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EUJANIAN
EUJANIAN
La historia y los historiadores desde fines del XIX. Instituciones, enfoques y problemas
El interés de los hombres por conocer y comprender su pasado ha sido siempre tan intenso que
difícilmente una historia de la historiografía pudiera sintetizarse en unas pocas páginas; por el
contrario, necesitaríamos una vasta biblioteca para dar cuenta de todas las formas en que fue
concebida la historia. El objetivo de las líneas que siguen es más modesto: dar cuenta de
algunas de las experiencias más significativas de la historiografía occidental del último siglo y
medio, atendiendo particularmente a aquellas que han tenido mayor impacto en la Argentina.
La influencia de la historiografía francesa es sin duda de las más destacadas, por ello se notará
que ocupa un espacio importante.
A lo largo del siglo XIX, pero sobre todo a partir de la segunda mitad de esa
centuria, coincidieron una serie de procesos que, relacionados entre sí,
contribuyeron a definir las características dominantes de la historiografía
académica hasta, al menos, mediados del siglo XX. Tales procesos, que con
algunas diferencias temporales y especificidades nacionales se desarrollaron
tanto en Europa como en América, estuvieron vinculados a la conformación
del Estado-nación, la construcción de identidades nacionales y la
profesionalización de la disciplina histórica.
Sin embargo, tal invocación no supone pensar que los habitantes de esos
nuevos Estados se transformaron inmediatamente en franceses, alemanes,
italianos o argentinos. Dichas identidades serían resultado de otros procesos,
más lentos y complejos, destinados a la construcción de lo queBenedict
Anderson denominó "comunidades imaginadas"1. Las naciones incluyen a
individuos que difícilmente conocerán a quienes consideran sus compatriotas
y menos aún a aquellos
compatriotas que murieron mucho antes de que ellos nacieran. Sin embargo, dice Anderson:
"en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión".
Responder a la pregunta sobre cómo se elaboró esa idea de comunión, es uno de los temas
que interesaron a los historiadores en los últimos años. Uno de los esfuerzos más notables en
esta dirección lo representa la fórmula que eligió Eugène Weber para describir la transición de
los sectores populares en Francia de "campesinos a franceses"2. Los distintos Estados operaron
de diversas formas sobre la sociedad para construir identidades nacionales, incluyendo la
"invención de tradiciones" que dieran cuenta de la existencia de las mismas tanto en el
presente como en el pasado3. Al mismo tiempo que se constituía en una cuestión central la
difusión social de dichas tradiciones cuyo objetivo era promover un sentimiento de
nacionalidad que reemplazara o desplazara identidades previamente constituidas, a través de
la escuela, la prensa y la incorporación al ejército, que interpelaba a los ciudadanos como
patriotas4.
Por su parte, los historiadores cumplieron un rol central tanto en lo que se refiere a la
elaboración de relatos que dieran cuenta de la preexistencia de los Estados nacionales en el
pasado como en lo relativo a la difusión de la historia entre los ciudadanos. Por lo tanto,
contribuyeron a la gobernabilidad integrando a los individuos sobre la base de un sentimiento
de pertenencia y legitimando el orden político vigente y la supremacía del Estado.
Para que los historiadores pudiesen realizar esta tarea en calidad de expertos, fue preciso
diferenciar la historia de otros relatos sobre el pasado, especialmente de la literatura y la
filosofía. Es decir, de relatos que por apelar a la ficcionalización del pasado o por su
trascendencia respecto de los hechos no contribuyeran a organizar el pasado en torno a un
principio de verdad o no dieran cuenta de la especificidad nacional. Así se inició un proceso de
profesionalización de la disciplina histórica que implicó su institucionalización y la atribución
de un status científico a través de un método que se correspondía con los cánones de
cientificidad propios de las ciencias fisiconaturales, para entonces consideradas las ciencias por
excelencia, según las convicciones difundidas por el positivismo.
El rol del Estado fue central en tanto proveyó los recursos materiales y simbólicos para que la
tarea de los historiadores fuera llevada a cabo.
En este medio, comenzó a desmontarse un terreno y a trazarse una frontera frente a otros
discursos sobre el pasado, en la que el manejo del método, la objetividad y un estilo de
escritura se transformaron en criterios de autoridad para comenzar a definir las líneas de un
espacio propio: el de los historiadores profesionales6.
1
Anderson, B., Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del
nacionalismo, México, FCE, 1993 [1ra. ed. 1983]
2
Ver Weber, E., Peasants into frechmen: The Modernization of Rural France, 1870-1914,
Stanford, Stanford University Press, 1976.
3
Hobsbawm, E. y T. Ranger, The invention of Tradition, Cambridge/New York, Cambridge
University Press, 1982.
4
Sobre el rol de la escuela en estos procesos ver el clásico estudio de Vilar, P., "Enseñanza
primaria y cultura popular en Francia durante la tercera república" [1966], en L. Bergeron
(ed.),Niveles de cultura y grupos sociales, México, siglo XXI, pp. 274-284.
5
Carbonell, Charles-Olivier, La historiografía, México, FCE, 1986, pp. 115-116. [1ra ed. 1981]
6
Freidson, Elliot, Professional powers: A study of Institucionalization of formal knowledge,
University of Chicago Press, Chicago y Londres, 1986.
El recurso del método
A comienzos del siglo XIX, Alemania ofrecía a Europa el modelo de una organización
institucional de la historia erudita que comprometía al Estado y a los historiadores en una
unión que tenía su centro en los prestigiosos centros intelectuales de Munich, Berlín, Gotinga,
Bonn y Heidelberg. Entre los historiadores universitarios de aquella
generación: Mommsem, Curtius,Droysen, Gervinus y Nieburh, se destaca Leopold Von Ranke,
por su imagen de historiador erudito e infatigable investigador de archivos europeos y por ser
quien tendría mayor influencia en el desarrollo de la historiografía positivista en Occidente. El
autor de la Historia de Alemania en la época de la reforma, de 1839, fue el responsable del
sistema de seminarios como instancia de formación en la investigación para los estudiantes;
fue también quien transformó la nota a pie de página en un medio que reflejaba erudición,
crítica de fuentes y prueba de aquello que se afirmaba en el texto1.
Para ello era preciso establecer un método científico para el tratamiento de los documentos,
detrás de los cuales el historiador se constituiría en un sujeto oculto y complaciente a sus
designios. Ello era así porque los documentos eran vistos como fuentes transparentes de la
realidad que reflejaban y a la que, por su intermedio, era posible acceder de manera directa.
Disciplinas como la filología y la paleografía ofrecían técnicas rigurosas para el análisis crítico
de las fuentes y dotaban a la historia de un modelo de objetividad científica que remedaba el
utilizado por las ciencias físiconaturales. Contribuía a ese fin el privilegio otorgado a los
documentos públicos por sobre los escritos privados, como las cartas personales. Mientras que
se excluían otras fuentes, no escritas, como los restos arqueológicos o las imágenes.
El primer paso a recorrer por el historiador era la crítica interna de los documentos para
establecer su originalidad, autenticidad, la autoridad de los firmantes, el lugar y la fecha
precisa en que fueron confeccionados. Posteriormente, se realizaba la crítica interna, que
consistía en el análisis del contenido y de la correcta interpretación de lo que quiso decir el
autor, incluyendo una reflexión sobre sus intenciones. Para, finalmente, pasar a la etapa de
síntesis o de construcción histórica que consistía en aislar y jerarquizar los hechos particulares
para luego establecer las conexiones causales entre ellos.
Así formulaba Fustel de Coulange ese ideal científico que eliminaba los preconceptos, en
laMonarquía Franca, de 1888:
"Introducir las propias ideas personales en el estudio de los textos, es el método subjetivo[...].
Pensar así es equivocarse mucho en cuanto a la naturaleza de la historia. La historia no es un
arte, es ciencia pura. No consiste en contar de manera agradable o en disertar con
profundidad. Consiste como todas las ciencias en comprobar los hechos, en analizarlos, en
compararlos, en señalar entre ellos un lazo."2
Ese modelo de historia científica, tan equidistante de la filosofía como de la literatura como
homologable a la entomología como lo quería Taine, fue estabilizado por Langlois y
Siegnobosen su manual sobre las reglas del método Introduction aux études historiques, de
1898, de notable difusión en Occidente y sobre todo en América latina en el siglo XX.
1
Ver Grafton, Anthony, Los orígenes trágicos de la erudición, FCE, Bs. As., 1998
2
Citado por Carbonell, Charles-Olivier, en cit., pp. 121-122.
La Francia del último cuarto del siglo XIX fue afectada por el prestigio intelectual alemán y por
la derrota y ocupación que sufre por parte del ejército prusiano. De ese modo, la influencia
alemana fue decisiva en el modelo más acabado de una historiografía que se propusiera
desarrollar esos objetivos. No sólo en lo que se refiere a la erudición histórica sino también en
el aspecto político.
Los historiadores franceses de la Tercera República tomaron a Alemania como modelo, pero a
la vez era contra ella que estaba dirigido el patriotismo que se proponían impulsar entre los
ciudadanos, como prolegómeno de un eventual nuevo enfrentamiento que, además de la
recuperación de Alsacia y Lorena, permitiera restaurar el honor de la nación que había sido
derrotada en la guerra francoprusiana (1870).
En ese sentido, los historiadores que se nuclearon en la Révue Historique (1876), impulsada
por Gabriel Monod, asumieron un compromiso científico y patriótico que se identificaba con
los ideales liberales de la Tercera República Francesa, cuyos orígenes se remontaban a la
Revolución de 1789. En esa publicación, dedicada a difundir investigaciones eruditas y
originales, confluyeron Taine, Fustel de Coulange y Renan, junto a los más jóvenes
historiadores: Seignobos, Lavisse, Sarnac yLanglois, entre otros. Todos ellos instalados en los
principales centros de enseñanza de Francia: la Sorbonne, la Escuela Práctica de Altos Estudios
y la Escuela de Chartres. Figuras e instituciones historiográficas dominantes en Francia hasta,
por los menos, la Segunda Guerra Mundial.
Fue Lavisse el que más fielmente expresó el nuevo rumbo, tanto por su disposición a utilizar la
historia en beneficio de una pedagogía nacional como por ser el responsable de la ejecución de
la Historia de Francia, una monumental historia colectiva cuya primera parte se publicó, en 9
tomos, entre 1903 y 19112.
Si la Revolución era el origen mítico de la República, los orígenes de Francia se remontaban en
la historia de dirigida por Lavisse a un pasado aún más lejano que transformaba al jefe galo
derrotado por Julio César, Vercengitorix, en un héroe nacional, y encontraba en el rey franco
Clodoveo los inicios remotos del Estado. A partir de allí, la historia avanzaba linealmente a
través de reinados, traiciones y guerras, hasta la Revolución. Origen mítico de una nación que
era anterior no sólo al Estado sino a la propia Francia y a los franceses como comunidad
política y lingüística.
En el caso de la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX, no existían las mismas condiciones
institucionales que las gozadas por los historiadores europeos, pero sí un criterio histórico en
gran parte heredado de Francia y necesidades más o menos similares. A partir de Caseros,
pero sobre todo después de Pavón, el poder que surgía de los restos de la Confederación
Argentina liderada por Justo José de Urquiza retornaba una vez más a Buenos Aires. Pero los
problemas que habían provocado medio siglo de conflictos seguían vigentes, aunque en
nuevas condiciones favorecidas por la inserción del litoral y la campaña pampeana en el
mercado mundial3.
En este contexto, el proceso de construcción del Estado nacional, junto a los aspectos políticos
e institucionales que involucraba, requería de un pasado que legitimara la supremacía de la
nación sobre las provincias. Fue Bartolomé Mitre, que concilió sus condiciones de hombre de
estado e historiador, el responsable de elaborar una historia en la que se daba cuenta de los
orígenes de la nación argentina, que a su vez se identificaba con la propia Buenos Aires.
Para el momento en que este debate se produce, los problemas de los que debía dar cuenta la
historia eran diversos. Ya no se trataba de la amenaza que significaban las autonomías
provinciales y los caudillos, sino la que despertaba en las elites porteñas el proceso de la
inmigración masiva. Tal amenaza va a alentar una interpretación biologicista de la
nacionalidad, presente en José María Ramos Mejía, que encuentra su máxima expresión en
Nuestra América (1903), de Carlos O. Bunge.
En ese momento, la historia comenzará a ser fruto de un uso destinado a transformar esa
sociedad cosmopolita en una comunidad homogeneizada por el sentimiento de pertenencia a
una nación. Para esa tarea, la escuela, las fiestas patrias y los monumentos serán los lugares
para el despliegue por parte del Estado de una memoria colectiva que se tornará aún más
necesaria cuando, a comienzos del siglo XX, ya no sólo el sentimiento nacional sino también la
integridad del Estado y el orden social se percibían amenazados por la conflictividad social5.
En esta primera década del siglo XX, mientras libros como La Restauración Nacionalista (1909),
de Ricardo Rojas, recomendaban la enseñanza de la historia y la lengua para resolver dicho
problema y comenzaba a diseñarse la pedagogía patria desde el Departamento Nacional de
Educación, un grupo de jóvenes historiadores reunidos en la Sección de Historia de la Facultad
de Filosofía y Letras de Buenos Aires daban origen a la autodenominada "nueva escuela
histórica".
La historiografía de entreguerras
Al mismo tiempo elaboraron una historia predominantemente política cuya máxima expresión
fue la Historia Constitucional de la República Argentina (1927) de Emilio Ravignani. En cambio,
la historia económica tuvo un lugar excepcional aún en la obra de quienes la exploraron. Ese es
el caso de un libro notable, Estudio sobre las guerras civiles en la Argentina (1912), de Juan
Álvarez, y de las Investigaciones acerca de la historia económica del Virreynato del Río de la
Plata (1927-1928), de Ricardo Levene.
Al mismo tiempo, el propio Levene fue el impulsor de una historia patriótica que se
identificaba en sus fines con los del Estado. Coincidencia de objetivos que cristaliza en la
década de 1930 en la Historia de la Nación Argentina (1936), prologada por el presidente
Agustín P. Justo, y en la creación en 1938 de la Academia Nacional de la Historia que también
tuvo a Justo como presidente honorario.
Es contra esta historia, que acusarán de "falsificada", contra la cual reaccionó el "revisionismo
histórico", cuyos integrantes navegaban entre la desilusión por el fracaso del proyecto
nacionalista autoritario de Uriburu y la condena al colonialismo tras la firma del tratado Roca-
Runciman con Inglaterra, como lo expresa el libro de Julio y Rodolfo Irazusta La Argentina y el
imperialismo británico (1934). En 1938 fundaron el Instituto de Investigaciones Históricas
"Juan Manuel de Rosas". Bastante menos marginales respecto del campo cultural argentino de
lo que pretendían, entre sus miembros contaron con intelectuales nacionalistas de
orientaciones tan diversas como Manuel Gálvez, Carlos Ibarguren, los hermanos Irazusta,
Alfredo Palacios, Ramón Doll y José María Rosa, entre otros3.
El revisionismo tendrá su mayor difusión en los años 60. En gran parte como resultado de la
apropiación de esa historia por el peronismo proscrito que, cuando estuvo en el poder,
demostró escaso interés por el revisionismo. En cambio, Perón había preferido afirmarse en la
tradición de "Mayo-Caseros" y rehuía cualquier identificación de su política con la llevada a
cabo en su momento por Juan Manuel de Rosas.
Si la confrontación entre la historia "oficial" y la "revisionista" era posible ello se debía a que
ambas estaban tramadas en un relato fundamentalmente político. También, en que ambas se
concebían como representativas del verdadero sentimiento nacional y patriótico. Finalmente,
en que ambas eran igualmente poco receptivas de la renovación que se estaba promoviendo
en la historiografía de entreguerras.
En el caso del revisionismo, ello se debía a que su interés era más explícitamente político y
cultural que historiográfico; en cambio, en el caso de los historiadores profesionales esa
ausencia era más notable si se atiende a los vínculos que mantenían con historiadores e
instituciones europeas e, incluso, con quienes llevarían adelante el proyecto renovador de los
Annales. En efecto, las relaciones con Henri Berr, junto a las visitas de Mathiez y de Febvre, no
tuvieron en ellos ningún impacto reconocible en sus textos historiográficos. Como tampoco la
referencia a Croce. El filósofo idealista italiano que afirmaba que "toda historia es historia
contemporánea" había sido más citado que realmente revisado por los historiadores
argentinos del período.
2cuanto a las revistas, nos referimos al Boletín del Instituto de Investigaciones Históricas
(1922) y al Boletín de la Junta de Historia y Numismática (1924).
3Sobre el revisionismo, ver: Cattaruzza, M. A., "El revisionismo: itinerarios de cuatro décadas",
en Cattaruzza, M. A. y A. Eujanian, cit.; Halperín Donghi, Tulio, El revisionismo histórico
argentino, Bs. As., Siglo XIX, 1971; Quatrocchi de Woisson, D., Los males de la memoria.
Historia y política en la Argentina, Bs. As., Emecé, 1995; Dossier "el revisionismo histórico
argentino: circulación y difusión", en Prohistoria, N° 8, Rosario, 2004.
La Escuela de Annales
Introducción
Ambas etapas se hallaron atravesadas al mismo tiempo por procesos más específicos.
Por un lado, la crisis de la Europa imperial que se puso de manifiesto en los
movimientos de descolonización surgidos en Oriente, Indochina y el norte de África,
entre los que habría que incluir la revolución cubana. Hechos que revelaron ante los
europeos y el mundo las miserias de las políticas coloniales y el surgimiento de nuevos
actores y espacios sociales que amenazaban los presupuestos de una historiografía
predominantemente eurocéntrica.
Por otro lado, la crisis que provocó en el marxismo y los partidos comunistas
occidentales la desilusión que siguió a la breve apertura soviética, cuando se produjo la
invasión de las tropas de la URSS a Hungría (1956) y a Praga (1968). Todos estos
hechos legitimarían la actitud de historiadores ligados al Partido Comunista, ahora
dispuestos a romper con la ortodoxia del marxismo estalinista.
En estas condiciones, los historiadores lograron superar con éxito la renovada crítica
de los epistemólogos contra el status científico de la historiografía. Nos referimos a los
trabajos de K. Popper, La miseria del historicismo (1944-1945); C. Hempel, La función
de las leyes generales en la historia (1942); Ch. Frankel, Explicación e interpretación en
historia (1957); A. Donogan, La explicación en historia (1967). Una razón del limitado
impacto de estos debates se halla en el escaso interés demostrado por los
historiadores por las polémicas epistemológicas y, en general, por las filosofías de la
historia. Por ejemplo, la noción de Bloch de la historia como ciencia de los hombres a
través del tiempo podía convivir con la de Febvre, que la definía como un estudio
científicamente elaborado, sin provocar diferencias sustantivas entre ellos.
Por otra parte, los viejos y nuevos debates entre quienes entendían que la historia
podía explicar el pasado y quienes se inclinaban a la comprensión, entre quienes
definían la historia como ciencia de lo particular y quienes creían que se podía
generalizar y formular leyes, entre quienes aspiraban a un monismo metodológico y
quienes sostenían el dualismo metodológico, entre otras polémicas que incluyeron la
ubicación de la historia en las ramas literarias definiéndola como un saber precientífico
o como una pseudo ciencia, no contaron con la participación de historiadores salvo en
casos aislados. Quienes participaban de estos debates reflexionaban en un nivel de
generalización en el que difícilmente los historiadores podían reconocerse o,
simplemente, los historiadores no estaban dispuestos a prestar atención a las críticas
que ponían en duda el carácter científico de sus estudios1.
Italia fue escasamente receptiva de estos debates. En parte, porque todavía en la
posguerra era fuerte la tradición del idealismo croceano en la filosofía de la península.
También porque predominaba allí una historiografía política que a pesar de haber
recibido a Annales, sobre todo después del Congreso Internacional de Ciencias
Históricas de Roma en 1955, no había asumido plenamente los presupuestos de la
historia social2.
Algo similar sucede en Francia que, sin embargo, sí contó con historiadores dispuestos
a discutir con críticos estructuralistas del campo francés como Claude Levi-Strauss y
Michel Foucault3. En cambio, parcialmente más receptivos fueron los historiadores
anglosajones, como lo demuestra el libro de I. Berlin Lo inevitable en la historia (1954),
y el surgimiento de publicaciones que tendieron a construir puentes entre la filosofía y
la historia: History and Theory, Journal of the History of Ideas y Philosophy and
Science.
1992.
2Gallerano, Nicolás, "¿El fin del caso italiano? La historia política entre politización y
ciencia", en Cuadernos de teoría e historia de la historiografía, 10, Bs. As., s/f. [1ra. Ed.
1987]
3Ver: VV.AA, Estructuralismo e historia, Bs. As., Nueva Visión, 1972; Pierre Vilar, "Las
palabras y las cosas en el pensamiento económico" (1967) en VV.AA, La historia hoy,
Barcelona, Avance, 1976; VV.AA, Las estructuras y los hombres, Barcelona, Ariel, 1969;
VV.AA, La imposible prisión. Debate con M. Foucault, Barcelona, Anagrama, 1982
(reúne artículos publicados entre 1976 y 1978).
Los saberes disciplinares tal como se habían organizado a fines del siglo XIX aparecían
como ineficaces para pensar lo social; era necesaria una firme integración de la historia
a las ciencias sociales como lo habían proclamado en su momento Bloch y Febvre. Ya
en esos años, sobre todo a partir de la crisis del 29, la economía había ganado peso en
el campo de las ciencias sociales y el título de los Annales. Economía y sociedad así lo
reflejaba. Pero sobre todo fueron los historiadores económicos de la New Economic
History -Meyer, Fogel, Davis y North-, junto a los analistas de los ciclos económicos -
Leontief, Rostow, Marczewski-, quienes tuvieron mayor influencia en la historia
cuantitativa que permitía construir modelos cuantificables en la larga duración.
Mediante el uso de técnicas econométricas, estadísticas y la moderna demografía
histórica era posible reconstruir series de precios, movimientos de población,
producción, circulación de mercancías, etcétera.
El prestigio de Braudel creció en estos años junto con el de Annales: su obra fue
recibida con entusiasmo en Polonia, Italia, España, América Latina y, en menor medida,
en el mundo anglosajón. Discípulo de Febvre, lo sucedió tras su muerte en 1956 en la
dirección de la revista, que pasó a denominarse Annales. Économies, sociétés,
civilisations. Mientras los historiadores identificados con ella pasaban a ocupar el
centro del campo historiográfico francés, con cátedras en la Sorbona (Université Paris
1) (Université Paris 4) y el Collège de France, a las que se sumó la fundación de la VI
sección de la École Practique de Hautes Études, convertida luego en École de Hautes
Études en Sciences Sociales.