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PRIMERA PARTE: Adulterio

El expediente ZGR08 lleva unos zapatos de tacón, de piel, de un rojo brillante, que no
parecen nada cómodos. De todas formas, baja por el Paseo de Gracia con un paso corto,
de saltitos ligeros y alegres, aparentemente suaves e indoloros. El rojo brillante da a los
pies de ZGR08 una capacidad de faro entre una amalgama de parduzcos y grises.
Barcelona no tiene aprecio por cuanto ocurra de rodillas para abajo: todos los calzados
se parecen y todos los suelos son perfectamente feos y están perfectamente sucios. Este
es de baldosas azules con relieve floreado, un diseño que resulta atemporalmente
anticuado. El Paseo de Gracia parte en dos el Ensanche, esa gigantesca cuadrícula que
conforma el grueso de la ciudad. Podría ser su sistema circulatorio, o sus pulmones,
pero nunca su corazón: un barrio de barrios clonados, una especie de ensayo de
vecindario ideal, una infinita oferta de orden y aburrimiento. Una calle hacia arriba, otra
hacia abajo, otra hacia arriba, otra hacia abajo; cruzadas todas ellas por una calle hacia
la derecha, otra hacia la izquierda, otra hacia la derecha, otra hacia la izquierda y así
hasta darse de bruces, después de mucho desarrollo, con otro barrio de la ciudad, uno de
esos por los que el sol lleva más tiempo lamiendo los terrados, uno de esos que tienen
calles estrechas y poca luz y mucha vida. Uno de esos por los que el expediente ZGR08
no suele pasearse casi nunca. O al menos eso es lo que ha podido observar Garay: en
dos semanas de seguimiento, ella ha pisado una sola vez una zona de Barcelona que no
fuera el Ensanche o la parte alta de la Diagonal: fue cuando bajó hasta El Corte Inglés
de Portal del Ángel a comprarse unas zapatillas deportivas para sus clases de body
combat (no es un dato confirmado, pero Garay apostaría lo poco que tiene a que las
zapatillas las debe usar en las clases de body combat que ZGR08 tiene los miércoles por
la mañana). Por lo demás, su hábitat natural es el que he dicho: tan ordenado y limpio
de rodillas para arriba, tan brillante como sus zapatos de tacón de piel roja que ahora se
detienen ante el escaparate de la tienda Vinçon. Garay, a unos diez metros de ella, se
sienta en un banco del paseo y anota en su libreta lo que ve: ella mira durante unos
instantes (luego Garay comprobaría que seguramente estaba mirando unos nuevos
diseños de bajeras ajustables que a todas luces habría que tildar de “monísimas”) pero
no entra en el establecimiento. Garay mira su figura redondeada: ZGR08 fue una joven
voluptuosa y ahora es una señora rellenita que no debería tener tanta predilección por
unas faldas de tubo que hace años que no le quedan bien. Su paso alegre y luminoso
sigue su camino hacia abajo y cruza Provença. Garay percibe que, desde que ha
establecido el seguimiento de hoy, ella apenas ha entrado en tiendas y no ha comprado
absolutamente nada, algo raro un jueves por la mañana. Algunas veces ha visto en ella
algo así, y sabe muy bien cómo va a acabar esto. Las baldosas siguen siendo azules,
sucias y feas, las calles siguen siendo líneas rectas que cortan en muchos tramos el
Paseo de Gracia y los pasitos de ZGR08 siguen siendo cortos, alegres y de un color rojo
brillante cuando, efectivamente, entran en el Hotel Majestic y se pierden de la vista de
Esteban Garay, que apunta en su libreta la fecha, la hora y la dirección de ese nuevo
acto de adulterio.
Esteban Garay tiene por costumbre dar 20 minutos de beneficio de duda cuando pierde
el contacto visual con su expediente. Se sienta en otro banco del paseo y, sin dejar de
lanzar miradas de soslayo a la puerta del hotel, aprovecha para dar orden y coherencia a
las anotaciones que, a vuelapluma, haya ido recogiendo durante el trayecto. Luego
comprobará, cotejando estas anotaciones con las de los otros días, cómo va tomando
forma un patrón de conducta. Es como un montón de barro que poco a poco se va
convirtiendo en una figura: que el ir caminando y no en coche, que el coger una calle y
no otra, que el llevar un peinado concreto o maquillarse de una determinada manera,
que algo tan sutil como un enarcamiento mayor de las cejas o una arruga de más en la
comisura de los labios denoten, sin duda, que sobre unas sábanas le está esperando
alguien que no es su marido, quien (entre preocupado, escéptico, nervioso, avergonzado
y verdaderamente cabreado) previamente ha contratado los servicios de la agencia para
la que no hace demasiado tiempo trabaja Esteban Garay, en una escena que vendría a
ser más o menos así:

 Cuénteme lo que sabe y lo que sospecha – diría Roberto Porovich, golpeando la


base de un paquete de Pall Mall para hacer que uno de los cilindros suba -
¿Quiere? Este no es un espacio libre de humo – las castraciones a los derechos
del fumador, como un virus que se extiende poco a poco sobre la mística de la
investigación privada, siempre han dado por saco a Porovich, que tiene su
despacho personal como su bastión en esa resistencia sorda a los nuevos y
asépticos tiempos.

 No se comporta igual de un tiempo a esta parte – diría el cornudo standard,


aceptando un cigarro (la mirada azul, de anchas cejas, de Porovich. Esa mirada
que te hace ver que ni con todo tu cochino dinero podrías llenar de masculinidad
tu entrepierna como la tiene el otro hombre que, seguro, está percutiendo su
fuerza sobre esa mujer que te quiso por tu dinero, aunque tú preferías decir que
se trataba de una admiración ciega a tu capacidad de construirte a ti mismo. De
qué poco te han servido los coches y las joyas y las cenas en restaurantes de lujo.
Capado por tus proyectos y tu ambición. Fuma, pobre diablo, fuma. Este juego
tenía normas que no conocías y aquí, ahora, se fuma).

El cornudo standard divaga, extendiéndose como una espiral, en torno a tres ejes
posibles:

Ella está siempre enfadada.

Ella está siempre contenta.

Ella está siempre en otro sitio.

Porovich se lamenta de que el mundo se haya vuelto tan mediocre. De algún rincón de
su memoria que ahora no sabría ubicar, recuerda que hubo un tiempo en que su agencia
de detectives se nutría de algo más que seguir a morosos y mujeres infieles y descubrir
falsas bajas, fraudes en arrendamientos y otros engaños de medio pelo. Antes, la
Agencia Porovich De Investigación Privada, fundada por Anatolio Porovich, destacaba
entre las demás por su perfil agresivo. La calidad de sus investigaciones tenía su sabor
en un conocimiento minucioso de las calles de la ciudad, de su subsuelo, de sus reyes y
sus pequeñas ratas, de sus oídos y sus ojos y sus zonas erógenas y sus puntos débiles.
Anatolio Porovich aseguraba una dosis extra de cojones y astucia en las pesquisas de
sus hombres. El dinero confiaba en aquel modelo: Porovich y sus hombres sacaron
adelante una infinidad de casos que iban del espionaje industrial a la localización de
personas a nivel nacional (algunas, como el celebrado caso de Leonor Lara, llegaron a
traspasar la frontera del país) siendo fieles a poco más que su olfato, su intuición y su
talento para saber recibir hostias de todo calibre. Pero más pronto que tarde llegó la
tecnología, y el trabajo de detective privado se trufó de miles de excepciones y normas y
protocolos. Llegó la superespecialización, el satélite, la formación específica de alto
nivel: de nada servía que Julio Fleta fuera el hombre en que confiaban todas las putas de
la ciudad, o que Iñaki Aguirre pudiera distinguir a casi medio kilómetro (por un don que
vira de lo pituitario a lo místico) el rastro de ha dejado un tipo concreto de droga en su
camino al lugar en que va a cortarse. En fin, Iñaki poco a poco iba perdiendo sutileza, y
Julio se iba haciendo viejo y, lo que es peor, las putas que confiaban en él también.

Anatolio no quiso cambiar su manera de hacer, su agencia nació siendo de una manera
y, si así tenía que ser, moriría fiel a ese estilo. Su hijo Roberto, orgulloso reflejo de su
padre, bebió de esa idea hasta que se le enganchó a los huesos: la investigación privada
no era un quehacer quirúrgico, y además los detectives privados fuman, y si no te gusta
que te den por el culo. El contraespionaje industrial, la trata de blancas, el tráfico de
drogas y armas, el blanqueo de capital, las quiebras fraudulentas, las búsquedas
internacionales: todo eso, se suponía, requería una actualización que no se hizo, y el
dinero voló de la Agencia Porovich De Investigación Privada, que hoy en día subsiste
gracias a aquellos clientes que buscan una privacidad que, en otras agencias con salas de
espera, no pueden tener. Los clientes de este tipo de servicio orbitan todos alrededor de
las mismas ambiciones y los mismos espacios, de ahí que las prestigiosas agencias
Cross-Letter & Grimmes o GTTW entren en situaciones de conflicto, al tener entre sus
clientes, por ejemplo, a empresas rivales que sospechan del espionaje del otro, o a
ambas partes de parejas en procesos de divorcio. No es un hándicap: este tipo de
personas tiene el cinismo muy afilado, se miran fijamente en las salas de espera y luego,
pasa cada uno a un despacho donde se les asegura que su caso goza de toda la
confidencialidad. Pueden creerles o no, y qué más da. Por eso la Agencia Porovich De
Investigación Privada ha visto reducida su clientela a esos pocos hombres adinerados
que aún tienen vergüenza o cierto sentido de la estética moral.

- ¿Fumas? Yo fumo, este no es un espacio libre de humo ¿tú fumas? – le dijo


Roberto Porovich a Esteban Garay en la entrevista de trabajo, mientras golpeaba
contra la mesa de su despacho la base de un paquete de Pall Mall – estoy
probando este, yo era de Ducados de toda la vida.
Esteban Garay pensó que por qué Roberto Porovich habría dejado de fumar Ducados, si
era de Ducados de toda la vida, pero no se lo preguntó y nunca ha aclarado ese detalle
idiota sobre su jefe. Le dijo:

- Fumo de liar.

Roberto Porovich torció el gesto.

- Liar cigarros es una distracción impertinente. Un día necesitarás un cigarro y no


tendrás las dos manos disponibles. Los cigarros de liar diluyen la concentración.

Esteban Garay cogió su paquete de Golden Virginia y lo levantó a la vez que sus cejas,
preguntando sin hablar si podía liarse un cigarro. Roberto Porovich no interrumpió su
disertación para asentir con la cabeza, y Esteban Garay empezó a liarse un cigarro y
dejó de escuchar a Roberto Porovich.

Un montoncito de tabaco en fila sobre la mano izquierda, el papel con la pega boca
abajo en la mano derecha y ésta sobre la mano izquierda, voltear ambas manos y coger
con la mano izquierda el montoncito sobre el papel, y con los dedos de ambas manos
enrollar hasta que el montoncito tiene perfecta forma cilíndrica y se ha abrigado con el
papel, cogerlo con la mano izquierda y con la mano derecha coger un filtro y colocarlo
al final del montoncito. El pellizco. El lametazo en la pega. El cierre. Prensar el tabaco.
Quemar la punta de papel sobrante. Petar el cigarro en una profunda calada, el humo
que pasa por tu garganta y llena tus pulmones. Una fuerte bocanada de humo denso.

- Esto, con una cerveza, es lo mejor que hay – le decía Garay a Elisa. Ella siempre
ponía los ojos en blanco y suspiraba.

- Sigue siendo un vicio de mierda – contestaba ella. – Antes no fumabas, no sé por


qué te ha dado por ahí últimamente.

Tenían solo veinte años, ella quería a Garay con la suficiencia de querer estar con él
para siempre. Él la quería a ella pensando sólo en el ahora. Ella quería planear viajes y
cuentas de ahorro conjuntas. Él quería ir a un hotel barato a echar unos cuantos polvos.
Ella esperaba cambiarlo poco a poco. Él esperaba que un día ella cambiase en algo, pero
no sabía en qué. Su piel era blanca y suave. La quería muchísimo pero tenía miedo. A
veces ella hablaba demasiado, pero casi siempre daba en el maldito clavo:

- Quizás fumas precisamente porque no me gusta que fumes.

Garay a veces pensaba que ella llegó a conocerle demasiado. Fumar era una manera de
ser malo en algo, de tener un defecto para ella, que le quería incondicionalmente. Era
ese algo irresoluble, ese defecto necesario. También era una manera de dejar de
escucharla.

- Quizá tenga usted razón – dijo Garay, golpeando suavemente su pitillo sobre el
cenicero que Roberto Porovich tenía en el centro de su mesa. – Pero ya me he
acostumbrado a este tabaco.
- No te juzgaré más por ello, ya has escuchado todo lo que opino al respecto.

Roberto Porovich es un hombre alto y corpulento, como un galán de cine clásico en


horas bajas. Se da un cierto aire a Gary Cooper si Gary Cooper pesara cuarenta kilos
más y sus gestos y su expresión corporal tuviesen la rudeza de un leñador. Esteban
Garay, en cambio, tiene una constitución innegociablemente famélica, seca y fibrada,
que convierte a su altura (es un poco más alto que Roberto Porovich) en una larga
evidencia. Para su fortuna, es ancho de espaldas, de manera que no tiene un aspecto
desgarbado. Porovich tenía ante él a un baloncestista frustrado (demasiado lento para
ser base, demasiado bajo para ser pívot, demasiado blando para ser ala defensivo,
demasiado malo para ser escolta atacante) que, tras abandonar definitivamente una
carrera deportiva que no iba a llegar a nada, entró en el cuerpo de policía de la
Generalitat de Cataluña.

- ¿Consume o ha consumido drogas de manera eventual o habitual? – le


preguntaron a Garay en la entrevista personal. Era un despacho de techo bajo y
obra nueva. Él estaba sentado en una silla de plástico bastante incómoda. Al otro
lado de una mesa que parecía el escritorio de un médico, estaba un señor de unos
cuarenta años tomando notas (cuando Garay, con el peso de la experiencia,
recuerda años después su actitud dubitativa y atropellada en aquella entrevista,
piensa que aquel señor que nunca más volvió a ver tenía, sin duda, un rasero
diferente – más laxo –al suyo para tolerar la mentira) y una señora de unos
treinta y pocos que leía las preguntas con una mezcla en su voz de desidia y
cercanía, algo así como: esto es una rutina asqueante en la que estoy atrapada
pero me niego a pensar que la persona que tengo delante no sea algo más que un
número.

- Sí, eventual – respondió Esteban Garay. Las manos le sudaban y le picaba la


frente.

- ¿Qué drogas? – dijo la mujer. Su mirada era tierna.

- Porros. Solo porros.

- ¿Podría hacer un cálculo? ¿Más de cincuenta? ¿Menos de cincuenta?

Garay hizo como que tenía que darse unos instantes para pensar.

Mucho tiempo después, ya soltero y expulsado del cuerpo, cuando Elisa, y luego el
trabajo, y luego Sara ya no estaban para recordarle, sin palabras, que aquello era una
mala idea, llamó a su amigo Gómez y le dijo:

- Píllame cien euros de mierda, que me la voy a fumar de una sentada.

- Menos de cincuenta porros en toda mi vida, sin duda – mintió en la entrevista.

- Bien, y ahora hablemos de trabajo. ¿Por qué estás aquí? – preguntó Roberto
Porovich.
- Llamé y hablé con su secretario y concertamos una…

- No, quiero que me digas por qué no estás en los mossos.

Esteban Garay necesita una fotografía que evidencie que ZGR08 se ve, de una manera
íntima, con un hombre que no es su marido. La mejor de las posibilidades es un beso de
la boca, algo improbable de ver; como improbable es ver a ZGR08 saliendo de alguno
de los hoteles en compañía del otro hombre. Garay ya tiene una foto del tipo: son seis
las veces que ZGR08 ha entrado en hoteles desde que empezó el seguimiento y en todas
ellas, antes o después de salir ella del lugar, ha visto salir al mismo tipo: es un hombre
de la misma edad que ella (unos cincuenta años, quizás un poco menos), trajeado, con el
pelo cano y la cara bronceada. Está perfectamente afeitado y tiene un andar seguro,
decidido. A la tercera vez que lo vio, Garay lo siguió para hacerle algunas fotografías
con su teléfono móvil. En la siguiente actuación llevó una cámara de mejor definición.
El seguro amante de ZGR08 deja tras de sí un rastro de colonia cara, de esas tan
varoniles, de esas que tienen una carga especial de alcohol en su regusto. Un rato
después de que este mismo tipo salga del Majestic y Esteban Garay le fotografíe de
nuevo, ya en la oficina de la Agencia Porovich de Investigación Privada, el detective
revisará las imágenes: el amante no es más joven, ni es más apuesto, ni se le ve más
poderoso que el marido de ZGR08. Ambos son tonalidades diferentes de un mismo
color. Garay sabe bien que la infidelidad no se basa en que algo sea diferente a lo que
uno tiene, sino en que sea lo mismo, pero corregido.

Después del año en la academia, que pasó con lo justo y necesario, Garay fue destinado
a la comisaría de policía de la Generalitat de Cataluña – Mossos d’ Esquadra en
Hospitalet de Llobregat, la almohada de Barcelona. Se trata de un pueblo hipertrofiado,
excesivo en su gris, su densidad y su funcionalidad: nada en Hospitalet es decorativo, ni
gratuito, ni inútil. Nada es hermoso ni respira con calma. Es un abuso de cemento, un
espacio feo, algo así como el vómito tras el empacho industrial de la Barcelona de los
años 60: un lugar hecho por gente obrera para gente obrera, una litera de más de
doscientas mil plazas. Allí, Esteban Garay ocupó un puesto de oficina durante dos años.
Después de tantas pruebas había ido a parar a una centralita que exigía, por momentos,
algo menos de pericia que un atención al público de un operador de telefonía. Como una
gota tras otra y tras otra cayendo sobre un cráneo pelado, esa rutina puso a prueba, como
si fuera un examen más, las ganas de Esteban Garay por servir a la comunidad, por valer
de algo para la ley y la justicia, que era su motivación primera. Su entusiasta, engañada
voluntad primera. Esa esencia de justiciero, o de aventurero, fue lo que a la postre dio
con Garay en una coyuntura desagradable dentro del cuerpo. Tenía ante sí una
propuesta: oficina y aire acondicionado, sueldo estable y ventajas como funcionario de
por vida. Una vida, eso sí, que se explicaría en pocas palabras. Una vez alguien le dijo a
Garay que definiera su vida con seis palabras. Él dijo esto:

“Lo intenté, pero no hubo manera”

Era una broma triste, un esbozo de sonrisa socarrona. En ese momento estaba en su
primer año en la centralita y vivía en casa de sus padres. Su vida era del mismo gris que
el paisaje de Hospitalet. Las cosas con Elisa se habían empezado a torcer. Nunca sabrá
decir, tras los años y Sara y las otras que vinieron después, qué diablo de cuerpo extraño
entró en el cuerpo de aquella relación, hiriéndolo por dentro poco a poco hasta
contaminarlo sin solución. Pero él aguantaba. Él estaba conformándose. Estaba entrando
en la rueda de la vida adulta. Hasta que un día vio una vacante en el Área Central de
Investigación Criminal.

- Por probar, no pierdo nada – le dijo a Elisa. Ella le sonreía y le acariciaba la


cara, con una expresión que venía a decir que estaba orgullosa de él.

Pero ¿orgullosa por qué? Con los años, había entendido que no lograría nunca descifrar
las reacciones de Elisa. Cuando logró entrar en el cuerpo, la reacción de ella fue
abismalmente más fría de lo que él hubiera esperado: sonrió (sonrió como sonreía
cuando se encontraba con alguien que le caía mal y quería disimular) y le dijo que muy
bien. Y ya está. Si quiera por lo que eso, a priori, suponía de espaldarazo para sus planes
de futuro (los de ella), Garay hubiera esperado una reacción decididamente más efusiva.
Varios días después, ella le confesó que no había sabido cómo reaccionar, que quizás
había sido demasiado fría, pero que en cualquier caso se alegraba muchísimo por la
noticia. Garay sospechó que ella habría podido ensayar el discurso. Ahí estaba el punto:
Garay se pasó años sospechando que Elisa no sabía ser espontánea: por eso, al final,
todo se volvió mecánico: las peleas, el sexo, la convivencia. A veces Garay, tanto
tiempo después, piensa que todo eso, en realidad, eran sólo pajas mentales, su miedo
proyectado. Por poner el mismo ejemplo: si el día en que Garay le dijo a Elisa que iba a
entrar en el cuerpo de policía ella hubiese reaccionado de la manera esperada, también
hubiese sido para mal: Garay se hubiera dicho que ella estaba más cerca de conseguir su
objetivo de hacer que él asentase definitivamente la cabeza con ella.

- Quieres cambiarme, quieres domesticarme, eso es lo que quieres – le hubiera


dicho Garay, en una pelea que nunca iba a ocurrir. – te alegras sólo porque así
estamos más cerca de irnos a vivir juntos. Eres egoísta. Eres tremendamente
egoísta.

Y ella le hubiera pedido que se tranquilizara pero él no le hubiera hecho caso en un


principio, aunque unos instantes después él bajaría su tono y ella lo subiría, ansiosa por
echarle en cara cualquier cosa que a él no le vendría de nuevas. Y ambos acabarían
entablando un diálogo en el que cada uno hablaría de sus problemas sin escuchar los del
otro, hasta que alguien hubiese besado al otro y hubiesen supuesto que habían arreglado
algo, sin saber ni cómo, ni el qué era lo que había que arreglar.
Todos estos desequilibrios se pusieron en juego otra vez cuando Garay le dijo a Elisa
que había conseguido el puesto en el ACIC.

Habían pasado tres años desde que entrara en la academia y casi cinco desde el día en
que ella, sentada en un banco de la facultad, le dijera:

- ¿Te puedo pedir un abrazo? – Era el segundo y, a la postre, último año de Garay
en Relaciones Laborales, una de esas carreras que estudia la gente que no sabe
qué estudiar, un algo que hacer hasta entrar, como había planeado, en
Criminología.

Ella estudiaba humanidades en el mismo centro. Se habían conocido en el bar de la


facultad. Ella tenía la mirada triste, y él seguía intentando olvidar a Alba, que tenía la
mirada afilada y le había hecho mucho daño. Pensaba que esa chica, con esos nuevos
ojos, podría ser una buena compañía, una almohada sobre la que descansar. Garay
abrazó a Elisa y no se lo pensó dos veces antes de besarla, sin saber ni sospechar que así
empezaba a tallar un diamante que al final se rompería.

- Vale – respondió Elisa cuando Garay le dijo que había entrado en la ACIC.
Luego sonrió, le acarició la cara y añadió – muy bien, mi niño.

Los pequeños desajustes, así lo llamaría Sara. Ese jardín de diferencias que acaba
floreciendo de una manera furiosa. Otra persona no es mejor ni peor, es solo una tierra
prometida, un lugar sin malas hierbas.

Por eso Garay entiende a ZGR08 y a su amante. Los entiende y los disculpa. Los mira
desde su coche: son como dos adolescentes que no saben cómo etiquetarse, que juegan
al escondite como si el mundo entero fueran los severos padres de ella, nuevamente
coqueta, nuevamente joven, nuevamente limpia de odios. Qué euforia tan incontestable,
qué alegría más tonta. Qué ganas de brincar por la calle de la mano y de gritarle al
mundo que estás otra vez enamorado. Qué sensación de libertad. Son las 12 de la noche
y están en medio de la calle Valencia, a la salida de un restaurante medio, de esos de
menú a 30 euros. Quién diablos va a saber quién son esos dos tortolitos. La botella de
vino. La mirada que centellea bajo el rímel nuevo. El olor de sus caros perfumes y ese
temblor en la parte posterior de las rodillas. Esas cosas que te hacen olvidarte, dejarte
llevar sin importar las consecuencias. Garay recuerda ese primer beso a Elisa, ese
momento en el que todo su cuerpo se estremeció: una persona nueva, una nueva alegría
de vivir. Él los entiende y siente amor hacia ellos y una tremenda sensación de gratitud
cuando, por fin, se besan en la puerta del restaurante con un beso en la boca que
conmueve al detective privado, que casi está a punto de perdonarles y no hacerles
ninguna fotografía. El toldo bajo el que se besan es como un foco de luz. El encuadre es
perfecto. El desastre es inminente.

- ¿Quién es ese? – dijo Garay cuando vio la fotografía que el cabo Robert
Capdevila le había puesto delante de las narices.
- Tu siguiente trabajo. – respondió Capdevila.

En la fotografía aparecía un tipo de unos treinta y pocos años, de estatura media y


constitución atlética, con el pelo castaño claro y facciones agradables pese a una fea
cicatriz que le cruzaba de arriba abajo la parte derecha de la cara, detalle que le daba un
atractivo rebelde. Era un caso del agente Bertomeu que, al ser desplazado a otro
departamento, había caído en manos de Garay. Los tiempos de tronchar (así se referían
al acto de seguir a alguien) a supuestos cabecillas ultras del Fútbol Club Barcelona iban
a pasar, de momento, a mejor vida: ese tipo de la fotografía era el principal sospechoso
de una serie de robos de obras de arte en galerías radicadas en los alrededores de la
Rambla de Cataluña, el cinturón dorado del Ensanche.

- Léetelo, no tiene desperdicio – dijo Capdevila poniendo el portafolio con el


informe del susodicho sobre la mesa que Garay tenía en el ACIC.

Garay lo abrió: se sabía que el supuesto caco se llamaba Fran Gallardo. Había más
fotografías en el portafolio. Por ejemplo, una secuencia en la que el tal Fran Gallardo se
besaba con una chica en la puerta de un restaurante. Es de noche. La chica, pese a la
mala calidad de la imagen, le pareció preciosa. Garay continuó estudiando el informe
del caso que, a la postre, acabaría con su carrera en el funcionariado.

El informe está tan atado que esas fotografías bajo la luz del toldo del restaurante son,
amén de una prueba irrefutable, una guinda perfecta a un trabajo bien hecho: Garay se
había convertido en la sombra de ZGR08 en las últimas semanas, y puede documentar
gráficamente todos sus movimientos y, gracias a la colaboración de su esposo (que
había recibido órdenes directas de Porovich de vigilar de cerca los devaneos
consumistas de la tarjeta de su señora, que él mismo financiaba) y a la de la misma
ZGR08, que tenía la desprevenida costumbre de tirar al suelo los tickets de sus compras
(sin preocuparle si necesitaría cambiarlas, bendita opulencia), puede también presentar
recibos y operaciones con la tarjeta de la señora que confirman la veracidad del tiempo
en que esas fotografías se tomaron.

- Acojonante – dice Roberto Porovich cuando Garay le da las fotografías del caso
ZGR08. – Buen trabajo, coño.

- Así se hace, Esteban – la voz viene de atrás. Garay se da la vuelta para darle las
gracias a Josep Méndez.

La Agencia Porovich de Investigación Privada consta de seis personas organizadas en


una jerarquía bastante maniquea: por un lado está Roberto Porovich, rostro y
responsable último del resultado de todos sus empleados, que estaban por igual en el
siguiente escalafón. Esteban Garay, Josep Méndez y Guillermo Lubary (el más antiguo
de los detectives) no podrían asegurar ser más perros de calle que Silvia Pérez o Iván
Bizarro, los cuales son, a priori, administrativos (término vago que engloba desde la
documentación hasta la organización y clasificación de pruebas, pasando por
seguimientos en la calle o atender al teléfono). La oficina está en la calle Secretari
Coloma, en lo que algunos llaman Gracia Nova, suficientemente cerca de ese hechizo
graciense que va como un caudal por todas sus callejuelas y plazas; y a la vez
suficientemente lejos de la posibilidad real de encontrarte a diario un vómito en el portal
de tu edificio.
-
Iván, contacta con el señor Zamora – dice Roberto Porovich saliendo de su
despacho. De la puerta colindante sale Esteban Garay con el rostro encendido y
la frente sudorosa. – a dónde vas – le dice su jefe, increpando más que
preguntando.
-
A comprar una botella de ginebra, o algo así – le responde Garay sin mirarle,
dejando a su jefe atrás mientras se dirige a la puerta de salida.
-
Con que bebiendo en horas de trabajo ¿eh? – le dice, animado, Porovich.
-
Aún no. En cuanto haya comprado la puta botella sí – responde Garay abriendo
la puerta de la oficina y saliendo al vestíbulo. Se vuelve un instante para cerrar
y mira a Iván, en la recepción, y a Porovich, plantado ante la puerta de su
despacho - ¿os traigo algo?
-
Compra hielo. – dice Iván – creo que no queda.

La Agencia Porovich de Investigación Privada no está pensada como una consulta, sino
como un secreto. No tiene un cartel ostentoso en su fachada, sino un discreto Agencia
Porovich en donde tendría que poner 3º1ª. Se guarda mucho de la confidencialidad de
sus usuarios, por lo que no se permiten visitas a la oficina no concertadas por la propia
agencia. En la recepción, Iván da la bienvenida a los clientes y les hace una serie de
consultas de carácter administrativo: esto servirá para compartimentar cada
investigación. El señor Zamora llegó a la Agencia Porovich con fundadas sospechas de
que su mujer le estaba siendo infiel. Un caso de relaciones conyugales tiene el código
08. De manera que ZGR08 es la mujer de Zamora García, Ramón – relación conyugal.
Esto es: el código asignado a cada persona investigada tiene las iniciales de la persona
que ha solicitado su investigación, porque se entiende que esa investigación va a hablar,
sobre todo, del contratante. El romance de ZGR08 explica, entre otras cosas, todo
aquello que el señor Zamora no sabe hacer bien, o aquello que ya se ha olvidado de
hacer. Sin duda, un buen ejercicio de catarsis, una manera de poner el foco sobre uno
mismo, pensar en qué ha hecho uno mal o en qué se ha convertido y no quería ser, sería
echándole un ojo a ese informe que piensas usar como arma arrojadiza contra la persona
que amabas. Después de ese encuentro en la recepción, el cliente pasará al despacho de
Roberto Porovich, última estancia a la que tendrá acceso. Junto al despacho de
Porovich, cerrada a cal y canto, está la sala más grande: la oficina donde los tres
detectives, ayudados por Silvia, redactan sus informes y buscan información, aclaran
sus ideas, beben café y fuman y, a menudo, se emborrachan hasta las tantas de la
mañana, entre sábanas de datos confusos e informaciones contradictorias.
Roberto Porovich, entre cliente y cliente, revisa los informes en proceso. En este
momento está sentado en su silla del despacho. Se enciende un cigarro y se acomoda
mientras mira cómo ha quedado el informe para el señor Ramón Zamora García. Tiene
un cliente en agenda para esa misma mañana. El aviso de Iván es puntual: a las doce en
punto, abre la puerta del despacho en compañía de un señor de unos 40 años, alto y
apuesto, moreno de piel y de pelo lacio, repeinado hacia atrás y engominado. Lleva
unos pantalones de lino blanco y una camisa de algodón desabrochada en el primer y
segundo botón. Parece un dandy italiano de un anuncio de relojes.

- Señor De Gades, le presento a Roberto Porovich – dice Iván Bizarro extendiendo


un brazo para presentar a su jefe.

- Encantado – dicen ambos a la vez, estrechándose la mano.

Iván deja a ambos solos en el despacho. Roberto Porovich, tomando asiento, le pide a
su cliente que se acomode en la silla que hay al otro lado de la mesa de su despacho. Le
ofrece un cigarro, que el señor De Gades rechaza amablemente, y le dice:

- Cuénteme lo que sabe y lo que sospecha.

La primera vez que Garay vio a Alba pensó que no era la primera vez que la veía. Era
como una de esas veces en las que uno piensa que ya ha estado en algún sitio al que va
por primera vez. Que le suena de algo, que lo ha tenido que soñar. Hubo una conexión
con ella, una obsesión con ella desde ese falso primer momento. Fue en el mismo bar en
el que, un año después, conocería a Elisa.

- ¿Qué lees? – le dijo Garay a Elisa, repitiendo una historia desde el inicio,
mejorándola, corrigiéndola. Ella estaba leyendo un ensayo para una asignatura
de clase. Él le dijo que parecía interesante. Ella dijo que no lo era, pero que no
había más remedio que tragárselo para el examen. Él le dijo que si podía
sentarse, si le importaba. Ella dijo que se sentara, claro. Él se sentía confiado
porque ella tenía la mirada triste y él la estaba haciendo sonreír, verdaderamente
satisfecho de no sentir que sus huevos estaban enroscándosele en la garganta.

Esa fue exactamente la sensación que había tenido muchos meses antes, cuando vio a
Alba. Tenía un atractivo desmedido y perfectamente explotado, que impregnaba cada
gesto de turbación para Garay. Era una de esas mujeres que son todas la misma: una
promesa que se escapa. Algo perfecto que no puedes tener.

Garay no se dirigió hacia ella hasta unos días después. Ella estaba en un banco de la
facultad leyendo una novela.

- ¿Qué lees? – le dijo Garay a Alba. Ella le dijo que una novela de Unamuno y él
le dijo que no lo conocía. Ella le dijo que peor para él y él se puso muy nervioso.
Ella siguió leyendo y él le dijo: - oye, voy a empezar de otra manera. ¿Cómo te
llamas?
- Alba.

Aquella era la primera de muchas veces que Garay habló con Alba. Consiguió
convertirse en alguien de confianza, consiguió ser una cara en la que ella podría pensar
sin dificultades, un algo recurrente. Pero nunca pasó nada más: había otros hombres y
otras preocupaciones, había miedos y excusas y palabras que no se iban a decir nunca.
Garay culpó a esa chica por haberla deseado tanto, y solo años después, cuando fue él
quien dijo no, entendió que el problema había sido solo suyo. Quizás, piensa, las
mujeres dejan de ser perfectas cuando las alcanzas.

Así, perfecta, inaccesible, era la mujer que aparecía en la primera fotografía que Garay
vio de Fran Gallardo. Esa mujer se llama Marta Larraz, pero también se llama Alba, es
esa misma mujer que nunca sería suya.

Y así, perfecta, inaccesible, es la mujer que aparece en la fotografía que Roberto


Porovich le planta delante de las narices a Esteban Garay.

- ¿Quién es esa? - dice Garay.

- Tu siguiente trabajo – responde Porovich.

Como las otras dos veces, una familiaridad obsesiva recorre el rostro de esa mujer. Las
entrañas de Garay se remueven, y una certeza dolorosa de estar cayendo de nuevo en
una trampa: tanta belleza es siempre trágica.

- Diana Smith, señora De Gades. – dice Roberto Porovich.

Es un caso 08 y eso le jode un poco a Garay: esas mujeres siempre tienen otros
hombres, otras preocupaciones. Diana De Gades tiene una piel agradecida al sol y el
pelo rubio y liso. Sus ojos son azules y su mirada es fría. Garay se fija en ella. Es una
mirada que viene a decirte que le das igual. Es una mirada lejana. Garay piensa que ha
visto antes esa mirada. Empieza a incubar una nueva obsesión. Nota que su garganta se
seca y le entra una desagradable carraspera y le da un trago al gintonic que tiene a
medias. No puede evitar que se repita la historia: con toda seguridad, Esteban Garay va
a volver a cagarla hasta el fondo.

- Es una larga historia.

- No te preocupes, tengo toda la tarde. Hoy no hay programado ningún cliente. –


dijo Roberto Porovich el día en que conoció a Esteban Garay. – Eras un agente
de información y conoces la calle, por eso me interesas, y ahora quiero que uses
el tiempo que necesites para explicarme con detalle por qué no eres mosso de
esquadra.
- No le diré ninguna información relevante.

- Si quisiera la clase de información que tú pudieras darme, ya la tendría. –


Roberto Porovich usó toda la intensidad azul de su mirada para socavar el ánimo
de Garay. El demandante de empleo notaba cómo le sudaban las manos y le
picaba la frente. Sentía como si le sobrara ropa por todos lados, como si
estuviera menguando, pero confiaba en que Porovich no se diera cuenta. Al fin y
al cabo, se había pasado la vida fingiendo una frialdad que nunca ha tenido.

- Verá, yo llevaba menos de un año en el ACIC cuando mi cabo me asignó un


caso que había estado trabajando otro agente y al que habían cambiado de
departamento. Creo que mi cabo no tenía ni puta idea de que ese caso no era
recomendable tirarlo hacia adelante. Bien, entiéndame, recomendable en un
sentido político.

- Explícate.

- Seguro que ya sabe lo que le quiero decir: es como si un alto cargo, o alguien
cercano a un alto cargo, comete un crimen. En fin, el crimen es exactamente
igual de punible que si lo cometo yo, o usted, o la cajera del supermercado que
hay aquí debajo. Un crimen es siempre un crimen. Pero un criminal a veces
puede ser algo que no tiene que saber nadie. En este caso, hubo un momento en
el que no se pudo seguir investigando al criminal, porque no era conveniente.

- Pero usted lo hizo.

- Sí.

- Y por qué.

- Porque era un criminal, ¿no? Y había que ir a por él de todas formas.- mintió
Esteban Garay en la entrevista de trabajo.

La mesa que ocuparía estaba delante de la de Guillermo Lubary y al lado de la de Sílvia


Pérez. Estaba hecha un desastre, pero era un desastre minuciosamente organizado por
Julio Fleta, insigne detective recién jubilado, y Garay, por no entrar en ese nuevo
empleo como un elefante en un trastero, decidió no limpiar todo aquel guirigay de
papeles sin sentido y estudiarlo, interiorizarlo, aprehender lo máximo posible del legado
de todo aquello que parecía basura, pero que Garay pensaba que era un tesoro para sus
compañeros. Suponía que todos los teléfonos de aquellas putas viejas o retiradas, de
aquellas cabareteras sin cabaret, de aquellos magos del mal de ojo, de aquellos tarotistas
proxenetas y tenderos con locales de doble fondo constituían un valor para la empresa.

Meses después, Josep Méndez le dijo:

- No entiendo por qué aún no has limpiado toda la mierda que dejó Julio. Tenía la
mesa hecha un puto asco.
Garay enarcó las cejas y, sin pensárselo dos veces, cogió todos los papeles e
informaciones absurdas que tenía Julio Fleta y los tiró a la papelera. Guardó, eso sí, los
teléfonos de las putas y los magos. En cuanto cambiara toda aquella mierda por un
ordenador los introduciría en una base de datos, pero no sabía si eso alguna vez iba a
servirle para algo.

Hace un rato, Garay estaba repasando sus anotaciones sobre Juan Gallardo (su
entretenimiento en los últimos dos años) cuando ha recibido un correo electrónico de
Sara. El correo era el siguiente:

Hola,

Ya es hora de que quedemos y te devuelva tus cosas. Las tengo en una caja, en el
recibidor, y me molesta verla. Me duele verla. Podría tirarla pero quiero tener más
educación que tú.

No sé si tú aún guardas cosas mías. Si las tienes, dámelas. No quiero que tengas nada
mío. Esto te lo pido como último favor.

Dime algo.

Hija de puta – ha dicho Esteban Garay cuando ha acabado de leerlo.

- Quién – ha dicho Lubary desde su mesa.

- Una tía. – ha respondido Garay. Al segundo siguiente se ha levantado de su silla


como si un erizo se le hubiese despertado en el culo. – Voy a por alcohol.

- De puta madre, compra ginebra. – ha apuntado Lubary.

- Lo que sea, vale. – ha dicho Garay saliendo del despacho.

- Compra hielo, creo que no queda – ha oído, apenas un minuto después, que le ha
dicho Iván antes de salir de la oficina de la Agencia Porovich de Investigación
Privada.

De manera que compraría ginebra y hielo, y tónica para acompañarlo. Esteban iba a
beber porque tenía que celebrar una nueva derrota. No era una costumbre mal vista en la
agencia, al contrario, Roberto Porovich era el primero en utilizar el alcohol como lente
por la que observar los devaneos de la empresa. Esteban Garay supone que esto se debe
a la enquistada adoración que su jefe tiene hacia el lugar común del detective clásico,
esto es: tabaco, alcohol, putas y malas compañías. Pues vale, ataja Garay. A él qué
cojones le importa.

Con Elisa, Garay aprendió a desnudar y a ser desnudado: con el perdón que da el tiempo
ambos pueden reconocer, por fin sin orgullos, que le deben al otro la madurez que no
tenían. Garay sabe que Elisa era la versión de prueba de aquello que suponía era la edad
adulta, y sabe que acabó siendo solo una prueba porque él no estaba tan dispuesto a
quedarse con la primera relación: había otros cuellos que besar, otros cuerpos que
desnudar, otras tetas (más grandes, esperaba) que intentar meterse en la boca. Cuando
conoció a Sara supo que ella podría haberle hecho la vida imposible como lo había
hecho Alba mucho tiempo antes. Si Sara fue imperfecta para Garay es porque Garay
pudo desnudarla. Tenía un aspecto imponente y una energía bastante masculina, su
personalidad era tan fuerte como la embestida de un toro. Garay se empequeñecía a su
lado. Pero en esos momentos en los que la penetraba y podía escuchar sus gemidos de
animal herido, él reencontraba su orgullo. Pensó en su sexo la primera vez que le fue
infiel. Fue con una tipa que conoció en el Magic, uno de esos antros de Barcelona para
el que se usa, pasándose de generoso, la definición de discoteca. Le fue infiel porque
ella era demasiado mujer para él. Porque él se cansó de menguar y de sentirse obviado,
eclipsado por los planes que ella tenía: quería ir a dar la vuelta al mundo, y para ello ni
contaba con él ni lo rechazaba. Garay, en fin, no era el objetivo ni el obstáculo de
aquella marcha, y eso le hacía sentirse nada. Su muda venganza era oír otros gemidos en
la intimidad de sus orejas mordidas, aunque Garay sabía perfectamente que sólo estaba
siendo un cobarde, un abyecto hijo de puta.

Sin embargo, se acostumbró a vivir con la certeza de ser malo. Su moral se fue poco a
poco limando en el sexo de otras mujeres. A todas les hizo creer que significaban algo y
con todas llegó ese momento tan feo de decirles que estaba confundido, que no estaba
preparado, que sentía algo muy fuerte y que no sabía qué hacer, que mejor ir poco a
poco, que él no la merecía. Toda esa mierda. Luego llamaba a Sara y hablaban del viaje
que ella estaba planeando. Garay siempre estaba fuera del foco.

Y un día conoció a Claudia. Para entonces, Sara se había ido del país con la promesa
común (una de esas promesas que se hacen por hacer, como el típico “a ver si quedamos
un día” que se le dice a alguien que te encuentras después de años sin ver) de
mantenerse fiel. Es imposible mantener el amor sin la pasión, y la pasión es carne, no
palabras. Eso lo aprendió Garay en el tiempo que hubo entre el adiós a Sara y el día en
que apareció Claudia. Ella llevaba, por aquel entonces, diez años saliendo con un chico
alemán que, por lo que sabe Garay, es buena persona y tiene un buen trabajo en
Bruselas. Ella estaba estudiando un curso para ser profesora de español para extranjeros.
Era una buena idea: había planeado irse en unos meses a vivir con su chico, que llevaba
años instalado en Bruselas, y necesitaba un trabajo, lo que fuera, para no depender de él
por completo en aquella ciudad extraña. Se conocieron porque ella era la amiga de una
conocida de Garay. Fue casual: un encuentro de esos de hombre cuanto tiempo, tómate
algo con nosotras, te presento a mi amiga. A él le gustó ella, e intentó volver a quedar
con ambas. Ella parecía segura de su relación, pero a tanta distancia de su chico no le
llegaba su piel, y sin contacto no hay pasión y el amor se convierte en algo abstracto, y
se tocaba el pelo cuando coincidía con Garay, o se quitaba la rebeca o el fular, como
quien no quiere la cosa, para dejar al descubierto un escote prometedor, generoso,
acentuando la sensualidad de su cuerpo menudo y dulce. Un día él le propuso quedar a
solas, la amiga en común ya no pintaba nada, y ella accedió. Fueron a cenar y esa
misma noche se acostaron. A partir de entonces, volvieron a follar muchas más veces.
Él seguía siendo ese hijo de puta que sólo quería sexo a cambio de promesas que no
tenían que pagarse, pero con Claudia no había que inventarse promesas ni jugar a nada:
el sexo con ella se explicaba en sí mismo porque no había víctimas. Garay pasó a ser el
otro. Viéndolo con perspectiva, daba que pensar: Claudia era una buena chica que había
pasado una década siéndole fiel más a una idea de relación que a un hombre, y que se
acostó con Garay porque quería saber cómo le podría tocar.

Esa clase de curiosidades son las que acaban con años de discurso.

Garay empezó siendo eso: una curiosidad. El secreto divertido que ambos compartían,
sin embargo, creció hasta convertirse en una implicación emocional: eran cómplices en
sus orgasmos y en sus mentiras. Progresivamente, a eso que hacían se le tenía que
llamar de otra manera, pero no era solo follar.

Este es el proceso del adulterio, tal y como lo entiende Esteban Garay: la educación
sentimental se basa en un desencanto general por las peleas que no aparecen en las
películas y ese sexo mejorable con el que nunca te habrías masturbado pensando en
protagonizarlo. Basta que algo mida o que algo dure un tanto más o un tanto menos de
lo que uno quisiera para sentir que ese detalle se vuelve grande hasta ahogarte. Y
entonces tienes la certeza de que esa otra persona que te mira de esa manera tan especial
puede darte eso de más o de menos que no estabas teniendo hasta ahora.

Sin más: Es como un niño con 20 céntimos en una tienda de golosinas. La elección es
dulce y trágica y, sobre todo, irracional.

Pero hay un momento en el que la vida se te pone delante, y en esas ha estado Claudia
las últimas semanas. El billete de avión para Bruselas estaba comprado desde hacía
meses, y su adorable chico ya había encontrado un piso más grande en el que ambos
iban a ser muy felices: él estaba ganando mucho dinero trabajando como abogado para
no sé qué multinacional. Ella sería profesora de español para extranjeros en algún lugar
a media jornada, por hacer algo, por no alargar más aún los meses fríos en un estado de
alegre contemplación de los cambios climáticos. No obstante, ahora querría desdoblarse
y, aun siendo cada una de sus dos ellas un poco menos ella, poder estar en Barcelona y
ponerse a cuatro patas sobre la colcha sucia de ese larguirucho que tenía un trabajo
extraño para que se la metiera hasta donde pudiera darle de sí. Y mientras, tener hijos
con el rubito de provecho, y llevarlos a un colegio de pago y ver juntos la televisión un
domingo por la tarde: así, suponía, se le pasarían las ganas, se le congelarían con el frio
de la estabilidad. Así, estaba claro, no lloraría cuando el insuficiente amor de su marido
le dejara con las ganas.

Todo eso se lo podría haber ahorrado Claudia, pero se dejó llevar irracionalmente por la
curiosidad. En ese desdoblamiento imposible estará durante mucho tiempo su
infelicidad. Saber eso reconforta a Garay. La desea, pero no acabará estando con ella
nunca, eso lo sabe bien. Ser para ella un dolor de cabeza es una manera de seguir
significando algo. Estar bajo el foco.
Hace apenas una semana que Sara ha vuelto de su viaje. En estos meses, el contacto por
internet ha ido menguando: a Garay intercambiarse palabras le traía sin cuidado. Él no
estaba enamorado del discurso de Sara, sino de su manera de mirarle cuando hablaba
con él, y de sus pechos, y de sus gemidos al oído mientras follaban. Le llamó y le dijo
que estaba de vuelta, que tomaran un café. Se besaron en la boca cuando se encontraron:
un beso breve, un pico de esos que se dan los novios cuando uno se cruza con el otro en
la estrechez de la cocina, por ejemplo. Como si no hubiera pasado un año, una vuelta al
mundo en el pasaporte de ella, un montón de mujeres por la cama de él. Garay le
preguntó qué tal había ido y ella solucionó un año entero de experiencias con un “bien
¿y a ti?”, y Garay se sintió tan ajeno a esa respuesta de mierda que, si quiera por
cabrearla un rato (y no estaba seguro de que lo fuera a conseguir), le explicó
pormenorizadamente cuánto hubiese querido que una tal Claudia no tuviese un novio
alemán, porque esa chica sí que merecía la pena, mucho más que el resto de mujeres con
las que le había estado metiendo cuernos en todo este año de mierda.

- Nosotros somos una agencia modesta, pero con una tradición envidiable.
Nuestro éxito tiene su esencia en que nosotros, por encima de una dotación
tecnológica puntera, tenemos un amplio conocimiento sobre nuestra materia de
investigación. – dijo Roberto Porovich en su primera entrevista con Esteban
Garay. Era consciente de que estaba adoptando el tono de un telepredicador,
pero no le importaba - Nuestro material de trabajo es la mierda que esconde
quien nos paga.

- Vale.

- ¿Sabes lo que hay en esa mierda? – dijo, inquisitivo, Porovich. – Lo que él no


quiere saber de sí mismo.

- Entiendo lo que dice. Dice que ya lo sabe. Y nosotros se lo tenemos que


explicar. – dijo Garay. – Se lo tenemos que mostrar.

- Vale, sí.

Garay ha puesto dos cubatas bien cargados y ha metido el hielo en la neverita que tiene
detrás de su escritorio.

- Lo bueno del gintonic es que nunca está más o menos fuerte – le ha dicho
Lubary al ver cómo su compañero se excedía con el alcohol – siempre sabe a la
misma mierda.

Garay se ha sentado, le ha dado un primer trago al cubata y ha vuelto a poner su mirada


sobre el informe de Juan Gallardo. Lo revisa sin prestarle demasiada atención: en todas
las páginas ve a Sara, incluso en las fotografías de Marta Larraz, y eso sorprende a
Garay: parece que esa mujer ha dejado de ser una obsesión. Quizás, se dice, podría
empezar a olvidar todo ese asunto. Pasa por las páginas de ese informe que se sabe de
memoria y sigue bebiendo su gintonic hasta que llega su jefe y le pone delante la
fotografía de una mujer rubia que mira con desprecio a quien le quiera mirar, y le
pregunta quién es esa y su jefe le dice que es su nuevo trabajo.

- Mañana a las cuatro de la tarde en la plaza Universidad – le dice Roberto


Porovich.

Al día siguiente, en las coordenadas indicadas, Garay espera en un banco de la plaza. El


sol del mediodía no merma ni un ápice las ganas de los skaters de intentar por enésima
vez un salto mínimo que dará con la tabla, si no lo impide algún turista que pase por ahí,
en los bajos de algún taxi que pase por la ronda Universidad. Es una plaza rectangular
rodeada de carreteras y llena de gente que se cruza y que se choca pero no se encuentra.
De todas formas, tiene el encanto secreto de estar gobernada por la facultad de la
universidad de Barcelona, una especie de tregua en medio del estrés de la ciudad. Garay
sabe que Diana saldrá de ese mismo edificio tarde o temprano, y tras quince asqueantes
minutos bajo el caluroso bochorno del sol barcelonés, ve cómo Diana de Gades sale de
la facultad por la salida principal y echa a andar por la Gran Vía en dirección hacia la
Plaza Cataluña. Les separan unos cincuenta metros y el considerable ancho de la Gran
Vía. Sigue su figura, su andar decidido, por la acera de enfrente hasta que, sin perderla
de vista ni de ritmo, cruza un paso de cebra y se pone tras ella, a varios metros. Va
recortándole distancia poco a poco, sin zancadas ni trotes, hasta que, a la altura del
semáforo de Gran Vía con Rambla Cataluña, se sitúa a apenas un par de metros de ella.
La figura está en rojo y el semáforo en verde de los coches cambia a ambar. Garay da
un paso más. Le llega su olor. Huele a perfume y a sexo.

04

Iván Bizarro no está gordo, sino que es de constitución redonda. Es un tipo fuerte, de
brazos anchos y pectorales enormes, pero estrecho de hombros y con una barriga
redonda y generosa. Cuando lo miras no tienes la sensación de estar ante alguien gordo,
sino ante alguien compacto. Lleva una barba bastante larga y el pelo ondulado y
descuidado, lleva gafas y tiene algo de acné tardío en la cara. Por otro lado, trabaja bien,
y a Roberto Porovich le interesa eso: por eso le da igual tener en la recepción a la
antítesis de una recepcionista común.

Iván da la bienvenida a Ramón Zamora y lo acompaña hasta el despacho de Porovich.


Tenían una cita concretada para hace cinco minutos. El señor Zamora tiene un aspecto
siniestro: el terror y el ansia de saber la verdad se le han cuajado en una cara blanca, fría
y perlada de sudor.

- Buenos días, siéntese – le dice Roberto Porovich a su cliente.


- Dígame, dígame. – dice con urgencia Ramón Zamora mientras se sienta al otro
lado del escritorio, sin esperar a que Iván cierre la puerta del despacho.

- Aquí tiene el informe – Porovich desliza el documento hasta Zamora. – sus


informaciones sobre los movimientos en la tarjeta de crédito nos fueron muy
útiles, debo agradecerle su colaboración.

Ramón Zamora lo coge y estudia la portada antes de abrirlo, pese a que solo aparece un
código: ZGR08. En su mirada se recogen el pavor y la vergüenza. Suspira con dificultad
y lo abre. Lo vuelve a cerrar de golpe.

- Hostia, deme un cigarro – dice sin apartar la mirada del documento.

Porovich hace deslizar, como hiciera con el informe, un paquete de Pall Mall hasta
Zamora.

- El mechero está dentro.

Zamora saca un cilindro, se lo enciende, y abre el informe.

El día en que Esteban Garay volvió a la oficina después de haber hecho su primer
seguimiento, se sentó en su silla, se encontró con los papeles que había dejado Julio
Fleta en aquella mesa en la que ahora iba a trabajar él y se dijo que la había cagado
hasta el fondo. Guillermo Lubary estaba sentado delante redactando un informe y, al
verle la cara a su nuevo compañero le dijo:

- ¿Ya estás hasta la polla?

- No, no es nada que no haya hecho antes – respondió Garay.

Y era verdad: cuando estaba en el ACIC su rutina era, la mayor parte del tiempo, la
misma que la de aquel primer día en la Agencia Porovich de Investigación Privada.
Investigar a alguien es básicamente convertirse en una sombra que no actúa, sino que
mira y escucha y que sólo piensa y ata algunos cabos después de muchísimas horas de
haber sido un actor pasivo. Un espectador de lujo de algo que, las más de las veces, le
da perfectamente igual: es como ver la película más lenta y previsible jamás hecha: la
realidad es así de decepcionante. Lo que hicieran unos cuantos ultras de un equipo de
fútbol es, a fin de cuentas, como lo que haga una persona adúltera: ambas situaciones
hablan de algo sombrío de la sociedad, y ambas importan solo a las partes afectadas.
Así, esas eran cosas que a Garay se la traían floja, pero que durante horas y horas iban a
ser su vida. De eso se trata el trabajo, a fin de cuentas. Pero si tenía la certeza de que la
había cagado con el cambio, era porque aquel otro aburrimiento en el funcionariado al
menos tenía un buen sueldo, trienios y ventajas sociales. Su día a día, pensó entonces,
iba a ser igual de asqueante, aunque peor pagado. Y ver toda la mierda de Julio Fleta en
su mesa no ayudaba en absoluto para darse ánimos.

Así, lo que Ramón Zamora tenía en sus manos eran horas y horas de aburrimiento
volcadas en una serie lógica de conclusiones.
La mirada azul de Roberto Porovich ha visto ese espectáculo una infinidad de veces.
Todos respiran igual, todos mueven igual sus piernas, todos se rascan igual la sien
mientras leen, con más o menos detenimiento, el informe que casi siempre confirma sus
sospechas. Cuando alguien decide confiar en un detective privado para que siga a su
pareja es porque ya sabe lo que le va a decir. Llegados a este punto en el que está
Ramón Zamora ya hace mucho tiempo que dejó de haber esperanza. De hecho, en el
mismo instante en que la sospecha apareció por primera vez, todo empezó a irse a la
mierda. Daba igual que su mujer estuviese realmente con otro hombre, el hecho de que
Zamora lo sospechase no denotaba otra cosa sino que su relación estaba empezando a
asfixiarse. Él empezó a mirarla con recelo, a estudiarla, a no creerla. Eso es suficiente
para propiciar el hastío en esa otra persona que, quizás, te estaba siendo fiel. La
desconfianza en sí mismo no era algo que su ego pudiese aceptar, de manera que
decidió desconfiar en su mujer.

En esa situación de alerta, Ramón Zamora está en una cueva que no es otra cosa que su
monumental paranoia. Está encerrado en sus miedos y está ansioso, necesita encontrar
la salida. Si en ese informe le desvelasen que su mujer no está siéndole infiel, él no
estaría satisfecho. Podría ir ante su mujer y preguntárselo abiertamente y ella podría
decirle que no está siéndole infiel, que lo ama más que a nadie, y él le diría que es una
zorra hija de puta que encima tiene los arrestos de mentirle a la cara. Podría llegar el
presidente del gobierno y decirlo en rueda de prensa y Ramón Zamora diría que a él no
se la dan con queso, que él vota a la oposición.

Así que confirmar que su mujer le está siendo infiel es la única salida saludable para ese
hombre que está incubando una úlcera de estómago. Será la primera página de una
nueva historia, llena de dolor y angustia y palabras más altas que otras, pero a fin de
cuentas una historia en la que Ramón Zamora será de nuevo un epicentro, si quiera en
forma de molesto dolor de cabeza, para esa mujer a la que ahora, parece, le da
perfectamente igual.

Porque lo peor de que te metan cuernos es esa sensación de no ser nadie. Saber que has
salido del plano en la vida de la persona a la que más has querido, y que estás por ahí
sólo porque tú has pagado la cámara. La otra persona entonces parece que resplandezca.
Nos es imposible descartarla de nuestras preocupaciones, pasar página. Creemos en esa
anulación, y sólo somos una sombra a la que le han arrebatado el ego. Garay usaría más
o menos esta analogía barata para explicar qué es lo que odió de Alba, y de Marta, que
es precisamente aquello que le enganchó a ellas: el ansia por formar parte de su
definición era el fruto de la certeza de que nunca iba a serlo. Garay no las quiso, las
persiguió, se obsesionó con ellas, con importarles, sin saber nunca cómo iba a
reaccionar, o qué iba a pensar, si algún día esa sed se hubiese visto saciada.
Seguramente, se ha dicho a veces, ese falso amor se hubiera acabado en el mismo
instante en que ellas se lo correspondiesen.

Lo único que quería, piensa Garay, era llamarles la atención. Estar bajo sus focos.
Sara está sentada en un banco delante del mercado de Santa Caterina. Se trata de una
calle de anchas aceras arañada, por el medio, por un carril para coches. Es un lugar de
paso, difícil de coserle algún recuerdo. Garay le dijo a su ex que quedasen allí porque es
un lugar emocionalmente aséptico. Se darían las cosas, se dirían adiós y habría un
momento en que se darían la vuelta sin contar con volver a verse. Como si fuese un
bolero. El amor es tantas veces tan ridículo.

Junto a ella, sobre el banco, hay una caja de zapatos.

Las zapatillas deportivas de Garay son grises y llevan una franja azul por los lados.
Están sucias y un poco rotas por el empeine exterior. Garay se las suele ver en un
segundo plano cuando se lía un cigarro, esperando en la puerta de cualquier hotelucho a
que la adúltera de turno salga. Supone que dentro de un par o tres de meses encontrará
las ganas de comprarse unas zapatillas nuevas. Estas ya empiezan a acusar el trajín
diario, en ese paso suyo de zancadas largas y urgentes. Garay acostumbra a caminar
siempre como si estuviera llegando tarde a su vida. De hecho, la gran mayoría de
barceloneses caminan con una prisa parecida, dictada por el parpadeo innegociable de
los semáforos en verde para los peatones a punto de saltarse al rojo.

Sin embargo, ahora las zapatillas de Garay no tienen ninguna prisa por levantarse del
suelo, y cada paso que dan es un lento movimiento a desgana. Lleva una bolsa grande
de papel de una tienda de ropa. Garay se ha dado cuenta hace un rato de que ha salido
de casa con unos tejanos que Sara le regaló hace dos años. La bolsa que lleva es de la
tienda donde Sara le compró esos pantalones. Espera que ella no se los reclame. Puede
verla sentada, impaciente, mientras se acerca poco a poco. A sus espaldas, el ruido de la
Via Laietana, que es como una orquesta asfixiada de humo y personas deslizándose por
sus diferentes prisas, se convierte en esa banda sonora insuficiente que nadie ha pedido
para este momento.

- Hola. – dice Garay cuando está a dos pasos de Sara.

- Hola.

- Qué tal – Garay permanece de pie ante ella.

- Toma – le dice Sara, cogiendo la caja de zapatos y ofreciéndosela a Garay, como


quien pasa la sal en una cena ordinaria.

Antes de cogerla, Garay mira la caja unos instantes con un pudor infantil. Se siente
como el niño que llega a casa con malas notas. Se sienta en el banco junto a Sara, a una
distancia prudencial. Ella, cansada, deja la caja entre ambos.

- Está todo, creo – dice ella. – Si falta algo ya me lo dirás y te lo haré llegar de
alguna manera.
- Da igual, da igual – responde él, en un murmullo. – toma – pone la bolsa sobre
la caja, sepultando los reproches de ella bajo los suyos. – mira que no eches nada
en falta.

Sara abre la bolsa y echa un vistazo. Es un cirujano buscando el tumor entre las
vísceras. Garay la ve meter la mano y sacar una pulsera del interior. Es una baratija de
esas que se compran en los mercadillos medievales. Un recuerdo de un viaje que ambos
hicieron a Bilbao, en un tiempo que ahora parece mentiroso, un discurso inventado por
la memoria.

- Esto no hacía falta que me lo devolvieras. – dice Sara, sin mirar a Garay.

- Es que no sé qué coño hace falta que te devuelva. Si quieres tus cosas, estas son
tus cosas.

- Vale.

Garay mira al mercado, se distrae unos instantes mirando los colores y las formas de su
techo. El ruido como de olla a presión se vuelve a hacer notar. Una motocicleta ruge a
sus espaldas y el sol les abrasa un poco. Se da aire agitándose el cuello de la camiseta.

- Nada de lo que me diste te sirve para nada. Lo quemarás, supongo. – dice él.

- No lo sé.

- ¿Entonces?

- Solo sé que no quiero que lo tengas tú. Por ejemplo, las fotografías ¿las has
traído?

- Sí. Están en un sobre.

Sara rebusca en la bolsa hasta que da con el sobre. Lo abre y ve esas copias de su
intimidad. Esa piel íntima que le regaló a Garay antes de irse.

- Están todas – aclara Garay – no las quiero. Ni siquiera las he mirado en todo este
tiempo.

Ella no contesta. Él se mira a las zapatillas y luego, de soslayo, mira el perfil de Sara
ojeando su propia desnudez repetida. Resignado y tonto, añade.

- Y eso que estás bien buena, hija de puta. – sonríe.

- Vete a la mierda – le dice ella.

- Vete tú, otra vez.

- ¿No vas a ver lo tuyo?


- Da igual. Lo que sea que me quieras dar, da igual. Lo que sea que me des no lo
he echado en falta. – A Garay se le ocurre que esta frase merece un broche cruel
–Te he echado en falta a ti.

- ¿En serio? ¿En serio tienes los cojones de decirme algo así? Me dices que te has
acostado con no sé cuántas zorras y me dices ahora que me has echado en falta
¿Esto va así? ¿Así haces las cosas? ¿Así eras antes de que me fueras?

- Oye.

- ¿Estuve más de un año con un hijo de puta como el que me he encontrado al


volver? ¿O es que te han metido algo en la puta sopa?

- Oye.

- Porque hay que tener talento para cagarla tanto, coño.

Sara no se levanta, se queda mirando hacia la nada. Garay se vuelve hacia ella.

- Ahora vete enfadada conmigo, levántate ya y cágate en mis muertos porque así
seguirás haciéndotelo más fácil.

Ella se gira con una mueca de asco, justo cuando va a decir algo él le interrumpe.

- Espera, coño. Espera. Solo esto.

- Cállate hostia. – la mirada de Sara está empapada, y Garay decide callarse el


único argumento que se había preparado.

Se vuelven hacia sus calzados. Las sombras de los transeúntes son como el agua del mar
desdibujándose en la orilla.

Sara vuelve a abrir la bolsa y mete sus manos nerviosas, mirando con ellas. Distingue la
forma de un libro y lo saca. Sólo entonces lo reconoce: “Los renglones torcidos de
Dios”, de Torcuato Luca de Tena.

- Vale – dice ella.

- Podría haberte traído solo la página con tu dedicatoria, ¿no? – matiza Garay, al
ver el libro. A esa novela iba unida un secreto: algunos años antes, Elisa le había
dejado su copia porque pensaba que a él le podría gustar. Por aquel entonces
Garay aun quería hacerla creer que le interesaba la lectura. Un tiempo después,
sin haberlo leído, lo perdió. Le hizo gracia reencontrarse con esa novela en casa
de Sara, años después, y se puso a ojearlo. Sara le escribió una dedicatoria
preciosa y se lo regaló. Esa vez, para no repetir el mal fario, Garay leyó la
novela con celeridad. Le pareció bien.

Sara lee la dedicatoria y suspira. La arranca, la rompe en pedazos y la tira dentro de la


bolsa.
- No – dice entonces. – se lo puedo dejar a otra persona. Es un buen libro.

- Sí – responde Garay – está bien.

En la bolsa hay algo más. Está metido en una caja roja de Nestlé de tamaño medio.

- ¿Y esto? – Sara saca la caja de la bolsa. La abre, es una fotografía de un primer


plano de su mirada. La fotografía se la había hecho Garay, de la misma manera
que Sara tenía, a su vez, una foto de la mirada de Garay que ella le había hecho.
Se las regalaron antes de que ella se fuera de viaje. La de Garay era solo la
fotografía, sin más. Él nunca ha tenido cuidado en este tipo de detalles. La
fotografía, en sí, ya le parecía suficiente detalle. El único y constante recuerdo
de él en ese año separados. La mirada de Sara, en cambio, estaba metida en un
marco de madera que ella misma había hecho. Le encantan las manualidades. En
su año viajando por el mundo había echado mucho en falta hacer manualidades.
Sara recuerda que detrás de la fotografía, ahogada por la base de madera, está
escrita con su letra un mensaje: “no te pierdo de vista”.

Ninguno de los dos dice nada. Sara vuelve a meter la fotografía enmarcada dentro de la
caja roja de Nestlé.

El ruido de los pasos ajenos es un tam tam confuso e histérico y el calor del sol escuece.
El resto del mundo, ahora, resulta impertinente.

Sara se levanta del banco y se va sin decir nada más.

Garay mira al suelo y ve la silueta de Sara alejarse hasta irse de su foco. Luego se
vuelve hacia la caja de zapatos y la abre.

En esa caja hay un par de dvds con música, algunos muñequitos estúpidos que ni
siquiera logra ubicar en algún sitio de su pasado, y un collar que le regaló en su
cumpleaños. No encuentra, eso sí, la fotografía de su propia mirada. Garay quiere
pensar que Sara la perdió en algún lugar a miles de kilómetros de aquella ciudad
asqueante en la que vivía. Eso le jodería un poco menos.
SEGUNDA PARTE: Barcelona

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