristóteles. ¿Cómo pensamos los hombres? Muchos se
han preguntado eso a lo largo de la historia. Deformaré a Freud diciendo que él creía que
pensamos sexualmente, si no todo el tiempo, la mayor parte del mismo. Deformaré a
Maquiavelo diciendo que él creía que pensábamos en la cuestión del poder y el dominio la
mayor parte del tiempo. Otros habrían creído que pensábamos en el dinero o en el pecado o
en la comida, etc. Podríamos decir que para Marx pensamos socialmente. ¿Qué diablos
significa eso? Que no podemos pensar en soledad, que somos entrenados a pensar en una
sociedad. Nos hacemos hombres al lado de los hombres. Pero no solo al lado, sino haciendo
lo que hay que hacer para seguir siendo, siendo hombres, cada día. Eso que hay que hacer
es el trabajo. Pero el trabajo en la sociedad no lo hacen todos igual. Por ejemplo, un
profesor universitario que tiene que corregir tesis, escribir artículos, revisar trabajos,
evaluar exámenes, y dar clases, gana dos dólares al mes. Pero una secretaría de un ministro
que tiene que pintarse las uñas cada semana, y tiene que viajar con el ministro varios fines
de semana al mes a Aruba o Suiza para ayudarle en sus graves deliberaciones noche y día,
en playas o esquiando en la nieve, tiene que ganar mucho más, como dos mil o tres mil
dólares. No solo eso, sino que, según el lugar que ocupemos en la sociedad y cómo
satisfacemos nuestras necesidades (o no lo hacemos) según todo eso, p.e.n.s.a.re.m.o.s. Es
decir, que eso de que el hombre es un animal pensante, es según el lugar que ocupemos en
la sociedad. Nuestra conciencia está determinada por la comprensión de nuestro lugar en el
mundo, y nuestro mundo es ante todo un mundo social, y el lugar que ocupamos está
determinado por la clase a la que pertenecemos. Si no somos la secretaria 90-60-90 del
ministro, no podremos gozar de la conciencia con que ella piensa, si somos una persona de
bajo salario, nuestra conciencia tenderá a estar un tantito “envenenada”.

Eso es ser un intelectual marxista: tener conciencia de esas relaciones de clase, de que tanto
lo que uno estudia –sean dialectos indígenas de tal parte de Ecuador, sean relaciones de
parentescos en Nueva Zelandia– como lo que uno es, es resultado de unas relaciones de
clases. Uno piensa y llega a ser quien es basado en esas relaciones del puesto que uno
ocupa en la sociedad. Desde luego, se puede pensar distinto. Pero, pensar realistamente
(cosa que mucha gente parece adorar, no sé por qué) significa pensar teniendo en cuenta
toda esta realidad social quemante que se vive. En el positivismo, esto tenía una
connotación mucho más “positiva”, dicho este último adjetivo no en la noción de Comte,
sino en el sentido de algo mucho más simpático: uno es parte de una sociedad en progreso:
mientras trabaje y mantenga el orden, la sociedad progresará. Orden y progreso. Marx no
cree tanto en eso: pregunta “orden y progreso de quién” y ciertamente que en época de
Marx, mientras unos en la sociedad vivían ordenadamente y con progreso de sus barrigas,
otros sufrían de hambre y miseria. Esto le da a Marx más la idea de un desequilibrio que de
un orden, y por eso llama a la lucha de los desposeídos contra los poseedores, o sea, la
lucha de clases. En último grado, lo que distinguiría a un intelectual marxista es que apoya
esa lucha de clases, pero también y primero, porque sabe a qué clase pertenece (quizá diga
que es “explotado”) y porque está en contra de los explotadores y a favor de los explotados.

Esa es, básicamente, la visión de un intelectual que parte desde una perspectiva marxista.
Los hay más honestos que otros. En general, me parecen un atajo de vivos, hipócritas y casi
reglamentariamente indecentes. Muy pocos de ellos son respetables, pero los hay. Tienen
muchas manías metodológicas (como la de buscar siempre un culpable a una situación
social grave o un problema humano, como si tener el culpable significara resolver el
problema). Son a veces conmovedoramente simplistas. Odian ser tenidos por ingenuos, y
prefieren pasar por malpensados o suspicaces (un caso opuesto soy yo, que adoro ser
ingenuo). Algunos de ellos promueven teorías de la conspiración, en las cuales los malos
son siempre los capitalistas, los poseedores, los curas, los empresarios, los ejecutivos de
Wall Street, los industriales, los hacendados, la nobleza, los terratenientes, los latifundistas,
los militaristas (de derecha), los periodistas (de derecha). Si se es todo eso, pero de
izquierda, son saludados como personas de valía para la “revolución”. Fuera de bromas, el
enfoque desde el marxismo prefiere el dato “objetivo” (lo que en positivista significa
“positivo”) que cualquier enfoque místico, sentimental, emotivo, visceral o irracional. Son
generalmente partidarios de la razón, lo cual, en este todavía incipiente siglo XXI, es casi
de felicitar, habida cuenta de la pila de intelectuales que han sucumbido a la sinrazón y
otras plagas del postestructuralismo y el posmodernismo. Quieren lanzar una mirada al
mundo desde la razón, lo cual está bien: así lo quisieron hacer muchos, desde Aristóteles y
antes, hasta hoy. Pero la razón desde la cual lanzan esa mirada esta coloreada de los
muchos prejuicios que han adquirido tras la digestión de las ideas marxianas o marxiosas o
marxeras. Entre los problemas graves que teóricamente enfrentan –si les da la gana de
enfrentarlos, puesto que la mayoría de los intelectuales marxistas los evaden o se hacen los
locos al respecto– está el de la libertad, tanto humana como existencial. Marx quería hacer
ciencia, y que su materialismo fuera científico. Pero la existencia está cundida de
contingencia. Después de todo lo que uno pueda hacer para que salga un buen negocio,
igual puede irte mal, si tienes mala suerte y te dio un infarto o te cayó una teja de una casa
en la cabeza y te moriste. La “mala suerte” es algo que irrita a los marxistas. Todo lo que
sea azar, acaso, lo fortuito, la casualidad, les arrecha intensamente. Todo debería poder ser
medido, pesado, contado, calculado y exacto. La vida no es así. Y luego está la libertad
humana, que los mejores marxistas (= los menos malos) trataron de resolver con una vida
sin límites ni trabas, cfr. Marcuse, Horckheimer, y unos cuantos de la Escuela de Francfort,
entre ellos el latoso de Habermas. No pudieron resolver el problema. O eres libre o no lo
eres. Sobre todo, les disgusta que, poniendo a alguien a ser libre, les haga un gesto obsceno
y prefiera el mundo capitalista o religioso. Les da mucha rabia eso.

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