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Resumen Teología Espiritual

III. La vida espiritual


Hasta ahora debemos tener bien en claro dos cosas: que el objeto material de la vida espiritual es
la vida cristiana en cuanto se convierte en proyecto personal; y que la noción de vida cristiana se
refiere a la enseñanza contenida en la tradición histórica.
1. Panorámica histórica
1.1 En la Sagrada Escritura
Se utilizan principalmente dos términos para hablar de vida: zoé que significa principio interno
de movimiento y de acción que existe en todo ser viviente, y bios, que expresa la influencia en la
vida temporal.
El concepto de vida se va ampliando a medida que el hombre vive en unión con Dios. Cuando
hablamos de vida espiritual queremos precisamente significar la participación actual en la vida
divina y sus exigencias desde el punto de vista ético.
La vida es algo dinámico, posee una energía propia, que se manifiesta en dos direcciones. Por
una parte, la vida espiritual supone necesariamente el movimiento y el progreso hacia una cierta
plenitud (interna), la santificación. Por otra parte, la vida cristiana tiende a manifestarse en obras y
en el estilo de vida (externa). Es decir, que la vida interior va unida a la vida de piedad.
1.2 En la tradición cristiana
Se ha manifestado de diferente manera a través de las preocupaciones que han ido afectando a la
Iglesia a lo largo de los siglos.
a) En los primeros siglos. San Pablo nos habla del “espíritu, alma y cuerpo” de los cristianos,
lo cual fue interpretado por los gnósticos en el sentido de que el espíritu o Espíritu es algo
del ser humano, por tanto, los hombres o son espirituales o son psíquicos materiales
(hílicos). Sin negar la gratuidad del don del Espíritu santo concedido al cristiano, Ireneo
insistió en la transformación de la existencia que implicaba la presencia del Espíritu. Los
Padres irán insistiendo en las disposiciones subjetivas necesarias a aquellos que desean
penetrar en el sentido espiritual de la Escritura, convirtiéndose de este modo en hombres del
espíritu.
b) Los Padres del desierto: el hombre espiritual. El que ha recibido el don del conocimiento
de Dios, haciéndose capaz de sondear los secretos de los corazones gracias al carisma de la
profecía, es reconocido fácilmente como Padre espiritual.
Aquí se empieza a aclarar la idea de vida espiritual: implica una búsqueda de los caminos de
Dios, una ascesis controlada y un progreso en el conocimiento de la Escritura y de las
realidades espirituales.
c) La teología clásica: vida espiritual y caridad. Un hombre que, bajo la guía del Espíritu
Santo desarrolla una vida evangélica y especialmente el don de la caridad derramado en
nosotros por el mismo Espíritu. Santo Tomás presenta toda la vida espiritual como
desarrollo de la caridad hasta llegar a su plenitud. El inconveniente con esta postura es que
deja un tanto en la sombra la relación interpersonal que une al cristiano con el Espíritu, pero
tiene la ventaja de que dirige las miradas hacia la sustancialidad de la vida cristiana que es la
vida teologal.
d) Los tiempos modernos: la vida interior. San Francisco de Sales en su obra introducción a
la vida devota, quiere dirigirse a todas las categorías de personas, la vida espiritual es para
todos. La vida espiritual debe alimentarse en las fuentes de la oración y los sacramentos. Los
autores de este tiempo se esfuerzan por proponer métodos de oración o ejercicios espirituales
sistemáticos.

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e) La vida espiritual en el sentido común. La vida espiritual se presenta como una actividad
de la conciencia, que intenta discernir el sentido de la vida a través de una percepción de los
valores evangélicos. La vida espiritual en sentido amplio se presenta como la que se orienta
hacia los valores del espíritu. En todas las religiones se encuentran personas que saben que
la realidad más sustancial no es la sostenida por el impulso vital y físico, sino la dirigida a la
mística.
f) Conclusión. El hombre que posee el Espíritu Santo se hace capaz de comprender el sentido
profundo de la Sagrada Escritura y de guiar luego a los demás por el camino de la santidad,
es decir, hacia la plenitud de vida.
La palabra espiritualidad surge en Francia en el siglo XVII, indicaba entonces “todo lo que
guarda relación con los ejercicios interiores de un alma apartada de los sentidos, que no busca
otra cosa más que perfeccionarse a los ojos de Dios” (Littré). En nuestros días significa también
un cierto estilo de vida cristiana que guarda relación con ciertas corrientes de espiritualidades
históricas.
1.3 precisiones sobre el sentido de las palabras ascética y mística
Etimológicamente el término ascesis significa ejercicio, y se aplica tanto al ejercicio físico como
a la reflexión filosófica. Pero muy pronto esta palabra llegó a significar los esfuerzos mediante los
cuales se desea llegar a progresar en la vida moral y religiosa. Todas las espiritualidades hablan de
ascesis y de vida ascética: toda persona espiritual debe practicar “ejercicios espirituales”. Algunos
autores y también la lengua alemana e italiana, incluyen bajo el nombre de ascética toda la teología
espiritual.
La palabra mystikós se deriva de mystés: el que se ha iniciado en los misterios. Podemos
distinguir además entre la palabra mistérico, que se refiere a los complejos mítico-rituales que
implican una iniciación y esoterismo, y la palabra místico, un término de significado más amplio y
que comprende varias formas de experiencia espiritual. La actividad mística es eminentemente
religiosa y tiene algunos elementos fundamentales: es una realidad escondida que se convierte en la
finalidad de la experiencia y que conduce a la unión con el Absoluto.
Marcelo de Ancira (siglo IV) aparece con una expresión que, recogida por Dionisio Areopagita,
habría de conocer una gran fortuna: teología mística. Él intentaba hablar de un conocimiento de
Dios “inefable y místico” que se distinguía del conocimiento común de los demás fieles. Dionisio
añade la indicación decisiva, es decir, que este conocimiento misterioso de Dios constituye el ápice
de la experiencia religiosa.
1.4 El problema de la mística en la teología espiritual
La vida espiritual requiere un esfuerzo ascético voluntario y, por otra parte, asume en ciertos
casos un carácter pasivo, en cuanto que el conocimiento místico aparece como una iniciativa de
Dios que revela el propio misterio, aun en la oscuridad de un conocimiento inadecuado para su
trascendencia. El quietismo es una tendencia espiritual que negaba la utilidad del esfuerzo del
hombre por disciplinar su propia vida y orar metódicamente.
A partir del siglo XVII se empezó a distinguir cada vez más la forma ascética, voluntaria, activa,
ordinaria de la vida espiritual y de la vida de oración, de la otra forma mística, contemplativa,
pasiva, extraordinaria, haciendo surgir de esta manera el problema tan difícil de las relaciones entre
estas dos vías espirituales.
IV. La comunicación de la vida divina
La vida espiritual cristiana nace del encuentro entre la comunicación que Dios hace de su propia
vida y la recepción activa por parte del hombre: “Él nos amó primero” (1 Jn. 4,19).
Las fuentes de la vida divina son: la misma vida espiritual, es decir, la vida trinitaria; la
humanidad gloriosa de Cristo y su prolongación el misterio de la Iglesia como Cuerpo Místico de
Cristo; la “Vita in Christo”, es decir, cómo vivimos en concreto la vida que deriva de Cristo.

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1. El misterio trinitario
La vida espiritual no se limita al conocimiento del misterio sino que quiere profundizar en su
significado para llegar a una adhesión total, es decir, intelectual, afectiva y personal.
1.1 La persona del Padre
Al decir que Dios es Padre, no sólo no se quita nada a su misteriosa trascendencia, sino que se le
añade el misterio de un ser personal, dotado de fecundidad interior y, por consiguiente, siempre
vivo. San Cirilo de Alejandría dice que el nombre que conviene propiamente a Dios es el de Padre
porque significa alcanzar una propiedad intima que manifiesta que Dios ha engendrado. Semejante
expresión atestigua el convencimiento de la comunidad primitiva de que el Padre es absolutamente
primero: él es la fuente de todo cuanto existe; del mismo modo, es la fuente de toda la vida.
En la Trinidad la comunicación es tan perfecta que el Hijo es la imagen del Padre sin ninguna
disminución de dignidad y de gloria, toda la substancia del Padre pasa al Hijo. Podemos decir que la
persona misma del Padre está constituida por la relación eterna que tiene con el Hijo, lo mismo que
la personalidad del Hijo consiste en ser una pura mirada hacia el Padre.
1.2 La persona del Hijo
La segunda persona de la Trinidad se manifiesta como Imagen de la primera, como su Belleza,
como la Sabiduría por medio de la cual fue creado el mundo.
La persona del Hijo se nos presenta como enviada por el Padre para llevar a cabo su proyecto
salvífico; el Padre, por ser principio absoluto, no puede ser enviado, sino que se da a sí mismo en el
amor; el Hijo, por el contrario, que tiene su origen en el Padre, es enviado por él de tal manera que
la persona del Hijo es el Término de la unión hipostática con la humanidad de Jesús, hecha una vez
para siempre.
La misión visible del Hijo constituye la nueva alianza, perfecta y definitiva. Perfecta porque no
se puede concebir una relación de la creatura con Dios más estrecha que la de la asunción de una
humanidad concreta en la persona del Hijo único. Definitiva porque en él toda la humanidad queda
unida con Dios.
Por ser el revelador del Padre, el Hijo encarnado es principio de salvación, ya que hace posible
nuestra adhesión al Padre por medio de la fe. Pero la obra de la salvación no se manifiesta sólo a
través de la revelación, se actúa a través del misterio de la reconciliación y de la redención.
Del texto de Hebreos 1,3 se deduce con claridad que la misión del Hijo se basa en su procesión
eterna; él lo recibe todo del Padre y está enteramente vuelto hacia él; enviado por el Padre, vuelve al
Padre con todos aquellos que lo pertenecen.
1.3 El Espíritu Santo
Mientras que la misión del Hijo constituye un acontecimiento histórico cuya manifestación todos
pueden percibir, la misión del Espíritu Santo sigue siendo especialmente invisible. (Gal. 4,4-6).
No solamente la misión se hace con vistas a la acción espiritual, sino que produce también una
asimilación del alama a la persona divina enviada: de imagen de Dios como lo es en virtud de la
creación, el alma se transforma en semejanza de la persona divina. El Espíritu es Santo y es
santificador (Rom. 8,14-16).
El Espíritu Santo es enviado por el Padre en cuanto que se hace término de una unión mediada
por el conocimiento y el amor. En este sentido podemos hablar de la inhabitación de las Personas
divinas en nuestra alma, significando con esta palabra la permanencia de la relación de
conocimiento y amor.
El espíritu Santo es amor y derrama el amor de Dios en nuestros corazones (Rom 5,5) de manera
que no hay ninguna diferencia substancial entre la afirmación “el Espíritu Santo es el agente de
nuestra vida espiritual”, y el reconocimiento de que “la caridad es su principio inmediato”, ya que
donde está el Espíritu Santo está la caridad, y donde está la caridad allí está el Espíritu Santo. Al
ser vínculo entre el Padre y el Hijo, el Espíritu Santo nos introduce en la comunión del Padre y del
Hijo; al ser Amor interpersonal, el Espíritu Santo puede ser llamado el Don por excelencia, ya que

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el verdadero don no se hace con vistas a un intercambio, sino gratuitamente, y es precisamente la
gratuidad del amor lo que caracteriza al producción del Espíritu Santo.
La primacía del amor corresponde al carácter fundamental de la alianza entre Dios y nosotros:
ésta es obra de la benevolencia misericordiosa de Dios y exige de nosotros una respuesta de amor.
El hombre que recibe la gracia, recibe al mismo tiempo una cierta semejanza con el Hijo y con el
Espíritu Santo, semejanza que lo asimila a las personas divinas, haciéndole participar de la
comunicación vital propia de la santa Trinidad.
2. Cristo cabeza del cuerpo místico
Cristo es la cabeza del pueblo de Dios y este pueblo forma el Cuerpo místico de Cristo. Lejos de
considerar nuestra vida cristiana como una aventura individual sin vinculación con los demás
hombres, debemos considerarla más bien como parte de la historia de la salvación que abarca a
todos los hombres unidos en Adán y luego en Cristo (1 Cor. 15,45-49).
Los sacramentos en particular, nos permiten participar de la vida de Cristo y recibir de él una
gracia multiforme; el bautismo nos hace nacer a esta vida, la eucaristía la hace crecer, los demás
sacramentos nos comunican la gracia de Cristo según diversas modalidades que abarcan todos los
aspectos fundamentales de nuestra existencia.
2.1 La comunicación de la gracia de Cristo
El Verbo de Dios ha querido que su encarnación siguiera una parábola: tomando carne de la
virgen María, se hizo hombre y se humilló hasta la muerte de cruz, para resurgir luego a una vida
nueva y subir al cielo. (Fil. 2,5-11). La línea directriz de la doctrina paulina sobre Cristo cabeza del
Cuerpo místico es muy sencilla: lo mismo que Jesús, obedeciendo a la voluntad del Padre, se
humilló ofreciéndose en la cruz para resurgir luego a la plenitud de la vida, así también nosotros, en
la medida en que somos miembros de su Cuerpo participamos de su vida y reproducimos en
nosotros el misterio pascual que nos hace pasar de la muerte a la vida gloriosa con Cristo y en
Cristo.
Santo Tomás se pregunta si Cristo tenía la gracia santificante y responde afirmativamente porque
dice que el alma de Cristo estaba unida hipostáticamente al Verbo de Dios, porque Cristo tenía que
realizar la redención ofreciéndose libremente al Padre; porque Cristo es mediador entre Dios y los
hombres. La plenitud de la gracia en Cristo significa que esa gracia era tan perfecta que podía
realizar la obra de salvación y comunicar todos los dones relacionados con la vida sobrenatural (S.
Th. III q 7)
Despues se pregunta si es la misma la gracia que santifica el alma de Jesús y la que actúa en su
cuerpo místico y nuevamente responde positivamente, porque la eminencia de la gracia de Cristo es
la capacita para comunicar su gracia a los demás, la gracia de Cristo llega a nosotros mediante los
sacramentos, los cuales confieren la gracia santificante en orden a nuestra situación existencial. La
causa eficiente principal de la gracia es Dios mismo, en relación al cual la humanidad de Cristo es
como un instrumento unido y el sacramento como un instrumento separado. Por tanto, es necesario
que la virtud salvífica se derive de la divinidad de Cristo a los sacramentos por medio de su
humanidad (S. Th. III q 8)
La gracia sacramental es substancialmente la gracia santificante con una nueva formalidad y
modalidad, estas modalidades y formalidades consisten en una cierta derivación e imitación de la
gracia de Cristo, osea, de la perfección que hay en Cristo en cuanto somos miembros suyos (Juan de
Santo Tomás, Cursus theologicus IX, disp.. 24, a. 2, n. 20)
2.2 El drama pascual
Dado que nosotros participamos de la vida crística, debemos reproducir en nosotros mismos el
misterio pascual que vivió Jesucristo. Nos limitaremos a poner de relieve las nociones de sacrificio
y de sacerdocio de Cristo, subrayando en partículas cómo Jesús, sacerdote en virtud de la
encarnación, consiguió la plena eficacia de su acción sacerdotal cumpliendo su misterio pascual.
Jesús se hizo en todo semejante a sus hermanos, para ser ante Dios sumo sacerdote misericordioso y

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digno de crédito, capaz de obtener el perdón de los pecados del pueblo (Hb. 2,14-17), Cristo ofrece
un solo sacrificio por el pecado y está sentado para siempre a la derecha de Dios.
Considerando el mismo sacrificio de Cristo debemos subrayar que lleva a su cumplimiento a los
sacrificios precedentes. Los profetas insisten en el sacrificio interior; por eso, el verdadero sacrificio
consiste en la oración del corazón y en la práctica de la justicia a través de la cual se cumple la
voluntad de Dios y el mandato del amor. Cristo ofrece en sacrificio su propia vida. A. Vanhoye,
dice que en el sacrificio de Cristo quedan totalmente abolidas las separaciones entre el pueblo y el
sacerdote y entre el sacerdote y la víctima. Nuestro sacrificio debe unirse al de Cristo y participar
del mismo para que sea un sacrificio existencial y espiritual.
2.3 El gran signo: el Corazón de Cristo
La finalidad de una devoción es siempre la de encerrar en un signo sencillo la riqueza de un
misterio que la teología explica a través de todo un discurso alimentado por la sagrada Escritura,
por la Tradición y por la reflexión teológica.
La devoción se caracteriza por la prevalencia de una disposición espiritual particular, como
puede ser la confianza, la pobreza, el abandono, etc.; Una devoción profunda no consiste en una
suma de prácticas minuciosas sino en un esfuerzo sintético por organizar toda la vida espiritual en
torno a un concepto central sostenido por una representación sensible. La devoción comporta un
carácter afectivo, que puede tener un doble peligro ya sea de dar mayor importancia a la devoción
que a la vida litúrgica global o marginar el contenido de la devoción apegándose sólo al aspecto
afectivo.
De esta manera, la espiritualidad del Corazón de Cristo se refiere a la escena de su costado
traspasado, que ha sido durante siglos objeto de contemplación de muchísimas personas
espirituales. La efusión de la sangre y del agua expresan el misterio pascual. Lo mismo que la
sangre recordaba la debilidad de la humanidad de Cristo sometida a la pasión y a la muerte, también
el agua que brota del costado de Cristo manifiesta ya la resurrección y la vida en el Espíritu. La
contemplación del costado traspasado de Cristo llevó luego a la tradición espiritual de la
contemplación del Corazón de Jesús como símbolo de amor. Además se toma los símbolos del agua
y la sangre como símbolos de los sacramentos del bautismo y la eucaristía.
3. La vida en Cristo
Se puede vivir la vida que se deriva de Cristo según dos modalidades que se complementan entre
sí, la primera es el recurso de la Palabra de Dios; la segunda es la recepción de los sacramentos por
los cuales participamos de la vida gloriosa de Cristo.
3.1 Importancia de la vida sacramental
Los sacramentos no deben considerarse solamente como medios de santificación, sino como
instrumentos privilegiados, de institución divina, que definen la forma de vida espiritual (Rm 6,2-
4). Todos los sacramentos guardan relación con el misterio pascual de Cristo, todos derivan de su
eficacia de la comunicación de la virtud de la pasión de Cristo. Una verdadera catequesis de los
sacramentos, que son la fuente de toda la vida espiritual, implica necesariamente la memoria de los
misterios de Cristo. Uno de los aspectos más resaltados de la vida sacramental en el Vaticano II es
que todo bautizado participa del sacerdocio de Cristo, de manera que el sacerdocio común permita a
los fieles concurrir a la ofrenda de la eucaristía y se ejerce en la recepción de los sacramentos, por
eso se considera a la vida cristiana como el ejercicio del sacerdocio común de los fieles.
3.2 La participación en la vida de Cristo
Si la gracia bautismal es idéntica a la gracia de Cristo, tiene que producir en nosotros los mismos
efectos que produjo en él; en nosotros la gracia recibida en el bautismo tiene que producir una
propensión a revivir el misterio de la cruz. La vida de Cristo se nos comunica, no para que
permanezca cerrada dentro de nosotros, sino para que se manifieste por fuera, en nuestro
comportamiento y en nuestra acción, ya que en virtud del bautismo hemos sido llamados a la
imitación de Cristo. Imitar a Cristo no puede significar copiar un comportamiento, imitar a Cristo
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supondrá un esfuerzo por penetrar en el sentido espiritual de su comportamiento. El hecho de
observar la vida moral tomando a Cristo como modelo equivale, de todas formas, a conferirle un
nuevo valor. Las prescripciones del mensaje evangélico adquieren todo su valor solamente en la
medida en que se las reconoce como traducción práctica de los valores de santidad y de amor
encarnados en Jesucristo.
El cristiano participa de la misión de evangelización de Cristo, es colaborador de Dios y es
propio de la actividad del apóstol prolongar conscientemente la acción salvífica de Cristo. Si existe
un aspecto por el que es necesaria la comunión con los sentimientos de Cristo, es precisamente en el
celo apostólico. El ministerio apostólico va más allá de la pura transmisión del mensaje, que sigue
siendo objeto de una proclamación al mundo entero; dicho ministerio implica una conformación
interior con la conciencia redentora de Cristo y la participación en el misterio de su sufrimiento.
V. La vida de gracia
Es necesario hacer algunas precisiones sobre el concepto de gracia:
 Llamamos gracia a todo lo que es don de Dios ordenado a la vida nueva que se nos ha dado
en Cristo.
 Si la consideramos en su fuente, la gracia es la misma divina benevolencia que, basada en
las procesiones eternas, quiere comunicar la participación en la vida trinitaria.
 Como efecto producido en la creatura, la gracia es el don recibido por el hombre que se
deriva de la benevolencia de Dios.
La gracia debe considerarse sobre todo como un don interior y se puede distinguir en:
 Gracia (carisma), que puede ser permanente o transitoria y está ordenada a la santificación
de los otros y la edificación de la Iglesia.
 Gracia actual, siempre transitoria que ilumina la mente y afianza la voluntad.
 Gracia “gratum faciens” o gracia santificante, es permanente, es la gracia de las virtudes y
de los dones, es el principio de la vida espiritual.
1. La gracia santificante
1.1 La gracia nos transforma interiormente
La gracia produce un doble efecto: por un lado somos transformados interiormente y por otro
entramos en una relación interpersonal con Dios que nos acepta en su amistad. La infusión de la
gracia lleva consigo un cambio de estado en el hombre y la exigencia de un nuevo modo de vivir
(Col. 1,10-14)
1.2 El aspecto dinámico de la gracia
En la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las
siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza
y la caridad. Es decir, las virtudes teologales, por medio de ellas el hombre se hace capaz de una
respuesta personal de conocimiento, de confianza y de amor. Evitemos pensar en la vida de gracia
de una forma exclusivamente jurídica y veamos más bien cómo crece la justificación, osea la
santidad. Las virtudes teologales proceden de Dios, mantienen en Dios y nos llevan a Dios, es un
crecimiento continuo.
2. La vida teologal
2.1 Contenido objetivo y realidad subjetiva
La gracia santificante es el principio interno de la vida espiritual concedido al individuo, por
medio del cual éste se hace agradable a Dios y partícipe de la vida divina. La gracia se convierte así
en el principio de encuentro personal entre el justo y las Personas Divinas. La realidad subjetiva de
las virtudes teologales se une necesariamente a un contenido objetivo: la historia de la salvación tal
como se transmite en la Iglesia.
En cuanto a las realidades subjetivas: El contenido de la fe es el misterio de salvación que Dios
lleva a su cumplimiento en Cristo, la fe es la raíz y la condición de toda la vida espiritual; la
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esperanza mira al futuro, al cumplimiento escatológico de la salvación; la caridad no conoce de
suyo distancias entre su objeto y su dinamismo, ya que el objeto de la caridad es siempre actual:
Dios y el prójimo.
2.2 La fe
La primera en el orden de la actividad espiritual es la fe, gracias a la cual el hombre responde a
la llamada de Dios, sin ella no podemos agradar a Dios. Como en el orden de la salvación Dios
tiene siempre la iniciativa, la fe no nace de un esfuerzo nuestro, sino que don de Dios que nos hace
alcanzar la esfera divina.
El sentido de la fe es llevarnos más allá de las realidades visibles, hasta su fundamento invisible,
nos hace comprender que el mundo ha sido formado por la palabra de Dios, de modo que lo visible
proviene de lo invisible. No sólo el curso de la existencia, sino también el final de la vida es objeto
de un acto de fe, que debe superar la evidencia de la muerte.
La vida de fe se basa en la promesa y es siempre una apuesta por el futuro; el hombre de fe,
aunque no puede ver la presencia de Dios y su acción, actúa como si las divisase claramente más
allá de las apariencias.
En la fe el fundamento trascendental no niega la realidad histórica, sino que descubre su
substancia espiritual: Dios que manifiesta su ser y su voluntad en la creación y en la historia.
2.3 La esperanza
La esperanza prolonga el acto de adhesión de la fe en un deseo de la posesión de las realidades
en que creemos; es la virtud del hombre en camino hacia la vida eterna y que durante este camino
experimenta las dificultades de la vida y el riesgo de no alcanzar la meta deseada; la esperanza se
desarrolla como confianza en la gracia de Dios.
Los corazones de los primeros cristianos se sentían movidos por un profundo sentido de Dios a
esperar la parusía, es decir, el retorno de Cristo en la gloria para establecer el reino de Dios en
plenitud. En esta perspectiva hay que enmarca la espiritualidad del martirio, tal como la conocemos
a través de las cartas de san Ignacio de Antioquía, en la que el santo manifiesta, no ya el deseo de
morir, sino el de la vida total y definitiva, además podemos vincular también el motivo de la vida
contemplativa con el del martirio. Con la esperanza entendida como búsqueda exclusiva de Dios
hemos de relacionar la memoria, porque el alma que ansía la posesión de Dios renuncia a cualquier
otra posesión y por tanto elimina la memoria de todo recuerdo en el que pudiera tener propiedad y
porque la memoria se une con la presencia de Dios en el fondo del alma según la doctrina
agustiniana.
La necesidad de la ayuda divina nace de la trascendencia misma de la vida divina, que no puede
alcanzarse por el esfuerzo del hombre, sino que se concede en conformidad con nuestra cooperación
con la gracia divina. Lo mismo que la esperanza nace de la conciencia de las dificultades de la vida
y del riesgo inherente al ejercicio de nuestra libertad, así también el crecimiento de la esperanza
depende de cómo conseguimos superar los obstáculos recurriendo con mayor constancia y
confianza a la ayuda de Dios.
El vínculo profundo entre la fe y la esperanza está en que la primera nos da el conocimiento del
designio salvífico de Dios y la certeza de que todos estamos llamados a la vida divina; y la segunda
nos muestra nuestra situación concreta de hombres débiles que para corresponder a la voluntad
salvífica de Dios necesitan precisamente de la ayuda divina.
2.4 La caridad
Por su naturaleza misma tiene la primacía sobre todas las capacidades operativas de nuestro ser
espiritual, es el principio inmediato de nuestra unión con Dios (Jn 14,21-23). Santa Catalina de
Siena dice que “es un amor inefable que el alma ha sacado de su Creador con todo su afecto y todas
sus fuerzas…el amor transforma y convierte al amado y al amante en una sola cosa…es tan grande
la fuerza del amor que del que ama y del que es amado hace un solo corazón y solo afecto…”

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La caridad es la forma de todas las virtudes no ejemplar o esencialmente, sino eficientemente, en
cuanto impone a todas la forma, del modo dicho (S. Th. II-II q 23 a 8 ad 1). Todos los virtuosos
pueden ejercerse sólo bajo el influjo de la caridad. De aquí se sigue que el mérito depende del
fervor de la caridad.
2.5 La unidad de la vida teologal
Basados en la cita de 1 Cor. 13,13 “Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el
amor”, decimos que existe una sola vida teologal. Son dos las maneras de presentar esto.
a) Partiendo del dinamismo espiritual. Mediante la fe nos adherimos a la Palabra de Dios;
mediante la esperanza nuestra intención y nuestro impulso se dirigen hacia la posesión de
Dios; mediante la caridad estamos ya unidos a Dios.
b) La estructura del alma. La fe guarda relación con el entendimiento, el cual, al recibir la
lumen fidei, queda elevado a la verdad divina; mediante la esperanza, la voluntad como
deseo, se eleva a los bienes eternos y se robustecida con la ayuda divina; mediante la
caridad, la voluntad libre, en cuanto principio de relaciones interpersonales, queda ya
transformada en amor de Dios.
 La mutua inclusión de las virtudes teologales
Esta inclusión se basa, bien la unidad del movimiento espiritual, bien en la función integradora
de la caridad. La caridad es la fuerza de la fe, la fe es la fuerza de la caridad, cuando no se
encuentran juntas faltan las dos. La esperanza y la caridad se derraman una en la otra como en un
santo circula, ya que, una vez que uno ha sido introducido en la caridad por la esperanza, entonces
espera también más perfectamente (San Ambrosio).
3. Naturaleza teologal de la vida espiritual
La importancia fundamental de las virtudes teologales está en que forman realmente la estructura
de nuestra vida espiritual en cuanto que se la vive personalmente.
3.1 Vivir en Dios
Aquí debemos distinguir entre el objeto material y formal de las virtudes teologales. El objeto
material, puede ser cualquier cosa fuera de Dios, pero con relación a Dios. El objeto formal,
constituye una especie de esfera en la que se sumergen el entendimiento y la voluntad, y no sólo
porque el hombre tiende a Dios con el entendimiento y la voluntad, sino porque el entendimiento y
la voluntad tocan ya a la divinidad misma y, en cierto sentido, penetran en ella. Digamos por tanto
que las virtudes teologales son actitudes globales de la persona en camino hacia Dios.En las
obras de san Juan de la Cruz, subida al monte Carmelo y noche oscura, encontramos una buena
doctrina sobre las virtudes teologales.
3.2 El culto interior
Podemos distinguir tres grados en el culto interior: el primero, en que se tiene la fe y la
esperanza de los bienes celestiales y de aquellos que nos introducen en estos bienes, como de cosas
futuras; y tal fue el estado de la fe y la esperanza en el Viejo Testamento. El segundo es aquel en
que tenemos la fe y la esperanza de los bienes celestiales como de cosas futuras; pero de las cosas
que nos introducen en aquellos bienes las tenemos como cosas presentes o pasadas, y éste es el
estado de la ley nueva. El tercer estado es aquel en que unas y otras son ya presentes y nada de lo
que se cree es ausente ni se espera para el futuro; y este es el estado de los bienaventurados (S. Th.
I-II q 103 a 3)
VI. El sujeto de la vida espiritual
Existen algunos problemas de importancia primordial para la teología espiritual: ¿cómo se lleva
a cabo la transformación del hombre, qué cambia en el o qué aparece de nuevo? ¿Qué relación hay
entre las facultades naturales y la influencia de la gracia? ¿Cuál es la posición del pecado respecto a
la naturaleza del hombre y la gracia?

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 El método
Gratia supponit perficitque naturam. La perspectiva cristiana tiene que considerarse como una
concepción global del hombre, osea, como un verdadero humanismo. La posibilidad de la teología
espiritual como disciplina científica proviene precisamente de la presencia de unas estructuras
naturales duraderas, la experiencia espiritual, objeto específico de la teología espiritual,
presupone la consideración del hombre concreto en cuanto que constituye un todo e incluye, por
tanto, necesariamente la consideración de la naturaleza según sus aspectos individuales y sociales.
En el orden ético, la infusión de la gracia presupondría la actividad ética natural, así pues, la
actividad ética no puede ser considerada como la causa de la infusión de la gracia. El principio debe
entenderse en el orden ontológico: puesto que el sujeto de la vida de gracia es el hombre concreto,
la vida que procede de los principios sobrenaturales se inserta en una naturaleza que está sometida a
sus propias leyes, pero que es transformada por la gracia.
El hombre que recibe la gracia divina vive una condición encarnada: es espíritu y cuerpo en la
unidad substancial del sujeto.
1. Actividad sensible y unión con Dios
1.1 En la vida cristiana
Es posible encontrar una primera afirmación de la legitimidad de la actividad sensible en la vida
espiritual cristiana en la reivindicación que hace la Iglesia del uso de las sagradas imágenes. San
Juan Damasceno dice que el fundamento del culto a las imágenes no es otro más que el misterio de
la encarnación, porque el incorpóreo se hizo corpóreo y el invisible se ha hecho visible. Galignani
dice que las imágenes pintadas permiten al hombre encontrarse en la misma situación que los
contemporáneos históricos de Cristo, que lo vieron actuar, hablar y obrar y a través de ello creyeron
que él era la salvación de los hombres. Aunque Dios no se identifica con sus manifestaciones, está
presente en ellas, realiza una presencia personal que tienen poder santificador y la relación que él
establece con el hombre permite a este último entrar en comunión con la realidad divina a través de
las imágenes teofánicas.
1.2 En la oración
La oración mental intenta alcanzar a Dios mediante actos mentales de conocimiento y de amor,
que de suyo se apartan de la particularidad de lo sensible. Sin embargo, Para los iniciantes en el
camino de la oración mental es normal el uso de la imaginación y los sentidos. Ninguno de los
autores espirituales titubea en reconocer la necesidad de la actividad sensible en los comienzos de la
vida de oración, comienzos que se caracterizan precisamente por la gorma meditativa, en donde la
imaginación prepara para la reflexión y para la adhesión del corazón.
La vida contemplativa se inserta en una vida espiritual necesariamente crística, los
contemplativos cristianos han dado siempre mucha importancia a la vida sacramental. Si la
actividad contemplativa tuviera como término una aprehensión intelectual, ésta alcanzaría tanto más
a la divinidad cuanto más se purificara de la actividad de los sentidos (concepción helenística y
metafísica). Pero el amor es precisamente la causa eficiente de la adhesión a Dios y por tanto del
conocimiento espiritual que de allí se sigue; pues bien, la intensidad del amor no depende tanto de
la claridad de la conciencia como de la pureza del alma y del impulso del corazón, que se escapan
de toda medida.Nunca es admisible un propósito deliberado de excluir la humanidad de Cristo
de la contemplación, incluso de la contemplación mística.
1.3 Transformación de la sensibilidad
Con este problema se relaciona la doctrina de los sentidos espirituales, es decir la de la aparición
de nuevos “sentidos” en el hombre espiritual. San Buenaventura dice “hay dos elementos que
causan deleite: el alimento espiritual y su percepción. Por eso, a los tres géneros de “hábitos”
espirituales (que son las virtudes teologales, los dones del Espíritu y las bienaventuranzas) se
añaden los frutos y los sentidos espirituales; éstos no significan nuevos “hábitos”, sino la perfección
y la actuación de los “hábitos” espirituales”

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La naturaleza de los sentidos espirituales está en ser el resultado de una transformación espiritual
que ha afectado incluso hasta el nivel sensible. El hombre busca a Dios con todo su ser y,
habiéndolo encontrado, que da totalmente transformado por él.
1.4 Teología apofática
Partimos de la cuestión ¿se da en la experiencia espiritual un conocimiento que no implique el
uso de los sentidos y de la imaginación? Siguiendo algunos textos de san Juan de la Cruz podemos
llegar a la conclusión de que el conocimiento místico se distingue precisamente por su radicalidad
negativa: hay que renunciar a todo conocimiento para llegar a Dios, que está más allá de todo, pero
advirtamos que esta fase de negatividad no es nunca perfecta. La negación de las imágenes conduce
al uso de símbolos más simples y más aptos para significar la simplicidad de Dios como la luz, la
nube, la noche.
La llamada teología negativa o apofática se refiere a que nuestro conocimiento de Dios se
expresa, con mayor exactitud, cuando utiliza palabras que expresan negaciones. La indicación de
mayor relieve se refiere al hecho de que nadie puede pretender conocer a Dios en sí mismo, ya que
Dios está siempre más allá de toda comprensión.
En la perspectiva de la vida espiritual basada en la fe, el conocimiento necesario para adherirse a
Dios y a su palabra no tiene necesidad de ser una comprensión de la esencia divina; basta con que
Dios, que se dignó manifestarse en la encarnación de su Hijo, sea indicado de manera justa y no
equivoca.
Concluimos diciendo que en la vida espiritual nombrar a Dios por medio de afirmaciones,
aunque sean inadecuadas, es más importante, para suscitar el amor y conducir a la unión, que
insistir en la teología apofática.
2. El lenguaje simbólico
El lenguaje preferido de la experiencia espiritual es el simbolismo. Su posición de privilegio se
debe al hecho de que en él la función de la sensibilidad aparece inseparablemente unida al
movimiento de conocimiento y de adhesión espiritual. El mito religioso es un sistema simbólico
complejo, que simboliza la situación del hombre respecto al cosmos y lo divino. Debemos distinguir
además entre el signo convencional (a lo que unos llaman símbolo) y el símbolo como nosotros lo
entendemos, es decir, una realidad que existe en sí misma y que se hace capaz de significar
otra realidad que pertenece a un nivel ontológico superior.
2.1 Los fundamentos del simbolismo espiritual
Hablamos de símbolo en cuanto a una forma sensible que se hace portadora de una pluralidad de
significados que corresponden a una pluralidad de niveles en la vida, podemos hacer una triple
distinción: en el nivel biológico-corporal, que pone a la persona en relación inmediata con el
mundo cósmico y social; en el nivel de relaciones interpersonales, donde la paternidad, el amor, la
sexualidad, la amistad, etc., son relaciones que van acompañadas de significados humanos muy
profundos; en el nivel ético-espiritual, donde el dinamismo brota hacia los valores, hacia Dios, el
mundo espiritual y la vida eterna.
2.2 Principales estructuras simbólicas
a) La postura erecta
Manifiesta el primer esfuerzo del niño: es una posición dominante y significa la fuerza, el
dominio, la exaltación, la elevación. Desde el punto de vista ético la postura erecta es el símbolo de
la ascensión, de la lucha viril, pero también de la lucidez y de la rectitud moral. En el terreno
espiritual se relaciona con la noción de Dios trascendente, celestial, viril, rey y padre, fundamento
del orden ético.Valoración, se refiere naturalmente a lo trascendente, en consecuencia queda
devaluada la temporalidad con su mutabilidad, materialidad, pasividad, oscuridad, mortalidad.
Llevado hasta el extremo, encierra el peligro de un distanciamiento de la realidad común y se puede
caer en un dualismo.

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c) La interioridad
Corresponde al reflejo de absorción y nutrición: al esfuerzo activo se opone la actitud de
pasividad, de tranquilidad y la postura corporal replegada del descanso físico, propio del que se
alimenta. Los símbolos del primer régimen simbólico cambian de significado, la caída, el abismo, la
noche tienen un valor positivo; la casa, la caverna, un sentido de intimidad, el fuego purificador
pasa a ser el descanso tranquilo. En el terreno espiritual se valora la intimidad mística, oscura pero
cálida, con los símbolos de casa y del centro, que se refieren a la experiencia como del seno
maternal. Valoración, este ciclo de imágenes simboliza la aspiración a la unidad interior, a la paz
profunda. El peligro se encuentra en caer en una cierta complacencia en la indeterminación y la
confusión, puede llevar a la pérdida de sentido de la acción y del combate espiritual.
d) El camino
También se basa en el niño que aprende a caminar. El camino y su prolongación del viaje
corresponden simbólicamente a la actividad del hombre que se despliega en el tiempo y en la
historia y expresan la necesidad de ir caminando para la maduración, simboliza siempre una
aventura en tensión continua. Valoración, valora la historia como tal y la condición del homo
viator, se relaciona con el progreso. Toda la revelación judeo-cristiana privilegia el símbolo del
camino.
e) El ciclo
Corresponde al reflejo sexual rítmico y a la sucesión del día y la noche. Expresa el intento de
dominar y domesticar el carácter trágico del tiempo y del devenir con la repetición de frases
sucesivas y contrapuestas, es un régimen dialectico. En el terreno espiritual se pone de relieve el
ciclo cultual de la liturgia en particular del bautismo, que es muerte y resurrección. Valoración,
expresa la transformación del viviente que va creciendo a través de fases alternas, es un progreso
que requiere del retorno a los orígenes y una renovación a través de las fases.
2.3 Complementariedad de los diversos regímenes simbólicos
El primer régimen expresa la angustia de la encarnación de nuestro espíritu y su deseo de
liberación de las consecuencias de la misma; el segundo, la vanidad del esfuerzo del primero por
superar los límites y el valor del presente; el cuarto tienen a la síntesis y a la aceptación del hecho y
del límite sin renuncia a la apertura hacia lo alto. Hay que considerar que todos estos regímenes
simbólicos presentes en cada individuo, aunque con diversos acentos y medida diferente.
2.4 Valor de la expresión simbólica
Negativamente: el símbolo no es más adecuado que el concepto para reflejar su objeto. El
objeto del conocimiento espiritual es Dios, que está más allá de toda representación. Sólo las
virtudes teologales, como dice san Juan de la Cruz, son proporcionadas a su objeto, que es Dios.
Positivamente: el símbolo pertenece a la esfera de la expresión del movimiento vital, por tanto,
no es, habitualmente, una palabra sobre Dios en sí mismo, sino sobre la relación que establecemos
con Dios.
En el terreno espiritual diremos que el símbolo expresa el paso de la conciencia-al-mundo a la
esfera de la relación con Dios.
2.5 Simbolismo y afectividad
La expresión simbólica está cargada de afectividad. Entendemos por afectividad la resonancia
activa, en la conciencia del hombre, tanto de su relación existencial con el ambiente como de
su estado vital. La afectividad necesaria e insuprimible, procede del impulso vital gracias al cual el
ser viviente se inserta en su ambiente, lo utiliza para su crecimiento y su plenitud, se defiende de él
cuando éste lo amenaza. El ejemplo más claro de la carga afectiva del símbolo lo encontramos
precisamente en la expresión del deseo espiritual, el símbolo de la sed, la tensión hacia delante, la
herida, etc. Gregorio Niceno dice “desde el principio la afectividad se propone despertar en el alma
el deseo de Dios; luego…, este deseo va aumentando a medida que el alma entra a participar de los
bienes de la vida sobrenatural”. De igual manera los símbolos interpersonales están llenos de carga

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afectiva, por ejemplo, la casa del Padre, el regazo de la madre, las bodas, la esposa, el amigo, el
compañero, etc.
No debemos entender el símbolo en sentido freudiano, es decir, como emergencia de los
impulsos reprimidos, pues al hacerlo desciende su papel activo ante todo de la carga afectiva que
contiene y que perturba las relaciones normales a las situaciones de la vida, tal es el caso de las
fobias.
2.6 La función transformadora de la actividad simbólica
El fundamento de esta función transformadora tiene que reconocerse en el hecho de que la
actividad simbólica se apoya en la continuidad de los diversos niveles de la vida, esta continuidad
es el principio de aquella unificación de la conciencia que busca la actividad simbólica, por su parte,
la actividad simbólica es el signo de una unidad que está ya operando.
El símbolo tendrá como función significar y actuar la relación con el mundo de la naturaleza
cósmica y, por otra parte, la unificación interior que lleva a la pacificación de toda la personalidad
(tal como dice san Juan de la Cruz al final de su cántico espiritual).
La valoración de la sensibilidad humana confiere a la experiencia espiritual una nueva
dimensión y lleva a toda la humanidad a una riqueza inestimable. La actividad simbólica restablece
un sano equilibrio en beneficio de la calidad de vida humana.
VII. La vida afectiva
“es la resonancia activa en la conciencia del hombre, de su relación existencial con el
ambiente y de su estado vital”
En la historia de la espiritualidad se ha pasado de la postura negativa de los padres del desierto, a
los análisis muy ricos de contenido de la teología monástica de la primera edad media, que
podríamos llamar teología afectiva; esta teología, siguiendo el camino trazado por san Agustín,
concedió una gran importancia a la afectividad en la vida espiritual. Esta situación tan favorable a la
vida afectiva cambia a finales de la edad media con la introducción de una teología cada vez más
racionalizada y alejada de la vida espiritual.La afectividad es una realidad natural que ha de ser
transformada por la gracia divina.
1. Descripción de la conciencia afectiva
Todo animal está dotado de un dinamismo interior y se encuentra en contacto con el mundo
exterior. De esta situación original se derivan dos tendencias fundamentales. En primer lugar, en
correspondencia con las exigencias de crecimiento, nace el deseo (Vis concupiscibilis); en segundo
lugar, el ser viviente experimenta la necesidad de luchar para conquistar ciertos bienes o superar las
amenazas (Vis irascibilis).
El hombre es conciencia de sí, de su propio querer vivir, de su propio dinamismo; esta
conciencia es el fundamento radical de la conciencia afectiva. Además, la psyché del hombre no
está determinada por los impulsos corporales, ya que es una razón libre, es decir, una capacidad
infinita de representación, así como de libertad verdadera y de posibilidad de vivir el amor
interpersonal. Sólo en el hombre se plantea el problema de una naturaleza tan poco determinada en
sus relaciones vitales. También la conciencia del tiempo es propia del hombre.
2. El universo humano de la afectividad
En el punto de juntura entre la conciencia y el cuerpo aparecen los sentimientos vitales que se
refieren al organismo en su conjunto, cansancio, salud, enfermedad, etc. estos son vitales y sobre
ellos se construyen otros sentimientos más complejos.
El mundo interpersonal está caracterizado por el intercambio de las reacciones personales
controladas por la voluntad. La exigencia afectiva fundamental del ser humano es la de ser
reconocido, aceptado, querido positivamente por los demás, de manera que la existencia de cada
uno sea, en cierto sentido, necesaria a los otros. El impulso sexual es el que goza de una mayor
autonomía y el que necesita mayor empeño de la voluntad para ser controlado. Éste comporta una

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opción libre y exclusiva que constituye un modo privilegiado de reconocimiento de la persona
según todas sus dimensiones y, por tanto, de la realización afectiva.
La conciencia humana establece una relación con un mundo espiritual que comprende el mundo
de los valores y el mundo religioso. La experiencia espiritual no coincide ni perfecta ni
necesariamente con el sentido de los valores transmitidos por el ambiente social.
En la tradición clásica el problema afectivo se estudiaba bajo el nombre De pasionibus. Pero hay
que distinguir con cuidado entre las pasiones en general, que son sólo la materia sobre la que se
ejerce disciplina moral, y las pasiones en cuanto que se han fijado ya en unos objetos particulares;
éstas constituyen entonces los afectos desordenados, llamados de este modo porque el dinamismo
afectivo se dirige entonces a unos objetos particulares no ordenados a la voluntad de Dios. En
los Ejercicios espirituales, san Ignacio reviste la importancia decisiva de la noción afectos
desordenados (lo que está en negritas).
3. El dinamismo afectivo
La estructura del movimiento afectivo típico es la de una tendencia que alcanza su objeto. Sin
embargo, en el caso de la afectividad humana, no siempre se respeta la simultaneidad de estos dos
momentos, ya que la voluntad puede bloquear o retrasar la respuesta, unas veces por defecto – como
en la inapetencia- otras por exceso.
Cuando la tendencia ha entrado en posesión de su objeto o cuando ha alcanzado su fin, encuentra
reposo y deleite, sin embargo, en el ser humana surge el problema del apagamiento de la tendencia.
La distancia que hemos constatado entre la conciencia afectiva y su objeto, por una parte, y la
complejidad fundamental de la Psyché humana, por otra, confieren a la afectividad un carácter
ambivalente que muchas veces hace imprevisibles las reacciones afectivas y está presente incluso
en las tendencias más profundas.
Por sí mismo, el amor atrae al sujeto hacia el objeto deseado, aunque sigue siendo un factor de
tensión interna que hay que resolver. El amor atrae a la persona hacia el otro que le es necesario;
pero al mismo tiempo nace en la persona que ama un sentimiento de dependencia del otro que
contrasta con la propia voluntad natural de autonomía y de posesión, donde falla el elemento
oblativo, fácilmente se desarrollan reacciones de egoísmo que pueden engendrar movimientos de
agresividad. Otra causa de ambivalencia en el amor la encontramos en la falta de proporción entre
la infinitud del deseo fundamental del hombre y las limitaciones de toda realización afectiva
concreta. En el amor interpersonal, toda manifestación de afecto deja un sentimiento de frustración
en la conciencia, a la que le gustaría, por así decirlo, fundirse con la otra persona.
4. Las modalidades de la afectividad humana
A la inmediatez de la afectividad del animal se contrapone la complejidad de la afectividad del
hombre; desde el punto de vista de la formación afectiva es importante distinguir tres modalidades
de la afectividad.
Las emociones son movimientos del ánimo que presuponen movimientos físicos intensos y
significan la respuesta inmediata al estímulo afectivo. Se oponen al control de la razón
desconcertando la operación racional.
Los sentimientos son más duraderos y suscitan una participación del cuerpo más mitigada. Se
forman gradualmente y caen bajo nuestra responsabilidad moral.
En líneas generales podemos decir que la educación afectiva consiste en hacer pasar las
reacciones afectivas desde el plano emocional al del sentimiento. Hablamos de pasión en el sentido
moderno del término cuando un estado afectivo orienta todo el comportamiento durante un periodo
más o menos largo; el valor de la pasión depende en realidad de su objeto y de la posibilidad de
integrarlo en el proyecto personal.

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5. Los diversos tipos de afectividad humana
La afectividad psico-orgánica, esta afectividad interesa simultáneamente al cuerpo y al alma y
debe considerarse siempre como una afectividad humana, osea, como una reacción no puramente
animal.
La afectividad superior, a la que pertenecería el sentido de la belleza, el atractivo del ideal, el
deseo de saber, es el resorte de cultura y se muestra tan poderoso que el hombre es capaz de
arriesgar su vida por satisfacer su deseo de conocimiento y dilatar así el campo de la ciencia.
La afectividad espiritual, sabemos que en general la afectividad es resonancia activa en la
conciencia de la relación del hombre con el ambiente que le rodea y le permite vivir. De esta
situación real nace una afectividad espiritual en el sentido estricto de la palabra, es decir, una
afectividad que tiene su sede en nuestro espíritu, hecho participe de un mundo sobrenatural. En esta
afectividad espiritual se encuentran las distinciones precedentes: tanto entre lo “irascible”, que ese
transpone en la voluntad mediante la virtud de la esperanza y el deseo de la salvación, y lo
“concupiscible”, que se convierte en amor espiritual, como entre las emociones que se verifican en
la experiencia ignaciana de las consolaciones y las desolaciones, y los sentimientos como fervor, la
humildad o la devoción.
6. La integración afectiva
6.1 El problema: las tensiones
Como se deduce de la experiencia común, el hombre está dividido en sí mismo. El pecado no ha
creado la diversidad de los niveles de la personalidad que entran en contraste entre sí, pero agudiza
sus tensiones y pone de relieve sus oposiciones.
Son dos los elementos fundamentales para la integración de la persona: por una parte, el proceso
biológico-nervioso comparta una integración cerebral que sirve de base a la madurez psíquica; por
otra, el hombre dotado de libertad, al formar un proyecto personal, se autoconstruye en función de
la escala de valores que él mismo ha aceptado.
Para llegar a la unidad el hombre debe tener en cuenta todos los niveles de su propia vida: el
nivel corporal; la afectividad propiamente humana y también el nivel sobrenatural.
6.2 La integración afectiva del cuerpo
Nos encontramos aquí en la raíz de nuestra afectividad fundamental y por tanto cualquier acción
sobre nuestro cuerpo repercute en el conjunto de nuestras relaciones afectivas, incluidas aquellas
que se derivan de la vida espiritual.
El sentido del cuerpo. Si se supusiera que el cuerpo es extraño a la verdadera personalidad no
se podría hablar de una función positiva del cuerpo en la vida espiritual, ni por tanto en la búsqueda
de la integración afectiva. El cuerpo puede considerarse desde fuera como objeto, o bien, puede
considerarse como cuerpo propio; el propio cuerpo es la persona misma considerada en su
condición encarnada. En oposición al cuerpo-objeto hablamos entonces del cuerpo-sujeto.
Mi cuerpo es también un cuerpo orgánico, esto es, un complejo unificado que me inserta, como
ser vivo, en el mundo de la naturaleza y de las personas, la relación de este organismo con mi
conciencia es de mutua inclusión.
Tanto desde el punto de vista moral como espiritual se hace sentir la necesidad de tener, respecto
al cuerpo, una actitud de tal categoría que lo ponga en disposición de responder, en armonía con
toda la persona, a las exigencias de la vida humana y evangélica, cuya plenitud se manifiesta
mediante la madurez afectiva.
El cuerpo instrumento de relación. Es triple la relación que mantiene el cuerpo con la
conciencia espiritual personal: con la conciencia personal, con el mundo y con los demás. En la
medida que el cuerpo se integre en una relación viva con Dios, el estado afectivo que de allí se siga
se hará más rico y más estable. El cuerpo es el instrumento de la relación con las otras personas,
objeto de relaciones de amor, indiferencia o de odio. Puesto que la caridad es concreta, no podrá
manifestar su elemento afectivo más que a través de la mediación del cuerpo.

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La pedagogía espiritual respecto al cuerpo. El primer deber que se deriva de la conciencia de
la unidad del ser humano se refiere a la aceptación cordial y lúcida de nuestra condición encarnada.
La aceptación del cuerpo se prolonga naturalmente en una actitud capaz de tener en cuenta el propio
dinamismo de la vida espiritual, que es tendencia continua hacia una mayor unión con Dios, de aquí
se siguen dos consecuencias prácticas: por una parte, la oración tienen que integrar el cuerpo
mediante los gestos, las posturas de orar, el canto, etc., pues sin el cuerpo no hay unificación de la
personalidad; por otra parte, la vida cristiana requiere también la rectitud de la vida moral, lo cual
implica un esfuerzo continuo para hacer que prevalezca la búsqueda de los valores superiores sobre
las exigencias inmediatas de la naturaleza y del cuerpo.
Hemos de insistir ante todo en el uso recto del cuerpo en la manifestación del amor humano. Hay
que afirmar que el cuerpo del otro no debe considerarse nunca como cuerpo-objeto, sino como la
persona misma en su dimensión corporal. El cuerpo es siempre el medio necesario para estas
relaciones y, por consiguiente, la mediación necesaria para la vida de caridad, sin la cual no existe
una vida cristiana.
El aprecio del cuerpo lleva a una actitud espiritual muy exigente: se trata de construir la unidad
del hombre espiritual y, con este objetivo, de utilizar las fuerzas corporales en función de la
consecución de esta unidad personal y de la manifestación cada vez más plena de la caridad en las
relaciones interpersonales. Cultivando esta actitud para con el propio cuerpo, el cristiano no tiene
otra finalidad más que la de reconocer su dignidad inalienable.
6.3 El problema de la madurez afectiva
Descripción. Los elementos fundamentales de la madurez afectiva son: en primer lugar, la toma
de conciencia tanto del campo afectivo como de las motivaciones que influyen en nuestro
comportamiento; en segundo lugar, la aceptación de nuestra condición encarnada e histórica;
finalmente, la integración de los diversos niveles afectivos. Se puede hablar de madurez afectiva, no
cuando se suprime toda tensión, sino cuando las tensiones se resuelven en la unidad personal y se
integran en el proyecto de vida moral y espiritual. En práctica, pueden ser suficientes estas tres
señales para juzgar si una persona ha logrado una buena madurez afectiva:La capacidad de
cumplir su propio deber, la existencia de relaciones interpersonales buenas, la capacidad de
tomar decisiones sin vacilar y en paz.
En busca de una solución.
La primera es la de los estoicos que , considerando que es propio de la afectividad así como de la
voluntad dirigir el alma hacia la realidad objetiva, para salvaguardar la dignidad y el señorío de la
razón, que tiene un campo universal, intentaron rechazar todo movimiento sensible para alcanzar
de este modo la apatheia. Llegan a producirse fenómenos de rechazo o negación de las realidades
fisiológicas, sobre todo en el terreno de la sexualidad. Hay que advertir que la fuerza de la
afectividad primaria es tan grande que a menudo se ven comprometidos en la lucha todos los
valores morales y el juicio de la razón. No se trata sólo ni principalmente de un problema de
“voluntad”, sino de un control afectivo.
Una segunda es La reflexión cristiana que tiende a una solución más pacífica. La afectividad en
cuanto que es natural, es buena, especialmente la espiritual. La mayor parte dela actividad moral
consiste en la dirección y el control de la razón sobre las pasiones naturales. Esta posición se
presenta muy humana y prudente: humana porque reconoce y acepta la humilde condición del
hombre y se sirve de todos los medios para vivir cada vez más para Dios; prudente, porque las
pasiones y los afectos profundos no pueden arraigarse sic et simpliciter y entonces es más
conveniente utilizarlos, si la persona los reconoce y se esfuerza en controlarlos con la razón, aunque
el control no sea nunca perfecto, conseguirá obtener cierto equilibrio en la afectividad y en la
acción.
En la medida en que nos ayuda a cumplir la voluntad de Dios, la afectividad espiritual se ve
favorecida en el control de las pasiones por parte de la afectividad superior; el libre albedrío se
ejerce entonces más fácilmente según los valores espirituales; el discernimiento de espíritus resulta

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más hacedero y el alma se hace más sensible. La contemplación de la humanidad de Cristo según
san Bernardo, tiene una función purificadora respecto a la sensibilidad, que siempre se muestra
inclinada hacia los objetos carnales.
Los sentidos, es decir las mociones afectivas particulares, no son de suyo proporcionados al
objeto de la vida espiritual, que es la unión con Dios. Por consiguiente es necesario que sean
purificados mediante una cierta abstinencia voluntaria y con la ayuda de la aridez pasiva que a
menudo acompaña al esfuerzo por llevar una vida elevada.
Los afectos espirituales repercuten en la sensibilidad, es lo que pasa con la contrición, con el
gozo espiritual, con el fervor. Su función es la de atraer al alma hacia las realidades sobrenaturales y
la unión con Dios.
Nota: Afectividad y castidad
Muchos reducen el problema afectivo al del amor sexual. Como sabemos esta reducción no es
legítima y resulta perjudicial en la práctica. Todos tienen l necesidad de llegar a la madurez
afectiva, que comprende no sólo el control de la propia sexualidad, sino también la afirmación
social y la integración en la comunidad. Desde el punto de vista de la educación de la afectividad,
será muy útil considerar todas sus dimensiones, y sobre todo la dimensión espiritual. Pero hay que
dar al problema de la sexualidad toda la importancia que tiene. Empeñarse en ignorar este problema
equivale a no ser caritativos con la persona que sufre por ello y tener que enfrentarse con
dificultades mayores en el futuro.
VIII. Los estados de vida cristiana en la Iglesia
1. ¿Qué es la vocación?
La palabra vocación proviene del latín Vocare, que significa llamado. Sentir una vocación
equivale a decir que alguien me está llamando, de otra manera no tiene sentido. Es Dios quien
llama, toda vocación viene de Dios: de Él recibimos un primer llamado del no-ser a la existencia,
no nos damos la vida solos, la recibimos gratuitamente y Dios, por medio de nuestros padres, nos la
da.
Dios no nos llama a la existencia nada más para que vivamos, no somos animales. Él tiene un
proyecto grandioso e inefable para cada persona llama a la existencia, de este modo, cada uno de
nosotros tenemos un segundo llamado a participar de su propia vida divina, hasta la eternidad, lo
que llamamos gracia santificante. Este llamado a la gracia es el hecho más importante de nuestra
existencia. Dios nos llama a la santidad, la vocación universal de la santidad. Hemos nacido para ser
santos.
2. Los tres caminos de la santidad
En toda vocación es Dios quien llama, toca al hombre responder al llamado y como es libre por
designio divino, puede responder afirmativamente o no. No hay más que tres modos de responder al
llamado.
a) Los casados
La inmensa mayoría de hombres y mujeres, optan por casarse, aunque sin pensar siquiera que
Dios los llama por ese medio a la participación de la vida divina. Se debe vivir el matrimonio con la
conciencia de estar caminando juntos, esposos e hijos, en presencia de Dios, gozando de su vida
comunicada por Jesucristo, para llegar juntos, en familia, ala gloria eterna, es toda una aventura
maravillosa, digna de ser vivida intensamente.La mujer: necesita ser tomada en cuenta, necesita
saber y sentir que sólo existe ella para el marido; el hombre: necesita la intimidad sexual, trabajo.
b) Los solteros
Estamos educados normalmente para dirigirnos al matrimonio, sin embargo, muchos que se
casaron nunca deberían haberlo hecho y el matrimonio en vez de plenificarlos, los frustró
lamentablemente. Al aceptar realistamente que no hay matrimonio en el horizonte, el hombre o la
mujer deben descubrir las inmensas ventajas que la soltería brinda a la persona humana en el campo
cívico, científico, deportivo, cultural y religioso. (Cor. 7,32-34; CEC 1658). En la castidad perfecta

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que nos exige Dios y sin el amor físico de los cónyuges, los solteros pueden dar y recibir amor a
raudales, lo que en muchos casos no sucede dentro del matrimonio.
c) Los consagrados
Una tercer vía hacia Dios es la de aquellos que reciben un llamado especial a consagrarse al
Señor de tiempo completo. Son los llamados a las órdenes sagradas o a la vida religiosa, tanto
masculina como femenina.
3. La vocación sacerdotal
(Mt. 4,18-22) Cristo llamó a los que Él quiso de entre todos sus discípulos y los fue gormando
por tres años de una manera especial. Les fue formando y confiriéndoles sus poderes para llevar a
cabo su obra de salvación. Los sacerdotes contribuyen, a un tiempo, al aumento de la gloria de Dios
y a que progresen los hombres en la vida divina (P.O. 2); por su vocación y ordenación, los
presbíteros de la Nueva Alianza son ciertamente separados en el seno del Pueblo de Dios, no para
alejarse de él, ni de cualquier hombre, sino para que puedan consagrarse totalmente a la obra a la
que el Señor los llamó (P.O. 3).
3.1 Signos de vocación sacerdotal
Vida en gracia. El fin último del ministerio sacerdotal es lograr que todos los hombres vivan en
gracia de Dios, sería por tanto una contradicción pensar en dedicar la vida entera a este fin, desde
una condición permanente de pecado mortal, incluso un buen católico no tolera vivir en pecado y
busca la reconciliación.
Gusto por las cosas de Dios. El gusto por las cosas de Dios, a pesar del ambiente familiar,
puede llegar súbitamente como un magnifico descubrimiento a partir de un encuentro con Cristo.
De pronto Dios es el personaje más importante en la existencia y todo lo que tenga que ver con Él
es maravilloso.
Capacidad intelectual. Cuando un joven ha podido terminar los estudios equivalentes a la
preparatoria o vocacional, está demostrando al menos dos cosas: cierta capacidad intelectual y haber
tenido la disciplina suficiente para haber obtenido el certificado. Los sacerdotes, al final de sus
estudios, son tan profesionistas o más, que un licenciado, ingeniero o doctor.
Equilibrio emocional. Las personas frágiles, volubles, en extremo emotivas, desequilibradas, no
son aptas para el sacerdocio y, tal vez, ni para el matrimonio, es necesario poseer una ecuanimidad
y un dominio de sí a toda prueba.
Vida de castidad. Desde el siglo IV el Papa Siricio hizo ley eclesiástica lo que ya se venía
practicando desde mucho tiempo antes: el celibato sacerdotal. Muchos cristianos, siguiendo el
ejemplo de San Pablo, permanecían en el celibato para poder dedicarse completamente al servicio
de Dios (1 Cor. 7,32-35).
La obligación de la castidad es absoluta para los solteros y aún los casados deben comportarse
dentro de su matrimonio según la ley de Dios en lo que podemos llamar “castidad matrimonial”.
El sacerdote es una flecha que apunta hacia el más allá y nos dice que las realidades temporales,
por legítimas que sean, no son las definitivas, no son las más importantes. Poder sacrificar el
presente por el Reino de los cielos, es una gran señal para todo el mundo. Su celibato, el secreto de
confesión, su fidelidad a la fe, lo hacen interesante de cualquier manera.
Amor a la Iglesia. El sacerdote trabaja tiempo completo por el Pueblo de Dios; todas sus
energías, proyectos, ilusiones, van encaminadas a la instauración del Reino de Dios en la tierra,
extendiendo sus límites a los confines del mundo. En otras palabras, toda su vida en una apasionada
entrega a la Iglesia. Ingresar al seminario no sería sino un paso lógico en la entrega ya iniciada en su
parroquia o en algún movimiento apostólico.
Amor a la Eucaristía. ¿Cómo podría existir una tal vocación en un muchacho que ni asiste a
Misa ni comulga jamás? La intimidad con Jesús Eucaristía es uno de los signos más claros del
llamado al sacerdocio.
Actividad apostólica. El candidato, por su amor a la Iglesia, participa en el apostolado. El celo
apostólico es un signo y un camino de la vocación sacerdotal.

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4. La vida religiosa
La vida religiosa en los hombres, es compatible con el orden sacerdotal y existen multitud de
órdenes y congregaciones sacerdotales, pero no hace falta el sacerdocio para consagrarse a Dios.
Los religiosos buscan vivir plenamente los llamados “consejos evangélicos”, osea, vivir en pobreza,
obediencia y castidad, como el mismo Jesucristo nos dio ejemplo eximio.
4.1 El voto de Castidad
El amor de Dios llega a ser tan fuerte, tan total, que todo lo demás pierde importancia. No es
renunciar a algo es encontrarlo todo. Nadie piensa que el que se casa está renunciando a todas las
mujeres del mundo y hasta a su propia familia, padres y hermanos. Más bien piensan que encontró
el amor de su vida y en su esposa encuentra la razón de su existencia.
Toda la vida religiosa está organizada y orientada para que los religiosos no tan sólo puedan
vivir sus votos sino trabajar ardientemente por la salvación de sus hermanos y del mundo entero.
El voto de castidad, lejos de limitar al hombre, le da la oportunidad de amar sin los límites
familiares y, sublimando el instinto, emprender grandes empresas.
4.2 El voto de pobreza
Es de sobra conocido que las riquezas y posesiones no dan la felicidad al hombre y sin embargo
nos afanamos por acumular bienes materiales. Pensamos que el dinero no compra la felicidad, pero
compra todo lo demás. El religioso, en cambio, cree en Jesús y renuncia a la persecución de las
riquezas y posesiones. Por el voto, no posee nada como propio. El religioso no puede decir “esto es
mío”, todo lo que recibe por su trabajo apostólico es de la comunidad, así con su desprendimiento
contribuye al bienestar de sus hermanos. Decía san Francisco de Sales “pocas cosas tengo, y las que
tengo poco me importan”
4.3 El voto de obediencia
Consiste básicamente en aceptar por amor a Dios, que otro hombre nos mande. Es renunciar a la
propia voluntad, al propio proyecto de vida, a las propias decisiones. Y eso cuesta mucho trabajo
porque normalmente nos gusta mandar, decidir, imponer; el religioso libremente acepta estar a las
órdenes de los superiores. Al ofrecer a Dios su voluntad el religioso se está ofreciendo todo entero.
La obediencia religiosa, es en primer lugar, un acto de adoración a Dios. Pero también es motivo
de santificación personal y, por último, es principio de orden y eficacia en la comunidad religiosa.
5. Las congregaciones
Son comunidades religiosas que se dedican a ministerios muy bien delimitados, como son las
misiones, los colegios, los hospitales, etc. el atractivo por un cierto apostolado puede ser la pista
para buscar una congregación que se dedique a ello, como puede ser la enseñanza en los colegios o
el cuidado de parroquias rurales. Como sucede en los noviazgos, no siempre el primer novio o novia
son los adecuados. La primera congregación no es la última. El llamado a la vida religiosa no se
agota en una congregación. Hay que insistir en otro lado, hay que tocar puertas.
IX. Lectio Divina
“como la luz alegra los ojos, así la Lectio al corazón”
1. El término y su alcance expresivo
La expresión como tal se usa muchísimo en la literatura patrística de los siglos IV y V; con las
reglas monásticas fue consagrada como una parte de las prácticas fundamentales de la vida
ascética, y se le reservó una parte notable en la economía de la jornada del monje. Los padres que
analizaron esta experiencia con mayor amplitud son Jerónimo y Gregorio Magno. No basta hablar
de lectura, tampoco de estudio, más cercano es el término de meditación, de igual manera el
adjetivo de divina es denso de significado. Por tanto la expresión es casi intraducible en el lenguaje
moderno.

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“Es una lectura personal de la palabra de Dios, mediante la cual nos esforzamos por asimilar su
substancia; una lectura que se hace en la fe, en espíritu de oración, creyendo en la presencia actual
de Dios que nos habla en el texto sagrado, mientras nos esforzamos por estar nosotros mismos
presentes en espíritu de obediencia y de completa entrega tanto a las promesas como a las
exigencias divinas” (L. Bouyer)
2. Las ideas fuerza que dirigen la lectura
 Si en la oración el hombre habla a Dios, en la lectura Dios habla primero al hombre. “A Dios
hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (San Ambrosio)
 Un sentido vivísimo de la trascendencia de la palabra, “carta venida del cielo”, ente la cual
todo lenguaje humano palidece. “el Reino de los cielos es el conocimiento de las Escrituras”
(san Jerónimo)
 La clara convicción de que la Biblia es un libro vivo. Es el acto con que Dios me busca, se
revela a mi disponibilidad y exige que me comprometa con ella.
 Una visión unitaria que ve toda la Biblia convergiendo en Cristo. “toda la Escritura divina es
un solo libro, y este único libro es Cristo” (Hugo de San Víctor)
3. Los criterios que la califican
a) Lectura preparada por la ascesis. Es necesario un compromiso ascético que desemboque
en la puritas cordis, con este término en la antigüedad se indicaba la ausencia de todo afecto
hacia las criaturas que distraiga del amor de Dios y del sentido de su presencia. La oración a
su vez exige un sosegado esfuerzo de recogimiento: no es posible ponerse en “religiosa
escucha” si no es en un clima de silencio y de calma interior, que haga confluir en la escucha
todas las energías del ser, es una atención total.
b) Lectura dialógica.El diálogo se enraíza en la convicción de que “Dios ahora me habla”.
Esto me pone en la actitud bíblica fundamental: escuchar. En la Lectio es Dios quien habla,
no es la lectura de un libro sino la escucha de alguien. En la meditatio se trata de crear en lo
íntimo del corazón un espacio elástico de resonancia, para que la palabra penetre en las
zonas más profundas del espíritu y toquen las fibras más íntimas del corazón. En la oratio es
la plegaria que brota del corazón al toque de la divina palabra. En la contemplatio se trata de
un acto simple y espontaneo, pero rico en connotaciones religiosas como estupor,
admiración, reconocimiento y adoración, es la fruición que parece anticipar el gozo celeste.
Jungmann habló acertadamente de un esquema litúrgico fundamental articulado de este modo:
“lectura” es la voz de Dios que habla; “silencio” es el momento personal y meditativo de la
respuesta; “canto responsorial” es el momento coral de la respuesta que transforma la lectura en
oración y canto.
X. Lectura espiritual
La lectura espiritual ha sido en todas las épocas uno de los ejercicios más ordinarios y
recomendados. Santa Teresa dice que no es “menos necesaria para el sustento del alama que lo es
el alimento para el cuerpo”. Si es meta de toda la vida espiritual la imitación de Cristo, es necesario
que el fiel conozca ante todo a Cristo; la lectura espiritual nos debe dar un conocimiento más
profundo de Cristo.
Es evidente que para tener un conocimiento de Jesús que no sea sólo teórico, lejano, abstracto,
sino verdaderamente vivo y presente, no basta una lectura superficial ni tampoco un frio estudio de
la Sagrada Escritura; es necesaria, en cambio, una íntima apertura que, con reverente humildad,
busque la figura de Jesús como nos la muestran en espontaneidad y simplicidad los escritores
sagrados. Sólo con esa actitud de amor humilde y sincero podremos encontrar a Jesús.
Los libros deben instruir, mover el corazón, ser ejemplos para imitar (vidas de santos); para la
lectura provechosa se debe leer: con lentitud y atención; con devoción y recogimiento; sabiendo
hacer las pausas necesarias para la oración; detenernos en lo que más nos mueve de la lectura,
volver a leer, reflexionar y hacer una mediación en base a la lectura.

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