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El alimento sirve para pensar.

Bojacá, Cundinamarca (2018)

“La novia nunca lleva el pelo suelto, eso es como libertad, hay que llevarlo recogido…”
hablaban las mujeres en la cocina de un restaurante en Bojacá. El pueblo es frío, cada tanto
baja la niebla dejando toda la plaza central y la iglesia ocultas tras nubes blancas y delgadas.
El lugar: un restaurante esquinero ubicado frente al Santuario Nuestra Señora de la Salud, la
iglesia de la plaza principal. Estaba ambientado a modo de casa campesina: habían fogones
de leña en las esquinas, las paredes en adobe tenían cuadros religiosos, objetos, fotografías y
al fondo se encontraba la cocina, su distribución y objetos me recordaron a la cocina del
campo en el chocó: los canastos en el techo, el fogón de leña en el centro (acá con un sistema
distinto) y una ventana que daba a la calle. Los objetos aunque organizados parecen siempre
unos sobre otros, sin espacio, algo torcidos, desacomodados, rústicos. La madera, la
cerámica, el vidrio, el adobe, el metal, la leña, el carbón, la paja, son algunos de los materiales
que constituyen las cocinas que hemos conocido en el campo.
Chocó, Colombia (2018). Ph. Brenda Argüello.

La cocina del chocó era particular por su fogón, consistía en una estructura aproximadamente
de 3-4 metros cuadrados, se levantaba desde el suelo una estructura de cemento cuadrada
que constituía la arquitectura principal del fogón, en el centro estaba la leña y esto dejaba un
espacio que se utilizaba para colocar más ollas alrededor, pero solo se cocinaba de a una olla,
las demás tenían que esperar o reposar en las esquinas; en el techo una composición de bocas
de canastos vacíos, las paredes de madera servían para colgar algunos utensilios de cocina,
legumbres secas y condimentos. La atmósfera de la cocina siempre era muy caliente, cuando
las mujeres se acaloraban demasiado se dirigían hacia la puerta trasera y se quedaban ahí
unos minutos mientras se aventaban con las tapas de las ollas u otros utensilios. Don José
preparó varias mermeladas y dulces en la noche mientras charlaba con nosotros, una de esas
noches le preguntamos por qué ese fogón, de dónde lo había traído: “…yo aprendí en armero
guayabal Tolima en una granja donde (...) ese cuadro que 'ta ahí (...) eso es en Armero,
guayabal, Tolima…” nos señalaba. Sin querer muchas de las experiencias giraban en torno a
la cocina tanto como espacio de confluencia en las noches, donde nos reunimos a charlar con
la familia de Don José como en la comida misma que nos ofrecían todo el tiempo; la cocina
siempre estaba habitada desde las 4 de madrugada hasta entrada la tarde-noche después de la
cena. A muchos nos costaba seguir el ritmo de la dieta, sobretodo del plátano cocinado, del
pescado en el desayuno y el jugo de frutas como el borojó. La dieta básica era un exceso para
muchos de nosotros: arroz con fideos, plátano salado, papa, arepa, chorizo y pescado, fueron
uno de los desayunos. La experiencia del exceso también estuvo en el Tolima, las onces entre
comidas que nunca podían faltar, el café oscuro, generalmente todo sobrepasado de aceites.
Cristina Barajas (1998) trabaja en Boyacá analizando la relación entre la continuidad de la
tierra, la energía de los alimentos y el cuidado de la salud en las familias campesinas, sobre
el exceso señala:
La alimentación es importante para la gente de El Carreño, «pero en su medida»: ni
en exceso ni en deficiencia, a cada cual según su actividad, según su tipo de trabajo.
El ciclo normal es el de comer y beber para adquirir fuerzas para trabajar. Si no se
trabaja, se rompe el ciclo, se acumula la fuerza producida por la comida en forma de
«gordura mala», energía acumulada y por consiguiente no usada. Si se trabaja en
exceso y no se recupera la fuerza, también se rompe el ciclo. (Barajas, 1998: 12)

Ese ciclo de devolver en forma de trabajo la energía recibida por los alimentos señala una
relación de reciprocidad, donde se regenera más nunca se acumula. El ritmo de este ciclo,
sería entonces el de multiplicar, una noción propia del trabajo con la tierra, de una conciencia
de su fertilidad, de su potencia. Afincar, sembrar el monte, amansar la tierra son actos propios
del trabajo del campo. Trabajar la tierra implica un acto de extracción que a su vez está
haciendo que la tierra se mueva, se renueve y produzca de nuevo.
La idea de multiplicar en la producción y en el cultivo, va unida a la de multiplicar al
distribuir y compartir, estos momentos son continuos gracias al acto de cocinar, pues siempre
se tiene presente que la comida alcance para todos, hasta para los que llegan sin avisar. Esta
diferencia entre considerar la idea de desarrollo a través de la multiplicación y no de la
acumulación, se distancia entonces, de la del desarrollo entendido cómo progeso a partir de
la acomulación, relación que podemos evidenciar en los cuerpos.
La acumulación puede devenir en enfermedad o “gordura”. Generalmente en las experiencias
de campo una de las dificultades del cuerpo radica en la imposibilidad de devolver esa energía
en modo de trabajo físico. Fase del ciclo en la cual se devuelve la energía a la tierra, y se abre
la posibilidad de multiplicación. Sin embargo, cómo pudimos experimentar en campo, al no
cunplirse esta parte del ciclo (trabajo físico) la energía acumulada en el cuerpo en forma de
alimentos, se manifiesta en enfermedad como indigestión, agrieras, reflujos, etc. Podríamos
también ver la expresión de esto en la obesidad, una enfermedad propia del capitalismo,
donde la sobreacumulación y el consumo de energía que se manifiesta en los cuerpos genera
una relación dislocada con el espacio, no hay una lógica de reciprocidad, la energía no sufre
un proceso significativo de transformación y por tanto se manifiesta en cuerpos desbordados.
Así pues existe una íntima relación con la actividad y la necesidad de hacer cosas en
concordancia con lo que se entiende por salud. La continua actividad, el trabajo con la tierra,
el trabajo en la casa, mantiene activo el ciclo de dar y recibir; hace evidente una reciprocidad
existente entre el hombre y el resto de la naturaleza.
La noción de multiplicar nos podría sugerir la manera cómo el trabajo intelectual y el trabajo
material van unidos: en una ocasión en la cocina se estaba discutiendo sobre unos cocos que
habían traído, estaban eligiendo algunos y una de las mujeres dijo algunas cosas sobre los
cocos y don José, asombrado, le pregunta “¿y usted cómo sabe eso? A lo que le contesta “Yo
no digo cosas, pero no quiere decir que no las sepa, uno las tiene aquí –señalando la sien-“
Don José: “Pero si usted no es una multiplicadora de ese conocimiento no le sirve pa’ na
doña” Ella responde: “pues de pronto nunca me sirva pa’ na”.
En este diálogo Don José plantea la importancia de materializar los conocimientos para que
tengan sentido, es decir, que plantea un necesidad de ponerlos en práctica. Cuando la mujer
le responde que para ella no es importante multiplicarlos, no está sugiriendo la división que
mencionamos, sino que le está respondiendo con ironía, por la sorpresa que manifestó él al
notar que ella tenía ese conocimiento sobre los cocos. Esto nos podría sugerir una conciencia
sobre la obviedad de la unión del trabajo intelectual y material, pues si consideramos el
conocimiento como una entidad puramente cognitiva encerrada en las mentes privilegiadas,
se convertiría en algo que no podría ser experimentado, aprendido, descrito y transformado
(Anzola, 2017). Por ende, la ironía de la mujer es la respuesta a la actitud de Don José: que
posiblemente se enuncia como conocedor y en cierta medida educador de los demás.
La idea de multiplicar, transformar la energía por medio de la comida y compartirla, también
nos orienta a considerar un compartir de fuerzas en el trabajo, la manera cómo las personas
se juntan para llevar a cabo varias actividades en el día. Por está razón hay un constante flujo
de energía entre cuerpos cotidianamente, por ejemplo desde que se hace la comida, se
consume, se lavan las ollas y se vuelve hacer la comida; o si se quiere, se siembra, se aporca,
se cosecha y se vuelve a sembrar (López, 2003: 105, en Anzola, 2017). En Boyacá (Barajas,
1998) es frecuente el uso de la metáfora de «la yunta de bueyes» para describir la dinámica
del trabajo entre las parejas campesinas, unas veces uno y otras veces el otro ejerce más
fuerza, pero sin este equilibrio, este relevo de fuerzas no sería posible trabajar/vivir el campo.
“Cómo dice el decir” expresaba don José cuando soltaba dichos: “una sola mano no lava bien
la cara”. A pesar del desgaste físico que exige el trabajo con la tierra, el no trabajar, la quietud
es enfermedad, es “estar caído…”.
En Chocó pudimos acercarnos a la manera cómo Don José y Doña Amparo su esposa
realizaban sus actividades diarias en la finca. La casa rural es un espacio de trabajo; pero
además es el espacio de lo propio y familiar, que crea un sentido local más que espacial. Es
el sitio de descanso, de seguridad, de alimento, abrigo, compañía y protección en un sentido
amplio. No es suficiente el trabajo de uno de los dos, es vital que ambos den la misma energía,
el trabajo de ambos mantiene el ciclo desde los campos hasta la casa, el consumo de alimentos
y nuevamente el trabajo, lo que señalamos anteriormente con “afincar” o “amanzar la tierra”
hace parte de esta lógica donde “uno hace la finca y la finca lo hace a uno” (Anzola, 2017).
Es hacerse a un solo ritmo con la tierra, la casa y la familia.
En cuanto a la imposibilidad de trabajar o de “tener desaliento” difiere, según Barajas (1998)
del trabajo realizado por el hombre y el trabajo realizado por la mujer. El “desaliento” en el
hombre está asociado con una imposibilidad física, alguna lesión o enfermedad; en la mujer
está relacionado con un estado emocional y con algunas funciones reproductoras: «Se
enferman más las mujeres por lo que tienen los hijos; les da desaliento, dolor de cabeza, eso
a uno lo gasta, lo acaba» (Barajas, 1998). En la experiencia propia, es común escuchar que
cuando la mujer está en luna “está enferma”, en mi caso mi abuela me lo preguntaba si me
veía o sentía con desánimo: ¿está enfermita? Lo que por un buen tiempo me hizo entender
ese ciclo como un tipo de gripa o debilitamiento, un momento en que yo podría no trabajar o
estudiar bajo la idea de estar enferma, de procurar quietud.
La labor de la reproducción hace parte del trabajo que desempeña la mujer y que no es
delegable con el hombre: no es un peso que el hombre pueda sostener mientras la mujer
descansa, se vuelve una responsabilidad, de modo que la mujer como dadora de vida prolonga
su función maternal a lo largo de su vida, entregando su vitalidad al cuidado de los hijos. En
Boyacá se dirá que la responsable de la salud es la mujer: «Que los niños se enfermen
depende es del cuidado de la mamá».
Si la mujer da sus alientos, está dando su salud, los gasta en sostener a los hijos y esa
es una de sus funciones: la mujer es la responsable de lo que suceda en el hogar,
principalmente del mantenimiento de personas y cosas. Entre los componentes de un
grupo doméstico, los infantes son considerados los más propensos a contraer
enfermedades. Por esa condición de susceptibilidad a contraer enfermedades, deben
ser más cuidados; la mujer es quien debe responder ante la exigencia social de
mantener, cuidar y educar a los niños; si se enferman o están en mal estado es su culpa
y su responsabilidad. El hecho de que en la vereda no sea usual que la mujer salga a
trabajar en el campo, sino que sus labores se desarrollen más bien en el ámbito
doméstico, permite que el nivel de exigencia en torno al cuidado de los niños sea
mayor que en zonas en las que sí trabaja fuera. (Barajas, 1998:33)
¿Ninguna tiene hijo’? Nos preguntaron las mujeres en el chocó. No ninguna, respondimos,
mirándonos, “es chevere muchachas, es chevere” Nos dijeron entre risas.
La cocina como mencionamos anteriormente, es el espacio en el que el producto del trabajo
y de la tierra se transforma en satisfacción de deseos y necesidades. Allí se da la articulación
de los mundos externo e interno, lo predial con lo doméstico: la naturaleza se transforma
para adquirir rasgos de cultura.(…), en la cocina el alimento se transforma para incorporarse
nuevamente al cuerpo y continuar su ciclo como otra forma de energía, la del trabajo sea
predial o doméstico, y fluir nuevamente hacia la tierra. (Barajas, 1998).

Así un gesto que podría ser banal o cotidiano en la ciudad, como lo es rechazar la comida
que se ofrece, en el campo está significando un rechazo del trabajo que hubo detrás de ello,
es un gesto que puede estar debilitando vínculos de profunda relación con la casa y la familia
misma. Para observar otro escenario donde el alimento y el hogar están en profunda relación,
Carsten (2007) señala: “la alimentación –tanto en el sentido de recibir alimento como de
darlo- es un componente fundamental para convertirse en persona dentro de los malayos de
langkawi y de participar plenamente de las relaciones sociales”. Participar plenamente de las
relaciones sociales, implica hacer parte de una condición esencial de la convivencia en
sociedad. En este caso emparentarse es un proceso donde se deviene persona a través de la
convivencia -habitar el mismo lugar de la intimidad- y la comensalidad -compartir
sustancias/alimentos-. En este sentido la sangre y la alimentación comparten una relación
dialéctica, la primera cómo esa sustancia que nos emparenta biológicamente y la segunda
como ese proceso vinculante en el cual se produce la sangre, la sangre produce y es
producida, los alimentos que se cocinan en el hogar poseen la sazón con la que uno crece y
se identifica, lo constituyen a uno como persona:
La comida crea personas en un sentido físico y crea también la sustancia –sangre-
mediante la cual están vinculadas unas personas con otras. La condición de persona
–personhood-, los modos de establecer relación –relatedness- y la alimentación están
íntimamente conectados. Para desentrañar estas conexiones es necesario entender la
naturaleza y la mutabilidad de la sustancia y de qué modo la concepción, en el
nacimiento, la vida en las casas y la muerte se relacionan a través del tema de la
sustancia. (Carsten, 2007:23)
Esta forma de emparentarse, de relacionarse profundamente con las personas y los lugares a
través de las sustancias compartidas, como la sangre, la leche materna y el alimento de casa
implica una relación vinculante que va más allá de determinaciones puramente biológicas y
ecológicas. En el caso de don José, el apropió el agua bendita como “agua de casa” con la
cual se bautizan por segunda vez los niños, de ahí se pueden apadrinar las veces que sea
posible: ésta tiene ya diez padrinos” Nos decía una de las mujeres señalando a su nena.
Aunque no todos viven en la misma casa estos vínculos permiten que haya un sentimiento
comunitario muy sólido, una solidaridad en todo el sentido, en todas sus implicaciones: “lo
que le duele a uno, le duele a todos” nos decía don José.
Volviendo al ciclo que ya mencionamos, en el que la tierra reclama su fuerza a través del
trabajo humano y la forma en que se distribuye la comida, podemos apreciar la lógica del
“dar” y “recibir” . Marcel Mauss (1925) señala al respecto que la acción de devolver está
dada por el hecho de que lo que se recibe no es algo inerte, es decir, los intercambios de
sustancias u objetos contienen y están atravesados por distintas fuerzas, que son en definitiva,
las que crean los vínculos, con la tierra o la familia. Según Mauss, gracias a lo que acabamos
de mencionar, es cómo se crea una deuda y además una relación en la que el que el que “dio”
tiene poder sobre el beneficiario. Es decir, que hay un vínculo entre lo que doy y el ser de la
persona, situación que se caracteriza por poseer un imperativo de reciprocidad que es dado
en los objetos gracias a una fuerza que éstos poseen. Un ejemplo de esto es la sazón, pues se
trata de la manera cómo la esencia de la persona que cocina deviene en los alimentos que
prepara y por ende quien los consume ingiere esta parte del alma de otro. De esta manera
desde las sustancias se controla las sustancias de otro.
En este orden de ideas, en el caso de la brujería el proceso se transforma un poco: la persona
que consume el alimento o la sustancia no está enterada de que le van a hacer brujería. Por
esta razón no logra devolver el regalo, porque además está oculto, es decir, que la sustancias
en forma de regalo contienen dentro de sí una fuerza disfrazada, la cual contiene la intención
y la capacidad para hacer daño a otro. Pero ¿qué razones motivan este tipo de acciones? Don
José hablaba de “cosas que pasan en la raza”, mencionó que una de las razones más comunes
para que se haga brujería en el Chocó, es la envidia, siendo esta muy propia de su raza.
También menciona que la brujería se la dan a uno de muchas formas sin que uno se de cuenta,
esta lógica opera de un modo similar en los “amarres”, pues se deposita una energía que al
no ser reconocida por la persona no puede devolverse y ahí se crea el amarre, es análogo a
desconocer una enfermedad propia, de modo que no se puede sanar. El proceso de hacer
brujería o de hacer el mal se vincula a la comida en tanto que ésta es el canal por el que se
efectúa, pues al dar la comida se liga a la persona en el momento en que acepta, no solo la
comida sino el embrujo conjurado a través de la manipulación de las sustancias mientras se
cocina. En este sentido, lo que permite o cataliza la intención de hacer el mal, no radica
meramente en la entidad de las sustancias utilizadas, sino en su mezcla, en una sazón, en el
nuevo lugar que toman y que por ende las vuelve peligrosas.
Al igual que el verdadero don, es decir, el que se encuentra oculto, la cura tampoco es algo
que esté totalmente disponible a cualquiera y en cualquier situación, la cura y demás
tratamientos para estos casos son, igualmente, secretos. Don José lo señaló entre risas cuando
uno de nuestros compañeros le preguntó por las “contras”, a lo que dijo: “esos son
secreticos”. Esta necesidad de lo oculto se hace evidente cuando se devela la fuerza de las
contras, es por eso tan necesario que sea oculto, que la persona no se sepa enferma, amarrada,
salada. Don José nos mencionaba que una de las brujerías más peligrosas es cuando “salan
la casa”, lo cual tiene relación con la idea del don, puesto que según Don José “la sal devuelta
no la cura nadie”. “la sal devuelta, mata”. ¿Qué implica entonces, que se sale una casa?

También en estos reinos y confines


hace sal esta gente vil y sucia
de ceniza de palma con orines,
y en ella hacen todos grande hucia:4
estos son sus adobos más insines,
y la gente con ellos anda lucia.
Tiene casi el gusto de sardinas
arenques, pero mal sala cecinas.
(Juan de Castellanos, en Echeverry, 2001)

La sal está presente en casi todas las cocinas y alimentos, Una noche en el Chocó, mientras
las mujeres cocinaban arroz de coco, alguna olvidó la sal y al momento de probrar la sazón
(la manera de probar era sacando un poco de caldo de la olla con un cucharón y colocándolo
en la palma de la mano), una de ellas -abriendo los ojos y riendo- dice: ¡’ta mudo! a lo que
repito: ¿mudo? Sí, mudo, ¡no habla! La sal hace hablar a la comida, le da cuerpo (Moreno,
2018).

Durante toda nuestra estadía en Chocó se escuchaba en la mesa a alguno de nuestros


compañeros decir que la comida estaba muy salada, los sabores entonces eran diferentes a
los de lo que comemos en la ciudad, la sal transforma la comida en su cocción y por ende
los cuerpos de quien la consumen. Que la comida hable sugiere que tiene vida, entonces
podemos considerar la sal como una sustancia fecunda que expresaría ciertos aspectos
culturales en cada región según su producción o uso. La sal en el contexto de ciudad suele
ser asociada con la enfermedad, se habla de que es mejor no comer tanta para no desarrollar
problemas de tensión, entre otros. Sin embargo, aunque su relación con la salud no suele ser
positiva, vale la pena preguntarnos sobre su propiedades curativas o medicinales, frente a lo
cual no hay muchos estudios. En este orden de ideas, lugares como el Chocó nos invitan a
preguntarnos el porqué de la diferencia entre el campo y la ciudad. La cita de Juan de
Castellanos nos sugiere, en este sentido, que sal está relacionada con lo “no civilizado” con
los indios, o en este caso con los negros. La palabra de la sal es, entonces, inmediatamente
un discurso sobre la conducta y el manejo del deseo (Echeverri, 2001).

Cuando se trata de brujería el proceso del salar a una persona se considera un medio eficaz
para llevar el daño, pues ofrece la ventaja de que puede ser aplicado por cualquiera. La sal
puede ser soterrada por debajo el umbral de la puerta, se la puede echar o mezclar casi con
cualquier cosa (Bernhard, 1999). En este sentido salar la casa implica embrujarla y
manipularla, pues la persona que tenía la intención de hacer el daño logra transformar el
estado de la casa, y si la sal en la cocina implica la sazón de la comida, salar la casa es cómo
cocinarla, sazonarla con la esencia de la persona. De esta manera, devolver la sal sería afectar
directamente el cuerpo de quien la dió. La sal es entonces una sustancia vital Christine.
Hugh-Jones (1979, p. 195) señala por ejemplo, que los Barasana (familia Tukano) en el
proceso de la preparación de carne la sal y el ají agregados durante la ebullición pueden ser
equiparados al semen y a la sangre, no solo por sus colores blanco y rojo, sino también por
los términos Barasana, en donde se relacionan los roles sexuales en la concepción. Sal es
moa, sustancia activadora, (moa, mover, trabajar). Otro ejemplo sobre la sal lo encontramos
en los indígenas uitoto, para quienes la sal simboliza el semen del Padre Creador, el zumo
del seno de la Madre. (Echeverry, 2001). La sal entonces, relaciona cuerpos, no solo personas
y objetos, los pone a conversar y los transforma. Vista desde la brujería nos permite explorar
sobre cómo en su manipulación logra configurar un sentido trágico de la vida (Platarrueda,
2018) al transfigurar el destino de lo que resulta embrujado, personas, casas etc.

La casa salada no involucra a las personas solo porque vivan dentro de ella, sino, como
señala Ingold (2000) para referirse a los lugares, porque estas viven a través, alrededor hacia
y desde la casa. La gente se encuentra amarrada a su casa en cierta medida, y esto se debe a
el movimiento al interior de ella, a la manera cómo se transitan por sus espacios y las
trayectorias que se crean. Cada habitante configura así sus caminos por la casa de manera
distinta, estos (caminos) se entrelazan y entrecruzan para tejer los vínculos entre sí. “Los
lugares, entonces, son como nudos, y los hilos con los que están atados son líneas” (Ingold,
2000) En este sentido, funciona el planteamiento de Heidegger sobre el sentido fundacional
de la vivienda: no la ocupación de un mundo ya construido, sino el proceso de habitar la
tierra. Las sustancias entonces son parte fundamental para entender cómo a través de su
intercambio constante se configuran las redes sociales, pues al considerarlas se tiene en
cuenta no solo sus propiedades físicas, sino, sus facultades y potencialidades mágicas para
transformar cuerpos.

Bibliografía
Anzola, S. (2017) “Uno hace la finca, la finca lo hace a uno”: trabajo, conocimiento y
organización campesina en Sucre, Cauca. Tesis de pregrado. Pontificia Universidad
Javeriana.

Barajas, C. (1998). La tierra, la cocina, la salud: flujos de poder y de energía en grupos


domésticos campesinos. Cuadernos de Desarrollo Rural, 41, 47.

Carsten, J. (2007). La sustancia del parentesco y el calor del hogar: alimentación, condición
de persona y modos de vinculación (relatedness) entre los Malayos de Pulau Langkawi.
Antropología del parentesco y de la familia, 515-542.

Echeverri, J. Á., Román, O., & Román, S. (2001). La sal de monte: un ensayo de
‘halofitogenografía’ uitoto. Imani mundo. Estudios en la Amazonia colombiana.
Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 397-478.

Ingold, T. (2015). Contra el espacio: lugar, movimiento, conocimiento.

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Worrle, B. (1999) De la cocina a la brujería. Ecuador. Tomado de:


http://digitalrepository.unm.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1065&context=abya_yala

Bolaños, A. (2009) Brujería en la primavera. Revista Maguare. Universidad Externado de


Colombia. Bogotá. Tomado de: file:///C:/Users/CLAUDIA/Downloads/15057-45504-1-
PB.pdf.

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