Está en la página 1de 8

Raptores Lunares

— Descenso autorizado, abriendo compuertas de la nave VI “Grupo de rescate

Kamikaze” —. Dijo el Coronel Grul desde el Holomatic.

Al pisar por primera vez aquel suelo, los tres astronautas reportaron su descenso

con éxito. Las últimas señales comenzaron a perderse. La holografía 3D en la

pantalla portátil del Capitan Cuervo Negro se difuminó; recordó la estática de los

primitivos televisores sin señal. El diamante sobre el cual los rayos láser se

proyectaban para dibujar la figura condecorada y distinguida del hombre frente a los

controles, estaba en el sitio correcto; quizá simplemente se había sobrecalentado.

Después de todo, desconocían las condiciones climáticas de Grisel por sus trajes

de adecuación atmosférica que los mantenían aislados en temperatura terrestre.

Cuervo, fastidiado, tenía la esperanza de pasar el primer día sin contratiempos.

Incluso para un capitán tan experimentando como él, arrastrar con dos novatos en

la expedición de rescate implicaba demasiado esfuerzo. Si algo bueno saldría de

declararla exitosa, sería el reforzamiento de su calidad como capitán y la novedad

de su capacidad como educador.

— Haremos un reconocimiento libre del terreno en lo que recuperan la conexión, no

tardará más de unos minutos — Enunció Cuervo mientras drenaba el sudor

acumulado en la parte superior del traje para disimular su nerviosismo. Desde la

llegada de Ekatombe a Grisel no se registró dato alguno. Ahora, varios años

después, el Capitán y su tripulación se encontraban sin mapas, varados como

barcos en alta mar; no había norte o sur. La segunda expedición sabía agridulce, a

una mezcla de esperanza y temor.


-Larco, cubra este perímetro — dijo Cuervo señalando desde los gigantescos

montículos de arena roja hasta lo que parecía un obelisco obsidiano — Registre

memográficamente todo a su paso y regrese a la nave —. Dirigiéndose a Siul, dijo

— Usted acompáñelo, recolecte lo que considere útil para establecer un punto de

partida —.

Larco encendió su memoria fotográfica. Esta vez realmente debía lucirse, buenos

registros facilitaban la posibilidad de un ascenso. Siul, por su parte, esperaba hallar

elementos sin precedentes, algo que lo catapultaran a él y a su visión binocular a la

fama.

Al atravesar la arena que los separaba de las dunas, Larco percibió a sus botas en

llamas. La manera en la que Siul enterraba pasos en el suelo desacreditaban su

paranoia piromaniaca y sus continuos saltos por evitar tocar la superficie. A Siul le

intrigaba el poco cuidado de su compañero al andar, se preguntaba cómo aquel

astronauta no temía a los profundos hoyos que él creía ver a lo largo del terreno.

El ambiente cambió. Observaron emerger, desde distintos puntos, formaciones

rocosas huecas exhalando cristales líquidos a propulsión. La atmósfera se polveó

húmeda. Opaca neblina veló a los tripulantes. Siul, tratando de encontrar a Larco

para aferrarse a algo, desatendió su paso. Se estrelló contra el obelisco de

obsidiana comprimida, dura como un metal. Su compañero ni siquiera se

sorprendió; desde la Academia, eran bastante frecuentes los accidentes de Siul y

bastante cuestionable su ingreso a los grupos de rescate. Cuando la neblina

descendió por completo, Larco le auxilió, señalándole una pequeña fisura en su

casco. Decidieron regresar a la nave. Caminaron sobre la arena húmeda,

silenciosos. A sus espaldas, euphorbias lacteas florecientes se alzaban sobre las


dunas hasta cubrirlas por completo, esparciendo semillas para otro cíclico y

renovado día.

Antes de llegar al punto de encuentro, Larco decidió revisar los registros

almacenados en su memoria. Se repetían constantemente las mismas fotografías:

superficies desoladas que se extendían por kilómetros hasta el horizonte; el

amargado de Cuervo lo creería un inútil. Al menos él no rompió su casco. Siul,

cabizbajo, cargaba con sus piernas, las sentía infinitamente pesadas. Le costaba

trabajo mantener el ritmo de su compañero; pensaba su respiración, la percibía

enrarecida. Andaba cada vez más lento, daba la ilusión de empequeñecerse a cada

paso. Cayó. Cayó también lo que concibieron como un atardecer sobre la

inmensidad de Grisel; un fenómeno sin precedentes. Los tres astronautas reunidos,

contemplaron la danza tonal que emanaba del satélite natural de aquel planeta. El

astro taciturno, como cortando el aire para abrirse paso, se elevaba a través de un

cielo violeta. Oscureció.

–¡Se acabó el espectáculo!– dijo Cuervo mientras intentaba, por última vez,

establecer comunicación con la estación galáctica. En un arrebato de ira, arrojó el

holomatic — La compuerta está bloqueada, tendremos que buscar un refugio para

pasar la noche —. Recorrieron el nuevo paisaje de Grisel; humectada arena roja

empezaba a edificar, mediante aglomeraciones en distintos tamaños, sólidos

patrones geométricos construidos con memoria. Cuando la temperatura alcanzó su

punto más alto, nacieron las primeras cuevas; asemejaban casas cargadas de

ausencia.

El Capitán se adentró, con cierta desconfianza, en la más cercana. Los novatos le

siguieron detrás. Ordenó a Siul, ya de pie y más repuesto, colocar en el centro del
espacio la pequeña lámpara prismática de emergencia. Larco se encargó de

preparar las infusiones intravenosas que los mantendrían funcionales por otras

cuantas horas. Con los ánimos tan caídos, no hallaron tema de conversación

aquella noche. En una especie de pacto silencioso, la tripulación durmió

profundamente.

Siul despertó antes que todos. Apagó lo que quedaba del prisma. Ya había

esclarecido. El planeta era helado por las mañanas; pudo intuir su atmósfera

mediante fugaces ráfagas de aire penetrando por el orificio del casco. A pesar de

que la batería de su traje regulador se había agotado y sudaba a causa del calor

concentrado, prefirió conservarlo. Deshacerse del equipo hubiera significado

confrontar la anécdotas terrestres respecto a Grisel, mitos que él consideraba

falsos. Pero, a estas alturas, no podía permitirse ninguna equivocación; después de

todo fue seleccionado por encima de incontables aspirantes. Su nombre

encabezaría las portadas de los más reconocidos periódicos.

Sin embargo, pensó en realizar una exploración ráfaga en el resto de las casas.

Cuervo y Larco lucían realmente cansados, confiaba en regresar antes de que

despertaran. Eligió una construcción al azar. Al atravesarla, lo invadió una creciente

inquietud; se sentía observado. Anduvo más metros, poco le importó su agitada

respiración; era la oportunidad única para el hallazgo perfecto. Y ahí estaba. Divisó

en una esquina, cubiertos de arena, harapos desgastados. Mientras se acercaba,

alistó las cápsulas en las que retendría su boleto dorado. Cuando los sostuvo entre

sus manos, analizó microscópicamente cada fibra. Un escalofrío recorrió su

espalda; no existía margen de error: era el mismo material que lo recubría de pies

a cabeza, sin rastro de algún cuerpo. Siul decidió regresar al campamento.


—Descuide Larco, en casos extremos como este, desobedecer la regla 30.12 no

amerita sanciones— dijo Cuervo mientras removía su casco —mandarán un equipo

de rescate antes del anochecer, estoy completamente seguro— y esbozó una

sonrisa terriblemente falsa. Ambos astronautas se cuestionaban el paradero de Siul.

Larco había tenido suficiente de ese idiota. Pensaba, con total honestidad, que les

sería más útil muerto. Por su parte, Cuervo Negro no parecía molesto ante la

insubordinación del novato, en realidad le importaba ya tan poco como contactar al

Coronel. Se refugiaba, paulatinamente, en la cómoda sombra de la indiferencia.

Los dos astronautas comenzaban a debilitarse, habían exprimido hasta la última

gota las intravenosas de la noche pasada. Ni siquiera cruzó por su cabeza la idea

de esperar a Siul para almorzar. El Capitán extrajo dos minúsculas semillas de un

compartimento plegable en la manga de su traje, sólo bastaba un ligero rocío de

agua para germinar el cordero sintético que allí se almacenaba. Ensimismados, no

cruzaron palabra alguna.

Siul activó su visión macroscópica, no cabía duda de que sus compañeros

tripulantes habían despertado. Temeroso, aceleró el paso para alcanzarlos en el

refugio. Esperaba lo peor; ser expulsado de la misión por desobediencia a un

superior implicaba una vida común y corriente.

Al llegar, observó, con una mezcla de desconcierto y asco, la manera en la que los

astronautas, encorvados, arrancaban grandes trozos de carne. Devoraban

frenéticamente. Cualquier rastro de apetito en él se desvaneció. Con un nudo en la

garganta, balbuceó el resultado de su ilícita expedición al mismo tiempo que

liberaba los restos almacenados en las cápsulas. Cuervo negro, después de

escuchar sin mucha atención las palabras de Siul, echó a reír. —Compañero
tripulante, ¡no se tome usted tan en serio!— dijo, a la vez que le extendía una costilla

de cordero —Almuerce con nosotros y reponga sus energías, quítese ese casco

que lo sofoca. Aquí en Gricel no hay nada que temer, el aire es tan puro como en la

Tierra—. Larco, fastidiado por su retorno, clavó en él su mirada furiosa.

Siul, como por inercia, tomó el trozo de carne ofrecido. La respuesta de Cuervo

resonaba en su cabeza. La mirada rabiosa de Larco se imprimió en su memoria. A

pesar de que ambos exploradores se habían removido los cascos y parecían en

buen estado, sus comportamientos le parecían sumamente extraños. Los juzgó

envidiosos debido a su gran descubrimiento. Sí, eso era. El Capitán se esforzaba

por no parecer sorprendido frente a los harapos porque, de lo contrario, reconocería

la vitalidad (mayor que la suya) de un novato como Siul. Larco, ciego de celos, no

podía disimular su enojo. Esa tenía que ser la causa de tan bizarras actitudes.

Se sentó a un costado de Cuervo mientras mordisqueaba la costilla. Retirarse unos

minutos el casco no le acarrearía penitencia. Mientras trataba de pasar pequeños

bocados de cordero a través de su garganta, escuchó palabras intraducibles que

provenían de sus compañeros. Los intentos por emitir frases con sentido

evolucionaron en ruidos y, después, en gritos cada vez más fuertes e

incomprensibles. Súbitamente, los cuerpos de aquellos astronautas se hundieron

en espasmos arrítmicos. Siul, horrorizado, escupió el cordero; pensó en

envenenamiento. Claro, debía ser eso. Desde su despegue en la base espacial

terrestre, la misión estaba condenada al fracaso; todo era parte de una conspiración

por parte de la agencia porque no podían soportar la idea de que tres individuos se

llevaran el crédito absoluto por la expedición. Esa era la razón.


Cuervo y Larco cayeron al suelo en un brusco movimiento. Los temblores no

cesaban. Siul era capaz de escuchar al aire de Gricel penetrando sus cuerpos:

expandía sus fosas nasales, explotaba sus tímpanos, coloreaba de un negro rojizo

sus bocas. Inmovilizado, buscó los ojos del Capitán con la esperanza de hallarlo.

Se heló al contemplar dos bolas de lava incandescentes atravesadas por una franja

vertical color sangre. Alrededor de las monstruosas cuencas, la piel se fragmentaba

en hexágonos irregulares; adquirió una tonalidad verdosa y una consistencia dura,

como de coraza. El resto del rostro también se cuarteó, eran escamas las que ahora

recubrían a los exploradores. Frente a Siul, la estructura ósea de ambos semblantes

se amorfaba; fragmentados, las partes desencajadas que los constituían

burbujeaban descontroladamente. Surgieron largas trompas con aserrados dientes

donde recordaba las bocas, desaparecieron las orejas y dos pequeños orificios

sustituyeron las fosas nasales.

Aún en el suelo, cada cuerpo epiléptico engendro un par de repulsivos muñones

que atravesaron el traje espacial a lo largo del pecho. Segundos después, Siul miró

cómo esos trozos de carne evolucionaban en brazos enanos con sus respectivas

falanges que culminaban en garras de 30 centímetros. En la parte trasera, notó dos

colas rígidas elevarse por encima de sus cráneos. Los trajes espaciales se

desgarraron a causa del inmenso tamaño que habían alcanzado los astronautas;

escamas verdosas se asomaban por todas partes. Cesaron los temblores. Se

pusieron de pie. Cuervo emitió un chillido mientras enterraba, con fuerza, su pata

en la arena.

No veía a Larco, no veía al Capitán. Frente a él estaban los Raptores Lunares,

protagonistas de los mitos terrestres más retorcidos. Siul sabía que era inútil
escapar. También sabía la imposibilidad de justificar lo sucedido; sucumbió ante la

real toxicidad de aquel aire enrarecido.

En Gricel, la neblina húmeda, los atardeceres violetas y aquellos extraños suelos

que se humedecen y se renuevan día a día, ahogaron el último grito de Siul.

También podría gustarte