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GUY BECHTEL

JEAN-CLAUDE CARRIÈRE

ELOGIO DE LA TONTERÍA1
TRADUCCIÓN DE PABLO PEUSNER

Sí, la tontería consiste en querer concluir


GUSTAVE FLAUBERT, Lettre à Bouilhet,
4 de septiembre de 1850

No hay nada que decir,


la humanidad es un poco tonta
FRANÇOIS COPPÉE, Le Journal
26 de agosto de 1897

R esultaría muy volteriano, es decir muy superior y presuntuoso, haber pasado años investigando
miles y miles de pavadas para mofarse luego cómodamente de ellas y entregarlas a la burla del
más inteligente de los públicos. Tal actitud, que es la de los grandes charlatanes, supone una
seguridad de juicio que ninguno de nosotros posee.
Por otra parte, sería ser muy crédulo, a la manera de Bouvard y Pécuchet, haber copiado esos
con total buena fe tantas equivocaciones, viendo allí brillar joyas puras del pensamiento. Eso supondría
una maravillosa ingenuidad que lamentablemente ya no poseemos. Es sin embargo nuestro dilema: o
pasar por dos espíritus plenos de una altivez absurda, o por dos idiotas inofensivos.
Entre esas dos hipótesis, elegimos naturalmente la segunda, de común acuerdo y luego de haber
reflexionado al respecto. Que no obstante y como último recurso, se nos permita sostener la excusa
suprema: la de la locura.

1
Este texto constituye el « Prefacio » al Dictionnaire de la bêtise et des erreurs de jugement, Robert Laffont, Paris,
1965, p. IX.
Sí, esta aventura era tan difícil y peligrosa que hacía falta que fuéramos dos locos sin esperanza
de retorno para lanzarnos a ella. Comencé a tientas hace catorce años, seguí intermitentemente,
atravesé dudas terribles, amenacé con abandonar veinte veces y finalmente lo terminé en una larga
fiebre de diez meses; pero este libro es incompleto como todos los libros. Y eso a pesar de miles de
horas pasadas en las bibliotecas leyendo con el mismo furor las mejores obras y, sobre todo, las peores.
Uno junto al otro, con el mismo empeño, recolectamos entre la gleba y el pedregal,
compilamos, amontonamos, estimando celosamente el valor de nuestros respectivos hallazgos. Los dos
nos encontramos leyendo hasta veinte libros por día, pasando de Gobineu al Manual del suboficial de
artillería pesada y de El entrenamiento de los velocipedistas a Tertuliano. Aunque felices si habíamos
hallado algo para espigar, a menudo rechazamos nuestra pila de libros o publicaciones con desdén; y
lamentamos amargamente que fueran demasiado inteligentes para nosotros.
He aquí entonces nuestra locura: hemos amado hasta la pasión a los libros muy malos.
Si tratamos de justificarnos se presenta un argumento bastante sencillo que hay que plantear
enseguida.
No tenemos ni hemos tenido jamás la intención de combatir la tontería, y eso por una buena
razón que es invencible. Incluso si es cierto que no se ganan verdaderamente sino las batallas perdidas
de antemano, jamás se trató para nosotros de un combate en el que, caballeros elegidos de la buena
causa, hubiéramos agitado el estandarte de la clarividencia.
Al contrario. No es necesario hacerse ninguna ilusión acerca de las ventajas intelectuales que
podría aportar este diccionario. Ellas son totalmente imaginarias. Nunca el espectáculo de una lámina
de anatomía ha curado la menor enfermedad.
Sin embargo, algunos lo han creído así. ¿Qué estupideces no diríamos ahora si los antiguos no
las hubieran ya dicho antes y nosotros no las hubiéramos tomado? Planteando esta pregunta, ¿no decía
Fontenelle una estupidez? En todo caso se mostraba seguro de sí, olvidando que a diferencia de la
inteligencia, a la que se ve hundirse de tiempo en tiempo, la tontería es incurable.
Nosotros esperamos no corregir a nadie.

Si este libro tiene un primer interés, es muy simplemente de orden histórico. De los 6000 textos
que habíamos copiado, 3500 han permanecido. Son textos de los que no debemos burlarnos ni
enamorarnos; textos cuyo mérito es en primer lugar el de existir, el de haber sido realmente escritos e
impresos, como lo mostrarán las referencias. Textos que han sido leídos y que, también ellos, cuentan
la Historia.
La tontería, desgraciadamente, es en principio el espejo de un tiempo. Investigarla, incluso
acorralarla, extraerla y presentarla, por loco que parezca, no es entonces totalmente inútil, y esta
afirmación puede sostenerse tanto más fácilmente en la medida en que no constituye una paradoja.
Develar las estupideces de una época, es sin duda hacer que se la comprenda mejor –más que
sólo a través del inventario de los esplendores de entonces–. O más bien, las dos maneras resultan
insuficientes. Acordamos en que si las recopilaciones de estupideces se multiplicaran tanto como las
recopilaciones de pensamientos profundos, también falsearían las perspectivas.
Pero sin embargo desde hace largo tiempo se nos presentan toda clase de bellezas negándonos a
la vez el mejor medio para apreciarlas. Se han creado compañías de altos espíritus, sociedades de
inteligencia, academias de letras e institutos de bellas artes. En los museos y las bibliotecas, las
selecciones y colecciones sólo nos ofrecen las obras maestras del pasado.
Es una mentira. En todos los dominios, la historia que nos construyen no vive sino de
fragmentos seleccionados. Ella vuela de cima en cima sin que nuestra mirada pueda entretenerse unos
instantes en la penumbra fascinante de los abismos. De manual en manual retoma los mismos
personajes, los mismos juicios de valor, las mismas condenas ligeras, los mismos olvidos.
Es la historia de la inteligencia, y solo de la inteligencia.
Falta mucho, y tal vez lo principal. En ese maniqueísmo del espíritu, ¿quién dice que el bien
debe excluir el mal? ¿Quién dice que el bien no implica el mal, suponiendo que sean distintos? ¿Cómo
amar, cómo apreciar a un inventor, un pintor, un filósofo, cuando parecen iguales a decenas de otros,
reunidos bajo el techo del mismo panteón? En la elegante compañía formada por las recopilaciones y
las crestomatías sólo está lo mejor. Son catálogos de gran lujo. No se ve cómo podría formarse
libremente el gusto entre esos genios monótonos, entre esas obras maestras paralizadas. Ese nuevo
clasicismo que –en sentido literal– es lamentable, aburre, y eso es todo.
Por estas razones se nota ya que nos resulta difícil suscribir la frase de un famoso francotirador:
No sufrimos sino de una sola cosa, la tontería. Flaubert, escribiendo esas palabras a George Sand,
manifestaba una visión algo corta de las cosas y, si bien combatía valientemente, no intentaba
comprender ni, con mayor razón, apreciar. También mostraba ingratitud, puesto que Flaubert debe en
parte el ser lo que es, a ese adversario de calidad. A él, tanto como a otros, la tontería le ha servido.
Luego de tantos años de fructífera coexistencia, ¿de qué quería desembarazarse entonces? Sin duda, no
medía el vacío que seguiría a tal desaparición.
¿Imaginamos sin estremecernos qué sería de un mundo donde, por un gran milagro,
afortunadamente poco probable, la tontería no existiera más? ¿Imaginamos que todos los juicios sean
justos, todos los pensamientos reflexivos y todos los razonamientos lógicos? ¿En qué se convertiría la
inteligencia, sola en su desierto, abominablemente librada a sí misma?
¿Quién no ve que sin tontería no existiría la inteligencia?
Cuánto más sutil y clarividente se mostraba Charles Fourier cuando señalaba: Si pudiéramos
detener por un instante el amor propio, concebiríamos que el mejor negocio para un siglo es el de
convencerse con tonterías. Negocio del que goza entre todos el siglo XIX, ese estúpido siglo XIX,
como decía León Daudet. Y sin duda dicho siglo merece el título más que ningún otro. Jamás los
moralistas burgueses, trastornados por donde se los mire, hubieran proferido tan formidables
estupideces ni formulado tantas estúpidas profecías. Jamás los nuevos espíritus, aunque fueran
utopistas, iluminados, místicos o simplemente soñadores, habrían acumulado proyectos tan poco
razonables.
Y sin embargo es en el curso de ese siglo que todo ha comenzado. ¿Quién creería que se trató de
una coincidencia?
No, no sufrimos la tontería. Es todo lo contrario: gozamos de ella, nos beneficiamos. Para
decirlo todo, resulta evidente que la primera y gran virtud de la tontería es la de ser fecunda.

En esta inteligencia del siglo XX, solo conocemos un universo de bellezas clasificadas,
catalogadas. No obstante, se nos dice, ¿no está bien dirigirse así a las obras y a las invenciones
esenciales, a los hombres admirables de los que la posteridad –la cual, y va de suyo, nunca es tonta–
recibe la imagen y aprende las lecciones? ¿Acaso no es maravilloso que las compilaciones esclarecidas
y los museos cada vez más educativos nos ofrezcan con acceso rápido, y lo más fácilmente posible, la
fina flor de lo que hay que ver y saber?
Nuestro tiempo, que creemos rápido y es urgente, juzga que todo esto es bueno. Pero el
conocimiento de lo esencial desvía con golpe seguro de lo esencial del conocimiento. De nada se sabe
tanto como se sabe fragmentadamente. ¿Y no está claro que esta cultura así seleccionada y limitada no
admite de nuestra parte ninguna discusión, que hay que aceptarla sin protesto?
En la cultura universal se trata siempre del derecho del más fuerte.
Porque, ¿quién creería que se puede comprender la agricultura en el Mercado de las flores?
Ocurre lo mismo en todas las disciplinas. ¿Cómo hacernos sentir la superioridad de Descartes,
agradablemente presentado por lo general entre Aristóteles y Spinoza, cuando vivió
desafortunadamente entre Mersenne y Caterus? ¿Cómo hacernos amar al Hugo de 1830, bien
apuntalado entre Chateaubriand y Lamartine, cuando aquellos que le disputaban su fama se llamaban
Viennet y Baour-Lormian? Es solamente enunciando la tontería y recordando la voz de los grandes
tontos que se puede intentar poner las cosas en su lugar y hacer comprender lo increíble: que Víctor
d’Arlincourt haya sido en su tiempo más célebre que Stendhal y la Academia, y que M. Biot haya
tenido el derecho de interrumpir la palabra de los verdaderos y grandes sabios del siglo XIX.
En el calor de la época se considera tanto a Nonotte como a Rousseau, y a Gérôme más que a
Manet. Y recordar a Nonotte y a Gérôme es la mejor manera de hacerles justicia a los otros, hablando
de las luchas que sostuvieron. Es necesario enunciar la tontería de los olvidos para hacer apreciar el
coraje y comprender la frágil grandeza de aquellos que recordamos.
La tontería es el ornamento de la belleza, dijo Baudelaire. Hablaba allí de una mujer que
conocía, pero lo que es verdad para una mujer debe ser verdad para todo el resto.
De todas maneras, llegó el momento de reclamar en voz alta la institución de un curso de
tontería en la enseñanza francesa. Comenzaría en la escuela primaria. El estudio exclusivo de obras
inteligentes y bellas, a menos que desanime, da una idea muy falsa de los siglos pasados y con mayor
razón aún del universo que nos rodea. Por otra parte, no se puede decir que haya obtenido hasta hoy
resultados formidables. Una reforma se impone.
El estudio de la tontería, que se limitaría a dos o tres horas de curso por semana para no
sobrecargar peligrosamente los programas, más allá de resultar divertido, desencadenaría sin duda el
entusiasmo de la juventud, provocaría sanas reacciones y vocaciones desinteresadas. No contentos con
citar para cualquier propósito a Saint-Beuve y Paul Valéry, los jóvenes alumnos, descubriendo
maravillados los tesoros oscuros de nuestra herencia, ornarían sus composiciones francesas con citas de
Puthod, Grégoire, Debay, Francon, Bérillon, Mgr. Fèvre y Filadelf Gorilla2.
Sostenemos con seriedad que esas pocas horas resultarán suficientes para transformar por fin
nuestras escuelas y liceos en canteras de altos espíritus, más que todas las revoluciones de los
ministros.
Más tarde, naturalmente habrá que encarar la creación de una prueba de tontería en los
exámenes del secundario, así como una licenciatura y una cátedra de tontería.
Inicialmente, nosotros nos inscribimos.

Se ve, aunque fuera en principio, que nos lanzamos por reacción a la aventura; por reacción y
por rechazo. Se trataría de rehacer toda nuestra educación pero al revés, de adquirir una anticultura. Las
fachadas oficiales escondían la tontería con vergüenza. Quisiéramos saber qué era eso. Pero los
descubridores encuentran a menudo otra cosa de lo que salieron a buscar.
Nuestras primeras investigaciones, todavía titubeantes, nos revelaron un océano de obras
desafortunadas, obras de todos los siglos, de todos los autores, una materia inagotable, infinitamente
renovada, sorprendente, amena, exasperante, transformadora. Un desborde de tontería colándose por
todas partes, si bien nos parecía imposible captar tantas ondas y oleajes a la vez. Por lo menos
esperábamos proporcionar muestras convenientes acerca de todos los temas.
2
Estos son algunos de los mejores autores. En lo concerniente a Filadelf Gorilla, sin duda se trata de un seudónimo.
Nos pusimos a trabajar un poco por azar, sin saber exactamente qué ruta seguir, y al principio
nos sentimos satisfechos cuando reímos con ganas. Luego surgieron las primeras dudas. El asunto se
mostraba de una dificultad desconcertante. ¿Qué era exactamente la tontería? ¿Acaso era la estupidez
escrita ligeramente, la injuria inmerecida, el barbarismo, la torpeza, la lógica excesiva, la imaginería sin
freno, la apuesta estúpida, la simple idiocia, la hipocresía, la ceguera, el odio, el fanatismo?
Era todo a la vez, y aún más. Nos era necesario entonces recogerlo todo, decididos a operar
luego una muy rigurosa selección. En cuanto a decir en pocas palabras qué es la tontería –la que no es
aquí, sin duda, sino una palabra tomada por otra– hemos renunciado a eso muy rápido. O más bien, esta
obra no es sino un intento de definición, e incluso un esfuerzo para ceñir un fenómeno más general,
más allá de los vocablos. Un trabajo de acercamiento, por relevamiento y contra-relevamiento, en torno
de un gigantesco desconocimiento.
Hecha la lectura, el que pueda definirá ese desconocimiento. Un largo subtítulo ha sido ya
anticipado. Junto a los ejemplos que podríamos llamar convencionales, se hallarán textos mucho más
difíciles de juzgar, que van del simple error al galimatías, de la payasada al inmenso delirio. Por aquí
algunos autores modestos, de gramática evasiva, se ofrecen con complejidad y ampulosidad; por allá se
trata de evasivas desafortunadas o de cacografías lamentables; y además, por otra parte, impromptu, en
la gran lotería del orden alfabético, caeremos a menudo en un texto absolutamente incalificable, que
viene de lejos, y que porta desde hace siglos un mensaje inaudito. Que nadie se fie, entonces, de una
lectura simple.
Mezclados se reconocerán descripciones de mundos anodinos, incluso amables (cf. los artículos
Armonías de la naturaleza, Colores, Providencia) y razonamientos sobre el hombre que son
verdaderamente atroces, de un accidental humor más que negro, de una crueldad inimaginable (cf.
Judíos, Negros, Obreros, Pobres, etc.). También se encontrarán, junto a torpezas recreativas, las
afirmaciones biográficas más descabelladas sobre personajes bien diferentes (cf. Adán, Jesucristo,
Napoleón). En todos esos textos se observará que algunas formas de razonamiento franquean
alegremente los siglos y se las reencuentra muy cerca de nosotros: la tontería debe mucho a los copistas
pero, reflexionando sobre esto, la tan tradicional inteligencia ¿acaso les debe poco?
Se notará finalmente la presencia de numerosas firmas célebres, de Voltaire a Renan y de
Bossuet al mismo Flaubert.
Que nadie crea ante esta diversidad que hemos concebido este libro como un gran baúl, a
nuestra conveniencia. Si acaso hemos suprimido mucho fue para conservar algo en común a todos estos
textos, aunque no probablemente lo que aparece a primera vista. ¿Qué lazo, qué carácter los reúne?
Probablemente el de reflejar los hechos, las ideas o los hombres que no fueron retenidos por la
Historia.
Se cometería una grosera equivocación al pensar que se trata de un diccionario de las ideas
recibidas. Al contrario, se trata de aquellas que han sido rechazadas, de las que nos han querido hacer
olvidar a la fuerza. Con o sin razón. Cada quien podría debatirlo consigo mismo.
La tontería –concebida en el sentido más amplio de todo lo que fue golpeado por una
maravillosa irrealidad– aparece en el límite de lo que es perfectamente original. Las ideas recibidas son
los grandes nombres y los grandes textos, son las lecciones de memoria de nuestra infancia y las frases
grabadas en los monumentos o al dorso de las medallas. Contrariamente, se encontrarán aquí bajo la
pluma de los investigadores malditos y pensadores oscuros, las apuestas que sólo se intentaron una vez,
máximas que nadie osaría repetir hoy en día.
A fin de cuentas, la gran tontería, la tontería admirable es rara. Y es por eso que esta obra, lejos
de ser cruel, no arroja una piedra sobre nadie. Nosotros afirmamos que es el alimento de inestimables
pensamientos. No nos sorprenderá encontrar allí a quienes admiramos, y así encontrarnos a nosotros
mismos.
Este libro, en proporciones muy modestas, es un homenaje a la mayoría de los autores que
citamos. En efecto, si ellos hubieran sido solamente tontos o idiotas, no estarían en él. Ellos poseían por
demás esa cualidad primera que es la agresividad. De allí que estos textos insolentes, provocadores,
coléricos, que molestan y generan incomodidad, obligan, de buen o mal grado, a salir de los senderos
trillados (cf. Guerra, Odio, Locura, Tolerancia, etc.).
Es más valioso, de cualquier manera, provocar la risa o la indignación que la indiferencia.
Entonces, ¿con qué derecho condenar a estos autores a no ser más que polvo?
¡¿Pero cómo?! ¿Un hombre adivinó el lenguaje secreto de la luna y ese mensaje esencial está
perdido? ¿Un médico explicó extensamente las causas de la muerte de Cristo, que no son aquellas que
se creen, y tales revelaciones han quedado en letra muerta? ¿Un historiador descubrió que la altura de
las Pirámides se debe a un defecto común en la visión de los egipcios y esa hipótesis fue abandonada?
¿Un investigador solitario encontró, por iluminación divina, el aparato que protege del mal del mar
(mareo, náuseas) y no queda ninguna huella de esa invención? ¿Es posible? ¿Un filántropo propuso
emplear a los ciegos [de la guerra] para mirar los huevos a trasluz y no se hizo nada? ¿Un autor probó
que los ingleses son todos judíos por el simple hecho de que la palabra Saxon es la más evidente
deformación de Isaac’s son, y la teoría cayó en el olvido?
Honestamente, ¿esta conspiración de la censura no es un escándalo?
Hay más de un millar de estas ideas reunidas en las páginas que siguen. Y todavía duermen
miles de ellas.

Se encontrarán aquí, y esto debería ir de suyo –sin decirse–, textos que políticamente son de
izquierda y de derecha, que religiosamente están a favor y en contra de distintos dogmas, que
socialmente son partidarios y adversarios del progreso, pero todos presentan un aire de familia. Que no
se piense que le otorgamos el monopolio de la tontería a una escuela, a una capilla o a un partido.
No obstante, sería falso decir que este diccionario es enteramente –y prudentemente– negativo.
Al citar tal o cual página, dándole derecho de acceso en el libro, intentamos también expresar nuestra
opinión que por lo general es contraria. Somos perfectamente conscientes de ello y aceptamos tal
responsabilidad.
Sólo hemos tomado pocos textos muy antiguos. A tanta distancia, y puesto que nuestra
intención no era evidentemente registrar una larga lista de errores pre-científicos, es difícil distinguir lo
que depende de la fábula, de la ignorancia o de la pereza del espíritu. Hubiera sido demasiado fácil
recoger en los libros de magia innumerables recetas en las que la falta de conocimientos –cuando no se
tratara de una voluntad deliberada de esoterismo– habría pasado, con una ayudita, por una tontería.
Jamás la ignorancia es tontería. ¿Afirmamos esto por generosidad, por convicción? En todo
caso, para elegir los textos y escribirlos con las floridas letras falsamente infamantes de nuestro
diccionario, hemos tenido por seguro este principio: un autor no comete una falta cuando ignora lo que
nadie sabe.
De este modo, resultaría absurdo citar los antiguos textos sosteniendo, por ejemplo, que la tierra
es plana, ovalada, cúbica o agujereada de lado a lado. Al contrario, después de Galileo como después
de Newton, nos parece interesante conocer las tontas argucias de los detractores de la atracción
universal o del movimiento terrestre. Por lo demás, si Plinio figura en este libro, es por la razón de que
en su época ya resultaba muy divertido. Compilador honesto y laborioso, si no inventaba, informaba un
poco de cualquier cosa, y sus contemporáneos lo consideraban justamente un crédulo. Sabemos que no
obstante hizo escuela. No fue esa la menor de las sorpresas al ver que algunas de sus afirmaciones más
fantasiosas –inveteradas en los espíritus durante siglos– todavía estaban vigentes hace pocos años.
Todo está en Plinio –y recíprocamente–.
Del mismo modo, si detenemos nuestra ruta en los años 1925-1930, no es –como podría
pensarse– por falta de material. La formidable explosión de tontería que marcó al siglo XIX, cuando los
cuadros tradicionales del pensamiento y del razonamiento brillaban en conjunto, no ha dejado de
producir montañas de aquella en el primer cuarto del siglo XX. Lejos de eso. Pero debíamos limitar
nuestro trabajo, si no queríamos pasarnos la vida realizándolo; por lo demás, hace falta retroceder un
poco para hacer puntería3.

Hemos afirmado que la tontería era útil, que era fecunda, que era rara. Deseamos que estos
textos brinden algún servicio, también que diviertan, que irriten, que interesen.
Deseamos además que, más allá de esos primeros placeres, liberen la entrada a un país sin
fronteras donde ya nadie sepa dónde termina verdaderamente la tontería y dónde comienza una belleza
nueva.
Sí, la tontería –una cierta tontería al menos– es bella. Y cuando es bella, probablemente no haya
nada más bello. Ella puede contaminarse de fantasía hasta la demencia, de testarudez hasta la
aberración. Porta así una belleza que enceguece cuando se sostiene, arrogante y obstinada, sobre los
límites indecisos de la sinrazón, de la desmesura y, naturalmente, de la poesía.
Cuando queriendo probar que por todas partes los animales se diferencian del fondo natural –
suelo o vegetación– por su color, Bernardin de Saint-Pierre afirma que en las regiones polares los osos
blancos contrastan vivamente con la nieve por la negrura de sus hocicos, podemos sonreír ante tanto
empeño por defender una tesis, pero la idea porta una parte de genio. Podemos soñar mucho con ese
mundo desafortunadamente irreal, recreado, donde hasta los melones eran inteligentes.
Lo que no alcanza lo sublime puede aún ser una belleza, pero aquello que lo sobrepasa es
seguramente una tontería, decía con aplomo Joseph de Maistre, uno de nuestros grandes autores. ¿Y
quién no comprende ahora que estaba equivocado? ¿Por qué no sería bella también la tontería, e
incluso sublime?
Por la estética que aporta la tontería es aun hoy el único recurso, y esta será nuestra conclusión.
Un recurso rico en esperanza para el futuro, porque una cierta tontería, si bien no es la Historia, cuenta
siempre muy bellas historias y lo hace de una forma totalmente novedosa. Alcanza quizás con escuchar,
con inspirarse, con abrir lo que otro de nuestros autores llama las cataratas de la imaginación. En tal
sentido hay un romanticismo de la tontería que podría un día llevarnos al abandono de nuestros viejos
hábitos y, con un poco de suerte, renovar así la sensibilidad de las generaciones que nos sigan.
El tiempo de los razonables está, en efecto, muy amenazado. Se va rasgando por todas partes.
Contra esos maestros de ayer se levantan adversarios que, sin embargo, están hechos de la misma masa,
lógicos más bien presumidos que catalogan las excepciones en lugar de las reglas, contándolas
lentamente, celosamente.
Pero no es un paso de lo positivo a lo negativo, del blanco al negro el que hay que dar para ir
hacia adelante. Sería demasiado simple. Nos hace falta, al contrario, rencontrar la abundancia de todos
los colores, la complicación de toda la paleta.
¿Dónde hallar los pinceles, los sujetos? Renunciando a ceñir las reglas y los rangos la
inteligencia en peligro ganaría inmensamente al prestarle más atención a todos los monstruos que

3
Esta edición aumentada cubre en efecto la época contemporánea hasta casi 1980, con algunas incursiones en
nuestros días actuales.
hormiguean ahora a su alrededor, venidos de las imbéciles profundidades; hormigueando en ella, desde
su propios recónditos fondos.
Entre todas las escuelas, ¿quién sabe si no fue necesario una vez más elegir al hombre? Todo el
hombre, y no solamente las regiones etéreas de su ser, antiguas cortezas, antiguas migajas.
La tontería, esa promesa, está en el hombre como el carozo en el fruto: un guijarro inconsumible
y sin embargo, aún invisible, única esperanza de la primavera.
No se trata de escribir libros tontos, lo que no está al alcance de todo el mundo, sino de captar la
necesaria generosidad sin la cual la renovación demorará mucho tiempo; de preservar el derecho a la
tontería –a saber, la libertad– sin la cual el universo científico y ordenado del mañana sólo conocerá, a
decir verdad, el rigor mortis.
La tontería en ciertos casos, la verdadera tontería, la gran tontería, la que supera todos los
límites y rompe todas las razones, constituye una riqueza secreta pero fabulosa de lo que todavía
llamamos, a falta de nombre mejor, el espíritu humano.

Guy Bechtel y Jean-Claude Carrière


París, junio de 1968

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