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Bizancio
Montesinos
Sinopsis
Os doy todo,
venid y tomadlo todo,
sólo hay algo que no puedo dar
y es la fuente secreta de mi amor.
No puedo darla porque no es mía.
Por las ventanas entraba una luz débil de nubes
bajas que a veces se encendían con tonos malva.
Una tormenta en invierno, es decir, en la fría
primavera. Aquello era, según dijo la reina Irene,
buena señal. Aquella luz violeta era como el latido
de las nubes propicias en una tierra ignorada para
Roger, quien, acordándose de Lucas de Exea,
pronosticador de climas y meteoros, decía:
—Fríos tardanos, truenos tempranos.
Oyendo la música en el cuarto de al lado, viendo
palpitar las nubes y esperando hacer suya a la
princesa, comprendía Roger que puede haber una
vida gloriosa sin batallas, sin victorias y sin
mercedes reales.
La boda salió tan bien como debe salir una
ceremonia real en una corte de gran tradición.
Luego hubo recepción y besamanos bajo la
presidencia del Emperador. A su lado estaba
Roger, quien tuvo el honor de oír los eructos de
Andrónico cuando se produjo la primera
aclamación. Luego Andrónico le contó en latín,
mientras desfilaban los griegos nobles, que
Karman, el jefe turco, le había desafiado hacía tres
años, personalmente, como a un particular. El
duque de Nastogo fue a Artacio a llevarle la
respuesta. Le dijo Roger que a los reyes les estaba
negado en los países de Occidente batirse en duelo
y que debían hacer oídos sordos a cualquier clase
de desafíos, según el código del honor. Esto
interesó tanto al Emperador, que Roger sospechó
que lo acababa de aliviar de un escrúpulo de
conciencia. Era verdad. Se sentía Andrónico un
poco deshonrado por aquel desafío de Karman.
La recepción seguía.
Luego hubo mimos, es decir, cuadros animados,
entre danza y teatro. Las doncellas de la corte
fueron las que dieron a ese número del programa
el atributo de su belleza y de su gracia. Antes de
aparecer, cada una era anunciada por un caballero.
Unas veces era un caballero rudo con un hacha al
costado (un hacha decorativa, de plata). Otras, un
paje con un lirio en la mano. O un caballero
vestido de pieles, con un capacete de hierro en la
cabeza y un ramo de viña en forma de corona,
como Dionysos con su asfódelo. Este último
caballero recordaba por su atuendo a los
almogávares, y Roger agradeció aquella muestra
de respeto y de amor por sus bárbaros infantes.
Fue el único momento en que Roger sonrió. Y el
Emperador sonrió también. Todos los nobles
bizantinos sonrieron. Pero sólo los bizantinos, no
los genoveses.
Las muchachas llevaban un cestito de flores
naturales y las dejaban caer sobre los manteles.
Algunas caían sobre la alfombra dorada. Un poeta
recitaba improvisando —es un decir— en un
extremo de la sala, mientras las doncellas
bailaban. El poeta se llamaba Gayo Sorinópolus y
al hablar trataba de imitar, según se decía, el estilo
de la princesa María. Roger se preguntaba cuál
sería aquel estilo.
El poeta Gayo, que aparentaba unos cincuenta
años y tenía una cabeza hermosa de filósofo, decía
que “aunque no era verano ni primavera estaba en
el aire el aliento de la germinación y ese aliento se
advertía en las nubes bajas iluminadas con los
fuegos del conocido cielo, donde las almas se
clasificaban. Había un arado con reja de oro para
labrar el suelo. Al otro lado de la hiedra había
ruinas excavadas de los tiempos de los abuelos
griegos. Y un perro al pie que dormitaba y se
sacudía en sueños. Y un sandiar con los regatos
espumosos entre las hojas enormes. Y un camino
blanco, inmenso, que iba a Oriente, con alimañas
aplastadas por las ruedas de los carros de guerra”.
Roger pensaba que todo aquello debía ser
alegórico y simbólico. Creyó sentir en los carros
de guerra una alusión a sus futuras campañas. Lo
que no entendía era que aquél fuera el estilo de la
princesa. Cuando se lo preguntó a ella, la princesa
afirmó como si se tratara de una travesura y dijo:
—Desde que te conozco a ti estoy violentándome
mucho para parecer razonable.
—¿No lo eres?
—No, megaduque. Eso dicen, al menos, en mi
familia.
Hubo más danzas y terminadas se formó una
comitiva que fue a la catedral para la consagración
pública. Un poco le extrañó a Roger ver que
algunas damas de palacio se arrodillaban y se
ponían a cuatro manos al pie de la carroza para
que la princesa María las usara como estribo. Pero
era una vez, el día de la boda. Otras harían lo
mismo, más tarde, para que la princesa subiera al
lecho nupcial, lo que le extrañó mucho más a
Roger.
La catedral de Santa Sofía estaba cerca y desde
el palacio hasta el atrio principal había dos
grandes explanadas flanqueadas de porches y
arcos románticos, cerca de los cuales se
aglomeraba la gente. Aunque no había servicios
públicos de orden —lo que no dejó de extrañar a
Roger—, nadie se desmandó y desde el palacio al
templo el desfile fue perfecto. Roger se sentía
como un figurante, después de haber ensayado su
papel con la reina Irene.
En la catedral cubierta de tapices con franjas de
oro e iluminada profusamente se celebró la
segunda parte de la ceremonia. Hubo más danzas,
ahora religiosas. Las danzarinas eran como figuras
secas con vestidos aneblados y endurecidos de oro
y de miel. Sus movimientos tenían la gracia de los
iconos de los viejos retablos.
Por todas partes el color del oro recordaba las
libreas de la casa de los Paleólogos. Los novios
ocupaban un doble trono a la derecha del
presbiterio. Toda la nobleza bizantina estaba en la
catedral. Los genoveses ricos se apiñaban cerca
de las puertas y algunos no se tomaban la molestia
de quitarse sus gorras de terciopelo. No eran
cristianos orientales, sino católicos romanos.
Terminadas las danzas hubo un sermón del
archimandrita de Nicea, que tenía fama de santo
porque se atrevía a censurar públicamente al
Patriarca Alejo.
Al final, la comitiva volvió al palacio
solemnemente. Los recién casados, bajo palio. A
su paso, la gente soltaba palomas pintadas —las
pobres— de oro. Muchas de ellas morían después
envenenadas por aquella pintura. Era su tributo a
las glorias del día.
Otra vez en el palacio, siguió la fiesta. La reina
Irene iba y venía, nerviosa. Le molestaba todo
aquel esplendor en la corte de su hermano y a
veces repetía a los que estaban más cerca:
En Sofía, en Bulgaria, habría sido mucho más
brillante todo.
Roger estaba atento a las canciones, es decir, a
la extraña mezcla de violencia y melancolía de los
cantares. Sentado al lado de María, se hacía
traducir la letra, y la joven esposa, cubierta de oro
y diamantes en sus ropas de color pajizo claro, iba
diciendo casi sin mover los labios:
CORO
Grande cosa, grande cosa, grande
cosa, cosa grande.
Cabo
Ya le dieron un candil sin un gancho
pa colgalle.
Ya le dieron un borrico de treinta y
seis navidades, tamién le dión un
cantara sin ansas pa manejable,
tamién le dión un puchero arreglau con
un arambre tamién le dión un cochillo
que pa cortar ya no vale.
Coro
Grande cosa, grande cosa, grande
cosa, cosa grande.
CORO
Marichuana está muy buena muy
buena está Marichuana.
Binéfar continuaba:
CORO
Marichuana está muy buena muy
buena está Marichuana.