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Cuando muere un hijo de puta

Por Dante López Foresi

En varias redacciones ya se encuentran confeccionadas las notas necrológicas de


varias personalidades aún vivas de nuestro país. Los jefes de redacción solo esperan la
muerte de cada quién para dar la orden de publicación "con el dolor por la pérdida
irreparable" de cada caso. Esto es así, porque en el imaginario argentino no es
novedad que la muerte santifica y exculpa hasta a las almas más siniestras. La única
distinción terrenal periodística entre buenos y malos se limita a la extensión de la
necrológica: cuanto mejor persona fue en vida, más extensa es la nota, y viceversa. El
único castigo que merecen los hijos de puta es ser relegados a un simple recuadro
recordatorio o al último titular en importancia del día de su muerte. Jamás la condena
verbal y escrita. Quizás sea así porque la muerte ajena siempre nos remite a nuestra
inexorable muerte futura. Hasta resulta difícil conjugar tiempos verbales cuando nos
referimos al único fenómeno humano inmodificable. Únicamente en comentarios
domésticos se suele escuchar: "que paradoja...murió una buena persona y hay tanto
hijo de puta caminando por la calle...". Y es tomado con toda naturalidad que los
turros mueran en una cama, sin dolor, de viejos y sin castigo. Aún nos conformamos
con la idea del "castigo divino", y en él depositamos nuestra propia responsabilidad de
señalar con el dedo y la palabra. Es que la muerte no deja de ser un episodio tan
natural como el nacimiento. Creemos que nacemos buenos y nos intoxicamos con el
paso de los años. Pero no evaluamos que intoxicarse es una decisión humana. Los
valores y principios suelen ser nuestro antídoto contra la toxicidad de la vida. Nos
permiten no alejarnos demasiado de esa supuesta pureza que tuvimos al nacer. Y
valores y principios es -justamente- lo que no existe en el mundo de los hijos de puta.
Es medianamente sencillo entender por qué suponemos que nacemos puros, pero...
¿alguien puede afirmar desde su corazón que la muerte nos devuelve a todos ese perfil
casi inmaculado que tuvimos tras nuestro primer llanto?. Todo parece indicar que nos
resultará muy complicado llegar a la madurez suficiente como para poder leer en
grandes titulares la leyenda..MURIÓ UN HIJO DE PUTA. 

En primer lugar porque que hay conceptos y creaciones lingüísticas insustituibles,


como ya lo dijeron Gabriel García Márquez y el negro Roberto Fontanarrosa en el
último Congreso Internacional de la Lengua. El concepto "hijo de puta" no posee en
nuestro idioma otros que lo reemplacen. Y no es un insulto a las madres, como suelen
afirmar los minusválidos intelectuales. Es toda una definición de un estilo y una
filosofía de vida deliberadamente elegida. Si bien algunos creen que "mala persona" es
un concepto alternativo. Pero no. "Mala persona" es un concepto cargado de
subjetividad y creado desde la opinión de las víctimas ocasionales. En cambio, un hijo
de puta es una mala persona indiscutible, y es una definición ecuánime. No es
simplemente alguien que se comporta como mala persona. Ser mala persona es una
parte ínfima de su elegido estilo de relacionarse con los demás y de considerar al
mundo de los afectos. La diferencia es visible: cualquiera puede ser considerado como
mala persona por actitudes juzgadas por terceros. Pero en estos casos existe la
posibilidad de error y reparación. Un hijo de puta no desea jamás la reparación, pues
ser hijo de puta es su esencia. Una supuesta mala persona puede llegar a considerar la
posibilidad de curarse luego de leer a Almafuerte. Pero un hijo de puta ni siquiera
evalúa esa posibilidad. Ha elegido serlo hasta su muerte. Y repito esta idea: "ha
elegido" ser un hijo de puta. Es su responsabilidad. Muchos de ellos hasta sienten
placer y una sensación de "poder" al ser señalados como tales. Se jactan de su
"hijoputez". 

Podría caer en la simplificación de suponer que hijo de puta se nace. Sin embargo opto
por seguir respetando aquella esperanzadora creación cultural de los bebés
incorruptos. De este modo, hijo de puta deja de ser un adjetivo calificativo (o
descalificativo) sino toda una definición humana. Y en esta alquimia que es vivir, el
mundo se divide a menudo entre buena gente por un lado, e hijos de puta por el otro.
Nótese que deliberadamente evito escribir eufemismos tales como "hijo de p..." o
"hdp", por considerarlos prejuicios cobardes idiomáticos. El idioma es por definición
una serie de símbolos que las sociedades nos ponemos de acuerdo en utilizar para
definir cosas, personas, actos, etc. Y creo que todos estamos de acuerdo, aunque en
privado tengamos reparos en mencionar ciertas palabras, en qué significa exactamente
un hijo de puta. Cuando George Bush (pido perdón por utilizar por primera vez una
palabrota en este artículo) define al supuesto "eje del mal" intenta precisamente
calmar a la especie señalándole donde están los buenos y donde los hijos de puta. Sin
embargo, todos sabemos que en ambos extremos del supuesto eje hay hijos de puta
asociados. Bush solo intentó distraer la atención denunciando primero, como si la
primicia en nuestra cultura también santificara. Como la muerte. 

Sin embargo, usted y yo sabemos distinguir nítidamente. Habiendo frente a nosotros


tantos ejemplos cotidianos de buena gente que vive para hacer el bien
desinteresadamente y por el solo placer de hacerlo, me parece un deber señalar
inequívocamente a los hijos de puta. Sin eufemismos. Porque no consideraríamos al
blanco como claro, si no lo comparásemos con la oscuridad de negro. Y precisamente
para resaltar la claridad del puro, debemos previamente mostrar "claramente" su
opuesto. Cuando murió Augusto Pinochet, a modo de ejemplo, consideré un sacrilegio
para con las almas nobles leer varios titulares que decían "murió el ex dictador" y
hasta algunos que osaron informar que "murió el ex presidente de Chile". No señor. Me
resisto a que la noticia sea publicada de otro modo que diciendo: "murió un hijo de
puta". Y vuelvo a la comparación con su concepto más parecido. Una mala persona
solo provoca dolor entre sus cercanos. Pero solamente un hijo de puta lo hace
deliberadamente y midiendo perfectamente las consecuencias. No significa esto que
solamente quienes cometen genocidios pueden ser definidos como hijos de puta. Cada
uno de nosotros tiene a la vista sus hijos de puta privados. Y nos enorgullece ser sus
víctimas, y jamás sus aliados. Eso nos diferencia y distingue. 

Esta serie de reflexiones solo intenta extirparnos del alma ese sentimiento impuesto
por la tradición judeo-cristiana: la culpa. Y sentimos culpa cuando sobreviene el alivio
tras la muerte de un hijo de puta. Que desconozcamos la muerte, que todo lo
desconocido nos atemorice, que nos aterrorice su sola idea, que tengamos como única
certeza humana que la muerte nos alcanzará algún día y que nos consideremos buenas
personas por no desear íntimamente la muerte de nadie no debe detenernos a la hora
de expresar nuestras reacciones ante la muerte de alguien que es el único responsable
de ser considerado un hijo de puta. Lo que sentimos es genuino, por más censuras que
nos impongan los dogmas y la tradición. Y no debemos hacerlo únicamente para evitar
psicoanalistas que nos ayuden a liberar nuestros sentimientos reprimidos. Tenemos la
obligación de marcar la diferencia entre muertos en honor a tanta buena gente cercana
o no, que se nos aleja diariamente. No es justo impartir el mismo trato generoso
a dos almas, si una es noble y la otra decidió no serlo. La muerte no nos
iguala. La muerte termina con nosotros, que es otra cosa. 
La vida, Dios, los mandatos y los titulares de los diarios no tienen derecho de actuar
tan injustamente al pretender que el natural hecho de la última exhalación provoque
automáticamente el veredicto que indica que una vida guiada por la decencia sea
considerada similar a la existencia de un hijo de puta. Cuando alguien muere injusta y
prematuramente, es válido dudar hasta de la existencia de Dios, pues la fuente de
toda justicia no tiene derecho a hacer excepciones tan dolorosas. Cuando una persona
amada por sus amados muere, es también válido sentir no solamente el dolor objetivo
que esa pérdida provoca, sino el adicional por intuir nuestra propia e inexorable
muerte futura. Pero cuando quien muere es alguien que dedicó su vida por elección
personal a hacer daño, a convertir el oro en barro, a pisar los brotes nacientes, a
traicionar confianzas, a quitarle el pan de la boca a sus hijos para entregárselo a bocas
prostituidas y una interminable lista de etcéteras, en este caso no solo podemos, sino
que debemos afirmar sin culpas ni temores: murió un hijo de puta.

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