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El tercero de la foto

Juan Forn

Todos conocemos la imagen: se ha


vuelto ícono e incluso estatua, sólo
que en la estatua se eliminó a uno
de sus tres protagonistas. No es
una crítica ni una denuncia:
también nosotros eliminamos
mentalmente de la foto a aquel
flaquito pelirrojo que parecía estar
de prestado en la escena. El año
era 1968: la masacre de MyLai en
Vietnam, el Mayo francés, los
asesinatos de Martin Luther King y
Bobby Kennedy en Estados
Unidos, los tanques rusos
acabando con la Primavera de
Praga, la matanza de Tlatelolco y,
apenas unos días después,
empiezan las Olimpíadas,
precisamente en México, con la
sangre de los estudiantes muertos
todavía fresca. En la final de los
200 metros llanos, el podio es
ocupado por dos atletas negros
norteamericanos y un australiano,
bastante más bajito y esmirriado
que ellos. Los dos negros suben a
recibir sus medallas descalzos y
con un guante negro cada uno, y
cuando suena el himno americano
bajan sus cabezas y alzan el puño
enguantado, haciendo el saludo de
los Panteras Negras (iban también
descalzos, en alusión a sus
hermanos de raza de los
algodonales de Luisiana, que no
tenían derecho a usar calzado). La
foto dio la vuelta al mundo: en el
reino de la confraternidad
ecuménica a través del deporte,
hacía su fulminante ingreso la
protesta política. Casi medio siglo
después me escribe un lector, uno
de esos lectores exigentes que es
una bendición tener, y me pide que
cuente la historia de la foto y del
blanquito que aparece en ella de
prestado: el australiano Peter
Norman. Yo tenía ocho años en
1968, y había sido educado en los
valores del Barón de Coubertin:
me acuerdo todavía de la
consternación que despertó aquel
episodio pero, como el resto del
mundo, lo ignoraba todo sobre
Peter Norman.
Los velocistas negros Tommie
“Jet” Smith y John Carlos sabían,
desde principios de 1968, que
tenían chances seguras de ganar
medalla: sus tiempos eran cada vez
más mejores, no tenían rivales a la
vista, el oro estaba entre los dos.
También eran miembros de un
grupo de atletas que habían creado
el OPCR (Programa Olímpico por
los Derechos Civiles) que apoyaba
la lucha contra la segregación
racial. Ante el desdén del Comité
Olímpico por sus pedidos
decidieron que, al subir al podio,
portarían un distintivo de la
organización como protesta. Smith
había nacido en Texas, el séptimo
de once hermanos, era hijo de un
peón de los algodonales. Carlos era
de Harlem, hijo de un zapatero
remendón. Ambos tenían en claro
por quién corrían. En las rondas
preliminares arrasaron con sus
rivales y en la final también
picaron ambos en punta, Carlos a
la cabeza y Smith mordiéndole los
talones hasta que en el sprint de los
últimos cincuenta metros superó a
su colega y ya estaba alzando los
brazos cuando vio por el rabillo del
ojo al australianito Norman, que
había hecho toda la carrera en
sexto lugar, achicando a trancazos
la distancia hasta instalarse como
una cuña entre ambos.
Para entender cabalmente la escena
hay que decir que Norman medía
casi veinte centímetros menos que
los dos afroamericanos: cada
tranco de ellos era tranco y medio
para él. Sin embargo algo le había
pasado desde su llegada a México:
no paraba de mejorar sus tiempos.
Hasta entonces no alcanzaban a
hacer sombra a los de Smith y
Carlos, pero ahora estaba
ocurriendo lo imposible. Norman
hizo los 200 metros en 20.07, una
marca que nadie había logrado
hasta entonces. Obligó a “Jet”
Smith a dejar la vida en esos
últimos metros y convertirse así en
el primer atleta en el mundo en
bajar la barrera de los veinte
segundos (clavó la aguja en 19.86).
Carlos quedó en tercer lugar, con
sus 20.10.
En el vestuario antes de subir al
podio, Smith y Carlos encararon a
Norman y le avisaron lo que iban a
hacer. El australiano venía de una
familia de “salvos” (así llamaban
en su país a los voluntarios del
Ejército de Salvación). Cuando
Smith y Carlos le preguntaron si
creía en los derechos civiles y en la
igualdad ante Dios, contestó:
“Creo que todo hombre tiene
derecho a beber la misma agua.
Creo en lo que creen ustedes”. Y a
continuación señaló el distintivo
del OPCR y preguntó si tenían uno
para él. Otro atleta norteamericano
le dio el suyo. Smith y Carlos se
preguntaban de dónde había salido
ese blanquito que pensaba más en
lo que estaban por hacer que en su
medalla de plata. En el revuelo
descubrieron que se les había
perdido un par de guantes. “Que
cada uno use uno”, sugirió con
practicidad Norman. Desde el
podio no pudieron apreciar del
todo lo que pasaba en las tribunas:
el estadio entero en silencio
cuando, con los primeros
compases del himno, Smith y
Carlos alzaron su puño
enguantado.
Ambos fueron desafectados y
expulsados de la Villa Olímpica en
cuanto bajaron del podio (al atleta
que le dio el distintivo a Norman
también lo suspendieron). Apenas
volvieron a casa empezaron los
problemas. Uno de ellos terminó
lavando autos en Texas, el otro
cargando bolsas en el puerto de
Nueva York. Les escribían insultos
en la puerta de sus casas, cada
noche sonaba el teléfono con
amenazas anónimas. Debieron
pasar más de diez años hasta que
pudieron volver al mundo del
atletismo, ya como entrenadores, y
después como portavoces de la
igualdad en el deporte.
Para Norman fue peor. En
Australia, las minorías raciales
sufrían una forma más silenciosa
pero igual de cruel de
discriminación (en el censo
nacional de 1968 se contaron las
ovejas pero no los aborígenes).
Expresar apoyo a la equidad racial
fue condenarse al ostracismo. No
sólo se le hizo difícil seguir
corriendo; tampoco conseguía
quién le diera trabajo. Repetidas
veces lo invitaron a pedir perdón
por el episodio de México, pero él
se negó, y siguió entrenando por
las suyas y logrando tiempos
superiores a sus rivales. En los
cuatro años siguientes batió trece
veces la marca de calificación en
los 200 metros para ir a las
Olimpíadas de Munich en 1972,
pero no lo convocaron al equipo
nacional y, por primera vez en la
historia de los Juegos, Australia no
tuvo sprinter en las finales de 100
y 200 metros. Norman intentó
dedicarse al fútbol australiano
profesional pero una lesión en el
tendón de Aquiles lo puso al borde
de perder la pierna por gangrena.
Se hizo adicto a los calmantes que
le recetaban, luego alcohólico,
luego se recuperó y empezó a
militar en el sindicalismo y
trabajar en una carnicería. Usaba
su medalla olímpica para trabar la
puerta de su departamento.
Cuando se anunció que Australia
organizaría los Juegos en el 2000,
se ilusionó con que lo incluyeran
en los festejos. Los organizadores
de Sydney invitaron a todos los
medallistas olímpicos australianos
a desfilar el día de la inauguración,
pero a Norman no sólo lo
excluyeron del desfile: ni siquiera
le mandaron entradas para ir al
estadio. Era el mejor velocista de
la historia australiana pero no
existía. Incluso en la estatua que se
había erigido en el campus de San
José, California, conmemorando
aquel podio de México 68, el
segundo lugar estaba vacío.
Murió sin que nadie le pidiera
perdón, el 9 de octubre de 2006.
Los ya sexagenarios Smith y
Carlos viajaron hasta Melbourne y
llevaron el féretro en el funeral. La
banda que acompañaba el cortejo
tocaba “Carrozas de fuego”. El
sobrino de Norman, Matt, había
hecho un documental sobre su tío:
no consiguió financiación en su
país, pero logró terminarla igual.
Después de colarla en el circuito
de festivales y cosechar media
docena de premios, el Comité
Olímpico declaró el 9 de octubre
Día Mundial del Atletismo. La
marca de 20.07 sigue sin ser
superada en Australia hasta el día
de hoy. Ningún otro record en el
atletismo mundial ha durado tanto.

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