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El Teatro de los Genios

Diego Ordóñez
Nada revela tan a las claras el carácter
de los hombres como aquello que
encuentran ridículo.

Johann Wolfgang Von Goethe

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Acto I

(1)

La desaparición de Matías Roldán conmovió a mucha gente; pero más que a nadie, me
conmovió a mí, que era Matías Roldán.
Siete años antes había iniciado las visitas obligadas al psiquiatra, pero no porque
sospecharan que fuera a desaparecer, sino por una supuesta tendencia suicida que no existía
más que en la mente de mi madre. Durante meses tuve que asistir a tres sesiones semanales
en la clínica Monserrat, todo porque cuando miraba abajo por la ventana de mi cuarto y
veía ese rebaño humano moviéndose sin sentido, me daban unas ganas terribles de abrir el
vidrio y pararme en el borde. Recuerdo cómo me enfurecía verlos cargados de arrogancia,
de sueños, con sus vestidos nuevos, con las reglas del mundo tatuadas en su lóbulo frontal,
sin saber que estaban siguiendo una autopista recta y sin sobresaltos hacia el abismo. Pero
nunca había pensado en matarme, lo juro; entonces solo quería asomarme y gritar: “Adiós
mundo cruel” y que las personitas que caminaban debajo de mi apartamento salieran de su
jaula de rutina y se encontraran de cara con la inminencia de la muerte. Todo aquello era
solo un experimento, un juego, y sé que las cosas no se hubieran salido de control si no es
porque mi mamá me encontró una tarde con medio cuerpo afuera de la ventana.

Ella decidió que, desde su divorcio de mi padre, yo había desarrollado una depresión severa
y que por compasión con ella intentaba disimular mi estado, haciendo desde luego, que mi
condición se agravara día a día por la represión. No sé en dónde leyó algo como eso. Lo
cierto es que a raíz de ese incidente (y tal vez por haber dicho en un almuerzo que me
asustaba el llanto de los bebes), empecé a tener citas los lunes y los jueves y tuve que
formar parte de un grupo de apoyo los martes.

Me pasé casi un año entre depresivos, ansiosos, nihilistas, consentidos, narcisistas… En las
reuniones se hablaba de cómo los pensamientos suicidas son temporales, de la importancia
de perder la vergüenza de comunicarlos, de estar alerta, de consultar profesionales, de
medicamentos, de motivaciones; de entender que las ganas de morir son una enfermedad
que puede curarse. Para mí era parecido a contemplar una obra de arte, porque aunque
hablaban de sentimientos que yo nunca había sentido, así mismo lograban trastornarme por
el solo hecho de verlos existir en la otra gente. En cuanto a mis compañeros, solo puedo
decir que los respetaba. Casi todos eran de mi edad, universitarios o desertores, pero a
diferencia de todos los que no pensaban suicidarse, ellos eran conscientes de lo abrumador
que es tener una vida y eso, para mí, les daba el aire de sabiduría que solo tienen los
hombres verdaderamente sensibles, el toque de realidad que solo se ve en aquellos que
escuchan el susurro permanente de la ausencia.

Cuando terminaban las reuniones, salía en un estado de consciencia alterado. A veces me


iba a la casa, escribía, leía o me quedaba un rato bañado por la luz azul del televisor,
mirándome a los ojos hasta olvidar quién era, si el que observaba o el que era observado.

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Pero la mayoría de la veces decidía caminar un rato entre parques y callejuelas, donde no
hubiera casi transeúntes o demasiada luz y donde pudiera detenerme a contemplar un árbol
sin llamar la atención de nadie. Entonces no sabía por qué lo hacía, pero ahora sé que hay
personas con una vocación incontenible por la nada, y que por eso, podía estarme hasta las
nueve o las diez de la noche por la calle, sin pensar en mi novia, mi familia o mis amigos.
Solo, sin recordar a nadie. Mirando las sombras mecidas por el viento, la luna que
atravesaba las nubes, lo que fuera.

En una de esas caminatas nocturnas fue cuando me enteré de la existencia del teatro. No
recuerdo dónde exactamente, pero me encontré con Simón Olarte en la calle. Esa noche me
contó brevemente de qué se trataba todo, me habló casi sin mirarme a los ojos y me entregó
una tarjeta rosada que decía: El Teatro de los Genios, con una dirección por el centro de la
ciudad.
Si lo pensamos a fondo, el origen de la desaparición puede rastrearse hasta esa noche en
que me encontré con Simón, pero la decisión definitiva, la de irme de casa y unirme a ellos,
la tomé solo dos semanas después, cuando un mensaje en el celular me informó que
Alejandra Dos Santos había caído de un balcón.

(2)

La noticia de su muerte fue la más dura que había recibido. Toda esa semana estuve con los
nervios de punta. En las noches daba vueltas en la cama como un endemoniado y nada
servía para calmarme. Yoga, sexo, orar, correr, pero nada, el recuerdo de su infancia me
consumía y el vacío con forma de Alejandra se adueñaba de todo.
Ella estudió conmigo un par de años, no más, pero ese tiempo fue suficiente para
enamorarme, para ilusionarme, para basar todo mi concepto de felicidad en ella. Cuando se
fue tuve mi primer choque consciente con lo que no es. Caminé por la cuerda floja que
atraviesa la nada y entendí con qué facilidad se pueden deslizar las cosas que más
queremos, de nuestras mentes, al abismo. Por eso mi alma, que se tambaleaba entre lo que
es y lo que no, recibió con su muerte el empujoncito final por las puertas de la nada.

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(3)

La entrada era bastante macabra. Una puerta de madera vieja crujía al abrirse y daba a un
corredor oscuro, donde casi se podía sentir el roce de los fantasmas que saltaban de pared a
pared. Solo seguí adelante porque estaba bien advertido, pero la apariencia de la casa lo
hacía pensar a uno que tan sólo con entrar, estaba cometiendo un error irreparable. Por un
momento pensé que podía tratarse de una trampa para robarme mi plata, mis órganos, o
quién sabe qué perversión; y de no haber sido Simón quien me invitó, hubiera dado media
vuelta y nunca me habría enterado de las extravagancias de su existencia.

La puertita insignificante estaba metida en la fachada de una casa de 2 pisos, 16 ventanas, 3


tonos de pintura y tantos afiches y grafitis que hacían muy difícil creer que la casa no
estuviera abandonada. Aún hoy, el observador casual que pasa por la carrera séptima no
creerá que en esa casa de tejas de arcilla colonial, de balconcillos de madera a punto de
derrumbarse, funcionó una de las instituciones más extraordinarias de la ciudad.

El día de la primera sesión, me paré en frente de la puerta un tiempo antes de animarme a


entrar. Después le di tres golpes y esperé. No pasó nada. Un minuto más. Volví a golpear
con más fuerza y esperé de nuevo. No entiendo todavía por qué no me arrepentí en ese
momento. Debieron pasar 5 minutos hasta que por fin se oyó una voz de mujer que
respondió al otro lado de la puerta – ¿qué necesita?- y yo le contesté: – vengo para
inscribirme al teatro, me llamo Matías Roldán –. De inmediato oí el traquido de cadenas y
candados y me encontré dando los primeros pasos hacia mi desahucio.

Las paredes apenas se podían ver en las penumbras, pero uno sabía que estaban
diluyéndose en la severa humedad. No pude ver a la mujer que me abrió, solo sentí que sus
pasos conservaban una distancia prudente detrás de mí. El corredor terminaba en unas
escaleras que daban acceso a las oficinas y los camerinos; pero a la izquierda, justo en
medio del pasillo, estaban las cortinas de terciopelo que permitían el ingreso a la tribuna.
Desde allí pude ver por primera vez el escenario, lleno de sillas de plástico e iluminado por
unas luces timoratas de colores que salían de alguna parte.

Había como 20 personas sentadas cuando entré. A mi lado se paró un tipo más o menos de
mi altura. Estuvo mirando las sillas un rato y después me empezó a hablar…-“¿conoces a
Leonardo, a Leonardo Da Vinci?”- Confieso que me emocioné en ese instante. Creí que
tendría la primera conversación de alta gama intelectual en El Teatro, que por fin había
encontrado el lugar donde podía sentirme a gusto con mi complejo de genio –“Sí, claro.
¿Qué obra le gusta?”- le contesté, mientras intentaba recordar los nombres de sus cuadros…

-No conozco la obra de Leonardo. No le gusta hablar de trabajo conmigo-, me dijo.

Yo estaba en silencio, con los ojos abiertos, y el tipo siguió:

-¿Lo ha visto por acá? es que lo estoy buscando y quedé de verlo en la entrada, pero no
llegó. Si lo ves dile por favor que lo estoy buscando-.

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Cuando terminó de hablar yo no sabía muy cómo responder.

– ¿A quién? No le entiendo-

– A Leonardo da Vinci, dijiste que lo conocías –

Mis alarmas de demencia se encendieron a máxima potencia. Vociferé un par de palabras


que no recuerdo y me alejé despavorido…

En el escenario se veían algunos lugares vacíos debajo de una pancarta que parecía tener
impreso el logo del teatro (dos mascaritas, de esas griegas; una sonriente, con risa macabra
como de guasón; y otra triste, con mueca macabra también como de guasón). Recorrí el
auditorio mientras miraba atónito alrededor. Mucha gente tenía puestas mascaritas como las
de la pancarta, pero las que tenía la gente no eran felices ni tristes, eran todas serias. Un
hombre de logística se acercó para entregarme un sticker con mi nombre y para decirme
que todos los aspirantes debíamos sentarnos en las sillas que estaban sobre el escenario.

Quería estar lejos de todos y evitar que algún enajenado me pudiera preguntar si había visto
por ahí a Sandro Boticcelli o a Miguel Ángel Buonarotti, pero corrí con tan mala suerte,
que me encontré cara a cara con dos ex-compañeros de colegio: Camila Botero y Martín
Rivera. No lo podía creer al verlos. Era una sensación espantosa, siempre he dicho que si
hay algo peor que encontrase con alguien conocido en circunstancias como esa, es
encontrase con gente que es más o menos conocido, pues nos toca hablarles a pesar de que
no hay nada de qué hablar.

Camila me pareció linda cuando la vi. De la nada se me vino un recuerdo algo borroso de
cuando estábamos en preescolar. Nos sentábamos en el último puesto del bus con ella y con
Paola Pinzón, poníamos los sacos para cubrirnos y jugábamos al doctor. En ese momento
me pregunté si ella lo recordaba, si se acordaba de mi pene y de las nalgas de Paola pero la
intensidad de los nervios me alejó del recuerdo. El corazón se retorcía como si quisiera
salirse de mí y yo sólo tenía cabeza para desear que la capa de sudor de mi frente pasara
desapercibida. Sobre sus sillas, Martín y Camila hablaban entre sonrisitas excitadas. Ella
abría y cerraba las piernas y mordisqueaba con sus premolares un lápiz que ya estaría lleno
de marcas de dientes. Era igual a como la recordaba, sólo que ahora tenía un jean suelto en
vez de la jardinera azul del uniforme.

Habían pasado más de cuatro años y, curiosamente, cuando nuestras miradas se


encontraron, tuve la sensación de que éramos más cercanos en ese momento de lo que
fuimos en el colegio. Como nunca nos dirigimos la palabra durante todo el bachillerato, y
después pasaron tres años más en los que jamás nos vimos siquiera, pudo pasar que
reconociéramos a aquel viejo silencio como un vínculo entre los dos. A Martín, en cambio,
lo sentí como si fuera el mismo tipo del colegio: un completo idiota, aun a pesar de que
cuando estiré la mano para saludarlo me dio un beso efusivo en la mejilla.

Los tres estábamos sentados junto a los demás aspirantes sobre el escenario y las gradas
estaban en penumbras. Ellos se decían cosas al oído y se reían. Yo miraba. Todos los que
estaban sobre las sillas me parecieron personas normales, no puedo recordar nada que me

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llamara la atención en ese momento, sólo recuerdo desear que rechazaran a la mayoría,
pues no me gustaba que en un lugar con un nombre como el que tenía el teatro, admitieran
a cualquiera.

Los murmullos empezaron a decaer y entre la penumbra de las gradas se pudo ver un grupo
de siluetas que se acercaban al escenario. Con un gran sentido de teatralidad las siluetas
saltaron, caminaron, bailaron y se arrastraron hasta las primeras filas. Con la luz del
escenario alcancé a ver toda clase de personajes insólitos: Emperadores romanos, monjes,
astronautas… y todos se sentaron en las primeras filas de la platea, a escasos 6 metros de
nosotros.

Entre toda la gente que se acercaba pude ver a Simón. Iba con la mirada perdida, sus ojos se
cruzaron con los míos por unos segundos pero no su mirada. Caminaba con el puño de una
mano cerrado sobre una cuerda sucia que al otro extremo rodeaba el cuello de una mujer.
Metí mis manos a los bolsillos para limpiarme el sudor y miré a Camila, que tenía los ojos
bien abiertos. Los personajes se quedaron mirándonos mientras permanecíamos inmóviles
en el escenario. Los movimientos histriónicos con los que habían aparecido se fueron de
repente y su comportamiento se convirtió, ni más ni menos, en el de una audiencia en un
teatro.

Había un tipo con sombrero de copa que nunca me quitaba la mirada de encima. Yo la
evitaba y miraba a los otros, pero de reojo podía ver que cuando me movía, él pasaba su
mano por la barbilla y no dejaba de ver hasta el más mínimo de mis gestos. Los ojos de
Camila estaban aguándose y por el reflejo de la luz en sus lágrimas me di cuenta, de nuevo,
de que tenía los ojos verdes. A ella la acechaba con la mirada un tipo sin ropa. En un
momento me di cuenta de que Camila quiso cogerme la mano pero yo la tenía en mi
bolsillo.

Los personajes que nos miraban se pararon de pronto, y todos, al mismo tiempo, empezaron
a aplaudir. Nos sonrojamos. No teníamos la tranquilidad para reírnos, ni siquiera para
movernos, y aunque el público hacía un ruido ensordecedor, nadie se atrevía a hacer ni un
comentario al respecto.

Pasaron los segundos eternos, quizá los minutos eternos, y nadie sabía qué hacer. Sólo
sentimos algún alivio cuando un hombre dio unos pasos adelante y nos pidió una venia,
después subió al escenario para empezar el discurso introductorio al Teatro de los Genios…

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Discurso Introductorio
Señores aspirantes e idiotas del común,

Estamos reunidos en torno a este escenario porque no tenemos idea de lo que debemos
hacer con nuestras almas.

Todos los que en algún momento decidimos entrar al Teatro de los Genios estamos
insatisfechos con el mundo y con nosotros mismos; no podemos creer que nuestro destino
sea la búsqueda constante de placer, de títulos y de logros; y nos desesperamos porque,
aunque intuimos que existe algo muy grande adentro nuestro, no sabemos lo que es. Nos
sentimos incómodos con nuestra máscara y no podemos seguir los caminos que deben
seguirse. No somos capaces de sostener el comportamiento que se espera de nosotros y por
esto somos rechazados.

Pero el rechazo todavía los hace sufrir porque no están locos. En algún lugar de su alma
todavía añoran el éxito social y quieren ser aceptados por los otros animales…esos
asquerosos animales sociales; mas cualquier empeño por disciplinarse, por alcanzar la
constancia que los llevaría a ese éxito, es destrozado por una fuerza abrumadora; una fuerza
desconocida que los desadapta y los aterra.

Lo desconocido que llevan se convierte en una avalancha que arrasa con el pensamiento y
con todos los patrones que han llamado identidad. Por más que lo intentan no entienden esa
fuerza que los obliga a rebelarse. Creen que tienen problemas, complejos que los amarran y
que por eso se estancan. Pero se equivocan, queridos aspirantes, porque no son ustedes los
que tienen complejos, son los complejos los que los tienen a ustedes. Ellos son la fuerza
que nos aleja de los caminos comunes, son una manifestación feroz de lo inconsciente; los
complejos que los desadaptan son su salvación, señores; son su genio oculto que clama por
atención.

Mas hay que estar alerta, porque cuando el genio oculto se enfrenta a la identidad, nos
asusta; nos confunde porque no sabemos si somos la máscara o aquello que quiere destruir
la máscara. Den gracias por haber llegado al Teatro de los Genios, pues acá dejarán de
sufrir, acá reconocerán las máscaras falsas y no le tendrán miedo al rechazo.

En el teatro reconocemos el impulso dentro de cada uno por vivir lo máximo que sea
posible. Bien sea en el amor, en el arte o en el poder; vivir más es lo que importa. Por eso
todos admiramos a los genios, pues en ellos nos parece ver una parte de nuestra propia
alma. Esa parte, la más misteriosa y poderosa de nosotros, la vemos en su obra, allí
percibimos algo nuestro que a menudo no encontramos en los hechos de nuestra propia
vida.

Cuando cerramos los ojos para escuchar la sonata Claro de Luna, sentimos, sin pensarlo,
que en el alma de Beethoven pasaron cosas que nosotros sólo probamos brevemente cuando

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escuchamos su obra. Beethoven nos dilata el alma con su novena sinfonía, su belleza es tan
potente que no podemos evitar pensar que esa vida que pudo componer aquel movimiento
coral, debió haber sentido diez veces más de lo que sentimos nosotros.

No tenemos duda de que en un solo día de vida genial se podrán sentir todos los
sentimientos de una vida mediocre y por eso hacemos los que hacemos…

“Si no tienes qué crear, entonces debes crearte a ti mismo*”: esta es nuestra filosofía.

Mas los genios no son las personas brillantes que resuelven problemas, no son los
estudiosos y laureados académicos, no siquiera son personas, los genios son circunstancias,
momentos en que una mente entra en contacto con alguna parte del alma universal.

Por eso ustedes no son genios, porque en la obsesión por encajar se dedican a acumular
conocimientos y vivencias que sean coherentes con su personalidad. Rechazan todo lo que
no se acopla a su máscara, se resisten a todo lo que no es como ustedes y por eso se han
convertido en un cúmulo de razones que no recuerdan, se han convertido en unos títeres
dirigidos por el olvido…

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Se notaba que el orador era un tipo joven, que las canas se las había pintado y que se había
pegado un bigote barato en la cara. Yo miraba hacia donde estaban Martín y Camila para
compartir, aunque fuera con una mirada, la decepción que estaba sintiendo. Por supuesto no
me atreví a decir lo que pensaba y hasta el susurro me pareció una maniobra arriesgada,
pero había una especie de comunicación telepática, como si las sonrisas insinuándose en
nuestra cara pudieran decir: – “Cállese señor, no sea tan cretino”.

Ahora entiendo que algo extraño sucedió con la educación que nos dieron. Es como si
hubiéramos aprendido a detestar a cualquier persona que intentara aconsejarnos, porque en
ese escenario horrible, con dos ex compañeros de colegio sentados junto a mí, me di cuenta
de que yo respondía naturalmente con desprecio ante la más ligera insinuación de
autoridad. Para mí no había diferencia alguna entre los consejos y las ofensas, y que dijeran
por ejemplo: “Debes ponerte a trabajar” ó “tu novia es una perra”, eran estímulos idénticos.
Bien podía tratarse del coletazo del odio que sentí por nuestros nobles educadores o que
haya sido una excusa para no perder tiempo con las cosas que hacían o decían los que no
eran yo.

El caso es que después de escuchar un discurso tan demente, tan irreverente, tan poco
ajustado a la realidad; era increíble que no estuviera encantado. Por el contrario estaba
aburrido y con mi nombre pegado en el pecho, como si mi mamá me hubiera marcado para
que no me perdiera, sin comprender todavía de qué se trataba El Teatro.

Al rato de que se hubiera callado el orador, nos dividieron en varios grupos y nos hicieron
sentar en el piso. Teníamos que escribir una especie de autobiografía de media página y

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después dársela a algún otro de los aspirantes del grupo. Después cada uno se alejaba por
unos minutos para estudiar la biografía del compañero y al reunirnos debíamos actuar como
él. Mientras tanto el encargado del grupo pegaba las hojas donde estaban nuestras vidas en
un corcho para que todos las vieran. Mi pareja era un tipo raro. Me contó que había entrado
al teatro porque su esposa decidió, de un día para otro, que ya no caminaría como la gente
normal, sino que iba a caminar de para atrás. Supuestamente leyó en una revista de
psiquiatría el caso de un tal Marvin Staples, que se curó de dolores crónicos de espalda y de
artritis, y ella pensó que esa era la solución para su escoliosis. “Era terrible salir a la calle
con ella, me dijo, mientras todo el mundo caminaba para adelante, ella lo hacía hacia atrás
y me tocaba avisarle si había un hueco o alguna cosa para que no se cayera. No pude
resistirlo y me divorcié”.

Los juegos y pruebas se prolongaron por horas. Teníamos que actuar pedazos dramáticos de
las otras vidas, pintar sentimientos y otras idioteces que me hicieron perder la noción del
tiempo hasta el final de la tarde, cuando me entregaron un sobre rosado con el resultado de
mi prueba de admisión. Apenas tuve el sobre en mis manos me alejé del grupo. No quería
que me vieran abrirlo, así que solo cuando estuve a salvo en un rincón oscuro despegué la
cinta adhesiva y leí el resultado.

“Usted ha dado el primer paso, querido aspírate, ha reconocido el problema.


Señor Matías Roldán, bienvenido al teatro”.

En ese momento ni siquiera me preocupé por entender; estaba dichoso. No sé bien por qué,
pero me sentí como se sentiría mi hermano si lo admitieran en la escuela de leyes de
Harvard o algo así, y salí de allí con una sonrisa de satisfacción que iluminaba los
corredores oscuros del teatro.

Encendí un cigarrillo para celebrar y me lo fumé despacio. Si en ese momento alguien me


hubiera preguntado por qué razón iba a entrar al teatro, no hubiera podido responder. Lo
único que tenía claro era la necesidad de un cambio, pero nada más. Cualquiera pudo
decirme entonces que el cambio en sí mismo no es bueno; y yo habría estado de acuerdo.
No esperaba nada bueno, solo deseaba una experiencia novedosa que anestesiara mi
decepción por la humanidad: -sentirse vivo- como dicen algunos idiotas.

Estaba nervioso como nunca antes porque sabía que todo lo que había construido en 22
años -el dinero de mi mamá, un buen corte de pelo y los 36 libros que me leí- sería inútil
desde entonces…

El primer ciclo del teatro era de 4 meses, y por consiguiente, mi mayor angustia en el
camino a casa era que mi familia, de alguna manera, se las arreglaran para impedirme
asistir. Cuando llegué no había nadie en el apartamento. Eso me dio tiempo para empacar y
para culminar el proceso de decisión sin que nadie se entrometiera con razones más
prácticas y convincentes que el deseo de cambio. Mientras silbaba con la tranquilidad de no
dar explicaciones a nadie, me puse a empacar la maleta. Metí 6 mudas de ropa, mi tarjeta

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débito, un libro, y mi I Pod con su altavoz. En un cuaderno dejé una nota para mi familia y
otra para Carolina, mi novia, diciendo que me iba de viaje a la costa.

“¿Qué es lo peor que puede pasar?, pensaba, voy a la experiencia de muchas vidas, y en
todo caso puedo volver a ser lo que soy”.

Salí de mi edificio con mi maleta, pasé por el lado del portero y salí a la calle con una
sonrisa ingenua y engreída que parecía decirle a todos: hago parte del Teatro de los Genios.
Y ustedes no.

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Discurso Introductorio (Segunda parte)

…Antes de continuar mi discurso, señores aspirantes, permítanme que les presente a los
demás miembros del teatro…pónganse de pie conmigo en el proscenio y den una larga
mirada al salón. Sean cuidadosos en observar a cada uno de ellos. Es importante que desde
el comienzo sepan reconocer quiénes son sus compañeros para que no los confundan nunca
con una persona real…

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Cuando volví al auditorio me encontré de nuevo con Camila y Martín. Ellos también habían
sido admitidos y estaban tomándose un café en el corredor. Me quedé con ellos mientras
esperábamos indicaciones y tuvimos unos minutos para hablar.

Mi primera sensación fue que Martín Rivera era el mismo del colegio, el mismo pelilargo
de piel amarilla, parecido a un Simpson, aficionado a la Nouvelle Cuisine y que no podía
quedarse callado. Nos contó que estuvo unos meses tocando con una banda de jazz en
Argentina y varias anécdotas que incluían una supuesta orgía con brasileras y una
deportación hollywoodesca.

Martín fue el payaso del curso desde que llegó de Miami en cuarto de primaria, hasta que
salió casi muerto de la de la fiesta de grado. Además de eso, era borracho y de malas, lo que
lo hacía también el tipo más chistoso para los demás de la promoción. En el colegio
sabíamos que no iba a llover cuando Martín llegaba con su paraguas de anciana o que no
iban a pedir la tarea el día en que él se había esforzado haciéndola. Pero lo maravilloso era
que no sufría por eso, porque al menos en apariencia, era un tipo al que le importaban muy
pocas cosas. No le importaban los carros, ni las notas, ni los I Mac, lo único que le
importaba en la vida era agradar a los demás. Estoy seguro de que si el avión en el que
viajara se estrellara contra una montaña, uno lo vería salir de entre los pedazos de metal

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retorcido, con girones de carne de otras personas encima, y no lo escucharía quejarse, sino
que lo vería salir con un sonrisa de oreja a oreja y diciendo –ush, casi me mato ¿sí vio? ¿sí
vio?- …

De Camila, en cambio, no guardaba ninguna imagen en particular, y por tanto no advertí


diferencia alguna entre la Camila que tenía enfrente y la que recordaba de colegio. No fue
más que una vieja anónima para mí, no fue mi amiga, ni mi novia, ni mi amante. La verdad
es que no llamaba la atención por nada; no era muy cansona, ni muy ñoña, ni muy alta ni
muy gorda; era una vieja normal, de piel blanca o rosada, según el momento, de un metro
60 de altura y de pelo negro que le cubría hasta los hombros. A algunos del curso nos
parecía linda, pero su belleza nunca fue popular y su sexualidad pasó desapercibida.

Dos horas después de haber llegado nos hicieron subir a una oficina pequeña en el segundo
piso. Allí supimos que los fundadores del teatro en Bogotá eran Marcelo Borja y Federico
Caldas, ambos ex alumnos de nuestro colegio, y que Caldas era el director. Por fin parecía
tener sentido que estuviéramos todos allí, y aunque el aire místico del teatro pareció
esfumarse por completo, decidí darle una oportunidad. En esa época no tenía casi recuerdos
de Borja, pero a Caldas lo recordaba muy bien. Fue un tipo que pasó inadvertido por la
primaria, pero que durante los primeros años de bachillerato descubrió un talento especial
para las letras. Desde ese año, el muy maldito se convirtió en la estrella de la clase de
español y del club de poesía. La inteligencia de Caldas era excepcional, tengo que
reconocerlo, tan excepcional que lo terminaron echando del colegio un año antes de
graduarse. Un tipo interesante, un escritor.

En la misma reunión nos explicaron que la estancia mínima era de 2 meses, que tendríamos
que consignar 400 mil pesos (para cubrir gastos), que revelar el secreto del rol era causal de
despido y que tendríamos que buscar un lugar para quedarnos que estuviera cerca al
auditorio. Así que con esos viejos desconocidos salí esa tarde a buscar un lugar para vivir
en el corazón de Bogotá. Caminamos por horas entre las calles ruidosas del centro de la
ciudad. Aquella tarde nos parecieron peligrosas todas las esquinas y todas las miradas
hostiles. Cada uno de los lugares que estaban disponibles nos obligaba a ser vecinos de
hippies ruidosos o cantinas de mala muerte. Estuvimos casi seis horas subiendo y bajando
escaleras, recordando anécdotas (como cuando Camila pisó un caracol y se puso a llorar;
cuando Martín convenció a su mamá de que le comprara cuatro cachorros Beagle para
nombrarlos Ringo, John, Paul y George) hasta que por fin conseguimos un lugar donde no
nos molestaría dormir.

En ese momento de mi vida me preocupaban más los vecinos que la higiene. Hubiera
preferido unas cuantas cucarachas que no fueran demasiado fieras, antes que compartir el
lugar con los tejedores de pulseras que creen hablar de paz y amor cuando en realidad lo
hacen de pereza y sexo. Yo detestaba a los hippies, lo reconozco, y los hippies me
detestaban a mí. Sus vestimentas descuidadas por completo pero que lograban atraer a las
mujeres; su tranquilidad pasmosa y su capacidad de desprenderse de lo material; las ideas
de paz, de amor libre, de alucinaciones extáticas y comunión con la naturaleza; todas sus
ideas sin excepción me parecían fascinantes. No tenía idea de por qué los destetaba, pero el

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teatro me sirvió para darme cuenta de por qué, si yo admiraba a los hippies, en realidad los
odiaba tanto; y era muy sencillo: Yo no era un hippie.

Por fortuna Camila tampoco parecía interesada en la pobreza y la bohemia, y también


buscaba un sitio que se asemejara más a la casa de sus padres que a una pocilga. De hecho,
durante todo el recorrido me enteré de cosas de su vida que llamaron mi atención. Supe por
ejemplo, que su padre era caleño y que su mamá era francesa y hacía Yoga; supe que se
había muerto su perro hacía tres meses, que sabía jugar ajedrez aunque lo odiaba, que sabía
jugar tenis aunque lo odiaba y que tocaba guitarra aunque lo odiaba. También me enteré de
que odiaba el maquillaje, la música tropical, las polillas, la carne y el toreo, así que a las
tres horas de estar charlando, estaba encantado con mi compañera de casa.

La situación con Martín era muy diferente. No se quedaba callado ni un segundo; parecía
como si a la entrada del teatro le hubieran dado una dosis de metanfetaminas, porque
cualquier detalle, por insignificante que fuera, provocaba en él un chillido de emoción y,
sin que nadie le preguntara, empezaba a relatar experiencias de cuando estuvo tocando con
una banda en Buenos Aires. Martín era la representación de algo que siempre detesté: se
creía el hombre más adorable del mundo.

Camila no solo se salvaba por ser bonita, sino que además era callada. Era diferente de las
demás viejas del Colegio Británico; porque no sólo pensaba lo que decía, sino que además:
hacía lo que decía. Cuando le pregunté si sus padres estaban de acuerdo con que entrara al
teatro no le gustó la pregunta. Por la forma en que me miró me hizo entender de una vez
por todas que, pese a tener la misma carita de niña que tuvo en el colegio, era una mujer
extraordinaria:

- No, no están de acuerdo-, me dijo, y subió los hombros. Mientras Martín la miraba con los
ojos cubiertos por una delgada capa cristalina.

Al final de la tarde, cuando el cansancio nos había silenciado, me dediqué a rearmar los
recuerdos que tenía de ellos. Repasé todas las escenas del colegio, desde los primeros años
de primaria hasta el día del grado. A mi mente se vino una mañana en preescolar cuando
Camila se había desnudado conmigo jugando al doctor, pero las imágenes aparecían en mi
mente con sus fibras desgarradas.

Como a las 9 de la noche, después de caminar 5 horas, fuimos a dar con el apartamento de
doña Gilma. Era el segundo piso de un edificio de cuatro, en la calle 21 con 9a. Tenía
fachada de baño, con baldosines blancos y azules y calzones colgando de las ventanas; pero
después de cinco horas caminando, no nos pareció mayor problema.

En la portería estaba pegada una fotocopia que anunciaba cupos disponibles para
universitarios y aprovechamos que la dueña estaba en casa para ver el apartamento. Por fin
nos encontramos con un lugar donde podríamos vivir; era un apartamento con dos
habitaciones disponibles y una tercera en la que vivía la casera. Tenía piso de madera, las
paredes de un verde pálido y dos baños viejos, pero limpios. Todo el lugar estaba decorado
con cristales y porcelanas grandes de Lladró o algo así y los muebles de la sala estaban

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forrados con un terciopelo púrpura desgastado. Era un lugar oscuro y frío, nada tenía que
ver con nuestros apartamentos con balcones, ventanales, sauna y 4 habitaciones grandes;
pero eran las 9 de la noche y era lo mejor que habíamos visto.

Apenas aceptamos, Gilma trajo los papeles que debíamos firmar. Nos dio algunas
indicaciones y se sentó en silencio en una de sus sillas de terciopelo mientras Camila y yo
leíamos el contrato. Era una señora con un cuerpo que daba lástima. Alrededor de sus ojos
abundaban unas arrugas que habrían servido de surcos para varios años de llanto y sus
puños diminutos estaban siempre cerrados.

Las dos habitaciones, aunque limpias también, eran pequeñas y en una de ellas sólo había
un vejestorio de cama doble. Caí en cuenta del error solo después de firmar el contrato e
inmediatamente se pasaron por mi cabeza los inconvenientes que esto podría traer.

En efecto, Martín y yo tuvimos que dormir juntos en una cama semidoble las primeras
noches. Todavía puedo recordar muy clara a la primera de ellas, porque fue brutal. A parte
de que roncaba como si le estuvieran exorcizando el espíritu de un marrano, la cama era
demasiado incómoda para dos hombres adultos. Aun a pesar de que me hice en posición
fetal, y de estar agotado en un esfuerzo contragravitacional por estar lo más lejos posible,
nuestras espaldas se alcanzaban a tocar. Yo tenía casi todas mis piernas en el aire y a pesar
de eso mi espalda se pegaba a la de este hombre extraño. Por momentos alcanzaba a sentir
sus vértebras desconocidas clavándose en las mías, así que, como a la media noche,
sacrifiqué mis cobijas definitivamente y preferí usarlas como una barrera entre los dos.

Martín resultó ser un plácido dormidor, y aunque el calor que emanaba su cuerpo se
convirtió en motivo suficiente para amargarme las noches, lo peor de Martín estaba
reservado para el amanecer, pues por lo menos dos veces a la semana se levantaba dando
alaridos de terror.

A los pocos días decidimos que, cuando llegara la hora de dormir nos sentaríamos a leer
por un buen rato, acumulando cansancio para que el sueño nos noqueara. De hecho, cuando
ya habían pasado unas cuantas noches, logramos sincronizar el sueño para dormirnos casi al
tiempo y no tener que sentir los suspiros y los espasmos del otro.

No hace falta dormir con un desconocido, para entender que uno de los momentos más
libres, íntimos y vulnerables del alma humana es, precisamente, cuando el cuerpo duerme.
Y como yo sabía que la mejor forma de relacionarse con alguien era relacionarse lo menos
posible, lo convencí para que nos aguantáramos despiertos en la sala, mirando el
aburrimiento del otro, hasta que ambos nos hubiéramos estrellado contra la mesa del
comedor por el sueño y sólo entonces nos permitiéramos ir a la cama.

13
(8)

Algo de nosotros, algo no material, llena los espacios que habitamos.

A los pocos días de estar allí me di cuenta de que las cosas de ese apartamento exigían más
de lo que normalmente exigen los objetos. A cada cosa la tenía que observar varias veces
en el día y no podía darla por hecho como lo hacía con las de mi casa.; que se habían
convertido ya, más que en objetos, en proyecciones de mí mente.

El apartamento de Gilma me producía una sensación extraña de vacío y levedad. Parecía


cargado con una energía ajena. (Aclaro que también podría tratarse de mamitis, como lo
insinuó Martín cuando se lo comenté, pero preferí creer que nuestra mente, aunque es
menos densa que la materia, tiene densidad, y que los pensamientos rebotan cuando se
encuentran con barreas materiales como una pared.)

Un cuarto es un lugar lleno de pensamientos; pero el mío todavía se encontraba vacío.

-Sí, eso se llama mamitis –, decía Martín cagado de la risa, a pesar de que yo me esforzaba
por explicarle.

-Los recuerdos son el eco del pensamiento. Rebotan en la materia y se quedan dando
vueltas en el mismo lugar. Por eso los sitios nuevos son más silenciosos, aunque haya
mucho ruido; porque no nos oímos a nosotros mismos, no oímos nuestro pasado y nos
sentimos como nuevos. La mente, entre más vacía, más lúcida es y entre más lúcida, más
aterradora para el hombre normal; porque también es una mente capaz de entender la
esencia de la angustia humana: todo lo que hemos sido y creemos ser, es sólo un reflejo de
lo que no somos.

Después de un tiempo de convivencia dejé atrás esa sensación casi metafísica de novedad y
empecé a sentir con mucha fuerza la presión de convivir…

Martín siempre quería comer manjares y leerle el tarot a Camila. Ella quería hacer yoga y
comer solo frutas y yo quería escuchar a Verdi y a Radiohead en paz. No era en realidad
muy complicado excepto por el hecho de estar con otro hombre y otra mujer; o más bien,
por la presión de ser dos hombres y una mujer.

Lo que sucede en estos casos es que aunque ella no nos guste, va a haber una necesidad de
conquistarla. Es algo de control territorial, algo animal, genético, que nos lleva a luchar y a
restregarle al otro hombre en la cara los resultados de nuestra victoria sexual. No importa
que nos parezca más fea que un sapo, porque si el resto de los hombres la quieren, uno la va
a querer también. Es como tomar un juguete cualquiera en el cuarto de un niño; él lo va a
querer sin importar cuál sea, porque no se fija en el juguete sino en la actitud de quien lo
tiene. Entonces, si un niño que es tan honestamente humano se comporta de esa manera
¿por qué habríamos de comportarnos distinto al crecer? ¿Solo porque ganamos masa ósea y
muscular? Pero a la larga, lo que importaba era que Camila era linda y yo la deseaba. Eso
era todo. Incluso empecé a estresarme porque Martín parecía hacerse el indiferente con

14
Camila y lo único que yo podía concluir de su comportamiento era que estaba urdiendo una
brillante estrategia para quitármela.

Después de analizarlo por días estuve seguro de que no había ninguna tensión sexual entre
ellos El comportamiento de Martín era extraño en verdad., había algo que no terminaba de
cerrar en su carácter. No me gustaba la forma en que se miraban, como si supieran algo que
yo no, como si entre ellos existiera un lazo que yo jamás podría romper…No podía
entender cómo Martín no parecía sorprendido por su cuerpo, como si estuviera hastiado ya
de mujeres… La verdad no encontraba una explicación para lo que veía entre ellos, así que
cada vez estaba más convencido de que se hacía pasar por homosexual para engañarnos. No
había otra explicación. ¡Ni siquiera la miraba cuando se levantaba y caminaba con unos
pantalones de pijama casi transparentes! ¡Era imposible! Así que decidí mantenerlos bajo
constante observación. A veces me escondía detrás de una esquina para escuchar lo que
decían. Me parecía que había algo extraño en la forma como hablaban, en la forma en que
se miraban, en las sonrisas cómplices que yo no entendía…

Al cabo de unos días, sin embargo, dejé de preocuparme y enfoqué mi atención en no


enamorarme de ella. Estaba convencido de que uno se puede enamorar pocas horas después
de haber conocido una persona, y que solo en casos raros se puede enamorar después de
llegar a conocerla bien. Por eso estaba tranquilo, porque el tiempo iba pasando rápido, y
aunque era cierto que se trataba de una mujer joven, bonita, con una colita redonda, y que
no me hubiera molestado acostarme con ella, todavía no me producía efectos preocupantes.

Era verdad que pensaba mucho en Camila, pero también era cierto que no había mucho
más en qué pensar. Los primeros días en el teatro no resultaron como creímos, eran apenas
como mudarse de casa, porque al poner atención nos dábamos cuenta de que la sensación
de novedad se iba convirtiendo en una rutina casi tan mediocre como la que teníamos en
casa. Nos despertábamos entre las 10 y las 11 de la madrugada todos los días; creo que
Martín era el primero. Yo oía las voces de mi compañero de cama hablando con la casera y
supongo que Camila también, porque casi siempre nos levantábamos al mismo tiempo ella
y yo. Nos quedábamos un rato haciendo pereza cada uno a su manera y cuando ya nos
aburríamos de descansar, nos sentábamos y estudiábamos media hora los manuales de
actuación que nos habían dado.

Después de la extenuante jornada de estudio salíamos a pasear. En general podría decirse


que la pasábamos bien; casi no hablábamos del teatro ni del colegio, guardábamos un
silencio contemplativo, que quizá no era el de un gran pensador, sino algo más parecido al
de un turista impresionado.

15
(9)

¿Qué hace que esto que estoy viviendo merezca ser vivido?
¿Qué pasa con todo lo que no recuerdo?
¿Es un tiempo muerto?
¿Qué sentido puede tener vivir algo que va desaparecer y que ni siquiera yo voy a
considerar como parte de mi vida?
¿No se parece a haber estado muerto unos segundos?
¿No es increíble como los humanos comunes nos encargamos de desaparecer
sistemáticamente la mayoría del tiempo de nuestra vida?
¿Cómo sé que este instante mismo no es de las escenas que no se escriben?

(10)

Discurso Introductorio (Tercera parte)

Ahora piensen… ¿No sería genial poder sentir todos los sentimientos humanos? ¿Conocer
esos momentos maravillosos y no solo los que conoce nuestra limitada persona? ¿No se
terminará nuestra sensación de frustración y de vacío existencial si podemos extender
nuestra alma más allá de nuestra persona y nuestro cuerpo?

Dentro de cada uno hay un misterio profundo, pero nos encargamos de aniquilarla, pues
creemos que la razón y la lógica del yo son el único camino a la verdad. Usamos todas
nuestras energías para mantener nuestra persona, nuestra máscara, sin saber que por dentro
de nosotros están todos los comportamientos del mundo, toda la historia de la humanidad.

La personalidad con la que nos damos a conocer no es más que una exageración vulgar de
características. Cualquier persona es una caricatura de su escisión, cualquiera no es más que
una extravagante fracción de la humanidad.

La verdad es que cada quien tiene un lado oscuro y un padre, un guerrero y un mago, una
mujer y un hombre… cada quien es la humanidad, y al mismo tiempo, cada uno es una
contradicción patética porque se cree algo que no es.

Pero calma, nosotros nos encargaremos de destruir lo que son y de enfrentarlos a la sombra.
No tenemos ningún respeto por los hombres sanos y coherentes. Nuestra misión es destruir
su coherencia, destruir lo que los separa de nosotros y del resto del mundo, nuestra misión
es hacer que su personalidad se parta en diez mil pedazos…

Desde el subsuelo, ya el viejo Dostoievski maldijo la condición de tener un carácter y se


quedó en su rincón. Pero nosotros nos hemos inspirado en él y en las demás mentes
geniales para mejorar, porque ser cualquier cosa es insuficiente, ser cualquier cosa

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contradice todo lo otro que no es…uno puede actuar, puede escoger lo que va a hacer en la
vida y al tiempo puede ver de reojo a la muerte que golpea sus dedos de hueso contra una
mesa en señal de reproche…

La genialidad está en ser muchas cosas, en vivir todo lo que sea posible y en cambiar tan
rápido como para que la nada no alcance a ridiculizarnos por todo lo otro que no somos.
Hay que llenar de espejos la vida. Sin importar si nos tarda 3 meses o 6 años…

“Los reto a que me muestren un hombre sano y les aseguro que lo curare para ustedes*” lo
rescataré de la lógica y la razón, lo haré libre, se lo devolveré al mundo como un arma en
contra del mundo. Y cuando en la mirada de ese hombre no vean solo a ese hombre, no
sientan miedo; cuando del interior de sus pupilas salten miles de personas desconocidas y
los miren con ojos ardientes y sosegados. Entonces sabrán que se ha curado.

Señoras y señores

¡Bienvenidos al teatro!

(11)

Después de presentar ese espectáculo absurdo que fue el discurso inicial, me volvió el alma
al cuerpo. Podía visualizar a mi mamá enumerando uno a uno los defectos y los peligros del
teatro, pero cada vez que ella mencionaba una buena razón para salirme de allí, yo me
sentía más confiado de estar en la dirección adecuada. Mientras caminaba del teatro al
apartamento imaginé una y otra vez cómo sería la cara de mis papás si me vieran en esa
situación. Estoy seguro de que no hubieran dudado en internarme. Tan solo con que
hubieran escuchado una parte del discurso, o hubieran visto alguno de los monigotes que
aparecieron frente al escenario el día de la introducción, habrían iniciado una sesión de
lavado de cerebro insoportable. Como siempre, habrían usado su comportamiento
intachable como un argumento para convencerme, sin saber que, gracias a eso, yo estaría
más convencido que nunca de seguir.

Y es que quizá una de las cosas más fascinantes de mi niñez y mi adolescencia fue tener un
ejemplo digno para seguir, porque la verdad es que mis papás fueron gente tan responsable,
trabajadora y estudiosa, gente que hizo tan bien todo lo que se supone debe hacerse para
tener una vida feliz, que yo tenía claro que debía hacer exactamente lo contrario. Mientras
ellos trabajaban, iban a terapias, y mantenían buenas relaciones con sus amigos y vecinos,
yo miraba perplejo como cada uno de sus actos responsables y disciplinados los hacía cada
vez más miserables. Entonces, pensaba yo, si unos señores que hacen lo correcto terminan
divorciados, traicionados, y con hijos que no los respetan; debe ser que en verdad están
monstruosamente equivocados… y por eso quedaba fascinado cuando mi madre me decía
que lo que yo hacía era irresponsable y estúpido, porque en el fondo de mi mente había una

17
voz alegre que decía. “sigue así Matías, vas por buen camino”. Y aunque era cierto que sus
palabras me llenaban de miedos, ninguno de ellos alcanzaba para detener la abrumadora
seducción que me producían los misterios del teatro.

Cuando entramos al apartamento me quedé un rato en la sala. No sé cuánto tiempo estuve


en medio de la penumbra. En ese momento pensaba en Alejandra. Me acordaba de su
sonrisa, de cuando nos sentábamos juntos en clase de inglés y hablábamos de las películas
que no gustaban y de lo que nos reíamos cuando el profesor se pegaba contra el escritorio.
No era algo que quisiera, pero pensaba en cómo habrían sido los últimos minutos de su
vida. Quién estuvo con ella en ese momento, cuáles fueron sus últimas palabras, qué había
soñado la noche anterior….

Después de que la noticia llegó a Bogotá, empezaron a circular toda clase de rumores.
Algunos decían que se había suicidado, otros, que se había caído borracha y los más
temerarios de todos aseguraban que su ex novio la había empujado. Recordé cuando me
paraba al borde de la ventana para aterrorizar a los transeúntes. Trataba de vivir en mi
mente los sentimientos que ella pudo tener antes de chocar contra el piso. ¿En que habrá
pensado? ¿Sera que yo hice parte, aunque fuera minúscula, de esa película que se le pasa a
gente por la mente antes de morir?

Desde que entré al teatro me pareció que Alejandra hubiera sido feliz allí. Fue una de las
pocas personas de mi vida que parecieron compartir conmigo esa sensación profunda de
absurdo y ridículo que rodea a casi todos los actos humanos. Éramos niños, es verdad, pero
una parte de mi mente se quedó aferrada a la esperanza de reencontrarme con ella algún
día.

Yo escuchaba las historias que contaban: “Es una perra” “Es una borracha” “Es drogadicta”
“Se cree mejor que nosotros porque vive en Brasil” pues todas parecían confirmar mis
mayores temores. Era obvio que una persona con la cara, con el pelo y con el cuerpo de
ella, iba a ser acechada por los hombres más horripilantes de la tierra. Estaba seguro de que
el sinsentido la iba a traicionar y la llevaría unirse con los materialistas, los exclusionistas,
con los indolentes, con los hijos de puta de la tierra. Y aunque en el fondo siempre supe que
ella era una imagen, un recuerdo y nada más, hasta esa noche maldita conservé la esperanza
de que hubiera algo más que imágenes, de que hubiera algo real, algo que valiera la pena en
este mundo.

18
(12)

Una semana después de estar inscritos, ya estaba todo listo para que se nos asignaran los
roles. Ese día nos citaron temprano en el auditorio y nos hicieron esperar en unas bancas de
madera que estaban dispersas en el patio trasero de la casa. No éramos muchos aspirantes.
Además de nosotros solo había otras tres personas esperando: una vestía de satín, tenía un
collar de perlas y como 80 años. Otra era más joven, de unos 45, con una falda corta; y el
único tipo llevaba una túnica de monje y un crucifijo de madera grande colgando del cuello.
Justo en la puerta había una mesa con unos sobrecitos rosados. En cada uno de ellos había
un nombre y adentro estaba escrito nuestro futuro.

Esperamos las dos horas casi sin hablar. Nerviosos. El miedo y la esperanza fluctuaban
dentro de cada uno con una velocidad impresionante: Emperador o esclavo, bello o feo,
genio o necio, ilusión o impotencia…Alguna vez Caldas dijo que el futuro somos nosotros
mismos, pero sumándole las cosas que los demás no nos han contado todavía de nosotros, y
quizá tenía razón. Aquella tarde todos en ese salón teníamos un destino escrito, una versión
diferente de nosotros que los compañeros del teatro iban a narrar.

Fui el primero al que llamaron. Me levanté en silencio, caminé hacia la mesa, tomé el sobre
con mi nombre y abrí la puerta. Allí me encontré a una mujer. Eso me calmó, que fuera
mujer. Estaba vestida con jeans y una camiseta y me pidió que me sentara con una voz
neutra, soporífera, como si fuera una oficina cualquiera allá afuera en la ciudad.

- Los papeles han sido asignados teniendo en cuenta la historia de vida. Recuerde que usted
debe acatar la decisión que se ha tomado sin importar que tan terrible le pueda parecer.
Abra el sobre por favor -

Con la misma diligencia que lo hubiera hecho un paciente del doctor Parkinson, empecé a
abrir el sobre. En mi mente aparecieron los personajes oscuros que vi en la primera reunión,
mujeres desnudas con marcas de tortura, la mirada dura de Simón…había motivos de sobra
para estar ansioso.

El sobre estuvo abierto en mis manos y mis ojos clavados en los de la asesora por un rato
más.

- ¿Y bien?... ¿Qué dice?-. Dijo sin cambiar su tono aburrido.

Por fin mis ojos bajaron venciendo la ansiedad y se encontraron de frente con el papel.

-¿Qué dice?-…

Todavía tardé un instante más en hablar.

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-No dice nada. El papel está en blanco-.

No podía superar la ansiedad, tenía la lengua dormida y no era capaz de hablar. ¿Cómo era
posible que aún en medio del sitio más desquiciado del universo yo fuera a ser diferente a
todos los demás? ¿Qué puede significar para un hombre no tener un destino? ¿Qué puede
significar en el teatro no tener un futuro determinado? Pues las agujas de hielo que
penetraban mi carne obedecían sin vacilar a la idea que me estaba dando vueltas en la
cabeza: nunca, en verdad, me iban a aceptar.

Al cabo de un rato reaccioné con la frase que los humanos más comúnmente usamos para
enfrentar una desgracia: -no puede ser, ¡tiene que haber un error! –

-Acá no hay errores señor, debió poner más atención al discurso de introducción…si la
página está en blanco, eso significa que usted no es nada-

- ¿Cómo así que no soy nada? ¿Qué mierda es eso?-

-Usted es un tramoyista del teatro, no le han asignado ningún papel. Sólo debe colaborar
con el funcionamiento general del grupo… ¿Acaso no sabe que son los tramoyistas? Se
esperaría algo más de cultura de nuestros admitidos.

-¿Es temporal señora?-

- Todo es temporal-, me respondió y señaló una puerta distinta a la de entrada.

Salí de esa oficina más ansioso de lo que había entrado. Camila estaba parada enfrente de
una pequeña hoguera donde debíamos quemar nuestros sobres. Tenía una sonrisa que casi
no le cabía en la cara y en ese instante la esperanza de que también ella fuera tramoyista se
esfumó. Una vez más confirmé que lo único rescatable del sufrimiento es que los demás
también sufren, incluso sufren más. Pero si yo era el único que estaba asustado por no tener
un papel, no había nada de chistoso en eso, no había ningún alivio en los demás y eso es, en
últimas, la verdadera soledad.

20
(13)

Las últimas luces de la tarde se ocultaban en el horizonte. La neblina bajaba de Monserrate


despacio y de deshacía antes de llegar a la ciudad. La gente salía de las oficinas y las
universidades. Con sus pasos largos buscaban la estación de Transmilenio o el paradero
más cercano de bus. Había unos cuentos perros callejeros deambulando entre las calles esa
tarde-noche, derrumbaban las canecas de basura de los restaurantes y se robaban entre
gruñidos las sobras del día.

Nosotros íbamos de regreso al apartamento. Yo chupaba un Mustang Azul, Camila jugaba


con sus manos y Martín pateaba cualquier piedra que se encontrara en la calle. Con los
sobres hechos cenizas en una fogata, no había otra cosa por hacer que confiar en la palabra
del otro. Si queríamos saber quién era quién a partir de esa noche, debíamos preguntarlo, y
supongo que pensando en eso, Camila propuso detenernos para tomar una cerveza antes de
ir a descansar.

Caminamos hacia la candelaria y nos entramos al primer bar que nos gustó. Era un pequeño
recinto de paredes amarillas, anaranjadas y verdes donde sonaba Bob Marley a todo
volumen. Allí nos sentamos en una de las mesas de madera y le pedimos a una mesera con
peinado rastafari tres cervezas y dos cigarrillos. Después de darle unos sorbos cortos a su
Club Colombia, Camila fue la primera en hablar. Aclaró su garganta y se dirigió a mí
primero: - Yo no sé ustedes, pero yo no me aguanto las ganas de contarles qué personaje
soy- A Martín no pareció gustarle la idea, a mí sí, por supuesto, porque no era nadie, pero
después de un corto análisis ellos decidieron no hacerlo.

Antes de la medianoche Martín salió al chorro de Quevedo para buscar un poco de


marihuana y Camila y yo nos quedamos tomando cerveza. Ella me contó que recibió la
invitación al teatro de un conocido, otro ex alumno del Colegio Británico: Ricardo Revéis,
de la promoción 2004, y que ella había invitado a Martín. Por mi parte le conté que estuve
en dos psiquiatras; uno perverso, que me quería internar; y otro buena gente y muy flaco,
pero que estaba diez veces más loco que yo. Le conté que a pesar de tantas horas de terapia
no encontré qué debía hacer en la vida y que por eso decidí entrar al teatro, solo para ver
qué pasaba.

Así se nos pasaron un par de horas, hablando de la vida y el teatro, hasta que Camila miró
el reloj, se paró y sin dar ninguna otra explicación me dijo que se iba para la casa…

Yo me quedé tomando solo, bastante desconcertado para decir la verdad, y solo como a la
una de la mañana Martín regresó al bar. Cuando entró venía pálido y temblando. Se metió
al baño por quince minutos. Me pareció que tenía sangre seca en la mano, pero desde que
se sentó empezó a tomar y a hablarme de otra cosa.

– El otro día me encontré con Restrepo en Unicentro, si viera lo gorda que es la mamá-, me
dijo…

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Así nos quedamos un rato. Yo bebiendo en silencio y él hablando de las viejas del colegio y
las locuras que había hecho en bachillerato. Mientras hablaba yo me preguntaba por qué me
molestaba tanto. Qué era lo que tenía ese hombre que me ofendía a un nivel tan profundo.
En un momento dado se me vino una idea a la cabeza “es igual que tú, es como tu serías sin
represión” pero muy pronto la deseché. Pasó algo más de una hora y ya con varias cervezas
encima me animé a preguntarle.

–Martín, ahora sí, ¿por qué tiene sangre en la mano?-

- Nada grave. Me agarré con un tombo y le partí la cara –

- ¿A cuál tombo Martín? ¿Te agarraste con un policía? ¿Es en serio?

-Y no solo eso, le robé la pistola a uno de esos hijuputas también. Tengo que ver donde la
escondo…

Mientras él contaba su historia yo me quedé pensando en algo insignificante: Por alguna


razón nunca había aprendido a decirle usted, me quedé tuteándolo como lo hice en
primaria, y por más ridículo que me sintiera, ya no quedaba más remedio que seguir
haciéndolo, - termina tu cerveza y vámonos, que mañana empezamos los talleres-, le dije
sin comentar nada de su supuesta hazaña.

Antes de salir Martín se fue al baño, donde probablemente vomitó un par de veces porque
se demoró casi 15 minutos. Después salimos abrazados. Él se tambaleaba por las calles y
yo me esforzaba por mantenerlo en curso. Tardamos bastante en recorrer el par de cuadras
desde el bar a la casa, porque mi compañero no solo se tambaleaba de acera a acera, sino
que me obligaba a hacer un reconocimiento previo de cada cuadra, para confirmar que los
policías no lo estuvieran esperando. Nos tocó cambiar de ruta en varias ocasiones porque
las noches de los sábados son bastante patrulladas y nuestro recorrido, que debía ser de 5
minutos, nos tomó casi media hora.

(14)

No sé por qué, la sensación de esa noche con Martín me recordó la noche de lo de


Alejandra. Aquella noche salí a emborracharme solo, estaba triste, ansioso, devastado.
Como a las 2: 30 de la mañana tenía ganas de vomitar y la música me molestaba así que
decidí caminar a la casa. Era un martes o un lunes, no recuerdo ahora. Por las calles no
había nadie más que yo y los tradicionales moradores de la noche: prostitutas, borrachos,
vendedores de cigarrillos, policías, delincuentes, policías delincuentes, policías borrachos
delincuentes…

Ya había caminado un buen rato y| estaba cerca de la casa cuando al final de una calle
oscura, detrás del Carulla de la calle 85, creo, vi la silueta de dos hombres que estaban
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dándole una terrible golpiza a un indigente. Lo único que el hombre había logrado era
ponerse en posición fetal junto a un basurero de lata que lo protegía. Los tipos no parecían
tener ninguna intención de detenerse, así que respiré hondo y di dos pasos adelante para
confirmar lo que estaba viendo, entonces lo supe: Esa era la oportunidad para sacudirme de
esa nausea y hacer algo con la vida.

Los dos agresores eran unos tipos como de mi edad, relativamente bien vestidos. Cuando
me fui acercando a ellos me di cuenta que tenían pasamontañas. De nuevo me detuve un
segundo y de nuevo decidí continuar. Ya no podía acercarme más sin que me vieran así
que tomé una piedra del camino y corrí hacia ellos sin hesitar.

Cuando estuve a menos de 10 metros vi al compañero del indigente. Un perro negro de


manchas blancas que ladraba enfurecido y exhibía sus colmillos chorreando saliva, estaba
amarrado a un poste y luchaba desesperado por liberarse. No lo vi por más de un segundo,
pero esa imagen se quedó grabada en mi mente con fuego. Un instante después me
abalancé como un loco sobre los dos hombres para proteger al indigente. Les juro que
nunca me sentí tan alejado de la sensatez como en ese momento. Lanzaba puños, patadas y
mordiscos sin discriminar, hubo un momento en el que sentí el sabor de la sangre en mi
boca y le escupí encima a uno de ellos en un orgasmo de animalidad.

En un momento, alcancé a tener a uno de los dos agresores en el piso y estaba a punto de
descargarle un golpe. Tenía una piedra en la mano, estaba listo para matar, cuando el
indigente me agarró de la muñeca e impidió que me moviera. Bastaron pocos segundos
para que soltara la piedra y volviera a entrar en razón. Después fue el indigente quien me
jaló y me dejó tendido en el piso. Se subió sobre mí y presionó mi cabeza contra el
pavimento y puso una botella rota al lado de mis ojos. Aún puedo ver el vapor que salía de
mi boca mientras jadeaba por el pánico. Mi razón estaba tan aplastada por el terror que me
esforcé por levantar la voz para pedir ayuda a los dos hombres a los que acababa de
golpear…

El indigente se levantó, alejó la botella rota de mi cara y me pidió que me fuera. Me paré
temblando del charco en el que me tenía tendido y empecé a caminar. No me di cuenta en
qué momento había llegado la policía. Uno de los agentes me sacó de la escena y me llevó
a una patrulla. Solo cuando me estaba subiendo reaccioné y vomité. Aún me quedaba un
poco del sabor de la sangre de alguno de esos tipos. Pero mi mente estaba en otro lado. Mi
mente repasaba el instante en que estuve tirado en el andén, el instante en que la muerte
rozó mi alma, cuando debieron pasar frente a mis ojos los momentos importantes de mi
vida y por mi cabeza no había pasado absolutamente nada. Mi corazón estaba vacío, frío.
No alcancé a percibir ni una escena de la película, ni un solo plano de mi pasado…

Entonces entendí que la muerte de Alejandra no era lo que me tenía en esa calle. Era mi
propia muerte la que me aterraba. En ese momento confirmé que los primeros años de mi
vida no podían considerarse como vividos en sentido estricto. Me di cuenta de que no tenía
suficiente vida para cubrir una experiencia de muerte y de que el terror de esa noche no era
el terror de morir, sino el de no haber vivido…

23
Aún no sé si hay que aceptar la muerte para vivir el desapego o si hay que vivir en
desapego para aceptar la muerte. Pero fuera como fuera, no lo había conseguido. A las 5 de
la mañana me soltaron y caminé a la casa. Tenía la cabeza a punto de estallar. Estaba claro
que no estaba en paz con mi propia muerte y que debía hacer algo diferente de lo que venía
haciendo.

(15)

A los pocos días de entrar al teatro ya sabía todo sobre la vida de Martín. Supe que se fue a
estudiar psicología a Buenos Aires, que viajó en primera clase, comió mero con vinagreta
de almendras y confit de limón, y que pidió la copa de vino más cara que había. Muy
pronto se quedó sin dinero. Conoció cientos de estudiantes y mochileros, empezó a tocar
guitarra en algunos clubes de Buenos Aires y muy pronto consiguió una banda, La Salsera
Blues. A medida que el tiempo pasaba y la influencia de su mamá se perdía, Martín se fue
haciendo más bohemio, -o eso era por lo menos lo que a él le gustaba creer-.

En las noches antes de acostarme, yo dedicaba un buen rato a tratar de descifrar a Martín.
Gracias a eso concluí que, como anduvo tanto tiempo en una banda, y se vio siempre
rodeado de gente enfiestada, feliz y simpática, Martín debió confundirse y creer que era un
ser encantador ¿Pero cómo no iba a parecerle todo maravilloso a unos mochileros zopencos
después de tres botellas de Fernet? No tengo duda de que por eso es que el tipo se creyó del
putas y empezó a vivir de los demás compulsivamente hasta que terminaron por deportarlo
cuando lo encontraron fumándose un porro con una ecuatoriana sin sus papeles de
inmigración al día.

A mí me parecía que los problemas de Martín se debían a una falta de perspectiva en su


cabeza. A donde quiera que llegara se esforzaba por pertenecer, por adaptarse, por ser el
más agradable; pero no tenía en cuenta lo pasajero del entorno. Se adaptaba tan
estupendamente bien a cada cosa, que ante el menor cambio, Martín dejaba de nuevo de
estar adaptado y parecía un excéntrico. En el colegio, por ejemplo, Martín fue futbolista,
bailarín de ballet, trovador, miembro de una tuna, ajedrecista, y experto en porcelanicrón.
En cada uno de los grupos él era talentoso y popular, pero no caía en cuenta de que los
futbolistas lo vieron como un demente cuando se enteraron de que era profesor de
porcelanicrón y de que sus compañeras de porcelanicrón estaban demasiado ancianas para
patear un balón de fútbol…
Con las mujeres le pasaba lo mismo. El hacía todo por una mujer, casi se creaba de nuevo
como ser humano para atraer, para satisfacer, y así enamoraba a las mujeres. Pero después
de uno o dos meses, cuando ella cambiaba, cuando una nueva idea o un nuevo deseo se le
pasaba por la su mente, Martin quedaba perdido. Se desadaptaba y tenía que apretar los
puños mientras sus novias se revolcaban en la cama de otros tipos que no tenían ningún
interés en agradarles por más de dos semanas.

24
Me atrevo a decir que la obsesión por la normalidad volvió loco a Martín y fue su
perdición. Por eso él, que vivió tanto tiempo con hippies y estudiantes libres y libertinos, se
negó a volver a su casa. Entró al teatro y se la pasaba balbuceando consignas a favor de la
libertad sin saber lo que hacía. Pero yo supe desde el comienzo que a los tipos como él,
aunque les gusta tener las cadenas largas para poder correr, nunca se atreven a buscar la
verdadera libertad.
Pero yo tampoco había alcanzado la libertad en ese entonces y la verdad es que ni siquiera
la buscaba. Me parecía que el precio de alcanzarla era demasiado alto y por eso tampoco
me preocupaba ya por buscar la igualdad o la justicia. Si acaso hacía algún esfuerzo por
defender la dignidad, y eso era todo. Sin saberlo me gustaban los apegos, me gustaba estar
con los que me querían y que las personas lloraran y sufrieran cuando me iba o cuando
estaba mal. Tenía un espíritu más o menos vulgar entonces, un espíritu humano promedio,
y como todo espíritu mediocre que se respete, no había nada que aborreciera más que a
aquellos que se creen con un alma iluminada. Esos que intentan con muy buenas
intenciones decirnos lo que tenemos que hacer. Frases como “no le tengas miedo a vivir”
me daban ganas de matar, y eran las que podían llevar a mi espíritu de la vulgaridad simple
en la que vivía, a la brutalidad del crimen.
Pero a las pocas semanas de entrar, Martín ya estaba demasiado aterrado por las cosas raras
que pasaban en el teatro como para que intentara darme lecciones de vida, y hasta me
producía algo de empatía cuando estaba a mi lado y sentía sus espasmos, cuando alcanzaba
a oler el miedo en sus sueños y escuchaba las palabras desorientadas de su inconsciente.

(16)

Los talleres de actuación iniciaban las 5 de la mañana. Para mí era indignante que me
obligaran a madrugar y me sentaran 4 horas diarias en una clase de actuación, pero era una
norma del teatro y las personas que no asistieran corrían el riesgo de ser expulsadas.

El profesor iniciaba con ejercicios de relajación y algunos movimientos que parecían danza
contemporánea, después hacíamos unos ejercicios para superar la timidez, -que se
convirtieron en la única parte útil -, y para el final de la clase, estaba reservado lo peor;
pues era cuando el profesor nos daba el sustento teórico de los talleres:

“Señores aspirantes, no hay que ser demasiado creativos para triunfar en el teatro,
solo hay que tener memoria sensorial. Basta con tener en nuestra mente grabadas las
emociones de los personajes, porque los personajes ya están dados para nosotros, y
si acaso queremos ofrecer una actuación genial, basta con darle un par de detalles a
ese modelo. Es fundamental que estudiemos bien el libreto que nos han dado, y que
nuestra actuación no se salga de ciertos límites. En general debemos ser muy
parecidos a todos los demás, después de todo, el teatro es una invención social y
tiene que ser comprensible para todos. Seamos iguales entonces, pero enfatizando
en una o dos conductas particulares que son lo que dan la identidad. Recuerden que
la represión de los sentimientos que no son coherentes con nuestros personajes es la
principal herramienta que tenemos para a ser personajes creíbles…”

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Lo que más me enfurecía no era que el profesor de actuación fuera tan estúpido, y que las
clases no sirvieran para nada, sino que todos le hacían caso y se maravillaban con lo que
decía. No se daban cuenta. Los humanos nos somos en absoluto coherentes, a veces
podemos sentir que queremos a una mujer, pero queremos otra, o que estamos llenos, pero
queremos comer; pero a ellos no les interesaba nada de eso y nos trataban a los seres
humanos como si fuéramos un sistema lógico, un esquema. Era obvio que a los directores
del teatro no les interesaba reproducir el comportamiento de seres humanos completos y se
daban por bien servidos con que fuéramos personajes creíbles.

¿Cómo no lo pensamos antes, señor profesor? ¿Qué carajos importa ser un reprimido y
sufrir? Con el tiempo nos acostumbraremos tanto a la máscara que esta será como una
nueva piel. ¡Sonría! y esa buena sonrisa lo hará feliz ¿O acaso puede usted ser feliz si todos
alrededor lo consideran desdichado? Pero lo peor de todo es qué, aunque uno no sea un
personaje, aunque uno sepa que le están enseñando una idiotez, no puede hacer nada,
porque al estar rodeado de personajes, te vuelves necesariamente uno de ellos.

Eso tuvo que ser lo que le pasó a Alejandra: La traicionaron. Ella debió enamorarse de
alguien que parecía maravilloso, que parecía entenderla y que le hablaba de todas las cosas
que harían al graduarse. Quizá el maldito le prometió llevarla a la isla donde siempre quiso
vivir y ella creyó que la farsa que es el mundo era algo solo temporal. Ella creyó que
actuaban, que fingían para encajar con la gente, pero que un día se irían de allí para ser
reales y felices. ¿Cómo pudo ser tan ingenua? ¿Cómo pudo creerle a ese maldito?

Esa noche en el balcón Alejandra se dio cuenta de que no actuaban juntos. Él actuaba
también en su papel romántico, la usaba, se burlaba de ella; era solo un personaje, tan
ridículo como todos los demás.

Nunca supe si fue una pelea, no supe si forcejearon y el maldito la mató, no supe si ella
salió desesperada después de oírlo hablar con sus amigos, pero yo lo intuía. Lo que
importaba ahora era que no me pasara lo mismo. Como un homenaje a Alejandra, a todas
las Alejandras, prometía que nunca iba a caer desesperado desde un balcón. Entonces miré
a mí alrededor y respiré “Eras demasiado sensible para este mundo y ahora estás muerta,
por eso no voy a vivir en el mundo, yo voy a destruirlo en tu honor.”

(17)

A partir de la segunda semana cada quien debía cumplir con las labores propias de su papel.
El único momento en el que podíamos estar juntos era el viernes en la mañana, porque
estábamos obligados a asistir al auditorio, a ver los discursos de los genios. Por lo general,
yo me desocupaba a medio día y Camila a las 6 de la tarde; pero a Martín, no sabíamos por
qué, no lo dejaban dormir en la noche sino un par de horas en el día. Las tardes se
convirtieron en el lapso de tiempo más aburrido. Dediqué esos momentos a hacer un tour
gastronómico por el centro. Comía empanadas en Dominó, lasaña en un restaurante italiano

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a tres cuadras de la Luis Ángel Arango, el caldo de doña rosa y a veces, cuando me sentía
nostálgico, pasaba por el Mc Donald’s de la Jiménez y recordaba un poco de los paseos a
Estados Unidos con mis papás. Pero el placer de comer no era suficiente, porque el sueño
de no tener a nadie al lado molestándome la vida no era lo que había esperado y descubrí
que me sentía mejor cuando estaba con ella.

Era evidente que el teatro surtía ya sus primeros efectos en mí, pues era la primera vez en la
vida que añoraba la compañía de alguien. Por primera vez en toda mi vida estaba tan
aburrido que quería tener cerca a otro ser humano.

Cuando hacía buen clima esperaba en el parque a que Camila saliera del teatro; me quedaba
casi una hora mirando los árboles como un enajenado esperando el atardecer. En esos
momentos, cuando el lenguaje bajaba la guardia, aparecía la sensación que me perseguía
desde el colegio… entonces yo veía a Camila caminando por el parque y pensaba que de
pronto podía ser ella, Alejandra…

Como un pez agonizante que salta de la canoa al río, el sentimiento recupera su energía
vital en el estanque del pasado y se hace inalcanzable…

Estábamos un momento en el parque, luego nos íbamos a hacer mercado o a comernos un


pedazo de pizza barata en la calle. Tratábamos de ir a cine, de conocer museos, iglesias y
cosas así. Estábamos absortos en el placer de la novedad y no queríamos perdernos ningún
detalle de la experiencia. Nos sentíamos como turistas. Eso era. Había un placer extraño en
todo eso de andar conociendo lugares y comiendo en la calle.

Pero cuando volvíamos al apartamento nos enfrentábamos a todo lo opuesto: nada más y
nada menos, que una rutina doméstica. Por primera vez nos ocupábamos de las labores de
mantenimiento de un hogar y eso traía una serie de problemas de convivencia.
Principalmente yo sufría porque Camila preparaba los huevos sin salchicha, un asco, pero
me los tenía que tragar todas las mañanas sólo porque ella pensaba que comerse el cadáver
de unos cerdos torturados no era correcto.

-Matías, estoy segura de que comer animales torturados no es una señal de inteligencia
superior.- me decía, y aunque comer verduras o embriones de pollo sin incubar tampoco
fuera una señal concreta de inteligencia, yo prefería quedarme callado. No tenía ningún
interés en defender mi moral ni en entrar en un debate filosófico, y solo lamentaba que con
sus comentarios pro-vegetarianos, ella podía monopolizar el control sobre los huevos y me
tocaba conformarme con hacer el chocolisto y lavar los platos.

En un principio creí que la falta de una empleada del servicio y de un conductor me iba a
hacer falta, pero los trabajos domésticos se volvieron extrañamente gratificantes. Aún no sé
si fue por ese tufillo a adultez e independencia que se generaba, pero me pasé varias
semanas sin extrañar los lujos que tenía en la casa de mi mamá. Era raro, pero cuando
entrábamos al apartamento, en medio de ese barrio oscuro y peligroso; sentía una sensación
de protección. Estar en casa con ella era como protegerse debajo de las cobijas cuando la
oscuridad estaba inundada de monstruos, y supongo que la sola fuerza de esa regresión,
terminó por acercarnos más.

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Camila se había convertido para mí en la única persona que podía llamar cercana y yo
pensaba que ella sentía lo mismo de mí. Sin embargo, todas esas ideas sobre vida en pareja
me traían dos problemas. El primero eran las ideas de enamoramiento que se incrustaban en
mi mente y que sólo con esfuerzo podían extraerse. Y el segundo, más desgraciado aún, era
que las ideas de mi mente no habían sido acompañadas de ningún tipo de contacto sexual
en la realidad.

Esos dos asuntos exigían un gran esfuerzo de mi parte para evitar una catástrofe en la
convivencia. Y la verdad es que solo logramos mantener un equilibrio casi perfecto en
nuestro nuevo hogar hasta que Martín nos contó que, por alguna razón, los del teatro
estaban tratando de enloquecerlo.

Según él, lo obligaban a trabajar largas horas en la noche, no lo dejaban tomar trago y no lo
dejaban descansar, con la amenaza de que lo iban a echar del teatro. Además de eso, le
entregaban frases extrañas y lo obligaban a analizarlas y a llevar un reporte al día siguiente.
En realidad no teníamos certeza alguna de que estaban tratando de volverlo loco, pero todos
los indicios apuntaban allí.

¿Qué otra razón podrían tener para hacerlo trabajar en exceso o para hacerlo estudiar frases
y analizarlas?…

(18)

La madrugada del colapso emocional no sentí llegar A Martín. Me desperté despacio, casi
sin terminar de despertar. Esto era algo que me pasaba desde la infancia, la verdad. Me
quedaba colgando por algunos minutos en un estado que no era del todo vigilia pero
tampoco sueños. Una especie de realidad intermedia que tenía que vivir y que quizá haya
tenido mucho que ver en mi posterior pelea con el mundo. La realidad convencional no
aparecía con fuerza, sino que se iba metiendo poco a poco, como apática; por unos sentidos
primero y después por otros, sin llenar la mente como debe ser. ¿No será por eso que le doy
más importancia a lo fantástico que a lo real? ¿No es acaso al despertar cuando nos
comprometemos con una realidad determinada? Una realidad como soy fea, soy
importante, soy feliz o soy un monstruoso insecto. No importa cuál sea, es en ese instante
cuando uno asume su identidad.
Me levanté todavía cubierto por una especie de glaseado onírico que aislaba los sonidos,
pero cuando iba camino a mi usual cagada matutina, escuché los quejidos que venían de
adentro del baño.

Al golpear en la puerta se abrió de par en par. Entonces apareció la figura langaruta y


pelilarga sentada sobre la tapa del inodoro. Yo seguía parado en la puerta, intentaba
distinguir desde allí las palabras que salían entre el silbido de su nariz. Era difícil en todo

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caso, y sólo al cabo de unos segundos pude escuchar lo que decía: – “La muerte no es
eterna, pues dura igual que la vida” -.

La situación parecía delicada. Martín repetía la frase una y otra vez, como si intentara
encontrar un sentido en la repetición. Tenía las manos en los costados de su cabeza y la
movía de atrás para adelante, como meciendo el alma para calmarla.

Cuando por fin se percató de mi presencia se levantó de un salto. Tenía los ojos rojos
todavía, y sin que le preguntara nada, me entregó un pedazo de papel. “Mira lo que me
escribieron”, dijo. Y yo leí lo que decían unas letras negras de trazo impecable: “Mueren
quienes no tienen miedo, y un poco más abajo en el papel continuaba el texto. La vida se
hace eterna en la muerte, así como la muerte lo hace en la vida”.

Que yo haya entendido o no las frases, no es lo importante. Lo importante es que hice un


gran esfuerzo para calmarlo:

-Está muy profundo eso, le dije, no entiendo por qué llora si esta vaina es un juego-.

Pero Martín me pidió que le diera vuelta al papel y al reverso apareció un recorte de un
obituario con el nombre de él.

¿En dónde diablos me había metido? De inmediato me sentí mareado. El espejo reflejaba
luces borrosas y el brillo de la perilla de la puerta bailaba de un lado para otro. Tuve que
tomarme un sorbo de agua antes de volver a hablar.

- De pronto todo es parte del juego, ¿no crees?-

-Eso espero-

- Quédate tranquilo que a mí también han hecho hasta lo imposible por volverme loco.
¡Una vez mi psiquiatra le dijo a mi mamá que deberían mandarme al ejercito! dime si
eso no es mucho más cruel que lo que te hacen a ti-

Martín sonrió algo tímido.

- Más o menos-

- Pero yo no me dejé asustar viejo Marti. En vez de eso lo puse en su sitio… y le dije: “si
en verdad se preocupa por mí, tráteme gratis, maricón”. Vieras cómo mi mamá y el
tipo se miraban en ese momento, pero yo seguía -. “No voy a aceptar tratamientos ni
pastillas de un estafador como usted”…y te juro que a las 3 horas ya estaba libre de ese
psiquiatra, y con una deliciosa prescripción para Ribotril y Quetiapina…

Martín escuchó lo que le dije con una sonrisa, pero después volvió a parecer abatido.

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-Creo que le tengo mucho miedo a desaparecer-, dijo.

Y entonces se me vino una frase a la cabeza, como si la musa de Federico Caldas me


hubiera poseído, y la escribí en un cuaderno: el miedo es lo que hace que un personaje se
quede siendo un personaje, y no, que se vuelva otro.

Esa noche casi no pude dormir. Me quedé pensando en Martín, en la crueldad. Siempre
me ha costado entender la incapacidad de la gente para sentir compasión. Le di vueltas a
ese sentimiento por horas y de pronto se vino a mi cabeza el recuerdo de una sonrisa.

Ese recuerdo siempre ha estado intacto. Era nuestra despedida de clases en el colegio.
En un sofá estábamos sentados tres de mis mejores amigos y yo. Al lado nuestro, junto
al sofá, estaban el borracho de Martín Rivera y Simón Olarte, que en completo silencio
le daba sorbos a su vaso de whisky. Los 80 miembros de la promoción habíamos llegado
a una de las casas de campo de Santiago Baldini, a emborracharnos, drogarnos, y si era
posible, a tener sexo con Paola Pinzón.

Desde uno de los sillones de cuero, por el ventanal atrás mío, se podía ver al resto de la
promoción enloquecida en plena celebración del último día de clases.

-“¡Marica, Cortez metió el carro al lago!”- gritó Marcela Calderón de repente, pero nadie se
sorprendió, porque Cortez fue un vándalo y un criminal consagrado desde transición. De
hecho, en una clase de español, me parece que en séptimo, el profesor nos dijo que Cortez
no hacía las tareas sino que las perpetraba y eso se nos quedó grabado.

– “Tatiana está follando con Baldini” – murmuró de pronto uno de los gemelos Restrepo…

- “La pobre está muy tragada”, dijo alguien, no recuerdo quién.

-Abramos ese bar con una hacha o algo, güevón -, gritó Chaux

Estábamos viviendo las últimas horas de un mundo que estaba por terminar. Todos sabían
que su suerte cambiaría en unos días y nadie sabía si era el final o el comienzo de la vida
real, o qué carajos iba a pasar; pero fuera lo que fuera y llamárase como se llamara; era un
final, y todos se aferraban como sanguijuelas compulsivas a los últimos instantes de placer.

Estuve sentado en uno de los sofás con la mirada perdida, escuchaba grupos de gente que
hablaban de llegar a ser investigadores en M.I.T, abogados de Harvard, defensores de los
animales…una cantidad de ilusiones absurdas, y seguí absorto escuchando por casi una
hora, hasta justo un instante después de que se silenciara el motor inundado de Cortez,
cuando Santiago Baldini apareció en la sala gritando que Tatiana se había orinado mientras
hacían el amor.

Mientras Baldini decía eso con una sonrisa cínica que no le cabía en la cara, ella atravesó el
corredor y pasó enfrente de nosotros. En ese momento lo escuchó contándole a todos, se

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quedó petrificada, cubrió su cara con las manos y se atacó en llanto. Un grupo de amigas
suyas salió a protegerla, pero todos los demás fueron incapaces de aguantar las carcajadas.
Cuando miré la cara de ese hombre, con toda la crueldad innecesaria, no pude evitarlo y
lancé hacia atrás una de las esculturas que había en la mesa de centro, pulverizando el
ventanal de tres metros que había a mis espaldas.

Siempre me sentí orgulloso de eso, me gustaba recordarlo cuando sentía que el mundo era
injusto de alguna forma. La cara espantada de ella y la sonrisa horrible de él. Aunque nunca
volví a verlos y no fueron nada más en mi vida, de alguna forma el recuerdo de esa imagen
me hacía sentir capaz de prenderle fuego a la sede del teatro, al mundo entero, si en algún
momento percibiera en ellos la misma sonrisa cruel de Baldini.

(19)

Pero los siguientes días transcurrieron en relativa calma. Mi trabajo como tramoyista
consistía esencialmente en pagar los servicios y salir a hacer las compras, así que me la
pasaba en las tiendas del barrio buscando el mejor precio para comida y materiales. Todo
esto lo hacía con mi nuevo compañero tramoyista, pues desde el 5 día me asignaron un
compañero tuerto para acompañarme en mis labores.

El tramoyista era un agente retirado de la policía, se retiró después de perder un ojo en una
operación de rutina y a raíz de eso terminó en el teatro, pero no le gustaba mucho hablar de
eso. En todo caso, la característica esencial de mi compañero tramoyista, además de ser
tuerto y usar un bastón, era la insatisfacción absoluta que sentía por todas las personas que
lo rodeaban. A algunos los consideraba toscos, a otros ridículos, déspotas, mustios, según
fuera el caso; pero todas las personas, sin excepción alguna, compartíamos un defecto
especial; quizá el que más aborrecía de todos los defectos existentes, y este era, justamente,
que no queríamos pasar tiempo con él. No podía evitar tratarnos con desprecio y violencia,
puesto que unas personas que poseyéramos un defecto tan horripilante, quizá el defecto
humano más terrible que hubiera identificado el tramoyista, sólo podíamos ser tratadas con
antipatía y desprecio.

Las cosas no cambiaron por un par de días, seguíamos acostumbrándonos a nuestra vida en
el apartamento y la rutina del teatro. A veces salíamos a comer o a caminar y muy de vez en
cuando iba a un café internet para enviarle un reporte a mi familia. El desconcierto de
Martín por su papel se había vuelto parte de nuestra vida cotidiana, el tiempo fluía sin
sobresalto, las comidas sabían bien y las noches eran apacibles; casi me atrevería a decir
que fue una época tranquila de mi vida pero todo terminó en unos cuantos días, aquella
inolvidable noche de los gatos.

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(20)

Normalmente me acostaba a las 11, pero esa noche todavía estaba despierto en mi cama a
las 12, que fue la hora justa a la que empezó a oírse el llanto de un bebé.

Pude estar tranquilo un rato pensando que se trataba de algún bebé humano normal. En un
momento de silencio casi estuve a punto de conciliar el sueño, pero muy pronto regresó ese
horrible sonido por el lado de mi ventana como si algo horrible flotara en el aire. En un
momento me pareció que el llanto se acercaba y esa sensación me obligó a cubrirme la cara
con las cobijas…

En medio de torrentes de adrenalina, ideé un plan de escape que no me humillara. Me iba a


parar de un salto de mi cama, y apenas abriera la puerta del cuarto, sin darle tiempo a la
oscuridad de terminar de espantarme, fingiría que me golpeaba con la mesita de madera del
hall. Era un plan magistral. Iba a gritar fingiendo un tremendo dolor, a gritar duro y sin
vergüenza para despertar a Gilma y a Camila y obligarlas a salir de sus habitaciones para
hacerme compañía. Después, si todo salía bien, estaríamos los tres juntos asustados y
abrazados. Lo imaginé 10 veces. Sentí el calor de unos brazos imaginados y casi me dormí
de nuevo anestesiado por la fantasía antes de reaccionar y despertarme otra vez por el
miedo.

El llanto del bebé era muy claro. No creo que haya esquizofrénicos que vivan momentos
así. Unos gemidos desesperados se estaban acercando a mi cama, y el bebé, suspendido en
el aire, ya casi dejaba ver sus ojos por detrás del velo de la cortina de mi cuarto.

El viento y los quejidos naturales de la madera se habían silenciado como cómplices del
terror. Sabía que la cadena que enciende la lámpara no estaba demasiado lejos. Era mi
esperanza. No tenía que levantarme para poderla alcanzar, así que saqué mi mano
rogándole a todos los santos que no la tocara la mano de ningún bebé. De pronto sentí que
una mano rasguñaba la ventana a mis espaldas y no pude aguantar más. Me levanté rápido
con un dolor fuerte en el pecho y la camiseta bañada en sudor. Abrí la puerta. Atrás mío el
bebé le estaba dando golpecitos al vidrio de la ventana como pidiendo permiso para entrar.
Salí de un paso largo, y sin darme cuenta, me encontré de pronto asfixiado por la oscuridad
del corredor. Cerré la puerta atrás mío, esperando que el bebé no alcanzara la manija y tuve
que hacer un esfuerzo enorme por controlar la respiración y no desmayarme mientras el
bebé gateaba por entre mis sábanas.

Por fin terminé de ajustar la puerta vieja, pero cuando me volteé para buscar ayuda; había
una mujer vestida de blanco que me miraba. No es fácil elegir entre dos espantos, pero en
ese momento elegí a la mujer, pienso ahora por considerarla un espanto más razonable. De
todas formas, casi me da un infarto cuando la vi y me di cuenta de que no soy de los que
grita por el pánico, porque en ese momento me quedé callado a pesar de la corriente de
sudor frío que hacía cauce por mi espina dorsal.

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Camila también estaba pálida y caminaba hacia mi cuarto por el corredor. Ella también se
asustó cuando me vio yambos gritamos como unas locas. Le dije que había oído rasguños
en mi ventana y decidimos irnos al cuarto de ella. Ella también había oído los ruidos.
Confesó que desde pequeña tuvo miedo al llanto de los bebés y me habló de todas las
razones por las que había que temerle a los bebés fantasma “son fantasmitas burlones”,
dijo.

Hablamos un rato y ella regresó al dormir, pero Yo no me podía arriesgar a ver el espíritu
de un bebé gateando por entre mis sábanas, así que le pedí que me deje pasar esa noche en
el cuarto de ella. Encendí la luz para tratar de acomodarme en alguna parte, buscaba una
almohada y una cobija, pero fue entonces cuando noté un cambio radical en su expresión.
Una nueva visión la había impactado, pues resultó que en medio del ataque del bebé
fantasma, mi pene había quedado colgando por fuera de los boxers…Lo guardé como si
nada y me acosté al lado izquierdo de la cama mientras me frotaba las piernas para
calentarme. Supongo que ella tenía mucho frío también, no lo sé, el caso es que a los pocos
minutos de habernos acostado, fue acercando su cuerpo hacia el mío. Yo trataba de adivinar
si ella estaba despierta o dormida cuando de repente dio un giro atrevido y quedó con sus
nalgas rozando mi pene…Tuve que estar quieto un momento mientras ordenaba ideas, pues
sabía que era un momento delicado. Lo primero que hice, después de un rápido análisis, fue
clavarle mi dedo en una pierna…muchos se preguntaran por qué diablos hice eso; pues
bien, como me estaba dando la espalda, fue una estrategia diseñada para saber si estaba
despierta. No hubo reacción alguna, sin embargo, así que lo intenté de nuevo, solo que esa
vez levanté la camisa de dormir y la toque directamente en la piel. Ella me preguntó qué
estaba haciendo, con una voz entumecida, que no me permitió aclarar nada -
consintiéndote- le dije, y giré mi cuerpo para darle la espalda.

Habían pasado unos segundos de silencio tenso y yo ya estaba a punto de salir de allí y
enfrentarme a los bebés cuando ella, de pronto, me pellizco una nalga. Desde luego tomé
eso como una invitación. Me tomé un instante para agradecer el incidente de los boxers y
después moví el cuello rápido, casi arriesgando un desnucamiento, para que nuestros labios
pudieran estar en contacto. La besé unos segundos en los que sólo usamos la puntita de la
lengua. Después me deslicé con habilidad entre los pantalones de la pijama transparente
hasta tocarle las nalgas y seguí bajando mis dedos por la línea, para darle inicio a aquella
noche legendaria, que más adelante sería conocida por ambos como la noche de los gatos.

(21)

Desde aquella noche empezaron a suceder cosas desagradables: Inexplicablemente nos


veíamos consumidos en largas conversaciones sobre nuestro pasado y nuestra familia, yo
me sentía impedido para mirar otras mujeres cuando estaba con ella y me sentía en la
necesidad de aparecerme con un detalle cada vez que podía. (La verdad es que Camila
nunca me exigió ninguna de estas cosas y por el contrario insistía en que el sexo debía ser
algo natural, sin todos los rituales que tenía alrededor, como el amor o los detalles; pero yo

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no le creí. Mi experiencia con amantes anteriores me enseñó que cuando alguna mujer que
te estás comiendo dice algo parecido, se trata simple y llanamente, de una trampa.) Como
Camila tenía una curiosa afición por toda clase de productos de panadería, en especial por
las milhojas, yo le traía un paquete de bizcochos, milhojas o roscones siempre que podía.
Procuraba darle dos o tres regalos a la semana y decirle que se veía hermosa cada cuarto
día. Siempre trataba de suplir las cosas que podría extrañar de su casa y fue justamente en
uno de esos intentos, que me di cuenta de que en realidad no había riesgo alguno de que
ella quisiera volver.

Yo regresaba de comprarle unas milhojas en la panadería y apenas crucé la esquina del


apartamento, la vi discutiendo con dos personas. Ella peleaba con una mujer de unos
cincuenta años que la tenía tomada de un brazo mientras ella le manoteaba con el otro.
Camila estaba descompuesta. Su piel se había vuelto púrpura y parecía como si el sudor de
la vieja fuera causado por el calor que emanaba de la cara de Camila.

– Suélteme mamá- gritó de pronto.

Me quedé paralizado. Nunca supe cómo hicieron los familiares para encontrarla, pero esa
tarde llegaron hasta la portería de nuestro edificio con serias intenciones de raptarla. En ese
momento volvió a mí la realidad. Recordé que había algo más allá de la casa de los genios,
había algo pavoroso: habían padres, habían amigos, habían profesores, militares,
empleadores e impuestos; había toda una realidad preparándose para atormentarme cuando
decidiera regresar del teatro. Eso era innegable, pero al mismo tiempo sabía que no podía
dejar que esa idea me amargara la estadía en el teatro. Lo único que podía hacer era tomar
precauciones para que no me encontraran y no preocuparme por el problema de la realidad
hasta que no fuera estrictamente necesario.

Los cierto es que esa tarde en la portería, Camila estuvo peleando porque sus padres no
llegaran a imponerle esa realidad, pues al parecer, Los Botero-Dubois eran una de esas
familias trastornadas que tienen planeada la vida de los niños aún antes de concebirlos.
Querían que su hija no fuera ella, sino una versión último modelo de sus padres, y Camila,
como es entendible, habría preferido que su única oportunidad de existir en este mundo
fuera mejor aprovechada. Habría exigido con modestia que el privilegio cósmico de que
billones de bosones, quarks, leptones se hayan agrupado en el espacio tiempo, 14 mil
millones de años después de la singularidad, para formar las de células que hacen posible la
existencia de su cuerpo y su conciencia, le diera al menos el derecho de decidir qué hacer
con su vida.

Después de casi media hora, Camila subió exhausta y yo la seguí. Parecía una bestia salvaje
esa tarde. Estuvimos probando posiciones que hasta entonces me parecían una
imposibilidad anatómica y tuve que detenerla después de unas horas para protegerme de los
efectos de la fricción.

-Necesitaba eso, no quería pensar-, me dijo.


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Las relaciones familiares siempre son complicadas. Con mi segundo psiquiatra trabajamos
mucho tiempo en eso, recuerdo incluso que le escribí una carta con lo que pensaba familia.
Trabajé muy duro en ella, más de dos horas, y creo logré expresar lo que quería, porque el
psiquiatra se quedó muy preocupado.

Querido Dr. Villaveces,

Podría decir que mi familia es una familia disfuncional. En ocasiones, aunque de


unos 2 meses a la fecha creo que ya se está volviendo más funcional. Hay un poco
de violencia física y verbal, pero no tanto. La violencia psicológica ha sido
permanente de 11 años hacía la fecha, eso sí, aunque eso sí, los últimos 3 meses ha
habido mucha calma. Yo no habló con mi papá hace 8 meses porque no vive
conmigo y con mi mamá trato de hacerlo lo menos posible. Reconozco que es una
medida preventiva, claro, eso de no hablar; para evitar todo lo que ocurre cuando
hay comunicación. Cuando hubo buena comunicación siempre nos comunicamos
resentimientos y otras cosas que llevaron a gritos y de ahí a conductas muy
violentas. Así que es mejor hablar lo menos posible. En mi caso he llegado al
extremo de ni siquiera mirar. No los observo. Y en estos 8 meses he llegado a
realmente casi que sentirme muy cómodo en mi casa de esta manera. Me encierro
en mi cuarto y solamente utilizo la cocina cuando es necesario y en lo posible trato
de no encontrarme con mi mamá. Para mi mamá fue muy difícil que yo no entrara a
la universidad y eso la hace violenta. Se llama trauma creo.

Mi posición hoy en día frente a mi familia es muy clara. Quiero mantenerme lo más
distante posible, además porque me gustaría no tenerles miedo, pero les tengo
miedo. Algo importante es que mi fe en la conciencia espiritual es muy fuerte.
Empecé un proceso espiritual hace aproximadamente 4 años, consumiendo yagé y
todos esos bebedizos sagrados. La fe es el centro y motor de mi vida actual. He
superado algunos de los condicionamientos que me hacían violento. Porque he sido
una persona muy agresiva hacia mí mismo y, sobre todo, hacia los demás. Me
maltrataba de todas las maneras posibles y maltrataba a mi familia, a mis
médicos…. Al mismo tiempo, ellos me maltrataban a mí y ellos entre ellos se
maltrataban también. Es importante mencionar también que hace unos días estoy
permanentemente medicado. Dosis de 200 mg de quetiapina y ácido valpróico 3
veces al día, mantienen mi sistema límbico modulado. Empecé a recibir
diagnósticos médicos desde que tengo 16 años pero sólo hasta el año pasado acepté
medicarme; aunque debo aclarar que eso solo fue a cambio de que mi psiquiatra
anterior dejara de estafar a mi mamá.

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Con la visita de la mamá de Camila entendí que no podía estar seguro de nada. Ni siquiera
sabía hasta qué punto Camila era una persona real y hasta qué punto interpretaba un papel.
Por más detalles que conociera su pasado, y por más que conociera detalles de su
comportamiento en la casa, no me servía de nada si no lograba conocer su papel.

Y es que después de todo ¿quién me garantizaba que su papel no era ser mi asesina, o el
amor de mi vida?…

Pero además de la desconfianza, reconozco que detrás de todo subyacía un sentimiento más
de envidia que de miedo. Me estaba frustrando el hecho de seguir siendo yo, mientras los
demás se habían dado el lujo de cambiar de vida. Camila y Martín estaban alterados con sus
experiencias y hasta me parecía que la mirada se les transformaba con el paso de las horas,
y en cambio yo, seguía siendo el mismo tipo de siempre. A ese paso parecía inevitable que
llegaría a convertirme en la persona más obvia y simplona del apartamento; así que para
mantener cierto equilibrio de poder en mi relación con Camila, y con la idea de hacerme un
poco más interesante para todos, decidí violar las reglas.

Esa semana le llevé milhojas todos los días. Me pasé horas con mi lengua en su clítoris,
pero aun así tuve que pasar una tarde escribiendo y rescribiendo una carta…

“Tuvimos la suerte de habernos conocido, Cami, pues la verdad es que el mundo es


un lugar hostil donde los hombres intentan aprovecharse de otros y la gente sólo
cuida de sus propios intereses. La única forma de no ceder ante esos impulsos y no
volverse como ellos, es tener alguien que nos apoye en todo momento. Tener amor,
no importa de qué forma… ¿pero sabes? A veces esperamos que los demás nos
amen totalmente, les exigimos que así sea, porque nos han educado como
deseadores compulsivos de amor verdadero. Por eso nos sentimos frustrados casi
siempre, porque vemos que todo el amor que nos dan es incompleto. Pero me he
dado cuenta de una cosa en estos días: El amor que nos falta, nos falta por nuestra
culpa, porque no nos hemos dado a conocer lo suficiente ¿cómo entonces esperamos
que nos amen a plenitud si no saben quiénes somos? El error es que sólo le
mostramos al mundo una parte de nosotros, la que nos parece más agradable o
sofisticada. Quizás vamos a encontrar quién ame esa parte, y vamos a contentarnos
con nuestra capacidad de seducción, nuestro estilo o carisma; pero el resto de lo
nuestro, lo que permanece escondido; es imposible de amar. Por eso quiero saber
todo de ti, y que sepas todo de mí. Sólo conociéndonos y actuando en plenitud
vamos a encontrar el verdadero amor. Quien no se conoce a sí mismo no puede
esperar que otro lo conozca tanto como para que le dé amor de verdad.”

La carta resultó brillante. Las patrañas que improvisé parecieron ir encajando poco a poco
de una manera tan armónica, que hasta me pareció posible que fueran verdad. Esa misma
noche le dejé la carta debajo de la puerta, esperé 20 minutos y entró ella con la carta en la
mano. Nos quedamos perdidos por horas hablando de la vida. Camila sonreía. Yo sabía que
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estaba impresionada porque el rabillo del ojo se le arrugaba un poco y eso solo le pasaba
cuando estaba emocionada.

Hablamos de identidad, de amor, de lo que es o no es la conciencia de sí mismo. Para ella,


las personas eran actores que imitaban a la persona que querían llegar a ser. “Seguimos un
guión. No somos nada distinto de un programa de computador” decía. Pero para mí era
distinto. Para mi existían personas que atravesaban todas las capas de miedo y vanidad y
habían alcanzado su esencia. Esa esencia que ella negaba, ese escondrijo del alma que tanto
buscamos, donde se anidan los sentimientos profundos, los que nos diferencian de los
demás y nos hacen únicos…

Pasaron horas. La conversación se había vuelto tan interesante que se me había salido de las
manos. Estábamos enredados en una telaraña de argumentos y yo me había distraído del
objetivo principal, cuando de repente, gracias a Dios o al diablo, más o menos a las 6 de la
tarde, Camila se animó y me lo dijo:

Mi papel es ser la amante de Franz Kafka, -

- ¿Cómo?-.

-Sí, soy la amante de Kafka, ese es mi papel, ya se lo había contado a Martín.-

Yo medité un rato con los ojos cerrados. Casi más que fuera Franz Kafka, y que Martín lo
supiera, me impresionó que Camila tuviera un amante.

- Tengo el honor de estar con un genio, me dijo después. ¿No estás contento por mí?-

- Sí, supongo. ¿Pero no te parece un poco cliché que usen a Kafka?

-Por qué ¿te molesta que otros también lo conozcan?

-Supongo que por ahí estarán también Heminguey, Salinger, Kerouac… y varios poetas
malditos.

- ¿Te dejas de sentir especial si lo que sabes también los saben los otros, Matías?

- No es eso, solo que me parece un poco ridículo.

- Es solo un personaje. Qué es lo que te impresiona, ¿el nombre? ¿Tanto te impresionan los
nombres?

Yo lo pensé en silencio antes de volver a hablar.

-¿Y te gusta?-
-¿Qué cosa?-

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-Kafka.-
-No sea ridículo, Matías. -

-Pues es que con la sonrisa que tienes; pareciera.-

- Para nada Mat. Mi papel es Felice Bauer, es una vieja que tuvo cuento con Kafka, pero ni
siquiera vivían en la misma ciudad Mati. Lo que yo hago es escribirle y recibir cartas del
man y no más; relájese…me la paso escribiendo cartas todo el día y ya…

Camila se fue al cuarto y me pidió que esperara. Al cabo de un rato regresó con un papel en
la mano.

-Mire para que vea lo que hago – dijo, y enseguida sacó una carta que Kafka le había
enviado.

"Con frecuencia he pensado que la mejor forma de vida para mí consistiría en


encerrarme en lo más hondo de una vasta cueva con una lámpara y todo lo necesario
para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo
estuviera instalado, detrás de la puerta más exterior de la cueva. Ir a buscarla, en
camisón, a través de todas las bóvedas, sería mi único paseo. Acto seguido
regresaría a mi mesa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría de
nuevo a escribir. ¡Lo que sería capaz de escribir entonces! ¡De qué profundidades lo
sacaría! ¡Sin esfuerzo! Pues la concentración extrema no sabe lo que es el esfuerzo.
Lo único que quizás no perseverase, y al primer fracaso, tal vez inevitable incluso
en tales condiciones, no podría menos que hundirme en la más grande de las
locuras: ¿qué dices a esto, mi amor?

¡No retrocedas ante el habitante de la cueva!"

F. Kafka

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(24)

Los días que siguieron los pasé en el auditorio del teatro. No me hicieron encargos por
fuera, ni una sola compra, así que después de hacer aseo por un par de horas, me quedaba
dando vueltas por las decenas de cuartos de la casa. En cada rincón había alguien, todos se
vestían de modo diferente, todos tenían acentos extraños y lo único que parecía unirlos
entre sí con algún hilo lógico, eran las discusiones que se hacían a propósito de los
discursos. No me cabe duda de que mi primer psiquiatra se habría deleitado entre tantos
síntomas. Probablemente se le hubiera explotado la cabeza por una sobrecarga de
diagnósticos en el ambiente de ese auditorio.

Al comienzo, de hecho, era bastante intimidante estar en un sitio así. El miedo le susurra a
uno al oído que quizá uno de esos locos puede lanzarle una piedra o agarrarle una nalga,
pero después de unas semanas se podía sentir cierto confort. Sabía que podía pararme en
una silla y quitarme la ropa (qué más da si me agarran una nalga) y que nadie me estaría
juzgando. La mayoría ni se daría cuenta, y aun si lo hicieran, nadie tendría idea de quién era
yo en verdad. El peso de la reputación había desaparecido. Era como si mi cara fuera una
máscara que protegiera mi verdadera identidad. Entonces encendí un cigarrillo y caminé
echando humo. Sonreí a los otros miembros. Atravesé las sillas, subí al escenario, entré a
los camerinos, crucé todo el corredor hasta la plazoleta donde están las oficinas. Por
primera vez detallé esa casa gigantesca y gocé con lo que pasaba. Me sentí agradecido de
estar en esa casa de locos y decidí que haría un nuevo esfuerzo por adaptarme y disfrutar de
aquella experiencia.

(25)

Siempre tuve problemas para disfrutar de las cosas que hacía la mayoría. En el colegio, por
ejemplo, aunque era normal serle infiel a la novia o burlarse de los feos, los gordos o los
pobres, yo nunca pude disfrutarlo del todo. La noche que besé a la novia de mí hermano,
lejos de ser placentera, se convirtió en un tormento de remordimientos que me obligó a
confesarlo, dos o tres meses después, con consecuencias desastrosas. Pero los demás
parecían atragantarse de satisfacciones egocéntricas sin que su vida se trastornara o sin que
el placer de un beso prohibido se bajara tan siquiera un poco. Yo no lo podía entender. La
sensación que tenía era que ellos vivían en un mundo diferente, uno que a mí ni me gustaba
ni podría entender.

Pasaron unos cuantos años, quizá dos, quizá tres, pero al fin entendí cómo lo lograban: ¡La
personalidad no es nada! Ese era el secreto, y por eso, aunque no lo supieran, eran capaces
de cualquier cosa. Porque la identidad solo es un efecto, una ilusión, solo una lucha contra
la realidad para que nos deje creer que el mundo es como nos conviene que sea…Y si la
persona es un efecto, el mundo tampoco es nada en sí mismo, ni es blanco, ni es negro; ni

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es bueno, ni es malo. Cada quien escoge el que le sirve en el momento en que le sirve y
nada importa si ese mundo es feliz o infeliz. No tengo duda de que todos esos prefieren un
mundo desgraciado antes que ser desgraciados en un mundo feliz. Lo que importa es tener
una buena justificación para lo que son y lo que les conviene hacer ¿no es cierto? aunque lo
que les convenga sea volarse los sesos en mil pedazos.

En la época del Teatro yo estaba convencido de que debía ser un rebelde. No sé por qué,
pero ese era el mundo que le convenía a mis sentimientos; uno donde yo estaba solo, en un
balconcito oscuro al que nadie miraba, y desde donde podía enumerar los defectos de su
horrible realidad y regodearme por estar un paso por encima de ellos, por vivir en un
mundo horrible, pero con la valentía de rechazarlo.

Todavía siento la piel de gallina. Si me concentro, aún puedo hacer que me hierva la sangre
por el inmenso placer que hay en desobedecer. Rebelarse es el máximo estado de la
existencia individual, aun cuando traiga sufrimiento y soledad. Sentirse como una unidad
separada del mundo, único. Esa maravillosa sensación de que el mundo no puede
someternos, sin importar que tenga o no interés en someternos. Adaptarme se sentía como
una rendición, se sentía como dejar de pensar, como dejar de preguntarse y sencillamente
aceptar lo que querían que pensara de mí, pero no mucho después llegó el momento en que
incluso la rebelión parecía ridícula y no quedaba más remedio que adaptarse al teatro
parecía necesario. No quedaba otro camino que aniquilar al viejo mundo y reajustarlo para
que mis nuevos deseos egoístas encajaran en esa nueva realidad. Así, si mi maldad no podía
adaptarse a un mundo perfecto, hacía que el mundo fuera imperfecto, si no tenía una mujer
que me amara, creaba un mundo en donde el amor no era verdadero, si a nadie le importaba
mi existencia, creaba un mundo donde existir no era importante y si una persona de pronto
me traía problemas, creaba un mundo donde las personalidades se esfumaran con el
chasquido de los dedos.

(26)

El día de la primera desaparición volví del teatro a medio día y escuché a Camila llorar en
su cuarto. Al comienzo decidí no entrar. Fui a mi habitación, me quité los zapatos y caminé
a la cocina por algo de comer. Ella abrió la puerta cuando sintió el sonido de los platos.

-¿Matías, eres tú?-

-Sí-

-¿Puedes venir?-
Apenas entré al cuarto noté que estaba nerviosa. La abracé y estuvimos un rato en silencio.
Después me contó que se habían llevado a Martín.

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-Tres tipos de blanco entraron de repente y se lo llevaron, me dijo. Él no se quería ir, pero
se lo llevaron igual- .

-¿A la fuerza?-

-Sí, eran tres -

-¿Pero quiénes eran los tipos?-


-No sé. Unos tipos con batas blancas.-

Yo fui a la cocina y le llevé un poco de agua. Pasó otro rato mientras ella tomaba sorbos
cortos del vaso. Tres tipos con batas blancas se habían llevado a Martín a la fuerza. Eso era
todo lo que sabía y todo lo que Camila podía decirme.

Para mí era obvio que se trataba de la gente del teatro, pero Camila estaba nerviosa. Yo la
abracé de nuevo y me senté junto a ella. Me dijo que el llanto de Martín era real. Entonces
una corriente fría recorrió mi espalda. Él había llegado al teatro al mismo tiempo que
nosotros y era difícil creer que actuara tan bien sin ningún entrenamiento…pero ella estaba
enfrente de mí, los dos solos estábamos bien, así que preferí creer que Martín era un gran
actor. Era más cómodo.

-Yo fingí llanto muchas veces para no ir al colegio-, le dije, y ella sonrió. - No te
preocupes, debe hacer parte de todo este juego. Martín debe estar ahora disfrutando en
algún lugar.-

Y Camila pareció convencida porque esa mañana, sin volver a mencionar el asunto,
tuvimos un largo rato de intensas y relajantes relaciones sexuales.

(27)

Después de eyacular siempre pienso que los humanos de este tiempo no tenemos esperanza
en nada más allá de nuestro cuerpo.

Sin embargo, esto no nos hace tristes o desafortunados, como piensan algunos, todo lo
contrario, nos hace prácticos y desesperanzados… Cuando algo deja de producirnos placer
simplemente lo dejamos. Nos vamos moviendo con sigilo, buscando los lugares en donde
más beneficios podemos obtener y cuando vemos la siguiente presa: atacamos. Somos una
generación pirata. Sin principios. Mis compañeros de curso tenían algo muy claro: placer,
placer y placer. “La moral dejémosela a los viejos”, parecían proclamar; estamos dispuestos
a saquear cualquier cosa para poder llenarnos de placer y poco nos importa que tan a
menudo tengamos que cambiar de gustos, ideología o discurso moral. Cualquier institución
es un obstáculo que nos priva de más goce: La familia, los colegios, la iglesia…

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En cuanto a mí, no creo que sea tan pirata como los otros. Y aunque no estoy diciendo que
sea una luz de esperanza para la humanidad, ni que sea un santo, o un mártir, sí siento
mucha más empatía con las emociones ajenas. Por eso estoy perdido y sin lugar. Soy algo
así como el náufrago de un barco pirata. No me acomodo del todo a su búsqueda frenética
de placer, ni me apego a las normas idiotas que privan de todo a la mayoría para servírselo
en bandeja de plata a dos o tres malditos.

Ahora, ¿que si quiero ser tratado como yo he tratado a los demás?, eso es otra cosa.
Seguramente tendría que responder que no. Haciendo un balance general, no son más de
tres las personas que a lo largo de mi vida he tratado de una forma tan bienhechora y
sincera como para desear recibir el mismo trato de ellos. Ósea que he tratado a la gente
bien, es decir, oigo sus penas y a veces hasta les compro regalos, pero quizá no lo suficiente
como para querer que me traten siempre así.

Sucede que los seres humanos somos unas máquinas de manipulación tan viles, que nos
ofendemos de muerte cuando alguien hace con nosotros lo mismo que nosotros hacemos
con ellos. Diría que han sido sólo mi hermano Ernesto y mi sobrino (ahora tal vez Camila)
las personas que he tratado con pleno amor en mi vida. Creo que estaría conforme si
alguien se comportara conmigo como yo lo he hecho con ellos. Pero esto no es bueno, ni
mucho menos. Esto, de hecho, es lo que complica las cosas.

No me interesa juzgar a nadie, a ninguno de ellos, no creo que tenga la autoridad moral
para exigir ni esperar demasiado del resto de los humanos. Pero no puedo ocultar que la
mayoría de las personas que he conocido son casi malas, no malvadas del todo, pero sí
digamos, “malitas”.

La gente se la pasa hablando mal de otra gente o teniéndole lástima en grupo para después
sentarse con aquel al que compadecían para apiadarse de otro. Farsantes, fingidores. No hay
otra forma de llamarnos. Millones de años sobre la tierra muy mal utilizados. Yo pensaba,
en realidad tenía la convicción por la época en que llegué al teatro, de que si en verdad
existiera un Dios, mucho menos del uno por ciento de la humanidad se salvaría de un
aborto masivo orquestado por nuestro padre y madre, el creador.

La capacidad cerebral humana, salvo la de Buda, Einstein, Whitman, Krishnamurti, y otras


muy contadas excepciones, se utiliza con el único propósito de justificar los crímenes
morales que cometemos. Y lo más irónico de todo es qué, si al menos fuéramos seres
amorales, si el bien y el mal fueran reconocidos como inventos, la nobleza de ser malvados
de frente podría salvarnos del aborto masivo. ¡Pero fingimos que somos morales! La gente
que conozco tiene la convicción de que hay cosas buenas y malas. Se enternecen con
cachorros y se conmueven con las hambrunas en África en los noticieros; pero lo curioso es
que casi siempre actuamos como desentendidos de eso y solo seguimos unos
requerimientos mínimos que nos impiden considerarnos monstruos a nosotros mismos.

Pues sí, está bien: no somos violadores, genocidas o asesinos; ¿pero creemos que con eso
basta? ¿Que con eso podemos esperar de los demás un comportamiento idóneo? La culpa es
de la sociedad, decimos, porque nos reconocemos incapaces de hacer algo más allá de lo

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que nos conviene; narcisistas…Y los más increíble es que, en mayor o menor grado, todos
somos conscientes de lo que acabo de decir. Nos sentimos inseguros a bordo de nuestro
barquito pirata, sabemos que el placer no será siempre suficiente y depositamos todas
nuestras esperanzas en ese puñado de personas a las que tratamos bien: nuestros seres
queridos. Todo el mundo tiene una, dos, o tres personas a las que les da lo mejor de sí, pero
justo allí esta lo más lamentable y atroz. El displacer ineludible está en que con mucha
frecuencia esa persona a la que tratamos de una forma que creemos tan ideal, no se siente
tratada tan maravillosamente, o peor aún; puede suceder que esa persona como respuesta
nos trate a nosotros como si fuéramos un pedazo de basura…

De las personas que más queremos surge la frustración que alimenta nuestra vocación de
pirata. Pensemos: un pirata no tiene que perder, más que lo que ha robado. Trafica con
placer y no corre los riesgos del amor o la culpa; es la mejor opción para nuestra especie
acomplejada. Pero toda la manipulación que hemos utilizado para conseguir placer, se nos
vuelve en contra cuando nos damos cuenta de que los receptores de nuestro
comportamiento más moral, de nuestro amor verdadero; nos han utilizado de la misma
forma en que los hicimos nosotros con los demás.

Por supuesto que puedo estar equivocado. Insisto en que no soy quién para ser juez de una
generación. Además tengo que decirlo: en medio de tanta basura, mi generación tiene una
gran virtud; y es que por lo menos ha dejado de pedir perdón; así es, ya no es como antes,
cuando al hacerle daño a alguien nos dirigíamos a una iglesia para buscar la redención de
Dios y nos dábamos golpes de pecho después de una noche de inofensivo adulterio.
Nosotros lo tenemos claro: Dios no existe, lo asumimos; y el simple hecho de que no haya
abortado a la humanidad debe servirnos a todos como evidencia suficiente de su no
existencia.

Además debo reconocer que no se siente tan mal nuestro hedonismo. Es solo que implica
un riesgo… Quizás sería mejor no querer a nadie. Sólo a mí mismo. Y esperar que no me
decepcione.

Para nosotros en el Colegio Británico, la inexistencia de Dios era una fortuna, pues
habíamos nacido dentro del uno por ciento de los humanos más privilegiados: éramos
saludables, jóvenes, muy bonitos, teníamos dinero, mujeres u hombres según fuera el caso;
teníamos todo…y seamos sinceros, cuando uno vive así, Dios es un estorbo. Su inexistencia
significa dos cosas favorables: En primer lugar, que estamos solos y desprotegidos en el
mundo, y que por tanto cada quien tiene derecho a buscar su bienestar como pueda; y
segundo, que no tenemos que rendir cuentas a nadie. Gracias a eso podemos comer
tranquilos, y los millones de seres humanos que mueren de hambre cada día desaparecen
como por arte de magia cada vez que apagamos el noticiero o cerramos internet.

-Y yo qué puedo hacer, piensan, no es mi culpa que ellos mueran de hambre, yo tengo
derecho a disfrutar de lo que me he ganado, -.

Y por eso mismo, aunque Martín pueda estar recibiendo choques eléctricos en este mismo
instante, Camila y yo podemos encontrarnos y hacer el amor salvajemente sin pensar en él
por un segundo.

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(28)

Ya habíamos perdido la esperanza. Con Camila interrogamos a Gilma, fuimos el teatro,


escribimos en Facebook, llamamos a su casa, contactamos a todos los que recordábamos
del colegio y recorrimos todos los bares del centro; incluso estuvimos a punto de ir a la
policía (una sensación general de ridículo nos lo impidió) pero todo fue inútil, Martín había
desaparecido.

Esa semana no pasó una hora sin que pensara en retirarme del teatro. En verdad creo que la
posibilidad de salirme estuvo latente desde que él desapareció, pero siempre venía
acompañada de una voz similar a la de mi papá que me recriminaba: “Este güevón se
estuvo quejando 18 años del colegio…todo le parecía malo, y cuando al fin encuentra un
lugar extraño, como el que decía que quería, resulta que tampoco le gusta…pues le va tocar
entonces que regrese a la casa y se ponga a estudiar” y ante esa perspectiva tan aterradora
yo no tenía más remedio que seguir adelante.
Concerté una cita con Simón después de buscarlo en el teatro. Le pedí que nos viéramos
afuera, por precaución, y acordamos el encuentro en la carrera 12 con 22.El día de la cita
estuve toda la tarde con mi compañero tramoyista, soporté que se quejara de todo y caminé
entre las tiendas que tenían convenio con los genios para hacer las compras. Compramos
unos litros de miel de maíz, Frutiño de cereza, cocoa en polvo y jugo de remolacha; además
de glicerina y colorantes…

La última tienda que visitamos estaba a sólo dos cuadras del lugar escogido para la reunión
con Simón, así que acompañé a mi compañero para subirlo en su ruta de bus y me fui
pensando en él, con el corazón gimoteando de ansiedad hasta la dirección acordada.

Cuando lo conocí era un tipo retraído, chiquito, que se sonrojaba cuando le hablaba a una
mujer. Desde octavo tomamos la misma clase y me convertí en uno de los pocos a los que
él dirigía la palabra. A medida que nos acercábamos fui entendiendo que era un tipo lleno
de energía, un tipo inteligente y rebelde que quizás mereció mejor suerte en la sociedad
adolescente. Si hubiera llamado un poco más la atención, hubiera atraído muchas mujeres y
su imagen en el colegio habría sido mejor. El problema es que nadie supo de sus cualidades
más que yo y otro puñado de idiotas.

Supe que después de los primeros semestres en la universidad descubrió las drogas.
Empezó consumiendo un poco de marihuana, como todos, y se fue metiendo en cosas más
fuertes. Justamente a raíz de su radicalización con las sustancias psicotrópicas, terminó por
distanciarse de todos.

Alguna vez lo encontré en la calle con las pupilas dilatadas y hablando incoherencias. Eran
como las 11 de la mañana y tenía una botella en la mano. Ese día me pareció que ya no era
Simón, sino otra persona. Alguien que había encontrado más sencillo cambiarse a una

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nueva vida antes que luchar para que su vida anterior se volviera feliz. Ahora supongo que
a medida que su conciencia perdía terreno con lo delirante y mientras el cerebro se iba
fritando con químicos; empezó a mejorar su autoestima, y ni su madre ni sus psiquiatras
pudieron hacer nada para evitarlo. Entre más se degradaba con drogas, él se sentía mejor
consigo mismo, cosa que solo pude explicar con que en realidad Simón se odiaba a sí
mismo. De esa forma era comprensible que, a medida que su identidad se deshacía entre las
drogas, él se sentía más confiado y satisfecho.

En los últimos metros antes de llegar vi los cuerpos de varios indigentes tirados en el
piso…No digo que estuvieran muertos, sino que estaban inmóviles en el piso y la gente
pasaba junto a ellos con cuidado de no pisarlos. Quise suponer que se trataba de algunos
miembros del teatro a quienes les tocaba vivir esa experiencia y me pude tragar el pedazo
de brownie que tenía metido en la boca. Al otro lado de la avenida alcancé a ver a Simón
haciéndome señas. La cafetería donde estaba sentado tenía un letrero rojo de neón y un
balcón con varias mesitas afuera, desde las cuales se tenía una vista prefecta de toda la
cuadra. Y entonces recordé algo que me había dicho años atrás: “A mí lo que me gusta
mirar es lo más crudo de lo humano, Matías. ¿Acaso qué hay para verle a una pelota
anaranjada ocultándose detrás de una silueta de montaña? Nada. Poesía de quinceañera.
Detesto los paisajes que se suponen bonitos ¿Dónde está la carne?”

Junto a él apareció una mujer con una falda corta, se acercó con un vaso de icopor en la
mano y lo puso sobre la mesa. El viento le levantó la falda, pero en ese momento cambió el
semáforo y tuve que dejar de mirarlos. Cruzando la avenida, pasé por encima de uno de los
indigentes que estaban tirados sobre el separador, y aunque lo hice rápido, me alcanzó a
llegar una ráfaga de gas pestilente que salía de su cuerpo. Traté de sentir lástima para que
no se me notara el asco. Seguí caminando como si nada y sólo cuando ya subía las escaleras
de la cafetería, caí en la cuenta de que nunca en mi vida había olido un cadáver.

Simón se levantó y tendió su mano para saludarme. Era la primera oportunidad que tenía
para estar con mi amigo. Estaba nervioso, porque los rencuentros siempre implican un
riesgo importante. Inevitablemente cuando vemos a alguien de nuestro pasado, corremos el
riesgo de que desmientan buena parte de lo que creemos que somos…Hemos perdido la
protección de la realidad, que ya no sirve de intermediaria entre tú y el otro, y esto nos
enfrenta a una imagen de nosotros mismos que no ha atravesado ningún filtro.

Desde siempre, los humanos hemos respetado un contrato mediante el cual asumimos que
algunas cosas son ciertas y otras no. Ahora pienso que a menudo nos resignamos a aceptar
una mentira como verdad para poder estar de acuerdo con los otros y llamamos realidad a
una fantasía que hemos contratado, al punto medio de dolor y alegría entre los que nos
rodean, pero la verdadera realidad; es sólo nuestra.

Hacía años que no lo miraba a los ojos (Ni si quiera el día que me invitó al teatro), y esa era
la prueba de fuego porque para mí la mirada es algo así como la huella digital del alma. De
inmediato uno sabe si está hablando con la misma persona o con otra. Y esa tarde, aunque
yo reconocía esa cara con su blanco fantasmal, sus ojos azules y las pequitas cafés; había
algo diferente. Ahora me parece obvio, porque en el tiempo que nos dejamos de ver yo dejé
de influir en lo que soy para él. Es decir que perdí control sobre mí mismo en la mente de

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Simón. Me convertí en un recuerdo y él pudo hacer de mí lo que le dio la gana. Me pudo
matar incluso y convertirme en un espanto para él.

Del mismo modo yo percibía algo extraño en su mirada, porque por mucho tiempo estuvo
separada de mi realidad. No es como la recordaba, pero no podría decir si era diferente en
realidad, o si sólo era diferente a como fue en mí. Me pareció que era más fuerte, y eso
alimentaba una sensación inquietante para mí, pues pese a haber sido su amigo por varios
años, nunca había visto esa mirada dura en los ojos de Simón.

Al cabo de un rato de estar hablando de nada, le pasé la mano por encima del hombro.
Todavía teníamos recuerdos en común, no lo puedo negar, y yo me aferré a eso, a unos
lacitos débiles que nos unían en medio de la masa uniforme de bípedos pseudo-inteligentes
que siempre andan por ahí. Ese rastro de mi pasado que se alcanzaba a vislumbrar en su
mirada me alentó para acercarme y hablar. No importaba que en realidad se hubiera vuelto
un extraño. Yo intentaba recuperar algo de lo que nos unió, así que me animé y se lo dije:
“Me estoy comiendo a Camila Botero, ¿se acuerda? Está viviendo conmigo en el
apartamento”.

Él se quedó callado y no hizo la mueca de envidia que esperaba. Tampoco se notó la


sonrisa cómplice de un amigo. Había mucho odio en su cara, algo extraño, como si durante
mi ausencia yo hubiera sido el culpable de todo lo que le salió mal. Me quedé mirándolo un
rato largo, atónito, porque era un rostro único… ¿o acaso cuantas veces en la vida se tiene
la oportunidad de ver un rostro humano, que aun estando lleno de odio, no tenga rastro
alguno de dolor?

-Está bien, eso está bien, me dijo, ya empieza a vivir el teatro. Es importante que lo haga
plenamente-.

Yo esperaba que continuara con el tema de Camila, pero él lo cambió…

-¿Le gusta la vista?-.

Intenté mirar por encima de la decena de cuerpos que estaban botados en el separador de la
avenida, pero sólo vi edificios viejos, fachadas sucias con mugre, publicidad caduca; y a lo
lejos, en las montañas, las decenas de casitas de los barrios de invasión que se cierran sobre
el sur de la ciudad como mandíbulas de miseria.

-¿Sabe por qué duermen en el día?- me dijo. Y de inmediato mi mirada se volvió a fijar en
los indigentes.

- Debe ser por el frío -.

Simón agarró su vasito de tinto para tomar.

- No, no es por eso: es por el ruido-.

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Yo tardé un poco en elaborar mi respuesta y no alcancé a terminar de decirle que no le
entendía, porque Simón interrumpió el sorbo que le daba al tinto y continuó:

- Les gusta sentir el ruido de la gente y los carros, así no se sienten aislados mientras
duermen-.

Al desgraciado no le tembló ni un poquito la voz y casi que disfrutaba mientras me decía


esas cosas… eran hombres, fueron niños, tuvieron mamá y lloraron cuando tenían miedo.
Ahora la sociedad los trata como deshechos. Nadie los quiere porque creemos que no tienen
nada que ofrecer… Después seguí en voz alta:

-Pero el problema es que esta sociedad desprecia los buenos sentimientos, se exaltan la
habilidad y la belleza pero se desprecia la nobleza. Es un mundo maldito este. Maldito su
sufrimiento. Muchos buenos están tirados en un andén, despreciados por los malos y todo
porque son presas más fáciles de la pobreza…-

- No. El problema de ellos es su incapacidad para la maldad. La pobreza es otra cosa


Matías, ellos viven un infierno porque el infierno es la maldad que se acumula en el alma.
Ellos viven lo que viven por toda la maldad que no pudieron sacar con éxito de su sangre.
Su corazón está lleno de eso. El mío en cambio, está vacío. -

Yo pasaba trabajos para poder entender el corazón de ese hombre.

-Pero Simón, usted ni siquiera puede saber si están vivos, ahora pasé junto a ellos y el olor
era terrible. No puedo saber si era la suciedad de su piel, o si es el olor de sus órganos
pudriéndose. Mire un momento a esos pobres desgraciados. Están desvalidos,
asquerosamente solos, sin ningún rastro reciente de amor-.

Simón interrumpió de nuevo mientras trituraba el vaso de icopor entre sus manos, pero esa
vez lo hizo con una pregunta devastadora: -¿Qué cree que estén soñando?…-

No estuve ni cerca de poder responder… no sé qué se sueña cuando no hay esperanzas…


qué se sueña cuando no hay con quien soñar. ¿Acaso todos los personajes de sus sueños son
anónimos? ¿Son pasado? ¿Sueñan con su madre cuando les daba de comer? ¿Con el beso
de su primera novia? O son siempre pesadillas…

- Tan solo mírelos, no se hablan; no hay entre ellos una comunidad, no entre los que veo.
Por supuesto tienen razones de sobra para querer destruirnos; pero no sienten envidia, no se
organizan para desear… ya no tiene sentido sentir envidia, supongo…._

Estaba seguro de que si mi vida se transformara en eso que veía en la calle, no lo soportaría.
No hay un lugar de calma, no hay ningún amor ni esperanza. Es posible que haya sexo,
sucio (no quiero ni pensar con quién)… Desde acá puedo ver llagas, hambre, frío,
calambres en el estómago por comer desechos…tormentos del alma

-¿Simón, por qué no se suicidan?... ¿usted entiende? … tiene que haber algo que no
sabemos…que ya no piensan y el corazón no piensa…quizá-

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-Matías, perdone que cambie de tema, pero a todas estas no me ha dicho sobre qué quería
hablar conmigo… -

Martín no se me había pasado por la cabeza en todo el tiempo que estuvimos en la cafetería,
pero en ese momento me tomé los restos fríos de café que quedaban en el vaso y se lo
conté:

- Resulta que Martín desapareció. Unos tipos rarísimos entraron al apartamento y se lo


llevaron .Yo sé que tal vez no sea importante y no quiero joderlo con esto… pero más que
todo lo hago por ella… Según parece Martín y Camila son buenos amigos en la vida real y
noto, por más que ella trate de disimularlo, que está bastante alterada y asustada con todo
esto que…-

-Escúcheme, Matías, esta será la primera y la última vez que se lo diga: el secreto de todo
esto, es lograr que usted llegue a odiarse sí mismo para que al fin pueda desaparecer-.
Casi sentí nauseas al oír eso. Ya tenía suficiente con todo lo que pasaba en mi vida como
para que de pronto me dijeran que tenía que odiarme a mí mismo.
Simón miraba los indigentes concentrado.
-Quizá haya que torturarlos para sacarles toda esa maldad que llevan por dentro.-
Yo lo miré aterrado y sé que él lo notó. Por mi mente se pasaron imágenes de Martín en un
potro de tormento. En verdad estaba asustado, pero me atrevía seguir.
- ¡Oiga¡ Necesito que me diga en dónde está Martín
- ¿Lo necesita, dice? ¿lo necesita? ¿en verdad lo necesita?
Si, pues… quiero…
- Para que lo sepa, está en el teatro encerrado en un cuarto sin hablar con nadie.
- …
- Por qué se queda callado, ya le dije dónde estaba.
- ¿Él está bien?
- Puede ir a sacarlo si quiere, pero si lo hace se va tener que ir del teatro.
- ¿Es cierto que se lo llevaron a la fuerza?
- Sí, está encerrado...y sufre.
- Cómo así que sufre ¡Qué es esta mierda! ¿por qué?
- La sombra es inevitable, puede ir a sacarlo de su dolor, pero le recomiendo que no
retroceda.

Después de decir eso Simón encendió un cigarrillo y se quedó mirando el paisaje.

- ¿Sabe? El próximo viernes es mi discurso y puede que le aclare algunas cosas.

El azul del cielo se había hecho bastante profundo. En los cerros orientales empezaban a
titilar las primeras lucecitas de las casas y en las calles empezaba el trajín de miles de

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personas que salían cansadas y esquivaban indigentes para irse a descansar. Yo me
contagié de la sensación de millones de personas y de inmediato quise salir de allí para
refugiarme en mi apartamento. No estaba cansado, no físicamente por lo menos, pero la
conversación había sido tan sórdida y extraña, que empecé a temer por mi cordura. Mis
manos empezaron a temblar y empecé a sudar. Sin previo aviso me paré y le prometí que
escucharía su discurso.

Cuando pude líbrame de Simón estaba hecho un manojo de nervios. Me temblaban las
manos y me costaba concéntrame. Caminaba sin mirar a los lados, no podía dejar de pensar
ni un segundo en Simón y los indigentes. Los transeúntes pasaban a mí alrededor sin que
me diera cuenta. Eran como figuras de cera, por completo indiferentes a mi tragedia
interior. Si les hubiera pedido ayuda, estoy seguro de que hubieran seguido de largo…
como actores en una obra diferente a la mía.

Tenía la boca seca y una sensación general de mareo. Alcancé a llegar al parque de los
periodistas creyendo que me iba a desmayar, pero una vez allí sentí que podía respirar de
nuevo. Entonces vi las luces amarillas de los postes rebotando en el asfalto húmedo, las
ventanas prendidas y apagadas, la ruta de las nubes…Todo parecía distante, y supe que si
no tenía cuidado, iba terminar por separarme del todo de la realidad.

Me senté en una banca y me puse la tarea de contemplar todo mientras respiraba en calma.
Las nubes reflejaban la luz de una luna llena que no podía ubicar, una brisa fría bajaba de
los cerros orientales y hacía crujir las hojas secas en el piso. La misma brisa me daba en la
cara y mecía los árboles, una lluvia leve seguía mojando las calles, y arriba, en el cerro, se
veían las luces titilantes en la catedral de Monserrate.

Después de media hora volví a sentirme como un habitante del mundo y me levanté.

Solo paré a comer algo y el resto de la noche estuve encerrado en mi cuarto. Escuché las
gotas de lluvia golpeando el cristal de la ventana y pensé en si debía escuchar el discurso,
rescatar a Martín o largarme de allí. Sentía repulsión y rabia con la gente del teatro, pero en
el fondo más retorcido de mi consciencia, había también algo de morbo.

Entonces encendí la música y cerré los ojos mientras decidía qué hacer.

49
(29)

La idea de Martín sufriendo, la idea de estar yo sufriendo, la idea de Simón convertido en


un monstruo; todo se concentraba en mi mente mientras la gente buscaba su puesto en las
tribunas. El sudor bajaba a chorros por mi cara. El dolor de cabeza era intenso. Lo único
que quería era regresar a mi cuarto y meterme debajo de las cobijas, sin que los sonidos o
los rayos de luz pudieran conectarme con el mundo exterior. En medio del desespero, no
sabía si subir a las oficinas a buscar a Martín y mandar todo a la mierda o si quedarme
jugando su juego.

¿Pero qué clase de persona sería si lo dejo encerrado? ¿Acaso no te das cuenta de que la
misma cosa podría pasarte a ti? Pero por otro lado: ¿cómo sé que esto es real? ¿Acaso estoy
seguro de por quién me estoy arriesgando? ¿Luchar por un cuerpo cualquiera solo porque
conozco ese cuerpo? ¿No será Martín un monstruo peor que Simón? ¿Pero por qué tenía
miedo de salir? ¿Qué tenía de especial ese sitio que lo hiciera preferible al mundo exterior?
Nada. Por supuesto. Solo otro nido de ratas y dementes era lo que había conocido hasta ese
momento. Pero sí, un momento, sí había algo, una cosa maravillosa que cubría a todo lo
demás como una niebla y nos hacía contemplarlo: y era el misterio.

Seguí deambulando por la casa, mi mirada no se cruzaba con ninguna mirada. Estuve a
punto de adentrarme a la zona prohibida, patear la puerta y salir con Martín entre mis
brazos, pero terminé por rendirme y tomé asiento para escuchar el discurso. La verdad es
que no podía largarme de allá sin saber quién era quién en realidad, sin permitirme al
menos la posibilidad de conocer quién era la persona real detrás de alguno de tantos locos.

A mi lado se sentó una monja de cara beatífica y acento español que comentaba para sí
misma mis excepcionales capacidades como actor. – Pero mira que brillante actor es este –
decía, mientras me miraba a los ojos y yo me esforzaba por parecer indiferente.

En un momento la monja me dio una palmada en el hombro para llamar mi atención

-Oye hijo, cómo has logrado convertirte en un actor tan excepcional-

Quedé perplejo. Permanecí silencioso en mi puesto mientras los demás habían empezado a
agitar sus puños para vitorear al orador. Yo intentaba libarme de la monja y seguí mirando
al frente sin mover un músculo. La monja no me quitaba la mirada de encima y empecé a
sudar, casi estuve a punto de tirarme al piso para escapar gateando entre las sillas, pero
mantuve la compostura. “Si mi psiquiatra se llegara a enterar de que le tengo miedo a una
monja se haría una paja de felicidad, pensé, me internaría y me daría él mismo los choques
eléctricos; además, lo más probable es que esa anciana fuera una actriz, y que lo mismo
fueran los tipos de blanco que se llevaron a Martín…”

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Solté una bocanada de aire con la que salieron casi todos los nervios, miré a la monja
esperando que me quitara la mirada de encima, pero en vez de intimidarse, se me acercó
hasta el punto en que su virginal aliento pudo humedecer mis orejas.

- ¿Ya has terminado, hijo?-

Quedé fuertemente impresionado y me demoré en responder.

-Ya he terminado qué, madre-

- Hermana-, me dijo ella.

-Ya qué, hermana- …

-¿Ya acabaste de actuar?-

Fuera lo que fuera de lo que hablara, mi deseo era que hubiera terminado así que le contesté
con respeto.

-Sí madre, ya acabé -….

En ese momento los parlantes anunciaron el inicio del discurso y todos los asistentes,
incluyendo a la monja excéntrica, guardaron silencio. Cada una de las demás luces del
auditorio se fueron apagando una a una, como las conversaciones, y de un momento a otro,
sólo fue visible la cara pecosa del orador, que miró con dureza a su público por unos
momentos antes de agarrar el micrófono.

(30)

51
Discurso sobre la maldad

Señores directores del teatro, genios, aspirantes e idiotas del común:

Sucede que al reencontrase después del crimen con alguna víctima a la que se le ha
aterrorizado hasta hacerle perder la razón, se tiene una idea muy clara de lo que es la
naturaleza humana.

Ya no queda nada de esa mirada suplicante y aterrada cuando uno lo vuelve a ver. Es como
otra persona. Y se extraña, como criminal que uno es, la voz suave y cortada por el llanto
que ruega con todas las fuerzas que le quedan.

En el reencuentro no subsiste nada de quien pide que se le perdone la vida. Ahora sólo se
puede ver la furia, el deseo de venganza que es difícil de esconder. Tienen los dientes
apretados y algunos de los capilares de los ojos se han reventado. El niño asustado y pálido
ha desparecido. La persona ha vuelto a la normalidad, se ha despojado de la máscara y ya
no exige una explicación. Es fuerte otra vez, no le teme a la soledad infinita. Deja de
llorarle al universo para que justifique su suerte, decide sobreponerse a ella y se convierte
en un hombre más real y más digno.

En estas semanas que acaban de pasar aprendí a respetar como nunca antes al criminal y
despreciar la actuación de la víctima. Opté por ser más como el diablo que como yo.
Aunque jamás he sentido un odio verdadero por los seres humanos, ni he estado deseoso de
venganza; sí he sufrido y quiero liberarme de ese terrible pasado de víctima. Ahora por fin
entiendo: El sufrimiento que me causaron los demás hombres me lo causaron porque es la
esencia de su condición. No es personal. No hay esperanza. No hay culpas. Solo
conveniencias. El camino del diablo es inevitable para nosotros.

Cuando pienso en los corazones que habré herido antes de convertirme en un diablo tengo
que dudar si de verdad fui Simón alguna vez, y no fui siempre el diablo sin saberlo. ¿No
seremos demonios inconscientes?

Ahora me parece que la situación de la humanidad se parece más a la de unos ángeles


caídos sintiendo nostalgia de Dios que a la de seres racionales que evolucionan y conocen
la diferencia entre el bien y el mal. Quienes vivimos nuestra condición y nos libramos de la
nostalgia, quienes nos hemos entregado para reconocer el mal; conocemos la respuesta: El
bien no existe adentro nuestro a menos que reconozcamos también el mal. Por eso se les
hace tan complicado vivir a todos ustedes: ¿Qué pretenden hacer con sus alas atrofiadas?
¿Se van a quedar mirando al cielo mientras los demonios dentro de ustedes mismos los
devoran? Denle gusto a los demonios, es el único camino; es la auténtica condición
humana…

Es momento de que sepan que los hombres cobardes no son más que enemigos no
declarados entre sí. La maldad está presente en cada espacio que queda libre de dicha. Sino
miren a su alrededor por un momento y pregúntense cuánta felicidad hay en el espacio
donde terminan ustedes y empiezan los otros. En ese espacio que llamamos soledad, sólo

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hay maldad. Es el momento, colegas, de que le rindamos culto a lo único en esta vida que
en verdad es digno de alabanza: Al diablo que somos, a la existencia verdadera, a los
instintos que son el presente, a la sangre de cada quien, al verdadero señor, a mí, a usted; a
nuestro placer.

Yo os pregunto a vosotros, ángeles frustrados, ¿acaso no sienten dolor cuando intentan


volar? No hay mayor infelicidad que la de un anhelo eterno, no lo duden, de ninguna parte
surge tanta maldad.

Vengo a liberarlos de su condición ¿o acaso piensan vivir la vida entera aliviando las
heridas de sus alas amputadas? La maldad es la vida, lo que es, todo lo opuesto a la
nostalgia de Dios.

Pero si me miran aterrados, si se esconden detrás de su máscara cobarde, bienhechora e


ingenua; no podré hacer nada por ustedes…

Por la forma en que me miran sé que se sintieron repugnados con mis palabras. Puedo ver
que se han negado por años a enfrentarse a su lado más oscuro. Tratan a su maldad como a
una alimaña asquerosa que se hubiera colado a su casa por la ventana. Como a una sombra,
la miran como si fuera ajena, se asustan y le dan un golpe tímido con su patética moral. La
dejan herida en una habitación oscura y cierran la puerta para olvidarse de que existe.

Después se sienten satisfechos porque por un tiempo logran vivir como si no existiera, pero
basta con que el más tenue rayo de luz penetre a la habitación para que la alimaña aletee y
se arrastre por el piso. No importa cuánto la oculten, porque su maldad seguirá en ese
cuarto oscuro, luchando desesperadamente por su vida. La única forma de librarnos de ella
es entrando a la habitación; solo mirándola a los ojos la podremos entender. Solo mirando
al diablo a los ojos y viendo nuestro reflejo en sus pupilas centelleantes; solo uniéndonos a
la maldad interna podremos librarnos de su dominio.

Muchas gracias.

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Acto II
La gravedad emocional

(31)

Matías quería beber hasta olvidarse de toda la maldad en el mundo. Quería volver a la
inocencia. Quería alcanzar un estado parecido al que tenía en el colegio, una ilusión tan
grande como para que pudiera huir del dolor. Solo huir, culpar a Alejandra y no hacer nada
por sacar a la humanidad del infierno ¿o al infierno de la humanidad? como quiera que sea.
Por lo pronto quería sacarse a sí mismo de la humanidad (o a la humanidad de sí mismo) y
no tener que seguir pensando en la desaparición de Martín, pero bien sabía que no podría
hacerlo.

La mayoría de los asistentes se había quedado en silencio. Simón salió rápido del escenario.
Atravesó la zona de los camerinos sin hablar con nadie y subió las escaleras que lo llevaban
a la oficina central. Matías se paró en la silla para no perderlo de vista y solo volvió al piso
cuando supo hacía dónde iba. En un minuto se formaron decenas de grupos de discusión
por todo el auditorio, donde los asistentes opinaban sobre las implicaciones del discurso. El
debate solía durar varias horas, no había un límite de tiempo establecido y terminaba solo
cuando el último de los genios se cansaba de hablar. No importaba si llegaba la madrugada,
hasta que el último genio o aspirante no se reacomodaba su disfraz y salía no se daba por
terminada la reunión.

Matías se ubicó en medio de la multitud, en un sitio desde donde podía ver la puerta por la
que había entrado Simón. Aun no podía creer que detrás de esos ojos claros, como de perro
chandoso y esos labios secos, habitaba un alma capaz de torturar a otro ser humano. Sentía
la necesidad de enfrentarlo. La necesidad de hacer algo le brotaba de la sangre, pero no era
algo que hubiera planeado: Era pasión y no sentía que fuera un mérito suyo, pues
exactamente de la misma forma en que él sentía el impulso de salvar a otros, a un hombre
podría brotarle del alma la necesidad de crueldad, la necesidad de poder, de matar y de
violar…

Casi siempre había uno o dos tipos de blanco que custodiaban la entrada. Así que Matías
decidió no enfrentárseles y esperar una oportunidad. El resto de la noche lo pasó esperando
a que saliera o a que se movieran los guardias. Se recostó contra la columna, metió sus
brazos dentro del saco y se puso cómodo. Esa noche la temperatura dentro de las paredes
húmedas bajó a casi 0 grados. Estuvo cerca de la hipotermia, pero unos minutos antes del
amanecer, cuando ya no había casi voces en el auditorio, los guardias finalmente
abandonaron sus posiciones. Matías se armó de valor, subió las escaleras mientras sus

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dientes chocaban entre sí por el frío y golpeó con firmeza en la puerta por donde entró su
amigo.

– ¿Buenas noches…está ahí Simón Olarte?...

Pasaron unos segundos.

-¡ey alguien. Estoy buscando a Simón Olarte o a Martín Rivera. Abran o tumbo la puerta.-.

Tuvo que esperar otro rato de frío extremo y lo único que obtuvo como respuesta fue una
voz idéntica a la de Simón que le decía: – acá no hay ningún Simón- y nada más.

Matías se alejó de la oficina. Se alejó con frío, sueño, mocos y mucho más nervioso de lo
normal. Deambuló un rato por el escenario con sus manos en las axilas para calentarse y
vio cómo se dispersaban los últimos círculos de discusión. Pese a los primeros avisos de
hipotermia y las primeras alucinaciones auditivas por falta de sueño, Matías seguía
pensando en la bestial extrañeza de lo que pasaba. Su cabeza se inflamó y se llenó de dudas
y terminó concluyendo que una monstruosa conspiración se estaba llevando a cabo.

La voz de Simón le había dicho, a su manera, que Simón había desaparecido. No había
duda pues de que el teatro era un plan siniestro diseñado para reírse de él.

Matías sintió que ese día se puso en los zapatos de los otros como nunca antes en su vida,
pues entendió cómo se siente ser un maldito loco de remate. Por fin tuvo una idea más o
menos clara de por qué su mamá, sus compañeros y sus profesores se comportaron de
forma tan extraña. Con ambos brazos cruzados dentro de su camiseta iba caminando rápido
y repitiendo – no lo lograrán, no voy a desaparecer, no voy a desaparecer -. Los genios que
quedaban estaban muy trasnochados y no le ponían mucha atención. Preferían seguir
discutiendo en sus grupos, mientras el enajenado de la camiseta de fuerza se movía de un
lado para otro con su piel blanca de frío y los ojos encendidos de delirio.

El psiquiatra de Matías se hubiera deleitado de haberlo visto en ese estado. En su libreta


habría anotado delusion of grandeur, manía persecutoria y acto seguido habría
recomendado que lo internaran…

En uno de sus giros aleatorios, Matías vio a su amante parada en la puerta principal. En el
instante mismo en que la vio sintió como si le hubieran envuelto el corazón en una capa
gruesa de algodón. Los latidos ya no se oían en la sien, ni le lastimaban el pecho. Recuperó
el sosiego y se dirigió hacia ella con una sonrisa de auténtica dicha que no se podía sacudir.

Camila no quiso irse hasta que no terminaran las discusiones sobre la maldad, era obvio que
estaba animada con todo el asunto de la genialidad, pero en ese momento no le importaba,
estaba feliz por el simple hecho de que estuviera ahí, frente a sus ojos, y no hubiera
desparecido.

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Decido pasar de largo, cruzaría frente a ella como si nada, pero lo haría despacio para que
ella lo viera y lo invitara a participar de la conversación. Esta vez el plan funcionó a la
perfección. Mientras Matías pasaba junto a ellos, dando pasos cortos y lentos; Camila le
gritó. Los cuatro hombres que la rodeaban continuaron conversando sin girar sus geniales
cabezas y ella hizo un gesto invitándolo a acercarse. Matías no dudó que la intención era
presentarlo a sus nuevos amigos y, para evitarlo, plegó su rostro en posición de angustia y
movió la boca como diciendo, “Dios mío, no me hagas ir hasta allá”. Ella se acercó, lo
tomó de la mano, y mientras lo miraba empezó a halarlo hacia el círculo. Entonces, Matías
clavó sus talones en el piso e intentó soltarse de la mano que lo halaba. Camila creyó
conocer la causa del problema.

- Tranquilo, Franz no está aquí-

La sola mención de ese nombre lo llenó de ira.

-No me importa… Quiero hablarle de algo muy grave-, le dijo.

Ella empalideció como si le hubiera empezando a circular leche por la cara.

-No sé cómo decírtelo, no quiero que te asustes. Pero creo que Simón y los del teatro tienen
a Martín secuestrado para torturarlo-.

Camila lo miró un segundo a los ojos. Impávida. Como si la desaparición de Martín hubiera
pedido cualquier tipo de relevancia en su mente, como si toda esa serie de eventos
delirantes no fueran nada y solo le dio un par de palmadas en el hombro.

“ay, Mati no sea ridículo -

En ese instante Matías vio la cara de Camila con desconfianza, en sus ojos vio la misma
demencia de los otros miembros y estuvo convencido de que era cómplice de todo.

– Eres parte de esto ¿no?, maldita loca secuestradora… pero no se van a salir con la
suya, lo juro-.

(32)

Al día siguiente se despertó con una sensación de profunda angustia moral. Una sensación
que al comienzo atribuyó a la sobredosis de Mareol que tomó, pero que después fue
tomando sentido, cuando la memoria se fue despertando. Aunque aparecía borroso en su
memoria, le pareció haber seguido a Simón; le pareció haber estado detrás de una matera
por horas y ¡oh dios santo!, le pareció haberle gritado a Camila y sus amigos que eran unos
criminales.

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Ese mismo domingo, uno de los más importantes antes de su desaparición, Matías la
convenció de que pasaran un par de horas en el parque. A las 9 de la mañana caminaron
hacia el parque. Atravesaron La Macarena por la carrera quinta sin decir ni una palabra,
pero a medida que se adentraron en el bosque, la indignación de ella pareció disminuir.
Cada inhalación parecía colmar su sangre con una tranquilidad que se podía leer en su
sonrisa. En el fondo se oía el canto de los copetones y el viento que se movía liviano por
entre las ramas. Matías se acostó junto a Camila en un claro que había en la maleza.

Esa mañana ella llevaba una camisita blanca que se le había corrido al acostarse y se
levantaba por encima de su ombligo. La piel que se veía era blanca y tenía las marcas del
pasto. Matías empezó a acariciarle los brazos. Se deleitaba sintiendo las cosquillas de su
pelitos y estuvo un rato tocándola por fuera de la ropa. Después metió la punta de los dedos
un poco en su pantalón, primero con dudas y luego con convicción. Movió los dedos de un
lado al otro por el caucho de los calzones mientras ella sonreía y miraba las nubes. Luego la
levantó de la cintura, la puso de medio lado y metió la mano. Ella estaba fría por detrás. Las
nalgas eran perfectas, redondas y duras. Se quedó atrás un momento recorriendo la línea
entre las nalgas de arriba abajo, apenas rozando el ano. Después fue moviéndose hacia
adelante hasta sentir los primeros pelos dentro de su ropa interior y decidió meter toda la
mano hasta sentir la humedad. Ella gimió un poquito ante el primer contacto, como
esforzándose por no gemir. Inmediatamente después se acomodó para poder mirarlo a los
ojos y empezó a abrir la boca despacio. Matías ya había cerrado los párpados y había
sacado la punta de la lengua cuando se enteró de que ella no había abierto la boca para
besar y se quedó aturdido cuando le dijo con una voz seductora:

– Déjame en paz, quiero disfrutar este momento-…

Camila le dio la espalda y se quedó mirando los árboles. En ese instante Matías entendió
que algo había cambiado. Por más que su corazón quería acercarse, por más que quería
tocarla, hablarle, por más que quería compartir el resto del día con ella y tomarla de la
mano mientras miraban el sol o la luna, había algo se había roto y no sabía qué. O acaso
cuál es el nombre de esa distancia que hay entre el que desea y el deseado, entre el que
sufre y el que no… Matías sintió esquirlas frías clavándose en su pecho al ver lo
irrelevantes que eran sus sentimientos en ese corazón ajeno, e intuyó algo horroroso; intuyó
que los demás lo veían a él de la misma forma en que él los veía a ellos.

Estuvo violentamente confundido por unos días a raíz de este incidente, no tanto por el
rechazo en sí, sino por la angustia que le había producido el rechazo. Los sentimientos
arrolladores en su pecho dejaban sin valor todo lo que aprendió en el colegio ¡Qué sería de
su nueva vida! ¿Cómo podría salir a las calles y hablarle a las mujeres? ¿Qué horrores sin
límite le esperaban ahora que no podía ver a los otros como un simple medio para obtener
placer?... No quería saberlo. Se la pasaba viendo televisión, leyendo el periódico, intentaba
escuchar Verdi o Beethoven, pero terminaba con alguna tragedia romántica de Counting

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Crows. Trataba de evocar sentimientos prestados y se devanaba los sesos buscando la
forma de hacerse de nuevo a los controles de su vida. Hizo hasta lo imposible por no
afectarse; se repetía frases de Caldas, investigaba en internet, recordaba a su novia… pero
por más cosas que intentó, no pudo evitar la desgracia que se le venía encima. Su vida
había cambiado por completo, y como casi siempre, un hombre se entera de esto después de
darse una prolongada mirada a sí mismo…

A Matías le pasó una mañana antes de salir al teatro; estuvo mirándose al espejo por casi 20
minutos, y con eso fue suficiente. Normalmente lo hacía apenas un instante antes de salir a
la calle, para asegurarse de que no iba a salir con espuma de afeitar colgando de una oreja y
cosas así; solo una revisión de rutina; pero esa mañana todo fue diferente. Encendió la luz
del baño para lavarse los dientes, vio su cara reflejada en el espejo y de inmediato lo supo.
Aunque no haya nada a lo que se niegue más un hombre en sus cabales que a reconocer que
se ha enamorado, no había ya lugar a dudas; fue evidente porque su cara y su pelo parecían
menos suficientes que antes. Cada parte de su cuerpo parecía exigir una observación
minuciosa y una serie de arreglos y sutilezas que antes eran impensados. Era cierto y
aterrador entonces, había sucedido: se había enamorado de Camila; y pudo saberlo por el
devastador golpe que sufrió su autoestima…

Los días después de haberse enamorado, Matías se sentaba a solas en su habitación. Cuando
llegaba de trabajar miraba por la ventana y deseaba profundamente que no sucediera nada.
Había entrado al teatro con la idea de vivir muchas cosas y ahora sólo esperaba que no
pasara nada, que por un instante aunque fuera, pudiera dedicar la totalidad de su mente a los
sentimientos y no a entender los hechos que se sucedían sin tregua en el teatro.

Matías se paró enfrente de su ventana, miró al azul del cielo por un agujero redondo entre
las nubes y se dijo, -no quiero que pase nada-.

Sentía que su corazón había reemplazado algunas funciones de su cerebro; que tenía algo
atorado en el pecho, como un marcapasos que se aceleraba de pronto y lo obligaba a pensar
en Camila. Hasta ahí era una circunstancia manejable, que le ahorraba el trabajo de escoger
en qué pensar. Pero muy pronto Matías notó algo escalofriante, notó que, a medida que se
iba enamorando, el comportamiento de Camila se iba haciendo más y más frío. No podía
estar seguro de si en verdad ella estaba cambiando o si era un simple contraste emocional,
pero el efecto que le producía era el mismo.

Ella empezó a llegar tarde en las noches. Ya no visitaban el parque con la frecuencia de
antes, ya no salían a comer, no tenían sexo y no tenían esas interminables discusiones sobre
los defectos de los otros que tanto bien les hacían. Él seguía negándose a ser uno de los
idiotas que dedica videos en Facebook y toda la energía de sus pensamientos estaba dirigida
a intentar establecer qué le estaba sucediendo: ¿Cuándo está uno enamorado? ¿Qué es
eso?…Por muchos años creyó que la gente se enamoraba porque era una costumbre, porque
estaba de moda y los idiotas siempre hacen lo que está de moda, pero ahora sabía que los
había juzgado mal. La sensación que tenía es que sucede como una explosión. Primero se
van acumulando cosas: sonrisitas, recuerdos, besitos; pero cuando todas las condiciones
están dadas, de pronto: ¡bum!: uno se ha enamorado. Se puede estar tranquilo creyendo

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simplemente que le tiene muchas ganas a una niña y al segundo siguiente estar sacudiendo
la cabeza para recuperar la lucidez.

El amor romántico, como lo percibió Matías cuando lo sintió, era como encontrar el sentido
de la vida, era detener todo el proceso de la mente para darle a alguien el poder absoluto
sobre todas las materias de su alma. Y aunque muchos sentirían que no es posible
entregarse tan enteramente a nadie, el amor grande, el que es puro amor, el amor estúpido;
es así. Aunque lo pensemos o no lo pensemos, quisiéramos que el amado o la amada
estuvieran presentes en cada recoveco de la vida. ¡Y de cierta forma lo están!; pues aun en
fantasías buscamos salvarlos, aun en fantasías sentimos que sus lágrimas reconfortan
nuestra soledad y su soledad nuestras lágrimas.

Lo peor es que una vez producida la explosión, el daño es irreparable, todo lo bello y lo feo
de la vida se concentra en una imagen. Toda el alma se acumula en el objeto amado y se
chupa a los demás sentimientos pequeños que antes flotaban libremente por el alma… Pero
todo esto puede ser hermoso o un martirio, y desde luego, cuando la persona amada se la
pasa con Kafka y uno tiene que pasar casi todo el día con un tramoyista tuerto soportando
sus injurias, sus ataques constantes a la humanidad y atravesando las calles tomados de la
mano, es un martirio de leyenda.

Pero no todo era malo cuando andaba con el tramoyista tuerto. Con el tiempo agradeció su
presencia, sus paseos matutinos por el centro y sus palabrotas cada vez que algo lo
indignaba. De hecho, cuando estaba junto a él, le ocurría algo maravilloso, y era que el
mundo se le hacía horripilante. El tramoyista tenía una característica que era ideal para
ayudarle a sobrellevar el desamor: nada más y nada menos que una visión totalmente
sombría de la existencia. Su inmanencia oscura, sus insultos y burlas despojaban a Camila
de su poder, le recordaban que la humanidad reservaba muchas manifestaciones más de
dolor y desagrado y le quitaba al amor esos tintes de infinito emocional que llevan a
algunos amantes a hacer lo de Romeo y Julieta. De alguna forma, conocer un aburrimiento
y una confusión como la que vivía con el tuerto hacía que, por un momento al menos, el
sentimiento llamado Camila se convirtiera en un sentimiento cualquiera, y así no
malgastaba toda su mente en sufrir por ella y se daba la oportunidad de sufrir por todo lo
otro que sucedía…

(33)

Resultó ser que Simón también había desaparecido. A pesar de los esfuerzos de Matías por
localizarlo y averiguar qué pasó con él y con Martín, nunca se supo nada. En el teatro no
daban razón de Simón, en su casa creían que era guarda parques en la Sierra Nevada y su
perfil de Facebook ya no existía. El hombre sencillamente desapareció y no dejó rastro
alguno de su existencia.

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(34)

Aquellos días extravagantes eran todos parecidos entre sí: Matías se despedía de su
compañero tramoyista a las 3 de la tarde después de varias horas de compras. Después
caminaba un rato por San Victorino, subía a la 7 y seguía hasta el palacio de Nariño para
recordar la noche que perdió su virginidad y metió cocaína por primera vez.

Después de rodear el palacio, se iba por la 10ma hasta la Jiménez y seguía por el eje
ambiental hasta llegar a la calle 19. Miembros del teatro se paseaban como si nada por el
centro de la ciudad. Uno veía de cuando en cuando a alguno de los que iban a las reuniones
de los viernes haciendo un escándalo en una tienda o parado taciturno contra un poste
mientras los peatones le tiraban una moneda en un vaso de cartón. Matías no les prestaba
atención. Por lo general se sentaba en Dominó (frente al edifico del Icetex) después de sus
caminatas, con cuidado de no encontrarse con nadie conocido, y se comía una empanada de
carne y papa. Siempre se sentaba en la misma mesa, desde donde podía ver Monserrate y a
los estudiantes de los Andes que bajaban para salir en Transmilenio. Se comía la empanada
con ají de tarro, se tomaba despacio una Coca Cola y después regresaba al apartamento
donde podía dedicarse consumadamente a pensar en Camila.

Casi no había hablado con ella después de lo del parque. Ella llegaba muy tarde, así que ese
tiempo de la noche lo gastaba tratando de juntar las palabras adecuadas para pedirle
disculpas y poder decirle: “En realidad no creo que seas una secuestradora desalmada, de
hecho creo que estoy enamorado de ti” de la forma más adecuada posible. Matías releía
frases de poetas famosos. Sabía que necesitaba algo genial para que Camila, no sólo dejara
de considerarlo loco, sino que además lo perdonara y lo amara, pero no lo lograba,
simplemente no lo lograba y recordó por un momento algo que Caldas le dijo: “¿sabe qué
me preocupa Roldán? me preocupa que se esté acercando el final de la poesía, me
estremece pensar que las combinaciones de palabras hermosas se estén acabando y que no
me quede más remedio que hablar como los demás…”

¡Diablos! Eso significaría que el amor y la belleza se quedarían atrapados dentro de cada
uno. Que nunca más los sentimientos podrían salir de uno hacia otro con fidelidad, y eso
era muy malo, era malo por primera vez. Aunque por años detestó que la gente se diera a
conocer, que abriera su corazón, y que tratara de llamar la atención exagerando emociones.
Ahora era diferente, ahora necesitaba de las palabras.

Matías estaba atónito porque sus pensamientos cuando estaba acostado en su cama, no
fueran ya sobre las nalgas duras de Camila o su coño apretado, sino sobre cosas como su
melódica y suave voz o sobre su hermosa, resplandeciente y cándida mirada. En sus sueños
ella aparecía vestida, tomándolo de la mano en una playa y besándolo con ternura mientras
el sol se ocultaba en algún horizonte maravillosamente celeste y rosado.

A raíz de estos sueños, Matías se había levantado todos los días, desde hacía casi una
semana, completamente horrorizado. Apenas abría los ojos recordaba que no había sentido
llegar a su amada y empezaba a llenarse de angustia. Se esforzaba por pensar en algo que
no fuera esa angustia. Cerraba los ojos y trataba de revivir la fantasía que había soñado;
fracasaba. Luego daba botes en la cama como un loco y optaba por masturbarse una o dos

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veces con Paola Pinzón en la mente. -No usaba a Camila por un extraño respeto, por una
extraña idealización en la que la tenía, que la hacía inmune a su más perversas fantasías-.
En promedio utilizaba media hora de cada noche en estrategias para conciliar el sueño, pero
la verdad era que el único remedio que había encontrado contra el insomnio, consistía en
entrar al cuarto de ella para asegurarse de que no hubiera desaparecido…

Y es que por esos días también lo atormentaba la idea de que, si Simón y Martín habían
desparecido, era posible que desapareciera Camila también; de hecho, era posible que
llegara un día en que todos sus conocidos hubieran desaparecido para siempre. Podría llegar
el momento, en que sólo quedara él, con nadie más en el mundo, y quizá entonces lo
perturbaría una idea más aterradora que la misma desaparición de Camila y de su hermano;
la idea de que él sería el único en nunca esfumarse del planeta.

Por eso cuando la veía acostada en su cama, podía respirar aliviado. Se quedaba en la
puerta, la miraba enamorado un rato y sin hacer caso de los ronquidos, se acercaba a ella en
silencio para arroparla y darle un beso en el pelo.

Siguió la misma rutina durante más de 7 noches y siempre lo había logrado sin
contratiempos, hasta que en una de sus expediciones la beso cuando todavía estaba
despierta.

- ¿Qué estás haciendo?-

Ella tenía los párpados bien abiertos, él se quedó en silencio y Camila siguió:

-¿A qué juegas?- .

-Quería ver si habías llegado bien-, le dijo con la voz temblando.

-¿Pero por qué me estabas tocando el pelo?

Quería decirle que la amaba y que le había besado la cabeza, quería desahogarse de ese
sentimiento que lo torturaba; pero no, la amaba demasiado y él sabía (porque Caldas se lo
dijo) que lo único que protege a un enamorado de la sumisión total es no contarle a ella que
se está enamorado; así que contestó la pregunta de Camila con la primera excusa que se le
pasó por la mente: “vi que entró una pililla en el cuarto y la tenías en el pelo”.

Ella saltó espantada de la cama. Sólo con sus calzones puestos empezó a moverse por la
habitación y le exigió a Matías que buscaran la polilla en cada rincón del cuarto.
Levantaron los tendidos, las almohadas, desocuparon la biblioteca, revisaron el interior de
cada zapato y el bolsillo de cada saco… Estuvieron así por 2 horas, hasta que Matías logró
convencerla de que la polilla había conseguido escapar hábilmente de la habitación.

Pero aunque accedió a suspender la persecución, ella seguía nerviosa. Lo miraba con recelo
porque no creía del todo en la fuga de la polilla. A las 4: 40AM, sin embargo, se resignó a
dormir sin ver el cadáver del lepidóptero y se despidió de Matías, como ya era costumbre,
sin besarlo apasionadamente.

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Él salía devastado después de haber cazado por horas un insecto que nunca existió, estaba a
punto de llorar de desamor cuando una frase de Camila lo salvó de una mañana de sueños
sin esperanza: “Mañana tenemos una fiesta en la casa de Werner Heiseberg” y como un
hechizo mágico que solo opera en la mente enamorada, esa frase intrascendente hizo
renacer la ilusión.

(35)

La casera Gilma daba vueltas en la cama. A las 2 am la había despertado un grito en el


cuarto de la chica. Los inquilinos le pegaban a las puertas y las paredes y no la dejaban
dormir. Varias veces pensó en pararse a callarlos, pero se sentía intimidada por esos
jóvenes salvajes. Se arrepentía de haber alquilado las habitaciones a esos locos con sus
disfraces, sus gritos… y no veía la hora de que terminara el contrato. Recordaba las
palabras de su hijo cuando le decía que no le alquilara a gente joven. (Pero ellos parecían
tan simpáticos, y además de buena familia) Gilma siguió dando vueltas hasta las cuatro de
la mañana, entonces se dio media vuelta y arrastró la cobija consigo para cubrirse.

En la otra habitación Matías tampoco podía dormir: Si Camila lo había invitado a una fiesta
donde habría cientos de genios para escoger, tenía que ser porque ella también estaba
enamorada de él, y para Matías eso explicaría además por qué no volvieron a tener
relaciones sexuales y por qué ella estaba tan rara. Quizá ella fantaseaba también con
tomarle la mano en un atardecer maravillosamente rosado y tenía miedo de enamorarse más
de lo que estaba. Lo más probable era que ella tampoco hubiera encontrado la manera de
confesarle sus sentimientos y por eso llevaban tanto tiempo sin hacer el amor.

Matías sabía que tenía que comportarse bien esa noche. Sabía que era una prueba de fuego
en sus intenciones de consolidarse en el corazón de Camila. La fiesta era la oportunidad
perfecta para demostrarle que era un tipo maduro e inteligente, que era rico, sencillo,
potencialmente buen padre, fuerte, hacendoso, alto, buen bailarín; un macho perfecto para
la reproducción; un hombre que no tenía nada que envidiarle a los genios.

Lo primero que debía hacer para consolidar el plan sería dominar sus emociones. No podía
repetir por ningún motivo el espectáculo bochornoso del día del discurso de Simón y se
repetía así mismo: “Debo actuar bien, debo actuar bien”.

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(36)

A las 11 de la noche estaba parado frente a la puerta sin atreverse a timbrar. No sabía por
qué. Pues en las fiestas normales nunca tuvo estos problemas: se ponía colonia, se ponía
una camisa vieja pero cara, y cuando llevaba chaqueta, se metía un libro en el bolsillo.
Dependiendo de la fiesta metía algo romántico-trágico como Andrés Caicedo, o algo más
sórdido como Bukowski o Bodelaire, y si la fiesta era de hippies, llevaba Castaneda o
Reich.

Siempre supo qué inventarse, pero ahora era diferente. Aquella fiesta era desconcertante.
No sabía si iban a seguir en su papel, o si se encontraría con unas personas de carne y hueso
que a veces actuaban como genios. Por lo que había visto hasta ahora, perfectamente podría
llegar la gente desnuda y en carruajes sin que nadie se sorprendiera, pero también era
posible que dejaran sus personajes a un lado y se comportaran como eran en realidad.
Matías decidió hacer eso, sería él mismo aunque no tenía idea de lo que eso significaba en
realidad…
A las 11: 10 minutos un joven oliendo a colonia atravesó el umbral de la puerta y se
acomodó el pelo en un espejo. Sintió que todos los invitados habían detenido por un
momento sus conversaciones para mirarlo y hablar de él. Cada vez que alguien se reía, una
gota de sudor se formaba en su pelo y lo volvía grasoso. Matías pensaba que había hecho
algo muy mal, que quizá no estaba vestido como debía ser, o que no se veía como debería
verse un genio, y sin embargo, estaba decidido a mostrarle a Camila su arrolladora
personalidad. Por eso no salió corriendo de allí como una gallina alterada, y en cambio,
empezó a dar pasos firmes hacia el interior de la casa de Werner Heisenberg. “Esto debe
ser amor verdadero”, pensó, por eso me comporto como un imbécil.

Por dentro, la casa le pareció bastante corriente. No tenía nada que se pudiera relacionar
con el verdadero Heisenbreg y más bien parecía tener un estilo árabe en la decoración.
A más o menos diez metros de la entrada, junto a unas escaleras en espiral, vio un grupo de
hombres que atrajo su atención. Hablaban amigablemente entre sí, perecían normales y
estaban vestidos de manera sencilla, así que resolvió acercarse. Matías sabía lo que buscaba
en a esa fiesta de locos. Necesitaba mostrarse independiente y fuerte; tenía que demostrarle
a Camila que no la necesitaba, debía actuar como un genio para que ella se sintiera atraída
de nuevo por él.

Matías quiso mezclarse con ellos. Prestó algo de atención a la conversación mientras su
mirada daba una vuelta nerviosa por el salón, intentando ubicar el lugar en donde se
almacenaba el licor. El hombre que tenía la palabra era negro y canoso:
-el camino a la felicidad, no está en los deseos – dijo, y apenas terminó la frase tomó un
sorbo de un vaso desechable. Con una mirada cordial pareció invitar a Matías a la
conversación, pero este permaneció donde estaba.

Otro tipo, muy peludo, contestó al comentario:

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- Eso han dicho muchas grandes personalidades sobre el deseo, pero en realidad
contradicen lo que cree la mayoría de la gente, o por lo menos va en contra del estilo de
vida de la mayoría de la gente. Yo creo que la felicidad consiste precisamente en llegar a
satisfacer nuestros deseos…no nos engañemos: todos sabemos que cumplir deseos genera,
en efecto, un grado importante de felicidad-

El negro se quedó mirándolo.

-Lo que pasa es que no es fácil cumplir tantos deseos que se tienen. Se reproducen como
gazapos los malditos. Y por eso aparece la infelicidad, porque los deseos cumplidos no
alcanzan para compensar toda la frustración de los que no se pudieron cumplir. Por eso
apoyo las filosofías que van en contra del deseo; porque los pendencieros deseos siempre
están armándome un problema en la cabeza-

- Usted ha dicho, si entendí bien, que la felicidad es la satisfacción de lo deseos, y que sin
embargo apoya filosofías que están en contra de ellos, porque le parece que los deseos son
difíciles de cumplir ¿Es cierto esto?- .

-Sí, la aniquilación del deseo es una suerte de resignación a mi modo de ver. Una
resignación que en últimas parece ser lo más conveniente, pero no es una iluminación ni
mucho menos, es solo el menor de los males…La gran resignación del budismo, solo nos
aleja de las frustraciones del placer incompleto.-

En el fondo de la sala había un solar donde se reunían los fumadores. En los parlantes
sonaba Amy Winehouse. Matías se distrajo con una mujer de pelo ondulado que bailaba en
una falda larga y vaporosa, y no se dio cuenta cuando de algún lado apareció un hombre
gordo y atacó a los tipos que estaban con él.

El tipo estaba enfurecido, saltó sobre el hombre negro y empezó a empujarlo y a gritarle.

-La aniquilación del deseo es consecuencia de la desaparición del Yo, decía, no es


resignación idiota…Una vez que el Yo ha desparecido, usted está en contacto con todo el
resto del universo y ha alcanzado un éxtasis místico ¿le parece eso resignarse?-

El genio negro intentó calmarlo.

–Tranquilo, Siddhartha, tranquilo-. Pero el gordo continuó.

- Al aniquilar el Yo, y por ende el deseo, se adquiere una percepción absoluta; un estado
mental que usted se ha resignado a no observar por imbécil, por estar pendiente de
resignarse a no cumplir unos deseos que ni siquiera entiende…Hay que tener la disciplina
de mirarse a sí mismo y no sólo discutir como orates en una fiesta. …A veces los veo
hablando así, como si supieran mucho y no lo puedo resistir… ¡no saben nada importante!
sólo tienen palabras huecas metidas en la cabeza… ¡Pelmazos!-

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Buda todavía estaba rojo de indignación. Todos los que lo rodeaban asentían cada vez que
hablaba, como si estuvieran de acuerdo, pero realmente no se podía determinar si era en
verdad por los argumentos expuestos o por su colosal tamaño.

Cuando el enfurecido maestro notó que era el centro de atención, pareció avergonzado.
Gritó con su voz enardecida todavía: – Yo soy un hombre pacífico, les pido disculpas por
esto, pero si hay algo que no tolero en la vida es que hablen en contra del total desapego del
Yo.-

Internamente Matías esperaba que el buda arremetiera contra alguno de sus colegas y que
empezaran a volar sillas y botellas por los aires, como en las buenas fiestas del colegio. Ya
se había ubicado estratégicamente frente a una columna para cubrir su espalda, pero muy
pronto, cuando los enemigos de la iluminación parecieron haber llegado a un acuerdo con
el buda, todos los demás contertulios empezaron a calmarse también y las pasiones de la
conversación se atenuaron poco a poco, hasta desaparecer.

Matías se sentó decepcionado en una de las sillas que quedaron libres frente al buda furioso
y pudo darle por primera vez una mirada detallada a la cara del demente. Cuando dejó de
fijarse en su ropa, notó la nariz chata, las cejas gruesas y los labios flacos y rectos. El buda
era idéntico a uno de sus ex compañeros de colegio y Matías se acercó a él, con prudencia,
para que no lo agrediera.

A menos de un metro de distancia pudo confirmar sus sospechas y no tuvo más dudas de
que fuera era él.

-Borja, ¿cómo está güevón? ¿Gordo, se acuerda de mí, marica?... Soy Matías Roldán.-

El buda se quedó mirándolo y Matías seguía hablando -Borja, salúdeme, ¿cómo ha estado?,
¿ha perdido peso no?-

Pero el buda permaneció impasible.

-Yo no soy tal-, le dijo después de una larga pausa.

- Borja güevón, no joda, reconózcalo ya-

-Pero qué quiere que reconozca. Yo soy buda, solo buda. No espere de mí otra
respuesta pues es imposible. Si me hubiese preguntado si yo era buda, cuando era
Borja, le hubiera dicho que no, ¿cierto? ¿Entonces qué espera?.. Entiéndalo de una
vez señor…no soy ese tal Borja.

-No sea insensato, ya confesó que sí era Borja –

-Soy insensato, pero no miento y el insensato que reconoce su insensatez es un


sabio. Pero un insensato que se cree sabio es, en verdad, un insensato*… -

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Matías se volteó verdaderamente repelido. No quería conversaciones con un obeso
antipático. Estaba ansioso. Solo quería tomarse un buen trago y concentrarse en aparentar
algo que no era para impresionar una mujer. Pero la negativa de Borja a reconocer que él
era él lo puso nervioso. Por un instante le pareció que ellos no estaban representando un
papel. Por un momento le pareció que detrás de esas máscaras no había una persona real y,
que en verdad no había nada más allá, solo las máscaras.

Cada vez estaba más ansioso. La paradoja de no tener alcohol y estar en una fiesta al mismo
tiempo. Se sentía extraño. Caminaba de un lado a otro buscando a Camila y la presencia de
cada una de las personas en la fiesta le incomodaba. Siempre que su mirada se encontraba
con otra, lo que hacía era pedir indicaciones para ir al baño, pues pensaba que de esa forma
no iba a parecer un loco que caminaba sinsentido, y que así podría buscar a su amante sin
verse como el rechazado de la fiesta.
En las habitaciones había gente besándose, fumando, bebiendo, experimentando con
drogas. Esto debía parecerle familiar y debió generarle confort, pero la verdad es que
Matías nunca fue un gran metedor. Para él las drogas eran una prueba más del
sometimiento de todos a la realidad. La única que en verdad le gustó fue la marihuana,
porque no comprometía su percepción de la realidad objetiva (Tampoco le disgustaban las
anfetaminas, la cocaína, el éxtasis y el Popper, pero nunca fue un aficionado a las drogas).
Prefería quedarse con el whisky. De hecho le parecía que el alcohol debía ser prescrito
como droga psiquiátrica en muchos casos. Casos como el de Simón, por ejemplo, cuando
era tan tímido o como el de Paola Pinzón cuando no se lo daba a nadie. No tenía duda de
que habría respetado a sus psiquiatras si en vez de los poderosos e inútiles antipsicóticos
que le suministraron, le hubieran prescrito 600 ml de whisky cada seis horas. De hecho,
Matías sentía que podía hacer alarde de no haber consumido sus medicamentos desde que
entró al teatro y aun así no haber registrado ninguna crisis mayor…

Los parlantes de la fiesta retumbaban con una canción de Led Zeppelín. Era tarde ya.
Matías le pedía indicaciones a una mujer para ir al baño cuando a su lado pasó un hombre
que capturó toda su atención. Era un hombre bajito y de barba espesa y Matías, sin saber
por qué, tuvo la seguridad de que ese hombre era Jesucristo. La sola mirada del tipo
barbado transmitía una energía extraordinaria. Como si cada una de las células de su cuerpo
se cargaran con verlo.

Los dos estuvieron mirándose un momento en silencio. -"Bienaventurados los


misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia. Te amo con todo el amor de mi
padre celestial" - le dijo el tipo después, pero Matías ya no estaba prestando atención.

-¿Sabe dónde es el baño, señor?-

Jesucristo pareció afectado por la pregunta. Sus ojos perdieron brillo repentinamente, pero
disimuló su decepción y le indicó dónde encontrarlo. El joven Roldán no compartió ni una
palabra más con este nuevo personaje, dio las gracias y siguió su camino camuflándose

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entre los genios. Aunque no tenía muchas ganas, orinaría en el baño que le recomendó el
mesías.

Eran las 2 de la mañana. La fiesta iba entrando en su fase decadente. Cada vez más gente se
sentaba en las sillas rendida por el efecto depresivo del alcohol, y la música había pasado
de Jazz y rock, a rancheras y vallenatos nostálgicos. Matías vio en un espacio libre en un
sofá grande de cuero y se sentó. Se quedó un rato con el whisky en la mano. Escuchó dos o
tres canciones y después se tomó el trago que quedaba de un sorbo y se paró para buscar a
Camila.

Después de varios tragos notó que se movía con más comodidad en la fiesta y una idea se
cruzó por su cabeza: “si hago parte del teatro ¿será acaso que soy un genio?” pero la
maravillosa sensación de tal vez ser un genio incomprendido se terminó cuando atravesó
una de las habitaciones del segundo piso.

En la habitación principal de la casa vio algo que le desmoronó el alma por completo:
Matías se echó para atrás por reflejo y se escondió detrás del borde de la puerta. Un instante
después de estar escondido y con la sangre helada por el impacto, se desató en su interior
toda la fuerza del infierno: Camila estaba besando y acariciando a Kafka.

Si le hubieran dado el poder de incendiar el mundo en ese momento lo hubiera hecho sin
hesitar. Con su propia muerte no hubiera bastado. Quería ver a todos ardiendo por causa de
su dolor. Por primera vez en su vida sintió la pasión de los celos, sintió cómo la
humillación y el odio arrasaron con todo al interior de la mente: el infinito, la justicia, el
hambre; todo, hasta el instinto de supervivencia fue desplazado y quedó sólo una imagen en
la mente.

(37)

En el teatro aprendió que sin importar cuál sea su rol, el cerebro de un hombre maneja una
serie de opciones estándar para lidiar con esas situaciones. La primera de ellas consiste en
abalanzarse sobre el enemigo, en este caso Kafka, y propinarle un par de puñetazos. En este
caso no importa realmente si se gana o se pierde la pelea, sino dejar en claro que se está
dispuesto a golpear a alguien por atreverse a demostrar que no somos suficientes para la
mujer que nos gusta. La segunda, más digna y neurótica, consiste en esperar a que terminen
el beso y acercarse a la hembra para informarle que a partir de ese momento, está en
libertad de fornicar con quien quiera, pero que desde luego no lo hará más con uno (el
ofendido). En este caso se corre el riesgo de que ella crea esto o se aproveche, y continúe
fornicando con cuanto genio se le pase por enfrente, aunque también está la posibilidad de
que ella reaccione y se dé cuenta de que está poniendo en riesgo una relación madura y
sincera. La tercera opción es la de pagarle con la misma moneda. Buscar a cualquier mujer
que esté disponible, entre más linda mayor efecto tendrá, y si es amiga de ella el efecto será
extraordinario. En este caso ella se sentirá ofendida, juzgará a este acto de fornicación
vengativa como premeditado y cruel, mientras que al de ella lo considerara espontáneo,

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natural y si acaso un poco mal visto. De esta manera la relación terminará en crisis por un
tiempo y al cabo de días de disputas verbales supremamente aburridas, los dos aprenderán a
temer la capacidad de ruindad y crueldad de cada uno. Sostendrán pues una relación
armónica de miedos y resentimientos; como la gente normal.

Pero hay una cuarta opción, no obstante: y es emborracharse hasta que el cuerpo decida qué
hacer sin la interferencia de la mente. Preferiblemente esto se hace con un amigo, y la
conversación gira en torno de si la ofensora es una perra o una súper perra. Casi siempre la
cuarta opción conduce a la segunda y la tercera, bien sea por consecuencia natural del
alcohol o por los consejos del amigo, que también tiene las opciones programadas en el
cerebro.

En cuanto a mujeres, Matías resultó con un comportamiento bastante normal: Agarró una
botella de whiskey de una mesa sin saber de quién era y empezó a tomar tragos largos de la
botella. Decidió retirarse a otra sala a reflexionar. Sentía náuseas y el mundo le daba
vueltas. No tenía con quien hablar y no existía en el mundo alguien que lo compadeciera o
que sintiera cualquier cosa al respecto, sólo él.

Después de otro trago tuvo que escupir en el piso para no vomitar. Estuvo con la cabeza
entre las piernas por cinco minutos y después se paró. Matías luchaba por mantener la
compostura. Luchaba, pero no porque tuviera alguna consideración con los genios, sino
porque no se podía humillar. Sencillamente no podía. Sacrificó mucho en la vida para
nunca estar humillado y por eso ahora, tratando de evitar la deshonra, se dejó envolver en
potentes sentimientos de venganza:

“La venganza no tiene un verdadero sentido si aquel de quien se está uno vengando
no sufre, pensaba. La muerte, por ejemplo, no puede considerarse como una
venganza; es muy rápida. Aunque lo libra a uno del problema esencial: -la
existencia de algo que uno odia-, quien verdaderamente quiere vengarse debe
hacerlo mientras el otro está con vida”.

Matías decidió planear una terrible venganza. Le pediría ayuda a su compañero tramoyista
y ex policía si era necesario, pero por nada del mundo se dejaría arrastrar por la tristeza.

Se tambaleó de regreso hasta la habitación donde estaba Camila, la tomó de un brazo y le


dijo al oído:-.Voy a joder a ese hijueputa- luego le pegó una patada a una silla, salió del
cuarto, piso mal y rodó hasta el primer piso por las escaleras.

(38)

Pasó tres días llorando en su habitación. Estaba impresionado porque ahora era sensible y
abierto a sus emociones. De un momento a otro se convirtió en el hombre que siempre
aborreció, un tipo que había perdido a la mujer que amaba con un perfecto imbécil. Y la

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verdad era que, aunque ese perfecto imbécil fuera un genio, Matías se encontraba
recogiendo los pedacitos de su ego destrozado en el piso de su habitación.

“Afortunadamente tengo mi propio cuarto”, pensaba. Eso le facilitaba el encubrimiento de


sus emociones, así escondía su tristeza y los moretones de su caída. Podía evitar al menos el
padecimiento de ser observado.

Matías se despertaba casi siempre en la mitad de la noche, y en pleno apogeo de la


oscuridad, se sacudía aguijoneado por los celos y las contusiones de la caída.

Se sentaba en la sala con un vaso de agua y pensaba en Camila y Kafka. Se ahogaba en


impotencia pues no tenía idea de cómo podría enfrentarse a algo que no existe en realidad.
¿Cómo podría competir por la mujer que amaba contra un genio muerto? Entre sus sueños
escuchaba a Camila hablando con un hombre. Todavía medio inconsciente y con el corazón
a toda máquina, caminaba hasta la habitación de ella y se encontraba con la cama vacía. De
cuando en cuando, durante aquellos momentos de suplicio, le volvía a la memoria una de
las frases del sabio Caldas en el colegio: “el placer es la razón del cuerpo y la razón es el
placer de la mente”. Matías nunca entendió realmente lo que significaba y eso la convirtió
en una frase muy importante para él. No entenderla le permitía recordarla en toda clase de
situaciones diferentes. Y en ese momento, de nuevo, la consideró especialmente pertinente,
porque parecía explicar las desgracias que le estaban sucediendo.

Camila se ha entregado al cuerpo, pensó, Camila parece estar en un estado de felicidad y


autosuficiencia sorprendente. Se comporta con una normalidad apabullante, parece
adaptada al entorno, sin depreciar ya a sus semejantes ni siquiera un poco. Y todo porque
actúa con la razón del cuerpo ¡Caldas tiene razón! Hay que entregarse a uno a otro. Él en
cambio se sentía atrapado en un incómodo lugar que no era del todo el cuerpo ni del todo
mente. Cuando se quejaba y se victimizaba no lo podía hacer como todo el mundo. No lo
disfrutaba, porque sabía que cada idea masoquista que tenía contradecía todo lo que había
sido. Siempre fue un hedonista, todos los lo sabían. Un tipo al que le valía huevo todo, que
duraba días sin ir a clase y se robaba los exámenes del escritorio del profesor ¿Ahora cómo
iba a quejarse de su patético dolor emocional?

Lo peor era que su cuerpo no estaba para nada mejor que su mente. No tenía a Camila al
lado, ni las drogas, ni nada de aquello. Estaba privado de los mayores placeres. Ni la razón
del cuerpo, ni el placer de la mente entonces; y si entendía a Caldas (aunque en el fondo
estaba seguro de no entenderlo) tenía que hacer algo pronto para salir de ese estado de
mediocridad infinita.

Matías reposó su espalda contra el cabecero de la cama, cerró los ojos y entonces se le
ocurrió: tenía que averiguar quién era Kafka, tenía que idear un plan para descubrir su
verdadera identidad. Así podría hacer que lo sacaran del teatro o por lo menos sabría a qué
tipo de hombre se estaba enfrentando. ¿Pero cómo? ¿Cómo desenmascararlo? Lo pensó sin
éxito por un largo rato hasta decidió pedirle ayuda a su compañero tramoyista. Él conocía le
teatro mucho más y podía darle alguna idea…Matías se quedó un buen rato ilusionado con
la idea, pero de pronto, una sensación de ridículo apareció, y solo unos segundos después,
la tristeza bajó como una neblina densa, de la memoria al corazón.

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Volvió a cerrar los ojos e intentó concentrase en determinar cuál era el origen de todo el
sufrimiento…

La sensación para él era muy similar a la de aquellas tardes sin ocupaciones después de la
graduación, cuando se quedaba a solas en su cuarto después del psiquiatra. El silencio
llenaba la habitación y el dejaba que se filtrara en su mente. Poco a poco los sonidos
desocupaban el cuarto y alrededor suyo se creaba vacío que succionaba las palabras de
adentro hacia afuera de su mente. Matías fue víctima de una descompresión explosiva de lo
inconsciente y tuvo que sentarse a escribir, a escribir sin pensar.

Creo que en el fondo de mi ser siempre me he esforzado por encontrar a alguien.


Eso es todo lo que he hecho en mi vida, y sin que la gente se dé cuenta. Me he
entregado a la búsqueda de amor, pero sigo solo. De mi soledad vienen estas ganas
de llorar y no me atrevo nunca a llorar…por el miedo. Sé que si me ven llorar voy a
estar más solo que nunca.

Incluso he fingido ser feliz cuando siento que los demás son felices. Lo he hecho
para que alguien se acerque. Pero ahora me parece que soy incapaz de satisfacer el
deseo de placer de nadie.

Cada debilidad va a ser un adiós, cada momento de displacer me va a acercar más a


la soledad. No puedo amar sin sentirme amado, y no me aman. Por eso siempre
tengo estas ganas de llorar. Uno le entrega su alma a unos cuantos y ellos lo
abandonan por cualquier novedad que se encuentran. Pero, ¿habré hecho lo mismo?
¿Tan culpables somos de nuestra desgracia? ¿Realmente hay alguna diferencia entre
mi sonrisa y la de ellos? ….

Nunca se sabe si como humanos estamos condenados a la soledad, o si la


humanidad nos está condenando a nosotros. Pero lo cierto es que en la humanidad
hay felicidad visible. Uno ve en las calles gente sonriendo, o puede ver en Facebook
a las personas que declaran su felicidad públicamente ¿Por qué no soy un humano
feliz? Temo mucho estar atrapado en esta vida para siempre, perdiéndome de una
infinidad de cosas buenas que nunca podré vivir por la maldita circunstancia de ser
yo, de ser sólo yo… No puedo convencerme, por más que lo intente, de que la
felicidad de los otros es aparente, y eso es lo que más me aterra de todo, que sea mi
culpa. A nada temo más que a haberme equivocado en un mundo donde la felicidad
sí es posible.

En mi infancia me bastaba con la posible existencia del amor para querer existir por
siempre. Yo estaba seguro, sin razón, de que la felicidad existía. ¿Qué pensaría ese
niño si viera estos días en los que no tengo contacto emocional con otros humanos?
Y lo peor es que hay muchos otros también en búsqueda de amor. Lo sé. ¿Pero
quienes? ¿Dónde? Si abrazo a alguien en la calle me rechazará con repulsión. Lo
extraño es que yo también lo haría, con cualquiera que me trate de abrazar. Incluso
si me enterara de que esa persona viene a consolarme la rechazaría con toda mi

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furia. ¡Cómo se atreve a poner en evidencia la infelicidad!.. Como se atreve a
desbordar mi mar de llanto. Creen que con un abrazo me confortan, pero con sus
abrazos solo darán sosiego a los idiotas.

Estoy seguro de que en mi infancia tuve más consciencia e inteligencia de la que


deben tener los niños y por eso me volví como soy. Es cierto que la gente normal,
que no fue híper-consciente en la niñez también depende de los otros, incluso más
que yo, pero ellos no dependen de los sentimientos, sino que dependen de los actos.
A ellos les regalan un chocolate y les dicen que los quieren y se van dando saltitos
el resto del día con una sonrisa imposible de disimular. Si el regalo se lo dieron por
lástima o porque les sobraban chocolates, a ellos los tiene sin cuidado, ni siquiera se
van a dar cuenta...Yo, en cambio, prefiero que me maltraten y nunca me den
chocolates con tal que esa hostilidad sea impulsada porque realmente me aman.

¡Botaría los chocolates entregados por lástima a la basura sin pensarlo! Como los
abrazos. Y no es paranoia o baja autoestima como insinuó un intento de psiquiatra
alguna vez. Sencillamente soy más capaz que la mayoría de la gente de detectar las
emociones y culpo por eso a la inseguridad que me trasmitieron mis padres.

Desde muy joven me convertí en un niño con la consciencia de un adulto. Yo


recuerdo, por ejemplo, el tormento que era para mí la pregunta sobre a quién quería
más. Alguna vez tuve que elegir entre mi papá y mi mamá y aunque quería más a mi
mamá, dije que era mi papá porque me di cuenta de que estaba triste y convencido
de que no sería el elegido. Yo apenas tendría 5 años. ¡Por Dios! Hoy veo que los
niños responden con espontaneidad y sin el más mínimo atisbo de culpa que quieren
más a alguien. Dicen la verdad sin contemplaciones y se vuelven adultos que
mienten sin contemplaciones y que viven felizmente engañados porque no
aprendieron a reconocer las emociones. No aprendieron qué tan horribles son los
demás, y mucho menos qué tan horribles son ellos mismos.

Quizá por todo esto me hice miembro del teatro. Quizá por eso me gustan las
personas que parecen no ocultar sus sentimientos. Quizá por eso me obsesionan la
estupidez y la mentira. Quizá por eso es que envidio con una envidia que nunca
nadie tendrá por la moral, ni por la prisión que son los sentimientos ajenos.
Seguramente por eso no supe nunca cuál era mi papel en la vida, ¡sí! ¡Eso es! Esa es
la causa de todo: Siempre viví confundido porque percibía los sentimientos de las
personas con claridad. Veía los sentimientos y al mismo tiempo veía cómo sus actos
conducían sistemáticamente al dolor. Nunca entendí nada por eso. ¿Y cómo iba a
entenderlo si no sabía si buscar la felicidad o actuar razonablemente?

Viví siempre movido por la ilusión de tener una ilusión.

Lo que pasa es que sólo hasta ahora me siento tan pesado como para colapsar sobre
mí mismo. Nunca me sentí desamparado. Hasta ahora me doy cuenta de toda la
mentira, de todo lo que usaba para protegerme. Ahora sé, por fin, la verdad y ¡ay por
Dios! es asquerosa. Pero tampoco me olvido de los buenos. Quiero agradecer a los
que, por lo menos en algún momento, me hicieron sentir amparado. Hoy han

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desaparecido y no me pueden ayudar, han desaparecido porque quizás la vida
también los desamparó y no tuvieron más amor que para ellos mismos. Pero de ellos
debería ser el mundo y no de los traficantes del dinero y el placer y la belleza.

Seguiré adelante buscando mi lugar en la tierra. Y si sufro, no me importa; y si


fracaso, qué más da. Todos son artificios en esta sociedad de mierda. ¿La verdad
completa acabará con el dolor? No lo sé, no lo sé…lo único que puedo hacer es
vivir o morir. Eso es todo. O desaparecer en vida.

(39)

En el Salón de los Espejos

Se tiró sobre la cama de su cuarto blanco y empezó a llorar. La distracción que le podían
ofrecer las paredes blancas y un par de espejos se agotó demasiado pronto. Media hora
después de estar en pleno uso de conciencia, ya se había cansado de contemplar el infinito
paradójico. Se puso a buscar formas graciosas en las protuberancias de la pared. Por
primera vez en su vida Martín tenía que recurrir a su cabeza para entretenerse. Al
comienzo entraba en una fase de arrepentimiento doloroso. No entendía porque había
entrado al teatro con Camila, en qué momento se dejaron convencer; pero después buscaba
recuerdos y los exprimía con cuidado para no gastarlos muy pronto. Primero repasaba los
paseos familiares, las clases de guitarra con su padre, aquellas noches con Camila, su
primer noviazgo… pero inevitablemente terminaba enredado en los recuerdos borrosos de
la época más feliz de su vida: el último año de colegio.

Entre las memorias se destacaban aquel trío del que nunca pudo alardear, porque una
de ellas era la novia de un amigo, y el asalto a la tienda del colegio que les generó más de
600 mil pesos en ganancias. No había duda de que fueron los años que los condujeron a la
perdición, y el repetía una y otra vez.- Good times, good times -, sobre la cama, mientras su
sonrisa chorreaba sarcasmo.

Podría durar horas perdido. Las imágenes del último año de colegio se proyectaban nítidas
en las paredes blancas. Recordaba los paseos por la ciudad en el carro de su novia (un sauna
de marihuana ambulante, los planes para volar en pedazos la tuberías del colegio con una
bomba de potasio y aquellas tardes de sexo escuchando The Dark Side of the Moon,
regulando el ritmo para alcanzar el orgasmo justo en medio de The Great Gig in the
Sky)…Pero no obstante, cuando estaba más lúcido, cuando no lograba fantasear y se
enfrentaba a su situación, ponía la cabeza contra su almohada y se ponía a pensar en las
cosas que pudo haber hecho para que lo encerraran …La verdad es que no lo sabía, no
estaba en absoluto seguro de haber hecho algo malo. Quizá fue por la tarde que atacó al
policía, quizá encontraron la pistola que escondió en el bar de la rasta… “Pero no tiene
sentido, pensó, si en verdad supieran eso ya estaría en un calabozo de la policía y no en
este cuarto blanco”.

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(40)

Después de días en su cuarto, había encontrado una forma infalible y reconfortante de


superar el desprecio por sí mismo. El asunto consistía en quedarse acostado boca arriba y
recordar todas las porquerías que había visto en la vida y así, lentamente, podía llevar su
mente a un desprecio absoluto por del resto de los seres humanos, mucho más intenso que
el desprecio que se tenía a sí mismo, y eso no lo cambiaba por nada.

¿Acaso cómo puede uno sentirse mal consigo mismo sabiendo lo que es esta sociedad?
Cómo puede uno odiarse si hace parte de una especie que esclaviza niños, tortura por
diversión y deja morir de hambre a quienes no tuvieron la “clase” y la “inteligencia” de
haber nacido en familias bien. En una comunidad de animales cuyo único objetivo es
sentirse mejor que los demás, pero que al tiempo obedece a los que quiere superar. Y lo
más inaudito de todo es que les hacen caso a los que quieren humillar. Les hacen caso
cuando les dicen qué es mejor y qué es peor, o qué es exactamente lo que debemos envidiar
y por qué exactamente debemos sentirnos orgullosos.

En este circo donde se combate la violencia con armas, la pobreza con ignorancia, donde se
destruyen las riquezas para generar dinero. En una sociedad tan asquerosa, fracasar es un
honor; ser loco es cuerdo, ser rico es pobre, ser poderoso es la mayor ruindad a la que se
puede aspirar. Todos los que dejan matar en su nombre y ven morir de hambre en silencio,
todos son peores que unas ratas… ¿Por qué habría de sentirme mal siendo una rata entre
ratas? Al menos soy un individuo aislado, alguien que no ha podido adaptarse a su maldito
juego macabro. Sólo sigo siendo una rata en medio de la comunidad porque le temo a la
soledad. Sé que es así. Si no le temiera tanto a la soledad, viviría solo.

Matías se quedó un buen rato mirando las montañas. La luz del atardecer teñía de naranja
las rocas de los cerros orientales. Por unos minutos los cerros reflejaron la luz del occidente
e iluminaron su cuarto. Abrió la ventana para sentir el viento que acariciaba la copa de los
pinos y los eucaliptos y le traía su perfume…

Si fuera un animal cualquiera, un pájaro o una ardilla saltando de un árbol a otro…. Si


fuera un animal distinto al animal que soy ¿Qué demonios habría de importarme cualquier
cosa? Ninguna de estas tragedias importa sin consciencia ¿O qué pensaría ese pájaro?:

“Nuestra especie está siendo exterminada por unos bípedos arrogantes. Los mares
están siendo saqueados por unos mandriles calvos. La atmósfera es envenenada
cada día por culpa de unos macacos con pulgar oponible. Pero son la especie más
inteligente del mundo ¡los genios de la tierra! Este es su mundo. No hay que
reclamarles nada a ellos. A estos genios hay que hacerles caso…”

Ahora creo que si al menos uno pudiera quedarse tranquilo con su propia estupidez, como
un pájaro, y pudiera volar entre los bosques sin ser molestado, todo esto sería tolerable,
pero no. Al pájaro lo matan, al humano que no hace parte del juego también lo matan o lo
torturan. ¡Ah! entonces no tenemos que soportar sólo nuestra propia estupidez, sino
también la de los otros, la de estos genios de la tierra que a veces parece incluso más

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perversa que la propia…Una estupidez que se impone y rechaza cualquier cosa que no se le
asemeje.

Ojalá al menos, que la estupidez de los otros se nos hiciera tan fácil de soportar como su
desgracia, o que pudiéramos creer que nuestra inanidad va terminar cuando un señor
omnipotente nos reciba en sus brazos. Pero no puedo hacerlo. Soy un optimista metafísico.
La vida y los genios me han enseñado que el poder corrompe y que el poder absoluto
corrompe absolutamente. ¿Cómo, entonces, voy a creer en Dios? Francamente prefiero
pensar que todo el dolor de este mundo es una coincidencia y no que fue planeado con
sevicia”

El timbre del citófono estaba repiqueteando y penetraba en sus oídos como una fresa de
dentista. Matías se resistió a contestar por 10 minutos, pero quien fuera que estuviera abajo
no se resignaba. Al fin hizo un esfuerzo y se desprendió de unas sábanas con tres días de
uso que tenía pegadas a la piel. Se levantó y caminó a la cocina. Con cada paso iba
juntando diminutos trozos de mugre que se le pegaban en la planta de los pies, tuvo que
detenerse un momento para sacudirlas. El aparato estaba aullando de nuevo cuando agarró
la bocina y contestó. Una nube debió atravesar el sol en ese momento y el apartamento
quedó cubierto por una sombra acogedora. Matías se sintió alegre de pronto, con una
sensación poderosa -el universo está vivo- pensó, pero las noticias que recibió en el
citófono le amargaron el rato.

Por alguna razón Albert Einstein estaba en la portería de su casa. Seguramente Camila lo
había llamado para algo de modo que Matías se acomodó su pelo grasoso y se dispuso a
atenderlo. “Cuando me vaya de este teatro, nadie me va a creer las cosas que me pasan,
pensó mientras se acercaba a la puerta, es casi seguro que mi mamá me va a enviar de
inmediato a la Monserrat.” Antes de que alcanzara a golpear, Matías sintió los pasos lentos
y pesados de su visitante y abrió.

-Buenas tardes-

-Buenas tardes-, respondió Einstein.

-En qué lo puedo ayudar-

- ¿Camila no le avisó de mi visita, joven?- Einstein parecía sorprendido - Ella me invitó a


tomar onces ayer…Qué vergüenza siento ahora, mire, usted se encuentra en pijama-

-No, no se preocupe. Siga. Siéntese señor. Yo voy a llamar a Camila para ver dónde está y
ya regreso-

-Perfecto, perfecto - .

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Matías lo dejó sentado y se alejó de la sala maldiciendo en voz baja. Entró al cuarto para
sacar su teléfono celular y se recostó en su cama. Dudó unos segundos con el teléfono en la
mano. Por un lado era una buena excusa para hablar con ella, pero por otro lado la odiaba
con todas las fuerzas de su alma y le producía demasiada ansiedad, así que después de
limpiarse el sudor de las manos y de morderse los labios por cinco minutos, Matías le
escribió un mensaje de texto y se quedó recostado en su cama.

A los 20 minutos Einstein revoloteaba por la sala sin saber qué hacer. Incursionó un par de
veces en el área de las habitaciones, pero sólo vio las puertas cerradas, así que entró al baño
a orinar. Descargó el inodoro tres veces intentando llamar la atención de su pésimo
anfitrión, pero nada. Más o menos 30 minutos después de que Matías se fuera a llamar a
Camila y jamás regresara, Einstein empezó a pelear con la chapa de la entrada. Giró la llave
suavemente, luego la empujó un poco, después empujó la llave y la puerta al tiempo,
después empujó un poco más duro y finalmente lo hizo con todas sus fuerzas y le dio un
par de patadas.

Entre tanto, Matías se había olvidado de todo, se había concentrado de nuevo en despreciar
al mundo. En un principio, cuando empezaron a golpear en la puerta de su habitación,
Matías no salió de su letargo, pero los golpes aumentaban en intensidad y frecuencia…y de
repente lo recordó:

– Mierda, dejé a Einstein afuera-

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(41)

Teoría de la Relatividad General del Alma

Por: Albert Einstein

Señores directores del teatro, genios, aprendices e idiotas del común:

Hay una hendidura en el espacio-tiempo, una curvatura en la existencia. Todo se ve atraído


con una fuerza tremenda al sentimiento.

Cuando estamos sintiendo un odio o un amor intenso nos volvemos inmediatamente


incapaces de sentir otras cosas, porque los sentimientos más poderosos siempre atraen hacia
sí a los más débiles y terminan por consumirlos. Como estrellas a planetas.

Imagine un día cualquiera en su vida, sin que esté dominado por una emoción particular.
Ahora imagine que por alguna razón usted se entera de que alguno de sus más queridos
amigos ha estado hablando mal de usted, nada demasiado grave, quizá que usted le parece
molesto y que sabe menos de lo que habla. Usted seguramente se va llenar de decepción y
de rabia por un buen rato. Su amigo va a estar presente en su mente y su cuerpo va a estar
determinado por el sentimiento. Ahora imagine que se entera de esto, pero con la diferencia
de que ese mismo día, unas horas antes ha muerto su hermano… ¿Lo ven? El sentimiento
hacia su amigo ingrato ha desaparecido por completo.

Lo que ha sucedido es que el sentimiento mayor ha devorado al pequeño. Tal como


sucedería en el universo. Eso es la gravedad emocional. Por eso es que el enamorado anda
sonriendo y viendo a la vida como algo simple, porque él acumula cada alegría en un
montoncito que lleva el nombre de su amada. Y por eso, el despechado mira su sentimiento
como si fuera algo insuperable, porque todo lo que siente se lo atribuye a ella y alimenta el
sentimiento sin saberlo y sin quererlo, pues ese sentimiento atrae hacia sí a todos los demás
hasta casi hacerse con el monopolio del espíritu.

Pero no se trata de un proceso consciente; no es algo que se aprenda a hacer. Es la


característica del comportamiento natural de los sentimientos. Es la mecánica misma del
alma.

Las almas ejercen entre sí una poderosa atracción. El grupo de sentimientos que habita mi
cuerpo se siente atraído por el de algún otro y eso, queridos espectadores, es lo que muchas
veces conocemos como amor. Pareciera ser una tendencia del universo que todas las almas
individuales terminen reunidas en una sola. De esto es de lo que han hablado todas las
religiones de la historia y esta es la razón de ser de lo místico.

Pero no sabemos todavía si las circunstancias del universo van a permitir que esta unión
ocurra algún día, o si por el contrario las almas se van a separar hasta que el universo
alcance un punto de infinito frío y soledad. Porque las almas para atraerse, tienen que estar
lo suficientemente cerca o ser lo suficientemente poderosas. La mayoría de las nuestras son

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débiles y volátiles, por eso en la interacción con otros hay que tener mucho cuidado, pues
podemos incinerar parte del alma en la relación de fuerzas, podemos salir despedidos por el
poder de otra alma; o podemos interactuar en hermosa y aparente armonía, como la tierra y
la luna.

Por eso los humanos deberíamos estudiar el alma, para alcanzar la armonía…

Pero les pido a los obsesivos morales que no intenten buscar a la luz de esta teoría algún
indicio de las razones de la existencia del bien y el mal. No se pregunten si los sentimientos
de maldad son más fuertes; no recreen el mito religioso, no pretendan ser profetas
modernos del apocalipsis, porque el alma como tal no distingue entre el bien y el mal.

El alma es la reunión de todos los sentimientos del universo y está presente en todos lados.
En el alma todo puede percibirse porque se transporta independiente del espacio-tiempo.

Les aseguro que en mí hay alma de Platón, de Plutón y del Big Bang… al mismo tiempo y
en el mismo espacio.

¿Acaso no han sentido en algún momento que ya habían vivido ese momento? ¿No les han
hablado de lugares y personas, y los han sentido como suyos? ¿No han visto un
desconocido y sentido una conexión extraña? ¿No les han dado ganas repentinas llorar?
Pues en todos esos momentos en que sus sentimientos no se corresponden con la realidad,
está la prueba de los movimientos del alma universal.

Por supuesto quedan preguntas sin resolver:

¿Cómo se tiene más alma? ¿Cómo se transporta? ¿Hay decisiones que transportan alma a
otra parte o que atraen alma de otro lugar?

¿Qué soy en relación al alma? ¿Soy un cuerpo con alma? ¿Una parte de espacio y tiempo, y
otra parte eterna e infinita? ¿Una parte donde el sentido y el sinsentido no importan y otra
donde sí?

Pero la implicación verdaderamente relevante de todo esto que he descubierto, es que la


acumulación de sentimientos, la acumulación de alma, curva el espacio tiempo de una
manera antes desconocida. (Aunque estamos acostumbrados a una forma de ver el espacio
tiempo, es decir, como una acumulación de sentimientos o sentimientos potenciales). Las
grandes concentraciones de alma desgarran la textura misma de la existencia y nos
permiten trascender. El alma puede romper las cadenas de tiempo que nos hemos impuesto
y ponernos en contacto con la eternidad.

El tiempo es perpendicular al infinito, compañeros. La materia es un estado de la


información.

Por no entender todo esto desperdiciamos una gran cantidad de vida. Miramos la riqueza de
nuestra existencia hacia atrás o hacia adelante, dependiendo de los sentimientos ya sentidos
y de los que esperamos sentir. Pero no sabemos que cada instante es tremendamente

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complejo. Por favor imagine su vida, el tiempo de su vida como una línea recta. Imagine
que usted está caminando por esa línea y que cada segundo es un paso que usted da. Por lo
general estamos mirando hacia el frente con los ojos en la meta, o puestos en el camino
para no tropezar, y solo ocasionalmente nos damos la vuelta para recordar lo que ya hemos
recorrido. Pero perpendicular a la vida, al tiempo cronológico; se encuentran las flores, las
montañas, el cielo; se encuentra el infinito. Cada instante es absoluto, inmenso, contiene
muchas más cosas de las que podemos percibir, pensar y sentir. Cada momento sobrepasa
nuestras capacidades y aun así, los despreciamos.

Así es señores, el tiempo es perpendicular al infinito, una nueva dimensión que pocos
humanos multidimensionales conocen. Ellos son libres, su espíritu es más grande.
Nosotros, los bidimensionales que aún buscamos la eternidad caminando en línea recta, nos
esforzamos por estudiar, por aprender, por ver más allá; pero el destino es inevitable, el fin
de nuestro campo visual y el lugar más lejano que alcanza a percibir cualquier razón es uno
solo; la muerte. Ese es nuestro límite cuando el alma escasea. Pero ahora conocemos la
nueva posibilidad, debemos acumular alma suficiente para romper los límites de nuestro
propio ser y así trascender el cuerpo, el tiempo y el espacio…

(A los poetas que hay acá les pido me perdonen por haber dicho de forma tan geométrica
que cada instante está envuelto por la eternidad)

Quiero que sepan lo mucho que me alegra compartir esto con ustedes. Al mundo le hacen
falta las mentes abiertas y por eso lo digo sin ruborizarme: existen hombres con más alma
que otros y esos hombres son los genios, no importa si son reconocidos o no. Ahora dejen
de observar el exterior. El error del hombre está en que sabe más de lo que hay fuera que
adentro* así que recuerden esta nueva teoría: Todo, excepto la velocidad de la luz en el
vacío, es relativo a la cantidad de alma…

¡Luchen por su alma sin desfallecer, genios! porque no será fácil en este mundo, después de
todo ya lo saben: Los grandes espíritus han encontrado siempre una violenta oposición de
parte de mentes mediocres*.

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Acto III
La desaparición de un alma.

(42)

Martín no tenía idea de dónde estaba. Despertó con los ojos cerrados. Sus músculos
sedados por las drogas no respondían a las órdenes del cerebro. La luz de afuera teñía de
rojo la delgada carne que cubría sus ojos, en donde se mezclaban las últimas imágenes del
delirio onírico y las primeras de la imaginación consciente. “Por lo menos no estoy ciego”,
pensó, mientras los primeros capilares de luz y tornados de arco iris se proyectaron sobre la
pantalla de sus párpados. Intentó sacudirse y despertarse del todo, pero sus ojos seguían sin
responder. El silencio ocultaba tanto como sus párpados cerrados y la idea de que hubiera
gente observándolo, lo aterró. En cualquier caso, no podía hacer mucho en el estado en que
estaba y no le quedó más remedio que prestarle atención a su olfato. Empezó a husmear
como un sabueso, tratando de encontrar algún rastro de cualquier cosa, pero por su nariz
penetraban partículas inertes que no decían nada excepto que no eran las mismas de
siempre. No había rastros de humo de marihuana o cigarrillo, ni del polvo que desprendía la
alfombra sucia de su cuarto…

“¿Habré desaparecido, maldición? ¿Habré desaparecido?”.

Martín permaneció quieto mientras la idea iba ganando fuerza e infectaba todos sus
pensamientos. Esperaba encontrar una respuesta detrás de la oscuridad, pero nada pasaba.
Entonces decidió hacer ejercicios con su respiración para controlar los nervios, como le
enseñó Camila. Tomaba aire y lo guardaba todo lo que podía en sus pulmones.
Aprovechaba ese silencio de no respirar para intentar distinguir algún sonido que delatara la
realidad, y luego lo soltaba despacio. En ningún momento escuchó nada, así que volvió a
inhalar. Esta vez lo hizo con más fuerza que antes, como preparándose. Contuvo el aire, se
concentró un momento en el palpitar enloquecido de su corazón y pudo abrir los ojos.
Alrededor todo era blanco. Las paredes, el techo, el piso, la cama, y los espejos.

No había nada que le fuera útil para saber qué le pasaba y lo único que pudo hacer fue
quedarse acostado con los ojos abiertos de par en par. Tenía la mente aturdida, se sentía
mareado y con náuseas, y hacía un gran esfuerzo por concentrase y ordenar sus
pensamientos: “calma, se decía, estoy acostado sobre un colchón grueso, el techo y las
paredes son blancas, los espejos en las paredes se vuelven blancos y no hay ningún otro
objeto en el cuarto. Calma, calma. Tengo que averiguar qué está pasando”

Paso un rato sin que Martín moviera un músculo, pero de un momento a otro se iluminó su
mirada, clavo sus dedos en la espuma del colchón y con la voz temblando de excitación
exclamó. “Bendito Dios, tal vez no desaparecí, tal vez estoy preso en un hospital
psiquiátrico”.

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Estar preso era mucho mejor que haber desaparecido, pues ya en seis ocasiones había
despertado en hospitales psiquiátricos por crímenes e incidentes relacionados con el alcohol
y las drogas. Una vez fue por hacer una fogata en el cuarto de los padres de Pombo, otras
dos por sobredosis de Ribotril, otra por un ataque de pánico en un taxi y las otras no las
recordaba. Lo cierto es que sabía muy bien cómo era estar preso, pero nunca en cambio,
había desaparecido; esa hubiera sido la primera vez.

Su mente aturdida luchaba ahora por armar los recuerdos de la noche anterior. De vez en
cuando una imagen renacía en su cabeza y se aferraba a ella, buscando que esa imagen
solitaria lo llevara a alguna otra, hasta que consiguiera tener suficiente información en su
cabeza como para poder armar el rompecabezas. Por lo pronto recordaba que unos tipos lo
habían sacado de su casa. Eso era todo lo que tenía: Unos tipos de blanco arrastrándolo
afuera del cuarto. Estaba seguro, eso sí, de que todo sucedió bajo el efecto de las drogas,
pero no podía recordar si las drogas se las dieron los agresores o si él había estado
consumiéndolas por diversión. En todo caso, lo importante era que no tenía idea de dónde
estaba ni por qué. Pidió ayuda un par de veces con el poco aire que podían sacar sus
pulmones adormilados y después se quedó en silencio sobre su colchón.

Al fin llegó desde afuera de su salón blanco un indicio de la realidad objetiva. Al otro lado
de la pared escuchó una voz, no era una voz cualquiera, parecía las voz de Matías, y estaba
llamando a Simón Olarte. – ¿Disculpe está ahí Simón Olarte? -, gritaba la voz ¿está ahí
Simón Olarte? … Martín supuso que por alguna razón, Matías y Simón estaban en la sala
de espera del hospital psiquiátrico; pero aún estaba tan atontado por las drogas que cuando
intentó levantarse su cuerpo siguió inmóvil en la cama.

Pasaron un par de horas hasta que por fin recuperó parte de sus fuerzas y se levantó.
Golpeó la puerta y se dio cuenta de que era delgada, como una especie de balso que se
podría partir con una patada; y aunque se emocionó porque podría escapar, al mismo
tiempo se llenó de miedo porque supo que no estaba en un calabozo ni en un hospital
psiquiátrico.

- Estos fucking genios del demonio, quién sabe qué me hacen si la rompo -

Martín gritó a través de la puerta por casi una hora, y aunque las personas que pasaban
frente a ella parecían inconmovibles, no quería rendirse, no se daría por vencido, porque
estaba seguro de haber escuchado la voz de Simón Olarte en el cuarto de al lado.

-Sáquenme malditos ¿Por qué me tienen aquí? Martín le pegó palmadas a la puerta hasta
quedar agotado.

Pasó casi una hora y se dio cuenta de que los gritos desesperados no consiguieron llamar
la atención de nadie. El comportamiento de las personas que vivían afuera de su cuarto era
el mismo con sus gritos o sin ellos… expresar su sufrimiento no iba a atraer a un salvador,
porque para los que estaban afuera, el dolor no llamaba la atención, el desprecio por el
sufrimiento humano era, sencillamente, normal.

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(43)

Federico Caldas se quitó el antifaz apenas entró a la oficina. Enfrente de él estaban sentados
los demás directivos del teatro. Puso el antifaz sobre un escritorio de madera viejo, abrió
uno de los cajones con una llave diminuta y sacó de allí una carpeta con cientos de hojas
rosadas. Mientras el director revisaba los papeles, los demás dejaban que su mirada flotara
por el salón. La oficina de dirección estaba montada en uno de los cuartos de la casa, por
eso el archivo era un closet y por eso el baño tenía ducha y bidé. Sobre las paredes
colgaban cuadros de Chagall, Monet, Rubens, Gauguin, una foto de Fernando Pessoa y una
serie de frases escritas en marcador; y detrás de una cortina pesada y llena de polvo, se
escuchaba el tráfico de la calle 22.

Caldas miraba los informes sobre el papel de los nuevos miembros. Pasó cerca de diez
hojas humedeciendo de vez en cuando sus dedos hasta que se detuvo en una.

“A veces lo ridículo es la mejor forma para confrontarnos, pero a veces es la oscuridad”,


dijo.

(44)

Martín se negaba a aceptar su propia desaparición. Merodeaba con cuidado en su memoria


para encontrar algo a qué aferrarse, pero su soledad, condensada en los espejos y las
paredes blancas, le quitaba aire a todos los recuerdos. El castigo infligido por los genios era
implacable. No se tomaban el trabajo de torturarlo ellos mismos, sino que lo atormentaban
con silencio y con paredes blancas. Con vacío exterior hacían que se torturara a sí mismo; y
eso era lo más monstruoso; que con eso bastaba, era suficiente con que estuviera expuesto a
sí mismo para sufrir.

En su búsqueda de entretenimiento Martín desembocaba en el Rió de la Plata. Un


adolescente recién llegado a las calles de San Telmo, en Buenos Aires, caminaba con toda
la naturalidad que podía, aparentando que su soledad era pasajera y que en cualquier
momento se encontraría con alguien en un café o que al volver a su hotel alguien lo estaría
esperando. Para lograrlo mantenía la cabeza siempre en alto y caminaba rápido, como si
fuera a alguna parte. Todas las mañanas ensayaba la mirada y la forma de caminar en el
espejo de su habitación: debía demostrar orgullo, pero medido, para no parecerle odioso a
los nativos y para no hacer evidente a nadie el nuevo abandono que traía a cuestas. Es
impresionante ver con qué facilidad se hace uno extraño y medio loco cuando no se tiene a
nadie al lado para comentarle que se siente extraño y medio loco, cómo la soledad pierde su
gracia cuando no se tiene con quien comentarla.

Martín estaba acostumbrado a ser querido, y a tener siempre alguien cerca, alguien que le
diera sentido a todo eso que pasaba cuando estaba solo. Por eso se tardó días antes de darse
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cuenta de que todos los espacios que lo rodeaban, en los que se notaban ausentes los rostros
que normalmente le producían sosiego, no sólo se prolongaban de forma insuperable, sino
que también eran reales.

El agua del río, con su olor a sal y gasolina, era un escenario elaborado para los recuerdos
de personas con las que había vivido, en otros sitios lejanos y mucho más creíbles que ese
en el que estaba. La música no terminaba de atravesar los oídos y el sol no lograba
sacudirse del todo de unas nubecitas que se le pegaban como sanguijuelas.

La segunda noche de su exilio se quedó un rato frente al río. El golpe de las olas abajo de
sus pies y las estrellas que titilaban en el río tenían una belleza que parecían exclusiva de
aquel instante…pero aun así, Martín fue a comer a Mc Donald´s, porque era el único sitio
donde no se sentía como un niño que se había perdido de sus padres.

A la tercera noche de su exilio ocurrió aquello que le cambio la vida. Aquello que lo
condujo al teatro. Sucedió cuando por fin se decidió a llamar a su casa para informarle a su
familia que había llegado bien, pues entonces se enteró de que su padrastro lo había
traicionado. El plan de Martín para robarse la plata de la universidad que su madre le
enviaba de Colombia, había colapsado. Ya no podría pasar las semanas siguientes
vacacionando por Argentina, y todo por la infamia de ese viejo maldito. El desgraciado la
convenció de que le dieran una lección de vida. Quizá sospechó de su plan y quiso
vengarse, quizá resentía su alcoholismo o buscaba quedarse con la plata de su madre, era
difícil saberlo; quizá lo hizo por simple maldad. El caso es que para que no siguiera
bebiéndose el sudor de la frente de sus padres, abuelos, y bisabuelos, le iban a retirar el
apoyo económico.

¡Pero era inaudito que le hicieran eso! Un padre nunca debería retirarle el apoyo económico
a los hijos, debería estar obligado por ley a mantenerlos de por vida y a asumir su
responsabilidad por traerlos a este mundo. ¡Nadie pidió que lo trajeran! ¿Por qué razón
entonces debemos trabajar como esclavos toda la vida? ¿Acaso alguien pidió nacer en un
mundo donde sin dinero no se puede tomar ni siquiera un mate? ¿Por qué entonces nos toca
trabajar? Hace muchos años ya que inventaron los métodos anticonceptivos, así que ya no
es culpa de los instintos. Ahora el que tenga un hijo debe estar obligado por ley a
mantenerlo; que trabaje como una mula toda su vida para sostener al vago insolente que
tiene en su casa. Ese es su problema por traerlo acá. “¿O acaso qué esperan de nosotros?,
pensaba Martín. Ni siquiera el suicidio es una opción para los inconformes que ya hemos
nacido. Desde el momento mismo en que se adquiere conciencia, la muerte se vuelve
dolorosa. Los padres nos han privado para siempre del placer de nunca haber existido y
aparte de eso, no nos quieren mantener.”

Al comienzo pensó que se trataba de una simple amenaza. Esperó unos días a que a su
madre se le pasara la rabia y fue hasta el cajero. No había nada. A los quince días, en un
pueblito cerca a Buenos Aires, volvió al cajero automático. No había plata. Volvió a la
semana siguiente y tampoco… Resultó que después de dos meses sin que le contestaran en
su casa, Martín se resignó. –La muy infeliz lo había abandonado-.

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Aún más que antes, las cosas que lo rodeaban se fueron debilitando en sí mismas hasta
parecer una alucinación. Una alucinación cuyo final se insinuaba pero nunca llegaba.
Sueños, pesadillas, lo inconsciente controlaba todo. Los sonidos siguieron siendo tan tenues
como lo fueron unos minutos después de bajar del avión. Martín se sentó en la orilla del río
y su mirada se perdió en el límite de una noche nublada. Distante en el horizonte no podía
distinguirse el final del agua del comienzo del cielo. Esa masa oscura en la que muchas
cosas parecen la misma, se parecía mucho a su futuro. Pero Martín no lo pensó, porque
todavía no había aprendido a pensar de esa forma. Él miró el río, o miró el cielo; alrededor
suyo escuchaba parejas caminando en silencio, grupos de gente riendo y tomando
cerveza…

En ese momento Martín tuvo una epifanía:

“Casi cualquier fracaso en la vida está relacionado con no agradarle lo suficiente a


las personas. Por eso no tengo dinero, por no agradarle a mi maldito padrastro lo
suficiente. Por eso estoy solo y pobre, porque nadie está dispuesto a pagar a cambio
de mi afecto. La mayoría de las desgracias sociales suceden porque uno le cae gordo
a la gente, así de básica es la cosa.”

Por fin entendió lo que quería hacer con su vida. Tomó la decisión de que él, Martín Rivera,
se convertiría en la persona más querida y adorable del mundo, y estuvo seguro de que su
objetivo en la vida desde esa noche en adelante, sería ser amado y admirado.

A la mañana siguiente empezó a buscarlo. Experimentó tres días de tremenda soledad,


después de los cuales se convirtió en el mejor amigo de todo el barrio. Formó una banda
con dos ingleses y un brasilero, y empezaron a tocar en plaza Dorrego en las noches por
“un par de mangos”. Pronto La salsera blues, que en realidad tocaba jazz, fue pedida en
varios bares de la ciudad, pero como era una banda talentosa y sobre todo original, también
era muy mal pagada y Martín debió trasladarse a un hostal barato. Allí compartía el cuarto
con mochileros que estaban de paso, pero esta incomodidad le dio a Martín la oportunidad
de conocer gente de todo el mundo.

No tenía dinero, pero los mochileros le regalaban cosas que les estorbaban en su camino y
la comida que les había sobrado. El horror de ser traicionado se eclipsó porque cada día
había personas nuevas que lo podrían admirar. Martín empezó a actuar, empezó a llamar la
atención. Leía en internet estrategias para conseguir mujeres y devoró libros de psicología
hasta que se convirtió en un maestro tal de la manipulación, que logró tener sexo con las
dos brasileras que vivían en México 389.

Frente al espejo, Martín recordó el culo de la rubia en su cara mientras la trigueña le pasaba
su lengua por el glande y llegó a una conclusión: el hombre feliz es invencible. Después
tomó una bocanada de aire. Poco a poco se fue formando una sonrisa en su rostro. “El
hombre feliz es invencible, el hombre feliz es invencible, el hombre feliz es invencible”, se
decía perdido en su propio reflejo que se repetía hasta el infinito. La sonrisa seguía
avanzando en su cara, ya parecía imparable pues nada podían hacer unas paredes y unos
espejos contra la felicidad, pero fue entonces cuando una nueva idea apareció y lo desarmó

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por completo. “Un momento, se dijo, el hombre feliz es invencible, sí, pero es muy fácil
hacerlo infeliz…mierda”.

Martín volvió a su cama de repente. No quiso seguir recordando. Allí seguían las cuatro
paredes: Su color blanco impecable que lo atormentaba, su existencia despiadada, su
presencia aburrida, insípida, pero casi que infinita; invocaba con fuerza a su nostalgia y sus
anhelos en una lucha por dominar su mente.

De un momento a otro Martín se sintió insatisfecho con todos sus recuerdos; sintió que su
pasado no era suficiente, y por primera vez se encontró con pocas ganas de existir. Dio un
par de vueltas en la cama, desesperado, como un insomne a las tres de la mañana; después
se levantó y escribió con el dedo en el aire: No sé de qué, pero el amor es la ausencia de
algo y el dolor su presencia.

(45)

Parecía que todos los genios de Bogotá se habían reunido ese viernes en el auditorio. Eso
era bueno. No quería que nadie me viera. Ya había iniciado el discurso cuando llegué a la
tribuna y aunque ninguna cerca al pasillo, todavía había algunas sillas vacías por ahí,
Entonces vi que unos tipos se quedaban viendo todo desde la puerta y preferí quedarme con
ellos. Infelizmente se me paró un tipo más alto que yo enfrente, así que cerré los ojos, y me
concentré para oír el cuarto discurso que iba a escuchar en el teatro…

Discurso sobre la soledad (fragmento)

…Después de pasar seis meses en una cueva tengo que decir, queridos genios, que
nos equivocamos con respecto a la soledad.

Cuando estamos rodeados de gente somos ligeros, nuestra vida va fluyendo entre los
gestos y las palabras de los otros, pero cuando estamos solos, cuando estamos
verdaderamente solos, nuestra alma queda a merced de nuestro pensamiento. El Yo
se infla de tanto escucharse a sí mismo y nos deja al borde de la locura…

Sucede que entre más tiempo paso conmigo mismo, más lejos me siento de llegar a
conocerme en realidad. Con esta corta experiencia que simula la soledad verdadera
y absoluta, me basta para comprobar el terrible temor. Ser sí es ser percibido. Cada
vez me parece más posible que el infierno sea la nada, pero conmigo adentro…

Serán siempre bienvenidos los momentos de paz, las pequeñas soledades en las que
podemos re pensar a quienes nos rodean y nos podemos adaptar para cambiar el
reflejo en sus miradas. Pero les digo que vivir una soledad verdadera es lo mismo
que regalarle momentos a la muerte (que nos espera con su macabra eternidad).
Cada soledad es un atentado contra la escasa vida que tenemos.

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El hecho de que no seamos nada, sino la relación que tenemos frente a los demás
objetos, no es en comparación ni un pequeño displacer al lado de tener que utilizar
nuestra memoria para operar los contrastes de los que se compone nuestra
existencia. Muchos se han equivocado creyendo que la soledad es una instancia
superior de auto-conocimiento. Pero no están listos, se equivocan y confunden
cualquier psicosis idiota con la iluminación.

Escuchen esto: La soledad, solo para aquellos que han liberado su alma, solo para
quienes en el silencio sienten el susurro de la eternidad y no para los que llaman
silencio a los alaridos histéricos de su voz interior. ..

Gracias.

Apenas terminó el que estaba a mi lado refunfuño con acento francés “No estoy de acuerdo,
el infierno no es eso que él dice, el infierno son los demás” y la mujer que lo acompañaba le
dijo cállate Jean Paul y se fueron peleando.

Todos los demás se dispersaron también. Los que estaban sentados en las primeras filas
comenzaron a discutir con el orador, pero los murmullos de todo el resto de los asistentes
hacían casi imposible seguir el hilo de la conversación, los que estábamos atrás, iniciamos
un grupo de discusión.

Uno de los tipos altos que habían bloqueado mi visibilidad empezó a hablar:

- No pude ver todo, pero creo que es una especie de ermitaño que vivió algún tiempo
en un sitio oscuro -

- Sí, así es- replicó otro, me parece que es el habitante de la cueva.

- ¿Quién?, pregunté.

- El habitante de la cueva. Es una lástima no haber escuchado todo, porque, no nos


engañemos, la soledad…-, y en ese momento lo interrumpió otra persona.

- De acuerdo. No hay duda de que todos le tememos mucho a la soledad.

Yo me había hecho a un lado. No sabía si era una coincidencia, podía serlo, pero de nuevo
era un mar de nervios.

- Un momento señor, hablaba le tipo alto de nuevo, no hable por mí, yo no le temo.
Me parece que es determinante para conocernos, que es otra cosa. –

- Claro que es determinante para conocernos, pero por eso mismo es que le tememos.

- Pero le he dicho que yo no le temo.


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- Y yo no he dicho que usted le teme, sino que todos le tememos, es diferente.

- En ese momento se dieron cuenta de que yo había puesto atención a toda la


discusión y quisieron conocer mi opinión.

- Quisiéramos conocer su opinión-, me dijeron y yo no sabía qué decir.

- Dios santo, la verdad es que escuché muy poco de la obra, no quisiera…

- Fue un discurso-, dijo uno.

- Bien, sí, del discurso, quise decir. No sabría que opinar.-

- Pues diga algo, cualquier cosa-

- Está bien...a ver, a ver…. me pareció interesante la frase del infierno…de hecho yo
imaginaba posibles infiernos con un amigo para divertirme en el colegio, quizá fue
por eso que me gustó…

- -Diga qué infiernos imaginaba-

– …Mmm, déjeme ver… por ejemplo que el infierno consistía en estar en un cuarto
blanco, y en tener que levantarse cada 10 minutos por un sorbo de agua, así, por toda
la eternidad sin hacer nada más ¿entiende?…en realidad lo hacía por molestar, pero lo
recordé ahora, con eso que él dijo: “el infierno es la nada, pero conmigo adentro.”

El chorro continuo de gente que salía de la tribuna no se detenía. Parecía la salida de una
discoteca en halloween: máscaras, sombreros, exhibicionistas liberados; todo el mundo
salía del auditorio para volver a dispersarse por la ciudad.

- Hay más locos por ahí de lo que yo siempre creí- dije en voz baja y uno de los tipos
me escuchó.

- ¿Qué dijo?-

- Nada, nada, nada,-

Estuve a punto de orinarme en los pantalones cuando creí que había vuelto a involucrarme
en la conversación. Pero para la cuarta o quinta vez que dije “nada”, ellos también se
habían aburrido de mí, así que me alejé para buscar a Camila, antes de que alguno de esos
locos me dijera: – Venga, diga más, ¡diga más!- .

Después de una hora de terminado el discurso todavía no había rastros de Simón ni de


Martín. ¿En dónde se habían metido? A esa altura yo ya no podía saber si alguno de esos
malditos era real, pero sabía que tenía que hacer algo. En alguna parte tendría que encontrar
información sobre quiénes eran en realidad….
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(46)

¿Qué es lo real? ¿Son los espejos acaso, o los rayos de luz? ¿Es real el que mira? ¿Es real
a quien miran? ¿o es real la oscuridad?..

Aún no se acostumbraba al silencio. Cada vez que levantaba la cabeza de la cama para
ejercitarse o cuando iba hasta el baño, se tenía que ver cara a cara con cientos, miles y
millones de personas. Veía gente fea, arrogante, triste, gente insoportable e irritable. Eran
muchos Martínes que lo miraban de todas partes y le hacían intolerable su estancia en el
salón…

–No me jodan hijueputas, les gritaba, no me miren así –

Cuando la luz estaba encendida se sentía incómodo. Se preguntaba qué había detrás de cada
una de esas miradas, qué tan diferentes eran esas miradas reflejadas de las miradas que
había conocido. Qué tan real era él, qué tan real eran ellos, y sentía que su mente se salía de
su cerebro y se dispersaba en los reflejos y no podía hacer nada para evitarlo. Entonces
entendió las palabras de Caldas en el colegio:

“La mente es poderosa, señores, puedo mover el mundo si quiero, puedo cambiar el color
del cielo; puedo hacer que las montañas tiemblen y que el mar se incendie. Todo depende
de mi mente, queridos muchachos, todo, excepto mi mente; mi puta mente la manejan los
demás”.

La noche anterior lo había despertado la voz de Matías: “dónde está, necesito hablar con él.
Exijo que me digan dónde está” después escuchó la voz del director que le decía algo, que
le pedía que se calmara, que negociaba con él…. Martín quedó sentado en la cama. Pero no
escuchó más. ¿Fue real? ¿Hasta dónde llegaba él, hasta dónde el delirio?

Las mismas dudas lo atormentaron por días. Simplemente siguió con su rutina hasta que
una noche, sin pensarlo, se levantó de la cama y le dio una patada a la puerta. El armatoste
de madera vieja se desencajó con el impacto y sólo hubo que dar otro par de golpecitos
alrededor de las bisagras para que se desprendieran las últimas astillas. Cuando terminó de
tumbarla, volvió a poner la puerta en su lugar y se sentó en la cama a esperar. No podía
creer que fuera la misma persona que hacía unos segundos tumbó la puerta. Alguien tan
nervioso, tan pequeño; no podía ser. Era como si uno de sus reflejos hubiera roto la puerta y
él fuera solo el reflejo de esa imagen. Martín sintió que estaba hecho de luz por un instante,
sintió que sus brazos y sus piernas eran chorros de partículas luminosas que golpeaban la
retina de otro Martín de carne y hueso.

Después sacudió la cabeza.

- Que extraña es la naturaleza del tiempo, hace sólo unos segundos era un preso asustado y
ahora ya soy otro preso asustado- Luego volvió a sacudir la cabeza.

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Permanecía en silencio sobre su cama a la espera del momento ideal. Pasaron sólo unos
minutos y sintió los pasos de los guardias por fuera de la celda. En ese momento un
fogonazo de adrenalina se disparó por cada órgano de su cuerpo. Los guardias estaban
revisando la puerta rota a unos centímetros, y justo en ese instante, en que el riesgo era más
grande, fue cuando su deseo de huir se acrecentó. – fucking guardias, les voy a demostrar
quién soy- .

Pasaron otros cuantos segundos. Los guardias no notaron nada extraño y se alejaron. Martín
se quitó la bata blanca, se puso su ropa, y de un momento a otro se encontró caminando en
medio de la oscuridad, en puntas de pie y con los zapatos en la mano para no llamar la
atención de los genios que pudieran estar deambulando.

Pensaba de nuevo en lo extraño del tiempo mientras arrastraba las medias por las baldosas
del segundo piso y hacía un esfuerzo por controlar su respiración. De nuevo estaba
aterrado. Debía ser tarde en la noche porque los ruidos del auditorio rebotaban con fuerza
en las paredes de toda la casa y la llenaban con eco. Risas, cubiertos rayando platos,
trombones, gente follando en rincones y el silbido del viento que se colaba por el techo y
utilizaba a esa casa vieja como un fagot desafinado; eran los sonidos normales del teatro,
que provenían de la zona del escenario, y que por ahora al menos, no representaban ningún
riesgo…

Pero una nueva amenaza había surgido en su mente. De un momento a otro lo asaltó la idea
de que el piso podría desaparecer y Martín se acurrucó aterrado. Con las manos intentaba
palpar el piso unos centímetros adelante de él y se arrastraba despacio. Los músculos
crepitaban por los nervios, pues sabía que en cualquier momento podría caer al vacío. Por
más que contara los pasos, e hiciera memoria, no podía recordar en qué lugar dentro de esa
oscuridad hermética estaban las escaleras. Sólo unos segundos antes de que rodara los 18
escalones, la voz de uno de los genios llamó su atención. La voz que escuchó podía ser
fácilmente la de Simón Olarte, que además hablaba con alguien que sonaba como el sabio
Caldas. Martín se detuvo enfrente de la puerta. Ya no sintió miedo sino una curiosidad
intensa. Quería comprobar que fueran ellos, y si lo eran, entrar a partirles la cara. Martín
posó su oreja contra la puerta que lo separaba de las voces.

- En que va el caso de Matías ¿es verdad que se volvió amante de Camila?

- Sí, eso me dijo Matías cuando me reuní con él.-

- ¿Pero ella no entró con el novio al teatro?-

- Claro. -

- Eso debe ser duro para una persona del común. -

En ese momento Martín alejó su cara de la puerta. La sangre empezó a burbujearle de rabia,
la presión en su cabeza aumentó y le dio un puño al piso de madera. Quería pegarle una
patada a la puerta, pero una voz, algo, un viejo miedo lo urgía a que saliera de allí. Después
de eso hubo un momento de calma.
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Se recostó para contar hasta 10. El viento y los ecos del teatro circularon entre los salones
con su habitual sosiego hasta que la quietud del corredor se estremeció con unos pasos
pesados que se acercaban desde adentro de la habitación. Martín reaccionó demasiado
tarde, recibió en la nariz el golpe seco de la puerta que se abría frente a él, y vio aparecer en
el umbral una figura intimidante

- Quién es… quién es usted-, dijo Caldas que se esforzaba por distinguir quién estaba
tirado en el piso.

Martín quedó atontado por el portazo, pero aprovechó que la luz de la habitación bañaba la
escalera y salió disparado de allí. Las pupilas del director todavía no se habían dilatado lo
suficiente para ver en las penumbras del corredor y cuando intentó seguirlo se cayó por las
escaleras. Martín logró llegar hasta el auditorio y en un rincón oscuro se camufló entre los
personajes que escuchaban un discurso en el salón principal…

(47)

El sabio Caldas regresó a la oficina con un papel higiénico sangrado pegado al labio y se
sentó en la silla del director. En medio de varios hombres de blanco y varios de los
codirectores del teatro y recibió el informe que le traían sobre el caso de Martin Rivera.

- Lo buscamos por toda la casa, pero parece que el tipo se nos escapó- dijo un hombre
vestido de blanco.

- Es casi seguro, agregó otro, Podemos decir Martín Rivera ha salido de la casa con su
salud mental bastante comprometida.

- Por qué ¿Es posible que sepa lo de Camila?… ¿Es posible que se haya enterado? – dijo
Borja

-Puede ser, no sabemos.

- No es eso, dijo Caldas. Es el miedo a desaparecer. Eso es lo fascinante del teatro. Que
todo sea tan obvio, tan burdo y aun así no lo entiendan. Es como la vida, definitivamente
como en la vida. Solo cuando empezamos a sufrir, empezamos a actuar –

-Así es…así es- dijo uno de los tipos de blanco.

Borja se acercó a uno de ellos y lo miró a los ojos.

-¿Entonces creen que debemos hacer algo?-

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- Sí es mejor, no vaya ser que le haga algo a Roldán o a Kafka –

- Caldas ¿y usted qué opina?

- Borja, lo que pasa aquí, es que El pobre no entiende cómo Camila puede ser muchas
cosas a la vez…Es como toda la gente, se fija en el carácter, en el nombre y la
apariencia. Respetan a Buda, Kafka, o al que sea como si fuera una unidad mágica y
esperan cosas imposibles de algo tan patético como la personalidad.

- De acuerdo, de acuerdo,

Borja miraba por la ventana que daba a la calle, Caldas siguió.

- Pobres, no saben que hay miles de universos deambulando por ahí. Ellos creen que lo
entienden, acomodan palabras de tal forma que creen reconocer que hay otras vidas,
otros posibles universos, pero en verdad no saben nada. Reducen el universo con
metáforas para que les quepa en la cabeza y no se molestan en mirar más allá. Para
Martín, él mismo es todo lo que existe, y de esa reducción absurda surgen la maldad de
la venganza y el sufrimiento, del intento de adaptar todo a uno sola cabeza.

- Sí Caldas, ya cálmese, no todo tiene que ser un poema.-.

- Pero esto sí es en serio que lo digo, hombre…Las personas comunes son como niños
frustrados. Rompen las fichas de un rompecabezas solo porque no lo pueden armar. No
entienden los pobrecitos que el problema no está en las fichas, sino en la imagen que
quieren armar…Porque resulta que la vida es un rompecabezas infinito y permite casi
cualquier imagen. Pero ellos sienten que les faltan o le sobran fichas. Entonces sufren,
se frustran, las rompen o las tiran a la basura, todo porque intentan adaptar los
fragmentos de tiempo de los que se compone la vida a alguna de las imágenes que
tienen en su cabeza, y no al revés, como debe hacerse.

Después de terminar, el director miró los demás con cierto orgullo.

-…Hablando de metáforas…, dijo Borja.

- Ya lo sé, ya lo sé… ¿usted qué piensa Olarte?

Simón estaba sentado a su lado con un cigarrillo. Simón no había puesto mucha atención a
lo que decía el director pero habló en todo caso.

-Me gusta lo que dice. Quisiera profundizar en ello, quizá con un nuevo papel, dijo.

- Veremos más adelante, todavía tiene que recuperarse del anterior.-

- Bueno, entonces qué vamos a hacer-, irrumpió de nuevo la voz de Borja.

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- No podemos arriesgarnos a que vaya a la policía-

- Estoy de acuerdo con Olarte ¿Entonces vamos por él?-

- Es necesario, director. Me da miedo que haga alguna estupidez y terminemos todos en


la cárcel-

- Muy bien, entonces está decidido-

- Sí.-

- Sí-

- Sí -

- Claro. Es más arriesgado dejarlo en la calle que traerlo a la fuerza. Tarde o temprano
entenderá que lo que él cree que es, es solo una parte de lo que somos todos -

(48)

Cerca de las 4 de la mañana Martín se pegó a un grupo grande de gente que se dirigía a la
salida. El fugitivo tembló de miedo con cada paso que daba hacia la puerta ¿Y si me están
esperando? ¿Y si Matías sigue parado en la puerta? ¿Y si me está buscando? Media mitad
de su alma quería llegar a la puerta y la otra trataba de regresar a su cuarto. Con cada paso
se le fracturaba un poco la voluntad, como un trozo de vidrio que se va agrietando bajo la
presión y no puede saberse en qué momento exacto va a estallar en pedazos.

Al fin pudo atravesar la puerta y pasar inadvertido para la señora que cuidaba. Martín notó
que era la misma mujer que le abrió la puerta el día que llegó al teatro por primera vez. Era
una mujer canosa de unos 60 años, que se dejó engañar por las apariencias y le permitió
salir de la casa como si fuera un novato más. Martín se despidió de ellos en la esquina del
auditorio, alcanzó a sentir algo de compasión por sus miradas ingenuas, por sus ilusiones,
por todo lo que esperaban del teatro… y de repente se encontró solo en la esquina de la
calle 19 con 7 donde por primera vez fue consciente de que había escapado.

Antes que nada, antes que decidir a dónde iba a ir, se tomó unos segundos para contemplar
el paisaje. Estaba maravillado por todos los colores que no eran Blanco. Buses verdes y
rojos; vendedores ambulantes con revistas violeta, fucsia, ocre, verde olivo; y Frunas de
color, naranja, rosado…todo llenaba su cabeza de cosas que, en apariencia por lo menos, no
eran él mismo, que no eran los recuerdos con los que había convivido por obligación

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durante noches eternas, versiones falsas de su ser… Arrancó a correr y la gente lo miraba,
pero él corrió y corrió en la dirección opuesta a la que tomaron los novatos y siguió así
hasta que el cuerpo no le dio más.

Quedó rendido en el piso y se dio cuenta de que estaba a una distancia considerable del
teatro, entonces se dibujó en su cara una sonrisa contracturada y encendió un cigarrillo.

Martín caminó por las calles bogotanas y gastó en trago lo poco que tenía en el bolsillo.
Cada segundo su cerebro se alimentaba de las miradas y los comentarios de las personas.
Era como si fuera un Lego, el Lego de Martín Rivera, y con cada mirada que le daban los
transeúntes colocaran a su antojo un bloquecito sobre su figura. Así se fue reconstruyendo
con cada mirada, como si a pedazos volviera a existir, hasta que tuvo lista una nueva
percepción de sí mismo…

-Mierda, parece que soy indigente -, dijo en voz alta

Se sentó en una esquina, miró su nueva cara en un charco y no le gustó lo que vio. Mientras
las ondas de agua deformaban su imagen peluda, se tomó unos minutos para ordenar sus
ideas y decidir qué iba a hacer.

Si los genios me quieren tener encerrado es por algo. No quieren que esté afuera, no
quieren que hable con la gente. Me han estado utilizando todo el tiempo. ¿Pero para
qué? No puede ser solo porque le caigo mal. ¿Será por Camila? además dijeron que
se habían reunido con Matías; claro, claro, la concha de su madre, seguro él está
detrás de todo esto. Eso explica todo. Se hace pasar por un tramoyista común y
corriente para poder controlarlo. Es un juego sádico…pero no van a poder conmigo.

Martín prendió medio cigarrillo que había encontrado en el piso. Tenía que destruir a
Matías y salvar a Camila, sin importar que máscara se pusieran, y así, como por arte de
magia, la tranquilidad de la libertad se convirtió en un incontrolable deseo de venganza.

-el desgraciado me metió preso para tirar con Camila. Pero se equivoca si cree que
lo voy a dejar así, esta vez no, esta vez le voy a dar su merecido al desgraciado. Voy
a ser un fantasma de venganza, voy a ser invisible y los voy a desenmascarar a
todos…

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(49)

-Lo importante no es ser invisible, sino que nadie lo vea a uno-. Eso me decía el tramoyista
mientras subíamos las escaleras del edificio.

Él movía su bastón con disgusto mientras subíamos. Todavía me costaba trabajo creer que
había accedido a su plan, pero lo importante era el objetivo: íbamos a descubrir la
verdadera identidad de Kafka, y si teníamos suerte y encontrábamos suficiente información,
podríamos desenmascarar a muchos otros dementes y acabar con ese teatro de locos.

El portero dormía su siesta inducida. La oscuridad en los corredores era casi absoluta, pero
había segundos de alivio cuando pasaba un carro. En esos momentos breves de luz, uno
intentaba memorizarse todo lo que había alrededor para no tropezarse cuando volvían las
tinieblas.

Era un lunes, eso es seguro, y más o menos debían ser las 2 de la mañana. Un par de días
antes había escuchado una conversación entre Camila y su imbécil amante, y me enteré de
que Kafka no iba estar la noche del 27 de agosto en su apartamento, porque tenía que dar
un discurso.

Mientras nos deslizamos entre el silencio y la oscuridad del tercer piso vi por primera vez el
brillo de la calle reflejado en la pistola. El corazón me dio una vuelta en el pecho. Era cierto
que él lo había planeado todo y que el tipo había sido policía, pero nunca se me ocurrió que
un arma fuera necesaria. Subí un par de escalones más, me limpié el sudor frío y entonces
me salió una pregunta como de la nada: “¿alguna vez ha matado a alguien?” Pero el
tramoyista ni siquiera contestó. Lo único que dijo fue eso, que lo importante no era ser
invisible, sino que nadie lo viera a uno.

Nunca quise indagar por el significado de esa frase, parecía una de las peores frases de
Caldas, pero él estaba dichoso mientras nos acercábamos al 5 piso y alardeaba porque había
tenido razón hasta ese momento. El edificio estaba desolado y con sólo un par de segundos
respirando el químico del pañuelo, el portero había quedado tendido en el piso tal y como él
lo pronosticó.

Todavía no se nos cruzaba por la cabeza la posibilidad de que el portero estuviera muerto,
porque en ese momento la atención de nuestros cerebros estaba inconmoviblemente
centrada en que pudiéramos violar la cerradura de Kafka y en que ningún inquilino nos
viera hacerlo. Aún era una incógnita si la dosis y la sustancia que el tramoyista había usado
era la correcta. Mi cómplice nunca quiso entrar en detalles y por alguna razón que no logro
entender todavía, nunca manifesté curiosidad por el tema, confié en el tramoyista tuerto y
sólo me tomé el trabajo de interrogarlo cuando nos estábamos deslizando entre el séptimo y
el octavo piso del edificio.

En ese momento lo detuve del saco para que no siguiera subiendo. – Oiga ¿qué es
exactamente lo que le echó?-, le dije, pero él se tardó unos segundos en responder. Pasó la
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lengua un par de veces por sus labios antes y después fue escupiendo cada sílaba una a una
como si tratara de armar la palabra por primera vez. Pro- po- fol , dijo, y siguió subiendo
las escaleras.
Propofol, no lo olvidaré. Ese era el nombre de la sustancia (inventada con casi toda
seguridad) que dejaría noqueado por una hora al portero. Aunque daba toda la sensación de
ser un invento, la verdad es que en un instante como ese, nadie se preocupa por cosas como
no hacer daño a las víctimas del crimen, sino que se concentra casi totalmente en salir
impune. Ni siquiera después de perpetrado el asunto me tomé el trabajo de averiguar si
existía alguna sustancia con ese nombre.
Para cuando llegamos al 9 piso (el piso de la víctima) la oscuridad era absoluta. En ese
instante me sentí unido al tramoyista por primera vez desde que nos conocimos. Él
comprendió mi deseo de venganza y yo me zambullí por primera vez en su mundo de odio
y resentimiento. Pegamos las palmas de las manos a la pared para guiarnos y los sonidos y
el tacto delinearon el contorno de todo. Por un momento se me hizo agradable, casi místico,
pero él interrumpió la sensación con un insulto susurrado a mi oído: -Dígame cuál es la
puerta, imbécil-.
Ya había olvidado que tenía una linterna en la maleta y empecé a buscar el número del
apartamento. El chorro de fotones tembloroso pasó primero por el 902 y el 903 antes de
chocarse con un 904 plástico mal pegado a la pared; - ahí está, le dije, ya lo vi- y tomé a mi
compañero de las manos y lo conduje hasta que pudo tocar la cerradura. Después apagué la
linterna para no despertar sospechas, y mientras el tramoyista hacía su labor de cerrajero,
volvimos a compartir la oscuridad…

Siempre que hacemos algo por primera vez hay un toque de irrealidad en ello...Yo no podía
creer que estuviera en unas escaleras oscuras, tratando de colarme en un apartamento ajeno.
La sensación era intensa, embriagante, como jamás puede llegar a serlo un acto rutinario. El
miedo había cedido un poco, como si algo en mí no creyera del todo en lo que estaba
pasando y esperara a despertar. . .
El maletín del tramoyista tenía una serie de alambres y llaves que supuestamente nos
permitirían entrar rápido y sin dejar evidencia. Pero después de 10 minutos de introducir
alambres en la cerradura y de revolverlos por dentro en un aparente método de ensayo y
error, mi miedo reapareció…Entonces me vi obligado preguntarle algo que habíamos
omitido hasta entonces.
- Oiga, ¿No cree que hayamos matado al portero, verdad?-
-Claro que no idiota. Yo aprendí de toxicología en la policía.
Estaba en cuatro patas esperando que se abriera la puerta. En ese momento el susto era tan
terrible que se durmieron mis brazos mientras e iba sufriendo pequeños infartos cada vez
que algo interrumpía el silencio del edificio.
Cada dos segundos sentía el impulso de abandonarlo todo y tenía que recordar la escena de
Camila besando a Kafka para motivarme y no salir corriendo de allí; tenía que recordar y

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sufrir, tenía que llenarme de odio para poder seguir adelante y resistir la ansiedad de la
espera.
Calculo que le llevó media hora abrir las dos cerraduras de la puerta. Yo estaba enfurecido
y lo acusé de estar aliado con Kafka (pues solo de esa forma era concebible que lo hiciera
tan mal), pero él me convenció de lo contrario con una frase extraña de esas que me
recordaban a Caldas: “El peor método de hacerlo, no es el mejor método para no hacerlo”,
me dijo.

Ya adentro pude recuperar el ritmo normal de la respiración. Sabíamos que teníamos un par
de horas y eso nos daba por lo menos la posibilidad de pensar lo que íbamos a hacer.
La vivienda del checo resultó ser parecida a la que yo había imaginado. En la sala solo
había una mesa pequeña de madera, con dos sillas y un escaparate lleno de libros. Sobre la
mesa estaba abierta una copia de Memorias del Subsuelo, y a su lado una libreta con
apuntes. Lo que más concordaba con la imagen mental que tenía de ese sitio estaba en la
sala; eran tres decenas de hojas arrugadas sobre un escritorio. Por supuesto me acerqué a
mirar, y cuando vi que se trataba del manuscrito de una novela reconozco que me
emocioné. Yo tomé el manuscrito en mis manos y empecé a leerlo con una linterna.

“Alguien debió haber calumniado a M. porque sin que hubiera hecho nada malo,
una mañana llegaron a detenerlo. Esa mañana, la casera se quedó encerrada en su
cuarto, no se levantó para preparar el desayuno ni a bañarse temprano como lo hacía
casi siempre. Los hombres que llegaron a arrestarlo estaban vestidos de blanco. Sus
expresiones eran serias, casi indescifrables y se negaban categóricamente a darle
alguna explicación: - no nos corresponde, debe usted hablar con los funcionarios
encargados-, le decían.
M. se llenó de angustia. No recordaba ningún motivo posible para que hubieran
llegado a detenerlo. Sus vecinos de cuarto murmuraban y reían, pero tampoco le
daban una explicación. Era como si todos supieran algo que M. no sabía…”

Dejé el manuscrito sobre el escritorio. Me sentí conmovido con la situación de M. pues le


pasaba algo parecido a lo que a mí me pasaba. Desde el colegio sentí que los demás sabían
algo de la vida que yo no sabía. Sentí que estaba condenado a cometer errores que lo demás
no cometen y a ser juzgado por eso, y todo porque en algún momento se me pasó algo por
alto, algo que era fundamental para encajar en el mundo, algo crucial para que no me
aislaran, para que no me pasara lo que le pasaba a M. y no llegarán un día a detenerme sin
razón aparente…
El tramoyista terminó de buscar en los cajones, en las gavetas, hasta en los gabinetes del
baño y empezó a hacerme señas para salir del lugar. Me buscaba para huir de la escena del
crimen.
Acá hay algo, me dijo. Y me entregó una billetera de cuero negra. Con la linterna en mi
boca revisé los documentos, vi un par de tarjetas de supermercado, algunos cupones con
promociones hasta que al fin encontré su libreta militar: Carlos Villanueva, Bogotá, enero
17 de 1985. Y entonces un escalofrío. Una excitación casi sexual. Ya sé quién eres. Esta
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noche has muerto, Franz Kafka, porque a partir de ahora vamos a rastrear a ese tal Carlos.
Busqué un esfero por casi 5 minutos pero al fin lo encontré y anoté toda la información que
había encontrado en la billetera del señor Villanueva.
Entre la noche rugió de pronto el sonido de unos cristales rotos y un leve quejido del
tramoyista.
Encendí la luz a pesar de las reglas que habíamos pactado y me encontré con un tramoyista
paralizado de miedo. A su lado estaba una jarra de agua que había explotado contra el piso
de la cocina y unas gotitas de sangre en el piso.

- Maldita sea ¿qué pasó?–

En ese momento nos invadió el pánico.

- Se me rompió algo, perdón-

Dejé la billetera sobre la mesa del comedor y nos pusimos a recoger. Olvidamos el
protocolo de seguridad que nos prohibía usar el ascensor y decidimos tomarlo desde el
séptimo piso, sin importar que una cámara pudiera captarnos.

El trayecto hacia el primer piso fue un verdadero orgasmo de ansiedad. En silencio, cada
uno sufría por la posibilidad, no solo de ser capturados, sino de encontrar un cadáver en la
portería. Cuando se abrió la puerta nos quedamos un rato paralizados. Temíamos que
enfrentarnos a una terrible verdad. En esos segundos de miedo até un par de cabos en mi
cabeza y tuve que preguntarle algo a mi compañero…-¿Oiga, todavía estudió toxicología? -

La puerta se estaba cerrando de nuevo cuando logré armarme de valor. Puse los brazos
contra la puerta para que no se cerraran las puertas y di un paso afuera. Recordé que el
tramoyista fue quien escogió la dosis y fue él quien apretó el pañuelo contra la cara del
portero saturando su sangre de cloroformo. Yo solo lo había sostenido de los brazos para
que se dejara sedar; así que si alguien habría de pasar una buen temporada en la cárcel…el
pasaría más tiempo que yo.

El cuerpo del portero estaba desgonzado sobre su silla, con la ruana encima y el televisor
encendido enfrente de él. Me acerqué dando pasos suaves para comprobar si respiraba y me
paré a su lado. Estaba completamente inmóvil el maldito. No pude percibir ningún
movimiento detrás de la ruana y me convencí de lo peor.

– ¡Está muerto, marica, está muerto!- . Le dije mientras me alejaba del cuerpo.

-¿Qué, ¿cómo sabe?-


-Está muerto, mire, está muerto.-.

-Cálmese. Tiene que mirar si respira y si le late el corazón. Acérquese a ver bien.-

-No, no puedo, vámonos ya.-

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-¿Cómo no va a poder?-

-No, vámonos, vámonos por favor.-

-Que mire si está vivo vida hijueputa - .

Tomé aire y caminé despacio hasta el cuerpo. La saliva se puso amarga en mi boca, yo
temblaba y sudaba como mi perro cuando murió en Girardot, y mientras más me acercaba,
más evidente se me hacía la quietud del portero. Ya no sabía si tenía miedo del muerto o de
haberlo matado y acerqué la mano a su nariz. Primero la puse sobre el mentón y no sentí
nada, no estaba ese aire caliente y húmedo que tanto esperaba, después moví la mano un
poco más arriba y en ese instante el cuerpo del portero se sacudió y expulsó un gruñido
infernal que me paralizó el corazón. Fue como si me inyectaran tinta blanca en la sangre de
un momento a otro y mi mente se desconectó por completo. Todo era blanco, sólo
escuchaba un zumbido, un sonido crepitante rodeando mi cabeza y tuve que sostenerme del
escritorio del portero.

Pasaron minutos antes de que me recuperara. Por fin se dispersó la tinta blanca y regresé a
la portería para ver que el tramoyista estaba casi infartado de la risa. Tenía dos lágrimas en
un pómulo, la mano en el abdomen y una cara de dolor como si llevara 10 minutos riendo.
El desgraciado estaba dichoso porque el ronquido del portero casi me mata, pero yo no
pude reclamarle nada porque estuve dichoso también.

- Sí, está vivo-, dije por fin cuando recuperé algo de sosiego y me dediqué por un instante
a limpiar el sudor de mi cara.

Después del incidente de los ronquidos salimos sin ningún inconveniente. La puerta seguía
cerrada y trancada desde adentro según lo planeado. Ningún inquilino llegó mientras
estuvimos adentro. Todo salió bien a excepción de una jarra rota y de la posesión porcina
que sufrió el portero dopado.

A la media hora ya nos habíamos deshecho de la bolsa con vidrios y sangre y estábamos
relativamente cerca a nuestras casas. Lo lógico hubiera sido irse a descansar y a esconderse,
pero me di cuenta de que algo extraño me estaba ocurriendo: No sentía ganas de volver a
casa. Una fuerza me impulsaba a continuar, algo en mí no quería que esa noche frenética
terminara, quería seguir huyendo y que mi corazón siguiera palpitando.

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(50)

La rasta estaba sentada enfrente del computador. El bar estaba vacío a excepción de una
mesa en una esquina, en donde el cenicero humeante y una botella de tequila a medio tomar
sugerían que había alguien allí antes que ellos.

Tomaron asiento lo más lejos posible del parlante que soltaba reggae. Matías pensó en
robarse un trago de la botella indefensa pero rápidamente desechó la idea. El efecto de la
adrenalina había retrocedido y fue remplazado por unos nervios tensos. Al cabo de unos
segundos la rasta alejó la mirada de un montón de marihuana que estaba desmoñando y les
ofreció algo de beber -¿lo de siempre, o algo más fuerte, parceros?-. Matías negó la
segunda oferta con una sonrisa y levantó dos dedos de su mano derecha. - Dos polas frías -.

Mientras esperaban las cervezas, el tramoyista se dedicó a golpear la mesa con la yema de
sus dedos. Pasaron unos segundos. Dejaron que el silencio entre ambos los arrastrara a
lugares indeseados de la mente, lugares que siempre han sido dominados por el miedo; de
pronto estuvieron ambos atrapados. ¡Era real! Lo que habían hecho era real, se sentía, y así
mismo serían reales las consecuencias. Del fondo de su mente brotaban los castigos más
espantosos para su crimen: violaciones en la cárcel, venganza a puñal de Kafka, perros
hambrientos entrenados por los miembros del teatro. En una fracción de segundos confluían
cientos de imágenes disparadas desde el inconsciente, miedos que apenas se relejaban en el
exterior como un ligero desconcierto en la mirada.

La rasta puso sobre la mesa las dos cervezas, pero en vez de alejarse se quedó con la mirada
fija en Martín.

- ¿Y eso qué es?


- Qué
- Sáqueme ese revolver de acá, parce.
- Tranquila rasta, el man era policía, todo bien
- No sé qué en que es andan ustedes. Pero no me vuelven a entrar con esa vaina.
- Está bien. Déjenos quedarnos y nunca lo volvemos a traer.

La rasta no dijo más, regresó detrás de la barra, terminó de desmoñar la marihuana y al rato
tomó el celular para hacer una llamada. Ellos le dieron el primer sorbo a su cerveza. El
tramoyista se quejó por el olor a marihuana y continuaron bebiendo sorbos largos e
impacientes mientras esperaban que el alcohol avanzara y adormeciera la razón. Esperaban
calmar la ansiedad con etanol de la misma forma que lo hizo siempre Matías en el colegio,
pero el efecto tardó más de lo esperado. Bebieron la primera cerveza y todavía se alteraban
por cualquier sonido imprevisto. Miraban con desconfianza detrás de sus hombros cuando
alguna sombra inesperada se colaba en su campo visual, así que decidieron ordenar otra,
después otra y otras dos...

De un momento a otro un hombre salió del baño y atravesó el bar hasta la calle. Cuando el
tipo pasó bajo un bombillo que colgaba cerca a la salida, aunque llevaba un saco de

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capucha que le cubría la cara, Matías pudo notar que era un hombre flaco y de piel
cenicienta.

El tipo no se paró a mirar a nadie, simplemente salió y nunca volvió a entrar. Matías no se
sorprendió demasiado en todo caso, se esforzaba por aferrarse a la cordura, por aferrarse al
presente como fuera, por no salirse de ese bar, por no regresar a las pesadillas conscientes
de castigos y culpas, por no escuchar más que la letra de una canción de Bob Marley y por
reírse de un loco con capucha; algo físico y no mental. Pero cada vez que su conciencia se
descuidaba, aunque fuera por una fracción de segundo, las imágenes de Martín, de Simón,
de perros agresivos, de sangre, de Camila, y de Kafka vengándose; saltaban de atrás de su
cabeza.

Así siguieron por casi una hora, y no fue sino hasta el final de la sexta cerveza y con la
ayuda de tres guaros, cuando por fin sintieron la tan deseada insolencia del borracho. A las
2 de la mañana Matías pidió la séptima cerveza de la noche y le dio un sorbo largo que hizo
que sus ojos se llenaran de lágrimas. En ese momento se hizo consciente de un sentimiento
nuevo y poderoso. Fue como si más aire entrara a sus pulmones de repente, como si sus
músculos se hubieran hecho más potentes; una sensación que nunca había sentido con tanta
intensidad, y que sin embargo se le hizo fácil de reconocer.

No era la adrenalina lo que los criminales encontraban estimulante, lo maravilloso era


zafarse de todo lo moral; pensar que podían hacer cualquier cosa, ¡y sí, ahora podían! Pues
ahí estaban, después de todo, sentados ambos sin que nada malo les pasara, con una cerveza
en la mano después de cuasi envenenar a un hombre. Pero eso no era lo más extraordinario,
lo verdaderamente impresionante era que, de haber querido, pudieron también robar o
matar a su víctima e igual estarían allí sentados con su cerveza en la mano y disfrutando de
esa hermosa sensación, de esa excitación casi sexual que produce el poder; pues si del cielo
no cayó el rayo de Zeús, y si la justicia divina y avasalladora no había buscado vengarse, no
había duda de que el límite de su ser se había alejado bastante.

Los últimos hilos de humo se elevaban del cenicero abandonado. Atrás sonaba Bob Marley,
y por momentos, entre las notas más apartadas de la canción, penetraba el ladrido de un
perro o el rugir de carro eclipsando los sonidos naturales del bar.

–Somos unos criminales- murmuró el tramoyista, como si hubiera estado pensando lo


mismo.

Matías fingió no escuchar pero se le sacudió el alma de arriba a abajo…

El perro todavía ladraba en una de las casas vecinas, como si presintiera un peligro. Matías
se quedó viendo un rato su cerveza. Las burbujitas se agrupaban contra el vidrio en el fondo
de la botella y se iban soltando por turnos. Algunas intentaban aferrarse a las paredes de
vidrio, pero no lo conseguían; irremediablemente iban cediendo

El tramoyista tomaba agua y respiraba profundo. Seguía sonando Bob Marley cuando
Matías se lanzó de la silla al piso como si quisiera esquivar un dardo. El tramoyista se

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quedó clavado en sus sillas con media mirada de terror, y casi que por reflejo bajó la cabeza
también y la escondió entre sus brazos.

- ¿Qué le pasa, Matías? ¿Qué es lo que pasa?-

-Escóndase vida hijueputa. Ahí vienen Camila y Kafka. Parece que nos cogieron- .

(51)

Martín no se quitó la capucha mientras caminaba por el barrio. Siguió mirando por detrás
de sus hombros hasta estar a varias cuadras del bar. ¿Por qué una pistola? Sobre una de las
bancas que hay sobre el paseo ambiental de la Jiménez se sentó a recuperar el aire. En el
bolsillo tenía 7 mil pesos, había gastado lo demás en tequila, pero le alcanzó para un
paquete de cigarrillos y dos cervezas. Desde donde estaba, el camino al apartamento era
solo de 9 cuadras, pero él quería rodear al zona de riesgo. Caminar hasta la calle 45, bajar
hasta La Caracas y desde allí subir al apartamento, así sería más seguro. Solo subiría,
despertaría a Camila, cogería sus cosas y se largaría de allí para siempre.

Durante 40 minutos caminó con el cigarrillo, dando sorbos a la latas de cerveza. Esa noche,
no sabía por qué, había juegos pirotécnicos desde la torre Colpatria. Parecían ser los
últimos momentos de esa cadena de locuras, pero a solo dos cuadras del apartamento, todo
se desplomó. Matías y el tramoyista venían por la misma calle, caminando en dirección
opuesta. El chorro helado de los nervios lo paralizó unos segundos. “Me van a matar”.

Martín miró confuso a todos lados. No se movió. El sudor bajaba por su frente y le caía en
los ojos. A unos metros había a una alcantarilla abierta. Martín la miró, y de nuevo miró a
atrás ¿debía correr? No, no… Tocó su cintura y pensó en dispararles, pero no fue capaz.
¿Y qué tal si ellos si lo hacen? Sin duda que Matías sí lo haría.

Martín respiró hondo y saltó adentro de la alcantarilla. La caída era mucho mayor de lo que
había imaginado. Por un momento no tuvo idea de qué le había pasado. De pronto se
encontró acostado sobre un charco de agua negra que olía inmundo y que le había
empapado todo el costado derecho de su cuerpo - que mierda tan satánica-, dijo, mientras se
revolcaba en el piso-.

Por unos segundos estuvo tan aterrado que no sintió el asco. Revisó su cuerpo buscando
heridas y se dio cuenta de que estaba ileso. De pronto, todo aquello que lo rodeaba y que
estuvo oculto tras una capa gruesa de adrenalina, empezó a adquirir sus verdaderas
dimensiones. No tardó en escupir saliva salada y en tener espasmos de repulsión.

Sin prestarle atención a un bultito con textura de arena mojada sobre el que se había
apoyado, hizo un gran esfuerzo con su brazo derecho y se levantó. Acercó su mano a la
cara creyendo que estaba herido, pero impulsado por el asco se vio obligado a retirarla en
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un movimiento felino. Era ya obvio que el bultito arenoso no era arena, así que frotó su
mano contra la pared, pero la sustancia era pegajosa y a pesar de haberse restregado hasta
llorar, todavía le quedaba un poco entre las uñas y las líneas de las manos. Él sólo hacía
sonidos guturales: ushhh, guahh. Y pensaba en qué hacer.

Intentó calmarse con humor, con ese humor típico de Martín y empezó a hablar en voz
alta…:

-Uno va tranquilo por la vida y de un momento a otro, ¡sas!, estás hecho mierda en
un sitio oscuro sin saber cómo llegaste allí. Pero así es la vida. No importa. Pronto
saldré del teatro. No puedo esperar para contarle a todos. They`re gonna love it -

La única luz entraba del orificio circular que estaba sobre su cabeza y solo cuando lo miró
detenidamente y calculo la distancia, supo que no sería fácil salir de allí.

En todo caso, el impulso inicial es creerse un superhéroe. Pretender saltar y caer parado en
la calle, y después de posar sus dos pies en el asfalto, limpiarse el vestido y caminar con
estilo hacia la calle. La segunda etapa del que ha caído en desgracia semejante no es la
negación. De hecho, uno nunca está tan seguro de dónde se encuentra parado, como cuando
está parado al interior de una alcantarilla: La siguiente etapa es la risa. Uno se queda riendo
hasta que recuerda que no hay nadie. Entonces viene la siguiente etapa, la rabia. Martín
estaba pegándole patadas a la pared de la alcantarilla: -maldita alcantarilla miserable- le
decía y después le volvía a pegar aún más enfurecido porque la alcantarilla no solo era
maldita y miserable sino indiferente a sus golpes.

Unos minutos después volvió a caer en la cuenta de que no había nadie, y la rabia porque
no había nadie era la sensación más desesperante a la que se podía enfrentar. Un
sentimiento que estaba presente con toda su fuerza habitual pero que no parecía tener
sentido alguno. Pues siempre que sintió rabia hasta entonces, la usó para hacer daño.

Es un hecho que la gran mayoría de las emociones son inútiles cuando no hay nadie. -La
única que sirve es el amor-, pensaba pero una rata pasó pisándole los zapatos y Martín
chilló de repulsión.

“Entonces el miedo también sirve, se dijo a sí mismo. El miedo sirve para que no lo
muerdan a uno las ratas.”

Martín se adentró unos metros en la oscuridad. Buscaba algo en qué apoyarse para alcanzar
la salida, pero las rocas que había eran muy pequeñas y no lo levantaban lo suficiente.
Entonces entendió lo paradójico del momento. Es igual que el amor: Si encuentro una roca
tan grande como para que parándome en ella pueda salir, esa roca misma será tan grande
que no voy a poder moverla.

En ese momento regresa a donde estaba. Se ubica justo debajo del tenue haz de luz que
entra de la calle y se sienta con las manos en las axilas esperando encontrar algo de calor.
Justo en este punto de la noche empieza la cuarta etapa de la degradación psicológica del
que ha caído en desgracia; comienza la resignación.

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Martín tenía la certeza de que en el día habría cientos de personas que lo podrían rescatar y
con eso en mente, y varios mililitros de alcohol inundando su lóbulo frontal, cayó en un
sueño superficial e intranquilo.

Al cabo de unas horas Martín se despertó con dolor de cabeza. El sonido de los buses, los
automóviles y los gritos se hicieron cada vez más creíbles que las voces del sueño. Era de
día y Martín sonrió. Pasó los dedos por sus ojos para limpiar una capa gruesa de lagañas
que se habían acumulado durante la noche y abrió los ojos. En ese momento se dio cuenta
de lo peor.

-¡Vida hijueputa! Alguien tapó la alcantarilla -

(52)

De los cerros bajaban ráfagas de aire frío. Un olor a pino fresco se mezclaba con los gases
de las alcantarillas y el vapor de agua de salchicha de un carrito de perros frente al Jorge
Eliecer Gaitán. Camila salió del Teatro de los Genios alrededor de la una de la mañana, iba
tomada de la mano de Kafka y a su lado venía Rasputín, que quiso compartir un taxi con
ellos.

La tensión del discurso había terminado para Kafka y su amante, el espacio que el estrés
dejó libre en el cerebro -como casi siempre- pasó a ser ocupado por un deseo incontrolable
de tomar cerveza. Por lo menos así fue siempre para los alumnos del Colegio Británico.
Cada vez que salían de los exámenes o que terminaban con la novia, se sentaban en una
tienda y tomaban de 8 a 12 cervezas. Era una tradición inquebrantable, de modo que
Camila no lo dudó ni siquiera, y una vez que estuvieron en el taxi le pidió al conductor que
los llevara a la carrera 3 # 12- 26. No consultó con ninguno de sus acompañantes, para ella
fue obvio que ese sería el destino y solo después se dirigió a ellos para hacerles la pregunta
retórica: -¿Vamos al bar de la rasta?- …

El tráfico a esa hora era liviano y se tardaron menos de cinco minutos en rodear el parque
de la independencia y penetrar el corazón de la candelaria por la carrera 4. Camila quedó
absorta con las luces de una patrulla de policía que rebotaban y se refractaban en las gotas
de lluvia.

Justo antes de cruzar por la esquina de la calle 12, pudieron ver la fachada iluminada de la
tienda de la rasta. Camila sonrió de alivio al verla abierta y frotó sus manos contra los
antebrazos para calentarse un poco antes de salir. El taxi se movía con cierta dificultad por
entre las calles empinadas. Ella veía las gotas de lluvia repiqueteando en los charcos.
Estaba tranquila. Meditaba sobre si debía tomar cerveza o convencer a sus compañeros de
pedir algo más fuerte, un aguardiente, un ron, tal vez un whisky no muy caro; pero mientras
pensaba en esto, un hombre alto, desgarbado, con una capucha blanca sobre su cabeza
apareció como de la nada y pasó a pocos centímetros del carro. Camila sintió que un

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líquido helado recorría su espina dorsal. Tardó un rato en darse la vuelta para ver la silueta
de ese hombre cruzar la esquina y desaparecer de su campo de visión. Tuvo la fuerte
impresión de que el hombre era Martín, pero tenía dudas. Lo más probable es que fuera una
proyección de su inconsciente, y para convencerse, buscaba razones en su cabeza: - Fue
solo un episodio, quizá una privación temporal de oxígeno en mi cerebro, quizá el estrés –
Hizo lo posible por inducirse alguna idea, pero sus intentos por alegar demencia ante su
memoria fueron en vano y no pudo despegarse más de esa imagen.

Como si la consciencia fuese una llama tenue, apenas titilante y de pronto le arrojaran
combustible. La explosión trastorna todo de repente, y salpicadas por cada rincón de la
mente quedan las culpas y los recuerdos; todas las ideas que hemos tatuado al Yo con
sangre y que inevitablemente nos llevan a preguntarnos ¿Quién soy? ¿Cuándo soy? ¿Dónde
soy? Ella sentía en sus brazos el palpitar del corazón, el delirio… ¿soy mentira ahora? ¿O
lo fui antes? ¿Nunca lo he sido? ¿Lo he sido siempre?; o la más horrible de todas las
preguntas que atormentaban a Camila en ese momento: ¿He abandonado a alguien que me
ama?...Un remordimiento que estuvo bien protegido por meses salió disparado de repente,
destrozó los muros de represión que lo separaban de la consciencia y a su paso dejó
pedazos de recuerdos, de deseos y de miedos; esquirlas de inconsciente por todos lados.

Cuando bajaron del taxi ella estaba en silencio, agitaba la cabeza como si tratara de
sacudirse una idea y exhalaba sobre sus manos para calentarlas. Los dos se despidieron de
Rasputín, atravesaron la calle que estaba cubierta por una delgada película de agua y
entraron al bar. El aire cálido e impregnado de marihuana los alentó, y antes de sentarse le
pidieron a la rasta una botella de Koskenkorva con Clight de naranja. Kafka seguía
decidido a celebrar el éxito de su discurso y antes de servirse el primer trago, empezó a
alabar su propia presentación:

- Todos aplaudieron ¿viste Feli? No pudo estar tan mal. Borges estaba emocionado y todo.
Parece que salió bien-

Pero ella se sentía como si estuviera en un lugar diferente al de su cuerpo, su mirada se


fugaba en la nada y no podía hacer más que pensar en la voz y la silueta raquítica de aquel
hombre que ¡Oh Dios santo!; podía ser Martín.

Era cierto que sus sentidos lo percibieron y que su razón se lo negaba. Entonces ¿cuál era la
verdad? ¿La de su razón o la de sus sentidos?

Aunque Kafka se amargó por el silencio de su amante, a los pocos minutos ya había dejado
de sufrir. Después de todo, pensó, El gesto de amargura de la mujer es, con frecuencia,
sólo el petrificado azoramiento de una niña*, y tras una corta reflexión, decidió no prestar
más atención a su amante y en cambio sí pegarse una borrachera descomunal. Mezclaba el
vodka con jugo y se tomaba tragos triples como si fueran agua. Eso le dio un espacio de
pérfida sobriedad, en el que pudo beber y pensar con lucidez sin saber que el alcohol ya
había causado un efecto irreparable. Ella no se inmutó cuando su amante empezó a beber
desaforadamente, ni cuando la sangre se le subió al cabeza, ni cuando empezó a sudar.

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Franz Kafka estaba tenso y la observaba con atención. Veía cómo tomaba vodka,
chasqueaba los dedos y zapateaba bajo la mesa sin conseguir controlar su ansiedad.
Entonces decidió meterse otro trago triple de vodka, se aclaró la garganta y la interrumpió:

- Camila…-

- ¿Camila? Es la primera vez que me dices así.

- Felice, perdón. Quiero decirte algo. Es algo que me molesta desde hace días. No sé si sea
importante, a veces uno sobredimensiona los problemas, sobre todo si son problemas del
corazón. Pero en todo caso tengo que preguntarte ¿estás así de rara por ese tal Matías?…

Ella lo miró a los ojos y se tardó unos segundos en responder…

- Estás loco, mírate, estás fuera de papel -

Camila cambió de tema. Se terminaron la botella entre risas y estaban a punto de salir,
cuando Kafka se le acercó a Camila y le habló al oído.

- Mira, hay dos tipos metidos debajo de una mesa… ¿no es ese Matías?-

Camila no se molestó en mirar debajo de la supuesta mesa y lo haló de un brazo. Él quiso


resistirse y darle una nueva mirada a la mesa, pero tenía su sistema motor hecho trizas y no
fue rival para los brazos de Camila. Al salir ella lo abrazó, le recordó que estaba reventado
de la borrachera y trató de calmarlo: - No digas bobadas Franz, estás paranoico. Más bien
vete al apartamento y toma mucha agua, mi amor, para que mañana no te de tanto guayabo-
.

-Pero míralo Feli, ahí mismo está, debajo de una mesa con un tipo que tiene un parche en
un ojo-.

Kafka se sostuvo de ella para no caer tendido en la acera. En esos segundos su cerebro
intoxicado se olvidó de lo que vio en el bar y abrazó a su amante para despedirse: - Sí, me
voy a tomar todo lo que tenga en la casa a ver si sobrevivo, dijo, y se fue caminando en un
amplio zig zag.-

Camila llegó al apartamento 10 minutos después. Hizo dos asanas de Yoga y se quedó
dormida. Al día siguiente no tuvo noticias de él. Pensó que estaba durmiendo el guayabo y
que por eso no contestaba, pero tampoco tuvo noticias un día después. Terminaron por
pasar dos días con sus noches hasta que en el teatro se lo informaron: Franz Kafka había
muerto aquella noche después de ir al bar de la rasta.

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(53)

Una aglomeración en la entrada de la iglesia de San Diego era la confirmación que


necesitaba. Allí estaban todos vestidos de negro: los genios, los aspirantes y los idiotas del
común. Matías estaba parado en una esquina pero no se atrevía a acercarse. ¿Acaso lo
habían matado? ¿Tendría él algo que ver? ¿Sería posible que esos locos de remate lo
hubieran asesinado por revelar su identidad? Desde la distancia miraba la iglesia y miraba
su reloj, fingía que esperaba a alguien y trataba de evaluar las consecuencias que podía traer
su presencia en el funeral.

La verdad es que no sabía casi nada. Desde el día de la incursión Matías había evitado a
Camila. Por dos días solo había entrado al apartamento solo durante el día, cuando ella no
estaba, y no había regresado a dormir en las noches. Todo de lo que estaba seguro era de
que había visto en el cuarto de Camila una nota donde le informaban del deceso y le daban
la información del funeral. No era mucho. Todo era posible y no podía estar seguro de nada
hasta no entrar a la iglesia y verlo con sus propios ojos

Al comienzo los nervios lo engañaron. Tuvo el instinto de tomar un bus y largarse a la casa
de su madre, pero también supo que de hacerlo, estaría abandonando a Camila para
siempre. Además era casi seguro que su familia lo exiliaría o lo encerraría en un
manicomio, así que contuvo su miedo con la misma estrategia psicológica que usó mil
veces en su infancia, cuando tenía que ir al dentista o cuando le iba a declarar a una niña su
amor. “En dos horas ya habrá pasado, y me estaré riendo de lo que sufrí”…

A la distancia sonaron cinco campanadas que marcaban el comienzo de la misa. Matías


supo que era el momento de enfrentar a su antagonista, a la realidad, y destrozó el vasito de
tinto que tenía en sus manos en medio de un suspiro nervioso. Decidió esperar unos
minutos a que los genios se acomodaran en la iglesia y a las 5: 15, de la tarde, Matías
Roldán se incorporó al caudal humano que fluía por la carrera séptima.

No se sorprendió mucho cuando estuvo adentro: un Mozart tocaba el réquiem en un órgano


antiguo, un Paganini lo apoyaba con un violín desafinado y el coro del teatro, liderado por
un Freddy Mercury, hacía temblar los cimientos de la catedral. Matías llevaba puesta una
bufanda negra con la que trataba de camuflarse. La iglesia estaba casi llena, no quedaba un
solo lugar disponible cerca del ataúd, por lo que tuvo que buscarse un sitio atrás y esperar el
momento de la comunión para poder acercarse y confirmar que en efecto Kafka estaba allí.

Cuando se detuvo la música y el cura se acercó al altar para seguir hablando, todos los
murmullos se acallaron de repente y fueron reemplazados por un espectáculo de caos
silencioso:

Parados, sentados, arrodillados… y con su espíritu; y de nuevo: sentados, parados,


arrodillados. Oración en voz alta, oración en voz baja, habla el cura, después todos, cruz en
la frente pequeña, cruz grande en el pecho, dinero en la canasta. Pasaba de todo, pero el
padre no mencionaba a Kafka. Matías sintió una horrible decepción por haberse perdido el

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comienzo de la misa (cuando probablemente dicen los nombres) y, sin pensarlo dos veces,
se acercó a la mujer de al lado; –disculpe señora, ¿ya dijeron el nombre del muerto?-

La mujer lo ignoró y se cambió de puesto.

A medida que avanzaba la ceremonia, los recuerdos volvían a su memoria. Era la tercera
vez en su vida que estaba en una misa. La última vez fue en la primera comunión de unos
amigos, en segundo de primaria, y ahora sentía lo mismo que sintió entonces. La madurez
no había vuelto la misa menos aburrida, en absoluto, sino que había teñido a ese rito con
una aureola medio macabra que se alternaba con el aburrimiento para agobiarlo.

Matías se rindió en su búsqueda de Camila y dejó que su mirada flotara por esas columnas
hechas de una sola piedra con parlantes colgados; por el altar dorado con un hombre
crucificado; por el techo alto con su eco de ultratumba y por unos vitrales con santos
martirizados con mirada de infinito dolor. Entonces lo entendió, todo aquello no le aburría
sino que le daba muchísimo miedo.

Junto a él, al lado izquierdo, estaban sentados un par de niños que miraban todo en perfecto
silencio.

“Se nota que quieren salir como yo,- pensaba Matías- se nota que no les gusta lo que
ven, que tienen miedo. Se nota que ven la muerte como algo más espantoso de lo
que creían, se nota que hoy será el primer día que tengan miedo del fantasma de sus
abuelos…”

Matías se sentía identificado con ellos. El entierro de sus abuelos, tantos años atrás, fue en
un lugar tan siniestro como ese. Era posible que todo ese terror fuera premeditado, pues con
toda seguridad, si las iglesias fueran pequeñas, con chimenea y cojines al estilo de un
chalet suizo; el concepto que tendríamos de Dios sería muy diferente. Sería un dios amable,
con saco de lana, un dios buena papa que ofrece sánduches de jamón y queso a sus
invitados y al que le tendríamos más cariño que respeto, pero no; en cambio de eso se eligió
al morador de un templo gris, al morador de un lugar con voces fantasmales, un lugar frío y
gigantesco que inspira miedos.

Pero Matías está seguro de que al morir no se va a encontrar con ningún dios; ni con el de
saco de lana, ni con el del templo helado, ni con uno gordo, ni con uno flaco, ni con uno
guerrero. Su mirada se quedó estática en el cajón y se quedó pensativo…

Me parece que la muerte, para los vivos, es la victoria de la realidad. La prueba definitiva
de que hay una realidad objetiva independiente de nosotros, y que sin importar qué tan
adentro de nuestro espíritu logremos llegar, el resultado será el mismo.

Al fin y al cabo, todo lo aprendido, lo he aprendido de gente que ha tenido cuerpo, y lo he


aprendido además teniendo un cuerpo. Nunca he existido sin cuerpo. Es apenas razonable

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entonces pensar que cuando mi cuerpo muera dejaré de existir…pero no vivimos así,
vivimos como si la existencia continuara por siempre, como si no existiera la muerte y nos
damos el lujo de sufrir y de acumular cosas que no usaremos nunca…parece que el cuerpo
no intuye la muerte, no la siente…

¿Pero será que si nadie nos habla de la muerte, igual la presentimos? ¿O pensará uno por el
contrario que la vida es eterna y de pronto se ve sorprendido cuando sin previo aviso deja
de existir?

Solo sé que ese debería ser el momento más interesante de toda la vida. Salirse de este
pequeño cuerpo de uno, de esta pequeña vida de uno. Liberarse de alguna forma, aunque no
lo sepa, pero liberarse igual…

No obstante la gente en la iglesia no parecía estar de acuerdo. Oraban con fervor para salvar
el alma del muerto, lloraban con una pesadez que no podía ser actuada –como si el muerto
fuera de verdad- y eso le heló la sangre a Matías.

Ni siquiera sufrían por perder a alguien por el resto de la vida, iba más allá. Estas personas
parecían estar sufriendo por algo distinto a la muerte de Kafka. Sentían que se estaban
enfrentando a algo eterno, a una especie de soledad infinita que contaba con el beneplácito
de los santos. Había un deseo que trastornaba sus rostros, un repentino deprecio al presente,
a lo colorido. Las personas en la iglesia eran vidas grises entregadas como ofrendas. No
lloraban por el muerto sino por ellos mismos, por la tragedia de su propia finitud y el
muerto era una excusa para poder sufrir y no tener que hacer nada en esta vida; solo sufrir.
Eran vidas enteras como ofrendas a la muerte. Y lo peor de todo es que mientras Matías
estaba envuelto en todo ese dolor, el tramoyista se estaba levantando una vieja y tomándose
unos guaros. Era increíble, era injusto, pero a Matías se le iluminó el rostro por un
momento con una idea: “Quizá el placer sea el refugio preferido del diablo, sí, pero sólo el
diablo nos pediría que buscáramos a Dios en el dolor…”

El tipo sentado junto a mí me tendió la mano de un momento a otro y se quedó mirándome.


Fue extraño, porque aunque llevábamos un buen rato juntos, él se dio la vuelta de repente
como si acabara de verme, y sin darme ninguna explicación, estiró su mano para saludarme.
Yo me quedé estupefacto en mi silla. No podía creer que entre cientos de personas me
hubiera sentado justo al lado de un loco desquiciado; pero así es la vida, siempre termina
sentado uno junto a un loco desquiciado.

Lo que hice fue repetir en mi cabeza una frase de mi papá: “Cuando uno está cagado, del
cielo le llueve mierda” y estiré mi mano para seguirle la cuerda. Rezaba con fervor para que
me soltara rápido la mano y la cosa no pasara a mayores, pero me di cuenta de que la
situación era mucho peor de lo que creí en un comienzo: todos en la iglesia hacían el
mismo ademán excéntrico. Se empezaron a saludar como si acabaran de encontrarse, y
decían “la paz, la paz contigo” mientras se abrazaban y se daban la mano. Yo me quedé
quieto y en estado de alerta hasta que el tipo volvió a captar mi atención.

- La paz-, me dijo otro tipo que tenía la mano estirada esperando que se la apretara, ante lo
que yo solo pude responder: -sí, sí, la paz-. Y me volví a sentar.

107
Finalmente se inició la parte de la hostia. Para ver al muerto tenía que acercarme a las
primeras filas, donde se hacen los familiares y amigos, y por obvias razones corría el riesgo
de ser reconocido. Me parecía probable que a esas alturas todos estuvieran enterados de una
irrupción en el apartamento del señor difunto, así que me cubrí bien la cara con la bufanda
y me paré en la fila como cualquier cristiano que espera la salvación. El paso de la línea era
tortuoso, todo el mundo en la catedral se antojó de hostia esa tarde y me demoré casi cinco
minutos en la fila para poder pasar junto al cajón y darme cuenta de una desafortunada
circunstancia: estaba cerrado.

Regresé a mi puesto con el culo entre las piernas y una oblea desatándose en mi saliva, y
me senté junto al loco desquiciado y los mismos niños que ahora me miraban mascar la
hostia de forma insegura.

Más o menos a las 6:00 de la tarde, en medio de un estremecedor solo de Paganini, el cura
dio por terminada la ceremonia. Ese momento de desorden era mi última esperanza para
comprobar si era sólo el personaje el que había muerto, o si el cuerpo de carne y hueso de
quien fue Kafka estaba en verdad metido ahí.

La gente empezó a moverse de su puesto y dejó una estela de confusión en la que me podía
mover sin llamar la atención. Avancé hacia el altar con la bufanda cubriéndome la nariz,
muy atento por si lograba ver a Camila o a Simón y al mismo tiempo pendiente de que
ningún conocido de Kafka pudiera reconocerme y delatarme.

Avancé entre cientos de personas vestidas de negro. Había muchísima gente cerca, algunos
de ellos eran rostros conocidos del teatro, pero lo peor de todo no era eso, sino que había
una corona de gladiolo y rosas sobre la tapa y yo no podía simplemente acercarme al cajón,
quitar las flores, levantar la tapa y quedarme mirando al muerto como una especie de loco
necrofílico. El dilema estaba en que tampoco podía perder la oportunidad de saber la
verdad, así que tenía que pensar en algo más sofisticado, se me tenía que ocurrir algo
pronto, y algo muy inteligente, para poder acceder a la información que buscaba.

Cuando empezaron a mover el cajón tuve una idea. Me le acerqué al cura y le dije lo que
había planeado.

- Padre ¿Puedo ver al muerto?, creo que me ayudaría. -

- ¿Qué dice?-

Por un momento me quedé pasmado pues el parecido del cura con Simón Olarte era
impactante…

- Que me gustaría ver al muerto, padre –

- ¿Es usted un familiar?-

–Sí padre, soy Matías, Matías Kafka-.

108
La gente se miró confundida y en medio de la confusión me acerqué al cajón y abrí la tapa.
Mi cara se empalideció, me quedé ahí unos instantes en estado de shock y cuando al fin
levanté la cabeza y pude ver la mirada de todos sobre mí, estuve convencido de que estaba
rodeado de cientos de enfermos mentales.

(54)

Seis pequeños agujeros dejaban entrar unos chorros delgados de luz y por ahí mismo se
podía escuchar el ruido de la gente y los carros en la superficie. Lo aterraba estar bajo tierra
y durante dos horas estuvo gritando sin obtener más respuesta que el eco de su propia
voz…

(55)

A su izquierda se veía el brillo de un hilo de luz, un sedal que se hacía cada vez más
delgado, hasta fugarse en la oscuridad. A la derecha, lo mismo. La luz que entraba no se
dispersaba más de 6 metros y cualquier camino que tomara parecía imposible.

¿Qué es mejor? ¿No nacer, o vivir en una alcantarilla? Evidentemente no nacer. De hecho
¿qué de malo puede haber en no nacer?

Martín eligió una dirección. Caminó unos pasos hacia su lado izquierdo adentrándose en la
oscuridad. Más o menos a 15 metros se detuvo, miro atrás, vio el tenue resplandor de la luz
que entraba por la tapa de la alcantarilla y pensó en devolverse. No sabía si aferrarse a esos
rayos de luz o a la esperanza de encontrar una salida adentro de la oscuridad. Ambas
opciones parecían pavorosas. Pero la de esperar debajo de la tapa de una alcantarilla a ser
rescatado por un milagro no le pereció aceptable. No era como él, el Martín de siempre; la
gente no se sentiría maravillada por su comportamiento si simplemente esperaba.

Sobre la película negra que lo envolvía visualizó una reunión de gente riendo a carcajadas
con la historia de su maravilloso escape, y alimentado por eso, siguió caminando a través
del túnel hasta que no pudo ver nada. El nivel del agua era bajo, pero sus pasos arrastrados
casi no lo dejaban avanzar. Para distraerse pensaba en lo mucho que se le antojaba una
carne de buey de Kobe o un terrine de foie gras con gelatina de vino Laté Harvest, pero los
chillidos de las ratas y el aleteo de una mariposa le daban escalofríos y lo obligaban a
sacudir sus brazos para espantar alimañas que no estaban en ninguna parte.

109
Pasaron varias horas, ¿cuántas? era imposible saberlo. Pero ya no les temía a las ratas ni al
aleteo de la alimaña. De un momento a otro Martín sintió que no pudo avanzar más, paró de
caminar y dejó de esforzarse, se dejó caer al piso y recostó los músculos anudados de su
espalda contra un muro.

Unos minutos después sacó el arma que tenía en la cintura. La tuvo apretada contra su
pecho sin levantarse. Ahí, ahí estaba la salida; enfrente, en el tiempo y el espacio, estaba la
oscuridad. Martín respiró hondo antes de pararse. Le costaba contener los nervios. No sabía
por qué. Lo negro se hace denso como un muro. La oscuridad y la ilusión de profundidad.
¡Malditos genios! La oscuridad se convierte en un ser vivo que debemos atravesar. Martin
tenía la pistola apuntada hacía ella, volvió a respirar y disparó. El estruendo sacudió las
emociones, pero no hizo mella en su enemiga así que se volvió a sentar contra el muro y
esperó.

Nadie lo rescataría, parecía obvio ya, nadie lo estaba buscando en ningún lugar. Afuera, el
mundo transcurría como transcurría siempre, sin que nadie ni nada notara su minúscula
ausencia. Martín se sentó desconsolado -esto está muy satánico– se dijo a sí mismo, e
intentó reírse como lo haría normalmente, pero no le salió la risa. No tenía sentido reírse
porque no había nadie, no estaban los hombres de blanco, ni su madre, ni siquiera él mismo
reflejado en un espejo. En verdad no había nadie. Era como si se quedara sin fuerzas, como
si ya no valiera la pena luchar. No valía la pena tener ninguna actitud. Llorar o gritar o reír,
todo era inútil; todo perdía sentido. Estar feliz o estar triste era imposible sin los demás
mirando.

Pero desaparecer no es desaparecer realmente. Aunque no esté presente nuestro cuerpo,


nuestro personaje sigue actuando. Es como si los espíritus tuvieran inercia, porque Martín
sigue siendo algo allá afuera, sigue siendo algo en los otros. Parece que la nada se ha puesto
la máscara de Martín y Martín se ha puesto la máscara de la nada.

¿Pero qué pasa con todos esos sentimientos si nadie los percibe? Martín grita que quiere
suicidarse, y afuera de él, en el mundo ¿qué pasa?

De un momento a otro se llena de ira. ¡Nada! “A nadie le importaría si yo me muero. Todos


esos desgraciados, todos esos malditos que fingen quererme. En verdad no están dispuestos
a hacer nada por mí, solo le sirvo mientras les de placer. De lo contrario me desechan. Pero
les voy a demostrar”.

Martín respiró hondo, se levantó y empezó a andar. Caminó en medio de una oscuridad
absoluta por 20 minutos hasta que se encontró un resplandor. Detrás de la oscuridad se
escurrieron dos lágrimas de sus ojos. Dio otros cuantos pasos y por fin estuvo frente a la
boca del túnel. Entendió que era el momento definitivo para enfrentarse con ellos

Sintió algo de miedo en ese momento pero abrió los brazos y gritó…

110
No dijo nada. Solo gritó. No podía simplemente caminar hacia afuera y reintegrarse al
mundo como si nada. Necesitaba que la gente lo viera, tenía que hacerse notar para
compensar por todas esas horas en las que no había existido.

(56)

Las calles estaban plagadas de enemigos. Cada uno de los transeúntes podía estar a órdenes
del teatro preparándose para capturarlo. Cada uno podría hacerle daño solo por el simple
hecho de verlo desvalido y asustado. Él mantenía la distancia, y cuando veía una cara
sospechosa, o una mirada de odio, de inmediato se cambiaba de acera. Después de unas
horas de dar vueltas sinsentido y con la mente funcionando a máxima velocidad, no resistió
más; se sentó en una banca aislada de un parque e intentó descansar.

Matías pudo sentir cómo sus nervios se destrozaron por completo, sus segmentos afilados
se clavaron en su corazón, pensó en que su madre y su psiquiatra hubieran podido sacar
gran ventaja de ese momento en su conspiración por hacerle creer que era paranoico. Luego
se atacó a llorar.

La vida es algo horrible en verdad. Todo el tiempo hay miedo, miedo de los demás, de que
nos maten, de que nos roben, de que nos obliguen a trabajar por siempre, a huir por siempre
de que nos dejen morir de hambre, de que se burlen, de que nos dejen solos. A veces se
piensa que el mundo no es necesariamente así, que quizá en otro lugar y en otro tiempo el
mundo era bueno; pero no es cierto. En el colegio y en la niñez había miedo también,
diferente, pero había. Miedo a hacer el ridículo, por ejemplo, miedo a que se le apareciera
el ángel de la guarda, miedo a ser virgen después de los 17, o a que el tío drogadicto, casi
indigente; se apareciera frente a sus amigos y destrozara la buena imagen que se había
formado. Y aunque todos esos asuntos parezcan insignificantes cuando se está sentado en
una banca en un parque, aterrorizado y sin saber a dónde ir, fueron miedos también y nos
quedamos con la idea de que tal vez el mundo es tan horrible que ese maldito miedo es un
sentimiento necesario, y de que tal vez en un mundo tan aterrador el miedo es nuestro
mejor aliado.

Pero lo peor llega después. Cuando somos adultos ya no basta con tener miedo, sino que
además es necesario provocarlo. Nos condicionamos a creer que aquel que no produce
miedo es utilizado por los más perversos para volverse poderosos; por eso hay que robar,
hay que engañar y hay que burlarse de los otros. Para que nadie nos vea como víctimas
fáciles; para que no nos utilicen. Hay que intimidar para que no nos destruyan.

Matías estaba tirado en una banca en un parque. No tenía un lugar seguro a donde ir (Los
genios lo estarían esperando en su apartamento, seguro que sí). Era casi un vagabundo.
Llevaba 30 horas caminando por las calles y los indigentes hacía rato había dejado de
acercarse a pedirle plata

111
Desde que entró al teatro estuvo escondiéndose de todos los que conocía. De Pombo, de
Camacho de sus primos Roldán y Santa María…. Y de repente, mientras se encontraba
tiritando de frío en una esquina, con hambre y con la ropa sucia, entendió que la gente que
lo conocía, toda esa gente con la que convivió por 20 años, ya no le interesaba. De pronto
supo que ya no tenía miedo de lo que pensara ninguno de ellos, de pronto sintió ganas de
ver todos los edificios alrededor suyo desmoronarse en una orgía de fuego y cristales.

Se levantó de la banca. Encendió un cigarrillo, cerró el puño derecho, levantó el dedo


corazón y dio la vuelta mostrándolo a todos.

Quiero ver al mundo arder. Que mueran los que han de morir, que ardan en la pira purificadora.

Matías pateó una lata de Coca-Cola medio llena que estaba en el piso, lanzó el cigarrillo lejos y
empezó a caminar.

Algún día tendré la fuerza para prenderle fuego a este mundo.

(57)

El viento bajaba de los cerros y circulaba entre las callejuelas de la candelaria, con él
viajaba una ligera bruma y sus gotas se depositaban sobre los bordes de cada cosa. Un
hueco en las nubes dejaba ver las tres marías y algún Airbus de 2 motores giraba hacia el
norte sobre el centro de la ciudad.

Un ex estudiante del Colegio Británico se esforzaba por encender un cigarrillo, pero la


llama sólo estuvo encendida un segundo y no alcanzó a prender la hierba seca. Por detrás se
acerca una moto con dos hombres armados, pero el silbido del viento oculta el sonido de la
moto hasta que está cerca y no tiene más remedio que lanzar el cigarrillo al piso y seguir
caminando como si nada pasara.

Los policías se le acercaron y condujeron a su lado por unos metros sin decir nada. Él se
esforzó por ignorarlos y caminó con la mirada fija en el asfalto y una serenidad mal fingida
en la cara. Su pulso se estaba fuera de control, pensaba en cuál sería la mejor actitud para
enfrentarse a dos tipos como esos, pero la tormenta emocional bloqueó sus ideas y no pudo
hacer más que rezar un padrenuestro al tiempo que aceleraba el paso.

Justo antes de llegar a la esquina uno de los policías bajó de la moto y lo obligó a detenerse.

- Caballero, permítame su identificación. –

El policía tenía una voz carrasposa, como de gripiento,y el joven casi se orina en los
pantalones.

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Mientras buscaba en su billetera, el policía le dio una mirada de arriba abajo.

-¿A qué se dedica? - …

El joven sintió renacer todo su odio natural hacia ellos. Hasta entonces se había comportado
con cierta obediencia, porque los policías no habían hecho nada raro, y él estaba tratando de
encender un cigarrillo de marihuana ¿pero de cuándo a acá uno le tiene que contar a los
policías a qué se dedica? ¿Qué razón tienen para hacer esa pregunta? ¿Será acaso que su
incompetencia los ha llevado a creer que los criminales en un descuido van a confesar un
crimen involuntariamente? ¿Creen que van a decir: señor policía, pues verá; yo me dedico a
secuestrar? ¿O será que hay ocupaciones que son mejor vistas por ellos y que de eso
depende como tratan a los ciudadanos? ¿Será acaso que si uno es trabajador de una obra
pueden golpearlo más, o en partes más delicadas que al gerente de un banco?

El ex alumno del Colegio Británico no estuvo dispuesto a soportar la humillación de que lo


juzgaran por no ser estudiante de los Andes o no tener un empleo de saco y corbata, así que
miró al policía con toda la arrogancia que pudo y le contestó – señor agente, soy vice
presidente ejecutivo de la Exxon-Mobile- y al tiempo que le entregaba su cédula remató
diciendo - si me trata bien puedo ayudarle a conseguir un empleo decente-…

El policía sonrió. De un empujón lanzó al joven contra el muro que olía a orines y lo
empezó a requisar. El patrullero gordo permanecía sentado en la moto con las manos sobre
el timón, miraba hacia atrás y los lados cada dos segundos, pero la calle estaba desolada y
los pocos que cruzaban la esquina no se tomaban siquiera el trabajo de observar.

-Abra las piernas, chino marica-, le dijo el policía cuando ya lo tenía contra el muro.

- Señor agente ¿quiere que las abra como su madre me las abrió, o no tanto? -

El policía se quedó estupefacto. Por unos segundos no movió ningún músculo, era como si
la respuesta hubiera causado un corto circuito en su cerebro. Estaba enrojecido, con los ojos
abiertos y la mirada perdida en un punto de fuga interior. Era evidente que no estaba
programado para recibir ese tipo de respuestas y quizá se hubiera quedado ahí, paralizado
por siempre, si no es porque el policía gordo de la moto le gritó desde la moto: “dele a esa
gonorrea.”

De inmediato, como si respondiera a la orden, el policía flaco e indignado le pegó una


patada en el estómago que dejó al joven tendido en el piso. Aunque el adolescente se
revolcaba, el policía no se sació con eso y le puso la bota en la cara…“qué espera. Saque la
lengua y límpiela”.

Una lágrima de humillación alcanzó a salir de sus ojos. La idea de rebelarse, de volver a
insultarlos no le pareció tan mala al comienzo, por lo menos en comparación con el dolor
de la humillación, pero después de un instante de reflexión tuvo la sensación de que eso era
justamente lo que el maldito quería provocar. Él quería tentarlo, quería justificar su arresto
para torturarlo durante la noche entera, y fue entonces cuando en contra de los sentimientos
de arrogancia y autosuficiencia que aprendió en su colegio, sacó la lengua despacio y la

113
pasó por la suela de la bota. Tuvo un espasmo de náusea mientras escuchaba las carcajadas
del policía, que además lo hizo repetir el movimiento 10 veces, hasta que por fin estuvo
satisfecho con la tortura y se volvió a subir a la moto.

Antes de irse le apuntó con el radio que tenía en la mano y lanzó una última amenaza:

– Que no lo vea vagando por acá otra vez, o si no me va a tocar ir a visitar a su madre. –

En ese instante el adolescente hizo algo que terminó por convencerlo de que había cosas
más placenteras en la vida que tener sexo con dos brasileras. Mientras el policía lo miraba
con una sonrisa cruel de superioridad, él agarró una piedra que estaba en el andén, esperó
un segundo hasta recuperar el aire que había perdido y le tiró la piedra, con mucho cuidado,
para no pegarle en el casco.

Hay pocas cosas más fascinantes en el rostro humano que el tránsito entre la expresión de
poder y la del terror. Ese debe ser el placer de los malvados, su razón de ser, el poder de
humillar al poder.

El policía lanzó un aullido horripilante y se agarró el ojo. El gordo apagó la moto y se lanzó
a ayudarlo. Mientras tanto, el agresor se le acercó rápido, arrancó la cédula y la pistola de
las manos ensangrentadas del policía y se perdió por entre la calles del barrio.

(58)

Caminé por varias horas hasta que por fin me detuve y lo vi. Mi antiguo barrio, con las
mismas sombras mecidas por el viento. El mismo lugar lleno de árboles, con calles limpias
y fachadas elegantes. Caminé unos metros con una sonrisa en mi cara, respiré el aire de los
pinos, vi gente bonita caminar por la calle, con I-Pods y Golden Retrievers, y al final, una
lágrima se escurrió de mi memoria al ver la entrada de mi edificio.

Me pasé las manos frotándolas contra los antebrazos para recuperar algo de calor. Los ojos
se inundaban en contra de mi voluntad...
¿Pero por qué tengo tanto miedo? Para qué le sirve esta ansiedad a la naturaleza. ¿Es tan
malo acaso que me odie mi mamá? ¿Es tan malo vivir sin Camila? Pues millones de
personas en el mundo viven sin dinero, sin Camila y sin mi mamá, entonces ¿A qué es a lo
que le tengo miedo en verdad? ¿Es tan malo que la gente muera? ¿Acaso es tan malo
morir? ¿Dejar de ser? ¿Es tan malo desaparecer? Desde luego que no, pero la razón es una
miserable inútil cuando hay miedo acumulado por dentro; y cuando uno está asustado
empieza a ver enemigos por todas partes, no importa si sabe que está asustado y que la
gente asustada ve cosas, porque igual lo asustan y las ve.

Las gotas de lluvia escurrían de los árboles. No llovía en ese momento, pero aún estaban en
las hojas las gotas de una nube lejana…

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No me sentía capaz de confrontar a mi mamá, no me sentía capaz de ver en sus ojos todo el
dolor que le había causado y le di varias vueltas al parque pensando qué sería lo primero
que le diría. En verdad es difícil encontrar qué decir después de desparecer por meses sin
siquiera hacerles una llamada telefónica. No podía entrar como si nada y decirles: lo siento
mucho, no pude avisarles porque se me descargó el celular, o algo parecido. La frase tenía
que ser conmovedora, así que después de devanarme los sesos, decidí que la línea adecuada
sería la siguiente: -mamá, sólo espero que algún día entiendas por qué lo hice-.

Dio dos pasos firmes hacía la portería, pero entonces fue como si se chocara con un muro
de nostalgia que no lo dejó avanzar. Se sintió desconsolado. Se arrastró por la pared hasta el
piso y se sentó. La pared blanca, con sus pequeñas protuberancias se había vuelto una
infinita cordillera nevada, y sus nieves perpetuas y majestuosas rodeaban el timbre
contrastando con el calor profuso del delirio.

Rompió en llanto por la frustración. No podía controlarse. Su respiración estaba acelerada,


sus brazos y su lengua se durmieron y sentía que todos en la calle lo miraban. Quizá nunca
en la vida sintió tanta desolación y desespero, nunca antes vio la última esperanza apagarse
en el alma.

Matías pasó horas recorriendo las calles. La tentación del suicidio aparecía de vez en
cuando, pero no como el orgasmo de fuego y cristales, no como clamor desesperado que
siempre imaginó, sino como una tristeza profunda, pero serena a la vez. Los recuerdos de
aquel vacío mental con el que fantaseó desde su terraza desfilaban en su mente
mezclándose con el miedo y la ansiedad. La idea de la muerte le pareció amigable por
momentos. A fin de cuentas, ella solo pedía unos segundos de pánico y dolor a cambio del
descanso eterno. Pero Matías tenía muy claro algo, de llegar a suicidarse, no lo haría solo
por descansar. Su suicidio sería un desprecio furioso por el mundo y sus imposiciones.
“Roldán prefirió matarse antes que obedecer las reglas”. Con que solo una persona pensara
eso, ya habría bañado su memoria con más dignidad que la de cualquier exitoso empresario.
– “Matías ha desaparecido para siempre”, sí señores, la sola idea lo seducía hasta el borde
de las lágrimas y le quitaba el miedo de cualquier consecuencia mundana… no duraba
mucho, sin embargo. Solo sentía la cercanía de la muerte y su anhelo por unos segundos, y
sabía que necesitaría de horas, quizá de días con ese sentimiento para poderlo ejecutar.
Estaba claro que no podría permitirse un suicido histérico, improvisado, o de depresión
inducida por drogas; eso no tenía sentido, porque si se tratara de hacer algo sin sentido,
pues más fácil le quedaba mantenerse con vida.

Con 10 mil pesos en la billetera logró sobrevivir dos días en la calle. La primera noche
tomó un bus y durmió en el aeropuerto, pero la segunda, cuando ya estaba sucio y se había
llenado de la desconfianza de la pobreza, no encontró otro remedio que pasar la noche

115
caminando y parando a descansar en los parques. En esas horas difíciles se dio cuenta de
que hay algo espectacular en el fracaso y el sufrimiento que muy pocos pueden reconocer.
Un extraño placer de paladares educados es el fracaso, un estado de máxima sensibilidad,
de suprema libertad, en el que existimos sin depender de los otros y podemos percibir las
distintas mareas del alma.

Desde el fracaso pudo ver los engranajes grasosos y oxidados de esa máquina social que
antes lo tenía en lo más alto. Pudo ver el sometimiento de cada ser al estado de las cosas.
Entendió que la gente no sabe que es gente, que son solo personajes, personajes
comprometidos con ellos mismos, disciplinados en su trabajo, en su familia…Desde que
nacen hasta que mueren permanecen con las mismas ideas, los mismos sueños, el mismo
nombre; desean ser otra cosa pero están demasiado comprometidos con ser el que sueña,
como para algún día alcanzar el sueño…

Con los últimos 500 pesos se sentó en una tienda y pidió un tinto. Los titulares de un
periódico que colgaba lo dejaron perplejo. Había leído cosas parecidas millones de veces,
pero esta vez pudo apreciarlos en su verdadera dimensión: asesinatos, fugitivos, pobreza,
tortura, reinados de belleza. Por un momento sintió que debía tomar un machete y matar a
cada uno de los seres culpables de tanta desgracia, pero se le pasó pronto. Se quedó
embobado con unos adolescentes que pasaron por la séptima en un Mercedes Benz y
suspiró de nostalgia: (esa veja burbuja).Sintió envidia por la patética condición de esa
gente, por todos los males que implicaba su éxito. Sintió que el teatro era una especie de
acuario y que afuera había un lugar donde podía darle rienda suelta a su espíritu…pero de
nuevo, fue solo un segundo. Lo mismo le había pasado con el colegio, y al salir no encontró
nada. ¡La sociedad entera era un lugar terriblemente limitado! Un acuario incluso más
pequeño que el teatro. No importaba a donde se moviera o qué cosa hiciera, porque
alrededor se repetían los mismos personajes y las mismas escenas insulsas. No había nada
afuera, nada más allá de esto que vivía. ¡Nada!

La idea de regresar al mundo ya no tenía sentido. Su última seguridad desapareció. Perdió


sentido la posibilidad de huir de ese grupo de locos y regresar a su casa, pues la verdad era
que la sociedad no le parecía ahora más que una exageración del Teatro de los Genios.

“Las palabras no describen, construyen existencia”- dijo el sabio Caldas alguna vez, y
ahora parecía confirmarse, pues desde el momento en que aceptó describirse a sí mismo
como un criminal, como un hombre apartado del mundo, como un hombre que amaba con
pasión sin importar lo que pensara la gente, como un libertador, como un genio,
entendió que su vida no había cambiado mucho sino que era, de hecho, otra vida.

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(59)

Camila recibió la notificación unos minutos pasada la media noche.

Lamentamos comunicarle que Franz Kafka ha muerto. Debe presentarse en el


auditorio del teatro apenas sea posible. Se recomienda que venga sola y preparada,
pues se le asignará un nuevo papel.

Encuentre al respaldo los detalles del sepelio

ATT: La dirección.

Ella salió confundida. Se puso una sudadera encima de la piyama y sin tener claro lo que
significaba ese mensaje, recorrió las 5 cuadras hasta llegar a la puerta del teatro.
La ansiedad la llevaba casi al límite de sus fuerzas, y aunque llovía fuerte esa noche, solo se
tardó 15 minutos antes de aparecer golpeando en la puerta del teatro.

Cuando le abrieron se detuvo un momento a respirar. Levantó la cabeza y vio que sólo un
par de genios y aspirantes deambulaban por ahí. Se sentó en una de las sillas del palco.
Recordaba los ejercicios de respiración de Yoga, trataba de poner su mente en orden, de
dejar al miedo suspendido en el vacío de la meditación, pero muy pronto empezó a temblar
por el frío. Le molestaba que su cuerpo fuera tan frágil. Aun cuando su mente se elevaba
hasta casi tocar la glándula pineal de Dios, bastaba con un saco mojado y una noche fría
para regresarla de pronto al dolor. Podía ser que la mente humana fuera frágil y efímera, o
que ella fuera demasiado tarada para controlar su propia mente. Lo cierto es que estuvo
tiritando cerca de 20 minutos hasta que un tipo apareció en el escenario y se le acercó. Era
un hombre que no había visto antes. Caminó hasta ella sin hablarle, puso una manta sobre
sus hombros y le pidió que subiera a las oficinas del segundo piso, donde la estaría
esperando el director. Ella lo siguió sin hacer ninguna pregunta, atravesaron la tribuna y el
corredor, subieron las escaleras, rodearon la plazoleta por el balcón del segundo piso y al
pasar por la cuarta puerta, el guardia le pidió que entrara.

Era una habitación pintada de blanco, con dos espejos, una cama grande y nada más. Ella
esperó casi una hora antes empezar a golpear, pero desde afuera, el hombre le pidió que se
pusiera cómoda porque el director estaba ocupado. Camila estiró las piernas y se recostó
sobre la almohada pero no logró ponerse lo suficientemente cómoda como para la espera
que se le venía encima, pues el director se demoró 19 horas en atenderla.

Rodeada de luz y de silencio las memorias se hacían inestables. Cada recuerdo despertaba
sensaciones que llamaban a otros recuerdos, a veces de cosas que nunca le habían sucedido,
o ideas nuevas sobre lo ilusorio de sus recuerdos reales. Estados alterados de conciencia,
metempsicosis, alucinaciones lúcidas. Cada pensamiento era sinestesia del alma. Una
cantidad de tiempo incomprensible. Eterna, microscópica, blanca y negra, una escisión de
mil almas dentro de una sola y una aleación final.

117
Cuando el hombre retiró los seguros y abrió la puerta ella estaba dormida. El guardia se
acercó y le movió un hombro con gentileza. Ella ronroneo un momento y estiró sus brazos.
Después se dio cuenta de dónde estaba. Su mente se rearmó y estuvo a punto de reventarle
la nariz.

- Llevo todo el día esperando desgraciado, ¿por qué me cerró con seguro?-

- Disculpe-

- ¿Está loco? ¡Lléveme ya donde el director!-

Estaba a abofetearlo e insultarlo, pero cuando entró y vio a ese hombre a los ojos y en su
mano un nuevo sobre rosado, algo se le revolvió por dentro. No protestó, no le dijo nada,
solo -hola, cómo estás- y se tomó el pelo para arreglarlo.

El director le entregó el sobre. - Perdón por la demora-, le dijo. Pero Camila no contestó.
Tomó el sobre entre sus manos, desgarró uno de los bordes, sacó una carta, la desdobló y la
leyó. Al enterarse de su nuevo papel apretó los puños. Después arrugó el pequeño trozo de
papel rosado, lo tiró al piso y emprendió su camino de regresó al apartamento de Gilma con
una misión muy clara en su mente.

(60)

Era muy tarde en la noche cuando estuvo de regreso en el centro. Se sentó enfrente del
centro comercial Terraza Pasteur. Se sentía cómodo entre artesanos y borrachos
ocasionales, se sentía protegido, quizá porque no juzgaban y porque no se estaban
esforzando por ser mejores. Le pidió un cigarrillo a un indigente que fumaba en las
escaleras y empezó a caminar. Se abrió la chaqueta, cubrió su cigarrillo para que no lo
consumiera el viento y cada 5 segundos se lo metía entre los labios secos.

Desde la esquina notó que las luces estaban apagadas. Observó el edificio por más de media
hora, buscando luces que se encendieran, siluetas que atravesaran las ventanas o personas
que entraran y salieran. Matías estaba seguro de que, por más dementes que estuvieran, era
difícil que los genios vigilaran el edificio las 24 horas del día, así que sería cuestión de
esperar en la calle soportando el frío.

Pasaron un par de horas sin que hubiera movimientos y entonces se sintió seguro para subir.
Se quitó los tenis y se tardó un rato girando la cerradura para no hacer ruido. Dio los
primeros pasos sobre la baldosa de la sala, después se detuvo y se quedó en silencio para
asegurarse de que no hubiera ruidos sospechosos. Inició el recorrido hasta su habitación.
Exhaló el aire que tenía contenido y aflojó los músculos, la tensión había disminuido casi
del todo cuando, de un momento a otro, la luz de la sala se encendió y Matías sintió que le
tocaron el hombro.

– La vida es en verdad horrenda, pero aún no me quiero morir –, alcanzó a pensar.

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(61)

Desde el momento mismo en que encendieron la luz y alguien puso su mano en mi hombro,
estuve seguro de que a mis espaldas se encontraba un miembro del teatro. No sabía quién
podía ser, pero de lo que no tenía duda, era de que ése alguien tenía la orden de hacerme
daño.

No tuve el coraje de voltearme, ni siquiera el impulso de correr. Me quedé paralizado en la


misma posición en que estaba cuando se prendieron las luces. Apreté los dientes con
amargura. ¿Cómo era posible que hubiera caído en la trampa? ¿Qué clase de idiota regresa
a su casa, donde todos saben que vive?, pero lo único que podía hacer era rogar que me
perdonaran.

– Yo no hago parte del teatro, ya me retiré, esto debe ser un error, por favor, yo ya no estoy
en el teatro.-

El verdugo subió sus dos manos lentamente. Se alejó del hombro pasando por el cuello
hasta llegar a los ojos. Después de que estuvo seguro de haber bloqueado mi visión con sus
dedos, empezó a girar mi cuerpo hasta que estuvimos cara a cara. Yo sudaba sin control,
esperaba un disparo, una puñalada, o que me metieran un trapo en la boca, me lanzaran en
el baúl de un carro y me obligaran a desaparecer. Pero cuando el atacante habló, me dejó
desconcertado, pues simplemente me susurró al oído: -adivina quién soy –.

(62)

Martín acarició la pistola y la cubrió de sudor. En su mente retumbaba la conversación que


había escuchado. Por un momento se le ocurrió que podría llamar a la policía y que podría
ahorrarse problemas, pero desechó la idea. Levantó la pistola que estaba apoyada en sus
piernas y apuntó, después revisó el botón del seguro por última vez, contuvo el aire y apretó
el gatillo….

Afuera del baño no se escuchó nada. Martín soltó el aire sin dejar de apuntar la pistola al
techo. Le dio gracias a Dios porque el percutor estaba asegurado y memorizó la posición en
la que debía estar el botón. Después escondió el arma en su jean sucio y corrió afuera del
baño. Los guardias del centro comercial lo esperaban allí. Martín no los miró a los ojos.
Estaba nervioso. No podía permitir que llamaran a la policía. – Ya me salgo, señores, ya me
salgo- , les dijo y caminó sin mirar atrás.

Cuando salió no se alejó demasiado. Martín se sentó en las escaleras de Terraza Pasteur. Se
compró dos cigarrillos, regaló uno y se fumó el otro mientras esperaba que fuera el

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momento. Estaba decidido a ir esa misma noche al apartamento de Gilma para llevarse a
Camila y solo esperaba que pasara la hora a la que Matías se dormía.

Antes de pararse miró su ropa harapienta, se tocó la barba larga y sonrió satisfecho. Nadie
sabía de su paradero, nadie sabía cómo se veía, nadie sabía, si quiera, si estaba vivo o
muerto, y su pene se fue erigiendo poco a poco. “¡Puedo hacerlo!, se dijo, la memoria de
los otros ya no es un límite, lo que sabían de mí ya no es una cárcel”... manoteaba como un
autista, hablaba en voz alta y se reía solo. Se reía porque veía infinitas posibilidades,
historias potenciales de sí mismo y se deleitaba con todo lo que podría ser sin darle
importancia a los transeúntes que se alejaban cuando lo veían.

A las 2 de la mañana Martín se levantó coreando una canción de Janis Joplin y empezó a
caminar al occidente…

(63)

Cuando Camila quitó sus manos de mis ojos y la pude ver, supe que no me iban a matar.
Ella se quedó en silencio al comienzo. No supo cómo reaccionar y yo la miré a los ojos
temblando de indefensión. Ambos nos quedamos quietos. Después ella se acercó y me dio
un abrazo que llenó mi corazón de una asombrosa calidez. La mantuve pegada a mi pecho
para que no me viera llorar, pero en el primer instante en que pude ocultar mi llanto, le pedí
que saliéramos de allí y fuéramos a la policía. Traté de convencerla de que saliéramos
pronto, que nos alejáramos de todo, que nos fuéramos a otro país a vivir lejos. Le rogaba
que denunciáramos a los genios y huyéramos, pero ella me pedía que nos quedáramos,
defendía al teatro con pasión y decía que el éxito no estaba en huir del teatro, sino en llegar
a dominarlo.

-Ya no soy la amante de Kafka, está muerto, dijo, podemos estar más tiempo juntos,
podemos seguir adelante en este juego, no te rindas Mati, sigamos las reglas; para ser genio
hay que esforzarse….- pero yo seguía insistiendo en que escapáramos, como una vieja
histérica.

Pasadas las 4 de la mañana yo estaba atravesando una implacable indigestión verbal. Las
palabras de Camila eran como agua salada y caliente. Me sentía literalmente intoxicado y
sentía ganas de escupir para quitarme las náuseas. Tuve que parar la discusión para no
vomitar. Saqué un par de cigarrillos de una caja que tenía escondida en el cuarto y le ofrecí
uno a ella, no sé por qué lo hice, pero ella lo aceptó y se fumó su primer cigarrillo en tres
años. Ambos disfrutamos del crujir de la hierba que se encendía y justo cuando la primera
bocanada de humo salía de su boca, ella continuó.

-Matías, ya no sé qué más decirte, pero tienes que creerme.-

Intenté hacer unos aros de humo con los labios, conteniendo una sonrisa y mientras
exhalaba el resto de humo, le respondí mirándola a los ojos:

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- ¿Por qué tengo que creerte?, no hay nada hasta ahora que me haga cambiar mi opinión y
confiar en ti. –

Ella no dudó.

-Porque te amo, Matías, porque estoy enamorada de ti- .

Podría creerse que los días en la calle, las experiencias criminales, el terror y la presencia
de la muerte me habían curtido el corazón, pero en ese instante supe que seguía siendo tan
vulnerable como antes. En ese instante supe que ella era la nueva dueña de mi alma, pues
con una sola frase, logró escindir mi razón del corazón. Los esfuerzos que hice por seguir
estresado y por demostrar miedo y sufrimiento fueron insuficientes. A los 15 minutos
estaba lanzando mis pantalones detrás de su cama y mi corazón sedicioso latía como la
primera vez que vi sin ropa a una mujer.

Durante el tiempo que estuvimos en la cama accedí a regresar a las actividades del teatro,
sin embargo, no soy tan inconcebiblemente estúpido como ustedes creen, es cierto que me
convertí en una hormona con patas, un contenedor de carne para oxitocina o como quieran
llamarlo, pero en el fondo prevalecía una chispa de razón que iluminaba mis actos. Estaba
comprometido a no regresar al teatro y como bien decía Caldas cuando estábamos en el
colegio: “Cuando Matías Roldán está firmemente comprometido con algo, a veces lo
logra”.

Le dije a Camila que regresaría solo después de tomarme unos días de descanso en el
apartamento y ella accedió. Eso me daba tiempo para organizar mi cabeza, pues a pesar de
todo el amor, y de que me hubiera encantado creerle, lo cierto es que estaba cagado del
susto.

Les confieso que ni siquiera podía dormir bien. Ante cualquier ruido fuerte se me revolcaba
el corazón y me sentía asfixiado por la oscuridad del cuarto cuando abría los ojos. Tenía
pesadillas y me llenaba de nostalgia. A veces tenía más miedo de los sentimientos que me
producían las imágenes de mi mamá y de Alejandra que de los peligros del teatro y tenía
que hacer ejercicios de respiración para evitar los ataques de pánico. No eran las noches
más placenteras del mundo, pero a fin de cuentas, cuando me levantaba en la mañana y veía
las sábanas revueltas y los dos condones tirados en el tapete, sentía que todo el terror valía
la pena.

Casi no salía del apartamento por el miedo. Me la pasaba diseñando estrategias para
contrarrestar a mis enemigos; escuchaba Verdi o Radiohead, espiaba a la mujer que amaba;
y al mismo tiempo que le prometía a Camila que volvería al teatro, le estaba entregando
dinero al tipo que cuidaba los carros para que no dejara subir a nadie sin avisarme antes.

No me molesté en informar al teatro sobre mi retiro y los demás ya no representaban un


problema real. Únicamente salía en las tardes a traer algo para la cena y un par de roscones
para ella. El resto del día disfrutaba de esa maravillosa sensación que es la vida en pareja
cuando no está la pareja. Hacía lo que se me daba la gana. Caminaba en bóxers por la casa,

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ponía Giuseppe Verdi a todo volumen, me masturbaba en bola, con las ventanas abiertas; y
cuando los recuerdos de mi familia intentaban molestarme, yo podía asfixiarlos porque toda
mi mente estaba envuelta en una idea tranquilízate, una especie de gas analgésico anti
Alejandra que calmaba cualquier idea de soledad o inseguridad.

Había decidido creer en Camila. Había decidido confiar en lo que ella decía aunque en el
fondo mi razón decía que era un error. Ya nada importaba en realidad. Podría decirse que
era un nuevo Matías, un Matías alegre, sencillo y mediocre; un enamorado. Quizá no tenía
la arrogancia, ni la belleza, ni el dinero del colegio; ni tenía la vida estrepitosa e imparable
de los primeros meses del teatro. No desenmascaraba escritores, ni buscaba amigos
desaparecidos. Era un don nadie, pero un don nadie con la libertad que solo tiene el que ha
perdido toda confianza en la realidad; porque sí algo era cierto, señores lectores, era que la
realidad ya no me infundía el mismo respeto de antes. Y cuando me veía en el espejo justo
para irme a dormir, cuando veía esos ojos con pupilas dilatadas y el centelleo intermitente
del delirio, no podía evitar pensar que la realidad no es más que un mal necesario, un mal
necesario para que exista la imaginación, y que buena parte de las desgracias del mundo
suceden porque casi nadie conoce la fragilidad de todo aquello que damos por hecho.

Ya no pensaba en lo que era cierto y lo que no, en lo que era teatro y lo que era verdad. No
me importaba. Yo creía en Camila y creía en mi miedo, yo creía en la sinceridad de ella y
creía en su falsedad. Todo el espectro de su personalidad se cruzaba por mi mente, pero ya
no me detenía a analizarlo, pues a esas alturas de la vida, la verdad y la mentira no me
parecían muy distintas la una de la otra.

Por esos días estaba seguro de que si me concentraba lo suficiente, podría aparecer en otro
lugar del universo: en una playa, en una selva, en Miami, en otro tiempo, en otro planeta,
dónde fuera; lo creía en serio, como una especie de enajenado, como una especie de Martín;
y terminaba por compadecer a todos los tarados con los que compartí mi vida pre- teatro.

Así es, señores, terminé por sentir lástima de todos esos que tanto se esfuerzan en lo que
hacen, en su trabajo, su estudio, su relación, y que siempre terminan chillando porque nada
es como sueñan; me compadecí de todos los tipos desesperados y los que se obsesionan con
estupideces, pues no parecen haberse percatado de lo maravillosa que es en verdad la vida.

(64)

En solo un par de días, el mundo había cambiado de nuevo. Vivía en un mundo donde el
amor era posible, vivía en un mundo de ilusiones. Llegué a imaginar nuestra casa y
nuestros hijos. Se llamaban María Camila y Alejandro. También había un perro, se llamaba
Martín y era un Bull Dog baboso y fétido. Yo decidía entrar a la universidad para poder
darle todo a María Camila y Alejandro. Conseguía un buen trabajo y me reconciliaba con el
mundo. De pronto todo el dolor y la injusticia de la tierra se me haría irrelevante, el miedo
se iría porque Camila sería todo mi mundo. Mi alma se disolvería en su alma hasta

122
desaparecer, y esa era, sin duda, la forma más maravillosa de desaparecer; desaparecer en el
amor, sí señores, diluirme en el alma de ella….

El tiempo transcurría de forma inusual cuando la amaba. Como el de los relojes con el
segundero que no se detiene. Por primera vez el tiempo no fue una sucesión de momentos,
fue un momento constante. Especialmente recuerdo un día en que me quedé mirándola
después de hacer el amor; estaba más presente que nunca, presente de una forma particular,
y empecé a jugar con su imagen. Movía mis ojos para alterar la percepción, cerraba los
párpados un poco, después más; jugaba con la luz para verla distinto.

Te miro con un ojo y estás quieta.


Te miro con el otro y saltas.
De repente estás detenida en otra parte.
Pero cierro un ojo y abro el otro.
Abro un ojo y cierro el otro para verte bailar.
Entones saltas de un lado a otro sin darte cuenta.
Apareces y desapareces sin recorrer espacio.
Luego los cierro y está todo oscuro,
Pero los abro de nuevo y estás,
Como siempre estás:
En muchos sitios a la vez…

En ese momento estaba presente. Mi cabeza estaba en calma; Camila respiraba despacio.
Yo sentía su abdomen inflarse y desinflarse a un ritmo regular y estaba seguro de que su
cabeza estaba entregada al presente también. No teníamos metas, anhelos o necesidades; no
teníamos ni siquiera fantasías. Compartimos el alma por un momento, compartimos la
naturaleza, la ausencia de nombres y de posibilidades; compartimos un tiempo. El tiempo
real, no el de la mente.

Estuvimos toda la tarde acostados. Dormimos un par de horas y en la noche salimos a


comer. Fuimos al Crepes de la Jiménez, la invité para celebrar nuestro reencuentro y al
regresar ella se durmió temprano en su cuarto. Yo me quedé leyendo un rato porque no
podía dormir. Leí un poco de Houellebecq, un poco de Caicedo y de Artl. Me pareció que
le sufrimiento del mundo me conmovía de forma diferente; ya no me llenaba de ira. Sentí
que mis ambiciones se debilitaban y mis deseos perdían la influencia que tuvieron alguna
vez…

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(65)

-Mierda, ¿estoy desaparecido?-

Fue lo primero que le pasó por la mente. La oscuridad y el silencio eran herméticos. No
estaba el resplandor de las luces de la calle, no estaba el zumbido de la nevera vieja, no
estaban los carros, no había nada afuera…-al menos no hay llamas tampoco-, pensó…

Él era todo lo que existía, sin nada que mirar y sin nada que oír. No podía evitarlo y gritó
como pudo entre el llanto. Gotas de sudor gruesas caían de su pelo. Quitó las cobijas de
encima y se dio cuenta de que estaba helado por el sudor. En medio de la oscuridad se sentó
sobre la cama para quitársela de encima…

(66)

De pronto crujió algo con fuerza… en algún lugar. Al comienzo sintió que el miedo le
quitaba el aire, pero pronto se fue calmando, se fue calmando porque algo sonaba, no
importaba lo que fuera, ni dónde, siempre y cuando sonara en algún lugar…

Ya con algo de sosiego pudo deducir de dónde venía el ruido y una sensación de alivio lo
invadió. El ronroneo del motor de la nevera lo arrullaba como nunca antes y en algún lugar;
quizá en su cabeza, quizá en un apartamento vecino, alguien encendió la luz haciendo que,
con solo esa frase, se rearmara la existencia. Era la primera vez en su vida que lo
despertaba el silencio y la primera vez que se sentía asustado de perder todo contacto con
la realidad.

Matías se levantó a caminar por la casa con la esperanza de encontrarse a Camila o a Gilma
deambulando por ahí, pero Gilma estaba en su cuarto y Camila dormía después de dos
horas de Yoga. La súbita sensación de haber desaparecido se le quedó pegada a los huesos
y no conseguía sacudirla. Se asomaba por la ventana buscando que la vida nocturna lo
distrajera, quizá un asalto o unos adolescentes peleando, pero nada; la sensación estaba ahí,
ese breve instante en el que estuvo solo, rodeado por el silencio y la oscuridad, en el que
fue solo él, sin que existiera nada más, se le quedó pegado a los sentimientos… era una
claustrofobia espiritual, como si se asfixiara en sí mismo, como si él fuera una habitación
cerrada y los demás fueran ventanas; como si fuera buzo en un mar turbio y los demás,
tanques de oxígeno. Como si su alma fuera insuficiente, como si estuviera vacía o llena de
oscuridad, cómo si el infierno fuese él mismo y no lo demás, como si no hubiera a qué
aferrarse por dentro y no hubiera qué observar; como si no fuera nada y todo lo que fue,
hubiera desaparecido; como si todo lo que fue, no fuera él en verdad, como si los demás
fueran él y él no fuera nada…

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Matías sirvió un vaso con agua, se lo tomó completo sin respirar y se sirvió uno nuevo que
bebió con más calma mientras daba vueltas en la cocina. No quiso encender la luz. Aún
sudaba. En silencio repasaba lo ejercicios de respiración que Camila le enseñó en el parque
hasta que, poco a poco se fue armonizando su ser. Los pensamientos bajaron su velocidad y
las funciones de su cuerpo fueron retomando el ritmo regular. Su mente entró en un estado
de calma casi nirvánico. “No soy nada, pensó, todo esto que he sido: asesino culposo,
promiscuo, estudiante, no estudiante, novio, mejor, pobre, rico…nada de eso me sirve
cuando estoy solo”.

Pero Matías no pudo reflexionar más, porque de un momento a otro una piedra atravesó el
vidrio de la sala, y pulverizó una bailarina de porcelana que estaba sobre la mesa de centro.

(67)

No puedo evitar pensar que quizá gran parte de las estupideces que ocurren en el mundo se
dan porque uno se aburre de uno mismo. A veces me siento como si yo mismo fuera una de
esas personas con las que no tengo de qué hablar. ¡Sí! uno de esos idiotas con los que no
hay nada de qué hablar. Me pongo a cantar en la ducha y a silbar mientras camino para
evitar el silencio incómodo que hay entre yo y yo. Es como si no nos tuviéramos suficiente
confianza, o algo, somos tímidos con nosotros mismos y nos aburrimos. Por eso adoptamos
el pensamiento de otros, por eso hablamos y actuamos sin pensar. Porque somos grises,
opacos y cualquier silencio lo hace evidente. Por eso estoy convencido de que la
inteligencia de un hombre debe medirse, no por una prueba de C.I, sino por la forma en que
se enfrenta a la aburrición, al tiempo libre. Y es que seamos honestos, el 99 % de los seres
humanos estamos condenados a vivir una vida sin ser violados, sin ganar premios nobel, sin
revoluciones, sin fama, sin nirvana, sin enamorar a Alejandra Dos Santos y sin tener sexo
con Paola Pinzón ¿Qué nos queda entonces? Cuando todo lo apasionante, cuando toda la
potencia del espíritu nos rodea apenas, cuando las otras vidas son en sí la vida; solo queda
la imaginación…

Y si hemos de imaginar, de imaginar no más; si hemos de vivir presos del maldito dilema
del actor y el espectador, sin saber nunca quiénes somos, si espectador de nosotros mismos
o actor de los demás ¿Por qué, entonces, no utilizar la realidad para que al menos nos ayude
a imaginar nuestras ideas?¿Por qué no actuamos como si nuestras ideas fueran realidad, y
en cambio a la realidad, a la mediocre e impúdica verdad que se inventaron para nosotros,
la miramos apenas, la miramos de reojo como si fuera mentira? ¿Qué pasa si le perdemos
respeto a la realidad que nos venden y nos inventamos la nuestra propia? Puede que nos
digan trastornados ¡pero qué importa!

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(68)

Matías se acercó cauteloso a la ventana y lo vio. Dio tres pasos largos hacia atrás y se
sostuvo de la pared. Después se tiró al piso y se fue arrastrando de nuevo hasta la ventana.
Puso la yema de sus dedos sobre el borde y subió lentamente hasta que sus ojos alcanzaron
la altura del vidrio. En ese momento exhaló, apretó sus puños y se volvió a lanzar al piso…
Martín tenía un arma en la mano. Un arma delgada y brillante.

(69)

-Roldán, desgraciado, gritó Martín desde abajo, más le vale que abra, ya sé de qué se trata
este teatro de mierda, ¡ábrame!–.

Al menos no tiene las llaves, pensé, pero un sentimiento desagradable se dispersó por mi
pecho sin que pudiera controlarlo. No era un miedo de adrenalina, como el miedo a un
disparo, era un miedo mucho menos claro, un miedo más insidioso, más trastornado y
perverso. Yo intentaba mantener la compostura y forzaba la voz dentro de mi cabeza a
decir: -que bueno, Martín está vivo- pero los sentimientos no correspondían.

En algún momento durante el teatro me olvidé de todo lo que aprendí en el colegio: “los
demás son instrumentos de placer, maldita sea, los demás son instrumentos de placer”, pero
no podía evitar sentirme culpable ¿Cómo era posible que no fuera capaz de llamar a la
policía para que se llevaran a un tipito vestido de indigente? ¿Qué me lo impedía? Los
demás son solo instrumentos de placer, Matías, ¿acaso lo olvidaste? y también son el
infierno, como decía ese genio francés… ¿entonces?

Yo sabía que ya no era el mismo. Parecía separado en partes que no estaban de acuerdo
entre sí… ¿Cómo era posible que se fuera la luz unos minutos y yo creyera que me había
desaparecido? ¡Por Dios! En que bicho patético me convertí de repente. Ya no era más
Matías Roldán, parecía otro tipo con el nombre de él y de hecho, creo que si se hubieran
encontrado el Matías del colegio y ese Matías que estaba sentado en el piso del comedor, se
habrían detestado...

Abajo, Martín seguía gruñendo de ira porque no lo dejaba entrar. En dos ocasiones volvió a
provocarme para que bajara o le abriera la puerta, pero yo permanecía donde estaba. De un
momento a otro lanzó otra piedra hacia la ventana, sin importar que yo estuviera ahí. La
roca se estrelló contra el borde de cemento y sentí el polvo de caliza entrando por mi nariz
mientras me volvía a alejar de la ventana. Pasaron unos segundos tensos y se escuchó el
ruido de un carro que se acercaba y se detenía frente al edificio. Podría ser cualquier carro,
pero unos segundos después se oyó el chirrido de las bisagras de la puerta de la entrada. Las
imágenes de mi vida pasaron por mi cabeza: mi mamá, mi papá, Kafka, Mi hermano,
Camila, Alejandra…todos fueron desfilando frente a mí.

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Camila empezó a gritar desde el cuarto.-“Mati, qué pasa, qué pasa”- se podía notar como
los nervios le tensaban la laringe y le cortaban la voz.

–“Quédate adentro no vayas a salir-. Pero ella seguía repitiendo lo mismo: -qué pasa, qué
pasa- .

Cuando se escuchó el chirrido de la puerta de la calle yo estaba demasiado asustado para


volver a hablar. Podía imaginar a Martín uniéndose con la oscuridad de los corredores
desolados; con la ansiedad del crimen brotando con sus gotas de sudor, con la excitación de
la venganza haciéndose más dura con cada escalón que subía….

Los pasos se hicieron audibles unos segundos después. Crucé el pasador de la puerta y me
escondí detrás del muro del comedor. Yo calculaba que estaba a veinte escalones, a quince,
a diez de llegar... Apreté los puños y recé un padrenuestro completo (por primera vez
desde el día que me senté en frente a la casa de Alejandra Dos Santos a esperar que saliera).
Al fin golpearon. Dos toques secos y después otros tres Yo me quedé en absoluto silencio,
pero la persona volvió a golpear con más fuerza que antes. Entonces solo pasaba mis manos
por la cara. No me moví de donde estaba. Segundos después se escucharon unas voces
agitadas que venían de la escalera. Quise acercarme, sabía que Martín podía estar justo al
otro lado de la puerta con el revólver, así que me arrastré para tratar de distinguir entre las
voces y me hice a un lado por si una bala atravesaba la madera.

De un momento a otro se oyó una voz fuerte que rompió la represa de murmullos:

-Quieto, tírese al piso Martín Rivera ¡Quieto!, ¡quieto!-

Martín no respondía. Lo imaginaba levantando los brazos lentamente y después, aún más
despacio, levantando el dedo corazón de cada mano, haciéndole pistola a los tipos que le
apuntaban. Imaginaba su espíritu sin ceder un milímetro ante las amenazas, dispuesto a
entregarlo todo para ser un héroe, pero quizá traicionado al final por el instinto de
supervivencia.

De nuevo se escuchó la voz que lo amenazaba, pero ahora más claramente– No se haga
matar maricón - Y esa vez la voz del tipo me asustó tanto que exploté en llanto -
¡Entréguese Martín que lo van a matar! –.

Un segundo después Camila estaba enfrente de mí. Con la mirada me pedía una explicación
que no podía darle. Se sentó al lado y me tomó de la mano. En medio de la desesperación
no encontró otra salida para su angustia que repetir mis palabras – entrégate, entrégate –.
Después de eso vinieron unos golpes del otro lado. No se podía saber qué estaba pasando.
Se oían gemidos y golpes secos que se enredaban en un nudo de sonido y no nos dejaban
distinguirlos entre sí. Así pasaron unos minutos hasta que fue posible escuchar pasos que se
alejaban y la voz de Martín que decía.- Cami, todos están en mí contra, todos -.

Nos quedamos con las espaldas pegadas a la pared, casi sin respirar hasta que volvimos a
escuchar el alboroto en la calle. En ese momento nos paramos, nos asomamos dudosos por
la ventana y pudimos ver a Martín. Estaba vestido con Abercrombie y Polo hechos harapos,

127
y los tipos de blanco lo subieron a la camioneta. Yo quería creer que eran policía cívica,
policía secreta o algún tipo de policía, pero en el aire frío de la noche estaba latente la
preocupación por que fueran otro tipo de agentes.

Esa noche Camila lloró mucho. Yo miraba todo sorprendido. Cada objeto en las penumbras
parecía hablarme de algo. Había una especie de estática afuera de mí que me paraba los
pelos, como si se me hubiera salido el alma y me estuviera rodeando, como si tuviera una
especie de exo-espíritu y adentro mío solo quedara una conciencia insípida y pasmada.

Cuando recuperé la fuerza en mis piernas levanté a Camila. Caminamos sin encender las
luces hasta el cuarto para tratar de dormir y la acosté en su cama sin que se quejara. Le
serví un té de frutos rojos con leche y me aferré a su mano como nunca antes, porque pude
sentir cómo la habitación se llenaba con la misma ausencia que me había perseguido. Era
Alejandra. Un vacío con la forma de ella; hermoso pero abrumador. Apareció el amor que
nunca tuve y se quedó como una sombra, como un molde para futuros amores. El fantasma
de la felicidad posible que me hace sentir que nada es suficiente para mí…es una presencia
que convierte todo el amor que toca en nostalgia, pero yo sé que ese no es su verdadero
nombre. Quizá ese vacío sea el vacío que es Dios para otros, quizá sea el ego enfrentado a
la nada, quizá sea una enfermedad mental, no lo sé, pero lo he llamado Alejandra y no he
podido cambiarle de nombre…

Alejandra, el nombre de todo el amor que no es.

Volteé mi cabeza para ver a Camila que se estaba durmiendo y quise amarla en silencio.
Me quedé allí, prendido a sus ojos que eran reales y la acaricié hasta que se quedó dormida,
trataba de demostrarle a ese vacío inmenso que estaba equivocado; que esta vez yo tenía
algo más grande que la ausencia.

Cuando estuvo dormida, me levanté un momento para sacar una cajetilla de cigarrillos que
tenía aplastada en el bolsillo trasero del jean, salí al comedor y encendí el último que
quedaba. Exhalé el humo y me quedé mirando a los pocos transeúntes que pasaban.

(70)

Gilma dio vueltas en la cama hasta las 7 de la mañana. El sudor del miedo había mojado las
sábanas. Cuando por fin vio el sol entrando por la ventana sintió un enorme alivio. No sabía
cuánto tiempo había pasado desde que escuchó el vidrio de la sala desmoronarse y los
gritos, pero creía que ya había pasado el peligro. Gilma se puso un pantalón en medio de la
penumbra. Sacó su dinero y abrió la puerta del cuarto con mucho cuidado. Las bisagras
oxidadas rechinaban, pero por el primer resquicio pudo ver que la cocina estaba vacía y
salió dando pasos cuidadosos. Tenía miedo de ver un cadáver o un charco de sangre, pero
solo vio cristales rotos en el piso. Gilma se acercó despacio hasta la puerta del apartamento
y abrió con cuidado. Cuando estuvo afuera sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo y
empezó a caminar hacia la estación de policía…

128
(71)

Ya parecía claro que no podía seguir en el teatro. Era cierto que aún me asaltaban las dudas
sobre si todo aquello era un montaje, una especie de juego sofisticado al estilo The Game
(esa con Michael Douglas) y no tenían nada que ver con la realidad. Sin duda lo sensato
sería salir de allí. De hecho, ahora puedo confirmar que en casi cualquier circunstancia de
mi vida lo más sensato siempre fue salir despavorido, pero el problema, de nuevo, era que
no tenía la menor idea de a dónde podría huir. El teatro es un desastre, sí, pero afuera solo
iba a encontrarme a una cantidad de putos obsesionados por tener dinero y éxito, sin
preocuparse siquiera en por qué sus patéticas y crueles vidas tengan aunque sea un poquito
de sentido real.

Es lamentable que no exista en el mundo un lugar de descanso, un cuarto con sofás


cómodos donde uno se pueda sentar a pensar, una especie de tiempo fuera que pueda
pedirse cuando no se tiene la menor idea de a dónde ir. Un lugar donde nadie lo moleste,
donde nadie le pida plata, donde nadie lo esté presionado y uno solo se dedique a pensar y a
tomar aire para retomar el rumbo. Pero no hay nada así, claro, y en todo caso yo tenía que
tomar una decisión.

La decadencia de Martín, de Simón… nada parecía tener sentido en ese sitio, donde no se
puede saber qué es verdad, donde no se sabe si las personas que nos rodean son sinceras o
si al menos son personas que existen por dentro y no solo por fuera. Era momento de
cambiar, de huir de tanta demencia e iniciar una vida sensata. Ya parecía haber succionado
todo el placer que podía obtenerse, y mi amada locura había huido aterrada y había dejado a
mi razón desprotegida. Entendí que era incapaz de luchar contra esa sensación de vacío,
contra todo ese sinsentido que hay cuando actuamos por miedo. No veía cómo podía
convertirme en una persona extraordinaria, no veía cómo podía encontrar un camino
excepcional. Esa noche me resigné a detener mi lucha contra el mundo y acepté ser un
parásito de Camila para succionar algo del sentido de su vida.

Ya era obvio para mí que en el colegio es cuando se alcanza la cumbre del placer, es
entonces y solo entonces, cuando se tiene control sobre el futuro y una máscara atractiva;
cuando uno en verdad siente que puede ser adorado y deseado sin límites, cuando el mundo
está a nuestros pies y podemos rebelarnos contra él. Después empieza un proceso de
degradación que tarda algunos años en convertirnos en estorbos para nosotros mismos; un
proceso para el que no existe solución posible, porque cada arreglo que hacemos a nuestra
persona nos hace más y más ridículos cada vez; hasta que, después de cierto tiempo, ya no
tiene ningún sentido exhibirnos y se confirma que solo existe un camino para todos…

El sonido de la puerta me dejó sentado en la cama. Toda la noche soñé con Martín y el
colegio. Estaba nervioso y nostálgico. Pude ver a Martín lanzando piedras contra los
árboles para bajar cerezas, a Alejandra bailando en clase de drama, a Camila mostrando sus
nalgas aquella mañana en el bus; todos los recuerdos se arremolinaban en algún lugar de la
mente e iban entrando de vuelta al inconsciente como a través de un sifón.

129
Debían ser cerca de las 7 am cuando sentí el sonido de la ducha. Es extraño, pero el
chapoteo del agua me dio sueño siempre. Quizá porque mi papá fue un buen madrugador y
yo nunca quise madrugar a la finca, no lo sé, el caso es que me pasé un buen rato arrullado
por el agua hasta que caí en cuenta de que Camila se estaba bañando más temprano de lo
usual. Inmediatamente conecté la situación con los sucesos de la noche anterior. Me quité
las cobijas de encima, empecé a sudar como una yegua cargada y me levanté de la cama.
Cuando salí, ella ya había regresado a su cuarto, así que preparé el desayuno mientras ella
salía. Frité dos huevos, exprimí naranjas suficientes para un vaso y medio y al salir al
comedor con la comida, pude ver que en un rincón, junto a la entrada, estaban apiladas las
maletas de Camila…

Camila,

Desde tu partida he borrado y vuelto a empezar esta carta más de veinte veces…

Quiero decirte que cuando estoy contigo siento que hay un valor en mi mente, que todo por
lo que he pasado no terminará con la falta de sangre en mi cerebro cuando el músculo
estriado deje de bombear. Tú pareces entender el mundo como yo, mi mente se expande en
ti y deja de ser vana. En ti encuentro más alma de mi propia alma y un pequeño indicio de
que existe una razón de vivir. Por todo eso es que te extraño tanto, por eso no me interesa la
felicidad de dejarte ir, y por eso, mi vida, espero entiendas el daño que me hace el suceso
de tu maldad.

Pero debes entender también, que aunque te voy a esperar, no te voy a buscar nunca;
porque te amo, pero no te necesito, y espero nunca necesitarte para poderte amar por
siempre.

Matías

130
(72)

Ese mismo día decidió buscar a Camila. La idea de volver al auditorio indefenso lo
aterraba, sin embargo, así que pasó por San Victorino antes y compró un cuchillo y un
antifaz de cartón para defenderse de los genios.
Estaba seguro de que amar a Camila, o extrañarla con locura, era lo único que lo hacía
distinguible como ser humano, pues a tan solo unas horas de su partida, el vacío de su
ausencia se había convertido en una fuerza devastadora. Con cada minuto el apartamento se
fue enfriando y llenando de un silencio insoportable; insoportable porque no era solo
Camila lo que le hacía falta -ojalá lo fuera-, sino que además tenía la extraña sensación de
que él tampoco estaba allí. Era como si él no fuera él, sino un fantasma, una sombra de sí
mismo; como si sus energías se dispersaran en el infinito porque no estaba Camila para
contenerlas, como si fuera un eco distante, y no pudo resistir un día completo en ese
espacio sin vida, sin voces, sin Camila, y sobre todo, sin él mismo.

La soledad que nos enseñaron no es la verdadera soledad. La soledad que nos enseñaron
no es nada comparada con los abismos que a veces hay dentro de nosotros mismos.
Abismos que queremos llenar con otras vidas, aun cuando esas vidas solo consiguen medir
la magnitud de nuestra propia soledad interior…

Matías caminaba de San Victorino al teatro y no podía creer la estupidez que estaba
haciendo. Avanzaba por la calle 21 con paso cada vez más firme, como un soldado con una
causa de verdad, sin mirar a los lados y concentrado solo en derrotar a su enemigo. Aunque
conocía los riesgos de entrar al auditorio, al mismo tiempo estaba convencido de que ni
siquiera un día de su nueva vida tendría sentido sin Camila, de modo que cuando estuvo en
la esquina de la carrera 7 con 24 respiró hondo, se puso el antifaz y dio unos pasos largos
hacia el interior de la casa.
El auditorio estaba a reventar. Había toda clase de personajes excéntricos revoloteando de
un lado a otro, pero Matías no se detuvo a mirar a nadie. Atravesó con sigilo el corredor
oscuro y entró a la zona del escenario donde podría estar Camila. Cuando vio las luces de la
tribuna apagadas tuvo que cambiar los planes y en lugar de buscarla, se pasó 15 minutos
pisando y empujando gente hasta que encontró, junto a una mujer con un plato en los
labios, uno de los asientos que quedaban disponibles. Matías se lanzó agotado sobre su
silla, se agachó y retiró su antifaz un segundo para secarse el sudor. Después se quitó el
saco, lo puso debajo para hacer más cómodo su asiento y se dedicó a disfrutar de un
momento de oscuridad y silencio. Pensaba en las palabras perfectas para convencer a
Camila de que huyeran, cuando una voz pomposa en los altoparlantes cortó sus
pensamientos y anunció el inicio de la ceremonia:
“Señores genios, aspirantes e idiotas del común…Damos comienzo a nuestro programa.
Les rogamos que guarden silencio”…
De inmediato se escucharon aplausos y vivas por parte de un grupo de tramoyistas nuevos
que estaban sentados unas filas adelante de él. Matías sintió que le taladraban el cráneo con

131
sus chillidos, y sin tener idea de que a su lado estaba sentado Charles Darwin, gritó
indignado: – por qué no se callarán esos idiotas-.
Después de escucharlo, el genio barbudo respondió de inmediato:
-Tiene razón señor, pero no debe culparlos, porque la estupidez, hasta cierto grado,
es una necesidad evolutiva. De otra forma nadie haría muchas de las cosas que nos
permiten a los genios pensar; nadie trabajaría en call centers, nadie sería militar, ni
político; un mundo lleno de genios condenaría a la especie a quedarse como está.
Las mutaciones no serían seleccionadas sobre otras, pues no habría conflicto, no
habría prevalencia del más fuerte y el más apto; todo sería paz, sin hambre, sin
pobreza, una verdadera abominación evolutiva.
Pero afortunadamente no ha sido así amigo. Dele usted gracias a la vida, pues la
evolución ha triunfado y podemos estar rodeados de perfectos idiotas… y por eso
puede usted sentirse genio.

Matías giró su cabeza despacio y lo miró arqueado de cejas. No estaba de humor para
conversaciones serias y le contestó con su dedo apuntando al escenario:

- Cállese por favor, ya van a comenzar. -

El auditorio en pleno empezó a aplaudir cuando apareció un indigente de muy mal aspecto
sobre el escenario. El hombre parecía mareado, su cara sudaba. Solo se mantuvo en pie
unos segundos, después cayó al piso y vomitó sobre el entablado. A pesar de su estado,
orador hizo un tremendo esfuerzo y con las escasas fuerzas que le quedaban levantó los
brazos y habló: -soy un genio, soy un genio por fin-

Matías le dio un codazo suave a su vecino de silla para llamar su atención: -¿Todo esto
parece un poco absurdo no? ¿Usted entiende de qué se trata?

Pero Darwin guardó silencio, tal vez lo hizo porque estaba ofendido, o porque en ese
momento retiraron al nuevo genio y subió al escenario Werner Heisenberg para decir un
discurso.

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(73)

Discurso sobre las partículas elementales

Señores directores del teatro, genios, aprendices, e idiotas del común:

Haríamos bien si reconociéramos de una vez por todas, que no somos individuos
distinguibles y completos. Somos, si acaso, una tendencia. El problema principal de nuestra
condición radica en creer que, de alguna manera, somos algo individual, que somos una
identidad inmutable a través de las dimensiones; que tenemos un alma, una esencia que nos
separa de todo lo demás que existe en el universo. Quizá sea el cuerpo lo que nos confunde
pues pareciera ser siempre el mismo, moviéndose con nosotros adentro; y quizá lo sea, pero
nosotros, cuando decimos: “nosotros” no somos nuestros cuerpos, pues cuando hablamos
del cuerpo, que es nuestro, decimos precisamente: “nuestro cuerpo”, como si nos
perteneciera y no fuéramos nosotros él.

La pregunta es: ¿a quién le pertenecen nuestros cuerpos? o ¿a qué? ¿Hay alguien más,
alguien que es el que existe y que tiene como una de sus propiedades tener un cuerpo? y
ése, aunque sea Yo ¿es una unidad?

Los seres humanos no somos en verdad nada que pueda precisarse. Cualquier cosa,
cualquier pequeño pedazo de información que tengamos de nosotros mismos o de algún
semejante inmediatamente elimina la posibilidad de conocer otras cosas.

De un humano usted puede tener una idea de por dónde se mueve. Saber por ejemplo, que
perencejo es un tipo que odia a los envidiosos, que quiere ser arquitecto, que se conmueve
con los comerciales de Coca-Cola y que está transitando el sendero del amor por Zutanita.
Se tiene pues una idea de qué caminos está siguiendo en el universo. Sin embargo, no sabe
uno en dónde se encuentra con exactitud. No sabemos cuáles son sus verdaderas
emociones, y para saberlo, tendríamos que acercarnos a perencejo, en verdad oírlo y
comprenderlo, interactuar con él de alguna forma. El problema es que con sólo acercarnos
alteraríamos la información que recibimos, porque él se vería afectado por nosotros y
cambiaría su futura trayectoria. Por tanto, como lo hemos afectado con nuestra interacción,
ya no podremos saber qué tipo de camino seguirá en el universo. Quizá al averiguar por el
estado exacto de su amor por Zutanita, lo afectemos tanto que al instante vuelva a amar a
Pepita. No hay forma de que lo sepamos…

Nuestra información, o nuestra alma -como la llamó Einstein en su discurso- se afecta


cuando interactúa con otra persona, con una obra de arte, o con la naturaleza misma. Cada
vez que interactuamos nuestra propia información y se convierte en otra. Cada instante,
cada femtosegundo. Por eso no existe nada que sea nuestro en verdad, y no podemos decir
que tenemos alma propia; solo que tenemos acceso al alma.

Cualquiera creería que a esta ausencia de almas propias se le puede llamar soledad, y tienen
razón, puede llamarse así. Pero aunque todos pueden quedarse intentando desatar el nudo, o
tumbando el muro de la soledad si lo desean, la verdad es que, aunque exista la soledad, no

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existe quien pueda estar solo. Quien comprenda esto se librará por fin de los tantos
infortunios que la conciencia nos ha traído. No podrá sentir rencor ni envidia, si sabe que
usted no ha existido nunca ni existirá otra vez. Es único en el instante. Eso que llamamos
ser, es un estado efímero, un estado que no se puede medir, un estado sin límites,
superposición cuántica; indeterminación.

Lo triste es que nos conformamos con la ficción del yo y la identidad, y la elevamos al


rango de verdad sublime. Aunque los genios nos repitan, que en el fondo, somos solo
propensión. La existencia verdadera es un instante en el que no alcanza a existir la soledad,
ni el odio, ni la libertad; nada de lo que en teoría nos define como individuos. Lo que
hemos llamado “Yo” es una tendencia que se ha creado por la intuición que los demás
observadores tienen de nosotros. Lo constante es una ilusión que se da por interacción ¡os
engaña la memoria compañeros del teatro!

El marco de probabilidades que somos puede llamarse como cualquiera de ustedes: Pedro,
Juan, Matías o Carlos; no importa; porque quien quiera que haya entrado al teatro lo ha
hecho para que su conciencia pueda comprender la verdad: que existe y no existe a la vez.
Y todo lo hacemos jugando, muy humanamente, casi como lo harían los personajes de su
vida real.

Se me antoja que somos como electrones, eso es lo que somos: las partículas fundamentales
de las que está hecha la mente colectiva. No podemos relacionarnos con nada sin cambiar,
no somos nada en sí mismo, sino un marco de posibilidades. Nuestras almas, nuestra
energía está en todas partes a la vez. Pero cada vez que juzgamos y nos juzgan, interferimos
con el marco de posibilidades que somos y nos limitamos. Cada juicio limita el pasado, el
presente y el futuro. Elimina nuestra superposición cuántica porque pretendemos ubicarnos
y ubicar a los otros en un lugar definitivo y lo que hacemos es desconocer infinitamente
nuestro destino.

Para cumplir con la estúpida obsesión milenaria de ser alguien en la vida, debemos
proyectarnos hacia el pasado y el futuro, inventando que hemos sido y seremos los
mismos…patéticos personajes, mentirosos…

Compañeros del teatro, por favor entiendan que somos una infinidad de posibilidades
determinadas cada segundo por la relación de las mentes. Somos todo y nada. La idea de
que somos una unidad constante es falsa, es una ilusión que ha sido creada por alguno de
los complejos procesos de nuestra propia interacción.

No es la materia en sí lo que importa en nosotros, es la forma como está dispuesta esa


materia. Somos información y la materia nos engaña. Nuestra sangre es un símbolo falso,
nuestra sangre es igual a la de todos: es un fluido rojo.

Dejemos ya de convertimos en recuerdos de nosotros mismos, enemigos deshonrosos de la


muerte, embalsamadores de almas y todo porque creemos que existimos, aunque no
existimos a la vez.

Muchas gracias.

134
(74)

La estación de policía más cercana que Gilma pudo recordar, era la que está junto a la
Universidad de los Andes. Mientras caminaba se preguntó por qué había esperado tanto
antes de denunciar. Serán drogadictos, pensaba, o se habrán escapado de un manicomio.

Cuando entró a la estación la llevaron hasta un escritorio de metal oxidado. Detrás del
escritorio se sentó un agente que la miraba con desconfianza y no parecía escucharla con
mucha atención. Ella le habló de las pedradas de la noche anterior, mencionó que unos
hombres habían sacado a otro del apartamento, secuestrado, también que había encontrado
manchas de sangre en un baño y que los tres se reunían en un sitio al que llamaban “el
teatro”, que quedaba en la 7 con 24. Tardó casi diez minutos hablando de todas las cosas
raras que vio y oyó, y poco a poco, el policía cambió la expresión en su cara. Al final de la
declaración levantó el radio que colgaba en su chaleco y ordenó a unos patrulleros que
revisaran el apartamento de Gilma y la dirección donde funcionaba ese lugar que llamaban
“El teatro”…

(75)

- ¡Camila! - le dije como a siete metros de distancia, y algunos miembros del teatro
voltearon a verme.

Yo sudaba detrás de mí antifaz. Confieso que me temblaban las piernas, pero caminé hasta
ella y me le paré enfrente.

- Camila, tenemos que hablar.-

Ella evitó mi mirada y siguió en silencio. Entonces la tomé de la mano. Ella no opuso
resistencia y la llevé justo afuera del teatro, donde había menos gente. Nos quedamos
parados uno junto al otro y sólo al cabo de unos segundos me atreví.

-Cami, creo que estoy enamorado de ti- .

-Mire, Matías yo ya sé que todo esto es una farsa…mejor dígame quién es usted -

En ese instante me quité la máscara de cartón que llevaba, pero a Camila no le causó gracia.

-Ya deje de engañarme, Matías, dígame cuál es su maldito papel en este teatro de
locos y no perdamos más el tiempo-

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En ese instante toda la locura del mundo me pegó de repente. Años de mentiras, abandonos
y decepciones en la vida de Camila difamaban de mi amor. Yo cargaba con la culpa de
todas las mentiras del mundo sin saberlo y con toda la farsa que son las vidas. Pero lo peor
de todo es que no podía hacer nada, solo podía valerme de algunas palabras para
convencerla, pues por algún error grave en el diseño del universo, la verdad cuenta con los
mismos recursos patéticos con los que cuenta la mentira para influir en la gente.

- Cami, a pesar de todo lo que ha pasado en este sitio, estoy seguro de que tú
también me quieres a mí… ¿o acaso fue mentira lo que vivimos?

Ella me dio una mirada que se clavó en mis ojos como un bastoncito de hielo. Tuve que
apartarlos un segundo para no llorar y ella se aprovechó del momento.

- Ya le hice demasiado daño a Martín y a mi familia por su culpa… y por culpa de


estos malditos locos. ¿No se da cuenta de lo que hicimos? ¿No le parece suficiente
esta estupidez? Nada de esto existe en verdad. Más bien váyase a su casa, vaya con
su mamá, con su novia. Ellas de pronto sí saben quién es usted-

En ese momento tuve la sensación de que estaba enamorado de una loca de remate. Quise
acercarme para abrazarla. Pensé que quizá un poco de afecto le sacaría la idea delirante de
que no me quería en realidad y de que yo no era real, pero cuando intenté acercarme, ella
retrocedió.

-¡Pilas, Roldán! Usted está confundido… no podemos seguir creyéndonos novios como
unos payasos.-

-¿Por qué no?-

- Sólo fue un papel, ¿no se da cuenta? …¿ahí adentro están Hitler y Buda ¿entiende lo
que significa? por favor Matías, no sea tan güevón, ¿hasta cuándo quiere seguir con esta
pendejada?-

Las palabras que había estado armando en mi cabeza se desparramaron en desorden.


Camila notó el temblor en mis labios y me tomó de la mano para calmarme. Unas lágrimas
involuntarias recorrían mi cara pero yo ignoré por completo la presencia del llanto en mi
voz.

- Yo sabía que el teatro iba a terminar y sabía que llegaría la hora de volver a mi
casa. La vida que dejé cuando me vine al teatro está en algún lado esperándome,
nunca me he olvidado de eso. Pero te juro que he soñado volviendo contigo a mi
casa. Quiero que hagas parte de mi vida real, es lo único que me interesa. Por eso
estoy aquí-.

Ella se pasó los dedos por su pelo.

136
-Mire, no sé si está tratando de enloquecerme, o si el que está loco es usted. Pero se
lo voy a decir por última vez: yo no sé quién es usted. Ya quiero terminar con esto,
y me quiero largar.

Lo único que pude hacer cuando dijo eso fue tomarla del brazo para que no se fuera.

Pero yo te amo, Cami, ¿qué importa quién soy? ¿Qué interesa lo que he sido si mi
amor es real? ¿Qué importas tú?¿Qué importo yo?...no valemos nada porque no
somos verdad…es cierto… Actuamos mucho, cambiamos siempre, pero existe el
sentimiento. Eso no lo dudes; aunque tú no existas, existe tu amor-…

Ella me miró como si fuera una sabandija despreciable. .

–Aléjese de mí, no sea tan ridículo -

Y esas fueron las últimas palabras que me dijo.

Cuando me alejé, la gente me miraba como si fuera una alimaña grotesca. Parecían
reprobarme por el espectáculo emocional pero a mí no me importaba nada. Aunque podía
sentir cómo la tristeza se deslizaba por mi mente y humedecía mi memoria; no había
sufrimiento. La tristeza estaba en mí, pero yo no estaba en ella.

Todos me seguían mirando como a un bicho nauseabundo y súper-cursi, pero yo les mostré
el dedo y me di la vuelta. Ya sabía desde hacía tiempo que los imbéciles, cuando ven a otro
cretino, pueden llegar a admirarlo con facilidad, y en cambio, cuando ven a alguien
inteligente y noble, es normal que lo consideren como un imbécil o un loco.

(76)

Todavía recuerdo que desde el primer momento en que vi a mi segundo psiquiatra, me


pareció un perfecto imbécil. Era un tipo de barba blanca, gafas, y tremendamente raquítico.
Una especie de papá Noel con cáncer o anoréxico. Su flacura me impresionaba tanto, que la
segunda vez que estuve en consulta le lleve unos tomates secos y un salchichón cervecero.

La verdad es que era un tipo muy amable mi segundo psiquiatra. Nunca me preguntó por
mi madre o mi novia y en vez de eso proponía discusiones sobre la muerte o el sentido de la
vida. Incluso estuvo de acuerdo conmigo en que no estudiara y eso dejó estupefacta a mi
mamá. “Pero qué clase de animal es ese” dijo, y me pidió que cambiara de médico, a lo que
yo desde luego me negué. Sin embargo, mi segundo psiquiatra no era tan perfecto como lo
sugerían las palabras de mi madre. Alguna vez insinuó que mi comportamiento era
paranoico y por un momento regresé a las infaustas tardes con mi primer psiquiatra.

A pesar de su desliz decidí darle otra oportunidad. Logré que desistiera de su idea. Le dije
que quizá el paranoico era él, pues creía que todo el mundo era paranoico y después de un

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par de sesiones todo volvió a la normalidad y lo perdoné por intentar diagnosticarme. Se lo
dejé pasar porque me dejaba comer y escuchar Radiohead en la consulta, cosa que era
impensable con el perverso de Cardona.

Fue más o menos al cuarto mes, en medio de una conversación sobre el sentido de la vida,
cuando el psiquiatra flaco inició una conversación que sería trascendental para mi vida.

-¿No ha pensado en hacer algo en vez de no hacer nada?-

Me quedé pensando un rato. Estuvimos en silencio casi diez minutos y le contesté que
había contemplado esa opción, pero que en verdad se salía de mis manos, porque ante
cualquier cosa que hiciera, la nada me perseguía y me rodeaba para robarme el sentido.

-Si no puedes con tu enemigo, únete a él-, me dijo entonces, y hubo un silencio tenso en el
consultorio.

Cuando se dio cuenta de mi cara de terror, empezó a reírse. Yo también reí pero después
supe que esa frase me había cambiado la vida para siempre porque había plantado en mí
una obsesión inconsciente por desaparecer.

A los pocos días de cambiarme la vida con una frase, me sugirió que podía hacer algo
artístico para contrarrestar mi problema “el arte no tiene tiempo, y donde no hay tiempo, no
hay nada”. Me pareció un argumento válido y al día siguiente empecé a pintar. Me
levantaba, abría las cortinas y sacaba oleos, lienzos, resina y un sinnúmero de materiales
que mi mamá compró de mala gana.

Todos los días le dedicaba 15 minutos de la mañana a pintar. El problema era que por más
terapéutico que fuera el ejercicio, los resultados eran unos mamarrachos espantosos, que a
la larga terminaban por deprimirme más de lo que me curaban. Eran unos muñecos de
palitos con una cara grande sin orejas y con la boca abierta. Cuando le mostré los primeros
dibujos, el psiquiatra abrió los ojos y cambio de tema. Una semana después empezó a
hablarme de unos cursos de teatro y escritura creativa que conocía. Yo me negué a tal
estupidez, obviamente, pero empecé a escribir a escondidas. Le regalé uno de los
mamarrachos al doctor y él lo puso en su consultorio. Estoy seguro de que lo colgaba
cuando tenía consulta conmigo y apenas me iba lo guardaba bajo llave, pero no hay forma
de comprobarlo. Con los escritos fue diferente, sin embargo. La recepción que tuvieron en
la crítica fue mucho mejor que la de mis pinturas, y aun pese a su buena recepción, seguí
escribiendo con pasión los textos que nadie leería.

Durante un momento incluso parecía que mi adaptación al mundo era posible, faltó poco
para que entrara a estudiar literatura o consiguiera un trabajo, pero con la muerte de
Alejandra todo se fue al piso de nuevo, casi como si al desaparecer, las personas se
volvieran más presentes que nunca.

138
(77)

Matías estaba mareado. Estaba justo afuera del teatro y no conseguía tejer una cadena de
cuatro pensamientos coherentes. Caminaba despacio, desorientado; en verdad se esforzaba
por alejarse del teatro pero sus pasos arrastrados no lo llevaban muy lejos. En la esquina de
las calle 22 con 7, a una cuadra y media del teatro, se detuvo porque un indigente llamó su
atención. Se quedó mirándolo y se acercó hasta estar a menos de un metro de él. Se fijó en
cada detalle de su cara y miró su vestimenta de arriba abajo. Se pasó la mano por la barbilla
y después por la frente, pues una idea turbadora se metió en su cabeza...

- ¿No es usted el pasado Franz Kafka? -, le preguntó

Pero el indigente no contestó. Siguió su camino por la carrera séptima. Miraba el cielo y los
árboles reflejados en los charcos de agua sucia. Sonreía, no parecía haberse perturbado por
las preguntas, y aunque eso le hacía pensar a Matías que tal vez fuera inocente, no estaba
convencido del todo. Era extraño que un indigente se vistiera con sombrero de copa,
aunque desgastado, y zapatos de charol como si hubiera atracado a un abogado en 1926, así
que volvió a insistir.

-Señor, necesito que me conteste, por favor ¿alguna vez en su vida ha sido Kafka?

El indigente se quedó en silencio de nuevo. La indiferencia en su mirada era una tortura


para la mente ansiosa de Matías, que de a poco perdía la compostura.

-¡Conteste si usted es, o alguna vez ha sido, el escritor Franz Kafka! Confiese-.

A lo lejos se escuchaba el sonido de unas sirenas que ponían a la gente todavía más ansiosa.
Las mujeres que estaban cerca se alejaron de la escena dando uno saltitos rápidos. Dos
hombres se acercaron y miraban sin intervenir. Enfrente tenían a un hombre bien vestido,
limpio, con cara de niño rico que tomaba de la ropa a un indigente mugroso y lo sacudía
mientras le exigía que confesara si era Franz Kafka, así que solo se quedaron mirando.

La tranquilidad del indigente nunca se perturbó. Su mirada se aferró a la de Matías y lo


sedó poco a poco hasta dejarlo acostado sin fuerzas sobre la acera. Entonces el indigente se
paró, se sacudió su traje harapiento y siguió su camino. Matías caminó despacio hasta una
escalera que estaba a pocos metros, apoyó la espalda contra un poste y se quedó allí. Tenía
los ojos en un punto fijo, sintió el golpe del viento contra su piel y soltó una bocanada de
aire en el momento justo en que dejó de defenderse de su propia mente y se quedó sin
tiempo.

Una patrulla de policía apareció por la séptima y se detuvo enfrente. Uno de los tipos que
habían presenciado la escena con el presunto Kafka señaló con el dedo a Matías y el
patrullero se acercó caminando hasta él. Matías lo alcanzó a ver con el rabillo del ojo, sabía
lo que podría pasar y decidió regresar al teatro. El patrullero lo siguió a través de la puerta,
como Alicia siguió al conejo blanco a través del agujero…

139
Nada de lo que había vivido en más de cinco años en la policía se parecía a lo que vio.
Apenas llegó al área de la tribuna, puso la mano en su pistola sin desenfundarla y empezó a
temblar. -¿Qué es esta mierda?…todos afuera- gritó, pero la gente continuó discutiendo sin
inmutarse. El policía tenía los ojos abiertos y su corazón latía a toda máquina. Solo un
instante después de haber acostumbrado sus ojos a la luz del auditorio, Buda pasó
caminando a su lado. El policía abrió la boca cuando vio a ese hombre obeso envuelto en
sábanas que lo miraba, y empezó a gritar que evacuaran el auditorio. –“Todos salgan de
acá, gritaba”. Pero nadie se inmutaba todavía. Los genios no podían saber si era un hombre
real o si se trataba de un personaje más.

El policía se debatía entre salir corriendo de allí, y arriesgar su puesto, o quedarse a merced
de unos locos disfrazados. Mientras miraba a la puerta, un tipo se le acercó y le preguntó
qué opinaba sobre la teoría de las partículas elementales de Heisenberg. Esto hizo que una
gruesa gota de sudor bajara por la cara roja del patrullero, que en todo caso, prefirió evitar
la mirada del loco y seguir con sus ojos bien abiertos.

(78)

Se miraba al espejo. Recién se recuperaba de lo que había vivido las últimas 24 horas.
Seguía exhausto después de que los genios lo capturaran y se lo llevaran al salón de los
espejos. ¿Por qué razón? ¿Con qué derecho? No estaba seguro. El caso es que cuando
regresó a esa casa vieja, Federico Caldas se sentó enfrente de él y duró 4 horas tratando de
hacerle terapia. Martín lo escuchó resignado mientras le habló de la historia del teatro, del
yo y la identidad, de Lacan, del salón de los espejos, de la importancia de destrozar la
persona para poder liberar al alma; o cuando más tarde, un poco resignado, le ofreció el
apoyo del departamento de psicología y la posibilidad de que regresara a casa a
recuperarse.

Martín prefirió quedarse. Regresó a su cuarto, se bañó, se puso ropa limpia, guardó su
pistola debajo de la almohada e intentó descansar. Frente al espejo se preguntaba si en
verdad era conveniente desaparecer, como se lo recomendaron, o si por el contrario sería
mejor seguir existiendo. Aunque siempre se había empeñado en existir, y estaba por
completo habituado a ese estado, no podía negar que la tentación de desintegrarse había ido
creciendo con las horas. Por primera vez en la vida contemplaba la posibilidad de olvidarse
de los deseos y los miedos para someterse a la nada. En su mente aparecía la posibilidad de
no ver más a los otros como oponentes e instrumentos de placer y resignarse a no tener
poder; a nunca ser admirado… Sin embargo, cuando sentía que estaba perdiendo la cabeza
de esa manera, cerraba los ojos y se imaginaba que tenía enfrente a todos sus amigos.
Entonces la idea de desaparecer parecía mucho menos atractiva “A la gente no le gusta ver
que la otra gente desaparezca, en absoluto.” ¿Y para qué estamos en esta vida sino es para
agradarle a los demás? ¿Acaso somos algo sin ellos? … sobre todas las cosas él quería

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existir para pensar, pensar que a las mujeres no les atrae un hombre prudente y serio; que a
la gente le gustan los locos, no los sensatos; por eso le pareció más atractivo imponerse a la
adversidad, ser excéntrico, dominar el teatro, ser el inconfundible Martín Rivera y no un
genio inexistente. “Primero muerto antes que dejar de existir”, se dijo.

El alboroto que escuchó provenía de la zona de la tribuna. “Llegó la policía” gritaban desde
abajo. Eran muchas voces diferentes. Casi no se podía distinguir lo que decían, pero se
notaba a leguas que estaba sucediendo algo inusual. Al cabo de un instante confirmó esto,
cuando uno de los guardias blancos le abrió la puerta y le pidió que saliera. “Parece que nos
están allanando; lo mejor es que salga porque no sabemos qué pueda pasar”. El guardia no
esperó una respuesta y pasó a la habitación continua para decirle lo mismo a alguien que
quizá estaría encerrado en otro salón de los espejos. Martín dudó un momento, después
pensó en toda la gente real que había por fuera del teatro, se puso los zapatos y sacó el arma
de debajo de la almohada.

Cuando bajó las escaleras se dio cuenta de que nadie estaba seguro de si el policía era real o
era un policía del teatro. Algunos se reían, pero otros discutían nerviosos y buscaban
lugares para esconderse. Él caminaba con rumbo a la puerta, le parecía apenas lógico que
todo aquello terminara clausurado por la policía y bajó las escaleras mentalizado para salir
de esa casona vieja y buscar un nuevo camino.

Apenas entró a la zona del escenario vio al policía. Era un tipo muy blanco, casi rosado. Le
pareció que sería de alguna parte de Boyacá, porque tenía los cachetes colorados. El tipo
tenía un revolver que temblaba en sus manos y su cabeza reaccionaba ante el menor ruido.
Martín lo analizó un momento, prefirió acurrucarse detrás de una de las sillas de la tribuna
y mantener el arma empuñada, pues tuvo la sensación de que ese joven nervioso podría
herir a alguien en cualquier momento.

Matías solo tuvo segundos para encontrar un escondite, así que se acurrucó detrás de una de
las sillas de la tribuna. No estaba demasiado nervioso. De nuevo los sentimientos estaban
dentro de él, pero él no estaba en los sentimientos. El miedo estaba metido en su pecho y
propagándose por la mente; pero era un miedo diferente a los que había sentido antes, no
era uno que se pudiera nombrar, ni siquiera que pudiera reconocer como suyo, era un miedo
general, algo así como la materia prima del miedo.

Pero todo el miedo viene de la idea de dejar de ser. Esa es la estupidez del hombre. Cada
cosa que da miedo, da miedo porque sentimos que va a afectar la idea de lo que somos.
Desde luego que existen miedos instintivos y sanos. Pero el miedo que paraliza, el miedo a
perder el año, a ser rechazado por Alejandra Dos Santos; es un miedo artificial. Es un
miedo que siente un personaje y no un ser humano completo. Porque, a diferencia de un ser
humano, el personaje es una estructura frágil, que ve amenazas en cualquier cosa que la

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pueda perturbar. Cualquier rechazo, cualquier burla, cualquier problema financiero puede
ser una amenaza para la imagen que se ha credo de sí mismo, y por eso el miedo adquiere
tanta importancia en nuestra vida. A veces pareciera incluso que el miedo determina el
contorno de nuestro ser y que nuestra identidad empieza o termina donde terminan o
empiezan nuestros miedos; pero la verdad es muy diferente, queridos lectores, pues es la
identidad la que crea los miedos y no al revés. Cuando la identidad ha desaparecido, el
miedo es como una llama sin oxígeno…

Matías tenía los ojos bien abiertos. Desde su escondite no le quitaba de encima la mirada al
policía y a la puerta. Su única intención era ser libre y se mantuvo en guardia. Sacó el
cuchillo del bolsillo y lo empuñó esperando disuadir a cualquier agresor. Permaneció
acostado, mirando en dirección a la salida y cubriéndose con una de las sillas de la tribuna.

Desde ahí pudo ver que el patrullero tenía el arma levantada en una mano y en la otra tenía
un radio por el que pedía refuerzos. Su compañero policía había subido al segundo piso
para buscar a los administradores y lo había dejado a merced de decenas de locos que
deambulaban en un teatro abandonado. En un momento, el patrullero se quedó mirando a
un tipo que pasó enfrente de él. Era un tipo canoso, de bigote y con el pelo parado, “este es
la viva imagen de Albert Einstein”, pensó para sí, mientras un escalofrío de auténtica
estupefacción recorrió sus extremidades de afuera hacia adentro hasta desparecer en los
testículos.

El hombre escondido detrás de la silla notó que el patrullero estaba desconcertado con la
figura de Einstein y decidió aprovechar el momento. Empezó a caminar con cuidado hacia
la entrada. Primero se movió despacio, arrastrándose entre las sillas y cuando vio que tenía
la vía libre hacia la puerta del teatro, arrancó a correr.

El patrullero vio la figura de Einstein perderse en la multitud, su cara estaba blanca de


pánico y en los ojos se insinuaban las lágrimas como un brillo inusual. De un momento a
otro sintió los pasos de alguien a su espalda, y cuando se dio la vuelta, pudo ver al hombre
armado que corría.

Cuando se escuchó el disparo, todos en el auditorio se tiraron al piso. Pasaron los primeros
segundos de estremecimiento y poco a poco se fueron liberando los murmullos. De cada
boca salían ruidos de sorpresa, pero nadie, todavía, articulaba palabras. El caos duró
algunos segundos, eternos segundos, hasta que un charco de sangre empezó a dispersarse
por la madera y los enmudeció. El policía se acercó al herido para ayudarlo, pero en ese
momento uno de los genios se acercó al policía por detrás y le reventó un bombillo
halógeno en la cara. De nuevo todos quedaron paralizados. Pasaron unos segundos y el
único que se animó a hablar fue un Johnattan Swift que estaba parado al lado de los
heridos: “Cuando aparece un necio entre nosotros, podéis distinguirlo por el siguiente
signo: todos los genios se conjuran contra él” dijo, pero aparte de eso nadie pudo distinguir
nada más.

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(79)

La personalidad es como un chorro de luz. Cuando está contenido, fluye por una
plataforma, por un camino; pero cuando aparece una distorsión, las partículas se
desordenan, el chorro se debilita y a su alrededor aparece una nube sin forma
determinada. Esto es la locura, salpicaduras de luz. Pero llega un momento en que
desaparecen todas las barreras. Ya no hay un chorro de luz, ya no hay salpicaduras. Las
partículas se dispersan por completo, chocan y se encaminan al infinito iluminando todo.
Solo en este momento el individuo ha desaparecido.

(80)

Alcancé a sentir un leve mareo y un hormigueo en la espalda antes de que la realidad se


deshiciera como un cubo de azúcar…Las cosas a mí alrededor empezaron a temblar. Todo
vibraba ante mis ojos fascinados, mis oídos zumbaban y mi tacto se estremecía con el
crepitar del mundo. En un momento las partículas palpitantes ganaron tanta energía que se
encendieron y se convirtieron en luces diminutas. Las luces ardían sobre cada cosa y sobre
cada persona. Se podía sentir el calor de la vibración de millones de átomos sobre la piel, y
se pudo sentir cómo fue aumentando con cada instante, hasta que, casi con desesperación,
pudieron liberarse del objeto que formaron y volaron por el aire. De repente, todas las cosas
en el auditorio empezaron a soltar sus partículas una a una. Como si la gravedad y las
fuerzas nucleares dejaran de operar e hicieran que las formas de los objetos y de las
personas se disolvieran en un mar cuántico. A medida que giraba, se armaban los objetos
que miraba y se iban deshaciendo los que estaban fuera de foco. Solo dónde yo miraba
había realidad. Pero eso no duró mucho tampoco. Cada vez más partículas se deprendían de
todo, hasta que el aire mismo se empezó a deshacer y solo pude ver luces, puntos ínfimos,
millones y millones de ellos moviéndose de un lado para otro infinitamente rápido,
formando objetos y aniquilándolos en centésimas. En un instante estaba Camila llorando
frente a mí y al siguiente veía a Caldas escribiendo en un cuaderno, a Borja, a su madre…
Las imágenes no se detenían, se sucedían una tras de otra en una constancia abrumadora:
veía mi perro acostado en la camilla del veterinario antes de morir, las reuniones con los
psiquiatras, Alejandra Dos Santos parada al borde de un balcón, la cara aterrada de Simón
Olarte el día que entró a su salón del colegio por primera vez…En cuestión de un minuto
pude ver cientos de imágenes de mi vida hasta que todo se quedó en blanco; y luego, poco a
poco, las formas volvieron…

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(81)

El salón estaba lleno de policías y un murmullo confuso se dispersaba por todas partes. Las
manos temblorosas de Camila se esforzaban por sostener un teléfono con el que llamaba
una ambulancia, al lado estaba Caldas quitándose el antifaz y arrodillándose junto a su
amigo.

El herido estaba tirado en el piso. Su cuerpo se retorcía y se paralizaba. Gemía. Intentaba


abrir los ojos como un niño que no se quiere dormir. Lloraba de miedo. Se retorcía y se
volvía a paralizar. Sus manos buscaban apretar con fuerza las manos de Camila mientras
unas líneas de baba espesa y rosada se soltaron de su boca y bajaron hasta metérsele en la
barba. La capa de sudor frío que envolvía todo su cuerpo lo tenía temblando sin control, y
apretó los dientes con la boca abierta para poder gritar. Entre la babaza se oyó un alarido
ahogado. La gente alrededor no sabía que hacer; se movían y se quedaban quietos,
suspiraban y tosían, se oían chasquidos nerviosos de los dedos…

El moribundo buscaba miradas ajenas con sus últimas fuerzas, apretaba las manos de
Camila y buscaba caras conocidas para mirar; almas para clavar las esquirlas de su propia
alma a punto de explotar. Él abrió los ojos con la mirada fija en los ojos de ella, tosió y dejó
una bruma roja flotando en el aire. Después dejó de gritar. El salón fue cubierto por un
pesado manto de silencio e incertidumbre.

Nadie podía entender si habían visto al cuerpo rindiéndose ante el alma, o si era alma
rindiéndose ante el cuerpo…

(82)

La oscuridad y la luz se unen en el fondo y no se sabe si hay más luz u oscuridad.


En el horizonte se funden las montañas como límite de lo sensible,
Árboles y piedras son memoria de las formas y el final de lo que es.

Parecen ellos los que soplan el viento y el vacío,


Parece su voz que mese la puerta del teatro
Parece ella llevándose mis nombres

A donde ya no hay luz ni oscuridad,


A donde no estoy nunca,

Una ligera bruma


Eternidad.

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(83)

Epílogo

Quiero destacar el esfuerzo hecho para contar nuestra historia. Varios nos hemos sometido
a extenuantes jornadas de hasta 4 horas diarias de trabajo, y todo para que quienes quieran
convertirse en genios, tengan la posibilidad de hacerlo. Sepan que la policía ha impedido el
funcionamiento correcto del grupo. Nos han perseguido y arrestado hasta el punto que los
cerebros de algunos miembros han dejado de funcionar correctamente; además, como ya
podrán suponer, los normales continúan en su empeño por curarnos de una supuesta
enfermedad mental. No sé para qué, quizá para que sigamos sus juegos carentes de sentido
y podamos aportar a la crueldad hipócrita de su mundo trastornado. Pero no estamos
seguros. Lo importante es que no han logrado su cometido y hemos dejado este testimonio
para ustedes.

Algunos estamos presos en manicomios y otros estamos huyendo en la calles. La verdad es


que tampoco estamos muy seguros de quién, o quiénes, han escrito esto. Hemos conseguido
las copias originales de algunos discursos que nos han ayudado y la primera parte está
basada en las anotaciones que encontramos de Matías Roldán, pero las partes 2 y tres han
recogido de la colaboración de otras personas. A todos ellos, gracias.

Queremos entregarle una luz de esperanza a todos los desadaptados del mundo.
¡Defiéndanse a toda costa de la gente normal! Transmitan nuestras ideas a todos aquellos
que no encuentran un sentido en el mundo. Que sepan que los genios estamos rondando,
que sepan que pueden cambiar su realidad y que deben separarse de sus actividades
enfermas sin importar el costo.

Solo así podrán libarse de la tentación de ser alguien, de la adicción a existir.

Solo cuando estas obsesiones desaparecen, desaparecen también el miedo y la maldad…

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El cuerpo estaba sobre las tablas del escenario, pero la policía no permitió que nadie se
acercara. El telón cayó de repente. Yo me quedé un rato en silencio, como si la sangre y las
lágrimas se hubieran congelado por dentro mío, contemplando esa tela gruesa bajar y
esperando inútilmente a que el tiempo volviera a ser tiempo…Nunca vi los estertores de la
muerte, ni el espasmo que hace el cuerpo para liberar el alma. Nunca tomé su pulso ni
comprobé si la sangre era real.

A los cinco minutos me sacaron esposado del auditorio como a un vulgar senador.
Recuerdo que salí mareado, confundido y arrastrando los pasos. No pensé en Camila, ni en
mi mamá, ni en Alejandra ni en Caldas; solo pensaba en respirar. En la calle estaban
reunidos decenas de curiosos que hacían un pasillo de honor para ver nuestra salida y que
cuchicheaban entre sí cuando veían salir a alguien como Borja con su túnica, o a Einstein
con su pelo frizzudo.

Atravesamos el callejón con la mirada al frente y la cabeza arriba. En la calle del auditorio
estaban parqueadas varias patrullas con sus sirenas titilando en silencio. A mí me subieron
con otros tres compañeros en la que estaba justo en la entrada de la casa. Enfrente mío
quedaron Borja y Caldas, y sentado a mi izquierda, Werner Heisenberg. Yo podía ver que
el patrullero nos miraba por el retrovisor y se reía. Parecía burlarse de Borja más que nada,
pero supongo que todos de alguna forma le causábamos gracia. La idea de escapar sonaba
hermosa en la mente, pero teníamos el brazo derecho esposado a la altura de la cabeza y no
teníamos ninguna herramienta, así que tuve que desecharla.

El ambiente en la patrulla fue bastante agradable. Mis tres compañeros estaban calmados y
se la pasaron haciendo chistes sobre la caras que habían hecho los tombos y sobre las
barbaridades que iban a decirle al juez. La cosa solo se tornó un poco solemne cuando la
patrulla se puso en movimiento, porque en ese momento Caldas sintió la necesidad de
tomar la palabra. Al comienzo habló del futuro del teatro, lamentó la agresión al policía,
mencionó posibles estrategias para mantener el proyecto vigente y recalcó la importancia
de mantenernos unidos.

Todo parecía normal y no hubo ningún sobresalto hasta el final de su monólogo, cuando el
sabio quiso tomarse un momento para lamentar que le hubieran disparado a Matías Roldán.

Al instante yo quise aclarar el malentendido.

-Fue a Martín Rivera al que le dispararon, yo estoy acá-.

Pero ellos no hicieron caso y se mantuvieron firmes en la convicción de que Matías Roldan
había muerto de un disparo.

-Fue Matías, yo mismo lo vi morir- dijo Borja.

-Yo no estoy tan seguro, pero creo que sí fue el tal Roldán, dijo Werner

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Todos sospechaban que había muerto, pero yo no estaba convencido de eso. La sensación
de que yo era Matías, y que estaba vivo, me generaba muchísimas dudas. Por mi mente
desfilaron recuerdos de momentos en los que estuve seguro de ser Matías, pero a la vez
aparecieron otros que me hacían pensar que no fui siempre la misma persona, que quizá fui
Martín o algún otro; así que permanecí en silencio.

Todos en la patrulla soltaron una carcajada cuando me agarré la cabeza.

-No, por favor no se rían que es en serio, estoy preocupado, les dije, creo que me
desaparecí o algo- y en ese momento se dibujó una sonrisa en la cara de Caldas.

-Mejor. Ya no lo van a afectar las porquerías del mundo. Ya no va sufrir tanto por lo que
hagan ese grupo de sádicos avaros. Ya no les va tener miedo…de hecho, ninguno de
nosotros va tener miedo del mundo nunca más. Si nos llevan a la cárcel o a un manicomio,
no nos importa. Porque toda la infelicidad de su mundo nos parece absurda y la
despreciamos. Despreciamos su mundo…-

Cuando Caldas se calló, todos aplaudimos al tiempo. Borja se secó una lágrima del pómulo
y el policía nos miró de nuevo como si fuéramos marcianos. Heisenberg exhaló con los
labios apretados y los hizo vibrar, luego se quitó el sobrero y se limpió el sudor de su frente
con un pañuelo.

-Pues ojalá tenga razón, Caldas. Porque no creo que nos lleven a ningún parque de
diversiones ahora. ¿No han oído acaso las historias de cómo se vive en la cárcel? espero
que estemos ya tan locos como para soportar ese mundo… -

Mientras el físico hablaba yo seguía en silencio. La idea de no ser Matías Roldán era
desconcertante, sin duda, pero los genios parecían tener todo tan claro y yo tenía tan pocas
ganas de pelear por aquella existencia, que al cabo de unos segundos terminé por aceptar la
desaparición.

Una energía poderosa recorrió mi cuerpo. La patrulla giró a la altura del parque nacional
con rumbo a la estación. Casi sentí la luz que irradiaban mis ojos y empecé a tararear la
marcha triunfal de Aida. El policía nos miraba estupefacto mientras los cuatro cantábamos
y nos movíamos al ritmo de Guissepe Verdi. Por la ventana pude ver un indigente
caminando entre los árboles y una lluvia tenue que caía sobre el parque. En ese instante el
conductor tomó la avenida circunvalar hacia el norte para alejarse definitivamente del
teatro. Nadie dijo nada más hasta que la patrulla se detuvo de nuevo en la estación. Era el
momento de la verdad. Caldas se levantó primero y los demás lo miramos. Él aclaró su
garganta, nos miró a cada uno a los ojos, y antes de bajarse, nos deleitó con una más de sus
conocidas frases:

-Es mejor vivir trastornado por un mundo infeliz, que vivir feliz en un mundo trastornado-

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