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San Agustín en Derrida

Mónica B. Cragnolini

¿Para qué escribir una confesión? Tal vez la respuesta a esta pregunta sea la
misma, o similar, a la pregunta del para qué escribir un libro, a lo que Agustín y
Derrida quizás contestarían: por amor, para amar más.
Pareciera entonces que el amor y la confesión deben estar juntos. Derrida se
pregunta de qué sirve el amor que no se confiesa, o si hablar de amor no es ya
hacer una declaración de amor. Quizás todo amor tiene algo de confesión. Sin
embargo, en toda confesión también hay un resto de inconfesabilidad, algo que se
resguarda de la supuesta posibilidad de decir todo, o transparentar todo.
El modelo de la confesión pareciera remitir a la subjetividad encerrada en el
ámbito de la interioridad que se clarifica (a sí o a un otro) sus estados,
retrotrayéndolos al espacio de la conciencia. Sin embargo, más que de intento de
clarificación, tanto en las Confesiones de Agustín como en la de Derrida, se trata
de una cuestión de amor (amor que siempre supone una opacidad que se resiste
a todo intento de transparencia). Una restancia queda en las confesiones, algo
que resiste, un inconfesable que desafía todo intento de “verdad”.
Tal vez lo que hagan visible las Confesiones agustinianas sea esto: la necesidad
de decir el amor, y el modo en que en ese decir se patentiza la alteridad. Como
resto inconfesable y opaco.
San Agustín con sus Confesiones, Derrida con su Circonfesión dan testimonio de
este amor y este resto. ¿Qué une a San Agustín y Derrida, argelinos ambos,
filósofos ambos, en la confesión: de una alianza, de un anillo en ambos casos?
¿Qué los une además de una madre, un nombre –Derrida escribe desde Santa
Mónica–, una calle –Derrida vivió con sus padres en la calle Sainte Agustine–, un
relato de una vida, de un hurto? ¿Qué los une, además de esa necesidad de la
escritura después de la muerte de la madre? Porque si bien Derrida escribe
mientras su madre aun vive, ella ha olvidado el nombre de su hijo, y entonces
escribe para una madre viva que no reconoce al hijo, una madre “que no es”
madre.
Creo que, más allá de estas proximidades, escribir una “Circonfesión” es un
homenaje, 1590 años después, a aquello que testimonian las Confesiones
agustinianas: la alteridad, en un discurso que, por momentos, parece ser un
soliloquio, pero que está hecho ante un otro. Y un otro que ya sabe lo que se le va
a contar, y a quien, sin embargo, se le reitera lo sabido. Entonces, la palabra de la
confesión es casi como el gesto del amor: una redundancia, una reiteración, una
iteración que, sin embargo, ampara lo frágil de la otredad.
TEMBLORES DEL PENSAR:
NIETZSCHE, BLANCHOT, DERRIDA

Mónica B. Cragnolini

La vacilación de estos pensamientos (los de Nietzsche y Heidegger) no constituye


una “incoherencia”, es un temblor propio de todas las tentativas posthegelianas y
de ese pasaje entre dos épocas.
Derrida, De la gramatología

Existen pensamientos que “tiemblan”: oscilando y no decidiéndose, se mantienen


en una zona extraña, indiscernible, indeterminable, inaferrable, inapropiable.
Tiembla lo que está en peligro, lo que carece de fundamentos sólidos, lo que se
expone al riesgo de la no-seguridad, de la no-conservación.
El término “temblar” indica, desde el latino “tremulare”, la idea de oscilación. Los
poemas escolares nos lo enseñan desde niños: “tiemblan las hojas al viento”,
“tiemblan las estrellas en el cielo”. Las hojas al viento están sometidas al azar, a lo
que acontece, a lo que no puede ser ni programado ni dominado; las estrellas que
tiemblan en las alturas son casi fantasmáticas, imágenes, tal vez, del diferimiento
de una muerte que nos llega, siempre, con retardo, porque ya siempre está
aconteciendo.
El pensamiento que tiembla es el que se arriesga, el que asume la incerteza, y
desdeña las seguridades. Frente a la figura musiliana del filósofo como valiente
militar sin ejército, o a la nietzscheana de la tiranía del espíritu filosófico, el temblor
aproxima al pensador al miedo, a la no posibilidad de dominio. Frente a las
seguridades ontológicas, a los fundamentos inconmovibles de los modos
intemporales, el temblor acerca a la posibilidad, al “todavía”, al “aún no”, al
“quizás”.
Más que de “contenidos” de pensamientos, voy a hablar de tonalidades, de
matices, de “modos” de plantear el pensar en autores que se hallan en esa
cercana distancia que alienta la cuestión de la alteridad. Porque tal vez ante quien
se tiembla es, en definitiva, ante el otro, en el reconocimiento de la fragilidad que
desarma todos los intentos de apropiación por reducción a lo mismo, y convoca a
otros modos de “relación” (o de “comunidad”).
Habrá que pensar por qué las filosofías demasiado seguras de sí mismas
terminan, en muchos casos, por anular al otro. ¿No será que las sólidas
arquitecturas necesitan, para sostenerse, del aseguramiento de la propia identidad
en la homogeneización de lo otro y los otros, en la reducción de lo otro a lo
mismo? ¿No será que las sólidas arquitecturas, que se autoprohíben temblar,
deben consolidar su seguridad -desde el rechazo de la incertidumbre que provoca
el otro-, conservándose en su identidad, y así, auto-representándose en una
repetitiva mismidad que no admite contaminación, que se autoinmuniza con
respecto a lo extraño?

Temblores nietzscheanos

Que el pensamiento del autor que usualmente se asocia con la fuerza sea
relacionado con el temblor puede resultar extraño. Sin embargo, la fuerza
nietzscheana es la fuerza de la oscilación, de la no detención. Mientras que las
filosofías que considera decadentes se caracterizan por la necesidad de la
detención, de la seguridad, lo propio del perspectivismo es la elusión de dogmas y
certezas, en la constante transformación de los puntos de vista, en la continua im-
propiedad.
La filosofía nietzscheana puede ser caracterizada, en su movimiento, como un
pensamiento de la tensión (Spannung). Un fragmento póstumo de la primavera de
1888 que hace referencia al juego del placer y el displacer se pregunta: “¿Es
posible la voluntad de poder sin ambas oscilaciones de sí y de no”?1
Tanto el “no” como el “sí” atraviesan todo el pensamiento de Nietzsche, pero lo
atraviesan sin jugar el juego de la síntesis. El Nietzsche crítico, de la filosofía del
martillo que dice “no” a la metafísica fundacional, a los valores últimos, a la moral
del Bien y del Mal, y el Nietzsche afirmador de la vida, tanto en su placer como en
su dolor, no representan dos fases sucesivas de un pensamiento, ni dos extremos
que se sintetizan en una tercera posición. No hay circuito dialéctico de restitución
en este modo de pensar: paradójicamente, el “sí” y el “no” coexisten, sin síntesis,
sin conciliación, sino en estado de tensión que no se resuelve. Tensión que
caracteriza el operar de la voluntad de poder como fuerza unitiva y configuradora
y, a la vez, como fuerza disgregante y disruptora. Tensión que da cuenta de un
pensamiento que no deja de ser crítico por ser afirmador, ni viceversa.
La idea de un pensar tensionante que no concluye en soluciones últimas supone
la noción del perspectivismo, como multiplicación de perspectivas siempre
provisorias. Si no hay Grund fundacional, las interpretaciones se hallan sobre el
abismo (Ab-grund) de la desfundamentación. Ámbito oscilante y peligroso, si los
hay. El filósofo crítico, quien comprende el conocimiento como lucha contra los
grandes ideales, debe decir “no” a los mismos, pero ese “no” tiene el carácter de
“máscara”: no es, en ningún momento, “fondo”, sino sólo posibilidad.2 Si
consideramos que la lucha nietzscheana contra los sistemas metafísicos apunta
más a los efectos que los mismos producen que a los elementos internos de los
sistemas, el mantenimiento de la tensión del pensar se constituye en uno de los
medios que impiden la sujeción de los hombres a grandes valores, grandes
ideales, ya que rechaza la detención en fundamentos últimos. Frente a estos
grandes fundamentos, instauradores de la violencia en nombre de sublimes
ideales y asépticas razones, el carácter provisional de las perspectivas implica, por
el contrario, un modo de pensar que no busca seguridades últimas (puntos
arquimédicos, puntos finales) sino que opera a partir de un continuo movimiento,
que genera sentidos como modos de enfrentamiento con lo caótico, pero que
recrea esos sentidos en una tarea continua de disgregación de los mismos (para
que no se transformen en nuevas seguridades). Este doble aspecto de la voluntad
de poder (unificación-disgregación) significa un modo de pensar “en tensión”, que
no detiene la interpretación en figuras últimas, sino que configura continuamente
las mismas, en ese operar oscilante. Por ello el “medium” de este pensar es el
“entre”: entre las oposiciones de la metafísica, eludiendo las respuestas últimas.
Los “pensamientos con pies de palomas” que tanto agradan a Zarathustra, se
acercan así con el paso que arma el camino (ya que “el camino no existe”3), y no
con el paso pesado de la marcha prusiana (que Nietzsche escuchaba en la música
wagneriana). El pensar es “algo ligero, divino, estrechamente afín al baile”,4 que
se permite, entonces, la oscilación posible de quien no se cree dueño de ninguna
seguridad. El pensar tensional deconstruye la metafísica tradicional en la medida
en que instaura la incerteza en el corazón del principio-arkhé: no existe restitución
del movimiento del pensar a un centro fundante que lo reúna y justifique, sino que
la oscilación da cuenta de la ausencia en la presencia misma, de la dispersión en
la reunión.

Blanchot: la oscilación de la palabra

Ausencia-presencia es, tal vez, la marca de la escritura en Blanchot, lugar de


tensión, o de presencia siempre desplazada que, entonces, deja de ser presente.
Blanchot se mueve siempre “entre”, en ese no-lugar entre la palabra y el silencio,
lugar de suspensión e indecisión, sin centro ni cierre. Su escritura se mantiene en
el umbral de la filosofía, como señala Morey,5 desarticulando la idea de los
géneros y los límites de los saberes.
La experiencia de la escritura es la de una expulsión del sitio propio: la escritura es
exilio, el escritor está excluido de la obra, está muerto desde el momento en que la
obra existe. El escritor cree dominar la palabra, pero ésta “no puede ser dominada
ni aprehendida, sigue siendo lo inasible… el momento indeciso de la
fascinación”.6 La escritura es también lo interminable: “El escritor ya no pertenece
al dominio magistral donde expresarse significa expresar la exactitud y la certeza
de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites”.7 Así, quien escribe
se halla en medio de un lenguaje que nada revela, que a nadie se dirige, que
carece de centro. Y quien escribe debe desaparecer: “La obra exige que el escritor
pierda toda ‘naturaleza’, todo carácter y que, dejando de relacionarse con los otros
y consigo mismo por la decisión que lo hace yo, se convierta en el lugar vacío
donde se anuncia la afirmación impersonal”.8
El “él” de la obra que se escribe no es una nueva subjetividad frente al yo
(desaparecido), sino que es la “desobra” (désoeuvrement),9 el cuestionamiento de
toda permanencia de ser. “Él” está en continua oscilación, en vaivén, no es
presente ni presencia, sino movimiento de sustracción del presente a toda
presencia, huella.10 Se podría decir que “él”, con su oscilación, pone en
cuestionamiento toda identidad del yo, todo aseguramiento de la apropiación: está
expuesto en la escritura.
La escritura no es entonces resguardo en la seguridad de un yo, amparo frente a
las dificultades del mundo de la vida, sino exposición a una amenaza: “la que le
viene desde afuera, por el hecho de estar en el afuera”.11 Y esta amenaza
convoca al escritor al riesgo de convertirse en otro, pero no en algún otro, “sino
más bien en nadie, en el lugar vacío y animado donde resuena el llamado de la
obra”.12
En El diálogo inconcluso Blanchot se pregunta qué es un filósofo, y señala que no
ya el que se asombra, “hoy diré, usando la expresión de Georges Bataille: es
alguien que tiene miedo”.13 El miedo obliga al hombre a salir fuera de sí, lo coloca
frente a un otro que no puede ser apropiado: “el yo se pierde”,14 pero esa pérdida
no significa la confusión extática. Hay una experiencia de la noche, de lo oscuro,
que no quiere poner esta noche al descubierto; una forma de pensar que no es
poder y comprensión apropiadora. Lo oscuro es lo que debe ser preservado, sin
intentar develarlo, lo que debe ser amado como tal.15 La experiencia de la noche
es la prueba de la imposibilidad.16
Si la filosofía es interrogación, y la poesía pura afirmación, la literatura es “el
espacio de lo que no afirma, no interroga, donde toda afirmación desaparece y sin
embargo regresa… a partir de esa desaparición”.17 Estos tres modos de
expresión se oponen, dice Blanchot, al habla cierta, segura de sí, a toda verdad
sustancial. Suponen un encuentro con lo ajeno, con lo extraño, pero para
mantenerlo en la distancia de la separación. El espacio de lo extraño, de lo
extranjero, es para Blanchot un campo de fuerza anónimo, donde el ser aparece
desapareciendo, se afirma sustrayéndose. Por eso la literatura y el pensamiento
son experiencias de la extrañeza, movimientos constantes. El diálogo es infinito e
inconcluso, porque no tiende a la unidad, a la recuperación en sí, sino al continuo
alejamiento en esa constante expulsión de lo propio que nos torna siempre
extraños y extranjeros.
Refiriéndose al parricidio levinasiano (el rechazo de la presencia y de la identidad
de la conciencia husserliana), Blanchot señala que “estamos expuestos, por la
responsabilidad, el enigma del no-fenómeno, de lo no-representable, en el
equívoco de una traza por descifrar, indescifrables”.18 En este sentido, la escritura
nos hace patente, en esa no presencia del yo a sí, la alteridad.

Temblores derridianos

También la deconstrucción derridiana es un constante temblor: “solicitando” el


edificio de la metafísica, se experimenta ese temblor de los muros que, desde
siempre, desde el supuesto origen, “ya” se están deconstruyendo. Mientras que el
discurso hegemónico de la tradición occidental pretende que el edificio es seguro,
que sus cimientos son sólidos, la deconstrucción hace patente la incerteza. De
este modo, pone en jaque a las certidumbres, las nociones de verdadero y falso,
las oposiciones de forma y fondo, o forma y contenido, los supuestos centros y
orígenes. Y a los límites de los saberes: defenestrada la filosofía en su posición
fundacional, los así llamados “límites” se tornan difusos y el trabajo se realiza en
los bordes. Pero este trabajar en los bordes del texto no significa el gesto arbitrario
de imponer la subjetividad sobre lo escrito, sino que se trata de seguir los hilos de
la trama del texto. No se “borda” sobre el texto, sino que se sigue la trama de los
hilos de la textualidad, trama que impide la posición directiva de un sujeto que
ordena trayectos, medios y caminos. Viaje, entonces, por una textualidad, en la
que las certezas ya no sirven de orientadoras. Viaje oscilante, sin télos, sin
dirección definida, en una lengua pensada como sistema de diferencias y huellas.
El pensamiento de la huella está señalando que el principio, la fuente dadora de
sentido, siempre está desplazada, que no existe un sentido que operaría como
origen al cual podría remitir la cadena de significantes. Este juego de significantes
y huellas genera una relación de presencia y ausencia, que desquicia a la filosofía
buscadora del origen: ¿en dónde asentarse si todo es marca, y marca de marca,
en dónde detenerse, en dónde se halla el descanso y la seguridad?
Un pensamiento del “ni / ni” asusta, ya que nos ubica en ese lugar (no-lugar)
indiscernible, inidentificable, del “entre”. Frente a la metafísica oposicional,
caracterizada por el binarismo, el deconstruccionismo se halla ubicado en el
“entre” de las oposiciones: ni verdad ni falsedad, ni presencia ni ausencia, sino
“entre”. El “entre” está signando un ámbito de oscilación del pensar, y Derrida
previene de la comodidad metodológica de convertirlo en “nuevo lugar” del pensar,
o en recurso asegurante del pensamiento. El “entre” no es un nuevo lugar sino que
es no-lugar, imposibilidad de asentamiento, constante peligro, no presencia,
“quizás” nietzscheano. Mientras que la lógica identitaria nos lleva siempre a uno
de los dos extremos de las oposiciones binarias de la metafísica, los “indecidibles”
(hymen, phármakon, suplemento) hacen patente que la lengua ya está
deconstruida, que ciertos términos no pueden ser retrotraídos a ninguna de las
oposiciones. La lógica “ex-cursiva” derridiana sale del curso (de la normalidad, de
la identidad) y nos coloca en el ámbito de una lógica paradójica. La cuestión del
sentido siempre remite a la cuestión de la identidad: a diferencia de la polisemia, la
diseminación, como modo excursivo (salido del curso y del surco de la normalidad)
tiene que ver con la pérdida del sentido, con la oscilación que “marea” y dis-loca.
Toda esta oscilación tiene un fuerte cariz afirmativo: no de una afirmación como
reunificación del sentido, sino de una afirmación que habita las fisuras del edificio
bien construido de la metafísica, para esperar el estallido del sentido. Mientras que
en la historia del pensar occidental hay una utilización del sema -semen- para la
producción, la idea de diseminación supondría una dispersión del sema-semen sin
producción. De este modo, cuestiona la idea de propiedad, señalando un ámbito
oscilante de impropiedad y des-apropiación. Culler indica que el método
deconstructivo es un “cortar la rama sobre la que se está sentado”19, un desatino
para una lógica de la sensatez, pero no para pensadores (como Heidegger,
Nietzsche y Derrida) que sospechan que si caen no existirá “suelo” donde caer.
Lo que se “abre” a partir de la deconstrucción, y que se relaciona con el carácter
afirmativo de la misma, es un “porvenir monstruoso”, ya anunciado al fin De la
gramatología: monstruosidad de lo no-predictible, de lo no-dominable por una
subjetividad segura de sí. Monstruosidad del quizás: también ésta es una
afirmación oscilante, no reapropiable por la lógica de la identidad.
Derrida señala que si hiciéramos una caricatura del hombre moderno, tal como lo
describe Heidegger, tendríamos que decir que es un animal escleroftálmico, es
decir, un animal que tiene la vista en una posición en la cual se le dificulta cerrar
los ojos, en una posición de dureza.20 Para mantener la vista presente y atenta en
todo momento, hay que estar ante el mundo en la tesitura del objetivador del
mismo, pero también en la del animal depredador, dispuesto a la apropiación.
Vigilar todo, circunscribir todo, reunir todo desde una mirada omniabarcadora y
apropiante y reunidora del sentido. La deconstrucción, por el contrario, desactiva
esta mirada reaseguradora, la hace temblar acerca de lo apropiado.
La crítica al fonocentrismo es una crítica a la lógica de la identidad que posibilita la
“viva presencia” del sujeto, del sentido. La viva presencia fundamenta el pensar
representativo, modo de conocimiento de ese animal escleroftálmico que retrotrae
toda la realidad al ámbito de su conciencia. Mientras que la voz de la conciencia
se asegura el dominio de todo desde la presencia, la escritura quiebra el presente
vivo. Instaura diferir, heterogeneidad, alteridad, no-identidad, desplazamiento y,
con ello, imposibilidad de dominio.

Aquel otro que me coloca en el ámbito de la oscilación

¿Quién hace patente la imposibilidad de dominio y la incerteza? El otro que


irrumpe en mi supuesta yoidad, señalándome que ya estaba allí, que antes de
todo intento de constitución de mi propia subjetividad, ya estaba allí:
contaminando.
En la filosofía de Nietzsche, esa presencia del otro es pensable desde una noción
de “entre” (Zwischen)21 como modo de referirse a la constitución de la
subjetividad, que se configura en el entrecruzamiento de las fuerzas: no se trata
aquí del yo cerrado en sí mismo, sino del yo que es, al mismo tiempo, los otros de
sí mismo y del nos-otros. Varias metáforas nietzscheanas remiten a esta idea: la
del ultrahombre como dación de sí que nada quiere conservar, la del viajero
errante, sin télos final, la del eremita que se “hace dos”; la de los amigos que están
en una relación de proximidad-distancia; o la del mismo Nietzsche en el Ecce
Homo, a la vez vivo y muerto, siempre, por lo menos, doble. La idea de Zwischen
implica “desapropiación”: frente al sujeto moderno, que se asegura de lo real como
disponible en el modo de la objetualidad, esta noción supone la “inseguridad” de
aquel que se constituye en el cruce con los otros, con las circunstancias, con el
azar. Hace patente el carácter tensional, que impide la detención en las nociones
metafísicas de “interior” o “exterior”, en el “agente”, o en el “paciente” del obrar;
porque el “entre” pone en cuestión estas diferencias bipolares. En cierto modo, el
otro, los otros, ya estaban desde siempre allí, en ese yo que se consideraba
inmunizado (en la figura de la subjetividad autosubstante) de la alteridad.
Desde la idea de “entre”, el otro puede ser pensado como nos-otros: ese “otro”
diferente y a la vez presente en nuestra supuesta “mismidad”. La noción de
amistad nietzscheana patentiza este carácter: Previniendo de las “confusiones
identitarias” yo-tú, el amigo puede permanecer, al mismo tiempo, cercano y
lejano,22 haciendo patente este carácter del nos-otros. El amor al próximo
(Nächstenliebe), que siempre supone intento de reducción, se convierte en
Nietzsche en el amor al distante (Fernsten-Liebe): así el otro ya no es el mismo.
En Blanchot y Derrida, el tema del otro remite a una necesaria crítica a Heidegger,
en el existenciario que retrotrae a la más propia propiedad del Dasein, el ser-para-
la-muerte. La analítica del Dasein, que parte de la pretensión de la superación de
la metafísica de la subjetividad, queda sujeta a la misma en ese hilo que une
propiedad y muerte. Porque en ese hilo el Dasein pareciera quedar “radicalizado
en mismidad auto-posicional”.23
Al caracterizar el ser-para-la-muerte Heidegger señala la necesidad de conectar el
precursar la muerte (como posibilidad ontológica) con el “poder ser propio”, y “el
ser sí mismo propio se define como una modificación existencial del uno que hay
que acotar existenciariamente”.24 Esta “autarquía del Dasein”, como la caracteriza
Marion, supone un cierto modo de “retorno a sí” del Dasein, quien es “el vocador y
el invocado a la vez”,25 en esa “llamada a sí mismo” (Ansprecher seiner Selbst).
Por ello Marion destaca la figura del interpelado (interloqué) como forma de
ruptura con el sujeto: el Dasein no se abandona a la interpelación. A la llamada
sólo puedo responder “Heme aquí”, sin ningún yo. Esa herida que desgarra la
mismidad, esa herida anterior a toda autoconstitución de la mismidad, hace
patente el exilio de la yoidad, la impertinencia del “en cada caso mío”.
El otro, en Heidegger, se ve privado de su alteridad, en la medida en que la
misma, podría decirse, “depende” del Dasein. Porque el Dasein es ser-con
proyecta el mundo como co-mundo, lo que posibilita al otro. Pero como el análisis
del Mit-sein se hace a partir de la relación con los útiles, en esa referencialidad
que me remite al otro, y, por otro lado, la estructura del Mit-sein está ya, desde
siempre, caída (Verfallen) en el modo del Uno (Das Man), del impersonal, el
asumir el ser-para-la-muerte representará un modo de “retorno” del Dasein a sí
mismo. Es entonces que el Dasein tiene la posibilidad del empuñar (Ergreifen) sus
posibilidades,26 haciéndose cargo de su finitud. El asumir la posibilidad de la
muerte rompe con las referencias a los demás, de allí el carácter irreferencial del
precursar la muerte, y significa la posibilidad de “elegirse a sí mismo” del Dasein.
En su trabajo sobre el tema de la muerte doble en Rilke,27 Blanchot cita la
constante referencia de Rilke a la anémona observada en Roma, que “se había
abierto tanto durante el día que a la noche no pudo cerrarse”. Así, el poeta se
mantiene como punto de intersección de muchas cosas, expuesto en lo Abierto.
Tomando esta imagen, podríamos decir que el Dasein, en tanto apertura, es la
anémona que necesita retornar a su propia cerrazón para, en ese ámbito de
“retorno a sí”, asumir su propia finitud. En ese “cierre” el otro parece anulado,
olvidado, y la muerte que hay que asumir es la propia.
Para Blanchot y Derrida, en cambio, la muerte que hay que asumir es la del otro.
Como señala Blanchot, lo que llama a debate no es el sí mismo consciente de su
finitud, sino el “hacerme cargo de la única muerte que me concierne”28, la del otro.
Quien ve morir a un semejante, decía Bataille, sólo puede subsistir “fuera de sí”.29
En esa “conversación muda” en la que se sostiene la mano del moribundo, se
comparte la soledad de la desposesión: “Sólo una cosa: al morir, no únicamente te
alejas, estás aún presente, porque he aquí que me concedes este morir como la
concesión que sobrepasa toda pena, y donde me estremezco suavemente en lo
que me desgarra, perdiendo el habla contigo, muriendo contigo sin ti, dejándome
morir en tu lugar, recibiendo ese don más allá de ti y de mí”.30

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