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LA NOSTALGIA DE ORTA

Eran las diez de la noche de un miércoles cualquiera. Viajaba en el Transporte Colectivo Metro
junto con otras doscientas personas que se apretujaban en el vagón en medio de olores, horrores
y sueños frustrados. Era una escena bastante trágica, quizás hasta cómica.
Generalmente eran suficientes quince minutos para que sintiera una especie de ansiedad
vomitiva al ver a todas esas personas restregándose sus líquidos corporales, sujetándose a los
tubos del vagón como simios -con esto confirmaba las teorías de Engels- y exhalando de manera
estrepitosa. ¿Quién con un poco de sentido común no sentiría aberración por tan monstruoso
escenario?
Lo cierto es que ese día -ese jodido día- acababa de nadar: escurría de sueños, visiones,
amor y utopías. Acababa de estar con ella y mi imagen era bastante patética: sonreía de manera
meliflua, como bailarina de ballet. Y debo aceptar algo, fenomenológicamente hablando, jamás
pude vislumbrar el impacto de esa noche de septiembre en lo que fuese mi historia. Ella
representará siempre el amor fati en su máxima expresión.
Los días posteriores a su encuentro, fueron, estrictamente hablando, maravillosos. Estar
con ella fue una manera de entender el mundo a lado de una compañera, una cómplice, una
criatura mágica a quien ofrecerle mi filosofía. Un ser humano con quien construir una verdad.
En muchas ocasiones repetí la imagen del vagón. Pero faltaba más, mucho más, para
sacarme de mi ensimismamiento. Ni los pisotones ni la falta de cortesía ni el calor inhumano típico
del Metro, me podían calmar las enormes ganas de estar con ella. Llamarla, abrazarla, besarle las
mejillas, escucharla, apreciar los hoyuelos de su sonrisa, conocerla, buscar sus sueños, quererla,
tocar su cabello, admirarla, regalarle mis pensamientos, entenderla… verla volar.
Me parecía absolutamente increíble cómo dos fugitivos del universo se podían entender
así, sentir así. Ese nivel de conectividad con un individuo siempre fue algo ajeno a mí. Incluso
llegué a creer que todo era un absurdo. No tengo inconvenientes en aceptar mi misantropía, no
estoy orgulloso de ella pero es totalmente justificada. Pese a esta situación y considerar al ser
humano una especie fallida, el absurdo tenía lugar en mis meditaciones de pureza y blancura por
un semejante cuando me desgarraba por buscar la utopía del mundo en los ojos de ese ser amado:
embriagarme y dejarme caer en un universo miserable. Pues, ¿qué es el amor sino vértigo?
Pasaban los días y dulce era verla flotar: me hacía sentir demasiado humano. Pero ¿y si
todo fue un espejismo como fue la niebla para Augusto y su amada Eugenia? Ella, la voladora, dijo
que nuestro puente no existía y que “todo han sido alucinaciones y niebla blanca, palabras al aire
que se han esfumado, risas fingidas y abrazos indolentes, falsas alegrías e infundadas tristezas,
tiempo perdido y nada más”.
Hoy tengo un síntoma de sinsentido. Creo que todo es insuficiente, carente de
justificación, inútil; todo es un constante malestar, pesimismo exacerbado. Ahora el absurdo se
presenta con otra cara. Todo se ha ido. ¿Acaso importa la distancia? ¿Cómo hacer del mundo una
utopía si ella está lejos? Hoy estoy seguro que en un futuro no tan lejano nos encontraremos cara
a cara, con un montón de historias no compartidas, ajenos el uno al otro, olvidados.
Ella es mi musa terrenal de maravillosos ojos cafés, en los que podía reconocerme; de piel
canela, perfecta por sí misma; y su sonrisa, una sonrisa que me hacía temblar. Jamás negaré que
cada uno de mis pensamientos representan mi más íntima naturaleza por la voladora. Ella es la
catástrofe, el futuro, la utopía, el absurdo, la tragedia, la nostalgia, el arte.
¡Ay!, la voladora, quien me bautizó como mediocridad, quien me consagró como lo
mínimo, es a ella a quien le debo mi historia, la vida.

Daniel García Urbina.

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