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Meditaciones en camino
P. Fernando Pascual, L.C.
Introducción
En camino fueron escritas cada una de estas reflexiones. Aparecen así, como la vida, en la que se
mezclan tantas experiencias, ideas, caídas y perdones. Se ofrecen como una mano tendida a quien
desee encontrar algo de luz y, sobre todo, avanzar en nuestra continua marcha hacia elabrazo del
Padre de las misericordias.

Índice
1. Un camino
2. Pinceladas
3. Huellas en la playa
4. Oración ante un arroyo de montaña
5. Sencillos como las aves del cielo
6. Una sencilla flor de campo
7. Ante la vida
8. Lo que dura para siempre
9. ¿Cuál es mi grado de felicidad?
10. ¿Imágenes eternas?
11. Preguntas esenciales
12. Un lugar para cada uno
13. Valgo mucho más de lo que visto
14. El fotógrafo
15. No somos lo que queremos ser
16. Satisfacciones inmediatas
17. Sed de amor
18. “Mi amor es mi peso”
19. Globos que vuelan lejos
20. Un tesoro escondido
21. Ante el tiempo que pasa
22. Viento favorable
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23. Todo bajo control


24. ¿Quiénes dirigen mi vida?
25. Tres lecturas de mi vida
26. Los límites del mal
27. ¿Qué siente Dios?
28. Tras mis huellas
29. Dejar un lugar a Dios
30. Busqué a Dios
31. Y pensé que Dios sería...
32. Dios nos habla
33. Mamá, ¿me puedes hablar de Dios?
34. La “ceguera” del amor
35. El ideal de mi vida
36. Misterios de lo profundo
37. El niño que llevamos dentro
38. “Querido Dios Padre”: una niña escribe a Dios
39. Amados por un Padre bueno
40. Es bueno que tú existas
41. El Camino vino a nuestro encuentro
42. Y Dios pidió permiso para entrar
43. Hablar con la Madre, hablar con María
44. Nos acercamos a Ti, Señor
45. Peregrino de la Trinidad
46. La fuerza de los débiles: la fe
47. De la fe al amor
48. Unidos por amor y para amar
49. El amor que mueve a todo el universo
50. El tejido de la vida
51. Muertos por el miedo de morir
52. Vivir con la muerte como hermana
53. La paciencia de Dios
54. Aquí estamos
55. Una antorcha de paz y de esperanza
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56. Sintonizar con Cristo


57. Una experiencia, una Persona
58. Ante la Iglesia
59. El “misterio de la luna”
60. Un nuevo sacerdote, un nuevo susurro de Dios
61. Vocación y familia
62. La familia como primer seminario
63. Desde las canas
64. Autorrealización cristiana
65. “Yo no te condeno”
66. El árbol caído
67. El incendio
68. Ante una brasa de esperanza
69. Que no se cansen los buenos
70. Felicidad y caprichos
71. No basta con saber
72. Pecados y pecados
73. ¿Pecados “pequeños”?
74. Rendiciones
75. Lo que ya no hicimos...
76. Solidarios en la misericordia
77. “Aparta de tu pecado tu vista”
78. Los “últimos olvidados”
79. Creo en la misericordia divina
80. Madre de la divina misericordia
81. En medio de nosotros...
82. Cristo será tu alegría...
83. Cantar a María
84. Con los ojos en el cielo
85. El cielo y la televisión
86. Frente a la cruz
87. Anunciar la Pascua
88. Mandamientos: ¿prohibiciones o caminos para amar?
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89. ¿Cumplí o no cumplí?


90. La espera
91. Antídoto contra la desesperanza
92. El camino del grano de trigo
93. La gota de miel
94. ¡Cierra los ojos!
95. Un helado de fresas
96. La humildad
97. Compartir también lo “necesario”
98. “Dichoso el hombre que da”
99. Cartas de Cristo
100. Luces en una noche oscura
101. Pon amor y sacarás amor
102. La llave del corazón
103. ¿Y yo puedo predicar a Cristo?
104. Dar a Cristo
105. Mística y ascética
106. “No estoy en la lista”
107. Hombres de oración, cristianos sin riesgo
108. Ideas sobre Dios y oración
109. Conventos que sanean el mundo
110. “La caridad es paciente”
111. La hora de la persecución
112. ¿Corazones peligrosos?
113. “Te estoy aprendiendo, hombre”
114. Las lágrimas del profeta
115. Regalos
116. “¿Se puede programar la santidad?”
117. ¿Los verdaderos reformadores? Los santos
118. Tierras difíciles
119. Gente importante
120. Vacaciones, ¿con o sin Dios?
121. Si Dios quiere...
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122. Levadura nueva


123. Los ángeles del cielo
124. Crónicas desde el cielo
125. Los ojos de una niña
126. Ante la enfermedad
127. Estar junto al enfermo
128. El mejor regalo para un enfermo: el sacerdote
129. Soñar un mundo cristiano
130. ¿Venceremos o vencimos?
Sobre el autor y la obra
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1. Un camino

Un camino. Quedan atrás personas y recuerdos. Los padres, hermanos, maestros, amigos y
vecinos.
Una historia, unos hechos, un pasado que queda escrito. Lágrimas y alegrías, triunfos y
coscorrones, pasteles y vacunas, libros y garabatos. Una cicatriz en la cara, un diploma en la pared, y
una foto en la que cabían todos, felices, como familia unida.
Delante, ¿qué hay delante? Un horizonte, nuevas promesas. Miedos ante lo imprevisto, sueños de
esperanza y de mejora. Alguien que espera, un abrazo deseado, un perdón por ofrecer, una
enfermedad que avanza lenta, lenta...
Un camino. Ahora, a los lados, praderas o casas apiñadas, niños alegres o ancianos reflexivos,
hombres y mujeres con sus prisas, o rebaños de corderos que nos miran, embobados, mientras
pasamos junto a la cerca.
Un camino. Así es la vida. Viene de un pasado que ha quedado fijo, inmóvil, petrificado. Va hacia
un futuro no del todo previsible, siempre nuevo. Se construye en el presente que se escapa de mis
manos, que se ríe de mis miedos, que me obliga a nuevos pasos, sin pausa, como un río que baja
impetuoso por la montaña o se mueve, sereno, maduro, entre los campos de un valle verde.
Un camino. Algo, alguien me llama. Cada paso lleva a nuevos rumbos. Cada decisión construye
una vida. Cada gesto es visto por mil ojos atentos, llenos de cariño o, tal vez, desconfiados,
acusadores, traicioneros.
Quizá esta noche habrá un momento de descanso. Tal vez podré mirar al cielo o a un techo para
otear al Dios que me ha creado y me llama. Quizá podré dar gracias por mil dones, y pedir perdón por
el pecado.
El camino está aquí, me obliga y abraza, me lanza y me estimula, me hunde y me rescata. Es un
camino apasionante. Es un camino que puedo hacer junto a Ti, Dios mío, mientras el cielo se viste de
mil lámparas, los grillos gritan su concierto y el viento de la tarde acaricia sueños, arrugas y
amapolas...

2. Pinceladas

El mar murmura lamentos. Las olas avanzan, conquistan orillas y rocas. Luego vuelven, chocan,
luchan una agonía misteriosa, casi eterna.
La vida sigue mil rumbos. El niño juega con el agua, mientras su madre observa, vigila, aleja los
peligros. Un adulto entra en un bar. Será el inicio de una nueva borrachera, mientras su esposa y sus
hijos lloran, rezan, esperan que deje el vicio, que viva como hombre honesto, como padre bueno.
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Un anciano espera en una esquina. Tal vez alguien le dará la mano, le permitirá cruzar esa calle
que lo separa de su casa. A lo lejos, hombres y mujeres pasan, siempre con prisa, enfrascados en sus
temas, encerrados en asuntos importantes, la actualidad del mundo o la marcha de la bolsa.
La hormiga no encontró el camino de regreso. Un niño la tomó en sus manos para observarla y
contar sus patas. Una medusa se mueve, lentamente, junto a las rocas, mientras los peces saltan sobre
el agua y sienten la caricia de un sol que no ha dejado de brillar durante miles de milenios.
Nuestra vida avanza. Fuimos niños, adolescentes. Soñamos como jóvenes, luchamos en el mundo
de los adultos. Mil ilusiones y sueños quedaron encerrados en nuestro corazón, opacados por las
prisas, el cansancio, la rutina. A veces despiertan, nuevamente, para decirnos que la vida es hermosa,
que podemos hacer algo por los otros, que nuestra existencia no es un punto perdido en un mundo
incierto.
La tarde avanza. El sol busca su descanso. La luna brilla. Mientras, las estrellas, temblorosas,
juegan a pintar sueños. Un adolescente promete ser bueno, estudiar en serio. Una esposa recibe, entre
lágrimas, la carta del marido que pide perdón, que suplica poder volver a casa.
Dios, desde el cielo, parece guardar silencio. Pero se esconde en cada latido, en cada viento, en un
rocío fresco o una lluvia tropical. Podemos recordar que vivimos porque Dios nos sueña, que somos
grandes a sus ojos, que mandó a su Hijo para dar plenitud a la dicha humana, para curar con esperanza
al que sufre la agonía de sus penas. Nos ama, simplemente, como hijos, mientras las cigarras siguen
con su canto insistente y un conejo se deja acariciar por las manos de un niño ciego...

3. Huellas en la playa

Un día tibio, de paseo por la playa. Las olas besan la orilla, mientras la arena acoge mil suspiros.
El lugar, solitario, sereno. Empiezo a caminar. Junto al mar, unas huellas. Alguien ha pasado.
Tiene los pies pequeños. Algo puedo saber del caminante, por sus huellas, por lo que ha dejado con su
cuerpo entre la arena.
Luego, nada. No hay señales. Solo brilla el mar, juega a los espejos. Un rumor inquieto llena el
ambiente, mientras el sol calienta aguas, tierra y pensamientos.
¿Nada? ¿No hay nadie aquí? ¿Estamos solos? ¿Es la vida un surco en la playa, un dejar huellas
fugaces, borradas por el viento y por las olas?
Busco otras huellas. No de hombres, no de niños, no de pájaros. Busco huellas que me digan si
alguien hizo el mundo y las estrellas. Huellas que me expliquen el motivo de la vida, de la muerte, de
la esperanza y de las lágrimas de los inocentes.
Si Dios existe, si el mundo es bueno, si la vida es regalo, si el amor es eterno, tendré que descubrir
señales. En las olas o en la gaviota, en el delfín o en el cangrejo, en la libélula o en la concha.
Un puñado de arena resbala entre mis dedos. El viento acaricia la cara, gime por momentos.
Luego, nada. Solo olas que vienen y van, inquietas. Parecen buscar conquistas imposibles, plasmar
esculturas entre rocas y romper castillos de ensueño.
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Busco huellas. Dios no puede esconderse mucho tiempo. Tengo que descubrirlo, sentir sus
sueños, respirar su aire, tocar su imaginación infinita, su capacidad incansable de hacer lo nuevo.
Dios tiene que aparecer. Quizá sostiene esas huellas, de un niño y de su madre, que han pasado.
Quizá ama junto a esos novios que se comprometen, para siempre, a darse y a acoger, un día como
esposos, cada vida que Dios quiera regalarles. Quizá mira, con esos ojos de un anciano, cómo el sol se
zambulle, entre las olas, mientras el viento cesa y las golondrinas vuelven a un tejado.
Dios ha dejado tantas huellas... Quizá me falta vista para verlas. O un corazón sencillo, como el de
un niño, que mira mil reflejos en las olas y exclama: ¡qué bello!

4. Oración ante un arroyo de montaña

La corriente fluye, fresca, ágil, cristalina. Viene de lo alto, de la lluvia, de la tierra que almacena
recuerdos de agua viva. Se dirige a lugares desconocidos, lejanos: un lago, un valle fértil, el mar con
sus misterios y sus olas.
Miramos, de nuevo, nuestro arroyo. Se escucha un rumor constante, quebrado por golpes de prisa,
detenido en momentos de pausa. Un gorrión se acerca, bebe un poco de agua, se zambulle unos
instantes y vuela, libre, contento, refrescado.
¿Qué misterios encierra nuestra vida? ¿Será corriente, será manantial, será océano profundo,
sereno, oscuro? Todo transcurre muy deprisa. El tiempo no se detiene. La sangre pasa de venas a
arterias y de arterias a venas. Mientras, el corazón trabaja, noche y día. Muchas células nacen y
mueren, en un esfuerzo titánico por conservar el aliento de la vida.
¿Qué queda tras el viento, la lluvia, el silencio sugestivo de una noche de verano? ¿Por qué
nuestra alma, inquieta, no se contenta con su mirar el agua que grita y pasa? ¿De dónde nace el deseo
de amar, de dar, de construir un mundo mejor, de mirar a un niño y sonreír ante sus sueños de
inocencia?
El arroyo no ha dejado de levantar murmullos. Las rocas, un día más, han resistido el golpe de la
corriente. Quizá los años puedan quebrarlas, quizá algún día dejarán su firmeza para terminar, hechas
pedazos, en una playa de arena blanca y tibia.
Nosotros miramos al cielo. Alguien nos hizo grandes, y, a la vez, nos formó de arcilla. El camino
se hace frágil, el viento deja sus heridas, y un cariño nos llena de esperanza, mientras los grillos
cantan y las golondrinas terminan la cosecha de su día.
La vida encierra mil misterios. El amor no termina, nos lanza a mundos nuevos, nos empuja a
cielos infinitos. Dios mira con cariño a cada hombre, y espera que un día, cansado o fuerte, anciano o
niño, arroyo impetuoso o río sereno, abra el Evangelio y aprenda a llamarle con el nombre que más
quiere: Padre nuestro que estás en los cielos...
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5. Sencillos como las aves del cielo

El pájaro parece no tener pasado ni futuro. Canta, come, juega, persigue a su pareja, cuida a sus
pequeños.
A veces tiene que huir ante un niño que trepa el árbol para buscar nidos. Otras veces gira y gira, en
el cielo, sin rumbo, sin meta, sin prisas. Juega con el viento en la cara, o se moja las patas en un día de
calor.
¿Serán felices los pájaros? ¿Qué piensa un gorrión que come migas? ¿Disfruta la golondrina que
hace equilibrios en un cable? ¿No se marean las gaviotas cuando se elevan sobre las olas del mar?
¿Qué siente el buitre cuando busca carne vieja para la comida de sus crías?
Un jilguero canta, un canario juega con su voz. Un loro da los buenos días a su dueño. Un niño
lanza unas migas a un grupo de palomas preocupadas más por llenar su estómago que por dar las
gracias a su bienhechor.
Cada pájaro tiene su historia. Nace, crece, cuida a sus pequeños. Un día muere, deja un lugar
vacío en el mundo de los vivos. Quizá un niño lo entierre, una señora llore por su muerte, unos
pajarillos, huérfanos, noten la falta de su padre.
El mundo de los pájaros está lleno de misterios. Sentimos envidia por su simplicidad, por sus
cantos gozosos, por su saltar al vacío como quien juega con la vida, por su huir, veloces, cuando
sienten el paso de un hombre curioso o pensativo.
Nosotros, los humanos, no podemos ser pájaros. El peso del cuerpo nos impide cruzar los cielos.
Comemos mucho como para contentarnos de una lombriz o de unas migas de bizcocho.
En ocasiones, nos complicamos la vida lo suficiente como para no darnos cuenta del milagro de
un nacimiento, de la sonrisa de un amigo, de la caricia de alguien que nos quiere. Pero también
tenemos un corazón capaz de amores y de heroísmos, aunque en ocasiones sea un poco traidor y lleno
de miserias...
De vez en cuando deberíamos hacernos sencillos, como las aves del cielo, para aceptar la vida,
para cantar el gozo, para dar lo que recibimos, para mirar al cielo y pensar en ese Dios que viste los
lirios del campo, inspira el canto de los mirlos y los cuervos, y nos mira, con una sonrisa de Padre
bueno, detrás de las nubes, mientras unas águilas vuelan, majestuosas, hacia mundos lejanos.

6. Una sencilla flor de campo

Eres así: sencilla, sin pretensiones, sin soberbia, sin hambre de aplausos. Una sencilla flor de
campo, sin nombre, sin historia, sin barreras defensivas, sin miedos al viento, a la lluvia, al granizo, al
hombre caprichoso.
Brillas, con tu blanco alegre, entre el verde vivo que acaricia el viento. Hablas un lenguaje antiguo
y nuevo, fresco y cansado, reflexivo y lleno de entusiasmo. Susurras tu mensaje sin preocuparte por el
hoy, sin preguntar si habrá alguien que te alabe, sin soñar en si mañana serás más bella o ya marchita,
sin sospechar que tal vez pronto un niño te cogerá entre sus manos para llevarte a su madre, para
ponerte ante una imagen de la Virgen.
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Hermosa como reina y humilde como pastora, ligera y llamativa, alegre y armoniosa. Abierta a
todos: al colibrí y a la abeja, a la esfinge y a la hormiga, al sol y a las gotas del rocío mañanero.
Hablas porque Alguien te dio un lenguaje de belleza. Hablas porque el mundo es la obra de un
Dios artista. Hablas aunque los hombres vivamos encerrados en nuestras casas de cemento y de
cristal, ajenos a la belleza de tu saludo, esclavos de modas que pasan sin embellecer los cuerpos y sin
consolar las almas.
Hoy quisiera escuchar tu voz callada, contemplar de nuevo tus estambres y tus pétalos, dejarte
acariciar mi piel sofisticada, oler tu aroma de armonías, de vida fresca y pura.
Salomón no fue capaz de vestir ni siquiera por un día como tú, sencilla flor de campo. Por eso
déjame avanzar, a través de ti, para ir más lejos. Para descubrir que hay un Padre Creador y Bueno.
Para no olvidar que el Amor es la palabra más hermosa de la vida. Para ponerme en las manos de ese
Dios que vela y cuida cada una de sus maravillas.
Déjame, humilde y blanca flor silvestre, vivir abierto, sin complejos. Con la esperanza de que mi
vida vale mucho más que la tuya. Y si tú eres maravillosa, estupenda, ¿qué podré decir de la belleza y
la ternura que se esconde en cada corazón humano? ¿Qué podré encontrar en la sonrisa de tantos
hombres y mujeres que me acompañan, como tú, en el camino que nos lleva hacia el Dios que nos
ama con locura?

7. Ante la vida

La vida es un tesoro frágil. Se han elaborado durante siglos muchas teorías sobre su origen, pero
ninguna nos llega a convencer del todo. No está claro cuándo y cómo se inició la primera forma
viviente sobre la tierra. Todavía es un misterio descubrir por qué una pequeña célula tuvo que
alimentarse y reproducirse para conservarse en el tiempo. Lo que sí tenemos claro es la belleza de un
planeta en el que nos topamos con miles de vivientes a cada paso.
Hay vida en ese árbol de la esquina, en la planta de la terraza, en la semilla que traemos del
campo, en la paloma que busca comida entre los niños que juegan, en las hormigas que asaltan la
despensa... Hay vida en el agua del estanque, en la profundidad de un océano inquieto, en el polvo
que nos trae el viento, y bajo la tierra que nutre un árbol viejo.
Hay vida en el vendedor de globos de la esquina, en la anciana que pide limosna junto a una
puerta, en el policía que organiza el tráfico, en el vecino que pone música para todos los del barrio.
Hay vida en los niños que juegan a ser grandes y en los grandes que quisieran ser de nuevo niños. En
los embriones, a veces tan poco respetados, y en los enfermos terminales, esos que luchan por
conservar los últimos rescoldos de energía.
Hay vida, y nos estremece recordarlo, en nosotros mismos. También tú, también yo, estamos
dentro de ese inmenso mundo de la vida. Iniciamos a vivir desde dos células que se juntaron. Nos
desarrollamos en el seno de nuestra madre y nacimos en un año más o menos lejano. Todos los días
(esto vale también para quienes hacen dietas espartanas) necesitamos la ayuda de alimentos que nos
permitan continuar la vida.
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Además, hemos de protegernos de mil peligros, de bacterias, de coches, de escaleras y hasta de


perros agresivos. Y no dejamos de hacer algo de deporte para mantenernos en forma, para que los
músculos y pulmones estén sanos, fuertes y preparados a cualquier peligro.
Es maravilloso poder vivir un nuevo día. El camino que nos ha permitido llegar hasta aquí nos
invita a mirar hacia delante, para conquistar un porvenir que siempre tiene algo de incierto, de
imprevisto; para proteger este tesoro, esta vida, que es frágil, vulnerable, incapaz de asegurarse una
semana más en esta tierra.
Cuidar la vida, defender la vida, amar la vida. Cada vida nos desvela algo de un Amor mucho más
grande, inmenso, imaginativo, divino. Dios es, nos lo dice la Escritura, “amante de la vida” (Sab
11,26).
Dios ama la vida del “hermano lobo” y de la “hermana hierba”. De ese niño que acaba de ser
concebido en el seno de su madre y de ese anciano que ya no puede asomarse por la ventana para ver
volar las golondrinas.
Dios también ama mi vida, esa vida que no pedí, desde la que puedo, en cada instante, devolver
amor a quien todo me lo ha dado. Esa vida con la que puedo enseñar a amar a quienes, junto a mí,
avanzan cada día hacia el encuentro eterno con un Padre enamorado.

8. Lo que dura para siempre

¿Ves aquella estrella que brilla en lo más alto del cielo? Pues ya no existe. Quizá desapareció hace
millones de años. Lo que ahora nos llega es la luz de un astro que fue muy hermoso, que pertenece al
pasado: ya no está en ningún sitio.
“¿Ya no existe? Pero si la vemos...” Tienes razón, pero hay cosas que vemos y que no existen, y
hay cosas que no vemos pero que sí existen. Como las estrellas que ahora se forman en lugares muy
lejanos de la Tierra y que no han sido todavía observadas por los astrónomos, porque no ha llegado su
luz hasta nosotros.
Los hombres somos así: nos gusta creer en aquello que vemos. A la vez, muchas veces no somos
capaces de reconocer lo que no vemos.
Hay, además, realidades que son invisibles, pero más duraderas, más hermosas, más profundas,
que las estrellas, el dinero, el poder, la belleza física, la fama, el placer.
El dinero se acaba, o se invierte mal. Incluso a veces nos arruina, pues permite dar rienda a
caprichos que pueden destruirnos. El poder aguanta mientras uno está sano o tiene fuerza o tiene
dinero o goza del apoyo de otros “poderosos” (tan débiles como uno, tan frágiles como una planta de
trigo). La belleza se pierde: el o la modelo de hoy será mañana un recuerdo del pasado, quizá
conservado en miles de fotografías, pero no por ello menos lleno de achaques y de penas.
La fama es igual: pasajera como el viento. Dura un tiempo, tal vez años. Luego, todo termina. Los
aplausos cesan, las primeras páginas de los periódicos se fijan en otras caras, los comentarios miran a
otro lado. El “famoso” queda arrinconado en las listas del olvido.
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Y el placer, ¿hay algo más frágil que el placer? Hoy muchos se llenan de emociones con un vaso
de cerveza, con una aventura erótica barata, con el frenesí de la discoteca del fin de semana. Luego,
un dolor de cabeza, un extraño sentimiento de vacío, la pena de no haber aprovechado el tiempo en
otras cosas que “duran” más, en amores que rompen el desgaste del tiempo.
¿Hay algo que siempre dure, que no acabe? ¿Hay algo que sea más profundo que los placeres,
más firme que la fama, más próspero que la riqueza, más brillante que las estrellas remotas?
En nuestros corazones descubrimos que late un espíritu, un alma inmortal. Capaz de conocer y de
amar sin límites, capaz de darse y de imitar la vida del Dios que sabemos es bueno porque su esencia
consiste en amar.
Hemos sido hechos más grandes que las estrellas, más ricos que el oro, más hermosos que la
belleza de los campos, más profundos que las inmensidades del océano. Hemos sido hechos poco
inferiores a los ángeles (cf. Sal 8,6). Grandes porque en nosotros quedó impresa la imagen y
semejanza de Dios. Grandes porque el Amor nos sacó de la nada y nos llamó a vivir cada día
enamorados.
Las estrellas mueren poco a poco, quizá incluso tras millones de años de hermosura. Mi espíritu y
el tuyo son indestructibles, llamados a vivir eternamente. Vale la pena cuidar ese tesoro recibido, vale
la pena cualquier esfuerzo para llegar a la vida verdadera: la vida de quien se deja amar por Dios y
empieza a amar a Quien le ama y a sus hermanos.

9. ¿Cuál es mi grado de felicidad?

¿Cómo medir el grado de felicidad, de dicha, de plenitud, de una vida humana?


Entre los griegos se decía que nadie puede ser llamado feliz mientras viva, pues todo puede
cambiar de repente, en cualquier momento. Cada vida está rodeada de un misterio, de una
indeterminación que pone siempre en peligro cualquier felicidad conquistada en esta tierra.
Dejando de lado lo que escapa a nuestro control por culpa del tiempo que nos sorprende siempre
de mil maneras imprevistas, es normal que cada uno de vez en cuando reflexione sobre su vida, sobre
el nivel de felicidad en el que se encuentra.
Pero aquí nos encontramos con muchas sorpresas. En primer lugar, los parámetros para medir la
propia felicidad son muy confusos. Algunos creen que son felices si tienen muchos momentos
placenteros. Otros, si la cuenta del banco se muestra con muchas cifras. Otros, si la familia va bien.
Otros, si realizan un trabajo que les llene. Otros, si tienen modos de escaparse de la monotonía, de lo
ordinario. Otros... otros no saben realmente en qué fijarse para ver si son felices o no.
En segundo lugar, nos sorprendemos al encontrar personas llenas de cualidades, de dinero, fama y
salud, con un corazón amargado, triste. No miremos hacia fuera: también nosotros, después de haber
experimentado algún placer intenso, haber conquistado algo fuertemente deseado, sentimos un
extraño vacío, un cierto desasosiego. Si el placer, además, fue injusto o pecaminoso, la “felicidad”
que nos pudo dar en el pasado se tiñe ahora de un poso de dolor, si es que no nos lleva al
autodesprecio o a la rabia al constatar nuestro egoísmo y nuestra debilidad, al ver que nos dejamos
esclavizar por pasiones a veces muy bajas.
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De nuevo, la pregunta: ¿cómo podemos estar seguros de que somos felices, de que hemos
escogido el camino correcto que nos lleva a esa meta? Paradójicamente, la respuesta empieza a
obtenerse cuando la felicidad deja de ser una obsesión, cuando no pensamos más en cómo
conseguirla a cualquier precio.
Cuando no buscamos nuestra felicidad, sino la de otros, nuestro corazón se siente feliz, casi sin
haberlo querido. Nos sorprende una felicidad que nace de lo más profundo de nosotros mismos,
porque hemos dejado de pensar de modo egoísta y hemos abierto la propia vida a los demás.
El mundo nos bombardea con frases y ejemplos de felicidad equivocada. Nos invita al camino
fácil, al placer del sexo, del alcohol, de las diversiones o de la salud y fuerza física. Embota nuestros
sueños de amor y de justicia con cadenas que nos impiden volar lejos, conquistar metas difíciles, dar
lo mejor de nuestra vida y energías para que la sociedad sea un poco más justa y más buena.
Habrá, pues, que dejar de buscar el ser felices por caminos que no llevan a ninguna parte. Tal vez
sea hora de abrir el Evangelio y escuchar a un Nazareno, Hijo de Dios, que nos dice, también a los
hombres y mujeres de hoy, que son felices los pobres, los mansos, los puros, los perseguidos... Son
felices, porque no piensan en sí mismos, porque buscan al Padre y porque se dan a los demás, también
al enemigo. Son felices, a veces sin saberlo, también entre sus lágrimas. Son felices porque Dios entra
en sus vidas y suaviza los dolores y las penas, da paz y llena de esperanza, levanta y cura. Son felices
porque aman y se dejan amar. Son felices porque han dejado de pensar, de medir, cuál pueda ser
ahora, en este día, su grado de felicidad...

10. ¿Imágenes eternas?

Gracias a los fotógrafos, hemos visto millones de veces, “inmortalizados”, a políticos y artistas,
deportistas y científicos. Con su cámara y su destreza, desde ángulos y luces caprichosas, unos
profesionales o simples aficionados “eternizan” acontecimientos y personajes.
¿Eternizan? ¿Inmortalizan? ¿No será que estamos abusando del lenguaje? La fotografía,
ciertamente, fija, conserva, un segundo en el devenir humano. La imagen queda, pasa a los libros, a la
prensa, a internet... Queda, dicen, eternamente...
Pero la eternidad es otra cosa. Las fotos nos dejan sólo eso: un instante. La sonrisa del político que
ayer vencía en las elecciones hoy es una mueca de desilusiones que nadie observa. El futbolista que
levanta la copa del mundo entre los aplausos de un estadio abarrotado, sufre hoy con amargura por
problemas familiares. El cantante que era tan fotografiado vive ahora en un hospital con pocos
amigos y mucha angustia.
En el fondo, detrás de imágenes, historias, narraciones, se esconde esa fama que depende de los
muchos o pocos que admiran a los “grandes”. Una fama que cambia como el viento, que engaña, que
presenta a los malos como buenos y a los buenos como malos. Una fama que a veces exalta a
personajes llenos de defectos e ignora a gente sencilla de corazón de oro. Una fama que no sirve para
nada a la hora de la muerte, aunque millones recuerden al cantante famoso, a la actriz excepcional, al
político de la palabra fascinante.
Sería triste que la fama nos lleve a olvidar ese destino que a todos nos espera. Caminamos hacia
una meta, vamos poco a poco hacia eternidades verdaderas. Esas que no duran lo poco o lo mucho
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que pueda durar la fama o el recuerdo de quienes un día lloran la noticia de una muerte y mañana
olvidan todo lo que aplaudieron con tanto afecto.
Son verdaderas sólo aquellas eternidades que no se apoyan en papeles, historias, recuerdos,
tumbas hoy rodeadas de flores y mañana llenas de agujeros. Eternidades que se basan en un Amor
infinito, el del Dios eterno, que ama y que invita a amar, que cuida de cada flor, de cada jilguero, de
un niño y de un anciano que no tienen álbumes de fotos ni fama entre los aplausos de la historia
demasiado humana.
Ante la eternidad del cielo la fama, el triunfo, el dinero, se evaporan. Porque allí cuenta sólo lo
que aquí amamos, lo que dimos al pobre, al hambriento, al enfermo, al triste. Porque allí entrará
quien, tal vez escondido, lejos de las cámaras y la prensa, supo cuidar a su madre anciana, supo
perdonar al enemigo traicionero, supo decir una palabra de esperanza a un corazón atribulado.
¿Queremos “eternizar” este día, este momento que Dios pone en nuestras manos? Entonces,
simplemente, amemos. Para ser semejantes a un Dios eternamente bueno, que ama y tiende la mano
(sin fotógrafos) a cada uno de sus hijos muy amados.

11. Preguntas esenciales

¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Son preguntas de ayer, de hoy, de siempre.
La respuesta a la primera pregunta ofrece luz para la respuesta a la segunda. Las alternativas no
son muchas. O respondemos que todo ocurre por casualidad, sin proyectos ni sentido alguno. O
respondemos que hay un designio, un proyecto superior que da sentido a la vida humana.
Según la hipótesis de la casualidad, venimos al mundo como resultado ciego de un proceso
imprevisible de fuerzas. Imprevisible por ahora, aunque tal vez la ciencia consiga en el futuro conocer
casi todos los parámetros y leyes que rigen cada etapa del desarrollo evolutivo, en sus grandes líneas
y en los hechos más pequeños.
Lo que no podrán lograr nunca los científicos, si algún día llegan a cuadricularlo todo, es decirnos
si era bueno o malo que el mundo fuese así. La pregunta por la bondad o la maldad queda fuera del
alcance de los microscopios y de las tablas químicas.
El científico solo puede afirmar: “el mundo es así y no podría haber sido de otra manera”. No
puede decir si es bueno que el mundo siga adelante, si vale la pena vivir cuando a uno le ha tocado un
genoma defectuoso, cuando la gravitación universal ha lanzado sobre mis espaldas un árbol vacilante,
cuando un tumor explota dentro de mi cuerpo.
Tampoco puede decir si es bueno luchar contra el agujero de ozono, eliminar las emisiones de
gases tóxicos, promover una agricultura ecológica o una agricultura basada en alimentos
transgénicos. La ciencia describe, nada más. El mundo de los valores no está a su alcance.
La explicación que supone la existencia de un diseño, de un proyecto, nos permite entrever que
detrás del mundo, de la vida, de las estrellas y de los niños, ha habido Alguien que ha querido todo
esto. Este Alguien se encuentra por encima de las fuerzas físicas, ha sido capaz de dar inicio a todo lo
que vemos, lleva el hilo de la historia en sus manos.
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En la perspectiva del proyecto es justo preguntarse por el bien y por el mal, por los planes de quien
puso orden en las galaxias y en la tabla de los elementos químicos, en los jugos gástricos y en la
clorofila de las hojas.
Podemos preguntarnos (y preguntar al Proyectista) si con nuestra libertad hemos de optar por el
egoísmo o por la solidaridad, por la ayuda al débil o por la ley del más fuerte, por el amor generoso y
exclusivo entre los esposos o por una promiscuidad parecida a la de algunos grupos de animales (o la
que se da en algunos grupos humanos que presumen de “liberados” de toda regla ética).
Responder a las preguntas sobre nuestro origen y sobre nuestro destino no es algo opcional. No
responder, vivir al día, es ya dar una respuesta: la respuesta de la fuga, del avestruz, que busca olvidar
un problema que sigue allí, aunque nos tapemos los ojos. Un problema cuya respuesta establece una
radical división entre dos modos incompatibles de comprender la vida y de asumirla en cada una de
las opciones que hemos de realizar cada día.
No se trata de dar la respuesta que nos parezca más simpática. En este asunto lo que importa es la
verdad. Sencilla y clara, sin complicaciones. Aunque pueda significar sacrificios y renuncias, aunque
nos lleve a dejar egoísmos o proyectos de soberbia y de imposición sobre quienes viven a nuestro
lado.
Hoy, en este día, podemos buscar con sencillez cuál sea la respuesta justa. Quizá con la ayuda de
un libro, o con la mirada profunda del niño que sonríe a sus padres y sabe que su nacimiento no fue un
simple “accidente”, sino el resultado del amor “que mueve el universo”.
Quizá esa sea la respuesta más profunda: hay un Amor, hay un Dios, que es Padre, que ha llamado
a la vida a cada planta, a cada niño, a cada enfermo, a cada anciano. A mí, que amo muy poco y que,
sin embargo, puedo empezar a sembrar esperanzas en el mundo con un gesto de donación a quienes
caminan conmigo, queridos por Dios también ellos, en este planeta de misterios...

12. Un lugar para cada uno

Es un estribillo de una canción escrita para niños: “Pero no importa: igual o diverso, cada quien
tiene su lugar en este infinito universo...”
Cada hombre, cada mujer, tiene algo propio, suyo, inimitable. No somos solo una cadena de
estructuras químicas muy complicadas. No somos una casualidad arrojada al vacío de los espacios.
No somos un absurdo, como decía un filósofo, que nacimos por error y moriremos de aburrimiento.
No somos un peso para un planeta que a veces parece joven, otras veces se muestra cansado, lleno de
posibilidades para el futuro o cercano a la hora de la agonía.
Cada uno hemos recibido mucho del pasado. Hay cosas que no podemos cambiar. Pero otras
dependen completamente de nosotros. En cada momento, ante cada situación, podemos decidir. Para
bien o para mal. La opción está en mis manos, y yo empiezo a escribir ese presente que pronto será
pasado y que prepara un futuro ahora indeterminado.
Yo también tengo mi lugar “en este infinito universo”. Como lo tienen quienes viven junto a mí,
en el metro o en una tienda de fruta, quienes me miran con desconfianza o me sonríen llenos de
optimismo. Ese lugar es mío, insustituible. Es un lugar hermoso. Es un lugar dramático. Es un lugar
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pobre. Es un lugar limitado. Es un lugar transitorio. Es un lugar lleno de misterios, abierto a mil
futuros.
Seguimos de camino. Un día dejaremos nuestro puesto a otros. El piso será ocupado por algún
familiar o por un vecino. El coche irá a un desguazadero. Los libros pasarán a una biblioteca o a los
anaqueles de un amigo. Mi cama, lugar de tantas horas, sueños magníficos o pesadillas inquietas, será
desmontada, tal vez quemada.
Una meta nos espera. Unos brazos abiertos quieren recibirnos. Un corazón de Padre nos dice que
todo era inmensamente grande y bello. La vida no se detiene. La eternidad está cada vez más cerca. Y
en ella, con Dios, descubriremos lo importante que somos, porque en el Amor nadie es pequeño, cada
uno tiene un lugar muy hermoso, muy grande, “en este infinito universo”.

13. Valgo mucho más de lo que visto

Las modas esclavizan, mucho más de lo que pensamos. Especialmente a los adolescentes y los
jóvenes, que son muy vulnerables a las risas y los comentarios que reciben, que buscan aplausos y
apoyos entre amigos y conocidos.
Las modas han llevado a excesos en los vestidos, en los perfumes, en los piercings, en los tatuajes.
Excesos a veces peligrosos para la misma salud, como en el caso del piercing dentro de la boca.
A todos, no solo a los adolescentes, nos vendría bien recordar aquel dicho de William Hazlitt
(1778-1830), un famoso escritor británico: “quienes convierten el vestido como una parte principal de
sí mismos, acabarán, en general, por no valer más que sus prendas de vestir”.
El valor de una persona no está en el vestido ni en adornos más o menos sofisticados que
engalanen el propio cuerpo. Ni tampoco en el móvil último modelo, en la cartera o en los lugares a los
que uno va durante el fin de semana. Ni tampoco en vivir según el capricho impuesto por anuncios
televisivos, ni según lo que el compañero acaba de enseñar en la escuela, ni según la bebida que se ha
puesto de moda.
El valor de cada persona está en su corazón, en esa capacidad de olvidarse de sí mismo para
pensar en los demás, en su espíritu de sacrificio a la hora de ayudar en casa a los padres y a los
hermanos, a los hijos y a los amigos, a los compañeros de trabajo y a los vecinos. Está en esa voluntad
que quiere dejar de lado cualquier forma de egoísmo para llegar a ser un buen profesionista, un buen
esposo o esposa, un buen padre de familia, un buen amigo, un buen ciudadano.
Decía otro autor que quien se casa con la moda corre el peligro de ser tan fugaz como las ideas de
los estilistas. Nuestro corazón está hecho para mucho más. Digámoslo sin miedo: está hecho para
Dios, que es Amor y que nos enseña a amar sin medida, al máximo, plenamente.
No hace falta, para ser buenos, llevar un vestido lleno de agujeros, ni unos pantalones apretados (y
dañinos para la propia salud), ni un reloj con mil alarmas, ni unas pulseras que sirven para monerías y
para poco más... Hemos nacido con un valor mucho más grande incluso que la propia belleza física,
que también pasa, aunque por unos meses o años el espejo susurre que uno es el más “guapo” del
mundo...
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Valemos mucho, muchísimo más que modas, que poses, que figuras pasajeras. Valemos lo que
Dios nos ha amado. Es decir, valemos según un amor eterno. Un amor que es capaz de sacarnos de
nosotros mismos, que nos permite brillar con la luz más hermosa que puede darse en cada corazón
humano. Porque esa luz viene del mismo Dios, que simplemente es Aquel que siempre vale, que
siempre está de moda: Amor...

14. El fotógrafo

Otra vez me han llamado. Ayer fue una boda. Hoy es un bautizo. Mañana viene un político a
hablar al pueblo.
Ante mi cámara pasan personas grandes y pequeñas, famosas y desconocidas, ricos y pobres. Casi
todos sonríen, como si quisieran dejar fijo, para siempre, un instante de felicidad. Cuando, en
realidad, todo pasa, todo cambia, todo ocurre tan deprisa...
Aquellos jóvenes que se casaban entre caricias hace tres años hoy inician el proceso de divorcio.
Hice tantas fotos cuando estaban a la puerta de la iglesia, durante la ceremonia, cuando se besaron en
la plaza, mientras partían una tarta... No me llaman ahora, en cambio, para ver cómo entran ante el
juez que constatará el fracaso de su amor, la ruina de sus promesas más sinceras...
Aquel niño que dormía tranquilo en brazos de su madre, antes del bautizo, hoy vive preocupado
por la moto, los estudios, el trabajo. Me dicen que ya no quiere saber nada de sus padres, que los tiene
angustiados porque llega tarde a casa, porque huele a borracheras, porque quizá incluso ya se droga...
Aquel político que era aplaudido mientras defendía la importancia de la moralidad pública acaba
de ingresar en la cárcel. Esta vez sí tengo fotos de los dos momentos. Cuando subía a un pequeño
podio y dominaba con sus ojos a las masas. Cuando fue conducido ante el juez, las manos esposadas,
entre dos policías que apartaban a los que, como yo, buscábamos el lugar de la mejor toma.
He aprendido que las imágenes son sólo eso: imágenes. La vida es mucho más rica, más
compleja. Quienes hoy gozan mañana inician el camino de la decadencia. Quienes son señalados
como pérfidos ladrones, pueden un día cambiar su corazón, entrar en el mundo de la justicia, dedicar
sus energías a ayudar a los que sufren. Quienes gozan de belleza y fama, mañana sufrirán al ver el
paso inexorable de un tiempo que arruga cutis, que margina a los que ya no son ni útiles ni bellos...
Cuántas personas y cuántas situaciones pasan ante mi cámara. Y cuántas no veo nunca. No
penetro los corazones, ni sé cuándo unos novios se quieren de veras o se engañan mutuamente, ni
cuándo el político que habla de justicia engaña tristemente a sus amigos, ni cuándo el preso es
inocente aunque todos lo acusen de delitos nunca cometidos.
No penetro, sobre todo, en esos mil gestos sencillos, cotidianos, que embellecen la vida, que
engrandecen corazones. Eso que hace un hijo cuando vela, noche tras noche, por la salud de su madre
enferma. Eso que hacen unos padres para aliviar al hijo más pequeño que se apaga poco a poco
carcomido de leucemia. Eso que logra, en un monasterio, la oración de una monja que habla a Dios y
pide por enfermos, pecadores, moribundos, pobres y ricos de corazón incierto.
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Tantas cosas importantes no pasan ante mi cámara. Las pocas que llego a plasmar con un click
quedan allí, como imágenes insuficientes para comprender corazones, para captar el misterio de la
historia humana.
Cada vida es mucho más rica y más profunda que lo que sale afuera. El corazón dirige cada uno de
mis pasos. Hoy decido, en lo íntimo de mí mismo, si seré mejor, si romperé con el pecado, si amaré
más a los míos, si seré honesto en mi trabajo. Sin que nadie, más que un Dios que es bueno, pueda
penetrar en ese dinamismo profundo que convierte a algunos en miserables dignos de compasión, y a
otros en hombres grandes, generosos, buenos...

15. No somos lo que queremos ser

“Y una lucecita que apenas se ve


cuando estoy a solas va diciéndome
que no soy yo, que aún no soy yo” (Joan Baptista Humet).

Reflexionamos sobre estos versos de una vieja canción. Hay algo en nuestros corazones que nos
interroga continuamente, que nos pone ante lo que hacemos, lo que nos preocupa, lo que queremos, lo
que soñamos, y nos dice que todavía hay que caminar, hay que conquistar nuevas metas, hay que ir
hacia montañas lejanas.
No somos nunca en plenitud lo que quisiéramos ser. Ese es uno de nuestros grandes problemas. A
la vez, ese problema es una gran esperanza: lo más triste en la vida es sentarse sobre lo alcanzado sin
ninguna ilusión por superarse, porque hemos sepultado esa ilusión como si se tratase solo de algo
transitorio, de un síntoma de la adolescencia.
Pero con más profundidad que esa inquietud interna, que esa insatisfacción por lo que puede ser lo
monótono de cada día, nos toca, nos ilusiona, nos proyecta, esa mirada, esa cercanía de un Dios que
desea la vida, la plenitud, la felicidad, la superación de cada uno de sus hijos.
Hay momentos en los que esa mirada se hace más fuerte, más intensa. Un acontecimiento, la
sonrisa inesperada de quien pensábamos era enemigo, la llamada por teléfono de mamá o de papá que
nos vuelven a recordar que somos hijos y que podemos ser buenos, la noticia de un acontecimiento
imprevisto que cambia nuestros planes y nos recuerda lo caduco que es todo aquí abajo.
La vida da muchas vueltas, y nosotros, en ella, nos sentimos a veces arrastrados por las
circunstancias. Dejamos de lado lo esencial y perdemos de vista el horizonte, la plenitud que nos
espera.
Mientras, a lo largo del camino, una lucecita nos sigue diciendo, con respeto, pero con insistencia,
que no acabamos de ser lo que Dios desea de nosotros, que nos falta mucho para mirarnos en el
Sagrario y alcanzar esa plenitud a la que nos invita Jesús de Nazaret, Hombre perfecto y Dios amigo.
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16. Satisfacciones inmediatas

Quiero beber: voy a la nevera y tomo un refresco. Quiero comer: voy a la cocina y preparo un
bocadillo. Quiero descansar: voy a la cama y me acuesto. Quiero caminar: salgo de casa y observo
coches, árboles y jilgueros. Quiero ver una película: tomo unas monedas y voy al cine de la esquina.
Mil deseos pueden encontrar una satisfacción inmediata. Luego, cuando ya estamos
“satisfechos”, pasamos a otra cosa, a otro gusto, a otro proyecto o a un descanso más profundo, el del
sueño.
Tenemos, a la vez, otros deseos que no conquistamos fácilmente. Quiero el afecto de un amigo,
pero su voluntad escapa a mi control. Quiero la ayuda de un familiar, pero siempre encuentra excusas
para decirme “no”. Quiero un viaje a un lugar lejano, pero los ahorros nunca son suficientes. Quiero
alcanzar un puesto de trabajo, pero en las oposiciones hay siempre otros que ganan los primeros
puestos.
Lograr lo difícil, lo largamente deseado, lleva a una satisfacción mucho más profunda que la que
se consigue con lo fácil. Pero incluso aquello por lo que tanto luchamos, que tanto nos costó (la
esposa o el esposo, el nacimiento difícil de un hijo, un título universitario, una casa en las montañas)
no nos llena plenamente, no satisface esa inquietud profunda del corazón que desea, que sueña, que
ama insaciablemente.
La vida nos pone ante nuevos retos, ante fronteras inalcanzadas. Nuestra voluntad no queda nunca
contenta del todo, ni nadie es lo suficientemente eterno como para darnos una felicidad completa. Es
entonces cuando pensamos si la vida misma no estará mal hecha, si nuestro corazón quiere más de lo
que puede, si nuestros sueños de lo eterno son tan inconsistentes como el viento de una tormenta de
verano.
¿No habrá algo, alguien, tal vez un cielo, tal vez ese Dios del que me hablaron de niño o que
conocí por un amigo? ¿No será que esta vida es solo una etapa, provisional, bella, frágil, que me
prepara a mares más lejanos? ¿No valdrá la pena dejar un capricho inmediato, una cerveza, un baile,
un amigo peligroso, para pensar si lo que hago me lleva a la meta, me une a lo eterno, me enseña a
amar de un modo nuevo?
Hoy he podido alcanzar tantos deseos. He realizado gestos, he dicho palabras, he comido y he
soñado. Satisfecho e inquieto, contento y con una nostalgia incallable, con amigos y buscando un
amor más grande. Será que mi vida no acaba aquí abajo, será que he nacido para el Dios que es Padre
bueno, será que solo encontraré la paz definitiva, plena, cuando deje mi corazón en Su regazo...

17. Sed de amor

Una sed que está ahí. Presente, respetuosa, a veces con un deje de cansancio o de pena. Quisiera
levantar nuestro corazón a nuevos horizontes, abrir nuestra mente a verdades profundas, desatar
energías que duermen en la satisfacción de la nada.
Cada uno tenemos, muy dentro, indestructible, una sed intensa, insaciable. Sed de amor y de
verdad. Sed de alegría y de entrega. Sed de justicia y de paz. Aunque también hemos acumulado
mucha arena para apagar o esconder el deseo de un amor más grande.
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Encendemos la radio, entramos en internet para buscar novedades, conversamos con personas
desconocidas en un chat de emociones, salimos a la calle a ver una película o a divertirnos con los
amigos, vamos a un parque para contemplar cipreses y jilgueros...
La sed no se deja saciar, parece implacable, como un anhelo de algo que nos falta, de algo más
grande, más hermoso, más profundo, más bello.
¿Qué hay dentro de mí? ¿Por qué esa inquietud eterna? ¿Por qué la vida cotidiana no basta para
llenar mis sueños? ¿Qué busco? ¿Hacia dónde me dirijo? ¿Será que alguien me llama o me espera
más allá del gris de mis mañanas?
Los encuentros se suceden. Las prisas llenan la jornada. Tenemos muchas cosas que hacer. Muy
pocas las hacemos realmente por gusto. Pero incluso aquello que tanto deseaba, aquello por lo que
soñé meses y meses (un viaje, un encuentro, una conquista profesional), cuando llega no me satisface,
no me llena.
Es una sed misteriosa, profunda, discreta. No sé si hoy la dejaré de lado, no sé si buscaré
nuevamente caminos fugaces para contentar mi espíritu con vientos y nubes pasajeras. No sé si hoy
será otro día más, monótono, gris, tal vez lleno de emociones intensas y huecas. No sé si esta noche,
cuando llegue a la cama, sentiré de nuevo esa sed que me inquieta y que me invita a nuevas metas, a
horizontes de amor y de esperanza.
Una sed que quizá me lleve a pensar en ese Dios del que he nacido, que me ama. Un Dios hacia el
que avanzo, mientras la tierra gira imperturbada y un gorrión canta, sencillo y bullicioso, junto a mi
ventana...

18. “Mi amor es mi peso”

¿Por qué el fuego va hacia arriba y la tierra hacia abajo? Para los antiguos la respuesta era sencilla:
porque el fuego tenía una fuerza interior que lo llevaba a subir, mientras que la tierra tendía
naturalmente hacia abajo. En otras palabras, porque el fuego “amaba” lo alto y la tierra prefería lo
bajo.
Los hombres y las mujeres del planeta, ¿vamos hacia arriba o hacia abajo? Todo depende, decía
san Agustín, del amor. En su obra más famosa, las Confesiones, acuñó una frase que se ha hecho
famosa: “Mi amor es mi peso”.
¿Qué quería decir con estas palabras? Agustín lo explicaba así: “El cuerpo con su peso tiende a su
lugar; el peso no va solamente hacia abajo, sino a su lugar. El fuego tiende hacia arriba; la piedra,
hacia abajo; por sus pesos se mueven y van a su lugar. El aceite derramado debajo del agua se levanta
sobre el agua; el agua derramada encima del aceite se sumerge debajo del aceite: por sus pesos se
mueven: van a su lugar” (Confesiones, XIII,10).
El lugar hacia el cual voy depende de aquello que amo. ¿Amo la tierra? Voy hacia ella. ¿Amo el
cielo? Vuelo hacia él.
San Agustín, en otro texto, usará una fórmula más atrevida: “Cada quien es según aquello que
ama. ¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué diré, que eres dios? No me atrevo a decirlo
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por mí mismo. Escuchemos la Escritura: „Yo había dicho: Vosotros sois dioses, todos vosotros hijos
del Altísimo‟ (Sal 82,6)” (Tratados sobre la primera carta de san Juan, II,14).
La vida sigue ante mí. En cada momento decido, hago mil cosas. El amor me guía y me lleva.
Hacia el bien o hacia el mal, hacia la solidaridad o hacia el egoísmo, hacia la pureza o hacia la
concupiscencia, hacia el autocontrol o hacia el desenfreno, hacia la paz o hacia el odio. Según lo que
amo, escojo, y según lo que escojo, soy.
“Mi amor es mi peso”. Soy llevado hacia lo que amo. Y el amor nace de lo más profundo de mi
corazón. Por eso, de rodillas, vuelvo a pedirle a Dios como el salmista: “Crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme” (Sal 51,12).
Quiero vivir para amar, quiero ser llevado por el amor. Quiero, como santa Teresa del Niño Jesús,
como tantos santos de ayer y de hoy, “vivir de amor y morir de amor”.

19. Globos que vuelan lejos

Con una sabiduría sencilla y plástica, alguien afirmó no hace mucho tiempo: “Los globos no van
al cielo por el color que tengan, sino por lo que llevan dentro...”.
En la vida encontramos globos de los más variados colores y formas: globos rojos y violetas,
globos redondos o alargados, globos psicodélicos, que diseñan animales, plantas o hasta helados.
También entre los hombres y mujeres encontramos tanta variedad... Unos con chaqueta y corbata,
otros con una camiseta en la que aparece el rostro de un famoso artista. Unos con gafas de sol, otros
con las pestañas pintadas de colores. Unos con anillos en varios dedos, otros con los dedos cubiertos
por guantes de terciopelo. Unos con zapatos negros bien lustrados, otros con alpargatas ideales para
un museo...
Pero lo que hacen unos u otros no depende, normalmente, de la ropa, ni de las gafas, ni del color
de la piel, ni de la bolsa más o menos llena de utensilios y dinero. Lo que hacen, el subir o el bajar, el
amar o el odiar, depende de lo que hay dentro.
¿Qué llevo dentro de mi corazón? ¿Abundan los rencores o la gratitud, la esperanza o la pena, el
amor o el capricho, la transparencia o la trampa, la paz o la turbulencia que inquieta a todo el que se
acerque a mi lado?
Todo radica ahí, en el aire que está “dentro”. En ese interior que cambia, que a veces me lleva
hacia los cielos, y otras veces me deja pegado, muy pegado, a lo más bajo de la vida. Ese interior que
tiene momentos de generosidad, de entrega, de amor sincero. Y que también tiene momentos de
egoísmo, de pereza, de traiciones despreciables y cobardías llenas de complejos.
Vale la pena detenerse, de vez en cuando, y ver qué aire entra en mi alma, qué pensamientos
dirigen mis pasos, qué principios orientan mis decisiones más profundas o más banales.
No soy lo que los otros digan o vean de mí. Soy lo que hay en mi alma, en lo más profundo de mi
corazón. Y eso solo Dios lo conoce y lo mide, pues Dios “sondea el abismo y el corazón humano, y
sus secretos cálculos penetra. Pues el Altísimo todo saber conoce...” (Si 42,18).
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Si me acerco a Dios, si le dejo curar mis heridas y purificar mi aire, podré llenarme de amor del
verdadero. Seré capaz, entonces, de dejar lastres de egoísmo. Empezaré a volar hacia un Padre que
tanto me ama, hacia el hermano que suplica una ayuda y una palabra de aliento. Recibiré, así, un
corazón cristiano, lleno de paz, de gozo y de alegría verdadera.

20. Un tesoro escondido

De niños nos gustaba buscar tesoros. De grandes nos gustaría encontrarlos, hacernos con ellos sin
peligros y sin grandes esfuerzos.
No es fácil encontrar un tesoro que valga de verdad. Para el cristiano, sin embargo, el tesoro ya
está a nuestro alcance, es posible conseguirlo en cualquier lugar, en cualquier momento.
Aquel que más puede llenar nuestro corazón, que puede darnos la vida eterna, el único que puede
hacernos felices y dichosos, vino a la Tierra, habitó entre nosotros, nos enseñó cómo nos ama el
Padre, nos abrió el camino del cielo.
No todos, sin embargo, han llegado a descubrir este tesoro. Muchos se aferran a cisternas rotas
(Jer 2,13). Creen que el agua de esta vida los puede saciar, piensan que es mejor un poco de dinero en
el banco que no el sacrificio de buscar algo que no termine. Se abrazan a un rato de placer inmediato
como si fuese eterno. Luego, todo lo terreno pasa, se esfuma, dejando quizá recuerdos más o menos
alegres, mientras no se apaga una extraña inquietud que bulle dentro de nuestro espíritu vagabundo...
Otros, de niños, han oído hablar del tesoro. Les han enseñado la fe, aprendieron a rezar, iban a
misa los domingos. Pero quizá algunos no llegaron a comprender todo el valor de lo que tenían en sus
manos. Cuando llega un problema, cuando vivir como cristianos implica sacrificio, cuando arrecian
las críticas o las incomprensiones, dejan de lado el tesoro, lo pierden, incluso, con el gesto más
dramático, con la herida más profunda que puede dañar un corazón humano: el pecado. ¿Conocían de
verdad el tesoro que llevaban en sus manos? ¿Lo amaban sinceramente?
Otros siguen en la búsqueda. Nada les ha llenado su hambre de lo eterno. Nada ha podido
satisfacer sus corazones sedientos. Heridas y golpes, fracasos y desilusiones, les han hecho ver que
todo aquí pasa, que la riqueza y el bienestar de un momento es algo frágil, que los cariños de hoy
pueden ser sombras errantes del mañana.
El tesoro sigue escondido en el campo. Algunos lo han encontrado. Han visto que era aquello que
buscaban. Una vez descubierto, llega el momento de tomar decisiones: dejarlo todo, romper con
vicios arraigados, luchar por conquistar virtudes y sosiego. La oración se convierte en una necesidad,
y la abnegación, palabra extranjera en muchos hogares del planeta, se convierte en moneda preciosa,
en medio para llegar a la conquista, en necesidad para que el tesoro no se pierda, para que lo mundano
no nos aparte de la meta.
Hoy es un día para abrir el Evangelio y escuchar al Maestro. Para sentir su voz sencilla, su
doctrina de amor y de esperanza. Para ver que nos mira y nos dice, desde lo profundo de su cariño por
el hombre, una parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo...”
(Mt 13,44).
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21. Ante el tiempo que pasa

¿Qué es el tiempo? Algo que acompaña mi vida, que pasa, que me hace pasar, que me obliga a ir
hacia adelante, que me acerca a un final inevitable.
¿Qué es el tiempo? Séneca decía que es nuestra única posesión (Cartas a Lucilio, 1,3). Decido en
cada momento qué hago con el tiempo, qué hago en el tiempo, en qué me convierto a lo largo del
tiempo.
El tiempo no perdona. El antes ya ha pasado. El después llega deprisa. Solo tengo en mis manos
este presente. Puedo tirarme en la cama, divagar en un chat de internet, ver una película, oír música,
dormir, soñar. Puedo también salir del cuarto, abrazar a cada uno de mis familiares, buscar al que está
más triste, visitar a un enfermo, ponerme a estudiar o a trabajar en serio.
Puedo llevar a cabo tantas cosas buenas... O puedo olvidarlas, dejarlas de lado, permitir que el
tiempo, lo único que tengo, lo único que “decido”, se escurra entre mis manos.
El sol ha roto las tinieblas. La hora del descanso ha terminado. Inicia un nuevo día. Tengo ante mí
algo de tiempo. Decido ahora. Quisiera, al menos este día, esta hora, este minuto, ser un poco mejor,
sembrar amor y alegría entre quienes viven a mi lado...

22. Viento favorable

“Ningún viento es favorable a quien desconoce a qué puerto se dirige”, decía Séneca (Cartas a
Lucilio, 71,3).
Existe el peligro de ir por la vida sin tener clara la meta, sin saber a qué puerto vamos.
Es verdad que muchas veces apuntamos hacia metas provisionales, hacia pequeñas escalas en el
camino de la vida. Este año orientamos nuestro esfuerzo en terminar bien los estudios universitarios.
Luego iremos en busca de un trabajo, de una casa, de un esposo o esposa, de una familia. Más
adelante, habrá que pensar en aquello que pueda ser mejor para los hijos.
En algunos “momentos intermedios” nos dedicaremos a buscar una medicina, a pedir consejo a
un amigo, a comprar un televisor o un libro, a realizar un viaje de descanso... Metas provisionales,
etapas de un camino mucho más serio que nos lleva hacia el puerto definitivo.
Podemos preguntarnos: ¿existe ese puerto último, una meta que explica todas las demás, después
de la cual ya no quedan más etapas por recorrer? Alguno dirá que no hay puertos definitivos, y optará
por vivir al día. Sin orden, sin brújula, sin esfuerzo por llevar a cabo conquistas para su vida
profesional o familiar. Otros preferirán ir de etapa en etapa. Lo que llegue a ocurrir al final, cuando ya
no queden páginas por escribir, no lo sabemos, o tal vez será un simple desaparecer, como niebla ante
el sol tibio de la mañana.
Los cristianos sabemos cuál es nuestro destino, cuál es la meta que nos espera. Cristo mismo lo
dijo: ha ido al Padre para prepararnos un lugar, para organizar la bienvenida más hermosa, más
completa en la Patria verdadera (cf. Jn 14,1-3).
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Con la mirada en el cielo, seguimos en este variado viaje de la vida. Con sus vientos, con sus
tormentas, con sus olas, con sus días, con sus noches, con sus alegrías, con sus tristezas. Para los que
aman a Dios, todo lleva a la meta (cf. Rm 8,28), todo viento es favorable, toda prueba es un escalón
más hacia el cielo.
El puerto sigue abierto, la travesía continúa. No siempre es fácil vivir de esperanza, ni mantener la
nave intacta. Pero entre nosotros sigue Jesús, el Galileo. Tal vez dormido y silencioso, pero fiel y
sereno, como el verdadero Señor de nuestra historia. La Iglesia, nave, madre y maestra, nos lleva
dentro, nos invita a amar, nos impulsa con el soplo impetuoso del Espíritu. Vamos a casa, vamos al
cielo, vamos al abrazo eterno del Padre bueno.

23. Todo bajo control

Muchos tenemos el deseo de controlar el presente y el futuro, y hacemos todo lo posible para
lograr esta meta.
Preparar bien los detalles de un viaje, ir a una revisión médica, hablar con un experto de negocios
para que nos ayude a invertir bien nuestro dinero, evitar los peligros de un accidente o de un robo. Son
actos que realizamos para que no nos sorprenda un imprevisto, para que un mal paso no ponga
nuestra vida, débil, frágil, vulnerable, en situaciones que quisiéramos ver lo más lejos posible de
nuestro camino cotidiano.
Pero la vida nos sorprende. Escapa y corre mucho más allá y más rápido que nuestras previsiones.
Aquel médico que nos dijo que todo estaba bien no pudo prever que al salir del hospital caería sobre
nosotros una garrapata de esas que provocan enfermedades muy molestas. El psicólogo que certificó
la salud emocional del hijo no había sido capaz de descubrir lo que iba a iniciar cuando un grupo de
amigos le invitasen a aspirar un poco de hachís. El amigo que nos aseguró que este banco era seguro
al cien por cien no pudo imaginar que al ir a llevar nuestro dinero a la sucursal nos iban a recibir no los
cajeros, sino unos ladrones “profesionales” y bien armados.
No se trata, desde luego, de ver peligros en todas partes, ni de dejar de tomar precauciones para
evitar males que, con un poco de atención, podemos alejar de nuestras vidas. La previsión y el análisis
atento de la realidad son parte de la virtud de la prudencia, esa virtud que los filósofos consideraban la
reina de las virtudes, pues todo lo demás depende de ella.
Pero también es parte de la misma prudencia y del realismo de la vida reconocer que hay una
enorme cantidad de eventos y de cosas que escapan a nuestro control. Como también es realismo
abandonar cualquier obsesión quisquillosa que nos paraliza cuando queremos tener todos los hilos en
la mano.
Hemos de convivir con esta sencilla verdad: no podemos tener todo bajo control. La vida en la
tierra, por su misma naturaleza, nos lleva al riesgo y a la aventura, a lo imprevisible, a lo inesperado.
También, hay que decirlo, con sorpresas felices: aquella enfermedad que para la medicina era
incurable, de repente ha dejado de existir. La falta de dinero en la familia se soluciona (a alguno le
tiene que tocar) con el premio de la lotería. Y un amigo nos avisa que están buscando un nuevo
empleado en esta empresa, precisamente dos días después de que nos dieron de baja en nuestra
oficina de trabajo.
26

Detrás de lo imprevisible, detrás de las mil sorpresas de la vida, sigue la mano de Dios. Un Dios
que es Padre, que nos hizo, que nos llama, que arriesga mucho con cada vida humana. Un Dios que
me conoce y que me invita a la confianza. Aunque muchas cosas no estén, según mi pobre punto de
vista, bajo control.
Dios sabe por qué pasa lo que pasa. A mí me pide poner lo que esté de mi parte para que todo
salga de la mejor manera posible, y confiar por completo en Dios para dejarle llevar adelante el
trayecto de mi vida.
La última palabra se escribirá cuando el corazón se pare y llegue, irremediable, la muerte. Será
una palabra de amor y de esperanza, será un encuentro con un Dios que tenía “todo bajo control”,
discretamente, misteriosamente, con un amor que supera en mucho todas las ilusiones humanas.

24. ¿Quiénes dirigen mi vida?

La televisión, la prensa, la radio, internet, han penetrado en muchos hogares y en la vida de


millones de personas.
Casi nos resulta imposible vivir sin saber qué dicen los principales periódicos, sin estar
informados sobre lo que otros han escogido como temas de actualidad, sin conocer cuál es el libro de
moda, la película que están viendo “todos”, la canción más famosa de la temporada.
Hemos dejado que otros, los que deciden quién triunfa y quién es relegado al olvido, determinen
cuáles son mis centros de interés, mis preocupaciones, mi modo de vestir, mis lecturas, incluso la
elección de una carrera, de una dieta o las ideas filosóficas y religiosas con las que oriento mi
existencia.
También hay que reconocer que no todos viven bajo el imperio de los medios de comunicación ni
bajo la ley de la moda. Hay muchos hombres y mujeres que dirigen su vida en clave de convicciones,
que buscan lecturas profundas que sirvan de ayuda para llegar a la verdad, que apagan la televisión y
ganan así tiempo para acceder a fuentes de información distintas de las que son dirigidas por quienes
elaboran y distribuyen el “pensamiento global”.
No se trata, desde luego, de crear una cápsula, de encerrarse en una burbuja protectora para que el
golpe del mundo no altere nuestros modos de pensar. Vivimos en sociedad, y un cierto conocimiento
de lo que pasa a nuestro alrededor nos resulta casi obligatorio. Pero una cosa es recoger las
informaciones suficientes para elaborar mi juicio, para incluso tomar decisiones sobre el candidato al
que voy a votar o sobre la necesidad de buscar formas de presión ciudadana para protestar contra
graves injusticias, y otra es vivir pegado a los mil informativos que repiten siempre los mismos temas
y que no nos dejan tiempo para cosas más importantes.
Mi vida no puede depender de lo que otros dictaminan ser los “temas importantes”. Temas que,
muchas veces, dejan de lado lo realmente importante: la búsqueda del sentido de la vida, el valor de la
familia y de la fidelidad, la riqueza de la verdadera amistad, la belleza de quien opta por dedicar una
tarde de descanso para visitar a un conocido enfermo.
27

Necesito abrir puertas y ventanas a nuevos vientos. Especialmente a lo que nos quiso decir un
Galileo hace 2000 años, cuando nos habló del Padre, nos invitó a confiar en la providencia, nos
enseñó la grandeza del perdón, nos lanzó el reto de tomar cada día la cruz para seguirle.
Un Galileo que no nos ha dejado solos: sigue presente en el Evangelio, en la Iglesia, en la
Eucaristía. Sigue presente en tantas iglesias viejas, lejanas a los gustos de la moda, a las cámaras de la
televisión, pero cercanas al mundo del espíritu. Sigue presente en la belleza de un mundo que es,
como decía el Papa Juan Pablo II, un libro magnífico que el hombre debe leer: “En sus páginas se
encuentra un mensaje que espera ser descifrado: es el mensaje del amor, con el que Dios quiere
alcanzar el corazón de cada uno para abrirlo a la esperanza” (Juan Pablo II, Florencia, 19 de octubre
de 1986).
¿Quiénes dirigen mi vida? Hoy quiero dejarle a Cristo que tome las riendas, que me lleve de la
mano, que me muestre el rostro del Padre, que me envíe el consuelo del Espíritu Santo. Quiero decirle
que quiero vivir, plenamente, minuto a minuto, este tiempo breve que me prepara a lo eterno. Un
tiempo que me permitirá llegar un día al abrazo de un Dios que, con mil lazos, me invita a dejarme
dirigir por Él, a dejarme guiar hacia el banquete de los cielos...

25. Tres lecturas de mi vida

Vamos a leer y buscar una explicación de nuestra vida. Hay muchos modos de hacerlo, y
queremos ahora presentar tres posibles métodos de lectura.
Primera lectura: ver la propia vida como el resultado de lo que otros han decidido, han obrado
sobre mí (a nivel físico, a nivel espiritual). O como resultado de la casualidad, del destino, de
terremotos, virus y accidentes que se sucedieron de modo imprevisto, necesario, casi trágico.
Leer así la vida es verla, quizá, como una tragedia griega. Era inevitable ese golpe de un ladrón
por la calle, o esa caída en el autobús, o ese día de viento en el que inició una enfermedad pulmonar
incurable. Era inevitable esa subida del petróleo, o esa crisis económica de mi fábrica, o esa traición
de alguien que creíamos nos amaba. Era inevitable...
O, tal vez, es verla como una cadena de hechos buenos y malos, pero siempre decididos por otros.
Otros que han determinado mi nacimiento (porque mis padres se amaron libremente, porque
libremente no quisieron abortar), mi educación en casa, la escuela a la que me llevaron, los amigos
que vinieron a mi lado. Otros que han determinado mi manera de pensar, con noticias en la prensa o la
televisión, con consejos de un amigo que parecía bueno, con un contrato que me ofrecieron con
muchas promesas y pocas realidades.
Segunda lectura: ver mi historia como resultado, casi exclusivo, de mis propias decisiones. Unas
buenas, como cuando escogí ese estudio que tanto me satisfizo, o cuando tomé la opción por casarme
o por entregarme a Dios, o cuando dejé un rato de descanso para ir a ayudar a una persona enferma.
Otras, en cambio, equivocadas. Cuando decidí dejar mis deberes para concederme un rato de
placer. O cuando empezó a nublarse el amor por el esposo o la esposa porque dejé que otra persona
penetrara en lo profundo de mi corazón. O cuando renuncié a ese trabajo tan bueno porque soñaba en
otro mejor... que nunca se hizo realidad. Son elecciones por las que lloramos y sentimos una pena
profunda, pero quedan allí, escritas en el libro imborrable de la pequeña historia de cada uno.
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Tercera lectura. Esta lectura viene de fuera, de la mirada de Dios. No es fácil atisbar cómo nos ve,
cómo nos “lee”, cómo interpreta nuestra vida ese Dios del que nos hablaron de niños, al que hemos
rezado tantas veces, o al que tal vez nunca acabamos de aceptar porque nos parecía una idea extraña o
una fuerza opresora de la libertad humana.
Para vislumbrar cómo nos ve Dios, cómo lee nuestra historia, podemos coger entre nuestras
manos la Biblia. Descubriremos que se interesa por lo que nos pasa, que no es indiferente antes
nuestros errores y pecados. Veremos que sufre ante la injusticia que deja abandonado al pobre, a la
viuda, al huérfano. Sentiremos que ofrece su perdón a quien se arrepiente, a quien llora su pecado y
sabe acercarse a su Corazón de Padre misericordioso. Le oiremos decir que tiene contados los
cabellos de nuestra cabeza (cada día quedan menos) y que ningún pensamiento escapa a su mirada;
una mirada que no es la de un juez despótico, sino la de un Padre, a veces herido, a veces alegre al ver
ese rincón de bondad que de vez en cuando brilla en cada uno de nosotros.
¿Cómo me ve Dios, en este momento de mi vida, de mi historia, en la euforia de un triunfo o en el
abatimiento del fracaso y la traición? ¿Cómo sondea mis pecados, cómo unge con aceite mis heridas,
cómo sostiene ese buen deseo que no acaba de convertirse en un acto de amor a quien tanto lo espera?
Tres lecturas de mi vida. Hay otros modos de interpretar ese camino, esta historia que arranca el
día de mi concepción y que terminará, no sé aún ni cuándo ni cómo, cuando Dios diga, cuando
pronuncie mi nombre y me llame frente al Libro de la Vida.
Entonces comprenderé, con ojos distintos, qué era paja y qué, en cambio, era oro en cada uno de
esos hechos que hoy, como zarpazos, se graban en mi historia, escriben páginas de luz, de pena, de
dolor o de amor filial y confiado...

26. Los límites del mal

El mal avanza. Con maquillaje, con sonrisas, con protocolos, con acuerdos nacionales e
internacionales, con presiones para llegar a un consenso, con el vestido de la tolerancia y de los
“derechos humanos” interpretados según la conveniencia de ciertos grupos de poder.
Organizaciones complejas y aparentemente defensoras de la justicia y de los débiles, algunas
enriquecidas gracias a “donativos” multimillonarios, defienden programas en favor del aborto, de la
destrucción del matrimonio y de la familia. Partidos políticos llevan adelante una agenda, revestida
con la excusa de promover la libertad y la tolerancia para todos, en la que se permiten divorcios
rápidos, repudios sin necesidad de justificación alguna, “matrimonios” homosexuales, abortos fáciles
y eutanasias voluntarias. Gobernantes poderosos dicen defender la paz mundial e inician guerras
desastrosas que causan el sufrimiento de millones de personas.
El mal parece triunfar. En tantos millones de pobres que son asistidos por una Iglesia siempre
criticada mientras son abandonados por famosos filántropos, más interesados en los preservativos
que en comprar medicinas para la malaria. En tantas guerras olvidadas que riegan de sangre rincones
de América, África y Asia, mientras algunos países ricos no dejan de vender armas a los
combatientes. En tantos jóvenes que son educados en una sexualidad “liberada” y que llegan a la edad
adulta sin capacidad de autocontrol, sin ilusiones y sin trabajo. En tantos ancianos que se sienten
29

marginados por una sociedad eficientista que admite solo a las personas sanas y pudientes y que deja
de lado a los enfermos y los pobres, sin ofrecerles más alternativas que el aislamiento o la eutanasia.
El mal controla grupos de pensadores y de ideólogos, burócratas en los pasillos de flamantes
organizaciones internacionales, artistas y productores de películas y de literatura. Controla a grupos
de científicos, dispuestos a destruir miles de embriones humanos con promesas de curaciones
maravillosas que encandilan a millones de personas. Controla a médicos que ven más rentable recetar
anticonceptivos y realizar abortos que trabajar sinceramente para que se respete la vida y la salud de
todas las madres y de todos los hijos (sin discriminaciones por su mayor o menor “calidad de vida”).
El mal parece reinar. “Parece”, porque en realidad es débil, es pobre, es frágil, es efímero. Causará
mucho daño y engañará a muchos. Dejará mañana, como ayer y como hoy, millones de heridos y de
muertos por la guerra, por el hambre, por el aborto, por la tristeza de quienes viven marginados. Pero
el amor, la verdad, el respeto a la vida y al amor verdadero, la bondad profunda que se esconde en un
número incontable de corazones, en tantas familias que viven con amor y para el amor, es mucho más
fuerte.
El mal llegará hasta un límite. Tal vez algunos logren arrancar declaraciones en reuniones de la
ONU en favor del aborto y de la mal entendida “salud reproductiva”, en contra de la religión y la
familia, en contra de la justicia y del respeto a todos. Pero nunca podrán apagar la sed de amor y de
justicia, el deseo de vivir en familias donde reine la armonía y el amor, donde el hijo sea visto como
un don de Dios, donde los pobres sean acogidos, respetados y ayudados por poseer una dignidad que
nadie debería negarles.
El mal se detendrá, sobre todo, ante el límite del Amor de Dios. Un Dios que se nos ha
manifestado en el Siervo de Yahveh, en Jesús, Hijo del Padre e Hijo del Hombre. Ese Jesús que nos
ha revelado “que el límite impuesto al mal, cuyo causante y víctima resulta ser el hombre, es en
definitiva la Divina Misericordia” (cf. Juan Pablo II, Memoria e identidad, pp. 69-73).
El límite del mal, la misericordia infinita de un Dios bueno, nos abre a la esperanza, nos indica
cuál es la última palabra de la historia humana: el amor hecho perdón, acogida, servicio y respeto para
todos. “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn
13,35).

27. ¿Qué siente Dios?

¿Qué siente Dios al posar sus ojos sobre nuestro planeta? ¿Qué hay en su corazón cuando ve la
generosidad y el egoísmo, la honradez y la perfidia, la caricia y el cuchillo, el beso por amor y el beso
lleno de vicio?
¿Qué siente Dios ante la guerra, la enfermedad? ¿No sufrirá al ver a una niña que es vendida en un
prostíbulo, a un joven que destruye su vida y la de su familia con la droga, a un adulto incapaz de ser
fiel a su palabra, a un anciano que es olvidado por los suyos?
Nos cuesta comprender por qué tanto dolor, tanta amargura, tanta lágrima aparentemente sin
sentido. A veces sentimos que Dios nos ha dejado, que ya no camina por el mundo, que ya no pasea,
como en el Edén, cuando hablaba de tú a tú con Eva y con Adán, como Amigo, como Padre querido.
30

¿Podemos ver los ojos de Dios en nuestro mundo? ¿Podemos sentirlo cerca, como Abraham,
como Moisés, como María? ¿Podemos mirarlo y sentir que sigue aquí, a pesar de sus “silencios”, a
pesar de la agonía de tantos hermanos nuestros?
Dios no se ha ido, no nos ha dejado. Está presente y nos mira. Nos mira con los ojos de su Hijo,
nos acompaña con su presencia en el Sagrario, nos ilumina con la fuerza del Espíritu.
Dios sigue entre nosotros, en el camino, en los actos de Jesús, su Hijo amado. Los niños se
acercan a Él, los pecadores se sientan a su mesa. Pedro, tras su pecado, llora al cruzarse con los ojos
del Maestro. Una mujer adúltera redescubre su dignidad, siente que el amor perdona los pecados, que
hay ojos que respetan y aman. Una enferma sabe que puede ser curada sólo con tocarle. Y la Virgen,
que es Madre, que es perfecta, que ama como nadie, no duda en susurrar: “Id a buscar a mi Hijo”.
El dolor puede ser distinto, puede tener sentido, puede estar lleno de presencias. Dios no es
indiferente a nuestras penas. Sufre con nosotros, nos sostiene con su mirada de cariño.
Dios está presente en nuestra historia. Con una presencia crucificada, casi de derrota. Pero con un
amor capaz de vencer el mal de este mundo. La esperanza ilumina el lecho de una mujer tuberculosa,
mientras un viejo borracho llora y promete, una vez más, que será bueno, que abrirá su corazón a la
misericordia, que dará una alegría al Dios que a veces llora a nuestro lado.

28. Tras mis huellas

Es respetuoso. No grita, no incomoda, no obstaculiza mis opciones. A veces espera, a un lado,


como si fuese indiferente a mi indiferencia, a mis traiciones, a mi egoísmo. Otras veces se adelanta,
me manda un mensaje que no leo, que no observo, que no entiendo.
Aquí sigue, sin cansarse. Sabe que lo necesito, sabe que no puedo vivir sin él, aunque muchas
veces actúe como si todo dependiese de mí, como si mi pequeñez y mi barro fuese grandeza de poder
y de aplausos vanos.
Nos sobrecoge ese Dios respetuoso del hombre y de su historia. El Dios que parece callar ante un
campo de concentración, ante un hospital donde médicos abortan, o ante un pueblo entero que ve
morir a sus niños y sus viejos por falta de comida, agua potable y medicinas. El Dios que parece
cerrar los ojos cuando los poderosos deciden suscitar nuevas guerras, vender armas, cerrar iglesias y
calumniar a los enemigos para conquistar el poder, para ganar dinero y más dinero. El Dios que
parece descansar cuando una lluvia torrencial destruye casas, cosechas y esos pocos bienes que tenían
familias pobres de unas chabolas en la colina, o cuando la sequía deja esqueléticos, moribundos, a
madres e hijos en un valle que muere de tristeza.
Dios sigue aquí, tras mis huellas. El misterio de mi vida no se puede explicar sin Él. A veces
parece que todo ocurre como si no existiese. La verdad es que sin su amor mi aliento sería frío, seco,
hueco. Sin su compañía el cielo lloraría de tristeza, el agua sería amarga, el pan podrido, la luz oscura.
Sin su mirada no habría esperanza ni consuelo en los momentos de dolor, de enfermedad, de fracaso.
En el camino, en las opciones de la vida, ¿por qué no grita, por qué no conquista mi libertad y la
une a la suya, siempre mejor y más segura?
31

El cielo se viste de estrellas, la luna crece y decrece con ritmos precisos, el mar mece sus inquietas
aguas y las hormigas buscan, también hoy, un poco de comida entre los cubos de basura. Algún alma
dejará su cuerpo, esta noche, y verá de frente, cara a cara, a ese Dios que lo esperaba, que lo amaba
con locura. Otros muchos seguirán su camino, triste o alegre, amargo o lleno de esperanza, creyendo
avanzar solos, creyendo que Dios no está a su lado.
Tras nuestras huellas, en silencio, como alguien abandonado y deseoso de cariño, caminará ese
Dios que nos tiende la mano, que suplica un gesto de clemencia, que puede perdonarnos y dar sentido
a nuestros días y noches, nuestro trabajo y descanso.
Es el mismo Dios que dijo, en una tarde de Calvario, que tenía sed, que suplicó clemencia y
perdón para los hombres de aquí abajo. Que abrió su corazón para que viésemos lo mucho que nos
quiso, lo que valemos a sus ojos.
Dios sigue aquí, a mi lado, mientras medito un gesto de venganza o un pecado solitario. O
mientras decido, entre lágrimas, dejarle entrar en casa, para que limpie mis heridas y me abrace, como
a un hijo pródigo. Para que me coja de la mano y pueda llevarme un día, para siempre, al gran
banquete de los cielos...

29. Dejar un lugar a Dios

Estamos llenos de ocupaciones. Desde que suena el despertador, por la llamada, miles de
reclamos nos absorben. Hay que lavarse bien, desayunar alguna cosa, ver que en casa todo esté en
orden, llegar a tiempo a trabajo, cumplir con las pequeñas o grandes responsabilidades de todos los
días...
Además de los deberes más urgentes, sentimos otras necesidades que nos agobian. Para muchos
es una obligación leer la prensa, seguir las últimas noticias, contestar a quienes nos han escrito una
carta o enviado un e-mail. Además, hay que coser un calcetín, comprar comida para mañana, hablar
con el director del colegio sobre el hijo más rebelde y reunirse con los amigos para preparar una
quiniela de grupo...
Entre tanto ajetreo, ¿dónde está Dios? ¿Nos acordamos de Él, de su amor, de su generosidad, de
su alegría, de su perdón? ¿Creemos que nos mira, que se interesa por nosotros, que nos llama a una
vida de amor y de esperanza, una vida que nadie puede ni imaginar en esta tierra de problemas y
congojas?
Dios está siempre, a nuestro lado, con un respeto infinito, con una paciencia llena de amor.
Deberíamos abrir los ojos del corazón para descubrirlo, para pensar en Él, para dejarnos tocar con su
brisa suave, para sentir el olor de sus huellas en la historia personal y en la de todos los hombres y
mujeres que bullimos en este planeta lleno de inquietudes y esperanzas.
“¡Hagamos un espacio para Dios!”, nos pedía el Papa Juan Pablo II en su visita a Eslovaquia
mientras celebraba una misa, el 12 de septiembre de 2003. Nos pedía, con su mirada profunda, con su
cuerpo cansado pero lleno de la fuerza del espíritu, que acogiésemos a Dios en la propia vida, como
María, a través del anuncio del Evangelio y del testimonio de su amor.
32

Hay que dejar un lugar a Dios. Quizá basten unos momentos breves, intensos, ante un crucifijo, o
con la Biblia en nuestras manos, para sintonizar con su Amor, para sentirlo cerca, como Amigo, Padre
y Redentor. Entonces una nueva luz iluminará toda nuestra vida, y en lo profundo del corazón bullirá
un manantial de aguas vivas que nos harán ser, en un mundo herido por mil penas, levadura, fuego
ardiente y esperanza llena de alegría.

30. Busqué a Dios

Miré al mar y busqué a Dios. Encontré el murmullo de las olas, los reflejos del sol, el vuelo de las
gaviotas, la alegría de unos niños que jugaban en la playa, las caricias de un viento caprichoso y
juvenil.
Miré al monte y busqué a Dios. Los árboles se abrazaban entre sí. Los petirrojos y los mirlos
llenaban de cantos el silencio. La brisa despertaba susurros nuevos entre ramas, hojas y suelo.
Miré una flor y busqué a Dios. Entre los pétalos caminaba una hormiga, mientras el polen
amarillo caía, poco a poco, para fecundar los óvulos, para dar inicio a nuevas vidas.
Miré al cielo y busqué a Dios. Mil estrellas lanzaban mensajes de silencio, entre el brillo vacilante
o la luz intensa con la que hablaban de su fuerza. Un extraño deje de nostalgia se recogía en aquella
bóveda infinita, inabarcable por unos ojos insaciables de añoranzas.
Fui a la ciudad y busqué a Dios. Pasaban ante mí coches y autobuses, adultos y niños, ancianos y
vendedores. Gente con prisa y gente tranquila. Sanos y enfermos, turistas y obreros, policías y
ladrones.
Visité una familia y busqué a Dios. El amor de los esposos era total, sincero, pleno. Junto a ellos,
seis hijos hablaban de sueños, de vida, de esperanza, mientras la pequeña de dos años quedaba
dormida en el suelo del coche y el grande de 14 años daba órdenes para apartar del peligro a los
hermanos más amantes de aventuras.
Todos me dijeron una palabra sobre Dios, y todos me dejaron con hambre y sed, con anhelos de
encuentro, con una nostalgia infinita de algo más profundo y más intenso.
Miré a una Cruz, y descubrí que Dios vino a nosotros, caminó a nuestro lado, nos dejó su Palabra
y su Vida. Escuché que se llega al Padre sólo desde el Hijo; que Jesús nos muestra, como a Felipe, el
rostro del Dios bueno.
En una iglesia pequeña, brilla una lámpara. Allí, en el Sagrario, está el Cordero. Ante Jesús puedo
coger otra vez el Evangelio y escuchar, como las multitudes junto a un monte, su palabra: “Venid a
mí todos... buscad y hallaréis: no hay amor más grande...”.

31. Y pensé que Dios sería...

Vi los giros de un águila en el cielo: energía, altura, atrevimiento, grandeza. Y pensé que Dios
sería sublime, solemne, majestuoso, soberanamente libre.
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Vi la filigrana de una flor exótica, los insectos tan variados que en ella paseaban, la delicadeza de
sus estambres y el color violáceo de sus pétalos. Y pensé que Dios sería artista, lleno de fantasía,
delicadeza y buen gusto.
Vi el caminar sereno de un anciano, sus ojos pequeños, su mirada profunda, su bastón tembloroso
y las caricias con las que recibía a uno de sus nietos. Y pensé que Dios sería sabio y cariñoso, sincero
y asequible, bueno como un Padre.
Vi un hombre que tramaba nuevos males. Con su libertad ha escogido matar, despiadadamente, a
hombres y mujeres desprevenidos. Y pensé que Dios había arriesgado mucho al dar la libertad a
quienes son capaces del mal casi sin límites, de egoísmos atroces, de venganzas despiadadas.
Vi una enfermera que humedecía con ternura los labios de una anciana moribunda. Y pensé que
Dios no se equivocó al hacernos libres: simplemente puso en nuestras manos posibilidades de amor y
de servicio con quienes sufren y lloran a mi lado.
Vi un sacerdote que repartía, generosamente, el Cuerpo de Cristo. Sin distinguir si se acercaban
pobres o ricos, ancianos o niños, hombres o mujeres, pecadores o santos. Y pensé que Dios sería
asequible como un pedazo de pan, dispuesto a darse a todos, deseoso de repartir gracia y vida a
quienes lo acogen con fe y lo aman como hijos perdonados.
Vi un Evangelio y empecé a leer palabras de esperanza y de vida. Me hablaban de misericordia,
de una alegría inmensa por los pecadores que dejan de vivir como errabundos, de un Jesús Hijo y
hermano que busca la oveja perdida. Y pensé que Dios sería un Padre loco de amor, porque prefirió
dejar morir al Hijo antes de enviar azufre y fuego para destruir a quienes vivimos en pecado.
Vi una noche llena de estrellas que temblaban encima de un viejo cementerio. En las tumbas,
cruces de madera, de mármol o de cemento querían levantarse al cielo, recoger aquellos restos, invitar
al visitante a soñar en la patria verdadera, conquistada con la Sangre de un Cordero. Y pensé que Dios
me ama como nadie, me espera con anhelos de encuentro, me tiende una mano taladrada para que
pueda subir, poco a poco, hacia un abrazo eterno. Que Dios sería misericordia infinita, amor
completo, locura de entrega, caridad tierna y fresca como rocío mañanero...

32. Dios nos habla

A veces nos quejamos del silencio de Dios. Parece que calla, que se esconde, lejano, tras el cielo.
Sentimos que no va a nuestro lado mientras recorremos el camino de la vida, como si no se interesase
por nuestras cosas, como si no ofreciese ninguna palabra de consuelo o de esperanza.
En realidad, Dios nos habla de mil modos. No lo escuchamos porque llevamos dentro un poco (a
veces mucho) de ruido interior. Melodías o problemas, planes o dolores, palabras que decir a un
amigo o silencios llenos de nosotros mismos. Una multitud de voces llenan el corazón. Para la voz de
Dios apenas queda algún espacio fugaz, entre las mil cosas que nos llenan la cabeza.
¿Cómo nos habla Dios? Nos habla en el hecho mismo de existir: soy un deseo, un sueño de Dios.
He salido de sus manos, vivo gracias a su aliento, sueño porque Él me sueña primero. Cada latido de
mi corazón, cada movimiento de mis pulmones, cada reflexión que pasa por mi alma, son posibles
desde ese inmenso, misterioso, paterno, amor de Dios.
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Nos habla desde el Hijo. Jesús de Nazaret es la Voz, mejor, es la Palabra del Padre. Cada página
de su Evangelio nos abre nuevos horizontes, nos ofrece misericordia, nos anima a la esperanza. De un
modo misterioso, podemos tocarlo en la Eucaristía: en el silencio elocuente del Sagrario; en cada
misa, cuando unidos, como comunidad, asistimos al milagro. Podemos servirle en el hermano:
“cuantas veces lo hicisteis... a mí me lo hicisteis” (cf. Mt 25,40).
Nos habla en los hechos de la vida. Desde una nube de verano que presagia esa esperada y
refrescante lluvia. Desde el zumbido de una abeja que busca su botín entre las flores. Desde las olas
en la playa, con sus bulliciosos y constante deseos de conquista y de regreso a casa.
Nos habla desde quienes viven a nuestro lado. Cada ser querido nos recuerda el Amor de Dios.
También él vive en cuanto es amado. También él espera un poco de amor y de consuelo.
Nos habla, aunque no siempre lo comprendamos, desde el dolor, en medio de las pruebas. Un
accidente, una enfermedad, la pérdida de un ser querido: no son casualidades, no son hechos sin
sentido. Detrás de cada prueba podemos sentir que Dios nos invita a mirar al cielo, nos recuerda que
no tenemos aquí abajo una ciudad eterna (Heb 13,14). Nos susurra que si el jilguero no muere sin su
permiso, entonces es que nada ocurre como fruto de la fatalidad o la fortuna. Todo tiene un sentido,
un valor, que hemos de descubrir, que nos lleva a confiar y a caminar hacia horizontes nuevos.
Dios nos habla. Hoy me ha dicho tantas cosas. Seguirá susurrando cada día, cada hora, con mil
gestos de cariño. Tal vez ahora puedo pedirle, con humildad, con sencillez, que me enseñe a orar, que
me conceda un corazón atento, capaz de descubrirlo en la belleza de una rosa y en el misterio de esa
espina que se hunde, poco a poco, en mi carne enferma...

33. Mamá, ¿me puedes hablar de Dios?

Sofía está inquieta. Con sus seis años y su pelo enredado, entra y sale de la cocina con mil
pretextos. Al final, ya no aguanta más. Se acerca a mamá y le dice: “¿Me puedes hablar de Dios?”
Para mamá sería más fácil si le preguntasen por el abuelito. Podría contar recuerdos, historias,
aventuras. Mostraría lo bueno que era el abuelo, tendría entretenida a la niña. Pero Sofía quiere saber
algo sobre Dios...
Mamá, entonces, buscará respuestas en el baúl de sus recuerdos. Pensará en lo que aprendió en el
catecismo, o en lo que le enseñaron en casa o en la escuela. O, tal vez, recordará algunos de los más
hermosos pasajes de la Biblia, o lo que ha escuchado en alguna buena homilía del domingo...
Hablar de Dios no resulta fácil si no tenemos una continua experiencia de Él. Debería sernos tan
familiar como los abuelos, los hermanos o los hijos. Nuestra vida viene de su Corazón. Nacimos
porque nos soñó. Cada respiro, cada pensamiento, cada acto lo hicimos delante de sus ojos. A la vez,
pudimos tocarlo, sentirlo presente, en las mil aventuras de la vida.
Pero a veces nos dejamos absorber por las pequeñeces de cada día. Era más importante un
juguete, o los deberes de la escuela, o lo que pasaban por la televisión. Nos obsesionamos por los
amigos, por las fiestas, por el deporte. El trabajo llegó a ser algo imprescindible en el propio camino
de la vida. La experiencia del enamoramiento, del noviazgo, del matrimonio, llenaron tanto el
corazón que a veces parecía que no quedaba lugar para nadie más.
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En todas las situaciones, en todos los momentos, Dios siguió a nuestro lado. En el libro, en el
colibrí, en la azucena, en las gotas de una lluvia tempestuosa, en los rayos de sol junto a la playa, en
los momentos íntimos de la Misa. Estuvo en tantos corazones buenos que nos ayudaron en el
momento de la prueba, que nos visitaron en el hospital, que nos dieron una mano cuando el fracaso
parecía haber ennegrecido el universo.
Sofía sigue en pie, en silencio, con sus ojos limpios y curiosos. Mamá se seca las manos y la mira
de frente, mientras coloca en su sitio un mechón de cabello rebelde. Sofía se siente ante alguien
importante que la quiere mucho y que le va a hablar de alguien aún más importante, de su Padre Dios.

34. La “ceguera” del amor

Una frase repetida mil veces llena a fijarse en los corazones como una verdad inconmovible.
También cuando esa frase encierra una inexactitud, un error o una mentira.
“El amor es ciego”. Lo repetimos una y otra vez. Pero más de uno ha alzado la voz, se ha rebelado
contra estas cuatro sencillas palabras.
André Frossard es uno de esos rebeldes. En su obra Dios existe, yo me lo encontré (p. 30),
exclama: “¿Quién dijo que el amor es ciego? Es el único que ve bien: descubre bellezas donde nada
ven otros”.
En cada realidad, en cada rincón de nuestro mundo inquieto, hay mil bellezas escondidas. Muchos
no las ven. Pasan (pasamos) con prisas entre los cipreses, los jilgueros y los ríos. Corremos por las
calles sin fijarnos en las palomas o las nubes. Cerramos los ojos a tantos rostros que nos parecen
indiferentes, fríos, fugaces, tal vez hostiles o apáticos.
“El amor descubre bellezas...” Desde el amor, una madre sabe lo hermoso que es ese hijo al que
los profesores consideran un incorregible peligroso. O lo que vale ese otro hijo siempre enfermo,
siempre pálido, incapaz de mantenerse en pie por esos dolores que son más profundos en la madre
que en el hijo.
Desde el amor un hijo aprecia a sus padres ancianos. Aunque no puedan valerse por sí mismos,
aunque las arrugas hayan deformado aquellos rostros siempre tan alegres, aunque las circunstancias
de la vida hagan que el hijo y los padres vivan separados por mares, montañas y fronteras.
Desde el amor arranca esa “manía” o locura que permite el que un chico y una chica se amen para
siempre, digan sí al matrimonio. Aunque algún observador externo no comprenda por qué se quieren,
si él o ella parece tan feo, tan pobre o tan miserable... Los dos han descubierto tesoros escondidos,
tesoros que valen por sí mismos, tesoros por lo que dejan todo para vivir con él, con ella, unidos
siempre, sin reservas, sin miedos.
Desde el amor se comprende por qué Dios mira a los hombres y los trata con cariño. Por qué envía
la lluvia sobre buenos y malos, por qué cuida de los niños y los ancianos, por qué ofrece una nueva
oportunidad a ese pecador empedernido.
Quizá hoy nos hemos vuelto un poco ciegos, no porque “amamos demasiado”, sino precisamente
porque hemos dejado de amar. Necesitamos recuperar una vista que nos haga descubrir mil tesoros
escondidos, que nos haga conocer al que vive a nuestro lado.
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A ese, precisamente a ese, que parece tan molesto o tan herido. A ese que, bajo su imagen pobre o
su carácter díscolo, esconde un corazón muy rico, que empezará a brillar si, con amor, es descubierto,
es visto, y empieza también él a mirar a quien le trata con afecto.
Dios, Padre bueno, con toda su riqueza eterna, vuelca continuamente sobre cada uno un cariño
infinito. Un Padre tan bueno que, para alguno, parece un poco ciego, cuando en realidad es el que
mejor ve, el que más conoce lo que vibra en lo más profundo de cada uno de sus hijos.

35. El ideal de mi vida

André Frossard (escritor francés que vivió entre 1915 y 1995) recuerda una de las preguntas que
más le hicieron pensar cuando era un joven inquieto y no muy disciplinado.
Tenía unos 19 años. Se le acerca un joven pocos años mayor que él. Después de varias vueltas y
revueltas, el segundo pregunta a André cuál es el ideal de su vida, qué es lo que realmente quiere
hacer con su existencia.
La pregunta deja desconcertado a André. ¿Un ideal en la vida? Es decir, ¿una meta, un objetivo,
algo que quiero hacer?
La pregunta puede ser dirigida a mí, a cada uno. Tenemos mil planes, ocupaciones y ratos de
descanso durante el día. Buscamos un buen programa de televisión (para divertirnos, para pensar),
una fiesta agradable, un amigo sincero. Empezamos unos estudios y quizá luego pasamos a otra
carrera que nos guste más. Vamos de la clase a la discoteca, de la discoteca a casa, de casa a la casa de
unos conocidos, de una ciudad a otra para buscar nuevas experiencias, para conocer nuevos paisajes,
para “vivir la vida”.
La vida va pasando, y nosotros vamos de aquí para allá, llevados por las circunstancias, las prisas,
los miedos, las esperanzas y los cansancios. Tal vez mucho de lo que hacemos es sano, incluso bueno.
Algunos, desde muy jóvenes, inician algún servicio como voluntarios, o son scouts, o trabajan en una
residencia para ayudar a ancianos o a niños huérfanos. Otros viven en un ambiente más disperso,
quizá no malo. Otros prefieren no decir cuáles son sus aventuras durante los fines de semana. Bueno,
no las dicen entre algunos amigos, pero sí entre otros, en una especie de competición para ver quién
ha ido más lejos en las diversiones de la semana.
De nuevo, la pregunta: ¿a dónde voy, qué es lo que quiero, cuál es mi sueño dominante? ¿Ganar
dinero, formar una familia, vagar entre las diversiones, usar lo que otros me ofrecen sin mayores
problemas? ¿Quiero ser un profesionista? ¿Sueño con estar todo el día detrás de una mesa de oficina o
ante la pantalla de una computadora? ¿O anhelo subir y bajar montañas, en una moto último modelo?
¿Y luego? Luego descubro que muchos sueños han quedado en el olvido. Empecé medicina para
servir a los demás. La dejé cansado de exámenes y de exigencias. Luego trabajé durante un verano en
una zona turística. Luego inicié la carrera de arquitectura. Y ahora, ¿qué estoy haciendo ahora, qué ha
dejado el pasado en el que me he movido? ¿Hacia qué horizontes se dirigen mis ojos y mi corazón?
El sol no se detiene, y el tiempo sigue su camino. Los años dejan huellas en cada vida. Hoy tengo
un presente fugaz y una voluntad más o menos firme. Quizá débil, pero todavía puedo optar. Dejar
esto o aquello, hacer lo otro o lo de más allá. Cada decisión será rica y plena si me lleva a un ideal
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bueno, si me ayuda a construir mi vida desde valores que no acaban, si me lanza a metas que inician
en el tiempo y superan la frontera de la muerte.
Hoy decido lo que soy y tengo. La pregunta sigue en pie. ¿Cuál es mi ideal, qué quiero hacer con
mi vida? Ahora respondo con mis actos, ahora construyo mi presente y el de quienes viven a mi
lado...

36. Misterios de lo profundo

Desde la playa solo se ve la superficie del mar. Con sus olas y sus espumas, con sus rumores o su
bonanza.
En lo profundo, un mundo inmenso, rico, lleno de vida. Peces y corales, cangrejos y medusas,
pulpos y moluscos, nacen, viven y mueren en medio de rumores extraños y de luces que bailan con
las olas.
Nos ponemos un visor y miramos hacia adentro. El ruido de la superficie desaparece, mientras lo
profundo revela sus secretos. Bancos de peces pequeños rodean al observador. La luz del sol, a través
del agua, intenta en vano llegar hasta más abajo y más lejos, mientras algunas pequeñas piedras bailan
al compás de la marea.
La vida de cada ser humano es misteriosa. En la superficie, ante el espejo, ante los ojos ajenos,
aparece un color, unas pecas, una mirada fugitiva, un diente roto, unos pendientes. Lo profundo
queda escondido. A los ojos de los demás y, también, a los ojos de uno mismo.
¿Cómo descubrir mi propio misterio? ¿Cómo saber si soy solo un soplo pasajero, una roca
testaruda, una hierba que hoy crece y mañana será quemada junto a la leña del invierno? ¿Cómo intuir
si nací para brillar como una cometa, si existí para alegrar a otros, si moriré sin dejar detrás de mí una
estela, un recuerdo, una oración en algún corazón amigo?
Miro hacia arriba. La luna asoma sus misterios en el cielo. Júpiter rompe el horizonte, mientras las
primeras estrellas mandan una luz lejana, inquieta. Tal vez habrá que preguntar a Dios. Tal vez habrá
que dejarle hablar con su corazón de Padre. Tal vez será hora de sentir que su mirada me acoge, me
levanta; que su sonrisa da sentido a mis penas y dolores, a mis momentos de alegría y de victoria.
Volvemos a casa. Queda el recuerdo de un mar inmenso, rico, lleno de misterios. Como la vida de
cada humano. Como mi vida, con sus momentos pasajeros y con su centella divina. No he nacido para
el absurdo ni para el viento. La tumba no será la última palabra de mi historia.
Desde ahora, en lo más íntimo de mí mismo, puedo descubrir que el Amor da sentido a cada vida
humana. A la mía y a la de quien vive cerca o lejos. A la de quien hoy llora, desesperado, porque no
descubre el misterio de lo profundo, la caricia de un Dios que está siempre a nuestro lado...
38

37. El niño que llevamos dentro

En cada adulto vive escondido un niño. Detrás de la corbata o de la blusa, detrás de las canas o de
las gafas de sol, detrás de las prisas o del espejo, detrás de la mueca de tristeza o de la sonrisa entre
irónica y escéptica... permanece un niño que no acaba de morir, que desea brillar con energías nuevas.
Un niño que querría estar entre sus padres, que disfruta con la nieve, que lucha contra las olas del
mar, que sueña con balones de fútbol y con galletas de chocolate. Un niño que ayuda a una anciana a
cruzar la calle, que deja a un pobre el dinero que tenía ahorrado para ir al cine, que dice a mamá que sí
cuando le pide que vaya a lavar los platos, que tiene los juguetes fuera de sitio pero que promete que
mañana su cuarto estará “perfecto”.
Un niño que piensa que los grandes son buenos, que los amigos merecen lo mejor a la hora del
trabajo y del juego, que los profesores enseñan cosas importantes para la vida
Un niño que llora cuando ve a otros niños sufrir por culpa del hambre o de la guerra. Un niño que
desea la llegada de un mundo nuevo. Sin armas ni violencia, sin odios ni racismos, sin rencores que
corroen el alma y matan de amargura, sin pobreza que deja a tantos niños y a tantos padres y madres
sin el pan de cada día...
Un niño que también pide perdón, porque tiene sus rabietas, porque piensa mucho en “sus” cosas,
porque ha dado más de un disgusto a papá y a mamá, porque ha pegado a su hermano más pequeño,
porque no quiso comer el postre preparado con tanto cariño.
Un niño que sueña en ir a ver a los abuelos, o en la belleza del cielo estrellado después de una
tormenta de verano, o en la fuerza de los motores de un avión moderno, o en la cigüeña que hace
nidos en campanarios llenos de goteras.
Un niño que desearía rezar, con las manos juntas, ante la cama, como cuando mamá le decía que
hay un Dios bueno, como cuando ponía una guirnalda sobre la tumba del abuelo, como cuando
aprendió que no hay flores sin que los niños eleven sus ojos al Padre de los cielos.
Un niño muy escondido, entre formalidades y protocolos, entre miradas que nos encadenan y
amigos que no llegan a ayudarnos en lo más profundo de nosotros mismos. Un niño que tiene miedo
de decir lo que siente, de romper con trajes fríos y con poses aburridas, de llamar por teléfono a los
que ama para dejar que la vida corra nuevamente por sus venas.
Un niño que está allí, dentro, con deseos de vivir y de amar, soñador de esperanzas y de cielos,
hambriento de cariño para dar y recibir. Un niño que tiene todo el Amor del Padre, que ha sido
salvado por el Hijo, que goza de la compañía del Espíritu Santo. Un niño que hoy, quizá, rompa
perezas y aparezca, con una sonrisa limpia y un amor más fresco. “Porque de los que son como niños
es el Reino de Dios” (Mc 10,14).

38. “Querido Dios Padre”: una niña escribe a Dios

Antonietta Meo nació en Roma el 15 de diciembre de 1930. Muy pronto tuvo que sufrir lo
indecible por culpa de un cáncer de huesos especialmente agresivo. No había cumplido 6 años
cuando, el 25 de abril de 1936, le es amputada la pierna izquierda.
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Con una pierna ortopédica pudo seguir yendo a la escuela, y se preparó con la ilusión propia de
todos los niños a la primera comunión. Recibió a Jesús Eucaristía en la Navidad de 1936.
Los tres meses que la prepararon a ese gran día se desarrolló una curiosa aventura espiritual.
Antonietta (en casa le llaman Nennolina) pide a su madre, Maria Ravaglioli, que le escriba algunas
cartas, cartas dirigidas a Jesús, a Dios Padre, al Espíritu Santo, a la Trinidad, a la Virgen o, a algún
santo. Su madre se pone a escribir lo que su hija le dicta. Cada noche pone las cartas debajo de una
estatua del Niño Jesús, al pie de la cama: así las podrán leer sus destinatarios.
Una niña de seis años escribe a Dios, y le dice cosas tan sencillas y tan familiares como esta:
“Querido Dios Padre: ¡Dios! ¡Padre! ¡Padre...! ¡Qué bonito nombre...! ¡Querido Dios Padre...!
Haz que pronto me cure para que este domingo pueda recibir el sacramento de la confesión. Querido
Dios Padre: me gusta tanto este nombre, porque quiere decir padre de todo el mundo. Tú que eres el
creador... manda el Espíritu Santo sobre todos nosotros. Querido Dios Padre, te quiero muchísimo”
(22 de noviembre de 1936).
¿Qué puede sentir Dios al leer estar cartas? No lo sabemos, pero Nennolina hablaba con Él como
puede haberlo cualquier niño con el mejor de sus amigos.
El cáncer no perdonaba. Después de recibir la confirmación, el 19 de mayo de 1937, los dolores se
hacen más intensos. Antonietta avanza hacia la muerte en medio de una paz profunda y de un amor
creciente hacia Jesús. El 12 de junio ingresan a la niña en el hospital, y tienen que extraerle líquido de
los pulmones. Sufre mucho, pero no deja de sonreír. El 3 de julio de 1937 susurra sus últimas
palabras: “Dios... mamá... papá...”. Y muere con una sonrisa.
Cuando se conoció la existencia de las cartas, hubo un sinfín de peticiones para que fuesen
publicadas. Así pudimos descubrir cómo una niña, en medio de su dolor, hablaba con su Padre del
cielo, con la ternura y con la confianza propia de quien se sabe amada con locura.
Antonietta, con su normalidad, con sus nervios, con sus caprichos (por los que pide sencillamente
perdón en muchas cartas) nos invita a acoger el Reino nuevamente con ojos sencillos, como los niños,
y a vivir con la ilusión apostólica que trasluce en sus escritos, siempre llenos de oraciones por quienes
no conocen a Dios o viven lejos por culpa del pecado. “De los que son como los niños es el Reino de
los cielos...” (cf. Mt 19,14).

39. Amados por un Padre bueno

Dios es Dios. Porque es bueno, porque es todopoderoso, ha aceptado la aventura de que existan
“otros”, que el mundo empiece a correr por los espacios, de que haya ángeles que pueden ser
demonios, y hombres que puedan vivir de amor o de odio.
Dios no es envidioso. No guarda para sí el tesoro de su existencia divina, de su perfección, de su
amor. Dios entrega y da sin medida. Es Amor, es donación (cf. 1Jn 4, 1-8).
Para conocer a Dios, lo mejor que podemos hacer es empezar a amar. “Quien no ama, no ha
conocido a Dios” (1Jn 4, 8).
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“Y dijo Dios: sea la luz” (Gn 1, 3). Desde entonces, la creación es un continuo despliegue del
querer misterioso de Dios.
Pero Dios no es solo creador. Es, sobre todo, Padre. Un Padre providente, bueno, preocupado por
cada una de sus creaturas. No descuida nada de lo que Él ha amado. No es un relojero que pone en
marcha un prodigio de la técnica y lo deja andar solo, hasta que el mecanismo no funcione, hasta que
la pila deje de dar fuego.
Dios está presente con su amor en cada cosa. Todo existe, palpita, porque Dios quiere. Sin Dios
nada ni nadie podría vivir ni un cuarto de segundo.
Por eso el mundo tiene sentido, nos habla de Dios como el mejor poeta. En palabras de Juan Pablo
II, “la naturaleza es un libro. El hombre debe leerlo, no embadurnarlo. En sus páginas se encuentra un
mensaje que espera ser descifrado: es el mensaje del amor, con el que Dios quiere alcanzar el corazón
de cada uno para abrirlo a la esperanza”.
No todos aprenden a leer a tiempo. Hay quien descubre a Dios desde niño, mientras corre tras los
grillos, olfatea los jazmines o acaricia a una paloma herida. Otros lo descubren más tarde, quizá
después de muchos golpes de la vida. Una enfermedad o un desengaño pueden convertirse en
catecismo para muchos...
Cada vida humana es un prodigio del amor de Dios. Existo, juego y canto porque Él me quiere.
Cada respiro grita al mundo entero que Dios me ama, que es hermosa esta vida destinada a la dicha
eterna de los cielos.
Dios espera encontrarnos, pronto o tarde, más allá de las estrellas. Solo pide que le amemos, y que
amemos a quien vive a nuestro lado. Así de sencillo, así de fácil, así de bello. El cielo inicia en esta
tierra cuando el amor sostiene nuestros pasos.

40. Es bueno que tú existas

Cada vida humana inicia desde el amor y para el amor. El amor de unos padres es tan rico, tan
poderoso, que permite el nacimiento de nuevos hijos. Ese amor se prolonga, continúa, en la acogida a
esos hijos, en la atención a sus necesidades más elementales (leche, calor, curas médicas), en el
ofrecimiento de una educación para avanzar hacia la edad madura, hacia el enriquecimiento de la
inteligencia y de la voluntad.
El amor nos permite caminar a lo largo de la vida. Un amor que se mueve en todas las direcciones.
Podemos amar al “hermano sol” y a la “hermana luna”. Podemos descubrir una especie de
“fraternidad universal” con millones de creaturas que conviven a nuestro lado, que brillan con mil
colores, que cantan como un riachuelo bullicioso o como un jilguero enamorado.
El amor nos permite descubrir los tesoros que se esconden detrás de cada rostro, bajo las
apariencias de un vestido pobre o de una piel arrugada y vieja, tras los barrotes de una cárcel o sobre
el lecho de un hospital triste y sombrío.
El amor nos lleva a decir a quien viene del mismo Dios, al que vive a nuestro lado, “es bueno que
existas, es bueno que estés en el mundo” (J. Pieper, Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1972,
p. 436).
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“Es bueno que tú existas”. Especialmente es bueno porque tú y yo tenemos una misma misión,
estamos llamados a la misma plenitud. Porque podemos y tenemos energías para amar, para amar y
para dejarnos amar. Para amar y para dar una vida que hemos recibido gratis, porque otros dijeron que
éramos buenos, que valíamos mucho, que teníamos un tesoro escondido bajo la piel y las lágrimas
confusas de un niño recién nacido.
El amor es la vocación más grande, más completa, más realizadora, de cualquier existencia
humana. Una vocación que descubrió aquella joven carmelita, santa Teresa del Niño Jesús, hasta
llevarla a exclamar llena de alegría: “he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios mío,
eres Tú quien me lo ha dado... En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor... Así lo seré
todo”.
Serlo todo. En la Iglesia y en el mundo. Es bueno existir, es bueno poder amar, es bueno descubrir
la bondad escondida en cada creatura y, especialmente, en cada hermano. Es bueno, en fin, poder
alzar los ojos y mirar al cielo. Allí nos espera el Amor en persona. Allí podremos ser eternamente, en
Dios y con Dios, hogueras de amor inextinguible.

41. El Camino vino a nuestro encuentro

Perdidos. Quizá en un bosque, en los campos, o entre las calles de una gran ciudad. Perdidos. En
medio de los ruidos, la música, las fiestas y la gente. Perdidos.
Una luz brilla en el horizonte, o encima del humo. Alguien nos dice que la vida es algo más que
inquietudes, placeres y fracasos. Alguien, nos susurra que no nacimos para rellenar papeles, teclear
ante una pantalla o ajustar clavos.
Quisiéramos salir, romper la monotonía de la falsa vida, iniciar el camino hacia la Patria, dejar
correr los sueños y realizar los amores más profundos. Quisiéramos romper con el pasado, con los
miedos, las traiciones y las mil cobardías que han deshecho nuestros propósitos más bellos.
Quisiéramos... El tiempo pasa, la lluvia llega de los cielos, la golondrina gira, nuevamente,
mientras la tarde se llena de nostalgia.
Si alguien nos tendiese una mano, nos indicase el camino, nos diera pan para la marcha... Si
alguien fuese luz y esperanza, energía y sosiego, amistad y dicha, a pesar de las tristezas, a pesar de
las mil tentaciones de la vida...
Un día el Camino vino a nuestra tierra. La Vida se hizo nuestra. La Verdad habló a los pequeños.
La Iglesia, entre tormentas, hace presente al Dios nuestro. La Luz brilla en las tinieblas. Los humildes
entran en el Reino. Los soberbios siguen perdidos en sus miserias. María canta un Magníficat,
mientras la mañana de la Pascua disipa las tinieblas y guía a los que han sabido dar su sí, sin miedos.
El Padre, en los cielos, nos acompaña. No hay noche cuando Cristo penetra en nuestra historia,
cuando sigue entre nosotros su presencia. La Eucaristía, donación y encuentro, Camino, Verdad y
Vida, inicia. La oveja perdida ha sido encontrada. La fiesta ha comenzado. El banquete celebra, ya en
este mundo, la victoria del Cordero, la redención del hombre, el regreso del hijo a la Patria del Dios
bueno.
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42. Y Dios pidió permiso para entrar

La libertad humana es un don grande, muy grande. Tan grande que nos da algo de miedo. Tan
grande que permite a Francisco de Asís el llegar a ser santo, y a Judas el traicionar al Maestro. Tan
grande que Dios se detiene ante nuestra puerta, con respeto, cuando pide amor, cuando nos invita a la
justicia, cuando nos enseña las bienaventuranzas, cuando nos recuerda los mandamientos.
Desde la libertad se construye la historia humana. Si le dejamos, si damos un sí generoso, Dios
entra. Empieza entonces a caminar a nuestro lado, nos abre a horizontes de esperanza, nos salva.
Sobre todo, nos enseña a amar, a trabajar por un mundo sin pecado, liberado de egoísmos y de
injusticias. Pero solo si le dejamos...
Hubo un sí grande, sublime, único, que marcó la historia humana, que encendió esperanzas, que
permitió que la Vida se hiciese Camino y Verdad para los hombres. Un ángel, de parte de Dios, pidió
permiso a una joven nazarena. Dios esperaba, sin amenazas, sin temblores, sin gritos, una respuesta.
María, la doncella, abrió su corazón antes de abrir sus labios. Dijo, simplemente, humildemente,
“hágase”.
Ese “hágase” de la Virgen hizo que el mundo diese un vuelco. Los hombres, sin saberlo,
comenzaron a vivir con un Dios humano. La Redención se hizo carne, llanto, pasos y palabra. La
oveja perdida fue encontrada. El publicano y la prostituta encontraron a Alguien que les tendía una
mano de consuelo. El enfermo, el ciego, el sordo, el mudo, tocaron el milagro.
Todo fue posible gracias a un sí libre, gracias a la Virgen nazarena. En su libertad, en su corazón,
pronunció el “sí” más grande de la historia humana. En su sencillez, en su pobreza, permitió que el
mundo tuviese el cielo muy a la mano. En su generosidad, en su grandeza, empezó a ser “bendita
entre las mujeres”.
Jesús, desde ese instante, puede ser nuestro. Gracias a Ella, a la Virgen, a María. Puede ser
nuestro... si aprendemos a dar un sí, a decir “hágase”. En la libertad, porque nadie nos obliga. Con
amor, con confianza, con anhelos de justicia y de paz. Como lo hizo Ella, Virgen humilde, hermana
nuestra, judía universal, Mujer que ha llegado a ser Madre de todos.
Dios, cada día, vuelve a pedir permiso para entrar. En tu vida, en la mía, en la de cada historia
humana. Nos ofrece perdón y misericordia, esperanza y alegría. Nos invita a amar. Basta repetir,
sencillamente, humildemente, atrevidamente, las mismas palabras de María: “He aquí un simple
esclavo del Señor. Que se haga en mí lo que Dios quiera...”.

43. Hablar con la Madre, hablar con María

Es hermoso poder tener un momento, en la tarde, con la madre. Poder recordar los días de la
infancia, los juegos y las enfermedades, los viajes y los días de lavar la ropa, los desórdenes de la
cocina y las peleas de las hormigas en la panera. Poder recordar esos ratos junto al lecho, cuando la
sangre salía por la boca, cuando la fiebre subía por la tarde, cuando no había manera de probar un
bocado de comida hecha a base de cariño y de paciencia.
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Hablar con una madre, evocar momentos de la infancia, es posible en cualquier momento, apenas
lo queramos. Nos ama como a hijos, nos conoce como nadie, espera nuestra visita o que llamemos
por teléfono.
Junto a la madre de la tierra está nuestra Madre del cielo, tierna, vigilante, amorosa. También ella
nos escucha, también viene por las tardes, un rato, para que dejemos en su regazo nuestras penas.
También sonríe ante un éxito, una victoria, una tentación superada y un acto de perdón que brilla más
que mil estrellas. También espera, con esa angustia tierna de las madres, que volvamos, cuando un día
nos alejamos de la casa, cuando nos lanzamos a la vida sin dejar que la fe iluminase nuestros pasos,
cuando nos perdimos en pequeños o grandes pecados que mancharon el corazón y dejaron vientos de
egoísmo en nuestras manos.
¿Qué eres, Madre? ¿Quién eres? ¿Cómo explicar tu ternura, tu fe, tu angustia, tu cercanía? ¿Cómo
sentirte cerca, entre las cuentas del rosario, junto al silencio del Sagrario, en el momento de la Misa en
el que se repite el milagro de la Pascua, la Pasión y la Victoria?
Tú sabes como nadie lo que significa ser Madre. Tú lo fuiste del mejor de los hijos, como la mejor
de las madres. Ahora tienes que cuidar de un número inmenso de pequeños que necesitan, cada día,
manos que los levanten y ojos que les brinden confianza y les enseñen a dar las gracias.
Necesitamos que tú expliques lo que es ser madre y cómo ser hijos. Necesitamos que esa relación
íntima, profunda, entre Tú y tu Jesús (también nuestro Jesús) sea luz de las familias, esperanza de los
caminantes, sosiego para los tristes y fuente de paz para todos los peregrinos de la tierra.

44. Nos acercamos a Ti, Señor

Son incontables los caminos que nos acercan a Cristo. Muchos están reflejados en el Evangelio,
con sus escenas sencillas de encuentros decisivos.
Unos van a Cristo llevados por la curiosidad. Desean saber qué dice y qué hace este personaje
venido de un poblado casi desconocido de Galilea.
Otros van a Jesús deslumbrados por su fama, tal vez con el deseo de pedir un milagro. Gritan,
suplican, lloran, se ponen a los pies del Maestro. No dejan de insistir mientras no consigan una
curación, un milagro, un cambio profundo en sus vidas.
Otros desean ser saciados, recibir una ayuda material. Como las multitudes después de la
multiplicación de los panes. Quieren tener lo suficiente, ser librados de la miseria, quizá incluso
alcanzar la independencia política y social de los invasores romanos.
Otros van a Jesús como enemigos. Le tienden mil trampas, le acosan con preguntas, buscan cuál
pueda ser su punto débil. Traman incluso escándalos o calumnias para acusarle. Viven envueltos en
una ceguera mezquina: se fijan en todo menos en el Misterio de Amor y de Misericordia que Cristo
trae con sus palabras y sus obras.
Algunos son puestos al lado del Señor casi por la fuerza, desde los mil dramas de la vida. Como
aquella adúltera sorprendida en su pecado. Como aquel ladrón que fue crucificado al lado de un débil
y humilde Rey de los judíos.
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No faltan quienes llegan junto a Cristo sin saberlo, por esas “coincidencias” que parecen sin
sentido y que cambian corazones y existencias. Como la samaritana, que busca un poco de agua y se
cruza con el Nazareno. El vuelco de su vida es como el vuelco de tantos hombres y mujeres que, sin
haberlo programado, un día vieron al Maestro.
También los niños se acercan a Jesús. Llevados por sus padres, o con esa inocencia que les hace
sentirse felices al estar con Alguien grande y bueno. Se dejan bendecir, escuchan absorbidos sus
parábolas, mientras el viento juega con la orla del manto de Cristo y algún niño observa atento cómo
una golondrina viene y va entre los olivos.
Hoy también, después de 2000 años, nos acercamos a Ti, Señor. Quizá con el corazón sucio,
como un publicano que se golpea el pecho en la parte última del templo. Quizá, no lo permitas, como
el fariseo que se considera perfecto y digno de los primeros puestos. Quizá como un hombre débil,
necesitado de esperanza, de amor, de consuelo.
Nos acercamos a Ti, porque Tú antes has venido a nuestro encuentro. Porque quieres caminar a
nuestro lado, repartirnos tu Cuerpo, hablarnos con sencillez de cosas grandes, revelar el mucho Amor
que nos tiene el Padre tuyo que es también el Padre nuestro...

45. Peregrino de la Trinidad

Jesús es un misterio. Lo fue para sus padres, que iban comprendiendo, poco a poco, lo que
significaban las palabras del ángel que habló sobre una Encarnación y un Nacimiento fuera de lo
normal. Lo fue para sus compañeros de juegos y de trabajo en Nazaret, que no entendían por qué,
cuando se hizo grande, Jesús empezó a predicar con tanta autoridad. Lo fue para los discípulos, que
no acababan de asimilar cuál era el espíritu de su Maestro. Lo fue para los fariseos, los escribas, los
romanos.
También hoy Jesús es un misterio. Demasiado “normal” para revelar los tesoros de su divinidad.
Demasiado “especial” para que lo aceptemos plenamente como uno de nosotros. Demasiado bueno
como para ser capaz de triunfar en un mundo de intrigas y egoísmos. Demasiado enérgico como para
no amoldarse a “acuerdos” y “arreglos” que hoy resultan imprescindibles para vivir de modo
“políticamente correcto”.
Jesús es una presencia misteriosa, profunda, hermosa, noble. Quizá podríamos decir, en palabras
del difunto cardenal Van Thuan, que Jesús fue en nuestra tierra un peregrino especial, un “peregrino
de la Trinidad”.
“Jesús era, como nadie, maestro en el arte de amar. Igual que un emigrante que se ha marchado al
extranjero, aunque se adapte a la nueva situación, lleva siempre consigo, al menos en su corazón, las
leyes y las costumbres de su pueblo, así Él al venir a la Tierra se trajo, como peregrino de la Trinidad,
el modo de vivir de su patria celestial” (F.X. Nguyen Van Thuan, Testigos de la esperanza).
Van Thuan, con esta fórmula, recoge lo que enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “El Hijo
de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su
alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad (cf. Jn
14,9-10)” (Catecismo de la Iglesia Católica n. 470).
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Jesús, peregrino en un mundo difícil, conflictivo, lleno de odios y de pecado. Peregrino capaz de
traer un mensaje distinto, superior. Peregrino que sueña con ofrecer una vida quizá no imaginada,
unas costumbres distintas porque se basan solo en el amor. Peregrino alegre, rodeado de niños y de
pecadores, de prostitutas y de estafadores, de pescadores y de doctores de la ley.
Amado y odiado, hoy como ayer, ese peregrino sigue en tantos lugares y habla de tantos modos.
Aunque algunos no quieran oír, aunque muchos le cierren la puerta, aunque otros crean ser cristianos
cuando no saben para nada lo que es amar y perdonar a sus hermanos.
Dios es amor. Solo quien ama puede conocer algo de ese Dios magnífico, inmenso. Jesús es la
mejor expresión del amor divino, es el Amor hecho Hombre, capaz de caminar a nuestro lado.
Desde que Jesús vino al mundo podemos descubrir el corazón del Padre, el sentido más profundo
de la vida, de mi propio caminar en este mundo de abetos y computadoras, de ancianos y de niños.
Nos revela el fin, la meta que nos espera, el abrazo más deseado, el cielo en donde no cabe ni el odio
ni la soberbia.
El Peregrino de la Trinidad sigue entre nosotros. En su Palabra, en los Sacramentos, en el corazón
de cada bautizado. Sigue especialmente en el gran misterio de la Eucaristía. Podemos acercarnos a Él,
podemos aprender cómo se vive en el mundo divino. Podemos, desde Él, descubrir que también
nosotros existimos para amar, para ser amados, para incendiar el mundo con el fuego del amor.

46. La fuerza de los débiles: la fe

¿Cuál es la mayor fuerza de los débiles? Dar el paso de la fe. ¿Cuál es la mayor debilidad de los
fuertes? Cerrar las puertas a la fe.
Estamos acostumbrados a medir la fuerza y la debilidad de las personas según parámetros
equivocados. Medimos el dinero, la belleza, las energías físicas, las influencias, el contar con amigos
poderosos, para juzgar si una persona es fuerte, si triunfa en la vida.
Nos olvidamos que esos y otros aspectos son pasajeros y mudables. Brillan durante días, meses o
años. Luego, en un momento, o poco a poco, dejan de valer.
Lo que importa, lo realmente grande, lo que da fuerzas a cualquier ser humano, es la fe. Saber que
Dios nos ama, que nuestra vida vale mucho para Él, que sueña con perdonarnos los pecados, que
anhela poder abrazarnos, son riquezas, son poderes, que no se adquieren ni con el dinero, ni con la
salud, ni con una multitud de aplausos.
El secreto está en fiarse de Dios, en saber descubrirlo en las mil sorpresas de la vida. Verlo
presente en el amor de unos padres buenos, en unos educadores que nos dan el testimonio de su fe
sincera, en un sacerdote que nos enseña a orar y a confiar en el Padre de los cielos.
Nuestra energía, nuestro poder, está en Dios y en su Amor. Aunque lluevan críticas al Papa, a los
obispos, a la Iglesia. Aunque nos señalen con el dedo y nos excluyan de la vida pública. Aunque
perdamos un puesto de trabajo por dar nuestro “sí” a Cristo y nuestro “no” a la falsedad, al robo, a la
envidia, al miedo.
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Todo lo podemos apoyados en Dios. Como los millones de santos sencillos, humildes, potentes,
que han llenado de luz y de esperanza nuestro planeta bañado de lágrimas por culpa de la soberbia de
los engreídos. Santos que rezan y cambian la historia del mundo. Santos que alegran el corazón de
Dios y dan fuerzas a los atribulados, los abatidos, los enfermos. Santos que hacen que la misericordia
avance, que el amor triunfe en corazones anhelantes de consuelo.
Santos que, sin dinero, sin aplausos, sin sables, son potentes simplemente porque se apoyan en
Dios. Ese Dios que vence la muerte, borra los pecados, da vida a los jilgueros, pinta de verde los
castaños, y nos repite “confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33).

47. De la fe al amor

San Agustín decía que cuando uno se aparta de la fe se aleja de la caridad, pues no podemos amar
lo que no sabemos si existe o no existe. En otras palabras, desde la fe reconocemos y aceptamos a
otros en su bondad, en sus valores y riquezas personales, y sólo a partir de esta aceptación podemos
amarlos (cf. De doctrina christiana I, 37, 41).
En muchos corazones se vive una crisis de amor. No hay capacidad de darse, de pensar en los
demás, de salir de uno mismo para servir, para dar. Esta crisis de amor es consecuencia de una crisis
de fe. Quizá nos faltan ojos para descubrir en cada hombre, en cada mujer, la presencia del Amor de
Dios, un Amor que dignifica cualquier existencia humana.
Es verdad que algunas malas experiencias en el trato con otros nos hacen desconfiados,
precavidos, “prudentes”. No resulta nada fácil ofrecer nuestro tiempo o nuestro afecto a alguien que
nos puede engañar o tal vez podría llegar a darnos una puñalada por la espalda. Pero más allá de esos
puntos negros que nos hacen desconfiados ante los extraños, existe la posibilidad de renovar la fe y de
abrir ventanas al mucho bien presente en los otros.
Además, cientos de hombres y mujeres que caminan a nuestro lado nos miran con fe, con afecto,
confían en nosotros. A veces lo hacen por encima de algunas faltas que hayamos podido cometer
contra ellos. Su mirada nos dignifica, nos hace redescubrir esos valores que hay en nosotros, ese amor
que Dios nos tiene, también cuando somos pecadores. ¿No vino Cristo a buscar a la oveja perdida?
¿No hay fiesta en el cielo por cada hijo lejano que vuelve a casa?
Hemos de pedir, cada día, el don de la fe. Una fe que nos permita crecer en el amor. Una fe que sea
entrega, lucha, alegría, a pesar de los fracasos. Fe en el esposo o la esposa, fe en los hijos, fe en el
socio de trabajo, fe en quien busca romper el ciclo de la corrupción con un poco de honradez. Hay que
renovar esa fe que nos lleve a crecer en el amor.
Es cierto que en el cielo ya no hará falta tener fe. Pero ahora, mientras estamos de camino, la fe
nos hace mirar más allá, más lejos, más dentro. Nos permite vislumbrar que el amor es más fuerte que
el pecado y las miserias de los hombres. Nos permite entrar en un mundo de bondades que hacen la
vida hermosa y que nos preparan para recibir el don del paraíso, el don del amor eterno del Dios Padre
nuestro.
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48. Unidos por amor y para amar

La Iglesia existe y nace porque es llamada, porque es amada. El primer paso vino desde Dios: nos
ha creado, nos ha rescatado, nos ha ennoblecido infinitamente al hacernos hijos en el Hijo.
La experiencia más profunda de nuestra fe cristiana radica en descubrir y acoger ese amor divino.
Un amor que no merecíamos, que nos fue dado gratuitamente, más allá de todas nuestras
expectativas, de nuestras súplicas, de nuestras necesidades, de nuestras heridas y pecados.
Pero vemos el mundo que nos rodea, y algo nos sobrecoge: sombras de mal, señales de muerte,
pecados de soberbia y de sensualidad, invaden millones de corazones. Movimientos culturales,
grupos de poder, partidos políticos, individuos e instituciones, gobiernos nacionales y organismos
internacionales, buscan mil maneras de excluir a Dios del mundo, prometen construir un mundo
babélico: sin transcendencia, sin humildad, sin Jesucristo, sin amor verdadero.
Asistimos con dolor a las campañas en favor del aborto, de la anticoncepción, de la esterilización
de hombres y de mujeres. Millones de madres eliminan, cada año, a sus hijos antes de nacer. Para
muchos parece algo normal el que los jóvenes usen del sexo como si fuese una diversión más, sin
compromisos ni respeto.
Nos entristece ver tantos matrimonios rotos, con o sin hijos, con las enormes heridas que cada
ruptura deja en los corazones. Nos llena de amargura constatar guerras y odios profundos en pueblos
de diversas partes del planeta. Nos hiere profundamente el corazón saber que hay niños, adultos y
ancianos que luchan cada día por conseguir un poco de pan y de agua potable, ante la indiferencia de
países ricos en los que la superabundancia llega a convertirse en un “problema”...
El panorama parece desolador. La cultura de la muerte ha conquistado tantos corazones y tantas
estructuras sociales. Los defensores de ideologías anticristianas ocupan los puestos claves del poder,
marginan y ridiculizan cada vez más a quienes muestran sus convicciones cristianas y sus valores
profundamente humanos y solidarios.
Ante esta situación, deberíamos ponernos a caminar, desde la fe, la esperanza y el amor, para
poner un dique al mal, para “vencer al mal con el bien”, parafraseando a san Pablo (Rm 12,21).
Una invitación profunda a renovar el amor como centro de nuestra condición cristiana nos llegó
con la primera encíclica del Papa Benedicto XVI, Deus caritas est (Dios es amor). En ella afirmaba,
desde el inicio, que deseaba hablarnos del amor, para “suscitar en el mundo un renovado dinamismo
de compromiso en la respuesta humana al amor divino” (n. 1).
Desde las palabras de Benedicto XVI, que querían simplemente presentar para el siglo XXI el
mensaje de Cristo, podemos iniciar el camino de la “revolución” más hermosa que espera el mundo:
la del amor. ¿No recordaba el mismo Papa Benedicto a los jóvenes reunidos en Colonia (20 de agosto
de 2005) que los verdaderos reformadores son los santos? ¿No explicaba que “la verdadera
revolución consiste únicamente en orientarse sin reservas a Dios que es la medida de lo que es justo y
que es al mismo tiempo amor eterno”?
El amor dará, como un primer fruto, la unidad entre todos los hermanos en la fe. No podemos
decirnos cristianos si no amamos a todos los que forman parte de la misma Iglesia, con el mismo
bautismo, bajo el mismo amor de Dios.
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En ese sentido, podemos hacer tanto... Es triste ver cómo hay católicos que se sienten
profundamente solos, porque no son bien comprendidos en la parroquia, o porque pertenecen a un
movimiento eclesial que recibe continuas muestras de desprecio por parte de otros católicos, o porque
simplemente no “encajan” en ninguna actividad parroquial y se sienten así personas inútiles o, peor
aún, “inferiores”.
Ningún católico debería sentirse despreciado por otros católicos. La unidad es el distintivo
cristiano. Si no hay unidad, si no hay amor, ¿podemos hablar de fe verdadera? ¿No será que hemos
insistido demasiado en cosas humanas o en tradiciones más o menos buenas, pero hemos dejado de
lado el centro de nuestra fe? “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los
unos a los otros” (Jn 13,35).
La señal de que una parroquia, un carisma, una asociación laical, una congregación religiosa, son
genuinamente cristianos será siempre la caridad. En cambio, si pertenecer a un grupo nos lleva a
separarnos de los hermanos, ¿cómo podemos decir que allí se vive el amor de Dios, que lleva
necesariamente al amor al prójimo?
La misma autenticidad de nuestra condición de católicos nos debería llevar al esfuerzo
ecuménico. No podemos ver con indiferencia el que sigamos separados los que hemos recibido el
abrazo de Dios a través del sacramento del bautismo. Trabajar por nuestra plena unidad es un
compromiso que nace del amor y nos lleva al amor: ¿no somos hijos del mismo Padre? ¿No
proclamamos a Cristo como Salvador? ¿Por qué, entonces, seguimos divididos?
El día en el que se publicó la encíclica Deus caritas Dei, Benedicto XVI dirigió una homilía en la
que quiso subrayar la importancia del amor como motor del esfuerzo ecuménico. En ella pedía que
viésemos “todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el
punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir
nosotros, que „hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él‟? (1Jn 4,16)”
(homilía del 25 de enero de 2006).
Unidos por el amor, unidos para amar. También a los enemigos, también a quienes nos persiguen
y calumnian, también a quienes quieren destruir cualquier vestigio cristiano en la vida de las
sociedades y en los corazones de las personas, también en quienes no tienen el don de la fe y caminan
entre tinieblas.
Frente al imperio del odio y del mal, frente a la “anticultura de la muerte” (cf. Deus caritas est n.
30), hemos de dar el testimonio del amor, hemos de enseñar el camino de la caridad como la
verdadera y más profunda transformación del mundo.
“Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y
quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Un amor que cambia y que
salva, un amor que llena las aspiraciones más profundas de los corazones. Un amor que nos llevará a
vencer la cizaña del mundo con la buena semilla de Dios.

49. El amor que mueve a todo el universo

En la canción En mi Getsemaní aparecen unos versos que expresan una idea central de la fe
cristiana:
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“No es en las palabras ni es en las promesas


donde la historia tiene su motor secreto.
Solo es el amor en la cruz madurado,
el amor que mueve a todo el universo”.
La historia recoge un sinfín de acciones. Se escribe cada día. Se labra como algo imborrable. Se
decide desde corazones libres, desde momentos de pasión y momentos de lucidez.
La historia deja de lado palabras o promesas no cumplidas. Lo que se hace es lo que cuenta. Lo
que uno pone en práctica, ese propósito realizado, ese gesto de cariño en la familia, ese sí a un nuevo
hijo que inicia el camino del embarazo.
¿Cuál es el motor secreto de la vida? ¿Qué es lo que permite que existamos? ¿Por qué los ríos, los
volcanes y los jilgueros? ¿Por qué un hombre y una mujer deciden casarse y abrirse con amor a la
vida de los hijos que Dios pueda concederles?
El motor es siempre el mismo: el amor. Por amor Dios quiso un mundo, una tierra entre soles,
lunas y estrellas. Por amor contuvo el ímpetu del mar, envió suaves vientos y frescas lluvias. Por
amor hizo crecer hierba y árboles, dio vida a petirrojos y caimanes, a coyotes y corderos.
Por amor un día Dios creó a alguien a su imagen en la tierra, a un hombre y una mujer. Los amó
como a hijos, los cuidó con ternura, habló con ellos mientras soplaba la brisa de la tarde.
Por amor, tras el pecado, vino la promesa y el pueblo elegido. Israel ha sido señal de ese amor que
“mueve el universo”. El amor llegó a la plenitud en la Encarnación y en el Calvario, cuando el Hijo,
hecho hombre, dio su sangre y su espíritu por salvar a quien era tan amado por el Padre, al hombre
débil, frágil y errabundo...
Por amor hoy vivimos, tú y yo. Si es amor verdadero, si es amor cristiano, el mundo brillará con
un poco de esperanza. Habrá más paz y armonía, habrá más justicia y entusiasmo. Habrá un poco de
fe en un universo que gira y gira, como hace millones de años, movido por una sola fuerza: el amor...

50. El tejido de la vida

La marcha de la vida nos llena de acontecimientos. Hay momentos en los que todo parece ir mal.
Un accidente, una muerte extraña de un familiar, el inicio de un juicio, problemas y discusiones por
parte de la herencia, una calumnia lanzada al vuelo por quien antes parecía un amigo, tal vez un
secuestro o un crimen. Se asoman, detrás de cualquier esquina, peligros y amenazas, enfermedades y
rupturas. Nadie puede sentirse seguro: ni los jóvenes ni los ancianos, ni los “buenos” ni los “malos”,
ni los ricos ni los pobres.
A la vez, se suceden momentos de alegría, de éxito, de conquista. Unos esposos ven nacer a un
hijo después de años de espera. Un joven deja el vicio de la droga para cuidar su salud y dedicar el
dinero a ayudar a los pobres. Una chica consigue un trabajo después de llamar a muchas puertas y
superar negativas y cansancios. Un anciano recibe la carta de un hijo que vive lejos y le avisa que
acaba de rehacer su matrimonio.
A través de todos los acontecimientos, buenos o malos, se escribe una sinfonía que no acabamos
de escuchar del todo, que comprendemos de modo parcial e incompleto. Nos ocurre como al
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violinista que, en medio de la orquesta, se preocupa solo de su parte en la partitura; se concentra en


que su violín encaje en el conjunto con más o menos armonía (aunque a veces se escape alguna nota
discordante).
Cada acontecimiento entra a formar parte de la sinfonía de la vida. O en la composición de un
vestido muy complejo. El hilo negro de las tristezas se cruza con el hilo blanco de las alegrías. A
veces no nos damos cuenta de que una alegría fue posible gracias a un sacrificio o una renuncia. Esa
enfermedad nos hizo más bondadosos y atentos a los otros. Aquella muerte que no comprendimos
apartó a un amigo de un posible pecado grave. Esa herida de un soldado permitió el encuentro con
una enfermera y el inicio de una familia fecunda, llena de esperanzas.
Los dos hilos siguen su trabajo. A veces quisiéramos controlarlos, pero nos superan. Un tejedor
divino lleva la trama. Quizá al final, cuando crucemos la frontera de la muerte, comprenderemos el
lugar de cada cosa, veremos que el bien fue la última palabra, que tantos males eran solo pruebas e
invitaciones a caminar con humildad, confianza y amor hacia un encuentro definitivo, hacia la casa
donde un Padre bueno nos espera con los brazos abiertos. Comprenderemos que los dos hilos estaban
tan unidos que la alegría de la Pascua no era posible sin pasar antes por el cáliz de la Cruz...

51. Muertos por el miedo de morir

Hay quienes ven la muerte como una derrota, como un fracaso, como un enemigo, como un
destino trágico que buscan evitar a cualquier precio.
Quienes no aceptan la idea del morir, quienes temen que llegue esa hora “desgraciada”, hacen
todo lo posible por combatirla. Incluso con actividades sumamente nobles: organizan campañas
nacionales e internacionales para combatir las epidemias, el hambre, el cáncer, los accidentes de
carretera, el alcoholismo...
Otras veces, promueven sistemas y leyes que garanticen la máxima seguridad para el mayor
número de personas. Logran, así, leyes para prevenir incendios, para construir edificios
anti-terremotos, para que los pisos altos estén dotados de escaleras de emergencia, para que los niños
tengan menos aventuras y más seguridades. Se organizan planes sanitarios nacionales e
internacionales para erradicar enfermedades infectivas, para vacunar a bebés, adultos y ancianos, para
construir mejores hospitales, para facilitar el acceso a las medicinas más eficaces.
Cuando surge, a nivel nacional o internacional, el peligro de una epidemia mortífera, se avisa a la
sociedad, se eliminan los animales o plantas que puedan ser ocasión de contagio, se aíslan a los
primeros infectados, se pide a los ciudadanos que no salgan de casa, que no vayan a lugares públicos,
que limpien minuciosamente su ropa, sus manos, los alimentos que va a consumir.
Muchas de estas medidas son necesarias y útiles: millones de muertes y de contagios han sido
evitados gracias a la eficaz colaboración de todos. Pero existe el peligro de llevar las cosas hasta
extremos que lleven poco a poco a la asfixia de la vida social.
Hay incluso quienes, en su deseo por luchar “contra la muerte”, llegan a provocar muertes por
“exceso de seguridad”: por aburrimiento, por asfixia bajo un sinfín de medios higiénicos, por tristeza
ante la imposibilidad de hacer tantas cosas bellas (paseos por el campo, visitas a familiares y amigos,
viajes) que podrían quedar prohibidas si cunde el pánico hasta límites insospechados.
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Incluso no pocas veces el miedo a la muerte lleva a no desear que inicien nuevas vidas: muchos
niños no nacen porque sus padres tienen miedo a abrirse a la llegada de un hijo, porque ven cada
nueva concepción como el inicio de peligros y de problemas. Si algún día todos llegasen a pensar lo
mismo, acabaría la vida humana sobre la tierra...
Es bueno combatir tantas situaciones de pobreza y de falta de higiene que causan enfermedades
fácilmente vencibles. Es bueno promover vacunas y levantar hospitales para curar y atender a los
enfermos. Es bueno prevenir contagios a través de la prohibición de comportamientos irresponsables.
Pero también es hermoso asumir ciertos riesgos para dedicar el poco tiempo que tenemos para
servir y amar a quienes viven a nuestro lado. La confianza y un “riesgo razonable” genera vida. Una
vida que es bella cuando se vive para los demás, en el desgaste y los “peligros” de quienes saben que
estamos de camino, de quienes recuerdan que la patria eterna llega luego, que vale la pena darse
plenamente a los demás en este breve tiempo humano.
Luego llegará ese cielo. Un cielo en el que entra no quien ha pensado solo en su salud y sus
seguridades en clave de egoísmo, sino quien tal vez ha vivido menos tiempo con un mucho más de
alegría y de entrega a quienes viven a su lado.

52. Vivir con la muerte como hermana

Hay quienes sufren cada vez que viajan en carretera o en avión. En esos momentos se sienten
sumamente frágiles, vulnerables. Basta un pinchazo en una rueda, un golpe de sueño, una avería en
los motores, y cambia toda una existencia, o llega, inesperada, la temida muerte.
Estos temores pueden crear angustias patológicas, pero bien aprovechados pueden ayudarnos a
recordar lo frágil que es la vida humana.
Basta un hueso en la garganta, un golpe de aire frío tras un partido de fútbol, un resbalón en la
escalera, una teja que se desprenda desde el techo, para que los proyectos más elevados, los sueños
más queridos, queden encerrados en un cuerpo que otros miran llenos de compasión y de nostalgia.
Es bueno hacer, con cierta frecuencia, un sencillo, un breve ejercicio: pensar en la muerte, en mi
muerte. Quizá cuando me acuesto, en esos momentos en los que recordamos las aventuras del día o
programamos lo que será el mañana, podemos pensar: ¿y si fuese mi última noche?
No podemos hacer esta reflexión solos, como si nadie nos amase. Nuestra vida interesa a tantas
personas, algunas que conocemos, otras que nos necesitan y nos esperan sin que quizá nos demos
cuenta. Interesa, de modo especial, a Dios, que sueña en vernos felices, en que seamos buenos, en que
le amemos y que amemos al hermano.
Pensar en la muerte ante los ojos de Dios. Su mirada, esta noche, es más profunda, más intensa.
Me ve. ¿Cómo me siento ante su amor, su misericordia, su respeto? Me dio la vida sin pedirla, me ha
mantenido en ella en esa caída aparatosa, en esas fiebres desconocidas, en esa curva inesperada que
puso a prueba nuestros reflejos. Me ha regalado los años que puedo contar hasta este momento, con
las oportunidades de dar, con las invitaciones a servir, con las caricias que me brindó a través de las
manos de mis padres, con la ayuda que me ofreció con ese amigo fiel que me sacó de apuros.
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El sueño va cerrando los párpados. La habitación, a oscuras, susurra silencios imprevistos. Tal
vez, sobre la frente, se posarán unos labios para desear las “buenas noches”.
Todo termina. Si Dios quiere, pronto nos veremos. Me dirá lo mucho que me quiso, me abrazará
como el Padre que espera al hijo que más de una vez se alejó de casa entristecido.
Quizá todo termine... O quizá, de repente, suene la alarma. Inicia un nuevo día. Dios me da 24
horas para darle gracias y para prepararme a su encuentro, quizá muy pronto, tal vez mañana...

53. La paciencia de Dios

Buscar el poder es una tentación que continuamente asecha al ser humano. Tener fuerza,
acumular dinero, recibir aplausos. Luego, cuando todo está en nuestras manos, cuando las voluntades
han sido sometidas (ilusionadas, engañadas, asustadas), llega la hora de iniciar la utopía, de construir
el mundo perfecto.
Y ese “mundo perfecto” inicia precisamente con lágrimas, con dolor, con la opresión del
enemigo, con las críticas malévolas, con ese clima de miedo que reina en los sistemas totalitarios (del
pasado y del presente).
El fracaso de las utopías humanas nos hace desconfiados. Querríamos, entonces, que Dios
actuase, que impusiese entre los hombres la justicia. Desearíamos que enviase desde el cielo un rayo
de fuerza, que acabase con los criminales, los terroristas, los explotadores, los violadores, los que
controlan el mundo mientras se mantienen indiferentes ante el hambre de millones de niños, ante el
drama del aborto, ante la opresión sobre los justos y los pobres.
Dios Padre, en cambio, responde con su Hijo. Sin violencia, sin truenos, sin acabar con el
malvado. Jesús predica un mensaje de paz, de perdón, de esperanza. Cuando llega la hora de la lucha
suprema, se muestra débil, manso, humilde, como un cordero. Ante los que no comprenden al Padre
viene criticado como un blasfemo. Lo atan como a un malhechor, lo condenan a la muerte que se
aplica a los criminales. Jesús calla, y el Padre detiene legiones de ángeles que contemplan
horrorizados la muerte del Justo y la victoria, aparente, del maligno.
Pero la redención no viene del poder, sino del amor y de la paciencia redentora de Dios. Nos lo
recordaba el Papa Benedicto XVI en la homilía de inicio de su Pontificado, el 24 de abril de 2005:
“No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor.
¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el
mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción
de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la
paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero,
nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido
por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
Estamos en el tiempo de la paciencia de Dios. Como cristianos podemos imitar su bondad, vivir
en la confianza, aprender el arte difícil de la espera. Espera que significa renuncia a la venganza y
perdón para con el enemigo.
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No cambiaremos al mundo a base de golpes de violencia. La hora de la paciencia, la hora de la


mansedumbre, es el único camino que nos acerca, de veras, a la construcción de un mundo nuevo. Un
mundo en el que las lanzas se convertirán en azadas, los hombres ya no vivirán para el dinero, y el
mensaje de Cristo llenará los corazones de esperanza y de mucho, mucho amor...

54. Aquí estamos

Aquí estamos, en la vida. Un día inició nuestra existencia. Desde un amor o un “accidente”. Desde
esposos o entre novios. En tiempo de paz o bajo el ruido de las bombas. En el “mejor” momento o
cuando parecíamos ser solo un problema más en la vida de una familia pobre y preocupada.
Cada uno fue concebido en un lugar distinto, sin ser preguntado, a veces sin ser esperado.
Empezar a vivir es un misterio. Un misterio que encontró protección, amor, cariño, por parte de
nuestros padres, de médicos, de amigos. Un misterio que sigue adelante, entre mil sorpresas, alegrías,
penas, esperanzas, fracasos y premios.
Aquí estamos, porque nos amaron. Aquí estamos, porque también nosotros queremos amar, dar,
ofrecer eso que somos: un poco de polvo, de carne, de nervios, de corazón y de cabeza, de pasiones y
de espíritu, de santidad y de pecado. Porque también queremos devolver parte de esa moneda que es
la vida para que otros la disfruten, para que otros puedan ir a nuestro lado, para que otros sientan un
poco de cariño. Un cariño que quizá necesitan con angustia, piden con humildad, esperan con
paciencia. Un amor que también hará más bello ese vivir de ellos, este vivir nuestro, si la vida es
amor, y si amor significa darse por entero al amado.
Aquí seguimos, en camino, hacia nuevas metas. Sanos o enfermos, ricos o pobres, con estudios
universitarios o con la experiencia de un aprendiz adolescente, en una gran ciudad o entre chabolas.
Las metas a veces parecen sueños inalcanzables. Pero nos empujan a dar nuevos pasos, a marchar
hacia adelante, a buscar el porqué de esta pobreza, de este hijo enfermo, de la lenta agonía del abuelo.
Aquí estamos. No somos cometas perdidas en el espacio, ni el resultado casual del caos evolutivo.
No somos un absurdo, ni un problema, ni un número en los registros de un Estado. Hay algo grande,
sublime, divino, que mueve nuestros pasos, que nos interpela hacia horizontes nuevos, que nos dice
que existe un Padre bueno. Un Padre que hace llover sobre buenos y malos, que da comida a los
gorriones y a los cuervos, que siente compasión de la viuda y del huérfano.
Soy importante, soy valioso para el Padre de los cielos. Soy importante, soy querido, hasta el
punto de poder recibir, en cada Eucaristía, el Cuerpo del Hijo Amado. Soy importante, soy eterno,
porque el Amor no termina con la muerte.
Aquí sigo, vivo, palpitante, esperanzado. Puedo soñar y amar. Puedo dar lo que recibo, puedo
reflejar un poco, entre los míos, la bondad de ese Dios que me susurra, que me grita, que me recuerda
a todas horas la gran verdad: que me quiere con locura...
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55. Una antorcha de paz y de esperanza

La antorcha olímpica avanza, de mano en mano, llena de vida y temblorosa. Viene de un lugar
lejano. Trae un fuego. Busca llegar a una meta, a un destino. Cada transmisor es importante: si uno
falla, si nadie cubre una parte del camino, esa llama tal vez morirá, lejos de su destino. Tal vez se
extinguirá abandonada y sola.
Algo parecido y algo diferente ocurre con la fe cristiana. La llama que los primeros apóstoles
recibieron no era simplemente para otros: no la pusieron en manos jóvenes para dejar de poseerla. La
fe que cada uno recibe queda en el propio corazón, también cuando tenemos la dicha de poder
comunicarla a quien se cruza a nuestro lado, a quien vive bajo el mismo techo, a quien nos cuenta sus
penas y sus sueños.
La luz de Cristo llega a la vida de un hombre, de una mujer, gracias a otros. Un padre o una madre,
un hermano o un amigo, dan hoy el tesoro más grande, el fuego que Dios mismo encendió entre sus
hijos. Quien recibe la llama, desde el amor y la libertad, puede convertirse en heraldo.
El fuego corre así, de casa en casa, de ciudad en ciudad, a través de las fronteras y los mares, sin
límites de clases, sin miedos a los conflictos o a las guerras, con la sangre de los mártires y la fidelidad
de obispos, sacerdotes, religiosos y laicos de razas, lenguas y culturas diferentes.
A veces vemos el mundo moderno como vacío de fe, lleno de cenizas y de humos tristes. La
verdad es que el Evangelio, también hoy, avanza hacia el encuentro de miles de hombres y mujeres.
Tal vez no se ve tanto como en otros tiempos, tal vez no ocupa un lugar importante en las noticias de
la radio o en las páginas de internet.
Eso es lo que menos importa. Lo que cuenta es esa chispa divina, ese regalo, que toca nuevas
vidas, que llega a más corazones, gracias a quienes dan un testimonio alegre y convencido de su
amor, de su fe, de su esperanza en Cristo.
Esa chispa llegó un día a tu corazón, al mío. Está ahí, más o menos viva, más o menos fuerte.
Creo, creemos, no solo cuando el domingo declaramos nuestra fe. Creo, creemos, también cuando
podemos mirar con ojos limpios, con un corazón manso, humilde y misericordioso, a quien está a
nuestro lado. A quien pide, sin saberlo, un rayo de luz, un poco de esperanza, una centella de caridad.
La llama sigue su camino. Ofrece, a quienes la acogen, horizontes de paz y de esperanza. De mí
depende el que hoy, en este día, brille, llegue, alcance a otro. De mí depende el que ahora un hombre
o una mujer abra los ojos, como el ciego del Evangelio, y pueda decir, con lágrimas de gozo: “Creo,
Señor”.

56. Sintonizar con Cristo

Hay lugares donde se percibe de un modo más intenso la presencia de Dios. Un santuario, una
meta de peregrinaciones, toca los corazones de los hombres y mujeres que acuden a rezar, a
contemplar, a pedir perdón o a dar gracias.
Otros perciben la cercanía de Dios en algunos fenómenos naturales, como se relata en el Antiguo
Testamento: en el viento, la lluvia, el fuego, la fuerza de algunos animales.
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Otros tocan a Dios a través de la bondad que reina en tantas personas que encontramos en el
camino de la vida. La sonrisa limpia de un niño, la ternura de unos esposos que se aman según Dios,
esa paz de una anciana que acaricia con sus manos arrugadas el cabello de la nietecita que llena de
colores un pedazo de papel.
De modo especial, Dios nos permite sintonizar con su Amor en Cristo. La realidad de la
Encarnación no termina el día en que Cristo asciende a los cielos y regresa al Padre. Nos ha mandado
el Espíritu Santo, nos ha dejado a Pedro, a los obispos y a los sacerdotes que colaboran con sus
pastores. Ha suscitado mil caminos espirituales (de sacerdotes, religiosos, laicos) que embellecen la
vida de la Iglesia, que llegan a los hospitales y a las escuelas, a los barrios pobres y a las zonas de
turismo, a las tierras de misiones y a las ciudades que envejecen poco a poco mientras se cierran las
iglesias por falta de creyentes.
Cristo sigue entre nosotros. Lo podemos escuchar a través de los Evangelios, escritos bajo la
acción del Espíritu Santo, llenos de una sabiduría profunda y cordial que no deja indiferente a quien
se ha propuesto hacerlos vida. Lo podemos sentir en las palabras que se repiten en cada confesión,
cuando el sacerdote se convierte en un eco al repetir lo que Jesús dijo a tantos pecadores: yo te
perdono, vete en paz. Lo podemos ver morir y resucitar, de un modo misterioso pero real, en la
Eucaristía, cuando las manos frágiles de un hombre especial repiten la fórmula de la consagración.
Es posible sintonizar con Cristo, dejarle un lugar en nuestra vida, hacer que reine en el corazón y
en los mil sudores de la jornada. Permitirle que explique ese dolor profundo del espíritu, el sentido de
la pérdida del trabajo, el porqué de ese accidente que ha alterado nuestros planes. Dejarle que camine
a nuestro lado para que nos revele nuestra propia identidad, lo que somos, lo mucho que nos quiere, lo
que importamos al Padre, aunque nadie se entere, aunque no haya periodistas ni declaraciones
públicas que den la noticia de una conversión que se ha producido en este día.
La tierra ha cambiado radicalmente desde que el Verbo se hizo carne a través del sí de una Virgen
niña. No todos lo saben, no todos lo comprenden, no todos viven según la gran noticia. Los niños, los
pequeños, los humildes, entran en el Reino. Sintonizan con el Padre que hoy repite, como un día en el
Tabor: “Este es mi Hijo amado. Escuchadle”.

57. Una experiencia, una Persona

Muchos adolescentes y jóvenes dejan de ir a misa, no se confiesan, se alejan de la fe, viven


incluso en peligro de pecado. Quizá porque no saben lo que dejan, o porque no les hemos enseñado
bien aquello que nos distingue como cristianos, que nos hace vivir con una alegría profunda y con
algo mucho más grande: amor.
Muchos de esos jóvenes no dejarían la Iglesia si llegasen a hacer una experiencia profunda de lo
más importante de nuestra fe católica: saberse perdonados y amados por Dios. Esta verdad debería ser
el centro de nuestras catequesis, de nuestra predicación, de nuestro deseo profundo de que los jóvenes
descubran el rostro maravilloso de un Dios que es Padre, amigo, hermano, salvador.
Ser cristiano no es, por lo tanto, arrastrar una serie de normas, someterse a obligaciones más o
menos molestas. Ser cristianos es percibir el don de Dios, como la Samaritana (Jn 4). Ella vivía según
lo que pensaba la gente de su ciudad, o bajo el peso de su historia personal; no era capaz de descubrir
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otros horizontes, ni de pensar en otro estilo de vida. Jesús ayudó a aquella mujer a abrirse a un don
más grande, a reconocer la acción de Dios en el mundo, a darse cuenta de que el culto verdadero se
vive “en espíritu y en verdad”.
Algo parecido ocurrió con Saulo de Tarso. Estaba convencido de que su vida era buena, de que
tenía la verdad, de que los cristianos eran “un problema” y “un peligro”. Cumplía la Ley, no quería
separarse ni un milímetro de las tradiciones de sus padres. Pero olvidó que el centro del mensaje de
Dios es la misericordia, y no supo reconocer que esa misericordia se había hecho presente en nuestra
tierra cuando el Hijo del Padre vino como Hombre entre los hombres, cuando Jesús nos reveló el
verdadero Rostro de Dios.
El día en que Saulo, convertido luego en Pablo, escuchó al Maestro, dejó su vieja mentalidad y
cambió totalmente de vida. Hizo una experiencia y se enamoró de una Persona: “ya no vivo yo, sino
que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de
Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).
Seguimos a una Persona, amamos a un Dios hecho hombre. Vamos tras las huellas de Jesús, el
Hijo del Padre entregado por nosotros como Pan humilde, crucificado como Cordero sacrificial,
resucitado ante los ojos atónitos de un puñado de testigos. Jesús vive en cada celebración eucarística,
nos habla en su Evangelio, nos abraza en la comunión, nos dice “te perdono” a través del sacramento
de la Penitencia.
Eso es ser y vivir como cristianos. Todas las demás virtudes surgirán como arroyo unido a una
fuente de aguas vivas: caridad, justicia, pureza, esperanza, perdón, misericordia, esa lucha diaria por
ser fieles a Dios, la confianza de saber que Dios nos quiere perdonar después de cada caída.
Quien hace una experiencia profunda de Cristo, quien llega a sentir su Amor y a desear amarlo,
vivirá siempre a su lado. Quien ha encontrado fuentes de aguas vivas no buscará el consuelo de
cisternas rotas. Aunque a veces uno se sienta “extraño” en un mundo demasiado lleno de caprichos.
El tesoro, la perla que lleva junto a su corazón, vale más que cualquier placer pasajero: su máxima
ilusión será vivir en intimidad de amigo con un Dios que nos ama a todos con locura.

58. Ante la Iglesia

Quien se pone delante de la Iglesia católica necesita dar una respuesta a la pregunta: ¿viene de
Dios o viene de los hombres?
¿Viene de Dios? Si viene de Dios, si Jesús, Hijo del Padre, la ha fundado, merece ser tratada con
el máximo respeto. La Iglesia sería entonces la expresión de un cariño inmenso de Dios, de un deseo
de ofrecer a los hombres un camino de salvación, de felicidad, de paz.
Si viene de Dios, habría que aceptarla tal y como la quiso Jesús. Con sus enseñanzas y con su
jerarquía (Papa, obispos, sacerdotes). Con sus sacramentos y con la gran celebración del domingo, día
del Señor. Con el mandamiento del Amor, que lleva a plenitud la Antigua Alianza con sus preceptos,
y que nos invita a vivir como hijos del mismo Padre, hermanos en Cristo.
Si viene de Dios, no tiene sentido “exigir” a la Iglesia que “adapte” a los nuevos tiempos su
doctrina sobre la anticoncepción, o sobre el aborto, o sobre el divorcio, o sobre el matrimonio. No
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tiene sentido pedirle que ordene mujeres o que cambie sus enseñanzas y disciplina sobre el celibato
de los sacerdotes. No tiene sentido querer una Iglesia a nuestra medida.
Pero si no viene de Dios, si es simplemente una invención humana, entonces vale lo que vale algo
inventado, pensado, construido por los hombres. No tendría una credibilidad absoluta, no tendría
valor el escuchar todo lo que enseña con respeto: valdría solo aquello que pueda ser aceptado por
nuestra razón. Lo demás podríamos rechazarlo libremente, dejarlo de lado según nos parezca a cada
uno.
El dilema es claro y tajante. No es posible un camino intermedio. A la Iglesia católica la
aceptamos como a la verdadera Iglesia de Cristo, como a la llamada de Dios que nos invita a ser sus
hijos, o la dejamos de lado, como algo opcional que se escoge o rechaza solo si convence como puede
convencer un vendedor ambulante que ofrece un objeto mudable, pobre y caduco como todo lo
simplemente humano...
Yo creo en la Iglesia con esa seguridad que nace del amor. No es fácil probar mi postura (si fuese
fácil, seguramente habría muchos más católicos en el mundo), pero no por ello dejo de quererla. El
amor me lleva a estudiarla, a conocerla desde dentro. Me permite saborearla en la caridad de tantos
sacerdotes y laicos, en la frescura de los chicos y chicas que se entregan completamente a Dios, en la
alegría de los monjes y monjas de clausura, en la fecundidad de los esposos que acogen cada hijo que
Dios les envía, en los ancianos que no dejan de testimoniar que Dios perdona y ayuda a quien a Él se
acerca.
Creo en ella. Humilde y débil, como el Papa Juan Pablo II. Grande y bulliciosa, como en los
congresos que reúnen a miles de católicos, como en las multitudes (o en los grupos pequeños) que
llenan cada domingo las iglesias del planeta. Creo en ella, como la Virgen María, que dice su sí, que
acepta, que acoge el mensaje de un ángel que revela misterios grandes y pide encargos difíciles, pero
posibles desde la venida del Espíritu.
Creo en la Iglesia. Quizá no puedo convencer a otros de su verdad y su grandeza. Quizá no
siempre los católicos hemos sabido ser testigos del tesoro divino presente en Ella. Pero ello no quita la
belleza del Amor de Dios encerrado en su Iglesia. Un Amor que se ofrece a todos, que puede tocar
cada corazón que se abre, sencillo, fresco, a Cristo Salvador.
Solo pido, a quien no la acepta ni la ame, que respete mi postura, que no critique a mi amada
Iglesia, que me deje en mi certeza: Dios la ha querido, Dios la ha regalado, Dios nos la ofrece para
que tú, yo, cualquier otro, pueda acogerla como es, pueda caminar cogido de su mano, sin críticas
malignas, sin deseos de cambiarla en sus valores más profundos.
Solo así descubriremos su verdad y seremos capaces de defenderla con amor que no es fanatismo.
Con un amor que es también tender una mano y dialogar con sencillez y confianza con quien no
puede comprender que Dios nos ama y nos perdona en el Cristo presente, vivo, palpitante, en su
Iglesia milenaria. Una Iglesia cargada de años y rebosante de juventud por el continuo amor del Padre
y la fuerza del Espíritu.

59. El “misterio de la luna”

La luz de la Luna no es luz propia. Refleja, simplemente, hermosamente, la luz del Sol.
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La Iglesia tampoco tiene luz propia: no brilla por su cuenta. Si luce, si es visible, si ilumina, es
solamente porque refleja a Cristo, el verdadero Sol, el único Salvador del hombre.
Los primeros cristianos usaron esta comparación: Iglesia y Luna. Desde ella podemos
preguntarnos: ¿hasta qué punto soy miembro de la Iglesia? ¿Hasta qué punto mi luz viene de la única
fuente, del manantial de aguas vivas, del Cordero que quita el pecado del mundo, de quien fue capaz
de dar la vista al ciego y de perdonar el corazón de la adúltera, de dar luz al universo?
Cada cristiano debería sentir, en lo más profundo de su corazón, una llamada a mirarse en el
espejo. Veremos si nuestros ojos brillan con la luz normal, sencilla, propia de cada existencia
humana, o si en la humedad y el brillo de la pupila palpitan la paz, la alegría, la confianza de quien ha
sido perdonado, abrazado, acogido e invitado a las bodas del Cordero. Las bodas que celebran la
vuelta del hijo a casa, las bodas de quien se siente amado por el Padre, de quien se ha dejado mirar por
Cristo para reavivar la imagen de Dios que permanece muchas veces oculta entre las sombras de lo
cotidiano.
Todos los bautizados, todos los miembros de la Iglesia, podemos vivir este misterio, podemos
reflejar una luz capaz de llenar de belleza y de gozo un mundo muchas veces sombrío y
desesperanzado.
Responderemos así a la invitación del Papa Juan Pablo II en la carta apostólica escrita al inicio del
milenio (“Novo millennio ineunte”), cuando nos recordaba que la Iglesia esconde un “misterio de la
luna” (mysterium lunae):
“Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz.
Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su „reflejo‟. Es el mysterium lunae tan
querido por la contemplación de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia
dependía de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz. Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice,
al presentarse como „luz del mundo‟ (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus discípulos que fueran „la luz del
mundo‟ (cf. Mt 5,14)”.
La historia no se detiene. En ella brillan, en la casa, en la fábrica, en la oficina, en el campo, en el
hospital, en la parroquia, entre chabolas o rascacielos, miles de pequeñas lunas, miles de vidas
cristianas que participan plenamente del misterio de la Iglesia. Brillan con una luz que viene de arriba,
una luz que no pueden esconder, una luz que da sentido a la existencia y eleva los ojos del corazón
para descubrir, en el Hijo, algo del misterio de Amor, eterno y fiel, del Padre de los cielos.

60. Un nuevo sacerdote, un nuevo susurro de Dios

Dios sigue entre nosotros. Sigue en cada obispo, en cada sacerdote, en cada cristiano que vive a
fondo el Evangelio. Sigue en su cariño, en la lluvia y el sol, en el pan y en el hogar, en cada niño que
nace y en la fidelidad de unos esposos que se aman con locura.
Dios no se cansa de amarnos, de buscarnos, de caminar a nuestro lado. Es verdad que a veces el
mal parece tan grande que nos olvidamos de su amor, que pensamos en su silencio como si fuese
debilidad o impotencia.
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Pero Dios no calla. Responde a nuestra oración de súplica. Susurra que nos ama, para siempre,
cuando un joven dice sí a Cristo, cuando un obispo consagra un nuevo sacerdote.
Cada sacerdote es un mensaje de Dios, un grito que nos recuerda lo mucho que nos ama. Y esos
gritos son miles, aunque no aparezcan en la prensa.
Esos jóvenes o adultos que se ofrecen, que se entregan, que se dejan tocar por el Espíritu Santo,
nos recuerdan un Amor eterno, inmutable, respetuoso, de un Padre que suplica que volvamos.
Con sus manos, estos nuevos sacerdotes llevarán la Eucaristía a tantos rincones del planeta.
Prestarán sus labios a Cristo para repetir, con una emoción profunda, “yo te perdono tus pecados”.
Ungirán con sus dedos a los enfermos, o juntarán las manos de quienes prometen amor hasta la
muerte en el matrimonio.
Dios habla, grita, exhorta, anima o reprende a través de las palabras de cada sacerdote. Frente a los
males del mundo, frente al misterio de la guerra, frente al drama de la injusticia o del abandono, frente
al hambre, el aborto y el odio, Dios vuelve a enviar sus mensajeros.
Cada joven que se ordena se deja invitar, como Pedro, a caminar sobre las aguas. Tendrá miedo,
temblará ante lo que empieza. Alguno, tal vez, no será digno, quedará herido en el camino. No
importa. Dios está a su lado. Desde su corazón y desde su vida, también Dios besará las heridas de los
hombres, aliviará sus dolores, y curará, como buen samaritano, corazones que han apagado la
esperanza y han perdido el norte de sus vidas.
También este año Dios nos ha dado el regalo de nuevos sacerdotes, ha mantenido su fidelidad y su
misericordia hacia los hombres. Rezaremos por ellos, caminaremos a su lado, nos dejaremos ayudar
por sus palabras. Podremos ver, en sus ojos, la mirada de Cristo. Nos darán fuerza para seguir
adelante, como Iglesia, como Pueblo de Dios, hacia el encuentro definitivo, eterno, venturoso, con su
Amor.
Dios no nos ha dejado solos. El bien, una vez más, en silencio, brilla entre las sombras. En cada
nuevo sacerdote se enciende la esperanza de quien nos dijo, tras la Pascua: “No tengáis miedo... Yo
estoy con vosotros...”

61. Vocación y familia

Para muchos es un momento realmente difícil. El hijo, la hija, sabe que ha sido llamado por Dios.
Ha sentido algo en su corazón, ha reflexionado, ha hablado con un sacerdote para pedir luz y consejo.
Por fin, llega a esta sencilla conclusión: “Dios me quiere para sí, Dios me llama a servirle con una
donación de toda vida en la Iglesia”.
Llegar a esta conclusión no basta: hay que pasar al momento de la generosidad. Cada uno es libre
de acoger o de rechazar la llamada. La lucha interior puede ser más o menos dura. Pero cuando se
rompe el miedo y uno se deja guiar por el amor, la decisión llega casi como un fruto maduro. “Sí: te
seguiré, Señor”.
¿Y la familia? Hay que hablar con los padres, con los abuelos, con los hermanos. Existen, gracias
a Dios, familias que apoyan en seguida (aunque es normal que cueste, que duela la idea de separarse
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de un ser querido) la vocación de los hijos. Pero otras familias sufren inmensamente. Casi ven como
tragedia el que Dios ofrezca el tesoro de la vocación sacerdotal o religiosa a uno de los hijos.
Entonces, ¿cómo hablar con ellos? ¿Cómo “convencer” a los familiares de que la llamada no es
una desgracia, sino un tesoro para todos? Cada hijo, cada hija, necesita pedir ayuda a Dios, rezar para
encontrar las palabras justas, para ver la mejor manera de dar la noticia a sus padres.
Podríamos recordar aquí la estrategia que siguió Paula di Rosa (ahora la conocemos como santa
María Crucificada di Rosa). Había nacido en Brescia, Italia, en 1813. Dios le inspiró trabajar con los
enfermos de peste, y fundar, para ello, una congregación religiosa. La verdad, no resultaba nada fácil
explicar esto a su padre, que la quería muchísimo.
¿Qué hizo? Le escribió una carta en la que le decía que quería casarse con un novio fabuloso.
Quizá a algunos, añade, sorprenderá este noviazgo. Además, es un novio que no ha sido buscado por
Paula, pues ha sido el mismo novio el que la ha perseguido insistentemente. ¿Quién es? ¿Cómo se
llama? Al final de la carta se desvela el nombre de este personaje excepcional:
“Él es Jesús de Nazaret, ante el cual deseo que me tengáis en decoro como habéis hecho ya y
como haríais de todas formas al confiarle a vuestra queridísima Paulita”.
Jesús, el novio perfecto, se convierte entonces en el mejor “yerno” de una familia. En otras
palabras, si Dios llama al hijo a la vida consagrada, también llama a los padres a participar en la
misión magnífica de acompañar y sostener esa vocación, de ser más íntimos del “novio”.
Su amor de esposos y padres madurará de un modo nuevo al ver que ese hijo, que esa hija, van a
empezar a ser servidores en la Iglesia, van a vivir totalmente dedicados a la misión, que arranca de
Cristo, de llevar el Amor de Dios a los hombres.
En cierto sentido, se puede decir que Dios quiere que los padres participen en la vocación de su
hijo. O, mejor, que les pide un nuevo paso en su vida bautismal: el de acompañar en su “sí” al hijo que
ha sido escogido para una mayor entrega a Cristo en la Iglesia.
A los padres se les puede decir lo que dijo el Papa Benedicto XVI a los jóvenes el día 24 de abril
de 2005 (cuando iniciaba su pontificado): “Así, hoy, yo quisiera, con gran fuerza y gran convicción, a
partir de la experiencia de una larga vida personal, decir a todos vosotros, queridos jóvenes: ¡No
tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí,
abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.
No tener miedo: apoyar la vocación de un hijo, de una hija, es una gracia, es un gesto de
generosidad, es un acto de fe profunda. Es, sobre todo, ganar. Ganar porque el hijo sigue un camino
maravilloso, y porque los padres lo tendrán más cerca de su corazón con las oraciones y con una vida
entregada al servicio de la Iglesia y de la humanidad. ¿Hay algo más hermoso que puedan desear unos
padres para ese hijo tan amado?

62. La familia como primer seminario

La Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes. Santos y buenos sacerdotes, capaces de llevar el


Evangelio a todos hombres, de ayudarles a experimentar la acción salvadora de Cristo, la
misericordia del Padre, la acción del Espíritu Santo.
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Es urgente crear un clima adecuado para que muchos adolescentes y jóvenes puedan descubrir
que Dios los llama. El lugar mejor para crear este clima se encuentra en la fe vivida en cada una de las
familias cristianas.
Fue el Concilio Vaticano II quien señaló que existen familias “que, animadas del espíritu de fe,
caridad y piedad, son como un primer seminario” (decreto Optatam totius, sobre la formación
sacerdotal, n. 2).
Existen, gracias a Dios, familias que son “seminarios caseros”. Por eso no resulta extraño que de
esas familias salga no sólo uno, sino dos sacerdotes, o también otras vocaciones a los diversos
caminos de consagración a Dios.
Pero faltan tantos obreros en la mies... Hay zonas de América y África donde un sacerdote debe
atender a más de 50000 personas, muchas veces esparcidas en 10, 15 o incluso 30 comunidades. En
Europa las ordenaciones sacerdotales son pocas; muchos sacerdotes tienen más de 60 años, y deben
atender a dos o tres parroquias al mismo tiempo. En Asia hay un número muy bajo de católicos y una
necesidad enorme de misioneros que puedan llevar el Amor de Dios y la gracia de Cristo a cientos de
millones de personas.
Faltan obreros para la mies... ¿No será que faltan familias que sean, de verdad, un auténtico
“primer seminario”? ¿No será que no se vive a fondo la fe, que falta generosidad para abrirse a la
llegada de más hijos, que no se reza para afrontar los problemas económicos, de salud o de relaciones
humanas? ¿No será que los hijos no perciben una fe profunda y vital en sus padres, que no respiran en
casa que Dios es un Padre bueno y que Cristo murió por nuestros pecados?
Con más familias que se tomen en serio el Evangelio, que quieran vivir a fondo la fe y la moral
católica, Dios podrá llamar a más obreros a su mies. Nuestro oración al Dueño de la viña estará
acompañada por un compromiso sincero de ser hijos que gozan al poder llamar a Dios “Padre
nuestro”.
La generosidad brillará en tantos chicos y chicas que un día se atreverán a decir, llenos de alegría
y confianza (saben que sus padres aceptarán una separación no fácil, pero vista con mucha fe), que
sienten la llamada de Dios a servirle plenamente en la Iglesia.
Es realmente hermoso encontrarse con un seminario familiar... Es hermoso porque con el futuro
hijo sacerdote, o con los hijos o hijas que se entreguen a Dios en la vida consagrada, el mundo recibirá
nuevos obreros, la viña estará mejor cuidada, muchos hombres y mujeres escucharán que Dios los
ama con locura...

63. Desde las canas

Cada anciano encierra un mundo de recuerdos, un tesoro de experiencias, una sabiduría madura y
fresca. Hablar con un anciano nos enriquece, nos enseña mucho sobre la vida, sobre la amistad, sobre
el dinero (que no lo es todo), sobre los hijos, sobre la convivencia matrimonial.
Pero el anciano no es solo un maestro, ni un experto. Es una persona, como tú y como yo, que
también disfruta cuando ama, que quisiera hacer más por sus amigos, que sonríe cuando se siente
apreciado, que no deja de ofrecer algo de su tiempo cuando se lo pedimos con cariño.
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Así tenemos que ver a quienes han construido nuestro presente. No somos hijos del vacío, sino
hijos muy amados de quienes ayer trabajaron por nuestra educación, por llevarnos al médico, por
darnos un consejo en un momento difícil de la vida. Somos hijos de quienes han dejado tal vez un
sueño, un proyecto muy querido, para acogernos en sus vidas, para enseñarnos a caminar y a decir
esas primeras palabras que nos abrieron al mundo de los adultos.
Hemos recibido tanto de su juventud y su edad adulta, de su madurez y del inicio de sus achaques,
arrugas y canas. Incluso ahora nos dan tanto, con su mirada apacible, con alguna amonestación que
nace del cariño (aunque quizá nos duela), con sus caprichos (ni ellos ni nosotros somos perfectos...).
Tal vez sus dolores o sus penas produzcan pequeñas molestias. Antes éramos nosotros, enfermos
en la cama, a pedirles un sacrificio, un momento de ayuda. Ahora son ellos los que, con su silla de
ruedas o con sus problemas al hablar o al escuchar, quienes nos suplican, con respeto, una ayuda, un
gesto de afecto, estar simplemente a su lado en una tarde de descanso.
Cada anciano tiene su historia, sus posibilidades, sus límites y sus cualidades. No tenemos
derecho a encerrarlos lejos del mundo de los niños, jóvenes y adultos, a marginarlos de la vida social
o del trabajo. Estamos llamados a dejarles su lugar, con cariño, con respeto. Especialmente cuando
todavía tienen fuerzas e ilusiones por hacer tantas cosas en favor nuestro, de la sociedad, del mundo
entero.
Un día también llegaremos, si Dios así lo quiere, a esa edad de las canas, al mundo de la tercera
edad. Querremos, para entonces, ser queridos, ayudados y sostenidos, gozar de un espacio de libertad
para hacer eso poco (a veces mucho) que aún podemos. Querremos no ser relegados a un rincón, ni
sentirnos olvidados por un mundo que piensa solo en lo inmediato, eficiente y bello.
Quizá ahora, desde nuestro afecto, nuestro cariño hacia los mayores, dejaremos a los jóvenes un
ejemplo de cómo tratar a los ancianos, de cómo estar cerca de quienes, mientras viven, ofrecen
cariño, amor y un poco de experiencia profunda, serena, para conducirnos en la vida que recibimos y
que esperamos transmitir un poco mejor y un poco más humana a nuestros hijos, nietos y biznietos...

64. Autorrealización cristiana

Se habla mucho de autorrealización, de plenitud, de autoestima. Los psicólogos trabajan para dar
confianza a la gente, para quitar complejos, para infundir optimismo, para levantar a deprimidos. Los
sociólogos reflexionan sobre el aumento de los suicidios, la amargura de la gente de los países ricos,
la pérdida del sentido de la vida. Los políticos elaboran programas que prometen mejoras en casi todo
sin llegar a satisfacer lo más profundo del corazón humano.
La solución radical a muchos de los problemas humanos, a muchas frustraciones o a formas más o
menos escondidas de depresión (menos en casos en los que hay que recurrir a una consulta médica),
está en otra parte: en el descubrir que somos amados por Dios, y que podemos amar a Dios y a los
hombres.
Lo recordaba uno de los textos más hermosos del Concilio Vaticano II: “La razón más alta de la
dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo
nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de
Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la
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plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador”
(Gaudium et spes n. 19).
Lo repetía con gusto Juan Pablo II en su primera encíclica como Papa: “El hombre no puede vivir
sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le
revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en
él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela
plenamente el hombre al mismo hombre” (Redemptor hominis n. 10).
Nuestra plenitud no está, por lo tanto, en el gozar, o en el tener, o en el dominar. No importa el
número de horas de sueño placentero que podemos disfrutar cada día, ni la mayor o menor
abundancia de las cuentas bancarias, ni la calidad de la imagen del monitor de la computadora, ni el
número de llamadas telefónicas que llegan a nuestro móvil. No está, ni siquiera, en lograr un buen
trabajo, o en conseguir un boleto de avión para ir a uno de los escasos paraísos turísticos.
Nuestra plenitud, nuestra profunda realización, consiste en volver los ojos y el corazón al Dios del
cual venimos, que nos ama con locura, que nos ha enriquecido con tantos dones, que nos perdona (el
perdón solo puede venir de Dios, no de la psicología), que nos levanta de nuestras miserias, que nos
invita a la renuncia (dejar tantas cosas que nos atan) para empezar a ser, a vivir con plenitud de la
manera más hermosa que podamos imaginar: el amor.
Cortar nuestra relación con Dios, olvidar nuestra vocación al amor, es iniciar el camino de la
decadencia y del fracaso. Como lo han demostrado las páginas más tristes de nuestra historia humana.
Como lo vemos, por desgracia, tantas veces en amigos y conocidos que decidieron amar lo transitorio
y pasajero mientras olvidaban las fuentes de agua viva. Como lo hemos experimentado en primera
persona cuando quisimos buscar nuestra propia “realización” en los planes personales sin pensar en
Dios, sin amar a nuestro hermano, sin romper con un egoísmo que nunca nos puede saciar, porque mi
yo, como todo lo que me rodea, cambia y pasa.
La verdadera autorrealización está en Dios. Lo tenemos cerca, muy cerca, de nosotros. En los mil
colores de la vida, en la riqueza propia de nuestra alma eterna, en esa insatisfacción profunda que nos
hace percibir que solo hay anclaje definitivo allí donde el amor es puro y bueno. Será entonces
cuando experimentemos que Dios nos acoge y nos invita a lograr, a imitación de Él, la máxima dicha
de cualquier existencia humana: vivir solo para amar.

65. “Yo no te condeno”

Todos cometemos errores, todos pecamos muchas veces. Ante algunas faltas especialmente
dolorosas, ante pecados profundos, intensos, nace en nosotros un sentimiento de pena, de reproche,
de autocondena.
Sentimos una amargura profunda ante actos y omisiones que hieren nuestra propia dignidad, que
nos hacen sentir incapaces de relaciones limpias y cordiales con los demás. En el campo sexual esto
es más evidente. Un hombre o una mujer que ha fijado su psicología en la búsqueda obsesiva de
placeres y excitaciones continuas, al margen de sus deberes de pureza y de fidelidad matrimonial,
puede caer en un profundo sentimiento de autodesprecio, de rabia. Siente que el egoísmo lo aprisiona,
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que lo hunde poco a poco, incluso que provoca enfermedades psicológicas de diversa gravedad. Su
voluntad se debilita: ya no es capaz de amar como antes.
Algo parecido puede decirse respecto del alcoholismo y de la drogadicción, o de sentimientos
profundos de odio, de envidia o de ira. Tal vez el grado de dependencia del vicio no permita la más
mínima conciencia de la gravedad de la situación. Pero no faltan momentos en los que el drogadicto,
el alcohólico, el iracundo, toma conciencia de lo que pasa, reconoce que hay cadenas que lo atan, que
lo apartan de una vida sana, que le impiden amar y dejarse amar. Entonces llora y gime por su drama,
y puede llegar a odiarse a sí mismo, incluso a pensar seriamente en cometer un gesto suicida.
Todos cometemos errores. Quizá no todos de un modo tan grave como los que acabamos de
recordar. Pero en todos puede surgir ese dolor malsano, enfermizo, que hace de cada pecado, de cada
vicio, una ocasión de autoreproches, de decaimiento, de amargura.
Un cristiano no puede reaccionar así ante sus vicios, ante sus pecados, por muy graves que sean.
El Evangelio nos presenta a un Jesús capaz de mirar, comer, dialogar, con todo tipo de pecadores.
Prostitutas, adúlteras, borrachos, publicanos, estafadores, enfermos marginados por la sociedad:
todos se sentían de un modo diferente ante el Señor.
La mirada de Cristo no oculta la realidad del pecado. Pero todo se ve de un modo diferente. El
corazón se llena de paz ante aquel Rabino venido de Nazaret que infunde confianza incluso en el
corazón más amargado, en la conciencia más dolorida por sus muchas infidelidades y pecados.
En los momentos de mayor desgracia, en esos pecados que nunca quisimos haber hecho, no nos
queda más que dirigir nuestro corazón al cielo. Allí, un Padre nos espera, un Padre nos ofrece
palabras de perdón y de consuelo. Allí, Cristo, el crucificado, el resucitado, nos ofrece su perdón.
Quiere repetirnos, a través de un sacerdote, lo que dijo tantas veces en su ministerio terreno: “Yo te
perdono, vete en paz”.
No es cristiana la angustia ni el reproche desesperado. Cuando mayor sea la herida, cuando más
grave sea el pecado, podremos sentir la caricia de unas manos que, con sus llagas, nos levantan y nos
invitan a construir un mundo más justo y más humano. Unas manos que reflejan el amor fiel,
constante, sacrificado, de un Dios que busca a cada uno de sus hijos, a cada oveja perdida, aunque
haya dejado de ser blanca y esté llena de heridas...

66. El árbol caído

El árbol caído está ahí, al alcance de todos. Cualquiera puede llegar para arrancar sus ramas, partir
su tronco, usar su leña para el fuego o para las mil posibilidades de la carpintería.
Hay hombres que “caen”, que sucumben, que son declarados perdedores a los ojos del mundo. Su
desgracia se convierte, para algunos, en motivo de alegría. Acuden raudos a desgajar, humillar,
“hacer leña” de una vida que ha mostrado su punto más débil, o que tal vez ha dado un mal paso y ha
sido descubierta en un escándalo o en un delito despreciable.
Es fácil arrojar piedras sobre quien está caído. Es fácil señalar con el dedo a quien, desde un
puesto público, pude haber tenido un mal momento. Es fácil, sobre todo, inventar acusaciones,
promover rumores, sacar a relucir historias del pasado difícilmente comprobables, con tal de destruir
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la fama de un personaje que resulta incómodo. Especialmente, en estos últimos años, si ese personaje
es un miembro de la Iglesia.
Es triste ver a quien se alegra de la derrota ajena. Es triste, sobre todo, ver cómo algunos disfrutan
y se ensañan cuando los que caen son gente de Iglesia. La prensa destaca con titulares el escándalo de
algún obispo o sacerdote, muchas veces sin comprobar si la noticia es cierta. Escritores famosos o
simples lectores preparan cartas llenas de rabia, como quien ha encontrado un signo de victoria, un
trofeo que lucir y con el que desacreditar a la Iglesia católica.
Pero hay otro modo de ver las cosas. Un condenado, incluso si lo es justamente, no ha perdido su
dignidad, ni deja de merecer ayuda y un poco de consuelo.
Es por eso que un gran número de sacerdotes, religiosos y laicos se dedican a asistir a los presos y
a sus familiares, para ayudarles a redescubrir su dignidad, para no dejarles hundidos en la derrota.
Esto vale para el mundo de la justicia humana, y también para el mundo de las normas
eclesiásticas. Si un obispo o un sacerdote han sido castigados por sus errores no merecen ser
abandonados o despreciados como seres malditos, sino que necesitan, como cualquier otro ser
humano, sentirse ayudados, perdonados, amados y curados en sus heridas.
Lo mismo podemos decir para los laicos. Si un hombre o una mujer se divorcia y contrae
matrimonio civil, inválido a los ojos de la Iglesia, no podrá ciertamente acercarse a recibir la
comunión mientras viva en esa situación desordenada. Pero ello no debe convertirse en motivo para
que algunos puedan señalarle con desprecio o quieran dejarle de lado en la vida de una parroquia.
Ante el árbol caído descubrimos corazones muy distintos. Unos, esperamos que pocos, llenos de
rabia, o con una especie de alegría casi diabólica ante el fracaso ajeno. Otros, esperamos que muchos,
capaces de acercarse con afecto, para que no se sienta solo quien ahora, inocente o culpable, sufre
ante la condena de los hombres.
Son los corazones compasivos quienes mejor imitan el corazón del Dios bueno. Ese Dios que no
desea la muerte del pecador, sino sólo lo mejor que se le puede pedir: que se convierta, que viva (cf.
Ez 18,23). Ese Dios que anhela darle un abrazo, a través de su Hijo Jesucristo, que no vino para los
justos, sino para los pecadores (cf. Mt 9,13). Porque Jesús quería curar y levantar a los troncos caídos
y desechados por los hombres, pero intensamente amados por el Padre de los cielos.

67. El incendio

En un bosque se concentran muchos años de historia. Matorral, árboles, animales y hombres han
dejado aquí y allá sus huellas. Unos han sembrado, otros han vivido, de otros sólo quedan ramas secas
y un recuerdo agradecido. La lluvia, todos los años, repartió sus caricias entre troncos y hojas que
empezaban, poco a poco, a reunirse en un abrazo intenso.
De repente, un descuido, un gesto malévolo, y empieza el fuego. Primero se propaga, con pasos
cortos pero rápidos, entre la hierba más seca, entre ramas esparcidas por el suelo. Luego empieza a
coger fuerza, a trepar por los arbustos, a rodear los troncos más vulnerables. Al final se convierte en
un gigante que destruye en pocos minutos lo que había sido gozo para los niños y los grandes, para las
serpientes y los jilgueros.
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Pasó el fuego. Quedan, aquí y allá, rescoldos humeantes. Algunos troncos han caído al suelo.
Otros siguen erguidos, negros, mudos, sin savia que los vivifique, o tal vez con un poco de vida
escondida que espera lucir en primavera. Los pájaros no cantan como antes. Sólo se escucha, de vez
en cuando, el chasquido de alguna piña que explota por el calor acumulado.
El luto ha cubierto la colina. Años de esperanza y de alegría han desaparecido tras el humo. Una
nostalgia infinita llena el corazón de los que tantas veces posaron sus pies bajo la sombra fresca de
pinos, encinas o robles centenarios.
También en nuestras vidas puede llegar el fuego. Años de trabajos, de fidelidad, de amor sincero,
pueden perderse, pueden “quemarse”, por culpa de un momento de pasión, de rabia o por un capricho
deshonesto. Todo ocurre de prisa, como si no hubiese barreras, como si nuestros principios o
promesas no fuesen capaces de detener un chispazo que, al inicio, parecía tan pequeño.
El fuego no debe quitarnos la esperanza. Es cierto que el mal deja huellas que no pueden ser
borradas: un esposo o una esposa que ha burlado la fidelidad conserva una cicatriz que no se limpia
con una sonrisa. Una traición a Dios hiere hasta en lo más profundo del alma, nos hace derramar
lágrimas profundas por lo que hicimos, por aquello que no puede ser eliminado de la historia. Pero un
gesto de humildad, de perdón, de amor sincero, da inicio a una vida nueva.
Una semilla rompe su corteza entre los árboles calcinados. Recibe la caricia de un rayo de sol,
mientras el bosque, lleno de cenizas, empieza a levantar banderas verdes, signos de esperanza y de
vida.
La herida es honda, pero el corazón quiere latir, ahora más humilde y más sincero, con un amor
renovado, fresco, entre cenizas.
Te quiero, a pesar de todo, y te pido, Dios mío, que perdones y limpies mi pecado...

68. Ante una brasa de esperanza

Una brasa humeante: es el resto de un fuego antiguo, viejo. Quedan las cenizas, un poco de humo
y algo de calor. El fuego podría revivir si viniese en su ayuda el viento, o una mano que removiese
carbones y pusiera algunas pajas o un pedazo de papel.
Muchas vidas han brillado en el pasado. Quizá en la infancia: eran niños buenos que sonreían a
sus padres, que jugaban alegres con sus amigos, que dejaban un chocolate para que otro pudiese
disfrutarlo, que rezaban con las manos juntas por la paz del mundo o por la curación del padre
borracho.
O eran adolescentes sanos, llenos de energías y esperanza. Iban a una parroquia, a un oratorio,
visitaban a los ancianos y les cantaban los sábados por la tarde.
O eran jóvenes generosos y esforzados, que sabían darlo todo a la hora de estudiar, y que también
hacían favores a sus padres, cada vez más mayores, o a algún amigo necesitado.
El tiempo fue pasando, y el pasado quedó en eso: pasado. Tal vez el cambio fue lento, progresivo.
La carrera hizo que el deseo de estudiar, de subir, de conquistar un buen puesto en la vida, opacase,
dejase de lado otros proyectos “menos importantes”. La oración quedó reducida a algo opcional, lo
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que se hace si sobra tiempo durante el día. La misa llegó a ser, primero, una obligación pesada; luego,
un recuerdo de otros tiempos.
El respeto a algunos mandamientos se vio como poco necesario. Total, salir con un chico o una
chica y no hacer lo que todos hacen llevaba a complejos de inferioridad. Como si el ser fieles a Dios
fuese equivalente a perder experiencias intensas que pueden llenar un poco de tiempo el corazón y la
cabeza.
Otras veces se trató de un cambio brusco, traumático. El accidente de un amigo, la muerte
imprevista de papá o de un abuelo, ese suspenso en la escuela, el escándalo de un mal cristiano
(incluso de un sacerdote poco honesto)... Las viejas certezas se venían abajo ante un mundo que no
era tan bueno, que no podía salir de las manos del Dios del catecismo, de ese Padre bueno que cuida
(así lo dice la Biblia) de los gorriones y de cada uno de los hombres y mujeres del planeta.
El fuego había quedado débil, agónico, casi muerto. Alguna noche venían a la mente oraciones de
la infancia, o el consejo de aquel sacerdote anciano que escuchaba, escuchaba, y daba siempre una
palabra de aliento. O tal vez esa sonrisa de la abuela que nunca criticó a quienes le hicieron tanto
daño. O el gesto de un Papa que, enfermo, herido, vacilante, no dejaba de gritar la certeza de su Amor
a Cristo y a los hombres.
Eran momentos de ánimos, de resurrección. Pero ya era demasiada la ceniza, la rutina, el
alejamiento, las heridas de la vida o la desgana por los valores del espíritu. Había que dejar de lado el
pasado de la fe para luchar por valores tangibles: unos billetes, una casa, un esposo o una esposa,
quizá unos hijos.
¿Dios? La brasa parece no querer morir. Sale ese hilo de humo, algo susurra al corazón en el
silencio. A la mente viene algún pasaje del Evangelio que, de niños o de jóvenes, decía tanto. “Padre,
he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo”... Una emoción que llega a
la garganta, que quiere romper tinieblas de dudas y rebeldía. Una emoción que quizá morirá, como
tantas otras, ante el peso del “realismo” de la vida.
Detrás del cielo, ha salido el Padre a mirar el mundo de sus hijos. Mira hacia todos los rincones,
atisba en todos los caminos. Alguno ha decidido regresar, pide perdón, llora. El llanto del hijo se une
al llanto de Padre. La voz de Cristo llega hasta dentro y enciende, nuevamente, un fuego de vida: “Yo
no te condeno. Ven, bendito de mi Padre...”

69. Que no se cansen los buenos

Señor, te pido por los buenos, los justos, los honestos, los misericordiosos. Que no se cansen, que
no desesperen, que no se dejen abatir por los golpes de la vida.
Sí, Señor: necesitamos mucho de su ejemplo, de su entrega, de su amor sincero. Te lo pido de
corazón: ¡que no se cansen los buenos!
Que no se canse la esposa o el esposo abandonado. Que sepa esperar, que no deje de rezar, que
siente el bálsamo de tu consuelo, que tenga fuerzas para dar luz a un hogar que llora la ausencia de
alguien muy amado.
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Que no se canse el joven que quiere mantenerse virgen, que busca antes el estudio que las
diversiones peligrosas, que promete y cumple su palabra, que prefiere suspender a copiar en un
examen.
Que no se cansen los padres que ven cómo un hijo entra, poco a poco, en el mundo de la droga, o
de la dejadez, o de la desconfianza, o del egoísmo atroz de las sociedades consumistas. Que
encuentren palabras de consejo, ayudas y mandatos, para orientar al hijo, para llevarle por el buen
camino, para sacarlo del barranco de la muerte.
Que no se canse el hijo que acompaña a su madre anciana, que la lava cada día, que le da de
comer, que la lleva de paseo por las tardes, que sufre al verla tan frágil y enferma, tan dependiente en
casi todo.
Que no se canse el político que quiere ser honesto, aunque vuelva a perder las elecciones, aunque
le calumnien los enemigos, aunque sea criticado por los malos y por los “falsos buenos”.
Que no se canse el desempleado: dale fuerzas para buscar de nuevo trabajo. Aunque le repitan una
y otra vez que ya no contratan a nadie que tenga más de 40 años, en una sociedad egoísta que se
preocupa más por la eficacia aparente que por la justicia verdadera.
Que no se canse el corazón que reza uno y otro día para que le apartes esa tentación molesta, para
que le cures un cáncer corrosivo, para que le permitas un poco de holgura económica, para que
simplemente le des fuerzas para ser fiel en ese día.
Que no se cansen los religiosos, las religiosas, los sacerdotes jóvenes o ancianos, cuando ven que
hay pocas vocaciones, cuando sienten el paso de los años, cuando el demonio les hace pensar que
todo el mundo sigue el fácil camino del engaño y la vida cómoda y que el Evangelio quedó como un
libro de otros tiempos.
Señor, que no se cansen los buenos. Son ellos luz y fuego, sal y fermento, viento suave lleno de
presencias, recuerdo y señal de tu bondad. Ayúdales, Señor, para que estén en pie, como atalayas.
Para que nos indiquen el camino que lleva a tu Casa. Para que nos recuerden que Tú, Dios bueno,
sigues vivo, activo, fuerte, en medio de un mundo hambriento de esperanzas.

70. Felicidad y caprichos

El sacerdote preguntó: “¿De veras quieres ser feliz?” El muchacho no tuvo la menor duda para
responder: “¡Claro que quiero ser feliz!” Entonces el sacerdote lanzó un torpedo inesperado:
“Entonces, ¿por qué andas detrás de cualquier capricho que pasa por tu cabeza?”
Cuando nos miramos a nosotros mismos, cuando contemplamos nuestra complicado modo de ser,
encontramos una cantidad enorme de emociones, impulsos, miedos, deseos, alegrías fugaces o
momentos de felicidad más profunda, frustraciones y sensaciones de amargura.
Descubrimos, especialmente, el paso de ocurrencias inesperadas que nos invitan a hacer esto o lo
otro. A veces son simplemente caprichos, que nos llevan a buscar un gusto inmediato que no parece
encajar ni “dañar” gravemente el proyecto general que tenemos para nuestra propia vida.
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En realidad, muchos caprichos producen daños más profundos y duraderos de lo que pensábamos
cuando les dimos rienda suelta.
Prometimos a un amigo ir a estudiar juntos. Pero al leer la programación televisiva de hoy, nos
entraron unas ganas enormes de quedarnos en casa para ver un partido de fútbol. Decidimos estudiar
el viernes por la tarde para tener el fin de semana libre. Pero luego, al ver la computadora, otra vez nos
venció el deseo de “ganar” un partido en el último juego electrónico. Programamos ir a visitar el
sábado a un familiar enfermo. Pero al levantarnos, por la mañana, se estaba tan gusto en cama, y el
familiar no es que fuese tan simpático...
Los caprichos, así, nos llevan a dejar de lado planes a veces muy hermosos. Con una voz entre
lisonjera y molesta, los caprichos nos invitan a buscar ese instante de felicidad inmediato, “ahora”.
Nos ofrecen un placer rápido, en un cigarrillo, en la fiesta de esta tarde, en un vídeo lleno de
emociones, en el coger el periódico para hacer un crucigrama mientras dejamos que la familia se
reúna para cenar sin nuestra presencia.
Un capricho siempre ofrece una pequeña ganancia. Pequeña y, no pocas veces, con un deje de
amargura. Porque quien se deja esclavizar por el capricho del momento será un ser inmaduro, frágil y
cambiadizo. Tal vez no pueda terminar nunca una carrera, ni construir un clima sereno y solidario
entre los suyos.
En su noviazgo o en su matrimonio fluctuará como las olas, que ahora vienen y luego van: hoy
promete fidelidad hasta la muerte y mañana anda coqueteando con una nueva aventura amorosa. En
su trabajo será incapaz de cumplir con los deberes más elementales, y no será extraño que pronto
dejen su lugar para otro que sea más formal.
Vivir de caprichos lleva a perder tesoros de vida. Nos aparta del camino que lleva a felicidades
más profundas, ganadas a veces con sacrificios y con trabajo, pero capaces de conquistar metas
elevadas y de vivir según los valores de la justicia, la honradez, la solidaridad, el servicio, la donación
sin límites a quienes viven a nuestro lado. Que, en el fondo, es la mejor manera de ser mujeres y
hombres maduros y felices.
El muchacho tenía los ojos bajos. Ni siquiera sus padres se habían atrevido a quitarle la venda que
no le dejaba ver a qué precipicio se arrojaba con sus caprichos y sus veleidades. Levantó la mirada, y,
con un tono de voz serena y agradecida, respondió: “Tiene razón, padre. Vivo como una veleta y no
llegaré muy lejos. Le pido que me ayude a ser maduro, a trabajar en serio, a dejar de perseguir el
primer capricho que pase por mi cabeza, a buscar una felicidad más profunda y duradera”.
El sacerdote se alegró de no haber provocado amargura en aquel joven que, en el fondo, muy en el
fondo, tenía un corazón bueno. Le invitó a entrar en la iglesia. Los dos juntos rezaron un momento,
ante Jesús que da fuerza a los débiles y que ofrece una felicidad que el mundo y sus caprichos no
conocen, que hace bella la vida terrena y que nos lleva al abrazo eterno, profundamente feliz, con un
Padre que nos ama con locura.

71. No basta con saber

La vida nos pone ante mil opciones. Una carrera a realizar, un trabajo que puedo aceptar, un coche
que me alquilan, un torneo este fin de semana, un paseo con los amigos a las montañas o al mar.
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El tiempo no perdona, hay que decidir. Para hacerlo, sin embargo, necesitamos saber. Estudiamos
la situación, pedimos consejo, buscamos la ayuda de un buen libro. Queremos saber para no
equivocarnos, para no hacer algo malo, para no provocar dolor en los demás, para no dejar en
nosotros mismos alguna herida psicológica o física por haber decidido lo que era peligroso,
perjudicial o, simplemente (y tristemente), pecado.
Los cristianos podemos ayudarnos, en las elecciones, con lo que nos aconseja el Espíritu Santo a
través de sus luces y su gracia, con la Biblia. Tenemos, además, la posibilidad de leer lo que nos
explica el Catecismo de la Iglesia Católica o lo que nos enseñan el Papa y los obispos en otros
documentos, o podemos pedir consejo a un sacerdote o a un seglar bien formado.
Tristemente, también entre los cristianos hay algunos que recurren a “métodos” incompatibles
con nuestra fe para conocer su futuro, para tomar una buena opción. Entre esos métodos no cristianos
se encuentra el leer los horóscopos como si fuesen verdaderos, el recurrir a algún mago “profesional”,
a las cartas o a otros métodos más o menos ocultísticos y carentes de valor a nivel humano y a nivel
cristiano.
Dejemos de lado esos métodos no cristianos. Supongamos, por lo tanto, que nos hemos informado
bien, que hemos recurrido a las fuentes de nuestra fe y escuchado al Espíritu Santo, que hemos
analizado seriamente nuestra situación y las alternativas que se nos ofrecen. Al final del itinerario de
reflexión y búsqueda, estamos listos para decidir. Entonces... nos damos cuenta de que no basta con
saber.
Conocer lo que está bien o lo que está mal es el primer paso para caminar hacia el bien, para tomar
una decisión justa. Pero sentimos, al mismo tiempo, fuerzas dentro o fuera de nosotros que nos
impulsan a no escoger lo bueno y a optar por algo menos bueno o, en ocasiones, por algo que es
claramente malo.
Un chico o una chica ha leído la Biblia, ha hablado con un sacerdote, ha dedicado tiempo a la
oración. Al final, concluye que Dios le llama a darlo todo, a ser religioso. Pero la claridad de mente no
basta. Tiene miedo, sus padres le presionan para que escoja una carrera y se case, para que atienda los
negocios de la familia, para que no “arruine” sus muchas cualidades en algo tan “pasado de moda”
como es el “darse a Dios”.
Unos novios han estudiado, con un deseo sincero de coherencia, cuál es la doctrina de la Iglesia
sobre la sexualidad, sobre el noviazgo, sobre el matrimonio y la familia. Pero sienten la presión de los
amigos, del ambiente, del propio deseo de placer, para alguna vez permitirse una relación sexual que
les daña. Saben, a nivel intelectual, que está mal lo que hacen, pero necesitan algo más que la simple
información para decir un no a algo que es pecado (que es lo mismo que dar un sí a una madurez en el
noviazgo, a ser honestos en su camino de preparación hacia el matrimonio).
Un trabajador sabe que lo correcto es cumplir con el horario de la oficina o de la fábrica: llegar a
tiempo, no salir antes de hora, dedicar el tiempo a las propias obligaciones y no a hacer crucigramas o
a pasearse por internet. Pero luego, la curiosidad ejerce su atractivo, y lo que es una clara norma ética
no basta para que la voluntad diga “no” a esa salida furtiva para tomar unas copas en el bar de la
esquina...
La línea divisoria entre la santidad y la mediocridad se encuentra en ese gran don de Dios que es
nuestra libertad. La libertad acoge informaciones obtenidas gracias al estudio, a la investigación
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honesta, y luego recibe fuerzas de la voluntad. Una voluntad que necesita también ser formada, ser
alimentada a través de opciones concretas, de actos buenos, a veces a través de pequeños sacrificios.
Es importante estudiar en serio nuestra moral católica. Es importante, además, formar ese tesoro
de la voluntad. Con ella podremos escoger bien, trabajar por el bien de los demás, dejar egoísmos
para servir, para amar, para crecer, para entregar tantas cualidades que hemos recibido de Dios.
Hoy es un día nuevo para mi vida. Hoy puedo construir, con pequeñas o grandes decisiones, una
voluntad que me haga activo en el amor y coherente con el Evangelio. Hoy puedo decir no al mal,
para decir sí al amor y a la esperanza. Así nuestro planeta percibirá una nueva luz, una alegría
inesperada, al descubrir la belleza del amor de quienes viven según las enseñanzas de Jesús, el Galileo
que supo lo que el Padre le pedía y dio un sí generoso, total y confiado.

72. Pecados y pecados

Es fácil encontrar a personas que no saben exactamente qué es el pecado, cuáles son los tipos de
pecados que existen, y cómo distinguir si una cosa que han hecho es o no es pecado. Son personas que
quizá han ido a varios cursos de catequesis, han estudiado religión, han nacido tal vez en una familia
cristiana. Pero sobre este tema, por motivos diversos, las ideas están más bien confusas, y no
distinguen bien entre los actos que nos alejan de Dios y de la Iglesia (eso es el pecado) y los que no.
De modo breve, podríamos recordar que el pecado es, ante todo, algo que nos aparta del buen
camino, que nos aleja del amor. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1849) enseña que el pecado es
una falta “al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a
ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana”.
Si el pecado consiste en faltar al amor, entonces resulta fácil distinguir entre dos tipos de pecados:
los pecados mortales, y los pecados veniales. El pecado moral mata el amor y nos lleva a separarnos
del fin de nuestra vida, Dios. El pecado venial, en cambio, es un acto que, sin romper
completamente el amor, sin apartarnos del todo del fin, daña nuestra vida al hacernos menos
perfectos.
Ejemplos claros de pecados mortales son el crimen, la blasfemia, el robo o el adulterio. Serían, en
cambio, pecados veniales, ceder unos minutos a la pereza, perder el tiempo en conversaciones
inútiles, estar en misa con el pensamiento en lo que vamos a hacer cuando termine la ceremonia.
La Iglesia nos recuerda que, para que exista un pecado mortal, deben darse tres condiciones: que
el acto sea grave (“materia grave”), que se cometa con pleno conocimiento, y que antes haya habido
un consentimiento deliberado. Recordemos brevemente estas tres condiciones.
Materia grave: coincide fundamentalmente con los Diez Mandamientos. Dios nos pide que le
amemos, que respetemos su Nombre, que santifiquemos las fiestas, que honremos a nuestros padres,
etc. Todo ello es parte de nuestra vocación cristiana al amor. Cuando no vivimos los Mandamientos,
el amor se marchita, la unión con Dios se pierde: fallamos en nuestra amistad con Dios y en la unión
con los demás.
Pleno conocimiento (o “advertencia plena”): es posible que, sin saber lo que se hace, uno cometa
un acto grave. Por ejemplo: disparo un fusil para ahuyentar a un perro peligroso, pero la bala sale con
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una trayectoria extraña y termina por matar a un niño escondido detrás de un matorral cerca del perro.
Yo no sabía (no tenía “pleno conocimiento”) que había un niño ahí cerca, así que no tengo culpa
directa por haber producido su muerte. Otro ejemplo: no sé que emborracharme es materia grave (¡lo
es!, pero no me lo han dicho nunca) y me emborracho... No cometí pecado mortal porque no sabía
que emborracharse era materia grave.
Consentimiento libre: a veces uno conoce que algo es malo, pero toma su decisión en un estado de
angustias o de confusiones internas que le quitan la libertad; o tal vez se encuentra en esos momentos
en los que estamos entre despiertos o dormidos y no controlamos bien nuestros actos. Un acto
cometido así no es pecado, precisamente porque falta algo típico del hombre: la opción libre. En
cambio, sí es pecado lo que hacemos a sabiendas y porque lo queremos, incluso cuando lo queremos
como una especie de desahogo o con excusas (“estoy tenso”, “total, todos lo hacen”, “sé que está mal,
pero por una vez que lo haga no pasa nada”, etc.).
Detenernos aquí es quedarnos a mitad del camino, pues la historia del pecado no termina en el
momento en el que tenemos la desgracia de cometerlo. Después del pecado se producen una serie de
consecuencias, de tipo personal (el daño que nos hacemos a nosotros mismos), de tipo social (el daño
que hacemos a los demás) e, incluso, de tipo cósmico.
Sin embargo, todo el mal que se produce con el pecado no es capaz de apagar el Amor de Dios,
que viene en búsqueda de cada uno de sus hijos, que ofrece su perdón a quien se arrepiente, que
levanta al caído, que da fuerzas al débil para reiniciar el camino. Son experiencias que podemos hacer
en el sacramento de la confesión, y que llenan de una paz y de una alegría indescriptibles al corazón
arrepentido.
El amor es más fuerte que el pecado, la misericordia ilumina los rincones más oscuros del alma de
cada hombre y de cada mujer que se acercan a Jesucristo y le piden, con un arrepentimiento sincero,
perdón...

73. ¿Pecados “pequeños”?

Un conferencista que participaba en un congreso dedicado al tema del pecado original quiso
explicar la diferencia entre “pecados grandes” y “pecados pequeños”.
Los “pecados grandes” son esos pecados visibles, claros, con una malicia indiscutible: asustan
nada más verlos. Un adulterio, un crimen, un robo, un aborto, una traición a un amigo, insultar y
humillar a los propios padres...
Cuando alguna vez sentimos el deseo de cometer un “pecado grande”, notamos su gravedad,
sentimos el deseo de evitarlo, nos da vergüenza pensar solo en la posibilidad de cometerlo. La
conciencia, si tuvimos la desgracia de ceder a la tentación de un “pecado grande”, en seguida empieza
a recriminarnos por haber sido tan miserables.
Los “pecados pequeños”, en cambio, son “faltas” sin importancia, de “administración ordinaria”,
cosas que no incomodan ni avergüenzan. Permitirme llegar un poco tarde al trabajo simplemente por
pereza; usar el teléfono de la oficina para conocer el resultado de un partido de fútbol; tomar un poco
de dinero del monedero de un familiar para comprar una revista del corazón o de deportes; llegar a
misa lo justo para que “valga”, porque en la televisión estaban dando un “reality show” apasionante...
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Los “pecados pequeños” se caracterizan por eso: no inquietan, no desatan un drama en la


conciencia. Sabemos que no está muy bien eso de decir medias verdades (o mentiras sin
importancia), o el dejar para después (un después que llega a veces muy tarde) escribir a un amigo
que necesita una palabra de aliento. Pero conviene no “exagerar” y, total, no hacemos daño a nadie, ni
cometemos un pecado mortal.
Aquí se esconde el gran peligro del pecado pequeño: verlo como algo que depende
completamente de mí, de lo cual respondo solo ante mí mismo. Yo lo escojo o yo lo rechazo, sin que
me parezca que debo rendir cuentas a nadie, sin que se enfade mucho Dios ni quede muy dañada mi
fidelidad cristiana. Como se dice por ahí, “yo me lo guiso y yo me lo como”; además, parece que no
provoca indigestión alguna...
De este modo, insensiblemente, empezamos a organizar nuestra vida no según el amor a Dios y al
prójimo, ni según el heroísmo y la integridad que debería caracterizar a todo cristiano. Desde luego,
seguimos en guardia para evitar los “pecados grandes”, incluso tal vez tenemos la costumbre de
confesarnos lo más pronto posible si tenemos la desgracia de cometer un pecado mortal. Pero esos
pecados pequeños corroen poco a poco la conciencia y nos acostumbran a aceptar un modo de vivir
que no es evangélico, que nos aparta del amor pleno, que nos lleva a caminar según el aire de nuestros
gustos o caprichos.
Necesitamos pedir ayuda a Dios para reaccionar ante este peligro. No solo porque quien se
acostumbra a la mediocridad de los pecados pequeños está cada vez más cerca de cometer un “pecado
grande”. Sino, sobre todo, porque no hay cristianismo auténtico allí donde no hay una opción
profunda y amorosa por vivir los mandamientos en todas sus exigencias (hasta las más “pequeñas”,
cf. Mt 5,18-19).
No se trata solo de no hacer el mal (y ya es mucho), sino, sobre todo, de aceptar la invitación a
amar, a servir, a olvidarse de uno mismo, a dar la vida (en las pequeñas fidelidades de cada hora, en lo
ordinario, en lo “sin importancia”) por nuestros hermanos...

74. Rendiciones

No es fácil vivir en medio de la lucha, de la guerra, del combate cuerpo a cuerpo. Casi todos
deseamos la paz. Pero la batalla está por llegar, el miedo nos domina, la incógnita por lo que ocurrirá
nos llena de angustia.
Rendirse para superar la prueba, dejar las armas para evitar el combate, pactar con el enemigo,
aunque sea a costa de renunciar a nuestros principios. Es una tentación fuerte, que pasa por el corazón
de mil soldados, que lleva a la humillante paz del que se rinde.
En la guerra del corazón también es grande el deseo de pactar, de huir del combate, de rendirnos.
No es fácil luchar día a día contra la gula, contra un disfrute sexual deshonesto, contra la soberbia que
nos hace buscar siempre los aplausos de los hombres.
La lucha crea tensiones, provoca miedos, nos lleva al cansancio. Si, además, ya hemos saboreado
cien veces la derrota, si hemos visto lo difícil que es volver a levantarnos para iniciar de nuevo, se
hace más fuerte la tentación de ceder “porque es inútil cualquier esfuerzo, porque no es posible
resistir en esta prueba”.
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Existe una extraña paz en la derrota. Es la paz del cementerio, de la muerte, del silencio de las
espadas y de los cañones. Es la paz de quien ya no puede luchar porque ha muerto.
Pero también es extraña la paz de quien se rinde, de quien abandona toda lucha, todo esfuerzo.
Quizá, piensa, evitará la tensión psicológica de enfrentarse cada día con esa pasión fuerte, que excita a
cada hora, que provoca en los momentos de cansancio, que presenta como bueno ese amargo placer
obtenido a través de la venganza.
Es la paz del esclavo, que deja su libertad, su razón, su posibilidad de luchar por ideales. Es la paz
de quien se deja aprisionar por las cadenas del placer o del orgullo. De quien prefiere no estar triste
porque hoy no ha “tomado” sus cervezas para pactar con ese alcohol que carcome neuronas, que daña
corazones, que destruye familias. De quien cede a un pequeño robo en la oficina, porque piensa que
así, con ese dinero en el bolsillo, estará más tranquilo, si lo puede estar quien se acostumbra a ser
ladrón de guante blanco...
Es una paz que engaña. Nos engaña, porque la pasión, como un monstruo de mil cabezas, no se
conforma con lo ya conseguido. Siempre pide más, y más, y más.
Lo grande, lo difícil, lo bello, es decirle “no”, con firmeza, con audacia. Será un “no” que llevará a
la guerra, a heridas, a pequeñas derrotas. Será un “no” que nace de un amor más grande: a mí mismo,
a mi familia, a alguien que me quiere, al Dios que se preocupa por cada uno de sus hijos. Será un “no”
que me llevará a vivir, quizá, en una lucha constante contra las mil astucias de ese mal que todos
llevamos dentro.
Es sana la tensión de quien sabe que lucha por algo grande y bello. De quien dice no a la falsa paz
que se obtiene a través de rendiciones. De quien lucha para conquistar esa otra paz, más profunda,
más intensa, más apasionante, de quien quiere ser fiel, en cada instante, a su conciencia.

75. Lo que ya no hicimos...

Una pena profunda en personas adultas, y también en jóvenes ya más maduros, es el constatar
faltas profundas en la propia formación. Muchas de esas faltas son, hay que confesarlo con dolor,
resultado de la propia pereza: son faltas culpables. Cuando uno podía formarse bien trabajó poco, y
ahora llora su incompetencia culpable, sus defectos arraigados, su pobreza humana y espiritual.
Pero el tiempo no perdona, y lo que ya no hicimos antes no podemos disfrutarlo ahora. Si no
cultivé mi voluntad, si no formé mi memoria, si no aprendí más idiomas, si no encaucé y potencié mis
sentimientos buenos, si no adquirí ecuanimidad y justicia en mis apreciaciones, ahora todo parece
mucho más difícil.
Los errores “se pagan”. Los pagamos nosotros mismos, y los pagan tantas personas que viven a
nuestro lado y que sufren por nuestra culpa, o porque les duele mucho vernos postrados y abatidos.
Sin embargo, deberíamos no llorar el pasado. Es cierto que no vamos a cambiar nuestra
personalidad de la noche a la mañana. Si soy un pesimista, o un hipercrítico, o un desconfiado, o un
cobarde, o un rencoroso, no arrancaré tantas malas hierbas con una simple palabra y un movimiento
de la voluntad. Pero también es cierto que tengo ahora un presente maravilloso, ojos que aún ponen su
confianza en mí, amigos y compañeros que desean verme bueno.
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Sobre todo, tenemos a un Dios que no se cansa ni deja de tender la mano. Si pudiésemos sentir su
mirada, despertarnos con su aliento, dejarnos levantar con su gracia, notaríamos también que la
voluntad alza la voz en nuestro interior para ponernos en pie, para iniciar cambios decisivos que
exigirán, sí, abnegación y lucha, pero que nos llevarán a vivir más a fondo nuestra vocación humana y
cristiana.
No será fácil el camino. El pasado pesa. Lo que ya no hice y lo que hice mal deja huellas
profundas, heridas siempre abiertas. Pero algo me dice que puedo dar un nuevo paso. Para dejar el
vicio del vino o de las apuestas, para no insultar a la primera, para tirar al suelo las sábanas de la
pereza y llegar puntual al puesto de trabajo, para romper esa dureza que me impide mostrar el cariño
que siento por los míos.
Entonces mi ejemplo podrá ayudar a otros a valorar su vida, su tiempo, sus energías.
Especialmente a los jóvenes, que verán que hace falta luchar con confianza y, sobre todo, con amor,
para que el árbol crezca sano. Pero también a tantos adultos que se sienten fracasados: son ellos
quienes más necesitan una ayuda, un consuelo, un ejemplo, para iniciar, con más esfuerzo, desde la
ayuda de Dios y la voluntad curada, a ser mejores, a ser buenos, a ser cristianos de verdad.

76. Solidarios en la misericordia

Uno de los daños más graves del pecado consiste en su fuerza aislante: nos encierra en nosotros
mismos, rompe nuestra unión con la Iglesia y con los demás, nos hace más egoístas, nos aparta del
amor.
Es cierto que a veces hacemos pecados “en compañía”, incluso en un ambiente de fiesta, de
diversión. Pero luego, el mal cometido, el egoísmo presente en cada falta, nos hace extraños o
enemigos de los de casa, incluso de quienes fueron compañeros del delito.
Algo así ocurrió en el paraíso. Adán y Eva buscan un chispazo de gloria, quieren ser como dioses.
¿Cómo? A través de la desobediencia a Dios. El resultado es triste: temen a Dios, huyen de su
presencia, rompen la paz que los unía, se acusan mutuamente.
El pecado es generador de ruptura, de injusticia, de encerramiento, de tristeza. La sociedad se
siente herida. La comunidad de creyentes, nuestra Iglesia, ve con dolor cómo alguien deshace los
lazos del amor, cómo sigue caminos de ruptura.
Pero quedarnos en estas reflexiones es incompleto. Si el pecado implica una explosión de soledad,
la acción de la misericordia produce un renacimiento del amor, de la solidaridad, del reencuentro.
San Pablo lo explica claramente. Todos estábamos encerrados en el mundo del pecado por nuestra
falta de amor. Ahora todos estamos llamados a una nueva unidad a través de los lazos de la
misericordia. “Pues Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de
misericordia” (Rm 11,32).
El mundo de la misericordia nos invita a un reencuentro profundo con el Dios del perdón. Solo
Dios puede quitar la marca de rebeldía que todo pecado deja en el corazón. Solo Dios puede eliminar
odios, remover egoísmos, tumbar murallas, suscitar esperanzas, invitar al formar parte del reino del
perdón y de la paz.
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Porque hemos sido perdonados, porque hemos recibido mucho amor, estamos llamados a
perdonar, a ayudar a otros. Así viviremos según el Evangelio, según la invitación de Jesús que nos
pide tener misericordia porque hemos recibido mucho amor.
“Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no
condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida
buena, apretada, remecida, rebosante, será derramada en vuestro regazo. Porque con la medida con
que midáis se os medirá” (Lc 6,36-38).
Otro texto de san Pablo repite esta idea: “Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y
amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos
unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os
perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el
vínculo de la perfección” (Col 3,12-15).
También san Pedro, en su primera carta, vuelve sobre el tema: “En conclusión, tened todos unos
mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes. No
devolváis mal por mal, ni insulto por insulto; por el contrario, bendecid, pues habéis sido llamados a
heredar la bendición” (1P 3,8-9).
Desde la misericordia, entramos en una nueva vida: la vida de quienes, a pesar del pecado,
descubren que el Amor es la última palabra. La división es derrotada cuando recibimos el don de la
misericordia. Después de una buena confesión sacramental, el abrazo de Cristo se une al abrazo de
tantos hermanos nuestros. Muchos de ellos han pecado como nosotros. Otros tienen el don de la
pureza, de la inocencia, y saben por eso vivir con ojos limpios, llenos de amor.
El perdón es ofrecido a todos. Quizá todavía me siento alejado o triste, quizá me falta algo para
dar el paso. Muchos me miran con cariño, me invitan a dar el paso, desean que pueda entrar en ese
mundo nuevo, donde todos podemos ser solidarios en la misericordia: “No te condeno, vete en paz...”

77. “Aparta de tu pecado tu vista”

En el Salmo 51 le pedimos a Dios: “aparta de mi pecado tu vista”. Se lo pedimos de corazón, pero


no hemos de olvidar que también es posible que Dios nos susurre lleno de cariño: “aparta de tu
pecado tu vista”.
Duele haber cometido un pecado. Duele de un modo muy intenso cuando además hemos heridos
a otros: a un familiar, a un amigo, a una persona que confió en nosotros.
Duele, porque cada pecado implica debilidad, cobardía, soberbia, pereza, esa autosuficiencia
maldita que nos hizo olvidar nuestra pequeñez y nuestra bajeza. Duele especialmente porque hemos
ofendido a un Dios tan bueno, tan cercano, que es Creador y, sobre todo, que es Padre.
Duele... y deja una herida profunda. Parecía que era fácil resistir, nos sentíamos tan seguros,
nunca lo habíamos hecho antes. De repente, por sorpresa o poco a poco, llegó la caída y pecamos. Y
creció en nosotros la pena, la rabia, la pesadez. Descubrimos la flaqueza de nuestra carne, la cobardía
de nuestro espíritu. No somos ángeles: el pecado pone al descubierto toda la miseria humana.
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Es cierto que Dios nos ha dado fuerzas para pedir perdón. Hemos buscado a un sacerdote, con
humildad, y le presentamos el pecado. Desde entonces, sabemos que Dios nos perdona, que tras la
absolución la vida empieza de nuevo. Pero...
Pero quedaba allá dentro una pena, volvíamos una y otra vez al recuerdo de aquella falta. Un
extraño gusanillo interior nos carcomía, nos dejaba intranquilos. Si no hubiésemos pecado, si
hubiésemos sido un poco más enérgicos...
Es entonces cuando miramos a Dios y le decimos: “aparta de mi pecado tu vista”. Pero también es
cuando Dios nos quisiera decir: “si ya te he perdonado, si ya te he dicho lo mucho que te quiero. ¿Por
qué sufres, por qué abres la herida, por qué estás tanto tiempo recordando algo que Yo he olvidado?
Te quiero mucho, no lo olvides. Recuerda que soy Dios y Padre, que amo a cada uno de mis hijos”.
Sí, tenemos que abrir el corazón para escuchar, serenamente, con alegría, que Dios no lleva un
registro indeleble en el que fije para siempre nuestras faltas. El pasado ha quedado atrás, como
pasado, y no debe atarnos ni impedir el inicio de nuevos vuelos. Vivimos en un presente magnífico,
en el tiempo de la misericordia.
“No te condeno”, nos repite Cristo como le dijo a la mujer adúltera. “No te condeno. No mires tu
pecado. Fíjate, más bien, en mi corazón amante, que te quiere con locura, que te desea paz y alegría,
vida verdadera, misericordia eterna. Que te quiere en casa, en fiesta, como hijo amado”.

78. Los “últimos olvidados”

Sentimos una compasión casi natural ante huérfanos, ancianos, enfermos, pobres, encarcelados.
Mil aventuras de la vida han llevado a muchas de esas personas a situaciones de abandono o de
necesidad. Su dolor suscita en nuestros corazones un deseo natural de hacer algo por ellos.
Los “últimos” y desheredados de la vida invocan, con su sola existencia, ayuda. Pero hay otros
“últimos” que quedan de lado, sin asistencia, sin cariño, porque nadie conoce sus penas, porque son
considerados personas felices o satisfechas, o porque no quieren darse cuenta de la “miseria” en la
que viven.
Estos “últimos” pueden ser poderosos que avanzan de victoria en victoria, en el mundo del dinero,
del espectáculo, de la política. O egoístas que construyen a su alrededor una barrera de
autosuficiencia que les hace creer que son felices con sus sueños y su aparente libertad sin
interferencias. O personas físicamente bien dotadas, con salud, con belleza, con simpatía, que
dilapidan su fulgor del momento (que dura a veces muchos años engañosos) para conseguir aplausos
o placeres. O intrigadores que mueven los hilos de la historia humana, a través de grandes planes
internacionales o de cotilleos de salón que arruinan a familiares, amigos o compañeros de trabajo.
Pueden ser también prestamistas que abusan de la miseria ajena para crecer en sus negocios y
dominar así sobre cientos de ingenuos caídos en sus trampas. O médicos que no quieren saber si
existe diferencia entre el bien y el mal, que deciden sobre la vida y la muerte de embriones, fetos,
recién nacidos, niños, adultos o ancianos con la presunción de que sus actos no serán nunca
descubiertos. O profesores e investigadores que reciben premios internacionales mientras rechazan
valores profundos y desprecian las vidas de otros seres humanos (pequeños, pobres, enfermos) que
solo valen si encajan en su ideología o sus experimentos. O tantos otros tipos de personas que, una
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vez llegados a la cumbre, a un puesto de prestigio, se fían de su fuerza para imponer sus gustos, sus
vicios, sus sueños de grandeza y de dominio.
Son personas de las que nadie siente compasión porque su existencia parece satisfecha y exitosa.
Cuando, quizá, carecen de cariño, no tienen paz en sus conciencias, viven abrumados de aplausos,
rodeados de aduladores, incapaces de sentir afecto, de dar y recibir amor sincero.
Son “últimos olvidados”. Necesitan, a veces más que un pobre o que un enfermo, una palabra de
aliento, un consejo sincero, una sonrisa verdadera, un perdón que sane heridas del pasado, una señal
de alerta que les despierte de su letargo y sus engaños. Y nadie se los da, porque no lo piden, o porque
pocos conocen el drama de sus corazones, la amargura de sus triunfos de pirotecnia.
Jesús mismo quiso ayudarles, porque también vino para ellos. Les habló a veces con dureza,
como a los fariseos. Les explicó que las riquezas no son capaces de garantizarnos un día más de vida.
Les presentó, como a todos (Jesús comía con ricos y pobres, con fariseos y pecadores) su programa,
su mensaje, su sueño para una humanidad un poco más buena: el respeto de los mandamientos, la
renuncia a los bienes pasajeros, la confianza en la providencia, el amor hasta dar la vida por los
amigos.
Sus palabras resuenan fuertes y claras, también para el mundo moderno. “Pero ¡ay de vosotros,
los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos,
porque tendréis hambre! ¡Ay de los que ahora reís, porque tendréis aflicción y llanto! ¡Ay cuando
todos los hombres hablen bien de vosotros, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos
profetas!” (Lc 6,24-26).
Son palabras capaces de despertar a más de un corazón engañado. Podrá así romper con el
espejismo de sus “triunfos” para descubrir un mundo nuevo, el de las bienaventuranzas, el de la
sencillez de espíritu, el de la justicia embellecida por la misericordia, el de quien pide perdón a Dios y
rompe con el pecado, el de quien decide vivir solo para ser humilde servidor de sus hermanos...

79. Creo en la misericordia divina

Los católicos acogemos un conjunto de verdades que nos vienen de Dios. Esas verdades han
quedado condensadas en el Credo. Gracias al Credo hacemos presentes, cada domingo y en muchas
otras ocasiones, los contenidos más importantes de nuestra fe cristiana.
Podríamos pensar que cada vez que recitamos el Credo estamos diciendo también una especie de
frase oculta, compuesta por cinco palabras: “Creo en la misericordia divina”. No se trata aquí de
añadir una nueva frase a un Credo que ya tiene muchos siglos de historia, sino de valorar aún más la
centralidad del perdón de Dios, de la misericordia divina, como parte de nuestra fe.
Dios es Amor, como nos recuerda san Juan (1Jn 4,8 y 4,16). Por amor creó el universo; por amor
suscitó la vida; por amor ha permitido la existencia del hombre; por amor hoy me permite soñar y reír,
suspirar y rezar, trabajar y tener un momento de descanso.
El amor, sin embargo, tropezó con el gran misterio del pecado. Un pecado que penetró en el
mundo y que fue acompañado por el drama de la muerte (Rm 5,12). Desde entonces, la historia
humana quedó herida por dolores casi infinitos: guerras e injusticias, hambres y violaciones, abusos
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de niños y esclavitud, infidelidades matrimoniales y desprecio a los ancianos, explotación de los


obreros y asesinatos masivos por motivos raciales o ideológicos.
Una historia teñida de sangre, de pecado. Una historia que también es (mejor, que es sobre todo)
el campo de la acción de un Dios que es capaz de superar el mal con la misericordia, el pecado con el
perdón, la caída con la gracia, el fango con la limpieza, la sangre con el vino de bodas.
Solo Dios puede devolver la dignidad a quienes tienen las manos y el corazón manchados por
infinitas miserias, simplemente porque ama, porque su amor es más fuerte que el pecado.
Dios eligió por amor a un pueblo, Israel, como señal de su deseo de salvación universal, movido
por una misericordia infinita. Envió profetas y signos de esperanza. Repitió una y otra vez que la
misericordia era más fuerte que el pecado. Permitió que en la Cruz de Cristo el mal fuese derrotado,
que fuese devuelto al hombre arrepentido el don de la amistad con el Padre de las misericordias.
Descubrimos así que Dios es misericordioso, capaz de olvidar el pecado, de arrojarlo lejos.
“Como se alzan los cielos por encima de la tierra, así de grande es su amor para quienes le temen; tan
lejos como está el oriente del ocaso aleja Él de nosotros nuestras rebeldías” (Sal 103,11-12).
La experiencia del perdón levanta al hombre herido, limpia sus heridas con aceite y vino, lo monta
en su cabalgadura, lo conduce para ser curado en un mesón. Como enseñaban los Santos Padres,
Jesús es el buen samaritano que toma sobre sí a la humanidad entera; que me recoge a mí, cuando
estoy tirado en el camino, herido por mis faltas, para curarme, para traerme a casa.
Enseñar y predicar la misericordia divina ha sido uno de los legados que nos dejó el Papa Juan
Pablo II. Especialmente en la encíclica Dives in misericordia (Dios rico en misericordia), donde
explicó la relación que existe entre el pecado y la grandeza del perdón divino: “Precisamente porque
existe el pecado en el mundo, al que „Dios amó tanto... que le dio su Hijo unigénito‟, Dios, que „es
amor‟, no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia. Esta corresponde no solo con la
verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad interior del hombre y del
mundo que es su patria temporal” (Dives in misericordia n. 13).
Además, Juan Pablo II quiso divulgar la devoción a la divina misericordia que fue manifestada a
santa Faustina Kowalska. Una devoción que está completamente orientada a descubrir, agradecer y
celebrar la infinita misericordia de Dios revelada en Jesucristo. Reconocer ese amor, reconocer esa
misericordia, abre el paso al cambio más profundo de cualquier corazón humano, al arrepentimiento
sincero, a la confianza en ese Dios que vence el mal (siempre limitado y contingente) con la fuerza del
bien y del amor omnipotente.
Creo en la misericordia divina, en el Dios que perdona y que rescata, que desciende a nuestro lado
y nos purifica profundamente. Creo en el Dios que nos recuerda su amor: “Era yo, yo mismo el que
tenía que limpiar tus rebeldías por amor de mí y no recordar tus pecados” (Is 43,25). Creo en el Dios
que dijo en la cruz “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34), y que celebra un
banquete infinito cada vez que un hijo vuelve, arrepentido, a casa (Lc 15). Creo en el Dios que, a
pesar de la dureza de los hombres, a pesar de los errores de algunos bautizados, sigue presente en su
Iglesia, ofrece sin cansarse su perdón, levanta a los caídos, perdona los pecados.
Creo en la misericordia divina, y doy gracias a Dios, porque es eterno su amor (Sal 106,1), porque
nos ha regenerado y salvado, porque ha alejado de nosotros el pecado, porque podemos llamarnos, y
ser, hijos (1Jn 3,1).
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A ese Dios misericordioso le digo, desde lo más profundo de mi corazón, que sea siempre alabado
y bendecido, que camine siempre a nuestro lado, que venza con su amor nuestro pecado. “Bendito sea
el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección
de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de
Dios, por medio de la fe, protege para la salvación, dispuesta ya a ser revelada en el último momento”
(1Pe 1,3-5).

80. Madre de la divina misericordia

Cuando pensamos que Dios necesitó del hombre para ofrecer su Amor salvador. Cuando
pensamos que quiso venir al mundo para caminar a nuestro lado. Cuando pensamos que el Cuerpo de
Jesús necesitó una Madre que lo acogiese y amase para estar entre nosotros. Cuando pensamos que no
hay Redención sin efusión de Sangre, y que no hay Sangre sin Encarnación... Entonces no podemos
dejar de mirar a María, y llamarla, con el corazón lleno de esperanza, usando uno de sus títulos más
bellos de la piedad mariana: “Madre de la divina misericordia”.
Juan Pablo II dedicó a la Madre de Jesús un número entero de su segunda encíclica, Dives in
misericordia (Dios rico en misericordia), publicada en 1980. Porque la misericordia, que llega a todas
las generaciones, que se ofrece a todos los pueblos, nació desde la mirada del Omnipotente, que se
fijó “en la humildad de su esclava” (Lc 1,48). Porque al llegar la plenitud de los tiempos, Dios mandó
a su Hijo, “nacido de mujer, nacido bajo la ley” (Ga 4,4), para salvarnos. Porque desde entonces no
podemos no llamar a María bienaventurada, porque su sí es el sí que permite la llegada del Redentor
del hombre.
Donde más brilla la belleza de María como Madre de la misericordia es en el misterio Pascual.
Junto a la Cruz, la Virgen toca de un modo especialmente profundo el misterio del Amor de Dios.
“Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado, el misterio de la cruz, el pasmoso
encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el „beso‟ dado por la misericordia a la
justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión
verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo,
junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su „fiat‟ definitivo. María, pues, es la que
conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es” (Dives in
misericordia n. 9).
Juan Pablo II veía, así, que María es “Madre del Crucificado” y “Madre del Resucitado”. Por estar
tan cerca de Jesús, en su infancia, en su vida pública, en el momento de tu total donación al Padre para
salvar a los hombres, también está muy cerca de nosotros, de cada uno de los hombres y mujeres
necesitados de misericordia.
Entonces María, “habiendo experimentado la misericordia de modo excepcional”, decía el Papa,
“„merece‟ de igual manera tal misericordia a lo largo de toda su vida terrena [...] ha sido llamada
singularmente a acercar a los hombres al amor que Él había venido a revelar: amor que halla su
expresión más concreta en aquellos que sufren, en los pobres, los prisioneros, los que no ven, los
oprimidos y los pecadores, tal como habló de ellos Cristo, siguiendo la profecía de Isaías, primero en
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la sinagoga de Nazaret y más tarde en respuesta a la pregunta hecha por los enviados de Juan
Bautista” (Dives in misericordia n. 9).
A través de María nos resulta más fácil acceder a la misericordia, descubrir el Amor, dejarnos
rescatar por Cristo. Porque Ella, como Madre, con su especial ternura, nos repite una y otra vez
“Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Porque Ella no deja de recordarnos las cosas grandes que Dios
puede hacer en los corazones humildes y sencillos.
Tenemos una Madre que nos conduce a Cristo: su presencia es algo vivo, esencial, en nuestro
camino como Iglesia. Tenemos una Madre que vela por nosotros, que nos recuerda el Amor, que nos
alienta con su afecto materno y su ejemplo sublime. Como recordaba el Concilio Vaticano II, citado
por Juan Pablo II, “con su amor materno cuida a los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se
hallan en peligros y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada” (Lumen gentium
n. 62).
Madre, concédenos vivir siempre en la misericordia divina. Que ningún pecado pueda apartarnos
del Amor, que ninguna pena nos oprima y nos lleve a la desconfianza. Que sepamos ser
misericordiosos porque hemos recibimos mucha misericordia, que sepamos ya desde ahora vivir en el
Amor que salva. Que podamos un día, contigo, ser acogidos por tu Hijo en el Reino eterno, para
siempre, y cantar, contigo, las misericordias del Señor, que se fijó en Tu humildad y que nos trajo, a
través de Ti, al Salvador.

81. En medio de nosotros...

¿Quién es Jesús de Nazaret? La pregunta no ha perdido su actualidad. Tal vez hoy, en sociedades
que se dicen cristianas, se puede aplicar lo que dijo san Juan Bautista: “en medio de vosotros hay uno
al que no conocéis” (Jn 1,26).
Seguramente hemos oído hablar de Cristo. En casa o en la escuela, en la parroquia o en un grupo
de amigos. Jesús pertenece a la historia de muchos pueblos. Aparece en muchas iglesias, o en las
cruces puestas en lo alto de las montañas o en los cruces de caminos.
Pero la pregunta sigue en pie. ¿Quién es Jesús? ¿Lo conocemos? Tendríamos que redescubrir,
aceptar, que ya está “en medio de nosotros”, aunque no siempre lo sentimos a nuestro lado.
Está en el Evangelio, ese libro tan maravilloso que nos habla de sus enseñanzas, sus milagros, su
pasión y su victoria (que también es nuestra). Está de un modo más profundo, íntimo y público, en
cada misa. Desde las manos y palabras del sacerdote se hace presente el misterio de su venida al
mundo, su muerte, su resurrección. Está en el sagrario, en ese lugar de las iglesias señalado por una
pequeña lámpara roja; allí espera y se ofrece a todos, con una disponibilidad que no tiene límites, que
no se cansa, que no “cierra la oficina”.
Está en la caridad de tantos miles de sacerdotes, religiosos, religiosas, personas comunes, que
sirven a sus prójimos: enfermos, ancianos, niños, drogadictos, minusválidos.
Jesús sigue en medio de nosotros. Después de 2000 años, muchos no le conocen, no han
descubierto su amor, no han sentido la caricia de su misericordia en el sacramento de la Penitencia, no
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han podido zambullirse en su corazón a través de la Eucaristía, no lo han tocado en el testimonio de


caridad de sus hermanos.
Hay que abrir los ojos, hay que quitar escamas de tibieza o de rutina. Hay que iniciar el camino
austero, sencillo, de la conversión, para poder descubrir que Jesús ya está aquí, a nuestro lado.
Necesitamos escuchar de nuevo la voz de Juan el Bautista que nos invita a ser honestos, a dejar el
mundo del pecado, a cortar toda ambición y a condividir lo que tenemos (nuestro dinero, nuestro
tiempo) con los necesitados, con los que esperan algo de consuelo y esperanza. Así, solo así,
descubriremos al Cordero...
Tal vez hoy tendré un momento para hablarle, para escuchar su voz. Me dirá que me conoce y me
ama como nadie puede hacerlo. Me susurrará al oído: “no temas, yo estoy contigo. Levántate y anda,
sereno y confiado, conmigo, hacia el encuentro con mi Padre, que es también el Padre vuestro”.

82. Cristo será tu alegría...

En algunos monasterios de carmelitas descalzas se cantan unos versos que tienen un origen
anónimo. Alguno ha pensado que pueden venir de la misma santa Teresa de Jesús. El canto dice así:
“Cristo será tu alegría,
y Cristo te enseñará,
y solo Cristo será
tu amor y tu compañía”.
Son versos que invitan a hacer una experiencia profunda de Cristo. Descubrir en Jesús el centro de
la propia vida y la alegría profunda del corazón. Descubrir que no hay nadie que nos ame como Él,
según se dice en el estribillo de una conocida canción. Descubrir que la plenitud de la propia vida, el
consuelo en la enfermedad, el perdón tras una caída, la esperanza tras un fracaso, solo pueden venir
de Él...
Descubrir en Cristo al Maestro. Solo Jesús enseña palabras de vida eterna. Solo Él nos trae un
mensaje de amor y de fraternidad. Solo Él nos ayuda a conocernos a nosotros mismos, con nuestra
grandeza y nuestra miseria. Lo decía Juan Pablo II en la misa de inicio de su Pontificado, el 22 de
octubre de 1978: solo “Cristo sabe lo que hay dentro del hombre”.
Descubrir en Cristo el amor de la propia vida, el amigo que no falla, el compañero fiel. No hay
nadie como Él capaz de mostrarnos el camino, de ir a nuestro lado, de ir delante, de ir detrás, de
sostenernos en el cansancio. Se alegra con nosotros cuando podemos avanzar con entusiasmo y
decisión, o llora y nos tiende la mano cuando hemos caído en un día que hubiéramos preferido no
quedase escrito en la propia historia...
“Cristo será tu alegría”. Quizá todavía no lo es. Quizá todavía buscamos la vida y la esperanza
donde no se encuentran. El Evangelio sigue abierto: se ofrece a quien venga para saciar su anhelo de
saber. El Sagrario sigue fijo en el fondo de una iglesia: el Amigo espera la llegada de hombres y
mujeres necesitados de luz y de consuelo. Un sacerdote pasa horas y horas en un confesionario: tal
vez será el instrumento para que pueda reconciliarme con el Padre, para que pueda recibir el perdón
de Cristo.
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“Cristo será tu alegría”. Ya lo es para millones de hombres y mujeres de todos los tiempos y
lugares del planeta. Lo puede ser también para mí, si lo busco de corazón, si descubro en Él al
verdadero amor de mi alma. Hoy me espera, hoy me llama, hoy me tiende su mano taladrada. Solo Él
será, si le dejo, mi amor y mi compañía...

83. Cantar a María

Cantar a María es una manera íntima, humana, muy nuestra, de cantar a Dios. Es reconocer que la
Redención ha sido completa en nuestra Madre. Es celebrar que Ella, en cierto modo, nos representa
ante el Dios amante de la vida, redentor del hombre y de la historia.
Cantar a María es mirar al mundo con ojos distintos. Porque la santidad divina purificó
completamente una existencia humana. Porque el sí de la creatura fue genuino y alegre. Porque el
Amor encontró en una joven de Nazaret su morada. Porque no faltó el vino en Caná y empezaron,
para todo el mundo, las bodas del Cordero.
Cantar a María es reconocer la grandeza de Dios. Porque mira al humilde, porque acoge al débil,
porque rechaza al soberbio, porque salva al pecador arrepentido. Porque quiso ser Niño, porque quiso
tener Madre humana, porque empezó a ser Hermano nuestro. Porque tuvo necesidad de alguien que
sufriese, como Mujer, como Mediadora, al lado de la cruz.
Cantar a María es aprender a ser como niños. Porque necesitamos la paz de su mirada, el calor de
su compañía, la ternura de su afecto, la alegría de su sí al Padre. Porque queremos ser creyentes como
Ella, porque necesitamos fiarnos de Dios, porque no nos resulta fácil caminar en las tinieblas, porque
necesitamos ayuda para escuchar la voz del Espíritu.
Cantar a María es parte de nuestro caminar cristiano. No hay Hijo sin la Madre. Jesús la quiso, y,
en Ella, nos quiso a todos. También a quien lucha contra el egoísmo, a quien siente difícil la pureza, a
quien piensa que es imposible el amor al enemigo. También a quien se levanta, una y mil veces, tras
la caída, para pedir perdón a Dios (un Dios presente a través del sacerdote que repite lo que diría el
Hijo: te perdono).
Cantar a María es decir, simplemente, desde el corazón, un gracias a Dios. Porque en su Madre
nos ha amado con locura. Porque venció así nuestro pecado. Porque nos abrió el cielo, donde está Ella
esperándonos. Porque nos quiere pequeños, débiles, pero seguros: no hay miedo junto a la Madre.
Solo hay esperanza, alegría y amor sincero.

84. Con los ojos en el cielo

El cielo debe ser hermoso porque hay madres y padres, abuelos y abuelas, nietos, hijos, primos,
hermanos, amigos, novios y enfermeros.
Allí está el esposo que daba un beso a la esposa cada vez que llegaba al hogar. Allí está la esposa
que tenía planchada la mejor camisa del esposo para los días de fiesta. Allí está el hijo bueno que
lavaba los platos para que mamá descansase. Allí está la abuelita que se dormía cuando leía cuentos a
sus nietos. Allí está el nieto que dejó de hacer caprichos con mamá porque el abuelito le dijo al oído
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que Dios le amaba. Allí está el soldado que desobedeció y no quiso disparar a un niño sucio al ver en
sus ojos tristes la imagen de ternura de un Dios bueno.
También allí están otras muchas personas y personajes, del gran mundo y del mundo de los
humildes y sencillos. Ese niño malo que siempre protestaba, pero que un día hizo todos los encargos.
Esas prostitutas que se cruzaron en la calle con Jesús cuando caminaba por Galilea, o cuando
pudieron verle en un sacerdote que hablaba de misericordia. Esos teólogos que dejaron de leer libros
difíciles para ir a rezar un poco ante el Sagrario y para visitar a un enfermo que no sabía teología pero
quería un poco de consuelo.
Como también allí están esos médicos que dijeron que no al aborto y perdieron su trabajo. Esos
empresarios que se arruinaron el día en que dejaron de lado un contrato deshonesto. Esos obreros que
no supieron odiar a sus capataces aunque eso les enseñaron unos revolucionarios que no sabían nada
de perdón ni de cielos. Esos políticos que siempre perdían en las elecciones porque amaban más a los
niños no nacidos que a las encuestas de la opinión pública. Esos periodistas que fueron dejados de
lado cuando no escribieron esa media verdad (que es una mentira de terciopelo) que pedía el jefe de
redacción.
El cielo tiene a ladrones, criminales, adúlteros y borrachos que un día, de rodillas, como niños,
lloraron sus pecados. Tiene a madres que abortaron y que un día sintieron que el amor de Dios es más
grande que todo pecado. Tiene a publicanos y políticos deshonestos que se hicieron ricos con el
dinero de otros, y se hicieron pobres al descubrir que solo vale el Dios que perdona los pecados, al
repartir a otros eso que ganaron en un pasado lleno de miserias. Tiene a sacerdotes que tocaron con
manos sucias a Dios cada mañana, pero que fueron alcanzados por un amor que limpia todo corazón
arrodillado y dolido por sus miserias y traiciones.
Llenan el cielo esos miles de mártires que murieron con la palabra “perdón” entre sus labios,
mientras para el mundo eran derrotados, infelices, condenados al olvido de la historia.
Debe ser un lugar hermoso este cielo. Dios nos espera, Jesús nos guía, María nos llama. Tenemos
un lugar para nosotros, entre pordioseros, madres, padres, niños y panaderos. Tenemos un lugar
asequible, a la mano. Basta con que hoy abramos el Evangelio y leamos con ojos frescos,
hambrientos, sencillos: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino, porque supisteis
amar a mis hermanos...”

85. El cielo y la televisión

Por un momento nos dedicamos a “canalear”. Canal 1: noticias. Canal 2: una película del Oeste.
Canal 3: un programa sobre el arte colonial. Canal 4: un “reality show”. Canal 5: un concurso de
canciones. Canal 6: una telenovela. Canales 7, 8, 9: publicidad...
El dedo pasa de una tecla a otra, la televisión cambia de imágenes y de sonidos. Por más que
vamos hacia atrás, hacia delante, no encontramos nada, absolutamente nada, sobre el cielo...
La televisión nos llena de imágenes de lo inmediato. Noticias de guerras, escenas de terremotos,
películas de ciencia ficción más o menos realistas. Tanta imagen puede embotar nuestra capacidad de
fantasía, alejarnos de lo que vale realmente. A veces somos capaces de contar con mil detalles cómo
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ha sido una fiesta de sociedad que nos presentaron en televisión. Pero nos sentimos incapaces de decir
tres palabras sobre lo que pueda ser el cielo.
Cierto: lo que ocurre tras la muerte es invisible. Nadie nos ha contado cómo es el cielo. Podemos
imaginarlo de mil maneras, pero no hay ninguna cámara televisiva en un lugar que, por ahora, nos
resulta inaccesible. Quizá por eso no pensamos mucho en lo que hay después de la muerte, en lo que
espera a cada hombre y a cada mujer cuando cruza la frontera.
A pesar del vacío “televisivo”, el cielo sigue “allí”. Conviene pensar en él, soñar en la vida que
nos espera, planear lo que vamos a hacer la mayor parte de nuestro tiempo cuando inicie la existencia
futura, la vida eterna.
Es verdad que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó
para los que le aman”, como decía san Pablo (1Co 2,9-13).
Pero también es verdad lo que sigue en ese mismo texto de la Escritura: “Porque a nosotros nos lo
reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. En
efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del
mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido
el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha
otorgado” (1Co 2,9-13).
Tenemos el Espíritu de Dios. Cristo, el Resucitado, nos ha enviado un Consolador. Necesitamos a
veces quitar algo de tiempo dedicado a la televisión para contemplar, para suplicar, para orar y pedir
luz y comprensión de las verdades decisivas, de las certezas que pueden guiar nuestra existencia, con
la mirada puesta en el cielo sin dejar de tener los pies sobre la tierra.
Desde la visión de Dios nos daremos cuenta de que no podemos vivir según el espíritu del mundo
(un espíritu que aparece, muchas veces, en la televisión), sino según el Espíritu de Dios. Seremos
capaces, entonces, de desapegar nuestro corazón de las frágiles riquezas materiales (Lc 12,21), de
todo aquello que no puede dar vida eterna.
“A los ricos de este mundo recomiéndales que no sean altaneros ni pongan su esperanza en lo
inseguro de las riquezas sino en Dios, que nos provee espléndidamente de todo para que lo
disfrutemos; que practiquen el bien, que se enriquezcan de buenas obras, que den con generosidad y
con liberalidad; de esta forma irán atesorando para el futuro un excelente fondo con el que podrán
adquirir la vida verdadera” (1Tm 6,17-19).
Atesorar para el futuro, amar ahora para amar luego, eternamente, en el cielo. No lo hemos visto
(ni lo veremos) nunca en la pantalla de nuestro televisor. Pero con la luz de la fe, con la certeza del
amor, con la alegría de la esperanza, nuestros corazones serán capaces de soñar en ese encuentro,
eterno, dichoso, con un Padre que nos ama con locura.

86. Frente a la cruz

Nos dejan sin palabra tus silencios. Fueron tres horas de agonía, de dolor, de fracaso. El mundo te
sigue mirando y se pregunta si valió la pena, si tuvo un sentido esa muerte, si la redención viene del
madero, si queda esperanza entre tus brazos.
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Han pasado casi 2000 años desde aquel día. Corazones heridos han buscado consuelo entre tus
llagas. Pupilas llorosas han suplicado un descanso, la salud, el fin de la injusticia, un poco de
consuelo. El silencio de la tarde del Calvario nos deja absortos, a veces tristes, tal vez postrados,
abatidos, bajo dolores como el tuyo.
¿Por qué la cruz? ¿Por qué el Calvario? ¿Por qué los clavos, la corona, los insultos, la sed y la
derrota? ¿Por qué, tras tantos siglos, hombres y mujeres agonizan entre llantos sin consuelo?
El silencio del Viernes Santo llega hasta el fondo de las venas. La sangre quiere detenerse, o
convertirse en caudal para injertarse en ti. Intuye que el Padre no te dejó, pero no comprende ese
misterio infinito de tu agonía, de la presencia del amor en tu derrota.
Hay que mirar así, simplemente, desde el dolor y la esperanza, a esa cruz. Moriste allí, una tarde,
entre tinieblas. Tinieblas que cubren hogares y plazas, desiertos y jardines, palacios y suburbios.
Tinieblas de quien es reo y de quien hace de verdugo, de quien mata y de quien es matado, de quien
ama al esposo infiel y de quien infiel lo es desde muy joven.
La tumba abierta espera tu cuerpo. Pero no podrá contener esa carne bendita, llena de amor y de
renuncia. Esperamos, con anhelo, el domingo de la Pascua. También cuando no hay luz, cuando no
vemos claro ningún camino hacia adelante. También cuando el dolor nos clava, como a ti, en un
madero, una tarde, un día, un mes o un año de agonía...

87. Anunciar la Pascua

La Cruz. La esperanza había quedado sepultada. Los discípulos huyeron (todos menos Juan). La
tumba engullía el cuerpo del Maestro, mientras unas mujeres lloraban, sin comprender el porqué de
aquel misterio.
Los milagros, las parábolas, los discursos, el entusiasmo de la gente. Mil recuerdos pasaban por la
mente de los primeros discípulos. ¿Había sido un sueño? ¿Vivieron una ilusión vana? ¿Un engaño, un
fracaso, un sinsentido?
Al tercer día, el domingo, brilló la esperanza. Son mujeres las primeras que dan el anuncio, que
transmiten la noticia. Luego, el mismo Jesús, crucificado victorioso, confirma la fe de los hermanos.
Nace la Iglesia. Quienes habían sucumbido al miedo, a la angustia, a la desesperanza, escuchan
con una alegría profunda, completa, palabras de consuelo: “Paz... No tengáis miedo”.
Han pasado muchos siglos. La tumba vacía es un testigo mudo de que la muerte fue vencida. La
aparente derrota del Maestro se ha convertido en bandera salvadora. Los sucesores de Pedro, de
Santiago, de Juan, de Pablo, han llevado, llevan y llevarán, el mensaje hasta el último rincón de la
tierra, hasta el corazón que viva angustiado, triste, lejos de la dulzura de Dios.
Obispos y sacerdotes, religiosos y religiosas, misioneros laicos, hombres y mujeres de todas las
edades, serán anunciadores, serán testigos de Cristo resucitado.
No hemos de tener miedo. Nos lo repetía Juan Pablo II en la carta “El rápido desarrollo” (24 de
enero de 2005):
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“¡No tengáis miedo de la oposición del mundo! Jesús nos ha asegurado „Yo he vencido al mundo‟
(Jn 16,33). ¡No tengáis miedo de vuestra debilidad y de vuestra incapacidad! El divino Maestro ha
dicho: „Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo‟ (Mt 28,20). Comunicad el
mensaje de esperanza, de gracia y de amor de Cristo, manteniendo siempre viva, en este mundo que
pasa, la perspectiva eterna del cielo, perspectiva que ningún medio de comunicación podrá alcanzar
directamente: „Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó
para los que le aman‟ (1Cor 2,9)”.
Todos podemos ser comunicadores, todos podemos dar testimonio del mensaje. Sin miedo,
porque Jesús sigue aquí, a nuestro lado. Con alegría, porque el Padre nos ofrece, siempre, sin límites
de tiempo, su misericordia. En la valentía que nos da el Espíritu Santo, que es Consolador, que nos
defiende, que nos vivifica.
Así podremos compartir un tesoro que no es nuestro, que es para todos. Un tesoro que alguien,
quizá muy cerca de mí, necesita conocer para dejar dudas y tristezas, para descubrir que el Padre nos
ha amado, que nos lo ha dicho todo en Jesús, su Hijo amado.

88. Mandamientos: ¿prohibiciones o caminos para amar?

Existe un peligro a la hora de pensar en los mandamientos de la Ley de Dios y en los


mandamientos de la Iglesia: verlos como una obligación, como una carga, como una ley más o menos
pesada.
Cuando pensamos así es fácil que se suscite en uno la pregunta: ¿hasta dónde puedo llegar sin
“faltar” a la norma? ¿Hasta qué punto me estaría permitido un acto que llega al límite de la
transgresión, pero que todavía estaría dentro de la regla?
Este peligro radica en un modo de ver las normas morales cristianas como si se tratase de leyes
hechas por los hombres. Hay normativas que indican qué impuestos pagar, cómo moverse en las
carreteras y cuándo hemos de saludar al jefe de trabajo. Entonces, ¿hasta dónde puedo llegar sin que
la norma sea violada? En otras ocasiones la pregunta es sobre el nivel de infracción que es “tolerado”:
si supero el límite de velocidad solo en 30 o 40 Km/h por encima de lo señalado por un cartel, ¿me
multan o todavía tienen indulgencia conmigo?
Ver así los mandamientos es no entender la vida cristiana. Cuando Dios nos pide que le amemos,
que no juremos en falso o que santifiquemos las fiestas, no nos está diciendo que hemos de pagar un
impuesto cuya cantidad depende de decisiones que hoy son de un modo y mañana de otro. Si Dios
nos pide algo tan profundo como “no matarás” no es para que me ponga a pensar si en este aborto,
cometido cuando el hijo tiene solo 9 semanas, no violo la ley, que quedaría violada cuando el hijo ya
tiene más de 20 semanas...
Cada mandamiento quiere promover unos valores, un aspecto de la experiencia humana, un modo
de vivir en plenitud nuestra condición de hijos de Dios y de redimidos por Cristo. Entonces, el
mandamiento “honra a tu padre y a tu madre” no es visto solo como un peso y como algo que vale
mientras uno no tenga cosas más importantes que hacer. Ni el “no dirás falso testimonio ni mentirás”
puede ser puesto entre paréntesis cuando gracias a una pequeña calumnia puedo conseguir eliminar a
un compañero que me obstaculiza en mis sueños de subir en el escalafón del trabajo.
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La visión correcta ante los mandamientos me lleva a preguntarme: ¿cómo puedo vivir a fondo el
amor familiar, la limpieza de corazón y el respeto a la pureza antes de casarme y después del
matrimonio, la justicia social y la promoción de un orden económico que permita a todos tener lo
necesario para sobrevivir?
Lo mismo podemos decir con los mandamientos de la Iglesia. El ir a misa los domingos no es solo
una norma que se le ocurrió a un obispo más o menos preocupado porque los bautizados empezaban a
faltar a misa. Es, más bien, el reconocimiento de una necesidad vital, de un deseo ardiente del corazón
por volver a experimentar en plenitud el misterio de nuestra salvación: la entrega de Cristo a los
hombres hasta dar su Sangre y su Carne en un gesto de amor que nos llena de confianza y nos permite
renovar nuestro bautismo.
Los mandamientos no son simples prohibiciones ni normas con las que podemos jugar para ver
hasta dónde sí y hasta dónde no... Cada uno nos pone ante metas a veces difíciles, pero siempre
capaces de embellecer, desde corazones generosos, un mundo que necesita testigos alegres de la vida
cristiana. Un mundo por el que el Cristo murió, para que un día podamos volver a reunirnos en la
Patria eterna donde podremos ser abrazados por un Padre que nos quiere con locura, y nos invita a
vivir a fondo como hombres y como cristianos nuestra vocación más profunda: el amor.

89. ¿Cumplí o no cumplí?

Fray Tobías va a su cuarto para descansar, como cada noche. Y como cada noche, empieza a
realizar el recuento de sus obligaciones diarias: “La misa, el rosario, las oraciones del santo fundador,
el vía crucis...”
Pero fray Tobías está inquieto. Ha notado últimamente, mientras se quita las sandalias, que le
faltaba rezar las letanías del Sagrado Corazón o una Salve especial por los difuntos. En esos casos se
reviste y, de rodillas, “cumple” con lo que había quedado pendiente, pues tiene por principio no
dormir sin haber rezado todo lo que le pide su Regla.
Para superar este problema, un día se propuso apuntar en una ficha todos los rezos obligatorios, y
marcar con una “x” cada vez que había terminado uno de esos rezos. Así, durante el día y al llegar la
noche, era más fácil controlar si “había cumplido” con todo.
Sin embargo, la inquietud seguía allí. ¿Estaría contento Dios con su fidelidad, con sus esfuerzos
por “cumplir”? La pregunta se convirtió en otra: ¿para qué son estos rezos? ¿Qué dejan en mi
corazón?
Un día, Dios le permitió reconocer que de nada sirven muchos rezos y oraciones si uno falla en lo
más importante: el amor.
Fray Tobías puso ante sí su corazón: llevaba varias semanas sin hablar con el Padre guardián; se
irritaba muchísimo ante la aguda tos de fray Bernardo; no era capaz de ofrecerse como voluntario
para limpiar la habitación de fray Silvestre, que por su vejez estaba cada día más incapacitado; ni
siquiera había ayudado una sola vez a fray Tomás cuando llegaba al convento con dos pesados sacos
de fruta.
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Esa noche, fray Tobías añadió un recuadro en su ficha, arriba del todo. Puso tres palabras: “amor y
caridad”. Sí, son lo mismo, pero él quiso distinguir entre el amor, que toca en lo más profundo del
corazón, y la caridad, que incluye obras de servicio y de paciencia.
Desde entonces, su primera pregunta fue siempre la misma: “Hoy, ¿he amado?” Porque todos los
rezos (y hay que orar siempre, como nos pide Jesús) están mal hechos si no nos llevan a amar. O, en
positivo, el que reza de verdad, el que se acerca a Dios, no puede no quedar “tocado” y transformado
por quien es Amor, y entonces empieza a amar.
Fray Tobías, desde entonces, rezó más y rezó mejor, porque en cada oración supo pedir la gracia
de amar y servir a cada uno de sus hermanos. Y porque su corazón buscaba siempre nuevas maneras,
muy concretas, de servir con cariño verdadero, con caridad cristiana; a quienes vivían a su lado y a los
extraños que iba encontrando en el camino de la vida.

90. La espera

En una esquina, junto al bar, a la entrada de un cine, o entre los andenes de la estación: en muchos
lugares podemos encontrar hombres y mujeres que esperan.
Esperan. ¿Qué esperan? Cada uno espera a alguien. Al novio, una chica enamorada. A la novia,
un chico que necesita algo de esperanza. Al hijo, el padre que lo vio partir un día hacia una guerra
inesperada. Al padre, ese hijo que lo quiere otra vez en casa, después de años sin poderse abrazar.
Esperan. ¿Cuándo llegará? El tiempo pasa, los minutos se hacen eternos. Los ojos giran y giran
para descubrir si aquel bulto, a lo lejos, es ese ser querido, la persona esperada, esa alegría que anhela
el corazón.
Unos esperan y otros son esperados. Quien camina al lugar de la cita sólo desea una cosa: que le
estén esperando. Es triste llegar al cine y no encontrarse con el amigo, o regresar al pueblo y no ver a
nadie en la estación. Causa un dolor inmenso descubrir que quien debía esperarnos ya no se encuentra
en el mundo de los vivos...
Esperar y ser esperado. Podemos preguntarnos ahora: ¿espera Dios? ¿Le esperamos? Más allá de
las nubes y más acá de las flores, donde el horizonte se viste de colores y donde los niños juegan a
canicas, donde una anciana busca sus gafas oxidadas y donde un nieto deja su “nintendo” para ayudar
a preparar la cena.
Dios nos espera detrás de cada pensamiento, de una lágrima, de un diploma o de un choque en
carretera. Dios nos espera también cuando pecamos, cuando probamos un poco el gusto de una
libertad mal usada, lejos de sus brazos y lejos, a veces, de los brazos de quienes nos aman de veras.
Dios nos espera cuando permite una enfermedad o esos ratos largos, eternos, de insomnio en una
noche de verano.
Nosotros, ¿esperamos a Dios? ¿Lo buscamos en la oficina, en la fábrica, en los campos que se
visten de amapolas, en los jilgueros que cantan la mañana?
Esperar a Dios. No hay que ir lejos para ir a su encuentro, aunque a veces no nos resulte fácil abrir
el corazón a ese cariño que nos hace desear su abrazo, porque nos abruman los mil problemas de la
vida, porque nos distraen pequeños juegos o programas informáticos.
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Esperar a Dios y ser esperados por Dios. El encuentro definitivo llegará, para alguno, este día.
Una estrella se apaga y otra se enciende, mientras la luna acaricia, con suave luz, una tierra que llora a
los que parten, mientras los ángeles del cielo inician la fiesta del banquete. Un hijo entra en casa y es
abrazado por un Padre que lo esperó con amor eterno...

91. Antídoto contra la desesperanza

La desesperación es uno de los peligros más grandes en la vida espiritual. Cuando uno llega a
pensar que no tiene remedio, que no puede mejorar, que su vida consiste solamente en una serie de
errores y de culpas sin fin, que es imposible rectificar, que ni siquiera Dios es capaz de perdonar los
propios pecados, entonces hemos caído en el pecado de la desesperanza.
En uno de sus escritos, santo Tomás de Aquino se plantea la pregunta: ¿es la desesperación el
pecado más grande? (cf. Suma de teología, II-II, q. 20, a. 3). Para responder, santo Tomás recuerda
que los pecados más grandes son aquellos que van contra las virtudes teologales, especialmente
contra la virtud de la caridad. En otras palabras, el pecado más grave es el pecado contra el amor a
Dios y contra el amor al prójimo.
Es también muy grave, sigue santo Tomás, el pecado de incredulidad: rechazar la fe, no reconocer
que Dios ha hablado en Jesucristo. Entonces, ¿es menos grave el pecado de la desesperanza?
Santo Tomás, sin embargo, ofrece una reflexión ulterior: hay algo especial en el pecado de
desesperación, pues nos toca en lo más profundo del corazón, en ese núcleo interior de donde nacen
nuestros deseos y nuestras acciones. Es decir, nos paraliza, nos impide trabajar por mejorarnos, nos
aparta de la misericordia, ahoga la posibilidad de una conversión: por eso la desesperación sería un
pecado gravísimo; quizá, subjetivamente, sea el peor de los pecados por las terribles consecuencias
que produce.
El que se desespera abandona la lucha, da vía libre a los vicios (piensa que nunca podrá
corregirse), se aparta de las buenas obras y del camino de la virtud, se hunde en el abismo de esa
tristeza que paraliza nuestras energías más profundas.
Darnos cuenta del peligro que se esconde en el pecado de la desesperación es ya mucho: el primer
paso para poder cambiar. Pero no basta, pues a veces vemos cómo este pecado nos domina poco a
poco, y precisamente por su fuerza paralizante no somos capaces de reaccionar. Por eso conviene
poner el antídoto más fuerte y más decisivo para que no nos domine: la confianza que nace al
descubrir el Amor y la misericordia de Dios.
En el Evangelio vemos cómo Cristo trata a los pecadores, incluso a los peores. No condena, no
reprocha, no rechaza. Come con ellos, les habla con respeto (sin condescender con sus pecados). Su
mirada debería llegar hasta lo más hondo del alma, removería las aguas del corazón, haría descubrir
que existe un Dios que aleja de nosotros el pecado, que limpia lo más sucio del alma, que perdona y
que permite recuperar la dignidad del hijo.
Por eso Pedro, después de negar al Maestro, no desesperó. Lloró, sí, su cobardía, su miseria. Pero
supo ver en los ojos de Jesús algo que había visto mil veces cuando observaba cómo trataba el
Maestro con otras personas: con el gran regalo del perdón.
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A veces somos muy duros con nosotros mismos, no alcanzamos a perdonarnos nuestras faltas.
Faltas, por desgracia, en ocasiones muy graves, que nos duelen, que nos humillan, que nos llevan
poco a poco a la desesperanza. En esos momentos deberíamos abrir la Biblia y leer con calma las
parábolas de la misericordia de san Lucas (cap. 15), o los Salmos del perdón (como el Salmo 51). O
ese pasaje tan bello de la primera carta del apóstol san Juan: “En esto conoceremos que somos de la
verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en el caso de que nos condene nuestra
conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (1Jn 3,19-20).
Sólo bajo la mirada de Dios nuestro corazón puede recuperar la paz, puede reiniciar el camino con
esa fuerza irresistible que viene de lo Alto. La mayor seguridad que podemos recibir en esta vida es la
que nace del sentirnos perdonados y amados. A pesar de lo que haya podido ocurrir. Mientras haya un
poco de confianza, mientras la esperanza guíe nuestros pasos, será posible ese gesto de buena
voluntad que nos lleva a Dios. Entonces Él descenderá de nuevo para abrazarnos, para iniciar una
fiesta interminable, porque regresa al hogar un hijo muy amado...

92. El camino del grano de trigo

Pasa más a menudo de lo que imaginamos. Un corazón busca a Dios, quiere servir a sus
hermanos, estudia el Catecismo, lee escritos de grandes santos. Dedica tiempo a la oración, va a misa
los domingos y varios días entre semana, empieza a rezar el rosario o a hacer otras oraciones de la
espiritualidad cristiana. A pesar de todo, está inquieto. Como si su esfuerzo espiritual no valiese nada;
como si estuviese ante un muro de silencios que le deja confundido, perplejo, lleno de zozobras.
Otras veces, el desasosiego nace espontáneamente, en vidas grises que no trabajan ni para el bien
ni para el mal. O en otras vidas que iban “bien”, en corazones que creían tener cualidades y energías
para afrontar los retos cotidianos. De la noche a la mañana, un problema personal, un pleito en la
familia, un suspenso en la universidad, una pelea con el novio o la novia, o simplemente el cambio de
clima... y todo se vuelve oscuro, triste, vacío, misteriosamente absurdo.
Buscamos, entonces, desesperadamente, la paz del alma. A veces con un mayor esfuerzo en los
compromisos cristianos. O con lecturas de más libros que puedan darnos algo de luz. O a través de un
sacerdote al que presentamos nuestras zozobras, nuestras inquietudes, ese extraño cansancio ante la
vida que puede sorprendernos a todos: al adolescente, al adulto, al anciano, al sano o al enfermo.
Buscamos la paz, anhelamos la paz. Casi como si Dios estuviese obligado a curarnos, como si el ir
a una iglesia para rezar con el corazón abierto fuese suficiente para que la paz volviese al alma, como
si la confesión o el diálogo con un sacerdote llevase, automáticamente, a la recuperación de la
serenidad.
Es casi inevitable que actuemos así. Pero a veces podríamos preguntarnos si Dios no nos estaría
pidiendo un paso más. Quizá la prueba, la dificultad, el abatimiento, son señales de un vivir frío, sin
amor, sin esperanza, sin fe. Entonces habría que revisar cómo va, de verdad, nuestra vida de gracia;
para extirpar cualquier sombra de pecado que nos paralice; para arrancar un egoísmo que todo lo
domina, que todo lo dirige, que todo lo sopesa; para encender hogueras de fervor con el recurso serio,
decidido, a todo lo que es propio de la vida cristiana.
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Otras veces, lo que Dios nos pide es que dejemos de buscar esa misma paz como si fuese lo único
importante para nosotros. Sería triste que viésemos nuestra fe católica como si fuese una garantía para
solucionar problemas, como un seguro anti-balas contra depresiones y cansancios que, tarde o
temprano, pueden llegarnos a todos. Ver así nuestra fe, desear que Dios siempre nos dé el caramelo
cuando levantamos el dedo en medio de la tormenta, es olvidar que también es Evangelio la lección
del grano de trigo.
No nos resulta nada fácil comprender que es parte del dinamismo cristiano, que es la esencia de
cualquier vida humana, vivir según el grano de trigo. Si el grano no cae, si no muere, si no rompe sus
defensas para ponerse en manos de la acción divina, no da fruto; porque el que ama su vida la pierde,
mientras que el camino hacia la vida plena consiste, precisamente, en aceptar la muerte, a veces lenta,
a veces dolorosa (cf. Jn 12,24).
En otras palabras, aunque nos cueste aceptarlo, también es vida cristiana la de quien, en medio de
angustias y miedos, en medio de caídas involuntarias o voluntarias pero aborrecidas, en medio del
dolor físico o de profundas penas morales, en medio incluso de depresiones y de apatías en el espíritu,
coge cada día el arado y se pone a caminar. Sin mirar hacia atrás, sin lamentarse por lo que le falta, sin
pensar si es justo vivir así, entre tantas inquietudes, sin un poco de paz en la propia vida.
Es triste ver cómo pululan aquí y allá métodos más o menos pseudocientíficos y
pseudoespirituales que prometen una y otra vez devolver la paz interior, dar seguridades psicológicas,
abrir horizontes de autorrealización. No pocas veces esos métodos buscan sugestionar a las personas
para hacerlas pactar con sus pequeñeces, o para pensar que son mucho más de lo que hasta ahora
habían pensado, o para invitarlas a “crecer” basadas simplemente en la propia voluntad y en
sentimientos “positivos”, llenos no pocas veces de egoísmos y vacíos, profundamente vacíos, de
Dios.
El camino del Evangelio, en cambio, es otro. Abnegación, renuncia, cruz, muerte. Para llegar a la
vida hay que seguir el camino del Calvario. A la mañana de Pascua se llega a través del Viernes
Santo. Es cierto, hemos de recordarlo siempre, que Cristo no deja de comprender que estamos hechos
para esperar premios, para abrazar felicidades, para encontrar la paz profunda. Las bienaventuranzas
tienen que iluminar y dirigir nuestros pasos. Pero todo ello llegará como regalo, como fruto maduro
de quien empieza a decir no a su autorrealización y sí al camino del grano de trigo.
El mundo no sabe entrar en esta lógica, no comprende el camino del Evangelio. Existe el peligro,
muy real, de que muchos cristianos tampoco pasemos por la puerta estrecha. Nos parecen duras las
palabras del Maestro, y pensamos entonces en caminos más fáciles. Pero Cristo es claro: quien no
toma su cruz, no podrá ser su discípulo, no podrá seguir las huellas del Señor Resucitado, que es
también el Señor Crucificado (cf. Mt 16,24-26).
El camino está allí. Escogerlo es cosa de almas sencillas, que no desean grandezas demasiado
humanas, que no miran si están más o menos satisfechas con su “grado de santidad”. Su sencillez, su
obediencia, su renuncia, permiten el milagro. Al no querer ser nada, empiezan a serlo todo. Porque
triunfan con Cristo glorioso, porque entrar en el camino de la Vida verdadera, en el camino del grano
de trigo que con su muerte hoy será mañana espiga llena de frutos y alegrías.
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93. La gota de miel

Se trata de una frase famosa, atribuida a san Francisco de Sales: “Se cazan más moscas con una
gota de miel que con un barril de vinagre”.
La frase expresa una verdad sobre las relaciones humanas: se consigue más con un poco de
dulzura que con una dureza despiadada.
Cuando queremos ayudar a alguien a salir de un pecado, a dejar el vicio, a despertar energías
interiores de bien, a preocuparse por su familia o por su misma salud, no es suficiente con el reproche
o con la continua canción de “te lo he dicho mil veces”. Menos aún con los ataques personales: “Pero,
¿es que eres tonto o qué?”“Es inútil hablar contigo”. “Disimulas a la perfección que tienes buen
corazón”. “No te entiendo, la verdad”. “Si no me haces caso es que no me quieres”. “No es la miel
para la boca del burro”. Y mil fórmulas parecidas, clásicas o inventadas, para decirle al otro, en pocas
palabras, que no tiene buena voluntad, que es un poco o un mucho “malo”.
Habrá casos, es verdad, en los que algunos de esos reproches sean verdaderos, incluso tal vez
surtirán efecto. Pero también es verdad que, normalmente, se consigue bastante poco con un
bombardeo continuo de insultos o ironías.
En otros muchos casos, hay corazones que dejan de lado su dureza, su pereza o su abandono
personal cuando sienten a su lado a alguien que les ama, que se esfuerza por comprenderles, que
ofrece una mano de amistad. Con dulzura es posible entrar en lugares secretos, asomarse a una
historia triste, descubrir un drama en la infancia o una frustración amorosa o profesional que se
arrastra por años y años.
Entonces, poco a poco, el familiar, el amigo sincero, paciente, respetuoso, puede lanzar cabos y
dejar mensajes que llegan al corazón de quien sentirá más fácil salir de su sopor con un poco de miel,
de confianza, de aprecio, que con litros y litros de vinagre, reproches y amenazas.
De este modo, los padres podrán adentrarse en el corazón del hijo adolescente que ha aflojado en
sus estudios y que no quiere que nadie “se meta” en su vida. El esposo o la esposa ayudarán a la otra
parte que da señales de dejadez personal y de cansancio en su entrega matrimonial. El maestro
encontrará nuevas maneras para ganarse el aprecio (algo más fuerte que el respeto) de ese alumno
rebelde que no estudia ni deja estudiar a sus vecinos. El policía sabrá llamar la atención a ese
automovilista imprudente no como quien dice “te cogí”, sino como alguien que sabe que todos
cometemos errores y que podemos ayudarnos amistosamente a ser más civilizados y formales.
Basta simplemente muy poco: una gota de miel. En el fondo, basta tener un corazón atento,
enamorado, dispuesto a dar la mano, a tender puentes, a levantar heridos, a animar a débiles. Un
corazón que no se cansa, porque quiere rescatar al amado, quiere ayudarle a vivir mejor, a ser bueno;
a dejar de ser alguien que parece malo para convertirse en alguien que sea, realmente, un hijo, un
padre o un esposo modelo.

94. ¡Cierra los ojos!

Una niña de 7 años va a la tienda y compra un pastelito. Luego camina, llena de entusiasmo, hacia
la casa de una amiga de su edad. Esconde el pastel detrás de la espalda. Cuando se encuentran, nuestra
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niña dice a su amiga: “¡cierra los ojos!” La amiga cierra los ojos, y la niña pone delante el regalo.
“¡Ahora ábrelos!”
Son gestos de cariño entre niños que harían mucho bien, de vez en cuando, si los hiciésemos en el
mundo de los adultos. La vida nos enseña a ser un poco monótonos, a vivir las relaciones sin
sorpresas, sin la frescura y el deseo de alegrar a los amigos y a los familiares con un detalle, con un
regalo imprevisto (aunque sea tan sencillo como un pastel).
La invitación de Jesús, en este sentido, puede ayudarnos mucho: “Si no os hacéis como los niños
no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18,3). Ser como un niño, capaces de ilusión, de alegría, de
generosidad. Ser como un niño: vibrar de alegría con un caramelo, un chocolate o una peonza. Ser
como un niño: mirar a las hormigas y observar a los escarabajos que llegan con sus vuelos misteriosos
para girar alrededor de una lámpara encendida.
A veces Dios, desde el cielo, nos dice: “¡Cierra los ojos!” Si somos como niños, aceptaremos el
juego. Bajaremos los párpados y confiaremos en que, al abrirlos de nuevo, Dios nos habrá
sorprendido con su cariño, con su ternura, con su infinita capacidad de imaginación enamorada.
Cada día podemos abrir los ojos como si nos encontrásemos ante una sorpresa inesperada.
Descubriremos un mundo lleno de bellezas, de rosas con espinas y de nubes cargadas de lluvia. De
rayos de sol que acarician las montañas y de golondrinas que juegan con el viento. De abejas que
buscan flores de tilo y de grillos que alegran con su canto las tardes de verano. De ancianos que
cuentan una historia y de niños que levantan, en una playa, un castillo lleno de almenas, de conchas y
de sonrisas.
Un mundo en el que el amor lo dice todo, porque solo el amor puede dar la vida, pintar de rosa una
tarde de verano, y suscitar una lágrima de gratitud en el corazón fresco y sencillo de un niño de 10, 40
o 70 años...

95. Un helado de fresas

Hace calor. Llego ante una heladería. Una vitrina me muestra una variedad polícroma de helados.
Uno de ellos es de fresas. Me encantan las fresas y los helados, y tengo un poco de dinero en el
bolsillo...
Cada hombre experimenta, de mil modos, la tendencia hacia algo. Un helado, una corbata, un
vestido de moda, un coche, una bebida, una marca de plumas, una actividad (ir al cine, ir de
excursión, quedarme en casa viendo una película). Cada cosa se me presenta como buena, como
capaz de satisfacer un deseo. Pero ninguna agota mi libertad, ninguna me obliga a cogerla sin
posibilidad de escapatorias.
En la sed más asfixiante, puedo hacer un acto de autocontrol y no tomar esa bebida que anuncian
mil carteles publicitarios. En el hambre (bueno, en eso que no es hambre pero se le parece) de
mediodía puedo esperar a llegar a casa o pararme antes a tomar un aperitivo. En el cansancio
psicológico, puedo hacer un poco de deporte o salir para dar vueltas con los amigos en la plaza.
Entré a la tienda y pedí el helado de fresas. Salgo a la calle y lo saboreo. Frente a mí alguien se
detiene. Los ojos de un niño pobre me penetran, por sorpresa, con un deje de envidia y de cariño.
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En mi bolsillo ya no quedan monedas ni billetes: con los tiempos que corren, uno sale de casa con
lo mínimo indispensable. Pero la mirada de ese niño me susurra que pude haber empleado mi dinero
en algo tan sencillo y tan humano como pagarle un helado de fresas a quien no lo tiene. A un niño que
sueña y quiere, como yo, como todos, un pedazo de felicidad. Tan sencilla y tan fácil como la que
podemos conseguir (él tiene tanto derecho como yo) con un simple y sencillo helado de fresas...

96. La humildad

¿Está de moda la humildad? Quizá deberíamos preguntarnos: ¿lo ha estado alguna vez?
Es cierto que en el siglo XX hubo pensadores que se dedicaron a levantar la tela que cubría mil
miserias humanas. Nos dijeron que somos un casual y no muy perfecto producto de la evolución, un
puntito en el universo, muy débiles ante la acción de virus y bacterias microscópicas, llenos de
cobardía y de complejos, con una fuerte tendencia a la traición e incapaces de respetar nuestras
promesas.
A pesar del trabajo demoledor y crítico de psicoanalistas, sociólogos y antropólogos, en todos los
seres humanos se esconden restos de orgullo, de vanidad, de egoísmo. Tendríamos que reconocer que
muchos pensadores dedicados a desenmascarar lo más bajo del hombre estaban llenos de esa soberbia
que querían destruir en los demás, porque creían saber más, porque se sentían superiores respecto de
sus pacientes, de las pobres personas psicópatas y enfermos...
Cada uno podemos mirarnos el corazón y preguntar: ¿soy humilde? ¿Reconozco mis debilidades,
mis flaquezas, mis fracasos? A la vez, ¿soy capaz de ver los puntos positivos, las cualidades, los
gestos de amor y de entrega con los que a veces quiero mejorar mi vida y la vida de los que viven a mi
lado?
Es cierto que algunos proyectos educativos no promueven la humildad. Piden un esfuerzo por ser
mejores, por ser superiores, por destacar por encima de los otros. A veces incluso quienes piensan
llevar una profunda vida cristiana se sienten superiores a los demás, desprecian a quien no va a misa,
se divorcia o se deja arrastrar por el amor al dinero.
Un sano espíritu de superación es siempre útil. Pero caemos en pequeños o grandes estados de
soberbia cuando todo lo buscamos para ponernos por encima de los demás, para sentirnos superiores
por haber conquistado metas que, pensamos a veces con demasiada presunción, muchos otros ni
siquiera han pretendido para sus vidas.
Hay que redescubrir y defender el valor de la verdadera humildad, su sentido profundamente
cristiano. La humildad nos pone delante de Dios. Desde su mirada somos capaces de ver nuestra vida
de modo distinto, pleno, verdadero. Descubriremos mucho barro, mucha debilidad, mucho pecado. A
la vez, nos daremos cuenta de que Dios no condena ni desprecia, sino que acepta y acoge a todos los
hijos que, con un corazón contrito y humilde, piden perdón y confiesan sus faltas con sinceridad y con
amor.
Dios nos llama a la humildad, a vivir con sencillez nuestra riqueza y nuestro barro, a acoger a
todos, a ser buenos, a dar gracias por sus dones y a pedir, a veces desde lo más profundo del pecado,
que nos perdone, que nos levante, que nos acoja como hijos pródigos. Quien es humilde sabrá rezar
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con sencillez, mirará a todos con ojos buenos: los que viven a nuestro lado también tienen barro
mezclado con una llama divina.
Todos estamos invitados a caminar, desde los éxitos y los fracasos de cada día, hacia el Dios
Padre de todos. Un Dios que se hizo Hombre humilde, un sencillo carpintero, que no condenó, sino
que ofreció, a quien se acercaba al Maestro, un gesto de respeto, de cariño, de salvación profunda.

97. Compartir también lo “necesario”

Son ojos que penetran hasta lo más profundo del alma. Ojos de niños enflaquecidos, ansiosos de
algo que no saben expresar. Ojos de ancianos abandonados en medio de la pobreza más absoluta.
Ojos de madres que quisieran hacer algo por el hijo que se apaga entre sus brazos. Ojos de médicos
que se sienten impotentes ante catástrofes que podrían haber sido evitadas con un poco de buena
voluntad.
Lo sabemos: bastaría el dinero de dos o tres grandes bombarderos, de algunos misiles
ultramodernos, de naves espaciales que recorren lugares lejanos, para que el hambre hubiese sido
evitada en este o en aquel rincón del planeta.
Los que podían hacer algo decisivo han mirado a otro lado, han tomado decisiones según deseos
de dominio o de avaricia que dejaban de lado la llamada urgente a ayudar a los pobres, los enfermos,
los más necesitados.
Miles y miles de hombres y mujeres quisiéramos tender la mano, ofrecer dinero o tiempo. No
podemos limitarnos a denunciar injusticias globales o a lamentar miserias infinitas. Hay que ponerse
a caminar, hacia los cercanos, hacia los lejanos, para que a nadie falte un poco de pan, una manta, una
medicina, agua limpia, un gesto de amor y de respeto.
Ponerse a caminar no solo dejando cosas superfluas. Se puede hacer mucho si enviamos latas de
conserva o medicinas que no usamos. Pero en ocasiones nos sentiremos llamados a realizar
sacrificios más profundos, dejando cosas que eran para nosotros importantes, incluso tal vez
necesarias, para ayudar en situaciones de urgencia a miles de personas hambrientas.
En una encíclica escrita en 1987, el Papa Juan Pablo II se atrevió a usar unas frases llenas de
audacia, en las que nos invitaba a hacer todo lo posible por el pobre, el enfermo, el hambriento.
Decía el Papa: “pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de
que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los
que sufren cerca o lejos, no solo con lo „superfluo‟, sino con lo „necesario‟. Ante los casos de
necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos
del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida,
vestido y casa a quien carece de ello. Como ya se ha dicho, se nos presenta aquí una „jerarquía de
valores‟ -en el marco del derecho de propiedad- entre el „tener‟ y el „ser‟, sobre todo cuando el „tener‟
de algunos puede ser a expensas del „ser‟ de tantos otros” (carta encíclica Sollicitudo rei socialis n.
31).
¿Cómo entender lo “necesario”? A veces hemos creado necesidades que no lo son, de las que
podríamos prescindir para atender a otros. Pensemos, por ejemplo, en un deseado (y necesario) viaje
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de vacaciones. La meta escogida es un lugar lejano: viaje en avión, hotel, etc. ¿Por qué no hacer un
cambio, decidirnos a ir a un lugar más cercano y menos costoso? Con el dinero ahorrado a través de
un sacrificio, podríamos dar un donativo no pequeño para combatir la malaria, el sida, el hambre en
algún lugar del planeta.
Otro ejemplo: llega la hora de comprar un coche. “Necesitamos” que tenga cierto nivel de confort,
accesorios, un buen motor. Pero después de haber ahorrado para comprar ese coche que tenía un
precio notable, ¿no podríamos pensar en conseguir otro más barato y, con el dinero ahorrado
dedicarnos a ayudar al Cristo que sufre en tantos hermanos nuestros?
Los ejemplos se podrían multiplicar, en lo grande y en lo pequeño. Con muchos sacrificios
aparentemente insignificantes, a veces nacidos de renuncias casi heroicas, se han reunido grandes
donativos, suficientes para levantar hospitales, permitir vacunaciones masivas, dar de comer a miles
de personas en tantos rincones del planeta.
Basta con compartir no solo lo que nos “sobra”, sino también, desde un corazón grande, lo
“necesario”. Porque nos lo piden unos ojos que buscan un pedazo de pan, una medicina y un abrazo
lleno de cariño.

98. “Dichoso el hombre que da”

A veces creemos que la felicidad está en el tener. Queremos tener más cosas, más aventuras, más
tiempo libre, más trabajo, más fiestas, más seguridades...
Pero nada nos llena plenamente. El coche comprado con tanto esfuerzo después de un año nos
causa un sinfín de problemas. La casa nueva ya empieza a mostrar signos de cansancio. La fiesta
iniciada entre bailes y cervezas termina con un fuerte dolor de cabeza.
Todo lo que poseemos termina, porque nada material puede llenar nuestro corazón. Incluso la
salud o el trabajo: nada es eterno en este planeta de aventuras y de cambios.
Hay, sin embargo, otros momentos en los que dejamos, damos y nos damos. Son momentos en los
que no perdemos: ganamos. Porque hemos sido buenos, porque hemos dejado a nuestro corazón
vibrar de amor, porque hemos vencido egoísmos para consolar al triste, al pobre, al enfermo, al
desesperado.
El camino hacia la plenitud, hacia la felicidad perfecta, inicia cuando dejamos de lado el deseo de
poseer para dedicarnos a dar. Lo explicaba con palabras llenas de afecto el Papa Benedicto XVI en un
discurso pronunciado el 2 de noviembre de 2005:
“En este día en que conmemoramos a los difuntos, como decía al inicio de nuestro encuentro,
estamos llamados todos a confrontarnos con el enigma de la muerte y, por tanto, con la cuestión de
cómo vivir bien, de cómo encontrar la felicidad. Ante esto, el Salmo responde: dichoso el hombre que
da; dicho el hombre que no utiliza su vida para sí mismo, sino que la entrega; dichoso el hombre que
es misericordioso, bueno y justo; dichoso el hombre que vive en el amor de Dios y del prójimo. De
este modo, vivimos bien y no tenemos que tener miedo de la muerte, pues vivimos en la felicidad que
viene de Dios y que no tiene fin”.
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“Dichoso el hombre que da”. Vivir para dar es el mejor, el único camino que nos lleva a la
felicidad. Porque nos hace vivir como Dios que es amor, que se da a Sí mismo, que es feliz cuando
puede caminar, como Jesús amigo, como Espíritu Santo Consolador, al lado de cada uno de sus
hijos...

99. Cartas de Cristo

“Sois una carta de Cristo”. Así escribía san Pablo a los Corintios (2Cor 3,3). Cada cristiano
debería ser, entre sus familiares, amigos, compañeros de trabajo, de estudio o de hospital, una carta de
Dios, un mensaje que lleve la esperanza, el amor, la fe, a un mundo que necesita siempre recibir un
mensaje que venga de los cielos.
Ser carta de Dios, ser carta de Cristo. ¿Cómo podemos reflejar el amor y la misericordia, si somos
débiles, si somos frágiles, si somos pecadores? Muchas veces nuestro papel está arrugado, nuestras
líneas son torcidas, nuestra caligrafía resulta ilegible.
Otras veces, quienes nos ven perciben un mensaje bastante distinto del Evangelio, si es que no
leen nuestros gestos y palabras como antievangélicos. Si resulta que lo más importante para nosotros
es la propia carrera, el bienestar, el placer, el favoritismo, el triunfo, la venganza, ¿qué testimonio
dejamos en el mundo? ¿Qué pueden decir los demás de un “cristiano” tan poco cristiano?
En medio de tantos fallos, en medio de tanto antitestimonio, brillan con especial luz muchos
corazones, muchas vidas de hombres y mujeres que sí viven en el Evangelio. No aparecen en la
prensa, no son personajes famosos. Pero están ahí, junto a la cama del enfermo, en el voluntariado, en
las misiones, con la madre o el padre ancianos, entre los pobres más pobres (esos que ni siquiera
pueden pedir limosna), entre los ricos vacíos de esperanza. Llevan una sonrisa, una fe, un amor, una
certeza. Saben perdonar, aguantan las calumnias, piden por los perseguidores, comparten incluso lo
poco que tienen.
“Sois una carta de Cristo”. De muchos modos esa carta ha llegado también a nuestras vidas. Nos
toca tomar el sobre, con devoción, con un corazón sediento. Nos toca leer el mensaje, mirar al cielo,
dar gracias. Después, de rodillas, podemos pedirle al Padre que nos haga mensajeros, que cambie
nuestro corazón, que nos enseñe a vivir, desde hoy, como cartas de su Amor, como salvados por la
Cruz de su Hijo amado.

100. Luces en una noche oscura

Eso son los mártires de todos los tiempos: luces en una noche oscura, señales de la fuerza de Dios
en corazones fuertes que dirigen cuerpos frágiles.
Los verdugos, los enemigos de Dios y del hombre, saben que pueden insultar, denigrar,
calumniar, perseguir, enjuiciar, encarcelar, condenar, mutilar, asesinar, a hombres y mujeres que
viven según el Evangelio, que prefieren la verdad a la mentira, que dicen no a la injusticia para dar un
sí al amor sincero.
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Los verdugos pueden doblegar los cuerpos, pueden enfangar la fama de sus víctimas, pueden
“anularlos” ante la sociedad. Pero en muchos casos su violencia homicida y su deseo fanático de
poder se estrellan ante voluntades que encuentran su fuerza en Dios, que rezan el Padrenuestro desde
la oscuridad de la cárcel, que perdonan al enemigo, que irradian certezas indestructibles.
Luces en una noche oscura. El Papa Benedicto XVI usaba estas palabras desde uno de los lugares
más siniestros del mundo moderno, Auschwitz-Birkenau, el último día de su estancia en Polonia (28
de mayo de 2006). Quiso recordar con ellas a aquellos alemanes que dijeron no a la locura, que
murieron despreciados como si fuesen “el deshecho de la nación”. Pero esas palabras valen para los
mártires de todos los tiempos: “Damos gracias a estas personas, porque no se sometieron al poder del
mal y ahora están ante nosotros como luces en una noche oscura”.
También hoy existen poderosos dispuestos a destruir señales de fe, de amor, de esperanza
cristiana. También hoy trabajan fuerzas oscuras que quieren controlar pueblos, naciones, continentes
enteros para el triunfo de ideologías que no dejan espacio a Dios y que pisotean el valor profundo de
la dignidad humana. También hoy cientos de personas promueven la calumnia, la mentira, el odio
hacia católicos y hacia tantos hombres y mujeres de buena voluntad de otras confesiones cristianas,
de religiones y tradiciones culturales llenas de valores perennes.
Caen nuevos mártires. Bajo armas homicidas, en cárceles que buscan arrancarlos del recuerdo de
los hombres, o simplemente con calumnias repetidas una y mil veces con astucia diabólica. Caen, y
son presentados como perdedores, derrotados, miserables.
Algún día sabremos que su derrota no fue vana. Sus lágrimas están contenidas en el Libro de la
vida, su sangre se une a la Sangre del Cordero, su fidelidad al Evangelio les convierte en luces
indestructibles.
La noche puede parecer oscura y larga. Pero en ella brillan mártires del amor y de la gracia. La
aurora empieza a despuntar, irradia esperanzas en un mundo hambriento de paz, permite a nuevos
corazones dar su sí al amor, al perdón, a la vida verdadera. Vence así, desde la entrega de esos
mártires, Jesús el Nazareno, Dueño del tiempo y de lo eterno, Salvador del hombre y del Universo.

101. Pon amor y sacarás amor

La vida terrena de san Juan de la Cruz llega a su fin. Su historia ha estado marcada por mil dolores
y sufrimientos. En todo, a pesar de todo, ha podido descubrir, entrever, algo grande, sublime,
hermoso: la cercanía de Dios, el Amor de un Dios que da y se da sin medida.
Juan Yepes había nacido en Fontiveros en 1542. De niño vivió en una pobreza que rayaba en la
miseria. Su padre murió desheredado, cuando Juan todavía era un niño. Su madre tuvo que mantener
a tres hijos en una situación económica muy precaria.
Juan empieza a trabajar muy pronto. Va a un hospital donde yacen enfermos en condiciones
lamentables. Toca así, en directo, en vivo, el misterio del dolor humano.
Dios lo llama a la vida religiosa y al sacerdocio. Acabados los estudios, es ordenado sacerdote en
1567. Poco tiempo después, conoce a santa Teresa de Jesús y se une al proyecto de esta gran
fundadora: reformar la vida de la Orden del Carmelo.
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Aquí empieza una primera etapa de cruces y de dolores, que culminan con la “prisión” del P. Juan
de la Cruz durante 9 meses en una cárcel monástica, en la famosa ciudad de Toledo (1577-1578). Lo
“arrestan” algunos carmelitas no reformados, que ven en Juan de la Cruz un peligro, una amenaza a la
existencia de la Orden.
Juan de la Cruz vive en medio de la oscuridad y de terribles castigos físicos (en el tiempo de
prisión golpean duramente sus espaldas). Pasa frío, come mal, no puede ni celebrar la misa. En la
celda-cárcel (apenas 3 metros por 2 metros) se produce, sin embargo, un milagro inesperado: el cielo
y el amor parecen brillan con una fuerza extraordinaria. Juan compone, de memoria, versos místicos
nunca igualados, que luego serán comentados por él mismo, y que hoy conocemos como “Cántico
espiritual”.
Terminada la prueba de 1578, Juan de la Cruz puede continuar su vida religiosa. Se dedica de
lleno al trabajo de reforma de la Orden carmelita (que se convierte en la familia de los Carmelitas
Descalzos). Pero poco a poco algunos hermanos suyos de reforma lo van relegando, lo tratan como a
un religioso sin importancia.
El culmen de los desprecios de sus compañeros de orden se produce en el capítulo de 1591. Los
superiores privan de todos sus cargos a Juan de la Cruz, y lo trasladan a Jaén, donde vive en suma
pobreza. Dos frailes de Sevilla empiezan a calumniarlo duramente, y algunos llegan a pensar que
pronto el P. Juan de la Cruz será expulsado de la orden.
En esos momentos de persecución, de abandono, de críticas internas, una religiosa carmelita
descalza de Segovia envía una carta de consolación a nuestro santo. Le expresa su pena por todo lo
que está pasando, por la injusticia enorme que se comete contra uno de los grandes colaboradores de
santa Teresa de Jesús.
La respuesta de san Juan de la Cruz es, en su sencillez, en su profundidad, un resumen de vida
espiritual, un reflejo de la fe de quien ha puesto en Dios el tesoro de su vida:
“A la M. María de la Encarnación, OCD, en Segovia
Madrid, 6 julio 1591
... De lo que a mí toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De lo que la tengo muy grande
es de que se eche culpa a quien no la tiene; porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios,
que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo
ordena Dios. Y adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor...”
Los hombres creen escribir la historia, cuando es Dios quien permite todo “para nuestro bien”.
Aunque no comprendamos. El corazón creyente recibe la invitación a descubrir ese misterioso
designio de Dios, para “poner amor” donde no hay amor. Es entonces cuando el mundo y la vida
cobran una luz especial: se convierten en fuente de paz y de amor, de felicidad y de esperanza que
nacen del abandono confiado en Dios.
Una paz que llega también un día a un fraile delgado y enfermo. Una terrible infección en una
pierna va a acelerar la hora del encuentro con el Amado. Las “curas” y los tratamientos médicos son
sumamente dolorosos, y al dolor físico se une el poco aprecio que le tiene el superior del convento en
el que pasa las últimas semanas de su vida.
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En el lecho de muerte pide que le lean algunas páginas del “Cantar de los Cantares”. Quiere
reavivar su Amor al Dios por el que ha vivido y por el que ahora acepta la muerte. La hora de la cita
entre dos enamorados llega, por fin, el 14 de diciembre de ese mismo año 1591. Juan vuela al cielo.
Dios, que es bueno, lo acoge con amor, porque supo amar mucho y dejarse amar por el Amado.

102. La llave del corazón

Ha sido un esfuerzo inútil. Una y otra vez hemos explicado un punto de la doctrina de la Iglesia.
La respuesta ha sido siempre la misma: rechazo, búsqueda de nuevas refutaciones, evasión, incluso
críticas directas contra el Papa, los obispos, los sacerdotes, contra nosotros mismos.
Quizá fuimos un poco ingenuos. Creíamos que bastaba con explicar, con exponer, con citar la
Biblia y documentos doctrinales para que el otro pudiese llegar a ver y creer lo que nosotros vemos y
creemos.
Pero aceptar una verdad cristiana, un dogma de fe o una norma moral, no es fácil. Requiere un
corazón preparado, abierto, disponible. Un corazón que influye mucho más de lo que pensamos en
nuestra inteligencia, pues la inteligencia no funciona de un modo autónomo: escucha continuamente
lo que dicen los sentimientos, las emociones, los recuerdos del pasado, y luego saca las conclusiones.
Este joven no acepta la infalibilidad del Papa porque en su casa siempre criticaban al Vaticano o
porque en la televisión solo veía a un obispo que le parecía antipático. Aquel señor no cree en la
Virgen María porque un profesor de su colegio, muy competente en químicas, se reía del dogma de la
Inmaculada. Un amigo considera ingenua la moral sexual católica porque su novia está convencida
de que no hay que esperar a casarse para hacer lo que todos hacen.
Nuestra cabeza piensa desde muchas coordenadas, desde la historia personal, desde hechos que
marcan profundamente la propia vida. Uno ha llegado al ateísmo porque se rebeló ante la muerte de
cáncer de su madre. Otro es un “comecuras” porque cuando era niño un sacerdote le dio una fuerte
bofetada. Una madre de familia no quiere saber nada de la Iglesia porque su hermana murió a
consecuencia de un aborto clandestino. Un obrero ha renunciado a bautizar a su hijo en la fe católica
porque los únicos que le ayudaron en un momento de problemas económicos fueron los hermanos
protestantes.
La argumentación se ha estrellado contra un muro de ideas aparentemente inamovibles.
Aparentemente, porque también hay sorpresas, cambios imprevistos, nuevos acontecimientos que
hacen que la gente se abra y empiece a estar dispuesta a acoger “nuestras” ideas. Cambios y gracias
interiores (Dios trabaja siempre) que nos permitirán, un día, recibir una llamada telefónica o un correo
electrónico con la sorpresa de que ahora sí es posible un diálogo verdadero.
Si ocurre que ese momento no llega, entonces nos toca esperar, en el máximo respeto de la
libertad de cada uno. Esperar y ofrecer nuestro afecto, nuestra compañía, nuestro amor, nuestras
oraciones.
Es la hora de usar la mejor llave, la llave del corazón. Porque el amor llega donde los argumentos
no consiguen casi nada; porque la palabra suave o el silencio cariñoso penetran más a fondo que
demostraciones llenas de argucias pero presentadas sin el respeto profundo que nace del amor
sincero.
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San Agustín decía que, cuando no podemos hablar sobre Dios con alguno, siempre podemos
hablar con Dios sobre esa persona. Nuestra oración preparará una tierra que está hecha para Dios,
aunque ahora parezca haberse cerrado a cualquier argumento religioso. Un día, cuando menos lo
pensemos, se abrirá. Dios hará “el resto”, que es siempre lo más importante...

103. ¿Y yo puedo predicar a Cristo?

Por fin, nos decidimos: vamos a hacer algo por Cristo, vamos a comprometernos a fondo por la
Iglesia, vamos a dedicarnos a servir a los demás, vamos a decirles que Dios les ama y que nos lo ha
dado todo en Cristo.
Pero volvemos nuestros ojos hacia dentro. ¿No seré demasiado ambicioso? ¿Tengo las cualidades
necesarias? ¿No me convertiré en un hipócrita si empiezo a hablar de Cristo y al mismo tiempo
cometo tantos pecados?
Es fácil, al pensar de este modo, cometer dos graves errores. El primero consiste en creer que solo
podemos hacer algo por Cristo si nos sentimos seguros, si tenemos las cualidades necesarias, si la
situación se presenta favorable, si somos casi “perfectos” e “inmaculados”.
En realidad, el cristiano que se decide a ser santo, a darse a los demás, a predicar su fe, no se apoya
en sí mismo, sino en Dios. Es Dios el que nos ha sacado del pecado. Es Dios el que nos ha acogido en
el bautismo. Es Dios el que nos habla en el Evangelio, es Dios el Pan de Vida que recibimos en la
Misa. Es Dios, sobre todo, el que sabe que somos débiles, pero no por ello deja de pedir, de suplicar,
que trabajemos para difundir su Amor entre los hombres.
La mirada, por lo tanto, no puede quedarse en uno mismo, como si todo dependiese de mí. Hay
personas que no han estudiado en ninguna universidad y, sin embargo, son capaces de convertir a
cientos de personas. A la vez, hay otros que, a pesar de sus muchos títulos y de sus muchas
“cualidades”, no consiguen hacer nada concreto para servir a los demás y para difundir el Evangelio.
Los primeros se apoyan en Dios, y se ponen a trabajar. Los segundos piensan tal vez de un modo
demasiado humano y no se dejan llevar por el Espíritu Santo: quedan encadenados en sus cálculos y
sus miedos, y así pasan los días, los meses, los años sin que se decidan a romper las amarras para
empezar a predicar a Cristo.
El segundo error consiste en no descubrir que ya Dios nos ha dado tantos dones para ponernos a
trabajar. No arrancamos de cero, pues el mismo Jesús nos dijo que iba a estar a nuestro lado “hasta el
fin del mundo” (Mt 28,20). Tenemos ya talentos (unos más, otros menos) para la misión, y solo nos
toca ponerlos en práctica.
Es cierto que los talentos vienen de Dios. Nada de lo que “poseemos” es mérito nuestro, sino algo
recibido. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo
hubieras recibido?” (1Co 4,7). Pero también es cierto que Dios nos pide que hagamos rendir esos
talentos, que los usemos en plenitud, sin miedos, sin avaricias, sin cálculos mezquinos.
Queremos trabajar, seriamente, por Cristo. Llenos de confianza y apoyados en Él. Con la paz que
nos da el saber lo poco o lo mucho que nos ha dejado. Ante las angustias de un mundo que necesita
esperanzas, ante tantos hermanos nuestros hambrientos de justicia, de amor, de paz, no tenemos
alternativas: hay que ponerse en marcha para que la luz brille desde las azoteas.
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Entonces será posible que avance un poco, en tantos hombres y mujeres que nos rodean, ese
Reino por el que rezamos en el Padrenuestro. Porque Dios mismo lo quiere, porque Dios mismo
camina a nuestro lado. Porque es Él quien nos envía a trabajar llenos de confianza. Apoyados en Él, y
no en nosotros mismos, empezará a despuntar un mundo nuevo, habrá corazones que sientan la dicha
del perdón y la esperanza, porque recibirán, a través de nosotros y de tantos otros hermanos, el gran
anuncio: ¡Dios nos ama!

104. Dar a Cristo

Al mirar a nuestro alrededor podemos pensar que no quedan espacios para Cristo ni para la
Iglesia. En ambientes del mundo de la ciencia, de la cultura, de la política, del espectáculo, la religión
católica parece estar excluida, si es que no recibe ataques continuos, ironías llenas de rabia, o
simplemente una ignorancia y un vacío llenos de desprecio. Otros separan a Cristo de la Iglesia, y
consideran que es posible aceptar a Jesús de Nazaret sin tener que adherirse a la Iglesia católica. No
falta quien reduce a Cristo a un simple hombre, a un iluso, a un fracasado, o, peor aún, a un mito
inventado por mentes perturbadas.
Ante este panorama, hay católicos que pueden sentirse desanimados. ¿Para qué hablar de Cristo?
¿Qué sentido tiene el ser cristianos en una sociedad cada vez más descristianizada? ¿No estará por
llegar la hora en la que hay que encerrarse en las propias convicciones sin transmitir nuestra fe a los
otros?
Esta mirada y estas reflexiones son incompletas y parciales. Más allá de lo que aparece, de lo que
se ve, de lo que se dice, hay una acción continua y profunda de Dios en miles de corazones. A la vez,
muchos de los que dan señales de hostilidad hacia lo católico, hacia Cristo, tienen un hambre
profunda de felicidad y de paz, un deseo ardiente de luz y de amor, una nostalgia de algo que ni la
medicina, ni la técnica, ni la política, ni los placeres pueden ofrecerles.
Las noticias de conversiones famosas son sólo la punta de un iceberg, la parte muy pequeña de
miles, millones de caminos que llegan a Cristo, a la Iglesia. Los casos de Charles de Foucauld, André
Frossard, Manuel García Morente, Gilbert Chesterton, Giovanni Papini, Agostino Gemelli, el Padre
Trampitas, representan una mínima parte de tantas vidas que llegaron, un día, a decir como san Pablo:
Cristo me amó y dio su vida por mí (cf. Ga 2,20).
Pero otros miles, millones de corazones, no dan el paso. Tendríamos que preguntarnos qué más
podemos hacer por ellos, cómo testimoniarles nuestra fe, cómo tenderles la mano para que también
ellos sean capaces de abrir los ojos y sentir que hay un Amor que los espera, que los acoge, que los
lava, que los transforma internamente.
Nuestra palabra, sobre todo nuestro ejemplo, serán una ayuda sencilla y humilde, eficaz y gozosa,
a quienes necesitan esperanzas. Tal vez no nos lo pidan, tal vez se muestren indiferentes a nuestra
presencia, pero algún día estarán en condiciones de abrirse a Dios. Es bella esa ayuda que permite dar
el gran paso, que introduce en el libro de la vida.
El hombre de hoy, como el de hombre de siempre, necesita respuestas ante el misterio del mal y
de la muerte, de la angustia y de la caducidad de todo lo que pasa ante sus manos. Necesita, sobre
todo, llegar a la plenitud del amor, a la certeza de un Dios que dio su vida por nosotros. En ese amor
104

abrirá los ojos y verá un horizonte insospechado. Dará sentido a muertes dolorosas y a enfermedades
extenuantes. Aprenderá a vivir para dar, porque habrá experimentado que quien tiene a Cristo
necesita testimoniar, desde el amor, el gran regalo que ha recibido.
“Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es Amor y
quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1Jn 4,16). Todos podemos incluirnos
en ese “nosotros”, porque el amor de Cristo no excluye a nadie. Ni siquiera al hombre que se muestra
satisfecho y autosuficiente, cuando en realidad sufre angustias de muerte al perseguir sombras de
alegrías pasajeras...
Quien conoce a Cristo, quiere comunicarlo a quienes viven a su lado. En palabras de la primera
encíclica del Papa Benedicto XVI, “no puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo
pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán” (Benedicto XVI, carta encíclica Deus
caritas est n. 14).
Siento urgencia de dar a Cristo, porque tantos hermanos míos me lo piden sin saberlo. Así algún
día podremos abrazarnos, en la misma fe, en el mismo amor, como Iglesia, como parte de un Cristo
que quiere serlo todo en todos (cf. Col 3,11).

105. Mística y ascética

Hay un deseo profundo de Dios. En los corazones que lo buscan y en quienes apagan su sed de
infinito con alegrías pasajeras. En los pensadores de carrera y en los que, sin estudios, contemplan la
belleza de una tarde de verano. En los niños con sus sueños y en los adultos reflexivos gracias a una
vida llena de experiencias.
Quisiéramos llegar a comprender el sentido profundo de la vida, de las flores, de los vientos, de
las estrellas, de las miradas hostiles o amables, curiosas o indiferentes, brillantes o llenas de una
profunda melancolía. Quisiéramos estar seguros de que nuestra existencia tiene un origen inmenso,
que camina hacia una meta insospechada. Quisiéramos tomar conciencia de que el tiempo presente
hipoteca, minuto a minuto, el futuro que avanza a cada instante.
Nos gustaría ser como los místicos: inmersos en la presencia de Dios, llenos de su Espíritu,
íntimos amigos de Cristo, adoradores de su presencia y de su acción sagrada en cada misa. Ver una
enfermedad y una alegría como regalos, como signos de bodas de un Padre bueno. Ver cada
embarazo y cada sepulcro como señales de un camino que inicia en el tiempo y que salta hacia lo
eterno.
Llegar a ser místicos es hermoso. Es, además, un reto, una conquista, un esfuerzo: no hay mística
sin ascética, sin disciplina, sin combate. Ver a Dios nos obliga a luchar cada día por ser buenos, ser
honestos, ser “perfectos” (en la medida en que esto sea posible a nuestra condición humana).
El santo lucha día a día contra pasiones, contra egoísmos, contra miedos. Tiene que superar
complejos, desterrar temores, agachar la cabeza (ayer, hoy y mañana) para pedir perdón, para cerrar
las puertas a deseos alocados, para abrir horizontes de caridad en días de cansancio o de tristeza.
El camino se hace, a veces, cuesta arriba. Algunos parecen sucumbir. Es más fácil ceder a ese
odio, dedicar un rato de descanso a la búsqueda de placeres intensos, aumentar la comida en el plato y
105

acariciar por más tiempo un lecho de delicias huecas. Entonces necesitamos ver lo que gana el
luchador, lo que obtiene quien dice no al egoísmo y sí a la entrega.
Nos llena de entusiasmo descubrir la belleza de la vida de tantos santos que se levantan y que
luchan, tal vez cansados pero no por ello menos decididos. Buscan a Dios, miran a Jesús crucificado,
piensan en la alegría del Padre de los cielos que ve volver a casa a hombres débiles y sencillos,
contemplativos y esforzados. Hombres que viven una profunda experiencia mística a través de la
ascética de cada día.

106. “No estoy en la lista”

El padre abad decidió organizar turnos para atender a los enfermos. Puso una lista en uno de los
claustros del monasterio con el nombre del encargado, fray Benigno, y de otros tres frailes que serían
ayudantes de enfermero.
Aquel invierno fue especialmente frío. La gripe explotó con más violencia que de costumbre. De
entre los 20 miembros de la comunidad, cayeron en cama, al mismo tiempo, 6 frailes. Fray Benigno y
sus tres ayudantes tenían trabajo todo el día. Preparar y llevar el desayuno, la comida, la cena, para 6
personas, un día sí y otro día también, no resultaba fácil.
Los “enfermeros”, después de una semana de trabajo, estaban cansados. Fray Benigno decidió
pedir ayuda a otros frailes. Se acercó a fray Bernardo, un sacerdote cumplidor, bueno, quizá un poco
escrupuloso. Le saludó como era costumbre en el convento. Luego le dijo: “¿Podría usted ayudarnos
a mediodía para llevar la comida a dos de los enfermos? Así permitiríamos que fray Prudencio
descanse un poco, pues ya lleva muchos días de trabajo”.
Fray Bernardo tuvo un deseo espontáneo de dar el sí que se le pedía. Pero se lo pensó dos veces,
hizo una especie de cálculo mental, y dijo estas sencillas palabras: “No estoy en la lista de
enfermeros...”.
Esa noche fray Bernardo tuvo un sueño. El padre abad y los demás frailes estaban alrededor de su
cama, mientras su espíritu volaba al cielo. Llegó a una sala de espera bastante grande, con un cartel
escrito con letras muy hermosas: “sección frailes”.
Fray Bernardo pensó que ya tenía el cielo asegurado. A lo lejos vio una especie de mostrador
donde san Pedro trabajaba afanosamente. A su lado había algunos ángeles auxiliares, que iban y
venían hacia las diversas secciones para conducir, uno a uno, a los que allí estaban esperando.
Llegó a la sala de los frailes, y se llevó a un anciano que había esperado unos 10 minutos. Luego
volvió y tomó a un fraile joven, y también lo condujo al paraíso.
Fray Bernardo vio que llegaba otro fraile después de él, y luego otro, y luego otro. El ángel iba y
venía. Cuando ya había llamado a los frailes que habían llegado antes de fray Bernardo, llamó al que
había llegado después.
Nuestro Bernardo se puso nervioso, pero pensó que habría sido algún error. Volvió el ángel, y
llamó al otro. De Bernardo, ni caso.
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Cuando volvió el ángel, no dirigió la palabra a fray Bernardo. Este no pudo aguantarse, y le
preguntó: “Disculpe usted, ángel emisario, pero creo que ya me tocaría pasar al paraíso”. El ángel le
miró extrañado. Le preguntó su nombre. “Fray Bernardo” fue la respuesta.
El ángel voló al mostrador de san Pedro. Después de revolver algunos papeles y hacer algunas
consultas, volvió con un deje de tristeza: “Lo siento mucho, pero usted no está en la lista...”
Fray Bernardo despertó. Era la una de la madrugada. Un sudor extraño corría por la frente. Todo
había sido un sueño, pero comprendió muy bien que podría tratarse de una realidad. Esa misma
mañana fray Benigno lo encontró en la cocina: estaba preparando 4 bandejas para los enfermos.
Fray Bernardo no decía nada. Con sus ojos quería pedir disculpas, pero ya lo estaba haciendo con
su vida. Mientras, en el cielo, una estrella juguetona empezaba a bailar de alegría. Y un petirrojo, ese
día, cantó con más brío que el coro de frailes los días de fiesta mayor...

107. Hombres de oración, cristianos sin riesgo

La santidad se construye y se apoya en la vida de oración. Cada creyente necesita, desde lo más
profundo de su corazón, hablar con Dios, dirigirse a Él, escucharle, dejarle el lugar más importante de
su vida.
Podemos profundizar en esta verdad a partir de la “carta programática” que envió el Papa Juan
Pablo II en los primeros días del año 2001. En esta carta (Novo millennio ineunte), el Papa hablaba de
la necesidad profunda que tenemos de vivir en intimidad con Cristo, muy cerca de Él, según lo que
nos pide el Maestro en la alegoría de la vid (Jn 15).
Cada cristiano es invitado a permanecer en Cristo como Cristo permanece en cada uno. “Esta
reciprocidad -dice el Papa en el n. 32 de la carta- es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana
y una condición para toda vida pastoral auténtica”.
No se trata de una invitación a algo especial, extraño a nuestro modo de ser. En cada uno de
nosotros se esconde un fuerte deseo de hablar con Dios, de tener un buen rato con Él. El uso creciente
de métodos de meditación de tipo oriental, algunos no muy de acuerdo con nuestra fe cristiana,
muestra que no nos basta el trabajo, ni el descanso, ni los deportes, para llenar unos corazones que
están hechos para algo mucho más grande.
El Papa alude a este hecho en el n. 33 de Novo millennio ineunte. Allí explica lo propio de la
oración cristiana. Lo más importante es que el alma se deje guiar por la gracia. En este sentido, nos
resulta de importancia vital repasar si vivimos en paz con Dios, si somos fieles a la conciencia, si no
nos vendría bien una buena confesión, realizada a partir de un arrepentimiento profundo y sincero.
Luego, hay que crecer espiritualmente, desarrollar tantas formas de oración que son propias del
cristianismo, sin tener que buscar pozos de agua (a veces no muy limpia) fuera de casa, fuera de
nuestra Iglesia. Juan Pablo II hacía una enumeración rápida de algunas de esas formas de oración: la
petición de ayuda, la acción de gracias, la alabanza, la adoración, la contemplación, la “escucha y
viveza de afecto” que culmina en el “arrebato del corazón” (n. 33).
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La oración cristiana nos lleva a sintonizar continuamente con Dios. Desde esa sintonía divina, nos
lanza al trabajo generoso por los hermanos, pues no puede haber verdadera oración allí donde el alma
vive llena de egoísmo y de indiferencia hacia los demás.
El texto del Papa, sobre este punto, era sumamente claro: la oración intensa, al abrir el corazón al
amor de Dios, “lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia
según el designio de Dios” (n. 33). ¿No habría menos injusticia y dolor en el mundo si los cristianos
rezásemos más, si descubriésemos más el amor de Dios y nos comprometiésemos, de verdad, a
construir un mundo según el Evangelio de Cristo?
Hay personas que reciben una invitación especial, más profunda, a la oración intensa, meditativa:
los que reciben en la Iglesia la llamada a la vida contemplativa. Pero los demás bautizados no
podemos sentirnos ajenos a la necesidad de la oración, al hambre, al anhelo, de encontrarnos con
Dios.
Vivir en el mundo con una oración superficial, que no llega a la propia vida, implica no solo ser
cristianos mediocres, sino que podemos llegar a ser “cristianos con riesgo” (n. 34). La frase anterior
ha inspirado el título de estas ideas. Si el cristiano que no reza está en una situación precaria, de
máxima debilidad, abierto al influjo de cualquier infección de pecado o de incredulidad, el cristiano
que reza será un “cristiano sin riesgo”. Será una persona segura, convencida, serena, capaz de irradiar
a su alrededor esa fuerza que no nace de uno mismo, sino que viene de la presencia de Dios en lo más
profundo de su corazón.
Por eso es tan importante promover la “educación en la oración”, una educación que debería
convertirse “en un punto determinante de toda programación pastoral” (n. 34).
Son ideas entresacadas de esta espléndida carta papal, que deberíamos leer con cierta frecuencia
mientras pasan las hojas del calendario y el milenio nos pone retos no fáciles. Son ideas que pueden
ser profundizadas con la lectura de la parte IV del Catecismo de la Iglesia Católica, una parte escrita
con un especial espíritu contemplativo. O con textos clásicos de orantes, como los de santa Teresa de
Jesús (especialmente el libro de las Moradas, de san Juan de la Cruz y de san Pedro de Alcántara.
La vida cristiana siempre ha sido una aventura. Una aventura llena de esperanzas y alegrías, a
pesar de tantas pruebas. Seremos “cristianos sin riesgo” si estamos unidos a la vid.
“No temáis -nos repite Jesús, en la intimidad de la oración sincera y cordial-: yo he vencido al
mundo” (cf. Jn 16,33). Desde esa certeza, cada cristiano puede avanzar, buscar, llamar, sin detenerse
ante las pruebas, el aparente silencio de Dios, la “noche oscura”. Hemos de agarrarnos a la mano de
Dios, escoger la mejor parte, esa que nadie podrá arrebatarnos...

108. Ideas sobre Dios y oración

Dialogar con Dios puede resultar difícil. La vida de oración necesita, para desarrollarse, una
buena tierra y una serie de factores que no siempre se dan juntos. Necesita, sobre todo, quitar
obstáculos que ahogan el corazón, que impiden volar hacia Dios.
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Quizá uno de los mayores obstáculos consiste en tener una idea equivocada de Dios, una idea que
hace poco agradable, o poco profundo, o poco serio, el trato con Aquel de quien venimos y a quien
vamos.
El modo con el cual un niño o un joven “configura” su idea de Dios depende muchas veces de la
educación recibida. Normalmente son los padres quienes ofrecen los primeros datos y ejemplos sobre
Dios a sus propios hijos. Les enseñan pequeñas oraciones, de confianza, de gratitud, de amor. Les
ayudan a ver la belleza de Dios en una flor, una montaña, una mariposa. Les muestran cómo los
mismos animales “parecen rezar” a Dios: con las alas abiertas de las gaviotas, con el pico alzado de
un pollito que traga un poco de agua y mira al cielo para decir “gracias”...
Estas enseñanzas resultan más profundas si los mismos padres son un reflejo de bondad, de
cariño, de respeto. Resulta difícil, para la psicología de un niño, escuchar que debe perdonar a sus
hermanos cuando sus padres todo el día están discutiendo y peleándose, sin que casi nunca uno le
pida perdón al otro. O aprender que Dios dirige nuestros pasos y que nada pasa sin que Él lo quiera, si
luego, ante un problema serio de la familia, papá y mamá no mencionan para nada a Dios, o usan el
nombre divino sólo para quejarse (si es que no lo usan, por desgracia, para maldecir o blasfemar).
Igualmente, el niño puede llegar a una idea equivocada de Dios si descubre que sus padres no lo
aman. En muchos casos, la primera idea de Dios depende precisamente de la idea que se tiene de los
propios padres. El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 239) observa, sobre este punto, que es
necesario reconocer los límites de los padres humanos a la hora de representarse a Dios como Padre:
“los padres humanos son falibles y [...] pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la
maternidad”.
Pensemos, por ejemplo, en niños que nunca han conocido a su padre (o a su madre), o que han
vivido en una constante situación de violencias y riñas en casa, o que han llorado ante la separación de
sus padres, muchas veces en un clima de odio y de acusaciones mutuas. Situaciones como estas
pueden llevar a una idea equivocada de Dios, pueden convertirse en un serio obstáculo a la hora de
iniciar una vida de oración.
Otras veces la idea de Dios queda desdibujada por experiencias de dolor o de fracaso. Una oración
intensa para pedir por la curación del abuelo o del padre resulta, aparentemente, un fracaso. O un
accidente imprevisto hace que todo se ponga al revés: o Dios no sería tan bueno al permitir esto, o no
sería tan omnipotente al no haber podido evitarlo.
La idea de Dios puede entrar en crisis por motivos intelectuales. No es difícil encontrar libros de
científicos que confiesan haber creído cuando eran niños o jóvenes; luego, explican que su fe se
desvaneció a la hora de profundizar en algunas carreras universitarias o al leer algunos libros de
autores profundamente ateos o agnósticos. En estos casos, Dios queda completamente desdibujado, si
es que no se llega a pensar que era sólo una idea piadosa del pasado. Cuando uno quiere superar los
prejuicios que ha adquirido en sus años de estudio, descubre que no es fácil eliminarlos, y que la
oración parece un esfuerzo absurdo por hablar contra una imagen muerta o una pared silenciosa...
Existen otros caminos que llevan a desdibujar la imagen de Dios, uno de los cuales resulta
profundamente trágico: el pecado. Hay pecados que, gracias a una ayuda particular de Dios, a la
finura de conciencia, y a una buena formación en la fe, pueden llevar a una mayor confianza; en estos
casos, el pecador descubre que Dios no condena, sino que perdona. Pero otros pecados producen
formas de angustia, de desesperación, de abandono, o incluso desencadenan un proceso intelectual
109

que lleva a dejar de lado lo que antes eran certezas profundas de fe, para abandonarse a la
incredulidad, o para vivir obsesionados por el miedo de un Dios justiciero que quisiéramos no
existiese nunca.
Cada corazón tiene su propio itinerario vital. Es triste llegar a creer que “mi caso” imposibilita la
oración o cierra las puertas del cielo. Más bien, con una serena lectura de la propia vida, hecha con la
ayuda del Evangelio y de algún buen guía espiritual (un sacerdote, un laico con una profunda
experiencia de oración), es posible aprovechar el pasado y descubrir que también mi situación puede
convertirse en un trampolín para descubrir a Dios.
Quizá será necesario empezar a rezar, humildemente, como el fariseo: de rodillas, en la última
banca de una capilla (Lc 18,9-14). Habrá que pedir una gracia especial, con constancia: Dios anhela
que le busque, que le llame, que le pida su ayuda, su Amor. Habrá que abrir los ojos, como un
principiante, para descubrir que el Amor ha llenado con su presencia todas las cosas, que Dios es
Bueno, que su misericordia es eterna, que también sueña conmigo como nadie hasta ahora lo ha
hecho.
Quizá incluso eso nos costará. Entonces, sólo nos queda la oración sufrida, pero también llena de
riqueza, de quien dice simplemente: Quiero creer, Señor, pero dudo... ¡ayuda mi falta de fe! (cf. Mc
9,22-24).

109. Conventos que sanean el mundo

El sacerdote dirige una nueva reflexión a los ejercitantes. Quiere hablarles ahora de la vida
contemplativa, de esos religiosos y religiosas que viven encerrados en monasterios y conventos.
Dejemos hablar al predicador. “Existen amigos silenciosos y, sin embargo, imprescindibles.
Pensemos por un momento en el verde de los prados, en las hojas de pinos, encinas, hayas, abedules,
palmeras, plátanos, alcornoques, abetos, robles, álamos, abedules.
Tú y yo respiramos gracias a esos amigos silenciosos. Miles de árboles y de plantas que limpian el
aire de anhídridos y gases tóxicos, que arrojan moléculas de oxígeno saludable.
Son amigos a los que no damos las gracias, en los que no pensamos casi nunca. Tal vez los
miramos con indiferencia cuando nos toca pasar a su lado. Otras veces nos permitimos arrancar una
rama verde, frondosa, simplemente como pasatiempo, sin mayor respeto. A fin de cuenta, ¿protestan
los árboles, se quejan las espigas?
Sin embargo, no podríamos vivir sin ellos. Pensar en las „hermanas plantas‟, reconocer su valor,
su utilidad, su riqueza y su espíritu solidario para con los demás seres vivientes, debería ser algo
normal en nuestros corazones. Desde ellas y con ellas, también nosotros podemos dar gracias a un
Dios que pinta de colores mil prados y sanea ese aire que nutre tus pulmones y los míos”.
El sacerdote se detiene un momento, mira por la ventana, otea un campanario que se asoma entre
los robles de la colina más cercana.
“Pues bien, también en la vida espiritual existen hombres y mujeres especiales. Son cristianos que
atraen la mirada de Dios, que limpian un poco el pecado, que devuelven paz a corazones afligidos,
que lanzan al mundo rayos de esperanza.
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Son mujeres y hombres contemplativos, encerrados en un monasterio, silenciosos y discretos,


poderosos y llenos de amor a sus hermanos. Casi nadie les ve. Están como aislados, en lugares donde
el ruido no llega, donde el verde es más intenso, donde la paz se contagia por los poros.
Muchos pasan ante la tapia de un convento con la frialdad con la que pasan ante una encina. No
perciben que allí ocurre algo inmenso, sublime: corazones miran al cielo, rezan a Dios, piensan en el
mundo herido, detienen batallas, cambian a pecadores y consiguen que un moribundo llame a un
sacerdote para pedir perdón al Cristo amigo.
Si sentimos gratitud ante un ciprés, ante la risa bulliciosa de un castaño o el juego de colores de un
plátano que se prepara al frío del invierno, deberíamos sentir una gratitud infinitamente mayor hacia
quienes, como contemplativos, como orantes, sanean el mundo del espíritu, permiten la llegada de
Dios a lo más profundo de este mundo herido y angustiado”.
Desde la colina, suena la campana. Las religiosas salen, en silencio, de sus celdas. Van a la
capilla, mientras una lámpara brilla ante el Sagrario. Poco a poco, de rodillas, llenan una pequeña
sala, mientras desde su corazón fluye un rezo sencillo, profundo, por el mundo, por la paz, por los
hambrientos, por los presos, por los pecadores, por los sacerdotes, por los esposos, por los ancianos,
por los novios, por los pequeños. También por ti y por mí.
Una oración que puede cambiar mil vidas, puede evitar esa terrible guerra, puede dar esperanza a
unos pobres. Una oración que puede hacer que un rico (o uno no tan rico) deje sus apegos y decida,
sencillamente, sin fotos ni aspavientos, emplear lo mejor de su vida y de su dinero para servir, para
dar, para mejorar un mundo a veces triste y viejo.
Una oración que puede decidir la historia, en lo grande y en lo pequeño, en lo más profundo de los
corazones, donde cada uno nos encontramos a solas, en misterio, con un Dios que es bueno, que es
Padre, que nos quiere como a hijos, con amor eterno.

110. “La caridad es paciente”

San Pablo presenta, como primer adjetivo para la caridad, la paciencia (cf. 1Cor 13,4). ¿Se trata
de una casualidad? ¿Puso la palabra “paciente” en el inicio de la lista porque “sonaba bien”? ¿O no se
tratará, más bien, de algo “dictado” por el Espíritu Santo, como un fruto de la experiencia de quien
conoce a Cristo y, a través de Cristo, al Padre?
El Antiguo Testamento nos habla de la paciencia casi infinita de Dios. Vemos, por una parte, un
pueblo lleno de pecados: reyes que buscan sus caprichos y no la voluntad de Dios, profetas que tienen
miedo y a veces quieren escapar de su misión, personas ricas o pobres, grandes o pequeñas, hombres
o mujeres, que pecan una y otra vez... Por otro lado, vemos a Dios que, con una paciencia ilimitada,
espera.
Dios sabe perfectamente que un castigo puede asustar por un tiempo, pero no cambia los
corazones. Sabe que muchos desean la muerte del mal rey para acabar con la injusticia, pero luego
llega otro que puede ser peor. Sabe que el hombre es débil, tan débil que deshace en la tarde lo que
había prometido en la mañana.
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¿De dónde nace la paciencia de Dios? La respuesta es una sola: de su amor. Un amor que a veces
nos parece “excesivo”. Ante una injusticia evidente, ante un crimen atroz, nosotros pedimos
venganza. Dios espera. Incluso, para nuestra sorpresa, perdona, cura, levanta y ama.
El Nuevo Testamento es la máxima expresión de la paciencia divina. El pueblo que camina en
tinieblas recibe la luz: ¡vino el Mesías a su pueblo! Y muchos, secamente, le dieron la espalda. El
Salvador estaba entre los suyos, y los suyos no le recibieron. Tuvo un grupo de predilectos, y uno le
traicionó, mientras que los demás huyeron. Llegó el drama de la Pasión, y el Padre no envió las diez
legiones de ángeles que podrían haber cambiado el curso de la historia humana.
Esa paciencia divina, sin que nos demos cuenta, conquista más corazones que un brazo poderoso
y dispuesto a someter con tormentos a los propios enemigos. Aunque nos cueste comprenderlo.
Lo recordaba el Papa Benedicto XVI en la homilía que dirigió al empezar su pontificado (24 de
abril de 2005): “Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su
paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no
por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia
de los hombres”.
Si vemos la historia personal de cada uno, reconoceríamos que Dios ha sido infinitamente
paciente con nosotros. A pesar de tantos errores, caídas, pecados, egoísmos, Él supo aguardar en
silencio. Esperaba la hora de la conversión, la hora en la que su Amor podría perdonar, limpiar, sanar
las heridas más hondas.
Si Dios se comporta así con nosotros, ¿no podemos empezar a ser también pacientes con los
demás e, incluso, con nosotros mismos? La paciencia, que es misericordia llena de amor, nos llevará a
no fijarnos siempre en lo mucho malo que hay a nuestro lado, para buscar la chispa de bien que se
esconde en cada corazón. Nos llevará a sonreír a quien nos molesta, nos pone la zancadilla, nos
humilla, nos hace sombra, nos hiere con sus caprichos o sus ingratitudes.
Nos ayudará a sobrellevarnos unos a otros, porque todos tenemos defectos, todos tenemos mucho
de lo que pedir perdón y perdonar. ¿No nos pedía el Espíritu Santo, a través de san Pablo, lo siguiente:
“Sed más bien buenos entre vosotros, entrañables, perdonándoos mutuamente como os perdonó Dios
en Cristo” (Ef 4,32)?
Sí, la caridad es paciente y misericordiosa. La medida que Dios usa con nosotros es el perdón y la
comprensión. No podemos usar una medida distinta con nuestros hermanos. Ni con nosotros mismos.
Aunque nuestros pecados nos abrumen y nos llenen de vergüenza, Dios quiere levantarnos, lavarnos
e introducirnos al banquete de fiesta de los cielos.
En cada confesión su paciencia vence y limpia cualquier pecado. Desde la experiencia del abrazo
cariñoso de Dios será más fácil comprender a quienes viven a nuestro lado, vivir esa primera
característica de la caridad cristiana: la paciencia.
112

111. La hora de la persecución

Es hermoso, es de almas grandes, vivir con honestidad. Quien asume principios de justicia, quien
vive según una ética verdadera, enriquece su existencia, promueve el bien entre los hombres, ofrece al
mundo el tesoro de su ejemplo y de su amor.
Pero muchos se sienten incómodos ante la honestidad. Por eso, defender los principios éticos
lleva no pocas veces a sufrir críticas, discriminaciones, ataques más o menos directos, o incluso la
cárcel o la muerte.
A lo largo de los siglos, muchos hombres y mujeres han sido perseguidos por defender sus
convicciones más profundas. Ya en el Antiguo Testamento leemos historias como la de los siete hijos
de una mujer judía que sentían un profundo amor por la Ley de su Dios: prefirieron la muerte bajo el
tirano Antíoco que la vida en la injusticia (2Mac 7,1-42).
El caso de Juan el Bautista nos impresiona profundamente. No tuvo miedo en decirle al rey
Herodes que estaba en pecado grave de adulterio. Por eso sufrió el martirio, y con su sangre
testimonió que hay normas que valen para todos, incluso para los tiranos.
El obispo san Estanislao (1058-1079) fue asesinado a los 31 años por haber recriminado al rey
Boleslao II de Polonia sus injusticias y pecados. Estanislao tuvo valor, porque sabía que es noble la
vida de quien advierte por amor al hermano para que se corrija de sus faltas, mientras que es
miserable la vida de quien calla por miedo, para conservar algo de riquezas, para “sobrevivir” un
poco más de tiempo en esta tierra pasajera...
En tiempos recientes, millones de bautizados sufrieron el martirio, la cárcel, la pérdida de sus
bienes y derechos, por oponerse a gobiernos dictatoriales, como los que nacieron del comunismo, del
fascismo y del nazismo. Prefirieron denunciar la injusticia y la inmoralidad de ideologías y gobiernos
opresores a vivir cómodamente sometidos a los dictadores de turno.
Todavía hoy son perseguidos miles de católicos. Creer en Cristo y vivir la ética del Evangelio no
será nunca fácil. Defender los principios de la justicia social, de la ética matrimonial, del respeto a la
vida contra los defensores del aborto o del infanticidio, de la dignidad de los pobres y de los
enfermos, será el “motivo” que les hará sufrir la persecución.
Tal vez será una persecución sutil (como la que se realiza a través de calumnias y mentiras con la
ayuda de algunos medios de comunicación social). En otros casos se tratará de persecuciones
descaradas: denuncias ante tribunales, agresiones físicas, arrestos arbitrarios, leyes que impiden a los
cristianos manifestar sus propias convicciones en la vida pública.
Cristo nos advirtió que seríamos odiados por el mundo. Pero también nos consoló con palabras
que solo pueden venir de Dios: “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al
mundo” (Jn 16,33). A pesar de la fuerza de quienes quieren ahogar la voz de la Iglesia, de quienes
buscan imponer como algo normal comportamientos sexuales, económicos, políticos o individuales
que no respetan la verdad sobre el ser humano y sobre sus deberes y derechos, la fuerza de nuestros
principios prevalecerá.
La última palabra de la historia no la tienen ni Antíoco, ni Herodes, ni Boleslao, ni Hitler, ni
Stalin, ni Mao, ni los grupos de presión que dominan no pocos ámbitos de nuestros estados. La última
palabra la tienen el Amor, la Justicia y la Verdad. Un Amor que, entre nosotros, bautizados, también
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nos llevará a perdonar a los enemigos y a tender la mano a quienes tanto daño hicieron; y que
necesitan, por lo mismo, mucha más misericordia para abrirse a la vida verdadera, al conocimiento de
un Dios que es Padre de todos, del santo y del pecador.
Ese Dios quiere, por lo mismo, que todos los hombres se salven a través del conocimiento de la
verdad (1Tm 2,4). Una verdad que tiene nombre e historia, que nació y vivió entre nosotros, que
continúa en su Iglesia y, especialmente, en la Eucaristía. Una verdad que se llama Jesucristo, y que
sostiene y da fuerzas a los millones de mártires que saben dar, con su vida, testimonio de los
auténticos valores del espíritu.

112. ¿Corazones peligrosos?

No es algo nuevo: algunos han considerado y consideran el cristianismo como una amenaza
contra la paz y la convivencia, contra la libertad y la autonomía de los hombres.
En el mundo romano hubo quienes juzgaron con hostilidad y sospecha a la nueva doctrina venida
de Oriente. Creyeron que los cristianos podrían conspirar contra un sistema social que querían
conservar a cualquier precio, con sus cualidades y sus injusticias. Persiguieron a los nuevos
discípulos de Cristo no solo con escritos y con discursos, sino con leyes especiales y con ejecuciones
y torturas refinadas.
También en el mundo moderno se han alzado numerosas voces contra el cristianismo. Algunos lo
han considerado como enemigo del pensamiento, de la libertad, de la madurez humana. La nueva
sociedad, el “siglo de las luces”, quería olvidar sus raíces cristianas para caminar, con audacia, por
caminos de progreso. Otros vieron a los cristianos, especialmente a los católicos, como si fuesen
potenciales o reales enemigos de sus proyectos imperialistas, racistas o ideológicos.
El comunismo y el nazismo dedicaron esfuerzos ingentes para encarcelar y asesinar a católicos,
protestantes, ortodoxos, al ver que no se sometían a sus proyectos estatalistas y opresores, al tocar la
fuerza de la religión que es capaz de ofrecer perdón frente al odio, respeto frente a la injusticia, alegría
frente a la desesperanza.
Recientemente, a raíz de la amenaza del terrorismo que promueven grupos muy minoritarios de
fanáticos, nuevas voces se alzan contra la fe cristiana. Intelectuales y líderes de opinión ven, en los
creyentes de todas las religiones, certezas y seguridades que también se dan, dicen, en el corazón de
los criminales terroristas. Afirman, además, que el nombre de Dios es usado para matar y destruir, y
no distinguen entre el criminal obsesivo y el creyente que es capaz de amar al enemigo. Lanzan
proclamas en favor de un mundo más justo y más alegre, y denuncian que los cristianos promueven la
división, la tristeza y la opresión de las conciencias.
Pese a tantas críticas de ayer y de hoy, la fe cristiana anima la vida de millones de creyentes. La
encontramos en corazones de niños que sueñan con ser buenos para estar cerca de Dios. En corazones
de padres que acogen cada nueva vida con la ilusión y la alegría de quien se siente importante: está
colaborando con el designio de Dios en favor de sus seres más queridos. En corazones de religiosos y
religiosas que dejan sus países para llevar medicinas, educación, fe y esperanza a tantos millones de
pobres de los rincones más olvidados de la tierra. En corazones de sacerdotes que predican las
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bienaventuranzas, que enseñan la misericordia, que acompañan a los que sufren, que permiten a
Cristo hacerse presente en los sacramentos.
Para los críticos se trata de corazones peligrosos: son mujeres y hombres convencidos, seguros, y
la seguridad está también, nos lo repiten una y otra vez, en el corazón del terrorista. Solo que se trata
de seguridades muy distintas. Una nace del odio y lleva al odio, mientras que la seguridad cristiana
nace del amor y lleva al amor.
El creyente cristiano, si es creyente de verdad, no puede irradiar odios ni complejos, tristezas ni
amarguras a su alrededor. Cura con el bálsamo de su caridad a los enfermos de sida o de malaria, de
lepra o de tristeza. Visita a los prisioneros olvidados o despreciados por muchos. Acompaña a los
esposos en los momentos de alegría o de dificultad. Enseña a reparar las heridas que el pecado deja a
lo largo de los roces del camino.
Permite mirarlo todo con ojos nuevos, porque descubre en cada vida, la del hermano jilguero, la
del lirio del campo, la del joven enfermo y triste, el cariño de un Dios que sonríe a buenos y malos,
que mantiene en la vida a cada una de sus creaturas, que espera, con los brazos abiertos, el regreso de
cada hijo.
No puede ser peligroso un hombre o una mujer que está convencido de que Dios nos ama, que
vive gozoso por saberse perdonado por Cristo. Será peligroso el hombre que use cualquier idea para
el odio y la violencia. Pero ese hombre no podrá nunca ser reconocido como cristiano, aunque se
asocie en un grupo con nombre cristiano, y defienda luego crímenes como el racismo, el aborto, la
eutanasia o el odio vengativo.
Esa es la diferencia entre quienes usan a Dios (o usan su ateísmo) para odiar, y quienes creen en
Jesús de Nazaret, el Hijo del Padre y el Hijo de María, el Mesías que ofrece, con su Cruz, amor y
esperanza a los corazones que libremente acepten su venida.

113. “Te estoy aprendiendo, hombre”

Alguien ha dado una definición profunda y familiar de Juan Pablo II: un Papa antropólogo, un
Papa personalista.
Es algo que trasluce en el libro publicado por el Papa Wojtyla el año 2004, “¡Levantaos!
¡Vamos!”, en unas páginas dedicadas a hablar de cómo los obispos deberían tratar a la gente.
En esas páginas Juan Pablo II abría el corazón, y confesaba que no es fácil establecer un método o
teoría para indicar cómo relacionarse con cada ser humano, con los demás. “Cada hombre es una
persona individual, y por eso yo no puedo programar a priori un tipo de relación que valga para
todos” (p. 68).
En cada encuentro, hay que volver a empezar, volver a aprender lo que es el otro (cada uno es
distinto), con todas sus riquezas, con su dinamismo, con su capacidad de cambiar y de sorprendernos
(y de sorprenderse a sí mismo).
Este deseo de aprender al otro es expresado de un modo muy bello por unos versos de un poeta
polaco, Jerzy Liebert, que Juan Pablo II citaba (p. 69):
115

“Te estoy aprendiendo, hombre,


te aprendo despacio, despacio.
De este difícil estudio
goza y sufre el corazón”.
La misma oración sirve como camino de preparación al encuentro, como apertura del corazón
ante el misterio que encierra la otra persona. Una oración que Juan Pablo II ofrecía antes y después de
cada entrevista con otros. “Cuando encuentro una persona, ya rezo por ella, y eso siempre facilita la
relación. Me es difícil decir cómo lo perciben las personas, habría que preguntárselo a ellas. Tengo
como principio acoger a cada uno como una persona que el Señor me envía y, al mismo tiempo, me
confía” (p. 69).
El Papa usaba un “método” para tratar a los demás que consiste, precisamente en eso: en no ser
“método”...
Podemos, ante Dios, desde nuestro pequeño mundo, desde las relaciones que establecemos con
quienes están a nuestro lado, preguntarnos cómo vemos, cómo hablamos, cómo acogemos a cada
uno.
Es cierto que no somos obispos, ni que tenemos que realizar miles de encuentros cada día. Pero
somos bautizados. Jesús es el primero que nos mira con respeto, que nos “está aprendiendo” (nos
conoce a fondo) en cada instante.
Desde su mirada, a veces de rodillas, podremos penetrar en el corazón de los otros, descubrir mil
riquezas escondidas, abismos de amor y de esperanza, anhelos de ayuda y de consuelo, en quien nos
mira, nos encuentra, nos tiende la mano y nos saluda.
En el trabajo, en el trayecto, o, de un modo nuevo y fresco, también en casa, en la familia, siempre
resulta hermoso valorar con especial cariño a quienes viven bajo el mismo techo, descubrir en ellos
todo un abismo de amor profundo y pleno.

114. Las lágrimas del profeta

El profeta acababa de huir de la ciudad. Después de tres meses de predicación, las cosas se habían
puesto muy difíciles. Críticas, insultos, denuncias, y un proceso judicial que algunos pidieron para
condenar a aquel personaje tan incómodo.
El profeta llegó a un bosque de robles. Cansado, bajo un árbol más tupido, se sentó. Empezó a
recordar su predicación, y elevó su lista de protestas al Dios que lo había enviado.
“¿Por qué, Señor? ¿Por qué la persecución, la calumnia, los insultos? ¿Por qué un mundo tan
extraño, tan revuelto?
Cuando inicié a hablar de la conversión, me criticaron como fanático y violador de las
conciencias. Cuando dije que hay que vivir en castidad, fui sentenciado como psicópata. Cuando
hablé de la fidelidad conyugal, me preguntaron si sabía en qué siglo vivimos. Cuando condené la
maldad del aborto, me dijeron que era intolerante, de ultraderecha y fundamentalista. Cuando dije que
la verdad está en la Iglesia, me expulsaron de una mesa redonda porque era incapaz de un diálogo
116

objetivo. Cuando defendí a los embriones, declararon que yo era enemigo de la ciencia y que quería la
muerte y el dolor de los enfermos.
Hablé día y noche de la misericordia, y no me comprendieron pues ya nadie cree en el pecado.
Dije que hay que perdonar a los delincuentes, y me insultaron por defender la dignidad de los
asesinos. Expliqué lo grave que es consumir drogas y abusar de bebidas alcohólicas, y me dijeron que
era un “talibán” enemigo del pluralismo ético.
Al final, algunos me acusaron de proselitista y de ladrón, de embaucador y de mentiroso.
Censuraron mis artículos en la prensa y me dijeron que era un irresponsable por declarar inmoral el
uso de preservativos. Presentaron una denuncia ante los jueces y... Y ya no pude más, Señor. Escapé,
como Jonás, y envidié a Jeremías: en aquellos tiempos al menos mataban a los profetas. Ahora, en
cambio, te dejan sin honra, medio vivo o medio muerto, insultado y despreciado como enemigo de lo
humano...”
Las lágrimas del profeta llegaron al suelo. Un petirrojo giraba por acá y por allá, sin entender los
motivos de la tristeza de aquel hombre extraño, herido en su corazón, perdido en el bosque como un
ratón de ciudad que no sabe dónde se encuentra ahora.
Un suave viento fue la señal de que se acercaba el Señor. El ruido de las hojas del árbol se hizo
más intenso y vivo. El profeta se levantó en señal de respeto, sin dejar de mostrar su confusión y su
pena. El Señor le tocó en el hombro y le dijo:
“He escuchado tus quejas y comprendo tus angustias. El mundo no ha cambiado mucho desde
que persiguieron a mis enviados, incluso a mi Hijo. Quizá te ilusionaste demasiado pronto, soñaste en
conversiones fáciles y en cambios repentinos. El camino de los corazones no es fácil, y dejar hábitos
de pecado (ni siquiera saben lo que es pecado) no se consigue tras una predicación sencilla y clara
como las tuyas.
Pero la siembra deja siempre algo. No lo has visto, pero un esposo ha dejado de humillar a su
mujer y a sus hijos. Un niño ha empezado a leer la Biblia y buscar rastros de Dios en las estrellas. Una
chica ha renunciado a un aborto fácil, porque escuchó aquel discurso tuyo (el último que te
permitieron en la radio, antes de que mil cartas de protesta te cerrasen también ese pequeño espacio
que te habían permitido). Una señora mayor ha empezado a ofrecer ayuda a un emigrante al que antes
temía como a un enemigo y ahora empieza a ver como a un hermano.
Sé que el mundo no es fácil. Los corazones necesitan un baño de dulzura para comprender que en
mis mandatos hay plenitud de vida. Ahora solo temen perder conquistas de vientos que les llenan con
un instante de placer y les hacen olvidar que son eternos, con vocación de hijos y de santos.
No te pido que vuelvas a la ciudad, quizá sea inútil por ahora. Piensa solo en que vale la pena todo
si llega un poco de amor a alguno de mis hijos, si la esperanza se enciende en una familia rota, si el
perdón nace en una vida herida por la desgracia y hundida por los odios.
No te pido que vuelvas, pero me gustaría pedírtelo. También tú eres libre como ellos. No te quito
tu libertad. Piensa solo en lo hermoso que es encender un poco de mi fuego en alguna vida. Luego,
confía. Yo estoy contigo. Hasta el final, a pesar de la calumnia, los fracasos y, tal vez, una cárcel sin
honra y sin justicia...”
117

115. Regalos

Llega el momento más esperado: abrir los regalos. Juan entra en la sala y observa cajas llenas de
colores. Parece que cada una está gritando: ¡empieza conmigo!
Unas cajas esconden libros de animales. Otras, fábulas de ayer y de hoy. Otras, coches de carreras,
caballos o héroes de plástico. Otras, chocolates, caramelos y dulces de mil sabores. Otras, tal vez algo
más serio: un reloj de pulsera, un diccionario para la escuela...
Detrás de cada regalo hay alguien. Unos vienen de papá y mamá; otros de los abuelos (la abuela
Tina siempre regala cosas útiles); otros, de los tíos; otros, de los primos; y hasta han mandado
juguetes algunos compañeros de la escuela.
En muchas familias es normal un momento así, de emociones, de fiesta, de regalos. En algunas
todo resulta muy sencillo: pocos regalos, algunos quizá con cosas útiles para la escuela. En otras, los
regalos son más generosos. En todas, casi siempre los regalos son recibidos en un ambiente de alegría
y de sorpresas. Porque quienes los dan quieren al festejado, lo aman, desean que sea muy feliz en el
cumpleaños, en el día de la primera comunión o por otros motivos que se suceden (pocos, por
desgracia) durante la vida de los niños, de los jóvenes y de los adultos.
La abuela Tina lanza la pregunta a Juan: en cada fiesta, ¿qué nos regala Dios? Juan mira un poco
confundido. No le han dicho en la catequesis que Dios hace regalos. La abuela se ríe, un poco
traviesa, mientras el padre le susurra al oído: “mamá, siempre tan pícara”.
Sí, es un poco pícara la abuela Tina, y muy buena catequista. Porque en la vida todo es don, todo
es regalo. Desde el mismo existir hasta el tener algo de salud y de comida en la mesa; desde la gracia
bautismal (un regalo grandísimo) hasta la primera, segunda y centésima comunión (que vale mucho
más que todo el dinero que corre por las bolsas del mundo); desde la lluvia que riega los campos y
limpia de smog las ciudades hasta esa paloma con la pata herida que Juan puede curar un poco cada
día cuando viene a su venta para comer migas de pan.
“Todo es don, todo es gracia”, dicen algunos teólogos profundos y sabios. La abuela, que no ha
ido a la universidad, lo dice con su lenguaje sencillo: “todo es regalo”. También el que llega sin
envoltorio, en esa torta que “aterriza” en la mesa y en los besos que papá, mamá, la abuela y los
hermanos dan a Juan para decirle, una vez más: ¡felicidades!
Todo es regalo, especialmente ese cariño que nos ofrecen tantos rostros amigos y que son como
un reflejo del rostro del mejor de los Amigos, de nuestro Padre de los cielos...

116. “¿Se puede programar la santidad?”

Esta vez los jóvenes no estaban de acuerdo. El catequista les había pedido que preparasen un
programa especial: hacer de este año un año de trabajo en la santidad. Y claro, más de uno dijo que
eso era imposible: la santidad no se puede programar como se programan unas vacaciones o un
torneo de fútbol...
“¿Se puede programar la santidad?” La pregunta está entre comillas porque se encuentra, ni más
ni menos, que en un texto del Papa Juan Pablo II. En la Carta Apostólica Novo millennio ineunte,
118

explicaba en dos números (nn. 30-31) cómo entender que la santidad es el camino de la Iglesia, es la
meta que debemos perseguir en este tercer milenio cristiano, es algo que incluso se podría
“programar”.
En estos números el Papa recuerda lo que ha sido el jubileo del año 2000: una llamada a la
conversión, a la purificación. ¿No es eso parte del camino de la santidad? ¿No nos habíamos
esforzado por vivir el jubileo para entrar mejor preparados al nuevo milenio? Luego el Papa recuerda
lo que enseña el Concilio Vaticano II: todos los bautizados estamos llamados a la santidad, sin
distinciones, porque todos estamos unidos por el bautismo al Dios que es Santo (cf. Lumen gentium,
capítulo V).
En este momento, Juan Pablo II nos pedía a todos que incluyamos, en la programación pastoral, el
tema de la santidad. Y nacía, espontánea, la pregunta: “¿Acaso se puede „programar‟ la santidad?”.
El Papa explica en qué puede consistir esta “programación”. Recordaba que con el bautismo se ha
producido en cada uno de nosotros un cambio radical: nos hemos unido a Cristo, nos hemos
convertido en templos del Espíritu Santo. Pero este cambio real no toca automáticamente nuestro
modo de pensar y de vivir. Nuestra psicología, nuestra personalidad, nuestros actos, dependen de
nuestras opciones concretas, de nuestros pensamientos, de nuestra vida. Por eso cada uno debe poner
a trabajar los talentos recibidos. En este sentido, sí hay mucho que “programar”.
La pregunta “¿quieres recibir el bautismo?” se convierte, según el Papa, en esta otra: “¿quieres ser
santo?”. Cada bautizado asume como programa personal el mismo programa que Cristo nos ha
dejado en el Sermón de la montaña, en el cual la invitación resulta clara: “Sed perfectos como es
perfecto vuestro Padre celestial” (Mt 5,48). Eso, y no otra cosa, es la santidad. Así de claro y así de
valiente.
De nuevo, nuestros jóvenes pueden preguntarnos: ¿no es esto demasiado difícil? Ser perfectos
como Dios... Casi parece que es más fácil hacer bajar la luna a la tierra...
Leamos de nuevo el documento del Papa. La santidad no consiste en algo extraordinario, la
conquista de un estilo de vida “practicable solo por algunos „genios‟ de la santidad. Los caminos de la
santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno” (Novo millennio ineunte n. 31).
En otras palabras, el santo no es un señor o una señora, un chico o una chica, un cura o una
religiosa, que están ahí, en lo alto de una estatua más o menos simpática en un rincón de un templo (si
todavía quedan imágenes de santos en los templos). El santo es un ser humano normal, como sus
sueños y sus fracasos, con sus ideales y sus realizaciones, con su pecado y con mucha, mucha
misericordia de Dios, una misericordia acogida, celebrada, vivida con alegría y gratitud.
Alguno ha dicho que Juan Pablo II hizo demasiadas canonizaciones y beatificaciones.
Tendríamos que decir, más bien, que hizo pocas, si vemos esa multitud inmensa de hombres y
mujeres de todos los lugares y tiempos, de todas las clases sociales, de todos los niveles académicos y
profesionales, que han tomado en serio el Evangelio y un día se decidieron, de verdad, a buscar la
perfección, la santidad, la vida de total amor.
Hemos de convencernos y convencer a nuestros jóvenes (y también a aquellos adultos que han
dejado la santidad como el último asunto de la propia programación personal) que hay muchos
caminos para la santidad. O, mejor, y volvemos al texto del Papa, que el camino de la santidad para
cada uno es sumamente personal.
119

Por ello hemos de aprender esa “pedagogía de la santidad” que permite adaptar la marcha hacia la
meta según los ritmos personales de cada uno, según lo que Dios le va pidiendo a gritos o con un
susurro suave y respetuoso: también cuando grita, Dios respeta la libertad de cada uno. Solo
podremos escucharle si tenemos un corazón atento y generoso.
El catequista y sus jóvenes se han retirado. Cada uno tiene un “programa” muy apretado: el
trabajo o los estudios, el novio o la novia, la familia, el deporte o el voluntariado. Todos, cada quien
en su lugar, cada quien según un ritmo, estamos invitados a ser santos.
“Sed perfectos...” Sí, es posible, porque la perfección empieza cuando el Amor toca una vida y
cuando, con amor, respondemos a quien antes nos ha tendido una mano, nos ha perdonado y elevado
a una nueva vida: somos hijos en el Hijo, somos cristianos en una Iglesia santa en la que vive y trabaja
el Espíritu santificador...

117. ¿Los verdaderos reformadores? Los santos

El deseo de reformar, de cambiar tantas cosas que no van bien, nace desde lo más profundo del
corazón, desde la sed de justicia y de paz que se esconde en cada uno de nosotros.
Queremos reformar el mundo, la economía, la política, la limpieza del aire y la eficacia de los
servicios públicos. Queremos reformar las leyes injustas, los desequilibrios entre el Norte y el Sur, la
pobreza endémica de tantos pueblos, las situaciones de injusticia. Queremos reformar la escuela y las
carreteras, las fábricas y los programas de computadoras, los aviones y los modelos de bicicleta que
dominan el mercado.
Queremos reformarlo todo. Incluso queremos reformarnos a nosotros mismos. Quitar esa mala
costumbre de rascarnos las manos cuando hablamos. O ese deseo innoble de rebajar los méritos de los
demás. O esa pereza que nos hace llegar siempre tarde a todos los compromisos.
Hay que cambiar muchas cosas, hay miles de problemas en el mundo y en la propia vida. Pero la
verdadera reforma, la que soluciona ese gran misterio que es el hombre, solo puede venir de una
fuerza superior: de Dios.
Por eso, cuando buscamos un mundo mejor, cuando queremos que llegue la justicia, cuando
soñamos con dejar un vicio y empezar a vivir honestamente en la familia o en el trabajo, la mejor
ayuda nos llega del Dios hecho presente en la historia a través de Jesús de Nazaret.
Eso es lo que testimonian miles de hombres y de mujeres. Hombres y mujeres que han logrado un
modo especialmente intenso de vivir cerca de Jesús y que llamamos familiarmente con una sencilla
palabra: “santos”. Santos que han sido los verdaderos reformadores, los que han iniciado aquí y allá
tantos caminos de renovación, de justicia, de paz, de esperanza en los corazones y en los pueblos.
El Papa Benedicto XVI lo recordaba en la Jornada Mundial de la Juventud que se tuvo en Colonia
los días 18-21 de agosto de 2005. Cuando pronunció su discurso durante la vigilia del sábado 20 de
agosto, ante un millón de jóvenes, presentó a los santos como modelos. ¿Modelos de qué? Modelos
de “la riqueza del Evangelio”, modelos que se convierten en “la estela luminosa que Dios ha dejado
en el transcurso de la historia, y sigue dejando aún”, decía el Papa.
120

Los santos nos muestran, continuaba el Papa, “cómo se consigue ser cristianos; cómo se logra
llevar una vida del modo justo: a vivir a la manera de Dios. Los beatos y los santos han sido personas
que no han buscado obstinadamente la propia felicidad, sino que han querido simplemente
entregarse, porque han sido alcanzados por la luz de Cristo. De este modo, nos indican la vía para ser
felices y nos muestran cómo se consigue ser personas verdaderamente humanas”.
De este modo, los santos “han sido los verdaderos reformadores que tantas veces han remontado a
la humanidad de los valles oscuros en los cuales está siempre en peligro de precipitar; la han
iluminado siempre de nuevo lo suficiente para dar la posibilidad de aceptar -tal vez en el dolor- la
palabra de Dios al terminar la obra de la creación: „Y era muy bueno‟“.
¿Algunos nombres? Benedicto XVI quiso recordar a santos muy queridos por millones de
personas. “Basta pensar en figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santa Teresa de Ávila, san
Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo, a los fundadores de las órdenes religiosas del siglo XVIII,
que han animado y orientado el movimiento social; o a los santos de nuestro tiempo: Maximiliano
Kolbe, Edith Stein, Madre Teresa, Padre Pío”.
El Papa quiso dar mayor fuerza a estas ideas con una frase atrevida: “Los santos, hemos dicho,
son los verdaderos reformadores. Ahora quisiera expresarlo de manera más radical aún: solo de los
santos, solo de Dios, proviene la verdadera revolución, el cambio decisivo del mundo”.
Cada generación humana necesita ser tocada por Dios, recibir la ayuda y el testimonio de los
santos, iniciar la revolución profunda y decisiva que cambia la historia y mejora los corazones. Una
revolución que nace del amor, del olvido de uno mismo, del no pensar en la propia felicidad para
entregarse, según el modo de amor de Dios, para dar la vida por los demás.
Necesitamos verdaderos reformadores, necesitamos santos. Quizá no haya que buscarlos fuera de
nuestras paredes. Quizá sea el momento de permitir a Cristo que penetre en la propia vida para iniciar
un camino misterioso y apasionante de santidad, de amor, de entrega, de justicia y de paz...

118. Tierras difíciles

El párroco había notado una concentración un poco especial en Miguel. Lo agradeció mucho,
pues el muchacho, con sus 13 años y un cuerpo en pleno desarrollo, solía crear no pocos problemas
durante las catequesis. Durante la explicación de la parábola del sembrador no dejaba de mirar al
sacerdote como quien está sumido en una reflexión profunda.
Al final, el sacerdote no pudo vencer su curiosidad. Se acercó a Miguel y le preguntó: “¿cómo es
que hoy estuviste tan atento?” Miguel parecía no querer desvelar lo que llevaba en su corazón.
Murmuró unas palabras ininteligibles. La mirada del sacerdote reflejaba paciencia y comprensión, y
entonces Miguel empezó a hablar con claridad.
“Padre, es una parábola muy bonita. Hay tierras buenas y tierras malas. Yo he nacido y vivo en
una tierra mala. Mi padre es borracho, y hace años que no hace nada por la familia. Mi madre apenas
soporta a los tres hijos que vivimos en casa. Siempre se queja, nos golpea, nos deja solos, se va a
hacer sus cosas. Entre nosotros nadie piensa en rezar o en vivir según el Evangelio. Si le dijese lo que
hago con mis amigos, lo que veo en la televisión, lo que imagino cuando me tumbo en la cama...
121

Tenemos mala tierra, padre, y en mala tierra la semilla no puede hacer nada”.
La franqueza del chico penetró a fondo en el alma del sacerdote. Durante aquel día le dio vueltas
al problema. ¿Qué se puede hacer para preparar tierras tan difíciles? ¿Cómo lograr que la semilla
cambie un terreno árido, pedregoso, lleno de zarzas, duro y reacio a cualquier intento de la gracia?
La pregunta se convirtió en otra: ¿es culpable Miguel de su dureza? ¿No será, más bien, víctima
de una situación familiar y social gravemente injusta?
De repente, como una luz superior, se dijo a sí mismo: “Pero, ¡qué tonto eres! ¿Por qué no hablas
de esto con Jesús?”
Fue a la capilla y empezó una oración sencilla. “Señor, aquí me tienes. Me llamaste a trabajar en
una viña difícil, en un campo duro, en una sociedad descristianizada. Muchas familias están rotas,
muchos padres no enseñan la fe y la moral cristiana a sus hijos, muchos niños y adolescentes siguen
sus instintos sin ningún freno.
¿Cómo podemos, Señor, preparar la tierra? ¿No es inútil la catequesis cuando una vida está tan
llena de miserias, cuando tanto mal ha carcomido la conciencia, si es que alguna vez alguien dijo a
este muchacho cuál es la diferencia entre el bien y el mal?”
El silencio de Jesús Eucaristía era intenso. Una voz interior, sin embargo, se iba haciendo espacio
en aquel sacerdote tan deseoso de llevar algo de Dios a sus muchachos.
“Tienes razón: no es fácil tirar semillas en tierras duras, ni enseñar la fe a quien no está en
condiciones de aceptarla. La semilla solo actúa en tierra buena, pero hace falta preparar el terreno,
abrir surcos, regar el suelo, abonar campos aparentemente infecundos. Ese es el trabajo que te toca a
ti, con tu oración, con tu paciencia, con tu sonrisa, con tus luchas, con tu cansancio de cada día.
No siento indiferencia por el alma enferma. No puedo mirar sin cariño a tantos adolescentes
hundidos en el mundo de la droga, del alcohol, del sexo, de la vida sin sentido. No puedo olvidar que
también son hijos, débiles, heridos, necesitados de un amor inmenso, de una paciencia infinita, de una
misericordia capaz de devolverles la limpieza.
Tú puedes reflejar algo de mi amor. Tú eres, como sacerdote, un enviado especial (humano y
débil) de mi cruz y de mi victoria en la Pascua. Tú, sin saberlo, has llegado un poco al corazón de
Miguel, simplemente por el hecho del saludo, de la pregunta, del afecto.
Del resto, no te preocupes. Habrá alguno que siga en su dureza, que diga „no‟ a las llamadas de mi
Padre. Déjame el juicio a mí. Los misterios de cada corazón no se vislumbran con miradas humanas.
Tú sigue con la mano en el arado. Arroja con confianza, todos los días, la semilla buena, viva, fuerte,
transformante. Riégala con tu oración y tu esperanza. Ama, y el resto lo hará mi Palabra”.

119. Gente importante

La prensa nos presenta cada día a hombres y mujeres famosos. Personajes del hoy, esos que
escriben la historia con opciones dramáticas y decisivas. Personajes del ayer, a los que recordamos en
un aniversario o cuando llega la noticia de su muerte: “Fulanito, director de cine, murió con 93 años”.
“Menganito, presidente del gobierno en la crisis X, acaba de dejarnos...”
122

Gente importante: empresarios, militares, guerrilleros, pensadores, literatos, deportistas... Gente


que ha sido conocida, de la que se ha hablado durante meses o años. Gente que ha dejado huella en la
historia.
Otros muchos, la inmensa mayoría, viven una vida sencilla, oculta, sin ninguna importancia
aparente. Son oficinistas encerrados horas y horas en un despacho. Son obreros que ajustan piezas de
coches en una fábrica. Son campesinos que miran al cielo en espera de lluvia mientras arrojan la
semilla entre los surcos. Son padres y madres de familia que besan a sus hijos, los visten, los cuidan y
les dan comida, medicinas y consejos.
No aparecen en la prensa. No son protagonistas del cine. No ganan premios de fórmula uno o la
copa mundial de fútbol. Sin embargo, tejen, con hilos finos, parte de la trama del mundo, pequeñas
notas de esa vida hecha de mil colores, penas y alegrías. Sus corazones laten para lo ordinario, y con
lo ordinario llenan de esperanza y de cariño la vida de millones de casas y chabolas en casi todos
rincones de la tierra.
Ante los ojos de Dios, ¿quién es importante? Tal vez ese político famoso resulte ser un mezquino
y un egoísta, mientras el anciano que ayuda a limpiar la casa de sus nietos brilla con una luz intensa,
azul y blanca, entre los ángeles que cantan y las estrellas que suspiran alegrías.
A la luz del amor y de la entrega se ve quién es realmente grande, quién es “gente importante”. Es
importante ese niño al que la policía aparta con violencia mientras pasa un futbolista famoso, porque
todas las tardes dedica su tiempo a escuchar a su abuelita. Es importante ese enfermo que reza, con un
rosario entre sus dedos hambrientos de justicia, para que el terrorismo y las guerras dejen de hacer
llorar a miles de inocentes. Es importante ese señor o esa señora que cada noche, mientras la luna
pasea por los cielos, se pone de rodillas, junto a los hijos, para rezar, en familia, una oración que
conmueve el corazón de Dios: “Padre nuestro...”
No vale la pena ser fuego de hojarasca o fulgor de pirotecnia. No sirve para nada tener un lugar en
los manuales de historia, en las páginas de la prensa, y no haber dado amor a quien vivía a nuestro
lado. Solo importa darse a otros, ser fiel a la esposa o al esposo, dar cariño a los padres ancianos y a
los hijos, al vecino y a ese enemigo que, quizá, necesita sentir el amor de Dios a través del perdón que
le ofrece un corazón bueno.

120. Vacaciones, ¿con o sin Dios?

El bañador, las gafas de sol, una novela de intriga, una revista de crucigramas, algo de ropa (no
mucha), champú, colonia... Todo entra en la maleta, antes de salir, por fin, de vacaciones.
Todo... Bueno, algo tiene que quedarse en casa. Miramos a la estantería y salta, ante nuestros ojos,
una Biblia. ¿La llevamos? Una voz nos susurra: “pesa mucho, además, vas de vacaciones, para
disfrutar y descansar, que te lo mereces...”
Existe el peligro de vivir el tiempo de verano como si Dios no existiese, como si la fe cristiana
fuese solo para los días ordinarios, para el trabajo, cuando los familiares, conocidos y amigos clavan
sus ojos en nosotros y siguen cada uno de nuestros movimientos.
123

Las vacaciones, piensan algunos, se viven para olvidar deberes pesados, responsabilidades
difíciles, normas opresoras. Incluso hay quienes olvidan o quieren olvidar esa lista de mandamientos
que Dios nos dio por medio de Moisés y que marcan nuestro camino de fidelidad a Cristo. Buscan
hacer “vacaciones sin Dios”, o, incluso, mandan a Dios “de vacaciones” para poder disfrutar unos
días según lo que se les antoje en cada momento.
El cristiano, sin embargo, no puede tomarse vacaciones de sus compromisos espirituales. Pensar
en el verano como una especie de tiempo sin ley, donde uno se echa unas cuantas canas al aire y se
permite películas, bailes o bebidas que pueden ser peligrosas, es simplemente no entender el tesoro
tan estupendo que llevamos entre manos. No es justo arriesgarse a perder, en unos días, la amistad
con Dios que llamamos “estado de gracia”.
La vida cristiana, no lo olvidemos, es el tesoro más grande que Dios nos ha dado. Implica vivir
según las bienaventuranzas, pensar en los demás, ayudar a los pobres, ser fieles a los compromisos
familiares y sociales. El verano no puede ser un paréntesis, un momento en el que dejemos volar los
instintos a donde nos lleven, incluso tal vez a algún que otro pecado grave.
No pensemos solo en el campo sexual, donde ya de por sí somos tentados durante casi todo el año.
También se puede aplicar al verano la parábola del pobre Lázaro a las puertas del rico (que llamamos,
ya por costumbre, Epulón): habrá algún necesitado que nos pida ayuda, y pensar en los otros vale
también cuando uno está en la playa o en la montaña.
Igualmente, hay vírgenes necias que, en verano, son sorprendidas por la llegada del esposo, y no
tienen aceite en sus alcuzas. La muerte no avisa, y no es de psicóticos estar preparados al encuentro
del Señor.
Además, los dones que Dios nos ha dado (salud, alegría, sano optimismo, energías físicas y
espirituales) no son para ser guardados durante las semanas de descanso: también nos pueden pedir
cuenta de lo que hayamos hecho o dejado de hacer con ellos estos días en los que alguno se siente con
más ganas de acariciar las sábanas que de dedicarse a ayudar a la familia en las pequeñas cosas de
todos los días (también en verano).
Pero ver el verano solo como un momento de relax lleno de tentaciones es injusto para con
nosotros mismos y para con el mismo Dios. Cuando disponemos de más tiempo libre, cuando los
momentos de descanso son abundantes, podemos dedicarnos con mayor serenidad a tantas
actividades que embellecen el corazón, que nos acercan a Dios.
Ir un rato a una iglesia o al cementerio más cercano para rezar, sin prisas, sin relojes. Pasear los
ojos en las plantas con las que Dios nos permite asomarnos a su imaginación inagotable. Escuchar
con esperanza los gritos de unos niños que luchan por mantener en pie, frente a las olas, un castillo de
arena frágil como la vida de cada hombre y mujer en este planeta de emociones y sorpresas. Seguir
con la mirada el vuelo de un murciélago que todas las tardes busca y consigue la comida para su
existencia efímera. Mil oportunidades nos permiten reflexionar sobre tantas cosas importantes:
nuestra familia, nuestras amistades, nuestros sueños más profundos, quizá aún irrealizados...
Acabamos de preparar la maleta. Quizá no hubo espacio para la Biblia gruesa, pesada, más de
adorno que de lectura. Pero pudimos apretar, entre un pijama y unos pantalones de paseo, un pequeño
Evangelio o una Imitación de Cristo. Tendremos pequeños momentos para volver a leer verdades que
nos salvan, que nos ponen ante lo único necesario.
124

Cuando cada domingo, en la playa o en la montaña, busquemos una iglesia para ese encuentro
deseado con Cristo en la Misa, podremos decirle que este verano, de verdad, no hemos hecho unas
vacaciones sin Dios.
A Él lo invitamos, el primero, a vivir unos días de emociones y de descanso, estos días de
vacaciones. Un descanso que será eterno y feliz, si acogemos su amor, cuando nos llame, un día
cualquiera, en el trabajo o, por sorpresa, en un día de vacaciones vividas, esperamos, entre sus brazos
de Padre bueno.

121. Si Dios quiere...

En otros tiempos se repetía, casi como un estribillo, la frase “si Dios quiere”. Quizá alguno la
usaba tantas veces que hizo que perdiese su sentido, que dejase de significar algo concreto.
Hoy en día resulta extraño escuchar a alguien que añada, al inicio o al final de su discurso, la vieja
frase. Esto nos permite usarla con más atención, con más conciencia, dándole todo su significado.
¿Qué significa decir “si Dios quiere”? Por un lado, significa un reconocimiento: la historia del
universo no está sometida a un destino ciego ni a un indeterminismo absoluto.
Detrás de una estrella enana, de un cometa, de un planeta, de una explosión solar y de una
tormenta de granizo se esconde un designio maravilloso, estupendo, lleno de misterios pero no por
eso menos emocionante. Se esconde el proyecto de un Dios que es amor, que hace todo por el bien,
que ama a cada uno de sus hijos y que se manifiesta, cada día, en las mil hermosuras de la creación.
Por otro lado, significa una aceptación del propio lugar en este universo de bellezas y de fuerzas
no siempre controlables por el ser humano.
Es cierto que la técnica ha logrado usar (a veces, mal usar o abusar) miles de realidades que hasta
hace pocos siglos eran casi desconocidas. El empleo industrial del petróleo, el aprovechamiento de la
fuerza del viento, la manipulación (llena de peligros) de la energía nuclear, son algunos de esos
ejemplos. Si, además, nos asomamos al mundo de la medicina, ¡cuántas enfermedades antes
incurables tienen ahora un tratamiento adecuado!
Sin embargo, y a pesar de tantos progresos, mil variables escapan a nuestro control, mil sorpresas
nos dicen que la vida no es algo sometible por entero a los instrumentos de los laboratorios más
perfectos.
El “si Dios quiere” no es solo reconocer ese indeterminismo que nos inquieta (a veces, que nos
alegra: aquella enfermedad para la ciencia incurable, nos sorprende con una curación inesperada); es,
sobre todo, reconocer que incluso en los mismos progresos de la ciencia se esconde siempre el
proyecto de un Dios bueno.
“Si Dios quiere” hoy iré al trabajo, tendré un poco de buena comida en mi mesa, funcionará la
computadora, no habrá cortes de corriente eléctrica, y podré visitar por la tarde a un amigo enfermo.
“Si Dios quiere” hoy podré rezar y cantar un poco el amor de ese Dios que sueña en mí y al cual un
día (el día que Dios quiera) podré ver cara a cara. “Si Dios quiere” llegará esa lluvia que deseamos
desde hace meses, o brillará un sol que esperan miles de campesinos para los últimos trabajos antes de
la cosecha.
125

“Si Dios quiere”, pondré a trabajar esa libertad que Él me ha dado con tanto amor, para que hoy, al
menos hoy, un hombre o una mujer puedan sentir que el amor es más fuerte que la muerte, gracias a
un gesto mío de generosidad, de perdón, de cariño sincero y fresco...

122. Levadura nueva

La vida nos ha llenado de necesidades. El ambiente, los amigos, el “nivel social”, o los propios
gustos, nos obligan a invertir casi todo el tiempo en conseguir una buena titulación académica, lograr
un trabajo cualificado con un salario elevado, y realizar no pocos sacrificios para mantener unos
gastos que nunca nos dejarán completamente satisfechos.
En medio de esta situación, algunos pierden el sentido de lo esencial, a nivel individual o
colectivo. Quien lo ha pagado de un modo profundo es la familia y, en concreto, los “hijos” que no
llegan o llegan a cuentagotas.
Ya resulta un tópico hablar del “invierno demográfico” o del suicidio nacional de varios países
considerados ricos. Incluso los jóvenes, que empiezan a darse cuenta de la situación, no ven caminos
para salir del túnel, no se sienten capacitados para romper con los esquemas dominantes y abrirse con
generosidad a tener más hijos de lo que permite la “obligación” de alcanzar un nivel de vida
“obligatorio” según los tiempos que corren.
Algunos posponen por años el matrimonio, no ven posible alcanzar la estabilidad económica para
dar el paso. Si se casan, la posibilidad del divorcio ensombrece la vida de la pareja y tiñe de amargura
discusiones que podrían superarse con un poco más de cariño y, a veces, con un poco de sacrificio. En
este ambiente, ¿hay ese mínimo de ilusiones que permiten acoger la llegada de nuevos hijos?
A la vez, hay señales de esperanza. Grupos en las parroquias y movimientos eclesiales se
esfuerzan por vivir las verdades del Evangelio. Jóvenes y adultos descubren la paz de la oración, la
alegría de la caridad, el crecimiento de la renuncia, la riqueza de la generosidad, la donación sin
medida.
Aquí y allá encontramos esposos que reciben, como bendición de Dios, los hijos que van
llegando. No será algo fácil, desde luego, proveer a su educación (¿lo ha sido alguna vez, incluso
cuando en la familia había un solo hijo?), pero el dinamismo del Evangelio abre mil horizontes y
ofrece el apoyo de tantos otros creyentes que forman, de verdad, comunidades unidas por el amor.
Varios países se encuentran en una encrucijada decisiva. La situación creada por una economía
del “bienestar” parece haber aprisionado a muchos. Pero la libertad es mucho más poderosa que las
cadenas, las modas y los condicionamientos sociológicos. Es más poderosa esa libertad cuando se
nutre con un alimento nuevo, desde el encuentro con Cristo vivo, a través de la escucha del Espíritu
Santo, con la compañía de nuestra Madre del cielo.
Hace muchos siglos, ante una situación en la angustia oprimía muchos corazones, san Agustín
supo ofrecer una palabra de esperanza: no estamos ante un mundo que termina, sino ante un mundo
que inicia. Nos toca a los creyentes ser levadura. La masa, empapada con el testimonio de nuestro
amor, empezará a teñirse de vida, de niños, de alegría.
126

123. Los ángeles del cielo

¿Qué son los ángeles? Espíritus que contemplan a Dios y que viven en medio del misterio.
Espíritus que participan de la alegría divina y colaboran en sus planes sobre los hombres débiles y
necesitados de ayuda y protección.
Por eso los ángeles sufrirán, de algún modo que no podemos imaginar, al ver que hay corazones
que se cierran al amor o pierden la esperanza. O se alegrarán profundamente cuando vean que otros
corazones lloran por sus pecados e inician el camino del regreso al Amor de Dios.
El Evangelio nos habla de fiestas y gozo entre los ángeles por cada pecador convertido. Cada vida
es importante para Dios, es observada por los ángeles, es bendecida de mil formas por compañeros
celestes que nos invitan a soñar en el cielo que nos espera.
Dios desea que algunos ángeles intervengan en nuestras vidas. Por eso en la Biblia encontramos la
narración de presencias angélicas. Especialmente bella resulta la salida de san Pedro de la cárcel,
guiado por un ángel. Ya en la calle exclama fuera de sí: “Ahora me doy cuenta realmente de que el
Señor ha enviado su ángel y me ha arrancado de las manos de Herodes y de todo lo que esperaba el
pueblo de los judíos” (Hch 12,11).
Es muy conmovedora la historia de Tobit y de su hijo Tobías, a los que Dios envió el arcángel
Rafael. Solo al final, cuando Tobías ha podido contraer matrimonio con Sara, y cuando Tobit ha
recuperado la vista, los dos descubren que habían sido ayudados por un ángel.
El mismo Rafael les explica cómo había intervenido en sus vidas:
“Cuando tú y Sara hacíais oración, era yo el que presentaba y leía ante la Gloria del Señor el
memorial de vuestras peticiones. Y lo mismo hacía cuando enterrabas a los muertos. Cuando te
levantabas de la mesa sin tardanza, dejando la comida, para esconder un cadáver, era yo enviado para
someterte a prueba. También ahora me ha enviado Dios para curarte a ti y a tu nuera Sara. Yo soy
Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre presentes y tienen entrada a la Gloria del Señor”
(Tb 12,12-15).
Rafael añade inmediatamente, para tranquilizar a sus amigos, estas palabras llenas de afecto: “No
temáis. La paz sea con vosotros. Bendecid a Dios por siempre. Si he estado con vosotros no ha sido
por pura benevolencia mía hacia vosotros, sino por voluntad de Dios. A él debéis bendecir todos los
días, a él debéis cantar. Os ha parecido que yo comía, pero solo era apariencia. Y ahora bendecid al
Señor sobre la tierra y confesad a Dios” (Tb 12,17-20).
Servidores de Dios y amigos de los hombres: así son los ángeles. Las palabras de Rafael nos
llenan de alegría y esperanza. Con la ayuda angélica podemos descubrir el amor de Dios y recibir una
fuerza concreta, oportuna, en tantas pruebas de la vida.
Por eso hemos de sentirnos invitados a dar gracias a Dios, porque no deja sin recompensa ningún
gesto de amor que podamos ofrecer a los hermanos nuestros más necesitados. Porque nos envía, en
ocasiones totalmente inesperadas, un ángel que rompa nuestras cadenas y nos lleve a descubrir lo
inmensamente bello que es el Amor del Padre de los cielos.
127

124. Crónicas desde el cielo

Los ángeles acaban de reunirse para “pasar la tarde”. Van a hablar sobre lo que ocurre en la Tierra,
quieren repasar las noticias de los últimos años terrícolas.
-Las noticias que llegan del mundo humano son descorazonadoras: guerras, hambres, abortos,
infanticidios, abandono de ancianos, congelación y uso de embriones como si fuesen animales de
laboratorio...
-¿No será que los hombres quieren cometer una especie de “suicidio colectivo”?
-Bueno, bueno, no hay que ser tan pesimistas. También hay cosas buenas. Acabo de encontrarme
con una familia “extraña”: los esposos se quieren, se respetan, y son fieles a su matrimonio. Han
acogido los 10 hijos que Dios les ha ofrecido, los educan con cariño (que vale mucho más que el
dinero), y viven con una alegría envidiable.
-Pero te olvidas que muchos a su alrededor están criticándoles por su modo de ser “generosos”.
Los familiares y amigos dicen que son irresponsables, que no saben en qué mundo viven, que hay que
pensar en la carrera de los hijos, que luego habrá problemas de drogas en los más pequeños, etc.
-No hay que escuchar todo lo que dicen los demás. De lo contrario, nadie podría hacer casi nada:
siempre vas a encontrar quien te señale con el dedo. Lo principal es el amor. Si dos esposos se aman y
quieren amar los hijos que Dios les permita tener, ¿por qué esa envidia o esa incomprensión que viene
de quienes ven cada hijo más como un problema que como una alegría inmensa para sus padres, para
el mundo y para el cielo?
-También he escuchado que hay médicos que se niegan a hacer abortos, y otros que buscan
maneras para ayudar a no abortar a las chicas o a las señoras que sienten una presión muy fuerte para
eliminar al hijo más necesitado de ayuda.
-¿Ves cómo hay cosas buenas allá abajo? Bueno, pido perdón al ángel guardián, pues en el mundo
del espíritu no hay arriba y abajo, pero nos entendemos. Lo que importa es mirar a los corazones, y
ver que el bien, aunque no aparezca en la televisión, está mucho más activo de lo que se piensa.
-Aunque luego te critiquen. Me impresionaron mucho esas personas, algunos simples niños, que
buscaron maneras para llevarle agua a una pobre señora que estaba agonizando porque le quitaron los
tubos de alimentos y de hidratación. Se llamaba Terri y murió el 31 de marzo de 2005, según el
calendario de la Tierra. Los policías, claro, tenían que cumplir con su deber, y prefirieron arrestar a
estos valientes antes que poner en peligro su carrera. Lo triste es cuando casi todos piensan como los
policías: entonces se acabaron los héroes, y las injusticias continúan por años interminables.
-Héroes los habrá siempre. Acaban de contarme de nuevo la vida del P. Maximiliano Kolbe.
Hombres y mujeres como él hacen hermosa la Tierra. Aunque a nosotros nos parezca a veces que
todo va de mal en peor.
-Bueno, creo que tenemos que terminar nuestra tertulia de hoy. Acabo de saber que mientras
moría aquella señora, Terri (que es una abreviación de Teresa), en un rincón de Europa una señora
médica, casada con un médico, daba a luz a su séptima hija, y la van a bautizar con el nombre de
Teresa. Será coincidencia, pero frente a quienes buscan la muerte de sus semejantes otros acogen con
128

alegría y generosidad (que a veces implica sacrificios) el nacimiento de nuevos hijos, que algún día
también vendrán por acá, a la Casa del Padre.
-Como siempre digo, los hombres no son tan malos. Si dejásemos que la prensa reservase un 10
por ciento de espacio para buenas noticias, para presentar la generosidad de los que aman la vida de
sus semejantes, la gente sería menos pesimista y más dispuesta a hacer el bien.
El ángel guardián toca la campana. Llega la hora de volver cada uno a sus trabajos. El planeta
Tierra gira, las nubes pasean de un lado para otro, y una niña recién nacida puede sentir la caricia de
dos padres y seis hermanos que la miran con esa alegría de quienes saben lo hermoso que es la vida
enamorada.

125. Los ojos de una niña

Aquel sacerdote había quedado con una herida profunda en el corazón. Deseaba hablar, gritar,
moverse, buscar mil maneras para cambiar las conciencias... Al final, tomó un pedazo de papel y
escribió, con pulso ágil, lo que desbordaba en su interior, como un chaparrón de ideas que quizá algún
día podrían servir para ayudar a alguien.
“No puedo resignarme. Es una niña normal, como todas. Con el deseo de ser buena, de estudiar,
de jugar, de amar. Pero sus padres se han separado. Todas las seguridades de esa niña, desde
entonces, se tambalean. Ama a los dos, a su padre y a su madre. Por eso no entiende que se hayan
peleado, por eso no sabe qué hacer con el „novio‟ que ahora tiene mamá, o con la amiga que vive con
papá...
Tendría que explicarle que los mayores hacemos promesas, pero que muchas veces no las
cumplimos. Que hay personas que se casan y son inmaduras. O que al inicio se aman de verdad, pero
luego se cansan el uno del otro. No sé si comprenderá. Ella vivía feliz, con sus siete años: lo tenía todo
con sus padres. Ahora, en cambio, están separados. Un gran dolor se ha abierto en todos: en él, en
ella, en la hija...
También en mí. Como sacerdote, como quien trabaja con niños, no puedo sentirme indiferente.
Sí, lo sé: es imposible que vivan juntos esposos que no se aman, o incluso que se odian. Es cierto que
muchos rompen el matrimonio por motivos muy justificados, o por un simple capricho.
Pero, ¿y los hijos? Ellos lo ven todo desde otra perspectiva, pero sus sentimientos ahora parece
que quedan en segundo plano. Antes está la realización de los mayores, su libertad, sus “derechos”, su
orgullo herido o su inmadurez profunda (a veces sólo de uno de los dos, pues hay esposos que siguen
fieles al amor, que son víctimas inocentes, a pesar de la traición de la otra parte).
¿Pedir a los padres que se reconcilien? Sería lo mejor para la niña (¿también para ellos?), pero no
sé si me harán caso. Tal vez él o ella me dirán que los sacerdotes tenemos la culpa de no haberles
preparado bien al matrimonio. No lo sé, pues hay sacerdotes que lo hacen muy bien. Pero incluso con
una buena ayuda, los esposos siguen siendo libres, con las puertas abiertas a la fuga en cualquier
momento, y muchos, por desgracia, escapan de su hogar...
Tengo en el corazón los ojos de esa niña. Simplemente quiere que le diga qué hacer, cómo vivir lo
que está pasando en su casa. Quizá le responda que sus papás son buenos, que la quieren mucho,
129

pero... Pero no sé si esto le servirá, si daré paz a su corazón herido, si volverá a pensar que la vida es
bella y que el amor es lo más hermoso que nace del corazón de los grandes...
Rezaré por esa niña y por sus padres. Rezaré para que los novios se casen bien, para que los
esposos sean fieles a su amor. Para que los niños puedan tener siempre unos padres que se aman.
Sé que pido demasiado. Los ojos de esa niña, sin embargo, lo merecen. Y también los mismos
padres que sufren, muchísimo aunque no lo digan, al ver cómo los hijos son las víctimas más débiles
de un fracaso. Un fracaso que en algunos casos pudo evitarse con algo de sacrificio, con amor, con
mucha oración, con un gesto de perdón. Que parece tan difícil, pero que es capaz de curar tantas
heridas...”

126. Ante la enfermedad

Llegó el momento tan temido: una enfermedad, un accidente, una mutilación. La vida, hasta
ahora, avanzaba tranquila, llena de ocupaciones y de planes. De repente, algo hizo su aparición. Y
todo, absolutamente todo, empezó a ser distinto.
Ante la enfermedad son posibles actitudes muy diferentes. Algunos la ven como una derrota,
como un fracaso. Los proyectos, los deseos, quedan relegados a un lugar secundario. Una muralla alta
e infranqueable, acompañada muchas veces por dolores más o menos graves, aparta al enfermo de
aquello que antes era el centro de su vida.
Otros, en cambio, quieren seguir en la lucha. Saben que han cambiado dimensiones más o menos
importantes de su vida, pero la rendición no entra en el horizonte. Buscan terapias, aceptan prótesis,
encuentran maneras para realizar, si no todo, al menos mucho de lo que antes era el propio vivir de
cada día. Son personas incapaces de rendirse, deseosas de aprovechar esta breve existencia al
máximo, incluso en situaciones nada fáciles.
Pero hay enfermedades que carcomen, que inmovilizan, que llevan incluso a la desesperación.
Especialmente cuando uno sabe que el dolor de mañana será un poco más intenso que el de hoy. O
cuando una parálisis poco a poco conquista nuevos miembros del propio cuerpo. O cuando uno
percibe esas primeras señales de lo que será una enfermedad mental irreversible.
En esos momentos, tocamos más intensamente la fragilidad de nuestra existencia temporal. Es
cierto que en algunos lugares del planeta la medicina y una vida sana permiten vivir muchos años con
una salud envidiable. Pero ni los países más ricos pueden garantizar la salud para el día de mañana.
Cuando la enfermedad inicia, abrimos los ojos a esa realidad que muchas veces olvidamos: estamos
aquí como peregrinos, no tenemos en esta tierra una patria permanente (cf. Heb 13,14).
Además, vivida correctamente, la enfermedad nos permite abrirnos a los otros. Nos hacemos
dependientes y, si hay un buen corazón, también agradecidos. Descubrimos tantas personas
generosas, dispuestas a estar junto al necesitado, entregadas a la tarea de consolar ánimos y aliviar
dolores, compañeras de camino en las horas difíciles en las que el sufrimiento nos tienta a aislarnos, a
romper puentes, a vivir la enfermedad como algo privado cuando, en realidad, nos interpela a todos.
En la vida cristiana, la enfermedad puede convertirse en un momento particular de crecimiento. El
hombre o la mujer que sufre, está abierta a comprender el misterio del dolor humano y místico de
130

Jesús. Incluso es capaz de participar más íntimamente en la agonía salvadora de Cristo, de unir sus
dolores a los del Maestro, de atraer la mirada del Padre y derramar sobre el mundo torrentes de gracia,
de amor, de esperanza, de consuelo.
El momento de la enfermedad llega. A unos, más temprano, incluso de niños. Como a aquella
niña italiana, Antonietta Meo (1930-1937), que sufrió una forma muy aguda de cáncer. Y que supo
escribir, como una oración sencilla y profunda, lo que muchos quisiéramos decir cuando nos llegue el
momento difícil de la prueba:
“Querido Jesús Crucificado: Hoy has muerto en la cruz para redimirnos del pecado. Yo te quiero
adorar y reconozco cuánto has sufrido por mí, y también reconozco todos mis pecados y te prometo
que no los cometeré nunca más.
Querido Jesús, tú en aquellas tres horas de agonía, en las que estuvo presente también tu Madre...
Quiero también yo sufrir con las santas mujeres y derramar lágrimas de dolor.
Querido Jesús, hoy que he estado enferma te he ofrecido todos mis dolores.
Querido Jesús, te prometo que todos los dolores que me enviarás te los ofreceré, y haz que cada
paso sea una palabra de amor, querido Jesús.
Querido, te encomiendo a mi director espiritual. Ayúdale a predicar bien y a hacer todas las cosas
que debe hacer, y ayuda también a mis padres.
Saludos y besos de tu querida, Antonietta” (26 de marzo de 1937).

127. Estar junto al enfermo

Cada hombre enfermo toca nuestro corazón de un modo particular. La mayoría experimenta
compasión, un profundo deseo de asistir o acompañar a quien sufre, a quien vive la experiencia de la
incapacidad, del dolor, tal vez de la desesperación y la amargura.
El dolor de otros nos afecta a todos. Querríamos aliviarlo, ayudarle a encontrar caminos para
curarlo, u ofrecerle medios para una rápida recuperación. Querríamos que el enfermo no quedase
abandonado a su suerte. Querríamos que pudiese encontrar maneras para seguir en la vida de un
modo más o menos autosuficiente, libre, indoloro.
A veces no podemos hacer casi nada para que regrese la deseada salud, pero sí mucho para
mostrar nuestro afecto y cercanía. Eso ya es mucho. A veces basta con estar allí, a su lado. Con una
palabra oportuna, o con la sonrisa de siempre; con un chiste, o con el recuerdo de momentos más
felices, más buenos.
Otras veces podremos escuchar sus deseos, ayudarle a realizar aquello que nos pide. Hoy nos
permitirá llamar por teléfono a un familiar lejano, para escuchar, desde su lecho, esa voz que tanto
deseaba oír de nuevo. Mañana nos pedirá que vayamos a comprar un cochecito de juguete a un nieto
que pronto lo visitará. Otro día nos dirá, simplemente, que le acariciemos la mano, que le digamos si
hay nubes en el cielo. Nos suplicará que miremos sus ojos cansados, oprimidos por el miedo, ansiosos
por ver un rostro amigo. Otro día no dirá nada. Respirará, con fatiga, con esfuerzo. Apretará con su
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mano nuestra mano, fijará sus ojos en los nuestros, buscando un poco de esperanza, un cariño que no
ha muerto.
Estar junto al enfermo. Tal vez, sin darnos cuenta, será él quien nos ayude, quien nos haga menos
irritables, un poco más sencillos y pacientes. Tal vez él nos hará comprender que esta vida no lo es
todo, que de nada sirve el dinero sin salud, que esa casa de campo comprada con tanto esfuerzo queda
ahora sola, triste, sin su dueño.
Estar junto al enfermo. Alguien nos quiere allí, alguien nos espera a su lado. Un día nos dejará, irá
a otros cielos. Su partida será un momento de dolor, pero no un adiós definitivo: será un “hasta
luego”. Un “hasta luego” que nos hará sentir que no fue tiempo perdido el que pasamos junto a él,
como si preparásemos ahora esa dicha de los cielos, donde el amor es simplemente eso: estar junto a
un enfermo...

128. El mejor regalo para un enfermo: el sacerdote

Los médicos no tienen duda: falta poco tiempo para que inicie la agonía. Los familiares sienten
una angustia profunda. Rodean a una señora anciana, todavía consciente, que en pocas horas dejará
de vivir entre los suyos.
Una enfermera que conoce la situación ha avisado al sacerdote que trabaja en el hospital. Llega el
sacerdote a la habitación, y la familia se muestra sorprendida, da señales de hostilidad. “No hace falta
que venga, puede retirarse”, le dicen. El sacerdote pregunta si la señora no querría hablar un momento
con él. Los familiares no quieren preguntarle, se niegan a que pueda haber un encuentro.
El sacerdote da un paso adelante, intenta hacerse ver. Piensa que así la señora podrá expresar su
opinión, hacer tal vez un gesto de deseo, de asentimiento, una llamada al sacerdote para hablar. Pero
los familiares se juntan, como un muro, para que la anciana no pueda ver al “intruso”. El sacerdote,
por fin, se retira vencido, con una profunda pena en el corazón: no es nada fácil encontrarse con
quienes rechazan para un familiar enfermo ese encuentro, a veces decisivo, con un sacerdote que
quiere hablar de perdón y misericordia...
La escena que acabamos de evocar es real. Nos deja atónitos descubrir que cada vez hay más
hogares y familias para las que el enfermo merece todo tipo de cuidados y atenciones, pero no la
visita de un sacerdote.
Algunos creen que la llegada del “cura” puede crear pánico, o reacciones de miedo, como si el
sacerdote fuese la señal de que ya nada se puede hacer. Quizá al final la familia llame al sacerdote
para los funerales, pero no quiso que se hiciese presente mientras el enfermo estaba consciente,
cuando podía sentir más necesidad de un apoyo espiritual que la medicina no es capaz de ofrecer al
que agoniza.
Tendríamos que promover una mentalidad radicalmente opuesta. El sacerdote que atiende al
enfermo grave no es un peligro, sino una esperanza. No es señal de fracaso, sino, tal vez, un nuevo
ofrecimiento de misericordia y de victoria. No es un símbolo del pasado que asusta, sino una
presencia amiga que invita a mirar al cielo. No es un “hechicero” que formula palabras extrañas ante
los cadáveres, sino el representante de Cristo para quienes, en la salud o en la enfermedad, buscan a
cualquier hora un encuentro con el Padre de los cielos.
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Ahora que se elaboran textos de “testamento vital” o de “voluntades anticipadas” para cuando
lleguen los últimos momentos de la propia vida, podríamos también elaborar un texto sencillo y claro,
decidido y lleno de fe, para pedir que a nuestro lado, cuando se acerque el momento de la partida, sea
llamado el sacerdote. Un texto que podría expresar nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro deseo de
misericordia. Un texto que podría manifestar, con sencillez y con valencia, ideas como estas:
“Soy católico. Agradezco a Dios el don de la vida. Agradezco a mis familiares y amigos su afecto
y cariño. Agradezco a los que me asisten en el hospital o en casa lo que han hecho y lo que puedan
hacer por mí.
Les pido, por ese mismo afecto que me tienen, que llamen a un sacerdote junto a mi lecho, mejor
si todavía estoy consciente. Un sacerdote que me pueda recordar el amor del Padre de los cielos. Un
sacerdote que escuche mis pecados y repita las palabras de perdón que solo Cristo puede darme. Un
sacerdote que pueda ungir mi frente, mi boca, mis manos y mi pecho, para prepararme al último
combate de mi existencia cristiana, o para recuperar la salud, si esa fuese la voluntad de Dios. Un
sacerdote que me coja de la mano y musite junto al oído el Padrenuestro que recité tantas veces en mi
vida. Un sacerdote que conforte a los que me quieren, que les dé una palabra de aliento o un silencio
respetuoso pero lleno de cariño. Un sacerdote que me haga ver que lo importante es el cielo, que el
amor es lo más valioso, que hasta un ladrón puede alcanzar el paraíso desde su cruz si descubre junto
a sí a Cristo. Un sacerdote que me traiga, escondida junto a su pecho, esa Eucaristía que se convierta
en el Viático, en el alimento que da la vida eterna y la fuerza para el último viaje de mi vida.
Les pido, de corazón, ese inmenso regalo. No teman por mi estado de ánimo, no piensen que me
asusta la presencia de un amigo tan sincero. Por el amor que me tienen, por lo mucho que hacen por
mí, concédanme la dicha de tener, junto a mi lecho, a un sacerdote que me traiga el olor de un Cristo
que murió para salvarme del pecado”.

129. Soñar un mundo cristiano

¿Podemos soñar un mundo cristiano? Quizá sea un poco difícil. ¿Podemos soñar, entonces, en un
país cristiano, una ciudad cristiana? ¿Cómo serían, cómo vivirían los hombres y mujeres que tuviesen
el amor como punto de referencia de todas sus decisiones?
Soñemos, por un momento, en esa civilización del amor. Todo nacería de la Eucaristía. La misa
sería el centro de la vida de cada corazón, de la familia, del mundo del trabajo, de los hospitales, de
los políticos. Todos acudirían a celebrar con amor el misterio de la muerte y resurrección de Cristo.
La semana recibiría luz y sentido desde la experiencia dominical, desde el Evangelio escuchado y el
amor recibido en el momento íntimo, profundo, eclesial, de la comunión eucarística.
En esta sociedad no habría odios, ni guerras, ni rencores. Alguna discusión se escaparía, quizá un
rato de rabia, pero el perdón cubriría todo, y la justicia reinaría en lo más profundo de cada corazón.
Los esposos se amarían, sin egoísmos, sin celos. Ella pensaría en hacerle feliz a él, y él no se
dejaría ganar en generosidad. Acogerían con amor cada hijo que Dios les concediese. También si
viene enfermo, también si va a significar un mayor esfuerzo para toda la familia. No olvidarían a los
abuelos: irían a visitarlos, los invitarían a casa, les darían un lugar principal en el hogar. Educarían a
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los hijos a la alegría, a la esperanza, a la ayuda mutua, a la donación a los demás. No permitirían
imágenes o escenas en televisión que hablen de odio, traición, infidelidad o placeres egoístas.
Los hijos obedecerían con cariño, pensarían cómo hacer más feliz a sus padres, se ayudarían entre
sí, trabajarían juntos para el bien de la familia. Escucharían con afecto a los abuelos, buscarían ratos
para estar con ellos. Irían a visitar a ancianos que viven solos, a enfermos que pasan horas y horas en
espera de alguien que les dé consuelo.
Los ancianos harían todo lo posible para no obstaculizar la vida de sus hijos, respetarían a las
nueras y los yernos. Buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar con discreción y ofrecer esa
sabiduría madurada con el paso de los años y los ratos de oración ante Cristo en el Sagrario.
Los edificios no serían bloques de existencias aisladas en las que el saludo se cruza solamente en
el ascensor o la escalera. Cada vivienda, cada urbanización, sería una comunidad de afecto en las que
todos pensasen en el vecino anciano, en el enfermo, en el que necesita un poco de dinero para una
operación más cara.
En el trabajo, los jefes evitarían cualquier abuso, cuidarían que el salario fuese justo, pensarían en
las familias de sus trabajadores y buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar sin ofender al que se
encuentra en una situación difícil.
Los empleados, obreros, oficinistas, respetarían a sus jefes, buscarían cómo hacer más fácil la
tarea directiva. El salario que llegase a sus bolsillos sería para la familia, y solo en familia verían
cómo hacer que ese dinero ayudase a los de casa y a los de lejos (sin olvidar antes a ese vecino que
pasa por un problema de dinero).
Los empresarios y los banqueros no vivirían solo para acumular dinero, vencer a la competencia y
dominar el mercado. Su ilusión sería dar más trabajo, con mejor seguridad, en un clima de amor y de
respeto. No habría créditos con intereses abusivos. Cuando en el banco se descubriese que alguno no
puede pagar la mensualidad o cubrir el crédito, se inventarían mil maneras de solidaridad y de apoyo
para que nadie, por culpa de los créditos, cayese poco a poco en la pobreza y la desesperanza de
deudas absurdas y opresoras.
Los médicos y enfermeras amarían a los enfermos, se preocuparían por ellos. Verían en cada uno
a Cristo sufriente, y los tratarían como a hermanos, sin quejas, sin prisas, sin protestas.
Los enfermos, a su vez, ofrecerían sus dolores a Dios por tantos hombres y mujeres que no tienen
esperanza, que no aman, que no conocen el sentido de la vida ni la belleza de sus almas. Sabrían
esperar, con paciencia, la llegada de su turno, y algunas veces intentarían consolar al mismo médico
que llora ante la inevitable derrota de la muerte: “doctor, llega la muerte, pero yo viviré para siempre:
¡nos vemos en el cielo...!”
Los políticos serían honestos, trabajarían por el bien de la sociedad, de los pobres, los marginados,
los enfermos. Harían maravillas para que el hospital fuese bien atendido, para mejorar las calles, para
hacer que los parques y el aire limpio alegren la vida de los pequeños, los medianos y los grandes.
Los policías y los jueces no pedirían un cumplimiento frío, ausente, de las normas ciudadanas,
sino que tratarían a cada uno con respeto, incluso al que falló, al que tuvo un mal momento. Su
respeto, su honradez, serían garantía de que la justicia basada en el amor es más eficaz que la orden
impuesta desde el miedo, o que ese mundo triste de los sobornos y los favoritismos.
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Hemos soñado un poco. Llega la hora de despertar, de mirar afuera, de encontrar los males de
siempre y las penas que no acaban. Quizá condenemos a aquel, que va a misa, que presume de
cristiano pero vive como pagano. Quizá nos quejemos ante Dios por un mundo que pudo haber sido
un poco mejor, más justo, más llevadero...
Haríamos bien en no juzgar, ni a Dios ni al hermano. Tendríamos que mirar adentro, a ese corazón
que sueña el bien y no lo hace, que se ilusiona con las bienaventuranzas y persigue luego un placer
amargo o unos dineros ganados a escondidas...
Sabemos que el sueño puede ser menos sueño si ahora mismo dejo ese proyecto de egoísmos y
empiezo a mejorar mi cariño aquí, en casa, entre los míos. O allá, entre la gente con la que viajo, en el
lugar donde trabajo, en ese encuentro fortuito con alguien que también espera, este día, amar y ser
amado, para ser, de veras, más cristiano, más bueno.
Así podremos imitar un poco a ese Padre bueno de los cielos que no ha dejado ni un día de
amarnos (y soñarnos) con locura, porque somos sus hijos predilectos...

130. ¿Venceremos o vencimos?

Hay cristianos que viven de modo heroico. En medio de un ambiente hostil, con una extraña
sensación de ser distintos, casi como fósiles de un pasado moribundo, mantienen una fe ardiente y
vigorosa. A pesar de críticas, incomprensiones, abandonos, traiciones.
En muchas ocasiones surge en nosotros este sentimiento: el mundo no nos acoge, el mundo nos
odia. El mundo quisiera que dejásemos de ser sal, que empezásemos a asimilar el modo de pensar de
quienes dirigen el pensamiento global o de quienes solo creen en el “valor” de la epidermis y de las
cuentas bancarias.
En los momentos difíciles hay que aferrarse a la esperanza: la victoria llegará. Cristo nos invita a
no tener miedo, y no podemos dejar que triunfe la desesperanza.
Pero la lucha se hace larga, la soledad parece abrumadora, y llega el cansancio. Nuevamente,
miramos al futuro, como quien desea tiempos mejores, como quien busca una ruptura entre las nubes
para suspirar por un sol que parece descansar por más tiempo del debido.
Los profetas de desventuras ven el horizonte negro, desean degollar esperanzas. Nos repiten que
los jóvenes ya no creen, que las familias se rompen cada vez en menos tiempo, que no nacen hijos,
que las iglesias están vacías.
Vemos cómo son criticados y martirizados lentamente, en la vida pública y en algunos medios de
comunicación, quienes aún se atreven a dar testimonio de su fe. Nos duele observar que presumen de
ser felices quienes actúan abiertamente contra el Evangelio, como si negar a Cristo, si renunciar a
Dios, liberasen y diesen paz y progreso.
El Papa Benedicto XVI, en la vigilia de la Jornada Mundial de la Juventud de Colonia (20 de
agosto de 2005), decía a los jóvenes: “En el siglo pasado hemos vivido revoluciones cuyo programa
común fue no esperar nada de Dios, sino tomar totalmente en las propias manos la causa del mundo
para transformar sus condiciones. Y hemos visto que, de este modo, un punto de vista humano y
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parcial se tomó como criterio absoluto de orientación. La absolutización de lo que no es absoluto,


sino relativo, se llama totalitarismo”.
Ante este panorama, el Papa no tenía miedo en afirmar la certeza de la victoria verdadera, la que
viene de Dios y no de las intrigas humanas: “No son las ideologías las que salvan el mundo, sino solo
dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de
lo que es realmente bueno y auténtico. La revolución verdadera consiste únicamente en mirar a Dios,
que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno. Y, ¿qué puede salvarnos, si
no es el amor?”
Ante las olas del ateísmo y del indiferentismo, ante las ideologías del poder o del placer, hemos de
tomar la mano de Cristo. Más aún, hemos de recordar que la victoria no está por llegar, sino que ya ha
llegado: fue el día de la Pascua.
¡Cristo está vivo! La certeza cambia los horizontes, llena el corazón de energía, da paz ante la hora
de la prueba. Una certeza que enciende sonrisas en los mártires de los mil patíbulos del planeta, que
llena de estupor a los amigos del “progreso” y de la vida fácil.
“Confiad, yo he vencido al mundo” (Jn 16,33). El Maestro, el Señor, ya ha triunfado: su victoria
es también nuestra. Aunque la noche del mal cante victorias aparentes. Aunque los enemigos de la
Luz celebren la llegada de tinieblas mal llamadas “modernidad” y “liberación”. Aunque los
reflectores apunten a estrellas fugaces que nada saben del valor de la humildad, de la pureza, de la
misericordia.
Ya hemos vencido con Cristo. Aquí radica nuestra fe y nuestra certeza. Aquí encontramos la
fuente de nuestra alegría y de nuestra intrepidez. Aquí nace la energía que nos permite, como Iglesia,
testimoniar que el Amor es la última palabra de la historia, la salvación más profunda que todos
deseamos. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él” (1Jn 4,16).

Sobre el autor y la obra

Fernando Pascual (Barcelona 1961) es sacerdote de los Legionarios de Cristo. Enseña filosofía
y bioética en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum (Roma). Colabora desde hace años en el
portal http://es.catholic.net/y en otros medios de comunicación. Entre otros, ha publicado los
siguientes volúmenes: Abrir ventanas al amor (2000); La vida como don (2002); El amor como
aventura (2007); Valores, bioética y vida social (2009); Un nuevo comienzo. Meditaciones diarias
para Adviento y Navidad (2012); San Agustín, buscador en compañía (2018).

Meditaciones en camino recoge 130 reflexiones escritas en diversos momentos y desde


experiencias compartidas. Buscan ser una ayuda para contemplar la propia vida y la de quienes nos
rodean con ojos despiertos, con un deseo de avanzar, junto con otros,hacia el encuentro con el
Padre que nos espera en el cielo.

Registro en SafeCreative, 14-2-2018, con el Código de registro: 1802145775817


Tipo de Licencia: CreativeCommonsAttribution 4.0
Enlace: http://www.safecreative.org/work/1802145775817-meditaciones-en-camino
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