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Podría caer en la simplificación de suponer que hijo de puta se nace. Sin embargo opto
por seguir respetando aquella esperanzadora creación cultural de los bebés
incorruptos. De este modo, hijo de puta deja de ser un adjetivo calificativo (o
descalificativo) sino toda una definición humana. Y en esta alquimia que es vivir, el
mundo se divide a menudo entre buena gente por un lado, e hijos de puta por el otro.
Nótese que deliberadamente evito escribir eufemismos tales como "hijo de p..." o
"hdp", por considerarlos prejuicios cobardes idiomáticos. El idioma es por definición
una serie de símbolos que las sociedades nos ponemos de acuerdo en utilizar para
definir cosas, personas, actos, etc. Y creo que todos estamos de acuerdo, aunque en
privado tengamos reparos en mencionar ciertas palabras, en qué significa exactamente
un hijo de puta. Cuando George Bush (pido perdón por utilizar por primera vez una
palabrota en este artículo) define al supuesto "eje del mal" intenta precisamente
calmar a la especie señalándole donde están los buenos y donde los hijos de puta. Sin
embargo, todos sabemos que en ambos extremos del supuesto eje hay hijos de puta
asociados. Bush solo intentó distraer la atención denunciando primero, como si la
primicia en nuestra cultura también santificara. Como la muerte.
Esta serie de reflexiones solo intenta extirparnos del alma ese sentimiento impuesto
por la tradición judeo-cristiana: la culpa. Y sentimos culpa cuando sobreviene el alivio
tras la muerte de un hijo de puta. Que desconozcamos la muerte, que todo lo
desconocido nos atemorice, que nos aterrorice su sola idea, que tengamos como única
certeza humana que la muerte nos alcanzará algún día y que nos consideremos buenas
personas por no desear íntimamente la muerte de nadie no debe detenernos a la hora
de expresar nuestras reacciones ante la muerte de alguien que es el único responsable
de ser considerado un hijo de puta. Lo que sentimos es genuino, por más censuras que
nos impongan los dogmas y la tradición. Y no debemos hacerlo únicamente para evitar
psicoanalistas que nos ayuden a liberar nuestros sentimientos reprimidos. Tenemos la
obligación de marcar la diferencia entre muertos en honor a tanta buena gente cercana
o no, que se nos aleja diariamente. No es justo impartir el mismo trato generoso
a dos almas, si una es noble y la otra decidió no serlo. La muerte no nos
iguala. La muerte termina con nosotros, que es otra cosa.
La vida, Dios, los mandatos y los titulares de los diarios no tienen derecho de actuar
tan injustamente al pretender que el natural hecho de la última exhalación provoque
automáticamente el veredicto que indica que una vida guiada por la decencia sea
considerada similar a la existencia de un hijo de puta. Cuando alguien muere injusta y
prematuramente, es válido dudar hasta de la existencia de Dios, pues la fuente de
toda justicia no tiene derecho a hacer excepciones tan dolorosas. Cuando una persona
amada por sus amados muere, es también válido sentir no solamente el dolor objetivo
que esa pérdida provoca, sino el adicional por intuir nuestra propia e inexorable
muerte futura. Pero cuando quien muere es alguien que dedicó su vida por elección
personal a hacer daño, a convertir el oro en barro, a pisar los brotes nacientes, a
traicionar confianzas, a quitarle el pan de la boca a sus hijos para entregárselo a bocas
prostituidas y una interminable lista de etcéteras, en este caso no solo podemos, sino
que debemos afirmar sin culpas ni temores: murió un hijo de puta.