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EL HOMBRE Y SU CARCEL – DAN BEN AMOTZ

La guerra concluyó dejando tras de si, entre otras cosas, paredes desmoronadas y destruídas.
Como a muchos otros, la muerte y la destrucción me liberó de todo. Por primera vez tras
muchos años, me quedé sin referencias, sin obligaciones, sin condicionamientos. Y después
de unos días me sentí oprimido por una libertad insoportable. No sabía que hacer con
ella. Ahora que, finalmente, podía ir donde quisiera, no iba a ninguna parte. La gente era en
general muy amable conmigo, quizá porque yo le gustaba, por mi manera de ser o por alguna
otra razón desconocida. Pero de todas maneras yo no aceptaba ninguna invitación. Temía
que eso me quitara libertad y por eso no me animaba a concertar ninguna cita. Yo podía ir y
venir a mis anchas. Podía hacer todo lo que se me ocurriera… Y quizá por esa misma causa,
no hacía nada. Me sentía perdido entre las casas abiertas y la gente ocupada. El largo día me
parecía ser la terrible cárcel de la libertad. El hastío me devoraba. Mi mañana comenzaba
muy tarde. Acostumbraba salir a la calle con la idea de visitar a alguno de mis amigos, pero
irremediablemente yendo hacia su casa me arrepentía hasta detenerme y ponía en duda la
importancia de la visita o el sentido de hacerla. Pero sobretodo me generaba inquietud
predecir lo que habría de seguirla. Tomaba una dirección determinada con la convicción de
que algo me estaría esperando, pero de pronto me encontraba parado en la esquina de una
calle, desesperado de todo, hastiado de todo y oprimido por ese libre albedrío y por las
numerosas posibilidades que se me presentaban. Así caía la tarde, sin haber abierto un libro y
sin haber tomado en las manos mi violín. Quería querer algo. Quería que algo me importara.
Pero nada en la vida me era demasiado querido, ni suficientemente odiado. Hasta que cierto
día, cuando creía no tener otra alternativa que la muerte, decidí encerrarme en mi cárcel.
Dentro de ella encontraría alivio a mi corazón, como me había sucedido otras veces. Abrí mi
armario secreto, que cerraba bajo llave, saqué la llave y me dirigí a la cárcel. Mi cárcel se
encontraba en el centro de una de las calles más animadas de la ciudad y en la puerta
colgaba un cartel que anunciaba: CÁRCEL PRIVADA ENTRADA PROHIBIDA A EXTRAÑOS
Los transeúntes no le prestaban atención puesto que sobre muchas otras puertas de la ciudad
colgaban carteles similares. La llave chirrió en la cerradura y la puerta se abrió con el quejido
familiar. Entré prescindiendo de la mirada de los que espiaban y cerré rápidamente La puerta
tras de mí. Apenas traspase el umbral, se apoderó de mi una gran tranquilidad y mis pasos,
hasta ahora dudosos, se hicieron firmes y seguros. Reconocí inmediatamente mi buena y
vieja cárcel. Reconocí las paredes blanqueadas y frescas, el reloj que marchaba sobre la
pared, la mesa siempre llena de polvo, las hojas de papel, el violín, el lápiz afilado que me
esperaba, la ventana abierta a la calle y el cómodo sofá. Me acerqué a las rejas de la ventana,
tomé con manos trémulas de felicidad las barras de hierro y un segundo después tomé la llave
y la tiré por la ventana hacia la vereda. Me senté junto a la mesa. Sabía que algo faltaba en mi
vida: un horario. Tomé una hoja de papel y comencé a escribir:
HORARIO
 Despertar a las 6.
 Aseo, ejercicios físicos, limpieza habitación, desayuno, música: de 6 a 10:30
 Mirar por la ventana: de 11 a 13.
 Almuerzo, acostado inmóvil, movimientos y alaridos, muecas ante el espejo, estudios, mirar
por la ventana, escribir cartas a mí mismo, cena, leer cartas, pensar sobre el exterior,
plegaria y aseo: de 13 a 22.
 Recogimiento: 22:30 Pegué entonces el papel en la pared.
Los días me empezaron a llenar de seguridad y observé mi horario con maravillosa
puntualidad. Estaba seguro de experimentar la sensación de plenitud que embarga al hombre
ocupado. Sin embargo, pese a la magnificencia de la satisfacción de los primeros días y el
absoluto asentamiento en mi cárcel de olvido, comencé repentinamente a extrañar el mundo
de fuera de las rejas de mi ventana. Noté que comía poco, que dejó de interesarme el violín y
que me absorbían más y más los pensamientos sobre el exterior y mirar por la ventana. Debo
confesar que comencé a traicionarme. Mientras hacía ejercicios echaba una ojeada a pesar
mío hacia la ventana; después de dos meses me levantaba más temprano y salteaba el
desayuno para mirar más tiempo por la ventana. Empecé a experimentar una horrible
sensación de desarraigo, mucho más intensa que antes. Y me di cuenta de que en el exterior,
fuera de mi ventana, bullía la vida mientras yo estaba en la cárcel, aislado de todos y rodeado
de murallas, la mayor parte de las cuales había levantado con mis propias manos. ¡Que difícil
me resultó enfrentarme a la verdad! Quería regresar a todo aquello que había despreciado, a
la vida y a los seres humanos. Quería salir. Juro que lo quería. Pero me acordé de que la llave
estaba afuera, lejos del alcance de mi mano, todavía tirada junto al cordón. En realidad,
pensé, bastaba pedirla a uno de los transeúntes para encontrarme de nuevo entre seres
humanos. Primero rogué en voz baja, luego en voz alta y finalmente a gritos, pero nadie
prestó atención a mi pedido. La gente caminaba apresurada, como si no me viera, como si no
supiera que mi libertad se encontraba en sus manos. Jamás sufrí tanto. Mi cárcel, refugio
ideal de otros tiempos, me había aislado de la vida. De pronto, pasos irregulares se dejaron
oír a la izquierda de mi ventana. Una anciana se acercó lentamente y se detuvo justo al lado
de la llave de mi prisión. Mis sentidos estaban tensos hasta estallar. Era indudable que había
visto la llave. Seguí su mirada… con tal que no la tome y desaparezca con ella para siempre,
pensé. -Eh… Oiga… Usted… la llave es mía… -le grité-. Si me abre le regalo este lugar…
¿me escucha? Pero ella no me escuchaba. Muy despacio tendió la mano, como yo temía,
hacia la llave. Antes de alcanzar a tocarla, se tropezó y se cayó en la calle golpeándose la
cabeza. -Socorro- gritó. No puedo levantarme. Nadie acudió en su ayuda. La calle estaba
desierta. -¡Socorro!- rogó con voz temblorosa. Sólo yo podía socorrerla. No pude
dominarme. Corrí hacia la puerta y, aunque sabía que mi cerradura era inviolable, arremetí
contra ella con todo el peso de mi cuerpo. Antes de captar que sucedía, me encontré tendido
en la acera. ¡La puerta jamás había estado con llave! Yo nunca había intentado abrirla. Me
limité a pedir ayuda de afuera… Los quejidos de la anciana y sus suspiros me despertaron de
mis pensamientos. Me acerqué y la ayudé a levantarse. La senté sobre las escaleras de la
cárcel y me apresuré a llevarle un vaso con agua. Apenas hube terminado de vendar sus
heridas, la anciana se recuperó, me agradeció besándome las manos y se fue. La calle
comenzó a poblarse. Los automóviles circulaban velozmente tocando bocina. Saludé a
alguien y me estrechó la mano. Diversas personas notaron mi presencia y me sonrieron.
Arranqué el cartel de mi cárcel y coloqué en ese lugar un anuncio que escribí: SE ALQUILA
ESTA SALA PARA FARMACIA. Me quedé solo un momento y luego eché a andar. De pronto
me acordé de que era imposible cerrar con llave desde adentro y a partir de allí, me di cuenta
de muchas cosas. La puerta de mi cárcel sólo se abrió cuando estuve dispuesto a dar lo que
otro necesitaba de mí; pero permanecía cerrada cuando yo sólo gritaba lo que necesitaba. La
cárcel la había cerrado mi mente al encerrarme exclusivamente en mis propias necesidades.
La cárcel era el encierro en el que me aislaba cuando creía que no tenía nada para
ofrecer. Me apresuré un poco… estaba ocupado.

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