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EL CÓDIGO CIVIL DE 1936 Y EL CÓDIGO CIVIL DE 1984.

ANÁLISIS DE LA TRANSICIÓN
EN RESPONSABILIDAD POR INEJECUCIÓN DE OBLIGACIONES

Felipe Osterling Parodi

El Código Civil de 1984 introduce dos cambios importantes con referencia a la sistemática del
Código de 1936. Las normas sobre la mora –consignadas por el Código de 1936 entre las
disposiciones del pago- y los preceptos sobre la cláusula penal –legisladas por el Código anterior
como una de las modalidades de las obligaciones- se incorporaron en el Código de 1984 en la
parte relativa a la inejecución de las obligaciones, porque ambas instituciones están diseñadas
para operar en los casos de inejecución o de cumplimiento parcial, tardío o defectuoso de la
obligación. En consecuencia, el título sobre inejecución de obligaciones en el Código actual tiene
tres capítulos sobre disposiciones generales, mora y obligaciones con cláusula penal, a diferencia
del Código anterior de 1936, con un solo título, que trataba las disposiciones generales.

Esto en cuanto a la sistemática. Ahora analizaremos algunas de las novedades introducidas por
el Código Civil vigente, en lo relativo a inejecución de las obligaciones, respecto de la regulación
de su antecesor inmediato, el Código de 1936.

1. AUSENCIA DE CULPA Y EL CASO FORTUITO O DE FUERZA MAYOR

El Código Civil de 1936 no efectuó distingo entre la ausencia de culpa, esto es la causa no
imputable, y el caso fortuito o de fuerza mayor, y solo permitía al deudor exonerarse de
responsabilidad por concurrir alguno de estos dos últimos eventos. En el Código de 1984, en
cambio, la regla es que el deudor es inimputable si procede con la diligencia ordinaria requerida,
esto es, con ausencia de culpa y, adicionalmente, en los casos fortuitos o de fuerza mayor, en
los que también hay ausencia de culpa, y esto último porque en ciertas situaciones la ley o el
contrato prevén que el deudor solo puede exonerarse de responsabilidad por los citados casos
fortuitos o de fuerza mayor, y no por su actuar diligente que sin embargo no le permite cumplir
la obligación.

El nuevo Código diferencia, por consiguiente, la ausencia de culpa o causa no imputable, como
concepto genérico, de los casos fortuitos o de fuerza mayor, que constituyen conceptos
específicos de causas no imputables.

En la ausencia de culpa el deudor no está obligado a probar el hecho positivo del caso fortuito o
de fuerza mayor, esto es, la causa del incumplimiento debida a eventos de origen extraordinario,
imprevisible e inevitable. En la ausencia de culpa el deudor simplemente está obligado a probar
que actuó con la diligencia ordinaria requerida, sin necesidad de demostrar la existencia de un
acontecimiento que ocasionó la inejecución de la obligación. En la ausencia de culpa se prueba la
conducta diligente, a diferencia del caso fortuito o de fuerza mayor, que exige identificar el
acontecimiento con las características señaladas de extraordinario, imprevisible e irresistible.

En suma, el principio general es que el deudor solo debe demostrar su conducta diligente para
quedar exonerado de responsabilidad, salvo que la ley o el pacto exijan la presencia del caso
fortuito o fuerza mayor. En esta última hipótesis habrá que identificar el acontecimiento que
impidió que se cumpliera la obligación, y probar el concurso de los tres requisitos enunciados.

2. DAÑO MORAL

El Código de 1984, a diferencia del Código de 1936, incorpora el daño moral por inejecución de
obligaciones. Así, el artículo 1322° establece que “el daño moral, cuando él se hubiera irrogado,
también es susceptible de resarcimiento”.

El daño moral se puede irrogar no solo a personas naturales, sino también a personas jurídicas,
según lo ha establecido una sentencia del Tribunal Constitucional. El tema es pacífico cuando se
trata de personas naturales. Sin embargo, rápidamente surgen opiniones divergentes cuando se
trata de precisar si las personas jurídicas también pueden ser indemnizadas por este concepto.

Para estos efectos, es preciso adoptar la noción de daño moral en sentido amplio, entendiéndolo
como toda lesión, conculcación o menoscabo de un derecho subjetivo o interés legítimo de
carácter extrapatrimonial, sufrido por un sujeto de derecho como resultado de la acción ilícita de
otra persona. De acuerdo con este concepto, son derechos extrapatrimoniales o morales
aquellos que tienen por objeto la protección de bienes o presupuestos personales, que
componen lo que la persona es. Esta acepción de daño moral abandona el anquilosado concepto
que entiende a esta institución como la repercusión sicológica producida en el sujeto pasivo por
un hecho ilícito, la cual se manifiesta como dolor y sufrimiento (pretium doloris), humillación, el
“pain and suffer” del derecho anglosajón, etc. En este orden de ideas, los daños morales
surgirán de la violación de un derecho extrapatrimonial, sin necesidad de entrar a indagar la
existencia de un particular estado emotivo del sujeto pasivo.

Sin perjuicio de lo expuesto, cabe señalar que la posibilidad de que una persona jurídica pueda
ser indemnizada por daño moral fue desestimada por nuestra judicatura. Así, en el Pleno
Jurisdiccional Civil de 1997 realizado en Lima el 18 de noviembre de 1997, se estableció “que el
daño moral está constituido por el sufrimiento, afectación, dolor, preocupación, quebranto
espiritual, que sólo pueden ser sufridos por personas naturales”. Sobre esta base, el pleno
acordó por unanimidad “que el daño moral no puede ser sufrido por personas jurídicas”.

Como se puede advertir, el acuerdo del Pleno Jurisdiccional citado responde a una concepción
tradicional del daño moral. No obstante, mediante sentencia del Tribunal Constitucional del 14
de agosto de 2002, se declaró procedente la acción de amparo interpuesta por la Caja Rural de
Ahorro y Crédito de San Martín contra la empresa Comunicación y Servicios S.R.L. y otros, a fin
de que se abstengan de difundir noticias inexactas, por afectar los derechos a la banca, a la
garantía del ahorro, a la libre contratación, y a la estabilidad de los trabajadores de la citada
entidad financiera.

En este caso, el Tribunal Constitucional consideró que las personas jurídicas también podían ser
titulares de algunos derechos fundamentales en determinadas circunstancias. De acuerdo a la
sentencia citada, esta titularidad se desprende del artículo 2, inciso 17), de la Constitución
Política de 1993, que reconoce el derecho de toda persona a participar en forma individual o
asociada en la vida política, económica, social y cultural de la nación. En tal sentido, de acuerdo
al Tribunal Constitucional, en la medida en que las organizaciones conformadas por personas
naturales se integran con el objeto de que se realicen y defiendan sus intereses, esto es, para
actuar en representación y sustitución de las personas naturales, muchos derechos de estas
últimas se extienden sobre las personas jurídicas.

Esta posición fue consagrada explícitamente por la anterior Constitución Política de 1979, la que
en su artículo 3° disponía que los derechos fundamentales previstos por el artículo 2°, eran
también patrimonio de las personas jurídicas en cuanto le fueran aplicables. Si bien dicho
principio no ha sido recogido por la Constitución Política de 1993 en forma expresa, de ello no se
desprende que el ordenamiento jurídico peruano vigente haya optado por la desprotección de la
persona jurídica, respecto de sus derechos extrapatrimoniales. El silencio de la Carta Política que
nos rige determina que cuando el artículo 2° hace referencia a los derechos de la persona, estos
deben entenderse en el sentido amplio del término, es decir, que también incorporan a las
personas jurídicas.

De este modo, nuestro corolario inicial cobra mayor fuerza, pues esta interpretación permite
otorgar sustento constitucional a la tesis de comprender el daño moral como afectación a
derechos extrapatrimoniales. Y tal temperamento nos lleva, desde luego, a incluir a la persona
jurídica dentro de la esfera de protección de estos derechos.

Por último, en cuanto a la naturaleza de la reparación por esta clase de daños, es verdad que
resulta poco frecuente encontrar en materia contractual intereses lesionados de carácter moral.
Sin embargo, ello no es objeción para que no se reparen cuando se demuestre su existencia. Es
mejor, en efecto, buscar una reparación imperfecta, en este caso la entrega de una suma de
dinero para reparar un daño no patrimonial, a dejar sin protección el derecho vulnerado.

3. CUANTIFICACIÓN DE LOS DAÑOS DE DIFÍCIL PROBANZA

El Código de 1984, a diferencia del Código anterior de 1936, establece una regla interesante
para la cuantificación de los daños de difícil probanza. Esta fórmula ha sido recogida por el
artículo 1332°, el cual establece que “si el resarcimiento del daño no pudiera ser probado en su
monto preciso, deberá fijarlo el juez con valoración equitativa”.

Aquí debe tenerse en cuenta que cuando las circunstancias se presentan respecto a algunos
supuestos de daños de carácter especial, la ley remite la liquidación, por considerarlo preferible,
al arbitrio discrecional del juez, a su valoración equitativa, que puede adaptarse mejor a la
naturaleza de tales supuestos. Del precepto se infiere que para el legislador la justicia más
idónea, ante la peculiaridad del supuesto, se ha de lograr gracias a la función prudente del juez.

Por ello en el caso del artículo 1332° del Código Civil, el legislador ha previsto un mecanismo
para cuantificar el resarcimiento de los daños de difícil probanza. La norma encuentra su
precedente inmediato en el artículo 1226° del Código Civil italiano de 1942, el cual establece que
“si el daño no puede ser probado en su monto preciso, el juez lo liquida mediante una
valorización equitativa”.

Comentando el dispositivo del Código italiano, con razones que son válidas para nuestro
ordenamiento, Adriano de Cupis señala que el precitado artículo presupone la imposibilidad de
probar la magnitud real y efectiva del daño, por lo que es una institución que, como remedio
sucedáneo, viene a suplir la prueba imposible. No obstante, la valoración equitativa puede
también prescindir en casos excepcionales de la imposibilidad, vale decir, no actúa como
remedio sino que adquiere la función de instrumento para resarcir el daño, lo que ha preferido el
legislador a cualquier otra prueba posible.

En este caso, se ha dejado a la libre y prudente determinación del juez el monto del daño
resarcible, quien deberá aplicar su criterio discrecional atendiendo tanto a las peculiares
características de la naturaleza jurídica de las instituciones en juego, como a lo que pudiera
requerir el caso concreto.

4. MORA DEL ACREEDOR

A diferencia del Código Civil de 1936, el Código de 1984 trata orgánicamente la mora del
acreedor.
Sobre este tema, Caballero Lozano entiende que se trata de una vicisitud que se presenta en el
cumplimiento de las obligaciones, cuando el acreedor no colabora oportunamente con el deudor
en la medida necesaria para que tenga lugar la realización del programa de prestación
establecido.

Al respecto, el autor citado se pregunta con perplejidad cómo puede el acreedor negarse a
recibir una retribución patrimonial, de la cual, en principio, no cabe esperar más que beneficios.
Pero lo cierto es que el tráfico nos ofrece continuamente ejemplos en los cuales el titular de un
bien experimenta más ventajas dejándoselo a un tercero que teniéndolo bajo su propia
dependencia inmediata. Es el caso del prestamista que prefiere continuar percibiendo intereses
elevados antes que poder -él mismo- disfrutar directamente de la suma de dinero. También se
presentan supuestos de dudosa licitud, como cuando, por razones coyunturales, el dueño de una
cosa que se ha de restituir prefiere que el deudor la siga custodiando y, en consecuencia,
soportando los costos que ello requiere.

Los supuestos descritos nos permiten advertir que la actividad cooperadora del acreedor se
presenta como elemento esencial y necesario para el fiel cumplimiento de la obligación. En caso
contrario, aun cuando el deudor esté dispuesto a ello, no podría cumplir con la prestación a su
cargo.

Entre los requisitos para que se configure la mora del acreedor es posible destacar los
siguientes: en primer lugar, que haya llegado el tiempo de cumplimiento; y luego, que el deudor
ofrezca la prestación al acreedor intimándolo a recibirla.

Con respecto al segundo punto, Albaladejo entiende que en el ofrecimiento de pago el deudor no
solo declara estar dispuesto a cumplir la prestación, sino que requiere al acreedor para que la
reciba o ponga de su parte lo preciso para que pueda efectuarse. Existe, por tanto, una
intimación, la misma que puede realizarse de cualquier forma, incluso verbalmente. Sin
embargo, esta regla sufre la excepción de la mora automática que la ley establece para ciertas
obligaciones. En tales casos, desde el momento en que se produce el vencimiento y el deudor
tiene la prestación a disposición del acreedor, este incurre en mora sin necesidad de ser
intimado para que la reciba.

Como último requisito, para que se configure la mora del acreedor también es necesario que
este se niegue sin razón a admitir el pago, o a poner de su parte lo preciso para que pueda
efectuarse, o de cualquier modo no esté en condiciones de recibir la prestación que se le ofrece
debidamente.

En este sentido, cuando se utilizan expresiones como “que el acreedor rechace justificadamente
la prestación”, “niegue con motivo su cooperación”, o “se niegue con razón a admitir el pago”, se
alude a que la rechaza porque no se le ofrece debidamente (por ejemplo, no es íntegra, o se
pretende realizarla en tiempo, forma o lugar diferente del pactado, etc.). En estos supuestos la
mora del acreedor no se habrá configurado.

5. DAÑO ULTERIOR EN LA PENA OBLIGACIONAL

El Código de 1984, a diferencia del Código de 1936, permite que la pena obligacional se
incremente cuando las partes hayan pactado la indemnización del daño ulterior.

La posibilidad de modificar el monto de la pena estaba regulada en el Código Civil de 1936 por la
siguiente norma:
“Artículo 1227.- El juez reducirá equitativamente la pena cuando sea manifiestamente excesiva,
o cuando la obligación principal hubiese sido en parte o irregularmente cumplida por el deudor”.

Mediante la dación de esta norma, el Código Civil de 1936 abandonó la rigidez y eventual
iniquidad del sistema de inmutabilidad absoluta del Código de 1852, con origen en el antiguo
texto del Código Napoleón de 1804, para acoger un sistema de inmutabilidad relativa que
permite la reducción de la penalidad. Sin embargo, como se puede advertir, esta norma no
admitía la posibilidad de aumentar el monto de la pena.

Al igual que el Código Civil de 1936, el sistema adoptado por el Código de 1984 es el de la
inmutabilidad relativa; es decir, que permite la reducción del monto de la cláusula penal cuando
ésta fuere manifiestamente excesiva, pero no autoriza su incremento. Sin embargo, el Código
Civil vigente introduce una modificación importante en virtud de la cual los daños que
sobrepasen el monto de la penalidad serán susceptibles de resarcimiento siempre que se haya
pactado la indemnización del daño ulterior.

El daño ulterior está referido a aquellos perjuicios que hubiere sufrido el acreedor por encima del
monto pactado como penalidad. Atendiendo al carácter limitativo de responsabilidad de la
cláusula penal, el sistema se orienta a asegurar al acreedor que ve incumplida la obligación la
cobranza del íntegro de la penalidad, la cual constituye la indemnización de los daños. Pero
adicionalmente protege al acreedor que hubiera previsto el resarcimiento del daño ulterior, para
exigirlo, en la medida que demuestre daños en exceso respecto del monto consignado como
pena.

De acuerdo a lo señalado, el pacto de resarcibilidad del daño ulterior está destinado a eliminar la
situación de desventaja en que se encontraría el acreedor si el daño resultase superior al monto
de la pena. Se trata en buena cuenta de una tutela que las partes de manera privada asignan a
sus intereses para los efectos de que el daño real supere el monto previamente pactado como
pena.

Cabe mencionar que algunos ordenamientos han previsto que esta tutela pueda ser otorgada no
de manera privada -bajo la modalidad de daño ulterior-, sino por el propio Órgano Jurisdiccional,
facultándolo para aumentar el monto de las penalidades diminutas. Así, el artículo 1152 del
Código Civil francés, a través de sus modificatorias mediante Ley N° 75-597 del 9 de julio de
1975 y Ley N° 85-1097 del 11 de octubre de 1985, admite la posibilidad de que el juez, inclusive
de oficio, pueda aumentar la pena cuando esta fuese manifiestamente diminuta.

En nuestro ordenamiento, en cambio, esta tutela solo puede ser obtenida mediante pacto
privado que estipule la indemnización del daño ulterior y en la medida en que el acreedor
consiga probar su existencia.

No obstante el avance que significó la estipulación del daño ulterior ante la imposibilidad de
aumentar el monto de la pena que planteaba el Código de 1936, podría objetarse la fractura de
la función de simplificación probatoria que representa este pacto. En efecto, el problema
principal en torno al daño ulterior estriba en que el acreedor deberá demostrar que el daño que
pretende incluir dentro de este concepto no ha sido cubierto por la penalidad; en caso contrario,
nos encontraríamos ante un daño no resarcible, por haber sido absorbido por el monto pactado
como pena obligacional, la misma que al tener carácter limitativo se entiende estipulada por
todo concepto.
Por este motivo, en la práctica el acreedor se encontrará obligado a probar el íntegro de los
daños sufridos, inclusive aquellos cubiertos por la penalidad, de modo que una vez demostrado
que la entidad del agravio derivado del incumplimiento es superior a la pena, se pueda detraer el
valor de esta última. El remanente será lo que el deudor tenga que pagar por concepto de daño
ulterior. No obstante, adviértase que de este modo se incurre, precisamente, en aquello que las
partes pretenden evitar mediante el pacto de una penalidad, esto es, la probanza del daño y de
su cuantía.

En efecto, aun cuando para exigir la pena obligacional el acreedor no tiene que acreditar los
daños sufridos, para poder reclamar el resarcimiento del daño ulterior deberá demostrar que el
agravio es superior a la penalidad. Para ello será indispensable probar el íntegro del daño
sufrido, lo que incluye la probanza de aquellos daños indemnizados mediante la cláusula penal.

La doctrina italiana ha pretendido solucionar este problema sosteniendo que la obligación


resarcitoria que indemniza el daño ulterior es autónoma y concurrente con la penalidad. De
acuerdo con esta posición, el resarcimiento que consigue el acreedor por concepto de daño
ulterior se añade a la prestación convenida como penalidad, permitiéndose de este modo el
resarcimiento integral del daño. Estas aseveraciones son concordantes con el artículo 1382 del
Código Civil italiano de 1942, el cual establece que la cláusula penal tiene por efecto limitar el
resarcimiento a la prestación convenida, a menos que se haya pactado el daño ulterior.

Sin embargo, esta posición no resulta compatible con nuestra ley civil. Ello obedece a que el
propio texto del artículo 1341 impide considerar a la penalidad y al daño ulterior como conceptos
autónomos, en cuanto establece que cuando se hubiere pactado el daño ulterior la penalidad se
computa como parte de los daños y perjuicios si fueran mayores. En tal virtud, más que
considerarlas como prestaciones autónomas y concurrentes para indemnizar el daño, nuestro
Código ha previsto que el acreedor deberá probar el íntegro del daño sufrido, consignándose que
la penalidad será computada como parte del daño integral hasta donde alcanzare su monto y
que el exceso solo será exigible cuando se hubiere pactado el daño ulterior.

Este temperamento acarrea una consecuencia adicional. El artículo 1343 del Código establece
que para exigir la penalidad no es necesario que el acreedor pruebe los daños y perjuicios
sufridos. Sin embargo, conforme venimos indicando, para poder reclamar el resarcimiento del
daño ulterior el acreedor deberá demostrar que el agravio sufrido es superior a la penalidad, a
cuyo efecto será preciso acreditar “el íntegro del daño sufrido”, lo que determina que no pueda
prescindirse de la probanza de aquellos daños destinados a ser indemnizados mediante la
cláusula penal.

Este temperamento echa por tierra la principal diferencia –y beneficio- entre el monto que se
paga por concepto de penalidad y aquél que se paga por el daño ulterior, según la cual solo el
segundo requería ser probado. Ello obedece a que, conforme hemos señalado, en la práctica el
acreedor también estará obligado a demostrar la existencia de los perjuicios a ser indemnizados
por la penalidad a efectos de acreditar su monto y poder detraer lo que corresponde resarcirse
como daño ulterior. Como se puede advertir, este temperamento determina que el pacto de una
penalidad carezca de sentido.

Para concluir, cabe precisar que el pago del “íntegro” de la penalidad a que se refiere el artículo
1341 del Código no debe implicar que, cuando se hubiese pactado el resarcimiento del daño
ulterior, el deudor queda obligado a pagar la totalidad de la pena, sin más. En efecto, de
acuerdo al sistema de mutabilidad relativa que asume nuestro Código, el deudor siempre estará
facultado a solicitar al juez la reducción del monto de la pena. Este derecho ha sido
expresamente recogido por el artículo 1346.

La redacción de esta parte de la norma obedece a la concepción del legislador de que la cláusula
penal “siempre se debe íntegramente”. De acuerdo a este criterio, si se ha estipulado la
reparación del daño ulterior, y se demuestra que éste supera el valor de la penalidad, el deudor
estará obligado al pago del íntegro de la pena y, adicionalmente, al resarcimiento de la
diferencia por los daños y perjuicios.

Sin embargo, no sería correcto sostener que por el solo hecho de haber pactado la
indemnización del daño ulterior, el deudor pierde la facultad de solicitar la reducción judicial y
debe pagar el íntegro de la pena. Solo una vez que el juez haya denegado la reducción de la
penalidad, en caso se hubiera solicitado, el deudor deberá pagar la totalidad de su monto.

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