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ARGENTINA: DOS MOMENTOS CONSTITUTIVOS EN DISPUTA

Por Hernán Ouviña

En uno de sus textos más lúcidos, René Zavaleta supo expresar que “hay un momento en
que las cosas comienzan a ser lo que son y es a eso a lo que llamamos el momento
constitutivo ancestral o arcano, o sea su causa remota”. Si bien no lo explicita del todo,
resulta evidente que está aludiendo a situaciones como el proceso de acumulación
originaria descrito por Marx en El Capital, pero también a aquellos más recientes que, al
decir de Gramsci, se identifican con las crisis orgánicas en el seno de un bloque histórico:
ciertas coyunturas críticas de una sociedad donde la hegemonía, hasta ese entonces
arraigada en las masas, se resquebraja y deja de operar como concepción predominante del
mundo para ellas, permitiendo que emerjan otras propuestas y horizontes de sentido, ya sea
con potencialidad emancipatoria o bien profundamente regresivos.

Siguiendo este planteo, consideramos que en Argentina hoy se encuentran en juego dos
formas de interpretar a -y sobre todo incidir en- la actual coyuntura, que nos reenvían a
momentos constitutivos de nuestro país. La hipótesis que queremos compartir es la
siguiente: si 1880 funge en Argentina de parteaguas fundante, porque condensa la
culminación de la mal llamada “Conquista del Desierto” (eufemismo para aludir al casi
total exterminio de los pueblos indígenas, en particular el mapuche, y a la privatización de
sus territorios comunitarios, considerados “espacios vacíos”), que sienta las bases
materiales del “orden” capitalista, esto es, del poder socio-económico terrateniente y del
monopolio coercitivo del Estado burgués; diciembre de 2001 constituye, como reverso
relacional, otro momento constitutivo, en la medida en que oficia de contexto anómalo y de
crisis aguda (económica, política y cultural), que en palabras de Zavaleta “exige la
caducidad de la capacidad de dominación por parte de la clase a la que sirve el Estado y a la
vez cierta incapacidad coetánea por parte de los oprimidos en cuanto a la construcción de
su propio poder, incapacidad siquiera momentánea”.

A riesgo de resultar simplistas, consideramos que tanto el momento constitutivo de 1880


como el acontecido en diciembre de 2001, deben ser tenidos en cuenta para entender el
contexto por el que transita Argentina. Parafraseando a Guillermo Bonfil Batalla, ambos
resultan ser parte de una historia que -cual tizón encendido y a pesar del tiempo
transcurrido o de los pretendidos “cierres”- aún no es plenamente Historia, ni un pasado
desvinculado sin más de nuestra memoria colectiva y presente de lucha. En el primer caso
(1880), porque sintetiza la consolidación de un poder económico y político que se entrelaza
y confluye para apuntalar las relaciones mercantiles y defender los intereses capitalistas,
desde una perspectiva de racialidad colonial, que casi 150 años después hace revivir la
consigna de “Orden y Progreso” para justificar el desalojo de un corte de ruta o de
territorios ancestrales, hoy devenidos estancias de empresarios transnacionales o bien
parques nacionales bajo potestad del Estado. En el otro (2001), debido a que puso en crisis
la hegemonía de las clases dominantes e hizo visible nuevas formas de pensar-hacer política
más allá de las instituciones estatales, a través de la acción directa en las calles, el ejercicio
de la horizontalidad y la construcción de poder popular, la emergencia de asambleas
barriales, la autogestión obrera de empresas quebradas por la patronal y la configuración de
movimientos piqueteros o de base territorial, al calor del que se vayan todos como consigna
aglutinadora y de experimentación militante.

Dos momentos constitutivos, por tanto, traídos al presente y crudamente enfrentados. Uno,
que se recrea desde arriba, del que se valen y al que apelan la burguesía y el Estado para
quebrar la resistencia popular y garantizar el disciplinamiento de las clases y grupos
subalternos, y que tuvo hitos como el 24 de marzo de 1976. El otro, enhebrado desde abajo,
y que nos remite a poner el cuerpo en la lucha y a ejercitar la política desbordando los
límites establecidos, a disputar el sentido de lo público desde lo comunitario y a cuestionar
lo instituido, en contra no sólo del mercado sino incluso del Estado, a evitar el
encapsulamiento y las modalidades tradicionales de intervención popular, que ha tenido en
la larga historia de la lucha de clases en Argentina numerosos destellos de insubordinación
plebeya, entre ellos uno tan reciente y vivo -las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001-
que, insistimos, aún no es enteramente Historia. Ambos momentos se confrontan, revisitan
y disputan en la actualidad, a punto tal que nos permiten entender las raíces de lo
acontecido, al tiempo que nos brindan pistas en torno a las intenciones y apuestas por las
que transitan, de manera subterránea, las querellas y antagonismos que desgarran a la
sociedad.

En efecto, la desaparición y muerte del joven artesano Santiago Maldonado a comienzos de


agosto de 2017, en medio de un mega-operativo que “liberó” a sangre y fuego una ruta del
sur del país, donde unos pocos mapuches reclamaban por tierras ancestrales que hoy se
encuentran en manos de Benetton (el mayor terrateniente de Argentina, con casi un millón
de hectáreas en su poder), al igual que el asesinato por la espalda de Rafael Nahuel, joven
integrante de ese mismo pueblo originario, que osó recuperar junto a un grupo de familias
territorios apropiados por el Estado, y obtuvo como respuesta la muerte el 25 de noviembre
pasado a manos de la prefectura naval (fuerza policial militarizada que, en rigor, de acuerdo
a la Constitución tiene por función la “custodia” de las fronteras marítimas y no la
represión de las protestas), si bien no resultan hechos aislados, dan cuenta de la vigencia y
reactualización de aquel momento constitutivo de acumulación originaria, a partir de un
poder desaparecedor y expropiatorio a cargo del Estado, que opera al servicio de los
(falsos) dueños de la tierra.

Este poder, inaugurado a escala nacional con las masacres de indígenas a finales del siglo
XIX, y replicado en coyunturas críticas como la de la Patagonia rebelde (donde cientos de
obreros migrantes fueron asesinados por exigir la vigencia de derechos laborales
elementales) o la de la dictadura cívico-militar instaurada el 24 de marzo de 1976 (que dejó
como saldo 30 mil detenidos/as-desaparecidos/as, a pesar de que el gobierno de Macri se
esmere en cuestionar ese número), se solventa en un momento originario y candente, que
continua marcando a fuego, como rasgo indeleble del bloque histórico argentino, la
dinámica de la lucha de clases y la estructura socio-económica del país.
Si en palabras de Freud “la civilización está construida sobre un crimen cometido en
común”, en este caso ese exterminio tiene como puntapié el etnocidio de pueblos enteros y
el despojo de sus territorios, en aras de su conversión en propiedad privada a ser explotada
por las clases dominantes (las cuales, dicho sea de paso, no resultan pre-existentes a este
momento constitutivo, sino que tienen su origen y fuente de poder en este mismo proceso
de violencia y expropiación), pero también la planificación de la desaparición forzada de
miles de personas al compás del terrorismo estatal que se generaliza a partir del 24 de
marzo de 1976. Si bien ciertas lógicas represivas y desaparecedoras no estuvieron exentas
en las últimas décadas en Argentina, a partir de diciembre de 2015, con un gobierno
compuesto en su mayor parte de gerentes, apologistas de la “mano dura”, defensores de los
responsables de aquel genocidio y empresarios -cuyos apellidos, por cierto, en muchos
casos nos reenvían a la vieja oligarquía que moldeó al Estado con sus propias manos-
cobran una intensidad inusitada.

Por ello no deberían leerse como un exabrupto las recientes declaraciones públicas del
presidente Mauricio Macri -nada menos que en el Foro Económico Mundial de Davos-
asegurando que “en Sudamérica todos somos descendientes de europeos”. Esta afirmación
ha estado precedida por una infinidad de discursos, comunicados y gestos mediáticos de
quienes integran su gabinete, que con una similar apelación al “orden” blanco y occidental
han dejado traslucir un profundo odio de clase y revanchismo racista. Basta mencionar al
por entonces Ministro de Educación del gobierno de Cambiemos, Esteban Bullrich, quien a
finales de 2016 manifestó en la provincia de Río Negro (territorio mapuche antes de que el
ejército asesine, en 1879, a cerca de 1300 indígenas y encarcele o reduzca a servidumbre a
más de 15 mil), que Macri encabeza “la nueva Campaña del Desierto, no con la espada,
sino con la educación”. Más allá del lapsus (quienes utilizaron espadas fueron los
españoles, no los soldados del ejército argentino, que se valieron de fusiles remington, lo
cual no deja de evidenciar el continuum colonialista en la psiquis de las élites criollas), la
alusión a aquel momento fundante no resulta un hecho excepcional. Consultado por sus
libros preferidos, Bullrich confesó que Soy Roca, biografía de quien fuera el máximo
artífice militar de este genocidio, es su texto de cabecera. No es para menos: uno de sus
antepasados y tatarabuelo fundó, en 1867, la casa de remates Adolfo Bullrich y Cía, donde
se venderían poco tiempo más tarde las tierras apropiadas a las comunidades indígenas, e
incluso niños y mujeres mapuches a bajo precio.

Por su parte, la actual Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich (que debido a lo que André
Bretón llamaba el “azar objetivo”, es pariente de su homónimo Esteban y tiene idénticas
raíces oligárquicas), no ha dejado de ser la punta de lanza del discurso punitivo que valide
la construcción del “enemigo interno” y legitime la escalada represiva que se vive en el
país. Su desproporcionado nivel de exposición mediático desde el inicio del gobierno de
Macri tampoco es casual. Teniendo como caballo de batalla a la “guerra” contra el
narcotráfico y la inseguridad (que, a diferencia de cierto discurso progresista en boga,
consideramos que constituyen flagelos reales que afectan de modo trágico a los sectores
populares), se intenta interpelar al imaginario social autoritario y conectar con cierta
necesidad de protección, respeto de la ley y deseo de restablecimiento del “orden”, que el
sentido común dominante exige de parte del Estado.

La defensa enconada del accionar de las fuerzas represivas, incluso en situaciones de


abierta flagrancia (realización de desalojos sin orden judicial, detenciones a periodistas en
manifestaciones por intentar cubrir violaciones de derechos humanos, apología abierta de
casos de “gatillo fácil”, como el cometido por un policía semanas atrás, que asesinó por la
espalda a un menor de edad que huía tras cometer un robo, y fue recibido como “héroe” por
el presidente Macri y la Ministra Bullrich en la Casa Rosada), se complementa con el
reforzamiento mediático de prejuicios y estigmas que tienden a asociar juventud pobre o
villeros con delincuencia, protesta social con ilegalidad y pueblo mapuche con terrorismo,
buscando así fortalecer una visión de mundo que avale -e incluso demande- una
intensificación de la faceta coercitiva del poder estatal.

Cabe por lo tanto preguntarse si no estamos en presencia de un fenómeno que se asemeja a


lo que René Zavaleta denominó hegemonía negativa, es decir, “una construcción autoritaria
de las creencias”, asentada en este caso en una delicada combinación de apelación al miedo
y a la autopreservación individual, con “tolerancia cero” y castigo ejemplificador de
quienes azuzan el “caos”, cuestionan la propiedad privada o quebrantan la legalidad, que
redundaría en una aceptación acrítica de la creciente militarización de la vida social. Quizás
la novedad esté dada por la mixtura de ciertos dispositivos de despotismo estatal que cobran
mayor relevancia para gestionar la inseguridad, con un “emprendedurismo” de raigambre
societal, que incita a participar activamente en la garantía del orden (construcción vecinal
de “mapas del delito”, grupos de wasap de “alertas barriales”, voluntarios dispuestos a
suplir en las escuelas a maestras en huelga) desde lo que Esteban Rodríguez caracteriza
como vigilantismo o giro policialista, enfocado a estigmatizar y combatir al otro que no
comparte, o parece amenazar, sus formas de vida.

Pero si las clases dominantes tienen a 1880 como momento constitutivo y horizonte de
sentido, a partir del cual actualizar su vínculo con el Estado y aspirar a validar en términos
hegemónicos la matriz de acumulación capitalista y la gobernabilidad en Argentina, los
sectores populares y las clases subalternas también ostentan momentos claves, que aún
relampaguean como recuerdos y sedimentos activos en su memoria histórica, y fungen de
núcleos de buen sentido de los que adueñarse para enfrentar, en instantes de peligro como
el actual, la vulneración de derechos, los múltiples atropellos y las renovadas estrategias de
explotación que la burguesía y el imperialismo buscan concretar, en el marco de un
contexto de crisis global, desorientación teórica, reprimarización de la economía e
inestabilidad política en la región.

En este punto, resulta significativo entender que, si Macri no ha podido avanzar de manera
más enconada en la implementación de su proyecto “refundacional”, no ha sido a raíz de las
desavenencias al interior de la coalición gobernante (que las ha habido), sino ante todo por
la correlación de fuerzas que en términos políticos -y a pesar de las urgencias- lo ha
obligado a optar por una modalidad más de tipo “gradualista”. Y contra todos los
pronósticos, el triunfo electoral de Cambiemos en la mayoría de los distritos en octubre de
2017, no significó un “cheque en blanco” para acelerar el ritmo de esas transformaciones de
corte neoconservador. A pocos días de lanzar su propuesta de “reformismo permanente” y
enviar al Parlamento un paquete de leyes profundamente regresivas, la realidad les mostró
un panorama muy distinto al que suponían.

Las jornadas de resistencia popular vividas el 14 y 18 de diciembre de 2017 en el centro


porteño, vinieron a desmentir la caracterización que durante todos estos años se hizo de la
crisis de 2001 como un proceso definitivamente clausurado. La multitudinaria
concentración en Plaza Congreso, la capacidad de lucha y “aguante” de decenas de miles de
personas de las más variadas tradiciones y orígenes, poniendo el cuerpo durante horas -en
medio de gases y balas de goma- en sus calles aledañas y alrededores para rechazar el
proyecto de (contra)reforma previsional impulsado por el macrismo, así como la posterior
revitalización de la protesta en diversas esquinas de los barrios de la ciudad de Buenos
Aires, musicalizada por cacerolas y cánticos que nos reenviaban al que se vayan todos, e
incluso la confluencia nocturna de miles de jóvenes nuevamente frente al Congreso para
apoyar la protesta, dan cuenta de una memoria política en común, que no fue doblegada y
se mantuvo en estado latente en infinidad de militantes, pero también como acerbo general
y saber plebeyo sedimentado en la cultura popular de las clases subalternas.

De manera espontánea -aunque con un papel para nada desdeñable de activistas de base con
cierta experiencia confrontativa y con la valiente retaguardia forjada por un espectro muy
amplio de movimientos, colectivos, sindicatos, partidos y organizaciones populares- estas
jornadas evidenciaron que un sector importante del pueblo tiene mayor osadía,
combatividad y predisposición para la lucha, de la que suponían analistas de escritorio,
burócratas timoratos y dirigentes de viejo cuño dentro de sus cálculos matemáticos. Y
también demostraron que el entramado social y la acción directa mancomunada para poner
un freno a los intentos de contraofensiva neoliberal, tal como ocurrió en diciembre de 2001,
pueden ser recreados en las calles, lo que equivale a afirmar que aquello que se inauguró
con estas jornadas hace 16 años, aún no ha sufrido un cierre pleno ni fue totalmente
eclipsado en la subjetividad de las masas, ya sea producto de un aniquilamiento político o
de un quiebre radical de la resistencia, como pudo haber ocurrido en 1976 o en 1989.

Como es sabido, tras la década explícitamente neoliberal de los años noventa, se abrió en
América Latina una etapa de impugnación al Consenso de Washington, lo que no equivalió
a su lisa y llana superación, pero sí implicó un cambió en las bases de sustentación para los
proyectos políticos con pretensión hegemónica. Mientras las políticas pro-mercado y de
despojo de derechos colectivos se erigieron sobre la tierra arrasada de la derrota del campo
popular -infligida ya sea por la dictadura a sangre y fuego, o bien por la hiperinflación, la
construcción silenciosa de un “sentido de inevitabilidad” del ajuste y el avasallamiento
represivo de toda forma de protesta en los primeros años del gobierno de Menem-, el
proceso que surge a posteriori de la crisis del 2001 es hijo -por cierto, a destiempo- de las
luchas populares en contra del neoliberalismo.
Este ciclo de auge de movilización y participación activa tuvo su declive y reabsorción por
mediaciones institucionales, al compás de la recomposición hegemónica durante el ciclo
kirchnerista, a pesar de lo cual logró materializarse en una serie de conquistas parciales,
tanto sociales como políticas, que constituyen un piso fundamental en términos simbólico-
materiales, muy distinto al momento de derrota defensiva de los años noventa. Además, los
sectores populares acumularon experiencia y formatos organizativos en los que apoyarse
para activar la resistencia ante medidas regresivas que se intentaran en su contra, lo que
conforma un escenario bastante diferente al inaugurado a finales de los años ochenta en
Argentina. Claramente, la llegada de Macri al gobierno no es fruto de una derrota
inapelable del campo popular y allí reside una diferencia fundamental con relación al ciclo
menemista.

Tal vez por ser hijos bastardos del cimbronazo de 2001, tanto el macrismo como el grueso
del kirchnerismo construyeron, en torno al 19 y 20 de diciembre, un relato que leía
retrospectivamente a estos acontecimientos en los términos de un momento “anti-político”,
dejado atrás o superado gracias a la recuperación de la “confianza” en las instituciones
estatales lograda en todos estos años. Sin embargo, a contrapelo de esta interpretación,
creemos que esas jornadas -y lo que inauguraron o permitieron que aflore- fueron anti-
política delegativa o anti-política liberal burguesa, pero estuvieron lejos de resultar
contrarias a la política como intensidad militante con potencialidad emancipatoria.

Los espacios colectivos de solidaridad creados para paliar el hambre y el desempleo, las
iniciativas y lazos comunitarios vertebrados en barrios, plazas, empresas recuperadas,
escuelas o universidades, así como el crisol de organizaciones de base, medios alternativos
de comunicación, asambleas vecinales, bachilleratos y proyectos de educación popular,
cooperativas y emprendimientos autogestivos, colectivos feministas y movimientos
territoriales que surgieron, o bien cobraron mayor visibilidad y fortaleza, luego de aquellas
calurosas jornadas de insubordinación de masas, tuvieron en muchos casos una clara
proyección anticapitalista, prefigurativa y democratizadora, en la medida en que
involucraron un enorme despliegue de potencias que, en conjunto, apuntaron a la
recuperación del protagonismo de las y los de abajo, a través de formas exploratorias y
autónomas de deliberación y acción, e incluso a la ampliación lo público más allá de lo
estatal.

Hoy, el intento de parte de las clases dominantes y el Estado (que parece estar atendido por
sus propios dueños) de quebrar esta capacidad de lucha y de disciplinar de manera plena a
los sectores populares, como requisito imperioso para superar la crisis y relanzar un nuevo
ciclo expansivo de inversión y acumulación capitalista, está encontrando un alto nivel de
resistencia en las calles. Buena parte de esos proyectos, organizaciones, iniciativas,
movimientos y sectores dinámicos, gestados todos ellos al calor del cataclismo de 2001, si
bien han mutado o sufrido reconfiguraciones en todo este tiempo, lejos están de haber sido
subsumidos o neutralizados por el poder estatal y mercantil, por lo que tienden a cumplir
hoy un papel de suma relevancia como retaguardias activas para defender derechos y
amalgamar intereses comunes. De ahí que, tal como mencionamos, se pretenda instalar
nuevamente la teoría del “enemigo interno” como factor desestabilizador, encarnado por
terroristas mapuches, delincuentes juveniles, trotskistas destituyentes, maestras huelguistas
o tirapiedras indignados (poco importa el epíteto con el que defina a esa otredad). No
obstante, a pesar del panorama sombrío que se avizora en Argentina como consecuencia de
un nuevo paquete de ajuste neoliberal que se busca imponer, no estamos en presencia de un
pueblo trabajador derrotado en términos políticos.

Las multitudinarias concentraciones y los paros activos convocados por las centrales
sindicales y organizaciones de izquierda, la perseverancia y el creciente protagonismo en
los espacios públicos por parte del movimiento de mujeres, la importancia de los
organismos de derechos humanos en un contexto de creciente criminalización de la protesta
y pérdida de garantías elementales, la resistencia de comunidades y asambleas
autoconvocadas contra las políticas de despojo y extractivismo tanto en el campo como en
las ciudades, la irrupción de sectores de la economía popular y de franjas precarizadas de la
clase trabajadora que no se resignan a ser carne de cañón de un proyecto que los segrega y
excluye, y sobre todo las recientes jornadas de insubordinación en diciembre de 2017 en la
ciudad de Buenos Aires, han revitalizado modalidades de protesta basadas en el
antagonismo y la acción directa, que evidencian una situación de profundo dinamismo en el
campo social y político de las clases subalternas, e incluso un cierto recambio generacional
en la militancia de izquierda. El escenario de simultánea recesión interna, aumento de
precios, precarización de la vida cotidiana, tarifazos, inflación, y caída de la imagen de
Macri y de sus varios de sus ministros en las encuestas de opinión, articulado con una
coyuntura mundial adversa que incluye una baja sustancial de los commodities, constituyen
el contexto en el que se desenvolverá, sin duda de manera cada vez más aguda y dramática,
la lucha de clases en el corto plazo.

Las crisis son momentos propicios para producir teoría crítica y al mismo tiempo
resignificar las prácticas colectivas; de balancear lo vivido, enmendar errores y proyectar
nuevos horizontes emancipatorios en función de los desafíos que nos depara un presente tan
complejo de asir. Pero al margen de estas tareas impostergables, algo resulta claro: el límite
de todo ajuste no es otro que la reacción de las y los ajustados. Como en muchos
momentos históricos similares -nunca idénticos, por cierto, salvo en clave de farsa o de
tragedia, pero siempre presentes en la memoria popular, como heterodoxia de la tradición y
acerbo de aprendizaje que nos evite recomenzar de cero- las clases subalternas
demostrarán, en la praxis misma de su experiencia colectiva, cómo se resuelve en esta
ocasión el apotegma. Una vez más, habrá que saber sopesar en clave gramsciana el
pesimismo de la inteligencia con el optimismo de la voluntad. Ahora es cuando.

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