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Nombres propios*

Por John R. Searle

¿Los nombres propios tienen sentidos? Frege1 argumenta que deben tener
sentidos pues de qué otra manera, pregunta, podrı́an los enunciados de iden-
tidad ser otra cosa que trivialmente analı́ticos. ¿Cómo puede (se pregunta)
un enunciado de la forma a = b, si es verdadero, diferir en valor cognitivo de a
= a? Su respuesta es que, aunque “a” y “b” tienen el mismo referente, tienen
o pueden tener diferentes sentidos, en cuyo caso el enunciado es verdadero,
aunque no analı́ticamente verdadero. Pero esta solución parece más apropia-
da allı́ donde “a” y “b” son descripciones definidas no sinónimas o donde uno
es una descripción definida y el otro es un nombre propio, más que donde
ambos son nombres propios. Considérense, por ejemplo, enunciados hechos
con las siguientes oraciones:

(a) “Tulio = Tulio” es analı́tico.

Pero, ¿es

(b) “Tulio = Cicerón” sintético?

Si es ası́, entonces cada nombre debe tener un sentido diferente, algo que
parece sumamente implausible a primera vista, pues, por lo común, no pen-
samos que los nombres propios tengan un sentido en el mismo modo en que
los predicados lo tienen; por ejemplo, no damos definiciones de los nombres
propios. Pero, pero supuesto, (b) nos da información que no es comunicada
por (a). Pero, ¿se trata de información acerca de las palabras? El enunciado
no es acerca de palabras.
Por el momento, considérese la idea de que (b) es, al igual que (a), analı́ti-
co. Un enunciado es analı́tico si y solamente si es verdadero únicamente en
virtud de las reglas lingüı́sticas, sin ningún recurso a la investigación empı́rica.
Las reglas lingüı́sticas para usar el nombre “Cicerón” y las reglas lingüı́sticas
para usar el nombre “Tulio” son tales que los dos nombres refieren, sin des-
cribir, al mismo e idéntico objeto; ası́, parece que la verdad de la identidad
*
Searle, J. (1958), “Proper Names”, Mind 67(266): 166–173.
1
Frege, “Sobre sentido y referencia”.

1
puede ser establecida por recurso a estas reglas solamente y que el enunciado
es analı́tico. El sentido en el que el enunciado es informativo es el sentido
en el que cualquier enunciado analı́tico es informativo; ilustra o ejemplifica
ciertos hechos contingentes acerca de las palabras, aunque, por supuesto, no
describe estos hechos. En este tratamiento, la diferencia entre (a) y (b) no es
tan grande como podrı́a parecer a primera vista. Ambas son analı́ticamente
verdaderas y ambas ilustran hechos contingentes acerca de nuestro uso de los
sı́mbolos. Algunos filósofos afirman que (a) es fundamentalmente diferente
de (b) en el sentido de que un enunciado que usa esta forma será verdadero
para cualquier sustitución arbitraria de sı́mbolos que reemplacen “Tulio”.2
Esto, deseo argumentar, no es ası́. El hecho de que la misma marca refiera al
mismo objeto en dos ocasiones diferentes de uso es un uso conveniente pero
contingente y, en efecto, podemos imaginar fácilmente situaciones en las que
esto no serı́a el caso. Supóngase, por ejemplo, que tenemos un lenguaje en el
cual las reglas para usar los sı́mbolos no están correlacionadas, simplemente,
con una palabra tipo, sino con el orden de las apariciones de sus casos en
el discurso. Algunos códigos son ası́. Supóngase que la primera vez que se
refiere a un objeto en nuestro discurso, se refiere a él por medio de “x”, la
segunda vez, por medio de “y”, etc. Para cualquiera que conoce este código,
“x = y” es trivialmente analı́tica, pero “x = x” no tiene sentido. Este ejemplo
está diseñado para ilustrar la similitud entre (a) y (b); ambas son analı́ticas
y ambas nos dan información acerca del uso de las palabras, aunque cada
una de ellas nos da información diferente. La verdad de los enunciados de
que Tulio = Tulio y de que Tulio = Cicerón se sigue de las reglas lingüı́sticas.
Pero el hecho de que las palabras “Tulio = Tulio” son usadas para expresar
esta identidad es tan contingente como el hecho de que las palabras “Tulio
= Cicerón” se emplean para expresar la identidad del mismo objeto, aunque
el primero sea más convencional en nuestro lenguaje que este último.
Este análisis nos permite ver cómo (a) y (b) podrı́an usarse para realizar
enunciados analı́ticos y cómo, en tales circunstancias, podrı́amos adquirir
información diferente de ellos, sin forzarnos a seguir la solución propuesta
por Frege, esto es, que las dos proposiciones son, en algún sentido, sobre
palabras (Begriffsschrift), o su solución revisada, que los términos tienen
la misma referencia pero diferentes sentidos (Sinn und Bedeutung). Pero,
aunque este análisis nos permite ver cómo una oración como (b) podrı́a usarse
para realizar un enunciado analı́tico, no se sigue que no podrı́a ser usada
también para realizar un enunciado sintético. Y, en efecto, algunos enunciados
de identidad que usan dos nombres propios son claramente sintéticos; las
personas que argumentan que Shakespeare era Bacon no están formulando
2
W. V. Quine, Desde un punto de vista lógico, especialmente cap. 2.

2
una tesis acerca del lenguaje. En lo que sigue, espero examinar la conexión
entre los nombres propios y sus referentes de manera de mostrar cómo ambos
tipos de enunciado de identidad son posibles y, al hacer esto, mostrar en
qué sentido un nombre propio tiene un sentido.
Hasta ahora, he considerado la opinión de que las reglas que gobiernan
el uso de un nombre propio son tales que es usado para referir a un obje-
to particular y no para describirlo, esto es, tales que tiene una referencia
pero no un sentido. Pero, ahora, preguntémonos cómo es que somos capa-
ces de referir a un objeto particular al usar su nombre. Por ejemplo, ¿cómo
aprendemos y enseñamos el uso de los nombres propios? Esto parece algo
muy simple—identificamos el objeto y, asumiendo que nuestro estudiante
entiende las convenciones generales que gobiernan los nombres propios, le
explicamos que esta palabra es el nombre de aquel objeto. Pero, a menos
que nuestro estudiante ya conozca otro nombre propio del objeto, podemos
identificar el objeto (el preliminar necesario para enseñar el nombre) úni-
camente por ostensión o por descripción; y, en ambos casos, identificamos
el objeto en virtud de algunas de sus caracterı́sticas. Ası́ que, ahora, parece
como si las reglas para un nombre propio debieran estar, de alguna manera,
lógicamente atadas a caracterı́sticas particulares del objeto, de tal manera
que el nombre tiene un sentido ası́ como una referencia; en efecto, parece que
no podrı́a tener una referencia a menos que tuviera un sentido, pues, ¿cómo
se correlacionarı́a con el objeto, a menos que el nombre tuviera un sentido?
Supóngase que alguien contesta este argumento del siguiente modo: “Las
caracterı́sticas localizadas al enseñar el nombre no son las reglas para usar el
nombre propio: son, simplemente, dispositivos pedagógicos empleados para
enseñar el nombre a alguien que no sabe cómo usarlo. Una vez que nuestro
estudiante ha identificado el objeto al que se aplica el nombre, puede olvi-
dar o ignorar estas variadas descripciones por medio de las que identificó el
objeto, pues no son parte del sentido del nombre; el nombre no tiene un
sentido. Supóngase, por ejemplo, que enseñamos el nombre ‘Aristóteles’ ex-
plicando que refiere a un filósofo griego nacido en Estagira, y supóngase que
nuestro estudiante sigue usando el nombre correctamente, que recolecta más
información acerca de Aristóteles, y ası́. Supongamos que, después, se des-
cubre que Aristóteles no nació en Estagira, sino en Tebas. Ahora no diremos
que el significado del nombre ha cambiado, o que Aristóteles no existió real-
mente. Brevemente, explicar el uso de un nombre citando caracterı́sticas del
objeto no es dar las reglas para el nombre, pues las reglas no contienen un
contenido descriptivo. Simplemente, correlacionan el nombre con el objeto
independientemente de cualquier descripción suya.”
Pero, ¿es convincente este argumento? Supóngase que la mayorı́a de nues-
tro conocimiento fáctico presente acerca de Aristóteles (o, incluso, su tota-

3
lidad) probase no ser verdadero de nadie en lo absoluto, o ser verdadero
de varias personas que viven en paı́ses separados y en diferentes siglos. ¿No
dirı́amos, por esta razón, que Aristóteles no existió después de todo y que
el nombre, aunque tiene un sentido convencional, no refiere a nadie? En el
tratamiento anterior, si alguien dijera que Aristóteles no existió, esto deberı́a
ser, sencillamente, otra manera de decir que “Aristóteles” no denota ningún
objeto, y nada más; pero si alguien dijera que Aristóteles no existió, podrı́a
querer decir mucho más que simplemente que el nombre no denota a nadie.3
Si, por ejemplo, desafiáramos su enunciado señalando que un hombre llama-
do “Aristóteles” vivió en Hoboken en 1903, no considerarı́a esto como un
contrargumento pertinente. Decimos de Cerbero y de Zeus que ninguno de
ellos existió sin querer decir que ningún objeto portó jamás estos nombres,
sino solamente que ciertos tipos (descripciones) de objetos jamás existieron
y portaron esos nombres. De modo que ahora parece que los nombres pro-
pios tienen un sentido de manera necesaria pero una referencia solamente
de un modo contingente. Comienzan a parecerse más y más a descripciones
abreviadas y, tal vez, vagas.
Resumamos las dos concepciones en conflicto que hemos considerado: la
primera afirma que los nombres propios tienen esencialmente una referencia
pero no un sentido—los nombres propios denotan pero no connotan; la segun-
da afirma que tienen esencialmente un sentido y solo contingentemente una
referencia—refieren solamente a condición de que un único objeto satisfaga
su sentido.
Estas dos concepciones son caminos que llevan a sistemas metafı́sicos di-
vergentes y anticuados. La primera lleva a objetos últimos de referencia, las
sustancias de los escolásticos y los Gegenstände del Tractatus. La segunda
lleva a la identidad de los indiscernibles y a las variables de cuantificación
como los únicos términos referenciales en el lenguaje. La estructura de su-
jeto y predicado del lenguaje sugiere que la primera concepción debe ser la
correcta, pero la manera en que usamos y enseñamos el uso de los nombres
propios sugiere que no puede ser la correcta: un problema filosófico.
Comencemos por examinar la segunda concepción. Si se afirma que cada
nombre propio tiene un sentido, debe ser legı́timo preguntar, de cualquier
nombre, “¿Cuál es su sentido?”. Si se afirma que un nombre propio es un
tipo de descripción abreviada, entonces deberı́amos ser capaces de presen-
tar la descripción en lugar del nombre propio. Pero, ¿cómo procederemos al
hacer esto? Si tratamos de presentar una descripción completa del objeto
como el sentido de un nombre propio, se seguirı́an consecuencias extrañas,
por ejemplo, que cualquier enunciado verdadero acerca del objeto que usa
3
Cfr. Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, parágrafo 79.

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el nombre como sujeto serı́a analı́tico, que cualquier enunciado falso serı́a
autocontradictorio, que el significado del nombre (y, tal vez, la identidad del
objeto) cambiarı́a cada vez que hubiera un cambio en el objeto, que el nombre
tendrı́a significados diferentes para diferentes personas, etc. Ası́, supongamos
que preguntamos cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para apli-
car un nombre particular a un objeto particular. Supongamos, por mor del
argumento, que tenemos medios independientes de localizar el objeto; en-
tonces, ¿cuáles son las condiciones para aplicarle un nombre; cuáles son las
condiciones para decir, por ejemplo, “Este es Aristóteles”? A primera vista,
estas condiciones parecen ser simplemente que el objeto debe ser idéntico
al objeto originalmente bautizado con este nombre, de modo que el sentido
del nombre consistirı́a en un enunciado o conjunto de enunciados que afir-
man las caracterı́sticas que constituyen esta identidad. El sentido de “Este es
Aristóteles” podrı́a ser “Este objeto es espacio-temporalmente continuo con
un objeto originalmente llamado ‘Aristóteles’”. Pero esto no será suficiente,
pues, como ya fue sugerido, la fuerza de “Aristóteles” es mayor que la fuer-
za de “idéntico a un objeto llamado ‘Aristóteles’”, pues no cualquier objeto
llamado “Aristóteles” servirá. “Aristóteles” refiere a un objeto particular lla-
mado “Aristóteles”, no a cualquiera. “Llamado ‘Aristóteles’” es un término
universal, pero “Aristóteles” es un nombre propio, de manera que “Esto es
llamado ‘Aristóteles’”, en el mejor de los casos, no es sino una condición
necesaria pero no suficiente para la verdad de “Este es Aristóteles”. Breve-
mente y de manera trivial, no es la identidad de esto con un objeto llamado
“Aristóteles”, sino más bien su identidad con Aristóteles lo que constituye las
condiciones necesarias y suficientes para la verdad de “Esto es Aristóteles”.
Tal vez podamos resolver el conflicto entre las dos concepciones de la na-
turaleza de los nombres propios al preguntar cuál es la función peculiar de los
nombres propios en nuestro lenguaje. Para comenzar, en su mayorı́a refieren
o pretenden referir a objetos particulares; pero, por supuesto, otras expre-
siones, como las descripciones definidas y los demostrativos, realizan esta
función también. ¿Cuál, entonces, es la diferencia entre los nombres propios
y otras expresiones de referencia singular? A diferencia de los demostrati-
vos, un nombre propio refiere sin presuponer ningún escenario o condiciones
contextuales especiales que rodean la emisión de la expresión. A diferencia
de las descripciones definidas, en general no especifican caracterı́sticas de los
objetos a los que refieren. “Scott” refiere al mismo objeto al que refiere “el
autor de Waverley”, pero “Scott” no especifica ninguna de estas caracterı́sti-
cas, mientras que “el autor de Waverley” refiere únicamente en virtud del
hecho de que sı́ especifica una caracterı́stica. Examinemos esta diferencia más

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de cerca. Siguiendo a Strawson4 , podemos decir que los usos referenciales de
los nombres y de las descripciones definidas presuponen la existencia de un
único objeto al que se hace referencia. Pero, dado que un nombre propio
no especifica, en general, ninguna caracterı́stica del objeto referido, ¿cómo,
entonces, es que se realiza la referencia? ¿Cómo se establece una conexión
entre nombre y objeto? Quiero contestar esta pregunta, que parece crucial,
diciendo que, aunque los nombres propios normalmente no afirman o espe-
cifican ninguna caracterı́stica, sus usos referenciales presuponen, con todo,
que el objeto al cual pretenden referir tiene ciertas caracterı́sticas. Pero, ¿
cuáles? Supóngase que pedimos a los usuarios del nombre “Aristóteles” que
enuncien algunos hechos que consideren esenciales y establecidos acerca de
él. Sus respuestas serı́an un conjunto de enunciados descriptivos que refieren
a un único objeto. Ahora, lo que estoy argumentando es que la fuerza des-
criptiva de “Este es Aristóteles” es afirmar que un número suficiente pero
hasta ahora no especificado de estos enunciados es verdadero de este objeto.
Por lo tanto, los usos referenciales de “Aristóteles” presuponen la existencia
de un objeto del cual es verdadero un número suficiente pero hasta ahora no
especificado de estos enunciados. Usar un nombre propio de manera referen-
cial es presuponer la verdad de ciertos enunciados descriptivos que refieren a
un único objeto pero no es, por lo común, afirmar esos enunciados o, incluso,
indicar cuáles de ellos son los presupuestos. Y aquı́ yace la mayor parte de la
dificultad. La pregunta acerca de qué es lo que constituye nuestros criterios
para “Aristóteles” se deja generalmente abierta y, en efecto, rara vez surge
de hecho y, cuando surge, somos nosotros, los usuarios del lenguaje, quienes
decidimos, más o menos arbitrariamente, cuáles han de ser estos criterios.
Si, por ejemplo, de las caracterı́sticas que acordamos en que son verdaderas
de Aristóteles, se descubriese que la mitad es verdadera de un hombre y la
mitad es verdadera de otro, ¿quién dirı́amos que fue Aristóteles? ¿Ninguno?
La pregunta no está decidida por adelantado.
Pero, ¿es esta imprecisión respecto de exactamente qué caracterı́sticas
constituyen condiciones necesarias y suficientes para aplicar un nombre un
mero accidente, un producto de un descuido lingüı́stico? ¿O deriva de las
funciones que los nombres propios realizan para nosotros? Preguntar por
los criterios para aplicar el nombre “Aristóteles” es preguntar, en el modo
formal, qué es Aristóteles; es preguntar por un conjunto de criterios de iden-
tidad para el objeto Aristóteles. “¿Qué es Aristóteles?” y “¿Cuáles son los
criterios para aplicar el nombre ‘Aristóteles’ ?” hacen la misma pregunta, la
4
Strawson, P.F. (1950), “On referring”, Mind 59(235): 320-344. Traducción castellana
de Luis Ml. Valdés Villanueva, Strawson, P.F., “Sobre el referir”, en Valdés Villanueva,
L.Ml. (comp.), La búsqueda del significado, Madrid, Tecnos: 57–82.

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primera en el modo material de hablar y la última en el modo formal de
hablar. Ası́, si llegáramos a un acuerdo, antes de usar el nombre, respecto
de precisamente cuáles caracterı́sticas constituyen la identidad de Aristóte-
les, nuestras reglas para usar el nombre serı́an precisas. Pero esta precisión
se lograrı́a solamente al costo de implicar algunos predicados especı́ficos por
medio de cualquier uso referencial del nombre. En efecto, el nombre mismo se
volverı́a superfluo, pues se volverı́a lógicamente equivalente a este conjunto
de descripciones. Pero si este fuera el caso, estarı́amos en la posición de ser
capaces de referir a un objeto únicamente describiéndolo. Mientras que, de
hecho, es precisamente la institución de nombres propios lo que nos permite
evitar esto y es lo que distingue los nombres propios de las descripciones. Si
los criterios para los nombres propios fueran, en todos los casos, tan rı́gidos
y especı́ficos, entonces un nombre propio no serı́a otra cosa que una abre-
viatura de estos criterios, un nombre propio funcionarı́a exactamente igual
que una descripción definida elaborada. Pero la singularidad y la inmensa
conveniencia pragmática de los nombres propios en nuestro lenguaje radica,
precisamente, en el hecho de que nos permiten referir de manera pública a
objetos sin tener que plantear cuestiones y sin tener que llegar a un acuerdo
respecto de cuáles caracterı́sticas descriptivas constituyen, de manera exacta,
la identidad del objeto. No funcionan como descripciones, sino como broches
en los que colgar descripciones. Ası́, lo relajado de los criterios para los nom-
bres propios es una condición necesaria para aislar la función referencial de
la función descriptiva del lenguaje.
Para realizar el mismo punto de un modo diferente, supóngase que pre-
guntamos “¿Por qué tenemos nombres propios?”. Obviamente, para referir
a individuos. “Sı́, pero las descripciones podrı́an hacer eso por nosotros”.
Pero solamente al costo de especificar condiciones de identidad cada vez
que se hace referencia: supóngase que estamos de acuerdo en dejar de lado
“Aristóteles” y usar, digamos, “el maestro de Alejandro”; entonces, es una
verdad necesaria que el hombre referido es el maestro de Alejandro—pero
es un hecho contingente que Aristóteles incursionó en la pedagogı́a (aunque
estoy sugiriendo que es un hecho necesario acerca de Aristóteles que tie-
ne la suma lógica, la disyunción inclusiva, de las propiedades comúnmente
atribuidas a él: cualquier individuo que no tenga al menos algunas de estas
propiedades no podrı́a ser Aristóteles).
Por supuesto, no deberı́a pensarse que la única variedad de relajación en
los criterios para los individuos es la que he descrito como peculiar de los
nombres propios. Los usos referenciales de las descripciones definidas pueden
dar lugar a problemas acerca de la identidad de variedades diferentes. Esto
es verdad, especialmente, de las descripciones definidas en tiempo pasado.
Puede decirse que “Este es el hombre que le enseñó a Alejandro” impli-

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ca, por ejemplo, que este objeto es continuo espacio-temporalmente con el
hombre que le enseña a Alejandro en otro punto del espacio-tiempo: pero
alguien podrı́a argumentar también que la continuidad espacio-temporal de
este hombre es una caracterı́stica contingente y no un criterio de identidad.
Y la naturaleza lógica de la conexión de tales caracterı́sticas con la identi-
dad del hombre puede ser, de nuevo, relajada y no encontrarse decidida con
anterioridad a la disputa. Pero esta es una dimensión de relajación diferente
de la que he citado como la relajación de los criterios para aplicar nombres
propios y no afecta la distinción en función entre las descripciones definidas
y los nombres propios, a saber, que las descripciones definidas refieren única-
mente en virtud del hecho de que los criterios no son relajados en el sentido
original, pues refieren al decir qué es el objeto. Pero un nombre propio refiere
sin plantear la cuestión de qué es el objeto.
Ahora estamos en posición de explicar cómo es que “Aristóteles” tiene una
referencia pero no describe y, sin embargo, el enunciado “Aristóteles nunca
existió” dice más que que “Aristóteles” nunca fue usado para referir a un
objeto. El enunciado afirma que un número suficiente de las presuposiciones
convencionales, esto es, enunciados descriptivos, de los usos referenciales de
“Aristóteles” es falso. Precisamente de qué enunciados se afirma que son fal-
sos no es todavı́a claro, pues qué condiciones precisas constituyen los criterios
para aplicar “Aristóteles” no está establecido de antemano en el lenguaje.
Podemos resolver ahora nuestra paradoja: ¿tiene un nombre propio un
sentido? Si la pregunta es si los nombres propios son usados para describir o
para especificar las caracterı́sticas de los objetos, la respuesta es “no”. Pero
si la pregunta es si los nombres propios están conectados lógicamente con
caracterı́sticas del objeto al que refieren, la respuesta es “sı́, de una manera
relajada”. (Esto muestra, en parte, la pobreza de un acercamiento rı́gido a
los problemas de la teorı́a del significado en términos de sentido-referencia y
denotación-connotación.)
Podrı́amos clarificar estos puntos comparando nombres propios paradig-
máticos con nombres propios degenerados como “El Banco de Inglaterra”.
Para estos últimos, parece que el sentido es dado tan directamente como
en una descripción definida; las presuposiciones, dirı́amos, se elevan a la su-
perficie. Y un nombre propio puede adquirir un uso descriptivo rı́gido sin
tener la forma verbal de una descripción: Dios es justo, omnipotente, omnis-
ciente, etc., por definición para los creyentes. Por supuesto, la forma puede
engañarnos; el Sacro Imperio Romano no era ni sacro ni romano, etc., pero
era, sin embargo, el Sacro Imperio Romano. De nuevo, puede ser convencional
nombrar “Marta” solamente a las mujeres, pero si llamo a mi hijo “Marta”
podré engañar, pero no estoy mintiendo.
Ahora reconsidérese nuestra identidad original, “Tulio = Cicerón”. Un

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enunciado realizado usando esta oración, sugiero, serı́a analı́tico para la ma-
yorı́a de las personas; las mismas presuposiciones descriptivas se asocian con
cada nombre. Pero, por supuesto, si las presuposiciones descriptivas fueran
diferentes, podrı́a ser usado para realizar un enunciado sintético; podrı́a, in-
cluso, avanzar un descubrimiento histórico de importancia.

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