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Aión, chrónos y kairós

La concepción del tiempo en la Grecia antigua*

Antonio Campillo**

1. Relato histórico y reflexión filosófica

Todo relato coloca al narrador en una cierta perspectiva con respecto a los hechos que
narra. Al engarzarlos uno tras otro en el hilo de su relato, los va situando en una determinada
distribución espacial y en una determinada secuencia temporal. La historia que yo me
dispongo a contar no es una excepción. Como cualquier otra historia, se inicia en un cierto
lugar y en un cierto tiempo: la Grecia antigua. A propósito de esto, quisiera hacer un par de
consideraciones preliminares que no son en absoluto formales o extrínsecas al argumento
mismo de la historia, pues tienen que ver con el problema del tiempo, y en concreto con el
problema de la delimitación espacio-temporal de eso que llamamos la Grecia antigua. Se
trata, precisamente, de la dificultad de establecer semejante delimitación espacio-temporal.
Dificultad que, como es obvio, afecta de lleno al estatuto, a la intención, a la pretendida
validez histórica (o, mejor, historiográfica) de este relato.
Por un lado, y esta es la primera de las consideraciones a tener en cuenta, parece
imposible describir "la concepción del tiempo en la Grecia antigua", si por tal concepción se
entiende lo que Dilthey llamaba una Weltanschauung, esto es, una "visión del mundo", un
sistema coherente de conceptos, creencias, imágenes, valores y costumbres, compartido por
un conjunto de individuos pertenecientes a una sociedad perfectamente delimitada, una
sociedad a la que habría que concebir como una unidad espacio-temporal animada por una
conciencia o espíritu común. Contra esta pretendida unidad, habría que comenzar por
reconocer no sólo las variaciones temporales que conducen, como suele decirse, "del mito al
logos", las diferencias que separan -por ejemplo- a Homero de Aristóteles, sino que en un
mismo corte sincrónico habría que reconocer la discontinuidad, la yuxtaposición y el
encabalgamiento de estratos diferentes, de diferentes tipos de discurso y de práctica social:
¿cómo no discernir la distancia -pero también el solapamiento- entre el discurso de los poetas

* Una primera versión de este texto, que no incluía el apartado 5, fue publicada en una revista editada
por la UNED del País Vasco, dirigida por Vicente Huici: La(s) otra(s) historia(s), 3 (1991), pp. 33-70.
** Departamento de Filosofía, Universidad de Murcia – http://web.um.es/campillo

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líricos y trágicos, el relato de los historiadores, la especulación de los filósofos, la
reglamentación política y religiosa de los calendarios, la ritualización de las creencias relativas
a la muerte y al "más allá", el culto a Mnemosyne y el cultivo de la memoria, y otras tantas
prácticas más o menos directamente relacionadas con la representación y reglamentación del
tiempo?
Cualquier historiador reconocerá estas dificultades, y no obstante la condición misma
de su discurso le obligará a suponer la existencia de una unidad epocal, aunque esta unidad
sea precisamente lo que hay que probar. De modo que la idea misma de que hay épocas, en
sentido estricto, tendrá que postularla aunque sólo sea como una idea reguladora de su
investigación (en el sentido kantiano de la expresión), y por tanto como una idea
problemática, esto es, que no cabe deducir de la investigación historiográfica y que sin
embargo permite ordenarla o configurarla. No creo que sea posible eludir o superar esta
dificultad; lo único que pretendo es atenuarla, por así decirlo, restringiendo al máximo el
campo de análisis: voy a ocuparme exclusivamente de ese tipo de discurso que a partir de
Platón comienza a ser conocido como filosofía, y en concreto analizaré tres términos -aión,
chrónos y kairós- utilizados muy desigualmente por los filósofos griegos.
Pero a esta humilde reducción del campo de análisis hay que agregar, como
contrapartida, una ambiciosa ampliación del alcance o validez del análisis mismo. Y con esto
entro en la segunda consideración acerca de los problemas de delimitación espacio-temporal:
el discurso historiográfico no sólo pretende restituir la unidad interna de una época
determinada -la Grecia antigua, en este caso-, sino también su alteridad, su distancia, su
exterioridad con respecto a la época presente. Ahora bien, esta alteridad o
inconmensurabilidad entre las diversas épocas, entendidas como totalidades cerradas, es a su
vez desmentida o problematizada por las diversas formas de transmisión temporal, y sobre
todo por el supuesto contrario de la continuidad o perdurabilidad de ciertas constantes de la
existencia humana. Una vez más, el historiador no puede postular la diferencia entre las
épocas más que como una idea reguladora y problemática. En cuanto al filósofo, no puede
negar sin más esa diferencia, pero sí que tenderá a sugerir una cierta reiteración en la
aparente sucesión lineal de las épocas, esto es, una cierta persistencia de los problemas y de
las alternativas que a propósito del tiempo se plantearon los filósofos griegos. De modo que
no se trata sólo de saber cómo pensaron ellos acerca del tiempo, de su propio tiempo, sino
también de saber cómo podemos pensar nosotros nuestro propio tiempo a partir de lo ya
pensado por estos lejanos antepasados nuestros.
Resulta, pues, que la aparentemente neutra exposición historiográfica de la concepción
griega del tiempo pone ya en juego una determinada representación o configuración narrativa
del tiempo que viene a condicionar el sentido y el valor mismo de cualquier reflexión que se
pretenda más o menos filosófica. De modo que, si queremos que semejante reflexión pueda
tener lugar, hemos de comenzar problematizando los supuestos mismos del discurso

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historiográfico, sin que podamos, por otra parte, prescindir completamente de dicho discurso,
pues es precisamente el trabajo del historiador el que nos permite aproximarnos con el mayor
rigor posible al pensamiento filosófico de los griegos.
Ahora bien, esta misma contraposición entre discurso histórico y discurso filosófico es
una de las grandes invenciones del pensamiento clásico griego, uno de los mayores legados
que la época presente ha recibido de la época griega. Efectivamente, el llamado "milagro
griego", esto es, el tránsito del pensamiento mítico al pensamiento lógico trajo consigo la
aparición simultánea y la inevitable confrontación entre la historia y la filosofía. Ambas
coincidían en diferenciarse del relato mítico, pero lo hacían desde dos perspectivas contrarias,
o mejor: inauguraban esas dos perspectivas, que no eran sino dos modos de afrontar el
problema del tiempo. Frente al tiempo de los dioses, comienzan a establecerse dos tipos de
temporalidad: el tiempo de los hombres y el tiempo de la naturaleza, el tiempo de la pólis y el
tiempo de la physis. Y éstos son, todavía hoy, los tiempos con los que nosotros contamos.
En el mito, eran los dioses los que originaban y gobernaban el mundo natural y el
mundo social. La filosofía viene a afirmar que esa intervención no es necesaria, puesto que el
orden del mundo se sustenta solo y existe desde siempre, no ha sido creado o instaurado por
nadie. El orden de la pólis, en cambio, sí que ha sido creado, pero lo ha sido por los propios
hombres, y es, por ello mismo, efímero, diverso y cambiante. Es de estas creaciones de los
hombres de las que se ocupa la historiografía. La dualidad mítica entre lo divino y lo humano,
entre los inmortales y los mortales, comienza a ser reemplazada por esta otra dualidad entre
lo natural y lo humano. En este desplazamiento, no es extraño que la naturaleza se revista de
atributos divinos.
Sin embargo, esta nueva dualidad queda atenuada por el hecho de que los griegos
postulan una correspondencia entre el kósmos humano y el kósmos natural, entre el orden
político y el orden físico: tanto la pólis como la physis responden a una misma ley, la ley de la
jerarquía y la repetición. El tiempo -tanto el de la naturaleza como el de la historia- no es sólo
una línea que avanza incesantemente, sino también un círculo que retorna una y otra vez; no
es sólo sucesión sino también repetición; y esto es así porque deriva y depende de un
principio (arché) divino (theón) o sagrado (hierós), que es considerado inmóvil y eterno. Este
principio es el centro del que procede y al que retorna inevitablemente el tiempo. Ésta parece,
pues, la verdadera dualidad entre cuyos polos extremos oscila todo el pensamiento filosófico
griego: la dualidad entre chrónos y aión. Esta dualidad atraviesa los diez siglos de filosofía
griega, desde los presocráticos hasta los neoplatónicos, desde Anaximandro hasta Plotino.
Pero lo que emparienta a los distintos filósofos griegos entre sí, y a nosotros con ellos, no son
las respuestas que cada uno proporciona, sino las preguntas que unos y otros se plantean; no
las soluciones que cada cual busca, sino los problemas con los que todos ellos se encuentran.
Son estos problemas comunes los que van a reclamar nuestra atención.

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2. El tiempo como metáfora de la eternidad

El término chrónos se empleaba en la época de Homero para designar un cierto


intervalo de tiempo, un tiempo determinado, y en este sentido estaba próximo a otros
términos que designaban unidades de tiempo más o menos precisas: émar, el día; sémeron, el
hoy, el día de hoy, la jornada; hóra, la hora, esto es, cierto momento del día, pero también
cierto momento del año, cierta estación, y en especial la primavera, y por analogía también la
primavera de la vida, la juventud; meís, el mes lunar; étos y eniautós, el año; periétos, la
vuelta de los años, los años que sobrevienen o que vuelven de nuevo; nyn, el ahora, el
instante, el presente actual. Pero precisamente porque lo común a todas estas magnitudes es
que son tiempos (chrónoi) determinados, el término chrónos acabará por designar la
ilimitada sucesión del tiempo o de los tiempos en su más abstracta universalidad, en
definitiva, el Tiempo con mayúscula (Chrónos), que los griegos identificarán con el dios
Krónos (aunque esta segunda palabra parece que procede de koróne, cuervo, y de hecho al
dios se le representaba acompañado de este ave oracular). Krónos fue uno de los Titanes,
encabezó la rebelión contra su padre, Urano, a quien arrancó los genitales con una hoz, y
luego -una vez convertido en el nuevo soberano de la Tierra- comenzó a comerse a sus propios
hijos para impedir que se rebelaran contra él, a pesar de lo cual fue destronado por su hijo
Zeus. El Tiempo es, pues, el dios soberano, el dueño del mundo, y ejerce sobre él un poder
despiadado y destructor. Pero es también el Juez supremo que juzga acerca de todo, pues ve
todo lo pasado y todo lo venidero, y al juzgar reparte y equilibra entre sí las distintas suertes o
fortunas.
Es este uso del chrónos, en singular y en indeterminado, como nombre propio de un
dios, pero también como suma de todos los tiempos, el que viene a confundirse con el término
aión. Aión y aieí, como sustantivo y adverbio respectivamente, tienen la misma raíz
indoeuropea que los latinos aevum y aeternum. El significado más arcaico de aión es el de
vida, aliento o fuerza vital, y por extensión el de duración o perduración de la vida; pero más
tarde pasó a designar las grandes eras o edades de la vida del mundo, los grandes ciclos o
eones del kósmos; e incluso el Tiempo como vida siempre viva, sin principio ni fin, esto es, la
Eternidad, concebida como totalidad simultánea de todos los tiempos. Así, cuando Heráclito
dice que "el tiempo es un niño jugando, que juega al castro o tres-en-raya: ¡castro-hecho-y-
derecho para el niño! o ¡de un niño la corona!" 1, el término que emplea es el de aión. Lo más
viejo o longevo, parece decir Heráclito, es a la vez lo más joven; la corona, la realeza, el
poderío del mundo, es a la vez como el juego de un niño; y ese juego, las tres-en-raya, es un
juego tal que en la jugada final, la jugada que lo corona y lo cierra como un todo, la jugada que
da la victoria al niño, contiene en sí todas las jugadas posibles, ya que se trata de un juego con

1 Sigo aquí la traducción realizada por Agustín García Calvo en Razón común, edición crítica,
ordenación, traducción y comentario de los restos del libre de Heraclito (Lecturas presocráticas II),
Lucina, Madrid, 1985.

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un número finito de combinaciones, y por tanto en la jugada inicial están también
prefiguradas todas las otras. Sin embargo, es un juego en principio interminable: bastaría con
que los jugadores no se equivocaran nunca. En él no vale, pues, ni el puro azar ni el puro
cálculo, sino el sentido de la oportunidad suficiente para aprovechar cualquier descuido del
adversario, y ese sentido de la oportunidad o del instante no es asunto de ciencia y de
previsión, ni es por tanto privilegio de la experimentada vejez, sino que un inocente niño
puede poseerlo como nadie. Para Heráclito, el sol es siempre el mismo, y sin embargo es
nuevo cada día. Del mismo modo, lo eterno es a la vez lo instantáneo, lo más viejo es a la vez
lo más joven, el mundo entero está comenzando a cada instante.
En Grecia, el Tiempo con mayúscula es pensado a la vez como la suma actual (en acto,
esto es, llevada a término) de todos los ahoras o instantes y como la suma virtual (en potencia,
esto es, no llevada a término nunca) de esos mismos instantes o ahoras. Es a la suma actual o
simultánea a la que acabará por dársele el nombre de aión, y es a la suma virtual o sucesiva a
la que acabará por dársele el nombre de chrónos. Ahora bien, si la suma sucesiva es infinita, y
por tanto innumerable, sempiterna, sin principio ni fin, ¿cómo puede darse una
simultaneidad de lo infinito, esto es, una infinitud o eternidad en acto? Por otro lado, ¿qué
relación de semejanza y de diferencia mantienen entre sí las dos infinitudes o eternidades: la
infinita o eterna simultaneidad y la infinita o eterna sucesión? Estos son los graves problemas
a los que se enfrenta el pensamiento filosófico griego desde su comienzo.
Léase, a este respecto, los fragmentos atribuidos a Anaximandro. En ellos está
planteado ya el marco de los problemas que luego preocuparán al resto de los filósofos
griegos. Por un lado, se establece la distinción entre dos modalidades o dimensiones de lo
real, la una originaria y la otra originada, la una ilimitada y eterna, la otra limitada y
temporal. Por otro lado, se hace derivar y depender a la segunda de la primera, y esto hace
que el tiempo adquiera también la condición de eterno, aunque su eternidad sea la de la
sucesión regulada, numérica o rítmica de los ciclos cósmicos. Anaximandro llama ápeiron,
infinito o ilimitado, a aquello que es principio (arché) y elemento (stoicheion) de todas las
cosas (tôn ónton). Y de este ápeiron dice que es eterno (aídion). De él nacen los cielos y el
mundo (kósmon), en cuyo seno nacen y perecen, se engendran y se corrompen todas las cosas
"según la necesidad" (katà tò chreón), pues "pagan la culpa unas a otras y la reparación de la
injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo" (katà tèn toû chrónou táxin). De
modo que se distingue entre un ser ilimitado (y por tanto eterno) y las cosas limitadas (y por
tanto temporales), pero además se afirma que éstas proceden de aquél cuando nacen y a él
retornan cuando perecen. Y, por último, se afirma que este movimiento de generación y
corrupción acontece desde tiempo infinito (apeírou aiónos), puesto que tiene lugar
cíclicamente (anakyklouménon).2

2 He tenido en cuenta las tres principales versiones de los fragmentos de Anaximandro: las de
Simplicio, Hipólito y el Pseudo-Plutarco. Para la traducción, he seguido la edición de Conrado Eggers
Lan y Victoria E. Juliá: Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1981, vol. I.

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Parménides mantiene la distinción entre el "camino del ser" y el "camino del no-ser",
esto es, entre aquello que es siempre y aquello que llega a ser y deja de ser, y que por tanto no
es propiamente. Pero, a diferencia de Anaximandro, afirma que el ser que es siempre no
puede ser ilimitado, no puede carecer de fin o de acabamiento, no puede ser inconcluso o
imperfecto (ateleyteton). No tiene fin o término o acabamiento en el tiempo, pues es
"inengendrado e imperecedero"; "nunca fue ni será, puesto que es ahora, todo a la vez (nyn
estin homoû pân), uno, continuo", siempre "idéntico a sí mismo"; pero, si esto es así, lo es
precisamente porque el ser es en el más pleno y absoluto sentido del verbo ser, esto es, porque
posee su ser de modo "íntegro", completo, y por eso precisamente es "inmóvil", por eso no hay
en él movimiento alguno que le lleve a ser o a dejar de ser, sino que es como "una esfera bien
redonda", compacta, homogénea, sin que pueda haber en ella partes o grados diferentes de
ser.
Esta identificación del ser eterno como ser perfecto, autosuficiente, que no carece de
nada, y que por ello mismo es inmóvil, siempre igual a sí mismo, será luego heredada por
Platón, Aristóteles y Plotino. Pero hay otra identificación realizada por Parménides que hará
también fortuna: la identificación entre el ser (tò eón) y el pensar (noeîn). Esta identificación
es la que lleva a Parménides a hacer coincidir el camino del ser con el camino de la verdad
(alétheia), única, "redonda" e inmutable, y el camino del no-ser con el camino de las
apariencias u opiniones (dóxai), diversas, ilimitadas y cambiantes. Por último, Parménides
afirma la diferencia jerárquica entre uno y otro camino, pero al mismo tiempo reconoce la
"necesidad" de ambos. Y esto también será recogido por la tradición filosófica posterior.3
En Platón nos encontramos ya bastante elaborado el conjunto de supuestos en cuyo
marco va a ser pensada la relación entre aión y chrónos. El primer supuesto consiste
precisamente en la postulación de esta diferencia originaria entre dos dimensiones de lo real,
la una simultánea e inmóvil, la otra sucesiva y móvil; la una caracterizada por un presente
infinito y no obstante absoluto, autosuficiente, completo en sí mismo, la otra caracterizada
por un presente finito, relativo, y no obstante ilimitado en su incesante sucesión o reiteración.
El segundo supuesto es que esta diferencia afecta tanto al ser como al pensar, de modo
que a la oposición entre la eternidad y el tiempo le corresponde una oposición paralela entre
la verdad y la apariencia, la ciencia (epistéme) y la opinión (dóxa), la sabiduría (sophía) y la
experiencia (empeiría), la inteligencia (noûs) y la sensación (aísthesis).
El tercer supuesto es que se trata de una diferencia jerárquica: la diferencia entre aión y
chrónos es una diferencia de grado o de rango, tanto en cuanto al ser como en cuanto al
pensar, tanto en cuanto al bien como en cuanto a la verdad. De ahí que a esta jerarquía entre
aión y chrónos le corresponda también una jerarquía de las actividades (y de los niveles
sociales) del hombre: la contemplación (theoría) es más excelente o elevada que la acción, y la

3 Para la traducción de los fragmentos del poema de Parménides, me remito nuevamente a la edición
ya citada de C. Eggers Lan y V. E. Juliá.

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acción moral y política (práxis y politeía) es a su vez más elevada que la acción productiva y
técnica (poíesis y téchne).
El cuarto y último supuesto es que aión y chrónos no sólo mantienen una relación de
jerarquía o precedencia sino también de genealogía o procedencia: aión es lo originario y
chrónos es lo originado, el primero es el modelo y el segundo es la copia. Y esto vale también
para las actividades del alma: la acción (sea moral o instrumental) es, como dirá más tarde el
platónico Plotino, un "debilitamiento" y un "acompañamiento" de la contemplación o visión
noética, y no puede realizarse sino como resultado de una pre-visión o pro-videncia (prónoia)
que la origina y la gobierna.
Pero Platón señala también el problema, por no decir el nudo de problemas que todos
estos supuestos traen consigo. Ese nudo es la cuestión del tránsito, del intervalo, de la metaxy
entre aión y chrónos. ¿Cómo se origina el tiempo a partir de la eternidad? ¿Qué movimiento
es ése por el que se pasa de lo inmóvil a lo móvil, de lo simultáneo a lo sucesivo, de lo perfecto
a lo imperfecto, pero también de la verdad a la opinión, de la contemplación a la acción, del
alma o inteligencia inmortal al cuerpo mortal? ¿Por qué es pensado como un movimiento de
degradación, como una caída, como una deuda que ha de ser pagada, como una falta o
injusticia que ha de ser compensada o restituida, pese a tratarse de una injusticia -o deuda, o
caída- "necesaria"?
Antes de abordar todas estas preguntas, hay que comenzar por reconocer que este
movimiento o tránsito del aión al chrónos, que es el movimiento por antonomasia, el
movimiento originario, no puede darse en el tiempo, pues es precisamente el cambio que da
origen al tiempo; pero tampoco puede darse en la eternidad, pues esta es por definición lo que
no puede cambiar en modo alguno. Se da, dice Platón en el Parménides, en esa "cosa extraña"
y "sin lugar" que es el instante, el exaíphnes. El instante es ese punto de intersección, ese
intervalo o intermedio en el que que se encuentran la eternidad y el tiempo. Ahora bien:
¿cómo ha sido pensado el instante? ¿cómo se realiza en él la génesis del chrónos a partir del
aión?
Sea como fuere, lo que está claro ya de entrada es que la anterioridad o precedencia de
aión con respecto a chrónos, y la posterioridad o procedencia de ésta con respecto a aquél, no
pueden ser entendidas cronológicamente, sino ontológicamente. Es decir, que si el tiempo
procede de la eternidad, esta procedencia no puede significar más que dos cosas: en primer
lugar, significa que chrónos depende constitutivamente de aión, que el uno no puede darse
sin el otro, en definitiva, que no es pensable la pura sucesión, el puro cambio o movimiento,
como algo autosubsistente, independientemente de la simultaneidad eterna, del mismo modo
que no puede autosubsistir la copia independientemente del original; y, en efecto, en segundo
lugar, si chrónos deriva y depende de aión sin serle cronológicamente posterior, esto sólo es
posible porque lo imita, lo refleja, lo reproduce o representa, esto es, porque mantiene con él
la misma relación que la copia con el original. Esta doble significación remite, pues, a la

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metáfora del espejo: la imagen luminosa reflejada en el cristal procede de la luz original y
depende constitutivamente de ella, sin que esta procedencia y dependencia impliquen
sucesión temporal alguna. Como es obvio, esta metáfora funciona bajo el supuesto de que la
velocidad de la luz es infinita, esto es, que su transmisión a través del tiempo y el espacio es
instantánea. Y, de hecho, esto era lo que se pensaba en la Antigüedad.
Pero esa relación entre aión y chrónos, que la metáfora del espejo viene a ilustrar o
esclarecer, ¿no es ella misma pensada como una relación metafórica, más aún, como una
relación necesariamente metafórica? ¿No es pensado el tiempo como una relación de
sucesión y de movilidad que a un tiempo difiere de y se asemeja a la relación de
simultaneidad y de inmovilidad característica de la eternidad? ¿No es definido el tiempo en el
Timeo platónico como "la imagen móvil (eikòn kinetós) de la inmóvil eternidad"? En tal caso,
la metáfora del espejo sería, en realidad, una metáfora de la metáfora; lo que nos lleva a
afirmar, reversiblemente, que la relación entre aión y chrónos es la metáfora originaria que
hace posible toda otra metáfora, del mismo modo que el tránsito de la eternidad al tiempo es
el que hace posible todo otro tránsito, cambio o movimiento.
Ahora bien, el hecho de que la relación entre aión y chrónos haya sido pensada -
especialmente a partir de Platón- como una relación metafórica, como una relación de
imitación, tiene tres importantes implicaciones:

1. En primer lugar, esta relación de imitación implica que el tiempo no es copia o


"icono" de la eternidad en cuanto sucesión, sino en cuanto que esta sucesión se rige por un
principio que le es exterior, por así decirlo, y que no obstante la organiza internamente como
tal, es decir, en cuanto que esta sucesión procede siguiendo un cierto orden, un cierto ritmo,
un movimiento regular, medible o numerable. Solamente en cuanto que el tiempo se mueve
según el número, según el arithmós, puede ser concebido como "imagen móvil de la inmóvil
eternidad". Esta sucesión rítmica o numérica rige tanto en el movimiento de los astros como
en el movimiento de la música, como ya habían afirmado los pitagóricos. Ahora bien, esto
significa que el tiempo es indisociable del movimiento, y no de cualquier movimiento sino del
movimiento rítmico o cíclico del kósmos, y sólo es pensable en relación con este movimiento.
No hay, pues, un tiempo que sea pura y vacía sucesión. En todo caso, el número es lo que liga
la pura sucesión del chrónos con la pura simultaneidad del aión, es lo que hace que haya
tiempo como imagen o metáfora de la eternidad, o también, es lo que hace que la
simultaneidad eterna se haga presente en el tiempo sucesivo, como su principio ordenador,
regulador o rítmico. De modo que chrónos es, ante todo, el tiempo medible o numerable, el
tiempo métrico.

2. Pero la relación de imitación implica otra cosa: implica que el aión, a su vez, no puede
ser pensado sin el chrónos. La copia no puede darse sin el original, pero el original a su vez no

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puede darse sin la copia, ya que la relación de imitación tiene lugar "necesariamente". De la
misma manera que la imitación metafórica no puede describirse más que metafóricamente,
mediante una metáfora de la imitación (como la metáfora del espejo). ¿O habría que decir,
más bien, "de manera similar", para hablar propiamente, es decir, metafóricamente?
En efecto, la eternidad no puede dejar de engendrar o producir el tiempo, lo uno e
inmóvil no puede dejar de desdoblarse en lo múltiple y cambiante. Léase, a este respecto, no
ya el Timeo sino el Parménides. El Uno eterno, si verdaderamente es, no puede dejar de
proceder adelante y producir la serie infinita de los números, no puede dejar de desdoblarse
en sí mismo y en otro, en Identidad y Diferencia. Y este desdoblamiento necesario del Uno no
tiene que ver con el orden del kósmos, pero tampoco tiene que ver -todavía- con el orden de la
psyché; no es una ley cósmica, pero tampoco es una ley psíquica. Es la ley propia del Uno
eterno el desdoblarse en Identidad y Diferencia. En efecto, es la ley del Uno, es decir, la ley de
ese ser eterno que es "lo mismo" que el pensar, y cuya "mismidad" es anterior al
desdoblamiento entre ser y pensar, entre kósmos y psyché; pero es precisamente a este
desdoblamiento a lo que la citada ley obliga necesariamente al Uno. Ahora bien, ¿en qué
consiste esta necesidad por la que el ser se separa del pensar, el Uno da origen a lo múltiple y
el Bien genera -o degenera en- el Mal? ¿De dónde nace el movimiento de desdoblamiento o de
caída, si no puede nacer propiamente del Uno?

3. Este desdoblamiento entre el Uno y lo no-Uno, entre el original y la copia, es


inherente a la relación entre aión y chrónos, pensada como relación de imitación, es decir,
como representación y reproducción, por parte del Alma Universal o Demiurgo, de la
presencia eterna. Si el Alma Universal (y cada una de las almas individuales) es como un "ojo"
o "espejo" que contempla y que refleja en sí misma al ser eterno, el contemplar y reflejar es ya
desdoblar entre lo conocido y el cognoscente, entre el objeto y el sujeto, entre ser y pensar,
pero también entre ser originario y el ser derivado, entre original y copia. Hasta el punto de
que sin este reflejo de la reflexión, sin este espejo de la especulación, el ser eterno no
engendraría nada diferente de sí, y por tanto no daría origen al tiempo. Sin la actividad
contemplativa o especulativa del alma, que es a la vez una actividad contable o numeradora,
no habría propiamente un mundo como conjunto de seres finitos y cambiantes, no habría
numero, ni movimiento, ni tiempo. El paso o tránsito de la eternidad al tiempo se produce
porque -y en el instante en que- la eternidad es pensada, contemplada, representada,
enunciada, definida, determinada especulativamente. Exige, pues, una decisión del alma, una
decisión de la que el alma es a la vez la causa y el efecto, ya que se trata de la de-cisión
originaria, la que escinde ser y pensar, mundo y alma, eternidad y tiempo. Esta tercera
implicación se encuentra claramente formulada en Plotino.4

4 Enéadas III, 7, 11, 21-35.

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Examinemos más despacio esta última paradoja: por un lado, el alma contemplativa es
la causa del desdoblamiento, pero ello implica su preexistencia y su autosubsistencia, esto es,
su independencia del ser y su eterna cooriginariedad con él; por otro lado, es precisamente el
desdoblamiento especular entre original y copia el que da como resultado o efecto la
existencia separada del ser y del pensar, del mundo y del alma. Es esta paradoja lo que explica
que el desdoblamiento sea concebido -sobre todo en la tradición que va de Platón a Plotino- a
la vez como necesario y como libre.
En efecto, puesto que el Uno eterno ha sido pensado como el Bien Supremo, el
desdoblamiento del Uno no puede ser sino el desdoblamiento entre Bien y Mal, y por tanto ha
de ser concebido como una caída, más aún, como la caída -o culpa, o injusticia- originaria,
como el origen de todos los males. Esta caída es concebida -ya desde Anaximandro- como
necesaria, lo cual supone, por un lado, que no hay Mal autosubsistente, sino que todo mal
procede y depende constitutivamente del Bien, como una copia suya, esto es, como un bien
menor, o más exactamente, como una multiplicidad jerarquizada de bienes, que es lo que
hace posible la hostilidad o conflicto entre unos bienes y otros, pero también lo que hace que
estos conflictos estén regulados por un orden providente y subordinados a una justicia o
armonía universal; y, por otro lado, supone que no hay tampoco un Bien que no deje de
engendrar necesariamente lo diferente de sí, y no obstante lo semejante a sí, esto es, el Mal, o
más exactamente, la multiplicidad discordante y concordante de las diversas formas de bien.
Pero la caída es a un tiempo concebida como libre, y por tanto como culpable. Una
culpabilidad no imputable al Uno o Bien, ya que éste no puede propiamente caer, sino a
aquello que se separa o escinde de él, es decir, al alma que lo contempla o representa. Ahora
bien, si es la caída necesaria en el tiempo la causa de que haya propiamente un alma, un
pensar separado o diferenciado del ser, ¿cómo puede ser el alma responsable de la caída? En
tal caso, habría que suponer que se trata de una culpa originaria, inherente a la generación
misma del alma, a la de-cisión por la que el alma -y con ella todo ser determinado, todo ser
temporal- se escinde del Uno y se afirma o constituye a sí misma como tal. La culpa o
"injusticia" se da en el acto mismo de autoafirmación o constitución de las almas y de los seres
determinados, de modo que éstos sólo pueden borrarla o repararla anulándose a sí mismos y
confundiéndose de nuevo con el Uno, esto es, retornando del chrónos al aión, como en cierto
modo decía ya Anaximandro, y como repetirá Plotino ocho siglos después.

3. Las aporías de la presencia

Nos encontramos, pues, con que la relación de imitación entre aión y chrónos trae
consigo tres grandes implicaciones. Pero estas implicaciones son contradictorias entre sí. En
la primera de ellas, hemos visto que no hay tiempo sin eternidad; en la segunda de ellas,
hemos visto que no hay tampoco eternidad sin tiempo. En la primera de ellas, una vez más,

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hemos visto que no hay tiempo sin movimiento cósmico; en cambio, en la tercera de ellas
hemos visto que no hay tiempo sin decisión del alma. Analicemos con mayor detenimiento
estas dos grandes contradicciones o aporías.

1. Primera aporía: no hay tiempo sin eternidad, no hay eternidad sin tiempo. Hemos
dicho que a partir de Platón -e incluso desde Anaximandro- se hace frecuente entre los
filósofos griegos la distinción entre eternidad y tiempo como dos diferentes dimensiones del
ser. Anaximandro distingue entre un principio ilimitado (ápeiron) y eterno (aídion), y las
cosas finitas que nacen de él y en él perecen "de acuerdo con el ordenamiento del tiempo"
(katà tèn toû chrónou táxin). Y Platón, en el Timeo, define el tiempo como "la imagen móvil
(eikòn kinetós) de la inmóvil eternidad". Esto es, que la sucesión temporal es entendida como
una derivación y una imitación de la simultaneidad eterna o intemporal, del mismo modo que
la apariencia sensible es una derivación y una imitación de la esencia inteligible.
Pero es igualmente cierto que el ser es pensado como el aparecer más originario, es
decir, que la eternidad es pensada a imagen y semejanza del tiempo: no como una sucesión
infinita de ahoras o presentes, pero sí como un ahora absoluto que reúne en sí la totalidad de
los ahoras y los hace aparecer instantánea y simultáneamente presentes. Ya Parménides decía
que el ser "es inengendrado e imperecedero; nunca fue ni será, pues es ahora, todo a la vez
(nyn estin homoû pân), uno, continuo". Ocho siglos después, Plotino definía así la eternidad:
"una vida que permanece en identidad por razón de que posee siempre presente la totalidad
de su ser, no ahora una parte y luego otra sino todo a la vez, y porque no es ahora unas cosas y
luego otras, sino que es una plenitud indivisa, como un punto en que estuvieran juntos todos
los radios sin adelantarse y sin fluir jamás, antes al contrario, permaneciendo aquél en sí
mismo en identidad y sin cambiar nunca, sino estando siempre fijo en el presente...".5
Los fragmentos de Parménides y de Plotino que acabo de citar -y de subrayar- revelan
una concepción paradójica de la eternidad, ya que ésta es pensada a la vez como totalidad y
como infinitud, como lo absolutamente pleno o perfecto (téleion) y como lo absolutamente
ilimitado o indeterminado (ápeiron), en definitiva, como la suma actual de la ilimitada
sucesión de los ahoras, como un infinito actual o una actualidad infinita, como una presencia
inmediata o instantánea de todo cuanto fue, es y será. Y esta paradoja resulta de pensar la
eternidad a imagen y semejanza del tiempo, esto es, a partir del nyn, del ahora, del presente
actual. La eternidad y el tiempo, el aión y el chrónos, son pensados, en efecto, a partir de la
misma concepción del ser como presencia, es decir, como lo "presente", como lo "ahora",
como lo que actualmente aparece a la visión o contemplación (theoría), como lo que está o se
da inmediatamente ante los ojos. Y el ser, a su vez, es pensado a partir de una determinada
concepción del tiempo: la que lo concibe como una sucesión abstracta, homogénea e infinita

5 Enéadas III, 7, 3, 16 ss. Sigo aquí la traducción de Jesús Igal (Madrid, Gredos, 1985, vol. II).

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de "ahoras" o "presentes", siempre diferentes y siempre iguales, es decir, como una sucesión
que es en realidad una reiteración o repetición de un único y eterno "ahora". Por eso,
precisamente, el "ahora" es ese puente, esa intersección, esa metaxy de la que hablaba Platón,
ese "no lugar" en el que la eternidad y el tiempo se unen y se separan como dos caras de una
misma moneda.
Y esa moneda es lo que Heidegger ha llamado la "metafísica de la presencia". Según él,
ha sido la única moneda que ha tenido curso legal en la historia del pensamiento occidental.
Yo voy a tratar de mostrar que ya en la Grecia sntigua circulaba -al menos- una segunda
moneda, aunque sus circuitos fuesen otros. Pero no nos adelantemos. El axioma fundamental
de la "metafísica de la presencia" es éste: sólo es lo que es o está presente, y sólo de lo que es o
está presente puede decirse propiamente que es. La esencia de una cosa se identifica con su
presencia, su ser con su aparecer, su ousía con su parousía. Por eso, sólo es en sentido
absoluto lo que es siempre presente, lo que es eterno, mientras que los seres temporales no
son propiamente, porque están incesantemente llegando a ser y dejando de ser, accediendo a
la presencia y desapareciendo de ella, acaeciendo y decayendo en su mismo acaecer.
Plotino rechaza la definición aristotélica del tiempo como medida o número del
movimiento, ya que de este modo se acaba por identificar al tiempo con el desplazamiento
espacial, lo cual hace posible que dicho desplazamiento pueda a su vez ser definido como
medida o número del tiempo. Pero esta crítica se vuelve contra él mismo y no es una crítica
radical. Se vuelve contra él mismo, porque si concebimos el tiempo como "imagen" de la
eternidad, acabamos por confundirlo con la repetición sucesiva de un "ahora" o "presente"
siempre igual a sí mismo, de modo que la eternidad puede ser, a su vez, concebida como una
"imagen" derivada del tiempo, es decir, de la sucesión abstracta, homogénea e infinita de los
"ahoras". Y no es una crítica radical precisamente por esto, porque Plotino sigue pensando el
tiempo como lo hacía Aristóteles en el libro IV de su Física.
El libro IV de la Física de Aristóteles es el primero y más completo tratado de la filosofía
griega sobre el tiempo, sobre el chrónos. Aristóteles lo describe como la sucesión abstracta,
homogénea e infinita de los "ahoras", esto es, de instantes siempre iguales y siempre
diferentes. La categoría básica es la de instante, ahora o presente actual: el nyn. El tiempo,
dice Aristóteles, es algo del movimiento físico, y no puede decirse que hay tiempo si no hay
movimiento alguno. Pero es lo más abstracto y universal de todo movimiento, la forma
común a cualquier tipo de movimiento: la mera relación de sucesión entre el antes y el
después, esto es, entre instantes a la vez iguales y diferentes. Los instantes tienen que ser
diferentes entre sí para que pueda haber movimiento o tránsito del uno al otro, pero a la vez
tienen que ser iguales entre sí para que pueda haber continuidad en el movimiento e
identidad en el móvil. Tienen que ser, pues, distintos e intercambiables, como los números.
Para que podamos sumar 1 y 1, es preciso que el primero y el segundo número sean a la vez
diferentes e iguales entre sí, es preciso que sean unidades diferentes, pero es preciso también

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que sean igualmente unidades para que puedan ser sumadas. Otro tanto ocurre con los
instantes. Si estos instantes los tomáramos aisladamente, en sí mismos, no habría
movimiento ni tiempo algunos. Es preciso concebir los instantes en su relación de
conmensurabilidad y de serialidad, en su sucesión de anterioridad y posterioridad, esto es,
como siendo a la vez iguales y diferentes entre sí. Esto es lo que hace posible la medición o
numeración del tiempo y del movimiento.
El tiempo, de hecho, es definido por Aristóteles como "la medida -o número- del
movimiento según el antes y el después". Pero el tiempo no es lo que mide o numera, sino lo
medido o numerado en el movimiento, ya que lo que se mide o numera en todo movimiento
es su forma temporal, es decir, la sucesión abstracta, homogénea e infinita de los instantes o
ahoras. Estos instantes son, pues, los átomos cronológicos, las unidades discretas,
indivisibles, y por tanto numerables, de la sucesión temporal. Aristóteles los equipara a los
puntos de una línea. Pero, al mismo tiempo, reconoce que los instantes -como los puntos de
una línea- carecen de extensión alguna, esto es, que son meros límites inextensos entre el
antes y el después, meras fronteras que a un tiempo separan y unen lo anterior y lo posterior.
Cada instante, en efecto, es a un tiempo término de todos los anteriores y comienzo de todos
los posteriores, y como tal forma parte de un continuo indivisible, o, más exactamente, de un
continuo infinitamente divisible.
Esta paradójica concepción del instante -a la vez idéntico y diferente a todos los otros,
límite inextenso y unidad o magnitud mensurable-, es la que ya tiempo atrás había
denunciado Zenón de Elea, cuyas célebres aporías se resumen en una sola frase: "Lo que se
mueve no se mueve ni donde está ni donde no está". Zenón puso de manifiesto la irresoluble
aporía sobre la que se funda toda Física matemática, esto es, toda ciencia del movimiento que
pretenda basarse en una concepción métrica o cronológica del tiempo. A este respecto, hay
una profunda continuidad entre Aristóteles, Newton y Einstein: los tres se fundan en el
supuesto de que el movimiento físico es en sí mismo medible o numerable. El argumento
pragmático de que el movimiento se demuestra andando, esto es, que la Física existe y es
eficaz, más aún, que no ha de cesado de desarrollarse y de dar frutos técnicos, no sólo no
resuelve la aporía sino que pone de relieve que no se la ha entendido en absoluto. Entre
nuestros contemporáneos, nadie como Agustín García Calvo ha sabido reconocer la vigencia e
irrefutabilidad de los argumentos zenonianos.6
Y no sólo Zenón: también Heráclito rechazó la noción cronológica de tiempo, como el
propio García Calvo ha mostrado en su edición de los fragmentos heraclitanos. Para
Heráclito, lo que gobierna todas las cosas es el "fuego eterno" (pyr aiónion), pero ese
gobierno es descrito a la vez como un "golpe tenso" (epítonos plexé) y como un "rayo"
instantáneo: "Y las cosas todas las timonea el rayo". Lo uno y lo otro, la eternidad y la

6Léase, a este respecto, el primer volumen de sus Lecturas presocráticas, Madrid, Lucina, 1981, pp.
30 ss. y pp. 148-154.

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instantaneidad anulan o niegan el tiempo (chrónos) como sucesión métrica, esto es, como
mezcla o componenda entre el instante inextenso y la extensión simultánea de todos los
instantes. Esta misma identificación entre la eternidad y la instantaneidad la habíamos
indicado ya al comentar ese otro fragmento en el que Heráclito define el aión como un niño
jugando a las tres-en-raya y obteniendo la victoria.

2. Segunda aporía: el tiempo es inherente al movimiento físico, el tiempo es inherente


al movimiento psíquico. Hemos dicho que tanto la eternidad como el tiempo han sido
pensados por la mayor parte de los filósofos griegos a partir de la noción de instante (nyn)
como ahora o presente actual, y hemos visto que esta noción de instante es aporética. Pero
esta aporía es doble: en efecto, la concepción del "ahora" es contradictoria no sólo porque
haya sido pensado a un tiempo como extenso y como inextenso, como idéntico y como
diferente, sino también porque es pensado a un tiempo como algo del movimiento físico y
como algo del movimiento psíquico, es decir, como algo del mundo y como algo del alma.
Veamos esta segunda aporía.
Para Aristóteles, el tiempo forma parte de la physis, es algo que pertenece a la
naturaleza misma de las cosas, puesto que lo propio de la naturaleza es justamente el cambio
en todas sus formas: como alteración cualitativa, como aumento y disminución cuantitativos,
como traslación o desplazamiento de lugar; sólo el movimiento de generación y corrupción,
precisamente porque es el paso del no-ser al ser y del ser al no-ser, no se da en el tiempo
sucesivo, sino en el instante, en ese intervalo entre aión y chrónos en el que se origina todo
ser determinado. Lo propio de los seres naturales, dice Aristóteles, es que son seres móviles
(precisamente porque son imperfectos), y el tiempo es la medida o número de ese
movimiento natural de los seres. Pero, por otro lado, el mismo Aristóteles reconoce que es el
alma la que distingue el antes y el después, esto es, el intervalo entre los instantes, y por tanto
la que cuenta o numera, de modo que sin la operación intelectual o contable del alma no
puede haber número, ni puede haber tampoco tiempo numerado.
Sin embargo, Aristóteles insiste en que el tiempo no es el número que numera sino el
número numerable, y como tal existe ya en la pura sucesión del antes y el después, esto es, en
la forma misma de todo movimiento físico, y el movimiento física a su vez existe
independientemente del alma. De modo que la actividad contable del alma no es necesaria, y
por ello no es considerada por Aristóteles en la definición del tiempo como "la medida o
número -es decir, lo numerable- del movimiento según el antes y el después".
Esta pretensión aristotélica de definir el tiempo en términos físicos, como algo del
mundo, se verá contestada por la pretensión de Plotino (iniciada ya por Platón y proseguida
luego por San Agustín) de definir el tiempo en términos psíquicos, como algo del alma. Para
Plotino, el tiempo no es un atributo del movimiento físico, sino que es independiente de él y
"anterior" a él. No puede haber movimiento sino en el tiempo; pero el tiempo, a su vez,

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¿dónde tiene su origen? En el Alma Universal (y en cada una de las almas individuales). El
tiempo no es algo inherente al movimiento físico, sino algo inherente al movimiento psíquico;
no es el intervalo objetivo (diástema), la distancia espacial entre dos puntos, sino el intervalo
subjetivo (diástasis), la distancia o distensión temporal entre un estado de privación o
carencia del alma y una acción que pretende colmarla o satisfacerla. Es de la insatisfacción del
Alma Universal, de su imperfección, de su naturaleza "afanosa" o "desasosegada", de donde
procede el movimiento que da origen al tiempo, al mundo sensible, al movimiento físico.
En realidad, es esta distensión la que constituye al Alma Universal. Según Plotino, lo
propio del Alma Universal es que, a diferencia de la Inteligencia Universal -el Dios de
Aristóteles-, participa de la eternidad de modo imperfecto o debilitado, y esto significa que no
"posee siempre presente la totalidad de su ser", esto es, que no lo contempla estáticamente
sino que necesita producirlo sucesivamente. La eternidad no se le hace presente si no se la re-
presenta, si no la re-produce como tiempo. La acción o producción del Alma Universal (y de
cada alma individual) no es más que una contemplación debilitada, distendida, diseminada,
que procede adelante y se disgrega en la sucesión de los recuerdos y de las expectativas. Y que,
al mismo tiempo, trata de mantener reunidos esas expectativas y esos recuerdos en una
intención única, en un principio inteligible, en un centro eterno e inmóvil. Pero si el tiempo es
inherente a este movimiento del Alma, ¿qué es lo que mide o numera dicho movimiento? ,Qué
es lo que permite establecer en la amalgama de recuerdos y expectativas una secuencia
cronológica, esto es una sucesión regular, rítmica, medible o numerable? El propio Plotino
reconoce que el tiempo, aunque no es "engendrado" (gennetheîs) por los movimientos
regulares de los astros, sí es "señalado" (delotheîs), marcado, indicado, mostrado o delatado
por ellos, es decir, que son ellos los que en realidad miden o numeran el tiempo engendrado
por -y en- el Alma. Ahora bien, ¿es que puede haber tiempo (chrónos) si no es tiempo medido
o numerado?
Si el tiempo es para Aristóteles lo numerable en el movimiento de los cuerpos, para
Plotino será lo numerable en la distensión de las almas. Pero del mismo modo que Aristóteles
no puede prescindir de la actividad contable de las almas, Plotino no puede prescindir del
movimiento regular de los astros, ya que en el recuerdo y en la espera que distienden a las
almas no le es posible al chrónos encontrar el patrón de su propia medida. Ambos filósofos
fracasan, pues, en su intento de reducir el tiempo cronológico a una sola de sus dimensiones
(la física o la psíquica), y fracasan precisamente porque no pueden prescindir de la dimensión
contraria. De ahí que ambos se vean envueltos en la misma aporía. Una aporía que, como ha
mostrado Paul Ricœur, recorre toda la reflexión filosófica de Occidente acerca del tiempo, y
de la que no escapan ni San Agustín, ni Kant, ni Husserl, ni Heidegger.7
Esta aporía resulta de pensar el mundo como un orden objetivo, autónomo,
independiente del alma, y el alma, a su vez, como pura actividad de contemplación o

7 Temps et récit, III (Le temps raconté), Paris, Seuil, 1985.

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representación, igualmente autónoma e independiente del mundo. Esto hace que el tiempo,
concebido como la serie homogénea e infinita de los presentes o ahoras, sea remitido tanto a
la presencia física como a la presencia psíquica, tanto a lo que se presenta en el mundo como
a lo que se presenta en el alma. Estos dos tipos de presencia se remiten la una a la otra,
porque la serie objetiva de los presentes físicos no puede ser pensada sin un alma que los
distinga y numere, y la serie subjetiva de los presentes psíquicos no puede ser a su vez
pensada como tal por el alma si ésta no mide sus recuerdos, percepciones y expectativas con
el tiempo de la naturaleza, es decir, con días, meses y años. Por eso, precisamente, el tiempo
cronológico es en realidad un tiempo híbrido, un tiempo que es el resultado simultáneo de los
movimientos naturales de los cuerpos y de las actividades contables de las almas, y ese es el
tiempo de los calendarios y de los relojes, el tiempo al que conviene el nombre de chrónos.
El tiempo cronológico es el tiempo de la Ciencia y del Estado, es decir, el tiempo de la
Técnica, entendida como procedimiento para el dominio tanto de la naturaleza como del
hombre. El chrónos es el tiempo con el que cuentan -en el doble sentido de la palabra- la
Física y el Derecho, es decir, las llamadas leyes naturales y las llamadas leyes humanas. Unas
y otras son leyes en el mismo sentido: en cuanto que pretenden prever de antemano y dar por
sabido todo cuanto eventualmente pueda suceder en el porvenir. Todo evento venidero es
identificado de antemano con otros eventos similares acaecidos anteriormente, y de este
modo se convierte en un simple caso particular de una ley o tipo general. Así, el incierto
porvenir se convierte en el futuro cierto, esto es, en algo previsible y manejable para quienes
conocen -o sea, para quienes se someten a- las llamadas leyes de la naturaleza y de la
sociedad, en otras palabras, para quienes conocen y se someten a la Necesidad (Anánke). En
efecto, sólo el esclavo sabe de antemano su futuro, y no puede haber para él otro futuro mejor
sabido que la muerte. Toda ley es un saber del futuro, y todo saber del futuro es un saber de la
muerte, es tener por cierta y segura la muerte propia. Sobre esta fatalidad ya sabida se fundan
todos los saberes y todas las leyes, que no son sino procedimientos para asegurar la vida
contra la muerte sabida.
Pero una vida asegurada es, en realidad, una vida vencida ya de antemano por la
muerte, una vida sometida, una vida de cadáveres, una vida de esclavos. Al fin y al cabo, ¿qué
es un esclavo, más que un hombre a quien se le concede seguir viviendo a cambio de que
renuncie a su libertad de por vida, esto es, a cambio de que tenga siempre presente que
cualquier desobediencia suya, que cualquier infracción a la ley puede ser castigada con la
muerte? Todos nosotros, en la medida en que nos sometemos a las leyes de la Ciencia y del
Estado, es decir, en la medida en que contamos con el tiempo del reloj y del calendario para
organizar nuestra vida y asegurar nuestro futuro, estamos comprando ese futuro al más alto
precio, estamos pagando por él lo más valioso de nuestra vida, estamos renunciando a la
dicha gratuita y a la libertad sin tasa, estamos -en fin- eligiendo como propia y ventajosa la
condición del esclavo. Esto es algo de lo que ya tenían plena conciencia los grandes trágicos

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griegos: los saberes, las artes, las técnicas y las leyes proporcionan al hombre un enorme
poder sobre el resto de los seres naturales, pero a cambio le obligan a someterse a aquello de
lo que todo poder procede: la Necesidad, la Anánke.8

4. Del kairós nada se sabe

Pero de los griegos hemos heredado un tercer término que no es ni chrónos ni aión, y
que también se refiere al tiempo: el término kairós. Este tercer término, sin embargo, no ha
sido objeto de una definición y de un análisis sistemático por parte de los filósofos griegos.
Estos se han centrado en la diferencia jerárquica entre aión y chrónos, esto es, han pensado el
tiempo en relación con la eternidad, como copia o imagen de ella. Pero hemos visto que, en
realidad, tiempo y eternidad son definidos a partir de un mismo concepto privilegiado: el
concepto de nyn, de "ahora", de "presente", de "instante actual". La verdadera diferencia se
encuentra, en realidad, entre ese concepto de nyn (que vale tanto para aión como para
chrónos) y el concepto de kairós.9
Ahora bien, si esto es así, ¿por qué los filósofos no le han concedido la debida
importancia al kairós? Precisamente por su irreductibilidad al privilegio de la presencia,
porque no es ni siquiera, como chrónos, una copia o imagen de aión. El tiempo medido o
numerado, el tiempo regular o cíclico, es un tiempo ordenado, sometido a la ley, y como tal
imita la inmovilidad. Es un tiempo del que se puede hacer ciencia (epistéme), esto es, del que
cabe un conocimiento universal y necesario, un conocimiento por leyes o principios; es, en
realidad, el tiempo con el que ha de contar necesariamente toda ciencia. Del kairós, en
cambio, no cabe hacer ciencia alguna. Del kairós sólo cabe tener opiniones (dóxai), tan
diversas y cambiantes como los propios kairoí. ¿Por qué? Sólo podremos responder a esta
pregunta cuando averigüemos en qué consiste la peculiaridad de ese tiempo llamado kairós.
Un kairós es un momento, un intervalo de tiempo relativamente breve, pero no es el
instante o presente actual: no es el presente objetivo o físico, ni tampoco el presente subjetivo
o psíquico. Es el momento adecuado, la ocasión propicia, la oportunidad. Veamos cuáles son
las principales características de esta peculiar noción de tiempo:

8 Léase, a este respecto, lo que canta el coro en el Alcestis (962 ss.) de Eurípides.
9 No comparto, pues, la interpretación que M. Cacciari nos ofrece en su excelente artículo "Chronos e
Aión" (il Centauro. Rivista de filosofia e teoria politica, 17-18, maggio-dicembre 1986, pp. 3-17), según
la cual los filósofos clásicos griegos -y en particular la tradición que va de Parménides a Plotino,
pasando por Platón y Aristóteles- habrían identificado el nyn con el kairós, y éste a su vez con el aión,
de modo que la doble contraposición aión-chrónos y nyn-kairós sólo sería atribuible a ciertos autores
de la "cultura tardo-helenística" (Filón, Plutarco, Proclo, los autores neopitagóricos y los escritos
herméticos). Ciertamente, coincido con Cacciari en la necesidad de reinterpretar el aión a la luz del
kairós, pero no creo que fuera ése precisamente el propósito de Parménides, Platón, Aristóteles y
Plotino.

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1. La primera característica del kairós, de la ocasión u oportunidad, es su rareza, su
excepcionalidad: es fugaz, pasajero, próskairos, no porque pase como pasan todos los
instantes o presentes, uno tras otro, de modo regular e irrevocable, sino porque se presenta
rara vez, de improviso, y aún entonces lo hace a hurtadillas, disfrazando sus contornos, de
modo que no nos percatamos de su presencia más que cuando ya se ha marchado. El kairós es
la ocasión, y la ocasión es siempre única, pasajera, irrepetible.
Esto significa que el kairós no se hace nunca presente: pertenece siempre al pasado o al
porvenir; es lo que aún no ha llegado o lo que ya se ha ido; lo aún inminente o lo ya ausente;
lo que está por suceder o lo que ya ha sucedido. Es, en realidad, lo uno y lo otro, o mejor, la
indecisión entre lo uno y lo otro. No se revela nunca como una presencia total, actual,
abarcable en su simultaneidad. Y ello porque el kairós no tiene una extensión, una magnitud,
una medida constante y definida, como las unidades del tiempo cronológico. No puede ser
delimitado ni previsto de antemano, como los días o los meses o los años. Cada ocasión, como
dice Cicerón, "tiene su propia medida".
En el habla común suele decirse que la ocasión hay que "cogerla por los pelos",
precisamente para indicar su carácter esquivo y excepcional. Y por si esta metáfora no fuera
suficientemente expresiva, se la redobla diciendo que "la ocasión la pintan calva", es decir,
que no hay por donde cogerla: no puede ser captada, apresada o atrapada. Pero lo más
notable es que estas expresiones del castellano popular tienen su origen en la Grecia Antigua,
ya que Kairós, como Krónos, era también representado como un dios, como un joven dios
medio calvo y con los pies alados (para indicar su carácter huidizo), que sustenta en su mano
izquierda una balanza y que baja uno de los platillos con el dedo índice de su mano derecha
(para indicar que es la ocasión la que inclina el fiel de la balanza hacia un lado o hacia el otro).
Así aparece representado en un bajorrelieve romano de la época del Imperio, conservado en el
Museo de Turín. En otro bajorrelieve de la época bizantina, que se encuentra en la catedral de
Torcello, en la laguna véneta, el dios aparece sobre ruedas aladas, sustentando en su mano
derecha una balanza y en su mano izquierda un cuchillo; ante él, un joven sonriente le agarra
por los pelos (para indicar que la juventud tiene todavía la ocasión por delante), mientras que
el dios alza el cuchillo para cortarse la melena y librarse así de la mano que le retiene; tras él,
un anciano trata de cogerle por el brazo, sin éxito (para indicar que ya ha pasado su
momento); y al lado del anciano, algo apartada y vuelta de espaldas, una mujer inclina la
cabeza, apesadumbrada: es la metánoia, la lamentación, el arrepentimiento por las cosas que
no han sido hechas, o que se hicieron a destiempo.

2. Esta excepcionalidad y fugacidad del kairós, su carácter esquivo y su ausencia de


contornos precisos, se revelan más perturbadores si se tiene en cuenta que no afectan sólo al
tiempo físico, ni sólo al tiempo psíquico, sino a ambos simultáneamente, ya que ambos son en
realidad las dos caras del tiempo métrico, del chrónos. El kairós no pertenece ni al reino

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exterior de la naturaleza ni al reino interior del alma, sino que se sitúa en la frontera entre
ambos y la desbarata, la borra, la hace desaparecer, confundiendo en un solo entramado las
circunstancias externas y las disposiciones internas, lo físico y lo psíquico, el afuera y el
adentro. El kairós es a la vez un estado de cosas y una disposición del alma. No se puede
hablar de ocasión u oportunidad más que cuando se tienen en cuenta simultáneamente un
escenario concreto y unos personajes igualmente concretos, a quienes la ocasión concierne y
envuelve como cosa propia.
El kairós no es, pues, una unidad de tiempo abstracta, independiente de lo que en él
acontece, sino que el acontecer como tal es lo que puede llegar a configurarse como kairós en
un momento y lugar determinados. Por eso, no cabe siquiera separar tiempo y espacio, puesto
que la ocasión se refiere a un momento y aun lugar: es a la mezcla o conjunción de ambos a lo
que damos el nombre de situación, ocasión o coyuntura propicias.10 El kairós es, pues, el
tiempo del acontecimiento.
Estos dos rasgos del kairós, su excepcionalidad con respecto al tiempo mensurable y su
inextricable mezcla de circunstancias físicas y disposiciones anímicas, esto es, su condición
ineludiblemente concreta y singular, es lo que impide que los hombres podamos discernirlo
fácilmente. No hay calendarios ni mapas donde pueda ser situado y delimitado de antemano,
de modo que no nos sorprenda, esto es, que podamos preverlo, reconocerlo antes de que
tenga lugar y anticiparnos a él, en definitiva, saberlo y dominarlo, anulando así su carácter
mismo de acontecimiento. Del kairós cabría decir lo que Heráclito dice del oráculo de Delfos:
"...Y tal como el Señor, cuyo templo divinatorio es el que está en Delfos, ni dice ni oculta, sino
que da señas (semaínei)". El kairós se revela mediante señales o indicios que hay que
descifrar o adivinar. No puede ser, pues, ni previsto por leyes científicas, ni prescrito por leyes
jurídicas, lo que ha de sucederles -lo que ha de sucedernos- a los seres de este mundo. No
porque los seres y sucesos del mundo sean absolutamente incognoscibles e irrepresentables,
absolutamente impenetrables al discurso legal o conceptual, sino porque son ellos mismos los
que se revelan veladamente, los que "hablan" mediante "señales". De modo que no es el
hombre el que los nombra y reconoce mediante el lenguaje, sino que son los propios seres y
sucesos del mundo los se configuran y se dan a conocer, en cada caso, como un orden
peculiar que "significa", que "da señas" al hombre. Conviene tener muy en cuenta este
carácter "semántico" del kairós, porque llegará a adquirir una gran importancia en la
configuración del pensamiento judeo-cristiano, cuando el kairós pase a ser pensado (en la
Biblia de los Setenta judía y, sobre todo, en el Nuevo Testamento cristiano) como una
revelación de Dios en la historia, y ésta a su vez como un “signo de los tiempos”.

10 Este aspecto local o espacial del kairós se encuentra ya en la Ilíada, como ha recordado P.-M.
Schuhl en su artículo "De l'instant propice", Revue philosophique, 1962, pp. 69-72. En efecto, Homero
utiliza a veces el término kairós para designar aquellas zonas del cuerpo en donde es preferible herir al
adversario para inmovilizarlo y rendirlo. La herida mortal es llamada kaírios plegé (Ilíada VIII, 84, cit.
por Aristóteles en De la generación de los animales V, 5, 785 a 14-16).

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Hay, ciertamente, un uso del término kairós que lo hace equivaler a un determinado
momento del día o del año, esto es, a un lapso de tiempo perfectamente reconocible y
previsible, justamente porque se trata de un tiempo regular, que se repite periódicamente.
Así, muchos médicos y filósofos grecolatinos solían recomendar que la entrega a los placeres
sexuales, los llamados aphrodísia, se realizase en ciertos momentos favorables o kairoí: de
los varios momentos del día, es más adecuado el que precede a la siesta o al descanso
nocturno -según la opinión de Galeno y de Rufo de Éfeso-, siempre y cuando los amantes
hayan comido y bebido moderadamente; en cuanto a las estaciones del año, se considera que
el invierno y la primavera son las más adecuadas, mientras que en el verano se recomienda a
los amantes abstenerse en la medida de lo posible.11 Pero no es este uso del término kairós el
que aquí nos interesa, sino aquel otro que lo contrapone a chrónos, y que designa el tiempo no
sabido y no previsto de antemano.

3. Discernir la ocasión es lo más difícil, pero es también lo más importante para el


hombre, lo único verdaderamente decisivo, porque es en ella, en cada coyuntura concreta e
irrepetible, en donde el hombre decide su destino, o en donde el destino decide la suerte del
hombre. Y con esto llegamos al tercer y más importante rasgo del kairós. El kairós es la
ocasión adecuada, la coyuntura propicia, pero ¿para quién y para qué es "adecuada" o
"propicia"? Es adecuada para la decisión, es propicia para la acción.
El kairós es el momento de la decisión, pero los griegos cuentan con dos grupos de
términos para nombrar la decisión. Por un lado, la decisión como krísis, como lucha o litigio
que enfrenta a dos fuerzas, como juicio que separa y discrimina lo justo de lo injusto, como
decreto soberano que inclina la balanza hacia un lado o hacia el otro, pero también como
momento crítico que determina el desenlace de una enfermedad, e incluso como principio
cosmológico que separa y distribuye a los seres.12 Por otro lado, la decisión como proaíresis,
como elección o predilección, como preferencia entre varias alternativas posibles, como
inclinación hacia algo o hacia alguien, como adscripción a una secta, escuela o partido
(haíresis). El término proaíresis será el que utilice Aristóteles en sus escritos éticos para
nombrar la elección o predilección moral como atributo distintivo del hombre.13 En cambio,

11 M. Foucault, Historia de la sexualidad, III. La inquietud de sí, Madrid, Siglo XXI, 1987, pp. 123-
124; véase también, del mismo autor, Historia de la sexualidad, II. El uso de los placeres, Madrid,
Siglo XXI, 1987, pp. 56-58.
12 En efecto, el término krísis adquiere un cierto uso técnico en estos tres dominios: en el lenguaje
jurídico-político (Aristóteles, Política, 1253 a; 1275 a, b; 1326 b), en los diagnósticos de la medicina
hipocrática y en las especulaciones cosmológicas de los pitagóricos. Para estos últimos, Kairós y Krísis
son dos de los principio o "números" a partir de los cuales se configuran todas las cosas (Aristóteles,
Metafísica I, 8, 18-29). Para un análisis de las derivaciones históricas de este concepto en la época
moderna, véase el estudio de R. Koselleck, Crítica y crisis del mundo burgués, Madrid, Rialp, 1965,
espec. pp. 179-226.
13 La concepción aristotélica de la proaíresis es muy importante para entender adecuadamente la
noción griega de kairós. Por eso, he creído conveniente analizarla monográficamente en el último
apartado, al que me remito.

20
el término krísis parece remitir tanto a un fenómeno "objetivo" de lucha o de separación como
a un fenómeno "subjetivo" de juicio o de decisión; en este sentido, se encuentra muy próximo
al término kairós. En efecto, el kairós es el tiempo de la krísis, el momento crítico por
antonomasia. Por eso decíamos que el kairós no es un simple estado de cosas ni una simple
disposición del alma, sino el cruce entre ambos, y ese cruce se produce justamente en el
momento crítico en que el mundo fuerza al alma a tomar una decisión y el alma fuerza al
mundo a seguir una dirección. De modo que mundo y alma se encuentran destinados a
improvisar conjuntamente un drama que carece de guión y de autor, y el destino no es otra
cosa que ese drama improvisado.
Por eso decíamos también que el kairós no es un simple presente, sea el presente físico
o el presente psíquico, porque la primacía concedida al presente -esto es, la identificación de
la presencia como esencia o ser de todo ente- se corresponde con la primacía concedida a la
actividad contemplativa o teorética del alma. Es esa actividad contemplativa, como ya hemos
visto anteriormente, la que desdobla y enfrenta al objeto y al sujeto, al mundo y al alma, como
mutuamente independientes -y no obstante necesitados el uno del otro. En cambio, que el
kairós sea a la vez, indecidiblemente, lo que ha de pasar y lo ya pasado, se debe al hecho de
que su acaecer mismo es inseparable de la acción humana, de la decisión que viene a
configurarlo como tal. Sólo cuando esta decisión ya se ha tomado, resulta posible "decidir" si
la ocasión de tomarla había pasado ya o todavía no, y aun entonces no puede llegar a saberse
o "decidirse" definitivamente.
El kairós es, pues, el momento de la acción, tanto de la acción moral y política (práxis y
politeía) como de la acción productiva y técnica (poíesis y téchne). El desigual interés de los
filósofos griegos hacia el kairós se corresponde con su desigual interés hacia estos dos
ámbitos de la vida práctica, en comparación con la vida teórica o contemplativa (theoría), a la
que el sabio debe dedicar por entero su inteligencia noética (noûs). Es precisamente en el
campo de los saberes prácticos, en el doble campo de la inteligencia moral o phrónesis y de la
inteligencia instrumental o mêtis, en donde se le va a conceder al kairós una importancia
extrema.
De hecho, los primeros en concederle esa importancia fueron los médicos y los
retóricos. Gorgias llegó a escribir un tratado Perì toû kairoû, no conservado. Frente a la
técnica racionalista de los retóricos sicilianos, que sólo se preocupaban por la verosimilitud de
los contenidos, tanto Gorgias como Isócrates defendieron la importancia de tener en cuenta
las circunstancias: no basta decir lo justo, hay que decirlo en el momento y lugar adecuados.
Esto mismo recomienda el Sócrates platónico en el Fedro (272 a). En la medicina hipocrática,
era un lugar común la idea de que los preceptos generales no sirven para nada: la técnica
terapéutica debe adaptarse a las variaciones de los individuos y de las circunstancias,
considerando en cada caso el kairós. Esta misma idea la recoge Aristóteles en su Ética a
Nicómaco (1104 a 9). En cuanto al paralelismo entre la medicina y la retórica, entre la técnica

21
que se ocupa del gobierno del cuerpo y la técnica que se ocupa del gobierno del alma, había
sido establecido ya por Gorgias, y repetido más tarde por Platón (Fedro, 270 b).
El kairós es fundamental en las artes del orador y del médico, pero también en muchas
otras actividades prácticas: en el arte del estratega o jefe militar, que ha de decidir cuándo
conviene atacar y cuándo retirarse; en el arte del alfarero, que ha de conocer el momento
adecuado para la cocción de sus vasijas; en el arte del auriga, como nos muestra la leyenda del
auriga Adrasto -recogida en la Tebaida de Antímaco de Colofón-, cuyo tiro estaba compuesto
por dos caballos: Arión y Kairós, la potencia y la destreza; en el arte del piloto o marino, como
lo prueban las excavaciones italianas realizadas en Velia, la antigua Elea: ya en el siglo V a. de
C., los marineros daban culto a una tríada de dioses en la que aparece Kairós Olímpico ("el
más joven de los hijos de Zeus", según Ión de Quíos, citado por Pausanias, V, 14, 9),
flanqueado por Pompaios y Zeus Oyrios.14
Pero el kairós es igualmente importante en la actividad moral (práxis), que para los
filósofos griegos es a un tiempo individual y social, asunto de ética y de política. El kairós es el
momento de la elección moral, el momento en que se juega, se arriesga, se decide la suerte del
hombre, de cada hombre singular, pero también de una comunidad humana, de una ciudad,
como dice Platón en las Leyes (I, 636 d-e; XII, 945 c). He hablado de juego, de riesgo... Esto
significa que la ocasión puede ser no sólo propicia sino también adversa, es decir, que la
ocasión entraña un grave peligro, el peligro de no aprovecharla, de no decidir o actuar como la
ocasión requiere, o de decidir y actuar a destiempo (ákairos). Quien actúa a destiempo, se
labra su propia desgracia, como dice Platón en la República (II, 370 b). El kairós requiere del
hombre una sabiduría y un valor especiales, le incita para que tense su inteligencia y su fuerza
hasta el límite extremo de lo posible, para que decida como un auténtico sabio y actúe como
un auténtico héroe.
Aristóteles, que en el libro IV de la Física nos había presentado un análisis sistemático
del chrónos, en el libro I de la Ética a Nicómaco llega a definir la Ética como una "ciencia del
kairós", como una "ciencia de la oportunidad". Aristóteles rechaza la concepción platónica del
Bien como algo absoluto, esto es, como algo independiente de las diferentes formas de ser y
de bondad. "La palabra "bien" se emplea en tantos sentidos como la palabra "ser"", y por ello
hay tantas formas de bien como formas de ser. Así, cuando el bien se predica de la sustancia,
le llamamos Dios; cuando se predica de la cantidad, le llamamos justa medida; y cuando se
predica del tiempo, le llamamos oportunidad, kairós. El kairós es, pues, lo bueno del tiempo,
el tiempo bueno o favorable para la acción. La Ética, como ciencia del bien, tendrá que
multiplicarse en tantas ciencias como formas de bien podamos discernir. Habrá, pues, una
"ciencia de la oportunidad" como una rama o un aspecto de la Ética. Es más, cada forma de
bien puede dar origen no a una sino a muchas ciencias: "Hay muchas ciencias, incluso de los

14 Para comprobar la importancia del kairós en todas estas artes o técnicas, recomiendo el estudio de
M. Detienne y J.-P. Vernant sobre la mêtis en la Grecia Antigua, titulado Las artimañas de la
inteligencia (Madrid, Taurus, 1988).

22
bienes que caen bajo una sola categoría; así, la ciencia de la oportunidad, en la guerra es la
estrategia, y en la enfermedad, la medicina; y la de la justa medida, en el alimento es la
medicina, y en los ejercicios físicos la gimnasia".15
Si esto es así, la Ética abarca o incluye a todos los saberes prácticos, a todas las artes y
las técnicas. O más exactamente: la "ciencia de la oportunidad" es a la vez una ciencia moral y
una ciencia instrumental, y por tanto no consiente la distinción entre los aspectos "técnicos" y
los aspectos "éticos" de la acción, ya que la bondad de ésta depende de su conformidad con la
ocasión, y toda ocasión es a su vez un entramado de cosas y de personas, de condiciones
naturales y de condiciones sociales, de circunstancias físicas y de disposiciones anímicas. La
"ciencia de la oportunidad" no puede ser, pues, ni formal ni universal, sino que ha de ser una
ciencia de lo material y de lo concreto, una ciencia de lo singular.
Esta concepción de la Ética como "ciencia de la oportunidad" se encuentra también -y
de un modo tal vez más radical- entre los estoicos. Todo el estoicismo está gobernado por lo
que Víctor Goldschmidt ha llamado el "imperativo del presente".16 Y esto vale también para el
estoicismo latino, para hombres como Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Estos autores nos
incitan a vivir cada momento como si fuera el único, a realizar cada acción como un fin en sí
misma y no como un medio para otra, a aceptar la imprevisibilidad de todo acontecer y de
toda empresa humana, en definitiva, a desembarazarnos del tiempo cronológico y a atenernos
exclusivamente al kairós, a la oportunidad, a la ocasión que en cada caso se nos ofrece. Pero
nos incitan a ello porque entienden que ése es el mejor camino, el único camino posible para
acceder a la impasibilidad divina, es decir, a la eternidad, al aión. El kairós no es una copia
debilitada o degradada del aión, como lo era el chrónos. El kairós es el propio aión
irrumpiendo en el chrónos y poniéndolo en suspenso, es la puerta por la que la eternidad
penetra en el tiempo, o también: la puerta por la que el sabio se libera de la servidumbre del
tiempo y se aproxima a la condición de los dioses. Pero esto exige, claro está, repensar el aión
a la luz del kairós, y por tanto retornar al punto de vista de Heráclito, en el que la eternidad se
confunde con la instantaneidad, con el "golpe tenso", con el rayo que gobierna todas las cosas,
con el niño que juega a las tres-en-raya y súbitamente logra la victoria. Así ha de ser también
la acción del sabio, la acción moral por excelencia: ha de tener su comienzo y su fin en sí
misma.

4. La Ética es, pues, la "ciencia de la oportunidad", y según Aristóteles es indisociable de


la Política, a la que considera la ciencia "suprema", la que dirige y gobierna a todas las otras.
Pero ¿acaso puede haber una ciencia semejante? Indudablemente, no. El propio Aristóteles

15 Ética a Nicómaco I, 6, 1096 a, 24-26. En las citas de las dos obras éticas de Aristóteles, seguiré la
traducción de Julio Pallí Bonet (Ética nicomáquea y Ética eudemia, Madrid, Gredos, 1985). Sobre la
importancia del kairós en la ética aristotélica, véase el libro de P. Aubenque, La prudence chez Aristote
(Paris, P.U.F. 1976, 2ª ed., pp. 95-105).
16 Le système stoïcien et l'idée de temps, Paris, Vrin, 1977, 3ª ed. rev. y aum.

23
reconoce que la Ética es una ciencia muy poco rigurosa, precisamente por ser una ciencia
práctica. Del kairós no puede haber propiamente ciencia (epistéme), sino opinión (dóxa).
Esto es algo que ya decían Gorgias e Isócrates, y que también repiten Platón y Aristóteles. Lo
cual significa que no hay principios o reglas generales, no hay método o ley algunos que nos
aseguren de antemano la bondad de nuestra elección. El kairós exige de nosotros una acción
sin ley, sin medida común con ninguna otra, esto es, una acción única e irrepetible, que será
siempre como un salto en el vacío, como un reto a la suerte y al destino. No hay en esto
aprendizaje posible: cada acción es siempre la primera y la última.
En otras palabras, la "ciencia de la oportunidad" no puede ser argumentativa sino
narrativa: no puede ser sino el relato de las acciones memorables de los hombres, que a modo
de exempla proporcionen un modelo emulable. Éste es el valor ético atribuido a los poemas
épicos de Homero; éste es también el valor atribuido a las grandes tragedias griegas; éste es,
en fin, el valor que el propio Herodoto concede a sus Historias, escritas "para evitar que, con
el tiempo, los hechos humanos queden en el olvido y que las notables y singulares empresas
realizadas, respectivamente, por griegos y bárbaros -y, en especial, el motivo de su mutuo
enfrentamiento- queden sin realce".17 En este aspecto, no hay diferencia entre los relatos
"poéticos" o de ficción y los relatos "históricos" o verídicos. Es más, en su tratado sobre los
tres géneros poéticos (épico, lírico y dramático), Aristóteles llega a afirmar que "la poesía es
más filosófica que la historia y tiene un carácter más elevado que ella; ya que la poesía cuenta
sobre todo lo general, la historia lo particular" (Poética IX). La poesía presenta situaciones y
personajes arquetípicos, universales, mientras que la historia sólo habla de sucesos e
individuos singulares, contingentes, que muy raramente pueden ser tomados como modelos.
El historiador, evidentemente, contestará que sus modelos son reales, mientras que los de los
poetas son sólo imaginarios.18
El poeta, a su vez, podrá echarle en cara al historiador su empeño en rebajar la
singularidad e imprevisibilidad de las acciones memorables de los hombres, aunque sin ellas
su relato no tendría el más mínimo interés. Tales acciones, individuales o colectivas, no
pueden ser explicadas con el tiempo del calendario: no puede descubrirse el secreto de su
acontecer en lo que las precede o en lo que las sucede, como si fueran el mero efecto de causas
antecedentes o el mero resultado de proyectos y cálculos deliberados. La gloria de las

17 Historias, Proemio, trad. de Carlos Schrader, Madrid, Gredos, 1984, vol. I.


18 Esto es, precisamente, lo que dice Tucídides: "A quien los escuche, sin duda le parecerá que la
ausencia de lo maravilloso (to mythodes) en los hechos relatados disminuye su encanto; pero si se
desea ver con claridad en los acontecimientos pasados y en aquéllos que, en el porvenir, en virtud del
carácter humano que les es propio, presentarán similitudes o analogías, júzgueselos útiles y ello
bastará: constituyen un tesoro para siempre (ktema es aiei) antes que una producción ostentosa para
el auditorio del momento"(Historia de la guerra del Peloponeso I, 22). Sobre la traducción y el
contenido de este pasaje, véase Jean-Pierre Vernant, Mito y sociedad en la Grecia Antigua, Madrid,
Siglo XXI, 1982, pp. 174-177. He aquí, pues, la respuesta del historiador: no se trata de distraer o
seducir momentáneamente a un auditorio con relatos maravillosos, sino de proporcionar un "tesoro
para siempre", un saber ético-político que quede por escrito y que permita a las generaciones venideras
emular las virtudes y evitar los errores de sus antepasados.

24
"notables y singulares" hazañas realizadas por griegos y bárbaros no podrá ser desmentida o
disminuida por más que tratemos de averiguar la causa o el "motivo" de su mutuo
enfrentamiento.
Y es que su secreto consiste precisamente en suspender o interrumpir el chrónos, el
tiempo métrico, introduciendo en él lo intemporal, esto es, lo que es origen y fin de sí mismo,
lo que no continúa, ni repite, ni anticipa ninguna otra cosa. Son precisamente esas acciones
sin pasado ni futuro las que hacen historia, las que merecen ser recordadas, relatadas y
"explicadas". Más aún, es a ellas a las que tomamos xomo fin y comienzo de las edades de la
historia, como punto cero de los calendarios. Sin ellas, no habría un pasado y un futuro
fechables. Precisamente porque no pertenecen al tiempo del calendario, son ellas las que lo
fundan. Por eso, no son historia, es decir, pasado muerto y sabido, sino presente vivo e
indescifrable. Son las puertas por las que el tiempo inmortal de los dioses, sin pasado ni
futuro, penetra en el tiempo mortal de los hombres. En las Historias de Herodoto, que son el
inicio y el paradigma de toda la historiografía greco-latina, estos dos tiempos no cesan de
entrecruzarse, y esta mezcla les es esencial, ya que sin ella no habría narración histórica
propiamente dicha, sino pura mitología o pura cronología.19
Terminamos, pues, como comenzamos: con la relación de alianza y de hostilidad entre
historia y filosofía. Es posible que sea precisamente en el kairós, es decir, en el tiempo del
acontecimiento singular, en donde ambas puedan llegar a encontrarse, más aún, en donde no
hayan cesado de encontrarse desde la Grecia Antigua. Los historiadores, por más que han
multiplicado sus conocimientos y afinado sus procedimientos de investigación, se han
tropezado una y otra vez con ese hueso indigerible, irreductible a toda ciencia, y que no
obstante constituye el verdadero alimento, el corazón siempre vivo del relato histórico. Los
filósofos, por más que han indagado en el vasto espacio exterior y en la profunda sima de la
conciencia, por más que han acudido al auxilio de la Física y de la Psicología, no han podido
reducir la esencia del acontecer ni a un fenómeno de la naturaleza ni a un fenómeno de la
conciencia; ni a la eternidad sin tiempo de lo que es siempre, ni al tiempo sin eternidad de lo
que llega a ser y deja de ser sucesivamente; precisamente porque en el acontecer se
encuentran confundidos el mundo y la conciencia, la eternidad y la instantaneidad, el ser y el
perecer.

5. Ocasión y decisión: la noción de proaíresis en Aristóteles

En la Grecia antigua, el verbo proairéo significaba tomar algo para sí, obtenerlo,
ganarlo, conquistarlo, apoderarse de ello antes que los demás, singularizarlo como predilecto
o preferido, destacarlo y diferenciarlo de cualquier otra cosa (o de cualquier otra persona).

19Véase, sobre este tema, el ensayo de P. Vidal-Naquet, "Tiempo de dioses y tiempo de hombres", en
Formas de pensamiento y formas de sociedad en el mundo griego. El cazador negro, Barcelona,
Península, 1983, pp. 61-85.

25
Este acto de apropiación o singularización permite entender los diversos deslizamientos
semánticos del sustantivo proaíresis: conquista, preferencia, predilección, adhesión, elección,
intención, decisión premeditada, plan, proyecto; pero también: tendencia política, partido
político, forma de gobierno; e incluso: orientación moral e intelectual, forma de vida, manera
de pensar y de obrar, secta o escuela. Lo hairetós es lo deseable, lo que ha de ser conquistado,
lo que merece ser escogido, lo que es designado mediante una elección. El hairetikós es el que
se ha adherido a un partido, a una escuela, a una secta, a una determinada orientación
política, intelectual o moral.
Aristóteles utiliza el término proaíresis para designar la elección o intención
propiamente moral, es decir, aquella de la que puede decirse que es buena o mala. Y
considera que este tipo de elección es una facultad exclusiva del hombre, inseparablemente
ligada al lenguaje (lógos) y a la vida en sociedad (pólis). El hombre es, por naturaleza, un
animal que habla, que vive en sociedad y que decide o discrimina entre lo bueno y lo malo.20
Precisamente para diferenciar al hombre del resto de los animales, Aristóteles distingue
entre la elección (proaíresis) de lo bueno o lo justo y el puro apetito (epithymía) de lo
agradable o lo placentero. No obstante, lo que se hace por elección y lo que se hace por apetito
tienen algo en común: ambos son actos "voluntarios" (hekoúsios), o, más exactamente, actos
realizados "de grado", sin coacción externa alguna. Por eso, este tipo de actos también pueden
realizarlos los niños y los animales, "pues de lo voluntario participan también los niños y los
otros animales, pero no de la elección, y a las acciones hechas impulsivamente las llamamos
voluntarias, pero no elegidas".21 De modo que toda elección es un acto realizado
voluntariamente, pero no todo acto voluntario es una elección. Así, el "hombre incontinente",
al comportarse como un animal o como un niño, actúa voluntariamente, pero no por elección
(proaíresis) sino por apetito (epithymía) o por arrebato (thymós). A ello se debe que el
hombre, siendo "el mejor de los animales" cuando se comporta conforme a su naturaleza,
pueda llegar a ser "el peor de todos" cuando se desvía de ella.22
La elección se distingue, pues, del apetito. Y, sin embargo, Aristóteles afirma que toda
elección presupone un deseo, un anhelo (boúlesis), con el que mantiene una "manifiesta
proximidad". Hasta tal punto que es el anhelo -y no la elección- el que determina el "fin"
(télos), el bien a alcanzar, mientras que la elección concierne sólo a los "medios" que han de
emplearse para alcanzarlo. Ahora bien, ¿por qué Aristóteles distingue entre el apetito
(epithymía) y el anhelo (boúlesis)? Para entender esta diferencia, conviene tener en cuenta

20 "La razón de que el hombre sea un ser social, más que cualquier abeja y que cualquier otro animal
gregario, es clara (...) Sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra (...) La palabra existe para
manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto, y esto es lo propio de los humanos
frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo
injusto, y las demás apreciaciones. La participación comunitaria en éstas funda la casa familiar y la
ciudad" (Política I, 2. Sigo aquí la traducción realizada por Carlos García Gual y Aurelio Pérez (La
Política, Madrid, Editora Nacional, 1981).
21 Ética a Nicómaco III, 2, 1111 b, 8-11.
22 Política I, 2.

26
que el uso aristotélico del término proaíresis posee una triple significación: en primer lugar,
significa "un deseo deliberado de cosas a nuestro alcance" 23, es decir, un deseo guiado por la
razón (lógos), ya que es ésta la que juzga acerca de lo posible o alcanzable y lo imposible o
inalcanzable; en segundo lugar, significa una predilección o preferencia entre varias acciones
posibles, ya que si no se da tal pluralidad de alternativas no cabe hablar propiamente de
elección; y, por último, significa una decisión que se toma con antelación, esto es, mediante
una previsión, proyección o determinación anticipada del futuro. Es este último significado el
que nos va a permitir entender la diferencia entre el apetito y el anhelo.
El apetito (epithymía), como el arrebato (thymós), remite a una acción inmediata, que
excluye toda demora o dilación temporal, y que por ello mismo no da lugar a deliberación
alguna, ni permite una elección propiamente dicha entre varias alternativas posibles. El
anhelo (boúlesis), en cambio, apunta a un fin más o menos lejano, no accesible o alcanzable
de forma inmediata, y precisamente por eso requiere y hace posible una deliberación
(bouleúomai) y una elección anticipada de los medios o pasos a seguir. El anhelo es, pues, un
apetito que no ha podido ser inmediatamente satisfecho, pero cuya satisfacción no ha
quedado simplemente suspendida, sino más bien diferida, demorada, dilatada en el tiempo.
Esta dilación exige, en efecto, la renuncia momentánea a la consumación del apetito, pero se
trata de una renuncia que no lo anula sino que a un tiempo lo preserva y lo transforma, lo
refuerza y lo transfiere, de modo que, en realidad, no hay tal renuncia, sino simplemente una
postergación, un rodeo, a lo largo del cual el apetito persiste como anhelo (boúlesis), como
inclinación (boúlomai), como intención (boúlema), como deliberación (bouleúomai), e
incluso como premeditación, plan o proyecto (boulé).
En esta misma diversificación semántica de los términos procedentes de la raíz boul-,
puede observarse una especie de oscilación o remisión mutua que sirve de puente entre el
impulso espontáneo (thymós) y la elección premeditada (proaíresis). En efecto, el anhelo
(boúlesis) cumple en el hombre una función de mediación o de tránsito entre la acción
inmediata y la acción calculada de antemano, pero también entre la acción movida por la
pasión y la acción guiada por la razón, en resumen, entre la acción hecha con ceguera o
ignorancia (ágnoia) y la acción hecha con previsión o conocimiento (prónoia).
En efecto, la diferencia fundamental está en la ausencia o presencia de la intención, de
la premeditación, del conocimiento, de la intelección (noús). Mientras que en la Grecia
arcaica predominó una concepción religiosa de la falta o de la culpa, ésta fue pensada como
una ceguera causada por fuerzas malignas: eran tales fuerzas sobrehumanas las que
arrebataban al hombre y le hacían obrar sin conocimiento, sin previsión. En cambio, cuando
comenzaron a instaurarse las leyes de la pólis y los tribunales de justicia, la responsabilidad
comenzó a recaer directamente sobre el propio individuo, pero entonces la falta de
conocimiento o de premeditación pasó a ser considerada como atenuante o eximente de

23 Ética a Nicómaco III, 3, 1113 a, 10-13.

27
culpa, mientras que el acto culpable pasó a ser el acto hecho intencionadamente, es decir, con
pleno conocimiento de causa. La distinción jurídica entre lo hekón (lo que se hace de grado) y
lo akón (lo que se hace a pesar de uno), distinción que ocupa un lugar fundamental en el
propio vocabulario ético de Aristóteles, no depende de la presencia o ausencia de voluntad,
sino de la presencia o ausencia de conocimiento. Por eso dice Aristóteles que un animal y un
niño pueden actuar voluntariamente, pero ello no significa que puedan elegir entre lo bueno y
lo malo, puesto que la elección requiere deliberación y premeditación. De hecho, en el
vocabulario jurídico griego, el término hekón (lo que se hace de grado) y la expresión ek
pronoías (con pleno conocimiento de causa) serán utilizados indistintamente, como
sinónimos el uno del otro, y lo mismo ocurrirá con las expresiones contrarias: ákon (a pesar
de uno) y ek ágnoia (con ignorancia o desconocimiento). Así, Jenofonte escribe: "Las faltas
que los hombres cometen por ágnoia las considero todas como akoúsia".24
En resumen, la capacidad de suspender y diferir la satisfacción del apetito es
precisamente lo que distingue al hombre como animal lógico y político, es decir, como animal
sometido a la ley de la lengua y a la lengua de la ley. De modo que la transformación del
apetito ciego en anhelo consciente presupone ya la inscripción de la ley en el cuerpo, y, por
tanto, la experiencia de la prohibición y de la promesa, de la muerte y de la supervivencia.
Sin anhelo no hay, pues, elección propiamente moral, ya que es el anhelo el que quiere
esto o aquello, es decir, el que determina el bien a conseguir, el fin a alcanzar. Y, sin embargo,
la elección moral difiere del anhelo. El argumento que utiliza Aristóteles es muy significativo:
podemos desear lo imposible; por ejemplo, podemos desear no morir; sin embargo, no
podemos elegirlo; al menos, no podemos elegirlo razonablemente, pues quien lo hiciera
actuaría como un "necio". En efecto, "no hay elección de lo imposible, y si alguien dijera
elegirlo, parecería un necio, mientras que el deseo (boúlesis) puede ser de cosas imposibles,
por ejemplo, de la inmortalidad".25 De manera análoga, añade Aristóteles, "deseamos ser
felices y así lo decimos, pero no podemos decir que elegimos (serlo), porque la elección, en
general, parece referirse a cosas que dependen de nosotros", esto es, a aquellas cosas "que
uno cree poder realizar por sí mismo (autós)".26 Uno puede desear lo imposible (la
inmortalidad), o lo que está en manos del destino (la felicidad), pero sólo puede elegir lo
posible, lo que depende de él, lo que está en su propia mano, aquello de lo que él mismo
puede ser la causa (aitía) o el principio (arché).
Y es que, en efecto, en la elección interviene ya la razón, interviene ya un cierto cálculo
acerca de los "medios" o pasos a seguir, es decir, un cierto saber acerca del mundo y del
hombre, y, sobre todo, una clara distinción entre aquello que al hombre le es naturalmente

24 Ciropedia III, 1, 38. Sobre este tema, véase J.-P. Vernant y P. Vidal-Naquet, "Esbozos de la voluntad
en la tragedia griega", en Mito y tragedia en la Grecia Antigua, Madrid, Taurus, 1987, pp. 43-76,
espec. p. 58 ss.
25 Ética a Nicómaco III, 2, 1111 b, 20-22.
26 Ética a Nicómaco III, 2, 1111 b, 25-31.

28
posible y aquello que le es naturalmente imposible. Hay que dar por supuesto o por sabido
ese reparto de lo real en un doble y contrapuesto reino: por un lado, todo aquello que, siendo
temporal y contingente, está en la mano del hombre el que llegue a ser o suceder; por otro
lado, todo lo que no está en la mano del hombre el que sea o suceda, bien porque se trata de
algo absolutamente azaroso e imprevisible, bien porque se trata de algo absolutamente
necesario y previsible.27
Ahora bien, esa distinción entre lo posible y lo imposible, entre lo alcanzable y lo
inalcanzable, no es una distinción establecida de una vez por todas, sino que en cada caso es
preciso discriminar si un determinado fin (télos) puede ser razonablemente elegido o no. De
ahí que toda elección deba estar acompañada de deliberación. La deliberación no hace sino
poner en juego los diversos saberes acerca del mundo (tanto del mundo natural como del
mundo humano), a fin de calcular, anticipar o prever las posibilidades de que un determinado
anhelo pueda alcanzar su meta con ciertas garantías de éxito. En otras palabras, se trata de
resolver si ese anhelo puede convertirse en una elección, en una causa o principio de acción.
"Es evidente acerca de qué cosas hay deliberación. Tales son las que pueden depender de
nosotros y de las que el principio de que sucedan está en nosotros; se delibera, pues, hasta el
punto en que averigüemos si son posibles o imposibles de hacer por nosotros".28
Pero el problema es que de las cosas temporales y contingentes no puede haber un
conocimiento absolutamente cierto, una ciencia (epistéme) basada en leyes universales y
necesarias. Según Aristóteles, sólo puede haber ciencia del aión y del chrónos, esto es, de las
cosas eternas y de las cosas que siendo temporales están sometidas a la necesidad, es decir, a
un movimiento rítmico o numérico (como el movimiento circular de los astros). En cambio,
de las cosas temporales y contingentes sólo puede haber opiniones (dóxai), esto es, saberes
tan diversos y cambiantes como los propios sucesos de los que se ocupan. El problema es aún
más grave si tenemos en cuenta que la frontera misma entre lo necesario y lo contingente,
entre lo que es objeto de ciencia y lo que es objeto de opinión, no está determinada de una vez
por todas, sino que debe ser determinada en cada caso.
Por un lado, para que en el hombre haya elección moral, ha de haber en el mundo un
cierto grado de aleatoriedad, un cierto margen de azar. Si todo sucediera necesariamente, no
habría nada que elegir. La proaíresis, dice Aristóteles, concierne a lo que está "en nuestro
poder", a lo que "depende de nosotros", es decir, a lo que requiere de nuestra resolución,
precisamente porque admite varias acciones posibles. Por otro lado, y precisamente porque
hay en el mundo un cierto margen de azar, no hay en el hombre saber alguno que pueda
determinar con absoluta certeza lo que "está en nuestro poder", es decir, lo que en cada caso
debe hacerse para conseguir el fin deseado.

27 Ética a Nicómaco III, 3; Ética a Eudemo II, 10.


28 Retórica, 1359 a 38-b 1. La traducción es de A. Tovar. La cursiva es mía.

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De modo que el ejercicio racional de la deliberación no basta para provocar o
determinar por sí mismo la elección. Por eso, Aristóteles distingue la elección moral o
proaíresis no sólo del anhelo sino también de la opinión, de la pura consideración racional,
del juicio meramente teórico, que declara lo que es verdadero o probable, pero que no
determina la acción a seguir. Por más que la razón discrimine entre lo contingente y lo
necesario, por más que calcule y sopese los pros y los contras de cada una de las acciones
posibles, todo ese raciocinio es incapaz de provocar por sí mismo una elección moral.
"Así pues -concluye Aristóteles-, puesto que la elección (proaíresis) no es ni una
opinión (dóxa) ni una volición (boúlesis), ni separadamente ni en conjunto (pues nadie elige
de repente, al mismo tiempo que piensa de repente que debe obrar y lo desea), procederá, por
consiguiente, de ambas, pues ambas cosas se encuentran en aquel que elige".29 La elección no
coincide ni con la opinión ni con el deseo, ni éstos tampoco coinciden entre sí, pues entre
ellos se introduce la distancia temporal, la dilación o demora, como aquello que a un tiempo
los mantiene diferenciados y ligados entre si. Por eso, la elección no puede darse al margen o
en contra de la opinión y del deseo, sino como una mediación o compromiso entre ambos.
En efecto, la elección moral (que distingue lo bueno de lo malo) es un intento de
mediación entre el deseo (que distingue lo placentero de lo doloroso) y el raciocinio (que
distingue lo necesario de lo contingente). La elección moral es el fruto de la colisión entre el
anhelo pasional de un fin o de un bien y la deliberación racional acerca de los medios que
pueden emplearse para alcanzarlo.
Hay quienes han interpretado la proaíresis aristotélica como un libre poder de decisión
que permitiría al sujeto hacerse plenamente responsable de sus actos.30 Pero lo cierto es que
no hay en Aristóteles, ni en todo el pensamiento griego, término alguno para designar la
voluntad como una especie de facultad independiente de la inteligencia y del deseo, esto es,
como una potencia que permitiría al agente autodeterminarse de una manera absolutamente
libre y consciente. Como tampoco hay palabra alguna para designar algo así como un deber o
imperativo moral incondicionado del que haya que hacerse responsable.
La decisión moral no emana de una voluntad incondicionada ni se somete a una ley
universal, como en la ética kantiana, sino que es un compromiso siempre precario entre el
deseo y el juicio, entre el fin y los medios, entre el bien que se anhela y las posibilidades
prácticas con que se cuenta para conseguirlo. En definitiva, la decisión no viene determinada
por una voluntad o un deber intemporales, sino por el tiempo propicio, por la ocasión
oportuna, por el kairós.

29Ética a Eudemo II, 10, 1226 b, 2-5.


30Esta es, por ejemplo, la interpretación que M. Cacciari defiende en su artículo "Il fare del canto", en
M.Cacciari, M. Donà y R. Gasparotti, Le forme del fare, Napoli, Liguori Editori, 1987, pp. 47-74.

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