Está en la página 1de 2

Es difícil no estremecerse cada vez que se escucha por las calles de Girona la historia de

Arnaldo Campestre. En realidad hoy en día es dificilísimo que persona alguna acceda a
charlar sobre él. No es que sea odiado o temido. Él, en lo particular, era una de esas
personas que podríamos llamar buena gente. Más bien es el rastro de neblina que han
dejado sus desventuras lo que ha ocasionado esta resistencia de las personas a dar mayor
información sobre él. Cuando algún visitante curioso relativamente informado en temas
de quiromancia da con su casa por mera casualidad y se detiene a tomarle fotos –como
buen turista despistado– los vecinos rechinan los dientes en desaprobación. Y cuando ese
mismo ingenuo visitante pregunta en el café de enfrente o en la florería de la esquina algo
de información sobre Arnaldo Campestre, sólo recibe un gesto despectivo o alguna
palabrota. Todos los visitantes se van de Girona sin saber exactamente el por qué de esa
irracional repulsión.
En realidad quise decir casi todos. Hubo una persona que en el año de 1969 viajo
desde la Ciudad de México a Girona –no sin antes hacer una escala técnica en Nueva York
para acudir al festival de música de Woodstock; pero más adelante hablaremos de ello–
para indagar los pasos de Arnaldo Campestre. Su visita a tierras girondinas no fue de
ninguna manera suerte o coincidencia como el turista regular. Todo estaba planeado para
que así sucediera. Todo tenía un propósito. Estaba escrito que era impensable regresar a
casa sin saber la historia que se le había revelado en un viaje de LSD. Y lo logró. Quise
decir: y lo logré.
Así es. Esta es la historia de la única persona que puede hacer un relato sobre
Arnaldo Campestre. No es que no se haya escrito sobre él. Las historias abundan, pero son
todas meras cavilaciones, inventos y despropósitos cuya única motivación es acaparar el
morbo producido por la mítica figura de una persona en sí misma mística. Recuerdo haber
leído en una barra de café en Bruselas un pequeño libro de nomás de doscientas páginas,
en cuya portada aparecía un enano sosteniendo a un león bebé, el cual a su vez estaba
devorando a Cronos, el dios griego, en donde se vertían una serie de disparates sin ton ni
son; el autor –¿o autora?– no tenía la más mínima forma de comprobar las idioteces que
ponía. Debo advertir que fui criado por mis profesores con el método popperiano y leer
afirmaciones sin una sólida verificación, me retuerce las tripas. En fin, si bien se ha escrito
con abundancia, no existe ningún libro que hable desde la propia experiencia. No se trata
de hacer elogios a una falsa modestia mía. En realidad me siento muy orgulloso de que
nadie haya logrado lo que en las próximas líneas se desentrañará.
Me dispongo a empezar mi relato, no sin antes hacer dos advertencias. En primer
lugar debo confesar –con todo el placer de mi obscuridad– que usted, querido lector, está
condenado desde el momento en que tomó con su manos este escrito y leyó la primera
línea. Parecerá gracioso, pero esto no es una broma. Conforme avancen los días se dará
cuenta que su vida se verá afectada maliciosamente. Notará que el pecho se le comprime,
que las manos se vuelven sudorosas y que sus piernas fallan. Espero disfrute su
agonizante vida. En segundo lugar, debo hacer otra confesión: los sucesos de la historia
que voy a contar muchas veces fueron interrumpidos por momentos que en mi mente
permanecen confusos; en otras ocasiones hubo tanto dolor en mis experiencias que por
más ímpetu que puse sobre su descripción, son situaciones inenarrables; en muchas otras
el horror se transformará en gritos vacíos.

También podría gustarte