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El Autor y su Obra

Pascal
Gabriel Albiac

NOVA
índice

La pasión del ju e g o .................................................... 11


C ro n o lo g ía .................................................................... 27
Aquel insom ne juego de la c ie n c ia ........................ 35
Como una persislente pesadilla ............................ 65
A.M.D.G.: Los que juegan a ganar .......................... 85
El asilo de los locos .................................................. 99
E p ílo g o ............................................................................. 121
N o ta s ................................................................................. 122
B ib lio g rafía ..................................................................... 127
«Hubo un hombre que, a los doce años,
con barras y redondeles había creado las
matemáticas; que, a los dieciseis, había
realizado el más sabio tratado sobre las
cónicas que se viera desde la antigüedad;
que, a los diecinueve, redujo a máquina
una ciencia que existe toda entera en el
entendimiento; que a los veintitrés, de­
mostró los fenómenos de la pesadez del
aire, y destruyó uno de los grandes erro­
res de la física antigua; que, a esa edad
en que los hombres comienzan apenas a
nacer, habiendo acabado de recorrer el
círculo de las ciencias humanas, se aper­
cibió de su nada e hizo girar sus pensa­
mientos hacia la religión; que, a partir de
ese momento y hasta su muerte, que
acaeció en su trigésimonono aniversario,
continuamente enfermo y plagado de su­
frimientos, fijó la lengua que hablaron
Bossuet y Racine, dio el modelo de la más
perfecta ironía como del razonamiento
más poderoso; y que, Analmente, en los
breves intervalos de sus males, resolvió
como distracción uno de los más altos
problemas de la geometría y dejó caer
sobre el papel pensamientos que son más
divinos que humanos. Este genio aterra­
dor se llamaba Blaise Pascal.»

(Chateaubriand)

«He cometido el peor de los pecados que


un hombre puede cometer: no he sido
feliz. Que los glaciares del olvido me
arrastren y me pierdan despiadados.»

(Borges).
Todo suicidio es apasionante. Tanto más,
cuanto más atroz y rigurosa es su forma.
Lo que sigue no es sino la trabajosa
historia de un suicidio.
La pasión del juego

Fin del juego

Tras la muerte de M. Pascal, una vez que fu e abierto, se


encontraron el estómago y el hígado putrefactos v los
intestinos gangrenados, sin que fuera posible saber con
exactitud si esto había sido Ia causa de los dolores de
cólico o bien el efecto de ellos. Pero lo más peculiar se pro­
dujo en el momento de la apertura de la cabeza, cuyo
cráneo resultó no tener otra sutura que la lamboidea.
Io que aparentemente había sido la causa de los grandes
dolores de cabeza a los que se viera sometido durante su
vida. Es cierto que había poseído antaño la llamada sutura
frontal: pero como quiera que ésta permaneció abierta
mucho tiempo durante su infancia, como suele acontecer
en esta edad, al no poder volver a cerrarse, se había
formado un callo que la había recubierto por completo y
que era tan considerable que podía fácilmente percibirse
al tacto. En lo que a la sutura coronaria se refiere, no te­
nía el menor rastro de ella. Los médicos absentaron que se
encerraba en él una prodigiosa abundancia de cerebro,
cuya sustancia era tan sólida y condensada que ello les
hizo juzgar que ésta era la razón por la cual, al no poder
cerrarse la sutura frontal, la naturaleza se había ocupado
de ello mediante ese callo. Pero lo más notable que obser­
varon, y a lo cual se atribuyeron en concreto su muerte y
los últimos accidentes que ¡o acompañaron, fue aue había
en el interior del cráneo, frente a los ventrículos de! cere­
bro, dos impresiones, como de dedo sobre la cera, que es­
taban llenas de una sangre coagulada y pútrida que había
comenzado a gangrenar la duramadre .'

Fin de juego, pues. En el instante preciso —a fin de cuen­


tas, más sórdido que patético—, del cual Marguerite Périer
11
La pasión del juego

levanta acta literal y terrible en su meticulosidad mezquina,


en que finalmente queda cumplimentado ese largo apren­
dizaje de la muerte rigurosamente edificada pieza a pieza
que ocupara los años últimos y decisivos de Blaise Pascal,
parece como si, al fin, una larga tensión no culminada, una
espera insoportable y lúcida hubiera hallado bruscamente
la calma. Fin de juego. Lo hemos perdido todo, definitiva­
mente —y, bien lo sabemos, no de otra cosa se trataba.
Fin de juego: la mesa abandonada y silenciosa, mi espejo,
el de mi mundo; ríen ne va plus\ todo disuelto en sangre
seca y pútrida; ríen ne va plus; fin, oh si, fin desgarrado
del juego. La muerte es una mala jugadora, la peor de
todas, la que no sabe ganar; al menos en cristiano la pala­
bra muerte no tiene el rostro hermoso (hubo otros tiempos,
otras muertes, hubo Patroclo y Aquiles, hubo Empédocles
y las blasfemias de los dioses, fue hace mucho, todo lo que
me queda es el recuerdo de un olvido irreversible...).
Es ahora ese cuerpo desarmado y penoso el que me
retiene al borde de la escritura, ese cuerpo roto, amasijo de
gangrena y miseria, esa cochambre mugrienta sobre una
mesa de autopsia, lo que hoy me hace evocar los nombres
sibilinos y diamantinamente hermosos que un viejo griego,
hoy perdido sin remedio, otorgara a la espera de una
muerte bella. Vana esperanza. Para el cristiano la muerte
es sólo horror y sólo muerte. Con ella el mundo, definitiva­
mente, abandona el horizonte. Fin de mi cuerpo que es el
Jin del mundo; no hay más mundo que el mío, más juego
que el de esta mesa odiada en que me odio repetido y uná­
nime. (•Cada cual para s í mismo es un todo, puesto que.
una vez muerto, todo ha muerto para mí»2). Recuerdos
descuajeringados de una vida imposible <•Jamás vivi­
mos. sino que esperamos vivir: y. disponiéndonos siempre
a ser felices, es inevitable que jamás lo seamos» V’, pre­
sencia fragmentaria de un mundo que. hecho astillas, no
ha sido nunca para mí otra cosa que fantasma, eidolon
perezoso y triste. Conmigo muere esa llamada ‘realidad*,
cuyo nombre estúpido (ya que no a ella, que por no ser es
inasible) he odiado con rabia sistemática e imposible, y que
no he logrado, pese a todo, olvidar: quedará sólo ese fantas­
ma que de él fuera lentamente foijando. la máscara de ver­
12
La pasión del juego
bos y adjetivos en que decir su nombre que es el mío,
o que es, al menos, metáfora del mío.
Paraísos perdidos

No cuenta Blaise Pascal más que catorce años cuando, en


1637, Antoine Le Maitre, el primer «solitario» de Port-
Royal, decide tomar la vía del desierto. Es ya, sin embargo,
el joven Blaise, si hemos de creer el testimonio de su
hermana Gilberte (cosa que, como veremos, hay que hacer
sólo cum grano salís y adoptando infinitas reservas), es
ya un personaje conocido en ese círculo de amantes de la
matemática cuyas «conferencias... se realizaban todas
las semanas, y donde las más hábiles gentes de París se
reunían para presentar sus obras y examinar las de los
demás»4; han pasado ya dos años desde la fecha aquella
memorable del «descubrimiento» solitario de la geometría
euclídea sin más supuesta ayuda que unos trozos de carbón
y una imaginación enfebrecida, y está ahora a punto de dar
a la luz el muy notable Traitédes Coniques.
No es de suponer que en la vida ascética del prematuro
genio matemático, ni probablemente en la de su familia,
haya causado impresión o revuelo alguno la retirada al
desierto de uno de tantos jóvenes en alza rutilante dentro
del área movediza que pulula en torno a la corte. Antoine
Le Maitre no es ciertamente el primero en haber «aban­
donado el mundo»; consejero de Estado y protegido de
Séguier, su retirada puede, sí, ser algo más llamativa que
la de otros menos brillantes; pero eso es todo. Nada extra­
ordinario parece anunciar el gesto para la apacible familia
Pascal. El entrecruzamiento de sus vidas no es ahora
siquiera previsible; no tendrá lugar hasta una década
más tarde, si bien entonces, en el instante mismo en el
que finalmente llegue a producirse, el estallido de la vida
de los Pascal será absoluto, su destino quedará definitiva­
mente delineado.
Es todavía, pues, demasiado pronto. Y, sin embargo...
Sin embargo, la familia del Chancelier Pascal estaba bien
situada biográfica y socialmente para comprender el
carácter simbólico que el acto de Le Maitre entraña. Para
comprender que Le Maitre no es Le Maitre, sino sólo el
13
La pasión del juego
paradigma límite de una actitud que es ya, de facto. la suya:
la asunción libre y provocativa de aquello a lo que la historia
ha condenado a ser a todo un sector social del que los
Pascal como los Le Maitre (y como tantos otros, ilustres o
anónimos, con los que vamos a ir topando a lo largo de los
caminos del desierto), ineludible y trágicamente, son parte
integrante.
Ignoro si la respuesta fulminante de Richelieu (espí­
ritu de esa agudeza que sólo los más seductoramente
nauseabundos de entre la nauseabunda especie de los polí­
ticos profesionales poseen) al retiro arrogante de Le Maitre
habrá hecho que Etienne Pascal empiece a sospechar
lo que a él y a los suyos se les venía encima. El mentor de
Le Maitre, Saint-Cyran (probablemente también, otro
desconocido para los Pascal), insignificante abad, consejero
y confesor de un minúsculo convento de monjas llamado
Port-Royal des Champs, antaño joven ambicioso y mun­
dano, y, en parte al menos, otrora protegido del Cardenal,
ahora apasionado defensor de la recuperación por la
Iglesia de una pureza perdida, Saint-Cyran, digo, va a
dar de bruces directamente con sus huesos en el Cháteau
de Vincennes. No saldrá de allí hasta la muerte de Riche­
lieu, cinco años después. Es la respuesta contundente
del poder a los teóricos del «retiro».
Todos los datos que entraman la tragedia colectiva de la
familia Pascal están dados. Como en una extraña pieza
raciniana, los personajes nada saben aún de algo que se
siente ya, denso, en el ambiente.
Pero, ¿qué está pasando aquí? Ya que no los Pascal,
inmersos en la marea que sube, preguntémonoslo nosotros.
Porque hay que decir que es cuando menos extraño —y,
en más de un aspecto, simplemente asombroso— todo
esto. ¡Richelieu, el Todopoderoso Richelieu, en el momento
álgido de su poder, perdiendo el tiempo —y, a lo que pa­
rece. bastante preocupado— en la caza y captura de un
confesor de monjas prendado de la doctrina de San Agus­
tín! Uno cree estar soñando o leyendo a Dumas padre.
O, más bien, lo creería, si no fuera porque los datos están
ahí inapelables. El Cardenal ha hecho arrestar al pequeño
abad, ha registrado minuciosamente todos y cada uno de
sus papeles, durante cinco años se ha negado a que el pro-
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La pasión del juego
ceso fuera abierto, durante esos mismos años se ha hecho
informar, hasta el detalle más nimio, de la actividad de
Saint-Cyran en prisión, sus lecturas y (cuando tal quehacer
le ha sido permitido) su correspondencia. Poco explicativa
—por no decir otra cosa— me parece la utilización, como
instrumento de explicación primariamente psicologista,
que hace Sainte-Beuve de la fina malevolencia de una fór­
mula irónica y célebre del Cardenal de Retz. que solía decir
de Richelieu que era un gran hombre, pero que poseía en el
supremo grado la debilidad de no saber despreciar los
asuntos menores. Como maldad refinada, la boutade del
gran señor que es Retz, no puede ser más impecable;
convertida por Sainte-Beuve —que. dos siglos más tarde,
ni del más mínimo atisbo de su finura o su displicencia es
partícipe— en «explicación psicológica» del asunto Saint-
Cyran, resulta, inevitablemente, penosa.5
Saint-Cyran —o, lo que es lo mismo. Port-Royal— es
cualquier cosa menos un «asunto menor». Hablar por otro
lado de «error», «capricho» o «resentimiento» más o menos
paranoico —términos con los que, con testaruda frecuencia,
se ha tratado de solventar el problema6 — no puede, en
modo alguno, parecemos menos fuera de lugar. Hay que
decirlo claramente; un hombre político de la entidad
de Richelieu puede equivocarse (y, de hecho, se equivoca)
fácilmente al elegir a sus amigos; muy difícilmente, al
detectar a sus verdaderos adversarios; el instinto político
desborda aquí muy ampliamente el ámbito de la simple
subjetividad, para pasar a ser expresión de una cons­
ciencia de clase, casi siempre infalible. Por eso preferimos
la precisa explicación de Luden Goldmann,7 a la que el
paso de un par de décadas no ha hecho sino perfilar en su
fundamental justeza:
Nada caracteriza mejor el genio político de Richelieu
— escribe el autor de Le Dieu Caché— como ver que. si se
había preocupado poco mientras Saint-Cyran se encontra­
ba en un grupo político opuesto que no tenia muchas po­
sibilidades de éxito, experimenta en cambio como una
amenaza seria las nuevas manifestaciones de su adver­
sario... y se apresura a reaccionar con energía ?

La prisión de Saint-Cyran es la respuesta fulminante del


15
La pasión del juego

Jean Duvergier de Hauranne, abad de Saint-Cyran, pintado por


Philippe de Champagne.

16
La pasión dci juego
Estado a quienes tratan de romper la baraja y abandonar el
juego. Nada puede quedar fuera del nuevo Estado moderno
que Richelieu trata de forjar: ni siquiera el desierto de
ios anacoretas. ¡Que nadie se haga ilusiones! Los tiempos
en que el retiro era cosa privada han pasado. Definitiva­
mente. Lo que será el Estado burgués ha iniciado su nave­
gación: nada, a partir de ahora, quedará fuera del Estado.
Conviene, tal vez, hacer algunas precisiones acerca de
la trayectoria que, hasta el momento del choque final, han
seguido los protagonistas de esta historia. Me limitaré a
dar dos o tres líneas rápidas del argumento.
Hemos sugerido la existencia de un período decidida­
mente mundano en la vida de Jean Duverger de Hauranne,
Abbé de Saint-Cyran. Un par de «chocantes» folletos,
dedicados respectivamente a la reivindicación del suicidio
en servicio del rey (1609) y a la defensa del derecho de los
eclesiásticos a tomar las armas (1617), dan buena razón
de la frivolidad moderadamente extravagante del joven
caballero. La verdad es que difícilmente ese par de textos
menores hubiese otorgado a su autor el menor pasaje a la
posteridad, si la memoria insomne de los hijos de San Ig­
nacio no los hubiera sacado, en el momento oportuno (es
decir, en el más inoportuno de todos los momentos), del
olvido. Pero no es sino más tarde, pasado el filtro de los
años de retiro y estudio de San Agustín que junto a su
amigo Jansen (Jansenius. en su forma latinizada) lo reclu­
yeran, a partir de 1611, en su propiedad de Champré,
junto a Bayona, cuando Saint-Cyran comprende la vanidad
de sus esfuerzos por brillar en la Corte, para pasar a pro­
ponerse un objetivo estratégico de mucha mayor altura:
la reforma de la Cristiandad. A partir de ahí, sus relaciones
con Richelieu (a quien ha conocido antes de su ascenso
fulgurante, cuando éste no es más que obispo de Lu^on)
comienzan a sufrir un proceso de irreversible deterioro
que culminará con su detención en la madrugada del 1S
de mayo de 1638. Sólo entonces el resentimiento del Car­
denal cae a plomo sobre la cabeza de Jean Duverger de
Hauranne, acabando con el ambiguo idilio que entre ellos
ha parecido existir durante un considerable período. Lan-
celot, testigo fiel e historiador minucioso de Port-Royal, ha
descrito con detenimiento los esfuerzos de Richelieu
17
La pasión del juego

por atraerse definitivamente a Saint-Cyran, mediante ofre­


cimientos sucesivos de notorios puestos de alta responsabi­
lidad eclesiástica (hasta ocho obispados en total, escribe
Lancelot), que una extraña mano oculta (¿los designios divi­
nos, como lo que quiere Lancelot?, ¿personajes muy altos
de la Corte?, ¿el propio Richelieu rizando el rizo del ma­
quiavelismo?, ¿tal vez el azar, no menor maquiavélico que
los más de entre los humanos...?) se ocupa metódicamente
en frustar, siempre en el último momento. Probablemente
Lancelot exagera un poco la nota. Pero hay que decir que, si
realmente las cosas han sucedido con la sistemática reinci­
dencia en la frustración con la que él nos los describe, el
asunto es como para hastiar de toda tentación mundana, y
de paso acabar con el sistema nervioso, no ya de Hauranne,
sino del mismísimo Maquiavelo redivivo. Y si la cosa parece
un tanto exagerada, releamos el resumen de las desdichas
del buen abad, compilado por Sainte-Beuve y en el cual las
altisonantes (y un tanto zumbonas) alabanzas del Cardenal
vienen a sobreañadirse como la guinda al pastel:

El Cardenal lo propuso primero como primer capellán de


la casa de Enriqueta, reina de Inglaterra, cuando se
preparaba su matrimonio en 1625. Pero por mucho que
Monsieur de Bérulle se empeñó en mostrarle la pers­
pectiva de la utilización de su papel a jugar frente a los
herejes de ultramar, el amigo de Jansenius no pudo con­
sentir esta honorable deportación que hubiera arruinado
todas sus aspiraciones. Sin desanimarse por este primer
rechazo, el Cardenal hizo que. poco después, fuera ele­
gido. por ¡a reinu María de Médicis, para el obispado de
Clermont. cuando todo el mundo pensaba que Monsieur
d'Estaing, obispo a la sazón, estaba muriéndose: pero el
enfermo se curó. Se habló entonces del obispado de
Bayona, y en total (y en diversas ocasiones) de cinco
obispados: Lancelot habla de ocho. Richelieu lo designó
además en varias circunstancias, para abadías que nunca
llegaron a quedar vacantes a tiempo: ignoro qué especie
de suerte adversa, ayudad por el poco empeño puesto
por el kombre. hizo siempre que todo se frustrase. En
cada ocasión, sin embargo. Saint-Cyran iba a agradecer al
Cardenal sus buenas intenciones: éste, un día. tras haberlo
recibido como de ordinario con grandes marcas de honor.
18
Ui pusiuii dvl ¡iiL-go

y mientras lo acompañaba a través de las salas, dijo en voz


alta a sus cortesanos mientras le palmeaba la espalda:
•¡Señores, están viendo a! hombre más sabio de Europa!»?

Cansado de este juego sutil del ratón y el gato, o simple­


mente hastiado de la vida mundana, el cambio radical de
problemática de Saint-Cyran. su retiro a la soledad religiosa
más estricta, tienen un significado sintomático cuya pri­
mera expresión es la «huida del mundo» de su discípulo
Antoine Le Maitre. En cualquier caso, algo parece claro en
el cañamazo de datos que los trabajos de Orcibal 10 y
Jaccard n se han esforzado en poner de manifiesto y que
Goldmann resume con justeza: que en los ambientes de
lo que será la guardia de honor del jansenismo a partir de
1637, algo se ha producido para gestar la crisis de un
conjunto de personajes que. al menos inicialmente, no
podían parecer, en modo alguno, destinados al retiro ascé­
tico.
Si el jansenismo surgió ante todo, efectivamente, en los
am bien tes de robe, sus iniciadores. Saint-Cvrun. Am auld
d'Andilly y Antoine Le Maitre. pertenecen a un medio en
parte distinto y en todo caso más ¡imitado: son lo que po­
dríamos Uamar candidatos a puestos importantes, a la
dirección, política e ideológica, de la burocracia centra!...
Efectivamente: junto a Richelieu, La Rocheposay. los
Bouthillier y. más tarde, el célebre padre Joseph. Saint-
* Cyran y Arnauld d'Andilly son ante todo unos amigos lo
mejor, unos asociados) que se proponen asegurarse mu­
tuamente su carrera política en el mundo. A continua­
ción. ... Saint-Cyran se separa de Richelieu para pasarse al
campo opuesto, constituido, entre otros, por el Cardenal
Berulle, la Reina Madre y la Sociedad del Santísimo Sacra­
mento que. sin poner en duda ni un momento la posibili­
dad de conciliar la vida cristiana con la participación activa
en la vida social, preconizaba sin embargo una política
opuesta a la de Richelieu: la alianza con la católica España
y una lucha a ultranza contra los hugonotes, tanto en el in­
terior como en el exterior... En determinado momento, di­
fícil de Jijar con precisión, Saint-Cyran empieza a formular
una posición nueva que hará nacer el movimiento janse­
nista: la imposibilidad, para todo auténtico cristiano, y
sobre todo para todo auténtico eclesiástico, de participar

19
La pasión del juego

en la vida política y social... En 1637 se produce la primera


manifestación espectacular de lo que pronto será el movi­
miento de los solitarios: la retirada de un joven abogado
célebre que es ya Consejero de Estado y está protegido por
el canciller Séguier. Antoine l e Matire... A partir de 1638.
Saint-Cyran es encarcelado.

La hipótesis explicativa de toda esta red de datos que


Coldmann propone en Le Dieu Caché puede hoy considerar­
se clásica y, en cualquier caso, fundamentalmente justa.
Una oleada de retiros tan masiva y tan socialmente tipifi­
cada como la que se registra entre 1637 y 1677.'3 no puede
ser en modo alguno comprendida sino como efecto directo
de una fuerte rearticulación de los aparatos de poder y de
la sociedad francesa del XVII. Las raíces de esta rearticu­
lación no son, por lo demás, excesivamente difíciles de de­
signar: el asentamiento definitivo de las bases del Estado
moderno, bajo la forma de la consolidación de la Monarquía
Absoluta.
Tres son las etapas claves que, siempre según Gold-
mann, conducen lentamente de la monarquía feudal al
Estado de Luis XIII y Richelieu:

al la monarquía feudal, indirecta, que desde el punto de


vista sociológico, caracterizaremos por la ausencia de
un auténtico poder monárquico, al no ser el Rey más
que un señor más rico y poderoso que la mayoría de
los demás Ipero no que todos!, favorecido, es cierto,
por el prestigio que le daba, en la lucha contra los de­
más señores, el apoyo de las villas y el del tercer es­
tado.
bl La monarquía moderada de ancien régime — que se
caracteriza por la primacía definitiva de la realeza
sobre los nobles—,* realeza cuyo gobierno se apoyaba
en el tercer estado y en e l cuerpo de juristas, adminis­
tradores y oficiales reales.
el La monarquía absoluta que se había independizado
no sólo de la nobleza sino también del tercer estado y
de sus tribunales soberanos, y que gobernaba con
ayuda del cuerpo de comisarios mediante una política
de equilibrio entre las clases opuestas, especialmente
entre la aristocracia y el tercer estado (pero también

20
La pasión del juego
utilizando contra cada una de estas clases el peligro
d e las revueltas populares y la necesidad de un poder
lo bastante fu e rte para reprimirlas1. 14

De estas tres etapas, parece claro, desde luego, que


la gestación del jansenismo se relaciona con el paso de la
monarquía moderada a la absoluta. En la sutil combinatoria
mediante la cual el rey hace primero uso de la noblesse de
robe, frente a la aristocracia, para independizarse luego del
control de ésta a través de la creación de un nuevo cuerpo
directamente dependiente de la propia monarquía, el de los
consejeros Reales, que van lentamente usurpando las fun­
ciones de los oficiales, es todo un sector social el que se ve
centrifugado de los núcleos del poder y abiertamente ame­
nazado de ostracismo definitivo. Y resulta ser, precisa­
mente, la amenazada, aquella capa social que a lo largo del
período de monarquía moderada de anden régime adquiere
la esperanza de hacerse indispensable, de convertirse en el
factor de estabilidad esencial para el desarrollo del nuevo
Estado, como gestor de la liquidación de la estructura
feudal; y es ella la que, con un horror no menor que su sor­
presa. va a ver ahora, paradójicamente, revolverse contra sí
la cuchilla de la historia que ella creyera manejar; defini­
tivamente expulsada del paraíso que un día considerara
suyo, a esta fracción naciente de la burguesía de Estado
no le queda ya más alternativa histórica que el retiro
y la muerte lenta. El proceso, naturalmente, ha sido pro­
longado pero rotundamente implacable. Se me permitirá
que siga citando a Goldmann al respecto:

La transformación de la monarquía moderada, burguesa y


parlamentaria, en monarquía absoluta, parece haberse
efectuado por tres impulsos sucesivos, cada uno de los
cuales recogía a un nivel superior y mucho más eficaz los
esfuerzos del período precedente.
Se trata de ofensivas del poder central que caracterizan
los reinados de a) Luis XI. b) Francisco l y Enrique II
y c) Enrique IV y Luis XIII (este último habrá de continuar
y llevar al triunfo definitivo y al apogeo de la monarquía
bajo Luis XIV).
Naturalmente, cada una de estas ofensivas del poder
monárquico está ligada al esfuerzo por crear un aparato de

21
La pasión del juego
gobierno estrechamente unido y sometido a ese poder...
Lo que caracteriza los reinados de Enrique IV y Luis XIII
es la constitución de un aparato de comisarios reclutados
en parte entre los oficiales pero en parte también fuera de
los tribunales soberanos... De este modo, la política del
poder central disminuiría progresivamente la importancia
social y administrativa de los oficiales... Lo que siempre
impidió a tos oficiales del anden régitne constituir una
clase en el sentido pleno de la palabra... es el hecho de que
el Estado monárquico del que se alejaban progresiva­
m ente en el plano ideológico y político constituía, sin
embargo, el fundam ento económico de su existencia
en tanto que oficiales y miembros de tribunales soberanos.
De ahí la situación, paradójica por excelencia..., de un
descontento y de un alejamiento de una forma de Estado,
la monarquía absoluta, cuya desaparición o siquiera
cuya transformación radical no se puede desear en ningún
caso.'i

Expulsados, pues, del paraíso, con las convicciones


sobre el ascenso rápido en la administradón del Estado
hechas añicos, los desconcertados miembros del cuerpo de
juristas y burócratas que componen lo que genéricamente
se ha dado en llamar noblesse de robe, tienen que optar
entre distintas alternativas de supervivenda (todas ellas,
de uno u otro modo, suicidas); básicamente, éstas se re­
ducían a dos: la integración en los nuevos cuerpos de conse­
jeros (pero el carácter venal de los cuerpos y sus altos
precios se convierten con frecuencia —es el caso de Ar-
nauid d'Andilly— en barrera infranqueable), o (alternativa
más extendida, que es, con algún altibajo, la de Etienne
Pascal, padre de Blaise) el retiro a la vida privada. Situación
amargamente paradójica y apenas sostenible que explica
esa difusa presenda de lo trágico en el mundo burgués
de la Francia del segundo tercio del siglo XVII. Entre 1637
y 1677 se registra

la aparición y el desarrollo de una ideología que afirma


la imposibilidad radical de realizar una vida válida en el
mundo, ideología, o mejor concepción total —ideología,
efectividad y comportamiento— que se ha calificado de
trágica... No hay duda de que antes de 1638 también

22
La pasión del juego

Antoine Arnauld d'Andilly.


La pasión del juego
hubo abandonos del mundo y retiros a la soledad, pero
éstos no tienen el carácter ideológico del retiro de Antoine
Le Mattre... Los retiros anteriores a 1638 no son ni trágicos
n i jansenistas... Entre 1637y 1677, las manifestaciones de
una concepción trágica no se encuentran solamente en la
historia de lo que se denomina corrientemente grupo ja n ­
senista. sino que se tropieza con ellas a cada paso.*

Empresa utopista y desesperada como pocas, cabría


decir aquí de ella, con todas las reservas pertinentes, que
el fenómeno del abandono jansenista del mundo —tal como
cristaliza, ante todo, en la figura de los «solitarios» de Port-
Royal— no vendría a ser sino la sublimación, arrogante­
mente asumida, de un ostracismo que, de jacto, se ha
convertido en el irreversible destino de una fracción social.
Antes de que los solitarios comiencen a retirarse, es
ya toda esta fracción la que se ha «retirado» —o ha sido reti­
rada— de la escena política y social.
Goldmann tiene, una vez más, razón al señalar cómo

en los Pascal... el comportamiento es anterior a la ideo­


logía. Mucho antes de conocer las ideas de Saint-Cyran.
Etienne Pascal vendió en 1634 su cargo de Presidente del
Tribunal de Ayudas de Montferrand para retirarse a la
vida privada e instalarse en París. Sabemos que en
1638 figuró entre los dirigentes de una manifestación
contra los retrasos en los pagos de las rentas y que se vio
obligado a ocultarse a pesar del enérgico apoyo que los
‘sediciosos' encontraron en el Parlamento: sólo volvió a
gozar del apoyo oficial aceptando una tarea especialmente
penosa, por ser antiparlamentaria, en la represión de los
Va-nu-pieds en Normandía. Puede comprenderse que en
la familia Pascal estuviera abonado el terreno del ianse-
nismo. ’7

Por lo demás, no es difícil reencontrar el eco de esta


radical decepción en ¡a voz del Pascal de los P ensam ientos:

Tened cuidado. ¿Qué supone ser superintendente, canci­


ller. primer presidente, sino hallarse en una condición
en la que de la mañana a la noche un gran número de
gentes vienen de todos lados para no dejarle a uno ni
una hora del día en que pueda pensar en sí mismo? Y

24
La pasión del juego
cuando se cae en desgracia y uno se ve enviado a su casa
de campo, en la que no se carece ni de bienes ni de criados
para ser asistido en sus necesidades, uno no deja de sen­
tirse miserable y abandonado porque nadie le impide
pensar en sí m ism o.1B
¡Fuera del paraíso! ¡A la calle! ¡Fuera! ¡Sin remisión!
¿Qué queda sino el juego, cuando todo lo «serio» se
esfuma inesperadamente como sueño de una noche de
verano? Desde el otro lado de una vitrina que nunca más
volverán a atravesar, los grandes señores caídos se apres­
tan a aceptar el reino de la absoluta gratuidad en el que han
sido benévolamente confinados.
«Nada es tan insoportable para el hombre como hallarse
en un total reposo, sin pasiones, sin negocio, sin distracción
sin aplicación. Siente entonces su nada, su abandono, su in­
suficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío. Incon­
tinente, sacará del fondo de su alma el aburrimiento, el
malhumor, la tristeza, la melancolía, el despecho, la
desesperación.»19 Enfentado a un sentimiento de hastío
irreparable, el siglo va a ver una generación de grandes
jugadores, de libertinos o de matemáticos (que, al fin viene
a ser la misma cosa). De hombres que apuestan duro. Y no
olvidemos —Dostoyevski obliga— que el gentleman —o, lo
que es lo mismo, el verdadero jugador—sólo apuesta a
perder.
Así andan las cosas, así está el «mundo», cuando el
joven Blaise comienza a anunciarse precozmente como una
luminaria con futuro. Más vale que retorne a casa (o que se
quede en ella). Más le vale volver la vista al juego con que
llenar el ocio inevitable, el hastío previsible; a esas distintas
formas del divertissement. de las que el ex-magistrado
Etienne Pascal le enseñara a considerar la más elevada,
la del juego inacabable de la matemática, esa tela de araña
que, en la época, reúne, en torno al padre Mersenne,
a no pocos de los grandes exquisitos ociosos de la sociedad
parisina. A través de él, Blaise, que nunca conoció infancia,
va a descubrir un mundo mágico en el que el juego parece
no tener fin (no seamos ingenuos, para Blaise Pascal lo
tendrá, y muy pronto; pero eso él lo ignora, por el mo­
mento): el mundo del número y la figura. El otro divertis­
sement, el de libertino, no tardará en mostrársele. En
25
La pasión del juego
ambos. Pascal se desenvolverá siempre como un perfecto
gentUhomme.
Una palabra más, sin embargo, antes de lanzarnos de
lleno en el espectáculo atroz del «niño matemático» (junto
a la mujer barbuda o el bufón enano, parte sustancial del
bestiario monstruoso con el que el barroco inicia la moder­
nidad).
Nos habíamos preguntado, hace un momento, «¿qué
queda sino el juego?». No es una pregunta retórica; tiene
una respuesta neta, aunque de momento hayamos prefe­
rido callarla deliberadamente (entre otras cosas, porque
no es aún pensable por el joven Pascal); la renuncia a todo
juego, el abandono de la mesa (Jacqueline. la hermana
amada-odiada, la encontrará muy pronto). —Pues bien,
a eso, precisamente a eso es a lo que llamamos jansenismo.
Otra respuesta es posible. Blaise la encontrará en el
final de su vida y Nietzsche se la reprochará (con un horror
profundísimo que no acertamos a compartir): el suicidio.

26
Cronología

1623. 19 de junio. Nace Blaise Pascal. Su padre, Etienne,


es Presidente de la Cour des Aides (organismo que
entiende en materia de impuestos) de Germont.
Con anterioridad (1620), ha nacido su hermana
Gilberte.
1624. Enfermedad de •langueur» de Blaise. que su fa­
milia atribuye al hechizo de una bruja.
1625. Nacimiento de su hermana menor, Jacqueline
1626. Muerte de Antoinette Pascal, madre de Blaise.
1631. Etienne Pascal y su familia se instalan en París,
aún cuando él siga conservando, hasta 1634, su car­
go en Clermont. Se encarga personalmente de la
educación de sus tres hijos y frecuenta los círculos
matemáticos parisinos.
1636-37. Etienne PascaL y Roberval realizan una fuerte
crítica del Discours de la Méthode de Descartes.
Blaise, desde los 12 años, comienza a frecuentar
el círculo de los matemáticos amigos de su padre.
1638. Jacqueline Pascal comienza a ser conocida, en los
medios de la Corte, como precoz versificadora:
es presentada a la Corte de Ana de Austria en
Saint-Germain. Como consecuencia de un motín
contra las medidas fiscales en el que él mismo ha
debido tener un papel relevante. Etienne Pascal
se ve obligado a huir de París para evitar ser
encarcelado, ocultándose en Auvemia.
1639. Febrero. Jacqueline. tras una sesión de teatro
infantil ante Richelieu. obtiene de éste el indulto
para su padre.
27
Cronología

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Portada de Augusiinus de Jansenius.

28
Cronología

Máquina aritmética de Pascal.

29
Cronología

1640. Enero. Etienne Pascal paga la deuda contraída


con Richelieu, participando, bajo las órdenes del
canciller Séguier, en la sangrienta represión de un
motín en Renán. Impresión de la primera obra de
Blaise Pascal: Essai pour ¡es Cottiques. (En el
mismo año, aparecerá el Augustinus, obra postuma
de Cornelius Jansenius, obispo de Ypres. cuya
reivindicación radical del agustinismo dará origen
a la larga batalla jansenista, en la que, años más
tarde, se verá envuelto Pascal).
1642. Para ayudar a su padre en sus penosas tareas ad­
ministrativo-contables en Renán, Blaise inventa su
célebre Máquina aritmética, primer artilugio de
cálculo mecánico verdaderamente eficaz.
1646. Grave accidente de Etienne Pascal. Los médicos
que lo cuidan ponen en contacto a la familia Pascal
con la obra del gran difusor de Jansenius en
Francia, Saint-Cyran (muerto en 1643).
Agosto-noviembre. Etienne y Blaise, con la ayuda
del matemático Pierre Petit, reproducen en Renán
la experiencia de Torricelli sobre el peso del aire.
1647. «Asunto Saint-Ange». Blaise, haciendo gala de
un excesivo rigorismo religioso, denuncia al capu­
chino Jacques Forton, conocido como Frére Saint-
Ange, a la autoridad eclesiástica.
23 y 24 de septiembre. En París y aquejado de una
de sus frecuentes crisis de enfermedad, Blaise
Pascal recibe la visita de Descartes.
4 de octubre. Publicación de sus Expériences nou-
velles touchant le vide. Polémica muy áspera con
jesuíta Noel acerca de la existencia del vacío.
1648. Blaise y Jacqueline visitan, con una cierta frecuen­
cia, el monasterio de Port-Royal des Champs, epi­
centro del fenómeno jansenista. En marzo, Blaise
Pascal redacta un tratado sobre la Generación de
las secciones cónicas, hoy perdido, del que nos da
noticia Leibniz. En marzo, retorno de Etienne
Pascal a París. Jacqueline le expresa su deseo de
profesar en el convento, pero el padre niega su
autorización.
30
Cronología

En octubre, Blaise da a conocer el Récit de la


grande expérience des 1iqueurs.
1649. Mayo. La Fronda. Etienne Pascal se retira, con sus
hijos, a Germont. Retornarán a Parts el año si­
guiente.
1651. Julio-agosto. Redacción del Traité du Vide (inaca­
bado).
24 de septiembre. Muerte de Etienne Pascal. Desa­
parece el impedimento paterno para la entrada de
Jacqueline en el convento. Blaise, asombrosa­
mente. trata de impedir esta entrada con argumen­
tos económicos.
1652. 4 de enero. Jacqueline entra en Port-Ro.val. Inicio
del período «mundano» de Blaise. En junio carta a
la reina de Suecia, dedicándole la máquina aritmé­
tica. Relación imprecisa con Mlle de Roannez.
165.3. Continúan los problemas económicos acerca de la
profesión de Jacqueline. Blaise acabará dándose
por vencido, pero guardará aún durante algún
tiempo un cierto resquemor hacia Port-Royal.
Frecuenta, por esta época, la amistad de notorios
libertinos: Méré y Mitton entre ellos.
(Mientras tanto, la Bula de Inocencio X. conde­
nando las «Cinco proposiciones» extraídas del libro
de Jansenius. supone el inicio de la «guerra jan­
senista».) Pascal redacta los dos Tratados sobre el
• equilibrio de los licores, el Traité du trian gle
arithméfique y la Adresse a VAcadémie parisienne
de mathématiques.
1654. Septiembre. Gran crisis de hastío. Blaise se dirige a
Port-Royal para solicitar el consejo de Jacqueline.
El 23 de noviembre tiene lugar la noche de la «con­
versión» y la redacción del Memorial.
1655. Enero. Primer retiro de Pascal a Port-Royal.
1656. Amauld condenado en la Sorbonne. El 23 de enero,
bajo el más riguroso anonimato, aparece, en impre­
sión naturalmente clandestina, la Primera Provin­
cia!. Seguirán publicándose cada quince días,
burlando la vigilancia de policías y jesuítas, hasta
junio de 1657. Mientras tanto, en Port-Royal tiene
lugar el «milagro de la Santa Espina». La ciiniclón
Cronología
milagrosa de su sobrina, Marguerite, será inter­
pretada por Pascal como signo de apoyo divino a
su tarea de laceración de la Societas Jesu.
1657. Pascal participa en la redacción de los Factums des
Curés de París, prepara sus Ecrits sur la grdce,
así como unos Eléments de Géometrie. destinados
a los alumnos de las petites écoles de Port-Royai.
Comienza a trabajar en su Apologie, de cuyos mate­
riales resultará la recopilación postuma de los Pen­
samientos.
1658. Pascal lanza un desafío a todos los matemáticos
europeos acerca del problema de la «ruleta». Se
entabla una importantísima correspondencia pú­
blica sobre el tema, en la que participan, entre
otros, Carcavi, Sluse, Huygens Wallis. De la
misma época data la redacción de los fragmentos
sobre l'Art de persuader y l'Esprit géometrique,
así como una exposición pública en Port-Royal del
proyecto de su Apología del Cristianismo, inaca­
bada.
1659. Agravamiento de la enfermedad de Pascal. Durante
un año y medio, cae en «un estado de total anonada­
miento de sus fuerzas».
1660. Redacción de la Priére pour le bon usage des mata­
dle s.
1661. 1 de febrero. La Asamblea del Cero exige a todos
los eclesiásticos la firma del formulario antijanse­
nista acerca de la gracia. El Consejo de Estado rati­
fica la decisión y decreta la disolución de las «Pe­
queñas Escuelas» de Port-Royal que, según Raci-
ne, se habían convertido en una peligrosa compe­
tencia para las Escuelas Jesuítas. Arnauld, apoya­
do por Pascal, adopta la táctica de aceptar firmar,
pero distinguiendo entre la cuestión de derecho
(«las proposiciones son realmente heréticas»)
y la cuestión de hecho («pero no se hallan en
la obra de Jansenius»). Las monjas de Port-Royal
—y particularmente Jacqueline— ven con muy
malos ojos este chalaneo. Estalla el •ajfaire de la
signature»A de octubre. Muerte de «Jacqueline
Pascal. Soeur de Sainte Euphémie, desgarrada
Cronología
por el drama de conciencia de la «firma».
Hasta el último momento mantendrá al respecto
una actitud intransigente, reprochando, en carta
a la Madre Angélique Arnauld, la excesiva li­
gereza acomodaticia de sus propios direc­
tores espirituales y reclamando para las reli­
giosas de su convento el deber de defender,
hasta sus últimas consecuencias, la fidelidad a la
ortodoxia agustiniana. «Puesto que los obispos
tienen el coraje de simples muchachas —acaba
diciendo en su carta—, será preciso que las mucha­
chas tengan coraje de obispos». Blaise, fuerte­
mente impresionado por la actitud y muerte de su
hermana, rectifica su posición inicial concilia­
dora y en su Ecrit sur ¡a signature reprocha amarga­
mente el «jesuitismo» adoptado por los elementos
moderados de Port-Royal con Arnauld a la cabeza.
Profundamente desmoralizado, abandona la contro­
versia teológica y se retira a la vida privada.
1662. 19 de agosto. A la una de la madrugada, muere
Pascal. «Murió de vejez a los 39 años», escribirá,
lúcido, Racine.
1670. Primera edición de los fragmentos preparatorios
de la Apología, con el titulo de Pensamientos.
1709. Destrucción definitiva de Port-Royal. La Abadía es
desmontada hasta sus cimientos, piedra a piedra.
«Pasaremos el arado sobre Port-Royal», declara
Luis XIV. En 1712, la hermosa iglesia gótica del
• siglo XIII es volada por orden real. Sólo quedó la
tierra arrasada. Hasta los cadáveres de las monjas
fueron exhumados de su cementerio y trasladados
a una fosa común del cementerio de Saint-Lambert-
des-Bois.

33
Aquel insomne juego de ciencia

V -

Pascal niño.
Aquel insomne juego de la ciencia

De Hagiógrafos y vidas ejemplares


Esto de las hermanas biógrafos y albaceas es una cosa
terrible, una verdadera peste. En el siglo XIX han causado
estragos (vale la tranquilidad con que Elisabeth Fórster ha
manipulado las ediciones de Nietzsche, pero qué decir de la
santa frescura con la que Isabelle Dufour —soltera. Rim-
baud— se permite proclamar «no sólo un derecho, sino un
deber estricto el operar la mutilación» de los textos de su
hermano Arthur). En el siglo XVII, no podían ser menos.
Que varias generaciones de investigadores pascalianos
(o de simples estudiosos, o de curiosos a secas) se hayan
sentido literalmente «horrorizados» (por hacer uso de una
expresión bien pascaliana) ante la imagen del monstruoso
niño Pascal, descubridor, literalmente ex nihilo, de toda la
gran matemática euclidiana a la edad de 12 años, es algo
que resulta más que comprensible. O, al menos, lo es si
nos tomamos a Gilberte y demás exegetas familiares en
serio. Lo cual —todo sea dicho— me parece un descomunal
atentado, no ya contra la seriedad histórica, sino contra el
puro y simple sentido común. Ahí van, peor si quedan du­
das, los párrafos famosos de la hermana biógrafo, en cuyo
empeño relamidamente cursi por construir el arquetipo del
«niño prodigio», no es difícil reconocer los morbosos encan­
tos del delicioso género «vidas de niños ejemplares».
(Señalo de pasada que la curiosa referencia de Küng a la
posible beatificación de Pascal no sería sino el último de los
avatares fantasmáticos del monstruo literario puesto en
pie por la hermanita):
35
Aquel insomne juego de la ciencia

Su genio para la geometría comenzó a aparecer cuando no


contaba aún más que doce años, por un tan extraordinario
encuentro que cute la pena detenerse en él particular­
mente.
M i padre era versado en matemáticas, y tenia por ello la
costumbre de tratar con todas las gentes hábiles en esta
ciencia, quienes con frecuencia venían a su casa. Pero
como tenia el deseo de instruir a m i hermano en las len­
guas. y sabia que la matemática es una cosa que llena y
satisface el espíritu, no quiso que m i hermano tuviera nin­
gún conocimiento de ella, por miedo a que esto lo hiciera
negligente hacia el latín y las demás lenguas en las que
quería perfeccionarlo. Por esta razón, había cerrado
todos sus libros que trataban de ella bqjo llave. Se abstenía
de hablar con sus amigos de este tema en su presencia:
pero esta precaución no impedía que la curiosidad del niño
se viera excitada, de tal modo que frecuentemente rogaba
a m i padre que le enseñase las matemáticas. Pero él se
negaba, proponiéndoselo como recompensa. Le prometía
que tan pronto como supiera el latín y el griego, se las en­
señaría. M i hermano, viendo esta resistencia, le preguntó
qué era esta ciencia y de qué trataba. M i padre le d(jo en
general que era el medio de hacer figuras justas y de
encontrar las proporciones que entre ellas guardan, y
al mismo tiempo le prohibió volver a hablar o siquiera
pensar nunca más acerca de ello. Pero este espíritu
que no podía permanecer encerrado en esos límites, a
partir del momento en que estuvo en posesión de tan ligera
apertura, según la cual la matemática daba los medios de
hacer figuras infaliblemente justas, se puso él mismo a
soñar, en sus horas de recreo, y hallándose en una habita­
ción en la que tenía por costumbre dedicarse al juego,
tomaba un carbón y dibujaba figuras sobre las baldosas,
buscando los medios, por ejemplo, de hacer un círculo
perfectamente redondo, un triángulo cuyos lados y ángu­
los fuesen iguales, y otras cosas semejantes. Encontraba
todas estas cosas por s í solo y sin el menor esfuerzo: a
continuación buscaba las proporciones de las figuras entre
sí. Pero como tan grande había sido el cuidado de m i padre
en ocultarle todas estas cosas que ni siquiera sabía sus
nombres, se vio obligado a inventárselos él mismo. A l
círculo lo llamaba redondel, a la línea barra, y así con las
demás cosas. Después de esos nombres pasó a hacer axio­
mas. y finalm ente demostraciones perfectas: y como en
estas cosas se va pasando de una en otra. Ilevó tan lejos su

36
Aquel insomne juego de la ciencia
investigación que llegó hasta el trigésimosegunda pro­
posición dei libro primero de Euclides. Estando en este
punto, m i padre entró casualmente en el lugar en que él
estaba, sin que mi hermano se diese cuenta: lo halló tan
embebido, que tardó un buen rato en darse cuenta de su
presencia. Imposible decir quién quedó más sorprendido:
si el hijo aI ver a su padre, a causa de la expresa prohibi­
ción que éste le había hecho: o el padre al ver a su h(io en
medio de todas estas cosas. Pero la sorpresa del padre fu e
mucho mayor cuando, al preguntarle qué era lo que estaba
haciendo, le dijo que buscaba tal cosa, que era la trigési­
mo-segunda prooosición del librp primero de Euclides. M i
padre le preguntó qué era lo que le había hecho pensar en
eso. E l d(jo que el haber encontrado tal cosa. Y acerca de
ello, al hacerle nuevamente la misma pregunta, le d(h
varias demostraciones más que él habla hecho: y Jinul-
mente, retrotrayéndose y sintiéndose para los nombres de
redondeles y burras, llegó hasta sus definiciones y axio­
mas.
M i padre se quedó tan espantado ante la grandeza y po­
tencia de este genio que. sin decirle una sola palabra, lo
dejó, se marchó a casa de M. Le Pailleur. que era amigo
intimo suyo y también un gran sabio. Cuando llegó, se
quedó inmóvil y como transportado. M. Le Pailleur.
viendo eso y que incluso vertía algunas lágrimas, quedó
atemorizado y le rogó que no te ocultase por más tiempo el
motivo de su disgusto. M i padre le dijo: no lloro de aflic­
ción. sino de alegría. Bien sabéis el cuidado que m e he
tomado en evitar a m i hijo todo conocimiento de la geome­
tría por temor a apartarlo de sus otros estudios: sin embar­
go. ved lo que éste ha hecho. Y así diciendo, le mostró
lo que había encontrado, en virtud de lo cual podía decirse
que éste habla encontrado la matemática.
,M. Le Pailleur quedó no menos sorprendido de lo que lo
había quedado m i padre: y le dijo que no consideraría justo
mantener más tiempo cautivo un tal espíritu, y seguir
ocultándole este conocimiento: que era preciso dejarte ver
los libros sin seguir refrenándolo.

Hasta qué punto las páginas piadosas de Gilberte


hayan podido contribuir a la edificación moral de los vulga­
res mortales, es algo que escapa a mi humilde capacidad de
valoración. Cuánto ha llegado a dañar la seria aprecia­
ción de la peculiar (y. a veces, paradójica, pero nunca
*7
Aquel insomne juego de la ciencia
«milagrosa») génesis de la obra pascaliana. es algo que
nunca alcanzaremos a realzar suficientemente ¿Superche­
ría pura y simple? No lo creo así, sinceramente. Tampoco
hay por qué dudar de la buena fe de la hermana entusiasta.
Probablemente, más bien chapuza, impotencia (por lo
demás bien normal) de mujercita de su casa metida a histo­
riador. Los efectos, no por ello resultan menos graves.
¡Qué de tiempo y cuánta tinta perdidos a lo largo de tres
siglos en mostrar la consistencia/inconsistencia del relato
de Gilberte! ¡Cuánta erudita polémica para establecer,
por ejemplo, como una piedra firme, el conocimiento o
no. por parte del matemático-niño, del latín imprescindible
para poder leer el texto euclídeo! ¡Cuánta esterilidad!
No sucumbamos, pues, a la tentación, a la seducción de
la trampa. Dejemos a Gilberte tranquila en el limbo de los
justos, en compañía de su niño prodigio. Y nosotros, ha­
blemos de otra cosa.

El recurso del método

Por ejemplo. Hablemos de este mundo del segundo tercio


del XVII, en el que la figura del científico (esa invención
del XIX) no existe, no ha sido aún socialmente producida.
En vano buscaremos el rigor apático y sistemáticamente
profesional del investigador «de oficio» en las imágenes
soberanamente lúdicas y desenfadadas de los hábiles inge­
nios que, en los círculos brillantes de la buena sociedad
europea, ofician el noble arte de sorprender, o aun de mara­
villar, con esa infatigable caja de Pandora que es el mundo
de los números. El gusto por la paradoja, el celoso secreto
en que las fórmulas susceptibles de dar la palma en una
conversación cortesana son guardados por sus creadores,
el sentido, de una delicadeza rayana en lo morboso, del
carácter de juego que toda operación matemática conlleva,
son las reglas doradas del nuevo hombre de mundo: de
ese espíritu fino, para quien lo de menos —desde luego—
es el valor o función de los resultados hallados, y sólo la
filigrana del arte muy selecto de la discusión, pública o
privada, lo realmente importante. Los «savants* del tiempo
de Luis XIII —escribe Brunschvicg— adoptan gustosos
«modos de duelistas y gestos de matamoros». Tal es el
38
■\quel i n s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

fondo último del refinado círculo de Marinus Mcrscnnc.


Tal es el sentimiento de Etienne Pascal desde su retiro
parisino, a él pertenece muy pronto Blaise y en sus sesiones
participará con asiduidad. Como sus compañeros de círculo
y controversias, tampoco el joven Pascal será un científico,
sino —lo que nos sitúa en otra galaxia— un «bel esprit».
¿Que queda de aquella hermosa imaginería de bestiario
barroco, que en Gilberto se nos ofreciera, a la luz de esta
pasión mundana de la brillantez dialéctica del arte de los
números a la que lo más florido del mundo intelectual bajo
Luis XIII (y los Pascal, Etienne y. más tarde, Blaise. no
son, en eso, más que un ejemplo) rindiera culto? Poca
cosa. O. para ser más exactos, una cosa por completo dis­
tinta.
Que Etienne Pascal haya considerado la matemática una
actividad lo suficientemente seductora como para llegar a
parecerlc un peligro la iniciación en ella, antes de tiempo,
de un hijo que. una vez tragado por la serpiente, hubiera
abandonado todo otro campo de estudio menos gratificante,
he ahí algo —en el relato de Gilberte— que nos resulta fácil
de comprender. Que. en ese largo peregrinar, a modo de
camino de perfección, por las «otras» disciplinas a que
Pascal padre ha sometido a su indefenso hijo, la «enseñanza
de la matemática» haya aparecido como un «premio» (mejor
el premio) con el que festejar su éxito en materias menos
apasionantes, no es menos coherente con la psicología
exquisita, de gran señor, del antiguo magistrado,que con la
sutil crueldad quintaesenciada de todo educador. Pues
bien. que. en medio de tales dosis de incitación reprimida al
«placer absoluto», el joven Blaise haya decidido violar la
nornvi. asaltar el paraíso (o sea. la biblioteca paterna)
y zamparse con la mayor celeridad el fruto prohibido, se
me antoja no sólo verosímil, sino además, salutífero y
refrescante. Definitivamente me reconcilia con ese pájaro
de cuenta, por la Perier disfrazado de niño repipi. Que.
pillado con las manos en la masa, encima haya tenido las
santas narices de hacer creer a toda la familia que jumáis
de la vie había leído un libro de matemáticas y que todo
aquel fajo de hojas, con la geometría euclídea al completo
y bien ordenadita. no era sino el resultado de la curiosa
ocurrencia de una tarde ociosa de verano, es algo que exalta
V)
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

ya. por sí solo, a la categoría de g en ia l fin g id o r al futuro


autor de la teoría del fa ir e c o m m e si, y que sólo presenta,
quizá, el inconveniente de ser por lo menos tan invero*
símilmente genial como la hipótesis gilbertiana; si bien, a
falta de otra cosa, por lo menos resulte infinitamente más
estimulante.
Pero bueno, con formidable tomadura de pelo familiar
o sin ella, de algo no cabe duda: una vez decidido a hacer de
matemático, el joven Pascal juega a fondo. A los doce años
ha descubierto (o construido) su primera pasión, que, como
todas las suyas, será decididamente desmesurada: la mate­
mática. No es inhabitual, por lo demás, esa tiránica seduc­
ción que la magia numérica (como la ajedrecística) puede
llegar a ejercer sobre cabezas espléndidamente jóvenes y
desmedidas. No tenemos más que detenernos a escuchar a
ese otro adolescente mágico que un par de siglos más tarde,
en medio de la más dionisíaca parafernalia blasfema que
cabeza moderna haya quizá osado poner sobre el papel,
cantara la dulzura reconfortante del universo pitagórico,
para encontrar, de nuevo, el reverso oscuro de la luz geo­
métrica cartesiana:
¡Oh matemáticas severas, no os he olvidado, desde que
vuestras sabias lecciones, más dulces que la miel, se filtra­
ron en m i corazón como una onda refrescante! Aspiraba
yo instintivamente, desde la cuna, a beber en vuestra
fuente, más antigua que el sol, y continúo aún hoy pisando
el atrio sagrado de vuestro templo solemne, yo. el más
fie l de vuestros iniciados. Había algo de vago en mi es­
píritu. un no sé qué espeso como el humo: pero supe fran­
quear religiosamente los grados que llevan hasta vuestro
altar, y vosotras habéis arrancado ese velo... En su lugar,
habéis puesto una frialdad excesiva, una prudencia consu­
mada y una lógica implacable... Sin vosotras, en m i lucha
contra el hombre, tal vez hubiera resultado yo vencido.
Sin vosotras, me habría hecho rodar por los suelos y mor­
der el polvo de sus pies. Sin vosotras, con una garra
pérfida, habría él macerado m i cante y mis huesos. Pero
me mantuve en guardia, como un atleta experimentado.
Vosotras m e disteis la frialdad que surge de vuestras con­
cepciones sublimes, exentas de pasión. De ellas me serví
para rechazar con desdén los goces efímeros de m i corto
viaje y para expulsar de mis puertas las ofertas simpó-
40
A q u e l i n s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

ticas pero engañosas de mis semejantes. M e disteis la


prudencia tozuda que se descifra a cada paso en vuestros
métodos admirables de análisis, síntesis y deducción. De
ellos m e serví para burlar las astucias perniciosas de mi
mortal enemigo, para atacarlo, a m i vez. con habilidad, y
hundir en las visceras del hombre un agudo puñal que para
siempre quedará clavado en su cuerpo... ¡Oh matemáticas
santas, ojalá pueda yo. mediante vuestro comercio perpe­
tuo. consolar el resto de mis días de la maldad del hombre
y de la injusticia del Gran-Todo.'

Prodigiosa, en cualquier caso, resulta la producción


matemática (y científico-técnica, en general) de Pascal, en
el breve plazo que va de 1640 a 1652, cuando ya el hastío
va ganando terreno en forma alarmante y la crisis de iden­
tidad se recorta, incierta, en el horizonte. Y. al leer hoy el
texto, sereno e insolente a un tiempo, con el que Blaise
Pascal anuncia a la Academia Parisina de las Ciencias
sus proyectos, en 1654 (poco, muy poco antes de optar por
el retiro), uno no puede evitar el escalofrío que Nietzsche
sintiera ante la imagen, patética y grandiosa, del genio que
pudo ser y prefirió la nada, la renuncia, el silencio:

Estos trabajos, ¡lustres sabios, os los entrego o. más bien,


os los devuelvo, in efecto, los considero como vuestros
puesto que nunca hubieran sido míos si no me hubiera for­
mado entre vosotros; pero reconozco como míos aquellos
que por ahora considero como indignos de Geómetras emi­
nentes... Habría, pues, guardado silencio, no siendo po­
seedor de nada digno de vosotros, de no haber estado
seguro de que vuestra benevolencia, que me ha sostenido
en vuestra Asamblea desde mis años más jóvenes, aco­
gería incluso estas ofrendas, valgan lo que valgan.
El primero de estos opúsculos trata principalmente de
lasa murallas o contornos de dos números cuadrados,
cúbicos, bicuadrados, o de cualquier otro grado; y por esta
razón lleva el título de Tratado de las murallas de las po­
tencias numéricas.
El segundo se ocupa de los números múltiplos de otros y
da un método para reconocerlos mediante la sola suma de
sus cifras.
Pero a continuación, si Dios lo permite, aparecerán tam­
bién otros tratados enteramente preparados, y cuyos tí­
tulos son los siguientes.
41
A q u e l i n s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

Tratado de los números mágicamente mágicos, o método


para disponer de los números todos contenidos en un cua­
drado de modo que no sólo el cuadrado entero sea mágico,
sino,lo que es mucho más difícil, que siga siendo mágico
cuando van siendo quitadas una a una las hileras de casi­
llas, y ello en todas las posibilidades sin excepción.
Generalización del Apollonius francés, es decir, los contac­
tos circulares, no sólo tal como los conocen los antiguos y
como Viete los ha restituido, sino hasta tal punto genera­
lizados que difícilmente toleran el mismo título.
Los contactos esféricos, también ampliamente generaliza­
dos según el mismo método. En efecto, el método de los
unos y los otros resuelve cada uno de sus problemas por
el plano, y toma su origen de una notable propiedad de las
secciones cónicas, que es de una gran ayuda para muchos
otros problemas muy difíciles; y la demostración ocupa
apenas una página.
¿os contactos cónicos también, en tos cuales, tomados
cinco elementos a voluntad entre cinco puntos y cinco rec­
tas, se restituye la sección cónica que pasa por tos puntos
y es tangente a las rectas.
Los lugares planos, no sólo aquellos que el tiempo ha
arrancado a los antiguos, no sólo aquellos que el más
ilustre de los geómetras de nuestro tiempo ha dominado,
tras haber restituido tos primeros, sino también otros,
hasta ahora desconocidos, que abarcan los precedentes y
ampliamente los desbordan, mediante un método que me
permito considerar absolutamente nuevo, puesto que
aporta nuevos resultados, y ello sin embargo mediante una
vía mucho más corta.
La obra completa de las cónicas, que comprende las cóni­
cas de Apolonio así como innumerables otros resultados,
mediante una sola proposición o casi; invención que reali­
cé cuando aún no había yo alcanzado los dieciséis años, y
que he puesto más tarde en orden.
Un método de perspectiva : ninguno de los ya inventados
o de los que puedan llegar a serlo puede considerarse
como más breve o ventajoso que éste, puesto que propor­
ciona los puntos del dibujo por intersección de sólo dos
rectas; es absolutamente imposible ser más rápido.
Y además un tratado absolutamente nuevo, sobre una
materia totalmente inexplorada hasta ahora, a saber: la
repartición del azaren los juegos que a él están sometidos,
lo que en francés se llama faire les partís des jeux; la in­
cierta fortuna es aquí convenientemente dominada por la
42
A q u e l i n s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

equidad del cálculo, hasta tal punto que a cada uno de los
jugadores se le asigna siempre lo que de acuerdo con la
justicia le corresponde... Así, uniendo el rigor de las de­
mostraciones de la ciencia a la incertidumbre del azar, y
conciliando ambas cosas en apariencia contrarias, puede,
tomando de ambas su nombre, arrogarse con todo dere­
cho el siguiente pasmoso titulo: La Geometría del azar.
No hablaré del Gnomon, ni de las variadas e innúmeras
investigaciones que tengo entre las manos; a decir verdad
ni están acabadas ni son dignas de serio.
Paso también bajo silencio mi trabajo sobre el Vacío,
que pronto será impreso...
Tales son los frutos maduros de nuestra Geometría...7

Y tal es el punto final al que la pasión irrefrenable del


más impecable de los juegos, el del número y la línea, ha
conducido a Pascal. Todo parece claro, transparente en su
horizonte ascendente de joven sabio. El proyecto, sin
embargo, es bien sabido, no será jamás realizado. Desde la
cima de la razón inflexible del número, la caída al abismo
más profundo se prepara implacable. Las nubes de la tor­
menta no han hecho más que aparecer. Las tinieblas
nos aguardan.

Descartes, inútil y.falso


Y, sin embargo, Pascal no es —ya lo hemos indicado— un
«científico», ni siquiera un «profesional» de la actividad
cientíñca, al modo en que lo es, por dar un ejemplo solem­
ne, Descartes. Ni aun en sus momentos de más alta seduc­
ción por el rigor numérico, puede aquél ser, sensu strícto,
encerrado en los marcos apáticos del simple especialista.
Honnéte homme ante todo, animal de corte y de salón
mundano antes que de Colegio o Universidad, Pascal,
el Pascal primero de los años cuarenta, es la personifica­
ción andante del ingenio moderadamente libertino cuyo
retrato nos ofrece Jean Mesnard:

fPersonaje) *cuya voluntad de agradar le' impide caer en •


el dogmatismo del sabio y le invita a adaptarse a su
interlocutor, aun cuando éste posea una ciencia dife­
rente de la suya, aun cuando sea un simple ignorante.

43
A q u el i n s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

Cuyo ideal no es ya el de penetrar los secretos del uni­


verso. sino el de realizar la comunicación entre los hom­
bres. La universalidad no se define ya por referencia al
universo, sino al hombre. Esta perspectiva casi socrá­
tica confluye, en una amplia medida, con la del espíritu
positivo a la búsqueda de una norma humana de varie­
dad. y conduce a plantear el problema del método»-3

¡El problema del método! Espinosa cuestión para un


joven post-cartesiano. Descartes no sólo lo ha planteado,
sino que, según él, lo ha cerrado y sellado definitiva­
mente; para siempre. «Podrán pasar varios siglos antes de
que hayan sido deducidas, a partir de (mis) principios, to­
das las verdades que de ellos pueden deducirse —escribirá
el maestro en 1644—, puesto que la mayor parte de los que
faltan por encontrar dependen de algunas experiencias par­
ticulares que no se encontrarán jamás por azar, sino que
deben ser buscados con cuidado y empeño por hombres
muy inteligentes».4 Pero los principios mismos —eso está
claro— son intangibles. Es más, precisamente de su intan­
gibilidad deriva la garantía única que posibilita el desa­
rrollo abierto de las investigaciones concretas.
Descartes no es, no ha querido ser, eso está claro, un
filósofo: al menos, no lo ha querido ni originaria ni funda­
mentalmente. Su aspiración es otra: la del científico que,
tras Galileo, confía en haber hallado la piedra de toque para
toda actividad teórica que de veras merezca tal nombre:
la matemática, esa ciencia universal susceptible de abarcar,
con certidumbre férrea e implacable claridad, los ámbitos
más dispersos y los recursos más recónditos, de todo saber
verdadero. Acabado el tiempo caótico de las controversias
inacabables, la matemática, al fin, nos otorga el escalpelo,
la unidad de medida con que reducir toda ambigüedad a la
seria tutela de la universalidad. Método universal y nueva
lógica, frente a la retórica persuasiva y el artificio silogís­
tico, sólo a la medida en que Descartes vaya viendo ma­
durar su sistema, se insinuará en su matemática la necesi­
dad de aquella fundamentación metafísica que Platón, el
inmensamente astuto, señalara con vigor inequívoco en el
libro VI de la República. Y aun entonces, una tal justifica­
ción no parecerá sino tomar todos los atributos de la reduc-
44
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

ción de la Metafísica a una Metamatemática o matemática


primera, autosuficiente y rebosante de segundad en sí
misma. ¡Qué tremenda, en verdad, la voz de René Descar­
tes, al anunciar su hallazgo!: Creo haber encontrado el
modo de demostrar las verdades metafísicas, de un modo
que es más evidente que las demostraciones de la Geome­
tría;i escribe en abril de 1630 al Padre Mersenne. Quizás
el largo calvario que ese otro miembro del entorno merse-
niano que es Pascal, va a emprender, dos décadas más
tarde, a lo largo del camino de la fundamentación metafí­
sica, para concluir en el hallazgo del vacío, quizás este
extraño via crucis constituyera el más sorprendente mentís
histórico infringido en el siglo XVII al desmedido optimismo
cartesiano.
Küng subrayaba, en un trabajo de notable perspicacia,
el aguzado antagonismo que subyace a la relación Pascal/
Descartes. Como Descartes, es Pascal, en efecto, antes que
nada, un matemático notable, tanto por su precocidad como
por su originalidad y brillantez'. Como él, físico obstinado
e ingenioso, y, tal vez más que él, hombre de mundo (al
menos, hasta su retiro definitivo, en 1654). Junto a él
(aunque, en este plano, el joven discípulo tome una delan­
tera notable sobre el patriarca) fotjador literario del francés
moderno. Todo parece estar como trucado para ver en
Pascal al primero —tal vez al único de genio— entre esos
discípulos a los que Descartes otorgara el dudoso privilegio
de «completar la obra en sus detalles y extraer las últimas
consecuencias de los principios universales» por él peren­
nemente establecidos.
¡Qué lejos de ello, sin embargo, la realidad, a poco que
la estudiemos con un mínimo de rigor detallado!
Que Pascal es un hombre en todo ajeno, por su carácter
y actitud vital, al autor del Discours de la Méthode, es algo
que apenas si necesita ser precisado. Representante de esa
imagen fáustica de la tragedia humana que inevitable­
mente lo encierra en el círculo terrible de una consciencia
abocada a ser capaz tan sólo de decir, hasta sus últimos
detalles más precisos, la incapacidad radical para de­
cir cosa alguna que valga realmente la pena de ser
dicha, condenado voluntariamente a la quizás más implaca­
ble tarea de riguroso autoaniquilamiento que el siglo XVII
45
A q u el in s o m n e j u e ^ u d e la c ie n c ia
haya contemplado. —poco tiene Pascal que ver con el
hombre de la poete alemana, con el lento y metódico
artesano de una obra en cuya sistematicidad late la convic­
ción de haber vencido fríamente el peso de los tiempos,
dando la imagen redonda, rotunda e inevitablemente auto-
satisfecha del sistema definitivo del mundo: revisablc.
matizable. pulible. pero definitivo. Pascal pertenece a otra
raza: la de los hombres trágicos, que Goldmann nos ha
descrito rigurosamente como la otra cara de la Contrarre­
forma. el otro modo de ser moderno (o antimoderno, que
tanto da).
Pascal, ¿hombre del pathos frente al hombre del méto­
do, Descartes, como lo afirma Küng? Sin duda. Pascal es un
jugador, y «el juego ha de ser apasionado»-5w* Cuidé­
monos. eso sí. con todo lujo de escrúpulos, de asimilar tal
pathos con una asistematicidad pura y simple o. lo que sería
aún más grave, con una variante específica del irraciona­
lismo. «La nitidez de espíritu causa también la nitidez de
la pasión»6 y la «vida tumultuosa» es, para Pascal,
la huella misma de «los grandes espíritus»-7 Pasión y
razón, no son. en una instancia profunda, más que una
misma cosa.8 Pathos y rigor, pasión y sistematicidad,no son
siempre opuestos, ni tienen por qué entrañar mutua
exclusión alguna (Lautre'amont, ya lo hemos dicho, supo
verlo cristalinamente a lo largo de los Cantos de Maldoror);
la pasión de Pascal es metódica hasta la locura; la siste­
maticidad más rigurosa, la razón más empeñada en hurgar
despiadadamente en sus raíces para establecer sus límites,
puede ser (lo es. de hecho, en Pascal) la forma perfecta
y bruñida de la más desmedida pasión. Pascal y Descartes
no se oponen entre sí como lo asistemático y lo sistemático,
sino como dos formas de sistematicidad, por igual riguro­
sas e incompatibles.
Pero, si «por mucha amplitud de espíritu que uno posea,
no se es capaz más que de una gran pasión»,9 ¿cuál es la
pasión de Pascal? ¿La matemática y la física que lo ocupan
de 1640 a 1654?, ¿la rigurosa religiosidad jansenista que
se inaugura con las Provinciales para cerrarse trágica­
mente con el asunto de la «signatura»? ¿la desesperanza
absoluta que. tras de ello, empapa definitivamente el espí­
ritu de Pascal hasta sus momentos finales? —Tal vez la
46
A q u e l in s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

voluntad de muerte, que recorre, como un hilo conductor,


todos los eslabones de una vida desgarrada, soberbiamente
descrita en las hermosas palabras de Goldmann:
Hasta ¡654 Pascal buscó la verdad en el mundo natural y
en las ciencias abstractas: de 1654 a 1657 esperó ei triun fo
de la verdad en Ia Iglesia y de la religión en ei mundo fy
tomó parte activa en la lucha por este triunfo): ai fina! de
su vida supo que la única grandeza auténtica del hombre
consiste en la consciencia de sus límites y de sus debilida­
des. vio las incertidumbres que caracterizan a toda vida
humana, tanto en la naturaleza como en la Iglesia mili­
tante,y tanto en ei piano de la razón como en ei de la reve­
lación. pues la razón es insuficiente sin la f e para conocer
la menor cosa natural, y la f e no puede insertarse válida­
m ente en la vida del hombre sin la actitud racional de la
apuesta... Más allá incluso de San Agustín, del que se
sabe que gozaba de una autoridad inmensa en los medios
jansenistas, Pascal descubrió la tragedia, la incertidumbre
radical y segura, la paradoja, la negación mundana del
mundo y ei recurso a Dios. Y es al llevar la paradoja hasta
el mismo Dios, que para el hombre es cierto e incierto,
presente y ausente, esperanza y riesgo, cuando pudo es­
cribir Pensamientos >• abrir un capitulo nuevo en la historia
del pensamiento filosófico.'0

Un tal sentido del pathos que todo lo arrastra a su paso,


no puede menos, en efecto, que resultar insoportable desde
el equilibrio sereno de la mirada cartesiana. Pero, más
allá de la incompatibilidad de los caracteres —esa incom­
patibilidad que frustará, a buen seguro, sus dos únicas
entrevistas " —. es la estructura misma de sus concepcio­
nes teóricas más claves, la trama invisible que aleja irre­
misiblemente a dos espíritus cuya grandeza primera
es quizás la de haber forjado paradigmáticamente la ima­
gen de la cara y la cruz de la modernidad.
Lejos del clima de ocio apacible en que el joven Pascal
(acuciado, eso sí, de continuo por la enfermedad. —pero
ese es otro tema—) desarrolla su actividad teórica, en un
clima en que actividad científica y divertimento lúdico no
son diferenciables, el segundón Descartes, él que ha cono­
cido todos los avatares grises de quien, a través de mil
actividades, ha de ganarse laboriosamente su propio bie-
47
A q u el in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia
nestar material, con una persistencia que los suyos mismos
tal vez no pueden considerar sino como humillante
Lejos y. muy probablemente, resentido ha de sentirse el
viejo ante el joven discípulo mimado por la suerte. Esc
Descartes que. poco a poco, se ha labrado con dureza y
persistencia (y en toda persistencia yace un peso incon-
fesado de humillación silenciada y de rencor latente), un
prestigio y una seguridad tan altos como costosos, ese Des­
cartes —digo— contempla al joven Pascal —no es difí­
cil imaginarlo— con mirada cansada y prevenida: nada
halla en el estilo de pensar del otro, en su diletantismo
exquisito y levemente displicente,que le pueda ser común,
nada en esta práctica señorial con que el joven Pascal
acomete el más delicadamente elegante de los juegos (aun
cuando sea con tanta frecuencia, ese juego, no otra cosa que
antídoto contra el dolor insoportable), que no le aparezca
como la máscara, apenas velada, de la más notoria frivo­
lidad.
Descartes quiere, necesita, resultados tangibles en toda
actividad científica, y a por ellos va directamente, con
avidez de ganador perpetuo. Pascal se alarga, indolente, en
el placer del texto, de la búsqueda, de la espiral loca y auto-
suficiente del estilo. ¿Los objetivos? |Y qué más da! Los
resultados —cosa muerta— se publican si así place, o. si
no, se guardan tranquilamente en el cajón, para el círculo
de amigos con quienes charlar en las tardes de lluvia gris
de rué Monsieur-le-Prince o Port-Royal des Champs.
«Sólo el combate nos agrada, no la victoria».13 Penosa es,
en verdad, la tarea de artesano de aquel que empeña su
vida en pretender vivir como un profesional de lo científico.
Para hablaros con franqueza de la geometría, la considero
el más alto ejercicio del espíritu; pero, al mismo tiempo, la
se tan inútil que hago pocas diferencias entre un hombre
que no es más que geómetra y un artesano. Digo también
de ella que es el más bello oficio del mundo; pero, a fin de
cuentas, nada más que un oficio; y suelo decir que es
buena para entrenarse, pero no para gastar en ella nuestra
fuerza: de tal modo que no daría yo dos pasos seguidos por
la geometría .14

Dandismo soberano del joven genio que. cuando al


48
A q u el i n s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

Fin se decide a publicar, puede, por ejemplo, llegar a hacer­


lo bajo la forma del duelo simbólico al que, bajo el sudó-
nimo de Amos de Dettonville (último gesto de gran sefior,
este rehuir la exhibición demasiado manifiesta), desafiará,
en 1658, a los matemáticos de su tiempo, mediante la pro­
puesta de un problema que él se sabe insolentemente único
en poder resolver.
La obra de Descartes huele a sudor; la delicada Filigrana
mínima de Pascal sólo trasluce, a veces, sangre.15
Creo, sinceramente, que Descartes debió odiar mucho al
joven Pascal. Motivos para ello no le faltaban. Algún que
otro fragmento de su correspondencia con Mersenne no
deja de dar pie para pensar que así ha sido. Como aquel,
por ejemplo, en que, malévolamente, deja caer que tal vez
haya que buscar en Etienne Pascal al verdadero autor de
los escritos atribuidos a su hijo. Más motivos de resenti­
miento hubiera tenido si tan sólo se hubiera sobrevivido
a sí mismo un par de décadas —Iqué inmensa la fortuna la
de Descartes: desaparecer en el momento preciso, incues­
tionado, en el pináculo de la gloria y justo en la antesala del
derrumbamiento!—. Hubiera visto entonces, con horror
previsible, al bordador de efímeros encajes triunfar, silen­
cioso, sobre ese macizo edificio de la Mathesis Universalis
que debiera haber sido pilar de toda ciencia futura.
Geneviéve Rodis-Lewis ha subrayado,16 justamente,
cómo, al publicar sus Principia en latín, la aspiración de
Descartes no ha sido otra que la de proporcionar la clave
última de toda ciencia, que pueda constituirse en base de
la ensefianza en los Colegios. Las ..-osas no han sido tan
lineales como Descartes parece haberlo esperado, y ya en
1647. al publicar su traducción francesa, Descartes, que
tiene en mente las primeras divergencias y distorsiones
que entre sus discípulos se han producido en torno a la in­
terpretación de la teoría general, recomienda encendida­
mente a sus lectores que no me atribuyan jamás ninguna
opinión a no ser que la encuentren expresamente en mis
escritos, y que no acepten como verdadera ninguna, ni
en mis escritos ni en los de los demás, a no ser que vean
que se deduce muy claramente de los verdaderos princi­
pios.'7
49
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

La advertencia es, sin duda, honesta, pero tras ella


apunta otra más radical, que Malebranche no tardará en
plantear: ¿bajo qué condiciones y a qué precio es posible
ser cartesiano? —Para darle una respuesta que anuncia
ya algo más que una simple «heterodoxia»:

No hay que creer en Descartes bajo palabra, sino leerlo,


como él mismo nos aconseja, con precaución, examinando
si no se habrá equivocado y no creyendo de lo que dice
nada más que aquello en lo que la evidencia y los repro­
ches secretos de nuestra razón nos obliguen a creer. ’8

No parece, en cualquier caso, nada claro que una tal


actitud tenga mucho que ver con el llamamiento mediante
el cual Descartes exhortara a sus discípulos a continuar
«durante varios siglos» el desarrollo concreto de sus prin­
cipios universales. Ni mucho menos, que Descartes haya
podido imaginar siquiera que tan sólo una vientena d e años
d e sp u é s d e su m u erte, la o b s e n ’ación establecerla la velo­
cidad fin ita d e la luz. sien d o a s í q u e s u transm isión in sta n ­
tánea era para é l una ta l c e rtid u m b re q u e ‘estaría d isp u esto
a confesar, s i s e probara lo contrario, q u e n o sabía nada d e
filo s o fía . '9
Suavemente el mundo todo de las certidumbres carte­
sianas se desmigaja en el pobre plazo de veinte o treinta
años. La rehabilitación newtoniana de la «oscura» noción
de atracción acabará de arruinar aquella p h y siq u e d u p lein .
en cuyos torbellinos buscara testarudo refugio Descartes
frente a las concretísimas experiencias pascalianas acerca
del vacío. Una época toca a su fin; y en esta hecatombe pre­
visible, Descartes no es el primero de los modernos, sino
tal vez el último de aquella raza antigua de los que desea­
ron ser modernos.
Bien claro está, de entrada —y eso Leibniz lo ha pre­
sentido en la carta que. sobre la ordenación de los escritos
matemáticos de Pascal, escribiera a Etienne Perier—, que
lo que subyace a toda la matemática pascaliana es, muy
precisamente, la voluntad de oponer un método nuevo
(aquel que. muy caóticamente, tiene sus raíces en De-
sargues). frente a otro ya existente (el de la M a th esis Vni-
versalis cartesiana); y para ser más concretos, oponer una

50
A q u el in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

geometría pura como alternativa al álgebra pura. Descar­


tes no se ha engañado ni un solo instante acerca del radical
peligro que el olímpico desprecio mostrado por el joven
Pascal, desde el Tratado de las Cónicas, hacia el análisis
especioso cartesiano y su reivindicación de una geometría
proyectiva, entraña para la totalidad unlversalizante del
método que es suyo. Acometer la tarea de elaborar una
nueva geometría, ajena en todo a la preeminencia del
álgebra cartesiana, es un golpe particularmente duro para
una disciplina que aspira a dar la clave de la resolución
matemática de todo saber. Descartes es consciente de ello,
y acusa el golpe. El tono de la carta a Mersenne. en que
rezonga que «se podrían proponer un montón de cosas
sobre las cónicas que un chaval de dieciséis tendría bas­
tantes dificultades para solucionar», constituye, por sí
solo,una buena huella del impacto.
El encuentro de 1647 entre los dos personajes, un
Descartes en el apogeo de su gloria y un Pascal ya lacerado
fuertemente por la enfermedad, no arreglará, natural­
mente, nada de nada, y, por el contrario, tendrá la virtud
de enconar las cosas, generando la sórdida historia del
«plagio» de la experiencia del Puy-de-Dóme sobre la
presión del aire y el vacío; plagio del que Descartes acusará
—sin aparente fundamento sensato— al joven científico,
y que hará, definitivamente, acabar todo a la gresca.
Garó que. antes de llegar a este punto de emponzoña­
miento, el problema de las cónicas nos permite observar,
en estado transparente, las profundas divergencias, aún
estrictamente teóricas, que abren un abismo entre dos
modos de pensar a cuya base operan dos contrapuestas
metafísicas. Bien manifiesto resulta que lo que está detrás
de la polémica es bastante más que la cuestión —al fin y
al cabo un tanto secundaria— de saber si un problema
matemático concreto es más económicamente resoluble
mediante reducción algebraica o por operación geométri-
co-proyectiva. Lo que se juega tiene un calibre muy dis­
tinto, y éste no es otro que el fundamento mismo del
sistema cartesiano: ¿tiene valor universal la reducción
algebraica?, ¿es verdaderamente factible la asimilación
prometida de todos los ámbitos del saber a vanantes de una
sola ciencia general? ¿No está. así. el universo teórico
51
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

todo constituido por otra cosa que el juego de variaciones


de una sola matemática universal, expresión infalible
del Dios Geómetra? La multiplicidad de los objetos de in­
vestigación. ¿no tendrá más contrapartida que la diversifi-
cación de un ámbito de saber idéntico en sus reglas úl­
timas? Problema metafísico clave, en el que se pone en
juego algo que constituye, tal vez. el tema central de la
especulación postrenacentista: ¿de dónde la homogeneidad
del mundo?, ¿porqué su cognoscibilidad?
En su respuesta. Descartes es pobre y pregalileico.
Tratar de recuperar la idea de una ciencia universal no
puede ser —Cassirer lo ha mostrado con precisión— sino
un retorno a los ensueños confortadores de los adversarios
aristotélicos de Galileo. En Descartes revive una vez más
el postulado metafísico de llegar a abarcar y agotar con el
pensamiento, de una vez para siempre, toda la extensión
del ser. 19
Pascal —y tal vez sea esa su específica grandeza como
científico, o más bien, como teórico de la ciencia— ha
captado muy bien, desde el primer momento, el carácter
ilusorio de este método universal, sencillo y atractivo,
sí, pero de aspiraciones excesivas y, por tanto, a fin de
cuentas, ilusorio.90 Para sustituirlo con algo mucho menos
claro y distinto —y, sobre todo, mucho menos ambicioso
e impecable: la multiplicidad de los métodos, regionaliza-
dos según la esfera a estudiar, aunque, eso sí. nudeados
por el carácter geométrico de su sistema deductivo. La
referencia a los trabajos de Jean Mesnard parece, en este
punto, obligada:

Contrariamente a Descartes, que se considera en condi­


ciones de hacer surgir la totalidad del saber de una prime­
ra verdad. Pascal concibe, a partir de principios diversos,
cadenas múltiples de deducción, constituyentes de un
saber discontinuo: de ahí la razón de su rechazo de la
metafísica y de la muy positiva idea que se hace de la cien­
cia. Ahora bien, una multiplicidad de cadenas de deduc­
ción todas ellas dotadas de igual solidez, fundamentadas v
desarrolladas, p u ede llegar a plantear conclusiones con­
tradictorias. Y asi. nos vemos precisados a afirmar al
mismo tiempo la miseria y la grandeza deI hombre. Esas
contradicciones deben ser suprimidas. El método geomé-
52
A q u el in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

trico es impotente para ello, como lo es, incluso, la razón


en general. Sin duda, la revelación nos proporcionará,
al respecto, un nuevo principio que permita realizar la
unión de contrarios,2'

Lo que Ciencia se llevó

De pronto y sin previo aviso, la equilibrada armonía carte­


siana ha venido a dar abiertamente de bruces. El mundo ha
dejado, sí. de «estar bien hecho», para pasar a mostrarse
bajo una máscara incomprensible (y, por tanto, monstruo­
sa). El espanto (lafrayeur) toma el relevo de la claridad y la
distinción. Se comprende ahora el porqué del «terror»
ante los «espacios infinitos» del más célebre de los frag­
mentos pascalianos. Lejos, para Descartes, de ser terrorí­
fico. el Universo Infinito no resulta sino un modelo matemá­
tico del orden armónico, que el Dios geómetra rige con
precisión implacable. En Pascal, esa convicción rassurante
se ha perdido para siempre. Y así, cada uno de sus descu­
brimientos no vendrá sino a añadir un nuevo horror a esta
vertiente monstruosa de un mundo hundido en la dulce
desesperanza del caos más estricto.
«Descartes inútil y falso»,22 «escribir contra los que
profundizan excesivamente en las ciencias: Descartes»23
—anotará, con pasión, el solitario entre los solitarios de
Port-Royal. Desde mucho antes, cuando aún Port-Royal no
se dibuja siquiera en su horizonte, Pascal ha comprendido
en su rechazo de los ensueños cartesianos, el tremendo
vacío de fundamentación al que las prácticas científicas
van a quedar irremisiblemente abocadas. Y, antes de des­
trozar definitivamente sus juguetes de estos años, va a
lanzar sobre ellos una última mirada, llena de una ternura
triste y de regusto amargo.
Extraño a la voluntad cartesiana de buscar la huida de
la catástrofe mediante el recurso a la fundamentación
metafísica del saber universal —y. con él, del mundo que es
su doble—, Pascal se lanza ya en picado a la minuciosa
desintegración de los últimos restos del mundo cerrado y
confortable. De esta actividad aplicada y tozudamente
si
A q u e l in s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

impía van a ser consecuencia inmediata los dos grandes


ejes del pensamiento pascaliano de los últimos años:
a) la pérdida de identidad del hombre en el (arruinado)
orden del cosmos; b) la absoluta transmutación de los prin­
cipios de verificabilidad científica.
Sólo Pensamientos culminará el primer proyecto; bás­
tenos decir aquí que su lúcida consciencia ha marcado la
vida de Pascal con una huella de rigurosa desesperanza,
pocas veces en la historia del pensamiento occidental
planteada con tan frío rigor y tan hondo sentido trágico. En
lo que al segundo concierne, una somera revisión de su
forja tal vez pueda revelarnos un pathos no menos riguroso
ni trágico.
El criterio cartesiano de verdad es un criterio explí­
citamente positivo; para decirlo todo, tal vez el más positivo
de cuantos criterios de verdad haya producido la historia
de la filosofía. Dícese verdadero de aquello que se ajusta a
esa norma infaliblemente omniabarcante de la claridad y
de la distinción. Todo es matemática al fin. y en idénticos
procesos de sistematicidad se resume el inmenso mundo.
La implicación de predominancia de una metafísica que sus­
tente, a su vez, todo el aparato de una tal Mathesís. apa­
rece clara. Siervo en este punto, como en tantos otros,
de lo más aburrido de la tradición escolástica. Descartes
trata, por todos los medios,de hallar esta fundamentación
filosófica de toda ciencia y de sustentarla sobre bases
inamovibles. Tal es su grandeza y tal también su miseria.
Ultimo hombre «premoderno» (nada hay más anticuado que
un moderno, salvo, tal vez, alguien empeñado en ser
moderno), Descartes no acierta a sospechar que quizás la •
única solución del nudo gordiano filosofía-ciencia, ciencia-
filosofía está en romperlo de un tajo y en mandarlo, de una
vez por todas, a mejor vida. No es el menor de los méritos
de Pascal el haberlo comprendido perfectamente así y
haber puesto manos a la obra. Un historiador perspicaz
de la ciencia, como Pierre Raymond. no duda en señalarlo
como su mérito más acabado en este terreno.

Pascal —escribe Raymond— es uno de los raros filósofos


franceses del siglo XVII que rompe la relación de funda-
mentación entre filosofía y ciencias. E l prefacio al Tratado

54
A q u e l i n s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

del vacío es ejemplar al respecto: teología y filosofía


repetitivas por un lado y ciencias evolutivas por otro. Y
la intervención filosófica tiene lugar tan pronto en prove­
cho de la religión, como de tas ciencias. Pascal sustituye
la metafísica cartesiana por una intervención filosófica
espiritualista o materialista. Diversos efectos episte­
mológicos de esta alianza antiidealista son registrables en
su obra: liberación de los conceptos de vacío y de infinito,
formación de la categoría de sistema teórico.24

La pretensión cartesiana de «universalidad» —última


herencia metafísica del fallido intento de construir el uni­
verso como totalidad racional— se va definitivamente al
diablo. Pascal está decididamente demasiado inmerso
en la realidad de la práctica científica como para poder
permitirse la creencia en panaceas epistemológicas. Cien­
cias Generales, Matemáticas Universales y otras hierbas
salvífícas.
Pero, ¿qué queda de aquella pasión de comprender.
forma más alta del juego del gentiihomme, una vez que la
ambición homogeneizadora de la Mathesis Universaiis
ha quedado arruinada? ¿La dispersión regional de los sabe­
res científicos (o no) autónomos? Pero, ¿cómo establecer
su coherencia, entonces?, ¿cómo garantizar su cientifi-
cidad? La respuesta pascaliana es clara, tal vez demasiado
clara; antes que Spinoza, Pascal lo ha dicho; no hay más cri­
terio de coherencia discursiva ni más método universal que
la susceptibilidad de geometrización. Más difícil que
formularla, será el ponerla en funcionamiento: hacer de tal
principio una guía funcional para el desarrollo de los distin­
tos niveles del saber.
La Física, ante todo. Si hemos de creer las formula­
ciones epistemológicas —por lo demás, de una notable
nitidez— de De l'Esprit Géométrique y del Prefacio al
Traité du Vide, las cosas parecen transparentes: no hay
lugar a discurso científico que no sea el construido por
medio del más riguroso método axiomático-deductivo. Es
así que la Física escapa a este principio, ergo...
Es una vez más, sin embargo. la actividad científica
directa de Pascal la que viene al quite de una tan rigurosa
epistemología, introduciendo a su autor en un laberinto de
55
A q u el in s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

contradicciones, no siempre explícitamente resueltas.


Una y otra vez lo vemos rebelarse contra sí mismo, revol­
verse contra el principio inamovible de relativización de
las ciencias de la naturaleza por su metodología exigido,
y retornar una y otra vez a la espontánea certidumbre
de una actividad a la que él mismo ha privado de todo fun­
damento.
Veámoslo, así, polemizar con el jesuíta Noel —viejo
maestro de Descartes— acerca del vacío. Se trata, por lo
demás, de una polémica en todos los planos —y no menos
que en otros, en el psicológico— interesante: primera
refriega del futuro autor de las Provinciales con un repre­
sentante cualificado de la Societas Jesu\ las heridas que ha
dejado abiertas no son, probablemente, extrañas a la
causticidad de las Petites Lettres. Observémoslo en el acto
de arremeter, con toda la pasión segura del portador de
la «verdad» científica. Oigámoslo anatemizar al «buen
padre», en nombre de la «absoluta certeza» de los postu­
lados físicos. ¿Dónde han ido a parar los presupuestos
precautorios en que la Física fuera designada como activi­
dad no rigurosamente susceptible de explicitación hipoté-
tico-deductiva? Sin duda, en el calor de la polémica frente
a las martingalas escolásticas de Noel acerca del vacío,
Pascal tiene toda la razón del mundo al tratar de aplastarlo
bajo un alud descomunal de sistematicidad experimental.
Pero ello no salva lo peliagudo del problema metodológico
así planteado: ¿es, sí o no. la Física una verdadera ciencia?
Pascal —vamos a verlo— oscila aquí según los contextos,
y la solución radical del problema permanece indefinida.
Claro está que no se trata aquí de disminuir en nada la
operatividad del tono polémico por Pascal puesto en fun­
cionamiento. Muy al contrario. Ni de pretender suavizar la
ducha enorme que recibe el Padre jesuíta —que bien
merecida se la tenía y bien a pulso se la ganó—. Sino de
dejar lo más claro posible que. al machacar sin piedad al
p ire Nóel. Pascal está —conscientemente o no— violando
el propio principio de prudencia y relatividad por él pro­
puesto en el terreno de la Física.
El problema de partida es bien conocido. Arrancando
de la experiencia de Torricelli, Pascal llega a la conclu­
sión, estrictamente experimental, de que el espacio en que
56
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

la columna de mercurio de un tubo invertido en una cubeta


del mismo material desciende, no es ocupado por aire ni
cuerpo otro alguno; que, por consiguiente, en esa parte
superior de la cubeta se ha producido un vado. Llamando
en su auxilio a todas las huestes del saber físico escolástico,
Noel emprende dura batalla, tratando de «demostrar»,
mediante argumentos apriorísticos, la imposibilidad del
concepto de «vacío» y la necesidad de suponer la existencia
de un misterioso «éter» que, de forma no menos misteriosa,
atravesando sutilmente las paredes del tubo de cristal, se
ha introducido en su interior. De qué lado se decanta la
razón y la realidad es hoy algo muy fácil de establecer,
desde una perspectiva, la nuestra, en que las martingalas
pseudofísico-metafísicas de Noel sólo pueden mover
a la sonrisa. Las cosas fueron muy distintas en el siglo XVII,
hasta tal punto que el propio Descartes se considera
obligado a intervenir en favor de su antiguo profesor, frente
a la «cabeza vacía» del joven Pascal, proponiendo a éste el
problema —entonces nada irrisorio— de cómo diablos,
si el tubo estaba vacío, podía la luz pasar a través de él.
La respuesta de Pascal es toda una lección de rechazo del
entretejimiento Física-Metafísica que opera aún en Des­
cartes como cordón umbilical que lo une a la tradición que
él mismo cree superada. Delimitemos los campos, exige
Pascal, no pidamos a una ciencia más que las explicaciones
que entran dentro de su ámbito estricto, renunciemos —si
es que realmente queremos ejercer una actividad cientí­
fica concreta— a las grandes explicaciones universales;
éstas pueden tener un lugar en el ámbito de otras disci­
plinas, no en el limitadísimo de la Física. Considerad
—escribe Pascal—. os lo ruego, cómo podría sernos posible
llegar infaliblemente a la conclusión de que la naturaleza
de la luz es tal que no puede subsistir en el vado, cuando es
así que, en realidad, ignoramos absolutamente la natu­
raleza de ¡a luz. Y tal vez ésta permanezca eternamente
desconocida para nosotros. Agnosticismo, sin duda al­
guna admirable desde el punto de vista metodológico, éste
que consiste en remitirse, sin más pretensiones de genera­
lidad, a la constatación de un experimento bien hecho, ne­
gándose a tratar de pasar aún a la elaboración de una
Teoría Universal, para la que se carece de elementos sufi-
57 \
Aquel insomne juego de la ciencia

PENSEES
D E
M- PASCAL
S U R LA R E L I GI ON,
ET SUR. Q J J E L Q U E S
AUTRES SUJETS.

I.
Contre tZndijference des AthéeS.
U e ceux qui combattenc
la Religión apprennent au
moins quelle elle cft avanc
que de la combattfe. Si
ccttc Religión le vantoic d’avoir une
____ vcuc elaire de Dicu , & do le poífeder
Cabezal de los Pensamientos.

58
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

cientes. Y, ¿qué tiene que ofrecer Descartes frente a los


hallazgos experimentales de Torricelli-Pascal? Conviccio­
nes metafísicas injustificadas, que hacen de la negación de
la existencia del vacío «una directa consecuencia de la con­
cepción cartesiana de la extensión como atributo de la
sustancia corpórea»;26 aburridos argumentos de coheren­
cia lógica apriorística; su propia autoridad intelectual, tal
vez. Bastante poca cosa, a fin de cuentas.
No son de pequeña importancia esta polémica y los dis­
tintos tonos que. en ella, adoptan los contendientes. La
liquidación de la «amalgama» Física-Metafísica es una
tarea de primer orden en el proceso de surgimiento de las
ciencias y de su progresivo despegue respecto de la Tra­
dición escolástica. Contra Descartes, Pascal es un fino tra­
zador de lindes, de fronteras (Althusser lo ha señalado con
certeza en alguna ocasión) entre Física, Metafísica y
Religión. Gilberte Périer atribuye a su hermano la si­
guiente fórmula que, en este caso, parece ratificada por
numerosos fragmentos de Pensamientos: No puedo per­
donar a Descartes, porque, habiendo querido en toda
su filosofía prescindir de Dios, no ha podido evitar el
recurrir a él para que dé un papirotazo inicial que ponga
el mundo en movimiento. Lo que. como lo señalará Ar-
nauld, más que una incoherencia del cartesianismo, viene a
ser, a fin de cuentas, su verdadero hilo conductor: Toda la
física de los cartesianos está hasta tal punto apoyada sobre
la existencia de Dios, que Este es, por asi decir, la piedra
angular, cuyo contrario una vez supuesto, todo el sistema se
viene abajo?* Y no deja de resultar a primera vista paradóji­
co que haya sido precisamente un pensador tan profunda­
mente religioso como Pascal el primero en hacer una tal su­
posición demoledora. Aniquilado el intento cartesiano de
pasar sin transición del yo al mundo y a Dios, Pascal tiene la
radicalidad —quizás única en los medios cartesianos (y an­
ticartesianos que, al fin, es lo mismo)— de proclamar el es­
cepticismo i*Le pyrrhonisme est le vraif9) como única ver­
dad de la filosofía. Decir a las personas carentes de fe y de
gracia —escribirá en Pensamientos— que no tienen más
que mirar la menor de las cosas que las rodean para ver
a Dios a cara descubierta y darles como única prueba de
tan grande e importante tema el curso de la luna, de los
SO
A q u el i n s o m n e j u e g o d e la c ie n c ia

planetas, y pretender haber acabado su prueba con se­


mejante discurso, es darles motivo para creer que las
pruebas de nuestra religión son bien endebles, y mi razón
y mi experiencia me muestran cómo no hay nada más ade­
cuado para hacer nacer el desprecio hacia ella. 30
Y lo verdaderamente notable es que todo este esfuerzo
por evitar la confusión ciencia-religión, tiene precisamente
como objetivo absolutamente prioritario, salvar la auto­
nomía de la religión. Pero, en esta dialéctica, autonomía
de la religión, respecto a la ciencia significa, a contrario,
en una paradoja que es sólo aparente, autonomía perfecta
de la ciencia respecto de la religión. Debemos compadecer
—escribe, así, rotundamente Pascal— la ceguera de aque­
llos que aportan la simple autoridad como prueba en las
materias,físicas, en lugar del razonamiento o las experien­
cias, y sentir horror ante la malicia de aquellos otros que
emplean el simple razonamiento en la teología, en lugar de
la autoridad de la Escritura y los Padres de la Iglesia.
Hay que sacudir el ánimo de esos tímidos que no osan in­
ventar nada en física, y confundir la insolencia de esos
temerarios que producen novedades en teología31 De
ahí, desde luego, el extraño espectáculo de un Pascal que
defiende, a capa y espada, a Galileo. precisamente en el
mismo texto (Provincial XVIII) en que arremete sañuda­
mente contra los partidarios de la laxitud razonable en la
interpretación de la Escritura. En medio de este sutil juego
de absoluta libertad y perfecta sumisión (según los planos
ciencia/religión). no es raro que algún cartesiano eminente
del siglo pasado, confiese que él no entiende nada.32
Las dificultades, sin embargo, no han hecho más que
empezar para Pascal. Rechazada la claridad del universo
cartesiano, una maraña de cuestiones aparentemente inso­
lubles se abre ante él como un verdadero caos que amenaza
con tragarlo definitivamente. ¿Conforme a qué criterio,
en efecto, validar los enunciados de una física que. a fin
de cuentas, parece ahora quedar del lado de las discipli­
nas teóricas? —No ha lugar, claro está, a la deducción
formalista de un Descartes, en cuyo modelo las respuestas
para todo no son sino la consecuencia de la fundamen­
tal respuesta para el todo. Pero, ¿será acaso sustituible
tal modelo formal por la simple referencia a la constatación
60
A q u el in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

experiencial sensible? La trampa es demasiado ingenua y


la habilidad experimental de Pascal demasiado sistemática
como para caer en ella. No; porque con que sólo quedase
un único caso sin examinar, ello bastaría para invalidar la
definición genera!... Pues en todas las materias cuya
prueba consiste en experiencias y no en demostraciones, no
es posible realizar aserción universaI alguna a no ser
mediante la enumeración generaI de todas las partes o de
todos los casos diferentes.33 Lo que es manifiestamente
imposible y, en todo caso, carente del menor sentido (¿qué
valor tendría, una vez enunciados ya todos los casos, la
formulación de una ley general? ¿Para qué podría servir*
nos, una vez que hemos agotado, ya de entrada, todas las
posibilidades de aplicarla?). Pero entonces, ¿qué?: ¿Ni
deducción formal,34 ni inducción empírica?35 ¿A dónde
han ido a parar los grandes ideales explicativos de la tra­
dición racionalista? Pues, tal vez, sencillamente, a su con­
clusión más alta y a, quizás, su formulación más precisa
y asombrosa: a la aparición de algo que —como Küng lo
ha señalado— parece asemejarse extrañamente a lo que.
tres siglos más tarde, Popper formulará como la base del
«principio de falsabilidad»: la idea, verdaderamente
chocante, de que no hay más criterio de verdad que el re­
sultante de la resistencia de un enunciado a ser mostrado
como falso: no debe (el hombre! tomar como verdade­
ros más que aquellas cosas cuyo contrario le aparece como
falso. 36
Descubrimiento radical del valor epistemológico de la
negatividadque, sin duda, subyace, más o menos conscien­
temente, a algunos de los grandes supuestos cortesianos
(no hay más que ver la técnica de «gran guiñol» ton la que
los grandes motivos de duda son introducidos por Descar­
tes en las Méditations métaphysiques. «mientras» no se
demuestre su imposibilidad), pero de cuyo uso no creo que
pueda hallarse, en todo el siglo XVII, una formulación
tan explícitamente elaborada como la que nuclea la redac­
ción de esa importante carta en la que Pascal espeta tajan­
temente a Noel cómo nada de sus pruebas (a favor del pleno
absoluto) podrá subsistir mientras no haya suficientemente
demostrado que de la negación de los principie s sobre los
que descansan se seguiría una manifiesta coitradicción:
61
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

Reverendo Padre... sería preciso i para que vuestros


argumentos fueran probatorios) que primero nos hu­
biéramos puesto de acuerdo en la definición del espacio
vacío, de la luz y del movimiento, y haber puesto de
manifiesto, en virtud de la naturaleza de estas cosas, la
existencia de una contradicción manifiesta en la proposi­
ción según ia cual 4'la luz penetra en un espacio vacío
y un cuerpo se m ueve en ella a lo largo del tiem po’".
Hasta que no lo hayáis hecho así. vuestra prueba no podrá
tenerse en pie.37
Fuerza es, sin embargo, constatar que, co.1 la afirma­
ción de un tal principio, los problemas que quedan abiertos
son descomunales. En efecto, Baird lo señalaba en un
trabajo reciente acerca de la epistemología pascaliana de
la Física:
No será jam ás posible satisfacer las condiciones plantea­
das por Pascal con el fin de demostrar que una hipótesis
es verdadera en física. Para lograrlo es preciso mostrar
que un absurdo manifiesto se concluye de su negación.
Pero, dado que la física se apoya inevitablemente sobre
experiencias, no es jam ás posible estar seguro de no en­
contrar un fenómeno nuevo que exija el abandono de la
hipótesis mostrando que el absurdo manifiesto es tan sólo
aparente. A s í pues, la física, según la expresión del propio
Pascal, no puede avanzar más allá del dominio de lo 'du­
doso ' y lo 'probable', Pero lo que él llama una ‘experien­
cia decisiva', tal como la 'gran experiencia', no puede
demostrar una teoría: todo lo más, probar la falsedad de
una teoría, como la gran experiencia lo hace con la teoría
según la cual la naturaleza aborrece el vacío ?*
La oscilación entre la m etodología radical establecida y
la práctica teórica del físico Pascal, llega entonces a mos­
trarse como casi inevitable. Si de Descartes, como metafí-
sico. puede decirse que lleva a cuestas la huella de un
marcado retraso respecto de la realidad de las ciencias de
su tiempo, del Pascal filósofo (quizás fuera mejor decir
«metodólogo» o «epistemólogo») parece inevitable consta­
tar, al menos en este punto, el embarazo que le resulta
de hallarse ante una incomodísima situación de adelanto
descarado sobre el propio nivel de práctica del Pascal cien­
tífico (y. en concreto, del Pascal físico); un adelanto que
nada tiene de gratificante, y que incluso amenaza con es­
62
A q u e l in s o m n e ju e g o d e la c ie n c ia

terilizar y quizás estrangular esta actividad científica


misma.
Oscilación, en efecto, entre:
— un método axiomático deductivo que relega la expe­
riencia a un papel secundario y puramente negativo.
método rigurosamente afirmado en todos y cada uno de los
textos metodológicos que acompañan, a modo de Prefacios,
las relaciones experimentales;39
—y una anténtca fascinación de experimentador habilí­
simo ante el peso casi mágico —prodigioso hasta el asom­
bro en todo caso—, de sus experimentos. Consciente de
haber planificado más y mejor que ninguno de sus contem­
poráneos estos experimentos, Pascal tiene con frecuencia,
tendencia a volverse muy imprudente y a olvidar las pro­
pias limitaciones por él establecidas; a machacar, en una
palabra, al adversario a golpes de «experiencia».40
Axiomatismo de ios •Prefacios» frente a experimenta-
iism odelos •Tratados». Difícil conjugación. No juzgo, por
lo demás, improbable que la constatación de esta extraña
paradoja haya constituido el verdadero primer punto de
quiebra en el inicio de la gran crisis pascaliana. Porque
—y habremos de justificarlo— trato, en efecto, de defender
aquí que antes que una crisis religiosa, la de Pascal ha sido
una crisis (la crisis) de la Razón: el descubrimiento asom­
broso de su capacidad contradictoria en un siglo que pare­
cía hecho para mostrar su coherencia. Jugando con certeza,
Pascal ha tropezado, inopinadamente y sin habérselo
jamás propuesto, con lo monstruoso (la verdadera frayeur):
una razón que se autodestruye. Como a Edipo la de la
esfinge, esa fascinación aterrada no lo abandonará ya
nunca:
Había pasado yo mucho tiempo dedicado al estudio de las
ciencias abstractas; y la poca comunicación que en ellas
es posible hallar me había hastiado. Cuando comencé
el estudio del hombre, vi que esas ciencias abstractas no
son propias al hombre, y que me extraviaba más de mi
condición al penetrar en ellas que al ignorarlas. Perdoné
a los demás por no saber nada de ellas. Pero creí encontrar
al menos muchos compañeros en el estudio del hombre, y
que este serta el estudio que nos sería propio. Me enga­
ñé... 41

63
Aquel insomne juego de la ciencia

Jansenius (1585-1638).

64
Como una persistente pesadilla

Exilios y reinos

Y todo este largo peregrinar por el casi infinito universo de


la ciencia, ¿no inducirá quizá la tentación de aniquilar la
autonomía de la fe, de sospechar su sometimiento a la
propia razón geométrica para consumar en ella un fracaso
que se adivina inevitable? Pues no. O. al menos, no direc­
tamente. Sí, tal vez, a lo largo de un tortuoso laberinto del
que no hemos hecho aquí más que recorrer los primeros
pasos. De momento, sin embargo, la conclusión parece
más bien ser la contraria. Tal vez ello sea culpable de que
tantas veces haya sido confundido el hastl> de la ciencia,
que en Pascal comienza a abrirse paso desde finales de
los años cuarenta, con una fulgurante «conversión», por
lo demás muy acorde con la hagiografía gilbertiana.
¡La «primera conversión»! Todo el mundo habla de ella
como si de la evidencia misma se tratara: Etienne Pascal
se rompe en enero de 1646 una pierna; los médicos que lo
atienden son jansenistas; la familia, y Blaise a la cabeza,
se «convierten». Todo muy sencillo (y, con seguridad, anec­
dóticamente cierto en sus grandes rasgos). Pero muy poco
consistente.
En primer lugar: ¿qué puede realmente significar eso
de «conversión», referido a una familia ya tan hondamente
devota como la Pascal? Que sepamos, ninguno de los
miembros de ella han decidido, en ese instante, «retirarse»
del mundo, como lo hará años más tarde Jacqueline,
totalmente (1652). y Blaise en buena parte (1654). Hablar
de «conversión» me parece, pues, abusivo e impreciso.
Que el primer encuentro con la doctrina de Port-Royal se
65
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

ha producido en este momento es algo que. en cualquier


caso, no ofrece la menor duda. La semilla queda echada y
no tardará en germinar. Y. así, que la lectura de los pri­
meros textos de Jansenius, y en particular el De la reforma
del hombre interior, habrá de dejar sentir vigorosamente
sus huellas en la crisis de 1654, es algo que queda fuera de
todo cuestionamiento. Y, de esa lectura, ¡cómo habría
podido el joven gentilhombre, para quien la ciencia lo ha
sido incontestablemente todo, dejar de sentirse fascinado
por aquellos párrafos rotundos que van a trabajar dura­
mente, a lo largo de una década, sus ya resquebrajadas
certidumbres!:
Aquel que haya vencido la concupiscencia de ¡a carne...
se verá atacado por otra tanto más engañosa cuanto más
honesta parece.
Se trata de esa Curiosidad siempre inquieta, que ha sido
llamada con ese nombre a causa del vano deseo que tiene
de saber, y que se ha paliado con el nombre de ciencia.
Ella ha puesto la sede de su imperio en el espíritu, y allí
es donde, habiendo reunido un gran número de diferentes
imágenes, lo perturba mediante toda suerte de ilusiones...
S i queréis reconocer qué diferencia hay entre los movi­
mientos de la Voluptuosidad y los de esta pasión, no tenéis
más que considerar que la Voluptuosidad camal no tiene
más finalidad que las cosas agradables, mientras que la
Curiosidad recae incluso sobre aquellas que no lo son,
divirtiéndose en intentar alcanzar, experimentar y conocer
todo aquello que ignora.
E l mundo está tanto más corrupto a causa de esta enfer­
medad. cuanto que ella se desliza bqjo el velo de la salud,
es decir, fie la ciencia.,.
De ahí ha venido la búsqueda de los secretos de la natura­
leza que en nada nos conciernen, que es inútil conocer y
que los hombres desean saber tan sólo por el placer de
saber...'

En la meditación de estos textos, que estallarán en


su cabeza a partir de 1654, Pascal ha comenzado a sospe­
char algo horrible: el hundimiento de todos sus proyectos
juveniles. Cuando un mundo se acaba, es preciso buscar
otro, antes de optar definitivamente por el abismo.
Y si la apuesta científica ha sido perdida (ha conducido
66
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

al fracaso que en su inicio mismo era sólo previsible),


¿qué decir ahora de esta nueva apuesta mundana a la que
Pascal va a lanzarse, igualmente, a cuerpo entero? Que
ya la sabe perdida antes de iniciada. Y que, precisamente
por ello, acepta el envite.
El esprit de finesse va a proyectarse sobre el mundo
—como, poco más adelante, va a hacerlo sobre la religión—
con una pasión que no hace sino revelarnos la sed de abso­
luto que tras todo ello subyace.
La muerte del padre (16S1) no va a hacer otra cosa que
acentuar esta nueva posición de Blaise ante la vida. Con
la relativa abundancia de medios económicos que su si­
tuación social le confiere, libre de la sombra, tal vez ama­
ble, pero, en todo caso, marcadamente autoritaria, de
Etienne Pascal. Blaise, en los breves intervalos que su
continua enfermedad —•desde los dieciocho años no he
hecho otra cosa que sufrir»— le concede, va a lanzarse de
lleno en el brillante mundo de los salones, mundo de los
Méré, de los Mitton, los Roannez, mundo de los brillantes
libertinos2 que pueblan la buena sociedad parisina de me­
diados del XVII, Poco a poco, el joven matemático va a ir
introduciéndose en el mundo sofisticado de la delicatesse,
puliendo sus aristas de geómetra y construyéndose una
elegancia que no es ya sólo la del número, sino la de ese
quelque chose, ese punto de fuga hacia el universo del
savoirfaire que configura al nuevo gentilhomme,
Pascal no se ha sentido, sin duda, muy embarazado
por este juego, nuevo pero juego al fin, del libertino. Del
espíritu del matemático pour le plaisir, al «hombre de espí­
ritu» reivindicado por Méré, la distancia es breve y el salto
sólo requiere la presencia de ese punto estético de la f i ­
nesse que a Pascal nunca le ha faltado.
Pero el paso «del exilio a la patria», invocado por Pascal
entusiásticamente a sus introductores en el «mundo», no
es tan sólo un tour d'esprit. Un gran señor requiere de ese
despego respecto de las preocupaciones materiales, que
sólo la confortabilidad económica de un patrimonio estable
puede proporcionar. Dice un personaje de Lampedusa
—y perdóneseme aquí el anacronismo— que «es preciso
que varias generaciones hayan dilapidado media docena de
patrimonios para producir especímenes» como el del jo-
67
Como una persistente pesadilla

Pascal, por Philippe de Champagne.

68
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

ven libertino Tancredi. Pues bien. Blaise se apresta, a par­


tir de 1651, a tratar de dilapidar al menos el razonable pa­
trimonio de los Pascal. Lo malo del asunto es que no va a
encontrarse él ante la displicentemente encantadora
dejadez de los Salina lampedusianos, sino frente a la enfu­
recida mirada de los retoños femeninos de una familia
de nueva burguesía —acomodada, si', mas por completo
carente de ese maravilloso sentido aristocrático del dispen­
dio que subyace a la frase de Don Frabrízio del Gato-
p a r d o , que no pueden sino ver con algo más que mala
cara las nuevas aficiones del antata más razonable her­
mano. A lo largo de tres años, la batalla será feroz. Y Blaise
acabará, como siempre, perdiéndola.

La muerte en el espejo

Todo estallará tomando como catalizador el asunto famoso


de la profesión de Jacqueline, la hermana menor, en
Port-Royal. No hemos hablado hasta ahora de Jacqueline.
y es tanto más preciso cubrir este hueco cuanto que. en
muchos aspectos (por no decir en todos), ella ha sido, a lo
largo de toda su vida, el ulter ego de Blaise, ese personaje
extraordinario, quizás el único en darle, una y otra vez, la
réplica y la medida exacta de sí mismo. Atados por una ex­
traña relación especular de ternura, tensión, amor, celos
sin duda, de una profundidad desmesurada, Blaise y Jac­
queline atraviesan de la mano el siglo, como imágenes
simétricas en las que el espejo y lo-reflejado intercambian
permanentemente sus referencias.
Dos años más joven que Blaise, Jacqueline ha compar­
tido con él el título de «niña prodigio», sus delicias, su
drama y sus sinsabores. Si bien su genio parece haberse
inclinado más bien hacia ese terreno de lo «literario» que
Madame de Scudéry y más tarde Madame de Sévigné han
comenzado a poner de moda entre las damas de la buena
sociedad. Versificadora tan pertinaz como lamentable, dos
altas glorías le han sido concedidas a la pequeña Pascal
en su infantil actividad «poética»: el favor de Richelieu.
que contribuirá esencialmente a la rehabilitación del padre
caído en desgracia en 1638, y la consecución del premio de
69
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

la Academia, bajo el patronazgo del mismísimo Comeille,


en 1640. Las muestras del favor real que tal «don» ha pro­
ducido a Jacqueline son, así, prácticamente contemporá­
neas de los éxitos científicos de su hermano.
Niño prodigio frente a niño prodigio. También enfermo
frente a enfermo. Si Si Blaise ha comenzado, desde los die­
ciséis años a padecer los tremendos sufrimientos físicos que
harán de su vida un casi continuo calvario (semiparálisis
frecuentes, dolores continuos de cabeza, recaídas casi con­
tinuas en la más negra depresión...), Jacqueline va a sufrir,
a los trece años, un estigma no menos marcante: la desfigu­
ración de su rostro como secuela de una viruela que está
a punto de acabar con su vida. Sainte-Beuve comenta el
carácter fervoroso de la joven dama que agradece, en un
poema tan patético como literariamente penoso, a Dios el
haber salvado la vida y haberse simultáneamente librado
de su belleza física. La miopía de Sainte-Beuve, al empe­
ñarse en ver fervor apacible donde hay tan sólo patetismo
desgarrado, me parece manifiesta. Nada más lejos de mi
intención que el sugerir que Jacqueline haya buscado en
Port-Royal la huida de una amargura física que nunca ya
la abandonará. Su decisión es, sin duda,infinitamente más
compleja. Pero sería igualmente ingenuo perder de vista
que, a partir de este momento, la idea de abandonar el
mundo ha sido una constante de su vida; constante varías
veces frustrada y finalmente culminada con la profesión
de 1652.
Unidos (y enfrentados) ya por la «precocidad» y por la
infelicidad física, Blaise y Jacqueline lo van a estar, aún
más fuerte y contradictoriamente, por la religión. Hemos
hablado ya de la problemática «conversión» de 1647. Jac­
queline ha estado junto a Blaise en el momento de los pri­
meros contactos con la literatura jansenista, y. más radical
que él (como, por lo demás, lo ha sido siempre), allá
donde su hermano no parece ver sino un interesante ele­
mento intelectual de renovación cristiana. Jacqueline ha
visto un imperativo práctico directo: si la doctrina de Jan-
senius y Saint-Cyran es la verdad del cristianismo, entonces
no queda más que una vía coherente: el desierto. Port-
Royal.
Y Port-Royal, con todo lo que el desierto conlleva:
70
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

Jacquelinc Pascal, Angélique Soeur.

71
C o m o u n a p e rs is te n te p e sa d illa

abandono total, renuncia absoluta a lo que hasta ahora ha


constituido la más dulce y gratificante de sus actividades:
la «literaria». Un espíritu religioso no escribe, ora.
La actitud de Blaise en todo este asunto parece haber
sido, inicialmente, de una cierta inhibición embarazosa.
Al fin y al cabo, fue él, sin duda, quien dio a conocer
los textos jansenistas a Jacqueiine. Pero la conclusión ta-
jantamente «pragmática» extraída por la hermana no puede
dejar de colocarlo en una situación poco graciosa a él, que,
pese a todo su entusiasmo intelectual por los trabajos de
los «solitarios», no parece tener la menor intención (más
bien todo lo contrario) de unirse a ellos y abandonar el
mundo. La posición de Jacqueiine ha debido resultarle a
Blaise (y no será la última vez que esto ocurra) provocadora
e incómoda, al situarlo frente a una experiencia crucial que
no parece tener otra función que la de poner de manifiesto
su propia «incoherencia» vital (con Port-Royal, pero fuera
de Port-Royal, contra el mundo pero en el mundo), esa «in­
coherencia» que Goldmann ha subrayado como la base del
estallido trágico de la escritura pascaliana (su «abandono
mundano del mundo»). La propia Jacqueiine ve las cosas
de ese modo y no dejará de sugerir una y otra vez a su
hermano lo extraño de una tal contradicción: espíritu
cuyas tomas de posiciones son siempre netas y bien defini­
das, geómetra en esto mucho más que su hermano, Jacque-
line no logrará jamás entender ese afincarse en la tragedia
de la contradicción, que Blaise (como Racine. ese otro gran
incomprendido de las gentes de Port-Royal) asume con una
jinesse lúcida que llegará a todo su patetismo en los años
finales, con motivo del affaire de la signature. Esa pureza
terrible, cortante como una espada arcangélica, que las
gentes de Port-Royal esgrimen sobre sí mismas y sobre
cuantos les son cercanos, caerá una y otra vez sobre la
cabeza de Blaise, manejada por la que lejos del mundo será
Soeur de Sainte-Euphe'mie. Y Blaise acusará cada uno de
los golpes. Primero con aspereza y rechazo, finalmente con
sumisión y aceptación tremenda de la culpa.
En cualquier caso, hasta el momento de la muerte del
«padre severo», Blaise ha podido escurrir el bulto bastante
hábilmente. Etienne Pascal se niega en redondo a oír
siquiera hablar de la entrada en religión de su hija. Ya es
72
C om o u n a p e rs is te n te p esad illa

viejo y alguien tiene que cuidarlo. Tras su muerte, que sea


lo que Dios quiera, pero, hasta entonces, reclama, inapela­
blemente, su derecho de patriarca a conservar junto a sí
a la hija menor (tanto más cuanto que Gilberte se ha casado
hace ya algunos años y ha abandonado el hogar paterno).
Jacqueline permanecerá, pues, por el momento, en el
mundo, pero comienza ya esa larga tarea de autoaniqui-
lamíento que en Port-Royal se llama religión.
Blaíse debe haber contemplado todo esto con una
mezcla tensa de admiración y horror, fácil de imaginar en
el futuro autor de Pensamientos, pero su actitud reservada
de espectador quedará rota en el año 16S1.
1651. Etienne Pascal ha muerto. Todos los obstáculos
para la profesión de Jacqueline parecen suprimidos de un
plumazo, y, en efecto, la joven Pascal exige de su hermano
la autorización para la entrada inmediata en el convento.
Y se produce lo inimaginable para Jacqueline: Blaise aduce
la necesidad en que se encuentra de hacer uso de la tota­
lidad del patrimonio familiar para mantener sus propias
obligaciones intelectuales y sociales, como argumento para
posponerla profesión de su hermana (cuya dote de entrada
en Port-Royal mermaría considerablemente dicho patrimo­
nio). Las necesidades del «gran señor» se oponen ahora
frontalmente a las convicciones fervientes del cristiano y,
al menos de momento, parecen triunfar sobre ellas. El
drama familiar estalla. El 4 de enero de 1652, Jacqueline
abandona el hogar paterno sin despedirse de su hermano,
para iniciar su noviciado bajo la dirección de la Mére
Angélique. Desde Port-Royal. escribe a Blaise:

Necesito vuestro consentimiento y vuestra aprobación,


que con todo el calor de mi corazón os pido, no para poder
cumplimentar mi decisión, puesto que no son necesarios
para elio, sino para cumplimentarla con alegría, con tran­
quilidad de espíritu, con paz: porque, no siendo así.
resulta que realizaré la más grande y gloriosa acción de
mi vida con una extrema alegría mezclada a un extremo
dolor y en medio de una agitación de espíritu indigna de
semejante gracia... Justo es que los demás se hagan un
poco de violencia, para pagarme toda la que yo me he
hecho durante cuatro años.3
73
C o m u u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

Coro de las religiosas de Grands Augustins de París.

74
C om o u n a p e rs is te n te p esad illa
Las tensiones se prolongan. Las escaramuzas se suce­
den. El cariño profundo que las dos grandes animadoras de
Port-Royal, las hermanas Arnauld, Agncs y Angélique,
sienten hacia su novicia, les hace considerar incluso la po­
sibilidad de aceptar a la joven Pascal sin dote, a lo que ésta
no se muestra (orgullo familiar obliga) muy dispuesta.
La correspondencia de Jacqueline. a lo largo de estos me­
ses, da cumplida cuenta de todo este infierno que planea
sobre las cabezas de los Pascal.
Blaise, sometido a un desgarramiento interno en el que
el cariño profundo hacia Jacqueline acaba por imponerse,
aun a costa de una grave recaída en su enfermedad, aca­
bará rindiéndose sin condiciones. La Mere Angélique (una
vez más la pureza gélida de Port-Royal) lo habrá aún de so­
meter a una última corrección, amarga y gratuita, en el
momento mismo de capitular:
No faltaba ya más que firmar. Era la antevíspera de
la profesión: Pascal se dirigió hasta la reja de la clausura
acompañado por hombres de negocios y notarios. Pero la
Mére Angélique. que era una de las partes contratantes,
se encontró demasiado indispuesta aquel día para apare-
cer; y, congratulándose de ello, le hizo decir que no habla
prisa, que todavía tenia tiempo de meditar y que ya habría
mucho tiempo después de la profesión de su hermana: lo
que equivalía a decir, después de que la Casa por sí sola se
hubiera hecho cargo de ella. Los hombres de negocios
se quedaron muy sorprendidos por este modo de tratar el
asunto. Pasad se sintió herido en su orgullo: volvió al
día siguiente, encontró a la Madre en mejor estado y se
apresuró a concluir la cuestión con toda clase de expre­
siones de disgusto por no poder hacer más. Mientras
mantenía la pluma parafirmar, aún le decía ella: "Ya veis.
Señor, hemos aprendido del difunto Sr. de Saint-Cyran a
no recibir para la Casa de Dios, nada que no venga de
Dios»*

Desde el tumulto mundano

Así están las cosas para un Pascal que no acaba de sobre­


nadar la crisis profunda a que su progresivo hastío de la
actividad científica parece abocarlo. Una vez derrumbada.
75
C om o u n a p e rs is te n te p esad illa

en efecto, la aspiración ilusoria aquella al saber universal


que, en la forma de la Ciencia Unica y originaria, ocupara
la búsqueda de la tradición cartesiana, todo parece venirse
abajo: seguridad confortable de la física, de la matemática,
del saber teológico, de la religión misma. De esta inmensa y
profiláctica hecatombe, va a nacer esa cosa, odiosa y monó­
tona hasta el hastío más vulgar, a la que llamamos, con
tedioso nombre, modernidad. También de ella nace esa
otra vertiente desesperada y apasionante que. con Pascal,
inicia la práctica, solemne y displicente a un tiempo, del
más refinadamente puro arte del suicidio: aquel, unánime­
mente intemporal, de la renuncia a la palabra.
Puesto que todo ha sido hecho para ser perdido y que,
definitivamente, el mundo está mal hecho, vengamos a
apostar a la trucada ruleta esa moneda última que. cansada
e inútil, vino a esconderse, incierta, en éste nuestro pobre
simulacro de vida: apostemos y perdamos, con serenidad
notoriamente rebuscada, nuestra propia identidad.
Corren los tiempos tempestuosos de la Fronde. Entre­
chocar de espíritus sacudidos y deslabazados. Blaise
Pascal trata de orientarse en el mundo, de hallar esa
dulzura de vivir, esa felicidad que, a lo largo de toda su
vida, se le ha ido escapando.
En 1652. durante su estancia chez les Roannez. se le
ha visto continuamente en compañía de una «belie savan-
te». ¿Charlotte de Roannez? Probablemente. Determinar
con exactitud el alcance de esta relación parece hoy tan
difícil como banal. Pascal ha escrito, por esta época, sus
deseos de «casarse y formar una familia». Afortunada­
mente ha escrito también cosas menos aburridas: ¿es,
en efecto. Charlotte Roannez la destinataria de esa pequeña
joya de la literatura galante del XVU que es el Discours
sur les passions de l ’amour? No lo sabemos. A decir ver­
dad, por no saber ni siquiera podemos establecer con abso­
luta certidumbre si el Discours es realmente de la pluma
de Pascal. Es, en cualquier caso, pascaliano, de eso no pa­
rece haber lugar a muchas dudas. Y preferimos imaginar a
un Pascal en curso de redactar este texto, antes que tener
que vérnoslas con las desoladoras cartas moralizantes
que, pocos años más tarde, serán el último lazo que lo ligue
a Mlle de Roannez.
76
C o m o u n a p e rs is te n te p esad illa

Imposibilitados, por el estado actual de las investiga­


ciones. para decidir definitivamente sobre la paternidad
del Discours, operaremos como si perteneciera a Pascal,
acordes con el criterio editorial de Chevelier,& según el cual
nada en este texto escapa al ámbito del espíritu elaborado
en Pensamientos, el cual puede incluso resultar abierta­
mente prefigurado en varias de las fórmulas literarias en
él utilizadas.6 Ya hemos dicho que. en su estilo y en sus
temas, el Discours es pascaliano. Por otra parte, ¡con
cua'nta dificultad podríamos hallar un mejor testimonio de
lo que ser mundano pueda significar para el Pascal de
1652-1653!
En vano esperará —ya lo hemos indicado— el lector del
Pascal «libertino» tropezar con la máscara premonitoria
del Lord Henry wildeano. Por jugar con los parentescos me­
tafóricos y los apócrifos simulacros, más bien pueda, si aca­
so, hacernos pensar en el Dorian de los primeros tiempos,
en el de «antes del retrato» y el pacto demoníaco. La delicio­
sa frivolidad con la que el autor del Discours se desliza
sobre la superficie esplendorosa del hecho amatorio, con
una ternura suavemente cínica, cuya ironía no es nunca
desgarramiento amargo, es hija manifiesta de la tradición
literaria renacentista, más que precursora camuflada de
la inteligente misoginia postromántica.

Agrada a los gTandes espíritus la vida tumultuosa... A


medida que mayor es el espíritu, más grandes son las pa­
siones... La nitidez de espíritu es también causa de la niti­
dez de la pasión... El amor y la razón son una y la misma
cosa... 7

¡Cuán cercanas del rigor apasionado del joven matemático


pueden resultarnos esas fórmulas en las que el vuelco
sobre una nueva esperanza de una pasión vieja y pertinaz
es consumado! Pero también, ¡cuánto camino queda aún *
por recorrer desde el amante equilibradamente displi­
cente del Discours, hasta llegar al tono seco y desesperan­
zado del fragmento 180' de Pensamientos:La causa idel
amori es un no sé qué, sus efectos son aterradores.8

77
C om o u n a p e rs is te n te p esad illa

A sí es como acaba el mundo

Pero Pascal no está hecho de la impávida fibra del libertino.


La displicencia amable de éste, su complacencia en el juego
encantador de superficie, la cutánea indolencia que acom­
paña su estar siempre más allá de toda cosa, le faltan por
completo. Pascal es uno de esos seres de sensibilidad de­
sesperadamente fina, a los que cada cosa hiere mortal­
mente; la pasión en él es, mucho más que un adorno ele­
gante de gran espíritu, una fuerza tremenda que arrastra,
liicida e implacable, hacia el placer más alto; el placer de
comprender. Y, en él. hacia la más honda sima de la deses­
peranza: el drama inapelable de la estricta limitación de
todo comprender. El drama de Pascal ante sus juguetes
rotos resulta, de este modo, no ser más que una variante de
la tragedia eterna en la que amor y muerte se entrelazan,
perezosos, e intercambian sus rostros, sus máscaras solem­
nes; el de Medea ante sus hijos, el de Tristán ante Iseo, el
que habitará, en un atardecer de noviembre de 1811,
la mirada de Heinrich von Kleist... Pasión fundamental
por el objeto amado que sólo puede hallar su expresión pura
en el acto irreversible de la muerte. En un rincón perdido
de la lejana Alemania, Jakob Bohme pensó un día que tal
vez no fuera el infierno sino la forma suprema y desmedida
del amor divino. Pascal, para quien, naturalmente, el zapa­
tero de Gorlitz no ha existido, debió vivir, sin duda muy in­
tensamente, una experiencia muy cercana acerca del amor
y del infierno, del fuego que reconforta y abrasa a un
tiempo, del conocimiento que aniquila y arroja maniatado
a la profundidad del sinsentido. Y sí el contacto del mundo
lo ha llevado a comprender a fondo la compleja estructura
de una realidad en cuya superficie leo los signos enigmá­
ticos de mi propio rostro, tal vez el laberinto pueda, ahora
al fin. cerrarse definitivamente: «nada podré comprender
nunca que no sea mi incapacidad intrínseca para compren­
der nada; nada me será dado vivir que no sea mi propia
muerte». La palabra ha sido dicha y la derrota aceptada.
Comienza el largo vía crucis final. Y, en el inicio de esa
larga noche, el libertino, lentamente, va quedándose a solas
con su cuerpo lacerado por la enfermedad y su mente en la
78
C o m o u n a p e rs is te n te p esad illa

frontera misma del derrumbe. «Es indispensablemente


necesario que [el alma] se vea despojada de todo objeto de
felicidad».9 La angustia y la desesperanza más absoluta
(que pronto se trocará en desesperación) lo van ganando
poco a poco.

No puede ya (el alma) gozar con tranquilidad de las cosas


que le resultaban encantadoras. Un continuo escrúpulo la
combate en ese gozo, y esa visión interior no le hace
encontrar aquella acostumbrada dulzura entre las cosas a
las que se abandona con plena efusión de su corazón. Y
aún mayor amargura encuentra en los ejercicios piadosos
que en las vanidades del mundo. Por una parte, la presen*
cia de los objetos visibles la afecta más que la esperanza de
los invisibles, y, por otra, la solidez de los invisibles la
afecta más que la vanidad de los visibles. Y asf, la presen­
cia de los unos y la solidez de los otros se disputan su afec­
to; y la vanidad de los unos y la ausencia de los otros
excitan su aversión; de tal modo que nacen en ella un
desorden y una cunfusión que apenas puede ella desen­
trañar, pero que es la consecuencia de antiguas impresio­
nes sentidas y de las nuevas que experimenta.10

Todo se esfuma en el horizonte de un pasado cuya


cercanía ya parece perdida en el infinito hastío: el amor,
el juego, la amistad... todo perdido en vano, como en vano
perdido fuera el tiempo aquel otorgado a la ciencia. A su
alrededor, la muerte ha tejido ya un círculo del que él
mismo se sabe geómetra certero.

Y en la visión cierta de la aniquilación de todo cuanto


ama, se estremece ante esta consideración, viendo que
cada instante le arranca el goce de su bien y que lo que le
es más querido huye a cada momento, y que finalmente
con certidumbre llegará el día en que se encuentre despo­
jado de todas las cosas en las que se puso su esperanza.1'

El horror que Blaise Pascal ha sentido ante su obra


(porque obra suya es, al fin, esta catástrofe), al ver desapa­
recer bajo sus golpes, una tras otra, las últimas certidum­
bres, sus últimas esperanzas, debe haber sido, con seguri­
dad. atroz, a poco que nos tomemos en serio ese su propio
79
C om o u n a p e rs is te n te p esad illa

testimonio, en que nos es narrado cómo el alma del pecador


arrepentido
entra ante la visión de las grandezas de su Creador y en
humillaciones y adoraciones profundas. Se aniquila consi­
guientemente y, no pudiendo formarse de sí misma una
idea lo suficientemente baja, ni concebir una lo suficiente­
mente elevada del soberano bien, hace nuevos esfuerzos
por rebajarse hasta los últimos abismos de la nada, consi­
derando a Dios en inmensidades incesantemente multi­
plicadas; finalmente, en esta concepción, que agota sus
fuerzas, lo adora en silencio, se considera como su vil e
inútil criatura y mediante un reiterado respeto lo adora y
bendice, y quisiera bendecirlo y adorarlo eternamente.1?

En esta sistemática rigurosa de la desesperanza terrena


que Port-Royal acabará encarnando, va a cifrar, paradójica­
mente (pero es ésta una paradoja más aparente que real)
Pascal su última y más grande esperanza, la de «adorar a
Dios como criatura, rendirle gracias como deudor, satis­
facerlo como culpable y rogarle como indigente».'3 Y
así, en el momento mismo en que parece querer abandonar
el juego, Blaise Pascal emprende la última y más fuerte
de todas sus apuestas. Port-Royal será su última pasión.
En Port-Royal está Jacqueline. A ella va a dirigirse
Pascal como confidente, en el curso de los largos diálogos
que nos son (con seguridad, fielmente) transmitidos por
la correspondencia de Soeur de Sainte-Euphémie. Rele­
yéndolos hoy. uno no acierta a estar muy seguro de qué sea
lo que resulta más escalofriante: si la imagen del hombre
literalmente roto que acude ante la reja de la clausura, o
la implacable seguridad serena con la que la religiosa lee,
en este derrumbamiento, la marca luminosa del Señor
sobre su hermano. Las cartas de Jacqueline Pascal, están
ahí. seductoras y un poco terroríficas como lo es todo lo
que, de cerca o de lejos, se relaciona con Port-Royal. No
me resisto a transcribirlas:

No es razonable —escribe a su hermana Gdberte. en la


tarde del mismo día 8 de diciembre en el que Pascal ha
acudido a buscar consuelo ai ador del •parloir»— que
ignoréis por más tiempo h que Dios ha operado sobre la
80
I
C o m o u n a p e rs is te n te p esad illa

persona que tan querida nos es; pero desearía que fuese él
mismo quien os diese cuenta de ello, para que así no
tengáis motivo alguno de duda.
Todo lo que puedo decir, dado que carneo de más tiempo,
es que por la misericordia de Dios se halla en un estado de
gran deseo de entregarse todo a El. sin que. no obstante,
haya determinado aún bajo qué género de vida. Aun
cuando se halla, desde hace más de un año. preso de un
gran desprecio por el mundo y de un hastío insoportable
respecto de todas las personas que en él se hallan, lo que
podría ¡levarlo, dado su natural impetuoso, a grandes
excesos, hace, sin embargo, uso de una moderación que
me lleva a concebir grandes esperanzas. Se ha entregado
en cuerpo y alma a la dirección de M. Singlin. y espero que
lo hará con una sumisión de niño, si éste, por su parte,
quiere aceptarlo... Aunque se encuentra peor de lo que lo
haya estado últimamente, eso no lo aleja en modo alguno
de su objetivo; lo cual pone de manifiesto que sus razones
pasadas no eran sino pretextos. Observo en él una humil­
dad y una sumisión, incluso hacia mí. que me sorprende.
No encuentro, finalmente, otra cosa que deciros, sino que
parece claramente que no es ya su espíritu natural quien
actúa en él.u

Y, en carta del 25 de enero, vuelve sobre el mismo tema,


para insistir con más detalle:
Mi querida Hermana, no sé si he sido menos impaciente
en mandaros noticias de quien ya sabéis, que vos en pe­
dírmelas... Pero ahora las cosas han llegado a un punto tal
que es preciso que os lo haga saber, y sea lo que Dios
quiera; creería engañaros si no os informara acerca del
asunto desde el principio.
Algo antes de enviaros mis primeras noticias, es decir, a
finales del pasado mes de septiembre, vino él a vente:
y, en está visita, se abrió de cara a mí de un modo que me
causó compasión, confesando que en medio de sus ocupa­
ciones que eran grandes, y entre todas las cosas que
podían prestarse a creerlo muy arraigado, se veía de tal
modo llamado a abandonar todo eso. y afectado por una
aversión tan extrema hacia las locuras y diversiones del
mundo y por el continuo reproche que de todo ello le hacía
su conciencia, que se encontraba desligado de todas las
cosas de un modo en el que nunca se había hallado...;
pero que. de otro lado, se veía en un tan grande abandono
81
C om o u n a p e rs is te n te p e sa d illa

por parte de Dios que no sentía ía menor atracción, pero


que sentía que eran su razón y su propio espíritu quienes
lo excitaban a conocer lo mejor, y no el movimiento de
Dios: que en el desarraigo de todas las cosas en el que se
encontraba, si tuviera los mismos sentimientos de Dios
que antaño, se consideraría en estado de poder emprender
cualquier cosa, y que realmente debía tener en aquellos
tiempos horribles ataduras para haberse resistido así
a las gracias que Dios le concedía y a los impulsos que le
daba.
Esta confesión me sorprendió en la medida misma en que
me llenó de alegría. A partir de entonces concebí esperan­
zas que jamás había tenido, y creí necesario mandaros al­
guna información sobre el tema, con el fin de obligaros a
rogar a Dios. Sí contase con el mismo detalle todas las
otras visitas, tendría para todo un volumen: pues a partir
de ese momento fueron tan frecuentes y prolongadas que
casi no hacía yo cosa otra alguna. No hacía más que se­
guirlo sin hacer uso de ningún tipo de persecución y lo veía
crecer poco a poco de tal modo que casi ya no lo reconocía
(y creo que a vos os pasará lo mismo, si Dios continúa su
obrai. en particular en humildad, en sumisión, en descon­
fianza y desprecio hacia sí mismo y en deseos de verse ani­
quilado en la conciencia y estima de los hombres. Hete
aquí cómo están las cosas en estos momentos: sólo Dios
sabe lo que sucederá.
Finalmente, tras muchas visitas y combates que hubo de
sostener consigo mismo sobre la dificultad de escoger un
guía, se determinó a ello. No tenía la menor duda de que
precisaba de uno, y aunque encontró rápidamente (en
M. Singlin) el guía que necesitaba, sin embargo la descon­
fianza que de sí mismo tenía le hacía temer equivocarse
por exceso de afecto, no en las cualidades de la persona,
sino sobre la vocación, cuyas marcas no le parecían
seguras... Vi con claridad que esto no era sino un resto de
independencia oculto en lo hondo de su corazón que se
armaba con todo tipo de argumentos para evitar un
sometimiento... Voilá oú les choses en sont.,s

Sí. ¡•Voilá ou les dioses en sont»'. Probablemente


mucho más lejos de lo que puede llegar a imaginar esc equi­
librio cristiano, mortíferamente cristalino, que es el de
Soeur de Sainte-Euphémie: a! borde mismo del precipicio.
A sí es como se acaba el mundo...
82
C o m o u n a p e rs is te n te p e s a d illa

En la noche del 23 de noviembre de 1654. en torno a


la medianoche, como en tantas otras innúmeras ocasiones,
tuvo lugar (siempre lo tiene, tarde o temprano) el fin del
mundo. Como en tantas otras innúmeras ocasiones (como
siempre, a fin de cuentas), el común de los mortales
siguió su marcha cansina de animal resignado, sin acusar
el golpe. Como en cada una de esas ocasiones innúmeras
(siempre es así), un cuerpo solo queda aplastado, con un
chasquido blando y breve, contra el muro (contra el mun*
do). Rescatado del innúmero ejército del olvido (resca­
tado de la eternidad que es nada), su nombre fue —y
¿a quién pueden interesarle tales cosas?— Blaise Pascal.
Sí.
«as/ es como acaba el mundo,
así es como acaba el mundo,
no con un estallido,
sino en un gemido»16

FUEGO
Dios de Abraham, Dios de Isaac. Diosde Jacob,
no de los Filósofos ni de los sabios.
Certidumbre. Certidumbre. Sentimiento. Alegría. Paz.
Dios de Jesucristo
Deum meum et Deum vostrum.
Tu Dios será mi Dios.
Olvido del mundo y de todo lo que no sea Dios.
El sólo puede ser encontrado por las vías
enseñadas por el Evangelio.
Padrejusto, el mundo no te ha conocido.
pero yo te he conocido
Alegría, Alegría. Alegría, llora de alegría.
De El me separé
Dereliquerunt mefontem aquae vivae.
Señor, ¿me abandonaréis?
Que no me vea eternamente separado
Esta es la vida eterna
que te conozcan único Dios verdadero
Dios y aquél a quien enviaste J.C.
Jesucristo
Jesucristo
83
C o m o u n a p e r s i s t e n t e p e s a d illa

Me separé de EL Lo rehuí, negué, crucifiqué.


¡Que no me vea nunca separado de él!
No se conserva más que por las vías
enseñadas por el Evangelio.
Renuncia total y dulce.'7

Granjas de Port-Royal.

84
A.M.D.G.: Los que juegan a ganar

Mística y poesía del panfleto


Comienza entonces el final de todo... Y, sin embargo...
Sin embargo, de pronto, cuando Pascal no ansia otra cosa
que abandonar el mundo, helo aquí —en aras de la defensa
de Port-Royal— enredado en la más endiablada batalla
político-ideológica del XVII francés. Cuando trata de reco­
brar el silencio, helo aquí literariamente más mundano
y desbordante de ingenio libertino de lo que jamás osara
pensar siquiera.
Las Provinciales estallan, de pronto, como una bomba
en pleno corazón de los debates religiosos bayo Mazarino.
Pocas obras literarias habrán conmovido, tan inmediata
y al mismo tiempo tan perennemente, el horizonte del
pensamiento de su tiempo como lo hicieron estas «peque­
ñas cartas». Y quizás ninguna haya ejercido efectos tan ra­
dicales sobre la propia estructura del francés literario como
los impuestos por esta obra de un joven matemáti­
co que, por primera vez, se lanza al escenario de las
letras. Las Provinciales, en efecto, no sólo han infligido
a la Compañía de Jesús la más notable de sus heridas, no
sólo han hecho nacer, redondo y perfecto, un nuevo género
literario que los siglos venideros habrán de explotar con
desigual fortuna: el panfleto. Han hecho algo inmensa­
mente más importante: han dado nacimiento literario al
francés moderno. (Cuando el jansenismo, los jesuítas y
el propio cristianismo no sean ya más que una sombra
perdida en el abismo inexorable del tiempo y el olvido, la
prosa transparente y precisa de Les Provinciales seguirá
resonando incólume en cada frase de la lengua francesa).
85
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

Voltaire ha sabido verlo, con su perspicacia habitual: las


Provinciales marcan un nuevo estilo que nada tiene ya que
ver con el pasado latinismo de los largos períodos, que si*
gue inexorablemente pesando incluso en la pluma precisa
de un Descartes. El primer libro de genio —escribirá así
en Le siécle de Louis XIV— que se vio en prosa fu e la re­
copilación de ¡as Lettres Provinciales en ¡654. En él se
hallan encerrados todos los tipos de elocuencia. No hay una
sola palabra en ellas que. al cabo de cien años, se haya
resentido del cambio que altera con tanta frecuencia las
lenguas vivas. Es preciso remitir a esta obra la época de
la fijación del lenguaje.
Más de trescientos años después de la muerte de Blaise
Pascal, creo que las palabras de Voltaire pueden ser sus­
critas línea a línea. El placer que el lector de nuestro siglo
puede hallar en la lectura de este francés límpido, impeca­
ble, de una economía conceptual casi fascinante y de un
ingenio festivo que inevitablemente preludia la propia mala
uva voltairíana, sólo puede tener quizás parangón con el
que nos proporcionan algunos momentos particularmente
gozosos de la obra —ligeramente posterior— de Moliere.
Racine no andaba, en verdad, nada descaminado, por lo
demás, cuando, polemizando con Nicole, le espetaba, irri­
tado contra su «seriedad» antiteatral: ¿Y qué os creéis
que son las Lettres Provinciales sino comedias?».
Hoy podemos deleitarnos con esa lectura vivaz y cor­
tante como el Filo de una cuchilla. En su tiempo, la tal cu­
chilla levantó, bien es cierto, no poco regocijo en abun­
dantes sectores; no lo es menos que. en aquellos contra
los que sus saetas iban dirigidas, lo que levantó fue algo
que resultaría muy bondadoso y leve llamar ampollas.
Obra de combate directo. Las Provinciales, esa pieza
maestra del género, han sido muy bien definidas en su efi­
cacia por el gran teórico del panfleto en el siglo XIX,
Paul-Louis Courier, que, en su Pamphlet des pamphlets.
subrayará el carácter modélicamente funcional de un
estilo que acierta en todos los blancos que se propone, y que
sitúa a sus adversarios en la más embarazosa y mortífera
de las situaciones: el ridículo.

86
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

¿Qué ha sucedido? Que la ironía, la fina burla de Pascal


han hecho más efecto que los arrestos, los edictos, han
aplastado por todas partes a los Jesuítas. Esas hojas
tan ligeras han derribado el gran cuerpo. Un panfietario.
jugando hábilmente, echa abajo ese coloso temido por los
reyes y los pueblos. Una vez caída, la Sociedad no volverá
a levantar cabeza, sea cual sea el apoyo que se le preste,
y Pascal será grande en la memoria de los hombres,
no por sus obras científicas, su ruleta, sus experiencias,
sino por sus panfletos, sus pequeñas cartas.1

Bueno; desde luego, parece claro que el «optimismo»


de Courier, en lo referente a la caída de la Compañía,
resulta hoy un tanto desaforado. Pero que el daño causado
ha sido bastante perenne, lo prueba, a contrario, la amargu­
ra con que. aún hoy, los escritores eclesiásticos suelen
tratar este «impropio desliz» del piadoso Pascal.
La verdad es que ya Racine —hombre de letras lúcido
como pocos de sus contemporáneos— lo vio muy rápida y
exactamente en su citada polémica con Nicole: la jovialidad
de M. Pascal ha servido más a vuestro partido [jansenista]
que toda la seriedad de M. Amauld? A lo que cualquier
partidario de Arnauld hubiera quizás podido objetar que
todos y cada uno de los materiales «técnicos» por Pascal
utilizados le habían sido proporcionados por aquél y por
el propio Nicole. Sin duda; pero la verdadera cuestión no
está ahí. Lo que hace la grandeza y la eficacia de Las Pro­
vinciales no es, en modo alguno, su aspecto «técnico-teo­
lógico», sino, en cierto modo, todo lo contrario: su estilo;
su estilo punzante, que despedaza todo este tecnicismo
para poner de manifiesto (en forma similar a la que tanto
gustará de utilizar Moliere) lo que hay debajo: la nada más
total, la miseria más absoluta. En el fondo, yo no creo que
ni al mismísimo Arnauld la cosa le haya hecho maldita la
gracia. Pero era ya imparable, una vez echada a rodar. Los
lectores se arrancan de las manos estas hojas clandes­
tinas que semanalmente burlan todos los controles de la
censura, alcanzando tiradas, inéditas en el siglo XVII.
de más de 10.000 ejemplares. El misterio, celosamente
guardado por razones evidentes, del nombre del autor se
convierte en el objeto de las cábalas de toda la buena so-
87
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

ciedad parisina y de la búsqueda más encarnizada de


los bons méres jesuitas.
Jamás Port-Royal ha sido tan popular en el siglo. Jamás
ha atraído sobre sí tantas simpatías. También tan poderosos
odios. Sin darse cuenta de ello, con su brillantez implaca-
ble, Pascal está quizás cavando la tumba del jansenismo
francés. Como el teólogo del cuento de Borges, también él
discutió con los hombres de cuyo fallo dependía su suerte y
cometió la máxima torpeza de hacerlo con ingenio e ironía?
Nadie después de Las Provinciales podrá seguir consi­
derando la cuestión Port-Royal como un asunto menor.
Quien ha sido capaz de poner en jaque (y casi en jaque­
mate) a la Sociedad de Jesús, hasta el extremo de permi­
tirse escribir que «la Inquisición y la Sociedad (de Jesús]
son las dos plagas de la verdad»»4 debe saber que no puede
ya dar marcha atrás: el duelo será a muerte; y la despropor­
ción de fuerzas —pese a toda la simpatía que las petites
lettres despierten— es demasiado aplastante como para dar
lugar a esperanzas.

Gesuiti modemi

Pero, ¿quiénes son estos todopoderosos personajes sobre


cuya cabeza se lanza Pascal con gesto arrogante de kami-
kaze? Los jesuítas, desde luego, no han sido jamás —por
mucho que sus hermanos-enemigos, ilustrados del XVIII
y masones del XIX, se hayan empeñado miopemente en
proclamarlo— el bastión último y formidable del pensa­
miento reaccionario. Lo que hace temiblemente demoledora
la endiablada máquina puesta en pie por san Ignacio, es
precisamente (lo ha sido siempre) todo lo contrario: su ex­
traordinaria versatilidad, esa capacidad pasmosa para mon­
tarse sobre los grandes ideales del progreso y del opti­
mismo histórico que abren la modernidad y ponerlos al
estricto servicio de la causa divina. Ser jesuíta es, por de­
finición, ser moderno, espeluznantemente moderno: el
gesuiti falsi que orna, impávido y certero, las paredes de
una Roma hollada por la mancha del spray y las meadas de
los gatos, podría, así también, rigurosamente escribirse:
gesuiti modemi.
88
A.M.D.G.: L os q u e ju e g a n a g a n a r

Adelantándose en esto unos cuantos siglos a la Santa


Sede ( y aquí hay que decir que su perspicacia ha sido lite­
ralmente sorprendente), la Sociedad de Jesús ha compren­
dido, casi instintivamente —y ha mantenido a lo largo de
cuatro siglos esa idea genial, que si hoy parece evidente
no lo ha sido en absoluto hace no tanto—, que no hay forma
tan eficaz de ser contrarrevolucionario como el ser mo­
derno. La experiencia de la Reforma y la Contrarreforma
le ha hecho aprender muy bien la lección: lo revolucionario
no es nunca moderno, y, a la inversa, jamás lo moderno
correrá el riesgo de ser revolucionario; moderno y revolu­
cionario se oponen con el rigor de términos mutuamente ex-
cluyentes. El optimismo progresista de la burguesía de
los siglos XVIII y XIX no hará sino prolongar este principio
elemental y certero, de una eficacia que sólo su propia sen­
cillez puede explicar. Lugones, en un estudio más que
notable que data de 1904, lo había de ver, con una claridad
que me exime de análisis más detallados:

Resulta... el jesuíta un tipo moderno...: un hombre de


acción sobre todo, para quien parece haberse hecho aque­
llo de rogary dar con el mazo.
Intransigente en el dogma, por la razón de perennidad....
pero flexible en la conducta: adaptable, porque es utili­
tario y sólo le interesa la consecución de su propósito:
hábil, antes que inspirado, y observador, antes que fervo­
roso; ahorrando cuanto puede de contemplación divina,
para aplicarse de preferencia a la acción en la lucha
humana; abandonando la tristeza, tan característica de la
Edad Media, pura entregarse a la ciencia que crea el bie­
nestar. reaccionando sobre el odio al rico, que es la base
del cristianismo puro, porque lafilosofía, predominante en
él sobre la mística, le ha enseñado que es mucho más
humano y eficaz acoger a todos sin distinciones en la
misma esperanza de salvación, y porque, siendo la riqueza
el ideal social en boga, no es posible ir contra éste sin
renunciar a la victoria; amable con la mujer, a quien no
detesta como a instrumento de pecado, según la teología
medieval, sino que la aprovecha como precioso elemento
de dominación; suave con el poder temporal, a cuyo cre­
ciente poderío cede: deferente con las aspiraciones popu­
lares. que sintetizadas en la instrucción barata o gratuita,
él cultiva hoy para dirigirlas mañana, convirtiéndose, al
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

efecto, en profesor;fiando por último poco o nada en el mi•


lagro. y todo en el esfuerzo inteligente, en la perseveran•
cia, en la habilidad, nada puede objetársele por el lado
de la lógica humana?

Básteme añadir, tan sólo, al lúcido análisis de Lugones


que, desde el punto de vista de sus intereses expansivos,
el papado erró radicalmente cada vez que puso trabas al
ejército de san Ignacio. Y que, por poner un solo ejemplo,
de no haber sido administrativamente reprimida por la
Santa Sede la moderada amalgama de idolatría sobrevolada
de cristianismo puesta en funcionamiento por los jesuítas
en China, un buen puñado de almas exóticas habría venido,
sin duda, a ganar el rebaño del Señor.
Es, sin duda, este modernismo sin principios el que
saca materialmente de sus casillas a un Pascal decidida­
mente antiguo (y quizás por ello radicalmente revolucio­
nario), viniendo a hacer del matemático hastiado y piadoso
un panfletista eufóricamente furibundo y genial.
Los hombres de Port-Royal (y, según una tradición
persistente, el propio Arnauld en persona) no han tenido
más que dar a Pascal el empujón inicial. A partir de ahí,
todo va a rodar por su propio peso. Y si las tres primeras
cartas (ésas «cuya sal —según Voltaire— supera la de las
mejores comedias de Moliére») todavía se atienen bastante
rigurosamente a los términos de la polémica sobre la Gracia
que opone los jesuítas a Arnauld (aunque ya Pascal opera
en términos muy sui generis), a partir de la cuarta, Pascal
se desentiende de martingalas teológicas de altos (muertos)
vuelos, para comenzar a fijar sus propios blancos: la Com­
pañía y su laxismo moral, alegre y optimista, como instru­
mento de acceso directo a los nudos del poder terrenal:
He aquí los primeros rasgos de la Moral de esos buenos
Padres Jesuítas, de esos hombres eminentes en doctrina y
sabiduría que están conducidos por la sabiduría divina,
que es más segura que todafilosofía...
Creeríais hacer mucho en su favor al mostrar que tienen
ellos entre sus Padres algunos que son tan conformes a
las máximas evangélicas como contrarios lo son otros:
y de ello sacáis la conclusión de que esas opiniones laxas
no pertenecen a toda la Sociedad. Bien lo sé: pues si así
90
A.M.D.G.: Los q u e juegan a g a n a r

fuera, no soportarían que fuesen tan contrarias. Pero,


puesto que los hay también que poseen una doctrina tan
licenciosa, concluid de ello igualmente que el espíritu de
la Sociedad no es el de la severidad cristiana; pues si asi
fuese, no soportarían que éstos fueran tan opuestos a ella.
Veamos pues, le respondí, ¿cu¿l puede ser entonces la
orientación del Cuerpo entero? Será, indudablemente, que
no poseen ningún mandato y que cada cual posee la liber­
tad de decir a su gusto lo que bien le parezca. Imposible,
me respondió: un Cuerpo tan grande no subsistiría con una
conducta temeraria y sin un alma que gobierne y regule
todos sus movimientos. Aparte de que tienen la orden par­
ticular de no imprimir nada que no lleve la autorización de
sus superiores. ¡Pero bueno!, le dije yo, ¿cómo pueden
los mismos superiores estar de acuerdo con máximas tan
diferentes? Eso es lo que voy a explicaros, me contestó.
Débeis saber que su objeto no es el de corromper las
costumbres: no es tal su objetivo. Pero tampoco tienen
como única finalidad la de mejorarlas: sería ésta una mala
política. Ved cuáles son sus pensamientos. Tienen ellos
de sí mismos una opinión lo suficientemente buena como
para considerar que es útil y necesario para el bien de la
religión que su crédito se extienda por todas partes, y que
gobiernen todas las conciencias. Y puesto que las máximas
evangélicas y severas son propias para gobernar a deter­
minados tipos de personas, se sirven de ellas en aquellas
ocasiones en que les son favorables. Pero como esas
mismas máximas no encajan con los deseos de la mayor
parte, las dejan de lado en lo referente a éstos, con el fin
de tener con qué satisfacer a todo el mundo.
Es por esta razón por lo que, teniendo que vérselas con
personas de todo tipo de condición y de naciones tan
diferentes, es necesario que tengan casuistas adecuados
a toda esta diversidad.
De este principio deriva claramente que si no tuvieran más
que casuistas laxos, arruinarían su principal designio que
es abarcar todo el mundo, puesto que aquellos que son
verdaderamente piadosos buscan una conducta más
severa. Pero como no hay muchos de este tipo, no precisan
de muchos directores severos para conducirlos. Tienen
pocos para poco; mientras que la muchedumbre de los
casuistas laxos es ofrecida a la muchedumbre de los que
buscan la laxitud.
Mediante esta conducta amable y acomodaticia, como la
llama el Padre Petau, tienden sus brazos a todo el mundo:

91
A.M.D.G.: L os q u e ju e g a n a g a n a r

puesto que si se presenta a ellos alguien que esté decidido


a devolver los bienes mal adquiridos, no temáis que lo
aparten de tal propósito; lo alabarán, por el contrario, y
confirmarán una tan santa resolución: pero si viene otro
que quiera recibir la absolución sin restituir, difícil será
que no le proporcionen para ello los medios garantizados.
Por este sistema conservan a todos sus amigos y se defien­
den de todos sus enemigos; ya que, si uno les reprocha su
excesiva laxitud, le muestran incontinentes sus directores
austeros, con algunos libros que han hecho acerca del rigor
de la ley cristiana; y los simples, aquellos que no profun­
dizan más en las cosas, se contentan con tales pruebas.
Así, abarcan a todo el mundo, y responden con tal facili­
dad a cualquier cosa que se les pregunte, que. cuando se
encuentran en países en los que un Dios crucificado pasa
por locura, suprimen el escándalo de la cruz y no predican
más que Jesucristo glorioso, y no Jesucristo sufriente:
como lo han hecho en las Indias y en China, donde han per­
mitido a los Cristianos la idolatría misma, mediante la sutil
invención de hacerles ocultar bajo sus hábitos una imagen
de Jesucristo, a la cual les enseñan a referir mentalmente
las adoraciones públicas que dirigen al ídolo Chacim-coan
y a su Keum-facum... De tal modo que la congregación
de cardenales de propaganda fide se vio obligada a prohi­
bir particularmente a los jesuítas, so pena de excomunión,
el permitir adoraciones de ídolos bajo cualquier pretexto,
y el ocultar el misterio de la cruz a aquellos a quienes
instruían en religión...
He aquí cómo se han extendido sobre toda la tierra al
abrigo de la doctrina de las opiniones probables, que es la
fuente y la base de todo este desorden.6

En esta su tarea de irrisión, hay que decir que Pascal


(o sus mentores, que tanto da) dio con un verdadero filón
en el Manual de Confesores del Padre Escobar, verdadera
joya de la casuística más delirantemente divertida. Desde
luego. Escobar y sus seguidores le ponen a Pascal las cosas
en bandeja; porque de argumentaciones como aquellas con
las que Vázquez y Diana elucidan largamente las condi­
ciones bajo las cuales no peca un eclesiástico que se quita
su hábito para ir de putas («Si habitum dimittet ut furetur
occulte, veIfomicetur» —Vázquez—. *Vt eat incógnitas ad
lupanar» —Diana—). lo menos que se puede decir es que
so n , por sí solos, regocijantes. Garó está que Pascal hará

92
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

— ¡y cómo no!— de ellos un uso descaradamente hilarante,


que debió hacer saltar chispas en los medios de la Sociedad.
Por no regodearnos en el divertido caso —expuesto por Fi-
liutius— de dispensa del ayuno para aquellos caballeros
que estén demasiado fatigados, como consecuencia, por
ejemplo, de haberse pasado el día (sicf persiguiente a
alguna esquiva muchachuela:
¿Está obligado —se pregunta nuestro buen casuista— a
observar el ayuno aquel que se ha fatigado en algo, como,
por ejemplo, en perseguir a una muchacha? En modo
alguno. Pero, ¿y si se ha fatigado aposta para quedar
con ello dispensado del ayuno? Aún cuando haya habido
deseo deliberado, no quedará obligado a cumplirlo.7

Todo el arte de la ironía acerada y cínica que Pascal


ha podido adquirir durante su período mundano, ha encon­
trado aquí la ocasión de volcarse al servicio de la más rigu­
rosa de las causas religiosas: la del tradicionalismo port-
royalino. Y es eso lo que hace de las Provinciales una obra
notablemente paradójica. Extraña figura literaria, en la que
el desparpajo más abiertamente libertino se pone al servicio
de la más intransigentemente antilibertina de las causas
religiosas. Nada tiene, pues, de extraño que sectores im­
portantes de Port-Royal (entre los que se cuenta, con se­
guridad, la propia Jacqueline) hayan visto con no disimu­
lado recelo estas petites lettres que tan brillantemente
les defienden contra sus enemigos, haciendo, sin embargo,
para ello uso de las mismísimas artimañas del diablo en
persona (i.e.: de la S.J.). Pero a Pascal ya no hay quien lo
pare. La curación milagrosa de su joven sobrina, novicia en
Port-Royal, vendrá a ser interpretada por él como una señal
divina, y su furia antijesuíta no hará sino redoblarse.

Un puente hacia el vacío

Algo que quizás no haya sido frecuentemente puesto de


relieve y que conviene, sin embargo,destacar, es la rigurosa
continuidad que la escritura pascaliana de las Lettres man­
tiene escrupulosamente respecto de la tradición cientí­
fica de sus obras anteriores. Olvido tanto más extraño
93
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r

cuanto que la cosa parece bastante lógica a fin de cuentas:


Pascal, en 1652, cuando comienza a redactar las Provincia­
les, no posee más experiencia de escritor ni de pensador
que la del geómatra, y es el estilo geométrico (base insosla­
yable de todo discurso verdadero) el que se convierte —más
allá de los juegos y artilugios retóricos que el autor maneja
con rara maestría y explícito gozo de jugador— en el verda­
dero hilo conductor de la diatriba pascaliana, un hilo cuya
no aparente visibilidad inmediata (que hubiera echado de
espaldas al lector medio —«incluso las mujeres»— a quien
van dirigidas) no es sino un elemento más, «geométri­
camente» calculado, para aumentar la eficacia del artefacto
deductivo. Con la notable peculiaridad, eso sí, de que,
así como en los tratados matemáticos —y científicos en
general— el método geométrico tiene como función la
producción de un discurso, no sólo posible sino más bien
necesariamente, coherente, todo el esfuerzo, verdadera­
mente notorio, tanto retórica como epistemológicamente,
de las Provinciales, no es otro que el de convertir el ordo
geométrico en un tal artefacto irónico que su conclusión
no pueda ser otra que la mostración de la absoluta imposibi­
lidad de aquel discurso que pretende ser portador de
verdad (científica) en el terreno de la religión: la teología.
Los esfuerzos de los jesuítas —y de los teólogos en general,
hasta nuestros días— por mostrar que Pascal no sabia
una palabra de teología escolástica, son tan vanos como los
que tratasen de poner en evidencia la supina ignorancia
de Einstein en materia de astrología. o de Freud en pneu-
matología, por decir algo. No es el aparato técnico de la pre­
tendida ciencia lo que falla en sus detalles para Pascal, es
su fundamento mismo, su pretensión de ser ciencia, su
voluntad absurda de confundir niveles del saber que son
perfectamente ajenos: ciencia y fe. Cassirer tiene, así, toda
la razón al subrayar fuertemente cómo esta actitud pas­
caliana

pone de manifiesto, con toda brusquedad, la contraposi­


ción entre la teología escolástica y la ciencia moderna, que
el sistema de Descartes deliberadamente encubría. Pascal,
llevado por la franqueza y la imperturbable consecuencia
de su pensamiento, saca a la luz por todas partes y pone
94
A.M.D.G.: Los q u e ju e g a n a g a n a r
constantemente de relieve esta contraposición, al paso que
sus compañeros de Port-Royal. y sobre todo Amauld, se
afanan todavía en aderezar la doctrina de lafe a tono con el
punto de vista del cartesianismo y en demostrar la compa­
tibilidad de la nueva física con el dogma de la transubs-
tanciación?

El procedimiento seguido constituye, por lo demás,


una verdadera joya de claridad y precisión. Con la misma
coherencia con que Pensamientos exigirá del ateo que sea
absolutamente racional, «Louis de Montalte» exige a los
representantes de la «ciencia» teológica que operen como
científicos: es decir, que deñnan claramente cada punto de
partida y justifiquen su sistema deductivo. La entrevista,
escenificada en las dos primeras cartas, entre el autor y los
representantes de las distintas escuelas teológicas es, a
este efecto, modélica y demoledora. La conclusión que de
ella se va a seguir es rápidamente adelantada por «Mon­
talte»: las famosas polémicas teológicas, que tanto ruido
están haciendo, no reposan más que sobre algo tan increí­
ble para una supuesta ciencia como lo es la absoluta falta de
definiciones conceptuales claras, ausencia que convierte
todo su trabajo de erudición en pura palabrería.
El trabajo es, sin duda, impecable, tanto desde el punto
de vista retórico-literario, como desde el estrictamente
conceptual. El geómetra aparece aquí como el auténtico
ángel exterminador de la maraña verbal teológica. Y sus
conclusiones son demoledoras. ¿Por qué la condena de
Amauld en la Sorbona, a causa de un debate del que lo
menos que se puede decir es que sus términos resultan
más que ambiguos?, se ha preguntado Pascal, desde el
inicio de las Cartas. Y, desde el momento mismo en que la
cuestión ha sido planteada, es el problema mismo Amauld/
Sorbonne el que ha quedado desplazado, es la temática
teológica la que ha quedado rápidamente abandonada en la
inmediata constatación de su carencia absoluta de sentido.
Pascal no defiende la concepción arnauldiana de la gracia
frente a las tesis de sus colegas doctores, se limita a algo
más elemental y, al mismo tiempo, infinitamente más ra­
dical: la mostración de la absoluta inexistencia de un
terreno teórico sobre el que asentar sólidamente la discu-
95
A.M.D.G.: L o s q u e ju e g a n a g a n a r

sión y la ñna apreciación de los motivos reales que la polé­


mica «teológica» enmascara en el acto mismo de expresar:
la lucha de fondo, una lucha enconada entre dos visiones
contrapuestas de la relación poder-religión, que no hacen
sino tomar en Amauld una cristalización cortocircuitada.

Comprendí entonces que es ésta (la de Arnauld] una


herejía de nuevo tipo. No son los sentimientos de Amauld
los que son heréticos; tan sólo lo es su persona. Es una
herejía personal. No es herético por el hecho de escribir
lo que escribe o decir lo que dice, sino tan sólo por ser M.
Amauld. He ahí todo lo que hay que decir acerca de él.
Haga lo que haga, mientras no deje de exixtir, no será ja­
más un buen Católico. La gracia de san Agustín jamás será
verdadera mientras él la defienda. Lo sería si él la comba­
tiera. Sería éste un golpe certero y casi el único modo de
destruir el molinismo, habida cuenta de la desdicha que
hace recaer sobre las causas que abraza.9

No hace falta ser un lince para apercibirse de hasta


qué punto la irrisión lanzada por Pascal sobre las chapuzas
sectarias de los teólogos puede volverse sobre la cabeza del
propio teólogfo Arnauld al que. con tan terrible eficacia,
trata de liberar del acoso de sus adversarios. Cabe abrigar,
pues, ciertas dudas a la hora de imaginar qué es lo que
debió sentir Antoine Arnauld, teólogo estricto cuyo car­
tesianismo no logra nunca borrar la resonancia de un esco­
lasticismo fundamentalmente tradicional, enfrentado, sí,
a sus colegas jesuítas, pero en un plano, desde luego, en el
que no sólo la virtud corporativa de la teología no es jamás
cuestionada, sino, muy al contrario, continua y sistemática­
mente erigida en juez último de todo saber: qué debió
pensar —digo— este Antoine Arnauld que escribe —por
supuesto, en latín— plaidoire théologique tras plaidoire
théologique, al darse de narices con la masacre producida
por la entrada a saco del joven Pascal —bajo su incitación
inicial, todo hay que decirlo— en la ebúrnea torre sorbo-
niense. Este joven Pascal que llega incluso a defender,
con ironía más sangrienta que cínica, como «los más há­
biles de los teólogos, aquellos que intrigan mucho, hablan
poco y no escriben nada».10 A partir de las Provinciales, el
A.M .D.G.: L o s q u e ju e g a n a g a n a r

término Docteur en Sorbonne pasará a cargarse de un inde­


leble carácter burlesco. Sí, realmente, ¿qué pensaría el
bueno de Antoine Arnauld, que durante toda su vida no
aspirara a otra gloria (aparte, claro está, de la de ser un
buen cristiano) que la de ser considerado Docteur en Sor­
bonne?
En esta minuciosa destrucción de las pretensiones del
saber teológico. Pascal ha dispuesto de su propio «discurso
del método», ese notable Prefacio al Traité du Vide (1647),
de cuyas directrices las Provinciales no constituyen sino la
primera aplicación rigurosa: trazado concreto de unas lí­
neas de demarcación Ciencia/ Religión y delimitación rigu­
rosa (que sólo Pensamientos culminará) de las condiciones
que permiten, o aun exigen, apostar por una u otra, e
incluso otorgan la posibilidad de plantear los términos de la
alternativa. El oprobio jesuíta hunde precisamente en esa
amalgama interesada que es preciso romper sus más pro­
fundas raíces. «Los jesuítas han querido unir Dios y el
mundo y no han hecho sino ganarse el desprecio de Dios
y del mundo».'1
La labor de depuración que esta negativa pascaliana
a aceptar la uniformidad sin fisuras del proceso que per­
mitiera a la razón humana pasar de uno a otro nivel, del
mundo a Dios, de lo humano a lo divino, sin el menor
reparo, se me antoja verdaderamente prodigiosa, en lo que
tiene de trabajo contra corriente. De un modo paradójico,
este frenazo en seco, aplicado por Pascal sobre el optimis­
mo gnoseológico cartesiano, es hoy, sin duda, lo que con
más fuerza hace de Pascal nuestro contemporáneo estricto:

El esclarecimiento de esa diferencia nos hace sentir


compasión hacia la ceguera de aquellos que aportan la sola
autoridad como prueba en las materias físicas, en lugar del
razonamiento o las experiencias, y de inspiramos el mismo
horror hacia la malicia de esos otros que emplean el solo
razonamiento en materia de teología, en lugar de remitirse
a la autoridad de la Escritura y de los Padres de la Iglesia.
Hay que sacudir el valor de esos tímidos que no se atreven
a inventar nada en física, y confundir la insolencia de esos
temerarios que producen novedades en teología ,J.

97
A.M .D.G.: L o s q u e ju e g a n a g a n a r

Con lo cual Pascal nos da, en rigor, la clave que permite


rehuir esa oposición frontal racionalismo/irracionalismo,
con la que buena parte de la modernidad va a venir bre­
gando una y otra vez. Porque está claro cómo el límite que
aquí Pascal opone a la pretensión de la razón a «legislar»
en el terreno de la metafísica, no proviene de renuncia
alguna al uso sistemático de la razón, sino precisamente de
un uso crítico de la razón sobre sí misma, sobre sus preten­
siones y condiciones, que anuncia ya (Goldmann ha sabido
verlo con admirable claridad) problemas que sólo cristali­
zarán, un siglo y medio más tarde, en torno al proyecto
kantiano. La verdadera angustia pascalina —ha escrito
Begin 13 —es la del pensamiento que ya no está seguro de
dominar un objeto.
El 9 de febrero de 1657, el Parlamento de Aix condena
las Provinciales a ser quemadas públicamente; el 6 de sep­
tiembre, alcanzan el honor supremo de ser incluidas en el
Index librorum prohibitorum. El 24 de marzo del mismo
año, Pascal ha publicado la 18* y última de las cartas. Una
19* quedará interrumpida, en estado de borrador. En ella,
Pascal expresa el estado de ánimo (triste, pero firme) a
que la polémica lo ha conducido, junto a sus amigos de Port-
Poyal, «a quienes he visto... en una piedad dulce y sólida,
llenos de desconfianza hacia sí mismos, de respeto hacia
las potencias de la Iglesia, de amor a la paz. de ternura y
celo hacia la verdad, de deseo de conocerla y defenderla, de
temor hada su falta de firmeza, de tristeza por verse some­
tidos a semejantes pruebas, y, no obstante, de esperanza
en que Dios se dignará sostenerlos mediante su luz y su
fuerza, y que la gracia de Jesucristo, que sostienen y por la
que sufren, será a su vez su luz y su fuerza» ...M
Para cerrarse con dos frases que anundan ya el último
acto del drama:

—«On attaque la plus grande des vertus chrétiennes. qui


est l'amour de la venté...»
—«... le déplaisir de se voir entre Dieu et le Pape».

98
El asilo de los locos

Inventarío de cenizas
«C'est une chose horrible de sentir s’écouler tout ce
qu’on possede».1 La larga crisis iniciada en la noche del 23
de noviembre del 54, provisionalmente diferida por el en­
tusiasmo militante de las Provinciales, ha ido horadando,
con una profundidad que, desde su comienzo, era ya fácil
de adivinar, el espíritu pascaliano. Toda puerta de espe­
ranza se cierra; el abismo se abre de nuevo a los pies de
Pascal. Port-Royal, incluso, aparece ahora desprovisto de
su catártico carácter primero. En el silencio del retiro,
lejos del calor —a fin de cuentas, mundano— de las gran­
des polémicas públicas, las certidumbres van perdiendo
consistencia, la voluntad misma de la lucha va cobrando
el tinte de una empresa vana y temeraria. Ultima huella de
la soberbia y del orgullo. ¿Por qué hablar? ¿Para qué dis­
cutir, discurrir? ¿Por qué no guardar silencio? La trama se
cierra, lenta y pastosa, a lo largo de media década de en­
fermedad y desesperación insostenibles. Jacqueline. mu­
riendo en el silencio de una dignidad igualmente ignorante
de compromisos y de justificaciones teóricas, ¿no ha dado
ya, acaso, el ejemplo vivo —«Dios nos otorgue el favor de
una muerte como la suya», habría comentado Pascal—
del único camino transitable para el cristiano: el silencio y
la fe, la palabra de Dios contra toda palabra de los hom­
bres? Enmudeced ante Dios; guardad con vergüenza
vuestro oropel festivo de penosos artífices retóricos. La
palabra de Dios no es repetible por el hombre. Toda va­
nidad deberá, al fin, ser ahogada en el silencio. Dejad la
palabra del mundo a los hombres del mundo; ningún
lugar hay para ella en el desierto.
99
El a s ilo d e lo s lo c o s

Y una sospecha lo asalta de inmediato. La de que toda


esta voluntad de geometricidad impecable que atraviesa
el texto de las Provinciales, no sea sino la prolongación,
la astucia última del juego aquel banal de los discursos
científicos, que, como simple divertissement, ocupara
los años de una juventud que ahora se le aparece como
imperdonable. Ese hombre que fui yo, y al que creí haber
dado, en un día lejano, irreversible muerte, está aquí,
me envuelve y me domina, soy yo mismo. Y la sospecha se
torna necesidad de levantar constancia inapelable de ese
yo odioso, en cuya continuidad mis certidumbres de salva­
ción se ven, de pronto, asediadas por una duda radical,
preñada de la angustia más rigurosa. Si todo lo que he
odiado y querido aniquilar es en mí es yo, si cada intento
de destrucción fue hecho con las armas mismas que quise
destruir, si, al pensar derruir, me he convertido en el espejo
insomne de cada cosa odiada, si todo es, pues, irreversible
y horroroso, si el mundo está tan mal hecho, tan definiti­
vamente mal hecho que el acto mismo de decirlo no viene
sino a añadir una maldad más a su corrupción irremedia­
ble, entonces, ¿qué hago yo aquí, qué soy, qué he sido yo
al pretender hablar, débil roseau pensant, ligera esquirla
especular entre dos infinitos que en mí se perpetúan,
de los que soy microcosmos y, a un tiempo, macrocosmos?
Asentado, sin esperanza alguna, sobre las ruinas polvo­
rientas de mí mismo, ¿cómo recoger las piezas, los casco­
tes, los juguetes y los vidrios rotos que pueblan mi soledad
agazapada de animal insomne, sin retornar al ensueño
de la unidad, sin reinventar la pesadilla odiada de ese yo
que recoge los cascotes, las piezas, los vidrios y juguetes
rotos? ¿Cómo hacer un discurso del silencio, cómo llamar
al silencio, cómo decir silencio? ¿Cómo deshilvanar la
trama de las inacabables palabras en que decir la aspira­
ción de la palabra a no ser más ya que esperanza de silencio
—a no ser más que muerte, muerte, muerte...?
Todo ha sido palabra, todo ha sido escritura en la vida
de Pascal —de quien sus amigos, los gramáticos de Port-
Royal, dirán con toda razón que «sabía más de retórica que
cualquiera de sus contemporáneos»—, Desintegrar la
palabra, desintegrar el decir es, necesariamente, para Pas­
cal no otra cosa que desintegrar su vida, despedazarla
100
El asilo d e lo s locos

lentamente, atomizarla, reducirla a «polvo, sombra, nada».


Tal es, creo, la tarea imposible que Pensamientos trata
imposiblemente de llevar a cabo. Bajo la máscara de Car­
naval —demasiado evidente, por lo demás, en su simbolo-
gía— del fragmento, de la obra inacabada, Pensamientos es
el diagrama verbal de un yo enfermo, que trabajosamente
se descompone.
Escribiré aquí mis pensamientos sin orden y tal vez no en
una confusión sin deseo: ése es el verdadero orden, y que
marcará siempre mi objeto mediante el propio desorden.
Concedería un honor demasiado alto a mi objeto, si lo
tratara con orden, puesto que quiero poner de manifiesto
que éste es imposible.2

La muerte, de continuo en el horizonte, marca la línea


sin retorno de una desesperación tan lúcida como impla­
cable.
Todo, hasta aquí, no ha sido más que divertissement,
feroz huida, inacabable fuga hacia adelante («nuestra natu­
raleza está en el movimiento: el completo reposo es la
muerte») 7bis, para escapar a la presencia insufrible de lo
más espantoso: la imagen de mi rostro, que es imagen
del mundo. Todo fue intentado. La matemática, el mundo,
Port-Royal incluso, no han sido más que los juegos con que
traté de ocupar un tiempo que me distrajera de este mo­
mento, ahora inevitable. Todo no habrá sido más que un
paréntesis torpemente condenado al fracaso. Fin del juego,
pues. El momento irreparable se ha producido. N aq u ed a^
ya recursos, no hay huida posible, sólo desvejaf la trama:
decir que hemos jugado, y decir a qué y pér qué hemos
jugado. Dar muerte al juego, explicitándolo^ ‘ n

Desde el lugar de la infamia

¿Por qué el juego? La respuesta es de una claridad sin


reproche: por miedo a lo más insoportable.
Nada es tan insoportable para el hombre como el hallarse
en un absoluto reposo, sin pasiones, sin negocios, sin di­
versiones, sin aplicación. Siente entonces su nada, su

101
El a silo d e lo s locos

abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impoten­


cia, su vació. Incontinente sacará del fondo de su alma
el hastío, el pesimismo, la tristeza, la melancolía, el des­
pecho, la desesperación.3
Porque la condición humana es en sí misma intolerable,
perfectamente insufrible sin conducir al suicidio, y porque,
frente a ella,
el único bien de los hombres consiste en ser distraídos de
pensar en su condición, bien sea por una ocupación que
los aleja de ella, bien por cualquier pasión amable y nueva
que los ocupe, bien mediante el juego, la danza, cualquier
espectáculo atractivo, y, en definitiva, por todo aquello a
lo que se llama distracción.4
Porque, de esta intolerabilidad, tan sólo el autoengaño
—siempre provisionalmente diferido— nos libera, propor­
cionándonos objetivos imaginarios en los que proyectar
una pasión tan profunda como carente de sentido:
un proyecto confuso que se oculta a su vista en el fondo de
su alma, que los lleva a tender al reposo mediante la
agitación, y a figurarse siempre que la satisfacción que no
tienen llegarán a tenerla, si. superando algunas dificulta­
des que ellos establecen, pueden abrirse por ahí la puerta
del reposo.5
Terrible tragicomedia, drama cuyo carácter grotesco
no hace sino acentuar, hasta lo inverosímil. lo dramático
(•Bonita felicidad esta que consiste en ser distraído de
pensar en uno mismo»6), la vida del hombre no será, así,
sino el esfuerzo vano de un saltar hasta el agotamiento las
barreras que su imaginación construye para ocultar la ho­
rrible realidad de la ausencia absoluta de toda barrera,
de toda referencia, de toda identidad en la que reconocer
el mundo como mío, y en él reconocerme.
Yasí se nos va toda la vida. Buscamos el descanso comba­
tiendo algunos obstáculos; y, una vez que los hemos supe­
rado, el descanso se nos hace insoportable.7
En la batalla ineludible contra la muerte, vanamente el
divertissement trata de esfumar, mediante el juego, la
sombra permanente del horror.
102
El a silo d e lo s locos

No habiendo podido los hombres remediar la muerte, la


miseria, la ignorancia, han decidido, para ser felices, no
pensar en ello... La única cosa que nos consuela de núes*
tras miserias es la distracción, y es ella, sin embargo, la
más grande de nuestras miserias. Puesto que es ella
principalmente quien nos impide pensar en nosotros y nos
hace perdernos insensiblemente. Sin ella, nos hallaríamos
sumidos en el hastío, y este hastío nos empujaría a buscar
un medio más solido de* salir de él. Pero la distracción
nos divierte, y nos hace llegar insensiblemente a la
muerte.8
Permanentemente empeñados en abolir la imagen de
nuestro propio drama, «corremos despreocupadamente
hacia el precipicio, una vez que hemos colocado delante de
él algo que nos impida verlo».9

De la miseria a la angustia

Biográficamente instalado en la rigurosa paradoja que hace


de realidad y deseo adversarios inconciliables y desgarra­
dores, el drama de Pascal no cuenta siquiera con el recon­
fortante consuelo religioso que apacigua a las almas devo­
tas de las religiosas de Port-Royal, hermosamente descritas
por Montherlant. El hecho religioso mismo es, para Blaise
Pascal, más patético que consolador; su incertidumbre, no
menos paradójica que el drama del jugador mundano.

El conocim iento de Dios sin el de la m iseria e s fu en te de


orgullo. El conocim iento d e la propia m iseria sin el cono­
cim iento d e Dios e s c a u sa n te de desesp eración ,10

Acosado entre el orgullo y la desesperación, igualmente


mortíferos, Pascal se agarra, como a un clavo ardiendo, a
la alternativa del «conocimiento de Jesucristo, [quel
constituye la mediación, puesto que en él hallamos a Dios
y nuestra miseria», olvidando (o tratando de olvidar) lo
que él mismo mostrara meticulosamente, desde sus pri­
meros trabajos teóricos, y sobre lo que volverá, con fre­
cuencia, en Pensamientos; que conocimiento y divinidad
son términos mutuamente excluyentes. Si el Prefacio al
103
El a silo d e los locos

Traité du Vide era claro al respecto, no lo son menos los


fragmentos 447, en que se afirma que es «incomprensible
que Dios sea e incomprensible que no sea», y 597, en el que
se reprocha, incluso, a la verdad el ser susceptible de deve­
nir objeto de idolatría, por parte de aquellos cuyo orgullo
lleva a tomarla como imagen de Dios.
En realidad, la paradoja planteada por la primera parte
del fragmento 192 es rigurosísimamente insalvable, y, a
fin de cuentas, expresión perfectamente plástica del drama
pascaliano en el momento de redactar Pensamientos.
El fragmento 192 es la expresión lúcida de una rigurosa
desconfianza hacia la palabra, frente a la cual no cabe más
alternativa que la del silencio invocado en el 99. «Es
necesario mantenerse en silencio.siempre que sea posi­
ble»" . Ese silencio que Martin de Barcos esgrimiera
cuando el ajfaire de ¡a signature, y que Jacqueline llevará
hasta su consecuencia última: la muerte. Jacqueline ha sa-
sabido escoger, como lo supo Barcos: Dios contra cono­
cimiento, silencio contra palabra, oración contra razona­
miento, muerte contra mundo. Apolíneos a su manera y
seguros de sí mismos, cartesianos, al fin, en forma paradó­
jica, su decisión ante los términos de la oposición está
siempre tomada de antemano. Pero, ¿y Blaise?, Blaise Pas­
cal pertenece a una raza muy diferente; la tragedia no es
nunca en él simplemente metódica, la contradicción no se
agota jamás, ni en sus textos ni en su vida apasionada y ri­
gurosa, en simple artilugio retórico; dionisíaco en esto como
en tantas otras cosas, decir,para Pascal, A contra B, no sig­
nifica optar entre A y B, sino adoptar el juego mismo que la
contradicción genera, estar en A y en B, estar en la impo­
sible conjugación de los contradictorios, y con ellos desga­
rrarse en este Universo imposible y necesario, necesaria­
mente imposible: ser silencio y palabra, palabra de silencio,
mundo y muerte, razón contra razón, Dios contra hombre
y hombre contra todos.
Deseamos la verdad y no hallamos más que incertidumbre.
Buscamos la felicidad y no hallamos más que miseria y
muerte. Somos incapaces de no desear la verdad y la feli­
cidad, y somos incapaces para la certidumbre y la felici­
dad. Este deseo nos es permitido, tanto para castigamos
como para hacemos sentir hasta dónde hemos caído .,2
104
El asilo d e los locos

Pensamiento de continuo bailando en la navaja de su


propio vacío, lucidez de la locura más alta y más perfecta,
la de querer no estar loco, la de pensar, con loca voluntad
de consumir hasta la última llama de todo pensamiento.
«Toda la dignidad del hombre reside en el pensamiento.
Pero, ¿qué es este pensamiento? (Valiente estúpido!».'3
Ultima y patética arrogancia de una razón desmedida en su
apasionamiento, esta que quiere que el largo y sistemático
camino final hacia la autodestrucción sea racionalmente
planificado y riguroso, que nada quepa en él de irracional,
de apertura fraudulenta hacia la pobre consolación del
irracionalismo. Destruir, con lucidez absoluta, las bases de
toda lucidez.
La razón nos rige mucho más imperiosamente que un amo;
porque, al desobedecer a un amo, uno es desdichado, y. al
desobedecer a la razón, uno es estúpido.'4
(Que se olviden de Pascal quienes quieran buscar en él
un argumento de autoridad para sus blandas renuncias
al rigor espléndido del más hermoso de los juegos: el de la
razón contra sí misma! Toda la maestría de Pascal se en­
cierra en este arte de conducir el juego, sin violar las reglas
que el juego mismo establece. La angustia pascaliana no
sería tan trágicamente profunda, si no fuera tan metó­
dica y precisa, tan fiel representante de esas «miserias de
un rey desposeído»,'* que constituyen la grandeza de un
ser que es capaz de ser desmedidamente, apasionadamente
miserable.
La grandeza del hombre es grande en la medida en que se
sabe miserable... El hombre sabe que es miserable: es
miserable, puesto que lo es, pero es muy grande, puesto
que lo sabe .,6
De la fórmula terrible, con la que Pascal invoca la humi­
llación de la razón («¡Cómo me gusta ver a esta soberbia
razón humillada y suplicante!»17), conviene no sacar con­
clusiones demasiado precipitadas; porque, no lo olvidemos,
es la razón la que procede a la humillación de su propia
soberbia, es ella misma quien se fustiga y se impone una
disciplina que no hace, en cierto modo, sino culminar su
arrogancia más desmesurada. Y, si el cristianismo viene a
105
El a silo d e lo s locos

resumirse, así, en «sumisión y uso de la razón».18 su sen­


tido último resulta mucho menos sencillamente humilde de
lo que pueda aparecer a una lectura piadosa, si lo releemos
a la luz, infinitamente más compleja, del fragmento 182,
texto que encierra, él solo, todo lo más profundo de la
trayectoria del racionalismo anticartesiano: «Nada hay de
más conforme a la razón que la desautorización de la
razón».19
Asentado en la angustia metódica (en la angustia como
método), más allá de toda duda metódica cartesiana.
Pascal va lentamente tejiendo el horizonte de un pensa­
miento que trata sistemáticamente de autodisolverse
en el seno de una muerte que se dibuja en filigrana, como
horizonte último. No es difícil comprender la pasión que
esta tarea suicida y rigurosa habría de producir en
Nietzsche. Todo en ella anuncia ya. en efecto, un horizonte
nuevo, un horizonte que requiere acabar con Descartes,
para poder pasar a ser verdaderamente racionalistas,
acabar con la ingenuidad del universal geometrismo,
para entrar de lleno en el barroco y con él en el umbral de
nuestro propio universo discursivo.
No me parece exagerado decir que, por caminos muy
distintos y con propósitos contrapuestos, sólo dos pensa­
dores del XVII han llevado esta liquidación hasta sus últi­
mas consecuencias: uno fue, claro está, Pascal; el otro, cuya
grandeza honra toda la historia de la filosofía que de él
es heredera —y que tal vez no haya hecho, a lo largo de
tres siglos, otra cosa que comentarlo y explicitarlo—.
fue —y recordarlo es innecesario— un recóndito tallador de
cristales, expulsado de la comunidad judía de Amsterdam
un 27 de julio del año 1656.

Irrealidad del deseo

Quizás lo más sorprendente, al proceder hoy a la confronta­


ción de esos dos mutuos extraños que son Pascal y Spinoza.
sea el comprobar cómo tesis teóricas que reposan sobre
las mismas intuiciones básicas, se constituyen en sustrato
de dos perspectivas, aparentemente al menos, tan contra-
106
El a silo d e lo s locos

puestas como lo son una teoría de la sumisión total (Pascal)


y una filosofía radical de la liberación (Spinoza).
No es difícil, sin embargo, reconocer los rasgos comu­
nes, a los que, por vías tan distintas como, a fin de cuentas,
cercanas, ambos han llegado en el terreno de la crítica del
cartesianismo. Ante todo, una común ruptura con el gno-
seología cartesiana; ruptura que se constituye en la verda­
dera apertura de un nuevo modo de pensar las relaciones
entre verdad y error. Más allá, o mejor, en contra de la con­
cepción cartesiana del conocimiento, desde la cual el error
no aparece sino como resultado de la incidencia del carácter
engañoso de los sentidos en el proceso cognoscitivo (y de
ahí, por lo demás, el papel gnoseológico de un Dios que pro­
yecta sobre el mundo la certidumbre incontrovertible
del propio yo pensante), apunta Pascal —como, más dete­
nido y sistemático, lo hará definitivamente Spinoza— hacia
la necesidad de buscar la fuente de ese error, no ya del lado
del objeto y de su percepción sensible, sino precisamente
desde el del propio sujeto cognoscente, en tanto que gene­
rador de las distorsiones imaginarias que la consciencia
misma necesariamente implica. El sujeto no es una pantalla
pasiva y neutra sobre la que proyectar los objetos resul­
tantes de la percepción sensible. Muy al contrario, el sujeto
es ya pasión, deseo que, como tal, se proyecta a sí mismo
como conocimiento. No viene a ser así más, el conocimien­
to, que una forma —tal vez la más elevada— de
proyección pasional.
Todo nuestro razonamiento se reduce a ceder al senti­
miento. Pero la fantasía es semejante y. al mismo tiempo,
contraria al sentimiento, de suerte que no es posible dis­
tinguir entre ambos contrarios. El uno dice que mi senti­
miento es fantasía, el otro que su fantasía es sentimiento.
Sería preciso poseer una regla. La razón se ofrece como
tal. pero es plegable en todos los sentidos; y resulta, así,
que no hay regla.20
Dicho de otro modo, el conocimiento no toma de sí
mismo sus raíces, no posee jamás carácter desinteresado y
autónomo, nada hay en él que no sea ensueño (o, al menos,
que pueda inequívocamente ser designado como no-en-
sueño), y no es, a fin de cuentas, sino el más volátil, el más
107
El a silo d e lo s locos

efímero de sus ensueños imaginarios ese su vano quererse


libre de todo ensueño. «Esas ligaduras, que atan nuestro
respeto a tal o cual cosa particular, son ligaduras de imagi­
nación».21 Más allá de toda voluntad de autonomía, lo ima­
ginario es el verdadero imperio que lo domina todo, que
todo lo predetermina, incluido, naturalmente, el propio
conocimiento:

Imaginación. Es esa parte dominante en el hombre, esa


maestra de error y falsedad, y tanto más bribona cuanto
que no siempre lo es; ya que seria regla infalible de
verdad, si lo fuera infaliblemente de mentira. Pero siendo
falsa la mayor parte de las veces, no da ninguna marca de
su cualidad, marcando con el mismo carácter lo verdadero
y lo falso...
Esta soberbia potencia, enemiga de la razón, que se
complace en controlarla y dominarla, para poner de mani­
fiesto cuánto es su poder en todas las cosas, ha estable­
cido en el hombre una segunda naturaleza. Tiene sus feli­
ces y sus desdichados, sus sanos, sus enfermos, sus
ricos, sus pobres; hace creer, dudar, negar la razón;
suspende los sentidos, los hace sentir; tiene sus locos y
sus sabios: y nada nos desanima tanto como el ver hasta
qué punto llena ella a sus huéspedes de una satisfacción
muy distinta, en plenitud y entereza, a la de la razón.
Los hábiles por imaginación se sienten autosatisfechos de
un modo que está razonablemente vedado a los prudentes.
Miran a la gente con seguridad; discuten con osadía y
confianza; los demás, con temor y desconfianza: y esa ale­
gría del rostro les da frecuentemente la ventaja a los oídos
del auditorio, hasta tal punto gozan de favor los sabios
imaginarios ante jueces de la misma naturaleza. No puede
volver sabios a los locos; pero los hace felices, para envidia
de la razón, que sólo puede hacera sus amigos miserables,
cubriéndolos la una de gloria y la otra de vergüenza...
Jamás puede la razón superar enteramente la imagina­
ción, mientras que la imaginación desmonta por completo
a la razón de su escaño con harta frecuencia...
La imaginación decide acerca de todo; origina la belleza,
la justicia, y la felicidad, que lo es todo en el mundo...
He ahí los efectos de esta facultad engañosa que parece
habernos sido expresamente dada para inducirnos a un
error necesario,**

108
El a silo d e lo s locos

¿Es necesario insistir sobre la contigüidad que la idea,


que las palabras mismas, tienen con los párrafos célebres
de la Etica en los que Spinoza inaugura toda esa detallada
visión del deseo imaginario que hace de él el único antepa­
sado directo de la concepción marxiana del poder como
gestor del discurso? Creo, sinceramente, que no. Baste con
decir que, en Spinoza, te torna pensamiento riguroso y
detallado lo que en Pascal fuera sólo atisbo, que en aquél la
ambigüedad se rompe, y lo que en éste fuera aún elemento
—contradictorio, sí, pero elemento— de apología cristiana,
pasa ahora a convertirse en el más formidable aparato de
crítica religiosa que el siglo XVII ha producido.
Althusser lo señalaba, muy justamente, en un texto que
quisiera recordar aquí:

Todo el genio científico de Pascal no le im pide haber


extraído efectos de elocuencia edificantes y útiles a l cris­
tianismo (un tanto herético/ que él profesaba, d e las
contradicciones del propio infinito matemático, y de!
'terror' religioso que le inspiraban esos nuevos (galilei-
cosí ‘espacios infinitos ' de un m undo cuyo centro no era
ya el hombre, y del que Dios se hallaba 'ausente' — lo que
imponía, para salvar su idea, decir que era por esencia un
'Dios o c u lto ' ipuesto que no puede se r hallado en ninguna
parte, n i en el mundo, n i en su orden, ni en su moral:
salvo en el caso de ser alcanzado por su gracia im previsi­
ble e im penetrable/. Digo que todo el genio d e Pascal,
porque fu e un gran científico, y. lo que es extrem adam ente
raro (paradoja sobre la que hay que reflexionar/, un asom­
broso filósofo de la práctica científica, quasi materialista.
Pero se hallaba demasiado solo en su tiempo, y sometido
como todo e l m undo a tales contradicciones, sosteniendo
un tal envite, y en una tal correlación de fu erza s (no
hay m ás que pensar en la violencia de su com bate contra
los je su íta s/ que no podía escapar a la 'solución ’ obligada,
que era sin duda tam bién una consolación para él. de
resolver en la religión (aun cuando se trate de la suyaI
las contradicciones conflictivas más generales de una cien­
cia. en la que trabajaba como un verdadero agente m ate­
rialista. A ese titulo, ju n to a textos adm irables (sobre las
matemáticas, sobre la experimentación científica/. Pascal
nos ha dejado el Corpus d e una filosofía relig io sa de la que
es inevitable decir que tien e como m óvil el explotar con

109
El a silo d e lo s locos

fin e s apologéticos, exteriores a las ciencias, las grandes


‘contradicciones ‘ teóricas d e las ciencias de su tiempo.23

Pero, liberada de su función apologética, como Spinoza


no dejará de mostrarlo en la práctica de su propia obra, la
idea pascaliana de la prioridad del deseo sobre la razón,
la idea del «sometimiento» de la razón a un poder que le
propone las imágenes mismas de su búsqueda, cobra, de
pronto, todo su sentido radicalmente revolucionario. Si
el apetito no es otra cosa que la esencia misma del hombre,
y de la naturaleza de esta esencia se siguen necesariamente
las cosas que sirven para su consen>ación, y. por consi­
guiente. el hombre está determinado a hacerlas?* los fun­
damentos para un análisis materialista del sujeto humano
parecen definitivamente asentados. Y, con ellos, la posibi­
lidad de acercamiento racional al estudio de comporta­
mientos «no-racionales», que nos permititá, desbordando
el ámbito estrecho del racionalismo cartesiano, abordar una
concepción nueva del papel y lugar de la racionalidad,
sin deslizamos por la rampa aburrida del «irracionalismo».
Todo el esfuerzo spinoziano por establecer qué sea lo
que en el deseo —como esencia del hombre— hace que éste
sea susceptible de transmutarse, para pasar de la servi­
dumbre a la autonomía, de la sumisión a la liberación,
se nos antoja paradójica culminación de aquel principio
pascaliano de la sumisión de la razón a «lo otro». Si se me
permite la fórmula abusiva, habría que decir algo así como
que toda la parte IV de la Etica (De la servidumbre del
hombre) es la más detenida explicitación de las grandes in­
tuiciones, que, como fogonazos, atraviesan la obra de
Pascal, acerca del drama del hombre aprisionado (i.e.:
del hombre apasionado). La conclusión spinozista se abre,
sin embargo, paso, en la parte V (De la libertad del hom­
bre), con una habilidad pasmosa, a través de la maraña,
casi selvática, del radical pesimismo pascaliano

Es la fuerza quien hace la opinión... El imperio fundado


sobre la opinión y la imaginación reina durante algún
tiempo, y es éste un imperio suave y voluntario; el de la
fuerza reina siempre. Así, la opinión, es la reina del
mundo, pero la fuerza es su tirano.2*
110
El asilo d e los locos

para establecer que si la naturaleza humana conlleva en sí


misma las fuerzas que permitirán su liberación, es precisa*
mente en función del hecho de ser ella misma fuente
única de su servidumbre deseante. Toda la exposición de
la ciencia del deseo imaginario, y de su mutación en deseo
consciente, que ocupa dicha parte V, no es sino la explici-
tación de una tal tesis: el paso a una forma superior del
deseo, en la que lo imaginario sea conscientemente asu-
mido, y superado el dilema pascaliano de la «guerra intes*
tina del hombre entre la razón y las pasiones»,26 del ine­
vitable permanecer de todo sujeto en el ámbito circular de
la ilusión?7

Yo, fantasma

Y, si algún efecto ha inducido la experiencia de Port-Royal,


en el terreno de la filosofía, sobre Pascal, éste ha sido, sin
duda, la clara enseñanza del carácter imaginario, y por
tanto irresolublemente odioso, de eso a lo que llamamos yo.
«Le moi est haissable».28 La fórmula puede parecer cho­
cante o excesiva para un lector cartesiano: en el siglo del
cogito, en el siglo del descubrimiento del sujeto, ¿qué
puede querer significar esta invocación abrupta del
odio hacia el yo? Tal vez, precisamente, la más alta pro*
fundización del tema mismo del sujeto en cuestión: la com­
prensión de su carácter fantasmático, imaginario, mil veces
camuflado y mimado por nuestra ilusoria pretensión de
autoconsciencia. «Incesantemente trabajamos en el embe­
llecimiento y conservación de nuestro ser imaginario y
dejamos de lado el verdadero».29
La práctica, por lo demás, puesta en funcionamiento
concreto por Port-Royal, es aquí esencial para comprender
lo sucedido. Esa testaruda sistematicidad con la que Port-
Royal ha ido rechazando toda forma de compromiso con el
mundo, esa búsqueda ardiente del desierto, de la lenta e
implacable disolución de sí mismo en la espera y la escucha
del Señor, ante la cual toda autonomía del individuo cae.
en la cual no queda ya lugar más que al silencio y a la
muerte, es ya, mucho antes de su teorización, la ejemplifi-
cación más detallada y rigurosa del odio radical hacia ese
111
El a silo d e lo s locos

yo, en cuya identidad el mundo intenta un último salto de


penetración en el propio desierto. En la soledad del conven­
to, el yo no es otra cosa que el otro nombre que recibe el
mundo. Fin de toda esperanza mundana, pues; crisis del
cogito que messieurs de Port-Royal han tratado también de
teorizar en la Logique, sin la crudeza —bien es cierto— de
Pascal. Arnauld sobre todo, también Nicole, han preserva­
do siempre, aun en lo más patético de la disputa jansenista,
esa equilibrada distancia doctoral que hace, hoy, de sus tra­
bajos textos admirables y lejanos. Ayunos de toda pasión,
los trabajos de Arnauld tratan siempre de preservar un im­
posible equilibrio que no pocas veces se convierte en corsé.
Y, sin embargo, la Logique, esa obra maestra del saber car­
tesiano, no evita —aunque lo trate en otros términos y otro
estilo muy distintos— la confrontación con el mismo tema
del yo, que Pascal invoca con desgarro explícito:

¿Dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el


alma? Y, ¿cómo amar el cuerpo o el alma, si no es en fun­
ción de esas cualidades, que no son lo constitutivo del yo.
puesto que son perecederas?... No amamos nunca a perso­
na alguna, sino tan sólo cualidades.30

De otro modo dicho: llamo yo a la costumbre, a esa pe­


reza remolona de la identidad en que soñar y soñarme;
en que jugar a perder de vista el caos inevitable de un ser
trágicamente desgarrado por la contradicción:

La naturaleza del amor propio y de ese yo humano consiste


en no amar más que a si mismo y no considerar más
que a sí mismo. Pero, ¿qué podrá hacer?... Se quiere
grande y se ve pequeño: quiere ser feliz y se ve miserable;
quiere ser perfecto y se ve lleno de imperfecciones: quie­
re ser objeto del amor y la estima de los hombres y ve que
sus defectos no merecen otra cosa que su aversión y su
desprecio. Este embarazo en que se halla produce en él
la más injusta y criminal pasión que sea posible imaginar:
puesto que concibe un odio mortal contra esa verdad
que lo reprende y que lo convence de sus defectos. Desea­
ría aniquilarla, y, no pudiendo destruirla a ella misma, la
destruye en la medida en que le es posible, en su conoci­
miento y en el de los demás.3'
112
El a silo d e los locos

El yo es. pues, odioso. Tal vez toda la actividad del filó­


sofo quepa en ese odio, desmedidamente sistemático
hacia el yo. Porque, como lo señalara en alguna ocasión
Brecht, el filósofo «piensa en otras cabezas, y en la suya
piensan otros distintos de él. Eso es el verdadero pensa­
miento» . Otros hablan en él. 0 , por decirlo con la palabra
precisa de Rimbaud,«e/yo es lo otro», y si, en efecto, «no
nos hubiéramos empeñado en encontrar tan sólo la signi­
ficación falsa del yo, no tendríamos ahora que dedicarnos a
barrer esos millones de esqueletos que, desde hace un
tiempo infinito, han acumulado los productos de una inte­
ligencia tuerta».
•Un immense et raisonné déréglement des sens»,
llamará a eso Rimbaud; y todo el proyecto del nuevo
punto de vista inducido en filosofía por la radical disolución
del yo por Pascal cumplimentada, cabe, tal vez, en esa sor­
prendente fórmula: pasión de lo frío (raisonné déréglement)
que preside tanto la mecánica de Vesprit de justesse como
de Vesprit de géométrie o del de finesse; una pasión del
rigor que, volviendo a las postrimerías del siglo XIX, tan
profundamente habrá de marcar a ese alter ego blasfemo
del jugador pascaliano que es el Lautréamont de los Chants
de Maldoror y de las Poesiés.
Disolver la estabilidad del yo cartesiano ha sido, para
Pascal, un radical esfuerzo, ante todo (cuyos referentes
biográficos no son, por lo demás, excesivamente difíciles
de delimitar), por destrozar sistemática y racionalmente,
razonada y rigurosamente, todo lo que configura el universo
sistemático y razonable del sujeto, mediante la apertura de
la apuesta, al juego, a través del cual me sea dado ver las
cosas «no desde otras perspectivas, sino con otros ojos»:
ojos en que la indigencia final de la filosofía parece cul­
minar (¡socrática pirueta!) en ese punto en que —como se
formula en Pensamientos— «burlarse de la filosofía es la
verdadera forma de filosofar». Actitud amarga, que consti­
tuye quizás el modo más elevado de ese «separarse de
la última orilla» que, en algún momento. Schelling de­
finirá como la condición ineludible y el punto de partida
del filósofo.
Filosofía, pues, juego (y, como tal. apuesta) de la pala­
bra. cuya culminación sólo puede ser hallada en el silencio.
113
El asilo de los locos

Toda otra pretensión hunde sus raíces en la bruma del sin­


sentido: «Cuando Platón y Aristóteles escriben de polí­
tica es como si lo hicieran para regular un asilo de locos»,
escribirá, amargo, Pascal en Pensamientos.
Y, en la autodestrucción final de la razón, a la que
Pascal aboca a la filosofía, la propuesta inicial de la delezna-
bilidad del yo (aquel yo odioso) halla, finalmente, su para­
lelo correlato en la ruina de la razón por la filosofía cumpli­
mentada. «Toda la filosofía —escribirá Pascal en Pensa­
mientos (192), al final de su vida, desde el retiro de quien
ha cumplimentado su propia autoaniquilación intelectual,
para alcanzar el poder que en la visión divina yace—,
toda la filosofía no merece más de una hora de esfuerzo».

La costumbre de ser

El hombre, así, más allá de todos sus ensueños y esperan­


zas perdidas de roseau pensant, queda, de pronto, en­
frentado a la radical constatación de la hecatombe de su es­
fuerzo por autofundamentarse. «Descripción del hombre
—anota con crueldad lúcida— dependencia, deseo de
independencia, necesidad». Frustación y muerte; el ho­
rizonte comienza a ennegrecerse, con una densidad que el
propio Port-Royal ignora. Nada hay en el hombre que
no sea ilusoria imagen de sí mismo. Nada en su vana pre­
tensión de ser sí mismo que no derive del implacable peso
de una ineludible sumisión en la que es configurado y aplas­
tado. Nada en su razón que no sea racionalización, pues

"las razones me vienen después, pero en primer lugar la


cosa me agrada o llama la atención sin que sepa yo la razón
de ello, y. sin embargo, me llama la atención precisamente
por la razón que descubro a continuación, decía el señor
de Roannez. Pero yo más bien creo que no es que llamara
la atención a causa de las razones que luego eran halla­
das, sino que hallamos estas razones por la única razón
de que ello nos ha llamado la atención’? 3
114
El asilo d e los locos

No es el sujeto humano un punto de partida, tan sólo


lo es de llegada; un constructo de fuerzas incontrolables,
regidas, a fin de cuentas, por el peso remolón de la cos­
tumbre.
Es la costumbre una segunda naturaleza que destruye
la primera. Pero ¿qué es esta naturaleza? ¿Por qué no
es natural la costumbre? Mucho miedo siento de que esta
naturaleza no sea, a su vez, más que una primera costum­
bre, al modo en que la costumbre es una segunda natura­
leza".34
La costumbre (a la que, un par de siglos más tarde,
Marx llamará Historia) tal vez sea. en verdad, nuestra úni­
ca naturaleza, y ello hasta el punto de ser la verdadera
gestora de aquello que, para Pascal, aparece como la más
alta de las actividades humanas: incluso el hecho religioso
es un fruto cálido de la costumbre. Del poder humano al
divino, toda creencia es sumisión, automatismo dulce de un
hábito consagrado. «¿Queréis creer? —se pregunta Pas­
cal—. Haced, entonces "comme s i”: fingirse enamorado
es ya, muy profundamente, estarlo, «tomar agua bendi­
ta, hacer decir misas», repetir incansablemente los mil ritos
que acompañan al ser religioso es ya, muy estrictamente,
serlo: tal vez todo ser no sea otra cosa que el conjunto arti­
culado de sus máscaras, de sus superficies lisas y brillan­
tes, de su liturgia perfecta y autosuficiente. El actor y su
máscara son uno; no hay más ser del actor que la serie ina­
cabable de sus máscaras. Toma, pues, tu papel, tu másca­
ra, abrázalos sin miedo, ícela vousfera croire et abétira.w
Esa es la verdadera apuesta. Y, en el final, el yo odiado,
definitivamente quedará relegado en el subsuelo del olvido.
Porque

quien se acostumbra a la fe cree en ella y no puede ya de­


jar de temer el infierno y no cree en ninguna otra cosa.
Quien se acostumbra a creer que el rey es terrible, etc.
¿Quién puede, pues, dudar que una vez nuestra alma se
ha acostumbrado a ver número, espacio y tiempo no
puede ver ya nada más 37.

115
El asilo d e los locos

Sorprendente lucidez —casi materialista— en la deli­


mitación del ámbito del saber como constructo de poder y
persuasión que, como elemento de la reproducción de
las dinámicas de sumisión lo construye en saber y lo deli­
mita del delirio, ésta que nos ofrece una apologética como
la pascaliana, que llama en su auxilio la más destructora de
las criticas de la epistemología cartesiana. La sombra
nocturnal de la pesadilla spinozista sobrevuela, de nuevo,
nuestras cabezas, en el momento mismo de releer a Pascal.
Porque, si, en efecto, las tesis morales y religiosas que
sobre tal artefacto trata de asentar el jansenista francés,
son estrictamente opuestas a las que soñará en Holanda el
insomne tallador de lentes (liberación radical en éste,
donde en aquél sumisión absoluta), no disminuye ello un
ápice la fundamental identidad formal del descubrimiento
fascinante de ambos: el momento, crucial para la Historia
de la Filosofía, en que conocimiento pasa a ser pensado
(Platón lo había sugerido en las primeras líneas de la paté­
tica carta VII, pero fue tan rápidamente olvidado... Toda la
historia de la filosofía es, tal vez. el trágico e inacabable
proceso de rememoración de ese olvido) como movimiento
de poder, como constructo imaginario de poder, como lugar
privilegiado de la elaboración sumisa de esa ruina de
penosa grandeza a la que llamamos sujeto humano. «No
hay que engañarse: somos autómata, tanto como espí­
ritu»,38 somos espíritu (idest: autómata), somos autómata
(id est: espíritu). Las cartas están echadas. Insalvable es,
pues, la servidumbre. Y tanto más amarga cuanto que
«sólo el señorío y el imperio hacen la gloria, la servidumbre
sólo la vergüenza» .39
¿Qué es lo que queda, entonces, de la esperanza aquella
que latiera una vez, bajo el ensueño de la imagen del sabio
que el joven Pascal cultivara, con paciencia dulce, a lo largo
de los años de aprendizaje? ¿Qué lugar hay ahora para
aquel orgullo con el que algún fragmento de Pensamientos
proclamara aún cómo, no siendo el hombre más que «una
caña, la más débil de la naturaleza», su carácter de «caña
pensante» lo eleva, en el fondo de su miseria, por encima
de la más elevada de las glorias? Tal vez sólo la constata­
ción escéptica de una ambición desmedida e infundada.
Y no pueden aparecer ahora sino como una ilusión más.
116
El asilo d e los locos

tal vez la última de las ilusiones imaginarías, las palabras


con las que Pensamientos proclamaran esa grandeza en
el seno de la miseria:

El h o m b re no e s sino la m ás débil caña d e la n a tu raleza;


p ero e s u n a cañ a p e n sa n te . No hace falta q u e el universo
en te ro se coaligue p a ra d estru irlo : b a sta un v ap o r, o una
g ota d e ag u a p a ra m atarlo . P ero aun cu an d o el universo
lo a p la s ta ra , se ría el h o m b re m ás noble q u e aquello que
lo m ata, p u esto q u e sa b e él q u e m u ere y conoce la su p e rio ­
rid ad q u e el univ erso tie n e so b re ¿I, m ie n tra s q u e el un i­
verso nada sab e d e todo ello.40

Palabras de consuelo esteticista en medio de la deses­


peración, que parecen definitivamente lanzadas al vacío
por el restallar de esa otra fórmula, breve y cortante, que
acaba con todo juego estético posible: «toda la dignidad del
hombre reside en el pensamiento. Pero, ¿qué es ese pensa­
miento? ¡Valiente estúpido!».4'
De la esperanza de victoria sobre el olvido, que la ac­
tividad literaria pudiera aún encerrar en el espíritu del
Pascal atrapado en el callejón sin salida de la proximidad de
la muerte, no va a quedar, al final, sino ese último resquicio
de señorío que se encierra en el acto de aceptar la insopor-
tabilidad misma de la condición humana. Fin de toda espe­
ranza. Aceptación de la miseria y de la densa noche oscura.
Nada queda ya que hacer, que no sea aguardar la lla­
mada del ángel. Con el espíritu quebrantado y marchito.
Con el horror inevitablemente delante de los ojos. Y no
cerrar los ojos, y callar, y callar, y callar... «Miserias de
un rey desposeído».42
¡Por qué camino tan largo y tortuoso ha llegado, al fin,
Pascal a la vieja palabra platónica que dice que la filosofía
no es más que muerte y aprendizaje de la muerte] Bien es
cierto, por decirlo con las palabras precisas de Ernst Bloch,
que todo pensamiento cuerdo puede haber sido pensado
siete veces, mas cada vez que se volvió a pensar, en otro
tiempo, en otras circunstancias, no era ya el mismo,43
pero no podemos hoy evitar, ante este extraño eco de un
platonismo que trata de aniquilarse a sí mismo, la tentación
de sentirnos «como en casa». La muerte, «una muerte
117
El a silo d e lo s locos

inevitable, que nos amenaza a cada instante»44, es la com-


pañera inseparable del filósofo. Esa presencia dulce y re­
signada que hace de la escritura el juego más arriesgado.
Ese suave atardecer de la palabra hacia el silencio. ¿La
vida misma? No otra cosa que «un ensueño apenas una
pizca menos inconsistente»...45 (Por qué camino tan largo
y tortuoso!
Imaginemos una multitud de hombres encadenados,
todos ellos condenados a muerte, varios de los cuales son
degollados a diario a la vista de los demás, los que quedan
ven su propia condición en la de sus semejantes, y. con­
templándose unos a otros con dolor y sin esperanza,
esperan su turno. Tal es la imagen de la condición hu­
mana. 46
La Caverna se cierra.
Veo ahora, cuando escribo, la mirada de cristal de
Nietzsche clavarse sobre Port-Royal, penetrando el cuerpo
derrumbado del pensador suicida. Le oigo execrar el cris­
tianismo, feroz en su pureza, que fuera capaz de hacer
añicos un espíritu y una pluma tan definitivamente hermo­
sos. Lo siento casi, rozándome la espalda, desde la oscuri­
dad callada y fresca de la biblioteca, en el momento mismo
de maldecir con rabia solemne e impotente: A Pascal no lo
leo, sino que lo amo como a la más instructiva víctima del
cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporal­
mente, después psicológicamente, cual corresponde a la
entera lógica de esta forma horrorosa entre todas de inhu­
mana crueldad*7 Siento, por un momento, la tentación
nietzscheana; maldecir, gritar contra quienes, ángeles bes­
tialmente empeñados en ser ángeles, estúpidamente hi­
cieran jirones, con impunidad autosatisfecha, todo aquello
que, en Pascal, anunciara la más exquisita forma de toda
belleza: la de la lejana displicencia de la inteligente escri­
tura. Luego me alejo un momento, contemplo la imagen
solitaria de la esfinge Nietzsche. la veo nuevamente des­
componerse, vuelven a mí sus palabras terribles: aquella fe
de Pascal, que se parece tanto a un continuo suicidio de
la razón —de una razón tenaz, longeva, parecida a un gu­
sano. que no se deja matar de una vez y con un sólo gol­
pe.40 Y la sospecha, de pronto, me invade, de estar escu-
118
El a silo d e lo s locos

chando el enigma cifrado de un relato autobiográfico;


la certidumbre, casi, de la necesidad de subvertir la mal­
dición, de decir:- ¡Bendito sea aquello que ha llevado a
Pascal a los umbrales olvidados de la muerte bella, del
paradójico retomo inesperado del ensueño griego, de la
•enfermedad platónica», en el interior más recóndito de
aquella tradición que le fuera justamente más hostil..,!
Pero no, no es eso sólo. Justo es contradecir al Nietzsche
del Ecce Homo con aquel otro de Más allá de! bien y del
mal. Pascal no fu e suicidado por el cristianismo. No hay
suicidio cristiano. En el cristianismo halló Pascal el instru­
mental que precisaba para hallar el punto exacto en el que
oculta su rostro enigmático la muerte. Del cristianismo se
sirvió Pascal, desde la primera línea (matemática) de su
obra, para cumplimentar un suicidio que, desde aquella
primera línea (y por ella), estaba rigurosamente exigido.
Y de un banal suicidio, la tradición cristiana pudo propor­
cionarle el material preciso para planificar un espectáculo
memorable. Eso es todo. O mejor, no. No es todo. Queda
que con Pascal es, tal vez, el cristianismo todo, o, para ser
más precisos, el «pensar cristiano» todo el que acomete
su suicidio irreversible. Desde el cristianismo como hori­
zonte, el intento radical de una fílosofíá de la muerte de la
filosofía no puede, tal vez, dar lugar (Kfing lo ha sospe­
chado) más que a un cristianismo de la muerte del cristia­
nismo. Hemos citado, más arriba, a Wilde: «todos los hom­
bres matan aquello que aman». Con infinita paciencia y
sistematicidad de matemático impecable, fue Pascal dando
muerte, uno a uno, a todos sus grandes amores, a todos
sus lentos sueños de visionario insomne. En la noche final,
sólo quedó el vacío de una mirada frontal hacia la muerte.

119
El asilo de los locos

Mascarilla mortuoria.

120
Epílogo

El último acto es sangriento, por muy


bello que sea todo el resto de la comedia:
se echa finalmente una paletada de
tierra sobre la cabeza, y se acabó todo
para siempre.'

Tras la muerte de M. Pascal, una vez que fu e abierto, se


encontraron el estómago y el hígado putrefactos y los intes­
tinos gangrenados, sin que fuera posible saber con exac­
titud si esto había sido la causa de los dolores de cólico o
bien el efecto de ellos. Pero lo más peculiar se produjo en
el momento de la apertura de la cabeza, cuyo cráneo
resultó no tener otra sutura que la lamboidea. lo que apa­
rentemente había sido ¡a causa de los grandes dolores de
cabeza a los que se viera sometido durante toda su vida. Es
cierto que había poseído antaño la llamada sutura frontal;
pero, como quiera que ésta permaneció abierta mucho
tiempo durante su infancia, como suele acontecer en esta
edad, al no poder volver a cerrarse, se había formado un
callo que la había recubierto por completo y que era tan
considerable que podía fácilmente percibirse al tacto. En
lo que a la sutura coronaria concierne, no tenía el menor
rastro de ella. Los médicos observaron que se encerraba en
él una prodigiosa abundancia de cerebro, cuya sustancia
era tan sólida y condensada que ello les hizojuzgar que ésta
era la razón por la cual, al no poder cerrarse la sutura
frontal, la naturaleza se había ocupado de ello mediante ese
callo. Pero lo más notable que observaron, y a lo cual se
atribuyeron en concreto su merte y los últimos accidentes
que lo acompañaron, fu e que había en el interior del crá­
neo, frente a los ventrículos del cerebro dos impresiones,
como de dedo sobre la cera, que estaban llenas de una
sangre coagulada y pútrida que había comenzado a gan-
grenar la duramadre. 2

121
Notas

Introducción: LA PASION DEL JUEGO


1. Me'maire sur la vie de monsieur Pascal écrit par mademoiselle
Marguerite Pirier sa mece. en PASCAL. B.: Oeuvres Complétes, édition
établie et anotéc par Jacques Chevalier: París. Plétade. 1954 (En adelante,
citaremos esta edición Chevalier de las Obras Completas de Pascal, me­
diante las siglas 0 C |. p .4 l.
2. Pensamientos, N* 668 (Las citas de Pensamientos se dan conforme
a la numeración de la edición Lafuma (v. Bibliografía), que es la reprodu­
cida por las dos más recientes ediciones de Pascal en castellano: Pensa­
mientos, Alianza Editorial, 1981; Obras Completas, Alfaguara. 1981.
3. ibid.. N° 47.
4. La vie de Monsieur Pascal écrite par Madome Périer, sa soeur.
en OC, p. 6.
5. Tal es el sino de la obra, por lo demás insustituible, de Sainte-Beuve
sobre Port-Royal. Un monumento de datos y recopilación que no puede
jamás ser dejado de lado. Pero, cuando el autor pasa a la «interpretación»
de sus m ateriales..., entonces todas las perversidades con que su contem­
poráneo Balzac lo distinguiera, en más que abundantes ocasiones, resultan
suaves.
6. Desde el primer historiador de Port-Royal. Hacine, que pasa sobre
acontecimientos tan cruciales como sobre ascuas, hasta los trabajos más
recientes de Orcibal o Jaccard.
7. Ante todo, claro está, en Le Dieu Caché, París, P.U.F.. 19S6 (hay
traducción castellana, con el título El hombre y lo absoluto, Barcelona,
Península. 1968). obra preciosa, con la que me apresuro aquí a dejar cons­
tancia —por lo demás innecesaria— de mi deuda. Pero también en el
excelente Prólogo a su edición de las Lentes de Martin de Barcos. París.
P.U.F.. 1956.
6. El hombre y loabsoluto; ed. cit., p. 147.
9 SAINTE-BEUVE: Port-Royal: Parts. Plétade. 1953. vol. I. p. 334.
10. Les origines dujansénisme; Parts. Vrin. 1947.
11. Saint-Cyran. précurseur de Pascal: Lausana. Edilions de la Con­
corde, f944.

122
Ñ o las

12. GOLDMANN, L.: Op. cil.. pp. 145-147.


13. Cfr. Ibtd.
14. Ibíd.. pp. 139-140.
15. Ibíd.. pp. 151-155.
16. Ibíd. pp. 135-136.
17. Ibíd. p. 178.
18. Pensamientos, N° 136.
19. Ibíd., N° 622.

AQUEL INSOMNE JUEGO DE LA CIENCIA

1. LAUTREAMONT: Les chanls de Maldoror.


2. OC. pp. 1402-1404.
3. MESNARD, J . «Universalité de Pascal», en Méthodes chez Pascal:
Parts. P .U .F ..p . 338.
4. «Principes de la Phüosophie», Prface.cn Oeuvres philosophiques:
París. Garnier. 1973. vol. ID.
5. En Oeuvres philosophiaues. ed. cit.
5 bis. ’Pensamientos. Ntt 136.
6. OC, p. 538.
7. Ibíd.
8. Ibíd.
9. OC, p.537.
10. GOLDMANN. L.: op. cit., p. 242.
11. Estas entrevistas tienen lugar en París, los días 23 y 24 de septiem­
bre de 1647. Pascal se halla enfermo en cama, y fue Roberval quien actuó
como mediador entre los dos personajes. El encuentro parece haber resul­
tado bastante decepcionante para ambas partes.
12. Cfr. BIEVRE, C. de: Descartes et Pascal; éditeur Imprimerie De
Biévre, Anvers, s.f., p. 66.
13. OC, p, 364.
14. Carta a Fermat de agosto de 1660, en OC. p. 522.
15. «Solía decimos que, desde la edad de dieciocho años, no había
pasado un sólo día sin dolor», escribe Gilberte.
16. Descartes et le rationalisme; París, P.U.F.. 1966.
17. Préface a la edición francesa (1667) de los Principes de la Philaso-
phie.
18. La Recherche de la Vérité, París, Vrim. 1966,111-1. cap. 45.
19. Carta de Descartes a Béckmann del 22 de agosto de 1634.
19 bis. CASSIRER. E.: El problema del conocimiento. México.
F.C.E.. 1974, l.p . 488.
20. Cfr. Ibíd., pp. 448 y ss., así como GEYMONAT, L.: Storia del oen-
sierofilosófico e identifico; Milán, Garzanti. 1977, II, p. 398.
21. Op. cit., p. 344.
22. Pensamientos, N° 887.
23. Ibíd., N° 553.

123
\o ia s
24. RAYMOND, P.: Le passage au matérialismei París. Maspero.
1973. pp. 93-94.
25. OC. p.372.
26. GHYMONAT. L.: Op. cit., p. 294.
27. En OC, p.
28. Ver SAINTE-BEUVE: Op. cit., 1, pp. 889-890.
29. Pensamientos. N° 691.
30. lb(d., N° 781.
31. OC, p. 531.
32. Cfr., particularmente, BOl'lLLIER: Histoire de la pbilasophie
cartesienne, París, 1868,1, pp. 543-544.
33. OC, p. 535.
34. Puesto que «ciertamente un tal método sería bello, pero es absoluta­
mente imposible» (OC, p. 578).
35. OC. p. 579.
36. OC, p. 585.
37. OC, p.372.
38. En Méthodes chez Pascal, ed. cit., p. 117.
39. Cfr. OC, pp. 371 y 429-430.
40. Cfr. OC. pp. 430-431 y 462.
4 1. Pensamientos, N8 687.

COMO UNA PERSISTENTE PESADILLA

1. JANSENIUS. C.: De la réformation de t'homme (traducción de Ar-


nauld d'Andilly), libro II, c. VIII.
2. Cfr. KUNG. H.: ¿Existe Dios?: Madrid. Edaf. 1979. pp. 103-104.,
Naturalmente que no debemos llamarnos a engaño: el «libertino• del siglo
XVII nada tiene todavía de ese exquisito escéptico esteticista que. en el
XIX nos será descrito con minuncia por Wilde. Un Méré o un Mitton
debieron asemejarse más bien a la figura del gran caballero, displicente y
despegado en materia de religión, y gentilhomme por encima de todo.
Negligentemente lejano de toda cuestión grave, hombre de ingenio y con­
versador notable, el libertino es el producto más específico del salón.
3. OC. p. 1367.
4. SAINTE-BEUVE: Op. cit., I. pp. 909-910.
5. Cfr. OC. pp. 536-537.
6. Es el caso, en particular, de la definición de las categorías de es-
prit géometrique y esprit de finesse. que parecen (más que un préstamo
tomado a Les Penséesl un primer esbozo aún no totalmente elaborado de
algo que sólo en sus fragmentos posteriores logrará Pascal reducir a forma-
lización definitiva.
7. OC. pp. 538-546.
8. Pensamientos, N° 413.
9. OC, p. 550.
10. OC. p.548.
11. OC. p. 549.
12. OC. p. 551.

124
N otas

13. OC, p. 552.


14. OC, pp. 1371-1372.
15. OC, pp. 1373 y ss.
16. ELLIOT, T.S.: Los hombres Huecos. (Trad. de J . M. Valverde).
17. OC, pp. 5S3-554. El Memorial, como es bien sabido, fue descubier­
to, a la muerte de Pascal, cosido en el dobladillo de su ropa. Se trata de un
pequeflo pergai.'¡no y un papel, el primero de los cuales se ha perdido.
Conservamos el trozo de papel en el que. «con mano febril», dice Chevai
lier, anotó Pascal, en la fecha misma del 23 de noviembre de 1654, la que
fue su fulminante revelación religiosa.

A.M.D.G.: LOS QUE JUEGAN A GANAR

l.O C .p.215.
2. RAC1NE. J.: Oeuvres completes; París, stéréotype d'Herhan.
1813, vol. IV, p. 24.
3. BORGES, J.L .: «Los teólogos»; e n ElAleph,
4. OC. 0.1073.
5. LUGONES, L.: «B imperio jesuistico». en Jesuítas. n° 3 de la Re­
vista Hiperión, Madrid. 1978, pp. 106-107.
6. OC, pp. 703-706.
7. OC. pp. 709y 716-717.
8. CASS1RER. E.: Op. cit. I. S36.
9. OC, pp. 689 y 692.
10. O C.p.
11. OC. p. 1063.
12. OC, pp. 529 y ss.
13. BEGUIN, A.: Pascal par lui-méme; París, Seuil, 1952. p. 45.
14. O C .p .903.
15. OC, p. 904. Cfr. También OC. pp. 1073-1074.

EL ASILO DE LOS LOCOS

1. Pensamientos, N“ 757.
2. Ibid.. N* 532.
2 bis. Ibid., N® 641.
3. Ibid., N* 622. Cfr. también OC, p. 1138.
4. Ibid. N° 136.
5. Ibid.
6. Ibid.
7. Ibid.
8. Ibid., Números 134 y 414.
9. Ibid., N* 166.
10. Ibid., N* 192.
11. Ibid., N# 99.
12. /M /..N °4 0 I.
13. Ibid., N° 756.
14. Ibid., N° 768.

125
N otas
15. ¡bíd., N* 116.
16. lb(d.. Números 114y 122.
17. Ibíd., N# 52.
18. Ib(d., N# 167.
19. Ibtd., N# 182.
20. Ibíd., N“ 530.
21. Ibíd., N° 828.
22. Ibíd., N° 44.
23. ALTHUSSER, L.: Philosophie el philosophie spontanée des sa-
wm/s (1967); París. Maspero, 1974, pp. 83-84.
24. ESP1NOZA, B.: Etica. III. escolio a la proposición IX.
25. Pensamientos. Números 554 y 665.
26. Ibfd.. N° 621.
27. Ibíd., N#92.
27. Ibíd., N° 597.
29. Ibíd.. N°806.
30. Ibfd., N° 101.
31. Ibíd., N°978.
32. Ibíd., N° 78.
33. Ibfd.. N°983.
34. Ibfd., N° 126.
35. OC. p. 540.
36. Pensamientos, N° 418.
37. Ibíd., N# 419.
38. Ibíd., N® 821.
39. Ibíd., N° 795.
40. Ibíd., N° 200.
41. Ibfd., N® 756.
42. Ibíd., N“ 116.
43. BLOCH, E.: Avicena y la izquierda aristotélica; Madrid, Ciencia
Nueva. 1968.
44. Pensamientos, N° 607.
45. Ibíd., N®803.
46. Ibíd., N® 434.
47. N1ETZSCHE. F.: Ecce Homo, Madrid. Alianza Editorial. 1973.
página 42.
48. NIETZSCHE. F.: Más allá del bien y del mal; Madrid. Alianza
Editorial. 1973. p. 72.

EPILOGO

1. Pensamientos, N® 165.
2. OC. p. 41.
Bibliografía

1. E d icio n es
A) Obras completas
CHEV AU ER, J a c q u e s ; Ed. de la Pléiade, París. 1949. La
ordenación de los Fragmentos de Pensées resulta parti­
cularm ente cóm oda para el no especialista. Quizás la
edición de más cómodo manejo.
L a F uma , LouiS; LIntégrale, París, E d. du Seuil, 1963.
M e sn a r d , J ean ; Ed. Desclée de Brouwer. En curso de
publicación, a partir de 1964. Constituye la edición crí­
tica más acabada de la obra pascaliana.
B) Traducciones castellanas de Pascal
La más antigua traducción de Pascal al castellano
que nos es conocida, es la de Las Provinciales, a cargo
de Gratiano Cordero de Burgos, fechada en 1760 v sin
pie de imprenta.
Existe una traducción de Pensamientos, prologada
por Xavier Zubiri y editada en la Colección Austral de
Espasa Calpe, Madrid, 1940. En 1981 ha aparecido una
nueva traducción de J. Llansó en Alianza Editorial,
Madrid. En esta misma fecha se publica otra traduc­
ción de Pensamientos, dentro de Obras Completas, a
cargo de Carlos R. de Dampierre y prologada por José
Luis L. Arangure, en la Editorial Alfaguara.
2. E stu d io s
A) S o b re B laise Pascal

BlEVRE, C. PE: Descartes el Pascal; Ed. Imprimerie de


Biévre, Brasschaat-Anvers, s.f.
Bouii.uer , F.: Histoire de la phiiosophie cartesienne; Pa­
rís, 1868; reimpresión anastática, Bruselas, 1969.
BEfíUlN, A.; Pascal par lui-niéme: París. Ed. du Seuil,
1952.
127
B ibliografía

B RUNSCHv ic g , L.: Blaise Pascal; París. Vrin, 1953.


GOLDMANN, L.: Le Dieu Caché; París, Gallimard, 1955.
Hay traducción castellana, con el título El hombre y lo
absoluto, Barcelona, Península, 1968.
KÜNG, H.: ¿Existe Dios?; Madrid, Ediciones Cristiandad,
1979.
LEFEBVRE, H.: Pascal; París, Nagel, 1949-1955.
MESNARO, J.: Pascal: París, Hatier, 1967.
SCIACCA, M. F.: Pascal; Brescia, La Scuola Editrice,
1945.
VARIOS: Méthodes chez Pascal. Actes du colloque tenu a
Clermont - Ferrand, 10-13 juin 1976; París, P.U.F., 1979.

B) Sobre Port-Royal

BLONDEL, M.: «Le jansénisme et l'antijansénisme de


Pascal» en Dialogues avec les philosophes; París, Au-
bier, 1966.
COGNET, L.: Le jansénisme; París, P.U.F., 1968.
L a po r t e , J.: La doctrine de Port-Royal. La morale (d’a-
prés Amauld); 2 vols., París, Vrin, 1951.
M artin d e B a rco s : Correspondance avec les Abbesses
de Port-Royal et les principaux personnages du Groupe
janséniste. Editée et présentée p ar Lucien Goldmann.
París, P.U.F., 1956.
MARIN, L.: La critique du discours. Sur la «Logique de
Port-Royal» et les «Pensées» de Pascal; París, Ed. de Mi*
nuit, 1975.
SAINTE-Beu v e : Port-Royal, 3 vols., París, Pléiade, 1953.
(Reedición de la gran obra clásica del siglo XIX sobre
el tema. Una m ontaña de erudición y datos, y una lí­
nea interpretativa no siem pre afortunada).
RACINE, J.: Abrégé de VHistoire de Port-Royal (Redacta­
da en 1693 por el gran autor trágico, que había realiza­
do sus prim eros estudios en las petites écoles jansenis­
tas, constituye la más antigua y, sin duda, tam bién la
más bella de las num erosas «Historias» de Port-Royal.
Una verdadera joya de ternura y buen estilo); en Oeu-
vres de Jean RACINE, vol. IV, París, 1813.
128
Blaise Pascal, heredero de las luces del
Renacimienlo y representante del
Racionalismo — el movimiento de
Desearles, Leibniz y Newton— logra
modificar el frío esquema de las ideas puras
y matemáticas irrumpiendo en medio de
ellas con sus «razones sentimentales», con
los argumentos agónicos de lo irracional y
maravilloso. De esta forma se convierte en
un claro precursor de la filosofía poética y
del existencialismo.
Gabriel Albiac nació en Utiel (Valencia)
en 1950. Es Profesor adjunto de Historia de
la Filosofía en la Universidad Complutense
y entre sus obras se cuentan Luis
Althusser: cuestiones del leninismo,
Al margen del Capital, El debate
sobre la dictadura del proletariado y
De la añoranza del poder o
consolación de la filosofía.

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