Está en la página 1de 1746

"Mamá,

tenemos que
dejar esta casa. Hay algo
maldito aquí... Y si no la
abandonamos... algo malo
nos sucederá. Algo realmente
malo."
Los Snedeker se mudaron
a Connecticut, Nueva York,
para estar más cerca de los
especialistas de cáncer que
tratan a su hijo Stephen, de
14 años. El niño les ha dicho
a sus padres que hay algo
raro en su nueva casa. El
escuchó y vio cosas y sintió
un aura demoníaca en la casa.
Carmen y Al, los padres de
una muy unida familia
cristiana, adjudicaron esto a
la enfermedad me su hijo, su
medicación y su dolorosa
quimioterapia. Pero toda la
familia observó un cambio en
Stephen que no pudo ser
explicado tan fácilmente.
Primero fueron pequeñas
cosas -sus calificaciones
empeoraron y se negó a ir a
la iglesia- pero
paulatinamente, su conducta
negativa fue aumentando y se
tornó incontrolable.

Pronto hubo evidencias


posteriores de que algo más
siniestro estaba pasando y no
era sólo en la,imaginación de
un niño enfermo. A medida
que las oscuras fuerzas de
Satanás van adueñándose de
los Snedeker, sometiéndolos
a sus propias pesadillas, uno
por uno se van dando cuenta
de que no todo estaba en la
mente de Stephen.
Aterrorizados, los Snedeker
buscaron ayuda en los
demonólogos Ed y Lorraine
Warren, quienes pensaron
que el espíritu era tan viejo,
astuto y absolutamente
maligno que llamaron a un
exorcista de los más altos
rangos de la iglesia católica.
Lo que había comenzado
como un simple fenómeno
mental termina
convirtiéndose en la batalla
de una familia americana
contra las fuerzas más
profundas y oscuras del
demonio...
Ed y Lorraine
Warren, con Al y
Carmen Snedeker y
Ray Garton

En
un
lugar
oscuro
Una
historia
veridica
sobre
una
casa
embrujada

ePUB
v1.1
Abraxas 03.08.13
Título original: In a dark
place
Ray Garton, Al Snedeker,
Carmen Snedeker, Ed Warren,
and Lorraine Warren, 1992.
Traducción: Patricio Nelson
Diseño/retoque portada:
Susana Dilena

Editor original: Abraxas (v1.0


a v1.x)
ePub base v2.1
Para mi esposa, Dawn,
quien guardó la calma
a traves de cada página

- Ray Garton
Agradecimientos
Muchas personas fueron
generosas con su talento
editorial y apoyo moral
durante el tiempo que llevó
escribir este libro, y me
complazco en agradecérselos
en este espacio: Mi agente y
amiga, Lori Perkins; mi
maravillosa editora, Emily
Bestler, y sus asistentes, Tom
Fiffer y Amelia Sheldon,
quienes en mérito a su gran
paciencia me ayudaron a lo
largo del texto; mis amigos
Scott Sandin, Paul Meredith
y Stephanie Terrazas; mis
padres, Ray y Pat Garton; Joe
Citro y Jerry Sawyer, dos
grandes y veraces escritores;
Dean R. Koontz, de quien
fluye todo buen consejo; la
reverenda Cheri Scotch, gran
sacerdotisa del Templo de
Diana, cuyo buen criterio -y
sentido del humor- siempre
son una gran ayuda; y, por
supuesto, Dawn, sin el que
este libro no hubiera podido
pergeñarse.

Prefacio

Posesión
demoníaca
El estudio de la posesión
demoníaca nunca ha sido -no
lo es hoy en día, y es muy
probable que nunca lo sea-
una ciencia.

Existen, de todos modos,


muchas personas que han
dedicado sus vidas a ese
estudio, y han intentado
determinar el punto en el
cual comienza la posesión
con la intención de evitarla.

La posesión se remonta al
tiempo de Cristo, quien,
conforme al Nuevo
Testamento, exorcizó
demonios en ciertas
personas. Hoy en día, es poco
más que un tema para las
películas de horror de
Hollywood. Pero muchas
iglesias y sectas cristianas
aún practican el rito del
exorcismo, la principal entre
ellas sigue siendo la Iglesia
Católica.

Existen dos tipos de


posesión: la de una persona y
la de un lugar, tal como una
casa u otro tipo de
construcción. Muchos
miembros de la Iglesia
Católica

creen, de todos modos, que


los dos ocurren de maneras
similares.

Primero existe el punto en


que el demonio, o demonios,
entran en la persona o el
edificio o la casa que se
encuentra habitada. Existe
cierta cantidad de distintas
teorías sobre las causas que
posibilitan la entrada inicial.
En un bien documentado caso
de posesión demoníaca, el
demonio declaró que había
elegido a su víctima antes de
que ella naciera. Algunos
creen que hasta un débil
interés superficial en lo
ocultista puede llegar a
constituir una invitación a la
posesión. Otros piensan que
se mantendrá como simple
misterio, que nosotros no
podremos descifrar hasta que
enfrentemos al Creador y
escuchemos su explicación.

De todos modos, hay algo


aceptado casi unánimemente:
la entrada inicial sólo ocurre
después que la víctima o el
residente del edificio elegido
haya hecho una elección -no
importa cuán subconsciente
ni tenue-para permitirlo.
Por ejemplo, los Snedeker
nada hicieron para provocar
la posesión de su casa; eso
había comenzado mucho
antes. Como Lorraine pudo
presentir en forma
clarividente, algo terrible
había ocurrido en esa casa en
algún momento durante los
años en que había funcionado
allí una funeraria. Alguien
había usado los cadáveres
para satisfacer su propio
placer enfermo, y fueron los
actos de necrofilia de esa
persona que abrieron la
puerta a la posesión; fue esa
persona quien eligió -por
entregarse a tales actividades
perversas- dar entrada a las
fuerzas del mal a esa casa
mucho antes de que los
Snedeker se mudaran allí.

Una vez que ocurrió la


entrada inicial, la entidad que
toma posesión gradualmente
comienza a quebrar a quien
la hospeda o a los ocupantes
del edificio en que ha
penetrado, lo que logra por lo
general con el recurso del
temor. La entidad poseedora
no sólo crece con el temor,
sabe además que con él
debilitará a su víctima, y
aproximará a la entidad al
control total, a la completa
posesión.

En el caso de los Snedeker,


las fuerzas en la casa,
determinadas a entrar en sus
cuerpos, usaron temor para
debilitarlos, para tratar de
enfrentarlos unos con otros,
en espera de la tercera etapa
de posesión demoníaca:
debilitados y vulnerables,
confundidos y aterrorizados,
la víctima inevitablemente
alcanza un punto crucial y se
rinde voluntariamente a las
fuerzas de la oscuridad.

Un exorcismo oficial no
puede ser realizado sin
conducir una investigación
apropiada para determinar si
la declarada actividad
demoníaca es real. A veces,
una persona con problemas
mentales o con una adicción
a sustancias alucinógenas, o
incluso una familia entera
que sufre una crisis
doméstica, puede tomar las
más pequeñas coincidencias
y convertirlas en una serie de
acaecimientos
aterrorizadores que remitan a
la conclusión de que la casa
está poseída por demonios.
Enfermedades mentales han
sido confundidas con
posesiones a lo largo de la
historia -enfermedades tales
como la esquizofrenia, el
síndrome de Tourrette, la
corea de Huntington, la
enfermedad de Parkinson e
incluso la dislexia- y aunque
la medicina ha avanzado de
modo considerable a través
de los años, tales condiciones
patológicas deben ser
descartadas por un sacerdote
antes de considerar un
exorcismo.

Un sacerdote con experiencia


en medicina o psiquiatría -a
veces ambas- comienza la
investigación intentando, en
primera instancia, descartar
todas las otras posibilidades;
luego, cuando está satisfecho,
continúa verificando la
posibilidad de una presencia
demoníaca. Una vez que ha
podido probar la actividad
demoníaca a su entera
satisfacción, el sacerdote
entonces se acerca a la
Iglesia. Después que el caso
ha sido revisado y se ha
determinado la calidad de la
investigación, se decide
realizar un exorcismo.

De acuerdo con aquellos que


han sido testigos de
exorcismos, no hay dos casos
idénticos, aunque todos
tienen dos cosas en común,
una de las cuales es
inolvidable para todos
aquellos involucrados, ya sea
un exorcismo de una persona
o de un edificio: la presencia.

Es invisible, etérea, y sin


embargo sentida con tal
profundidad por todos los
involucrados que parece casi
tangible. Es una presencia
asexuada: ni masculina ni
femenina... ni la de un ser
humano, ni la de un animal...
ni la de una sola entidad, ni
la de una multitud... pero es
definida y, a medida que
continúa el exorcismo, por lo
general se vuelve más fuerte.
Si habla, a veces se refiere a
sí misma como "yo", a veces
como "nosotros". Se pasea
entre los presentes como una
brisa helada, una corriente
que surge de la profundidad
de las cavernas más hondas
de la tierra, hasta que el
exorcismo concluye... hasta
que la entidad ha sido
expulsada en nombre de
Dios.

El segundo punto en común,


característico en todos los
exorcismos, es el más
amenazante: el peligro.

Quienes participan en un
exorcismo se encuentran en
peligro constante, y deben
estar preparados para
escuchar los peores insultos y
presenciar los hechos más
aterrorizadores que quizás
experimenten en su vida. Su
fe debe permanecer sólida
como una roca ante el
horrible abuso sobrenatural.
Los demonios no se
esfumarán sin presentar una
poderosa batalla y su arma
principal, como siempre, es
el temor. Ellos se alimentan
de él, y harán hasta lo
imposible para aterrorizar a
aquellos involucrados con el
intento de expulsarlos.

No todos los intentos


conducen al éxito.

Los demonios esperan una


invitación antes de entrar,
pero no siempre se alejan
cuando se les indica...

La mudanza
-Mamá, debemos abandonar
esta casa. Hay algo malvado
aquí.

Carmen Snedeker estaba de


pie junto al fregadero de la
cocina con espuma que le
colgaba de los antebrazos y
manos mientras lavaba un
plato. Paquetes de diarios y
cajas de cartón vacías
estaban desperdigados sobre
el suelo a su alrededor y
Willy, el hurón domesticado
de los Snedeker, jugaba entre
ellos. La vajilla que, poco
antes, había estado envuelta
en los diarios y guardada en
las cajas se hallaba apoyada
sobre el mostrador a la
derecha de Carmen, sucia con
tinta de los diarios y
polvorienta a causa del viaje.

Las risas de los otros niños


retumbaron en medio de las
paredes vacías a medida que
ellos entraban y salían
corriendo, acostumbrándose
a su nuevo hogar.

Ella escuchó los golpes y


rasguños del pesado
mobiliario mientras era
entrado por Al y su hermano.

Stephen, su hijo de catorce


años de edad, la había
seguido por la cocina,
silencioso e inquieto, tocando
cajas y papeles con la punta
de sus zapatillas como si
fuese a decir algo pero no
tuviera el coraje de hacerlo.
Entonces ella esperó hasta
que él estuviera pronto para
hablar.
-¿Qué has dicho, Stephen? -
preguntó Carmen mientras
enjuagaba un plato.

El repitió lo que había dicho:

-Dije que hay algo malvado


aquí, Ma, y que debemos
abandonar esta casa.

Apoyando el plato sobre el


escurridor, a su izquierda,
Carmen se volvió hacia
Stephen lentamente,
frunciendo el entrecejo:

-¿Mudarnos? Acabamos de
llegar aquí, querido.

-Ya lo sé, pero debemos irnos


ahora.

-¿Pero adonde nos iríamos?

-Volveríamos a Nueva York,


volveríamos a nuestro
apartamento. Debemos
hacerlo, mamá. Hay algo... -
Se detuvo un momento y
achicó los ojos ligeramente,
como si estuviera
seleccionando su próxima
palabra de una lista de
alternativas, entonces:-
...mal, hay algo que está mal
en esta casa.

La preocupación de Carmen
aumentó mientras se
enjuagaba el jabón de las
manos y de los brazos y se
secaba con una toalla. Se
volvió, se recostó contra el
borde del mostrador, dobló
los brazos y dio la cara a su
hijo.

El estaba muy desvaído,


pálido y tenía ojeras
pronunciadas debajo de sus
ojos. Trató de acostumbrarse
a ello -y, por supuesto, actuó
como si no notara nada-pero
cada vez que lo miraba, los
cambios físicos en él
oprimían su corazón. Era
como si los tratamientos de
cobalto que había estado
recibiendo se hubieran
llevado la mitad de su
persona, lo habían agotado
hasta convertirlo en un
delgado muñeco de porcelana
que meramente se asemejaba
a su hijo. Con esos
tratamientos había
atravesado mucho estrés, y
era ese estrés al que

Carmen atribuía su
advertencia sobre la casa.
Debía ser eso. El ciertamente
no podía saber la verdad
sobre la casa. Sólo Carmen y
su marido, Al, sabían sobre el
pasado de la casa.

-¿Qué crees que tiene de


malo la casa, Stephen? -
preguntó ella en voz baja.

Su frente lisa se arrugó y


desvió los ojos por un
momento, luego encogió un
hombro y dijo, casi en un
susurro:

-Yo... no lo sé. Sólo es que


es... malvado. Es -sacudió la
cabeza abruptamente, agitado
y frustrado al mismo tiempo-
difícil de explicar. Pero es
malo. Malvado. Y si no nos
vamos de aquí... algo malo
nos ocurrirá. Algo realmente
malo.

-Querido, las casas no son


malvadas. Sólo la gente es
malvada. El mal vive en sus
corazones, en las cosas que
ellos a veces se hacen o dicen
unos a otros. Pero esta casa...
bueno, sólo es una casa vieja.
Si pudiera hablar,
probablemente nos contaría
buenas historias, quizás
algunas historias que nos
darían miedo. Pero no es
malvada. Es sólo nueva para
ti, eso es todo -agregó con
una sonrisa tímida-. Te
acostumbrarás a ella después
de un tiempo y te sentirás
mejor, estarás más cómodo
en ella. ¿Has visto tu
habitación abajo?

Stephen bajó la cabeza y


miró el suelo, luego asintió
levemente. Dijo algo, pero
era demasiado bajo como
para que ella entendiera.

Carmen anidó uno de sus


nudillos debajo de su mentón
y le levantó un poco la
cabeza.

-¿Qué has dicho?

-Esa era la habitación que se


sentía tan mal. Se sentía...
malvada, mamá. No quiero
dormir allí abajo. Es sólo que
no se siente... bien.

Carmen intentó no demostrar


nada con su rostro. Otra vez,
recordó que Stephen no sabía
nada sobre la casa, que él no
conocía qué tipo de cosas
solían ocurrir allí. Tomó una
larga bocanada de aire y en
parte la tensión de su pecho
se relajó.

-Pero esa es tu habitación -


dijo ella-. Siempre has
deseado una habitación
propia.

El sacudió la cabeza.
-Bueno, pero no dormiré allí
abajo solo.

-Michael no volverá de
Alabama hasta dentro de
unas semanas. ¿Dónde
dormirás hasta entonces?

El se encogió de hombros
mientras se agachaba para
acariciar a Willy.

-Dormiré en el sillón. O
quizás en el suelo de la sala
de estar, no lo sé. Pero -
comenzó a sacudir la cabeza
otra vez mientras se volvía y
salía nuevamente de la
cocina, sorteando las cajas
vacías- no dormiré allí abajo
solo.

Carmen permaneció de
espaldas al fregadero, con los
brazos cruzados, la toalla que
le colgaba de una mano. Lo
observó alejarse caminando,
luego escuchó sus pasos
sobre el suelo de madera
cuando ya no podía verlo.

Carmen se volvió hacia el


fregadero y tomó otro plato
de la pila y comenzó a
lavarlo tan pronto como soltó
un largo y silencioso suspiro.

En poco tiempo, los Snedeker


habían viajado lo que era un
camino muy largo y
traicionero. El camino
comenzaba en abril de 1986.
Al y Carmen se habían
conocido en 1977 en
Plainville, Connecticut, en un
lugar en el que Carmen
atendía las mesas. Al era
apuesto, con un bigote
cuidado y pelo corto, de color
marrón oscuro. Tenía poco
más que un metro ochenta de
altura y poseía un porte
sólido, contextura muscular
de años de trabajo duro.
Carmen, por otra parte, era
menuda, con una sonrisa
ancha y luminosa, cabello
rubio largo y ondulado. Los
dos se sintieron mutuamente
atraídos de inmediato, pero
Carmen prefería esperar
antes de realizar grandes
cambios en su vida.

La tercera entre cinco


hermanos, Carmen era la hija
de un sargento de la fuerza
aérea. Seis semanas después
de su nacimiento en la Base
Aérea de Harris en Biloxi,
Misisipí, Carmen, sus dos
hermanas mayores y sus dos
hermanos menores se
trasladaron con sus padres a
otro pueblo. Y luego a otro, y
a otro... y siguieron
mudándose adonde fuera que
el trabajo de su padre los
llevara por cinco años hasta
que, lisiado, fue dado de baja.
Entonces se mudaron al
pueblo natal de los padres de
Carmen, Decatur, Alabama.
Pero esos años de constante
desarraigo, de no poder
establecerse nunca, de estar
siempre mudándose a algún
nuevo y desconocido lugar -
aun cuando ella era muy
pequeña en aquel entonces-
habían permanecido de
alguna manera con Carmen,
haciéndola sospechar de
todos los cambios en la vida,
aun de los naturales.

Luego, cuando hubo crecido,


Carmen realizó un cambio
drástico en su vida: el
matrimonio. Con él llegaron
otros dos cambios: sus hijos
Stephen y Michael. Pero eran
buenos cambios, cambios
felices, cambios que
enriquecieron su vida en vez
de desestabilizarla. Luego
vino el peor cambio: el
divorcio. Una vez más,
Carmen se encontró a sí
misma en territorio
desconocido, soltera y con
dos hijos. Carmen y los
muchachos se mudaron a
Connecticut para quedarse
con los padres de ella, donde,
con poca educación y sin
experiencia laboral, Carmen
hizo el esfuerzo de conseguir
trabajo y de intentar que la
vida fuera lo más estable
posible para sus hijos.

Al, por otro lado, había


vivido con sus dos hermanos
y tres hermanas en la misma
casa de madera en la frontera
de Plainville y New Britain,
Connecticut, hasta adulto.
Sin otros niños alrededor,
salvo sus hermanos y
hermanas, Al pasó mucho
tiempo con ellos jugando en
el bosque alrededor de la
casa, y llegó a amar la
naturaleza.

Cuando hubo crecido, Al


contrajo matrimonio en 1975,
pero la pareja duró sólo
diecinueve meses. Después
de haber llevado una vida
relativamente tranquila -
excepto, por supuesto, las
alzas y recaídas, las heridas y
las frustraciones que enfrenta
todo el mundo al crecer- Al
fue devastado por un divorcio
difícil y le tomó tiempo
enfrentar otra relación.

Entonces Al conoció a
Carmen en ese lugar en el
cual ella trabajaba como
mesera, y todo cambió. Se
casaron en 1979, y
comenzaron su nueva vida
llenos de esperanza.

En 1986, estaban viviendo en


Hurleyville, Nueva York, en
las montañas Catskill.
Durante los meses de verano,
los neoyorquinos iban a los
Catskill para pasar sus
vacaciones. Los Snedeker
nunca estuvieron seguros de
la razón por la cual los
residentes de la gran ciudad
no tenían aprecio alguno por
los hermosos alrededores o la
fauna. Durante los meses de
verano, en cualquier tienda o
supermercado, se podía oír a
los veraneantes quejarse de
los animales salvajes del área
que simplemente no se
apartaban del camino. La
cantidad de animales muertos
sobre la carretera también
aumentaba durante el verano.

En ese período, Al Snedeker


trabajaba en una cantera de
piedra y Carmen estaba al
cuidado de cuatro niños
durante el día, lo que le
permitía quedarse en casa
con sus propios hijos. Eran
católicos devotos y asistían a
misa cada domingo. Carmen
estaba involucrada en un
número de actividades de la
iglesia a las cuales dedicaba
gran parte del tiempo libre de
que disponía.
Fue en abril de ese año que
Stephen contrajo una tos seca
y áspera. Al fue el primero en
notarlo y le preocupó. Pero
Carmen había visto a los
niños enfermarse con un
número de combinaciones de
toses, dolores de garganta,
salpullidos, y dolores de
cabeza, así que tenía
confianza en que pronto
sanaría.

No obstante, la tos
permaneció.

-Mamá, ¿qué es esto? -


preguntó Stephen un día,
acercándose a Carmen con
rostro preocupado y los
dedos apretados contra el
costado izquierdo de su
cuello.

Carmen corrió con cuidado


los dedos de él y los
remplazó con los propios.
Justo debajo de su mandíbula
encontró un bulto del tamaño
de un guijarro.

"Hormonas, pensó con el más


leve aguijoneo de
preocupación atravesándole
el pecho, eso es todo lo que
es, sólo sus hormonas
comenzando a movilizarse."

Stephen se alejó en cuanto


comenzó otro acceso de tos
seca y áspera. ¿Era que la tos
había empeorado... o era sólo
su imaginación?

Carmen pensó: "Pueden ser


sólo las hormonas, pero..."

-Creo que solicitaré una cita


con el doctor Ketchum -dijo
ella, descansando sus manos
sobre los hombros del niño y
apretándolos levemente.

El doctor Paul Ketchum era


cálido, agradable, y por lo
general sonreía. Ninguno de
los muchachos Snedeker
tenía miedo de visitarlo.
Confiaban en él; como
también lo hacían Al y
Carmen. Así que cuando el
doctor Ketchum dijo que
deseaba que Stephen pasara
un tiempo en el hospital para
que le hicieran unos
exámenes, nadie vio razón
alguna para preocuparse.

Carmen llevó al muchacho


para que fuera admitido en el
hospital el lunes por la
mañana. Parecía raro
hospitalizar a Stephen
cuando se veía tan saludable
y enérgico como siempre.
Excepto por esa tos. Excepto
por ese bulto.

Ella lo internó y pasó la


mañana con él en el pabellón
de pediatría, pero debía
regresar a casa para cuando
los niños más pequeños
volvieran del colegio.
-Disculpa pero debo irme,
querido -dijo ella, de pie
junto a su lecho.

Stephen sostenía el control


de la cama en su mano y se
divertía moviéndola hacia
arriba y hacia abajo. El
levantó la vista y le sonrió.
Era una sonrisa tan joven, tan
hambrienta de nuevas
experiencias, tan llena de
entusiasmo crudo.
-Está bien, mamá -contestó-.
Estaré bien.

Después de la cena esa tarde,


Al y Carmen fueron al
hospital para visitar a
Stephen. Camino a la
habitación, divisaron al
doctor Ketchum que
caminaba hacia ellos por el
corredor. Le sonrieron, pero
su respuesta fue menos que
entusiasta. Sus hombros
estaban un tanto encogidos y
su paso era más lento y
menos energético que lo
usual. Asintió una vez,
saludándolos en silencio.

-Entonces, ¿cómo se
encuentra Stephen? -preguntó
Al, mientras mantenía su
sonrisa, que amenazaba con
desvanecerse.

-Stephen está muy bien -dijo


el doctor Ketchum en voz
baja-. No estoy tan seguro de
los exámenes.

Carmen tomó una profunda y


estabilizadora bocanada de
aire, y preguntó: -¿A qué se
refiere?

-Bueno, desafortunadamente
no nos están diciendo algo
conclusivo sobre la condición
de Stephen. Así que creo que
tendremos que dar otro paso
hacia adelante. Hoy he
conversado con el doctor
Morley. El es un cirujano, un
muy buen cirujano.

Al tomó la mano de Carmen


y la apretó.

-El está de acuerdo conmigo


en que debemos realizar una
biopsia y, en tanto que
ustedes también estén de
acuerdo, preferiría hacerlo
mañana.

Al y Carmen intercambiaron
una mirada oscura,
preocupada.

Con voz seca, Al dijo: -Así


que esto... eh, esto significa
que usted y el cirujano
quieren llegar al fondo del
problema de Stephen. ¿Estoy
en lo correcto?

El doctor Ketchum asintió y


agregó para alentarlos: -Sí,
por supuesto, eso es
exactamente lo que deseamos
hacer.

Estuvieron de acuerdo con la


biopsia, conversaron con el
doctor Ketchum un
momento, sus voces débiles,
sus bocas secas, luego se
dirigieron a la habitación de
Stephen. No hablaron durante
el trayecto, sólo se tomaron
de la mano.

Stephen estaba sentado sobre


la cama mirando televisión y
masticando la punta de una
pajuela. El les sonrió y ellos
se acercaron a la cama. Se
veía un tanto fatigado, pero
todavía tan saludable como
siempre.

"¿Y entonces por qué se


encuentra aquí?” se preguntó
Carmen.

-¿Qué tal pasaste el día en el


hospital, campeón? -preguntó
Al, mientras le daba una
palmada a Stephen en una
rodilla, cubierta por la
frazada.

Stephen se encogió de
hombros.

-Bien, supongo. Excepto por


los vampiros. -Estiró el brazo
para mostrarles los apósitos
en su antebrazo de donde le
habían sacado sangre.

-Te traeremos unas cabezas


de ajo -dijo Carmen con una
sonrisa-, puedes mantenerlos
lejos con eso.

-Todavía no sé qué me pasa -


dijo frunciendo levemente el
entrecejo-. Me siento bien.
Sólo me siento enfermo
cuando me entra el hastío por
estar acostado aquí.

-El doctor tampoco sabe lo


que tienes -dijo Al
lentamente, mientras
acercaba una silla a la cama y
se sentaba en ella-. Por eso
quiere realizar una biopsia
mañana.

Los ojos de Stephen se


agrandaron. -¿Una biopsia?
¿Quieres decir cuando te
abren y te sacan lo de
adentro?

Al y Carmen rieron.

-No, no -dijo Al-, esa es una


autopsia, y sólo le hacen eso
a cadáveres. No, una biopsia
es cuando extraen un
pequeño pedazo de tu bulto y
lo examinan.

El niño frunció el entrecejo. -


¿Me va a doler?

-No sentirás nada. Justo antes


que lo hagan, vendrá una
enfermera con un gran bate y
te dará con él por la cabeza.
Te desmayarás tan
rápidamente como un rayo.

Stephen rió y le tiró la


almohada a Al quien, junto
con Carmen, escondió su
preocupación detrás de una
sonrisa.

El día siguiente, el martes,


fue uno de los días más
largos de sus vidas. Ellos
aguardaron a la salida del
quirófano escuchando cómo
los doctores eran instruidos
sobre el sistema P.A., cómo
los pasos silenciosos de las
enfermeras que usaban botas
con suela de goma subían y
bajaban por los pasillos, y
respirando el aire antiséptico
del hospital a medida que
transcurría el tiempo con la
velocidad de la melaza
deslizándose por una
superficie lisa, hasta que...

Las puertas dobles del


quirófano se abrieron y el
doctor Morley, el cirujano de
Stephen, salió apresurado.
Miró de reojo a Al y a
Carmen, pero pareció
traspasarlos con la mirada
mientras seguía caminando,
con las manos metidas en los
bolsillos de su guardapolvo
blanco.

Al y Carmen se miraron entre


ellos con los ojos abiertos de
sorpresa, luego se pusieron
de pie al unísono y
persiguieron rápidamente al
doctor. Al dio un grito, pero
no recibió respuesta. Carmen
se adelantó a su marido, se
acercó al doctor y lo tomó
por el brazo. El doctor
Morley giró, sorprendido.

-Nos gustaría saber cómo se


encuentra nuestro hijo -
preguntó ella.

El doctor parpadeó un par de


veces, luego respondió: -Eh,
sí, este, bueno... el doctor
Ketchum se pondrá en
contacto con ustedes esta
tarde. Creo que será mejor
que hablen con él sobre los
resultados. Pueden visitar a
su hijo en un par de horas,
después que salga del
recuperatorio. -Entonces se
volvió y se alejó por el
pasillo, confundiéndose con
las otras batas y uniformes y
paredes blancas.
Tenían más tiempo que
gastar, tiempo lleno de
inquietos fantasmas y
preguntas sin respuesta.
Durante la comida, Carmen
comentó tranquila: -No
puede ser demasiado serio.
Quiero decir, él nos hubiera
dicho algo si lo fuera, ¿no es
así?

-Claro -contestó Al-, eso


creo. -Luego suspiró:-Eso
espero.
Después de la comida,
Carmen llevó a Al a casa
para que se quedara con los
niños más pequeños apenas
llegaran de la escuela, y fue a
la tienda para comprarle un
obsequio a Stephen. Cuando
llegó al hospital, él estaba
profundamente dormido, con
el cuello vendado, y un
delgado tubo que salía de la
botella de suero que se
hallaba sobre su cabeza se
insertaba en su antebrazo.
Ella se sentó junto a su lecho
sosteniendo sobre su falda la
caja de bloques Lego que le
había comprado -del tipo
avanzado, mucho más
moderno y complejo que el
conjunto para niños- y lo
observó mientras dormía a
medida que ella oraba en
silencio su rosario,
produciendo un suave rumor
mientras sus dedos se movían
sobre él.
La única vez que Stephen
había estado en el hospital
fue cuando había nacido. La
peor enfermedad que había
tenido era un resfriado o una
angina, nada más. Ahora
esto... sea lo que esto fuere.

A medida que rezaba,


escuchó las palabras que le
había dicho a Al resonar en
su mente: "No puede ser
demasiado serio... no puede
ser demasiado serio...
demasiado serio..."

En algún momento cerca del


atardecer, Stephen abrió los
ojos por el tiempo suficiente
como para sonreír. Ella se
incorporó de inmediato, dejó
la caja sobre la silla y
susurró: -¿Como te sientes,
querido? -Sus ojos
parpadearon.- ¿Stephen?
Mira lo que te he traído. -Se
dio vuelta, tomó el Lego,
pero cuando se volvió hacia
él nuevamente, estaba
dormido.

Una voz oficiosa anunció que


las horas de visita se habían
terminado. Ella se inclinó,
besó la mejilla de su hijo,
luego salió, y se sintió vacía
y fría, aun cuando la tarde era
cálida.

Cuando llegó a su hogar,


Carmen pudo ver a Al a
través de una gran ventana al
frente de la casa. El estaba
sentado en su silla reclinable
mirando televisión. La
familiaridad de verlo allí
como todas las tardes
apaciguó un tanto a Carmen,
la hizo sentirse un poco más
normal y desear entrar en el
confort y seguridad de su
familia. Cruzó el umbral de
la puerta, apoyó su bolso y se
dirigió a la silla en la que él
estaba sentado mirando el
televisor con ojos
enrojecidos e hinchados, sus
mejillas brillando a causa de
las lágrimas. Levantó la vista
hacia ella, sus labios
apretados de tal manera que
estaban pálidos, luego desvió
la vista, cerrando los ojos y
vertiendo más lágrimas.

Carmen estaba tan


sorprendida que no podía
hacer otra cosa que mirarlo.
Repentinamente, su mente y
corazón empezaron a
competir en una alocada
carrera. Al era un hombre
muy callado, parco de
palabras, que hablaba sólo
cuando tenía algo específico
que decir, y, excepto cuando
se enfadaba lo suficiente, se
guardaba sus emociones,
como un jugador de póquer
que esconde las cartas de su
mano. Algo debía estar muy
mal para que él llorase tan
abiertamente. ¿Pero qué
podía ser? No era Stephen, no
podía ser Stephen, ella
acababa de regresar del
hospital, después de todo, y
Stephen estaba bien, ¡muy
bien!

-¿Qué sucede, Al? -preguntó


ella, con voz seca y ronca.

El abrió su boca para


responder pero sólo podía
sollozar mientras se
inclinaba hacia adelante y
enterraba su rostro entre sus
manos.

Carmen se arrodilló junto a


la silla y puso una mano
sobre el brazo de él mientras
su pulso tronaba en sus oídos.

-Al, por favor, ¿me dirás qué


ocurre?

El teléfono sonó
ruidosamente, y cuando
levantó el auricular, se dio
cuenta de que le sudaban las
palmas de las manos.

-¿Hola?

-Oh, Carmen, me alegro que


finalmente hayas regresado a
tu casa. Nn... no has es...
estado cada vez que llamé. -
La voz era de un adulto, del
sexo masculino, pero gruesa
a causa de las lágrimas y
trémula por la emoción.- Es
el doctor Ketchum -dijo él.
¿El doctor Ketchum? Pero
estaba llorando. ¿Por

qué?

"Porque, ella pensó, ha sido


nuestro doctor por mucho
tiempo, nuestro amigo, y es
un buen hombre y ahora está
llorando porque algo está
mal, terriblemente,
terriblemente mal..."

Ella intentó hablar, tuvo que


aclararse la garganta
primero, luego preguntó: -
¿Qué sucede? ¿Qué ha
pasado?

-Lo siento mucho, Carmen -


dijo él, tomando una
profunda bocanada de aire-,
pero el doctor Morley dijo
que el cuello de Stephen está
plagado de cáncer.

Esa palabra fue como un


taladro que le horadó el
estómago y le laceró las
visceras. Era una palabra
horrible, de un negro
reluciente, pulsante, que
tenía vida propia.

-Lo siento -dijo el doctor


Ketchum, mientras aclaraba
su garganta-, pero él... bueno,
haremos todo lo que se
encuentre a nuestro alcance,
ya lo sabes, pero... no se ve
bien.
Ella terminó la conversación
abruptamente y dejó caer de
su mano entumecida el
auricular sobre la horquilla
del teléfono. Cuando se dio
vuelta, Al aún permanecía en
su silla mirándola con ojos
llorosos.

Telefonearon a ambas
familias para darles la
noticia, y cada llamada era
peor que la anterior: las
voces se derrumbaban en
lágrimas y sollozos,
apesadumbrados por Stephen
casi como si la noticia
hubiera sido de su
fallecimiento.

Carmen dejó a su madre,


Wanda Jean, para lo último.
Wanda Jean prácticamente
había criado a Stephen y
Michael mientras Carmen
trabajaba, y Carmen sabía
que encontraría en su madre
el apoyo y la fuerza que
necesitaba. Pero tampoco
Wanda Jean pudo soportar la
noticia.

Carmen sintió cómo le


temblaban las manos a
medida que escuchaba el
llanto de su madre. Unos
pocos minutos más tarde,
cuando colgó, se volvió hacia
Al, quien había estado
alternativamente sentado en
su silla y caminando por la
habitación.
-¿Por qué todo el mundo hace
lo mismo? -preguntó
Carmen-, ¿Por qué todo el
mundo está actuando como si
ya estuviese muerto o algo
así?

-¿A qué te refieres, cuando


preguntas por qué todo el
mundo está haciendo esto? -
se quejó Al-, El tiene cáncer,
Carmen. Todos estamos
tristes, ¡por eso hacemos
esto! No todos podemos ser
fuertes como tú. No todos
podemos ser como una de
esas nobles mujeres, que
siempre sufren, que siempre
interpreta Meryl Streep. -El
se sentó en su silla.

-Quiero decir, ¿voy a ser la


única que oponga entereza a
esto? Alguien debe hacerlo,
de lo contrario vamos a
aterrorizar a Stephen.

Pero Al no respondió.
A Carmen le picaban los ojos
como consecuencia del
llanto, mientras estaba
sentada en silencio junto al
teléfono, intentando limpiar
todo el dolor de su mente.

Por la mañana siguiente,


después que los niños habían
partido hacia la escuela y Al
había llamado a su trabajo
para tomarse el día libre,
Carmen dijo: -Qué hermoso
día para ir de pesca.
El la miró, espantado. Tenía
bolsas debajo de sus ojos
acuosos y su rostro estaba
descompuesto. -¿Lo dices en
serio? -Cuando ella no
respondió, él sacudió la
cabeza lentamente.- No, yo...
necesito estar con Stephen.

Tan gentilmente como le era


posible, poniendo su mano
sobre la de él, ella dijo: -
Entonces tendrás que
componerte. ¿Recuerdas lo
que te dije anoche? Sólo lo
asustarás si él te ve así.

-Sí -asintió-, ya veo lo que


quieres decir.

Más tarde en el día, en el


pasillo del hospital que
conducía a la habitación de
Stephen, Carmen observó a
Al componerse. Se frotó el
rostro con una mano una vez,
como para borrar cualquier
angustia que pudiera mostrar.
Entraron empujando la
puerta, sonriendo, y
encontraron a Stephen
conversando con el doctor
Ketchum.

-Llegaron justo para verlo


partir a que le tomen una
radiografía -dijo el doctor, y
dos jóvenes enfermeras
entraron en el cuarto detrás
de Al y Carmen con una silla
de ruedas.
-Es hora de ponerse en
camino -dijo uno de ellas
mientras Stephen se
deslizaba de la cama y se
sentaba en la silla de ruedas.

-Estaremos aquí cuando


regreses, ¿está bien? -le
aseguró Carmen.

-Muchacho, con toda la


atención que te dispensan
aquí, no querrás volver a
casa, campeón -dijo Al con
una débil sonrisa.

Cuando salía rodando de la


habitación, Stephen dijo: -
Oh, claro que querré.

Una vez que se encontraron


solos, el doctor Ketchum
comenzó a hablarles en voz
baja a Al y a Carmen sobre el
cáncer linfático y los
problemas que podrían
surgir, y sugirió que se lo
comunicaran pronto a
Stephen. Mientras hablaba,
no dejaba de echar rápidos
vistazos a Al, notando que
sus puños se cerraban y
aflojaban, el sudor le corría
por la frente, estaba inquieto,
y alejaba su rostro cuando
alguien lo miraba de frente.

-No te ves tan bien, Al -dijo


el doctor Ketchum.

Al se encogió de hombros y
comenzó a caminar por la
habitación.

El doctor dijo: -Escucha, Al,


quiero que tomes asiento.
Haré que venga una
enfermera y te tome la
presión. -Una vez que Al se
sentó en la silla, el doctor
Ketchum se puso de pie
frente a él y dijo con calma:-
Tendrás que tranquilizarte,
Al. Yo sé que esto es difícil,
pero si no te compones,
enfermarás y entonces no
serás de ninguna ayuda para
Stephen. ¿Entiendes?

Al asintió. Pero no obstante


sus esfuerzos para relajarse,
la ansiedad no lo
abandonaba, susurraba en su
oído las terribles cosas que
podían ocurrir, cosas como la
muerte, un funeral, una
lápida...

El jueves, Stephen fue dado


de alta del hospital para que
pasara un fin de semana en
casa. El lunes, debía acudir al
Hospital John Dempsey, en
Connecticut para pasar tres
semanas con exámenes.
Durante el fin de semana,
Carmen logró persuadir a Al
de que fuera a pescar tanto
como fuera posible. El
sábado, ella y Stephen
condujeron a Al hasta el lago
y lo dejaron allí.

-Mamá -preguntó Stephen


cuando se encontraban solos
en el automóvil-. ¿Qué
tengo? Quiero decir-
exactamente. Nadie quiere
decirme.

"Oh Dios, dame las palabras


justas", Carmen rezó en
silencio. Después de algunos
minutos de pensamiento, ella
dijo: -Tienes... algo que se
llama enfermedad de
Hodgkin. Bueno, es... cáncer
linfático, eso es lo que es.
Stephen asintió muy
lentamente, luego dijo, casi
susurrando: -Cáncer. Ya me
imaginaba que era algo malo.
-Siguió asintiendo con
lentitud.- Pero no me voy a
morir.

Manteniendo su voz firme,


ella dijo: -Claro que no,
campeón, porque vamos a
rezar para que eso no ocurra
y pelearemos. Pero... sabes
que no será fácil, ¿no es así?
Esta vez susurró: -No voy a
morir.

El lunes por la mañana, Al


condujo a Carmen y a
Stephen al hospital, en
Connecticut. El debía volver
directamente a Hurleyville
para cuidar a los niños y
partió de inmediato, sin
ignorar que no sería capaz de
resistir el peso de una larga
despedida.
El pabellón de pediatría en el
Hospital John Dempsey era
como la generalidad de los
pabellones pediátricos; las
paredes estaban decoradas
con alegres caricaturas y
dibujos trazados por los
niños, móviles de todo tipo
colgaban de los altos techos
y, en lugar del usual color
blanco de los hospitales, el
pabellón estaba pintado con
colores suaves y sedantes.
Pero ese detalle no ayudaba.
El pabellón aún estaba lleno
de niños enfermos. Incluso
de niños al borde de la
muerte. Y ahora el hijo de
Carmen se encontraba entre
ellos. Ni todos los colores
alegres del mundo podían
cambiar eso.

Los exámenes comenzaron


poco después que Stephen
fuera admitido y continuaron
para siempre.
Hubo análisis de sangre,
radiografías y otras pruebas
más complejas, luego un día
pasó siete horas en cirugía.
Después de eso, todavía hubo
muchos más exámenes. El
viejo dicho que la cura es a
veces peor que la enfermedad
se volvió muy fuerte para
Stephen y Carmen.

Los doctores y enfermeras se


arremolinaban alrededor del
lecho de Stephen como
abejas alrededor de una
colmena. Pero Stephen
comenzó a ponerse pálido y
frágil, era a veces difícil para
Carmen no imaginarlos como
buitres que se movían en
círculos en vez de abejas que
se arremolinaban.

La familia de Al vivía en
Connecticut, así que Carmen
no estaba completamente
sola. Pasaba las noches en un
motel cercano y siempre
telefoneaba a Al tan pronto
como llegaba a su habitación.
Desde que ella lo había visto
por última vez, él había
comenzado a tener severos
dolores de pecho y, aunque
creía que Stephen había
agotado su preocupación,
comenzó a preocuparse
también por Al. De todos
modos, después de algunos
exámenes en el hospital se
determinó que los dolores de
pecho de Al eran síntomas de
extrema ansiedad y no
constituían nada serio.

Carmen sabía que algo debía


cambiar en casa para quitarle
parte del peso que Al llevaba
sobre los hombros, así que
llamó a su madre. Wanda
Jean se encontraba en Italia
en aquel entonces, pero se
alegró de volver a casa y
cuidar a los niños por un
tiempo.
Al término de tres semanas,
Stephen fue dado de alta en
el hospital y le fue permitido
volver a su casa en
Hurleyville. Estaba más
delgado, pálido, y la fatiga
per-meaba cada uno de sus
movimientos. Era como si se
le hubiera conectado un sifón
por las últimas tres semanas,
lentamente drenando su
juventud. Como si eso no
fuera suficiente, debía volver
a Connecticut a diario para
tratamientos de cobalto. Su
salud ya debilitada sólo
empeoró con el esfuerzo que
le demandaban los
demoledores tratamientos y
el viaje diario de doscientos
doce kilómetros. De hecho,
ese esfuerzo agotaba a toda la
familia.

Al y Carmen decidieron
buscar un apartamento más
cerca del hospital. Con cuatro
niños, sabían que no sería
fácil conseguir uno que fuera
lo suficientemente amplio y
que pudieran pagar -las
cuentas médicas se iban
acumulando rápidamente-
pero sería más fácil que
conducir tan lejos todos los
días y gastar tanto dinero en
gasolina.

En cada momento libre que


podía encontrar, Carmen
comenzó la búsqueda. Era
una desilusión tras otra:
demasiado pequeño,
demasiado caro, o ambos.
Aunque agotándose, siguió
buscando, encontró otro
anuncio prometedor en el
periódico en la sección de
clasificados locales y pidió
una consulta para ver el
apartamento en Southington.
En el camino hacia allí, pasó
frente a una hermosa casa de
estilo colonial, de tres
plantas, con un letrero en el
patio delantero que decía SE
ALQUILA.

El apartamento que había


arreglado para ver era muy
lindo pero, como tantos
otros, simplemente
demasiado pequeño. En
camino al motel, de todos
modos, siguió el impulso de
detenerse en la casa colonial
con el cartel al frente.

Había trabajadores todo


alrededor de la casa y los
sonidos de martillos y
taladros chocaban
produciendo una horrible
cacofonía. Carmen se acercó
a un trabajador, después a
otro, preguntando con quién
debía hablar sobre el alquiler
del lugar, hasta que uno de
ellos finalmente la dirigió
alrededor de la esquina de la
casa hasta un agradable
hombre de hablar suave cuyo
brazo derecho se curvaba
sobre su pecho, encogido e
inútil.

-¿Puedo ayudarla? -le


preguntó, levantando la voz a
causa del ruido.

-Estoy interesada en ver la


casa -dijo ella, entornando un
poco los ojos ante el ruido.

-Oh. Bien. -El levantó su


brazo útil y frotó el dorso de
su mano hacia arriba y hacia
abajo sobre su ensortijado
cabello grisáseo.- El dueño
no se encuentra aquí en este
momento y -rió entre dientes,
asintiendo en dirección de la
casa- puede ver que estamos
trabajando mucho en este
momento, así que no sé si
esta es una buena
oportunidad, ¿sabe a lo que
me refiero? -Sonrió a través
de sus dientes torcidos y las
arrugas de su rostro se
ahondaron.
Carmen notó que se estrujaba
las manos y se detuvo, sin
mostrarse demasiado
desesperada.

-He estado buscado por todos


lados por días y no puedo
encontrar un lugar para mi
familia. Este se ve bien y
necesitamos un lugar de
inmediato porque mi hijo
tiene que...

El comenzó a asentir y
levantó una mano para
detenerla.

-Le voy a decir algo. Hay dos


apartamentos allí adentro,
uno arriba y otro abajo. ¿Por
qué no sube y echa un
vistazo?, y cuando haya
terminado, le daré el nombre
y número telefónico del
dueño. ¿Le parece bien?

Aliviada y excitada, ella


subió, esperando lo mejor.
Eso fue lo que encontró. La
sala de estar era espaciosa,
con muchas ventanas, que
hacían que todo pareciera
más amplio. La cocina era
espaciosa, también, y tenía
una mesa adosada a la pared
con bancos. Había cuatro
grandes dormitorios y, en la
planta superior, dos
habitaciones más, uno con
cuchetas paneladas de pino
sólido.
Era hermoso. Era perfecto.
Era probablemente
demasiado caro.

Ella se apresuró a bajar,


obtuvo el número telefónico
del dueño y lo llamó al
segundo en que regresó a su
habitación del hotel.

Su nombre era Campbell y


parecía tener dudas al
principio. Carmen no dejó
que eso la molestara una vez
que él le hubo dicho la tarifa
de alquiler mensual; estaba
bien dentro de lo que podían
pagar. Ella le contó al señor
Campbell todo: sobre la
enfermedad de Stephen,
sobre cómo debían viajar
cada día para sus
tratamientos, sobre lo mucho
que había estado buscando un
lugar.

El gentilmente extendió su
comprensión, le deseó lo
mejor para Stephen, y luego
permaneció en silencio,
aparentemente pensaba.
Finalmente: -Le puedo dar el
apartamento de abajo.

Carmen se sentó
pesadamente sobre el borde
de la cama y apretó una mano
sobre sus ojos. No había visto
el apartamento de abajo. ¿Era
tan cómodo como el de
arriba?
"¿A quién estás engañando?
pensó ella. Si es más
pequeño, no puede serlo por
mucho, y además... estamos
desesperados.” Ella decidió
que, si era parecido al
apartamento de arriba, estaría
encantada de alquilarlo.

-Está bien -dijo ella-. Lo


tomaremos.

Después que colgó, Carmen


se dejó caer de espaldas
sobre la cama con un
profundo suspiro. Se había
quitado de encima un peso
enorme.

Empezaron a prepararse para


la mudanza de inmediato. Al
debería quedarse en
Hurleyville por otras seis
semanas o algo así hasta que
completara su transferencia.
Michael logró escapar al caos
de la mudanza; decidió ir con
Wanda Jean a la casa de ella
en Alabama por el verano.

Al y Carmen y sus niños


prepararon sus pertenencias
alegremente y sin quejarse,
lo que fue un logro
significativo considerando el
hecho de que, junto con todo
el trabajo y organización,
Stephen aún debía ser llevado
a Connecticut todos los días
para su tratamiento de
cobalto.
Ellos estaban ansiosos por
mudarse a su nuevo
apartamento y volver a tener
estabilidad en sus vidas. Por
supuesto, las cosas no serían
completamente estables hasta
que Stephen se recuperara,
pero tenían fe en que lo
lograría.

Carmen les contó una y otra


vez sobre el apartamento en
el piso de arriba, deseando
que el de ellos fuera tan
confortable, tan perfecto.
Pero se dedicó a pensar en el
de abajo... mucho tiempo
pensando lo peor.

Una noche antes que se


mudaran a Southington,
Carmen durmió inquieta. No
obstante sus preocupaciones
por Stephen, ella se había
estado durmiendo fácilmente,
agotada por el trabajo. Pero
esa noche no se durmió con
rapidez y cuando lo hizo, le
llegó un frío y fangoso sueño.

Ataúdes... alineados
prolijamente... cuerpos
desnudos con pálidas pieles
mortecinas... herramientas...
equipo que se veía anticuado
y siniestro... ganchos y
cadenas... un hombre sin
rostro vistiendo una bata
blanca con oscuras manchas
marrones que se habían
secado sobre ella...
caminando por una de las
filas de ataúdes-moviéndose
en zigzag, entrando y
saliendo entre ellos...
acercándose a uno de los
cuerpos... llevando consigo
una de esas herramientas...
una de esas viejas y ominosas
herramientas...

Carmen se incorporó tan


rápidamente como un rayo
sobre su lecho, sin poder
respirar por un momento,
luego sorbiendo el aire hasta
llenar sus pulmones. Era de
mañana. La luz solar entraba
por las ventanas, brillante,
salvadora luz solar. Su
corazón martillaba en su
pecho pero no podía recordar
exactamente la razón. Una
pesadilla, sí, pero ésa no era
la razón... no exactamente.
Era otra cosa, algo que había
aprendido repentinamente,
sólo lo sabía instintivamente.

-He alquilado una funeraria -


dijo ella, su voz gruesa
todavía de sueño.

Al levantó la cabeza de la
almohada. -¿Eh?

-El apartamento... esa casa...


es una funeraria. O quizá...
bueno, quizá lo haya sido.

-¿Has tenido una pesadilla?

-No, no. Quiero decir, sí, creo


quizá que tuve una pesadilla,
pero no se trata de eso. -Ella
se volvió hacia él.- Esa casa
es una funeraria, Al.

Se incorporó sobre los codos.

-¿De qué estás hablando? -


Luego se sentó a su lado con
rostro preocupado y dijo:- Lo
dices en serio, ¿no es así?

-Sí, muy en serio.

Ella se inclinó hacia el frente


y cruzó los brazos sobre el
pecho, cerrando los ojos.

Al puso un brazo a su
alrededor. Estaba perdido,
pero la mirada en el rostro de
ella no era una mirada que
emergiera de un mero sueño
o pesadilla, tenía algo mucho
más real.

-Podemos desistir, ¿sabes? -


dijo él-. Quiero decir, si
realmente no quieres mudarte
a ese apartamento.

Ella sacudió lentamente la


cabeza. ¿Cómo podían no
hacerlo?

-No podemos seguir haciendo


ese viaje todos los días -
murmuró-. Es demasiado
duro para todos nosotros,
especialmente para Stephen.
Y yo estoy segura de que no
quiero salir a buscar otro
apartamento.
Permanecieron en silencio
por un rato, apretados el uno
contra el otro, entonces Al
dijo: -Mira, incluso si esto...
bueno si este sueño o
sensación o lo que fuera... es
verdad, y el lugar en realidad
es o era una funeraria...
quiero decir, ¿qué importa?
La gente murió en otro lugar,
¿no es así? No es como si
hubieran muerto en la casa. Y
además -él besó la parte
superior de su cabeza-no
sabes si es verdad. Apuesto a
que no lo es. Es sólo un
sueño. Ya llegaremos allí,
será fantástico, nos
mudaremos, y descubriremos
que es sólo una linda casa
antigua que ha sido
convertida en dos
apartamentos.

Ellos finalmente dejaron


Hurleyville el 30 de junio, un
caluroso día de verano que
era aun más caluroso en la
carretera. Al llevó a
Stephanie consigo en el
camión de mudanzas que
habían alquilado -ella
sostuvo a Willy en su jaula
sobre su falda- y los dos
niños fueron con Carmen en
el automóvil. Cada tantas
millas, Peter, que tenía tres
años de edad en aquel
entonces, preguntaba con
infalible entusiasmo: -¿Ya
hemos llegado? ¿Ya hemos
llegado?
Cuando llegaron a la casa en
Southington, la mayor parte
de la familia de Al ya se
encontraba allí, prontos para
ayudarlos a mudarse. Carmen
salió del coche y Al se bajó
del camión y, por un instante,
se miraron el uno al otro, la
cara de Carmen tiesa y
aprensiva, Al sonriendo para
reasegurarla. Cuando él se
acercó a ella, ella le
murmuró: -Antes de nada,
¿no podremos sólo... entrar y
echar un vistazo?

-Claro que podemos. -El


tomó su mano y, después de
saludar a todo el mundo, se
encaminaron hacia adentro.

La planta baja no estaba


terminada aún y los
carpinteros hacían bastante
ruido. Adentro, encontraron
mucho aserrín y pedazos de
madera y hombres con
martillos y serruchos. Pero
no había nadie abajo en el
sótano.

Cuando Al y Carmen
comenzaron a bajar las
escaleras, el ruido se apagó
levemente por detrás y por
encima de ellos. Estaba
húmedo allí abajo y el aire
pesado llevaba el olor del
tiempo. Al pie de la escalera
había una espaciosa
habitación que se extendía a
su izquierda y, a su derecha,
un par de puertas francesas se
abrían a un cuarto más
grande.

Había cinco habitaciones en


total, todas mohosas. Dieron
una vuelta caminando con
cuidado por unos momentos,
sin saber muy bien qué era lo
que buscaban... si era que
buscaban algo.

Al final del pasillo,


encontraron una habitación
en la cual una cantidad de
repisas contenían
herramientas. Herramientas
extrañas, siniestras.
Herramientas
atemorizadoras,
innombrables. Aparatos de
acero oscurecidos por el
tiempo. Tubos y mangueras y
hojas de cuchillo. Frente a las
repisas había lo que
aparentaba ser un tanque de
combustible, viejo y sucio, y
una pequeña mesa debajo de
la cual había varias cajas
robustas. Al y Carmen se
agacharon para descubrir que
las cajas estaban llenas de
incontables plaquetas
metálicas rectangulares. Las
plaquetas estaban en blanco,
pero Al y Carmen se miraron
el uno al otro en silencio,
sabiendo muy bien lo que
eran. Las plaquetas habían
estado esperando en las cajas
por quién sabía cuanto...
esperando que se las
utilizara... esperando que se
les asignaran nombres y se
las pusiera sobre las tumbas.

Ellos dejaron la habitación y


entraron en el pasillo al final
del cual había una rampa que
se inclinaba hacia el sótano
por una puerta al costado de
la casa. Se parecía a una
entrada para discapacitados,
o algún tipo de rampa de
carga.
Carmen buscó la mano de Al,
más para calmarse
emocionalmente que
físicamente. Las cosas que ya
habían visto era suficientes
como para que ella supiera
que había estado en lo
correcto... pero había más.

Una cruz metálica, de pesado


aspecto, colgaba sobre cada
puerta que cruzaban. Las
cruces se veían como de
plata, pero estaban tan
enmohecidas con el tiempo
que era difícil saber.
Levantaron la vista hacia una
de las cruces por un
momento, se volvieron uno
hacia el otro, pero el silencio
era demasiado denso como
para romperlo; ninguno de
ellos habló.

Giraron a la derecha y
entraron en una gran
habitación con otras repisas,
más escaleras y...
-Oh, Dios mío -suspiró
Carmen-, ¿qué es eso?

Apuntó a algo que se veía


como si hubiera salido de una
vieja película de
Frankenstein en blanco y
negro. Una plataforma
rectangular con forma de
cama estaba enganchada a
cadenas atadas a una gran
alza. Al y Carmen levantaron
la vista para divisar una
puerta trampa en el techo
directamente sobre la
plataforma.

Los zapatos de Al rasparon


sobre el concreto a medida
que cruzaba la habitación
hasta un trozo de madera
terciada de un metro
cuadrado de superficie que se
encontraba sobre el suelo
debajo de la escalera. Se
agachó y la levantó unos
centímetros, espió por debajo
de ella, luego la levantó un
poco más alto. Carmen se
detuvo junto a él y miró por
el hueco de costados lisos
hasta el fondo del pozo de
concreto oscuro y manchado
donde había viruta esparcida
alrededor de una cloaca
circular.

Una luz tenue se filtró entre


dos vidrios renegridos sobre
ellos a su izquierda,
proyectando sombras difusas
dentro del pozo mientras Al y
Carmen observaban en
silencio.

Al dijo: -Me pregunto qué


será esto...

-No creo que yo quiera saber


-murmuró Carmen, que se
dio vuelta y caminó hacia la
puerta que se abría hacia otra
habitación más pequeña. Ella
se detuvo en el umbral y
miró.
Había una fuerte mesa
rectangular directamente
frente a ella, del tipo que uno
podría encontrar en un
laboratorio o en un hospital...
o en una morgue. La pared a
su izquierda estaba manchada
de un color rojizo
amarronado. A la derecha,
una pileta grande y profunda
tenía las mismas manchas de
óxido.

Un fuerte golpe detrás de ella


la hizo boquear y darse
vuelta para ver a Al
sacudiéndose las manos a
medida que caminaba hacia
ella y se alejaba del pozo. El
golpe había sido la pieza de
madera que caía otra vez en
posición cuando él la soltó.

-¿Qué hay aquí adentro? -


preguntó Al.

Carmen comenzó a hablar,


comenzó a decir algo sobre
que había un gran desastre
que limpiar, eso era lo que
había allí adentro, pero su
garganta estaba demasiado
seca y cuando se dio cuenta
de ello no le surgía la voz,
cerró la boca y sólo miró
fijamente las manchas. Al
hizo lo mismo.

Había un olor distinto en esa


habitación, más oscuro y más
empalagoso que el olor que
permeaba el resto del sótano.
Era un olor denso, casi
grasoso, del tipo que queda
en las fosas nasales por un
tiempo después que se ha
dejado atrás la fuente del
olor.

Al caminó hacia la pared, la


apretó con la punta de sus
dedos tentativamente, luego
se dio vuelta hacia Carmen.
Su frente estaba arrugada; su
labio superior levemente
curvado. Abrió su boca para
hablar pero, como Carmen
antes, simplemente la volvió
a cerrar. No era necesario
hablar.

Los dos sabían lo que eran


las manchas.

-Sólo pintaré sobre ellas -dijo


Al mientras se dirigían a la
planta de arriba-. De
inmediato, sólo pintaré sobre
todo esto.
-Y no le diremos a los niños -
agregó Carmen.

-Claro que no. Y podemos...


bueno, sólo nos desharemos
de todas esas cosas. Sacarlas
de aquí. Cuando hayamos
terminado, sólo será un gran
sótano, eso es todo.

En la cima de las escaleras,


Carmen se volvió hacia él y
dijo: -No puedo soportar la
idea de buscar otro lugar.
Quiero que nos
establezcamos. Necesitamos
establecernos para que
Stephen pueda sanar.

-Y eso haremos. No te
preocupes, querida. -Le dio
un rápido beso y sonrió,
luego puso un brazo
alrededor de sus hombros
mientras subían.

Ellos descubrieron que, aun


allí arriba, había cruces
colgadas sobre cada puerta
que conducía al sótano.

Afuera, el señor Campbell


llegó y los recibió frente a la
casa. Era un tipo de abultado
abdomen que vestía vaqueros
nuevos y una camisa a
cuadros. Mientras Al hablaba
con su familia, Carmen llevó
al señor Campbell a un lado.

-Me gustaría preguntarle algo


-dijo con precaución-. ¿Esta
casa... en el pasado, era... por
casualidad... una funeraria? -
Todavía le parecía tan
ridículo a ella, no obstante lo
que habían encontrado en el
sótano, que su vago
sentimiento podía ser en
realidad correcto por lo que
achicó los ojos al pronunciar
la palabra funeraria.

Un costado de la boca del


señor Campbell se curvó en
una sonrisa burlona.
-¿Cómo lo averiguó? -
preguntó.

Ella se disgustó por la


sonrisa de él y su voz
transportó una levísima
huella de enfado.

-Bueno, creo que hay


suficiente evidencia en el
sótano. ¿Ha estado allí abajo?

El cerró los ojos y asintió,


con una sonrisa.
-Sí, he visto esas cosas allí
abajo. Si no le importa, me
gustaría dejarlo allí. No
quiero que nada de eso sea
destruido, o algo así. Dan
tema para hablar, ¿no lo
cree?

Ella parpadeó varias veces.


Eso era ridículo, pero no
estaba en posición para
discutir.

El dijo: -Sí, el dueño original


ahora tiene más de noventa
años. Se ha mudado para
vivir con su hijo. Cuando
compré el lugar, pretendía
convertirlo en un edificio de
oficinas pero, se encogió de
hombros, tuve problemas por
la zona. No lo podía hacer.
Así que pensé que construiría
una propiedad valiosa, ahora
que el hospital se está
expandiendo. Bastante gente
necesita un lugar por aquí
cerca. Gente como ustedes. -
Le dedicó una gran sonrisa
con los labios apretados y
unió las manos a su espalda.
Cuando Carmen no le sonrió
de vuelta, él dijo:- Oh, no se
preocupe, señora Snedeker.
Este lugar no ha sido usado
por... oh, dos años o algo así.
Desde entonces, sólo ha sido
usado un par de veces. Sólo
para ocasiones especiales.

Carmen frunció el entrecejo.


-¿Qué tipo de ocasiones
especiales?

-Quiero decir, para miembros


de la familia del dueño
anterior, ese tipo de cosas. -
Se volvió en dirección a la
casa y se llevó las manos a la
cintura.- Sí, el negocio de la
funeraria es parte del pasado
de este viejo lugar. Usted
quizá ya haya notado que el
apartamento de abajo no está
aún terminado. Quizá quiera
guardar sus cosas en el garaje
y quedarse en un motel o con
amigos, o algo así.

Carmen estaba de frente a la


casa, también. Ella asintió y
dijo: -Sí, está bien. -Pero su
voz era chata e inexpresiva;
no estaba segura si estaba
decepcionada porque no se
podían mudar de inmediato...
o aliviada.

Al debía volver a Hurleyville


para trabajar, así que Carmen
y los niños se mudaron a una
habitación de motel. Pero
como la mayor parte de las
habitaciones de motel, esta
era pequeña, especialmente
para acomodar a tres niños.
Después de dos días, Carmen
decidió que incluso un
apartamento sin terminar era
preferible.

Volvieron a la casa de
Meridian Road y sacaron
algunos colchones del garaje.
Ella y los niños los pusieron
uno al lado del otro en el
comedor, donde decidieron
que todos dormirían hasta
que los trabajadores
terminaran. Pero no pasó
mucho tiempo antes de que el
sonido perturbador de la
respiración de Peter
comenzara a retumbar contra
las paredes: un ataque de
asma que le trajo sin duda el
aserrín que había en el aire.
Lo llevaron a una clínica
local donde fue tratado, luego
volvieron a la habitación del
motel. Peter se estaba
sintiendo mucho mejor al día
siguiente. Volvieron a la casa
y comenzaron a limpiarla,
quitándole todo el aserrín
para darle otra oportunidad.

Para el fin de semana, la casa


estaba habitable, así que
comenzaron el trabajo
tedioso de mudarse. Al
volvió por un fin de semana
y, junto con su hermano,
entraron el mobiliario al
apartamento mientras
Carmen comenzó a
desembalar la vajilla y
lavarla. Stephen fue al piso
de abajo para inspeccionar lo
que sería su primer cuarto
propio...

Carmen dejó de lavar la


vajilla y miró por la ventana
sobre el fregadero mientras
pensaba sobre lo que le había
dicho su hijo.

Sí, la casa solía ser una


funeraria. ¿Pero era
malvada? Ni siquiera creía
que una cosa pudiera ser
malvada. Era una hermosa
casa antigua y el apartamento
de ellos, perfecto. Pero...
¿qué pudo haber inducido a
Stephen a decir tal cosa?
¿Por qué pensaría tal cosa?
Algo debió impulsarlo.
Se enjuagó las manos, las
secó, y sorprendió a Al en
camino de vuelta del garaje.
Le contó lo que le había
dicho Stephen.

El frunció el entrecejo.

-Yo nada le comenté sobre la


casa -dijo, un tanto a la
defensiva- ¿Tú lo hiciste?

-Claro que no. Estuvimos de


acuerdo en no hacerlo.
-Entonces... ¿Qué crees que
ocurrió?

-Bueno -ella abrió los brazos-


, no creo que la casa sea
malvada, si a eso te refieres.
¿Cómo puede ser malvado un
edificio? Atemorizante,
seguro, puedo entender eso,
pero ni siquiera pienso que
sea atemorizadora. Al
menos... no muy
atemorizadora. Nada que no
arregle un poco de pintura.
Al metió sus manos en los
bolsillos traseros de su
pantalón, mirando a su
alrededor. Stephen no estaba
a la vista.

-Tienes que darte cuenta -


dijo él-, Stephen ha estado
bajo mucha presión con los
tratamientos y todo eso. No
creo que sea algo para
preocuparse. Probablemente
se olvidará de todo esto. Yo
no me preocuparía. -Entonces
salió hacia el garaje para
traer otro mueble.

Carmen se quedó parada en


la sala de estar aún no
terminada y miró a su
alrededor. El apartamento
tenía muchas ventanas, que
era casi un prerrequisito para
ella. No había cortinas sobre
ellas por el momento. Sin
embargo, no parecía que
mucha luz entrara por ellas
aunque afuera era un día de
sol radiante, no había haces
de luz volcando luminosas
piletas sobre el suelo.
Caminó hasta uno de los
paños y pasó la punta de sus
dedos sobre él.

-Tengo que lavar estas


ventanas -murmuró-. Es lo
primero que debo hacer.

Pero cuando frotó su pulgar


en círculos sobre la yema de
sus dedos, no se sentían en
absoluto sucios.

Lo que Stephen
escuchó
Carmen se levantó más
temprano que de costumbre
el lunes por la mañana para
prepararle el desayuno a Al y
verlo partir por una semana.
El comió con rapidez y
disfrutaba sus últimos
bocados cuando ella se sentó
para tomar su propio
desayuno.

-¿Ya has terminado? -


preguntó ella.

-Debo irme. Quiero


asegurarme de no llegar
tarde. Quiero decir, en caso
de que algo ocurra. No estoy
acostumbrado a conducir tan
lejos por la mañana. Debo
cepillarme los dientes. -Se
fue en menos de lo que canta
un gallo. La puerta del cuarto
de baño se abrió y se cerró; el
siseo del agua en el lavabo y
los sonidos húmedos del
cepillado se apagaron detrás
de él.

Se sentía ansioso, Carmen


estaba segura de que eso era
lo que le ocurría. Ella sabía
que él tenía aprensión en
dejarlos allí por una semana,
pues sólo podía volver a la
casa los fines de semana
hasta que lo transfirieran.

Pero Al nunca expresaría su


preocupación; la mantendría
adentro, la guardaría, lo que
demostraba al devorar su
desayuno y partir tan pronto
como fuera posible para
poder zambullirse en su
trabajo e intentar no
preocuparse por Stephen.

Carmen no tocó su desayuno


por un rato; esperó hasta
escuchar que se abría la
puerta del cuarto de baño,
luego se incorporó y se
encontró con Al en el pasillo.
El la envolvió con sus brazos
y apoyó su mentón
suavemente sobre su cabeza.

-¿Estarán bien? -preguntó.


-Claro que lo estaremos.

-¿Estás segura que no te


molesta la casa? -susurró
porque Stephen, aun
rehusándose a dormir abajo,
se encontraba dormido sobre
el sillon, de la sala de estar y
Al no deseaba que los
escuchara hablando al
respecto. El niño ya tenía
suficientes cosas en las que
pensar.
Carmen comenzó a decir: -
Claro que no me importa la
casa, es una casa estupenda -
pero sabía exactamente lo
que quería decir y decidió
que esa respuesta no sería
satisfactoria.

-Bueno -murmuró ella-


preferiría que no fuera una
antigua funeraria, pero...
estará bien, tú lo sabes tan
bien como yo.
-Oh, sí, ya lo sé. No estoy
preocupado por -dio una
pequeña risotada- fantasmas,
o algo así, ¿pero qué pasa con
Stephen? No podrá dormir
indefinidamente en el sillón.

-No te preocupes por él.


Como tú dijiste, está muy
presionado. Una vez que haya
estado aquí un tiempo, se le
pasará. Y cuando regrese
Michael, se olvidará de ello.
Debe de ser difícil para él ver
que su hermano va a veranear
a lo de su abuela mientras él
tiene que quedarse por
padecer una enfermedad.

Al escuchar un leve ruido,


Carmen se apartó y se volvió
para ver a Stephen de pie
apenas afuera de la puerta de
la sala de estar, frotándose
los ojos entrecerrados. Su
camiseta y calzoncillos
parecían demasiado
grandes para su cuerpo
huesudo, y su pelo rubio
oscuro estaba desordenado,
con puntas en todas
direcciones.

-¿Ustedes me llamaron? -
preguntó, con voz ronca y
gruesa de sueño.

Carmen se acercó a él
sonriendo.

-Oh. Sólo me estaba


despidiendo de tu padre. Está
en camino de regreso a
Nueva York.

-¿Cuando volverás? -
preguntó Stephen en medio
de un bostezo.

-Estaré de vuelta al final de


la semana. -Se acercó a
Stephen y le dio un apretón a
su frágil hombro.- Cuida a tu
madre mientras yo no esté. Y
haz lo que te dicen los
médicos, ¿de acuerdo?

Stephen asintió.

-Conduce con cuidado.

-No hay otra forma de


hacerlo, muchacho.

Al y Carmen se despidieron.
Al partió.

Stephen se encaminó hacia la


cocina y Carmen lo siguió,
esperando escuchar a Al
partir desde allí. Stephen
tomó un vaso de agua y
Carmen volvió a sentarse
frente a su desayuno otra vez.
Repentinamente, ya no tenía
hambre; de hecho, no estaba
segura de que hubiera tenido
hambre en un primer
momento.

-¿Quieres desayunar algo,


Stephen? -preguntó-Acabo de
prepararme esto, pero en
realidad no lo quiero. -Se
incorporó y Stephen se sentó
en su lugar; se lo veía todavía
medio dormido.- ¿Estás lo
suficientemente despierto
como para comer?

El se encogió de hombros.

De pie detrás de él, Carmen


le puso las manos sobre los
hombros y dijo: -Voy a
darme una ducha, ¿está bien?
El asintió, mientras echaba
un vistazo a la comida.

Apenas caminó hacia la


puerta de la cocina, Stephen
dijo: -¿Estaban hablando
sobre mí o algo así?

Carmen se volvió hacia él.

-Puede ser. ¿Por qué?

-Creí escuchar... bueno,


alguién me llamó. Me
despertó.

-Probablemente me oíste
mencionar tu nombre. -Pero,
ella se preguntó, ¿que más
escuchó? Deseó que no la
hubiera escuchado hablando
con Al sobre la casa.- Bueno,
me voy a la ducha. Puedes
mirar televisión si quieres,
pero no despiertes a Peter y
Stephanie. Todavía es
temprano.
Carmen entró en el cuarto de
baño y cerró la puerta, pero
no encendió la ducha de
inmediato. Se sentó sobre el
borde de la bañera,
frunciendo el entrecejo,
deseando que Stephen no los
hubiera escuchado hablando
sobre el trasfondo de la casa.
El no necesitaba esa
información para rumiar con
su imaginación.

-El hubiera comentado algo -


ella se dijo a sí misma-. Sí,
habría comentado algo si
hubiera escuchado lo que
dijeron.

Se puso de pie, encendió la


ducha, y comenzó a
desvestirse.

Stephen miró el desayuno


con ojos enrojecidos. Las
salchichas se veían como
dedos magullados e
hinchados y la vista de los
huevos fritos -aunque por lo
general le encantaban- lo
hizo parpadear un tanto. Se
alejó de la mesa y quedó de
pie con su vaso de agua. Puso
el vaso sobre la mesada de la
cocina, y miró por la ventana.
Era otra casa blanca colonial,
igual a la de ellos y la casa
del otro lado de ellos. Su
nueva casa... con nuevos
vecinos... en un pueblo
nuevo... incluso un nuevo
Estado... todo por causa de él.
Stephen supuso que era más
fácil para todos estar cerca
del hospital porque así ellos
no deberían hacer un viaje
tan largo cada día, pero aún...
sentía como si hubiera
desarraigado a toda su
familia de Nueva York y los
hubiera trasplantado a
Connecticut por su cuenta.

Como si no fuera
suficientemente negativo,
odiaba la casa a la cual su
enfermedad los había
llevado. Era una casa
atractiva, sí, con mucho lugar
y una habitación para él solo.
Pero era una habitación que
él no quería.

Sabía que su madre y su


padre no le creerían cuando
dijo que la casa era malvada.
El lo sabía, cuando dijo que
no quería dormir en la
habitación de abajo, por lo
menos que no lo haría por su
cuenta, le hicieron bromas
porque estaba enfermo. Ellos
no le decían algo así en
realidad, por supuesto, pero
él sabía que eso era lo que
ellos pensaban; podía darse
cuenta por la forma en que le
hablaban y lo miraban
cuando se lo decían.

Pero eso no cambiaba nada.


Todavía sentía -sabía-que
había algo malvado en la
casa, que tenía algo malo, él
no estaba seguro en qué
consistía eso... y deseaba
descubrirlo.

Lo supo el instante en que


bajó a ver su habitación por
primera vez. No había visto
nada, no había olido nada que
no fuera el olor mustio del
viejo sótano, pero algo había
estado lo suficientemente
mal allí abajo como para
espontáneamente erizarle la
piel del torso. Algo que tenía
el mismo aire de su
habitación había congelado
los finos cabellos de su nuca
y le había dado un raro
sentimiento, como si
estuviera por descomponerse.
La habitación había tenido
una sensación mala, oscura...
una sensación secreta.

Y él había tenido la
inamovible sensación de que
no se encontraba solo, que lo
observaban, que si se diera
vuelta, encontraría a alguien
-o algo- en la habitación con
él, moviéndose en dirección a
él, en silencio, suavemente...
rápidamente. El se había
dado vuelta... pero no había
nada allí. El hecho de que no
viera nada no lo
reconfortaba, de todos
modos. Sus latidos se
aceleraron, sus palmas
sudaron, y la respiración se le
agitó. Había vuelto a subir al
piso de arriba, luchando con
la urgencia de correr, y le
había dicho -o intentado
decirle- a su madre.

Claro, ella no le había creído.


Pero eso no quería decir que
no fuera así.

Había algo muy malo en la


casa, algo que estaba mal
acerca de la casa.

Y la familia de Stephen se
había mudado allí a causa de
él.

Miró por la ventana y se


preguntó qué tipo de
personas serían los vecinos,
si tendrían hijos de su edad...
si sabrían si había algo malo
en la casa.

La luz solar de las primeras


horas de la mañana brilló
sobre las copas de los árboles
y manchó el suelo afuera con
un resplandor tenue, como si
todavía fuera demasiado
temprano para encender la
luz en el cielo.

Stephen se volvió de la
ventana y salió de la cocina
con un largo bostezo,
preguntándose si había algún
buen programa en la
televisión tan temprano por
la mañana. En el pasillo,
podía escuchar la ducha
sisear en el cuarto de baño,
pudo escuchar brevemente la
voz de su madre, hablando
consigo misma en la forma
en que lo hacía a veces
cuando dejaba caer el jabón o
tomaba el champú
equivocado. Caminó a lo
largo de las escaleras y entró
en la sala de estar cuando una
fuerte voz masculina lo
llamó: -¿Stephen?

Se detuvo sobresaltado,
helado en su lugar. La voz no
había provenido del cuarto de
baño, y ciertamente no de la
ducha. De todos modos, la
voz de su madre nunca podía
sonar tan profunda.

Era la voz de un hombre.

-¿Stephen?

Se dio vuelta lentamente.


Esperó.

-¿Stephen?
La voz se oía impaciente.

No era muy alta, pero era


clarísima.

-iVen aquí, Stephen!

Despacio, con cautela, él


retrocedió a lo largo de la
escalera, una mano
temblorosa sobre el
pasamanos, hacia el cuarto de
baño.
-¿Stephen?

Se detuvo y miró por sobre la


barandilla las escaleras que
daban al sótano... a su
habitación.

La voz provenía de allí abajo.

Insistente. Estaba perdiendo


la paciencia con él.

La ducha seguía siseando.


-Stephen, ven aquí abajo.

Con la boca abierta, las


manos delgadas, con los
nudillos apretados, aferrando
la barandilla, los ojos
agrandándose de a poco, se
inclinó un poco más hacia
adelante. Su boca se volvió
seca como el algodón casi
instantáneamente.

-¿Stephen? -Hubo una risa


ahora, baja y conspiratoria,
una risa secreta.- Ven aquí
abajo, Stephen, debes ver
esto.

Se volvió hacia el cuarto de


baño. Todavía podía oír la
ducha.

-Ven aquí, Stephen. Quiero


mostrarte algo.

Peter y Stephanie estaban


profundamente dormidos en
sus habitaciones, y, de todas
maneras, ninguno de ellos
podía oírse como esa voz.

No había nadie abajo. Por lo


menos, no se suponía que
hubiera alguien abajo.

Intentó moverse hacia


adelante hacia la cima de la
escalera para poder mirar
hacia el piso de abajo pero
sintió que se le ponía la piel
de gallina y esa vaga
descomposición del
estómago que había sentido
cuando descendió por
primera vez las escaleras y...

-¿Stephen?

Pensó en la sensación que


había tenido allí abajo, la
sensación de ser observado,
de no estar solo y,
preguntándose si había
estado en lo correcto,
preguntándose si lo que
hubiera estado allí abajo
hacía sólo un par de días
había decidido hablar, en
cambio comenzó a caminar
hacia atrás, tropezándose
cuando giraba e iba a la sala
de estar y se sentaba en el
sillón.

Más difuso ahora con la


distancia, pero no menos
distinguible.

-Stephen, ven aquí abajo.


Se inclinó y se tapó los oídos
con las manos, pero eso no lo
ayudó; apagaba un tanto la
voz, pero aún estaba allí. Se
puso de pie, fue hacia la
televisión y la encendió,
levantó el volumen más alto
de lo que hacía normalmente,
luego volvió al sillón y se
acurrucó debajo de las
frazadas, cubriéndose hasta
las orejas.

En la televisión, Bugs Bunny


estaba discutiendo con el
pato Duffy sobre si era
temporada de caza de conejos
o de patos... y desde abajo, la
voz seguía llamándolo.

-¡Temporada de cooneejo!

-¿Stephen?

-Temporada de pato.

-Stephen, ven aquí abajo.


-¡Temporada de cooneejo!

-Dije que vinieras aquí,


Stephen.

-Temporada...

-¡Qué estás haciendo! -Una


voz, ahora en la habitación
con él. Stephen quedó
boquiabierto y tiró de las
mantas para cubrir su cabeza
y cerró con fuerza los ojos.
La televisión fue silenciada
repentinamente y la voz dijo:
-Te dije que no despertaras a
los niños. -Silencio.-
¿Stephen? ¿Qué sucede?

El se dio cuenta, a través de


los fuertes latidos de su
corazón en sus oídos, que no
era la voz. Algo había
cambiado. Bajó las frazadas
lentamente y abrió los ojos
para ver a su madre de pie
junto a él con su bata azul y
su cabello envuelto en una
toalla.

Ella fruncía el entrecejo, pero


el enfado había desparecido
de su voz cuando volvió a
hablar: -¿Te encuentras bien?

El asintió.

-¿Por qué tenías la televisión


tan fuerte?

-No los despertó.


-Ya sé, ¿pero por qué?

Se pasó la lengua por los


labios, e intentó esconder el
temblor de sus manos
mientras pensaba en algo que
decir. Finalmente decidió
decir la verdad.

-Escuché, mmmmm... una


voz.

-¿Una voz? Quieres decir, ¿a


uno de los niños?
Sacudió la cabeza.

-Un... hombre.

-Oh, probablemente fui yo,


querido, estaba hablando
conmigo misma...

Sacudió la cabeza en forma


insistente y dijo: -No,
provenía de abajo. Y me
llamaba hacia allí. Llamaba
mi nombre.
Ella lo miró unos instantes,
con las manos sobre las
caderas, luego se sentó sobre
el borde del sillón.

-Bueno, esas son sólo


tonterías. ¿No es así?

El no respondió.

-Bueno, piensa sobre ello,


Stephen. No hay nadie allí
abajo.
Otra vez, no hubo respuesta.

-¿Estás de acuerdo? Quiero


decir, yo estaba en la ducha y
los niños durmiendo... eso
creo. De todos modos,
sabemos que no hay nadie
abajo. ¿Verdad?

-No... no era una persona. Y


estaba intentando que yo -su
voz se quebró por un segundo
y una sensación escalofriante
se arrastró por sobre sus
hombros-fuera allí abajo.

-¿Quién intentaba que


fueras?

-Lo que sea que esté allí


abajo.

-No hay nadie allí abajo,


Stephen.

-Dije... que no es... una


persona.
La madre mostró mayor
preocupación y cerró los ojos
por un momento, sin saber
qué decir. Luego: -Pensé que
habías dicho que escuchaste
una voz.

-Sí, pero... yo sé que no hay


nadie allí abajo. Pero
también sé que esta casa
tiene algo malo... algo
malvado. Creo que había
una...
-¡Oh, no insistas, Stephen!
Ya hemos hablado sobre eso.
Las casas no son malvadas. Y
los fantasmas no existen y las
voces no surgen de cualquier
parte.

Stephen apartó la vista,


frustrado y aún un poco
asustado... porque ¿qué
pasaría si nadie nunca creía
que lo que él sabía era cierto?

-Esta casa es malvada -


murmuró, dirigiendo la
mirada a la parte posterior
del sillón-. No sé por qué,
pero es así.

Su madre dejó escapar un


largo suspiro, luego dijo: -
¿Sabes lo que creo que está
mal aquí? Creo que estabas
acostado aquí hace un rato,
quizá medio dormido, y
escuchaste a tu padre y a mí
hablando en el pasillo.
Conversando sobre la casa.
Stephen volvió a mirarla, con
curiosidad.

-¿Qué sucede con la casa?

-Bueno... si te digo, debes


prometer que no se lo dirás a
nadie. No quiero que Peter y
Stephanie lo sepan. Tú eres
mayor, creo que puedes vivir
con ello. De hecho, quizá sea
mejor si no se lo dices a
Michael tampoco. Tu padre y
yo queríamos mantenerlo en
secreto, pero creo que
explicará tu...

-¿Qué? -preguntó Stephen


con impaciencia, y se sentó
en el sillón.

-Bueno, esta casa... antes de


que nos mudáramos...
funcionó como funeraria.

Los ojos de Stephen se


agrandaron.
Una funeraria...

De algún modo tenía sentido.


Casi como si... bueno, era
imposible, por supuesto, pero
era casi como si Stephen lo
hubiera sabido desde el
principio, lo hubiera sabido
sin realmente saberlo. Tenía
tanto sentido que Stephen se
encontró asintiendo
levemente.

-Pero ya no es una funeraria -


continuó diciendo su madre-.
Y, además, no hubo nadie
que en realidad muriera aquí,
los cuerpos sólo se traían
aquí para ser preparados para
el entierro. Nada malo
ocurrió aquí, las cosas malas,
quiero decir, la gente
muriendo, todo eso ocurrió
en otra parte. Así que, mira,
no hay nada que...

-¿Qué había abajo?


Ella pestañeó, lo miró. -
¿Qué?

-Quiero decir, ¿lo hacían


abajo? ¿Todas esas cosas con
los cuerpos?

-Bueno, no estoy segura aún,


pero creo... -Su voz se
ablandó.- Sí. Creo que sí.

Otro leve asentimiento de


Stephen.
-Lo que estoy diciendo es que
no hay nada malvado aquí.
¿Estamos de acuerdo? ¿Me
crees?

El la miró otra vez pero no


dijo nada, no hizo nada. El
sabía... él sabía que estaba en
lo correcto. Lo que su madre
le había dicho no lo había
reconfortado. Meramente lo
había convencido.

Estableciéndose
A medida que había
transcurrido la primera
semana, la casa comenzó a
verse tan ordenada como
ocupada. Carmen pasaba gran
parte de su tiempo
disponiendo los muebles en
los lugares adecuados. Se
ocupó de colgar los cuadros y
pinturas y desenvolver los
adornos delicados, algunos
mucho más viejos que ella
misma, y colocarlos en las
habitaciones apropiadas
sobre los estantes elegidos.

Empezó a verse como un


hogar, como su hogar. Lo que
faltaba era Al... y la salud de
Stephen.
Ella conversaba con Al todas
las tardes, pero no era lo
mismo. Ella lo quería en
casa, con ella, donde su mera
presencia la liberaría de la
carga de sus hombros.

Stephen seguía con sus


tratamientos de cobalto. Ella
lo llevaba al hospital todos
los días y lo esperaba sentada
en uno de los sillones
antisépticos cubiertos con
vinilo. El siempre quedaba
exhausto

después de pasar por la


radiación, y se quejaba del
olor y del sabor de ello,
áspero, metálico y seco, que
le quedaba todo el día.

Una tarde, Carmen decidió


que no le gustaban las viejas
persianas venecianas que
tenían las ventanas. No
dejaban pasar la luz. Al
menos, ella pensó que era por
las persianas.

La habitación se veía un
tanto oscura, aunque había
bastante luz directa y fuerte
afuera. Pero cuando
levantaba las persianas hasta
arriba, no había diferencia.
Probablemente sería una
buena idea deshacerse de
ellas de todos modos.
Debería hablar antes con el
señor Campbell al respecto.
Recordó su promesa a sí
misma el primer día que pasó
en la casa: limpiaría los
vidrios. Así que se vistió con
su ropa para hacer la
limpieza y comenzó a
trabajar.

Mientras lavaba, Stephen


entró con su amigo Cody.
Ella estaba contenta que
Stephen hubiera hecho un
amigo tan rápidamente. Le
había preocupado que la
mudanza lo volviera más
introvertido que lo que el
cáncer ya había logrado
hacer, y pensó que un nuevo
amigo quizá lo ayudara a
alegrarse y, ¿quién podía
saberlo?, probablemente
hasta mejorara su salud. Casi
las únicas veces que Stephen
había dejado la casa en las
últimas semanas era cuando
ella lo llevaba al hospital
para su tratamiento todas las
mañanas. Ahora que tenía un
amigo, ella esperaba que
saliera más, que sería algo
más activo, y que tomara
bastante aire fresco.

Cody vivía del otro lado de la


calle. Era de la edad de
Stephen, un muchacho rubio
y corpulento, lleno de una
energía nerviosa, pero
sonreía pocas veces y sus
ojos eran tan inquietos como
sus temblorosos pies y
manos.
-¿Qué están haciendo,
muchachos? -preguntó
amigablemente Carmen a
medida que se arrodillaba
frente a la ventana, frotando
hacia arriba y hacia abajo.

-Vamos al sótano -respondió


Stephen desde el pasillo.

Sus manos se detuvieron


sobre el vidrio y se
incorporó: -Eh, Stephen...
¿quieres venir aquí un
segundo?

Los pasos se detuvieron


sobre el suelo de roble y sus
voces murmuraron, entonces
uno del par de pasos
comenzó a retroceder y
Stephen apareció en la sala
de estar.

-¿Sí? -dijo, elevando sus


cejas bien altas sobre sus
ojos profundos y
ensombrecidos.
-Creí que no te gustaba bajar
allí -susurró ella.

-No me gusta. Pero eso es


únicamente cuando estoy
solo.

-¿Y estás yendo allí abajo


con Cody?

El asintió.

-Le conté sobre lo que había


sido la casa, y -Stephen
sonrió- él cree que es
fantástico. Así que bajamos
para echar un vistazo.

-Quisiera que no anduvieras


contándole a la gente sobre
esta casa, Stephen. Ya sé que
dije que no era malvada,
pero... bueno, no creo que
tampoco sea fantástica.

-No te preocupes, mamá. No


lo haré.
Se dio vuelta y dejó la
habitación, y ella escuchó sus
voces ansiosas y las pisadas
ruidosas que se desvanecían
por las escaleras.

"Primero es malvada y
debemos irnos, pensó ella.
Ahora es fantástica y él la
está mostrando."

Carmen sonrió con alivio y


volvió al trabajo. Stephen ya
comenzaba a superar su
miedo acerca de la casa.

El viernes transcurrió
lentamente y Carmen pensó
que la tarde, cuando Al
regresara a casa para el fin de
semana, nunca llegaría.
Acababa de terminar la
comida para los niños,
emparedados y patatas fritas
con leche y una variedad de
frutas, cuando llegó el señor
Campbell.
-Sólo vine para saber cómo
lo estaban pasando -dijo él
con una sonrisa una vez que
Carmen lo invitó a pasar- Se
ve muy bien. Se nota que se
han instalado.

-No del todo, pero casi -dijo


Carmen. Sonaba un tanto
distraída porque estaba
pensando para sí misma que
esta sería una buena
oportunidad para obtener las
respuestas a algunas
preguntas.

-Bueno, ¿si hay algo que


necesite? -preguntó él-.
¿Cualquier cosa en que pueda
servirle?

-De hecho, sí lo hay. ¿Podría


acompañarme abajo?

El señor Campbell asintió y


la siguió por el pasillo, bajó
las escaleras hasta la
habitación que sería de
Michael cuando volviera,
atravesó la habitación de
Stephen, cruzó el pasillo con
suelo de cemento y entró en
el cuarto que contenía el
aparato con poleas y cadenas
y el pozo.

-¿Tiene alguna idea de la


utilidad de esto? -preguntó
Carmen, mientras miraba
hacia la polea.

El señor Campbell cruzó los


brazos sobre el pecho.

-Sí, eso sirve para levantar


cadáveres.

Carmen parpadeó.

-Vea, los cuerpos eran


bajados por la rampa que está
allí afuera -apuntó al pasillo-
y se los preparaba en esta
habitación. -Giró y señaló la
habitación con las paredes
manchadas de sangre y la
pileta.- Vea, esa era la
morgue. Cuando estaban
prontos, se los levantaba por
la puerta trampa con esta
roldana.

-Al dormitorio -susurró


Carmen, antes que el señor
Campbell pudiera responder
a su comentario, ella se
volvió hacia el pozo-. ¿Y qué
era eso?

-Bueno, como yo lo entiendo,


ese era un tanque de sangre.
Los cuerpos eran vaciados de
sangre que se tiraba allí
adentro, que lleva a otro
tanque, digamos, un tanque
séptico. Necesitaban un
tanque separado para la
sangre porque... bueno, de
otro modo no sería sanitario.

Carmen tomó una profunda


bocanada de aire y la dejó
salir lentamente. El hablaba
con tanta seguridad.
Ella supuso que debería
tomárselo de esa manera,
porque quedaba, después de
todo, en el pasado... pero le
resultaba difícil hacerlo.

-Bueno, sólo me preguntaba -


dijo con tranquilidad,
mientras asentía. Entonces se
dio vuelta y salieron.

-Ah, por otro lado -dijo él,


señalando vagamente sobre
sus cabezas-. ¿Ve las cruces
sobre las puertas?

-Sí, las noté la primera vez


que vine aquí.

-Me gustaría que no


movieran ninguna de ellas.
Salvo si fuera sólo para
limpiarlas. Sólo... déjelas
donde están.

Carmen lo miró de manera


extraña. -¿Por alguna razón
en particular?
El se encogió de hombros.

-Son antiguas. Me gustaría


preservarlas como

están.

-Muy bien. Así lo haremos.

En la habitación de Stephen,
el señor Campbell se detuvo
y preguntó: -¿Alguien
duerme en estas habitaciones
de aquí abajo?
-Bueno... esa habitación es
para mi hijo Michael, pero él
pasará un tiempo con su
abuela. Este es el cuarto de
Stephen, pero... él no duerme
aquí abajo.

-¿Por que no lo hace?

-No le gusta.

Una sonrisa se paseó por sus


labios.
-¿Tiene alguna razón en
particular? Quiero decir,
¿ocurrió algo aquí abajo?
¿Algo, hmm... raro?
¿Extraño?

-¿Por qué?

El volvió a encogerse de
hombros, todavía con una
leve sonrisa en el rostro.

-Sólo me preguntaba.
-Bueno, a él solo no le gusta,
eso dice. Y, ah... dice que
escuchó, voces aquí abajo.

Un asentimiento... pero era


un asentimiento lento,
pensativo.

-Ya veo. -Levantó una ceja y


agregó:- Niños -luego siguió
caminando. Cruzó las puertas
francesas y se detuvo en lo
que sería la habitación de
Michael. Cuando volvió, el
señor Campbell echó un
vistazo alrededor del cuarto,
sonrió y dijo-: Sabe, solían
llamar a esto la habitación
sur de ataúdes. -Luego guió
el camino hacia la planta
superior.

Carmen estaba en el
escritorio en el cuarto
soleado que salía de la sala
de estar, revisando las cartas
del día y preguntándose qué
iría a cocinar para la cena
cuando Stephanie gritó. Dejó
caer las cartas que se
dispersaron sobre la tapa del
escritorio mientras ella se
apresuraba en atravesar la
sala de estar y el corto pasillo
que conducía hasta la
habitación de Stephanie, de
donde había provenido el
grito. Casi chocó con
Stephanie, que salió
corriendo a ciegas del cuarto
y cayó en brazos de Carmen.
-¿Qué pasa, querida? -
preguntó Carmen,
arrodillándose delante de
ella.

-¡Hay una mujer, mamá, una


mujer en mi habitación!

-¿Qué?

Asintió con furia.

-Una mujer, era una mujer, y


¡estaba de pie con los brazos
abiertos! -Tenía los ojos
desorbitados y sus pequeños
dedos se incrustaban en el
antebrazo de Carmen a
medida que las palabras
chocaban entre sí en frases
excitadas.

-Eh, eh, eh, Stephy, vamos,


cálmate por un segundo,
¿está bien? -Stephanie se
calló, Carmen tomó su mano
y la llevó al dormitorio para
agregar:- Está bien, ahora,
vamos a entrar en tu
habitación para que me
muestres lo que viste.

Stephanie retrocedió y dijo: -


¡Era una mujer!

-Bueno, entonces, entremos y


veámosla. Ella
probablemente todavía esté
allí, ¿no es así?

Tímidamente, Stephanie
entró en la habitación con
Carmen.

-Ahora, ¿adonde estaba?

Stephanie apuntó a una


cómoda, que estaba colocada
contra una pared y tenía un
enorme espejo sobre ella.

-Justo allí. Ella estaba de pie


justo allí, así. -Stephanie
abrió los brazos como si
fuera a abrazar a Carmen y le
sonrió de manera extraña,
soñadora.

-¿Adonde crees que se fue,


Steph?

Stepahnie miró a su
alrededor frenéticamente,
rígida de tensión, luego se
encogió de hombros y
murmuró reticente: -No lo sé.

Carmen se acercó a la cama


de Stephanie y se sentó sobre
el borde. Sintió que se
enfadaba. Stephen había
prometido que no le diría a
los niños sobre la casa, pero
obviamente había roto esa
promesa. Sí, él estaba
enfermo, y no, no podía
esperar que se comportara
como siempre, pero no tenía
excusa para esto.

-¿Te ha dicho algo Stephen


últimamente, Steph? ¿Algo
que quizá... te asustó?
Stephanie sacudió la cabeza.

-¿Estás segura de que él no te


ha estado contando cuentos
de terror?

-Ahá.

-¿Adonde está Stephen


ahora?

-Afuera, con Cody.

Carmen se volvió hacia la


ventana que estaba
exactamente al frente del
espejo sobre la cómoda de
Stephanie.

-¿Crees que él pudo jugarte


una mala pasada, querida?

Sus ojos se ensancharon y


sacudió su cabeza con
insistencia.

-¡No! ¿Como podría hacer


algo así? ¡Ella estaba allí
mismo!

-¿Sabes qué creo que ocurrió,


querida? -Ella hizo un gesto
para que Stephanie se
acercara, puso un brazo
alrededor de la niña y apuntó
a la ventana.- Si alguien
hubiera estado parado en esa
ventana, su reflejo se vería en
el espejo. Y si alguien, como
Stephen, quizá, quisiera
asustarte haciendo algo
atemorizador del otro lado
del espejo, tú creerías que
tenías a otra persona aquí
contigo.

Stephanie cerró los ojos,


apretó los labios y sacudió
nuevamente la cabeza, la
sacudió con vehemencia. -
No. Yo la vi. Ella estaba allí.

-Pero, querida, tú sabes que


eso no puede ser. ¿Cómo
entró? ¿Cómo salió?
La niña agachó la cabeza en
silencio y no dijo nada.

-¿Qué sucede?

-No me crees.

-Oh, no, yo creo que viste


algo. Todo lo que digo es que
no pudo ser una mujer en tu
habitación, eso es todo. Viste
algo en el espejo que
probablemente se veía como
una mujer. Pero yo sí creo
que viste algo. ¿De acuerdo?

Con la cabeza todavía gacha,


Stephanie se encogió
levemente de hombros y
murmuró: -Eso creo.

Carmen se puso de pie y la


besó en la cabeza.

-¿Quieres tomar un vaso de


zumo?

Ella sacudió la cabeza,


negativamente.

-¿Quieres ir afuera a jugar?

Otra vez, no.

-Bueno... está bien. -Un


abrazo, otro beso, luego
Carmen fue a buscar a
Stephen.

-Tú me prometiste que no le


dirías a tus hermanos o
hermanas lo que pensabas de
la casa -dijo Carmen a
Stephen. Lo había llamado al
porche y se sentaron en el
último escalón mientras
Cody esperaba a varios
metros de distancia.

-Sí, ya sé -dijo Stephen.

-Entonces, ¿por qué le dijiste


a Stephanie?

-Yo no le dije nada.


-¿Estabas afuera de su
ventana intentando asustarla
hace apenas un rato?

-Yo no estaba, no, no, yo


estaba con Cody y
estábamos...

-Ella dice que vio a una


mujer de pie frente a su
cómoda, con los brazos
abiertos y una mirada extraña
en la cara. El espejo en la
cómoda está justo frente a la
ventana, así que no sería
difícil hacerle un truco.

Los ojos de Stephen se


ensancharon y su espalda se
puso rígida y Carmen
observó lo que al principio
creyó que era remordimiento.
Luego se dio cuenta de que se
parecía más al miedo.

-¿Ella vio eso? -susurró él-.


Quiero decir, ¿ella... vio a
alguien en su habitación?
Carmen asintió.

-No quiero que esto siga


sucediendo, Stephen, ¿me
entiendes? Quiero que se
detenga de inmediato.

-Pero yo no le dije nada a...

-Entonces por qué ella dijo


que vio...

-¡Quizá porque ella lo vio!


Carmen pestañeó
rápidamente, luego suspiró.

-Está bien, escucha, Stephen.


Quizás ella te haya
escuchado hablando sobre
ello, o algo así, no lo sé, pero
sé que estaba muy asustada
hace un rato. No quiero que
eso vuelva a ocurrir otra vez,
¿me entiendes? Sólo
manténlo en secreto, ¿está
bien? Puedes hablarme en
privado sobre ello si quieres,
pero... manténlo en secreto
cuando estés con los otros
niños. ¿Estamos de acuerdo?

-Pero yo no dije nada.

-Por favor, ¿harás eso por


mí? -Con el entrecejo
apretado y su rostro pálido
tan tenso, se veía demasiado
disgustado por la acusación
como para que ella siguiera
discutiendo con él.
Stephen asintió y Carmen le
dio un rápido beso antes de
entrar nuevamente en la casa.

Ella deseó que fuera lo


último que oyera sobre el

tema.

-Creo que voy a entrar en la


casa por un rato -dijo
Stephen.

Cody preguntó: -¿Estás en


problemas?

-No. ¿Por qué?

-Porque tu madre quería


hablarte en privado hace un
rato y se veía bastante
vehemente, y... bueno, te ves,
hmm... no lo sé, preocupado.
Como si algo te molestara.

Stephen sacudió su cabeza


con aire ausente, dijo: -Te
veré más tarde -y caminó
lentamente hacia la casa.

Así que Stephanie había visto


a alguien en su habitación.
¿Habrá sido la misma
persona que él escuchó?
Mamá dijo que era una
mujer, pero aun así... si pudo
venir e irse como una mujer
aparentemente lo hubiera
hecho, entonces
probablemente podía imitar
la voz que quisiese. Entonces
no estaba loco, no estaba
imaginando cosas. Pero no se
encontraba mejor de lo que
había estado antes. Ahora
mamá no sólo no le creía, no
le creía a Stephanie,
tampoco.

Sin importar en qué parte de


la casa estuviera Stephen, no
podía librarse de la vaga
sensación de que había
alguna otra cosa allí, una
presencia además de la
familia, algo que los estaba
observando... quizás
esperando algo. Pero guardó
para sí esos presentimientos
en gran parte porque era
bastante obvio que nadie le
creería. Le hacía sentir mejor
saber que no estaba solo
ahora.

Pero lo hizo sentir sólo un


poco mejor.

Trepó las escaleras del frente


de la casa con paso cansino y
entró en la casa,
preguntándose si alguna otra
persona en la familia se
encontraría con la
presencia... y, si lo hacía,
¿quién sería el próximo?

Cuando Al llegó esa noche,


Stephen, Stephanie y Peter
estaban en la sala de estar
mirando televisión y Carmen
se encontraba en la cocina
llenando el apartamento con
un cálido olor de pollo al
horno. Ella escuchó a Al
detenerse frente a la casa,
dejó lo que estaba haciendo y
salió corriendo a saludarlo en
la entrada.

-Oh, estoy tan contenta de


que estés en casa -Carmen le
murmuró junto al cuello y lo
envolvió con sus brazos.
Traía una bolsa de papel
marrón en su brazo izquierdo
y ella la exprimió entre ellos.
-¿Está todo bien?

-Oh, sí, sólo que te extraño,


eso es todo. Todos te
extrañamos.

Los niños lo recibieron en la


puerta, riendo, sonriendo y
abrazándolo... todos excepto
Stephen, quien quedó de pie a
un par de metros, pensativo y
serio, con los brazos
delgados cruzados sobre el
pecho.
En la sala de estar, Al
anunció que había traído
sorpresas para todos e
introdujo la mano en la bolsa.
Sacó un pingüino de peluche
para Peter, tres libros para
colorear y una caja de lápices
de cera para Stephanie, y un
flamante carretel de pesca
para Stephen, quien apenas
reaccionó con el regalo.
Incluidos con el carretel
había unos anzuelos nuevos y
algunos flotadores y un
carrete de hilo. Sonrió
distante mientras
inspeccionaba el carretel y le
agradecía en voz baja a Al.

La pesca era una pasión que


Stephen compartía con Al,
pero no habían ido de pesca
por un tiempo a causa de que
el carretel de Stephen se
hallaba roto. Ahora todo lo
que necesitaba era una
licencia de pesca de
Connecticut, un lago o río
con algunos pescados... y
quizás un poco de
entusiasmo.

-¿Así que dónde está mi


entusiasmo? -preguntó
Carmen.

Al le puso un brazo a su
alrededor, la atrajo hacia sí y
le murmuró en el oído con
una sonrisa: -Tendrás lo tuyo
más tarde.
La cena fue festiva, con
cubiertos chocando sobre los
platos y un constante
murmullo de voces. Después
de la cena, todos se retiraron
a la sala de estar. Al llevó
una cerveza; ella había
llenado el frigorífico en su
viaje anterior al
hipermercado. Buscaron un
programa entretenido en la
televisión mientras Carmen
comenzó a levantar la mesa.
Sin que se lo pidieran y sin
decir una palabra, Stephen
entró en el comedor y
comenzó a ayudarla.

-Bueno -dijo ella


sorprendida-, ¿a qué debo
este honor?

Stephen sonrió, pero no dijo


nada por un rato, no hasta
que la mesa estuviera
levantada y los platos
estuvieran prontos para ser
lavados.
-Te ayudaré a lavarlos si me
haces un favor -dijo él
débilmente.

-¿Oh? ¿Y cuál será ese favor?

El agachó la cabeza y lo
pensó un momento, después:
-¿Podrías, hm... ir abajo y
sacar mi caja de pesca de mi
habitación?

Ella sonrió, pero retuvo la


risa que intentaba
escapársele.

-Claro, querido -dijo ella-. Y


tú ni siquiera tienes que
ayudarme con los platos si no
quieres.

Cuando obtuvo su caja de


pesca, Stephen la colocó
sobre la mesa del comedor
junto a su carretel, anzuelos,
boyas y línea, se sentó y
abrió lentamente la caja, casi
con reverencia. Cuando
estaba ubicando la nuevas
adquisiciones dentro de la
caja, Al deslizó una silla
junto a él y se sentó a su lado
después de buscar otra
cerveza de la nevera.

-Bastante bueno, ¿no?

-Sí -dijo Stephen asintiendo.

Al puso algo sobre la mesa,


una pequeña tarjeta
rectangular.
-¿Qué dices si lo estrenamos
mañana?

Stephen sonrió al mirar la


licencia, luego sonrió
mirando a Al.

-¿En serio? Eso sería


fantástico -dijo, con cierta
desazón.

Discutieron sobre la pesca


por un rato, hablaron sobre el
lugar al cual podrían ir; Al
habló gran parte del tiempo.
Luego permanecieron en
silencio. El aire entre ellos
cambió, se puso algo tenso,
hasta que Stephen finalmente
preguntó en un ronco
susurro: -Pa, ¿crees que si
una persona escucha... hm,
voces, está loca?

Al tomó un trago de cerveza,


luego contestó: -No. No,
muchas personas escuchan
voces. Algunas personas ven
cosas. A veces, si una
persona se encuentra bajo
mucha presión, todo tipo de
cosas extrañas le suceden.
Especialmente si esa persona
ha estado enferma, ¿sabes a
lo que me refiero?

Stephen lo miró con


sospechosa curiosidad.

Al asintió.

-Tu madre me lo comentó


por teléfono. Y no, no creo
que estés loco. Pero escucha,
Stephen. Tendrás que
mantenerlo en secreto,
¿estamos de acuerdo? No
puedes andar por ahí
contándoselo a los otros
niños. Ya asustaste a
Stephanie.

Stephen cerró los ojos y


suspiró en silencio,
pensando, "yo no lo hice,
maldición, yo no le dije".
-Necesitas relajarte, eso es
todo -siguió diciendo Al- Y
eso es lo que haremos
mañana, sólo tú y yo. Vamos
a relajarnos e inquietar a
algunos peces, ¿de acuerdo?

Stephen asintió.

-De acuerdo.

-Ven a la sala. Están pasando


una vieja película de Abbott
y Costello.
-Iré en un minuto.

Al volvió a la sala de estar y


Stephen guardó todo en la
caja, luego la cerró. La dejó
sobre la mesa mientras se
levantaba y bajaba por el
pasillo hacia el cuarto de
baño. Su mano quedó
congelada a pocos
centímetros de la puerta del
baño cuando una voz dijo: -
Stephen, ¿qué estás
haciendo? -en tono bajo pero
claro.

La respiración se le atoró en
la garganta. Se dio vuelta
sólo con mucho esfuerzo,
lentamente, tieso. Miró por
las escaleras a la oscuridad
debajo de ellas.

-¿Stephen? Realmente creo


que deberías bajar aquí. -Lo
suficientemente bajo como
para que los otros no
pudieran escucharlo a causa
del sonido de la televisión.

Stephen retrocedió un par de


pasos hasta que su espalda
estaba tocando la puerta del
cuarto de baño.

-¿Stephen?

Hubo un movimiento en la
oscuridad de abajo, un súbito
movimiento gris sobre lo
negro.
La garganta de Stephen
pareció hincharse. Su pecho
le dolía con el latir de su
corazón.

-Ven aquí, Stephen.

El seco murmullo de pies


raspó sobre el suelo de
cemento.

-¿Stephen?

Se arrancó de la puerta del


cuarto de baño, apurándose a
cruzar el pasillo hasta la sala
y se detuvo en la recepción
para recuperar el aliento. Se
quedó quieto un momento,
con los ojos cerrados, los
brazos cruzados firmemente
sobre el pecho, los labios
apretados.

Entonces entró en la sala de


estar, se sentó en el sillón y
miró ciegamente las
imágenes en blanco y negro
de la televisión. Permaneció
en silencio mientras los otros
reían, intentando no pensar
en lo que había escuchado,
tratando de no pensar en su
vejiga llena, dolorosa.

Más voces
Durante el mes siguiente,
Carmen entabló amistad con
Fran, la vecina más próxima.
Fran era una mujer baja con
cabello pelirrojo rizado y
estaba embarazada. Ella y su
marido, Marcus, habían
comprado la casa de al lado y
se habían mudado hacía sólo
unos meses, esperando estar
completamente establecidos
antes de que el bebé
decidiera aparecer, lo que
ocurriría en cualquier
momento.

-Mira, yo no me preocuparía
por eso ahora si fuera tú -dijo
Fran mientras bebía té helado
en el cuarto soleado de
Carmen-. La enfermedad de
Stephen cambió las cosas
para todos y están en una
nueva casa, un nuevo
pueblo... hay razones para
que los niños no se
comporten como lo hacían.
Puedo entender que Stephen
escuche cosas, Stephanie vea
cosas. -Sorbió su té.- No
exageres con ello y todo
pasará.

-Bueno, no sé. Podía entender


que Stephen pensara que
escuchaba cosas... ya sabes,
voces, lo que fuera. Pero
cuando Stephanie dijo...

-Pero tú misma comentaste


que Stephen probablemente
le hubiera dicho algo sobre
las voces que escuchó, quizás
hasta sobre los terribles
antecedentes de la casa.
Además, extrañan a su padre.
Ya sabes cómo es eso, tú lo
extrañas. ¿No te sientes un
tanto fuera de centro a causa
de eso?

-Sí, tienes razón -dijo


Carmen, mientras sonreía.-
Pero me enloquece, ¿sabes?

-Si ellos dejaran de hacer


cosas que te enloquecen,
entonces deberías
preocuparte.

Carmen rió.
-Hablas como si hubieras
sido una madre tanto tiempo
como yo sin siquiera tener un
bebé.

Fran se encogió de hombros


y sonrió.

-Qué tiene, estoy


practicando.

Esa tarde, a medida que la


luz solar se iba perdiendo
afuera donde Stephanie
cuidaba a Peter, Carmen
estaba sentada en el sillón
hablando con su madre por
teléfono. La televisión estaba
encendida con el volumen
bajo y Stephen se encontraba
en algún lugar de la casa.
Ella le contaba a su madre
sobre los progresos de
Stephen, hablaba sobre
Stephanie y Peter, cuando
Stephen entró apurado a la
habitación abrochándose el
cinturón, con ojos
desorbitados.

-¿Está... está papá en casa? -


preguntó, mirando a su
alrededor.

-No, claro que no, tú lo sabes.


El se encuentra en Nueva
York hasta el fin de semana.

-Escuché que me llamaba.

-¿Qué?
-Acabo de escuchar que me
llamaba. Sonaba... sonaba
como si estuviera en el
pasillo, como si acabara de
entrar -dijo mientras miraba
hacia atrás por encima de su
hombro hacia la puerta de
entrada.

-Mamá, ¿puedo volver a


llamarte dentro de unos
minutos? -dijo Carmen.
Después de despedirse y
colgar, preguntó-: Ahora,
¿qué fue lo que dijiste?

-Yo pensé... que quizá papá


había llegado a casa
temprano, o algo así. Lo
escuché llamarme.

-Bueno, no pudiste haberlo


escuchado, querido. El no
está aquí. Pero, ¿tú sabes
eso? A veces yo lo extraño
tanto, que no me sorprendería
si pensara que lo escucho
también. No falta mucho para
que esté aquí con nosotros
todo el tiempo y vendrá a
casa del trabajo todas las
tardes y cuando pensemos
que lo escuchamos será
porque en realidad será así.

Stephen la miró como si le


acabara de decir que el agua
era mojada.

-Yo lo escuché -dijo él, con


calma, sin emoción en la voz.
Entonces se dio vuelta y se
encaminó hacia la puerta
principal.

Frustración y enfado
repentinamente quemaron
como ácido la garganta de
Carmen. Si él iba a seguir
insistiendo con que
escuchaba voces, entonces no
había ninguna maldita cosa
que pudiera hacer.

-Está bien -gritó Carmen


mientras se levantaba del
sillón y lo seguía con
determinación-, está bien,
muy bien, si quieres creer eso
sigue adelante. Quiero decir,
es bastante obvio que no está
aquí, ¿no es así? Oh, pero no
dejes que eso te detenga.
Sólo que, ¡maldición!, no le
digas a tu hermana.

El se volvió hacia ella, con


sus ojos fatigados, y contestó
tranquilo: -Voy a salir un
rato.
Después que hubo salido y
cerrado la puerta principal,
Carmen se quedó de pie en la
puerta de la sala de estar por
unos minutos, con los ojos
fijos en el aire.

Iba a tener que parar. Stephen


simplemente no podía seguir
hablando acerca de voces que
escuchaba, voces que no
existían. Ya había asustado a
Stephanie, ¿que haría ahora?
Debería hablar con Al.
Deberían hacer algo sobre
ello. Quizá debieran
consultar al médico, saber
cuál sería su opinión al
respecto. Quizá fuera algo
sobre lo que se deberían
preocupar.

Carmen también comenzaba


a enfadarse. No sabía qué
motivo la ponía más
nerviosa: si la insistencia de
Stephen que escuchaba voces
que nunca había escuchado, y
la de Stephanie que había
visto a una mujer en su
habitación que no estaba allí,
o la vaga, corrosiva
curiosidad que
profundamente dentro de
Carmen la obligaba a
preguntarse si quizá... sólo
quizá...

-Oh, oh -se dijo a sí misma,


volviendo a la sala-. De
ninguna manera. Eso es
ridículo.
Ese sábado por la noche,
después que Peter y
Stephanie se habían acostado
y Stephen estaba dormido
sobre el sillón, Al y Carmen
hablaron en voz baja
sentados a la mesa en el
comedor.

-Así que, ¿qué crees que


debemos hacer? -Preguntó
Al.- ¿Piensas que quizá
necesiten algún tipo de
terapia?
-¡Oh, Dios!, espero que no
sea nada tan drástico todavía.
Sólo estoy preocupada
porque... bueno, que pueda
tornarse en algo como eso si
no se detiene ahora. ¿Qué
crees tú?

-No sé. Tú estás con ellos


toda la semana, tú eres la que
oye hablar sobre todas estas...
voces, o lo que sea. Creo que
sus vidas han estado
demasiado interrumpidas
recientemente y ellos quieren
atraer la atención, se quieren
sentir normales otra vez. Y
Stephen... bueno, esos
tratamientos de cobalto no
son un picnic. Al menos, eso
es lo que creo. ¿Crees que
necesitan terapia? Diablos,
¿crees que podemos pagarles
una terapia?

Ella lo pensó por un


momento.
-No. No, tienes razón. Sólo es
que... bueno, me está
enloqueciendo.

-Haz que ellos sepan eso. Si


sólo buscan llamar la
atención, dáselas, pero hazles
saber que te hartaron los
cuentos de fantasmas. Creo
que dejarán de hacerlo.

-Sí -dijo ella, asintiendo,


mirando su té-, eso debería
lograrlo. Sí. -Ella siguió
asintiendo, pero la corrosiva
sensación de incertidumbre,
de leve confusión -lo que
realmente la había inquietado
últimamente- se levantó
dentro de ella y no se iría.

Stephen esperó ese silencio


que le indicaba que podía
levantarse. No había
planeado espiar, pero no
podía dormirse -de hecho, no
había podido dormir
ininterrumpidamente en los
últimos tiempos- y sus voces
habían sido claramente
audibles en el silencio de la
noche, así que escuchó todo
lo que mamá y papá habían
conversado en el comedor. El
sintió que su corazón se
hundía en su estómago a
medida que escuchaba y lo
pensaba una y otra vez,
"Ellos nunca me creerán.
Nunca. No hay modo de que
me crean alguna vez".
Retiró las mantas, se bajó del
sillón y encendió la lámpara
colocada a un extremo del
lecho antes de dirigirse a la
cocina para beber agua. A
causa de los tratamientos de
rayos, sus conductos de
saliva se habían secado
completamente, y su boca
estaba constantemente
reseca, por ello bebía más
que nunca. Cuando hubo
terminado, caminó callado
por el pasillo hasta la
habitación de Stephanie y
llamó a la puerta con la punta
de un dedo antes de abrirla y
entrar con cautela.

-¿Stephanie? ¿Estás
despierta? -Cerró la puerta
silenciosamente y miró a la
oscuridad.- ¿Steph? Soy yo. -
Achicando los ojos en
anticipación, Stephen alargó
el brazo y encendió la luz.

Ella estaba acostada de


espaldas sobre la cama, tensa
y temblando, el borde de las
mantas la cubría has-la los
grandes ojos aterrorizados.
Cuando ella lo vio, su cuerpo
se relajó y cerró sus ojos a
medida que suspiraba y
empujaba su cabeza otra vez
contra la almohada.

-¿Qué sucede? -susurró


Stephen.

-Pensé que eras un fantasma.


Stephen la miró pensativo
por un momento.

-¿Es eso lo que crees que


son? -preguntó, y se sentó
sobre el borde de la cama-.
¿Fantasmas?

-No lo sé. -Ella se encogió de


hombros.- ¿Qué otra cosa
pueden ser?

-¿Tú los... sientes?


Ella achicó los ojos, torció la
cabeza y pensó sobre ello un
momento. -Mmm... a veces.
Eso creo.

-Yo también -murmuró-. A


veces siento como... no lo sé,
como si hubiera algo allí.
Aun cuando no puedo ver
nada.

-Desearía que Michael


volviera a casa -suspiró ella.
Stephen se sentía de la
misma manera, pero
preguntó: -¿Por qué?

-Bueno... creo que él nos


creería. ¿No crees?

Stephen la miró por un largo


rato. Gran parte del tiempo,
su hermana menor era una
molestia. Desde que se había
enfermado, había estado
mirando todo de modo
diferente, como estaba
mirando a su hermana menor
ahora. Ella se había
convertido en una aliada, una
amiga. Tomó su pequeña
mano con la de él y le
susurró: -Escucha, Steph. Si
alguna otra cosa ocurre, me
puedes decir. Ven de
inmediato y me lo cuentas,
¿estamos de acuerdo? Yo te
creeré.

-¿Me dirás si alguna otra


cosa te ocurre a ti?
El asintió y le apretó la
mano.

Carmen comenzó a pasar


tanto tiempo con los niños
como podía. Con Peter, era
fácil; no se iba lejos de la
casa. Pero Stephanie era
activa, jugaba con otras niñas
en la calle, y Stephen pasaba
mucho tiempo con

Cody. No parecían necesitar


atención, pero Carmen
decidió seguir intentándolo.

Como siempre, ella


extrañaba a Al; teniendo la
casa y a los chicos para sí
todo el tiempo la hacían
sentir como si tuviera más
carga sobre sus hombros de
la que podía manejar. La
ayudaba mantenerse ocupada
en las tareas de la casa y
visitaba a menudo a Fran.
Llevaba a Stephen al hospital
para sus tratamientos y
observaba que lentamente se
volvía más pálido y débil. A
veces ella quería tomarlo
entre sus brazos y sostenerlo
allí, mantenerlo alejado de
ese hospital, temiendo que
los tratamientos sólo lo
empeoraran. Pero los
médicos le aseguraron que
esos tratamientos eran la
mejor y quizás única
oportunidad que tenía
Stephen.
Sus semanas estaban
salpicadas por historias de
los niños, en gran parte de
Stephen, historias sobre
voces escuchadas alrededor
de la casa.

Una mañana, Carmen se


levantó para encontrar cada
luz en la sala encendida y
Stephen estirado sobre el
sillón, como si hubiera
pasado una noche
inusualmente agitada. Ella
caminó alrededor de la
habitación y apagó todas las
luces, luego despertó a
Stephen. El dijo que había
escuchado una voz en la
oscuridad, así que había
encendido la luz junto al
sillón. Pero la voz -la voz de
un hombre- continuó
emergiendo de uno de los
rincones más oscuros de la
habitación, así que se levantó
y encendió otra luz, luego
otra, hasta que todas estaban
encendidas y sólo así
consiguió dormirse. El dijo
que sabía bien que ella no le
creería, y eso ni siquiera le
molestaba. Pero el hecho de
que a él no le importara si
ella le creía o no le
molestaba a ella. Su actitud
produjo una fisura en la
teoría que sostenía que
necesitaba atención.

Ocurrió una y otra vez:


Stephanie escucharía una voz
en el baño o Stephen
escucharía otra en el pasillo y
no importaba cómo les
hablara Carmen; ellos
asentían y se disculpaban por
molestarla, pero de alguna
manera lograban dar la
impresión de que sabían algo
que ella desconocía...

Los incidentes molestaron a


Carmen lo suficiente como
para que escribiera sobre
ellos cierta cantidad de veces
en su diario. Se había
convertido en un hábito para
ella anotar sus pensamientos
y experiencias, si no todos
los días por lo menos un par
de veces por semana, incluso
cuando nada particularmente
significativo hubiera
ocurrido. Era reconfortante
poner los sentimientos sobre
papel, pensando que nadie
leería lo que escribía, que no
sería criticado o evaluado.
Temprano, un viernes por la
tarde, ella se sentó al
escritorio en la habitación
soleada, para escribir en su
diario mientras la música
surgía suavemente del
aparato de audio en la sala.
Stephanie y Stephen se
encontraban afuera y Peter
estaba durmiendo. Más que
nada, Carmen intentaba
quemar el tiempo hasta que
llegara Al esa tarde.
Estaba escribiendo en su
diario sobre la última voz, la
voz de un hombre que había
llamado a Stephen desde el
sótano, cuando un hombre la
llamó: -¿Carm? ¿Estás aquí
adentro?

Ella dejó caer la lapicera y se


puso de pie, pensando: "Al ha
llegado a casa temprano",
cuando se dio vuelta y sonrió
y dijo: -¿Al? Estoy aquí.
Silencio.

-¿Al? -ella fue hacia la sala y


se detuvo, mirando el umbral
vacío de la puerta que se
abría hacia el pasillo y la
entrada principal.

Su sonrisa tembló, luego


desapareció. Ella frunció el
entrecejo a medida que
cruzaba el umbral.

-¿Al? -volvió a preguntar,


pero ahora su voz era baja y
un tanto inestable.

Estaba sola.

Al no había entrado en la
casa.

Ella miró por la ventana para


descubrir que ni siquiera
había llegado.

Carmen dejó escapar un


largo, profundo suspiro,
forzó una sonrisa, y
murmuró: -Bueno -pensando:
"Debo de extrañarlo, eso es
todo, es sólo que lo extraño y
estaba pensando en él y... sí,
eso es todo."

Se volvió y entró otra vez a


la habitación soleada para
seguir escribiendo, pero no
sin antes subir el volumen
del equipo.

Del verano al
otoño I
Era un verano cálido con un
día después de otro de
interminables cielos celestes
y noches cubiertas de
estrellas relucientes. El aire
olía a madreselva, y durante
el día las risas de los niños
resonaban por el vecindario.

Fran tuvo una hija y la llamó


Janine, a veces el sonido de
su llanto se levantaba en la
brisa del verano y le llegaba
a Carmen, la vecina de la
puerta cercana. El sonido
hacía sonreír a Carmen; de
algún modo, completaba el
ambiente del vecindario, lo
volvía más confortable.

"¿Así que por algo no se


sentía bien?" Carmen se
preguntaba una y otra vez. La
pregunta era hecha por una
voz interior tan tranquila, que
era casi inaudible... porque
Carmen estaba intentando lo
mejor para silenciarla.

Stephen odiaba sus


tratamientos cada vez más
con cada día que pasaba y se
volvía más resistente a

ellos. Era hostil con los


médicos y las enfermeras en
el hospital y a veces gritaba a
Carmen. Ella intentó
asumirlo sin que le afectara,
intentó decirse a sí misma
que era de esperarse,
considerando el esfuerzo que
le llevaban los tratamientos.
Pero de todas maneras le
preocupaba. Además de eso,
él había perdido más peso y
se veía más delicado que
nunca. A veces, cuando lo
abrazaba, ella temía
quebrarlo.

El doctor Berry le dijo que


era una buena señal, de todos
modos.

-Si se comporta molesto -


manifestó el médico-, eso
significa que está resistiendo.
Si está luchando con
nosotros, entonces está
luchando contra el cáncer. Es
prometedor.

Así que quizá no fuera algo


tan malo después de todo. De
acuerdo con lo que dijo el
doctor, Stephen estaba
mejorando y era probable que
lo siguiera haciendo.

Buena señal. ¿Entonces, cuál


era el motivo por el que no se
sentía bien?
Al todavía estaba trabajando
en Nueva York, pero volvía a
casa cada fin de semana
como un reloj. Las difíciles
semanas de trabajo y los
largos viajes, para no
mencionar su preocupación
por Stephen, lo estaban
agotando; tomaba más
cuando estaba en casa los
fines de semana y se estaba
volviendo malhumorado.
Pero, a pesar de sus rezongos,
él deseaba ayudar respecto de
la casa. Pintó las paredes
manchadas en el sótano.

Iban a la iglesia todos los


domingos; Carmen se
involucró en las actividades
de la iglesia, de la misma
manera en que lo había hecho
en su casa de Nueva York, y
había forjado algunas
amistades allí, mujeres con
las que ella podía pasar el
tiempo durante los días de
semana. Además ella veía a
Fran con frecuencia y
tomaban turnos para cuidar
los niños de cada una, así
ambas podían salir de la casa
de vez en cuando.

¿Entonces qué era?

Los otros niños, Stephanie y


Peter, estaban bien. Michael
todavía se encontraba en
Alabama, pero llamaba en
forma regular. Todo estaba
bien.
Excepto por... algo.

La sensación que había


comenzado ese día que
limpió el suelo de la cocina.

Las cocinas parecían ser la


primera casualidad en una
casa llena de niños, y no
había pasado mucho antes de
que el mosaico de linóleo,
color ladrillo, de la cocina de
los Snedeker perdiera su
brillo, a pesar de la limpieza
regular, aunque apurada. Así
que, un día hacía algunas
semanas, Carmen había
tomado un trapo y el balde,
se había quitado los zapatos y
doblado los pantalones hasta
las rodillas, y había
comenzado a fregar en serio.

Los niños estaban todos


afuera esa tarde y la casa
permanecía en silencio.

El estropajo iba y venía sobre


el linóleo, sus empapadas
hebras de algodón se movían
como tentáculos sobre las
manchas de Pepsi Cola y
puntos de agua. Carmen
había limpiado suficientes
suelos de cocina como para
hacerlo sin prestarle
demasiada atención, así que
enjuagó el estropajo en el
balde un par de veces antes
de notar finalmente el olor.

No era muy fuerte, pero el


olor empalagoso, como a
cobre, era ciertamente
desagradable.

Cuando notó el agua en el


balde.

Era rojo oscuro profundo.

Las hebras del estropajo eran


de color carmesí brilloso.

Y los pies descalzos de


Carmen estaban bañados en
rojo. En realidad, el suelo
entero estaba bañado en rojo.
Ella miró sus pies con su
labio curvado de disgusto. El
olor colgaba del aire como
humo.

De repente, Carmen pensó en


lo que Stephen había dicho el
primer día que pasaron en la
casa -Mamá, debemos
abandonar esta casa. Hay
algo malvado aquí- y su
corazón comenzó a tronar en
su pecho mientras miraba el
oscuro líquido rojo sobre el
suelo a su alrededor, oliendo
ese leve pero terrible hedor.

-No, no puede ser -ella


susurró para sí misma-, no
puede ser eso, es sólo... sólo
el linóleo, eso es todo. Eso es
todo.

Decidió entonces que no


podía permitir que los niños
vieran ese desastre;
rápidamente lo limpió,
usando viejas toallas de
cocina y casi medio rollo de
toallas de papel para los
toques finales. Luego
esparció un poco de
desodorante de ambiente por
la habitación.

-Sólo haré que Al levante el


linóleo, eso es todo -
murmuró ella-. Eso es lo que
haré.
Pero le había molestado ese
día, y todos los días
siguientes.

Carmen no le había
comentado a Al sobre ello.
Ella no se sentía segura
ahora. ¿Y qué pasaría si él se
reía, sin darle importancia?
Simplemente ella no quería
volver a limpiar el suelo.

El piso de la cocina era parte


de la sensación de
inseguridad de Carmen. Otra
parte era el hecho que
Stephen había dejado de
hablarle sobre las voces que
había estado escuchando en
la casa. El ya no hacía
referencia a la casa como si
fuera malvada. En el espacio
de sólo unas pocas semanas,
simplemente había dejado de
hacerlo, como si ello nunca
hubiera sucedido.

Carmen intentó convencerse


de que era algo positivo, que
era una señal de que Stephen
se estaba recuperando. Pero
cuando ella se decía eso, su
voz interior le susurraba:
"¿Es cierto?"

A veces, ella entraba


caminando en la habitación
para encontrar a Stephen y
Stephanie murmurando entre
sí en voz baja, en secreto.
Cuando la veían, se callaban
y se alejaban el uno del otro,
como si hubieran sido
descubiertos haciendo algo
malo. Ella no le dio
importancia al principio,
pero cuando siguió
ocurriendo, media docena de
veces más o menos, comenzó
a preguntarse si le estarían
escondiendo algo a ella.

-Así que, ¿sobre qué hablan


ustedes dos? -preguntó ella
un día cuando los descubrió
murmurando en el sillón de
la sala. Ella se sentó en la
silla reclinable de Al y
observó sus reacciones.

Stephen se encogió de
hombros y masculló: -Nada. -
Se volvió hacia los dibujos
animados que estaban
proyectando en el televisor.

-Nos estábamos preguntando


si papá vendrá a casa hoy -
dijo Stephanie.
-No falta mucho para que
llegue -dijo Carmen-. Dentro
de un mes, o quizás un poco
menos, llegará su
transferencia.

Stephanie asintió, entonces


ella, también, se volvió hacia
el televisor.

"Es sólo tu imaginación, se


dijo Carmen a sí misma.
Ellos no están guardando
ningún secreto y Stephen está
mejorando y ¡todo está bien!"

Pero, como lo había hecho


tan seguido recientemente,
esa pequeña voz en el sótano
de su mente le susurró:
"¿Entonces por qué hay algo
que parece no estar bien?"

Stephen había dejado de


hablar con su madre sobre las
voces que oía porque eso no
le hacía ningún bien. Ella no
le creía. El no le habló a Al
sobre ellas tampoco; Al se
había vuelto tan sensible
últimamente que si Stephen
daba alguna indicación sobre
el tema de voces incorpóreas,
Al le gritaba que abandonara
esas cosas y se comportara
como alguien de su edad.

La única persona con quien


Stephen podía hablar sobre
las voces era Stephanie.
Aunque ella aún insistía en
que había visto a una mujer
aparecer en su habitación,
Stephanie no escuchaba
voces.

-Pero -le dijo a Stephen un


día mientras murmuraban
juntos en el sillón en la sala
de estar- a veces yo...

yo... -Su rostro estaba tenso


de pensar, con frustración,
que no era capaz de encontrar
las palabras adecuadas
Estaba demasiado tenso para
una niña de seis años de
edad.- Me siento como si no
estuviera sola cuando en
realidad lo estoy. Nadie está
conmigo, no veo a nadie,
pero... me siento como si
alguien estuviera allí.

Pero ella no escuchaba las


voces que oía Stephen: las
frías, chillonas voces... las
coléricas, burlonas voces...

Sólo Stephen las oía.


Stephanie siempre deseaba
escucharlo hablar sobre ellas
y le había prometido no
mencionárselas a mamá. Sus
respuestas no eran ni
valorativas ni incrédulas sino
llenas de la preocupación de
una niña pequeña. Stephen
encontró que sus charlas eran
reconfortantes; le hacían
sentirse menos solo.

-¿Stephen?
Stephen quedó helado afuera
del cuarto de baño una noche.
Todos se habían acostado
hacía tiempo, pero Stephen
se había despertado con la
vejiga llena. La voz le habló
mientras salía del cuarto de
baño.

-Stephen, ven aquí abajo -le


susurró.

Stephen caminó por el


pasillo, su cuerpo helado de
temor, sus piernas tiesas de
tensión. Pero se movió
lentamente porque, a pesar de
su miedo, la voz lo atraía, lo
impulsaba a detenerse y
escuchar lo que tenía para
decir.

-Tenemos cosas que hablar,


Stephen -la voz proseguía

-Hay cosas que hacer. No hay


tiempo que perder, Stephen.
Comencemos.
"¿Qué cosas? pensó él,
mientras se movía un poco
más rápidamente. ¿Qué debía
comenzar a hacer?"

-Es tiempo de que dejes de


posponerlo -dijo la voz,
luego rió. Era un ruido como
el entrechocar de cubos de
hielo.

Stephen dio vuelta a la


esquina y entró en la sala
oscura.
-Tengo cosas que decirte,
Stephen. Tenemos cosas para
hacer. -La voz todavía
murmuraba y Stephen aún
podía escucharla claramente.

Encendió la lámpara que se


encontraba en un extremo del
sillón, luego la otra. Debajo
de su almohada, tenía un
Walkman con una radio
AM/FM y un par de
auriculares. Le había pedido
a su madre que se los trajera
de abajo. Puso torpemente
los pequeños discos en sus
orejas, encendió la radio y
levantó el volumen.

La música de una radio local


retumbaba en su cabeza y
sintió que su cuerpo
comenzaba a relajarse.

Pero a través de esa música, a


través del ritmo alocado y los
agudos gritos, Stephen pensó
que escuchaba, por un
momento, la dura, fría risa de
la voz...

Ocurrió distintas veces y en


distintos lugares de la casa
pero nadie más la escuchó.
Stephen comenzó a pensar
que la voz quizá se
encontrara en su cabeza; de
otra manera, ¿por qué nadie
más la escuchaba hablar
sobre las cosas que le quería
decir a Stephen, sobre las
cosas que necesitaba hacer?
¿Por qué era él la única
persona que la oía?

El también vio cosas... o algo


así. A veces, tenía la
impresión de ver algo que se
movía rápidamente a su
derecha o a su izquierda, no
era más que una sombra gris
en su visión periférica;
cuando se volvía hacia ella,
no había nada allí. La
primeras veces, había
ocurrido tan rápidamente que
había pensado que lo había
imaginado, o que quizás
hubiera sido Willy corriendo
a través de la habitación en
esa forma rápida,
zigzagueante, que tenía.
Luego se dio cuenta de que,
fuera lo que fuese, corría de
debajo de un mueble a otro,
como si se escondiera de él.
Stephen no le contó a nadie
lo que había visto, o al menos
lo que pensaba que había
visto, ni a Stephanie. Le
parecía demasiado vago para
hablar sobre ello; se sentía
bastante tonto a causa de lo
que ya había dicho.

Pero también sentía miedo.


Primero la voz, que se volvía
más ominosa todo el tiempo,
luego las visiones de algo
pequeño y gris corriendo a su
alrededor, escondiéndose de
él en forma burlona. ¿Que le
sucedería ahora?
Eso era lo que asustaba a
Stephen. No sabía que
vendría después, pero de
algún modo, profundamente
en su visceras, en sus huesos,
sabía que había más... y él no
estaba deseoso de que
ocurriera.

Con el fin del verano, era


tiempo de que Michael
volviera a casa y se preparara
para comenzar otro año de
colegio. Alrededor del
mediodía el sábado, Al llevó
a los niños al aeropuerto para
buscar a Michael mientras
Carmen se quedaba en casa y
preparaba una importante
comida.

Carmen había sido criada en


una familia que creía en
celebrar acontecimientos -ya
fueran grandes o pequeños-
con comida. Era el fin de
semana del Día del
Trabajador y quería que
comenzara bien, así que
cocinó bastante pollo frito,
choclos y panes calientes;
preparó una ensalada verde,
una ensalada de patatas,
sirvió dos tipos de patatas
fritas e hizo bastante té
helado. Entonces, cuando
supo que llegarían a casa en
cualquier momento, lo
dispuso todo en forma de
bufé sobre la mesa del
comedor.
Fue a la cocina, tomó una
pila de platos del armario y
los colocó al final de la mesa,
luego dispuso los cubiertos a
lado de los platos. Ella estaba
a punto de sacar unas
servilletas cuando sonó el
teléfono. Carmen fue a la
sala para contestarlo.

Era Wanda Jean.

-¿Ya ha llegado mi
muchacho? -preguntó Wanda
Jean.

-Aún no, mamá. Los espero


en cualquier minuto.

-¿Cómo está Stephen?

-Oh, igual. Sus tratamientos


terminan dentro de una
semana, si los médicos no
dicen lo contrario.

-¿Qué sucederá entonces?


-Tendremos que rezar
mucho.

Carmen explicó que se


encontraba en medio de
preparar una gran comida y
prometió volver a llamarla
más tarde. Colgó y se
encaminó hacia el comedor,
pero quedó congelada en
medio del pasillo, sus pies se
detuvieron sobre el suelo de
madera mientras miraba a la
mesa del comedor.
La pila de platos no estaba, ni
estaban los cubiertos.

Carmen cerró los ojos por un


momento, luego los abrió,
con deseos de comprobar que
no le habían hecho un truco y
que los platos y los cubiertos
estaban allí después de todo.

Pero no estaban.

Tomando pasos lentos, casi


cautelosos, cruzó el comedor
y fue a la cocina donde abrió
el armario.

Todos los platos estaban


apilados en su lugar habitual.

Su boca se abrió mientras


fruncía el entrecejo y hacía
un ruido como si estuviera a
punto de hablar, pero no lo
hizo. En cambio, cerró el
armario y abrió el cajón de
los cubiertos.
Los cubiertos que había
sacado -o creía que había
sacado- habían vuelto a su
lugar.

Ella cerró la boca, apretó los


labios firmemente y podía
escuchar su respiración
agitarse en sus fosas nasales.
Cerrando el cajón de un
golpe, se dio vuelta, se
recostó contra el borde del
mostrador y murmuró la
mitad de lo que pensaba en
voz alta.

"Eso es todo lo que era, eso


es todo...."

-Yo pensé que los había


puesto, eso es todo, yo sólo...

-"pensé que lo hice, pero no


lo hice, eso es todo, porque
en realidad...”

-Hace calor hoy, y con la


cocina y...
-"El estrés, ha habido mucho
estrés en este lugar, y...”

-Sí, sí, eso es todo lo que fue,


sólo un pequeño...

error.

De pronto hubo un estruendo


y movimiento en la casa y
Carmen se asustó, tomándose
del pecho con una mano y
dejando escapar un grito.
-¡Ey, mamá! -llamó Michael,
que corría por el pasillo y
entraba en el comedor,
sonriéndole al llegar a la
cocina.

Los otros siguieron detrás,


hablando, riendo.

Carmen tomó una larga


inspiración, sostuvo el
pequeño crucifijo alrededor
de su cuello entre su pulgar y
el dedo índice y elevó una
súplica silenciosa.

Durmiendo en el
sótano
El aire se volvió más frío a
medida que Stephen bajó las
escaleras y se sintió bien
contra su piel. Carmen, Al y
Michael habían estado allí
abajo por un rato y, mientras
bajaba, Stephen podía
escuchar una exclamación
ocasional de Michael:
"¡Maravilloso!" o "¡Bien!"
Evidentemente le gustaba el
sótano en general y su
habitación en particular.

Antes, mientras los otros


comían, Stephen había
llevado a mamá a un costado
y le había pedido que por
favor no le contara a Michael
por qué no había dormido
abajo.

-Está bien, ¿pero por qué? -


preguntó ella-. El lo
descubrirá tarde o temprano
de todas formas.

-Sí, pero yo quiero decírselo.


Probablemente esta noche.
Porque creo que me gustaría
comenzar a dormir allá
abajo. Me refiero a dormir
allí esta noche.

-¿Es verdad?

-Sí, ahora que Michael ha


vuelto a casa. Pero... no
dormiré solo.

-¿A qué te refieres solo? El


estará...

-Me refiero a que no en mi


habitación.
-¿Quieres compartir una
habitación? -Ella frunció el
entrecejo mientras pensaba
sobre ello.- Pero cada uno de
ustedes iba a tener su
habitación.

-Ya lo sé, mamá, pero... por


favor -susurró él-. Dormiré
allí abajo. Pero no lo haré si
tengo que dormir solo en una
habitación.

-¿Todavía le tienes miedo al


sótano? -ella torció la cabeza,
como si encontrara que eso
era difícil de creer.

El había desviado los ojos y


se había quedado allí sin
contestar.

-Está bien -dijo ella-. Hablaré


con Al acerca de mudar tu
cama. Y él probablemente le
preguntará a Michael si a él
le importa.
-No le importará -agregó
Stephen.

Y había estado en lo correcto.


A Michael le gustó la idea.
Trasladaron la cama de
Stephen al cuarto de Michael
y, aunque ninguna de las
camas había sido estrenada
aún, Carmen puso sábanas
frescas en ambas.

Carmen y Al parecían
contentos de que Stephen
finalmente decidiera dormir
abajo, aunque quisiera
compartir la habitación con
su hermano. De hecho,
parecían tan satisfechos y
aliviados sobre ello que
Stephen se sentía un tanto
avergonzado.

-Bueno, ¿qué crees? -


preguntó Al mientras
Stephen bajaba las escaleras.

Echó un vistazo alrededor de


la habitación, a las camas, la
cómoda, los estantes de
madera que corrían por las
tres paredes. La habitación se
veía como si hubiera sido
diseñada para ser un
dormitorio para dos niños
desde el principio.

El problema era, por


supuesto, que Stephen sabía
que ese no era el caso en lo
más mínimo. Había sido
construida para servir un
propósito muy distinto,
mucho más oscuro.

-Se ve fantástico -dijo con


una sonrisa cuando entró en
la habitación.

-Ustedes dos tendrán que


pelear por las camas -dijo
Carmen-. Y yo pensé dejarlos
decidir si querían guardar
todas tus cosas, así que
tendrás que traerlas de la otra
habitación.
-Gracias -dijo Stephen,
asintiéndole a Al.

-Claro, campeón.

Carmen se encaminó hacia


las escaleras.

-Bueno, los dejaremos


trabajando.

Ella y Al estaban en la mitad


de las escaleras cuando ella
se volvió para decirles: -¿Las
sobras están bien para la
cena?

-Sí, mamá -contestó Stephen.

Cuando se hubieron ido, la


habitación quedó en silencio
y los muchachos
permanecieron allí por
mucho tiempo.

-¿Por qué no has estado


durmiendo aquí abajo? -
preguntó Michael.
Stephen se pasó la lengua por
los labios, hizo un gesto
hacia atrás con la cabeza
hacia las puertas francesas,
luego lo llevó a su vieja
habitación y dijo: -Te diré
mientras mudamos las cosas.
Pero debes prometerme -
agregó, levantando un dedo
tieso- esto queda entre
nosotros, ¿estás de acuerdo?

Michael se encogió de
hombros.
-Sí, seguro.

Así que, mientras fueron a la


habitación contigua y
comenzaron a mudar las
cosas de Stephen, este contó
todo a su hermano: que había
estado escuchando unas
voces un tanto atemorizantes
desde que se mudaron, que
Stephanie dijo que había
visto a una extraña mujer de
pie en su habitación con los
brazos abiertos como para
abrazarla, y, guardando el
hecho más sorprendente para
el final, que la casa había
sido una funeraria.

-¿Es verdad? -Michael dijo


con una sonrisa.-¡Qué bueno!

-No le veo el lado bueno.

La sonrisa de Michael titubeó


un poco. -Bueno... yo creo
que lo es. ¿Sabes?
-Que solían traer muertos
aquí dentro, ¿a eso te
refieres? ¿Tú crees que es
divertido que embalsamaran
cadáveres aquí adentro?
Quizá lo hayan hecho en esta
habitación, por lo que
sabemos.

La sonrisa desapareció
completamente mientras
Michael apoyaba una caja de
cosas y enfrentaba a Stephen.
-No pensé en eso -dijo
suavemente- ¿crees que es el
origen de las voces que
creiste escuchar?

-No creí, las escuché,


Michael, las escuché. Por
Dios. -Se dio vuelta y volvió
para buscar otra caja de
cosas, murmurando:-
Stephanie dijo que nos
creerías, pero supongo que
estaba equivocada.
-Oh, no, no quise dar esa
impresión -insistió Michael,
apurándose detrás de él-, yo
les creo. Sólo me preguntaba
si... bueno, ya sabes, es como
si... fuera extraño, eso es
todo, ¿sabes?

Llevaron las últimas dos


cajas a la habitación, luego se
sentaron en el suelo y
comenzaron a revisar los
contenidos.
-¿Crees que este lugar está
embrujado? ¿A eso te
refieres? -inquirió Michael.

-Todo lo que quise decir es


que he estado escuchando esa
voz. Y por lo general viene
de aquí abajo. Me llama por
las escaleras.

-¿Qué tipo de voz es? ¿Qué


dice?

-Siempre es la voz de un
hombre. A veces suena como
la de papá, pero sólo cuando
está trabajando en Nueva
York. Por lo general, sólo
dice mi nombre. -Stephen
cambió el foco de su atención
de la caja frente a sí a la
habitación que lo rodeaba.
Paseó la vista a su alrededor
lentamente, mostrando
mayor preocupación mientras
hablaba en esporádicas frases
nerviosas.- Dice todo el
tiempo que quiere que venga
aquí abajo y... no sé, dice que
tengo que hacer algo y que
tenemos que ponernos a
trabajar, pero él... bueno,
nunca dice qué es.

Las sonrisas de Michael se


habían desvanecido; ni
siquiera parecía como si
estuviera disfrutando de la
conversación ahora. El,
también, se veía preocupado
a medida que escuchaba las
palabras de Stephen.
-Entonces... quizá no
debiéramos vivir aquí -dijo
Michael en voz baja después
de un largo silencio.

-Papá y mamá no pueden


pagar otra mudanza. Después
de todas las cuentas médicas
que he producido, ellos
probablemente apenas
pudieron pagar la mudanza
aquí.

-¿Cómo está tu... hum, quiero


decir, cómo te sientes?
Nunca dijiste nada antes.

-Stephen se encogió de
hombros.- Me siento igual,
creo. Y mamá me dijo que
era cáncer hace mucho
tiempo, así que no debes
temer pronunciar la palabra.

Hubo un silencio entre ellos


entonces; era un silencio tan
curiosamente tenso, en el que
sus ojos ni se cruzaron, que
Stephen se preguntó si no
había cometido un error en
decirle a Michael sobre las
voces, si su hermano pensaba
que estaba loco, que había
sido afectado por su
enfermedad o por los
tratamientos.

Entonces: -¿Qué es lo que


haremos, Stephen? ¿Me
refiero, qué haremos con esta
casa? ¿Con las voces, y la
mujer que vio Steph?
Michael trató de aparecer
sólo curioso, pero Stephen
podía distinguir una chispa
de temor en sus ojos.

-No lo sé -dijo Stephen


casualmente, sin querer
atemorizar a su hermano más
de lo que ya había logrado
asustarlo-. Sólo esperar y ver
qué ocurre, supongo.

Michael asintió lentamente y


dijo: -Esperar. Sí. Está bien,
esperaremos y veremos -
sonriendo levemente, como
si hubieran estado
conversando sobre algún tipo
de cambio meteorológico que
podría o no podría suceder, y
no sobre una extraña voz
llamando desde la oscuridad.

A medida que la tarde se


volvió oscura afuera, Stephen
se puso más y más ansioso.
Se encontró jugueteando
nervioso, sin poder
concentrarse en los
programas más banales de la
televisión y sin poder dejar
de mirar el reloj.

¿Cuán tarde es?

¿Cuánto falta para que todos


comiencen a irse a la cama?

Stephen decidió que no


bajaría hasta que Michael
estuviera pronto para irse a la
cama. Tan estúpido como
sonaba, no quería bajar allí
para dormir solo, no aún;
quizá luego, después de haber
estado durmiendo allí abajo
por un tiempo, podría hacerlo
solo, pero aún no.

Después de mirar un par de


horas televisión, durante las
cuales contó todo lo que
había hecho en lo de la
abuela, Michael se levantó
del suelo, y dijo: -Me voy a
la cama. Estoy un tanto
fatigado.

Por un instante, la mente de


Stephen se disparó: "¿Se
vería raro si yo bajara
también con él? ¿Debería
esperar un tiempo y entonces
bajar? Pero entonces él
podría estar dormido y yo me
quedaría solo. Ni siquiera
estoy fatigado aún."

-Sí, yo también -dijo


Stephen, mientras se
incorporaba del sillón
lentamente, como si
estuviera fatigado y pronto
para dormirse.

Después que intercambiaron


las "buenas noches", Stephen
siguió a Michael al sótano.

-Nunca dijiste qué cama


querías -dijo Stephen en el
trayecto.

-La que tú no quieras.


-Bueno, yo quiero la que tú
no quieras. Quiero decir, es
tu habitación.

Michael rió y dijo: -Está


bien, tomaré la cama junto a
la pared.

Al final de las escaleras,


Stephen se estiró para cerrar
las puertas francesas sin
siquiera pensar en lo que
hacía. No tuvo mucho éxito y
ellas quedaron abiertas sólo
unas pocas pulgadas. Decidió
que era tonto para él sentir
que necesitaba cerrarlas, así
que las dejó como estaban.

Stephen comenzó a
desvestirse de inmediato,
deseando acostarse en una
cama nuevamente. Había
pasado un tiempo desde que
lo había hecho antes. Cuando
se hubo sacado hasta los
calzoncillos, abrió la cama,
se sentó sobre el borde de
ella y luego vio a Michael
caminando hacia las
escaleras otra vez.

-¿Adonde vas? -preguntó


Stephen, intentando no
mostrar su temor.

-A cepillarme los dientes. Ya


vuelvo.

Los dedos de Stephen se


hundieron en el colchón hasta
que sus nudillos se volvieron
de color blanco amarillento
mientras miraba a Michael
subir las escaleras, e ir
desapareciendo de a poco:
primero su cabeza y
hombros, luego sus brazos,
torso, piernas, pies...

Y Stephen quedó solo.

-¿Crees que estará bien? -


preguntó Carmen. Ella estaba
sentada al final del sillón. Ai
se encontraba en su silla
reclinable; miraba televisión
y no respondió.

Peter estaba durmiendo sobre


el suelo y Stephanie se
entretenía con un programa
de televisión junto con Al.
Estaban mirando una vieja
película de Simbad el
Marino.

Carmen lo intentó de nuevo:


-Al, ¿crees que Stephen se
sentirá bien ahora en la casa?
Todavía no obtuvo respuesta;
él sólo tomó unos tragos de
cerveza.

-¡Al!

El se volvió de pronto hacia


ella, alarmado. -¿Qué? -dijo,
suavemente al principio,
luego masculló: -¡Qué!

-Te he estado hablando.

-Estoy mirando la película,


¿está bien? ¿Qué dijiste?

-Te pregunté si crees que


Stephen se sentirá bien ahora
en la casa ya que se ha
mudado al sótano con
Michael.

El terminó su cerveza, luego


dijo: -Mejor que lo esté.
Sería bueno no oír hablar
más de esa basura sobre
voces.
-No ha hablado mucho sobre
ello últimamente.

-No directamente, pero de


alguna manera logra hacer un
comentario de vez en cuando,
algo que sólo sugiere que
existen cosas extrañas que
suceden en esta casa. Bueno,
es hora de que se sienta bien
en la casa, creo. -El bostezó,
luego levantó la botella de
cerveza vacía.- ¿Quieres
buscarme otra, querida?
Stephen bajó la vista hacia
sus manos, aún aferrando el
borde del colchón, y las
relajó. Parecía tonto quedarse
allí sentado y esperar a que
Michael regresara. El sólo
había ido a cepillarse los
dientes. ¿Cuánto podía
llevarle hacer eso? No lo
suficiente como para que
algo ocurriese. Además, las
luces todavía estaban
encendidas, así que, ¿qué
podía suceder? La única
oscuridad estaba del otro
lado de las puertas francesas,
contra los cuadrados paños
de vidrio.

Abrió el cajón de la mesilla


de noche y sacó su walkman,
luego se recostó en la cama y
se cubrió con las sábanas.
Después de colocar los
pequeños discos en sus oídos,
se puso de lado, apoyado
sobre un codo, para revisar
las estaciones de radio y oír
lo que trasmitían. Observó a
la aguja roja moverse a lo
largo del dial de una estación
a la siguiente, hasta que
captó algún movimiento con
su visión periférica, sólo algo
como una sombra, pero lo
suficiente como para hacerlo
levantar la cabeza y mirar del
otro lado de la habitación
hacia las puertas francesas.

El walkman se deslizó de sus


manos y cayó por el borde de
la cama y se rompió con un
ruido seco del plástico, lo
que arrancó los auriculares
de sus oídos.

El no se movió. Por un
tiempo, Stephen no pudo
moverse. Sólo podía mirar
fijamente hacia las puertas
francesas, al rostro que lo
miraba a través del delgado
espacio entre ellas.

Era la cara de un hombre


joven, quizá de poco más que
veinte años de edad, pero
pálido, tan pálido que parecía
irreal, como la cara de un
maniquí pintado de blanco.
Era un rostro largo,
demacrado, con mejillas
profundas, ahuecadas y ojos
hundidos como los de un
cadáver. No tenía expresión,
sólo miraba.

El cabello del joven era


negro y fibroso y le caía
hasta los hombros. Sus
pálidos brazos colgaban de
las mangas cortas de una
camisa oscura y largos dedos
huesudos temblaban contra
sus pantalones. Sus labios
descoloridos comenzaron a
moverse apenas, en silencio,
como si estuviera
murmurando para sí mismo.

Pero lo peor de todo, lo que


hizo sentir a Stephen como si
estuviera volviéndose loco,
era el hecho de que el joven
relucía de vez en cuando, se
volvía transparente y casi
desaparecía antes de volver a
tomar forma, como un
espejismo, como vapor.

Stephen dejó de respirar


durante un rato y sintió que
su garganta comenzaba a
cerrarse, como si se estuviera
hinchando lentamente,
volviéndose más y más
gruesa, hasta que estaba
seguro que pronto no podría
respirar, ni siquiera si lo
intentaba.

Para subir las escaleras,


debería pasar a escasos
centímetros del enfermizo
joven detrás de las puertas
francesas.

Los blancos labios


comenzaron a moverse con
mayor rapidez, aunque el
rostro permaneció
inexpresivo, los ojos vacíos.
Una temblorosa mano
huesuda comenzó a elevarse,
a extenderse hacia afuera, a
abrir un poco más una de las
puertas. Stephen pateó la
sábana para quitársela de
encima pero sus pies se
enredaron aun más en ella y
luchó por librarse, mientras
largos dedos cadavéricos se
curvaban sobre el borde de
una de las puertas. Stephen se
libró de la sábana, cayó de la
cama, se puso de pie y corrió
hacia las escaleras,
escuchando, sólo por un
instante cuando pasaba al
joven, el seco murmullo
como el de un insecto que
salía de aquellos finos labios.
Entonces subió a toda carrera
las escaleras, saltando de dos
escalones a la vez. Cuando
llegó a la cima, casi chocó
con Michael, cuyos ojos se
agrandaron de sorpresa y
preocupación mientras veía a
Stephen que lo pasaba
corriendo.

Stephen se movió
ruidosamente por el pasillo y
trastabilló en la sala.

-¡Stephen! -gritó Carmen


cuando él tropezó y cayó de
rodillas. Ella se apuró por
llegar a su lado y ponerle un
brazo alrededor de los
hombros-. ¿Qué sucede, qué
te ocurre? ¿Stephen?
El no podía responder. Su
boca se había vuelto seca y
gomosa y las palabras
sonaban como ruidos sin
sentido.

Cuando Michael entró detrás


de él, Carmen preguntó: -
¿Qué le pasó?

-¡No lo sé! Salía del cuarto


de baño y él sólo...

-Tráele un vaso de agua.


Para cuando Michael había
vuelto con el vaso de agua,
todos se habían reunido
alrededor de Stephen,
excepto Peter, quien todavía
permanecía dormido en el
suelo.

-Había un hombre -suspiró


Stephen, sin aliento, una vez
que hubo tomado algunos
tragos de agua-. El estaba del
otro lado de las puertas
francesas. Pálido. Muy
blanco. Alto. Con cabello
largo negro. Me miraba.

Al se volvió y salió apurado


de la sala. Lo escucharon
bajar las escaleras.
Permanecieron en silencio
mientras esperaban... algo, o
cualquier cosa que pudiera
indicarles qué había abajo.

Stephen tomó un poco de


agua.
Carmen se mordió una uña.

Michael chasqueó los


nudillos.

Todos miraron la puerta.

Los pasos de Al volvieron


sobre las escaleras. Cuando
apareció en el umbral de la
puerta, sus ojos se veían
fatigados, pesados.

-No hay nadie allí abajo -


dijo.

Los ojos de Stephen se


agrandaron.

-Pero él estaba allí. Yo lo vi.


Un tipo con pelo negro largo,
muy pálido y... y era, como,
transparente.

-No había nadie allí. -La voz


de Al fue repentinamente
firme, dura.- Revisé todo el
sótano, Stephen. Ahora...
¿transparente? -Al lo miró
con curiosidad.-¿Te refieres a
que era como un fantasma?

Stephen asintió.

-Oh, vamos, Stephen, debes


dejar eso. Creo que todos
hemos tenido suficiente.
Quiero decir, gente
transparente detrás de puertas
es demasiado, ¿estamos de
acuerdo?
Aunque no parecía posible,
los ojos de Stephen se
agrandaron mientras miraba
a Al. -¡Pppero yyyo lo vi!
Estaba comenzando a entrar
por las puertas cuando yo...

-¡Deja eso, Stephen! -dijo Al,


y no era un pedido. Los ojos
de Al se endurecieron-. No
hay nadie allí abajo ahora y
no hubo nadie antes.
¿Estamos de acuerdo? ¿Me
entiendes?
Lentamente, Stephen asintió,
con la mandíbula floja, los
ojos aún desorbitados bajo
las cejas levantadas.

-Ahora, ¿por qué no te vas a


la cama? -dijo Al tranquilo.

-Creo... creo que prefiero


dormir en el sillón.

Al exhaló lentamente.

-Esta es una sala de estar,


Stephen, no un dormitorio.
Es hora de que empieces a
dormir allí abajo. Con
Michael. Tienes una cama
esperándote, tienes todas tus
cosas en la habitación.
Vamos, ¿está bien? Vuelve
abajo y acuéstate.

Stephen repentinamente se
veía más pálido que de
costumbre.

-Realmente, yo... yo
preferiría dormir aquí arriba
en el...

-Maldición, Stephen, vas a


parar -interrumpió Al,
cerrando sus ojos por un
momento-. Sólo déjalo allí.
Actúa como alguien de tu
edad.

Stephen miró a Al por un


momento, luego se puso de
pie lentamente. Se llevó el
vaso de agua, se dio vuelta y
dejó la habitación. Los otros
escucharon sus pasos bajar
por las escaleras.

-Creo que a lo mejor fuiste


un tanto duro con él, Al -dijo
Carmen en voz baja-, ¿Qué
pasaría si durmiera aquí esta
noche?

-Sí, y otra noche y otra


noche. Dios, es como tener
un acompañante nocturno si
él duerme aquí. Por más que
hable sobre lo que vio en el
sótano, te aseguro que no hay
nadie allí.

-No lo sé -dijo Michael


tranquilamente, casi en
forma tímida-, Stephen dice
que ha estado oyendo voces
en la casa. Quizá realmente
vio...

-¿El te dijo eso?

Michael asintió.
-Maldición -gruñó Al,
girando y saliendo de la
habitación.

-Oh, vamos, Al, déjalo


tranquilo -dijo Carmen, pero
él la ignoró. Ella y Michael
lo siguieron por las escaleras
y entraron en la habitación
apenas comenzaba a hablar.

-Escúchame, Stephen -dijo


Al, con voz baja pero
temblando levemente a causa
de la cólera contenida-. Lo
que creas que veas por aquí,
lo que creas que escuchas,
sólo manténlo para ti mismo,
¿estamos de acuerdo?

Stephen estaba acostado en la


cama con una sábana que lo
cubría, con los auriculares de
su walkman en sus oídos.
Miraba fijamente al techo y
no admitió la presencia de
Al.
-¿Me escuchas? -continuó
Al-. No necesitas asustar a
los otros niños con tus
historias. Y si lo haces, vas a
desear no haberlo hecho, ¿me
entiendes?

Después de un rato, Stephen


asintió levemente.

Cuando Al subió a la planta


superior, Carmen se acercó al
lado de Stephen y se dobló
para darle un beso.
-Siento eso, querido. El está
un poco tenso esta noche.

-Está un poco borracho,


quieres decir -murmuró
Stephen.

-El no está borracho,


Stephen. No quiere que
asustes a los niños, eso es
todo. Ahora vete a dormir,
¿está bien? Duerme bien.

Michael fue a su cama y se


sentó sobre el borde después
que Carmen se hubo
marchado.

-¿Ellos no te creen? -
preguntó-. Quiero decir, ¿no
creen nada de lo que dices?

Stephen le dio la espalda


inexpresivamente y dijo con
voz llana: -Bienvenido a
casa.

Más visitas
Durante los días siguientes,
Carmen se sentía muy tensa.
Al había aparentado estar
enfadado todo el fin de
semana, y había explotado el
sábado por la noche con
Stephen. Ella estaba segura
de que vivir en un motel y
conducir todo ese camino
cada fin de semana lo estaba
agotando, pero pensaba que
había sido un poco duro con
Stephen, y sentía que era su
deber recomponer las cosas
con el niño.

El humor de Al durante el fin


de semana le había dejado un
mal sabor en la boca y,
después que se hubo
marchado, ella no se sentía ni
descansada ni relajada, como
usualmente la dejaba el fin
de semana. Ella había
planeado que ese fin de
semana fuera especialmente
divertido, pero había sido
menos entretenido que la
mayoría.

Desafortunadamente, el
alegato de Stephen que había
visto a un pálido joven con
largo cabello negro en el
sótano no la hacía sentirse
mejor. De hecho, ella sos-

pechaba, aunque intentó no


admitirlo, que la historia de
Stephen era la causa mayor
para su incomodidad.

"¿Por qué? Se había


preguntado varias veces. ¿Por
qué una tonta historia como
esa la ponía tan nerviosa?"

Pero cada vez que se hacía la


pregunta, recordaba los
platos y los cubiertos que
habían vuelto al armario y al
cajón de donde los había
sacado. Ella intentó, una y
otra vez, decirse que había
sido un error, que en realidad
no había tomado los platos
del armario o los cubiertos
del cajón, que sólo había
creído hacerlo, pero nunca
fue capaz de convencerse de
ello. Ella sabía que había
tomado los platos y los
cubiertos, todavía podía
sentirlos en sus manos
cuando lo pensaba pero, de
alguna manera, habían vuelto
al armario, al cajón.

Sin poder dejarlo de lado,


retomó el tema con Fran
cuando bebían té helado en el
porche de éste, mientras el
bebé dormía adentro.

-Sí, hago eso todo el tiempo -


dijo Fran-. Es como cruzar la
casa por algo, y luego olvidas
lo que buscabas una vez que
llegas allí. Es la distracción,
eso es todo lo que es. Cuando
tienes mucho en qué pensar,
haces cosas estúpidas,
avergonzantes, como esa. No
te preocupes por ello. Todos
lo hacemos.

-Pero estoy tan segura de que


yo...

-Sí, ya sé, yo siempre me


siento así. Pero me he
acostumbrado tanto a que me
ocurra que ni siquiera pienso
más en ello.

En lugar de seguir hablando


sobre el tema, Carmen sintió
que era hora de pasar a otra
cosa. Pero aunque no lo dijo,
ella no estaba de acuerdo con
Fran.

Esa noche, la noche del


lunes, Stephen y Michael se
fueron a la cama temprano.
Los dos habían estado
fatigados desde el sábado por
la noche, pues ninguno había
dormido lo suficiente.
Pasaron gran parte de su
tiempo durante las noches del
sábado y del domingo
hablando en la oscuridad. No
conversaron sobre nada en
particular, música, películas,
lo que Michael había hecho
en lo de la abuela, de
cualquier cosa que podía
distraerlos de lo que había
visto Stephen. Así que,
llegado el lunes por la noche,
estaban exhaustos. Sabían
que sólo les quedaba una
semana de verano antes de
que tuvieran que volver a la
escuela y deseaban quedarse
hasta tarde y mirar
televisión, pero no podían
mantenerse despiertos.

Y sin embargo, una vez que


se metieron en la cama, no
podían dormirse. Se
quedaban acostados de
espaldas y miraban la
oscuridad, hablando de vez
en cuando en voz baja sobre
el próximo año escolar y
sobre la nueva película de
Schwarzenegger hasta que se
produjo un ruido en la
habitación y ambos niños
levantaron sus cabezas de las
almohadas. Michael boqueó
asustado...
Carmen estaba en la cocina
preparándose una taza de
cacao. Había acostado a Peter
y le había dicho a Stephanie
que se fuera a la cama, y
ahora ella sólo quería
relajarse y, eventualmente,
dormirse.

Volvió a la sala de estar con


su humeante taza y encontró
a Stephanie aún en el suelo
raspando un lápiz de cera
sobre una página del libro
para colorear.

-Pensé que te había dicho que


te fueras a la cama -dijo
Carmen.

-¿No puedo quedarme un rato


más? No estoy fatigada.

-Estarás cansada por la


mañana cuando tengas que ir
a la escuela, y entonces
tendré que escuchar tu llanto,
así que ve. Ahora. -Ella
suavizó su tono.- ¿Estamos
de acuerdo, querida?

-Oh, está bien, mamá. -


Stephanie se puso de pie y le
dio un beso a Carmen, luego
fue a su dormitorio con el
libro para colorear metido
bajo un brazo.

Carmen se sentó en la silla


reclinable de Al y encendió
la televisión, recostándose
para relajarse....
Stephen y Michael miraron
hacia la cómoda contra la
pared del otro lado de la
habitación. Sobre el mueble
había un robot de juguete que
pertenecía a Michael.

Observando el robot,
tocándolo, examinándolo,
había tres hombres. Ellos
estaban en la oscuridad
girando la cabeza en esta y
aquella dirección, mirando al
robot por distintos ángulos.
Un hombre, el más alto,
vestía con un traje a rayas y
un sombrero. Los otros dos
tenían ropas oscuras que se
confundían con la oscuridad
formando una amorfa masa
de sombras.

Sus voces siseaban en el


silencio cuando el hombre
del traje levantó el robot y lo
examinó. Se dio la vuelta y
miró a los niños.
Ni Stephen ni Michael
podían moverse.

El hombre que sostenía al


robot los observó por un
largo rato, y los otros dos, de
pie a ambos lados de él,
giraron e hicieron lo mismo.

Ellos murmuraron, haciendo


gestos en dirección a los
niños, sus palabras no eran
distinguibles, pero sus voces
eran sibilantes, secretas.
Repentinamente, el hombre
del traje giró, levantó el
robot sobre su cabeza y lo
mantuvo allí, volviendo sus
ojos hacia Stephen.
"Juguetes," siseó, sonriendo
entre dientes que parecían
grimosos y rotos. "Meros
juguetes." Luego bajó su
brazo con fuerza y estrelló el
robot sobre la tapa de la
cómoda.

Stephen miró con ojos


desorbitados cómo el hombre
estrellaba el robot otra vez y
pedazos de su cuerpo se
esparcían por la oscuridad,
rebotando contra las paredes
y el suelo.

Uno de los hombres rió, una


risa baja, áspera, y Stephen
masculló: -¡Corre! -mientras
se abalanzaba de la cama y
subía por las escaleras,
seguido de cerca por
Michael.
Los niños saltaron de a dos
escalones por vez, ambos
gritando: -¡Mamá!
¡Maamááá!

Carmen volcó una gota de


cacao sobre su camisa y
murmuró: -Oh, maldición -a
medida que se inclinaba
hacia el frente sobre su silla,
haciendo una mueca a causa
de los gritos de los niños.

-¡Está bien! -dijo ella,


apoyando la taza sobre la
mesa de café-.¡Está bien, está
bien!

Los muchachos entraron


tambaleando en la sala en su
ropa interior, sin aliento, con
los ojos dilatados, frenéticos,
los dos hablando al mismo
tiempo.

-Mamá, hombres, había


hombres, abajo en nuestro
cuarto, ahora mismo, ¡ahora
mismo! -gritó Stephen.

-Mi robot -jadeó Michael-


ellos rompieron mi robot,
salieron del vacío y...

-¡Acábenla en este instante! -


gritó Carmen.

Los niños quedaron en


silencio, sus hombros
agitados mientras intentaban
recuperar el aliento.
-Ahora, ¿de qué diablos están
hablando, gritando? Y por
favor hablen despacio, en voz
baja y de uno a la vez.

Los muchachos se miraron


entre sí y Stephen dijo: -
Había tres hombres abajo en
nuestra habitación, mamá.
Estaban alrededor de la
cómoda jugando con Robby,
el robot de Michael y...

-Espera, espera un minuto -


dijo Carmen, levantando una
mano-. ¿Cómo entraron?

-Sólo estaban allí -dijo


Michael.

-Pero las ventanas están


cerradas y nadie entró por la
puerta principal, así que
cómo...

-Mamá, estaban hablando


sobre nosotros -dijo Stephen-
, murmurando entre ellos
sobre nosotros, riendo.

-Está bien, está bien, vamos.


-Ella caminó entre los
muchachos, salió de la sala y
bajó las escaleras. Una vez
abajo, encendió la luz del
dormitorio y miró a los niños
que estaban de pie en la cima
de las escalera acurrucado
uno junto al otro.

Ella se alejó de las escaleras


caminando, luego quedó
helada en medio de la
habitación.

¿Qué pasaría si realmente


hubiera alguien en el sótano?
Había bajado desarmada, no
estaba preparada,
automáticamente había
asumido que los muchachos
sólo se habían asustado entre
ellos. Ella sintió que su ritmo
cardíaco se aceleraba, sintió
sus palmas tornarse húmedas
y pegajosas.
Se movió despacio, con
cautela, miró alrededor de la
habitación. Mientras más
miraba, más se relajaba, y
una pequeña sonrisa se
dibujó en los costados de su
boca.

-No hay nadie aquí abajo,


muchachos -llamó por sobre
su hombro, su alivio
disfrazado con su firme tono
de voz.
Ella escuchó los pasos
apresurados bajando la
escalera.

Su cólera volvió y dijo: -


Ahora exactamente qué
diablos estaban intentando...

Se detuvo cuando sus ojos se


posaron sobre el robot de
Michael sobre la cómoda.
Estaba de costado; un brazo y
una pierna le faltaban, y ya
no tenía la cobertura plástica
transparente que había estado
sobre su cara. Pedazos
fragmentados del plástico
negro estaban esparcidos por
sobre la tapa de la cómoda y
en el suelo debajo de ella.

-¿Alguno de ustedes hizo


esto? -preguntó Carmen
enfadada en cuanto los niños
entraron en la habitación.

-No, mamá, ellos lo hicieron


-insistió Michael.
-No había nadie en esta
habitación salvo ustedes dos,
así que dejen eso.

-Mamá -dijo Michael en


forma deliberada como si
estuvieran hablando con un
niño-, el hombre levantó el
robot y...

-Está bien, deténganse, sólo


deténganse por un segundo -
dijo Carmen, levantando las
palmas. Estudió a los
muchachos un momento. No
sólo se veían sinceros, se
veían aterrorizados. Pero
hubiera sido imposible para
alguien entrar en el sótano.
Miró las puertas francesas;
estaban cerradas, con sólo
oscuridad detrás de ellas.
Todas las ventanas estaban
cerradas, estaba segura de
ello.

Bueno... bastante segura.


No, ellos debían de estar
inventando eso. Al menos,
era probable que fuera el
resultado de los cuentos
sobre las voces que Stephen
le comentó a Michael. El
probablemente haya asustado
a Michael y, antes de que lo
supiera, ambas
imaginaciones se hallaban
fuera de control.

Y Carmen estaba bastante


segura de que podría
probarlo.

-Ve un minuto arriba,


Stephen -dijo ella.

-¿Qué?

-Sólo sube y déjame con


Michael. No nos tardaremos.

Reticente, Stephen trepó las


escaleras, confundido y un
tanto enfadado.
-Muy bien, Michael -dijo
Carmen, sentándose sobre el
borde de la cama de Stephen
y dando una palmada a su
lado sobre el colchón-
siéntate y cuéntame sobre
ello. Dime todo lo que viste.

-Bueno, estaban esos tres


hombres. Estaban sentados
sobre la cómoda
inspeccionando a Robby, el
robot, y murmurando entre
ellos.
-¿Cómo eran? ¿Cómo
vestían?

-Bueno, dos de ellos eran


difíciles de distinguir porque
usaban ropa oscura y, bueno,
la habitación estaba oscura,
así que... pero uno vestía con
un traje. Era rayado... rayas
finas, bastante pasado de
moda.

-¿Un traje a rayas?


-Sí. Y llevaba un sombrero.
Un viejo sombrero, del tipo
que siempre usaban los
hombres en las películas
antiguas.

-¿Qué hacían?

-Ellos miraban el robot y


susurraban, entonces nos
miraron y murmuraron. Uno
de ellos rió. Luego, el del
traje dijo algo sobre... sobre
juguetes, y levantó el robot y
lo estrelló contra la cómoda.

-¿Adonde se fueron?

Michael se encogió de
hombros.

-No lo sé. Nosotros corrimos.

-¿Y ellos sólo se quedaron


allí, y los dejaron correr
después que los vieron en tu
cuarto rompiendo un
juguete? ¿Eso no te parece
raro?

-Quizá sea raro, pero... tú


querías que te dijera lo que
había ocurrido. Eso fue lo
que ocurrió.

Carmen estudió la cara de


Michael, con lo que intentaba
descubrir alguna señal de
culpa, porque ésa era una de
las claves familiares cuando
estaba mintiendo. No era un
buen mentiroso, siempre
había sido así. Stephen podía
salirse con la suya, pero ella
sólo lo había visto hacerlo
cuando había cometido
alguna travesura a ella o a Al,
bromas inofensivas que
requerían un rostro serio
hasta que lograba su
cometido, nunca nada tan sin
sentido como esto.

Pero no pudo encontrar nada


en el rostro de Michael con
lo que pudiera deducir que
estaba mintiendo, así que o
había adquirido el talento de
su hermano mayor para
mantener un rostro serio, o....

O decía la verdad.

-Está bien, quédate aquí -dijo


ella mientras se ponía de pie
y comenzaba a subir las
escaleras.

-No nos crees, ¿no es así? -


preguntó Michael en voz
baja.

Carmen se detuvo y se volvió


hacia él.

-Sólo quédate aquí, querido.


Volveré en un minuto.

En el piso de arriba, encontró


a Stephen tirado sobre el
sillón con los brazos
cruzados sobre el pecho
delgado viéndose abatido
mientras le murmuraba a
Stephanie, que estaba sentada
junto a él, reclinándose sobre
él. Stephen se detuvo y
Stephanie se retiró cuando
entró Carmen.

-Creí que te había mandado a


la cama, Steph -dijo Carmen.

Stephanie se puso de pie y


caminó hacia su habitación,
diciendo: -Ya me voy, mamá,
ya me voy.
Carmen se sentó junto a
Stephen. -Está bien. Quiero
que me digas exactamente
qué ocurrió allí abajo.

Ella escuchó con


detenimiento mientras él
contaba exactamente lo
mismo que Michael había
descrito. Cuando lo
cuestionó: "¿Cómo eran?
¿Cómo vestían?", sus
respuestas eran idénticas a
las de Michael, incluso en lo
que dijo el hombre: "El dijo:
‘Juguetes, meros juguetes’."

Cuando él hubo terminado,


Carmen se dio cuenta de que
estaba frunciendo el
entrecejo. Si los muchachos
estaban mintiendo, entonces
tuvieron que preparar la
historia con gran detalle
antes de romper el robot y
contarle a ella, de otra
manera sus historias no
hubieran sido idénticas en
cada detalle.

Un escalofrío corrió sobre el


cuerpo como una manta
mientras consideraba
seriamente, por primera vez,
la posibilidad que hubieran
habido tres hombres en la
habitación de los niños.

¿Por qué habrían entrado sólo


para susurrar uno al otro
frente a Stephen y Michael,
romper un robot de juguete y
luego irse?

Eso era lo que encontraban


tan aterrador sobre esto: no
tenía ningún sentido.

"¿Debería llamar a la
policía? se preguntó. ¿Pero
qué sucedería si vinieran y
resultara que los niños
estaban mintiendo?"

Ella decidió que, si tres


hombres en realidad habían
entrado en la casa, habría
alguna señal de su entrada en
algún lugar, y debía ser abajo
en el sótano.

-Está bien -se dijo con


decisión mientras se ponía de
pie-. Eso es todo lo que
quería saber. -Dejó la
habitación y, a medida que
bajaba las escaleras, escuchó
exclamar a Stephen:- ¿Qué
vas a hacer? -Pero ella no
respondió.
Abajo, Michael le hizo la
misma pregunta.

-Sólo quédate aquí -dijo ella


cuando abría las puertas
francesas y pasaba a la
siguiente habitación, alzando
el brazo para encender la luz.
Ella miró alrededor de la
habitación que se suponía era
la de Stephen, vio que las dos
ventanas estaban aún
cerradas y fue al medio del
pasillo más allá, encendiendo
otra luz.

Ella revisó el cuarto de


herramientas al final del
pasillo; también la ventana
de allí estaba intacta.

Subió la rampa opuesta al


final del pasillo y revisó la
puerta. Estaba cerrada con
llave.

En la habitación siguiente,
ella intentó no mirar el
tablón que cubría el tanque
para la sangre, intentó evitar
todo pensamiento acerca de
él, y concentró toda su
atención en las dos ventanas
que había allí.

Nada había sido roto o


forzado.

Se volvió hacia la puerta que


conducía a la morgue.
Aunque no lo hubiera
admitido frente a Al u otra
persona, no le gustaba entrar
allí. No creía que fuera un
sitio malvado, o algo como
eso; sólo la ponía...
incómoda. Pero había tres
ventanas allí adentro y,
aunque estaba bastante
segura de que los niños le
estaban jugando una mala
pasada, supuso que debía
verificar aquel sitio también.

Con un suspiro, entró en el


oscuro cuarto y encendió la
luz. Era mucho más tolerable
desde que Al lo pintó, pero
aún...

Revisó la ventana opuesta a


la puerta, luego las dos que
quedaban sobre la pared de
atrás.

Escuchó el ruido de pasos


detrás de ella.

-¿Michael? -dijo ella-. No


hay forma en que alguien
haya podido... -Se volvió y
sus palabras se le
atragantaron en la garganta y
quedó congelada en su sitio,
con la boca abierta, el aire a
su alrededor se heló, como si
ella estuviese parada frente a
una congeladora abierta, y
justo cuando se dio vuelta,
sintió a alguien pasar
rozando a su lado, tocándola
solo levemente, y sintió el
movimiento en el aire frío
como si alguien pasara.
No había nadie allí.

Stephen bajó para encontrar a


Michael sentado sobre el
borde de su cama, frunciendo
el entrecejo mientras miraba
intensamente por las puertas
francesas abiertas de par en
par. La luz de la habitación
de al lado estaba encendida.

-¿Adonde está mamá? -


preguntó Stephen.
Michael señaló hacia las
puertas.

-Ella entró allí. Creo que


ella...

De repente, escucharon un
tropel de movimientos en
otra parte del sótano: pasos,
una rápida serie de clics a
medida que las luces iban
siendo apagadas, el sonido de
las puertas que se cerraban
con un golpe, y Carmen
cruzó caminando
rápidamente la siguiente
puerta, apagó la luz a medida
que salía y cerraba las
puertas francesas
firmemente.

Por un momento, Stephen


pensó que ella podía llegar a
gritar. Llevaba una rara
expresión en el rostro, una
que nunca había visto antes,
una que pensó, al principio,
que era de terror. Luego se
detuvo frente a ellos,
compuso su mandíbula, y
colocó los puños sobre las
caderas.

-No hubo nadie aquí esta


noche, ¿entienden? -dijo ella,
con voz baja pero
temblorosa-. No hubo vidrios
ni cerraduras rotas. Todo está
cerrado. Nadie estuvo aquí
adentro. Ahora, si creyeron
que eso era gracioso, estaban
equivocados, y si hacen otra
cosa como esa nuevamente,
ambos van a estar metidos en
muchos problemas.

Giró en dirección contraria a


ellos y subió ruidosamente
las escaleras.

Stephen y Michael
intercambiaron una
silenciosa mirada, luego
Stephen gritó: -¿Mamá?
Realmente hubo...
-¡No quiero escucharlo,
Stephen! -lo dijo en forma
tajante, giró y lo apuntó con
un dedo-: Te dije hace mucho
tiempo que guardaras tus
historias para ti pero tuviste
que contarle a Michael y lo
excitaste y ahora ambos están
inquietos, lo que exactamente
dije que ocurriría,
¿recuerdas? Bueno,
¿recuerdas?

Lentamente, Stephen asintió.


Carmen comenzó a subir las
escaleras otra vez.

Stephen se volvió hacia


Michael, dejó escapar un
largo suspiro, luego comenzó
lentamente a subir las
escaleras detrás de su madre.

-¿A donde crees que vas? -


preguntó ella por encima del
hombro.

-Yo... hmm, yo sólo iba a


subir y mirar un poco de...

-¡Vas a ir a la cama, es lo que


ambos van a hacer! Ambos.
Y no quiero escuchar otra
palabra de ustedes, ¿está
claro?

-¿Puedo al menos buscar un


vaso de agua? -preguntó
Stephen en voz baja.

-Está bien, está bien,


adelante.
El esperó sobre el escalón
hasta que ella hubo
desaparecido, luego se volvió
otra vez hacia Michael.

-Cielos -susurró Michael-,


está enfadada.

-O algo así -dijo Stephen


antes de subir.

Carmen fue a la sala y se


dejó caer en la silla
reclinable. La imagen de la
televisión desapareció en una
nube de colores a medida que
las lágrimas le inundaban los
ojos. Inspiró profundamente,
se limpió los ojos con
rapidez y tomó su paquete de
cigarrillos que estaba sobre
la mesa. Sus manos
temblaron mientras encendía
su cigarrillo y agitaba el reloj
con más fuerza que la usual,
como para sacudirse los
temblores de los huesos.
Se inclinó hacia atrás, cerró
los ojos, y saboreó su cólera.
Estaba enfadada porque, con
la vivida historia y sus
enormes ojos asustados, los
niños lograron convencerla
de que había habido extraños
en la casa. ¡Tres extraños!
Ella había permitido que su
imaginación se enredara con
la de sus hijos.

-Sí -suspiró, pensando. "Eso


es todo lo que fue. Sólo mi
imaginación y esa estúpida
historia de ellos. ¿No es así?"

Pero la pequeña voz de su


conciencia que generalmente
hablaba desde las
profundidades de su mente
permaneció en silencio.

Al comenzar las
clases
-iVamos muchachos, salgan
de la cama! -gritó Carmen
desde la parte superior de las
escaleras, mientras golpeaba
las palmas tres veces.

Stephen aferraba la almohada


sobre su cabeza, pero
escuchó un gruñido apagado
en dirección de la cama de
Michael; luego, unas
confusas palabras: -Err, el
verano terminó.

Hubo sonidos de bostezos y


suspiros a medida que se
desperezaban, se sentaban, y
miraban a su alrededor con
ojos hinchados.

-¿Quieres bañarte primero? -


murmuró Michael.

-Ah. Ve tú.

-Vamos, ¡van a llegar tarde! -


gritó Carmen.

-¿Cómo es posible? -
respondió Michael a medida
que subía las escaleras.
-Porque mi despertador no
sonó, por eso. ¡El desayuno
está pronto!

Stephen cayó de espaldas, se


frotó los ojos, después miró
el techo.

El no iría de inmediato al
colegio como Michael y
Stephanie. En cambio,
debería pasar por el hospital
para recibir su tratamiento.
La semana anterior, mamá se
había reunido con el rector y
con uno de los consejeros del
colegio secundario al que iría
Stephen. Ella les explicó los
problemas de aprendizaje que
él había experimentado
cuando iba al colegio en
Hurleyville y los puso al
tanto sobre su enfermedad y
les advirtió que llegaría tarde
al colegio todos los días la
primera sema na a causa de
sus tratamientos. Ella
agradeció la comprensión por
parte de ellos, y le
aseguraron que harían todo lo
posible para que se sintiera
cómodo y sus problemas
fueran tratados
correctamente.

Stephen no tenía forma de


saber, por supuesto, si eran
sinceros o no, pero esperaba
lo mejor. Ir al colegio era
bastante duro en sí mismo,
pero ir a un nuevo colégio
con extraños lo hacía aun
más difícil; él en realidad no
necesitaba más problemas.

En síntesis, con sus


tratamientos era suficiente.
Eso sólo le causaba
suficientes problemas; en
cuanto a lo demás, muchas
gracias. Los odiaba aun más
que a los doctores y
enfermeras con quienes debía
tratar todos los días. Ellos no
tenían nada particularmente
malo, excepto que le
administraban los
tratamientos.

Cada día lo ponían bajo un


aparato de aspecto siniestro
que se parecía a una máquina
de rayos X, sólo que era más
grande, más fea y más
amenazadora. La peor parte
era sentirse abandonado por
todos mientras se exponía a
la radiación. Si todos le
temían, ¿por qué lo dejaban
allí adentro?
Había tenido una pesadilla -
varias veces- en la que todos
lo llevaban a esa pequeña
habitación estéril debajo de
esa máquina ominosa... y
nunca volvían.

Oh bueno, sólo unos pocos


días más, y después... bueno,
como había dicho el doctor
Berry: "Luego veremos."

Stephen no veía el día en que


terminasen los tratamientos,
y esperaba no tener que pasar
por eso de nuevo. No podía
pensar en nada peor.

-¿Stephen?

Nada, excepto esa voz.

Se sentó en la cama y
escuchó.

-¿Stephen? ¿Estás listo?

Se volvió hacia las puertas


francesas, pero no vio nada a
través de los paños de vidrio.

-¿Estás listo, Stephen?

Era la misma voz masculina,


pero provenía de otra parte
del sótano.

-Estoy esperando, Stephen.

Cada vez que hablaba, sonaba


más cerca.
Mirando por entre los paños,
Stephen pensó ver algo... sólo
una señal débil de
movimiento... una sombra,
quizás... una sombra cayendo
por la puerta abierta del otro
lado de la siguiente
habitación.

Saltó de la cama y corrió por


la habitación, tomando los
pantalones, una camisa, los
zapatos, luego...
-Estamos perdiendo el
tiempo, Stephen.

Subió corriendo las escaleras,


el sonido de su propio aliento
le retumbaba en sus oídos,
circundó el pasamanos y
salió atropellando por el
pasillo, con su ropa apretada
contra el pecho.

Carmen dio un paso fuera de


la cocina frente a él y
colisionaron.
-¡Stephen! -gritó, más
frustrada que enfadada-.
¿Qué haces?

El comenzó a hablar, luego


cerró la boca y sólo se quedó
mirándola, tratando de no
temblar.

Ella levantó un rígido índice


y dijo: -No quiero
escucharlo, Stephen. Ni
ahora, ni nunca, pero
especialmente no ahora. Esta
mañana ya ha sido bastante
mala. Ve y toma tu desayuno,
está servido en la mesa.

Ella pasó a su lado


apresurada y entró en su
dormitorio.

Stephen quedó de pie en el


pasillo y se puso a escuchar,
pero todo lo que oyó fue la
ducha. Aliviado, pero aún
tenso, se encaminó hacia el
comedor.
Carmen no podía entender
qué había salido mal esa
mañana. Ella sabía que había
dispuesto su alarma para las
siete, pero cuando finalmente
se arrancó de un sueño
profundo, encontró que el
botón sobre el reloj todavía
estaba en la posición
correcta, pero la alarma había
sido conectada para las doce
y ella ya tenía cuarenta
minutos de retraso.
Después de despertar a todos
con urgencia, preparó un
rápido desayuno, se puso
alguna ropa -siempre se
sentía más despierta cuando
estaba vestida- apoyó su
cartera y las llaves sobre el
mostrador de la cocina para
estar pronta cuando tuviera
que llevar a Stephen al
hospital, y de alguna manera
consiguió alimentar y vestir a
Stephanie y a Michael a
tiempo para que tomaran el
autobús escolar, pero no sin
antes preguntarles: -¿Alguno
de ustedes estuvo jugando
con mi reloj-alarma?

Los dos la miraron con


rostros confundidos y
contestaron negativamente.

-Está bien. Sólo preguntaba.

Una vez que Stephanie y


Michael se marcharon, ella
quedó con Stephen, quien
estaba más callado que de
costumbre, y Peter, que no
podía dejar de hablar sobre el
día en que él también pudiera
viajar a la escuela en un gran
autobús amarillo.

Carmen se sentó frente a


Stephen en la mesa del
comedor y dijo: -Bueno, ¿qué
tal si vamos al hospital y
terminamos con eso para que
puedas ir al colegio?
Su pelo, mojado todavía de la
ducha, estaba peinado hacia
atrás y se adhería a su
cabeza, haciendo que su
delgado rostro se viera
cadavérico.

-¿Tengo que ir directamente


después al colegio?

-Claro que no. Puedes volver


aquí, si quieres. Te relajas.
Te recuperas. Luego te
llevaré al colegio. De hecho,
si no quieres ir, eso también
es aceptable. Sólo es por esta
semana, y saben todo al
respecto en el colegio.
Depende de ti.

El asintió lentamente, miró la


mesa por un momento, luego
la miró a ella, sus labios
levemente partidos, como si
estuviera por decir algo.
Después pareció pensar que
era mejor no decirlo, cerró su
boca y murmuró: -Está bien,
vamos.

Cuando todos estuvieron


prontos, Carmen fue a la
cocina para buscar su bolso y
sus llaves.

Habían desaparecido.

Ella miró el lugar vacío sobre


el mostrador en el que los
había dejado mientras Peter
tiraba de su mano y decía: -
Mamá, ¡hago como si me
llevarás también a la escuela!

-Está bien, dónde está mi


bolso -dijo ella. Luego, más
fuerte-: Stephen, ¿has visto
mi bolso?

-No -respondió él desde el


estar.

-Bueno, se encontraba justo


aquí sobre el mostrador con
mis llaves y ahora no están,
así que búscalos, ¿está bien?
-¿Adonde los pusiste?

-Justo aquí -gritó ella.

-Está bien, está bien, buscaré.

Buscaron. Revisaron el piso


de arriba por completo, pero
el bolso y las llaves no
aparecían por ningún lado.
Carmen estaba al borde de
las lágrimas cuando encontró
a Stephen en el comedor.
-¿Crees que pueden estar
abajo? -preguntó él.

-No he ido abajo esta


mañana.

-Está bien. Sólo preguntaba.

Pero esa pregunta hizo que


Carmen se detuviera. Ella
frunció el entrecejo mientras
pensaba en ello. Entonces,
contra su mejor juicio,
sabiendo que sus cosas no
podían estar allí abajo, bajó
y, a pocos pasos del fondo,
quedó helada.

Su bolso y las llaves del


automóvil estaban sobre la
cama de Stephen.

Ella miró sus puños por un


rato largo antes de cerrarlos a
su lado y exclamar: -
¡Stephen! ¡Stephen, baja aquí
de inmediato!
Carmen no se dio vuelta al
escucharlo bajar las
escaleras, sólo continuó
mirando su bolso y a las
llaves sobre la cama. Cuando
los pasos de él se detuvieron,
ella apuntó a la cama y dijo: -
¿Tú los pusiste allí?

-¡Noo, no!

-¿Entonces cómo llegaron


aquí?
-¡Nnno... no sé!

Finalmente, se volvió hacia


él, encendida de odio.

-Stephen, esto debe parar -


dijo ella, con su voz que era
casi un susurro, temblando de
cólera-. Lo digo en serio. No
sé qué intentas hacer, pero
sea lo que fuere, ¡estoy harta
de ello!

El se quedó mirándola, con la


mandíbula caída y
horrorizado.

-Ppero yo no...

-¡Cállate! -gruñó ella a través


de los dientes apretados-. No
quiero hablar sobre ello. Sólo
encárgate de que esta
porquería se detenga ahora.
¡Stephen! Lo digo en serio.
Si todavía haces estas bromas
cuando tu padre se mude a
casa, te arrepentirás, porque
no lo soportará. ¡Y yo
tampoco!

Ella cruzó la habitación,


levantó el bolso y las llaves
de la cama, luego comenzó a
subir las escaleras,
llamándolo: -Vamos,
larguémonos.

No hablaron por un rato;


Peter fue el único que habló,
balbuceando sobre cómo
pretendía que mamá lo
llevara al colegio. Una vez
que estuvieron sobre la
carretera un tiempo, Carmen
sintió que comenzaba a
relajarse. Otros pensamientos
comenzaron a ocupar su
mente, lo que posibilitó que
ella olvidara lo del bolso y
las llaves en el piso de abajo.
Junto con esos pensamientos
vino el remordimiento.

-Lamento haberte gritado así,


Stephen -dijo ella en voz
baja-, Pero me hiciste
enfadar.

El de pronto se volvió hacia


ella, y dijo: -Pero yo no... -
luego se detuvo tan
repentinamente como había
comenzado y miró al frente.
No agregó nada más.

Carmen quedó aliviada con


su silencio. Le bastaba que él
hubiera pensado mejor y no
negarlo una vez más. En
realidad ella no quería
enterarse.

Porque la voz tranquila


detrás de su mente seguía
murmurando insistentemente
que las negativas de Stephen
bien podían ser ciertas.
9

Pensamientos
sonámbulos
Carmen no podía dormirse,
así que se sentó en la mesa
del comedor, su sitio
preferido de la casa -y fumó
mientras hojeaba un número
viejo de una revista y
escuchaba un programa de
radio.

Una vez que los tratamientos


de Stephen hubieron
concluido -por el momento,
al menos- Carmen esperaba
que él cambiara. Para mejor,
por supuesto. Había estado
tan callado y pensativo desde
que se mudaron al
apartamento, que no parecía
él realmente. Se dijo a sí
misma que se debía a su
enfermedad y, quizás, a los
demoledores tratamientos
diarios. Pero el único cambio
que notó en él durante las
semanas que siguieron a su
último tratamiento fue que su
humor se volvió lenta y
silenciosamente más oscuro.

Al menos Stephen tenía a


Cody que lo alegraba. Como
los padres de Cody
trabajaban y él quedaba
mucho tiempo solo, comenzó
a pasar gran parte del tiempo
en la casa de los Snedeker. A
Carmen no le importaba. No
le gustaba pensar que un niño
estuviera solo tanto tiempo,
así que intentó hacerlo sentir
como en su casa.

Aunque la complacía que


Stephen tuviera un amigo,
Carmen se preocupaba al ver
que el único momento en que
Stephen estaba realmente
contento era cuando Cody se
hallaba presente; de otra
manera, permanecía
pensativo, depresivo y, si ella
le preguntaba qué le sucedía,
no contestaba más que con
una vaga respuesta
monosilábica.

Ella se preocupaba por él,


pero pensaba que había
pasado muchos malos ratos y
quizá no todo hubiera
terminado; en tanto que
tuviera un amigo que lo
hiciera feliz y le fuera bien
en el colegio, era suficiente
para ella.

El único problema era Cody.


No tenía nada malo que ella
pudiera definir -era un niño
bastante bueno, amigable y
cortés cuando se le hablaba,
pero por otro lado muy
callado- sólo parecía...
diferente, como el tipo de
muchacho que podía tener
dificultad en hacerse de
amigos. Y sin embargo, él y
Stephen habían simpatizado
de inmediato. Oh, bueno.
Eran amigos. En tanto que no
estuvieran destruyendo
tiendas de bebidas
alcohólicas o incendiando
edificios para divertirse, ¿qué
daño había?

"Sólo te estás comportando


como una madre", pensó.
"Demasiado como una
madre."

No era tan dura consigo


misma en cuanto a la idea de
Stephen de que había algo
malvado en la casa. Desde
que Michael había adherido a
la idea; Carmen encontraba
seguido a los muchachos y a
Stephanie murmurando entre
sí, sólo para permanecer en
silencio cuando descubrían
que no estaban solos. Eso
había estado ocurriendo por
un tiempo entre Stephen y
Stephanie, por supuesto, pero
desde que Michael había
regresado, parecía ocurrir
con mayor frecuencia. La
inquietaba muchísimo, pero
no demostraba lo que sentía.

Los fines de semana, Al no


parecía notar los murmullos
confidenciales de los niños.
Su mente estaba concentrada
en otras cosas. Conducir
doscientos kilómetros cada
fin de semana lo estaba
dejando exhausto, como
también el estrés de saber
que estaría descendiendo un
escalón en su trabajo y
ganaría menos dinero una vez
que su transferencia se
resolviera, lo que agravaría
sus problemas financieros.

Cuando estaba en la casa, no


hablaban de cosas
importantes o serias. El se
iba a pescar (aunque Stephen
ya no parecía estar interesado
en ir con él) o pasaba el
tiempo mirando televisión.
Cuando hacían el amor,
actuaba distante, preocupado.
Y aparentemente tampoco
dormía bien de noche. La
última vez que había vuelto a
casa, Carmen se había
despertado muy temprano el
sábado por la mañana y se
encontró sola en la cama; un
par de minutos más tarde, él
había entrado en la
habitación para volver a la
cama preocupado, con su
rostro retorcido en una
máscara de arrugas que se
veían incluso más profundas
a causa de la débil luz de la
luna que entraba por la
ventana.

-¿Qué sucede?-preguntó
Carmen.

Su voz le sorprendió y la
miró por un momento, con la
preocupación aún estampada
en el rostro, luego dijo: -Eh,
nada, nada, vuelve a
dormirte.

Así que Carmen había tenido


bastantes cosas en las cuales
preocuparse: Stephen, su
enfermedad, y -no importaba
cuánto intentara no
preocuparse- su amistad con
Cody también; y el dinero y
Al. Pero, por primera vez que
ella pudiera recordar, estaba
en realidad aliviada de tener
esas preocupaciones. Esas
preocupaciones le daban una
buena excusa para alguna de
las cosas raras que había
estado haciendo... cosas que
ella pensaba haría de todas
maneras.

Estaba, por supuesto, la voz


que había escuchado el día en
que se encontraba sola en la
casa. Ella había atribuido eso
a que extrañaba a AL

Cuando los platos y cubiertos


aparentemente habían
desaparecido para volver a la
cocina el día que Michael
regresó a casa, y su bolso se
había esfumado y las llaves
del auto se habían
desvanecido del mostrador de
la cocina y aparecido sobre la
cama de Stephen abajo en el
sótano.
La semana anterior, había
encontrado el grifo del cuarto
de baño abierto y vapor
elevándose del agua caliente.

El día anterior había creído


comprar seis botellas de
soda, incluso recordaba
haberlas guardado en el
frigorífico. Por la tarde, ya
no estaban; ninguno de los
niños las había tomado, ni
siquiera las había visto. Trató
de encontrar el recibo, con la
seguridad de que las había
comprado y la necesidad de
probárselo a sí misma, pero
no pudo hallarlo.

Lo culpó a todas sus


preocupaciones, se dijo a sí
misma que sólo había
cometido errores por ser
olvidadiza. Pero, de algún
modo, eso no funcionó. Así
que enterró los incidentes
preocupándose por todo lo
demás.
Mientras Carmen encendía
otro cigarrillo, una mujer que
llamó a la radio dijo: -Bueno,
mi problema es como si no
tuviera confianza en mí
misma, ¿saben? No estoy
segura de quién soy. Por
ejemplo, ¿soy una esposa?,
¿soy una madre? ¿soy una
hija? Y nadie parece entender
la crisis que estoy
atravesando, o el espacio que
necesito para desentrañarlo
todo.
Carmen miró a la radio y
sopló el humo mientras reía
fríamente: -Mujer,
consíguete una vida. -Luego
volvió a su revista.

Aproximadamente a la
misma hora, Al tampoco
podía dormir. Se sentó en su
habitación de motel tomando
cerveza y fumando un
cigarrillo. La habitación
estaba oscura excepto por la
parpadeante luz de la
televisión, que estaba
encendida con el volumen
bajo. Al observaba las
imágenes de la pantalla sin
verlas en realidad. En
cambio, se hallaba, como
Carmen, perdido en sus
pensamientos... pensamientos
sobre su última visita a la
casa. No se la podía sacar de
la cabeza. Había estado
pensando en ella mientras
trabajaba, así como también
en su tiempo libre. Incluso la
ida a la ocasional película
por la tarde no lograba
detener el constante reflujo
de sus memorias.

Oh, tenía bastantes otras


cosas en qué preocuparse, no
había dudas de ello. La
enfermedad de Stephen, el
cambio gradual en su
personalidad, y Al no estaba
seguro si le gustaba la
amistad de Stephen con ese
raro muchacho Cody, aunque
no le había dicho nada a
Carmen y no sabía que ella a
veces se sentía del mismo
modo. Y por supuesto estaba
el tema del dinero; pronto
estaría ganando menos, y ya
tenían que luchar lo
suficiente con su salario
actual para que cubriera
todos los gastos. Pero, a
pesar de eso, era este último
fin de semana que le pesaba
más.
El primer incidente ocurrió el
viernes por la noche...

Repentinamente lo había
despertado el sonido de
movimientos y voces en la
casa. Había permanecido
acostado en su cama por un
rato, escuchando. Las voces
eran apagadas, los sonidos de
movimiento los constituían
golpes y rasguños. Y había
música, muy baja, casi
inaudible, pequeña y...
antigua, como la música de
una era pasada tocando en un
gramófono, sus sonidos
chillones emergiendo de un
bostezante cuerno sobre un
tocadiscos de manivela. No
sonaba como algo que alguno
de los niños podía escuchar,
pero aun....

Dejó la cama, con cuidado


para no despertar a Carmen,
y caminó por el pasillo en
ropa interior. Los sonidos se
volvieron más cercanos. Se
detuvo y escuchó y se dio
cuenta de que provenían de
abajo.

Voces bajas, suave, música


plañidera -obviamente había
una reunión de algún tipo en
proceso allí abajo. Al
sospechó que Cody estaba de
alguna forma involucrado; de
hecho, fue probablemente su
idea hacer entrar a un grupo
de muchachos a la casa desde
un principio.

¿Pero por qué estaban


escuchando esa música,?

Pisando con cuidado en la


oscuridad, comenzó a bajar
las escaleras, pero se detuvo
en la mitad.

No había luz que proviniera


de allí abajo, ninguna luz.
Estaba tan oscuro como el
resto de la casa. Al frunció el
entrecejo, escuchó un poco
más.

Todavía podía escuchar las


voces y la música, aún oía los
ruidos de pies moviéndose
sobre el suelo. Bajó los
peldaños que faltaban con
cautela, aunque no estaba
demasiado seguro de por qué
lo hacía.

En el dormitorio de abajo,
escuchó las respiraciones
rítmicas de los niños
dormidos y de pronto...

Nada más. Quedaba


solamente la respiración. Y
la oscuridad.

Las voces y la música se


habían detenido.

Al abrió una de las puertas


francesas y se inclinó dentro
del cuarto siguiente.
La oscuridad vacía estaba en
silencio, pero fría. Al dio un
paso para entrar en la
próxima habitación, y achicó
los ojos con descreimiento.
Hacía tanto frío en la
habitación que suponía que si
no estuviera tan oscuro sería
capaz seguramente de ver su
aliento; parecía una cámara
frigorífica. Pensó que una
ventana podría haber
quedado abierta, y entonces
dio algunos pasos más dentro
de la habitación, aunque se
detuvo al darse cuenta de que
si hubiera estado abierta,
afuera no hacía tanto frío.

Entonces comprendió
repentinamente que el frío
había desaparecido. La
habitación había vuelto a la
temperatura normal, aunque
su piel se había erizado de
todos modos.

Pensó en ello por un


momento, y se preguntó
cómo podía haber ocurrido,
luego decidió que prefería no
saberlo, y salió de la
habitación.

Volvió a escuchar la
respiración de los niños. Sí,
estaban dormidos, no había
duda de ello; Stephen incluso
estaba roncando por lo bajo,
pero un ronquido genuino, no
una tonta imitación que
pudiera hacer un niño a
último momento para no ser
descubierto despierto por sus
padres.

Cuando volvió a la cama, Al


encontró a Carmen despierta.
Ella le preguntó qué le
sucedía y él le sugirió que se
volviera a dormir.

Al no pudo dormirse. En
cambio, se quedó en la cama
escuchando por si las voces y
la música resurgían. Pero no
las escuchó.

En la noche siguiente, se
volvió a despertar, esa vez
con movimiento. Sus ojos se
abrieron y miró fijamente a
la oscuridad mientras la
cama vibraba.

No se agitaba, no se movía
espasmódicamente, vibraba.

Lentamente, sus ojos se


cerraron cuando pensó que
probablemente no fuera más
que el refrigerador que se
encendía en el apartamento
de arriba. Carmen le había
mencionado que una familia
se mudaría a la planta
superior. Pero sus ojos
volvieron a abrirse cuando
recordó que ellos no se
mudarían allí sino hasta
dentro de una semana.

El apartamento de arriba
estaba vacío. No había nevera
allí arriba.

Clavó los ojos en el techo


mientras la cama seguía
vibrando, sus movimientos
zumbando a través de su
cuerpo, filtrándose por sus
músculos y enrollándose
alrededor de sus huesos.

Al se levantó y fue al estar,


encendiendo las luces
mientras caminaba, sus
manos temblaban. Miró
televisión por un rato, fumó,
tomó un par de cervezas, y
luego, fatigado, volvió al
dormitorio. Se sentó sobre el
borde de la cama.

Las vibraciones se habían


detenido.

Aunque estaba exhausto a


causa del insomnio de la
noche anterior, no pudo
dormirse por un rato. Se
quedó allí acostado
esperando que continuara la
vibración. No se produjo.
Finalmente, Al se durmió y
se despertó tarde en la
mañana del domingo.

Se hallaba despierto una vez


más, mirando cabezas que
hablaban sin voz en la
televisión, tomando cerveza
y llenando la oscura
habitación con humo.

Quizá no hubiera vuelto a


pensar en ninguno de los dos
incidentes si no fuera por
Stephen... si no fuera por lo
que Stephen había dicho ver
y oír... lo que había dicho
sobre la casa...

Había también algo en que Al


no había pensado en años. En
efecto, creyó que lo había
olvidado por completo, lo
que no le hubiera importado.
Había ocurrido hacía años,
cuando estaba en el servicio
militar. Había visto algo en
aquel entonces que le había
provocado pesadillas por
mucho tiempo. En efecto,
todavía tenía de vez en
cuando. Hasta que había
visto... esa cosa... se había
reído de lo sobrenatural, y su
risa había sido genuina.
Desde entonces, había
seguido riendo, pero
nerviosamente y sin tanta
convicción como antes. No le
había contado a nadie sobre
lo que había visto en aquel
entonces, ni siquiera a
Carmen. No estaba seguro de
que algún día lo haría.

Pero lo que había ocurrido en


casa el último fin de semana
le había removido aquel
incidente, y le había
recordado que ya no estaba
cerrado a nociones de cosas
que golpean en la noche.

Le otorgarían pronto su
transferencia y podría
mudarse a Connecticut para
quedarse con su familia.
Extrañaba a Carmen y a los
niños y deseaba estar con
ellos por más tiempo que el
de las visitas de fin de
semana.

Pero Al no estaba totalmente


seguro de querer mudarse a
esa casa.
10

Haciendo un
trato
Stephen sabía que sus padres
no estarían de acuerdo con la
música que él y Cody estaban
escuchando en su dormitorio,
pero se dio cuenta de que no
le importaba. No siempre
había sido así. Hubo un
tiempo -muy reciente,
aunque parecía que hacía
siglos- en el cual la
aprobación de ellos había
significado algo para él, y el
mero conocimiento de su
desaprobación hubiera sido
suficiente como para hacerlo
dudar sobre estar allí tirado
en su cama escuchando la
voz chillona de Ozzy
Osbourne.

Stephen sentía últimamente


cierto resentimiento hacia
Carmen y Al, lo suficiente
como para no le importara lo
que pudieran pensar.

La transferencia de Al se
había realizado y él había
estado en casa por gran parte
de una semana ahora, así que
había dos personas a su
alrededor todo el tiempo que
no le creían, que ni siquiera
parecían con-

fiar en él. Le desagradaba


que fueran tan suspicaces e
incrédulos, como el ansia que
ellos tenían para culparlo por
cada pequeña cosa que no
funcionaba bien en la casa; lo
culpaban cuando los otros
niños se asustaban, y lo
culpaban cuando algo en la
casa desaparecía o se perdía.
Se preguntaba de qué lo
culparían ahora.

Pero no le importaba. Si no
les importaba lo que él
pensaba, a él no le importaría
más lo que ellos pensaran.

-¿Así que con quién te


acostarías, con Madonna o
con Joan Jett? -preguntó
Cody. El estaba acostado
sobre la cama de Michael en
la misma posición en que
Stephen estaba acostado en la
suya: la cara hacia arriba, los
tobillos cruzados, las manos
detrás de la cabeza con los
codos saliendo a cada lado.

El día estaba llegando a su


fin afuera y la luz difusa de
la tarde brillaba a través de
las ventanas. Sin embargo,
cada luz de la habitación
estaba encendida. Ahora
Stephen las encendía
dondequiera que fuera en la
casa; no deseaba estar en
habitaciones que no
estuvieran bien iluminadas.

-No lo sé -contestó Stephen


pensativo-. ¿Quién tiene más
dinero?

-¿Qué diferencia hace eso?


Las dos están bien.

-Sí, pero una vez que me


haya acostado con ellas,
estarán tan agradecidas, que
me querrán llenar de
obsequios costosos y mucho
efectivo, por eso prefiero a la
que tenga más. -Una risa se
escondía detrás de las
palabras de Stephen.

Cody tiró su cabeza hacia


atrás y rió, luego dijo: -¡Eres
tan embustero que apestas! -
Luego volvió a reír antes de
agregar:- Madonna tiene
tetas más grandes.

-¿Eso crees?
-Oh sí, sí, yo lo sé. Te puedo
mostrar. -Se sentó y se
agachó para tomar una bolsa
de papel marrón del suelo
junto a la cama. Estaba llena
de revistas de rock que había
traído consigo y que él y
Stephen aún no habían
revisado. Tiró la bolsa sobre
la cama y comenzó a buscar
entre la pila la revista que
deseaba.

A Stephen le gustaba Cody


por una cantidad de razones,
entre ellas que, a diferencia
de la gente con la que había
pasado el tiempo en
Hurleyville, Cody era
moderno. En Hurleyville, el
hecho de asistir a todas esas
malditas clases especiales no
le había permitido ser
aceptado por los muchachos
populares de la escuela;
había terminado pasando el
tiempo con los compañeros
tontos, mientras que los
niños con los que realmente
deseaba estar se burlaban de
él, se reían, y le decían cosas.

Bueno, quizá Cody no fuera


lo que ellos considerarían
moderno, pero era un buen
amigo para Stephen y tenía
bastantes cosas a la moda,
como todas esas revistas de
rock que compraba todos los
meses, una gran colección de
grabaciones, un equipo para
pasarlas y, según él, una
buena cantidad de
pornografía (aunque Stephen
había visto muy poco de ella,
porque, como era entendible,
Cody debía cuidarse de
mostrarla). A él le agradaba
algo de la música que a
Stephen también le gustaba -
en gran parte, música pop-
pero lo había introducido en
muchas cosas que Stephen
nunca había escuchado...
porque sabía cuánto le
disgustaban a sus padres.
Lo que a Stephen más le
agradaba era que Cody le
creía cuando se refería a los
hechos que habían estado
ocurriendo. No sólo le creía a
Stephen, aceptaba sus
historias como verdaderas
tan puntualmente como se
puede aceptar un titular de un
diario. No había demostrado
ni la más mínima duda.

-Sí, sí, aquí está -exclamó


Cody, sosteniendo abierta
una de las revistas, que era
un viejo número de Rock
Scene, mientras se
incorporaba e iba a la cama
de Stephen.

Stephen se sentó y miró la


fotografía indicada por Cody:
se trataba de Joan Jett en
escena durante un concierto
en el que lucía una diminuta
bikini negra.

-¿Ves? -dijo Cody-. Tiene un


gran cuerpo, pero es lisa
como una tabla.

-Sí, ¿pero cuánto dinero


tiene? -dijo Stephen, y arabos
rieron, hasta que...

La risa de Cody se detuvo


como si se hubiera
atragantado con ella.

Stephen levantó la vista y


observó de qué manera
inimaginable se dilataban los
ojos de Cody. Su boca se
abrió y cerró varias veces,
pero no emitió sonido, sólo
dejó caer la revista sobre las
rodillas de Stephen mientras
su rostro iba perdiendo parte
de su color.

Siguió la dirección de los


ojos de Cody, y su mirada
cayó sobre las puertas
francesas en las que divisó al
anciano del otro lado.
Stephen pateó con sus
piernas y se bajó torpemente
de la cama hasta que estuvo
de pie, luego giró hacia las
puertas francesas.

Ambos muchachos se
quedaron helados en su lugar
por un largo momento,
mirando.

La piel del hombre era


blanca. No era blanco como
un payaso o como una
sábana, o incluso meramente
pálido; era el blanco de la
piel a la que se le había
drenado toda la sangre, la
vida, un blanco enfermizo,
lechoso, manchado. La piel
estaba arrugada más allá de
los efectos del tiempo,
arrugada y caída en forma
casi antinatural, como si nada
hubiera entre ella y los
huesos. Lo que quedaba de su
cabello blanco era fibroso y
colgaba en delgados
mechones de longitud
variada. Vestía un traje
oscuro que aparentaba ser
viejo tanto en estilo como
condición; se veía andrajoso
y roto, incluso sucio. Las
blancas manos que colgaban
de las mangas eran
retorcidas, y largas y gruesas
uñas se curvaban hacia abajo
en las puntas de los dedos.

El anciano no se movió, sólo


enfrentó a los muchachos.
Pudo haberlos estado
mirando si esas órbitas
hubieran contenido algo
aparte de globos oculares
vacíos, de un color blanco
transparente.

Cody fue el primero en


correr, pero Stephen lo siguió
de cerca. Aceleraron el paso
al pasar junto a las puertas
francesas, hicieron mucho
ruido al montar las escaleras,
y dejaron la música
encendida en la habitación
detrás de ellos.

Estaban atravesando la mitad


del pasillo cuando Carmen
salió del comedor y gritó: -
¡Por qué tienen siempre que
subir corriendo esas malditas
escaleras! Cuántas veces les
he dicho... -Se detuvo cuando
vio sus rostros y observó que
estaban sin aliento a causa
del miedo y no del esfuerzo.
Stephen apuntó hacia donde
terminaba el pasillo y dijo: -
Haaabía uuun... vimos uuun
hombre...

-Oh, por Dios, Stephen, no


comiences otra vez. -Por un
momento, ella sonó muy
fatigada, como si Stephen le
dijera que debía correr otra
vez en una serie de largas
carreras cuesta arriba.
Entonces su voz se volvió
colérica:- Maldición,
Stephen, esto se está
pasando, y yo...

-No, ¡lo vimosl -insistió


Cody-. ¡Había un anciano allí
abajo, de pie allí y
mirándonos!

Ella sólo los miró, paseó la


vista de Stephen a Cody,
ambos silenciosos y serios.
Entonces dijo: -
Afortunadamente Al no está
aquí, Stephen.
-¿Dónde está?

-En el hipermercado. El
realmente se está hartando de
este asunto sobre la gente que
ves en tu habitación. Y yo
también. Recibirás una paliza
si no...

-¡Pero no fui sólo yo! -


insistió Stephen, frustrado.

-No, señora Snedeker, no es


sólo él -agregó Cody-. Yo vi
al hombre también. ¡Yo lo vi
primero!

Los hombros de Carmen


cayeron mientras soltaba un
largo suspiro.

-Está bien, vayamos. -Ella


fue adelante bajando las
escaleras.

Mientras los muchachos la


seguían, Stephen murmuró: -
Ahora sucede otra vez. No
hay nada allí... lo estamos
inventando... dejen de
mentir... -Entonces echó un
vistazo a Cody y puso los
ojos en blanco.

Carmen enfrentó a los


muchachos al pie de las
escaleras, sin poder dejar de
hacer una mueca de
desagrado a causa de los
sonidos que provenían del
grabador de Cody que se
hallaba en la mesa junto a la
cama.

-Está bien, ¿adonde estaban?


¿Qué estaban haciendo?

-Estábamos sobre las camas.

-¿Y escuchaban esta, hum...


música?

Ellos asintieron.

-Estábamos mirando revistas


de rock -agregó
Cody.

Carmen miró con poca


apreciación la revista sobre
la cama, abierta en una
página que mostraba una
mujer de aspecto
amenazante, casi desnuda.
Hizo a un lado la revista, y se
sentó en la cama de Stephen.

-Está bien -dijo ella-, vayan


arriba. Salgan si quieren, no
me importa. Sólo váyanse.
Stephen preguntó: -¿Qué vas
a hacer?

-Sólo salgan. -Ella sonó lo


suficientemente irritada
como para que ellos supieran
que debían irse sin hacer
preguntas.

Cuando se hubieron ido,


Carmen miró las puertas
francesas.

-Está bien, Carm -suspiró, las


palabras apenas audibles-.
¿Qué diablos estás haciendo?

Aunque era difícil pensar con


los sonidos que salían de los
parlantes detrás de ella,
decidió que descubriría el
engaño de Stephen. Ella se
sentaría en esa cama y
observaría y esperaría y vería
lo que debía ver. Las
condiciones eran
exactamente las mismas en
las cuales los muchachos
adujeron ver al anciano. Se
estaba dando una oportunidad
para verlo, también, eso era
todo.

Su voz interior habló


entonces, y destruyó su
sentimiento de
autosatisfacción, de
seguridad:

¿Te estás dando una


oportunidad para verlo?
murmuró. ¿No te querrás
decir que finalmente le estás
dando una oportunidad a eso
para mostrarse? ¿No querrás
decir que estás buscando lo
que sea que ha estado
moviendo cosas... llevándose
cosas... hablándote con voz
familiar desde una
habitación vacía? Claro que
eso es lo que estás haciendo...
aunque no lo admitas...

Carmen sacudió la cabeza


violentamente, como para
librarse de esa voz
devoradora.

Se inclinó hacia el frente, con


los codos sobre las rodillas,
el mentón sobre los nudillos,
y continuó observando las
puertas francesas, esperando.

La música era realmente


horrible y, mientras
escuchaba las palabras de las
canciones, decidió que debía
decirle algo a Stephen acerca
de la música que podía y no
podía escuchar bajo ese
techo.

Mientras esperaba, Carmen


pensó. No importaba cómo
trataba de mantener en jaque
sus pensamientos
disgregados, volvían a su voz
interior, a las cosas que le
habían estado sucediendo en
la casa... y, por un momento,
pensó escuchar el sonido de
movimientos cautelosos en
algún lugar del sótano.

Se enderezó, sus manos


juntas entre sus rodillas
mientras escuchaba.

Silencio, excepto por esa


terrible música.

Luego la canción, si así se


podía llamar, terminó y, un
momento más tarde,
comenzó otra.
¿Era más movimiento lo que
había escuchado Carmen en
el breve silencio? ¿Se estaba
acercando? O era sólo...

¿Tu propia imaginación?


murmuró su voz interior.

Repentinamente sintió como


si su piel se secara sobre sus
huesos.

El cabello en la base de la
nuca se le erizó.
Aunque Carmen intentó no
escuchar el sonido que
pensaba que había oído en la
parte más profunda del
sótano -intentó escuchar más
intensamente-no podía
quedarse allí ni un minuto
más y saltó de la cama.

En medio del tramo de las


escaleras intentó bajar el
paso apurado y calmar su
respiración agitada. Una vez
que estuvo en el pasillo,
volvió a lo que esperaba
fuera su apariencia normal;
aunque por dentro, todavía se
sentía helada, inestable y
temerosa... ¿pero con miedo
a qué?

-¿Adonde has estado? -


preguntó Al desde la cocina.

Su voz la sorprendió. No lo
había oído entrar. Ni siquiera
sabía con precisión cuánto
había estado allá abajo y,
como resultado, tenía un
tonto, casi infantil, sentido de
culpa, como si la hubieran
sorprendido haciendo algo
que no debía.

-Abajo. -Ella entró en la


cocina y lo encontró
guardando en la nevera las
provisiones que había ido a
comprar.

-¿Qué les pasa a Stephen y a


Cody? Los encontré sentados
en las escaleras del frente, se
los veía... no sé, como si se
hubieran metido en un
problema o algo así.

-¡Oh!, ¿en serio? Bueno,


subieron las escaleras
corriendo hace un rato
diciendo que habían visto un
fantasma. Otro fantasma,
debo decir.

-¡Oh, maldición! -Al abrió


una botella, cerró el
frigorífico y tomó un par de
sorbos. Cuando miró a
Carmen, su rostro estaba
oscuro; mantenía una
expresión de enfado, de
hastío.- Bueno, se acabó -dijo
saliendo de la cocina-. Es lo
último de eso. -Salió por la
puerta principal y dijo
firmemente:- Está bien,
Cody, creo que es hora de
que te vayas a casa por la
noche.
Las cabezas de los
muchachos se levantaron de
golpe hacia él.

Stephen dijo: -Pero sus


padres están...

-Lo siento, pero Cody debe


irse a su casa.

-¿Puedo sacar mis cosas de la


habitación de Stephen?

-Claro que sí.


Carmen se quedó de pie en la
cima de las escaleras
mientras Al bajaba con los
muchachos y esperaba que
Cody juntara sus cosas, se
despidiera y partiera. Luego
Al apuntó un dedo a Stephen
y le dijo: -No quiero más
fantasmas. ¿Me entiendes?
Ya hemos tenido suficiente
No quiero más voces ni
gente en tu habitación, eso
terminó. Una palabra más
sobre ese asunto y te
arrepentirás. Y
comenzaremos con que te
quedes aquí abajo por el resto
de la noche. Nada de
televisión, nada de música, y
nada de esa basura que
escuchaban aquí abajo hace
un rato, ¿me entiendes? No
quiero esa porquería en esta
casa. Puedes ir desde aquí
hasta el cuarto de baño y
volver. Eso es todo. No
quiero escuchar otra palabra
de ti hasta mañana. ¡Y apaga
esas malditas luces!
Empiezas a gastar más de lo
necesario y pagarás la cuenta.

Al comenzó a subir las


escaleras y Carmen esperaba
que Stephen dijera algo, para
protestar, para llamarlo. La
habitación de abajo estaba en
silencio. Al tomó otro trago
de cerveza cuando pasó
caminando a su lado.

-¿No crees que eso fue un


poco demasiado, Al?

-¿Por qué demasiado? ¿Te


refieres a que no estás harta
de ello? ¿Qué otra cosa
vamos a hacer, alentarlo? La
próxima vez, recibirá algo
peor. No podrá salir, o mirar
la televisión, o usar el
teléfono, o... o algo. Estoy
harto de este asunto de
fantasmas.

Entonces Al entró al estar y


encendió la televisión.

Stephanie se hallaba en el
patio trasero con Peter, y
Michael estaba en la calle
jugando con un amigo; era
hora de llamarlos. Pero antes
ella quiso hablar con
Stephen. Ella se sentía
responsable por el reto que
había recibido pues le había
comentado a Al acerca de lo
que él y Cody habían visto.
Por supuesto, ella no le había
dicho -ni le diría- a Al sobre
su pequeño experimento
después, sobre cómo ella se
sentó en la habitación
esperando ver lo que ella
pudiera ver.

Abajo, encontró a Stephen


acostado sobre su cama,
mirando fijamente el techo
con sus manos entrecruzadas
detrás de la cabeza. Ella se
sentó sobre el borde de la
cama y dijo: -Disculpa el
reto, pero creo...

-¡No me importa lo que


pienses! -dijo Stephen a
través de los dientes
apretados sin siquiera
mirarla.

Carmen se puso de pie.

-\Nunca vuelvas a hablarme


de ese modo o te daré un
golpe en la boca, jovencito!
Muy despacio, con la
mandíbula aún apretada, él
dijo: -A ti no te interesa lo
que pienso; entonces a mí no
me interesa lo que tú pienses.
No quieres escuchar lo que
tengo que decir; entonces no
quiero escuchar lo que tú
tengas para decir.

La voz de Carmen tembló


cuando volvió a hablar.

-Lo que sea que te suceda es


mejor que se haya ido por la
mañana, Stephen. Lo digo en
serio, ese tipo de
comportamiento no es el
adecuado entre nosotros, así
que será mejor que te
sobrepongas a sentirte mal
por ti mismo, o lo que sea
que estás haciendo, ahora
mismo. Serás un adolescente,
¡pero todavía puedes recibir
una buena tunda!

Ella se dio vuelta y partió por


las escaleras para ir a buscar
a los otros niños.

Cuando se marchó, Stephen


se desvistió para meterse en
la cama. Todavía no había
apagado las luces de su
habitación. La oscuridad
exterior era ahora completa;
no quedaba luz solar.
Apagando esas luces dejaría
entrar parte de esa oscuridad
y Stephen no deseaba eso.
En cambio, se metió a la
cama con la habitación
completamente iluminada;
hasta las lámparas de noche
estaban encendidas.

Se puso de costado e intentó


relajarse, aunque sabía que
no podría dormirse por un
tiempo. Estaba demasiado
agitado, tanto, que estaba
experimentando sentimientos
que no había conocido antes.
Quería... romper algo,
levantar algo y estrellarlo
contra la pared con todas sus
fuerzas. Su frustración era
una congestión viscosa en su
pecho que parecía filtrarse
entre sus costillas y presionar
contra músculo y carne.

Cerró los ojos con fuerza,


obstruyendo la luz, y apretó
su cabeza contra la
almohada.

-¿Stephen?
Sus ojos se abrieron de golpe.

Se hallaba solo en la
habitación.

-¿Stephen? ¿Estás listo? -


preguntó la voz, más suave
que nunca.

No se movió por un largo


rato, sólo esperó que
continuase. Cuando no lo
hizo, abrió su boca, tomó un
momento para preguntarse si
quería hacer eso, luego dijo: -
Sí.

-Ese es mi muchacho.

-Si... sólo me dejaras


tranquilo. Yo haré, hum... -Se
incorporó un poco-...haré lo
que quieras que haga si me
dejas tranquilo. ¿Es un trato?

Esa risa familiar, como cubos


de hielo que golpeaban en un
vaso.
-Muy bien. Muy bien.
Tenemos un trato, muchacho.

-¿Tenemos un trato? ¿Así


que... me dejarás en

paz?

-Tendrás que realizar tu parte


del trato primero. Tendrás
que hacer lo que yo quiera,
como dijiste. Luego...
veremos.
Stephen se dio cuenta de que
alguien bajaba por las
escaleras y rápidamente se
volvió a dejar caer sobre el
colchón.

-¿Estabas hablando con


alguien? -preguntó Michael.

-Eh -Stephen se cubrió la


mitad del rostro con la
sábana, temiendo que la
mentira se le notara.
-Creí escucharte hablando
aquí abajo.

-Dije que no.

-Está bien, está bien. Mamá y


papá dicen que debo revisar
que se apaguen todas las
luces aquí abajo. Casi todas
al menos.

Stephen pensó en ello un


minuto, imaginó la
habitación más oscura,
incluso completamente
oscura. Por primera vez
desde la mudanza, la idea de
la oscuridad no le asustaba
tanto, incluso era hasta un
tanto reconfortante.

-Sí -dijo-, adelante. Pero deja


una encendida.

-¿Estás bien, Stephen?

De pronto encontró a
Michael molesto. Quería
pensar, revisar lo que
acababa de suceder, pero su
hermano no se callaba. En
cuanto se dio vuelta sobre su
estómago y tiró más de la
sábana, gruño: -Sí, estoy
bien, ¡maldición!, ¿qué
sucede contigo?

Cuando Michael volvió a


hablar, parecía lastimado.

-Nada. Sólo preguntaba. -Sus


pasos comenzaron a subir las
escaleras.- Volveré dentro de
un rato.

Pero Stephen no respondió.


Se quedó acostado en su
cama, despierto, pensando
sobre lo que había hecho,
preguntándose qué tipo de
pacto acababa de realizar... y
con quién.
11

Cambios
Los cambios que ocurrieron
en la familia Snedeker en los
meses siguientes fueron muy
sutiles, pero no lo suficiente
como para pasar inadvertidos
ante Al y Carmen;
simplemente no eran
discutidos, con excepción de
los cambios producidos en el
comportamiento de Stephen.

Sus vidas transcurrieron


como siempre lo habían
hecho, con los problemas
usuales y también los buenos
momentos. Concurrían a la
iglesia todos los domingos,
iban a los eventos
parroquiales y a los del
colegio los días de semana,
ocasionalmente alquilaban
una videocinta para mirar. Si
algo parecía diferente en su
exterior era sólo a causa de
que se estaban estableciendo
en su nuevo hogar y que
estaban finalmente
comenzando a sentirse
cómodos.

Los cambios no eran, de


todos modos, exteriores. No
podían ser discriminados por
ojos que no eran familiares;
eran apenas visibles para los
de la familia. Esta-

ban tomando lugar bajo la


piel, creciendo lentamente,
esparciéndose como el cáncer
que afligía a Stephen, pero
moviéndose sin despertar la
atención, sin ningún tipo de
tratamiento.

Sin saber que el otro estaba


haciendo lo mismo, Al y
Carmen individualmente
lucharon por mantener ese
exterior estable mientras
intentaban ignorar las
pequeñas cosas que seguían
ocurriendo a su alrededor,
cosas tontas que, tomadas en
forma aislada, serían a lo
sumo insignificantes. Pero
juntos... juntos, estos
incidentes conformaban un
diseño que Al y Carmen no
querían conocer o siquiera
estar conscientes de él; así
que luchaban para ignorarlo,
y se aferraban con más fuerza
a ese exterior normal, limpio,
que habían construido para sí
mismos.

Y todo el tiempo, el
comportamiento y la
personalidad de Stephen
cambiaban. Luego, Al y
Carmen dirían que había sido
instantáneo, pero eso era sólo
porque los cambios iniciales
eran tan graduales, tan
sutiles, que cuando la
transformación se hubiera
completado, los tomaría
completamente fuera de
guardia.

Había muchas cosas que,


durante los próximos meses,
los tomaría por sorpresa.

-Las cosas parecen ir bien


para ustedes -le dijo Fran a
Carmen un día mientras
cambiaba un pañal sucio.
Carmen estaba sentada en el
sillón tomando un refresco y
disfrutando del sonido de los
balbuceos y ronroneos del
bebé.

-¿A qué te refieres?

-Oh, bueno, dijiste que


Stephen está mejor y... -No,
no. Dije que su cáncer parece
haber entrado en remisión.
Eso no significa que no
volverá, sólo significa que
está bien por ahora. Aunque
estamos agradecidos por lo
que se ha logrado y
colocamos el futuro en
manos de Dios.

-Sí, pero eso es mejor que


como estaban antes, ¿no es
así? Así que, Stephen está
mejor por ahora; tú pareces...
oh, no lo sé, te ves más
tranquila, supongo. Como
que no estás tan tensa y
ansiosa como antes. Claro,
supongo que tenías bastante
con qué angustiarte, con la
mudanza y el cáncer de
Stephen. Te ves... más
contenta, creo. ¿Eso tiene
algún sentido para ti?

-Sí, supongo que sí -dijo


Carmen, aunque estaba
frunciendo el entrecejo. Ese
era, por supuesto, el efecto
que había estado intentando
provocar, sólo que no había
percibido su logro.
-Enseguida vuelvo -dijo Fran,
tomando a la niña en sus
brazos-. Voy a acostarla por
un rato.

Carmen asintió con aire


ausente, luego volvió a sus
pensamientos.

Ella ciertamente no se había


sentido feliz o tranquila. De
hecho, había días en los que,
si se lo permitía, cuestionaba
su salud mental, se
preguntaba si quizás el estrés
por la enfermedad de Stephen
y la repentina mudanza
habían causado algún tipo de
reacción tardía o una crisis
nerviosa.

A veces, cuando se
encontraba sola en la casa,
caminando de una habitación
a otra, descubría un
movimiento por el rabillo del
ojo, un resplandor gris que
cruzaba de un mueble a otro.
Al principio, pensó que era
Willy; ellos por lo general lo
tenían encerrado abajo, pero
ocasionalmente se escapaba
hacia el estar y saltaba de un
lugar a otro, jugando a las
escondidas con ellos. Pero él
siempre estaba encerrado
cuando veía este movimiento
difuso a su derecha o
izquierda; cuando lo
investigó, nunca había nada
allí.
Dos veces, ella se quedó de
pie en la cocina de espaldas
al frigorífico -lavando los
platos una vez, cortando
verdura en otra ocasión-
oportunidades en que sintió
el golpe de una ola de aire
helado, como si la puerta de
la nevera se hubiera abierto.
Pero cuando giraba, se
encontraba cerrada. El frío
desaparecía rápidamente,
hasta que llegaba a pensar
que jamás se hubiera
producido una caída en la
temperatura, aunque sí, sabía
que así había sido.

Llegó a despertarse dos veces


mientras su cama vibraba,
casi como si fuera una cama
de moteles económicos en la
que se insertaba una moneda
para que vibrara... pero sin
sonido. A su lado, Al estaba
profundamente dormido. Ella
se había levantado en esas
dos ocasiones, había fumado
un cigarrillo, había ido al
cuarto de baño, y cuando
había regresado, la vibración
se había detenido.

Cada vez que algo ocurría -


movimientos, vibraciones, el
suelo de la cocina sangrando,
o una o dos voces que pensó
escuchar cuando sabía que no
quedaba otra persona en la
casa- pensaba en Stephen.
Ella pensaba, por supuesto,
en las cosas que él había
dicho sobre la casa, las cosas
que supuestamente había
visto, pero también pensó en
lo que él se había convertido
desde que se habían mudado
a esa casa.

Primero, sintió temor de


bajar; esa no era la forma de
ser de Stephen, quien a pesar
del tratamiento que había
recibido de sus pares en el
colegio, había logrado
mantenerse extravertido,
incluso ser un muchacho
agresivo que no había
mostrado temor aun cuando
el mismo se veía justificado,
y no cuando no había nada
que temer.

Pero últimamente, algo


diferente estaba ocurriendo.
No era nada físico, no como
el resultado de sus
tratamientos de cobalto; en
cambio, esto significaba un
cambio en su personalidad.
Su primera experiencia con
ello había ocurrido cuando le
gritó mientras estaba
acostado en su cama esa
noche.

"No me importa lo que


pienses", gritó, y sus palabras
habían penetrado sus
oxidadas defensas. El nunca
le había dicho cosas como
esas y le había dolido. El
dolor había surgido como
cólera, aunque quiso
quedarse al lado de su cama
llorando y preguntarle: -¿Por
qué me hablas así, cariño?
¿Por qué?

Pero ese sólo constituyó el


principio. Se había vuelto
muy silencioso a partir de
allí. Parecía ansioso de
separarse de la familia por
completo. Hablaba sólo
cuando le sacaban las
palabras, e incluso entonces
sonaba como si estuviera
hablando con gente que
despreciaba. Hubo tres
ocasiones en que había dicho
cosas malas, horribles, a
Carmen, que le dolían con
sólo recordarlas. Y cuando
las dijo, incluso se veía
diferente; su rostro se
tensaba, se volvía casi como
el de un reptil.

Ella muchas veces se


preguntaba si quizás ese
cambio en Stephen habría
ocurrido por ignorar lo que
había dicho sobre la casa, o si
no se hubieran mudado a ella
principalmente.

-¿...la cena esta noche,


Carmen?

Se levantó sobresaltada, con


los ojos desorbitados, y se
volvió para ver a Fran de pie
ante ella, con las manos
sobre las caderas.
-¿Qué? -dijo Carmen-.
Quiero decir, este, disculpa.

-Dije, ¿qué planeas cocinar


para la cena esta noche?

-Este, bueno, hm... en


realidad, no estoy segura,
Estaba nerviosa, inquieta,
como si Fran hubiera estado
observando sus pensamientos
sin ser vista.- ¿Qué harás tú?

-Oh, probablemente
descongele algo. Marcus no
volverá a casa del trabajo
hasta tarde.

Carmen sugirió que, en vez


de comer sola, Fran y el bebé
deberían ir a su casa a cenar,
si no les molestaba algo
sencillo. Fran estuvo gustosa
de acuerdo.

-¿Sabes? -dijo ella-, en todo


este tiempo, creo que he
estado en tu casa sólo una
vez, y por unos minutos.

Carmen pensó sobre ello;


tenía razón. Se preguntó
cómo había pasado tanto
tiempo sin invitar a Fran a su
casa. Después de todo, iba
con frecuencia a casa de
Fran.

"¿Estás avergonzada de tu
casa, quizás? su voz interior
preguntó. ¿Tienes miedo de
lo que ella pueda ver u oír?"
Carmen apartó la vista de
Fran, parpadeó y rápidamente
alejó el pensamiento.

Carmen ya había comenzado


la cena cuando escuchó el
timbre. Fran sostenía al bebé
en brazos mientras entraba,
sonriendo.

Pero su sonrisa vaciló un


tanto y frunció el entrecejo
mientras miraba a su
alrededor.
-Algo huele rico -dijo ella,
rápidamente recobrando la
sonrisa.

Carmen lo notó, aunque


eligió no exigir una
explicación.

-Carne al horno, papas y


verduras. Como dije, es algo
simple. ¿Quieres tomar algo?

Fran tomó una cerveza,


Carmen un refresco, y las dos
se sentaron a la mesa del
comedor, Fran sostenía al
bebé sobre su falda -que
balbuceaba contento,
mirando a su alrededor con
los ojos bien abiertos.

-¿Donde están los niños?


preguntó Fran.

-Afuera. Salvo Stephen. El


está abajo.

-Pensé que no le gustaba ir


abajo.

-Ya no. Ha estado pasando


gran parte del tiempo allí.
Incluso mencionó algo sobre
mudarse otra vez a su
habitación. No lo sé, él
parece... -Se encogió de
hombros, pero no siguió.

Fran estaba frunciendo el


entrecejo otra vez, mirando a
su izquierda, como si hubiera
visto a alguien o a algo.
-¿Qué sucede?

Fran pestañeó.

-Hum... nada. Sólo que pensé


que, eh... no lo sé.

-Quizás Al acabe de llegar.


Debería de estar aquí en
cualquier momento.

Volviendo a mirar a su
izquierda, Fran murmuró: -
No, no creo que... oh, bien. -
Le sonrió a Carmen y dijo
con alegría forzada: -¿Te
puedo ayudar con la cena?

-No, sólo relájate.

Ellas hablaron. A medida que


la conversación proseguía,
Fran parecía estar más y más
molesta, como si la silla en la
que estaba sentada fuera
incómoda. Tics nerviosos
tomaron vida en su rostro y
sus ojos se disparaban hacia
los costados constantemente
mientras acercaba el bebé
hacia sí misma.

-¿Ocurre algo, Fran? -


preguntó Carmen por lo bajo

-¿Qué? Hum, no. Quiero


decir, hum... -Sus ojos
volvieron a dispararse, luego
sonrió nerviosamente.-
Disculpa. -Bajó los ojos,
sorbió su cerveza, y besó la
cabeza de la niña.
No hay nada que disculpar.

Frán no levantó la vista por


un largo rato, luego: -¿Te
importaría mucho si no nos
quedáramos a cenar,
Carmen?

Carmen pestañeó. -Bueno,


pensé...

En realidad no tengo hambre,


y por lo general la acuesto
bastante temprano y, hum... -
Se puso de pie.-

Espero que me disculpes.


Quizás tú y Al puedan venir a
casa la semana próxima para
comer.

Carmen también se puso de


pie.

-Espera un minuto, Fran,


deténte. -Siguió a Fran hasta
el pasillo. Sintió un escozor
en la piel de su nuca y
presintió que algo estaba
muy mal.- Hay algo que está
mal ¿Qué es?

Fran no podía enfrentar los


ojos de Carmen mientras
alargaba la mano para tomar
la manija de la puerta.

-Hum, Carmen, yo estoy,


uh... -Volvió a reírse, una risa
aguda que carraspeó por su
garganta. Abrió la puerta
unas pocas pulgadas, se
volvió hacia Carmen
timidamente y preguntó: -
¿Prometes que no te reirás de
mí?

-Bueno, claro que no, Fran.


¿Qué sucede?

-Es sólo que estoy... me


siento incómoda aquí.

-¿Qué? ¿Qué quieres decir


con que estás incom...?
-Es esta casa. Es que... hay
algo, hum... -Sacudió la
cabeza y caminó hacia la
puerta otra vez. Carmen la
tomó del codo, un poco más
fuerte de lo que quería, y se
aferró con fuerza. Su corazón
corría alocado en su pecho,
incluso palpitando en su
garganta, y tenía miedo de
hacer la pregunta que
necesitaba hacer.

-¿Qué sucede con esta casa,


Fran?

Fran respondió después de


una larga pausa, murmurando
la mitad de sus palabras.

-No estoy segura. Pero hay


algo, hum, algo malo aquí.
No es sólo la casa, es... el
aire. Lo siento. Es como si
estuviera atrapada en una
pequeña habitación que sólo
sigue tornándose más y más
pequeña, ¿sabes? Una
sensación de claustrofobia.

-Pero has estado aquí antes y


nunca notaste ninguna...

-Sólo por algunos minutos,


nunca tanto tiempo como
hoy. No creo que haya tenido
tiempo de ver algo. Y no lo
vi...

-¿Ver algo? ¿Qué es lo que


viste? -la boca de Carmen
estaba seca y sus palmas
sudaban. Dejó ir el codo de
Fran y frotó sus manos sobre
sus caderas para secarlas-.
Nunca dijiste nada sobre ver
algo.

Otra risa nerviosa.

-No es nada, Carmen, sólo...

-¿Qué es lo que viste?

-No estoy segura. Sólo que


no dejo de ver... bueno, se
veía como algo que se movía
por el pasillo. Se movía
rápido. Algo pequeño. Estoy
segura de que es mi
imaginación. Lo es, en serio,
es mi imaginación -otra risa-
y no voy a ser muy buena
compañía, eso es todo.
Hagamos una cosa, te veré
más tarde, ¿está bien? -Ella
abrió la puerta.-Llámame
esta noche, haremos planes
para el fin de semana, ¿está
bien? -Salió al porche.- Una
barbacoa. En nuestra casa. Te
veré luego.

Luego cruzó rápidamente el


césped hacia su propia casa.

Carmen quedó de pie en el


umbral de la puerta por un
tiempo, después que Fran se
marchó, entonces cerró la
puerta con fuerza y se recostó
contra ella, con los ojos
cerrados.
Muchos pensamientos
surcaban su mente e intentó
aquietarlos."Quizá se debiera
a todo lo que le dije sobre
Stephen, sobre lo que él dijo,
sobre lo que los niños decían
haber visto y oído", pensó
ella.

Olió la cena, recordó que


tenía la carne al horno y se
apresuró a entrar a la cocina
para preparar el resto de la
comida, intentando ignorar el
temblor de sus manos.

Al también intentaba ignorar


muchas cosas.

Como la música y las voces


que provenían del sótano, por
ejemplo. Las había
escuchado varias veces. Las
suficientes, en efecto, como
para ni siquiera salir de la
cama, sólo permanecía
despierto en la oscuridad,
escuchando.
A veces, también, la cama
vibraba en la forma en que lo
había hecho la primera
noche. Por supuesto, la
familia se había mudado al
piso de arriba -Ben y Alice
Faraday y su hijo e hija,
buena gente, amigable- así
que Al podía usar su teoría de
la nevera de arriba para
explicar la vibración; le tomó
un poco de trabajo pero
consiguió convencerse, y otro
par de cervezas antes de irse
a la cama lo ayudaban a
dormirse a pesar de sus
inquietantes pensamientos a
los que intentaba enterrar.

Aun cuando dormía tan bien


como siempre, Al se
levantaba como si no lo
hubiera hecho, como si
hubiera pasado las noches
revolcándose y girando entre
las sábanas empapadas de
sudor. Lograba cumplir con
su trabajo ayudado por
abundante café, y comenzaba
a aprontarse para irse a la
cama tan pronto como
llegaba a su casa al abrir la
primera botella de cerveza.

Una noche estaba acostado en


su cama, despierto, pero con
los ojos cerrados. Se
preguntaba si no estaba
bebiendo demasiada cerveza,
si quizá fuera esa la causa de
lo que había estado sintiendo,
escuchando y pensando;
quizá, sólo quizá, Stephen
hubiera estado en lo cierto
respecto de la casa. Pero
entonces se dijo que quizás
había tomado más de lo
debido, y no podía
imaginarse a sí mismo sin
beber para no enloquecer,
pues no podía contárselo a
Carmen sin quedar como un
loco.

Después de un rato, con el


constante y arrullador sonido
del reloj-alarma sonando en
la mesilla de noche, Al se
durmió...

Se despertó de repente,
abruptamente, y sintió que se
estaba agitando, y su primer
pensamiento fue: -¡Oh Dios,
oh mi Dios, se está
sacudiendo ahora, no
vibrando, sacudiendo!

Era Carmen. Ella estaba


agarrando su hombro,
sacudiéndolo y susurrando: -
¡Al, Al! ¡Despiértate, Al, es
la cama! ¡La cama!

-¿Qué? -Se sentó, aguzando


la vista a causa de la
oscuridad y pestañeando
furiosamente, como si sus
ojos tuvieran algo metido en
ellos.

-¡La cama, Al, la cama!

Una vez que hubo emergido


de la gruesa niebla del sueño,
se dio cuenta de que estaba
ocurriendo de nuevo. La
cama estaba vibrando. Su
silencioso movimiento se
deslizó por el cuerpo de Al,
envolviéndose alrededor de
sus huesos como un hilo.

Pensó con rapidez y llegó a


una decisión: si había
funcionado con él,
funcionaría para Carmen,
también.
-¿Qué ocurre con la cama? -
preguntó, intentando no
mostrar urgencia mientras se
deshacía de las mantas y se
bajaba de la cama. Quedó allí
de pie frotándose los ojos y
pasándose bruscamente los
dedos entre el cabello.

-¿No lo puedes sentir? -dijo


Carmen, hablando más alto
ahora. Ella se puso de pie del
otro lado de la cama con su
camisón largo-. Está
vibrando, eso es lo que
ocurre. Siéntela.

-¿Qué?

-¡Sólo siéntela!

Al trató de no pestañar
cuando puso su mano sobre
la cama y sintió la familiar,
algo maligna sensación
filtrarse por medio de su
brazo. Después de un
momento, retrajo la mano, le
asintió a Carmen y dijo: -Sí,
¿y bien?

-¿Y bien? ¿Y bien? La cama


está vibrando, Al, ¿qué es lo
que lo provoca? ¿Por qué se
comporta así?

-Viene de arriba -dijo en voz


baja, calmado, su voz pareja
y gruesa con la indiferencia
del sueño.

-¿De qué?
-De la nevera de arriba. Eso
es todo. Se enciende y vibra,
luego las vibraciones llegan
hasta aquí y las sentimos en
la cama, eso es todo. Vuelve
a dormirte. Se detendrá
después de un tiempo.

Ella lo miró, con la boca


abierta, mientras él se daba
vuelta y caminaba en
dirección al cuarto de baño.

Una vez en el cuarto de baño,


Al encendió la luz y cerró la
puerta con llave. No
necesitaba usarla, pero era el
único lugar donde podía ir en
medio de la noche sin tener
que darle a Carmen algún
tipo de explicación.

Bajó la tapa del inodoro y se


sentó sobre ella, los codos
sobre las rodillas, su rostro
entre las palmas, y exhaló
lentamente. Deseó que la
vibración hubiera cesado y
que Carmen hubiera vuelto a
dormir. Incluso rezó en
silencio para que fuera así.
Después de un tiempo, se
santiguó, se puso de pie y se
detuvo cuando escuchó un
gran ruido en algún lugar
fuera de la casa. El sonido se
repitió una y otra vez, se
detuvo por un momento,
luego continuó.

Al frunció el entrecejo al
salir del cuarto de baño,
mascullando: -¿Ahora qué?

Era un perro ladrando. El casi


lo ignoró y volvió a la
habitación, pero era tan
cercano que sería mejor
investigar lo que sucedía.

Se dirigió a la ventana del


comedor, que parecía estar
más cerca del ladrido, y
separó las cortinas con dos
dedos.
Una luna brillante iluminaba
el suelo con una luz tenue
como si fuera un hematoma
luminoso. Un perro de buen
tamaño estaba de pie sobre el
borde del patio delantero -
con la poca luz, era difícil
distinguir a qué raza
pertenecía- ladrando a la
esquina de la casa. Estaba
ladrándole a la casa como
podría hacerlo para advertirle
a su dueño sobre un intruso, o
en la forma en que un perro
podría ladrarle a su propio
atacante: con ladridos
aguerridos y veloces,
puntuado por gruñidos.

Nunca había visto al perro


antes y no podía distinguir si
llevaba collar o no. No se
movió por un rato, sólo miró
al perro mientras ladraba en
forma persistente. El siguió
esperando que cesara y se
fuera, pero no lo hizo. Sus
ladridos sólo se volvieron
más coléricos y más
amenazadores, más
desesperadamente feroces.

Al sintió una gota de sudor


caerle por la sien y se secó la
frente con el dorso de la
mano libre. Estaba sudando.
Su corazón latía agitado.

"Esta casa pensó. Le está


ladrando a la casa porque...
porque la casa le asusta".
Quitó su mano de las
cortinas, dio un paso atrás y
quedó allí de pie, mirando
fijamente a las cortinas
cerradas un rato mientras el
perro ladraba... y ladraba... y
ladraba...

Los secretos crecían como


tumores en el hogar de los
Snedeker.

Carmen no le comentó nada a


Al cuando escuchó a alguien
que reía en la cocina, aunque
ella estaba sola en la casa.

Al no le dijo a Carmen
cuando escuchó pasos que lo
seguían alrededor de la casa
un fin de semana, aunque no
había nadie allí.

Y Stephen sólo les hablaba


cuando debía hacerlo.
Cuando no estaba en el
colegio, pasaba la mayor
parte del tiempo en su
habitación, muchas veces con
Cody, quien traía grabaciones
para escuchar, lo último de
las bandas de rock pesado,
con canciones que hablaban
de sexo y muerte, violencia y
suicidio, tortura y necrofilia.
Ya no pasaba mucho tiempo
con Michael, en gran parle
porque Michael quería hacer
cosas, estaba interesado en
cosas que no motivaban a
Stephen. Como resultado,
Stephen estaba considerando
mudarse a la habitación que
originalmente le habían
asignado.

La idea de mudarse a esa


habitación era, una vez más,
deseable.

No iba a haber nada que


interrumpiese las voces
entonces...

Una noche tarde, Stephen


permaneció despierto en su
cama escuchando el sonido
de un perro que ladraba
afuera. Lo había escuchado
antes, pero no había pensado
en ello hasta que su padre se
quejó sobre él una mañana,
durante el desayuno, antes de
ir al trabajo. Al había dicho
que necesitaban descubrir
quién era el dueño del perro y
llamarlo; se había instalado
frente a la casa para ladrar
durante varias noches
consecutivas.
Curioso, Stephen salió de la
cama y subió al piso
superior, moviéndose
cómodamente en la
oscuridad. Fue a la ventana,
en el comedor y vio al perro
afuera bajo la luz de la luna,
ladrando, gruñendo en la
esquina de la casa. Nada más,
ni una ardilla, ni un gato,
sólo la casa.

Sin proponérselo, esbozó una


media sonrisa.
Así que no estaba
completamente solo. El
perro, de alguna manera,
sabía que la casa tenía algo
inusual.

El perro sabía que estaba


ocupada por algo aparte de
madre y padre y cuatro niños.

El perro sabía....
12

La presencia de
fantasmas
navideños
Para Navidad, Stephen había
obtenido una chaqueta de
cuero usada, sobre cuya
espalda había colocado una
calavera y huesos y el
logotipo de alguna banda de
rock pesado que combinaba
una cruz invertida con una
daga ensangrentada.

La usó cierto día después de


haber vuelto a su casa de la
escuela. Era el último día de
colegio antes de comenzar
las vacaciones de Navidad;
afuera, todo estaba cubierto
de nieve, y Stephen sacudió
unos copos de su bufanda y
chaqueta antes de entrar por
la puerta principal. En cuanto
cruzó la casa, Carmen lo
detuvo.

-¿Stephen? ¿Puedes venir


aquí un segundo? -dijo desde
la mesa del comedor.

Ella desde hacía tiempo


buscaba una conversación
con él -iba a intentar
mantenerla- porque tenía una
idea bastante clara de cuál
sería el final.

Carmen y Al habían hablado


bastante con Stephen
últimamente -juntos y en
forma individual- sobre
temas que abarcaban desde
las malas palabras que había
pronunciado en la casa hasta
su higiene personal que, por
razones que no podían
comprender, había sido
seriamente descuidada en las
últimas semanas.

Había muchas cosas que no


podían entender sobre
Stephen últimamente.

Ahora tenía esa chaqueta. Era


algo que nunca hubiera
considerado usar antes de la
mudanza. Siempre había sido
un muchacho pulcro, vestía
bien, era cortés y bien
hablado.
Ya no era así.

-Siéntate, Stephen -dijo


Carmen tranquila, sonriendo.

Con un suspiro de fastidio, él


tomó una silla y se dejó caer
en ella, golpeando la mesa
con los codos, descansando
su mentón sobre sus puños.

A pesar de que el cáncer


había entrado en remisión,
Stephen aún se veía pálido y
flaco y, aunque no tan
nítidamente, círculos
amarillentos y grisáceos aún
enmarcaban sus ojos.

-¿Dónde conseguiste esa


chaqueta? -preguntó Carmen.

-Alguien me la dio.

-Las chaquetas de cuero no


son baratas.

El se encogió de hombros.
-Es vieja. No la quería más.
Cody me la dio.

-Bueno... no es una mala


chaqueta, en realidad. Así
que, ¿por qué le pusiste eso
detrás?

Otra vez se encogió de


hombros, un largo y lento
guiño, luego: -Porque me
gusta.

Ella se inclinó.
-Stephen, sabes que no
queremos que uses cosas
como esas.

-¿Como qué?

-Lo que tienes en tu espalda


es una cruz, y está invertida.

-¿Y entonces?

-Oh, no te hagas el tonto


conmigo, Stephen, sabes a
qué me refiero. -Estaba
comenzando a sentirse ya
frustrada y enfadada y lo
demostraba en la voz.- Es
sacrilego y... bueno, si me
preguntas... tú eras el que
hablaba sobre el mal hace
unos meses y, bueno, en
cuanto a mí concierne, eso es
el mal, lo que tienes en tu
espalda. Nos hemos
entregado con la música, así
que casi puedes escuchar lo
que te plazca en tanto que lo
hagas tú solo, pero ¡eso es
demasiado!

-Bueno, ¿cuál es la
diferencia? No lo entiendo.
Es parte de la música, es lo
que la música representa,
es...

-Yo lo sé, por eso es que a tu


padre y a mí no nos gusta esa
música. Esa cruz que llevas
en tu espalda es un símbolo
muy importante. Cristo
murió en esa cruz para que
nosotros pudiéramos...

Stephen puso los ojos en


blanco.

-Sí, sí, ya sé. Aprendí todo


eso en el catecismo.

-¡Entonces como puedes usar


algo así!

-Tú estás tan preocupada por


el mal, le temes tanto, y no
quieres ver el que tienes a tu
alrededor, sólo lo ignoras.
¡Te lo digo, esta casa es
malvada!

-Eso otra vez. Yo sólo...


Stephen, no te entiendo. No
entiendo qué ocurre contigo.

Entonces Stephen tomó una


actitud que hizo que su
madre quedara con la boca
abierta, aturdida y dolida.

Rió, sacudió la cabeza y dijo:


-No entiendes demasiado de
nada, ¿no es así? -Se levantó
de la mesa y se dirigió a su
habitación, dejando a Carmen
con la vista fija en el lugar en
el que había estado sentado,
con su boca aún abierta y sus
ojos desorbitados llenos de
dolor.

Finalmente encendió un
cigarrillo y exhaló el humo.
Su próximo paso, por
supuesto, sería hablar con Al
sobre ello, aunque no estaba
demasiado ansiosa por
hacerlo.

Al parecía estar muy


malhumorado últimamente,
especialmente en cuanto se
refería a Stephen. No tenía
tolerancia para los cambios
que se habían operado en el
muchacho; Carmen debía
admitir que se sentía de la
misma manera, pero al
menos intentaba ser justa y
civilizada con él, trataba por
todos los medios de ver el
lado bueno de Stephen (algo
que día a día se hacía más
difícil, pues parecía no
querer compartir su óptica).
Ella temía que, si en algún
momento le confiaba algo a
Al sobre Stephen, perdiera el
control y tomara represalias
contra el muchacho,
castigándolo duramente,
tanto que lo obligara a
permanecer por más tiempo
que el usual en su habitación
o le suspendiera privilegios
en el uso del teléfono, o
simplemente le propinara un
severo castigo corporal, por
ejemplo. Aunque entendía el
deseo de hacerlo, también
Stephen había empujado su
tolerancia hasta el límite,
especialmente con su
respuesta a la queja sobre la
chaqueta, la idea de ello la
inquietaba.
Pero la campera de Stephen
también la hacía temblar.

Ella le hablaría a Al. Si él no


solucionaba el problema,
debería tomar medidas más
duras...

Aunque esperó hasta después


de la cena esa noche,
deseando que estuviera
relajado, Al enfureció. Bajó
al sótano y, desde el estar,
Carmen podía escuchar cómo
le gritaba a Stephen. Incluso
escuchó algo que se
estrellaba contra una pared.

Peter estaba dormitando


sobre el sillón a su lado;
Stephanie y Michael se
hallaban en el suelo mirando
televisión, con sus espaldas
rígidas, sus ojos fijos sobre la
pantalla mientras luchaban
por ignorar los sonidos.

Luego, después de un breve


silencio, escuchó los pasos de
Al resonando por las
escaleras y su voz que
ladraba colérica: -¡Eso es,
déjalo! Quieres andar por ahí
viéndote como una especie
de punk satánico, eso no me
importa, ¡solamente no le
digas a nadie que vives aquí!
¡Un maldito malcriado, eso
es lo que eres! No sé de
dónde lo sacas, ¡pero no
viene de nosotros!
Mientras caminaba por el
pasillo, continuando con sus
gritos, Carmen podía
escuchar el suave sonido de
la risa de Stephen abajo. Se
apuró en llegar hasta el
pasillo para encontrarse con
Al.

-No sé qué hacer con él -


gruñó, fue a la cocina y sacó
una cerveza del frigorífico-.
Quiere quedarse con su
maldita chaqueta...
-Al -suplicó ella,
pestañeando.

-...puede quedársela, a mí no
me importa. Quiere pasearse
por ahí con aspecto de
bandido, como un maldito
criminal o algún tipo de, no
sé, algún tipo de miembro de
un culto, bueno, perfecto. -Se
recostó contra el borde del
mostrador y tiró la cabeza
hacia atrás mientras bebía.
-Bueno, hay algo mal, y no sé
bien qué es.

-Es un malcriado, eso es lo


que tiene de malo.

-¿Y qué, es mi culpa, es eso


lo que estás diciendo? ¿Es mi
culpa que él se comporte así?

-Ey -dijo abriendo los brazos


y levantando las cejas-, tú lo
dijiste, no yo.
Carmen giró, estiró un brazo
y se recostó contra la nevera.
Cerró los ojos por un
momento, con los labios
apretados con fuerza. Ella
sabía que eso podía
convertirse en una
desagradable discusión si
perseguía esa finamente
velada acusación. Decidió
que no lo haría, tomó una
profunda bocanada de aire y
se dio vuelta.
-Creo que debería llevarlo a
ver al padre Hartwell.

Al tomó otro trago de


cerveza y suspiró.

-¿Crees que le hará algún


bien?

-¿No le puede dañar, no es


así?

Pensó sobre ello un


momento, frunció el
entrecejo, se volvió un tanto
distante. Luego dijo
lentamente, como para sí
mismo: -Sólo ha ocurrido
desde que nos mudamos
aquí... a esta casa...

Carmen se sorprendió con


sus palabras -¿podría él estar
acunando alguno de los
mismos pensamientos

que la acosaban a ella?-, pero


ella escondió su sorpresa
rápidamente.

-¿Crees que tiene alguna


vinculación con lo que le
sucede a él? -preguntó ella.

-¿Hmm? Oh, no. Claro que


no. Sólo... una observación,
eso es todo. El ha cambiado
mucho en poco tiempo.

-Por eso creo que debería


hablar con el padre Hartwell.
-Sí. Sí, no le puede dañar.

Ella llamó al padre Hartwell


al día siguiente y le explicó
el problema, y él acordó en
ver a Stephen. Contra sus
protestas, Carmen llevó a
Stephen a la iglesia y lo dejó
allí mientras ella pasaba por
el supermercado. Cuando
terminó las compras, volvió,
lo recogió y se dirigió a casa,
resistiendo la tentación de
entrar y preguntarle al padre
Hartwell cómo le había ido y
cuál era el problema de su
hijo. En cambio, intentó
comenzar una conversación
con Stephen.

-Entonces, ¿de qué hablaron


el padre y tú? -preguntó ella.

Mientras miraba por la


ventana, él se encogió de
hombros.

-No lo sé. No demasiado.


Sólo... hablamos, creo.

Y eso era todo lo que podía


sacarle. Ella sólo podía
esperar y rezar, ya que el
padre Hartwell sería capaz de
ayudarlo.

Pero eso no era suficiente


para ella. Apenas llegó a su
casa, telefoneó al padre
Hartwell desde su
dormitorio.
-¿Cómo anduvo, padre? -
preguntó ella.

-Bueno, Carmen, si no te
importa, prefiero no hablar
sobre ello en detalle. Te diré
esto: hiciste lo correcto
trayéndolo aquí para verme.
Me gustaría volver a verle.
Mañana, ¿está bien?

-Claro que está bien. Me


alegra tanto. Quiero decir,
me preocupaba que... bueno,
Al y yo, ambos, estábamos
preocupados porque... -No
terminó la frase, temiendo
que su voz se quebrara y
comenzaran las Ingrimas.

-Escucha, Carmen -dijo el


padre Hartwell suavemente-
Estoy aquí para ti también.
Creo que Stephen necesita
estas conversaciones ahora y
sospecho que podemos lograr
algún progreso. Pero si
necesitas a alguien ron quién
hablar, no lo dudes.

-Gracias, padre -agradeció


ella.

-¿A la misma hora mañana?

-A la misma hora.

Pero Carmen no pudo llevar a


Stephen para ver al padre
Hartwell al día siguiente.

Esa tarde, Carmen recibió


una llamada de su hermano
Cal desde Alabama. En el
instante en que escuchó su
voz al otro lado de la línea,
se puso tensa; él sólo la
llamaba cuando necesitaba
algo o cuando algo le había
ocurrido. Como su padre, él
era un alcohólico sin
intenciones de tratar su
problema; el corazón de
Carmen lo apoyaba y él
nunca estaba ausente de sus
plegarias. Finalmente pensó
que ella podía hacer mucho
por él, pero siempre que él
pusiera de sí mismo la mejor
disposición y diera el primer
paso.

-¿Carmen? Tendrás, hm,


tendrás que venir a casa.
Enseguida. -Su voz sonaba
mojada y temblorosa.

-¿Qué sucede, Cal?

-Papá. Está, hum, está


muerto, Carmen. Alguien lo
mató. Ha sido asesinado.
Debes venir.

Carmen, aturdida,
permaneció en silencio por
un tiempo. Cuando pudo
volver a hablar, le dijo a Cal
que estaba nevando en
Connecticut, pero tomaría el
próximo avión y estaría allí,
en cuanto le fuera posible.

Después que colgó, se


desplomó sobre el sillón y
perdió la mirada en el aire
mientras pensaba en su
padre. Sus padres se habían
divorciado cuando tenía doce
años de edad y nunca se
había acercado a su padre,
casi no lo había conocido, en
realidad, a diferencia de su
hermano, quien había estado
en constante contacto con él.
A pesar de ello, Cal siempre
había considerado el estilo de
vida de su despreciable
padre, sus borracheras
continuas, su falta de cuidado
para consigo, su vida
bordeando el límite, pero no
lo suficiente, aparentemente,
para mantenerse a sí mismo
lejos de ese mismo camino.
La presencia de ese
comportamiento en su
familia mantenía a Carmen
alejada del alcohol, y era
responsable por la terrible
preocupación que le causaba
la afición de Al por la
cerveza, algo que todavía no
había tenido el coraje de
mencionar.

Ella llamó al aeropuerto. No


pudo encontrar un avión que
partiera esa tarde. Al tuvo
que apurarse para hacer los
arreglos en el trabajo para
poder encargarse de los niños
mientras Carmen se
ausentaba. Temblaba al tener
que hacer algo así cuando
apenas había tomado el
empleo en la cantera, pero
era una de esas crisis
impredecibles e inevitables
que le suceden a todo el
mundo de vez en cuando, y
su empleador debería
solucionarlo por otro lado.

Después de llevar a Carmen


al aeropuerto, Al, Stephanie y
Peter compraron pizza
camino a casa; Al nunca
había aprendido a cocinar y
no tenía intención de hacerlo
ahora, así que, hasta que
volviera Carmen, se
arreglarían con comida
comprada.

Esa noche, una vez que


comieron la pizza, Stephen
volvió a su habitación, como
siempre. Pasaba la mayor
parte de la tarde allí, de todos
modos, llevando su cena
consigo. La tensión estaba
creciendo entre Al y Stephen;
la habitación estaba más
silenciosa cuando se
encontraban juntos, el aire de
alguna manera estaba más
denso. Se hablaban sólo
cuando era necesario, lo que
lentamente se volvía menos
frecuente a medida que
transcurría el tiempo. Eso no
le molestaba a Al; no le
importaba desatender al
muchacho hasta que se
comportara como
correspondía. Quizás eso
fuera demasiado duro, pero
era lo mejor que sabía hacer.
No había razón que
justificara las actitudes
recientes de Stephen, y actuar
como si no ocurriera nada le
parecía a Al que era como
decirle que aceptaba su
comportamiento.

Al y Michael miraron el
partido de fútbol por
televisión mientras Stephanie
y Peter pegaban y coloreaban
en la mesa del comedor. No
tenían colegio al día
siguiente, así que Al no se
preocupaba por la hora en
que se acostaran. Pero se
habían acostumbrado a irse a
la cama temprano y no pasó
mucho tiempo antes de que
todos tuvieran suficiente
sueño como para retirarse a
sus habitaciones.

Al quedó solo, después del


partido, mirando las
reposiciones de programas
cómicos y pensando.

No deseaba irse a la cama.


No solo. Solo, podría
permanecer despierto...
esperando... la música... las
voces... las vibraciones...

Tres horas más tarde, sus


ojos se sentían pesados y su
cabeza no dejaba de caerse
hacia adelante mientras
miraba televisión.
Finalmente, cedió, apagó la
televisión y las luces y
marchó a la cama.

Una vez debajo de las


frazadas, su fatiga
desapareció y, como lo había
sospechado, permaneció
despierto, girando y
acomodándose para encontrar
un lugar cómodo, una
posición que lo calmara.

Finalmente la encontró. Sus


ojos se cerraron por sí
mismos, sintió que lo
inundaba la pesadez del
sueño, era consciente de que
su respiración se volvía lenta,
se sintió deslizarse, hasta...

Escuchó la música y sus ojos


se abrieron súbitamente. Se
sentó sobre la cama. Era la
misma música de siempre:
antigua y latosa, conjurando
imágenes en blanco y negro
de habitaciones llenas de
telas de araña, viejas
fotografías en marcos
decorados, y mobiliario
antiguo.

Al volvió a acostarse,
apretando las bases de las
palmas contra sus ojos y
gimiendo.

Voces rieron por lo bajo. La


música continuó. Y había
algo más.

Ladridos. El perro estaba


ladrando afuera otra

vez.

"Voy a ignorarlo, pensó.


Todo esto. Quizá no duerma,
pero no saldré de la cama."

La música continuó. Las


voces siguieron hablando y
riendo festivamente. El
ladrido del perro se volvió
más intenso.
Al se dio vuelta y apretó su
cabeza contra el colchón,
cubriéndose los oídos con la
almohada.

Pero todavía podía oírlo. La


fiesta de los fantasmas, el
ladrido persistente...

Y entonces sintió la
vibración familiar colársele
por el cuerpo, a través de los
huesos. Envolvió aquellos
largos y huesudos dedos
alrededor de sus codos y
rodillas, sobre sus hombros y
sobre la coronilla de su
cráneo, incrementando la
presión, vibrando más y más
profundamente.

Al rodó sobre su espalda y


comenzó a patear
frenéticamente las frazadas,
su respiración siseando a
través de dientes apretados a
medida que salía de la cama
y caía pesadamente al suelo,
luego gateó alejándose unos
metros de la cama antes de
ponerse de pie. Moviéndose
hacia atrás, chocó con el
vestidor, se quedó allí de pie
y miró fijamente la cama.

No podía ver nada. No había


signos visibles de que la
cama manifestara algún tipo
de movimiento siniestro.
Hurgó detrás de él y encendió
la pequeña lámpara que
estaba sobre el vestidor, pero
todavía no veía nada.

Había, de todos modos,


bastante para oír.

La música surgía de algún


profundo lugar de la casa, y
voces apagadas y risas suaves
se mezclaban con ella.

Afuera, el perro ladraba


como si estuviera pronto para
atacar y matar.
Al encendió la luz principal
de la habitación, se puso los
pantalones y salió al pasillo
corto que corría por fuera del
dormitorio, encendiendo las
luces a medida que pasaba
junto a las perillas, sus
movimientos rápidos y
abruptos.

La música continuó.

Las voces siguieron


murmurando.
Una vez más sólo había
oscuridad en el sótano.

Al estaba en la mitad de las


escaleras cuando los sonidos
se detuvieron.

Silencio.

Sintió un agudo dolor en su


mano y se percató de que se
estaba aferrando con
demasiada fuerza a la
baranda.
Afuera, el perro seguía
ladrando tan fuerte que
estaba enronqueciendo.

Al giró, subió las escaleras,


se dirigió hacia la sala de
estar. Allí encendió dos
lámparas. Cruzó el pasillo y
entró en el comedor, donde
quedó congelado.

Alguien estaba de pie frente a


la ventana, mirando la noche
afuera; las cortinas corridas y
su silueta perfectamente
delineada por la luz de la
luna que reflejaba la nieve.

Al se mantuvo quieto en el
umbral de la puerta, excepto
por su mano, que se arrastró
por la pared, buscando la
perilla de la luz mientras la
figura giraba hacia él.

Al encendió la luz, llenando


el comedor con luz mientras
suspiraba aliviado: -Stephen.
-El perro de alguien está -rió-
un poco fuera de control allí
afuera.

-¿Estabas escuchando música


hace un rato?

Stephen frotó el dorso de su


cuello y comenzó a caminar
lentamente saliendo del
comedor.

-¿Música? No, yo no estaba


escuchando música.
Al lo tomó livianamente del
brazo cuando cruzaba el
umbral de la puerta.

-¿No tenías a nadie contigo


aquí? ¿No introdujiste a unos
amigos en la casa?

-¿Para qué? Ya somos


bastantes aquí adentro.

Al lo soltó y el muchacho
caminó por el pasillo... bajó
las escaleras...
Más tarde, Al se preguntaría
sobre las palabras de Stephen
y cómo las había dicho; le
molestarían, incluso le
producirían un escalofrío
cuando las recordara. Pero
por el momento, las tomó
solamente en forma literal.
Cuando Stephen se hubo
marchado, Al se acercó a la
ventana y miró al perro.

Parecía un labrador y estaba


más cerca de la casa ahora,
pero parecía tenso, pronto
para correr si era necesario.
Mucho más cerca y estaría en
realidad mordiendo la
esquina de la casa.

Después de cerrar las


cortinas, Al volvió al
dormitorio, se vistió y salió.
Corrió por el frente de la casa
hacia el perro, agitando los
brazos y gritando: "¡Sal de
aquí! ¡Vete! ¡Ve! ¡Sal!" Tiró,
e incluso pateó nieve hacia el
animal, pero era
sorprendentemente difícil
distraer su atención de la
casa. Cuando finalmente lo
logró, el perro salió
corriendo, se detuvo y giró,
gruñó un poco, le ladró un
par de veces a Al, y luego se
alejó.

Otra vez adentro,- Al se


desvistió, luego miró la cama
un momento, preguntándose
si sería seguro acostarse otra
vez. Pensó que no valía la
pena porque estaba
plenamente despierto. En
bata, fue a la cocina y abrió
el frigorífico.

-¡Maldición!, es verdad -
murmuró-. No hay cerveza.

Todavía estaba mirando la


luz enceguecedora de la
nevera cuando el ladrido
recomenzó.
Al cerró con un golpe la
puerta de la nevera. Vidrios y
latas entrechocaron en su
interior. Cerró los puños a su
lado mientras el ladrido se
acercó, más fuerte, más
aguerrido. Con los ojos
cerrados, respirando
duramente por la nariz, Al
pensó: "Oh Dios, Dios... que
falta me hace una cerveza."

En la sala de estar, Al se
instaló en su silla reclinable.
Su pulgar tembló mientras
encendía el televisor con el
control remoto.

-Voy a tener que hablar con


alguien sobre ese maldito
perro -pensó mientras
seleccionaba los canales.

El ladrido no se detenía.

Se decidió por una vieja


película del oeste y colocó el
control remoto sobre la punta
de la mesa, donde

vio un rosario. Carmen los


tenía por todos lados de la
casa. Lo levantó medio
desganado con su mano
temblorosa, pensando en
silencio que no era necesario,
que no estaba disgustado, no
tenía temor, sólo se
encontraba inquieto, eso era
todo.

El perro siguió ladrando y


ladrando...

Al susurró: -Ave María, llena


eres de gracia...

... ladrando... ladrando...

Atrás, en su cabeza, Al creyó


-pero no estaba seguro
porque era tenue, tan tenue-
escuchar el sonido latoso de
cierta música...

Carmen regresó tres días más


tarde.

Su padre había sido


encontrado en su pequeño
trailer abandonado. No tenía
agujeros de bala, sólo un
mínimo de sangre fue
encontrado en el trailer; se
presumió que había sido
asesinado en otra parte con
su propia pistola calibre 22 y
transportado nuevamente al
trailer. Aunque no fueron
explícitos, por supuesto, todo
hacía suponer que la policía
no se preocuparía por
encontrar al asesino; no lo
consideraba seguramente
importante. Después de todo,
la víctima había sido un viejo
borracho que apenas
subsistía, y estaba asociado
con personajes poco
respetables.

Carmen y su hermano
hicieron los arreglos para el
entierro y, como ella quería
volver a su casa lo antes
posible, dejó a Cal como
ejecutor de lo que quedaba de
la herencia de su padre.

Estaba contenta de volver a


casa, y Al también de tenerla
de vuelta. Todo había
marchado como sobre ruedas
en su ausencia, así le dijo él,
pero a ella se la había
extrañado.

Todos aparentemente estaban


bien, inclusive Al. Pero, de
alguna manera, Carmen
sintió que algo andaba mal.
No podía precisarlo... no era
nada visible... nada que dijera
alguien...

"Es sólo mi imaginación, se


dijo a sí misma. Después de
los últimos días, todo se ve
bastante oscuro."

Ellos comenzaron las usuales


actividades navideñas. Al
llevó a casa un árbol y
Carmen y los niños, excepto
Stephen, lo decoraron.

Al había llevado a Stephen a


ver al padre Hartwell todos
los días mientras Carmen
estuvo ausente, y ella siguió
haciéndolo a su vuelta. Ella
se resistió a la tentación de
preguntarle a Stephen sobre
sus visitas al padre, pensando
que los resultados se verían
pronto. Pero no fue así.
Stephen todavía era mal
educado y profano cuando
hablaba o bien simplemente
callado y meditativo.

Si las conversaciones con el


padre Hartwell no
funcionaban, ella esperaba
que sus oraciones sí lo
hicieran. Ella quería que
volviera su hijo.

Carmen puso una corona


sobre la puerta y guirnaldas
aquí y allá por la casa, sacó
las grabaciones y discos de
música navideña que habían
coleccionado a través de los
años. Ponía la música con
frecuencia, guardaba el
ponche en el frigorífico.

Michael, Stephanie y Peter


hicieron un muñeco de nieve
en el patio frente a la casa y
Carmen les prestó una
escoba, una vieja bufanda y
un sombrero para que lo
vistieran.

Vieron otra vez las


tradicionales películas
navideñas, como lo hacían
todos los años.

Hicieron todo lo que hacían


cada Navidad, todo lo que les
hacía sentirse bien, los
colocaba en el espíritu de las
fiestas, y convertía esas
fechas del año en diferentes
de las demás. Pero ese año, a
medida que se acercaba la
Navidad, ni cuando pasó,
alguna de esas cosas
funcionó en realidad. No era
lo mismo. Algo faltaba, algo
más que la usual
participación voluntaria y
alegre de Stephen.

Carmen no sabía cómo se


sentían los otros, pero no
importaba cuán duro
intentaba trabajar en ello, no
se sentía como en Navidad.
Ella no se hallaba de la
misma manera que en
navidades anteriores.

No importaba cuán tonto


sonara, Carmen simplemente
no se sentía segura.

Ni siquiera en su propia casa.

Quizás especialmente en su
propia casa.
13

Comienza el Año
Nuevo
Las decoraciones navideñas
desaparecieron de las
vidrieras de los negocios y
fueron pronto remplazadas
por los corazones y cajas de
golosinas del Día de San
Valentín. Las ristras de
bombillas de colores y
guirnaldas relucientes fueron
puestas en cajas y devueltas a
los depósitos. Las
grabaciones y discos
navideños fueron restituidos
a sus anaqueles en los que
reposarían hasta el siguiente
diciembre. Los árboles
navideños fueron removidos
y las agujas secas de pino
barridas de las alfombras.

En todo el pueblo, truncos


árboles navideños,
desprovistos de sus adornos,
esperaban a los hombres del
aseo municipal para que se
los llevaran; trozos de oropel
y de guirnalda colgaban de
sus ramas aguzadas, a veces
volando en el viento sobre la
nieve y el hielo.

El cielo permanecía de un
color gris acero oscuro y el
aire filoso como una navaja
que podría cortar la carne.
Las ramas desnudas de los
árboles se estiraban hacia

el cielo como garras


artríticas. Los copos de nieve
se tornaron gotas de lluvia y
la nieve sobre el suelo se
volvió un espeso lodo
helado...

-Hemos estado conversando


por algún tiempo, ahora, de
todos modos no percibo
haber aprendido mucho de ti.
¿A qué se debe eso?

-No lo sé. Quizá sea por que


no he dicho mucho sobre mí,
¿no cree?

-Sí, eso creo. ¿A qué se debe?

-Mmm. No me gusta hablar


sobre mí mismo, creo.
-Ya veo. Bueno, ¿sería más
fácil si formulara preguntas?

-Todo lo que ha hecho es


preguntar.

-Sí, tienes razón. Bueno,


entonces... creo que no sé qué
hacer. Mira, tu madre me
pidió que hablara contigo, oh,
hace algunos meses,
supongo, porque notaba
cambios poco agradables en
ti. Entonces, accedí. Por un
tiempo, fue cinco veces a la
semana, luego dos veces,
hasta una vez por semana.
Todo ese tiempo, he estado
pensando en que te he dado
una oportunidad, que tú me
contarías lo que te estaba
molestando, lo que estaba
mal. Ahora estoy empezando
a creer que estaba
equivocado. Quizá tu madre
también estuviera
equivocada. Así que, dime,
Stephen, ¿estábamos
equivocados?

Stephen permaneció sentado


en el mismo lugar en el que
siempre se sentaba en el
estudio del padre Hartwell,
de la misma manera en que
lo hacía siempre: en el sillón
marrón de cuero, con el pie
derecho colgando sobre su
rodilla izquierda, las manos
entrecruzadas detrás de la
cabeza, los codos que
apuntaban hacia arriba a
ambos costados de la cabeza
como pequeñas alas.

El padre Hartwell se sentaba


en una silla recta del otro
lado de la mesa, ante el
sillón, frente a Stephen.
Estaba inclinado hacia
adelante, con los codos sobre
las rodillas, las manos
delgadas unidas flojamente.
Tenía alrededor de cuarenta
años de edad, calvo, con una
corona de cabello marrón
grisáceo circundándole la
cabeza. Usaba gafas con
marcos marrones y lentes
gruesos; tenía el hábito de
sacárselos para pellizcarse el
puente de la nariz con el
pulgar y el dedo índice.

Stephen preguntó: -¿Estaba


usted equivocado sobre eso?

El padre Hartwell lo hizo otra


vez, removió sus lentes, se
pellizcó el puente de la nariz,
mientras soltaba un suave
suspiro.

-Oh, no estoy seguro en


realidad. Estábamos
equivocados acerca de, hm...
¿acerca de que tenías algo
mal? Dime, Stephen, ¿hay
algo que te haya molestado
últimamente?

-¿Cuán últimamente?

-Bueno... ¿cualquier cosa?


-Sí. El cáncer. Eso me
molestó. -Su voz no era
sarcástica; permanecía baja,
al nivel de su expresividad.

-Claro que sí. Eso es


perfectamente entendible.
Pero tus oraciones han sido
contestadas. Tu cáncer esta
en remisión y parece que
estás bien. Físicamente, me
refiero. Hablo de algo que
pudo lastimar tus
sentimientos, algo que pueda
haberte hecho enfadar, o... o
que te haya infundido miedo.
¿Hay algo así?

El labio inferior de Stephen


lentamente se movió hacia
adentro hasta que lo tomó
entre los dientes, lo
mordisqueó un poco mientras
sus ojos se movieron
gradualmente alrededor de la
habitación, finalmente
deteniéndose, otra vez, sobre
el padre Hartwell.
-No -dijo-. No, nada como
eso. Estoy bien.

-¿No crees que te estás


comportando algo diferente?

Se encogió de hombros. -No


lo sé. ¿Diferente de qué?

-Diferente de... ¿lo usual?

-Ahá. No, que yo sepa.

-¿Qué pasa con tu forma de


vestir? ¿Tu ropa?

-¿Qué pasa con ella? -Un


leve tono defensivo apareció
en su voz.

-Bueno, no es el tipo de ropa


que has usado siempre. ¿No
es así? Quiero decir, la
chaqueta, por ejemplo. Las
camisetas que usas en tu
casa.

-¿Camisetas? ¿Qué ha estado


hablando con mi madre?

-Claro. Ella dice que usas


camisetas con los grupos de
rock and roll y consignas en
el frente que son... bueno,
ofensivas. Incluso blasfemas.
Como tu chaqueta de cuero.

-¿Y qué? ¿Qué tiene eso de


malo? Muchos muchachos
las usan.

-Pero tu madre dice que tú


nunca las has usado, o has
escuchado antes ese tipo de
música.

El se encogió de hombros. -
No lo sé.

-Sí, pero tu madre parece


creer que un súbito cambio
ocurrió cuando... bueno, algo
sucedió. ¿Es verdad?
¿Ocurrió algo que...?

-No. Mi amigo Cody me pasó


las cintas un día. Me gustó la
música. Me dio un par de
viejas camisetas, esta vieja
chaqueta. A ellos
simplemente no les gusta,
eso es todo. La música, la
ropa. Así que simulan que
tengo algo malo por ello.

-Bueno, debo admitirlo,


Stephen, la chaqueta es
blasfema. La cruz sobre la
espalda es...
-Pero yo no tengo nada malo.
Si es eso por lo que he estado
viniendo aquí, entonces -otra
vez se encogió de hombros-
he estado gastando su
tiempo. Lo siento.

El padre Hartwell miró a


Stephen un largo rato,
estudió su rostro con sus
finos ojos pensativos. Luego
dijo: -¿Te gustaría que le
dijera eso a tu madre?
-No lo sé. ¿Qué cree que le
debería decir? Usted es el
sacerdote.

-Bueno, supongo que si crees


que estas visitas son una
pérdida de tiempo... entonces
lo son. Si dejamos de
tenerlas, ¿me prometerás
algo, Stephen?

Otra vez se encogió de


hombros.
-Si alguna vez necesitas
hablar con alguien sobre algo
que... bueno, que no quisieras
discutir con tus padres o con
un amigo del colegio...
¿vendrás a mí? Estoy
dispuesto a sentarme contigo
en cualquier momento.

-Sí. Claro. -Sonrió Stephen.

-Debo admitirlo, Carmen, tu


hijo está pasando las etapas
de la adolescencia.
-¿A qué se refiere
exactamente?

-Bueno, él es rebelde.
Disfruta haciendo cosas que
te chocan, te ofenden. Esa es
la razón por la cual estrellas
del rock and roll hacen tanto
dinero sin tener talento
alguno. -Rió.- Porque los
muchachos saben que sus
padres los detestan.

-Pero es más que eso, padre -


Carmen apretó el auricular
con fuerza, lo apretó contra
su oreja.- El ha cambiado. Su
personalidad, su
comportamiento... es como si
odiara todo lo que tiene que
ver con nosotros. Se queda
abajo en su habitación casi
todo el tiempo. Sólo sube
para ir al cuarto de baño o a
comer. Se sienta allí abajo en
un rincón y murmura para sí
mismo mientras escucha esa
música horrible con los
auriculares. Viste con esas
camisetas, esa chaqueta,
anillos con pequeñas
calaveras, toda esa
parafernalia del heavy metal.
Ni siquiera sé de dónde la
saca, aunque sospecho que
tiene algo que ver con un
muchacho que ha estado
viendo últimamente. Stephen
ya no es el mismo muchacho,
padre.

-Sí, aparentemente ha
alcanzado esa edad en la que
ya no son los mismos niños.
Pero algunos cambian de
modo más drástico. Suena
como este caso aquí.

-Sí, lo es. -Ella cerró los ojos


y sonrió débilmente, aliviada
de que él finalmente
comenzara a entender.

-Desafortunadamente, no
observé nada de eso durante
las visitas de Stephen. Oh,
estaba fastidiado de vez en
cuando, un poco impaciente.
Pero se comportaba
correctamente. Y sí, noté la
chaqueta y los anillos. Creo
que sus sospechas sobre los
amigos de Stephen son
correctas. Mencionó un
muchacho de nombre Cody,
quien le proveyó la música.
Sonaba como una mala
influencia.

-Dígame, padre, ¿habló él


sobre... nuestra casa? ¿La
casa en que vivimos aquí?

-No. No recuerdo que la


mencionara. ¿Por qué lo
pregunta?

-Oh, por ninguna razón. Así


que usted no cree... quiero
decir, no hay nada más que
pueda hacer.

El rió.
-Carmen, querida, soy sólo
un sacerdote. Pero, si usted
quiere, le puedo recomendar
un terapeuta.

-¿Un terapeuta?

-Sí. Uno bueno y católico,


que se especializa en este
tipo de situaciones. El trabaja
con adolescentes.

Carmen frunció el entrecejo:


-¿Un terapeuta?
-¿Es eso tan malo? Creo que
sería aconsejable.

-¿Cree que Stephen está...


bueno, ya sabe, mentalmente
enfermo?

-Claro que no, querida. Sólo


creo que tiene problemas. De
hecho, sospecho que un
muchacho de esa edad que no
tiene problemas está
mentalmente enfermo.
Crecer es un proyecto difícil,
y Stephen está atravesando
una de las etapas más
difíciles en este momento. En
realidad, ha tenido la carga
extra de su enfermedad, algo
con la que la mayoría de los
adolescentes no tiene que
lidiar. No, Carmen, los
hospitales psiquiátricos son
para los enfermos mentales.
Los terapeutas son para
personas que tiene
demasiadas cosas volcadas
sobre sus hombros en un solo
momento. Ellos son para
personas que padecen
problemas con los que la vida
nos carga en uno u otro
momento. Los terapeutas son
para todos. No, mi sugerencia
de terapia no significa que yo
crea que su hijo está
mentalmente enfermo. Nada
de eso.

Carmen no podía contestar.


No estaba de acuerdo con el
padre Hartwell, y eso la
molestaba incluso más que su
situación. Así que sólo
suspiró en silencio al
teléfono.

-¿Tiene una lapicera,


Carmen? Deje que le dé su
nombre y número de
teléfono. Usted llame,
explique el problema, y
concierte una entrevista para
Stephen. Si quiere, puede
tomar una entrevista para la
familia completa. Eso
depende de usted.

El padre Hartwell recitó el


nombre y número. Carmen
no los anotó.

Stephen decidió mudarse a la


habitación que había sido
originalmente suya, pero no
se lo dijo a nadie, excepto a
Michael. Primero, mudó
todas sus cosas a la
habitación, luego, con la
ayuda de Michael, mudó la
cama.

-¿Estás seguro de que quieres


mudarte aquí? -preguntó
Michael.

-Sí. ¿Por qué lo preguntas?

-Pensé que no te gustaba esta


habitación.

-Oh, no está tan mal.

Michael frunció el entrecejo.


-Ni siquiera te gustaba
nuestra habitación al
principio.

-Sí, bueno, creo que eso era


estúpido.

Michael no aflojó el ceño.


Con las manos sobre las
caderas, los ojos aguzados,
miró a su hermano con
preocupación.

-No era tan estúpido hace un


tiempo. ¿A qué se debe este
cambio tan súbito?

-Sólo deseo un cuarto para


mí mismo. ¿Es eso malo?

-¿Estás seguro de que te


sientes bien, Stephen?

Stephen rió.

-¿Por qué?

-Porque has estado... bueno,


un poco raro últimamente.

Otra risa.

-Estás comenzando a
parecerte a ellos. -Hizo un
gesto con el pulgar indicando
a sus padres, en el piso de
arriba.

-Sí, pero... ya casi ni te veo.


Estás todo el tiempo con
Cody. Y siempre llevas
puestas esas extrañas camisas
y anillos, escuchas esa
música y...

-Oh, eres demasiado joven


todavía. Ya estarás
escuchando esa música
también. Usarás estas
camisetas porque te gustarán
las bandas. Ya verás.

Michael lentamente dejó de


fruncir el entrecejo. Su boca
se curvó en una media
sonrisa.
-¿Eso crees? -preguntó.

-Claro.

-Oh, está bien. -Dijo


Michael, y se encogió de
hombros.

-Míralo de ese modo.


Vuelves a tener tu propia
habitación otra vez.

-Sí, pero... me gustaba


cuando era nuestra
habitación.

-Ya te pasará -dijo Stephen


riendo.

Las cuentas del mes estaban


esparcidas frente a Carmen
sobre la mesa del comedor,
pero su atención estaba
dirigida hacia una en
particular. Carmen notaba
que Al, quien estaba sentado
a la cabecera de la mesa a su
izquierda, estaba mirando la
cuenta de luz, que ella ya
había visto; ella observó
cómo su boca se volvía una
tensa línea recta, sus ojos se
ensanchaban, sus hombros
caían de la sorpresa, hasta
que finalmente explotó.

-¡Maldición!, ¿has visto


esto?

Carmen sólo podía asentir.

-Esto es... quiero decir, hijo


de perra, esto es ridículo,
¿qué hemos estado haciendo?
¿Dándole luz a todo el
vecindario?

El la miró, con la boca


abierta, sosteniendo la cuenta
ante sí, esperando una
respuesta.

-Hum, creo -dijo ella


dubitativa- que puede
deberse a que las luces
fueron dejadas prendidas
toda la noche abajo.

-¿Es que todavía están


haciendo eso? -preguntó, su
voz tan baja que ella casi no
lo podía oír.

-Eso creo.

Se puso de pie y golpeó la


mesa duramente con el puño.
Carmen podía escuchar cómo
apretaba los dientes. Se dio
vuelta y salió del comedor,
dobló a la derecha en el
pasillo y bajó las escaleras.

Carmen se incorporó y lo
siguió, moviéndose con
rapidez, con la intención de
que su presencia no le
permitiera dejarse llevar por
la cólera.

-¿Stephen? -gritó mientras


bajaba las escaleras-Stephen,
dónde... ¿qué demonios está
sucediendo aquí abajo?
Carmen llegó al sótano a
tiempo para escuchar a
Stephen explicar que Michael
lo estaba ayudando a
mudarse a su habitación
original.

-Así que, si no temes


mudarte a una habitación
solo, ¿por qué demonios
estás todavía dejando las
luces encendidas toda la
noche aquí abajo? -gritó Al.
Stephen y Michael lo
miraron en silencio.

Al levantó la cuenta. -Mira


esto. La cuenta de la luz.
¿Quieres contar todos los
numeritos en ese cajón final?
¿Sabes por qué están allí?
Porque han tenido las luces
encendidas toda la noche,
¡por eso!

Los muchachos no
contestaron nada.
Al retrajo la cuenta,
cacheteándola contra su
muslo. -Así que, ¿sabes que
voy a hacer? ¡Te mostraré lo
que voy a hacer!

Moviéndose como si tuviera


mucha prisa, Al primero
cruzó la habitación de
Michael, luego la de Stephen,
y removió todas las
bombillas de luz. Las colocó
en una caja de cartón vacía
que encontró en un rincón de
la habitación de Stephen.

-Por favor, no lo hagas -dijo


Michael en voz baja.

-No, ya es demasiado tarde


para eso. Debieron pensar en
ello antes cuando dejaban las
luces encendidas toda la
noche, cargando la cuenta de
luz. Lo debieron pensar
entonces.

-¿Pero cómo haremos nuestra


tarea para el colegio? -
preguntó Michael.

-Háganla arriba. Bajen


cuando estén prontos para
dormir. -Con la caja debajo
de un brazo, Al se detuvo al
pie de las escaleras y miró a
los muchachos.- No recibirán
dinero para el fin de semana
por un tiempo. Servirá para
pagar esta maldita cuenta. -
Luego subió ruidosamente.
-Bueno, muchachos -dijo
Carmen, con los brazos sobre
el pecho-, no sé qué decirles.
Creo que acaban de fijar la
ley.

Michael suspiró y bajó la


cabeza.

Stephen simplemente se
quedó mirándola. No había
dicho nada hasta ese
momento, sólo miraba
inexpresivamente, su rostro
no dejaba adivinar nada.

Carmen se encogió de
hombros y dijo en voz baja: -
Debieron escuchar a su padre
desde el principio.

-El no es nuestro padre -dijo


Stephen. Su voz era baja y
chata; sus labios apenas se
habían movido para hablar.

Carmen giró la cabeza hacia


él, sorprendida. Stephen
nunca había dicho algo así.
Siempre había llamado a Al,
"Papá", siempre introducía a
Al con sus amigos como "mi
padre".

-No hablas demasiado -


susurró Carmen-, pero
cuando lo haces, sabes decir
algo hiriente, ¿no es así?

-Bueno -dijo Stephen


encogiéndose de hombros-, él
no lo es.
-Creo que eso es suficiente
de parte tuya -dijo ella. Se
dio vuelta para subir las
escaleras, pero se detuvo y
giró hacia Stephen otra vez-:
Si no es tu padre, me gustaría
saber quién lo es. ¿Quien ha
hecho todo lo que necesitaste
a través de los años? ¿Quién
te ha llevado siempre de
pesca? ¿Quién quiso dejar
todo para estar pinto a tu
cama mientras estabas
enfermo? ¿Y quién estaba...?
-Eso no lo hace mi padre -
dijo Stephen.

Su voz era un murmullo, pero


no podía haberle pegado con
mayor fuerza con la mano.
Ella pensó, por un momento,
que quizás estuviera llegando
a él, que quizá finalmente
estuviera diciendo algo que
funcionaría, que perduraría,
que lo haría reflexionar.

Se dio cuenta, mientras


observaba su rostro
inexpresivo, que estaba
equivocada.

Carmen giró y se apuró en


montar las escaleras,
deseando que los muchachos
no hubieran notado que
estaba llorando.

-No debiste decir eso -dijo


Michael enfadado después
que su madre se retiró.
Quedó al pie de las escaleras
mirando a Stephen, quien se
encontraba en su propia
habitación.

-¿Qué?

-Sobre papá. No era bueno


decir eso.

-Pero es cierto, ¿no es así?


Quiero decir, incluso si lo
llamamos papá, eso no lo
hace nuestro padre, ¿no es
asi?
Michael dejó caer la cabeza a
un lado y achicó los ojos
mientras miraba a su
hermano; un costado de su
boca se elevó en una
expresión de disgusto y
meneó la cabeza lentamente.

-¿Qué te sucede, Stephen?


¿Qué te pasa?

La cabeza de Stephen cayó


un poco hacia atrás mientras
reía.
-No lo sé. ¿Que te ocurre a
ti?

Stephen aún reía, y se estiró


y cerró las puertas francesas.

Michael escuchó que la risa


apagada de su hermano
continuaba mientras miraba a
través del vidrio y veía a
Stephen dejarse caer en la
cama.

Al estaba dormido
profundamente, sin sueños -
algo extraño últimamente-
cuando algo lo despertó
repentinamente. Al principio,
pensó que era la cama otra
vez, pero estaba equivocado.

Se sentó para encontrar a


Michael de pie a su lado en la
oscuridad.

-Lo siento -susurró Michael.

-¿Qué ocurre?
-Mi luz está encendida. En la
habitación. Me despertó.

-Bueno, por Dios, Mike,


apágala. -Al comenzó a
recostarse otra vez, comenzó
a darse vuelta, ponerse
cómodo y volver a dormir.

-Pero, papá, tú sacaste todas


las bombillas.

Al quedó helado.
Repentinamente se puso en
alerta cuando se dio cuenta
de que, en realidad, había
removido las bombillas del
sótano temprano esa noche.

Se volvió hacia Michael otra


vez, y murmuró: -¿Qué
quieres decir con que la luz
está encendida?

-Está... está encendida.


Brilla.

-¿Le pusiste la bombilla?


-No.

-Entonces Stephen debió...

-No, no tiene bombilla.

Al se volvió hacia Carmen


cuando se movió y emitió un
suspiro mientras dormía.
Cuando se aseguró de que
ella no se despertaría, tiró las
mantas a un lado, salió de la
cama y se puso su bata.
Siguió a Michael hasta salir
de la habitación y entrar en el
pasillo.

Estaba seguro de que


Michael había estado
soñando. Estaba seguro de
que no era otra cosa que eso
Se dijo a sí mismo que no era
nada más que eso una y otra
vez mientras seguía al
muchacho.

Cuando Al comenzó a
descender las escaleras, se
dio cuenta de que había una
luz allí abajo.

-Está bien, Michael, ¿que


hiciste, sacaste las bombillas
del cajón de la cocina?

-¡No! -insistió Michael- ¡No


hay bombilla!

Al se detuvo en la mitad de
las escaleras. Tenía un
escozor en la nuca y sintió un
hueco en el estómago, sintió
cómo sus testículos se
arrugaban subiendo hacia su
cuerpo.

Michael siguió bajando las


escaleras hasta que se dio
cuenta de que Al no lo
seguía. Se detuvo y volvió la
vista.

-¿Vienes?

La voz de Al era seca y


disfónica cuando por fin
habló: -Sí, sí, voy... voy.

Siguió bajando las escaleras,


pero mucho más lentamente
ahora, su mano tomada del
barral a medida que bajaba.
Una vez llegado al pie de las
escaleras, se quedó parado
largo rato en un espejo de luz
brillando desde su izquierda
antes de doblar para seguir a
Michael dentro del
dormitorio.
-¿Ves? -dijo Michael, con su
voz confusa-. ¿Ves a lo que
me refiero?

Al se dio vuelta.

Su aliento se le atragantó en
el cuello como si fuera una
piedra.

Una lámpara sin bombilla


estaba brillando con una
fuerte luz blanca que hizo
que Al cerrara los ojos. No
era una luz normal. Tenía
algo muy extraño, algo
profundamente sobrenatural.

Al miró la luz, con la boca


abierta y moviéndose apenas,
como si estuviera por decir
algo, pero no emitió ni una
sola palabra, sólo se quedó
mirando fijamente el
resplandor maligno de la luz
grisácea blanquecina.

La luz desapareció y los dejó


a oscuras.

Al apretó los labios y tomó


un larga bocanada de aire,
luego suspiró lentamente.

-¿Ves lo que decía? -susurró


Michael.

Al se quedó callado un rato.


Sabía que su voz lo delataría.
Esperaba que Michael no le
hubiera visto la cara cuando
entró en la habitación.
-¿Ver qué? -masculló.

-La luz. Estaba...

-Está totalmente oscuro aquí


adentro, maldición, ¿qué luz?

La suave luz de la luna que


entraba por la ventana
rebotaba en los ojos
incrédulos de Michael. No
dijo nada.

-¿Qué diablos sucede


contigo? Me despiertas en
medio de la noche para... sólo
vete a dormir, maldición,
vete a la cama ahora.

Al se dio vuelta, se alejó de


Michael y se apresuró en
montar nuevamente las
escaleras, cerrando los puños
para que no le temblaran las
manos.

En el dormitorio, se sacó la
bata y se sentó sobre el borde
de la cama y luego se puso
otra vez de pie
inmediatamente, para darse
vuelta y mirar la cama.

Estaba vibrando.

Sin darse cuenta de ello, Al


comenzó a producir pequeños
ruidos con la garganta. Miró
a Carmen y deseó, rezó para
que no se despertara mientras
se retiraba del lecho,
inclinándose para recoger su
bata y salir de prisa de la
habitación.

En la cocina, encendió la luz


y destapó una cerveza. Había
tomado la mitad antes de
darse cuenta que tenía
lágrimas sobre las mejillas y
que sollozaba en silencio.

-Tenías razón, sabes -susurró


la voz.

Stephen estaba acostado en la


oscuridad, sólo en su
habitación, completamente
despierto.

-El no es tu padre. ¿No es


así?

Stephen sacudió lentamente


la cabeza sobre la almohada.

-No cree nada de lo que


dices. No te tiene fe. No te
respeta. ¿No es así, Stephen?
El sacudió la cabeza una vez
más.

-¿No es así?

-Sí -murmuró Stephen.

-Nunca hará algo bueno por


ti. ¿No es así?

-Sí.

-Sólo no te dejará crecer. ¿No


es así?
-Sí.

-Sólo no te dejará ser lo que


te he prometido que serás.
¿Correcto?

-Sí.

-No quieres que eso ocurra,


¿no es así?

-No.

-¿Y por qué es eso?


-Porque... tú lo dijiste.

-¿Y quién soy yo, Stephen?


¿Quién soy yo para decir tal
cosa?

-Mi padre. Tú eres mi padre.

-¿Quién soy, Stephen?

-Tú... eres Dios.

-Eso es correcto, Stephen,


hijo mío. Eso es correcto....
14

Del invierno a la
primavera
A medida que la temperatura
exterior gradualmente se
elevaba y el gris del invierno
daba paso con reticencia a
manchas de verde aquí y allá,
la temperatura dentro de la
casa de los Snedeker caía
progresivamente y el humor
iba empeorando.

Ya era frecuente que la


mayor parte de las
conversaciones en la casa
fueran consecuencia de la
televisión que se hallaba
encendida casi en forma
permanente Ninguno de ellos
hablaba. Sólo comían
alrededor de la mesa del
comedor los fines de semana,
y a veces ni siquiera
entonces; en cambio, ponían
los platos sobre la falda o en
bandejas y miraban
televisión.

Era como si estuvieran


enfadados unos con otros; ese
no era el motivo en absoluto.
Al contrario, simplemente
parecía que estuvieran
preocupados con sus asuntos
privados, pensamientos
silenciosos, como si
revisaran una y otra vez las
cosas que los molestaban,
examinándolas en su mente,
masticándolas.

Stephanie y Peter eran las


dos únicas personas en la
casa que mantenían su
naturaleza juguetona, pero
incluso ellos aparentemente
notaban el cambio y parecían
un tanto preocupados por
ello. Preferían no preguntarle
a nadie sobre lo que ocurría
para pasar, en cambio, gran
parte de su tiempo juntos,
jugando y hablando.

Michael intentaba, dentro de


lo que podía, mantenerse
lejos de la casa con sus
amigos. Solía quedarse
alrededor de la casa con
Stephen, aunque ya casi no se
los veía juntos.
Stephen era su propia
compañía. Cuando estaba en
la casa, optaba por limitarse
a permanecer en su
habitación, junto a los
berridos eléctricos de su
música heavy metal apagados
por las puertas francesas
cerradas con llave. A veces
se lo escuchaba, solo en su
habitación, riendo...

-¿Cómo ocurrió? se
preguntaba Carmen un día.
¿Cuando comenzó? ¿Cuándo
nos volvimos así?”

Se sentó frente a su escritorio


en la habitación soleada para
fumar un cigarrillo, con la
intención de identificar el
punto en que su familia había
cambiado. Era un cambio
sutil, sí, pero un cambio
definido de todas maneras.
Un escalofrío había caído
sobre su hogar, sobre su
familia, y a ella le faltaba la
fuerza para transformarlo. La
hacía sentir casi tan
desvalida como cuando
Stephen tenía cáncer.

Stephen...

A veces ella sentía en


realidad que lo extrañaba,
como si se hubiera ido de
viaje, o algo así. Era como si
se hubiera marchado y
hubiera sido remplazado por
un extraño que deambulaba
por la casa ignorando a todos,
sonriendo sin causa aparente,
murmurando para sí, a veces
riendo, usando esas horribles
camisetas con calaveras y
demonios y símbolos
religiosos desacralizados. A
él incluso se lo veía como a
un extraño; su cabello se
estaba poniendo más largo y
parecía no importarle su
apariencia y, aunque ella no
podía precisar el cambio
específico que había ocurrido
en él, hasta sus ojos no le
eran familiares.

-Al, ¿no crees que


deberíamos hacer algo acerca
de Stephen? -preguntó ella
unas noches antes mientras
se acostaban.

-¿Hacer qué? Quiero decir,


¿qué vamos a hacer? El tiene
edad suficiente como para
saber de qué manera se está
comportando, sabe lo que
está haciendo, así que, ¿qué
podemos hacer?

Al había cambiado también;


últimamente se había vuelto
más reservado que antes,
pero cuando hablaba, sonaba
como si estuviese a punto de
enfadarse, juntando sus
palabras en un torrente como
si estuviera intentando
sacarlas antes de que le
explotaran por dentro. Bebía
más, también, y su aliento
esa noche olía intensamente a
cerveza.

-Bueno, lo que quiero decir


es -dijo ella finalmente- que
quizá no sepa lo que está
haciendo.

-Se ha vuelto raro, pero no


estúpido.

-No, quiero decir... bueno, el


padre Hartwell sugirió que
quizá, hmm... quizá Stephen
debería comenzar una
terapia.

El lanzó un par de agudas


risas heladas.

-¿Terapia? ¿Sabes lo que


cuesta eso? ¿Por hora?

-Pero si tiene algo malo,


valdría la pena.

-Si hay algo malo es ese


maldito muchacho con quien
anda, pero tú piensas que
debe tener sus amigos, tú
crees que eso lo ayudará. No.
Yo no veo la necesidad de
alquilar a alguien para
resolver lo que una familia
debería solucionar por su
cuenta.

-Bueno, hasta ahora no


hemos podido hacerlo por
nuestra cuenta.

-Oh, está bien, ¿así que


supongo que piensas que es
mi culpa o algo así?

-Yo no dije eso. Sólo estoy


preocupada por él. Tiene algo
mal, y sigo creyendo que hay
algo que debemos hacer por
él. Mi madre dice que está
atravesando una etapa, pero
no ha estado con él
últimamente como nosotros.
Y como esta puede ser una
etapa, está actuando en forma
demasiado extraña, ya ni
siquiera es la misma persona,
y no creo...

-Bueno, espero que sea una


etapa -dijo Al, mientras
giraba y le daba la espalda-.
Y si lo es, es mejor que se le
pase rápido, o le patearé el
traste hasta que lo haga.

Carmen había permanecido


despierta un largo rato esa
noche, preocupándose por
Stephen.
Y ahora se preocupaba por él
una vez más.

Pero Stephen no era su única


preocupación...

Estaban las voces.

Nunca eran lo
suficientemente fuertes como
para que estuviera segura de
que en realidad las había
escuchado, en vez de
imaginarlas. Nunca eran lo
suficientemente
identificables tampoco,
aunque siempre sonaban
familiares.

A veces susurraban su
nombre. A veces se reían de
ella. Otras, creía que podía
escuchar a un niño pequeño
que la llamaba desde algún
lugar en la casa cuando sabía
que estaba sola. Incluso en
otras ocasiones, sus
murmuraciones parecían
coléricas, amenazadoras.
Todavía pensaba que veía
cosas de vez en cuando,
también cosas que volaban
alrededor de ella con rapidez
pero que desaparecían en el
instante en que las
enfrentaba; una vez, se apuró
por entrar en su dormitorio
para sacar algo del vestidor
y, sólo por un instante, pudo
haber jurado que había visto
una figura -parecía ser un
hombre, pero era imposible
precisarlo- sentado al pie de
la cama, pero había
desaparecido cuando se
detuvo y se dio vuelta hacia
donde se encontraba.

Por otro lado, pudo ser Willy


correteando por la

casa, o una ardilla haciendo


ruidos en el patio trasero, o
niños jugando en el
vecindario, o incluso su
propia imaginación
traumatizada, que estaba
trabajando horas extras sobre
la posibilidad de que Stephen
necesitaba una terapia, de
que quizás estuviera enfermo
mentalmente, de que acaso su
relación con Al nunca
mejoraría, de que Al seguiría
bebiendo hasta que eso se
constituyera en un problema
real y él se convirtiera en un
extraño para ella como había
ocurrido con Stephen.
Y en medio de todas sus
preocupaciones, ella seguía
recordando las palabras de
Stephen el primer día que
llegaron a la casa:

-Mamá, debemos dejar esta


casa. Hay algo malvado
aquí... algo malvado... algo
malvado... malvado...

Carmen necesitaba hablar


con alguien. Ella había
intentado hacerlo con Al,
pero eso no había
funcionado. Solía poder
hablar con Stephen sobre casi
todo, pero esos illas parecían
haber terminado. Claro,
siempre estaba Fran -si
Carmen podía retenerla el
tiempo suficiente como para
poder mantener una
conversación con ella.

Desde el día en que había


dejado la casa con tanta prisa
aquella tarde hacía unos
meses, Fran se había
mantenido ocupada lo
suficiente como para no
poder hablar largo rato con
Carmen. Por un tiempo,
Carmen se había sentido
herida. Luego comenzó a
enfadarse, preguntándose por
qué súbitamente recibía un
trato tan frío de su amiga.
Quizás en parte fuera su
culpa, por no abordar a Fran
y hablarle. Pero lo evitaba
porque tenía miedo de hablar
con Fran. Antes de partir,
Fran había mencionado algo
sobre ver cosas en la casa, de
sentirse incómoda en ella.
Carmen echaba de menos el
tiempo en que solían pasear
juntas, las charlas que solían
tener... pero no quería
escuchar la explicación de
Fran sobre lo que había
dicho.

Ella se incorporó del


escritorio y fue al estar. Peter
estaba allí durmiendo, los
otros todavía estaban en la
escuela. Se quedó de pie en el
estar un momento, mirando a
través del vidrio la casa de
Fran.

"¿Qué tan malo podía ser? se


preguntó. ¿Qué le podía decir
que fuera tan terrible?"

Después de verificar que


Peter estuviera
profundamente dormido,
marchó a lo de Fran.

Tan pronto como Fran abrió


la puerta, Carmen dijo: -Está
bien, sentémonos y
hablemos.

-Oh, hola, Carm. ¡Dios!, me


tomas en un mal momento.
Estaba a punto de...

-Verdad, Fran. Necesitamos


hablar. Yo necesito hablar.
¿Por favor?
Fran estaba de pie en el
umbral mordiéndose la uña
del pulgar.

-¿Ocurre algo?

-Eso es lo que me gustaría


saber. Un día sales corriendo
de mi casa como si estuviera
en llamas y casi no nos
hablamos desde entonces.
Así que... ¿Qué ocurre? ¿Qué
sucedió?
Fran suspiró y le sonrió a
Carmen con tristeza.

-Sí, supongo que necesitamos


hablar. Vamos, entra.

Se sentaron en la pequeña
mesa de cocina y Fran sirvió
café. El bebé estaba
durmiendo en el estar y una
pequeña radio AM sobre la
mesa trasmitía un programa
en el trasfondo.
Por algunos minutos,
conversaron nerviosamente
de cosas sin importancia,
luego Carmen le preguntó
exactamente qué había
pasado el día en que había
dejado la casa tan
repentinamente.

-No dije nada porque...


bueno, sabía lo tonto que
sonaría -dijo Fran dubitativa.

-¿Decir nada sobre qué? Si


explicas el porqué de tu
partida apresurada e insólita
de ese día, no me importa
cuán estúpido suene, quiero
escucharlo.

-Bueno, tu casa... estaba muy


incómoda allí adentro. No
quería decir nada porque...
bueno, a causa de aquello que
los niños te habían
comentado y que yo sabía
que te había desagradado...
-Dijiste que no dejabas de ver
cosas.

-Sí. Por el rabillo del ojo,


como si alguien, o algo,
estuviera moviéndose en otra
parte de la habitación, o la
casa. Pero no había nadie allí.
Y me sentí... simplemente no
me sentí bien.

-Así que crees que la casa


realmente está...
-Absolutamente no, y eso es
exactamente por lo que no
quise decir nada. Yo sabía
que creerías que yo pensaba
que la casa estaba embrujada,
y no es así, ¿estamos de
acuerdo? Yo pienso... bueno,
yo sólo pienso que...

Cuando Fran se detuvo por


un momento, Carmen
peguntó: -¿Qué es lo que
piensas, Fran?
Ella rió nerviosamente.

-Bueno, no estoy segura.


Probablemente era, ya sabes,
lo que me contaste que los
niños dijeron, y la historia de
la casa... sabiendo lo que
solía ser... eso es todo, estoy
segura de que eso es todo.

Carmen pensó en ello por un


rato, sorbió su café, encendió
un cigarrillo.
-Si eso es todo -dijo ella-,
¿entonces por qué nunca te
das una vuelta por la casa?
¿Por qué me has estado
evadiendo?

-Bueno, como dije, estaba


avergonzada. Y no quiero
molestarte con el bebé y...

-Ya sabes que no es una


molestia.

-La casa sólo me inquieta,


Carmen -suspiró-. eso es
todo. Es estúpido. Es infantil.
Pero como sé a lo que estuvo
destinada y pienso en lo que
sucedía allí... me pone
incómoda.

-Te aterroriza mi casa.

La risa repentina de Fran


sonó un tanto forzada
mientras llevaba su taza de
café al fregadero y la
enjuagaba
-Lo estás -dijo Carmen,
mientras la seguía-. Le tienes
miedo.

-Carmen, por favor no sigas.

-Bueno, ¿qué pasaría si te


dijera que a veces yo me
siento de la misma manera?
¿Qué si te dijera que a veces
veo cosas? ¿Que escucho
voces? ¿O que...?

Fran se dio vuelta de repente


y la interrumpió: -¿Estás
bromeando, no es así?

-En absoluto. A veces pienso


que me estoy enloqueciendo
allí. Y Stephen... bueno, tú
dices que está atravesando
una etapa, pero es una etapa
que no empezó hasta que nos
mudamos a la casa.

Fran achicó los ojos y


murmuró: -¿En realidad
escuchas voces?
Carmen asintió.

-Así que, ¿piensas realmente


que la casa está... ya sabes,
embrujada?

-No me he permitido usar esa


palabra aún y no estoy segura
de que quiera escucharme
usándola. Pero te estaría
mintiendo si te dijera que no
ha cruzado por mi mente.

-¿Qué piensa Al?


Carmen se encogió de
hombros.

-No hemos hablado sobre


ello. No sé qué piensa, o
siquiera si tiene alguna
opinión sobre ello. Me temo
que creería que me he vuelto
loca. Y ya hemos hablado
sobre tomar un terapeuta para
Stephen, así que... uno en la
familia es suficiente, gracias.

Fran se recostó contra el bar


que separaba la cocina del
comedor.

-Así que, ¿qué vas a hacer?

-¿Qué puedo hacer? No le


puedo hablar a Al, y lo
último que necesitan los
niños es que su madre les
diga que la casa está
embrujada. Ya han oído eso
lo suficiente por parte de
Stephen. Pero tenía que
confiárselo a alguien. Por eso
vine. Cualquiera se siente
bien... bueno, al contar lo que
lo preocupa.

-Me hace sentir un poco


mejor, también -dijo Fran
riendo-. Al menos no estaba
imaginando cosas.

Carmen encendió otro


cigarrillo.

-No lo sé. Quizá sea sólo


imaginación. Las cosas no
han andado bien allí para
ninguno de nosotros, eso es,
de seguro. Creo que todos
estamos algo tensos. Sé que
yo lo estoy. Y, como dije, la
casa tiene una historia
bastante extraña. Eso sólo da
miedo.

Permanecieron en silencio
por un rato. Voces flotaron a
través de la estática
fantasmal de la radio.
Repentinamente, Fran
golpeteó los dedos sobre la
mesa con decisión.

-¿Has escuchado alguna vez


este programa? -dijo,
mientras indicaba con un
gesto la radio.

Carmen sacudió la cabeza.

-No lo creo.

-Me gusta más que la mayor


parte de los programas
porque tiene algunos
invitados realmente
interesantes. Invitados
realmente experimentados,
¿sabes? Y justamente el otro
día estuvieron un par de ellos
que quizá puedan ayudarte.

-¿Qué? -rió Carmen-. ¿Por


qué podrían ayudarme?

-Se trata de un matrimonio,


los Warren. Y son, bueno,
cazafantasmas, creo. Sólo
que reales, nada
cinematográfico -rió.

-¿Estás bromeando, no es
así?

-No, no, es verdad. Esa no


fue la primera vez que los
escuché. Leí un artículo
que... -Chasqueó los dedos V
se puso de pie.- De hecho...

Salió de la cocina y Carmen


la escuchó cuando buscaba y
rebuscaba en el estar. Fran
volvió hojeando rápidamente
una revista. Una vez que se
sentó, encontró lo que quería,
abrió la revista y la puso
sobre la mesa.

-Aquí están -dijo ella,


mientras señalaba una
fotografía.

Carmen levantó la revista y


estudió al hombre y la mujer,
la mitad de su boca se curvó
con divertida incredulidad.

-¿Estas personas? ¿Tú dices


que estas personas son -rió-
cazadores de fantasmas? Pero
se los ve normales.

-Ellos son normales.


Deberías escucharlos. Son
perfectamente normales.
Agradables, inteligentes,
muy no anormales.
El hombre y la mujer en la
fotografía tenían amplias
sonrisas. Ambos tenían
alrededor de sesenta años de
edad, el hombre, fornido y de
pecho amplio, tenía pelo
grisáceo y usaba gafas con
marcos metálicos, y la mujer
tenía ojos chispeantes y
cabello oscuro que estaba
tomado detrás de la cabeza.
Parecían agradables, cálidos,
como los abuelos preferidos
de alguien. Debajo de la
fotografía decía: "Los
demonólogos Ed y Lorraine
Warren residen en
Connecticut, pero viajan con
frecuencia para dar clases y
continuar su investigación."

-La puedes llevar, si quieres -


dijo Fran- Es un artículo
realmente interesante.
Hablan sobre las señales de
un embrujo, sabes, como
repentinos cambios en la
temperatura, cosas que se
mueven en la casa por sí
mismas o desaparecen, luces
que parpadean -"luces
fantasmales" las llaman- y
todo ese tipo de cosas. Dicen
que los niños y los animales
son generalmente los
primeros en darse cuenta,
pues son realmente sensibles
a cosas como ésas. Cuentan
historias sobre algunos casos
en los que trabajaron,
también, y ellos...
-¿Niños y animales? -Carmen
preguntó rápidamente.

-¿Eh? Oh, sí, claro. Ellos


presienten esas cosas mucho
mejor que los adultos.

Carmen frunció el entrecejo


y miró su mano apoyada
sobre la mesa.

-Niños y animales. -Ella


pensó en Stephen que insistía
desde el principio que había
algo malo en la casa, y em...

-Ese perro -murmuró para sí


misma.

-¿Eh? ¿Qué perro?

-Oh, hmm, sólo... ¿recuerdas


aquel perro que ladró afuera
casi todas las noches por un
tiempo?

-Oh, tú lo escuchaste
también, ¿eh? Sí, yo pensé
que me volvería loca. ¿Por
qué?

-Finalmente Al recorrió el
vecindario un día, varias
semanas atrás, hasta que
encontró al dueño del perro y
le dijo que lo mantuviera
encerrado de noche. Pero
ladraba afuera de nuestra
casa. Todas las noches. Se
paraba en la esquina de
adelante, sobre este lado y
ladraba como si estuviera a
punto de atacar la pared.

Fran tiró la cabeza hacia


atrás e intensificó el

ceño.

-¿Verdad?

-Sí. A mí sólo me despertó


un par de veces, yo puedo
dormir en casi cualquier
situación, así que yo lo vi
sólo dos veces. Pero a Al, lo
despertaba todas las noches,
supongo. Dijo que siempre se
paraba allí, y ladraba a la
casa.

Una expresión de
preocupación apareció en el
lustro de Fran mientras
observaba pensativa a
Carmen por un rato. Entonces
tocó con un dedo la
fotografía de los Warren y
dijo: -Creo que debes
llamarlos.
-¿Llamarlos? ¿Por qué?
Quiero decir, ¿qué les voy a
decir? Yo sólo -rió- hacía una
observación, eso es todo.

-¿Como podría dañarte?


Ellos sólo viven en Monroe.
Tienen un museo allí en la
casa, dan conferencias y allí
enseñan sobre demonología,
y, bueno, está todo en el
artículo. Llévalo, léelo.
Podrías al menos
preguntarles qué piensan
acerca de tu situación.

Otra risa.

-¿Sabes lo que haría Al si


supiera que llamé a un par de
cazafantasmas para decirles
que nuestra casa puede estar
embrujada? Se enfurecería.

-El no tiene por qué saberlo,


¿no es así?

Ella revisó una columna del


artículo, pensando.

-No, no lo creo. Estoy segura


dé que esto es justamente...
bueno, he estado bajo mucha
presión últimamente y... sólo
soy yo, Fran, sólo nosotros.
Las cosas están bastante
tensas entre nosotros estos
días, eso es todo.

-¿Ocurre algo?

-Oh, nada serio. No creo que


lo sea, al menos. -Bueno, al
menos lleva la revista
contigo y lee el artículo.

-Sí, seguro. Suena


interesante.

Carmen llevó consigo la


revista a su casa, pero, en vez
de leerla, la tiró sobre las
otras revistas debajo de una
mesa ratona en el estar.

Pero no se olvidó de ella. No


del todo...

Carmen no era la única que


había estado pensando mucho
sobre lo que había dicho
Stephen el primer día en la
casa.

Las palabras del muchacho


habían perseguido a Al,
perseguido en la forma que el
fantasma de una víctima de
un crimen persigue al
asesino: con insistencia cruel
e irremisible.

Así que bebió más. Era


consciente de ello, y no le
gustaba, pero no sabía cómo
encarar las dificultades. No
podía dormir con facilidad
por la noche, ni tampoco
lograba despertar con
facilidad por la mañana. Le
era difícil concentrarse en su
trabajo durante el día y
cuando llegaba a casa por la
tarde, estaba demasiado tenso
y fatigado como para
mantener la conversación
más simple. Era entonces que
algunas cervezas parecían
constituir la mejor solución.

Todo se debía a una música


fantasmal que sonaba por las
noches, un maldito perro que
ladraba (hasta hacía un par de
semanas, al menos),
vibraciones en la cama, y que
Stephen decía que la casa era
malvada, combinado con el
destino anterior de la casa.

Y, por supuesto, estaban los


perturbadores cambios en
Stephen. A Al ya ni le
gustaba mirarlo a los ojos;
eran los ojos fríos de un
extraño y le ponía los pelos
de la nuca de punta.

No eran sólo sus ojos,


tampoco. El sonido de su risa
subiendo las escaleras
cuando estaba solo en su
habitación era escalofriante,
y sus silenciosas
murmuraciones mientras
caminaba por el pasillo. Ni
siquiera pasaba gran parte de
su tiempo con Cody como
solía hacerlo, cuando antes
habían sido inseparables.
Cody todavía venía a
visitarlo, todavía iban al
sótano juntos y escuchaban
música. A veces Al los
pescaba intercambiando
miradas o murmurando el
uno al otro de una forma que
lo hacía pensar que
compartían algún secreto
insano.

Una tarde, toda la familia


miraba televisión en la sala
cuando Stephen los
sorprendió uniéndoseles. Se
sentó en el suelo en un rincón
detrás de ellos y dobló las
piernas contra el pecho.

Nadie le dijo nada; sólo


intercambiaron rápidas
miradas de sorpresa, luego
volvieron a concentrarse en
la televisión.

Entonces comenzó a
murmurar para sí.

Ellos lo ignoraron al
principio -aunque Al lo
encontró difícil de soportar-
pero el murmullo continuó.

Sus palabras no podían


distinguirse, su voz era baja,
el tono latoso puntuado
ocasionalmente por una
suave risita. Todo el tiempo,
sus ojos distantes
permanecieron fijos en la
pantalla de televisión.

La mano derecha de Al
comenzó a apretar la botella
de cerveza más y más fuerte
hasta que...

-¡Vas a dejar de murmurar! -


gritó Al- ¿Qué demonios
sucede contigo? ¡Actúas
como un demente, una
persona enferma! Ahora,
¡cállate o vete a tu maldita
habitación!

Todos quedaron helados ante


los gritos de Al. Stephen sólo
quedó allí sentado por
algunos minutos más,
mirando fijamente la
televisión, y siguió
murmurando para sí mismo.
Entonces, se puso de pie y
dijo en voz baja: -Está bien. -
Dejó la habitación sin mirar a
nadie, y sus labios esbozaron
una helada sonrisa cuando
pasó junto a Al.

Escucharon sus pasos a


medida que bajaba las
escaleras... sus pasos y su
suave risa.

Al odiaba aquello -los


murmullos de Stephen, sus
propios gritos- pero se sentía
impotente ante ello y no tenía
idea del origen. Era tan
extraño. Su familia había
sido tan tranquila y feliz
antes.

Seguía esperando lo que


vendría, y trataba de pensar
que solo se iría y todo
volvería a la normalidad.

Hasta entonces, haría todo lo


que pudiera para ignorarlo.
El día en que Carmen habló
con Fran sobre la casa, Al
regresó del trabajo como se
sentía siempre, exhausto.
Deseaba una buena comida y
algunas cervezas que lo
relajaran.

Eso no era lo que lo esperaba.

Cuando cruzó el umbral de la


puerta principal, escuchó a
Carmen llorando. Entró en el
comedor y la encontró
sentada en una de las sillas,
la cual había sido girada para
enfrentar la puerta de la
cocina. Ella estaba inclinada
hacia adelante, con los codos
sobre los muslos y el mentón
descansando entre las
palmas, con sus manos
cubriéndose las mejillas,
mientras miraba fijamente
dentro de la cocina y lloraba.

-¿Carm?
Ella se levantó sobresaltada y
gritó de sorpresa.

-¿Qué sucede? -preguntó él,


sin poder esconder su enfado.

Tratando de respirar
normalmente, ella se limpió
los ojos, luego apuntó a la
cocina. Trató de hablar, pero
sollozó otra vez.

Al caminó hasta la puerta y


miró dentro de la cocina.
Pedazos blancos de vajilla
estaban esparcidos por el
suelo en un charco seco de un
jugo pegajoso marrón y
gruesos trozos de alguna
sustancia no identificable que
parecía haberse arrastrado
sobre el linóleo.

-¿Qué sucedió? -preguntó Al.

-Willy. Estaba suelto y yo no


lo sabía. Se subió al
mostrador y tiró el jarro con
zumo, y mi cacerola.

Al suspiró y la envolvió con


su brazo.

-Bueno, ¿por qué estás tan


molesta? Eso no tiene tanta
importancia, ¿no es así?
Quiero decir, es sólo... bueno,
es sólo un enchastre, ¿no es
así? Puede limpiarse.

Carmen levantó la vista hacia


él lentamente. Su boca estaba
curvada hacia abajo, los
labios apretados con fuerza.

-Está bien, ¡entonces


limpíalo tú! -gritó ella-. ¡Tú
limpia el maldito suelo! ¡Ve
lo que te hace a ti!

Al dio un paso atrás, con la


boca abierta.

-¿Qué?

-¡Ese suelo! Hazlo y ve lo


que... ¡no, no! ¡Yo te
mostraré! -Se puso de pie.-
¡Sólo mira, sólo mira! -Salió
disparada de la silla y dejó el
comedor.

Al quedó de pie junto a la


silla un tanto confundido.
¿Será que la locura de
Stephen se estaba
contagiando? ¿Qué estaba
ocurriendo en su familia?

En pocos minutos, Carmen


regresó con la mopa y el
balde lleno de agua. Se quitó
los zapatos y se agachó para
arremangarse los pantalones.

-Ahora, sólo observa -dijo


ella.

Se veía a Al como si le
hubieran golpeado la cara sin
ningún motivo. Observó
cómo Carmen comenzaba a
fregar el suelo de color
ladrillo de la cocina.
Michael, que había oído los
gritos de su madre, se unió a
ellos.

Así también lo hicieron


Stephanie y Peter.

Miraron mientras Carmen


fregaba. Observaron cuando
la mopa iba tomando un
color oscuro. También vieron
cómo sus pies descalzos
comenzaban a pisar un
líquido de color marrón
rojizo que se deslizaba
rápidamente sobre el linóleo.

Y sintieron el olor a cobre.

Carmen aún lloraba, se


detenía de vez en cuando
para limpiarse las lágrimas
con la palma de la mano.
Después de un rato, se detuvo
y se volvió hacia Al,
ignorando a los niños.

-¿Ves esto? -gritó-. Esto


aquí, ¡esto es con lo que debo
lidiar cada vez que friego
este maldito suelo! ¡Por esto
estoy disgustada! ¡Me puedes
explicar esto! ¡Qué demonios
es esto!

Al miró boquiabierto el
enchastre rojizo por un
momento, luego dio un paso
al frente y apoyó una mano
sobre el hombro de Carmen.

-Arrancaré el linóleo -dijo-.


Lo remplazaremos. El dueño
lo pagará. Es solamente
viejo, eso es todo. Se corre
cuando se moja. Lo
remplazaremos y no volverá
a suceder.

El le estrujó el hombro y
forzó una sonrisa.

Carmen lo miró como si


estuviera sorprendida.

-¿Lo dices en serio? -


preguntó ella.

-Sí, claro, ningún problema.


Sólo nos desharemos del
maldito linóleo. Es viejo, eso
es todo. Quiero decir, piensa
en ello. ¿Cuánto tiempo lleva
de construida esta casa?

El le volvió a sonreír, casi lo


creyó esa vez.

-Llamaremos a Campbell y le
diremos, luego lo haré este
fin de semana -dijo-. Eso es
todo lo que tiene, querida. Es
cierto.

Ella lo miró.

-¿Lo dices en serio?

-Sí, seguro.

Sus hombros se aflojaron


aliviados. Se inclinó hacia él
y él la abrazó.
-¿Qué pasa con el piso,
mamá? -preguntó Stephanie.

Al contestó.

-Es sólo viejo, cariño. Así


que, cuando se lo friega, el
color sale con el agua. Se ve
como...

-Se ve como sangre -dijo


Michael, con miedo en la
voz.
-Sí -rió Al-. Parece sangre.

-¿Pero qué es ese olor? -


preguntó Carmen.

Al se encogió de hombros.

-Sólo es el linóleo, eso es


todo. -Se volvió hacia
Carmen.- ¿Quieres que yo
limpie esto, querida? Lo
haré.

-¿Lo harías?
-Claro. Sólo deja que vaya al
cuarto de baño primero. -Le
besó la frente y salió del
comedor, bajó por el pasillo,
sosteniendo la respiración
todo el camino, y entró en el
cuarto de baño, donde cerró
la puerta con llave, y se llevó
una mano temblorosa a la
frente. Le dolía de pronto la
cabeza, le palpitaba, y su
corazón latía en su garganta.

Su compostura había
desaparecido. La seguridad
que le había mostrado a
Carmen no sólo se había
esfumado, sino que en
principio tampoco había
existido.

Había buscado
desesperadamente la
explicación que le había dado
a Carmen sobre el suelo y,
para su sorpresa, había
funcionado. El único
problema era que él mismo
no la creía.

-Querido Dios -susurró


temblando mientras se dejaba
caer de espaldas contra la
puerta, deslizándose hasta
terminar sentado en el suelo-,
¿qué está sucediendo?
15

Visitas en la casa
Fue en junio, un domingo por
la tarde, un par de semanas
después de finalizar el año
escolar, que Carmen recibió
el llamado de su hermana
Della radicada en Alabama.
Michael y Stephanie estaban
jugando afuera y Peter se
hallaba en el patio trasero
con Al, quien intentaba
preparar un fuego para asar
unas hamburguesas.

Stephen, por supuesto,


permanecía en su habitación
del sótano.

Della tenía diabetes y estaba


muy enferma últimamente.
Para peor, ella y su marido
estaban atravesando una
separación muy difícil, con
peleas a gritos y amenazas, y
recordando viejas ofensas
que era mejor hablar en
privado en voz baja y no
frente a sus dos hijas. Ella
llamaba para pedirle a
Carmen si podría hospedar a
las niñas, Trish y Kelly, hasta
que la situación mejorara.

-Bueno, yo, hm, seguro, no


sería... ¿puedo volver a
llamarte en unos minutos?
Realmente debería
preguntarle a Al primero. Te
prometo que te llamaré
enseguida, ¿está bien?

En cuanto Carmen colgó, la


puerta principal se abrió y
Michael entró transpirado y
sin aliento. La saludó al pasar
junto a ella en dirección del
sótano.

Carmen salió al patio trasero


y le comentó a Al sobre la
conversación con Delia.

-¿Sí? -dijo Al cuando ella


terminó-. Bueno, si necesita
ayuda con ellas, seguro. Yo
no tengo reparos. ¿Cuánto
tiempo cree ella que se
quedarán?

-No lo dijo.

-Bueno -se encogió de


hombros- eso no importa. Sí,
adelante, dile que las envíe.

-Gracias, querido -Carmen


volvió a la casa, levantó el
auricular y comenzó a marcar
el número de teléfono de su
hermana cuando escuchó...

-¡Mamá!

El grito de Michael era tan


agudo que Carmen dejó caer
el auricular.
-Ven aquí, mamá, ¡ven
ahora!

Corrió por el pasillo hasta las


escaleras.

-¿Qué? -gritó ella mientras


comenzaba a descender las
escaleras-. ¿Qué sucede?

Michael se hallaba al pie de


las escaleras, apuntando
dentro de la habitación, con
la boca abierta mientras
saltaba livianamente hacia
arriba y abajo, su otro brazo
hacía gestos, con lo que
indicaba a Carmen que se
acercara rápido.

-¡Apúrate, apúrate! -gritó.

Una vez abajo, ella se detuvo


junto a Michael y miró
dentro de la habitación y
vio...

Nada.
Ella miró con la intención de
divisar algo, cualquier cosa
que pudiera explicar el
comportamiento de Michael.
Nada ocurrió.

-Michael, ¿qué te sucede?

-¡Pero él estaba allí hace un


segundo! ¡Corrió todo
alrededor de la habitación
sobre la repisa!

-¿Quién estaba allí? ¿Quién


corrió alrededor de la
habitación?

-El estaba allí, había un... -


Mientras tartamudeaba,
apuntaba dentro del
dormitorio, su mano
temblando ansiosamente.

-Está bien, Michael, cálmate,


¿qué es lo que ocurre? -La
voz de Carmen se quebró. Se
dio cuenta de que el
comportamiento de Michael
la estaba poniendo muy
molesta.

-¡Era un niño, mamá! ¡Un


niño pequeño! El era, él era
negro y vestía con pijama,
rojo y azul, y corrió
alrededor de la habitación
desde una punta a la otra de
la repisa, y luego...
desapareció.

-¿Desapareció adonde?
Su cuerpo entonces se relajó,
como si su excitación
repentinamente le fuera
drenada. Se volvió hacia ella
lentamente y agachó la
cabeza, avergonzado.

-En... en la pared -murmuró.

Carmen echó un vistazo


alrededor de la habitación en
silencio. No sabía qué decir o
hacer. ¿Cómo podría explicar
ese tipo de cosas a Trish y
Kelly? ¿Qué le dirían? Peor
aun, ¿qué le dirían a su
madre cuando volvieran a
casa?

El sonido de una risa apagada


detrás de ellos la sacó de sus
pensamientos. Se volvió y
vio a Stephen de pie al otro
lado de las puertas, que
estaban ligeramente abiertas.
Vestía sólo un par de
calzoncillos que parecían
necesitar un lavado, y un par
de auriculares con un cable
que se estiraba hasta un
pequeño grabador que se
hallaba junto a su cama.
Aparentemente, había
dibujado algo sobre su pecho:
una estrella de algún tipo con
un círculo a su alrededor.

Se reía de ellos.

-¿Hiciste algo para asustar a


tu hermano, Stephen? -
preguntó Carmen furiosa.
El se volvió a reír.

-Yo no hice nada.

-¿Lo viste? -preguntó


Michael esperanzado.

Stephen levantó las manos,


con las palmas hacia afuera,
e hizo un par de pasos hacia
atrás, riendo.

-Ey, de ninguna manera, yo


no estoy rompiendo la regla.
¿Se supone que no debemos
hablar sobre ello, recuerdas?
Nada de fantasmas, nada de
voces. De otro modo, se nos
grita.

-Bueno, si viste algo, quiero


que hables de ello, Stephen -
insistió Carmen.

Otra risa mientras sacudía la


cabeza.

-De ninguna manera. -Se


estiró y cerró las puertas,
luego se dio vuelta y caminó
hacia su cama.

Carmen se alejó de las


puertas, pasándose la mano
por el cabello mientras
susurraba: -¡Maldición! -y a
Michael-: Lo siento, cariño,
simplemente, no tengo
tiempo para eso en este
momento. Voy a llamar a tu
tía Della. -Fue hacia las
escaleras, intentando ignorar
el suspiro pesado y triste de
Michael.

Sus pensamientos volvieron


rápidamente a sus sobrinas.
Las chicas creerían que
estaban todos locos. ¿Debería
prevenirles primero? ¿Si se
enteraban de lo que los niños
comentaban que veían, si
conocían la historia de la
casa, vendrían... o decidirían
ir a quedarse en otro lado por
un tiempo?
"Eso no es lo que te preocupa
y lo sabes”, murmuró su voz
interior. "No te preocupa que
crean que estás loca o sobre
lo que le digan a su madre,
¿no es así? No, claro que no.
¿Qué es entonces lo que te
preocupa, Carmen? ¿Qué?”

A medida que levantaba el


teléfono, ella supo
exactamente qué era lo que la
preocupaba.
Le preocupaba que las niñas
no estuvieran a salvo en la
casa.

Michael entró en la
habitación de Stephen y se
detuvo junto a la cama,
donde Stephen estaba
acostado escuchando música,
con los ojos cerrados, la
cabeza descansando entre sus
dedos entrelazados. La
música que salía de los
auriculares sonaba como una
nube de insectos para
Michael.

Se agachó y le sacudió el pie


a Stephen.

Stephen abrió los ojos y miró


a Michael, pero al principio
no se quitó los auriculares.

-Tú lo viste, ¿no es así? -


preguntó Michael.

Disgustado, Stephen deslizó


los auriculares hacia atras de
sus oídos.

-¿Qué?

-Dije: "Tú lo vistes, ¿no es


así?" El fantasma. El
pequeño niño negro con el
pijama de Superman.

-¿Cómo sabes que era un


fantasma? -preguntó Stephen
con una sonrisa ladina.
-¿Tú no crees que lo fuera? -
Michael estudió el rostro de
su hermano, la sarcástica
expresión que tenía.- Tú
sabes lo que era, ¿no es así?
Tú sabes todo sobre ello, ¿no
es así?

Stephen rió y volvió a


colocarse los auriculares,
cerró los ojos y comenzó a
mover su pie al ritmo de la
música.
Michael retrocedió de la
cama lentamente y se retiró
de la habitación de Stephen,
cerrando las puertas
francesas detrás de él. No se
sentía demasiado bien y
subió las escaleras
lentamente e intentó no
pensar en su hermano, sobre
lo que Stephen evitaba
decirle, lo que fuera que
Stephen sabía...

Trish y Kelly llegaron tres


días más tarde. Al fue al
aeropuerto, las recogió y las
llevó a la casa consigo para
comer una de las comidas
festivas de Carmen.

Trish tenía doce años de


edad, una niña callada con
cabello rubio dorado y una
cara dulce y de complexión
muy blanca. Ella tenía siete
años de edad la última vez
que Carmen la había visto, y
casi no reconoció a la
muchacha.

Sin embargo, cambios más


sorprendentes habían
ocurrido en Kelly, de
diecisiete años de edad. Se
había convertido en una alta
y hermosa joven con figura
esbelta y modelada, y tenía
una profusa cabellera rubia
oscura que le llegaba hasta
los hombros.

Las muchachas dejaron sus


bolsos en la habitación de
Stephanie. Mientras durara
su visita, Stephanie dormiría
en la habitación de Peter y
Peter compartiría la de
Michael.

Hablaron mientras comían la


importante comida que
Carmen había preparado.
Mientras que Trish era
callada y tímida, Kelly pocas
veces dejaba de hablar. Era
animada y jovial y la casa
resonaba con su risa.

La risa no duraría.

Mientras todo el resto comía


y hablaba arriba, Stephen
estaba sentado sobre su
cama, con las piernas
cruzadas estilo indio, en
pantalones cortos con un
cuaderno para dibujar sobre
las rodillas. Escuchaba
música heavy metal con
auriculares mientras dibujaba
sobre el cuaderno con un
marcador negro.

La música estaba
terriblemente fuerte, incluso
demasiado fuerte para
Stephen, pero así era como le
gustaba... como la necesitaba.
La mantenía así de fuerte por
una razón.

La voz le había estado


hablando con mayor y mayor
frecuencia estos últimos
meses. Solía asustarlo; ahora,
a lo sumo, lo molestaba. A
veces mientras la voz
hablaba, aparecían imágenes
en la mente de Stephen:
horribles imágenes violentas
que lo perseguían, le
molestaban hasta que las
ponía sobre papel, hacía
esquemas de las borrosas
imágenes que pasaban ante
sus ojos. Los esquemas eran
tan terribles como las cosas
que la voz le decía... cosa
malas, malvadas.

Había estado escuchando la


música a niveles
ensordecedores esperando
que ella ahogara la voz -
aunque ahora, ya no le
importaba más. Sólo
ocasionalmente sentía un
escalofrío cuando la
escuchaba, cuando le decía
las cosas que quería que
hiciera.
Después de todo, ¿qué había
de temer? Como le había
dicho desde un principio y
muchas veces desde
entonces, Stephen estaba
escuchando la voz de Dios...

A medida que su lapicera


rascaba sobre el cuaderno, la
música tapó las voces que
reían arriba, hasta que...

-Stephen.
Era tan repentina e
insospechada, tan clara a
través de la música
bulliciosa, que la mano de
Stephen saltó, arrastrando la
lapicera en una línea
zigzagueante a lo largo del
papel mientras levantaba la
cabeza.

-Stephen, están aquí -dijo la


voz.

"¿Quienes?” preguntó
silenciosamente, en su
mente.

Había aprendido que no era


necesario hablar en voz alta a
la voz. Ella podía escuchar
los pensamientos.

-Tus primas. Tus hermosas


primas. No las has visto por
un tiempo, así que no sabes
lo hermosas que son, pero...
lo son, Stephen. Tan jóvenes
y de piel tan suave. Se
sentirían tan bien... tendrían
tan buen sabor...

Mientras las palabras del


cantante se escapaban de los
auriculares, acompañadas de
aullidos de guitarras y
atronadores tambores,
Stephen escuchó a la voz reír
suavemente, esa risa fría,
helada, que sonaba como el
entrechocar de rocas
mojadas.
-Creo que deberías ir a ver a
tus primas, Stephen dijo la
voz.

"Está bien.”

Stephen hizo a un lado la


lapicera y el cuaderno, se
quitó los auriculares y se
puso rápidamente de pie. Ya
no dudaba cuando la voz le
decía algo.

-No, no. Ahora no, Stephen.


Se sentó sobre la cama otra
vez, lentamente. Esperando.

La música saliendo de los


auriculares a su lado sonaba
como la grabación de una
masacre.

-Más tarde -dijo la voz-. Yo


te diré cuándo. Quizás en
algún momento durante la
noche. Si no es esta noche,
será alguna otra noche.
-¿Stephen?

La voz de su madre lo
sorprendió; ni siquiera la
había escuchado bajar por las
escaleras o abrir las puertas
francesas. Dirigió su cabeza
hacia ella.

-¿Qué estás haciendo?

-Sólo... dibujando.

-Las muchachas están aquí.


Estamos comiendo. Sólo me
preguntaba si querías subir,
verlas y comer con nosotros.
-Sonaba cautelosa. Sonaba
cautelosa alrededor de él en
muchas ocasiones estos días.

-Oh. No. Uh uh. -Se volvió a


acostar sobre la cama,
entrecruzó las manos detrás
de la cabeza y la miró.

-¿No tienes hambre?


-No.

Frunciendo el entrecejo, ella


se acercó a su cama y se
arrodilló.

-Stephen, escúchame -dijo


suavemente. Con dudas, casi
como si tuviera miedo de
hacerlo, se estiró y puso su
mano sobre la de él-. Yo no
estoy segura de... lo que te
sucede. Ya no te comportas
como tú mismo, y creo que lo
sabes tan bien como yo. Sigo
deseando que... bueno, que si
algo te está molestando,
vengas a mí y me hables
sobre ello. Pero me preocupa
que... bueno, sigo pensando
que quizás, hm... quizá tu
enfermedad...

-¿Haya vuelto? -la ayudó a


decirlo, y comenzó a sonreír.

Ella asintió.
Stephen rió.

-No te preocupes por eso. No


sucederá.

Entonces volvió a reír.

-¿A qué te refieres?

-Mis amigos no dejarán que


ocurra.

Sus ojos se ensancharon un


poco mientras sus cejas se
agolparon sobre ellos.

-¿Qué amigos? ¿Quiénes?

-Mis amigos aquí en la casa.


Oh, eso es cierto -puso su
mano sobre su boca y susurró
en su palma-no quieres que
hable sobre ellos. No crees en
ellos. Pero eso está bien,
mamá. Ellos creen en mí. Y
no dejarán que me vuelva a
enfermar.
Ella se puso de pie con
lentitud, sus mandíbulas se
flexionaban mientras
apretaba y aflojaba los
dientes. Miró a Stephen
como si, ante sus propios
ojos, él hubiera sido
remplazado por alguien que
nunca había visto antes. Por
un momento, ella pareció a
punto de hablar, pero
entonces sus ojos cayeron
sobre el cuaderno abierto,
sobre el dibujo que Stephen
había estado haciendo.

Los ojos de Stephen


siguieron los de ella hasta la
figura que había en la página.

Era un hombre con bigote y


pelo oscuros, que vestía una
camisa a rayas, un hombre no
demasiado distinto al
padrastro de Stephen, Al.
Torrentes de sangre negra
brotaban del enorme anzuelo
que atravesaba el cuello del
hombre.

Stephen sonrió a su madre


mientras ella se volvía hacia
él lentamente, una mirada
fría de estupor sobre el
rostro.

Finalmente giró y dejó la


habitación.

Stephen rió mientras la


escuchaba subir las escaleras,
y escuchó que la voz reía con
él.
16

Kelly
Carmen había estado
preguntándose cuándo
ocurriría. Parecía que sucedía
con todos, ¿por qué no con
las muchachas? Ella sólo
pensaba que no sería tan
pronto.

Fue la mañana después de su


llegada. Al había ido al
trabajo hacía unas horas, todo
el mundo había tomado el
desayuno y Kelly había
ayudado a Carmen a limpiar
los platos. Trish se había
sentado frente al televisor -
estaba mirando una novela
que nunca dejaba de ver- y
los niños se encontraban
afuera. Carmen y Kelly se
sentaron a la mesa de la
cocina con grandes vasos de
té helado.

Habían conversado algo


mientras trabajaban en la
cocina, pero Kelly había
estado inusualmente callada.
El día anterior, Carmen había
pensado que era imposible
que la muchacha se calmara.
Pero estaba calmada, incluso
fruncía el entrecejo, como si
algo la preocupara.
-¿Cómo dormiste? -preguntó
Carmen.

-Oh... -Kelly se encogió de


hombros.

-Sé que es difícil dormir en


un lugar extraño a veces.
Lleva un tiempo
acostumbrarse a una cama
que no es la propia.

Kelly asintió.
Después de un momento.

-No dormiste bien, ¿no es


así?

Los rasgos de Kelly


demostraron cierta tensión
mientras pensó un momento.

-Tía Carmen, algo.... -Aspiró


una larga bocanada de aire, y
suspiró.

-¿Qué?
-No me gusta esta casa.

Era el turno de Carmen de


suspirar. Menos de
veinticuatro horas habían
transcurrido y ya...

-¿Qué es lo que no te gusta


de ella?

-Bueno, mamá me dijo que


había sido una...

-Desearía que no lo hubiera


hecho.

-Oh, eso no me molesta, en


realidad. Es otra cosa. La
forma en que me sentí
anoche en la cama como,
hum... bueno, como si no
estuviera sola en la
habitación.

-Trish estaba contigo.

-No, no es a eso que me


refiero. Sentí como si hubiera
otra persona en la habitación.
Alguien... moviéndose,
quizás. En la oscuridad.

-¿Y?

-Bueno, no había nadie desde


luego. Pero se sentía como si
lo hubiera.

Carmen pensó antes de


hablar. Le podía decir a Kelly
lo mismo que le había dicho
a Fran, pero ¿para qué abrir
una lata de gusanos? Incluso
ni ella creía eso del todo.

-Cariño, temo que acabas de


entrar en un hogar muy
extraño -dijo Carmen-. Al
menos es extraño por ahora.
Tú sabes sobre la enfermedad
de Stephen, pero... bueno, las
cosas han estado un poco
tensas aquí desde entonces. -
Le contó a Kelly brevemente
sobre los cambios que se
habían operado en Stephen
desde su enfermedad y sus
teorías sobre la causa, los
tratamientos y la medicación,
la mudanza, y quizás, en
parte, su asociación con
Cody, y el estrés que su
cambio le había traído a toda
la familia. Le contó a Kelly
sobre los presentimientos de
Stephen en cuanto a la casa,
que era malvada, estaba
embrujada, poseída por
alguien o algo, y cómo eso
había afectado a los otros
niños y frustrado a Carmen y
a Al hasta el punto de
enfadarlos.

Ella, de todos modos, no le


dijo a Kelly sobre sus propias
experiencias en la casa. En
gran parte a causa de que
estaba intentando olvidarlas.

-Sospecho que estás


sensibilizada por la tensión
que existe en la casa -dijo
Carmen-. Eso es todo.
-Así que Stephen también
piensa que la casa está
embrujada, ¿eh?

Carmen no pudo dejar de


mostrar su sorpresa.

-Entonces... ¿es eso lo que tú


piensas?

Kelly se encogió de hombros.

-Bueno, no estoy segura. Pero


sé que sentí algo extraño
anoche. Y no era tensión, tía
Carmen. Era... bueno, se
sentía malo. Oscuro. Es
difícil de explicar. Pero, para
ser honesta, no me siento
cómoda aquí adentro ahora.

Carmen cerró los ojos y


consideró su respuesta. Una
súbita ola de terror la
atravesó. Con alguien más en
la casa que insistía en que
estaba embrujada empeoría
las cosas.
-Espero, Kelly, que
mantengas en privado tus
sentimientos sobre la casa.
¡Por favor! No le digas nada
a los niños. Y especialmente
no le digas nada a Al. Está
harto de esto. Está que vuela.

Kelly acordó no decir nada.

-Pero aún me pone algo


nerviosa... estar aquí, quiero
decir.
-Sólo es el nuevo vecindario,
eso es todo. Ya te adaptarás.

Carmen forzó una sonrisa


que no se sintió, o pareció,
demasiado convincente.
17

Del verano al
otoño II
Después de un tiempo, las
muchachas comenzaron a
comportarse como si
estuvieran en su casa. A la
segunda semana de su
estadía, estaban lo
suficientemente cómodas
como para deambular en
ropas informales, o ir a la
nevera y tomar algo cuando
quisieran. Se volvieron
miembros regulares de la
familia con tanta facilidad
que el resto rápidamente
olvidó que en realidad eran
visitas.

Pero sin importar la


familiaridad de que
disfrutaban, Kelly nunca
pudo relajarse realmente.
Siempre sentía que dentro
suyo había algo que la
molestaba profundamente,
además de tensionada y
ponerla ansiosa, nerviosa y, a
veces, incluso le provocaba
náuseas. Pero no era nada que
se originara profundamente
dentro de ella, sabía
exactamente qué la hacía
sentirse de ese modo.
La casa.

No podía precisar qué la


perturbaba. Era sólo una
sensación.

A veces era una sensación


fría, un escalofrío en los
huesos que pasaba sobre ella,
a través de ella, luego
desaparecía en un segundo
mientras caminaba por el
pasillo o trasponía una
puerta. Otras tenía la
impresión de ser espiada
mientras se desvestía o
duchaba; había ocurrido en
un par de ocasiones, lo que la
obligó a acortar su ducha a
causa de esa sensación
avasalladora, casi sofocante,
de que alguien estaba en el
cuarto de baño con ella, a
punto de abrir de golpe la
cortina de la bañera y reírse
de ella, pero con un vistazo
verificaba que estaba sola.
A veces sentía que la seguían
a través de la casa o, y esto
era lo peor, sentía a alguien
pasar rozándola en una puerta
o en el pasillo. Pero nunca
había evidencia alguna de
que sus sentimientos tuvieran
alguna base real. Nunca había
nadie cerca para hacerla
sentir que tenía razón y, no
importaba cuán
meticulosamente buscara,
nunca veía o escuchaba algo
que explicara sus
sensaciones. Al menos, no
aún...

A medida que los días y


semanas transcurrieron,
Kelly comenzó a escuchar
extraños sonidos. Al había
llevado un catre a la
habitación de Stephanie y las
muchachas tiraron una
moneda para ver quién se
quedaba con la cama; Kelly
había ganado. A veces tarde
por la noche, cuando Trish
estaba profundamente
dormida, Kelly pensó
escuchar pasos caminando
lentamente alrededor de su
cama en la oscuridad. Eran
pasos suaves, cautelosos, que
apenas golpeaban contra el
suelo de madera a medida
que se movían a lo largo de
un costado de la cama,
alrededor del pie de la cama,
y subían por el otro lado,
luego volvían otra vez.
A la segunda noche que
ocurrió, Kelly despertó a su
hermana.

-¡Trish! ¡Trish! ¡Despierta,


Trish!

En un momento: -¿Eh? ¿Gee?


¿Qué sucede?

-¡Escucha! -susurró Kelly.

-¿Qué?
-¡Sólo escucha!

Silencio.

-¿Escuchar qué? -preguntó


Trish confundida.

-¿No oyes nada?

-No.

-¿No escuchas pasos?

-Oh, vamos, deja eso, Kelly,


estaba dormida. -Se dio
vuelta e ignoró a su hermana.

Otras veces, pensaba que


había escuchado a alguien
caminando afuera. Aun si no
tenía sentido, ella sabía que
era imposible, Kelly pensaba
que podía escuchar a alguien
caminando alrededor de la
casa una y otra vez durante
toda la noche.

Por momentos, cuando estaba


sentada en una habitación
sola, en el sillón del estar
leyendo, por ejemplo,
pensaba que escuchaba una
voz murmurándole palabras
ininteligibles desde el rincón
más oscuro de la habitación.

Después de la reacción de la
tía Carmen a sus primeros
comentarios sobre la casa,
tenía miedo de hablar con
ella otra vez sobre el tema. Y
después de lo que la tía
Carmen había dicho del tío
Al, tenía realmente miedo de
mencionárselo a él.

Así que lo mantuvo en


secreto. Seguía diciéndose
que era sólo su imaginación...
aun cuando profundamente
dentro de ella sabía que no lo
era.

Pasaría tiempo antes de que


se diera cuenta que tenía, en
realidad, razón.
Muy tarde una noche, cuando
Stephen estaba en un sueño
profundo, descansado, la voz
le dijo de repente; ¡Stephen!
¡Es hora de despertarse!
¡Ahora!

Los ojos de Stephen se


abrieron de inmediato y se
sentó en la cama, con la
espalda rígida y los puños
cerrados. A pesar de lo
profundo de su sueño, a pesar
del hecho de que había
transcurrido un tiempo que
dormía bien, se despertó al
instante.

-¡Levántate, Stephen! -dijo la


voz- Es hora de hacer visitas.

Stephen supo de inmediato lo


que quería decir. Tiró las
mantas a un lado y salió de la
cama, dejó la habitación, y
cruzó la de Michael, con
suma cautela para no
despertarlo a él ni a Peter.
Una vez arriba, pasó por el
estar, bajó por el pasillo y
muy, muy cuidadosamente
abrió la puerta que conducía
a la habitación de Stephanie.
Una vez que pudo meter la
cabeza dentro, aguardó
señales por si había
despertado a Kelly y a Trish.
Cuando no escuchó ruidos,
entró en la habitación y cerró
la puerta silenciosamente
detrás de él.
La pálida, tenue luz de la
luna iluminaba la habitación
a través de la ventana en la
parte más apartada del cuarto
y Stephen la utilizó para
colocarse entre la cama y el
catre.

Por un largo rato, las observó


dormir. Pasó de una a otra
lentamente, sus ojos
acariciaban sus rostros
indefensos, y las observaba
mientras soñaban.
Una urgencia creció en él
lentamente mientras las
miraba, una urgencia que no
podía ignorar. Finalmente,
mientras estaba allí parado
en la oscuridad encendida por
la luz de la luna, se entregó.

Mirando a Kelly, quien


reposaba de espaldas,
apoyada sobre el otro lado de
la cama, Stephen se estiró y
con mucho cuidado posó su
mano sobre el hombro de ella
para ver cómo reaccionaría.

Nada.

Bajó su mano hasta la parte


superior del brazo.

Todavía nada. Su respiración


lenta, rítmica, continuaba.

Movió su mano sobre el


pecho.

-Se siente bien, ¿no es así? -


preguntó la voz.

"Maravilloso", pensó Stephen


soñadoramente. "Se siente
maravilloso.”

-Te gustaría sentir más, ¿no


es así? ¿Te gustaría hacer
más?

"Sí, me gustaría.”

-Pero ella es demasiado


grande. Se defendería. Sólo
te metería en problemas.
Necesitas alguien más joven.
Alguien más joven.

"Tienes razón. No necesito


ese tipo de problemas."

-Vuélvete -dijo la voz riendo.

Stephen se dio vuelta, como


se le indicó. Bajó la vista
hacia Trish.

Más pequeña. Más joven.


Definitivamente sin defensas.

Stephen sonrió, bajando su


mano primero sobre el
hombro de la muchacha.
Luego sobre su brazo.

-Eso está mejor -murmuró la


voz...

Fue dos días más tarde


cuando Carmen al llegar a su
casa en el coche, con el
asiento trasero repleto de
provisiones, encontró a Trish
y a Kelly en el porche. Trish
le llamó particularmente la
atención; estaba sollozando
sin control.

Carmen aparcó en la entrada,


apagó el motor, y se apuró
por llegar al porche.

-¿Cuál es el problema, qué


sucede? -preguntó; ella no
había visto de ese modo a las
muchachas desde que habían
llegado a Connecticut, y su
voz sonaba frenética.

Kelly envolvió a Trish con un


brazo.

-Tía Carm, algo terrible ha


ocurrido. Puedes no creerlo,
y si no lo haces, yo no sé qué
haré.

Carmen se sentó junto a


Kelly y dijo: -Sólo díganme,
por favor, les creeré.
Le llevó un rato a Kelly
expresarlo pero, finalmente,
dijo: -Stephen, hum... él
abusó sexualmente de Trish.

Carmen sólo podía mirarlas


atónita. Sabía en su interior,
en el momento que Kelly lo
dijo, que era cierto. Ni
siquiera era sorprendente.
Parecía la dirección natural
que tomaría su
comportamiento de los
últimos meses.
-¿Cuándo? -preguntó.

Kelly contestó: -Esta tarde.


Mientras estabas afuera. No,
hum... llegó muy lejos, si
sabes a lo que me refiero. Lo
descubrí antes de que lo
hiciera.

-Está bien -suspiró Carmen,


al descubrir que de pronto se
había quedado sin aliento-
Está bien, está bien, yo, eh,
me haré cargo de ello. En
este momento. ¿Dónde está?

-En su habitación -dijo Kelly.

"Por supuesto”, pensó


Carmen a medida que se
incorporaba y entraba en la
casa. Bajó al sótano para
encontrar a Stephen, como
siempre, sentado sobre el
borde de su cama con los
audífonos puestos y
dibujando en un cuaderno.
Carmen se estiró y
desenchufó los auriculares.

-¿Qué diablos creías que


estabas haciendo? -preguntó
furiosa.

-¿Haciendo en qué momento?

-Hoy. Con Trish. ¡Ya sabes


de qué estoy hablando!

El permaneció en silencio. Su
boca se curvó hacia arriba,
formando primero una
sonrisa, luego rió.

-Está bien, esto es el colmo,


y lo digo en serio. Hicimos
todo lo que pudimos, Dios
sabe que lo intentamos, pero
nada parece lograr una
diferencia. Tú no cambias.
Sólo empeoras. Y esto es el
colmo, Stephen. -Se dio
vuelta y dejó la habitación,
subió al primer piso y fue
directamente al teléfono.
Llamó a la policía.

Stephen fue arrestado por la


policía esa tarde. Fue
cuestionado, confesó que
había estado manoseando a
las muchachas mientras
dormían por la noche, y que
había intentado sin éxito
tener relaciones sexuales con
su prima de doce años de
edad. Luego fue derivado al
centro de detención juvenil,
en el que más tarde lo
entrevistó un psiquiatra.

Mientras tanto, Carmen


estaba en casa asediada por la
culpa. Al llegaría pronto y a
ella le preocupaba que
enfureciera; al mismo
tiempo, sospechaba que él se
pondría muy contento, y eso
la haría sentirse aun peor.
Pero había hecho lo que
pensaba que era lo mejor.

Ellos habían lidiado por


suficiente tiempo con los
cambios desagradables en el
carácter de Stephen. Por
supuesto, esos cambios
habían ido demasiado lejos, y
algo debía hacerse. Eso al
menos podía procurarle
cierta ayuda.

Cuando Al llegó a la casa, no


estaba furioso, pero tampoco
estaba contento; simplemente
pensó que Carmen había
hecho lo correcto. Le dijo a
ella que quizá resultaría
provechoso, que quizá fuera
la patada en el trasero que
Stephen necesitaba.

Como resultó, Stephen


necesitaba más que eso. El
psiquiatra que habló con
Stephen llamó a Al y a
Carmen y les dijo que, en su
opinión, Stephen era
esquizofrénico, en otras
palabras, estaba
drásticamente fuera de
contacto con la realidad, y
necesitaba por lo menos un
período de observación de
sesenta días en un hospital
psiquiátrico apropiado. El
sugirió Spring Haven.
Recomendó, de todas
maneras, que pasara la noche
en el centro de detención
juvenil. No creía que la
familia estuviera a salvo con
Stephen en la casa esa noche.

Ellos quedaron devastados.


Su hijo estaba, realmente, tal
como lo habían sospechado,
mentalmente enfermo. ¿En
qué se habían equivocado?
Todo padre comete errores al
criar a sus hijos, ¿pero qué
errores pudieron cometer que
condujeran a su hijo a eso?

Se preguntaron cómo
pudieron ser tan insensibles.
Todo el tiempo que él había
pasado diciéndoles que
escuchaba voces y veía cosas,
ellos sólo se habían enfadado
con él, cuando su verdadero
problema era una seria
enfermedad mental que no
podía evitar ni comprender.

Su culpa y tristeza les pesaba


mucho cuando, al día
siguiente, recogieron a
Stephen, lo llevaron al
hospital psiquiátrico de
Spring Haven y allí lo
internaron.
Era un edificio atractivo, con
mucho pasto verde a su
alrededor, a la sombra de
enormes robles. Una alta y
sólida alambrada encerraba
todo el perímetro de la
propiedad, y pacientes y
profesionales caminaban por
el césped tranquilamente.

Stephen no les dirigió la


palabra en ningún momento.
Ignoró sus disculpas, sus
ofrecimientos de ayuda, sus
súplicas para que les hablara.
Permaneció en silencio hasta
el momento en que lo dejaron
en el hospital. Entonces los
miró, sonrió en forma oscura
sin expresividad en los ojos y
dijo con tranquilidad: -Ahora
que no me tiene a mí para
hablar los perseguirá a
ustedes. A todos ustedes.

Al y Carmen se fueron,
entristecidos por su
comentario, pensando que no
era más que uno de los
muchos síntomas de su
enfermedad.

Desafortunadamente para
ellos, sus hijos y las dos
sobrinas de Carmen, estaban
equivocados.
18

Los cazadores
de fantasmas
En una pequeña, modesta,
casa en Litchfield,
Connecticut, alrededor del
tiempo en que Al y Carmen
Snedeker dejaban a su hijo
mayor en el hospital
psiquiátrico de Spring Haven,
una mujer de ochenta y
cuatro años de edad, llamada
Delores Cavanaugh flotaba
varios centímetros sobre su
silla en la que había sido
sentada pocos minutos antes.
Su cuerpo estaba tenso y su
rostro pálido de terror
mientras miraba a los demás
a su alrededor.
La rodeaban su marido de
cincuenta y cinco años de
edad, Ross, y su hija de
veintiún años de edad,
Caroline. Con ellos se
hallaba una mujer esbelta, de
aspecto noble, de pie junto a
un hombre fornido de pecho
amplio, ambos cercanos a los
sesenta años de edad:
Lorraine y Ed Warren.

Por un momento, los cuatro


observaron atónitos y
horrorizados, luego Ed dio un
paso al frente, le hizo un
gesto con la mano a Ross, y
dijo: "Sal de aquí." Mientras
Ross dio un paso al frente
hacia su esposa para sacarla
de la silla, Ed levantó su
mano derecha y, con voz
autoritaria que resonó contra
las paredes de la casa como
martillazos, gritó: "¡En
nombre de Jesucristo, te
ordeno que dejes a estas
personas y vuelvas al lugar
de donde provienes!"

Un cuadro colgado de la
pared cayó al suelo.

Dos hileras de diversos


objetos de porcelana sobre un
pequeño estante fueron
barridos por el aire por una
mano invisible y tirados
contra la siguiente pared, las
piezas se rompieron contra el
suelo y sobre una pequeña
mesa de comedor.
Ross Cavanaugh abrazó a su
mujer, la sostuvo cerca de él
y la ayudó a cruzar la
habitación.

Un cofre de roble con el


frente de vidrio y repisas de
porcelana por dentro tembló
como si la tierra se moviera
debajo de él.

Las cuatro sillas, alrededor


de la mesa de comedor,
abruptamente se deslizaron
alejándose de ella en forma
simultánea mientras la hoja
de una ventana cercana se
sacudía con violencia.

Ed se dio vuelta, observando


cada hecho a medida que
ocurría. Lorraine sostenía un
pequeño grabador en su mano
derecha; grababa los sonidos
de todos los fenómenos que
sucedían a su alrededor.

Mientras el caos continuaba,


Ed levantó su mano derecha
una vez más y repitió su
invocación con voz
autoritaria, pero esta vez
incluso más fuerte y con más
firmeza: "¡En nombre de
Jesucristo, te ordeno que
dejes a estas personas y
vuelvas al lugar de donde
provienes!"

Las vibraciones y sacudidas


continuaron por un momento,
luego...
La casa quedó en silencio.

Todos quedaron congelados


en sus lugares por un
momento, luego Ed se
volvió, le sonrió a los
Cavanaugh de modo cauto
pero reconfortante, y dijo: -
Creo que ha cesado.

-Sólo ha cesado por ahora -el


señor Cavanaugh dijo
fatigado, con su brazo que
aún rodeaba con firmeza los
hombros de su esposa-. Oh,
señor y señora Warren,
cuando les hablamos por
teléfono, esto es exactamente
a lo que nos referíamos. Ha
sucedido todo el tiempo.

Ed se volvió a Lorraine y
preguntó: -¿Notaste

algo?

Ella se puso una mano sobre


el pecho y suspiró
pesadamente. -Este es
definitivamente un espíritu
maligno, Ed. No es un
poltergeist, como pensamos
al principio, cuando leimos
su historia. Es un espíritu
maligno y sus intenciones
son malignas y fuertes.

El hizo un gesto indicando al


grabador.

-¿Grabaste esto?
Ella asintió.

-Aún está encendido.

Ed se corrió hacia los


Cavanaugh, sonriendo a su
hija, quien estaba tan
horrorizada por lo que había
visto que aún se hallaba de
pie -junto a sus padres ahora
y alejada del área de
actividad- con su espalda
rígida y ambas manos
apretadas sobre su boca, los
ojos bien abiertos.

-Me gustaría hacerles


algunas preguntas -dijo
tranquilo-, ¿Por qué no
vamos al estar, y allí se
sientan e intentan relajarse?

Lorraine los siguió mientras


pasaban a la habitación
contigua y todos tomaban
asiento. Ella se sentó junto a
Ed sobre el sillón y colocó el
grabador sobre la mesa de
café.

-Creo que lo primero que


necesitamos saber es lo
siguiente -dijo Ed, juntando
sus grandes manos-: ¿La
mayor parte de la actividad la
rodea a usted, señora
Cavanaugh?

Ella abrió su boca, pero no


podía hablar. Simplemente
asintió con la cabeza.
Su marido dijo: -Sí,
definitivamente. De hecho,
siempre es así. Siempre la
involucra a ella, de alguna
manera. Nunca ha sido
herida. -Estaban sentados
juntos en un pequeño sillón y
colocó una mano sobre la
rodilla de ella suavemente, la
miró, y preguntó: -¿O no es
así? Quiero decir, nunca te
lastimó que yo supiera.

Ella sacudió la cabeza y


finalmente habló con voz
ronca: -No. Nunca. Sólo...
aterrorizada. Me aterroriza.

-Claro que la aterroriza -dijo


Ed-. Debería hacerlo. Pero no
la ha lastimado, así que
tenemos una ventaja. Sólo
quería saber si se
concentraba más en usted que
en cualquier otra persona.
Hmm... dígame, ¿hay alguien
en su familia que se haya
involucrado con lo oculto?
¿Con tableros de ouija, cartas
de tarot, demonología, ese
tipo de cosas?

La señora Cavanaugh sacudió


la cabeza con firmeza.

-Nunca. Nunca en mi vida.

Caroline estaba meneando la


cabeza también y Ed se
volvió hacia ella
inquisitivamente.
-No. Ya no vivo aquí pero,
quiero decir, como soy hija
única debería saberlo. Nunca
he jugado con ese tipo de
cosas y, por lo que sé,
tampoco lo han hecho mis
padres. Quiero decir, ¿por
qué lo harían? Hemos sido
una familia cristiana y no
creemos en involucrarnos
con ese tipo de cosas.

-Está bien -dijo Ed,


asintiendo-, eso está bien.
Tengo otra pregunta y por
favor no la crean insultante.
Simplemente que debemos
preguntar en nuestro trabajo,
sólo como una precaución, y
espero que contesten con
honestidad. ¿Hay alguno de
ustedes que tome drogas o
beba mucho?

-Oh, no, definitivamente no -


dijo Ross.

Caroline agregó: -Incluso


cuando era más joven, nunca
hice esas cosas.

Ed asintió pensativo, luego


miró a Ross y a Delores otra
vez.

-¿Ustedes han sido los únicos


viviendo en esta casa por...
cuánto tiempo?

-Casi tres años.

Otra vez Ed asintió. Se


volvió hacia Lorraine y
preguntó: -¿Quieres echar un
vistazo?

-Bueno, podría, pero es una


casa muy pequeña. No sé si
necesito hacerlo. Ya hemos
visto suficiente.

-Sí, así es, de eso podemos


estar seguros. Señor y señora
Cavanaugh, vamos a
conseguir algunos
investigadores enseguida
para que pasen algún tiempo
con ustedes. Si no les
produce inconvenientes, ellos
pasarán día y noche en la
casa grabando todo lo que
ocurra. Volveremos en un par
de días con una cámara de
vídeo para grabar una
entrevista extensiva con
ustedes y reunir todos los
hechos desde el principio.
Quiero decir, juntaremos lo
que ya nos han dicho y más.
Queremos todo, y quiero
decir todo, en nuestro
archivo.

-No constituirá ningún


problema -dijo Ross.

-Bien. El próximo paso es


involucrar a un miembro de
la Iglesia. ¿Son ustedes
religiosos?

-Bueno, siempre hemos sido


católicos, pero... no hemos
sido practicantes por muchos
años.

-¿Pero no estarían en
desacuerdo si trajéramos a un
sacerdote?

-No. En absoluto.

-Porque sospecho que van a


necesitar un exorcismo.

-¿Puede decirme algo? -


preguntó Ross-. ¿Puede
decirme por qué persigue a
mi esposa? Ella parece ser el
centro de esto. Siempre la
rodea. Esta no es la primera
vez que ha flotado de esa
manera. No lo entendemos.

-Honestamente no lo sé. Pero


sospecho que después que les
hagamos algunas preguntas
más, podremos tener una idea
de lo que está sucediendo.

Ed trataba de ser
diplomático. Sabía por
experiencia que, cuando algo
como esto ocurría, había por
lo general una razón. El
sospechaba que, a pesar de lo
que dijeron, ellos habían
estado involucrados

Cuando el abuelo finalmente


murió unos años más tarde,
la abuela estaba
entendiblemente desolada y
mamá frecuentemente la
visitaba para asegurarse de
que estuviera bien. Un día,
mamá salió por más tiempo
que el usual y no volvió hasta
muy tarde esa noche; cuando
los niños estuvieron prontos
para ir a la cama, escucharon
que la puerta de abajo se
abría. Pensando que mamá
había llegado a casa, Ed salió
de su habitación y encendió
la luz para que ella no se
tropezara en las escaleras. En
cuanto comenzó a volver a su
habitación, se dio cuenta de
que no era mamá quien subía
las escaleras. Escuchó los
pasos trabajosos, el golpe del
bastón, el silbido de la
respiración esforzada...

Era el abuelo que subía los


escalones, el abuelo que
había muerto hacía tiempo.
Ed lo escuchó entrar en la
cocina y caminar en círculos
por un rato.

Alrededor de esa misma


fecha, Lorraine asistía a un
colegio católico, e intentaba
ocultar a las monjas una
habilidad que había
descubierto que poseía desde
hacía un tiempo, a la edad de
nueve años.

Lorraine podía ver luces de


colores alrededor de la gente.
Los colores seguían los
contornos de sus cuerpos.
Eran muy hermosos, pero
Lorraine no conocía su
significado, si acaso lo
tenían.

Las hermanas
constantemente la
desalentaban respecto de los
colores. Le dijeron que tenía
una vivida imaginación, eso
era todo. Rápidamente
aprendió a mantener los
colores en privado. Pero eso
no le impidió verlos.

No había nadie en el mundo


de Lorraine para contestar
sus preguntas sobre los
colores. No fue hasta mucho
más tarde que Lorraine se dio
cuenta de que veía el aura
humana, y que, siendo
clarividente, era capaz de ver
y sentir muchas otras cosas
que la mayoría de la gente no
notaba.

Ellos se conocieron cuando


tenían dieciséis años de edad.
Se atrajeron mutuamente.
Lorraine le dijo
orgullosamente a sus amigos:
-Ed es el único hombre con el
que he salido.

Después que se casaron, Ed


se graduó de la academia de
arte y, en un Chevrolet
modelo 1933 que había
comprado por quince dólares,
salieron a recorrer las rutas,
vendiendo sus cuadros aquí y
allá. Pero cuando oían hablar
de una casa embrujada en los
periódicos o por comentarios,
viajarían allí y Ed pintaría la
casa. Luego Lorraine se
acercaría a la puerta con la
pintura y diría: -Mi marido
se acostumbró a pintar casas
embrujadas, incluso la suya.
Nos gustaría que se quedara
con el cuadro. -Ese gesto casi
siempre les conseguía
acceder a la casa para que
pudieran interrogar a la gente
que vivía allí, preguntarles
sobre el hechizo y obtener la
historia directamente de los
implicados.

Al pasar los años, basados en


sus investigaciones -que se
volvieron más y más
extensas a medida que pasaba
el tiempo- Ed y Lorraine
comenzaron a desarrollar
teorías sobre cómo
funcionaban las posesiones,
sobre cómo ocurrían, sobre
qué era lo que las producía.
Leyeron innumerables libros
sobre el tema pero, como
Lorraine dijo en el medio de
su investigación, "¡Parece
que todos leen los mismos
libros que nosotros!" Así que
no dependían del trabajo
regurgitado e incestuoso que
leyeron para desarrollar lo
que se volvería la Sociedad
de Investigaciones Psíquicas
de New England; dependían
de sus propias experiencias,
de las cosas que habían
presenciado.
A medida que pasaron los
años, se escribieron libros
sobre ellos. Luego, se
hicieron películas de sus
villas. Comenzaron a dar
clases sobre lo que habían
aprendido, transformando a
estudiantes en
investigadores. Viajaron por
los Estados Unidos y dictaron
clases en universidades sobre
sus experiencias y lo que
habían aprendido de ellas.
Ed había convertido su
experiencia de cuando era
niño en una casa embrujada
en una ocupación de por vida,
y Lorraine se había unido a él
para usar un talento que,
cuando niña, nadie había
tomado en serio.

Y ahora estaban en una


ruidosa y atareada cafetería
en Litchfield, Connecticut,
esperando sus pedidos.
En alguna parte de la
cafetería, un teléfono envió
su señal electrónica.

Lorraine se alejó de la mesa


y se puso de pie.

Ed rió y dijo: -Ey, ey, ¿qué


estás haciendo?

Lorraine se detuvo, su boca


se abrió y apretó una mano
contra el pecho.
-Oh, Dios mío. Me levantaba
para contestar el teléfono. -
Se llevó una mano a la boca y
volvió a la mesa.

Ed rió con una risa profunda


y resonante, que sacudía todo
su cuerpo mientras sacudía la
cabeza.

-¡Oh Dios!, Lorraine, eso es


bueno, está bien.

Ella también rió y dijo: -


Bueno, el teléfono en casa
está sonando constantemente,
y parece que cada vez que me
doy vuelta, me levanto para
contestarlo.

-Sí, sí -rió él-, pero en una


cafetería. ¿Sabes lo que eso
me indica, Lorraine, sabes lo
que eso me dice? Que
necesitamos vacaciones,
porque hemos estado
trabajando demasiado.
-Bueno, acabamos de tomar
un nuevo caso.

-Tengo un presentimiento de
que no durará demasiado.
Quiero decir, probablemente
no tomará mucho tiempo
para conseguir que la Iglesia
sancione un exorcismo para
este caso. Lo que sucede allí
es bastante obvio. Pero
apenas este caso haya
terminado, nos tomaremos
unas pequeñas vacaciones.
Necesitamos un descanso.

Pasarían meses antes de que


el caso se resolviera y un
demoledor exorcismo
sancionado por la iglesia
fuera llevado a cabo, y de esa
manera se aliviara a los
Cavanaugh de los demonios
que los atormentaban en la
casa.

Pero, por supuesto Ed y


Lorraine no sabían nada
sobre los Snedeker y las
cosas que habían estado
ocurriendo en su hogar.

Las vacaciones que Ed había


dicho que necesitaban tanto
no les llegarían por un buen
tiempo.
19

Se cierne la
oscuridad
Al y Carmen Snedeker se
hallaban muy tristes por lo
que Stephen había hecho a su
prima y por su posterior
hospitalización pero
supusieron que, como él ya
no estaría, la atmósfera en la
casa iba a mejorar. El último
tiempo había sido tan tenso y
cargado de hostilidad que
ahora esperaban un descanso,
el retorno a cierto tipo de
normalidad. Pensaron que los
niños más pequeños estarían
más relajados sin las
historias de fantasmas y
apariciones de Stephen, y que
Kelly y Trish se darían
cuenta de eso y, como
resultado, también se
sentirían más relajadas.

Estaban equivocados.

Durante las semanas que


siguieron, las pequeñas,
extrañas cosas, que habían
estado sucediendo de vez en
cuando en la casa -los ruidos,
las visiones fugaces de algo
que corría de aquí para allá
alrededor de una habitación,
los cambios súbitos de
temperatura y la sensación

inexplicable de ser espiado, o


de simple temor-
aumentarían, crecerían en
gravedad y frecuencia, hasta
dejar de ser pequeños.

De hecho, antes de que


Stephen dejara la casa, sus
problemas apenas habían
comenzado.
La presencia que acechaba en
la casa de los Snedeker no
gastó tiempo en darse a
conocer con el resto de la
familia.

La tarde después que Stephen


se marchó, Al estaba mirando
televisión y bebiendo una
cerveza mientras Peter y
Stephanie se hallaban
sentados en el suelo
dibujando. Michael estaba en
su habitación haciendo la
tarea y las muchachas, Kelly
y Trish, en la cocina
limpiando la vajilla con
Carmen.

Desde el incidente con


Stephen, Carmen había
estado realizando un esfuerzo
para prestarle especial
atención a Trish; se había
asegurado de que Trish no
hubiera sido lastimada
físicamente, se había
disculpado con la niña
profusamente y le había
dicho que le comunicara si
quería hablar con alguien
sobre lo que había ocurrido.
Trish le había contestado, de
todos modos, que no quería
quedarse más allí. Carmen lo
entendió perfectamente y
llamó a su otra hermana que
se encontraba en Connecticut
y le preguntó si no le
importaba alojar a Trish por
un tiempo; ella dijo que
estaba bien y que iría por ella
en la mañana.

Todos siguieron haciendo lo


que hacían: los niños riendo
tranquilamente en el suelo
del estar para no molestar a
papá mientras miraba un
vieja película de guerra en
blanco y negro, y Carmen y
las muchachas reían y
hablaban en la cocina
mientras el agua llenaba la
pileta y la limpieza de los
platos se denunciaba cuando
ellos se entrechocaban.

Al terminó su cerveza un
momento antes de que la
película fuera interrumpida
por anuncios comerciales. Se
levantó de su silla, fue a la
cocina, tiró la botella vacía al
cesto de basura y abrió la
nevera para sacar otra.

Su mano se detuvo
abruptamente en camino del
segundo estante del
frigorífico, cuando toda la
casa se sacudía con un
poderoso y ensordecedor
estallido.

Todos se quedaron callados


sin moverse, sus cuerpos
congelados en su sitio.

Volvió a ocurrir. Los paños


de las ventanas temblaron.
Las botellas chocaron entre sí
dentro de la nevera.
Ocurrió por tercera vez y
luego... nada.

Escucharon el rápido sonido


de pasos subiendo las
escaleras y Michael gritó: -
¡Papá! ¡Papá! -Patinó sobre
sus medias hasta detenerse en
el suelo de la cocina.

Stephanie lo siguió,
sosteniendo la mano de Peter,
con sus ojos bien abiertos.
-¿Qué fue eso, Papá? -
preguntó Michael, con voz
ronca.

-No lo sé, pero lo voy a


averiguar. ¿Pudo ser un
terremoto? -preguntó,
volviéndose hacia Carmen.

-No lo creo. Sonó como


algún tipo de explosión.

-Sí, está bien. Voy a echar un


vistazo. -Comenzó a salir de
la habitación y se volvió
hacia Carmen otra vez,
apuntando al techo con su
pulgar.- ¿Están los Faraday
en casa?

-No, han salido de viaje,


¿recuerdas? Iban a ausentarse
por tres días. Volverán
mañana por la noche.

-¿Así que no hay nadie allí


arriba?
-No vino de allí arriba, Al.
Sonó como si proviniera de
aquí abajo, de la casa.

¡Maldición! -susurró a
medida que salía de la
habitación.

Los otros no se movieron,


sólo se quedaron en mu sitio
e intercambiaron miradas
nerviosas y asustadas.

Al revisó toda la casa,


incluso el sótano. Miró por
ruda ventana, detrás de cada
puerta; frenéticamente buscó
daños en cada habitación,
incluso olió el aire por si
había olor a humo o a gas o a
falla eléctrica. Pero no
encontró nada.

Volvió muy confundido a la


cocina, donde todos aún
estaban reunidos, un poco
más relajados, pero no menos
perplejos.
-¿Has encontrado algo? -
preguntó Carmen
nerviosamente, por lo bajo.

-No. No, no hallé nada. -Al


en realidad se sentía
avergonzado de decir eso.
Los tres ruidos que habían
escuchado eran intensos, no
eran sonidos del vecindario
sino internos, de la casa. El
hecho de que no pudiera
encontrar algo significaba
que estaba fuera de su
dominio y sabía que todos
dependían de él para una
respuesta; no la tenía.
Demasiadas cosas habían
estado ocurriendo en la casa
últimamente sobre las que no
tenía control.

-Pero fue aquí -dijo Michael-


, en la casa.

El teléfono sonó.

-Yo contesto -dijo Carmen.


Ella fue al estar, se dejó caer
en un sillón y contestó el
teléfono.- ¿Hola?

-¿Carmen? Habla Fran.

Carmen se inclinó hacia el


frente y se alegró.

-¿Lo escuchaste?

-¿Escuchar qué?

-El ruido. Tres de ellos.


Ruidos fuertes como
explosiones. ¿Los
escuchaste? ¿Es sobre eso
por lo que...?

-No, no escuché nada. Llamo


porque... bueno, sé que esto
va a sonar extraño, pero
acabo de mirar por
casualidad a través de la
ventana y, humm... ¿sabías
que hay una señora de
aspecto muy extraño
caminando por la habitación
que se encuentra sobre
ustedes?

La boca de Carmen se abrió


de sorpresa por un instante.

-¿Qué?

-Es verdad, no estoy


bromeando, yo la vi. Hay una
mujer allí arriba y es verde y
está brillando. La vi caminar
de un lado a otro frente a la
ventana. Se ve, hmm...
disgustada. Enfadada, quizá.

Cada cosa extraña y


atemorizante que había
ocurrido durante el último
año pasó por la mente de
Carmen y le brotaron
lágrimas en los ojos.

-Por favor, Fran, por favor...


dime que estás bromeando,
dime que esto es una broma.

-¿Crees que te haría una


broma como esa? -preguntó
ella, incrédula.

-No. No, no lo harías. Espera


un minuto, por favor. No
cuelgues. -Apoyó el auricular
y corrió a la cocina.- Al, es
Fran al teléfono. Ella dice
que hay alguien caminando
en el piso de arriba junto a la
ventana.

El frunció el entrecejo.
-¿Qué?

-Hum, ven aquí un segundo. -


Ella lo llevó a través del
comedor al pasillo y le
murmuró:- Dice que es una
mujer verde que brilla.

El puso los ojos en blanco.

-Carmen, por favor, deja...

-No, lo digo en serio. No está


bromeando. ¡Al, piensa en
ello! -susurró-. ¿Qué ha
estado ocurriendo en esta
casa? No podemos explicar la
mayor parte de lo que ocurre,
¿no es así?

Pensó sobre ello un


momento, luego sacudió la
cabeza y dijo: -No. No
podemos, en realidad. -Se
estiró, apretó su mano, y
dijo:- Iré afuera y echaré un
vistazo allí arriba, trataré de
verla. Porque, ya sabes, la
puerta está cerrada y...

-Sí, ya lo sé. Ve. Sal a ver


qué descubres.

Al salió y Carmen volvió al


teléfono.

-¿Fran? Al sale en este


momento para ver.

-No, se ha ido. Estoy junto a


la ventana ahora y he estado
observando. Se ha ido. No la
veo más.

-Estás bromeando. ¿Se ha


ido? ¿Es verdad?

-Sí, no la veo. No se ha
acercado a la ventana por un
rato.

Carmen suspiró.

-Está bien. Voy a dejarte


ahora, Fran. Voy a salir con
Al y contarle lo que ha
ocurrido.

-Espera un segundo, Carmen.


¿Recuerdas esa revista que te
mostré? Tú la llevaste a tu
casa. Tenía a esas personas
en ella, los Warren, ¿Ed y
Lorraine Warren?

Realmente creo que debieras


llamarlos. Realmente lo creo.
En realidad, ocurre algo
extraño en tu casa, y creo que
los necesitas.
-Sí, bueno... quizá lo piense.
Gracias por llamar.

Carmen colgó y se apuró por


salir y unirse a Al. El estaba
parado a un lado de la casa,
cerca de lo de Fran, mirando
hacia arriba.

-Fran dijo que se había ido -


exclamó Carmen mientras se
acercaba.

-¿Qué?
-Ella dijo que la mujer se
había ido. No la ha visto en
los últimos minutos.

-Bueno, entonces es probable


que haya estado viendo cosas
-dijo él enfadado.

-Al, tú sabes que eso no es


verdad. Algo realmente
extraño está sucediendo en
nuestra casa.

-Oh, maldición, tú escuchaste


a Stephen demasiado. El está
lo... está enfermo, Carmen.
Ya sabes eso ahora. Está muy
enfermo, y las cosas que dijo
que vio y escuchó eran sólo
sus síntomas. Eso es todo,
nada más.

-Oh, vamos, Al, ¿quieres


decir que puedes explicar
todo lo que ha ocurrido en
nuestra casa? ¿Quieres decir
que nada te ha asustado?
¡Porque a mí no me importa
decir que me he asustado por
muchas cosas! Quiero decir,
¿qué fue lo que acaba de
ocurrir allí adentro? ¿Qué fue
ese ruido? ¿Qué fue lo que
sacudió las ventanas? ¿Qué
fue eso?

Los labios de Al se curvaron


en una mueca de rencor y ella
lo escuchó apretar los
dientes.

-Mira, no quiero escuchar esa


basura, ¿está bien? ¡No la
quiero escuchar! Cualquier
cosa que ocurra en esta casa
puede ser explicada, ¿me
entiendes? ¡No empieces a
hablar como tu maldito hijo
demente!

Al giró y la dejó allí de pie


en la noche, sola. Ella miró la
ventana, pero no divisó nada.
Entró después de Al.

Una hora después, uno detrás


de otro, aún confundidos y
más que perturbados,
decidieron ir a la cama.

Carmen bajó al sótano con


Michael y Peter donde, más
temprano ese día, Al había
vuelto a mudar la cama de
Stephen a la habitación de
Michael. Ella sabía que las
explosiones les habían
perturbado, a pesar de que no
habían manifestado
descontento, y realmente
deseaba que no hubieran
escuchado lo que dijo sobre
la mujer verde que brillaba
en la ventana de arriba; eso
realmente los atemorizaría.
Ella temía que no quisieran
dormir abajo, no quería que
eso volviera a suceder, así
que deseaba hacerlos sentir
tan cómodos como le fuera
posible.

Una vez que se metieron en


la cama y escuchaban música
de la radio que se hallaba
sobre la mesa de noche
colocada entre las camas,
Carmen le dio a cada uno un
beso de las buenas noches,
volvió al piso de arriba, y
marchó a la habitación de
Kelly y Trish.

Kelly estaba sentada sobre la


cama con una camiseta de
color gris tres veces su
tamaño y leyendo la Biblia a
la luz del velador. Trish
estaba acurrucada sobre un
lado, como un bulto bajo el
edredón.

-¿Está durmiendo? -murmuró


Carmen.

Kelly sacudió la cabeza.

-No lo creo. Ella sólo... -Miró


a su hermana.-Ella no quiere
hablar con nadie.

-Oh, bueno. ¿Y tú cómo


estás?

Ella se encogió de hombros,


luego dudó un momento
antes de hablar.

-Tía Carmen, ¿recuerdas lo


que dije sobre esta casa?
¿Sobre cómo... me hace
sentir?

"Aquí viene", pensó Carmen.

-Sí, lo recuerdo. Y crees que


esos ruidos de esta noche
confirman tus
presentimientos.

Ella asintió.

-Y escuché lo que le dijiste al


tío Al sobre la mujer de
arriba. Tía Carm, creo que
hay algo realmente extraño
en esta casa. Aun si... no me
crees.

-Bueno, Kelly. -Ella se sentó


sobre el borde de la cama y
tocó el brazo de su sobrina.-
Incluso aunque no me guste
admitirlo, estoy comenzando
a creer que puedes tener
razón. -Ella asintió hacia la
Biblia que estaba abierta
sobre la falda de la
muchacha.- Pero eso ayudará.
Eso siempre ayuda.

-Lo sé -dijo Kelly.

Antes de dejar la habitación,


Carmen se acercó al catre en
el que estaba Trish
acurrucada, inmóvil y
silenciosa. Puso su mano
suavemente sobre el hombro
de la niña y dijo: -¿Estás
durmiendo, cariño?

Trish sacudió la cabeza


contra la almohada.

-¿Estás bien?

Ella asintió contra la


almohada.

-¿Estás segura?

Trish se dio vuelta y miró a


Carmen.

-¿Estás enfadada conmigo


porque quiero irme, tía
Carmen?

-¡Claro que no! Lo entiendo


perfectamente. Yo
probablemente también
desearía irme, si fuera tú. Te
diré algo, sólo duerme bien
esta noche y la tía Vicki
estará aquí por la mañana,
¿está bien?

Ella asintió y volvió a darse


vuelta.

Carmen saludó a Kelly


cuando salía de la habitación
y fue al cuarto de Peter donde
dormía Stephanie. Las luces
estaban encendidas y
Stephanie se hallaba sentada
sobre la cama.

-No tengo sueño, mamá -dijo


ella.

-Bueno, ¿te gustaría mirar un


libro? ¿O dibujar? Puedes
escuchar música, si
mantienes el volumen bajo.
¿Quieres que encienda la
radio?

-Oh... creo que voy a dibujar


un rato.

-Está bien, querida. Hazlo.

Cuando dejó a Stephanie,


pensó en acostarse ella
también. Estaba más
preocupada por el resto que
por sí misma.

En el dormitorio, encontró a
Al dormido. Eso la hizo
sentir mejor. No podía
imaginar ninguna buena
conversación esa noche, no
después del incidente con la
mujer verde en la planta
superior.

Carmen se desvistió, se lavó


los dientes y se puso el
camisón, luego sin hacer
ruido se metió, con cuidado,
en la cama para no sacar a Al
de su sueño.

Kelly estaba leyendo el


Salmo 23 -la más alentadora
y reconfortante parte de la
Biblia para ella- cuando
creyó sentir algo
arrastrándose sobre sus
piernas desnudas debajo de
las mantas. Ella frunció el
entrecejo y pateó, se detuvo...
esperó... y no sintió nada.
Volvió a la lectura.

Volvió a ocurrir, algo reptaba


por su muslo izquierdo y
comenzó a patear.
Se detuvo.

Se le puso la piel de gallina.


No parecía un calambre, ni
siquiera un insecto.

Más bien como dedos.

Cuando volvió a ocurrir,


comenzó en la parte superior
de su muslo y se movió hacia
arriba con rapidez.

Ella gritó cuando sintió la


sensación de dedos apretando
entre sus piernas con gran
determinación.

Kelly se sentó y tiró las


mantas hacia atrás.

No había nada allí salvo sus


piernas, que estaban
separadas y temblando.

Una vez más, sintió dedos


entre sus muslos, hurgando,
un segundo más tarde,
entrando en ella aunque
observaba y no veía nada.

Kelly se levantó de golpe de


la cama y arrancó las sabanas
y frazadas mientras lo hacía.
Revisó la cama con cuidado,
miró cada centímetro del
colchón, buscó entre los
dobleces de las sábanas, las
mantas, pero no había nada
en la cama. No había signos
de que algo hubiese estado
allí.
Consideró despertar a la tía
Carmen, pero ¿de qué le
serviría? No tenía pruebas de
que algo la hubiera tocado. Si
le hubiera dicho a alguien,
ellos hubieran pensado que se
había quedado dormida y que
estaba soñando, además la
avergonzaba hablar del tema.

En cambio, Kelly puso sus


almohadas sobre el suelo,
acomodó el edredón y se
acostó junto a la cama.
Transcurrió mucho tiempo
antes de que Kelly se
durmiese, e incluso entonces,
tuvo pesadillas horrendas.

Stephanie estaba coloreando


los dibujos de su libro
cuando vio algo que se movía
silenciosa y tranquilamente
por su habitación.

Ella notó primero su oscuro


movimiento con el rabillo del
ojo y levantó la vista del
libro para ver una mancha
informe que parecía una
sombra oscura... excepto por
el hecho de que estaba
saliendo de una pared y
pasando al centro de la
habitación, una sombra que
se proyectaba de la nada,
oscura, y a pesar de ello
transparente, su forma
globular que cambiaba su
liquidez a medida que se
movía, hasta que pasó a
través de la puerta del
dormitorio llanamente, sin
producir un sonido, y
desapareció.

Stephanie no mostró reacción


alguna, pero podía sentir el
veloz latido de su corazón.

Consideró despertar a
alguien, decirles... pero ¿por
qué? Stephen intentó
prevenirles por tanto tiempo,
y no lo escuchaban. ¿Por qué
alguien la escucharía a ella?
Se estiró y encendió la radio,
se metió debajo de las
mantas, con el corazón
todavía latiendo en su
garganta, y siguió pintando el
dibujo en su libro.

Michael estaba acostado


sobre su cama escuchando la
respiración lenta y regular de
su hermano, deseando
dormirse también.

Había dejado encendida una


pequeña luz en una esquina
pues no se sentía cómodo
para estar a oscuras esa
noche.

Estaba mirando el techo en


sombras cuando escuchó por
primera vez los murmullos.
No podía entender qué era lo
que decían las voces que
murmuraban, no podía
establecer exactamente la
fuente del murmullo -pero
estaba definitivamente allí.
Con los ojos bien abiertos,
observó todo alrededor de la
habitación mientras
permanecía rígidamente
acostado sobre su cama.

Los murmullos sonaban


urgentes; una voz habló,
luego otra, como si
estuvieran intercambiando
secretos de extrema
importancia.

El clavó los ojos en el vacío


un largo rato, mientras
intentaba escuchar.

Luego se detuvo.

Se preguntó si debería ir
arriba y despertar a sus
padres, pero entonces recordó
cómo habían sido recibidas
las historias de Stephen y
decidió que no lo haría. En
cambio, solo permaneció allí
en la cama, sin poder dormir,
esperando que los murmullos
volvieran a empezar.

Luego Peter comenzó a gritar


como si se estuviera
muriendo, revolcándose en la
cama como si tuviera un
dolor.

Carmen se sentó en la cama,


sacudida de su sueño por los
gritos de su hijo.

Ella se estiró y movió a Al,


tratando de despertarlo. —
¡Al, despierta! -susurró-.
¡Vamos, despierta! Pero no
se inmutó.

-¡Al, levántate!

Nada.

Se detuvo y escuchó. Los


gritos habían cesado, pero
escuchó voces bajas,
apagadas. Se incorporó y
bajó al sótano para observar a
Michael y Peter conversando.
-¿Qué sucede, cariño? -
preguntó, apurándose por
llegar a la cama de Peter.

El levantó la vista hacia ella,


con sus ojos hinchados, con
lágrimas en las mejillas, y
dijo: -¡Me picaron! ¡Algo me
picó! ¡Como abejas! ¡Como
esa vez que me picó una
abeja!

-¿Estabas soñando, querido?


-¡No, no! ¡No estaba
soñando!

Ella retiró las mantas y


desabotonó la parte de arriba
de su pijama para revisarlo.
No encontró nada. Ninguna
marca, ninguna hinchazón.

-No veo nada, Peter -dijo en


voz baja.

-¡Pero algo me picó! -gritó


él-. ¡Algo me picó una y otra
vez!

-No veo nada, cariño. Quizá


sólo estuvieras soñando.

Sus ojos se achicaron y sus


labios se curvaron hacia
arriba y comenzó a llorar.

-Lo siento, bebé, pero no veo


nada.

El sólo siguió llorando en


silencio, las lágrimas le caían
por las mejillas.

-¿Te gustaría que me sentara


aquí contigo hasta que te
duermas otra vez?

El asintió en silencio.

-Está bien. Prometo que no


me iré hasta que te hayas
vuelto a dormir. ¿Está bien?

Otra vez asintió.


Carmen miró a Michael, que
estaba sentado sobre el borde
de su cama, observando con
preocupación.

-Me quedaré aquí un rato -


murmuró ella.

-Bien -dijo Michael


asintiendo, y lentamente se
introducía en la cama-.
¿Sabes qué, mamá? Aunque
no lo creas, hay algo muy
extraño en esta casa... y me
dormiré mucho más
fácilmente si sé que estás
aquí.

Carmen sonrió, asintió y le


murmuró: -Está bien,
querido. -Pero interiormente,
las palabras de Michael la
hicieron sentirse fría como el
hielo.

Carmen se despertó
súbitamente un poco antes de
las cinco de la mañana y no
pudo volver a dormirse. La
casa estaba tranquila; nada
había ocurrido que
imposibilitara su sueño.

Se levantó, se puso la bata,


fue a la cocina y preparó un
poco de té. Revisó las
revistas en el estar hasta que
encontró la que le había dado
Fran. La abrió en el artículo
sobre Ed y Lorraine Warren y
leyó con cuidado y lentitud
mientras sorbía su té en la
mesa del comedor.

Más tarde, un poco antes que


todos se despertaran, Carmen
comenzó a preparar un gran
desayuno. Como siempre, no
pasó demasiado tiempo antes
de que el olor de huevos,
panceta y café inundara toda
la casa y, uno a uno, con ojos
cerrados de sueño y
bostezando, lodos llegaron
hasta la mesa del comedor
orientados por su olfato.
Pero nadie habló. No hubo
"buenos días", ni siquiera se
saludaron. Incluso Peter, por
lo general el miembro más
alegre de la familia a esa
hora de la mañana,
permaneció en silencio.

Una nube oscura, invisible,


creció sobre la mesa mientras
todos comían en silencio. La
tensión se incrementó
mientras tenedores y
cuchillos hacían ruido contra
los platos y las mandíbulas
masticaban detrás de labios
apretados.

Finalmente, Carmen dejó su


tenedor, tragó su comida y
juntó las manos debajo de su
mentón, con los codos sobre
el borde de la mesa. Durante
un minuto se pasó la lengua
por los labios y dientes,
intentó hacer algo de tiempo,
y entonces dijo:
-Saben, desde anoche, he
estado pensando...

-Sí, ya lo sé, y no quiero oírlo


-dijo Al en voz baja sin
levantar la vista de su plato.

-No, por favor, sólo denme


un segundo. -Se aclaró la
garganta.- He estado
pensando que acaso, hum,
acaso fuimos un poco
apresurados en, ya sabes,
castigar a Stephen en la
forma que lo hicimos... en
descartar las cosas que decía
sobre la casa... sobre que
había algo, ya sabes, algo
extraño aquí.

-Ah sí, eso es -dijo Al, con


voz más firme-, eso es lo que
no quería escuchar. Y no
quiero escuchar más sobre
eso, ¿me entiendes? Eso es
sólo basura. Stephen estaba
enfermo, él está enfermo, y
ahora está siendo tratado.
Sólo nos asustó con todas sus
teorías, eso es todo.

-Entonces, ¿cómo explicas


los ruidos de anoche? -
preguntó Carmen.

-No lo sé, pero lo voy a


investigar. Debe de haber
alguna explicación.

Con sus manos sobre la falda,


mirando su plato, Kelly dijo
en forma apenas audible: -
Yo... sentí algo... tocándome
las piernas y... y... -De pronto
tomó una bocanada de aire y
cerró los ojos un momento,
luego levantó la cabeza y los
miró.- Era una mano. Me
tocaba. Como me tocaría un
hombre, sólo que... en forma
ruda y... y agresiva.

-Yo vi algo que se movía en


mi habitación anoche -dijo
Stephanie mientras
masticaba un trozo de
panceta, hablando en ese tono
casual, despreocupado, que
sólo un niño puede usar
cuando habla sobre algo
extraño-, Era como... una
sombra. Una gran sombra
como una mancha. Ni
siquiera hizo ruido, sólo
entró por la pared y salió a
través de la puerta.

Al, fastidiado, dejó caer el


tenedor sobre su plato y paró
de masticar, sus ojos iban de
una a otra de las personas que
estaban en la mesa.

-Miren, no estoy de humor


para esto, ¿está bien? -
murmuró sin firmeza- No me
puedo despertar esta mañana,
me siento como si me
hubieran drogado, así que
sólo... déjenme en paz, ¿está
bien? -Levantó su tenedor
otra vez y siguió comiendo.

-¿Así que esa es la razón por


la que no te despertabas
anoche? -preguntó Carmen.

-¿Qué?

-Anoche, cuando Peter


comenzó a gritar. Intenté
despertarte, pero no te
movías. El dijo que lo
estaban picando.

-¡Me dolió, papá! -masculló


Peter-. ¡Como si fueran
abejas! ¡Era como si abejas
me picaran por todos lados!

-¡Estabas soñando! -le ladró


Al, haciendo que Peter
cerrara los ojos y
permaneciera en silencio.

-Yo escuché murmullos en la


habitación -dijo Michael
tímidamente-. Voces que
murmuraban en algún lugar
de la habitación.

Esta vez tiró el tenedor, y se


alejó de la mesa t¡rando su
servilleta junto a su plato.

-¡Maldición! -gritó-. Me voy


a trabajar.

Salió de la habitación, no se
despidió de nadie y, en poco
tiempo, escucharon que la
puerta principal que se
cerraba de un golpe.

Finalmente, todos siguieron


comiendo y, mientras lo
hacían, Carmen dijo, en voz
baja: -No se preocupen,
niños. Yo les creo. Y antes o
después, su padre también les
creerá.

Nada volvió a ocurrir hasta


esa tarde, como si la
presencia que hubiera
tomado residencia en la casa
solo apareciese en la última
parte del día, cuando la luz
solar era remplazada por
largas sombras oscuras y la
luna comenzaba a ascender
en el cielo.

La cena había terminado y


Carmen levantaba la mesa,
cuando Al todavía estaba
sentado, bebiendo una
cerveza y leyendo el diario.

Stephanie y Peter estaban


mirando televisión en el estar
y Michael se encontraba,
como siempre, en su
habitación haciendo la tarea.
Trish se había ido a lo de su
tía Vicki.

Y Kelly estaba en el cuarto


de baño. Ella había colgado
su bata detrás de la puerta y
estaba de pie ante el espejo
en sostén y bragas cepillando
lentamente su pelo.

Podía escuchar el sonido del


televisor y las voces de los
niños en el estar.
Ella escuchó la voz apagada
de la tía Carmen desde el
comedor.

Entonces, mientras se pasaba


el cepillo por el cabello una y
otra vez, sintió algo que le
tiraba del tirante del sostén
desde atrás, como si alguien
estuviera tratando de
desabrochárselo. Pero cuando
miró en el espejo, por
supuesto, no vio a nadie
detrás. Se dio vuelta, pero
estaba sola en el cuarto de
baño.

Ella no se movió por un


momento, frunció el
entrecejo y de pronto sintió
mucho frío. Luego continuó
cepillándose el pelo.

Una mano áspera se deslizó


entre sus piernas y le tomó la
parte interna del muslo.

Kelly boqueó y gritó: -¡Ey! -


Giró y se deshizo de la mano
-o de lo que se percibía como
una mano-pero permaneció
con ella, hurgando, con
aparentes dedos gruesos que
apretaban el material de sus
bragas, tomando el elástico
alrededor de la parte superior
de sus muslos.

Otra mano se movió sobre su


estómago subiendo hacia sus
pechos, apretándolos con
fuerza, provocándole dolor,
luego enroscando los dedos
debajo del sostén de Kelly y
tirando de él.

-¡Ayúdame, por favor, Dios,


ayúdame! -gritó Kelly, al
tirarse contra la puerta del
cuarto de baño.

Giró la manija y tiró. Se


abrió un par de centímetros
pero, casi como si alguien la
estuviera tirando desde el
otro lado, la manija se escapó
de entre sus manos y la
puerta se cerró con fuerza.

-Tía Carmen -gritó Kelly


mientras le arrancaban las
bragas, mientras sus sostenes
se desabrochaban y caían al
suelo-. ¡Alguien, tío Al, por
favor, ayúdenme!

Al dejó caer el diario sobre la


mesa del comedor y apoyó su
cerveza mientras Carmen
dejaba una olla en el
fregadero y ambos corrían
hacia el cuarto de baño.

-¡Qué ocurre! ¿Qué te


sucede? -gritó Al, apurándose
a llegar por el pasillo.

Peter y Stephanie corrieron


desde el estar y Michael
subió ruidosamente las
escaleras mientras Al trataba
de abrir la puerta. No podía
abrirla.
-Kelly, ¿estás bien? -
preguntó- Aléjate de la
puerta y yo...

-¡No estoy junto a la puerta! -


gritó ella desesperada con la
voz llena de llanto-.
¡Ayúdenme, ayúdenme, por
Dios, por favor ayúdenme!

Al tomó unos pocos pasos de


carrera, luego salió hacia
adelante, y golpeó la puerta
del cuarto de baño con su
hombro a la vez que emitía
un pesado gruñido. No logró
efecto alguno. Pero antes de
que pudiera hacerlo por
segunda vez, recomenzaron
las explosiones, que hicieron
temblar las ventanas y los
cuadros sobre las paredes. No
hubo pausas entre ellas
ahora; detonaron una y otra
vez en forma ensordecedora,
tan fuerte y profundamente
que podían sentir los sonidos
en sus huesos.
Todas las luces de la casa
comenzaron a encenderse y
apagarse simultáneamente.

-¡Mamá! -gritó Peter,


apretándose contra. Carmen y
abrazando sus piernas.

Stephanie se unió a ellos del


otro lado de Carmen y gritó:
-¿Qué ocurre?

Michael simplemente se
acurrucó contra la pared, con
los ojos bien abiertos, los
puños cerrados.

-No sé lo que está


ocurriendo, cariño -gritó
Carmen, mientras ponía sus
brazos alrededor de
Stephanie y Peter- ¡pero
estarán bien, lo prometo!

Al se tiró contra la puerta


otra vez. Y otra. Pero,
repentinamente, gritó de
dolor, se agachó tomándose
del estómago y cayó al suelo.
Carmen se hincó de rodillas
junto a él con un suspiro.

-¿Qué, Al, qué te sucede?

-¡Me han apuñalado! -dijo a


través de dientes apretados,
con una voz enronquecida-.
¡Dios mío, me han
apuñalado!

Carmen se estiró para


tomarlo de las manos y
suavemente se las alejó del
estómago, esperando ver
sangre o alguna señal de
herida.

No vio nada.

Los golpes atronadores


prosiguieron y las luces
siguieron encendiéndose y
apagándose.

En el cuarto de baño, Kelly


se mantenía gritando.
-Estás bien, Al -dijo Carmen,
inclinándose cerca de él-. No
te han apuñalado. No tienes
nada allí.

Ella sintió cómo se relajaba


junto a ella por un momento,
luego, moviéndose con
cautela, se levantó, se estiró
para tomar la manija otra
vez, y...

Todo se detuvo.
Los golpes se silenciaron.

Las luces se apagaron,


dejándolos en tinieblas.

Y la puerta del cuarto de


baño se abrió lenta mente.

-¡Oh, Dios mío! -susurró


Carmen, apresurándose por
entrar en el cuarto de baño.

Kelly estaba estirada sobre la


mesada, desnuda, con las
piernas abiertas, un brazo
colgando sobre el borde de la
mesada.

-Oh, Dios, Kelly, ¿que


sucedió?

Los hombros de Kelly


temblaban mientras lloraba
en silencio.

-Manos -murmuró-. Manos...


todas sobre mí... me
arrancaron la ropa interior...
me toquetearon....

-¿Las manos de quién?

Kelly sacudió la cabeza.

-Yo sólo pude... sentirlas.

-Voy a llamar a la policía -


dijo Al desde el pasillo.
Carmen se dio vuelta, dio un
paso fuera del cuarto de baño
y le siseó enfadada: -¿La
policía? ¿Qué hará la policía?
¿Arrestar a alguien? ¿Quizás
a un fantasma? ¿Todavía
piensas que hay una maldita
explicación para todo esto,
Al? Porque si así es, tú eres
el que está loco. No
necesitamos a la policía aquí.
Necesitamos a un sacerdote.
Y vamos a conseguir uno.

Hubo otra tremenda,


atronadora explosión y luego
una voz que parecía emerger
de cada centímetro de
oscuridad a su alrededor
declaró en un tono grutural y
rasposo:

-No hay nadie que pueda


ayudarlos. Ustedes son míos.
20

Una bendición
escéptica
Carmen llamó al padre
Hartwell apenas se despertó
por la mañana. Ella había
dormido poco, aunque nada
más había ocurrido en el
resto de la noche después que
las luces se volvieron a
encender, Carmen estaba aún
tan nerviosa como si todo
hubiera sucedido hacía pocos
minutos. Era difícil entonces
para ella darle al padre
Hartwell una explicación
coherente del problema. Ella
tartamudeó mientras
intentaba hacerle comprender
que algo sobrenatural, algo
malvado, había invadido su
casa y que su hijo Stephen,
en ese momento en un
hospital psiquiátrico, a causa
de que escuchaba voces y se
comportaba de manera
extraña, había intentado
avisarles desde el principio.
Pero Hartwell no podía
entenderlo.

Era evidente para él, de todos


modos, que algo andaba mal,
aun cuando no estaba muy
seguro de lo que
se trataba. Le prometió que
estaría allí en cuanto pudiera,
probablemente en una hora o
dos, a lo sumo.

Al fue a trabajar con


reticencia, no quería dejar a
Carmen, a Kelly y a Peter
solos. Carmen prefería que se
quedara también, pero los
dos sabían que no se podía
dar el lujo de faltar a su
trabajo.
Stephanie y Michael salieron
para tomar el autobús, ambos
silenciosos y tensos, y, hasta
que llegó para recogerlos, se
pararon sobre el camino
mirando hacia la casa una y
otra vez.

Mientras Carmen esperaba


que llegara el padre Hartwell,
mantuvo a Peter junto a ella
permanentemente. Kelly
tampoco trató de separarse de
ella. No quería estar sola.
Estaban sentadas sobre el
sillón con Peter arrodillado
frente a ellas, entretenido con
un juego de magia, cuando
Carmen dijo en voz baja: -
Sabes que si lo deseas, Kelly,
puedes ir a lo de tu tía Vicki
con Trish.

Kelly frunció el entrecejo y


sacudió lentamente la cabeza.

-No, no lo creo. No me siento


tan cómoda con la tía Vicki
como contigo y con el tío Al.
Además, quiero ayudar.

Carmen estaba sorprendida.

-¿Aun con... todo esto?

-Bueno... -Kelly se encogió


de hombros.

-Sólo quiero que sepas que, si


decides que eso es lo que
deseas hacer, nosotros
estaremos de acuerdo.
Realmente, nosotros
entenderemos. ¿Así que nos
lo comentarás?

Ella asintió. -Sí. Les dejaré


saber.

Cuando el padre Hartwell


llegó, Carmen tenía abierta la
puerta principal antes de que
se acercara a la casa. Ella le
urgió a que entrara en el estar
y lo invitó a sentarse en la
silla reclinable de Al,
mientras le susurraba
permanentemente: -Oh, estoy
tan contenta de que haya
venido, padre, no sabe lo
mucho que lo necesitamos
aquí, estoy tan contenta de
que haya venido.

Una vez instalado, el padre


Hartwell preguntó: -Así que,
¿cuál es el problema
exactamente?

Carmen se lo dijo. Le contó


todo. Salió de ella como si
fuera el desborde de una
inundación; la lógica
indicaba que así debía ser
después de haberlo contenido
durante tanto tiempo. Pero, a
medida que hablaba, vio que
la expresión de su rostro
cambiaba gradualmente, y
ella supo que el cambio era
consecuencia de su
incredulidad.

Cuando terminó, esperó,


deseando una respuesta
positiva, aunque sin reales
expectativas.

El padre Hartwell, que había


estado inclinado hacia
adelante en la silla reclinable
mientras la escuchaba, se
hizo hacia atrás largando un
suspiro y la tensión de su
rostro se relajó. La mitad de
su boca se transformó en una
sonrisa dubitativa y dijo
suavemente: -Carmen, voy a
decir lo primero que viene a
mi mente. Tu familia entera
ha atravesado muchas
contingencias. La grave
enfermedad de Stephen,
como tú misma lo definiste,
les significó una gran carga a
todos. -Agregó rápidamente:-
por favor, no me mal
interpretes, no estoy diciendo
que todo esto es un producto
de tu imaginación o algo así,
creo que es perfectamente
comprensible. El estrés
puede provocar los más...
bueno, las cosas más
increíbles a las personas, y
esto lo digo por experiencia,
tanto propia, como la
experiencia de mis
parroquianos quienes han
recurrido a mí igual que tú.

Después de ver los cambios


en su rostro, en sus ojos, a
Carmen no le sorprendió su
respuesta. Ella incluso estaba
preparada para ella.
-Está bien, padre -dijo ella-,
si esto se debe al estrés y al
esfuerzo que nos ha traído la
enfermedad de Stephen, y no
digo que no lo sea, sólo digo,
hum... sólo digo.... -Ella
cerró los ojos y pensó por un
momento sobre lo que
acababa de decir.- Sí, estoy
diciendo que no lo es, porque
sé que no lo es. ¿Qué pasa
con Kelly? Ella no estaba
aquí cuando Stephen estaba
enfermo. Ella no padeció ese
estrés, en absoluto. ¿Qué
sucede con mi vecina, que ni
siquiera desea estar en
nuestra casa? Ella era la
persona que llamó y dijo que
había una mujer verde que
brillaba en la ventana de la
planta superior. Nosotros no
lo vimos, ¡pero ella sí! Y ella
no experimentó el estrés de
la enfermedad de Stephen.

-Pero supongo que conoce la


historia de esta casa.
-Bueno... sí, pero no sabe....

-Eso es muy importante.


Carmen, la muerte es algo
que nos asusta a todos. Aun a
aquellos de nosotros a
quienes no debería asustar.
Esta casa solía estar
completamente dedicada a...
la muerte -él se encogió de
hombros-. Parece
perfectamente natural que
cualquiera que conozca su
historia le tenga miedo a
causa de lo que fue.

Con un desahuciado suspiro,


Carmen se inclinó hacia
adelante y enterró su cara
entre sus manos.

-No me cree -murmuró.

Después de permanecer en
silencio todo el tiempo, Kelly
habló y dijo: -Padre, mi
intención no es mostrar falta
de respeto, pero... por favor
escuche. La tía Carmen no
está loca. En esta casa sucede
algo malo que no tiene
relación con el estrés ni con
el cáncer de Stephen. Hay
algo... bueno, no trato de
enseñarle su trabajo, o algo
así, y como le dije, no
quisiera faltarle el respeto
pero... hay algo malvado y
enfermo en esta casa. Algo
que intenta dañarnos. Así
que, por favor, por favor
padre, no lo ignore.
El padre Hartwell tiró la
cabeza hacia atrás y frotó un
dedo hacia adelante y hacia
atrás debajo de su labio
inferior mientras miraba
fijamente el techo. Luego se
sentó hacia adelante, juntó
las manos entre las rodillas y
preguntó: -¿Se sentirían
mejor si bendijera esta casa?

Carmen levantó su rostro de


entre sus manos, intentando
retener las lágrimas, que
luchaban por rodar, y dijo: -
Oh, por favor, padre, ¿podría
hacerlo?

-Claro que sí. -Se puso de


pie.- Eso no será un
problema. Sólo saldré hacia
el coche y buscaré mi bolso.

Mientras se ausentaba,
Carmen se reclinó sobre el
sillón y dijo: -El no me cree.
Piensa que estoy loca.
-Pero realmente no importa
en tanto bendiga la casa, ¿no
es así? -dijo Kelly-. Quiero
decir, eso debería ayudar. Y
quizá... bueno, sólo quizás, él
vea algo. O escuche algo, o
sienta algo.

Carmen sólo sacudió la


cabeza, sus ojos se veían
fatigados, mientras el padre
Hartwell volvía a entrar.
Ellas permanecieron sentadas
sobre el sillón mientras él
bendecía el estar rociando
agua bendita de una botella y
recitando una plegaria, sus
cabezas se hallaban
inclinadas en forma
reverente. Ellas todavía
permanecieron allí mientras
él pasaba por toda la casa,
bendiciendo cada habitación,
una después de la otra.

Mientras la voz apagada del


sacerdote zumbaba en otras
partes de la casa, Kelly puso
su mano sobre la de Carmen
y murmuró: -No te
preocupes, tía Carm, esto
probablemente cambie todo.
Es verdad. -Tímidamente,
agregó:- Debes tener fe en
Dios, eso es todo.

Carmen sabía que ella tenía


razón. Si ella se mantenía
dubitativa y temerosa,
insultaba a Dios. Ella debía
tener fe en que la bendición
cambiaría las cosas y
terminaría con los extraños
incidentes que los
inquietaban.

Pero ella no podía dejar de


pensar en el obvio
escepticismo del padre
Hartwell. ¿Si sólo estuviera
realizando la bendición para
darle el gusto, si él realmente
no la realizaba creyendo,
haría una diferencia?

Cuando el padre Hartwell


terminó, volvió al estar y les
sonrió.

-Bueno, he terminado. Espero


que ayude.

"¿Usted espera que ayude?",


pensó Carmen. Su temor se
había evidenciado: lo había
hecho sólo para apaciguarla.

El padre Hartwell levantó


una mano.
-Pero sí puedo hacerles una
sugerencia: deberían
considerar algún tipo de
ayuda profesional. Quiero
decir, todos ustedes, la
familia entera. Han pasado
por circunstancias difíciles. -
Les sonrió, con lo que intentó
reconfortarlas.- Pienso que se
pueden beneficiar con ello.

Kelly apretó la mano de


Carmen y apartó la vista del
sacerdote; Carmen inclinó la
cabeza, deseando que el
padre Hartwell no viera la
duda en sus ojos.

Después que el sacerdote se


hubo retirado, Kelly dijo: -
No parecía estar demasiado
convencido, ¿no crees?

Carmen sacudió la cabeza.

-Sí, bueno, es un sacerdote,


¿no es así? Así que quizás
ayude de todos modos,
¿sabes?

Carmen no respondió por un


rato, entonces, casi
imperceptiblemente, sacudió
la cabeza muy lentamente.
Después de observar la duda
en los ojos del padre
Hartwell, la mirada de
incredulidad en su rostro, ella
de pronto se dio cuenta de lo
mal que debía de haberse
sentido Stephen -cómo ellos
debieron hacerlo sentir-todo
el tiempo que estuvo tratando
de decirles que la casa tenía
algo malo.
21

Ataques físicos
En la mañana en que
supuestamente llegaría el
padre Hartwell, Carmen
había estado demasiado
nerviosa para lavar los platos
del desayuno y, en cambio,
los había apilado
prolijamente en la pileta
después de apenas
enjuagarlos. Una vez que él
partió, ella se cambió, se
puso una camisa amplia y
unos vaqueros, entró en la
cocina, y comenzó a lavarlos.
Kelly se había ofrecido para
ayudar, pero Carmen le había
dicho: "No, no, tú quédate
aquí y mira televisión, o algo
así." Ella deseaba estar sola
por un rato; quería pensar en
las cosas que le hizo y le dijo
a Stephen; las cosas que
todos le hicieron y le dijeron.

Ella estaba de pie junto al


fregadero lavando los platos
cuando sintió un pellizco en
su trasero. Se rió y, aun
sosteniendo un plato en su
mano mojada, jabonosa, se
volvió diciendo: -Deja eso,
Peter -cuando bajó la vista
esperando que él estuviera
allí, no lo vio.
Miró el espacio vacío sobre
el suelo por un momento,
luego sintió otro pellizco.

Hubo un tercer pinchazo y


luego sintió dedos sabía que
eran dedos porque sintió a Al
hacer lo mismo antes, aunque
jugando- deslizarse entre sus
piernas y presionar hacia
arriba.

El plato que sostenía se


escapó de la mano y se
estrelló contra el borde de la
mesada.

Kelly se apresuró en llegar a


la cocina, y le dijo: -¡Tía
Carm! ¿Qué sucede?

-Yo... uh, bueno era....

La mano volvió a
introducírsele entre las
piernas y hurgó con dedos
poderosos. Carmen gruñó y
saltó hacia adelante para
librarse de ella.

-Te busca a ti ahora, ¿no es


así? -gritó Kelly-. Como lo
hizo conmigo anoche.

-Sólo vuelve al estar, Kelly.


Por favor.

Ella dudó un momento, luego


hizo lo que se le decía,
mirando por sobre su
hombro, preocupada.
Con la espuma que aún
colgaba de sus manos
mojadas casi hasta los codos,
Carmen dejó la cocina y se
apuró por atravesar el pasillo
hasta su dormitorio, donde
cerró la puerta con fuerza y
le puso llave, luego se reclinó
contra ella un momento,
tratando de normalizar su
respiración.

Su corazón retumbaba en su
pecho.
Su nuca estaba helada.

Y aun cuando se reclinaba


contra la puerta, sintió el
tacto extraño otra vez.

Carmen se abalanzó hacia


adelante dejando escapar un
grito apagado, no deseaba
que Kelly la escuchara, y
aterrizó sobre la cama, pero
la mano se movió con ella,
aferrada todo el tiempo,
hurgando con sus gruesos
dedos.

Ella luchó por sentarse, pero


de pronto hubo más manos
sobre su cuerpo, sosteniendo
sus brazos, hombros, y
piernas contra el colchón
mientras uno de los dedos la
penetraba, la penetraba con
fuerza y rudeza.

Carmen no pudo contener un


grito de dolor. Pero no
terminó allí.
Algo más largo y más grueso
que un dedo, algo que incluso
palpitaba, se introdujo en su
recto.

Todo el cuerpo de Carmen se


puso rígido.

La cosa se movió hacia


afuera y hacia adentro,
desgarrándola.

-Oh, por favor -boqueó


Carmen.
Hubo un golpe sobre la
puerta.

-¿Tía Carmen? ¿Te


encuentras bien?

-¡Por favor, Jesucristo! ¡En el


nombre de Jesucristo!
¡Deténganse! ¡En el nombre
de Jesucristo!

La puerta del dormitorio se


abrió y de repente todo se
detuvo. Las manos la
soltaron, la gruesa, palpitante
cosa se retiró, y Carmen fue
abandonada sobre la cama,
temblando
descontroladamente,
sollozando.

Kelly se acostó a su lado y le


rodeó los hombros con un
brazo, preguntando: -¿Tía
Carmen, qué ocurre, qué ha
sucedido?

Carmen no podía hablar. No


le podía dar una explicación
a Kelly. Ella simplemente
sacudió la cabeza mientras
intentaba normalizar la
respiración y recobrar el
habla.

-Yo... no lo sé, Kelly, algo


me atacó. Algo... -Sus labios
fruncidos y sus manos
aferraban la almohada
mientras intentaba encontrar
la palabra correcta.- ¡Algo,
hum... me lastimó! -susurró,
con su voz temblorosa de
incredulidad a medida que
hablaba.

Cuando Kelly habló, estaba


al borde de las lágrimas: -Oh,
Dios, lo sabía, yo sabía que
era eso, oh Dios, todavía está
aquí, la bendición no ayudó,
oh Dios, tía Carmen, ¿qué
vamos a hacer?

Carmen se dio cuenta de que


su mayor deseo en ese
momento era bajarse de esa
cama, y se empujó para
alejarse del colchón
rápidamente. En un instante,
estaba de pie junto a Kelly.

-Bueno, por un rato al menos


-dijo Carmen-, vamos a salir
de aquí, tú, yo, y Peter. Pero
primero, hum... me gustaría
ducharme.

Carmen se sentía sucia,


despreciable. Fue un alivio
cuando se puso debajo del
agua caliente. Cubrió su
cuerpo con jabón y se fregó
con fuerza con un paño,
deseando sacarse todo el
sucio sentimiento de la
violación.

Después de fregarse por


varios minutos, llorando por
lo bajo, dio un paso al frente
para enjuagarse bajo la
ducha, pero la cortina de la
ducha se movió y, aunque no
vio a nadie allí, sabía que ya
no estaba sola.

Un ruido extraño de pronto se


mezcló con el zumbido de la
ducha, se mezcló y luego,
después de un momento, se
separó y formó palabras con
una voz que era profunda,
brutal y resonante:

-Quiero revolcarme en la
cama con mis dos juguetes
preferidos... tú y Kelly. Yo
quiero joderlas. ¡Quiero
joderlas hasta que griten!

Luego la voz rió con una


larga, cruel risa, y el ataque
comenzó.

Manos aferraron sus hombros


desde atrás, la dieron vuelta y
la arrojaron con fuerza contra
las cerámicas mojadas. Ella
comenzó a gritar, pero sus
labios fueron estrellados
contra la pared. La risa
continuó mientras algo le
penetraba con fuerza... salía...
volvía a entrar... y otra y otra
y otra vez....

Manos apretaron sus senos


con fuerza, pellizcaron sus
pezones hasta que el dolor le
atravesaba el pecho, hasta el
cuello y le bajaba por el
abdomen.

Y sin embargo no había nadie


allí...
Carmen logró apartar su
rostro de la pared, tomó una
profunda bocanada de aire,
junto con el vapor húmedo de
la ducha, y gritó tan fuerte
como pudo.

Pero continuaron: las


embestidas dentro de ella, los
dolorosos pellizcos y
apretones de sus senos...

Entonces la puerta del cuarto


de baño se abrió y Kelly
gritó: -Tía Carmen, aquí
estoy, ¿qué es lo que ocurre?,
¿qué sucede?

Se detuvo.

Carmen se encontró
recostada contra la pared, su
cuerpo permanecía cubierto
de jabón que ya comenzaba a
deslizarse hasta el suelo de la
bañera con el agua de la
ducha. Se alejó de la pared,
su mano patinaba sobre los
azulejos, se dio vuelta y abrió
la cortina.

-Estuvo aquí -dijo sin aliento,


su voz ronca-. Me... me atacó
otra vez. Me sodo... volvió a
hacerme lo mismo.

Sus lágrimas fueron lavadas


por la ducha y dobló los
brazos sobre los pechos
mientras sollozaba.

-¡Sólo sal de aquí! -gritó


Kelly-. Por favor, ¡sólo sal de
allí para que nos podamos ir!

Carmen asintió.

-Lo haré. Saldré en un


minuto. Ve y trae a Peter por
mí, ¿puedes hacerlo?
Cerciórate de que esté bien.

Ella se enjuagó con rapidez,


dejó la ducha y comenzó a
secarse furiosamente, ni
siquiera se preocupó por
investigar si su cabello
estaba seco o no. Con Kelly y
Peter a su lado, se vistió a
toda velocidad, juntó un par
de los juguetes de Peter y se
marcharon, sin idea alguna
de donde irían...

Condujeron alrededor del


pueblo por un rato, luego
fueron al centro de compras
más cercano, donde comieron
helado, permitieron a Peter
subir por veinticinco
centavos a una pequeña nave
espacial mecánica, y miraron
algunas vidrieras. Se
mantuvieron en movimiento,
se mantuvieron distraídos y
no pensaron en lo que había
ocurrido en la casa.

Después de unas horas de


intentar perderse en la segura
y anónima multitud de
compradores, Carmen se dio
cuenta de lo tarde que era y
decidió que, no importaba
cuánto temiera volver a la
casa, debía retornar para que
Stephanie y Michael no
regresaran de la escuela a una
casa vacía, o al menos a una
casa que parecía vacía.

Hicieron un par de rápidas


compras de alimentos para la
cena, luego se encaminaron a
casa.

Cuando llegaron a la casa,


subieron las escaleras del
porche y se quedaron de pie
frente a la puerta...
observando. Con torpeza a
causa de los nervios, Carmen
tomó las llaves de su cartera,
encontró la adecuada,
lentamente la introdujo en la
cerradura, la giró, y entraron.

No había nada fuera de su


lugar. No había nada inusual
esperándolos.

Con una bolsa de provisiones


debajo de un brazo, Carmen
se dio vuelta hacia Kelly y
dijo: -¿Qué dices si seguimos
adelante y comenzamos a
preparar la cena, tomamos
nuestro tiempo, nos
divertimos un poco y nos
olvidamos de todo?

Los ojos de Kelly estaban


bien abiertos mientras
miraba a su alrededor, dando
pasos cautelosos por el
pasillo. Asintió con la cabeza
y dijo: -Sí, está bien.

Y eso fue lo que hicieron.


Descargaron las provisiones
en la cocina y comenzaron a
preparar la cena.

Stephanie llegó a casa


primero. No le dijeron nada,
sólo la mantuvieron a la
vista.

Cuando Michael llegó a casa,


preguntó si podía ir a la casa
de un amigo que quedaba en
la misma calle hasta que la
cena estuviera pronta y
Carmen lo autorizó de
inmediato con entusiasmo; a
ella la aliviaba tenerlo fuera
de la casa.

Para cuando Al llegó a casa,


la cena estaba casi pronta y
no había ocurrido nada.
Carmen le saludó con un
beso apenas entró y se dirigió
a la ducha.
Ella se sintió culpable, sólo
culpable como si no le
hubiese sido fiel. Ella sintió
que necesitaba contarle sobre
lo que había ocurrido, ¿pero
cómo? ¿Qué podía decirle?
¿Qué iba a opinar él Quizá
pensara que estaba loca -
como Stephen- y se enfadaría
y no querría acercarse a ella.

El hasta podría abandonarla.


Después de todo, si creía que
era sólo su imaginación, si
pensaba que ella estaba
imaginando cosas -como esa-
quizá pensara que había algo
que no andaba bien entre
ellos.

Ella decidió no decirle; al


menos, resistiría la urgencia
de contárselo tanto como le
fuera posible.

La cena fue silenciosa. Hubo


poca conversación,
simplemente ruidos de la
comida: tenedores que
golpeaban contra los platos,
botellas.

Cuando finalizaron, Carmen


y Kelly lavaron los platos,
susurrando entre ellas sobre
si Carmen debería o no
contarle a Al, sobre qué
harían. Kelly sugirió que ella
le dijera, porque era sólo
inevitable que algo le
ocurriera a él también. ¿Qué
sucedería entonces? Ella
insistió en que él se enterara.

Aunque Carmen no quería


admitirlo, pensaba que Kelly
tenía razón.

Después de la cena, Al se
estableció en su silla con una
cerveza para mirar televisión.
Una vez lavados los platos,
Carmen fue hacia él, se sentó
junto a la silla y puso una
mano sobre su brazo.
-¿Podemos hablar? -preguntó
ella en voz baja.

-Claro -asintió él.

-¿Hum... en el dormitorio?

El frunció levemente el
entrecejo.

-¿Estás bien?

-Bueno... hablemos primero.


Fueron al dormitorio, se
sentaron sobre el borde de la
cama y Carmen le contó, con
voz nerviosa y entrecortada,
todo lo que había ocurrido en
el día.

La expresión del rostro de Al


cambió una y otra vez a lo
largo del relato... Fue desde
incredulidad cómica a seria
consideración y cólera, y
luego a conmoción.
-Hablas en serio, ¿no es así? -
murmuró él después de un
rato.

-Sí, hablo en serio. ¿Tú crees


que bromearía sobre algo
como esto?

-No... no lo sé, me pregunto...


bueno, ¿hace cuánto tiempo
que esto sucede?

-Acaba de suceder hoy. ¿Por


qué? Quiero decir, ¿por qué
haces una pregunta como
esa?

-Bueno, sólo me preguntaba


si... quiero decir, sólo pensé
que quizá...

De pronto, Al comenzó a
llorar y enterró su rostro
entre las manos, sus hombros
se sacudían sin control.

Carmen estaba asombrada.


Ella sólo lo miró por un
momento, luego se inclinó
hacia el frente, puso un brazo
alrededor de sus hombros y
lo sostuvo junto a ella.

-Al, ¿qué sucede? ¿Qué te


ocurre?

A través de sus lágrimas y


sollozos dijo: -Tenía miedo
de contarte que... estas cosas
me han sucedido a mí
también.
Ella apretó sus hombros.

-¿Qué cosas?

-¡Oh, sólo... música y voces


y... sólo cosas! Me he estado
diciendo a mí mismo que no
es nada. No quería pensar
que... que... Una noche
después que quité las
bombillas de las lámparas del
sótano, Michael me despertó
y dijo que su luz estaba
encendida aun cuando no
tenía bombilla y... bueno, fui
abajo y estaba... brillando,
Carmen, la luz estaba
encendida, ¡pero no tenía
bombilla! ¡No era otra cosa
que... que luz que salía de esa
cosa!

-¿Por qué no me lo dijiste,


cariño?

-Porque no quería
confesárme a mí mismo que
lo había visto. Pero había
más. Música, que provenía de
abajo. Voces. Como una
fiesta. Tarde una noche. Y la
cama... vibraba.

-Me dijiste que eso se debía


al frigorífico del piso de
arriba.

-Estaba mintiendo. No quería


que lo supieras. Yo lo sabía.
Estaba vibrando. No venía de
arriba. Hay algo, hum... sí,
hay algo mal. Esta casa tiene
algo malo, hay algo en esta
casa.

Ella esperó largo rato, luego


se inclinó cerca de él, con el
brazo alrededor de sus
hombros, y murmuró en su
oído: -Stephen trató de
decirnos eso y ahora... está en
un hospital psiquiátrico.

Al sacudió la cabeza.

-No, no, pienso que es más


que eso con Stephen.
Realmente pienso que está
enfermo. Ha cambiado. Se
volvió... hostil. Era algo más
que esto, realmente lo creo.

-Está bien, puede ser. Pero


estaba tratando de
prevenirnos sobre la casa.

Succionó los labios entre los


dientes y dijo entre más
lágrimas.
-¿No crees que sé eso? ¿No
crees que eso me está
matando?

Ella asintió.

-Los dos lo sabemos ahora.


Así que, ¿qué vamos a hacer?

-No podemos pagar otra


mudanza, eso es seguro. No
por el momento.

-Está bien, ¿qué vamos a


hacer?

El sacudió la cabeza, las


lágrimas brillaban sobre sus
mejillas.

-No lo sé, cariño. No lo sé.


22

Una prisión sin


rejas
A medida que transcurrió el
invierno, lenta y
tortuosamente, los
acaecimientos en casa de los
Snedeker se multiplicaron y
la tensión creció. El humor
dentro de la casa pareció
volverse más oscuro junto
con el clima exterior; se
tornó cada vez peor a medida
que las nubes se oscurecieron
y comenzó a llover, peor aun
cuando comenzó a nevar y se
convertía en un barro denso,
helado, junto a los caminos.

Todos los miembros de la


familia deambulaban por la
casa esperando que algo
horrible sucediera; más que
seguido esas cosas ocurrían.
Objetos se movían por su
propia voluntad. Todos, en
algún momento que otro,
escuchaban voces. Vieron
sombras que no estaban allí.
Por el rabillo del ojo vieron
cosas junto a ellos que se
deslizaban rápidamente.
Pequeñas secciones de la
casa eran inexplicablemente
más frías que otras.
Stephanie se había mudado
otra vez a su habitación con
Kelly, y Peter se volvió a
mudar a su habitación
también. Así que Michael
quedó solo en su habitación
del sótano.

Una noche, tarde, subió


corriendo por las escaleras
gritando a sus padres. Ellos
se despertaron de inmediato
y se abalanzaron al pasillo,
donde lo encontraron
corriendo hacia ellos, con los
brazos abiertos y los ojos
desorbitados.

-¡Mamá! ¡Mamá, él volvió! -


gritó Michael, tirando sus
brazos alrededor de la cintura
de Carmen.

-Shshshs, Michael, ¿quién


volvió? -preguntó ella,
sosteniéndolo.

-¡Ese tipo, ese tipo que


Stephen y yo vimos! ¡El me
vino a ver esta noche!

-Oh, sólo era un sueño,


cariño, eso es todo, sólo un
sueño.

Michael dio un paso atrás,


sacudiendo la cabeza, e
insistió: -No, no, no era sólo
un sueño, era más. Quiero
decir, ¡yo todavía estaba en
la cama, pero despierto! ¡Y
no me podía mover, estaba
paralizado!

Carmen y Al intercambiaron
una larga mirada y Al se
encogió levemente de
hombros, a causa de la
terrible impotencia que
sentía.

-¿Te gustaría dormir en algún


otro lugar esta noche,
querido? -le preguntó
Carmen a Michael.
Después de un momento, él
asintió.

-¿Puedo dormir en el sillón?


-preguntó en voz

baja.

-Claro que puedes. Yo


buscaré las mantas y los
almohadones del armario del
pasillo. -Se volvió hacia Al y
murmuró: -Tú vuelve a la
cama, yo estaré allí en un
minuto.

Una vez que hubo preparado


una cama para Michael en el
estar, Carmen lo cobijó y le
dio un beso.

-¿Mamá? ¿Si llega a volver...


puedo llamarte?

-Claro que puedes, cariño. Tú


sólo llama y yo estaré aquí.

Nuevamente en la cama, Al
miró la oscuridad y
murmuró: -Esto seguirá... y
se pondrá peor, ¿no es así? -
No lo sé -le contestó ella en
un susurro.

-¿Qué haremos si sigue?

-No lo sé.

El se estiró y sostuvo su
mano en la de él. Les tomó
bastante tiempo volver a
dormirse.
Después de esa noche,
Michael comenzó a dormir
en el sillón del estar en forma
regular. A diferencia de
Stephen, él no escuchó
protestas de sus padres y
nadie en la casa se quejó; de
hecho, todos cooperaron. Una
mañana, mientras se
preparaba para ir al colegio,
Carmen ofreció traer un par
de cosas de su habitación y
colocarlas en el armario del
pasillo para que no tuviera
que bajar. El aceptó su oferta
de buena manera y le indicó
qué era lo que debería subir.

Ella esperó hasta las


primeras horas de la tarde
para bajar. De algún modo,
no dejaba de recordar que
tenía otras cosas que hacer en
la casa. Le llevó un par de
horas admitir que no deseaba
bajar. Ella sabía lo que había
allí... implementos
funerarios... cosas de
entierros... cosas de muerte...
cosas a las que ella no quería
acercarse.

Aparte de eso, muchos de los


hechos atemorizadores que
habían ocurrido en la casa
habían sucedido allí abajo,
cosas que Stephen intentó
decirles, cosas que ellos
habían ignorado.

Pero ella había prometido, y


alguien debía bajar al sótano.
Finalmente, lo hizo. Se dijo a
sí misma que no debía ir más
lejos de la habitación de
Michael, que todas las cosas
realmente malvadas estaban
en lo más profundo del
sótano y que ella realmente
no tenía nada de qué
preocuparse.

Pero cuando bajó, algo le


ocurrió por primera vez; era
algo que le ocurriría una y
otra vez en los próximos
meses.

Cuando sucedió, ella se


encontraba recogiendo
medias y ropa interior del
suelo para lavar, ropa de los
respaldos de sillas y del
armario para que Michael
llevara a la escuela, y medias
y ropa interior limpia del
vestidor.

De pronto, quedó helada.


Hubo una sensación en el
aire, como si estuviera
cambiando, si se estuviera
revolviendo... como si algo
estuviera cortando a través
del aire rápidamente y se
acercara a toda velocidad.

De pie frente al vestidor de


Michael, con las medias y
ropa interior en sus manos,
Carmen boqueó en cuanto
algo la envolvió, algo como
una sombra muy oscura tan
densa como la crema; la
engulló, la tragó, abrazó todo
su cuerpo y la sostuvo
paralizada de terror por lo
que pareció ser una
eternidad.

Y luego desapareció, y
Carmen cayó al suelo, adoptó
posición fetal y trató de
recobrar el aliento. Cuando
finalmente se recompuso,
miró su reloj.

Sólo habían transcurrido


segundos... no una eternidad.

Se incorporó, juntó las cosas


de Michael rápidamente y se
apuró por llegar arriba, aún
un poco encorvada y sin
aliento.

-Tía Carmen, ¿qué sucede? -


preguntó Kelly, corriendo
hacia ella por el pasillo.

En un instante, Carmen
decidió no contarle. Se
enderezó, sonrió un poco y
dijo: -Oh, supongo que son
esas escaleras. No las he
usado lo suficiente, supongo,
porque me fatigan.

-¡Oh, Dios! Me asustaste.

-No, no fue nada... nada.

Mientras recobraba el
aliento, puso las cosas de
Michael en el ropero del
pasillo, aliviada porque Kelly
no percibió su mentira.

En los próximos días,


Stephanie gritó dos veces por
la noche porque según dijo la
"mancha-sombra" se había
movido por su habitación
otra vez. Kelly había estado
dormida a esa hora y no la
había visto pero, después de
la segunda vez, Stephanie
dijo que no deseaba dormir
en su habitación nuevamente.
Carmen no sabía qué hacer
con ella. Le preguntó a Kelly
si le importaría compartir
una cama con Stephanie para
hacerla sentir mejor, y Kelly
dijo que no tendría
inconveniente en hacerlo.

Al se puso más y más


incómodo al ir al trabajo y
dejarlas solas, pero no tenía
elección. Se había estado
sintiendo muy débil e
indefenso últimamente.
Estaba acostumbrado a tener
al menos algo de control
sobre los hechos que
rodeaban a su familia.
Cuando Stephen enfermó, esa
confianza comenzó a
desaparecer. Y ahora... esto.
Sintió que todo a su
alrededor -su hogar entero-
estaba fuera de su dominio.
Algo que no podía ver y no
comprendía había tomado el
control.
Su hogar se había convertido
en una especie de prisión. No
tenían suficiente dinero como
para mudarse por el
momento. Ellos no podían
simplemente levantar todo y
salir a buscar otro lugar.
Estarían allí por un tiempo...
con lo que fuera que convivía
allí con ellos.

Las semanas transcurrían y


se volvían meses: largos,
lentos meses que se estiraban
debajo de pesadas nubes de
hollín. El invierno se volvió
más frío, más terrible.

Los niños gritaban por la


noche.

La voz a veces les habló a


todos -desde ninguna parte- a
cualquier hora del día o de la
noche.

A veces el olor a carne


podrida, otras veces el de
heces humanas, los asaltaba
en una u otra parte de la casa,
un hedor tan grueso que
estaban seguros de que, si
miraban a sus pies, se
encontrarían sobre un
promontorio de basura
podrida. Pero nunca había
nada sobre el suelo a su
alrededor y el olor sólo
duraba un instante, un hedor
enfermante entrando con una
inspiración, permaneciendo
allí y saliendo, casi como un
insulto.

Pero a veces había moscas.


Moscas verdaderas que están
allí realmente -o al menos
eso parecía- pero nunca por
mucho tiempo.

Una fría tarde de invierno, se


quemó un fusible y Al bajó al
sótano para arreglarlo. Hacía
tiempo que había vuelto a
colocar las bombillas en
todas las lámparas y, cuando
llegó al pie de las escaleras,
encendió la luz.

Cuando giró la perilla, el


globo de vidrio opaco que
cubría la lámpara permaneció
negro, dejando salir meras
partículas de luz de la
bombilla. Mientras Al
fruncía el entrecejo para
inspeccionarlo, la oscuridad
que parecía untada sobre el
vidrio se movió... se
deslizó...
Mientras escuchaba en
silencio, podía sentir el
ligero zumbido que provenía
de las tinieblas, algo
zumbaba.

La oscuridad no era más que


una nube de moscas -cientos,
incluso quizá miles de
moscas que caminaban sobre
el globo de vidrio y
temblaban alrededor de la
lámpara sobre el techo, sus
alas zumbaban mientras
caminaba una sobre la otra
formando negras masas que
se retorcían.

Al las miró fijamente por un


rato, con su mandíbula floja,
sus ojos que se abrían
lentamente hasta el asombro,
congelados en su lugar, y sus
dedos aún permanecían sobre
la perilla de la luz.

Su voz, apenas un aliento,


murmuró lentamente: -De
dónde... diablos... vinieron
ustedes...

De pronto, las moscas


echaron a volar y se
precipitaron en masa hacia el
rostro de Al.

Al levantó los brazos para


protegerse y dejar salir un
estrangulado grito de horror a
través de sus dientes
apretados, cerrando los ojos
con fuerza, tan sorprendido
que no era capaz de darse
vuelta y volver corriendo por
las escaleras. Esperó sentirlas
sobre sí, sentir la pequeña
vibración de sus alas, el
cosquilleo y temblequeo de
sus movimientos, pero...

No sintió nada.

Lentamente, muy lentamente,


bajó los brazos y abrió los
ojos.
Las moscas se habían ido. No
se las veía por ningún lado.
No podía verlas, tampoco
oírlas.

Hubo un sonido entonces, un


sonido profundo y rasposo,
sonando al principio como un
quejido, luego volviéndose
bajo, una risa malvada. No
provenía de ningún lugar
específico... pero salía del
espacio que lo rodeaba.
Al tomó una larga bocanada
de aire, compuso su
mandíbula, se santiguó y -
aunque debió librar una lucha
interna, silenciosa- ignoró lo
que pensó que acababa de
escuchar, abrió las puertas
francesas y fue a la
habitación siguiente,
encendiendo las luces
mientras avanzaba hacia la
caja de fusibles. Pero se
detuvo un momento para
echar una cuidadosa mirada a
la luz que se hallaba sobre su
cabeza.

No había moscas esta vez.

Caminó alrededor del sótano


hasta la caja de fusibles, la
abrió y hurgó en su bolsillo
para encontrar el fusible que
había traído desde el cajón de
la cocina.

Ese fue el momento en que


sintió el olor.
Primero, olió a rosas, un
fuerte, dulce, florido olor. Al
quedó helado, miró a su
alrededor lentamente y se
permitió una sonrisa leve.
Era una buena señal, el olor a
rosas; era la señal de una
bendición, una señal de paz y
seguridad... una señal de la
Virgen María misma.

Los nervios de Al se
calmaron, los tensionados
músculos de su cuerpo se
relajaron lentamente. El olor
a rosas lo había hecho sentir
mucho mejor. De hecho, aún
podía olerlo mientras
cambiaba el fusible.

Y entonces, de pronto, el olor


cambió. Para peor.

Al se retorció a medida que


el aire se llenaba con la
fetidez de la carne pasada.
Puso una mano sobre su nariz
y boca mientras se inclinaba
en una arcada. Tosió en el
lugar en que se hallaba, cerró
la caja de fusibles de un
golpe, se dio vuelta y se
apresuró a cruzar el sótano.

El hedor estaba por todos


lados.

A medida que se movía a


través de él, el olor cambió.
Fue de carne podrida al vasto
olor de una cloaca abierta -el
olor a masivas cantidades, no
contenidas, de heces. El
hedor llenó sus fosas nasales
y allí se aferró, tapándolas
como una densa grasa.

Al se apresuró a atravesar el
sótano, con su mano sobre el
rostro, pero en medio de la
habitación que solía ser de
Stephen se debilitó y cayó de
rodillas; el grueso,
atenazante olor era
demasiado y literalmente lo
empujó al suelo, mientras
dejaba escapar lágrimas.

Caminó sobre sus rodillas


por algunos metros,
intentando llegar a las
escaleras, pero en cuestión de
instantes el olor había
desaparecido.

Aún de rodillas, Al quedó


petrificado. Se sacó la mano
del rostro lentamente,
levantó la cabeza, miró a su
alrededor, olió el aire.
Se había ido.

Se movió con rapidez, se


puso de pie, se apuró por
llegar a las escaleras y,
corriendo, dejó el sótano.

El invierno gradualmente
comenzó a retroceder. La
nieve empezó a derretirse y,
ocasionalmente, manchas de
cielo celeste aparecían entre
las nubes oscuras Al
comenzó a beber incluso más
de lo acostumbrado. A
medida que los
acaecimientos
atemorizadores que tenían
lugar en la casa empeoraban,
se sintió más débil y menos
controlado, más indefenso
contra... lo que fuera que
había decidido atacarlo.

Carmen, por su lado,


mantenía su fe. Rezaba más
siempre tenía su rosario
consigo, usaba un crucifijo
alrededor del cuello a todas
horas. Se rehusaba dejar que
el fracaso de la bendición de
la casa del padre Hartwell
conmoviera su fe; se decía a
sí misma que no importaba y
sólo seguía rezando, seguía
pidiéndole a Dios que
estuviera con su familia, que
vigilara su casa y a su
familia, que los protegiera de
todo mal, de aquella fuerza
sobrenatural que los estaba
perturbando.
A veces mantenían
conversaciones tarde por la
noche en la cama.

-Estás bebiendo mucho -


susurró Carmen una noche
mientras los dos estaban
abrazados.

-¿Qué esperas? -Al le volvió


a murmurar.

-Bueno, ¿es necesario que lo


hagas?
-¿Qué crees? Quiero decir,
quizás eso no lo excuse, pero,
Dios, he sido... he sido...

-Está bien. Sí, ya lo sé,


cariño, las cosas han estado,
uh...

-Las cosas han estado muy


aterrorizadoras.

-Pero recuerda, todavía


tenemos a Dios de nuestro
lado.
-Así que, ¿dónde está?

-El está aquí, cariño. Si no lo


estuviera, quizá fuéramos
lastimados. Quizá no
estuviéramos aquí.

Al se alejó de ella y dijo: -Sí,


lo sé, pero...

Fue en una tarde de verano


que Kelly salió con un
agradable, alto y apuesto
joven de contextura
muscular, quien llegó a
recogerla mientras Carmen
preparaba la cena. Al lo
invitó a pasar y conversaron
un par de minutos hasta que
Kelly estuvo pronta para irse.

Michael había ido a pasar la


noche en casa de un amigo, y
Stephanie y Peter estaban en
silencio entretenidos en el
estar; ninguno de los niños
deseaba ya hallarse en sus
habitaciones.
Cenaron en silencio, como lo
habían hecho cada noche por
algún tiempo, y comieron en
el estar frente al televisor. A
pesar del silencio, la tensión
no era tan densa como lo
había sido últimamente.
Imperaba más una sensación
de calma en la casa, como si
las cosas pudieran ir mejor...
al menos, en ese momento.

Después de la cena, miraron


un poco más de televisión, Al
bebió algunas cervezas más,
Carmen sorbió una taza de té,
y eventualmente todos
comenzaron a irse a la cama.
Los niños no se decidían a
hacerlo y Carmen esperaba
que ellos le preguntaran si
podían dormir con ella y Al;
decidió que si lo hacían, ella
y Al no podían negarse, ahora
que sabían que los niños
tenían una buena razón para
temer.
Pero no lo pidieron. Peter
tenía mucho sueño, y marchó
arrastrando los pies a su
habitación, con los ojos casi
cerrados. Stephanie preguntó
si podía quedarse despierta
en su habitación hasta que
Kelly llegara a casa. Carmen
le dijo que podía hacerlo.
Después de todo, era viernes
por la noche y no tendría que
ir al colegio al día siguiente.

Al fue a la cama primero y,


después que hubo besado a
los niños, Carmen se unió a
él.

-¿Soy yo, o las cosas parecen


estar mejor esta noche? -
preguntó ella.

-Sí. Puede ser. Un poco,


puede ser. -El era reticente a
ser demasiado optimista.

Se acurrucaron debajo de las


mantas, sin poder dormir por
un rato porque estaban
esperando que algo ocurriera.
Pero su habitación
permaneció en silencio y
calma y, eventualmente, los
dos entraron en un sueño
liviano...

Carmen se despertó a causa


de un grito que oyó tarde en
la noche. Le llevó un
momento comprender el
sentido de los gritos.
-¡Tía Carmen! ¡Tía Carmen,
por favor ayúdame, mi Dios,
querido Jesús, por favor, por
favor ayúdame!

Pasos apresurados cruzaron


la casa.

Instintivamente, Carmen se
estiró hasta su mesilla de
noche y tomó su Biblia, sobre
la cual se hallaba su rosario.

La puerta del dormitorio se


abrió de un golpe y Carmen
se sentó. Kelly quedó de pie,
levemente contorneada en la
puerta, con su habitual
camisón largo.

-¡Tía Carmen! -gritó -. !Tía


Carmen!

Carmen salió de la cama, con


la Biblia y el rosario debajo
del brazo, y fue hacia la
puerta, y preguntó: -Kelly,
¿qué sucede, cariño, qué
ocurre?

Al no despertó.

Kelly tiró sus brazos


alrededor del cuello de
Carmen, como lo hacía
cuando era una niña pequeña
y, mientras estaban
abrazadas, Carmen la llevó
hasta el pasillo y cerró
suavemente la puerta del
dormitorio.
-¿Qué sucede, cariño? -
volvió a preguntar.

-Está jugando conmigo otra


vez, tía Carm, ¡lo está
haciendo otra vez! -susurró
ella, apretando su rostro
contra el hombro de Carmen-
Estaba tirando de mi sostén
antes de que me desvistiera y
luego busqué mi rosario y la
cruz se cayó, más bien se
salió, como si la hubieran
arrancado, y luego comenzó a
tirar de mis mantas y a
tocarme y, y, y...

Carmen puso su brazo


alrededor de Kelly y
comenzó a llevarla por el
pasillo, diciendo: -Está bien,
está bien, sólo cálmate, está
bien ahora. Iremos a tu
habitación y hum... ¿que
dices si leemos la Biblia
juntas por un rato?

Y eso fue lo que hicieron.


Kelly se acurrucó debajo de
las mantas y Carmen se sentó
sobre el borde de la cama.
Junto a la lámpara de la
mesilla de noche, con
Stephanie aún bien dormida
sobre el catre a pocos metros,
Carmen comenzó a leer en
voz baja los Salmos,
esperando calmar los temores
de Kelly.

Pareció funcionar por un


rato. La habitación estaba en
calma, el único sonido era la
voz suave, casi susurrada, de
Carmen mientras leía.

-"Recuerda la palabra a Tu
servidor, con la cual me has
dado esperanza -leyó ella-
Este es mi consuelo en mi
pena, porque Tu palabra me
ha dado esperanza."

La respiración de Kelly se
volvió lenta, rítmica, sus ojos
estaban cerrados y su cuerpo
relajado.

Entonces se sentó de pronto,


empujó las mantas, con los
ojos bien abiertos, y su
cuerpo que se estremecía, sus
labios que temblaban
mientras decía: -¿Lo sientes?
¡Siéntelo, tía Carmen, viene,
viene en este momento!

Carmen se detuvo en medio


de una oración, sus palabras
se le atragantaron en la
garganta como trozos de
vidrio, pues súbitamente se
sintió hinchada de terror. Por
largo rato no pudo respirar,
como si todo el oxígeno fuera
de alguna manera extraído de
la habitación por... algo, y el
aire se volviera frío, y
existiera, sin duda, una nueva
presencia en la habitación
con ellas.

-¡Está aquí! -murmuró Kelly-


. ¡Mi Dios, Jesús querido,
está aquí

Carmen miró alrededor de la


habitación y buscó su rosario,
aferrándolo en su puño, la
Biblia se cerraba entre sus
piernas mientras recitaba
rápidamente: "Padre nuestro
que estás en los cielos
santificado sea Tu nombre",
su voz se volvió más fuerte a
medida que empezó a
sentirse más y más sofocada,
como si fuera asfixiada por
alguna fuerza invisible,
"venga a nosotros Tu reino y
hágase Tu voluntad así en la
tierra como en el cielo, danos
hoy el pan nuestro de cada
día y perdónanos nuestras
ofensas, así como nosotros
perdonamos a aquellos que
nos ofenden..." Su voz se
volvió un grito a medida que
la atmósfera de la habitación
se volvía cada vez más
opresiva y el aire se llenaba
con el hedor de basura vieja,
"...y no nos dejes caer en la
tentación, mas líbranos del
mal, amén Señor, amén
Jesús, por favor, Dios,
llévatelo de aquí

Kelly dejó escapar un suspiro


e intentó normalizar su
respiración mientras jadeaba:
-Se ha ido. Se ha ido. Tía
Carmen. Se fue.

Inmediatamente, Carmen
volvió a abrir la Biblia,
buscando los Salmos. Cuando
los encontró, comenzó a leer
con voz temblorosa:
"Regocijaos en el Señor,
quienes respetáis la ley,
porque se debe alabar a los
rectos. Alabado sea el Señor
con el harpa, cantadle con..."

-¿Sientes eso? -interrumpió


Kelly, sentándose otra vez,
con mayor desesperación que
antes. Se tiró sobre Carmen,
abrazándole los hombros.
De pronto, desde el catre
junto a la cama, una pequeña,
aguda y asustada voz gritó: -
¡Mamá! ¡Qué pasa!

Carmen comenzó a
responder, pero de improviso
se quedó sin aire como si se
lo hubieran quitado y se
empujó contra la cama a
medida que algo mojado y
resbaladizo, aunque
absolutamente invisible, pasó
junto a su brazo. Se
incorporó sobre un brazo y
observó cómo ese algo
invisible se deslizaba debajo
del camisón de Kelly y
después en forma bastante
visible aferraba y acariciaba
sus senos.

La lámpara de la mesilla de
noche, que era la única fuente
de luz en la habitación,
comenzó a parpadear
tenuemente, amenazando con
apagarse totalmente.
-¡Oh, Dios! -masculló
Carmen en cuanto Stephanie
comenzó a gritar. Carmen
inmediatamente empezó a
recitar el Padre Nuestro
nuevamente, esta vez en voz
muy alta.

-"¡Padre Nuestro que estás en


los cielos! ¡Santificado sea tu
nombre!"

Kelly comenzó a gritar: "¡Oh


Jesús, oh Dios!", a medida
que la cosa comenzaba a
moverse hacia adelante y
hacia atrás dentro de su
camisón, y le apretaba el
pecho derecho, luego el
izquierdo, una y otra vez.

-"¡Venga nosotros tu reino!


¡Hágase tu voluntad!"

Stephanie se levantó del catre


y se acurrucó junto a la cama,
abrazando las piernas de
Carmen y aún gritando.
-"¡Así en la tierra! ¡Como en
el cielo!"

Kelly comenzó a
contorsionarse sobre la cama
mientras gritaba, golpeando
la figura informe que seguía
moviéndose debajo de su
camisón, que apretaba
brutalmente sus pechos y se
introducía entre sus piernas.

-"Danos hoy el pan


nuestro..." -El rosario se
deslizó de la mano de
Carmen y ella se atragantó
con sus palabras, golpeando
su boca con sus manos
mientras veía lo que le
ocurría a su sobrina, sin
poder hacer nada para
ayudarla.

Stephanie comenzó a cantar


en voz quebrada, llorosa:
"Jesús me ama, esto ¡o sé...
porque así lo dice la Biblia...
los pequeños a él
pertenecen... son débiles pero
El es fuerte..."

Después de poner su Biblia a


un lado, Carmen estiró una
mano y palmeó la espalda de
Stephanie, diciendo en voz
baja: -Por favor cálmate,
cariño, por favor, querida,
sólo cálmate. -Con la otra
mano, buscó su rosario y
cuando lo encontró comenzó
a recitar el Ave María muy
rápidamente mientras
retiraba lentamente sus
piernas del abrazo de
Stephanie y empezaba a
moverse hacia la puerta.

-"Ave María llena eres de


gracia, el Señor es contigo,
bendita tú eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto
de tu vientre, Jesús. Santa
María, Madre de Dios, reza
por nosotros pecadores ahora
y en la hora de nuestra
muerte, amén, Santa María
llena eres de gracia, bendita
tú eres..."

Antes de que pudiera llegar


más lejos la segunda vez,
Stephanie comenzó a llorar: -
No te vayas, por favor,
mamá, ¡no te vayas!

Carmen se detuvo y dijo


rápidamente: -Cariño, tengo
que llamar al padre Hartwell,
lo necesitamos en este
mismo instante, lo
necesitamos. Así que por
favor...

La puerta del dormitorio se


abrió y Al quedó de pie en el
umbral vestido con su bata,
con los ojos abiertos, la
mandíbula caída, y preguntó
perdiendo el aliento: -¿Qué
demonios sucede? -Pero le
llevó sólo un instante ver lo
que ocurría. -¡Oh Dios! -
susurró- ¡oh Dios, oh Jesús!,
qué sucede, querido Jesús,
qué sucede...

-¡Ve y tráeme el teléfono! -


dijo Carmen con urgencia.

Volvió en un segundo con un


teléfono inalámbrico y se lo
entregó a Carmen, se
mantuvo a distancia de la
cama, donde Kelly aún
seguía siendo atacada por el
brazo invisible que se
contorsionaba y hurgaba y
aferraba debajo de su
camisón.

Con un dedo tembloroso,


Carmen marcó el número del
padre Hartwell. Ella no había
mirado el reloj pero sabía
que era tarde y supuso que
estaría dormido.

Lo estaba. Su voz se oía


gruesa y confusa cuando
contestó: -¿Hola?

-¿Padre Hartwell?
-Mm hm. Sí, soy yo.

-Le habla Carmen Snedeker,


padre, y nosotros... bueno,
está ocurriendo algo aquí
que, hum...

-¿Qué sucede, Carmen? -le


preguntó.

Ella le dijo. Las palabras


surgieron como un torrente
mientras le explicaba lo que
ocurría, lo que ocurría en ese
mismo instante, y ella le dijo
que necesitaba su ayuda
desesperadamente.

Ella esperó un largo rato


mientras el silencio se
extendía sobre la línea.
Entonces, el padre Hartwell
aclaró la voz y dijo medio
dormido: -Bueno, Carmen, le
diré algo. Siéntese con Kelly
y recen el rosario. Háganlo
una y otra vez hasta que se
haya calmado y olvidado de
todo eso y pueda dormirse.

Luego colgó el receptor.

Carmen sostuvo el teléfono


junto a su oído un momento,
su mandíbula floja de
incredulidad. Luego lo tiró al
suelo y se inclinó hacia
Kelly, sosteniendo el rosario
firmemente.

-Cariño, va a estar bien -dijo


en voz alta-. Todo va a estar
bien, Kelly. -Y entonces
comenzó rezar el rosario
como el padre Hartwell le
había indicado.

Hasta que algo intentó


quitarle el rosario de las
manos.

Ella se detuvo y miró el hilo


de las cuentas que estaba
tenso como si alguien se lo
intentara quitar.
La cosa ganó.

El rosario se rompió y las


cuentas se esparcieron en
todas direcciones sobre la
alfombra y sobre el suelo de
madera, repiqueteando contra
la madera y las paredes.

Carmen miró la masa de


cuentas a medida que
rodaban por el suelo.

-"Ave María, llena eres de


gracia" -comenzó, con voz
ronca- "el Señor es contigo."

La cosa debajo del camisón


de Kelly comenzó a
retroceder.

-"Bendita tú eres entre todas


la mujeres, y bendito es el
fruto de tu vientre, Jesús."

Se deslizó de abajo del


camisón y desapareció.
-"Santa María, Madre de
Dios, reza por nosotros
pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte."

El olor a basura podrida


había desaparecido.

Kelly dejó de gritar. Dejó de


contorsionarse sobre la cama.
Se mantuvo quieta por un
largo rato, todos lo
estuvieron, luego se sentó
lentamente.
-Tía Carmen -dijo-.
¿Debemos quedarnos aquí?

-No, cariño. No tenemos que


hacerlo.

Un poco más tarde, Al y


Kelly estaban sentados en la
mesa del comedor, sorbiendo
el té que Carmen había
preparado mientras Stephanie
tomaba una taza de chocolate
caliente.
Carmen fue al estar, encendió
la luz, y buscó la revista que
Fran le había prestado.
Cuando la encontró, revisó
las páginas hasta que
descubrió el artículo sobre
Ed y Lorraine Warren. Lo
leyó rápidamente, encontró la
dirección -en Monroe- tomó
un anotador y un lápiz, y usó
el teléfono del estar para
llamar a información
teléfonica.
El número de ellos estaba
listado y ella lo anotó.

Entonces volvió al comedor


con la revista y le mostró el
artículo a Al. Después de
haberlo revisado con
cuidado, ella dijo: -Si nuestro
sacerdote no va a ayudarnos,
tendremos que buscar a
alguien.

Después de fruncir el
entrecejo mientras leía la
revista, Al preguntó: -
¿Cuánto cobran?

-No lo sé.

-¿Cómo sabemos que


podemos confiar en ellos?
Quiero decir que es algo
bastante extraño para hacer
en la vida, cazar fantasmas y
demonios.

-Bueno tendremos que verlo


nosotros mismos, ¿no es así?
Transcurrió un largo rato,
luego él asintió, y dijo: -Está
bien, adelante, llámalos.

Con las manos temblando a


causa de los nervios, Carmen
volvió con premura hacia el
estar y telefoneó a los
Warren.

Después de un par de
segundos, una mujer muy
confundida contestó.
-¿Hola?

-¿Hablo con Lorraine


Warren?

-Mmm mmm, sí, soy yo.


¿Quién habla, por favor?

-Hum, mi nombre es Carmen


Snedeker, y leí sobre usted y
su marido en una revista, y
creo que mi familia necesita
su ayuda porque... -De
pronto, las palabras de
Carmen se derramaron
desesperadamente mientras
le explicaba a la señora
Warren lo que había ocurrido
en su casa esa noche y lo que
había estado ocurriendo
durante tantos meses. Incluso
comenzó a llorar mientras
hablaba, sin poder contener
las lágrimas.

-Cariño, cariño -dijo Lorraine


Warren, sonando más
despierta ahora-, cálmate y
escúchame. No entiendo lo
que estás diciendo, ¿está
bien, cariño? Solo cálmate un
poco.

Carmen lo intentó, inhaló


profundamente un par de
veces y reiteró algunas cosas.
Lorraine escuchó en silencio,
luego, cuando Carmen
terminó, dijo: -Está bien,
cariño, te diré lo que deberás
hacer. Si eso vuelve a ocurrir
esta noche, haz que tu marido
levante cruz o un rosario,
cualquiera de los dos, y tú di,
grítalo tan fuerte como
puedas, si lo deseas: "¡En el
nombre de Jesucristo, te
ordeno que dejes este lugar
ahora y que vuelvas al lugar
de donde saliste!" ¿Entiendes
eso?

Carmen asintió abstraída,


luego se dio cuenta de lo que
estaba haciendo y dijo: -Sí,
sí, entiendo.
-Pero escucha, eso es sólo
por esta noche, ¿está bien?
Lo haces esta noche, sigue
rezando el rosario, y todo
eso. Luego, cerca de las
nueve de la mañana, nos
llamas. Iremos a verte, ¿está
bien?

-Está bien. Yo los llamaré.

-Ahora intenta dormir, ¿está


bien? Si tienes espíritus
malignos en tu casa,
necesitas saber que viven de
la debilidad. No dormir te
hace débil, y ellos usarán eso,
créeme. Y rezaré una
plegaria por ti esta noche.

-Sí, está bien. Gracias.

-Que el Señor sea contigo,


cariño. Hasta luego.

Carmen colgó el teléfono


lentamente y lo miró por
mucho tiempo después. Las
nueve de la mañana siguiente
no podrían llegar lo
suficientemente rápido...
23

Comienza la
investigación
A la mañana siguiente,
mientras el resto intentaba
conciliar el sueño -excepto
Al, quien ya se había
despertado y llamado al
trabajo para avisar que no
iría— Carmen caminaba
junto al teléfono desde las
ocho hasta las nueve, cuando
puntualmente llamó al
número de los Warren
nuevamente.

Lorraine estaba mucho más


alerta esta vez, y Ed se puso
en la otra extensión.

Carmen volvió a contar las


cosas que le había dicho a
Lorraine a altas horas de la
madrugada, pero lo hizo con
mayor tranquilidad que antes.
Cuando hubo terminado, ella
preguntó, con un poco de
impaciencia: -¿Creen que
ello pudo ocurrir a causa de
que... bueno, como
consecuencia de que alguien
murió aquí?

Ed respondió: -Bueno, por lo


que has dicho, no parece ser
muy posible. No, no me
suena como ese tipo de
situación en absoluto. Pero
tendremos que ir y echar un
vistazo nosotros mismos
antes de hacer alguna
afirmación.

-¿Por qué lo preguntas,


querida? -inquirió Lorraine.

-Bueno... hay algo acerca de


la casa que, hum, no les dije
antes. Vean, hum... vean, fue
una funeraria.

Después de un corto silencio


Ed dijo: -¿Verdad? Una
funeraria, ¿eh? -
Permanecieron en silencio
por un momento, luego:-
¿Qué crees?

Lorraine agregó: -Bueno, es


difícil saberlo. Tendremos
que verla primero.

-Sí. Le diré algo, señora


Snedeker, nos gustaría ir a su
casa de inmediato, esta
mañana, y verla. Por
supuesto, si ustedes no tienen
inconveniente.

-¿Lo harán? ¡Oh, por favor!

-¿Por qué no nos da su


dirección y nos indica cómo
llegar allá? -preguntó él.

Carmen lo hizo, intentó


hablar despacio para que la
pudieran entender.

-Bueno, nos llevará alrededor


de una hora llegar allí -dijo
Ed cuando ella terminó-, así
que quisiera decirle algunas
cosas antes de que vayamos.
Primero, todos ustedes
deberán mantenerse juntos
desde ahora en adelante. No
se dividan, por si ocurren
nuevos ataques antes de que
lleguemos.
-Y asegúrate de tener tu
rosario contigo -agregó
Lorraine-. Lo mismo digo
para todos, si tienen
suficientes rosarios. Y recen
el Ave María y el Padre
Nuestro tan seguido como lo
deseen.

-Estaremos allí tan pronto


como sea posible, señora
Snedeker. Si no tiene
objeciones.
-No tengo ninguna objeción.
Todos estamos esperando
conocerlos pronto. Estamos...
estamos muy asustados.

-Es normal que estén


asustados, querida -dijo
Lorraine-. Sólo recuerda que
tienes el poder de Dios de tu
lado.

Apuntaron su número de
teléfono por si acaso se les
presentaba algún problema
para encontrar la casa, luego
se despidieron.

Cuando Carmen colgó, se


sentía un poco mejor... pero
sólo un poco.

Los Warren no tardaron


demasiado, aunque les
pareció mucho tiempo a Al y
a Carmen. Mientras
esperaban, habían estado
hablando sobre cómo podrían
mantener a todos juntos
cuando tuvieran que dormir
otra vez. Decidieron mudar
colchones al suelo del estar.
Todos estarían cerca
mientras dormían. Sí, no
sería tan cómodo pero, como
habían dicho los Warren,
sería más seguro si algo
ocurriera por la noche.

Cuando llegaron los Warren,


Al y Carmen eran aún los
únicos en la casa que se
encontraban despiertos. Se
inquietaron cuando vieron
que la camioneta aparcaba en
su entrada. ¿Cómo serían
esas personas? ¿Qué pasaría
si los Warren no creían su
historia?

Al y Carmen miraron por la


ventana mientras los Warren
descendían de su automóvil.

Se veían exactamente como


en las fotos de la revista.
Lorraine era alta y llevaba un
gran bolso gris colgado del
hombro. Ed era esbelto,
también, grande y de
presencia imponente, con
anchos hombros y un pecho
redondo que presionaba
contra su camisa azul. Los
dos caminaban con autoridad,
las cabezas altas a medida
que se acercaban a la casa.

Al y Carmen los recibieron


en la puerta, los invitaron a
pasar, y los condujeron al
estar, donde se sentaron en el
sillón.

Al y Carmen esperaban
entablar alguna conversación
superficial para romper el
hielo. Ese no fue el caso.

-Antes de seguir -dijo Ed


Warren, levantando una
mano grande-, nos gustaría
hacerles saber que, si
parecemos dudar de lo que
dicen, esa no es nuestra
intención en absoluto. Sólo
debemos cerciorarnos, de
toda forma posible, de que
las cosas que nos cuentan han
sido provocadas por fuerzas
sobrenaturales. Así que
deben saber que no es nada
personal, sólo es nuestro
trabajo. Es algo que debemos
hacer.

-Y otra cosa que debemos


hacer es grabar nuestra
conversación -dijo Lorraine a
medida que sacaba un
grabador de su bolso.
Levantó la vista hacia
Carmen y sonrió-. Espero que
no te importe, cariño. ¿Te
importa?

Carmen se sintió tan


reconfortada por esa sonrisa
que ella misma sonrió y se
sentó en una silla frente a su
sillón. Al parecía estar más
relajado también y se
acomodó en su silla
reclinable después de girarla
hacia ellos.

-Señora Warren -dijo


Carmen-, puede hacer lo que
crea necesario, en tanto que
nos escuchen... y ayuden.

Lorraine se inclinó hacia


adelante y palmeó la rodilla
de Carmen.

-Haremos lo que podamos,


cariño, puedes creerme. -
Luego colocó la grabadora
sobre la mesa de café y
apretó el botón para grabar.

Ed se echó hacia adelante,


juntó las manos, puso los
codos sobre sus rodillas, y
dijo: -Ahora, por qué no me
cuentan desde el principio, en
la forma que quieran,
exactamente qué ha estado
ocurriendo en esta casa.
Ambos pueden hacerlo.
Lentamente, con constancia y
mucho cuidado, Al y Carmen
expusieron a los Warren
todos los detalles de lo
ocurrido desde el principio.

Cuando terminaron, hubo un


gran silencio.

Ninguno de los Warren los


había interrumpido para
hacer comentarios o efectuar
preguntas. Carmen y Al
simplemente habían contado
su historia con sus propias
palabras, cada uno a su turno
y a veces hablando
simultáneamente. Ed y
Lorraine los observaron con
cuidado y escucharon con
interés.

-Nos gustaría hacerles un par


de preguntas -dijo Ed
finalmente. Pero lo hizo con
una sonrisa-. Uh, si no les
importa... ¿hay alguien en la
familia que beba alcohol en
exceso?

Al y Carmen se miraron.

-Al toma sus cervezas por la


tarde -dijo Carmen, sin
desviar sus ojos de los de él.

Al asintió, leve, muy


levemente.

Ella dijo: -Pero no... no como


usted dice. No. No, claro que
no.
-¿Hay alguien en la casa que
tome drogas? -preguntó Ed-,
Quiero decir, cualquier tipo
de drogas, drogas ilegales,
prescripciones, cualquier
cosa que pueda... alterar la
mente.

Otra vez se entrecruzaron las


miradas, pero esta vez fugaz
e incrédulamente. Al
comenzó a sacudir la cabeza
mientras Carmen decía: -¡No,
no, no! Quiero decir,
nosotros no... bueno,
nosotros, ciertamente, no
hemos...

-¿Qué pasa con el muchacho?


-preguntó Ed-. Stephen,
quiero decir. ¿Qué pasa con
él?

La próxima mirada entre Al y


Carmen fue larga.

-Nunca estuvimos seguros -


dijo Al-. Quiero decir, no lo
sabíamos. Estaba actuando en
forma rara, sí, pero... nunca
supimos que fuera por eso.

Ed asintió y dijo: -Está bien,


está bien. ¿Alguno tuvo
interés en lo sobrenatural?
¿Hay alguna persona en su
familia que haya usado, en
forma alguna en algún
momento, el tablero de
ouija?

Al y Carmen sacudieron la
cabeza en forma simultánea.

-No, no, de ninguna manera -


dijo Carmen.

-¿Alguno asistió a una


sesión? ¿Consultó una
médium de algún tipo?

-No, definitivamente no.

-Está bien, está bien -dijo Ed-


, eso es suficiente.
-¿Les importaría que
caminara por la casa? -
preguntó Lorraine-. Sola,
quiero decir. Yo sola.

-No, no nos importa -dijo Al.

Carmen sacudió la cabeza.

-Claro que no. -Luego sonrió


y dijo:- Puede estar
desarreglada, pero...

-Oh, eso no importa, puedes


creerme -rió Lorraine,
haciendo el comentario de
Carmen a un lado con la
mano mientras se ponía de
pie-. Eso no es lo que estoy
buscando.

-Lorraine es una médium de


trance liviano -dijo Ed-. Eso
significa que puede caminar
por una casa y sentir cosas
que otras personas no pueden
percibir. En otras palabras, si
ella recorre esta casa, puede
tener una idea de lo que
ocurre. Puede conseguir
alguna pista sobre la fuente
de nuestro problema.

-Siga adelante -dijo Al.

-Por favor -dijo Carmen-,


puedes ir adonde desees.

Lorraine les sonrió a los dos


y asintió amigablemente.

-Gracias. Volveré en poco


tiempo.

Ellos observaron de qué


manera giró y dejó la
habitación, observaron cómo
levantó su mano derecha
ligeramente y la movía hacia
adelante y hacia atrás, como
si estuviera sintiendo su
camino en la oscuridad.

Una vez que Lorraine dio


vuelta a la esquina y entró en
el pasillo, Carmen se
incorporó, giró hacia Ed y
preguntó: -Lo lamento, me
olvidé completamente, ¿le
gustaría tomar café o té?

-Es muy amable -respondió


Ed con una sonrisa-, pero por
qué no esperamos a que
Lorraine regrese.

Cada nervio en el cuerpo de


Lorraine estaba vivo y
expectante. Su mente se
hallaba abierta a cualquier
cosa, a lo que pudiera estar
en el aire, en ese pasillo o en
la próxima habitación o
abajo, a cualquier cosa que
estuviera esperando para
decirle algo.

Caminó lentamente cruzando


el comedor, sorda a los
sonidos de las voces que
conversaban suavemente en
el estar. Atravesó la cocina,
deteniéndose a cada paso,
luego entró en el pasillo,
subió y bajó por el pasillo un
par de veces luego,
descansando en la parte
superior de las escaleras por
un momento... ¿Fue eso un
cosquilleo que sintió, el más
leve rumor de... algo no muy
lejos? Y luego bajó al sótano.

Estaba más oscuro allí abajo,


incluso entonces, antes del
mediodía, y hacía más frío
también, con una ligera
humedad en el aire. Pero el
frío y la humedad eran más
profundos que lo normal; se
enroscaron alrededor de la
mente atenta de Lorraine,
indicándole que era un frío
psíquico, y que lo que
estuviera mal en la casa con
toda probabilidad estaría en
el sótano.

Ella caminó por la habitación


de Michael, con la mano aún
levantada y moviéndose
lentamente hacia adelante y
hacia atrás, unos pocos
centímetros en cada
dirección. Había carteles
sobre las paredes de figuras
deportivas, libros sobre la
mesilla de noche, incluyendo
una Biblia, y tarjetas de
béisbol y revistas de
automóviles sobre el
vestidor. No vio nada dañino,
nada peligroso, nada que
pudiera invitar al tipo de
actividad que Al y Carmen
habían descrito.
Atravesó las puertas
francesas hasta la próxima
habitación.

Algo cambió.

Ella se sintió diferente.

Una náusea familiar comenzó


a enroscarse en su estómago.

Pero, lo que fuera, aún no lo


había alcanzado.
Cruzó la habitación que había
sido una vez la de Stephen,
pestañeando al recibir
diversas sensaciones,
oscuras, amenazadoras,
indefensas sensaciones. Pero
no le estaban diciendo nada,
sólo produciéndole dolor,
entonces siguió moviéndose.

Al otro lado del pasillo de


concreto, las malas
sensaciones siguieron
oscureciéndose, hasta la
próxima habitación, en la
cual la roldana esperaba
cuerpos encajonados que
nunca volverían a ser izados,
y la fosa de sangre esperaba
los fluidos corporales que
nunca más serían volcados
por sus abruptos costados;
entonces entró en el siguiente
lugar, la habitación en la que,
sin que Lorraine lo supiera,
antes habían embalsamado
cuerpos. Fue allí, en esa
pequeña, oscura habitación,
de suelo de concreto, que
finalmente le golpeó lo que
había estado buscando, la
envolvió con brazos helados
y la sostuvo, tiesa y
congelada, en una visión
borrosa y gélida:

... cadáveres, algunos


quemados hasta estar
convertidos en figuras
negras, rígidas, de carne
calcinada... muchachos y
muchachas, hombres y
mujeres, tendidos como
después de un horrible fuego
o explosión, algún tipo de
terrible catástrofe... pero algo
peor, mucho peor, algo
mucho más horrible...

... manos, toscas manos


masculinas que se estiraban
para palpar los cadáveres,
tocar sus partes privadas en
formas horribles... dedos que
se cerraban sobre fláccidos
genitales masculinos sin
vida... penetrando las frías
partes privadas muertas de
las mujeres... bruscamente
tirando y hurgando... y peor
aun...

...risa... risa áspera, latosa...


la risa de un gozo y
excitación depravados... los
gruñidos de pasión enferma,
maligna...

Llenó su mente, cegó sus


ojos de tal forma que no
podía ver otra cosa que esa
visión horrible, enfermante:
esas imágenes
aterrorizadoras de
perversión, cosas que ella
nunca siquiera imaginó,
cosas que ni siquiera había
soñado que vería en su vida.

Pero estaban ocurriendo


frente a sus amplios,
distantes ojos que, para
cualquier otro, parecerían
estar mirando una pared
vacía.

Su mano derecha estaba


estirada, los dedos
temblaban. Su mano
izquierda se hallaba apretada
contra su pecho mientras
luchaba por respirar,
inspirando en pequeñas,
temerosas bocanadas.

Y entonces la dejó, se retiró


como manos que hubieran
estado cerradas con fuerza
sobre su garganta.

Se retiró y...

Se había ido.

Lorraine se encontró de pie


con su espalda apretada
contra la pared, su cuerpo
entero tenso, cada músculo
de cada parte de sí tenso
como la cuerda de un piano.
Se forzó a sí misma a
relajarse, bajó su brazo
derecho, sintió el dolor
lacerante de la relajación
atravesar sus músculos
tensionados. Cerró los ojos,
inspiró lenta y
profundamente, y se inclinó
débilmente contra la pared
que tenía a sus espaldas.

Sus ojos resonaron con el


ruido de la sangre fluyendo
por sus venas. Su corazón
tronó en su pecho, empujado
por el impulso de la
adrenalina que inundaba su
cuerpo entero.

Algo se arrastró sobre sus


pies.

Ella tomó una profunda y


quebrada bocanada de aire,
sus uñas rasguñando la pared.

Algo rascó su pierna debajo


de la rodilla.

Lorraine bajó la vista.


Era un hurón, delgado y
movedizo, que intentaba con
ahínco llamar su atención.

La miró, hizo un rápido


sonido con sus labios negros,
y rápidamente se pasó una
pata por sobre la cara un par
de veces.

Lorraine se sintió aliviada.


Sonrió al animal, luego rió de
sí misma, de su temor.
Cuando se agachó para
acariciar al hurón, él se
escurrió de la habitación.

Sus ojos estaban acuosos, su


visión borrosa, y se llevó
ambas manos al rostro para
secarse las lágrimas que no
había vertido. Luego se
dirigió al piso de arriba.

Al y Carmen estaban aún


conversando con Ed cuando
Lorraine volvió y Michael,
todavía confundido por el
sueño, se había unido a ellos.
El estaba durmiendo en la
cama de sus padres y, a pesar
de no haber descansado lo
suficiente, se había
levantado.

Carmen se puso de pie


apenas entró Lorraine y
preguntó nerviosa: -¿Les
gustaría tomar una taza de
té? ¿O café, quizá?

Lorraine asintió un tanto


ausente y dijo, con voz ronca:
-Té estará bien.

-Sí, yo también tomaré té -


dijo Ed, que se puso de pie.
Se acercó a Lorraine y dijo
en voz baja: -¿Qué ocurrió?

Ella sólo sacudió levemente


la cabeza.

El tomó su brazo.

-¿Quieres que hablemos


solos?

Ella asintió.

Ed se volvió hacia Al.

-¿Hay algún lugar donde


podamos hablar solos por un
minuto?

Al los llevó al dormitorio


principal, donde cerraron la
puerta y él se alejó
caminando.
-¿Qué crees que ocurre? -
Murmuró Carmen en la
cocina.

Al se encogió de hombros.

-No lo sé. Sólo querían


hablar solos por un minuto.

-Bueno, eso no puede ser


demasiado bueno... ¿no es
así? -preguntó Carmen.

Al se volvió a encoger de
hombros mientras salía para
ir al estar y mantener
ocupado a Michael, sólo por
si acaso él, como Carmen,
comenzaba a preocuparse por
lo que estaba sucediendo.

Para cuando los Warren


salieron del dormitorio, su té
estaba pronto y los esperaba
en el estar. Se sentaron juntos
en el sillón y se inclinaron
hacia adelante como si
tuvieran algo que decir. Y lo
tenían.

Después que Al y Carmen se


sentaron -Michael estaba
acostado sobre el suelo,
todavía con sueño, pero
escuchando- Ed Warren
habló.

-Las noticias no son buenas -


dijo en voz baja-. Creo que es
bastante claro con lo que
estamos tratando aquí. Es de
naturaleza demoníaca. Es
muy antiguo, muy astuto y
absolutamente, sin duda,
muy, muy malvado.

Lorraine alzó la voz


entonces, su voz
reconfortante.

-Pero podemos luchar contra


él. Y podemos ganar. -De
pronto levantó el dedo índice
y cerró los ojos.- Lo siento.
Eso no es del todo cierto.
Podemos luchar contra él si
así lo deseamos. Pero sólo
con la ayuda de Dios
podemos ganar.

Ed sorbió su té, y apoyó la


taza.

-Dejen que les explique


exactamente cómo funciona
esto -dijo-. Manifestaciones
como esta siempre ocurren
en una progresión de cinco
pasos. Primero existe un
acercamiento. Luego la
infestación, la opresión, la
posesión y, finalmente, si se
la deja llegar tan lejos, la
muerte. -Obviamente
incómodo, tomó otro sorbo
de té, luego se reclinó en el
sillón.

Continuó: -Primero, está la


etapa del acercamiento, o
permiso. Eso es cuando el
demonio de alguna manera
consigue acceder a una
persona o personas, una
familia, quizá. Por lo general,
es voluntario. Una persona
invita al demonio a entrar de
alguna forma, a lo mejor
jugando con lo sobrenatural,
tal como presenciando u
organizando una sesión o
usando un tablero de ouija, o
involucrándose en un ritual
satánico. Quizás incluso
haciendo algo aparentemente
inocente como jugando con
cartas de tarot. Otras veces,
la persona no la invita. A
veces, otra persona hace algo
que llama la atención de los
demonios a esa persona.
Nosotros creemos que éste
puede ser su caso. Creemos
que algo pudo haber sucedido
en esta casa antes de que
ustedes se

mudaran, quizá mucho antes


de que ustedes se mudaran,
que podría estar favoreciendo
la actividad.
Ed les dio un momento para
absorber esa información,
cambió su posición en el
sillón, tomó otro sorbo de té,
luego prosiguió.

-Durante la próxima etapa, la


infestación, los demonios
intentarán, literalmente, de
enloquecerlos. Provocarán
desastres en su medio
ambiente físico. Moverán
objetos, romperán cosas,
golpearán las paredes y harán
ruidos aterrorizadores. Les
mostrarán cosas, visiones,
pueden llamarlas, o lograrán
que escuchen voces que
realmente no están allí, cosas
que son absolutamente
terroríficas. Intentarán
hacerlos sentir como si
estuvieran solos en el mundo,
que nadie les cree. Los harán
pensar que están
enloqueciendo.

Ed inspiró profundamente,
echando una buena mirada a
Al y a Carmen para
investigar cómo lo estaban
recibiendo. Luego:

-Y entonces, en algún
momento, comienza la
opresión. Eso es cuando la
fuerza demoníaca cambia su
atención de desbaratar el
medio ambiente a las
personas mismas. Causará
mucho dolor. Se sabe que ha
causado parálisis, ceguera,
enfermedades mentales o
físicas. Humilla. Puede
hacerlo la víctima de juegos
sexuales enfermos y
asquerosos.

-Entonces, cuando los ha


hastiado lo suficiente...
cuando están lo
suficientemente débiles y
enfermos... cuando están en
constante terror y han
perdido toda esperanza... ahí
es cuando finalmente entra.
Allí es cuando comienza la
posesión.

Lorraine se inclinó hacia


adelante y levantó una mano.

-Pero podemos agradecer al


Señor que no ha ido tan lejos
en este caso. -Ella sonrió.- Y
el poder de nuestro Dios verá
que no lo haga.

-Podrían decir que, desde


este momento en adelante -
dijo Ed-, nosotros
actuaremos como fiscales,
tanto Lorraine como yo.
Luego llevaremos lo que
encontremos a alguien en la
iglesia y esperaremos a que
ellos decidan en nuestro
favor, que decidan hacer
algo.

-Nos gustaría volver esta


tarde -dijo Lorraine-. Si no
tienen inconveniente,
traeremos algunos de
nuestros investigadores y
asignaremos uno al menos
para que cumpla una vigilia
de veinticuatro horas aquí en
la casa.

-Quizás uno o dos de ellos -


agregó Ed-. Nos gustaría que
alguien estuviera aquí en
todo momento para grabar la
actividad que se produzca. Sé
que eso suena difícil: ya
saben, invadirá su privacidad,
y todo eso. Pero es parte del
proceso. Y... bueno,
honestamente, ya sé que todo
esto suena como una serie de
televisión o algo así, pero no
lo es. Aparentemente, por el
momento, es su vida.
Nosotros queremos
ayudarlos. Pero tienen que
dejarnos hacerlo.

Al y Carmen intercambiaron
una larga y silenciosa
mirada. Luego Al dijo: -
Necesitamos ayuda. La
necesitamos realmente. Y
queremos que hagan lo que
necesiten hacer.
24

Los
investigadores
Cuando los Warren volvieron
esa tarde, la familia estaba
reunida en la sala de estar.
Michael y Stephanie se
habían quedado en casa sin
asistir al colegio ese día,
demasiado fatigados y
preocupados aun incluso para
llegar tarde.

La camioneta se estacionó en
la entrada nuevamente y,
detrás de ella, lo hizo un
automóvil blanco. Ed y
Lorraine descendieron de la
camioneta y fueron seguidos
por otros cuatro, tres
hombres y una mujer. Cuatro
personas más se bajaron del
coche blanco y trajeron
consigo cámaras de vídeo y
equipo de grabación.

-¡Oh, Dios! -Carmen le


murmuró a Al mientras
observaban a través de la
ventana.- ¿Qué van a pensar
los vecinos?

Recibieron a los Warren en la


puerta y Lorraine dijo
jovialmente: -Realmente lo
siento, pero les advertimos
que invadiríamos su
privacidad. -Una vez adentro,

dijo:- Hemos traído nuestros


investigadores y algunas
personas para filmar cada
habitación de la casa para
que tengamos un archivo de
la disposición de los
espacios. Necesitaremos
entrevistarlos otra vez, sobre
vídeo, y obtener un archivo
completo de su historia.
-Bueno, entonces -Carmen
dijo dubitativa-, me imagino
que debemos empezar...

La casa se animó con el


sonido de las voces que
entraban y salían de cada
habitación, hombres y
mujeres con cámaras de
vídeo apoyadas sobre sus
hombros, otros que sostenían
luces, algunos que hablaban
en voz baja a pequeños
grabadores, describiendo la
casa, dando sus impresiones.

Mientras todo eso sucedía,


Ed y Lorraine entrevistaron a
Al y Carmen ante una cámara
de vídeo, pidiéndoles que
revisaran la historia íntegra
nuevamente, pero esta vez
más lentamente y entrando
en mayores detalles. Cuando
tenían algo que agregar,
Stephanie, Michael o Kelly
hablaban.
Parecía que les llevaría toda
la vida, pero para cuando el
sol desapareció y los grillos
estaban cantando afuera,
habían terminado. Aquellos
que habían descendido del
automóvil blanco con sus
equipos de vídeo y de
grabación acordaron
encontrarse con los Warren
al día siguiente, agradecieron
a Al y a Carmen por su
paciencia y les desearon que
estuvieran bien, luego se
marcharon, y los dejaron con
los Warren y tres
investigadores de sexo
masculino, a quienes apenas
habían llegado a conocer en
medio de toda la confusión.

Primero, estaba Chris


McKenna, el nieto de Ed y
Lorraine. Era un hombre
agradable, suave, físicamente
gentil, con cabello rubio y
ojos algo tristes. El estaba
fascinado con el trabajo de
sus abuelos desde niño.

John Zaffis era el sobrino de


Ed y Lorraine, un hombre
alto, delgado, con energía de
sobra; a medida que
conversaban, parecía que le
era difícil mantenerse quieto.

El último investigador era un


hombre llamado Carl
Yoblanski. El había atendido
una cantidad de las charlas
informativas de Ed y
Lorraine y había ido a sus
clases. Como John y Chris,
era un miembro de la
Sociedad de Investigaciones
Psíquicas de New England, la
organización fundada por los
Warren.

El trabajo de los
investigadores consistía en
mantener una vigilancia las
veinticuatro horas del día en
casa de los Snedeker, llevar
registros de todo lo que
sucediera, y de sus
impresiones, sus
sentimientos, y los
sentimientos de otros a su
alrededor.

John preguntó con cortesía si


podían tener algo de café y
fue a la cocina para
prepararlo.

Todos se sentaron en la sala


de estar y conversaron en voz
baja por un rato.
-Creo que es importante que
lleguemos a conocernos unos
a otros -dijo Ed-, porque, nos
guste o no, esa es la única
forma en que podremos
hacerlo. La otra forma
consistiría en no hacer nada.
Creo que es mejor si todos
nos presentamos primero, e
intentamos conocernos.

No fue fácil, por supuesto,


conocerse en un período tan
corto. Pero Kelly y Chris se
llevaron bien de inmediato.
No transcurrió mucho tiempo
antes de que los dos
estuvieran riendo como si
fueran amigos de hacía
tiempo.

Al y Carmen también
conversaron con los tres
hombres y los encontraron
amigables y hasta
condescendientes respecto de
la situación. Les dijeron a los
Snedeker que cualquier
arreglo que ellos
establecieran para dormir los
satisfaría.

-Bueno, de hecho -dijo Al-,


estábamos pensando en
mudar los colchones aquí
adentro, al suelo de la sala de
estar, para que todos estemos
juntos. El señor Warren nos
dijo que no nos dividiéramos.

-Esa es una buena idea -


agregó Lorraine-. Y pienso
que sería especialmente sabio
que nadie bajara al sótano.
Ese... no es un buen lugar.

-Por eso pensamos que


traeríamos a todos aquí
arriba -dijo Carmen,
volviéndose hacia los tres
hombres-. Así que si no les
importa estar amontonados
cuando duermen...

-En absoluto -dijo Chris.


John sacudió la cabeza y
sonrió.

-Lo que quieran hacer está


bien para nosotros.

Carl asintió en silencio con


una sonrisa para dejarles
saber que estaba de acuerdo.
El era claramente un
principiante en eso y estaba
un poco nervioso.

Ellos hablaron por un rato


más mientras la noche
transcurría, luego Ed y
Lorraine se pusieron de pie.

-Deberíamos estar en camino


-dijo Ed. Se volvió hacia los
investigadores y dijo-:
¿Ustedes quieren sacar sus
cosas del automóvil ahora?

Los tres hombres salieron


para ir al coche que estaba
afuera.
Ed miró a Al y a Carmen y
dijo: -Déjenos saber cómo les
fue la primera noche. Tienen
nuestro número. Sé que, a
veces, surgen conflictos de
personalidad, y eso hace que
las cosas sean difíciles. Si
ese es el caso, por favor,
dígannos. Pero espero que
pongan todo el esfuerzo para
trabajar con ellos. Están aquí
para ayudar. Juntos,
llegaremos al fondo de esto,
luego consultaremos a la
iglesia.

Al y Carmen se despidieron
de los Warren, quienes los
dejaron con sus nuevos
huéspedes, los tres hombres
cuyo trabajo era encontrar lo
que andaba mal.
25

Demonios bajo
control
Las semanas siguientes
constituyeron un infierno
viviente, no sólo para los
Snedeker sino también para
los investigadores.

Era casi como si las fuerzas


que se movían de modo
invisible a través de la casa
no aceptaran hallarse bajo
estricta vigilancia por tres
extraños. Parecían enfadadas.
Más que nunca antes, esas
fuerzas comenzaron a
mostrar su poder y algo más.

Una noche, Al se retiró a


dormir antes que Carmen. Se
acostó en uno de los tantos
colchones esparcidos
alrededor del suelo del estar.

Peter y Stephanie ya estaban


profundamente dormidos en
sus rincones respectivos,
acurrucados debajo de
sábanas y mantas, sus
cabezas descansaban sobre
sus almohadas. John se había
mantenido despierto durante
casi veinte horas y en ese
momento roncaba
suavemente en el suelo frente
al sillón.

Carmen y Kelly hablaban en


voz baja con Chris y Carl en
el comedor cuando Al
finalmente se acomodó bajo
las frazadas. Había bebido
quizá demasiado y se sentía
pesado y fatigado. No pasó
mucho tiempo antes de que
sus párpados comenzaran a
caer pesadamente, y su
respiración se volviera
demasiado lenta.

Entonces de pronto se
despertó y miró, con ojos
bien abiertos, el techo por un
largo rato. Luego recomenzó
el proceso de irse a dormir...

Se volvió a despertar. Pero,


entonces, giró sobre su
costado e intentó ponerse tan
cómodo como le fuera
posible.
Volvió a comenzar a alejarse
nuevamente... a medias
dormido y parcialmente
despierto... y ahí fue cuando
le vino...

Puntos de luz blanca azulada


bailaban y giraban detrás de
sus párpados cerrados. Se
comenzaron a juntar a
medida que se acercaban más
y más... más y más grandes...
y comenzaron a formar una
figura...
Parcialmente dormido, Al se
acostó de espaldas otra vez y
abrió los ojos, pensando que
quizás estuviera
experimentando algún efecto
negativo por tomar
demasiada cerveza. Ese, de
todas maneras, no era el caso.

Cuando abrió los ojos,


esperaba ver el techo pero, en
cambio, las luces giratorias y
danzantes que parecían
acercarse más y más no se
habían ido. Incluso con los
ojos abiertos, las vio contra
un fondo negro, no contra el
techo que sabía que se
hallaba encima de él.

Mientras miraba sorprendido,


las luces se acercaban más y
más, lentamente, y formaban
una figura... una figura muy
familiar... una figura que
rápidamente cayó hacia su
rostro... la figura de Cristo
sobre la cruz... pero ese
Cristo no era como el de las
imágenes ya conocidas por
él... ese Cristo tenía un rostro
terriblemente mutilado...
doblado en una máscara
deforme, horrible de dolor...
los ojos que asomaban de sus
órbitas... la lengua hinchada
que emergía de los labios
gruesos, partidos, que
comenzaron a hablarle:

"Yo no puedo ayudarte,


Alien... nada puedo hacer...
estoy muerto... ¿me
entiendes?"

La figura de Cristo se acercó


más y más.

¡Yo... estoy... MUERTO! ¡Ya


no SOY!"

Se acercó más y más hasta


que Al pudo oler su aliento
fétido, hasta que pensó que
podía sentir sobre su rostro
esa gruesa lengua que
sobresalía...

"¡Yo no puedo
ESCUCHARTE, Al! ¡Yo no
puedo AYUDARTE, Al!
¿Yo... NO... ESTOY AQUI!

Entonces la figura hedionda,


sangrienta, del Cristo
monstruoso cayó sobre él,...

Al se sentó gritando una y


otra vez.
John se incorporó y se acercó
a Al.

-¿Qué sucede? -le preguntó


casi sin aliento-. ¿Qué
sucede, Al, qué tienes?

Los brazos de Al se elevaron


hacia el techo, -i Jesús! ¡Era
Jesús! ¡El vino a mí! El dijo
que no podía ayudarme!
¡Dijo que El estaba muerto!
¡Dijo que no estaba aquí! -Al
intentó recobrar la
respiración y su cuerpo
entero tembló de pánico.

John posó una mano


firmemente sobre el hombro
de Al.

-Está bien, Al, era sólo algo


que el demonio quería que
vieras, eso es todo, sólo algo
para que pierdas el coraje.

Mientras John hablaba, los


otros corrieron desde el
comedor y se juntaron
alrededor de Al, preocupados
después de oír sus gritos.

-Está bien -dijo John-. Esto


va a ocurrir. Este es el tipo de
cosas que va a hacer. Quiere
asustarlos. A todos ustedes.
Quiere que dejen su fe de
lado. Quiere descorazonarlos.
Pero, créanme, no pueden
dejar que lo consiga.

Al se había calmado bastante


entonces. Se volvió hacia
John y dijo: -Yo estoy bien,
ahora. Es verdad. Estoy bien.

Mientras John buscaba su


archivo para registrar el
incidente, Carmen se sentó
junto a Al.

-¿Estás seguro de que estás


bien? -murmuró, poniendo un
brazo a su alrededor y
sosteneniéndolo junto a su
cuerpo.
-Sí, estoy bien ahora. Yo
sólo... yo sólo espero que no
vuelva a ocurrir. Eso fue... -
Sacudió la cabeza e inspiró
profundamente- realmente
horrible. Puedes creerme.

-¿Quieres que me quede


contigo hasta que te
duermas?

-¿Te importaría?

-Claro que no, cariño, claro


que no.

Así que eso fue lo que


Carmen hizo. Acarició su
cabello y le habló con voz
suave hasta que se durmió,
hasta que parecía que ya nada
más le sería mostrado por
aquella fuerza que operaba en
su casa.

Un par de semanas más tarde,


Al y Carmen estaban
sentados en los escalones del
porche juntos, disfrutando la
noche cálida del verano. Era
tarde y Kelly y los niños
dormían.

Adentro, los tres


investigadores se
encontraban despiertos,
hablando en voz baja y
cuidando a los que dormían.

Al y Carmen conversaban
suavemente, disfrutando un
raro momento de privacidad.
-Las cosas han sido difíciles -
dijo Al, colocando su brazo
alrededor de ella y
sosteniéndola junto a su
cuerpo.

-No me lo digas -rió Carmen,


apoyando la cabeza sobre su
hombro.

-Lo superaremos -dijo él.


Luego agregó en voz baja-:
Al menos, eso espero.
-Oh, lo haremos. Lo sé. Sólo
me molesta todo lo que
aparentemente debemos
soportar antes de superarlo.

-Sí, sé a qué te refieres.

A lo largo de las semanas


anteriores, ellos habían
dejado saber a sus amigos y
parientes -lo más suavemente
que les fue posible, pero con
suficiente firmeza para
transmitir la información sin
entrar en los terribles
detalles- que no sería una
buena idea que los visitaran,
al menos por un tiempo.
Como resultado, recibieron
una cantidad de llamadas
telefónicas de sus amigos y
familiares preocupados
preguntando qué ocurría, si
alguien estaba enfermo, si se
hallaban en medio de una
crisis conyugal.

Al y Carmen decidieron
contarles sólo a aquellos que
seleccionaron lo que estaba
ocurriendo. Le dijeron a la
familia de Al, a la hermana
de Carmen, Vicki, y a su
vecina, Fran, quien no se
sorprendió en absoluto ni se
mostró escéptica. Carmen le
explicó que había llamado a
los Warren y que sus
investigadores se estaban
quedando en la casa.

Estaban disfrutando un
momento de privacidad en el
porche, Al bebía una cerveza,
Carmen sorbía un té y
fumaba un cigarrilllo. Decían
poco, sólo se sentaban cerca
el uno del otro, apenas
escuchaban las voces de los
investigadores en la casa,
disfrutando un momento, la
sensación de estar solos y
cerca el uno del otro.

De pronto, la taza de té de
Carmen se cayó de su mano.
Se estrelló dos escalones
debajo de ellos y el té
caliente salpicó sus pies.

Al pestañeó ante el sonido,


asustado, pero Carmen no se
movió, no reaccionó en lo
más mínimo.

-¿Carmen? -dijo Al en voz


baja.

Seguido, el cigarrillo cayó de


entre sus dedos y rodó por los
escalones, su brasa roja
brillaba con un rojo más
brillante a medida que rodaba
más lejos de la luz de la
entrada y se perdía en la
oscuridad de la noche.

Carmen cayó hacia atrás


sobre los escalones con un
quejido, como si hubiera sido
empujada por manos
invisibles. Sus piernas
patearon. Su boca se abrió y
permitió que saliera su
lengua rígida, mientras sus
brazos se enderezaban y sus
dedos se curvaban para
convertirse en firmes garras.

-¡Oh, Jesús querido, Carm! -


gritó Al, inclinándose hacia
ella mientras dejaba caer la
botella de cerveza. La botella
también se rompió y la
espumante cerveza siseó
derramándose por los
escalones.
Con los ojos inmensamente
abiertos, la garganta de
Carmen comenzó a
oscurecerse paulatinamente,
hincharse lentamente para
convertirse en un tremendo
globo, protuberante, de carne,
como la garganta de un sapo.

Al gritó: -¡Oh, Dios mío,


vengan aquí afuera ahora!

La puerta principal se abrió y


Chris, John y Carl salieron
corriendo de la casa mientras
los miembros rígidos,
temblorosos, de Carmen se
relajaban, y ella dejaba
escapar una espiración, larga
y sonora...

Por un momento -aunque


muy corto- Carmen pudo
escuchar las voces a su
alrededor. Pero ellas se
desdibujaron rápidamente,
alejándose de ella, lejos,
lejos de ella, hasta que no
pudo escucharlas más... Ella
estaba en otro lugar, en un
lugar oscuro, frío, tan oscuro
que no podía ver nada, tan
irreal y soñado que no podía
sentir nada.

Donde mirara, Carmen sólo


veía oscuridad, una oscuridad
tan densa y opresiva que era
casi tangible. No había
nada... nada a su alrededor...
nada para ver... nada para
tocar... nada.
Y entonces levantó la vista.

Lejos, lejos sobre ella había


un círculo de tenues,
enfermantes luces rojizas, y
se dio cuenta de que estaba
en el fondo de un agujero
muy hondo. Mientras miraba
ese círculo de luz, alto sobre
ella, dos rostros aparecieron.

Una era masculino, el otro


femenino, ambos muy
pálidos, con cabello negro,
fibroso. Sus bocas estaban
partidas por amplias sonrisas
simultáneamente, revelando
delgados dientes grises por el
proceso de descomposición y
separados por finos espacios
plateados.

-¡Hembra miserable! -gritó el


hombre, y su voz flemosa
retumbó en la oscuridad.

-¡Tú, estúpida perra! -escupió


la mujer.
Carmen se acurrucó en la
oscuridad, e intentó
esconderse de sus insultos
mientras continuaban
vomitándole sus
imprecaciones, a llamarla
con nombres odiosos y a
reírse de su temor.

-¿Crees que hay algo que


puedas hacer contra
nosotros? -preguntó el
hombre.
-¿Crees que tienes un Dios
más poderoso que lo que
somos nosotros? -rió la
mujer-. ¡Tu Dios es débil!

-¡Un marica!

-¡Tu Dios es un marica


chupapenes y no te ayudará
ahora!

-¡Tú nos perteneces! ¡Tu


alma es nuestra!
Sus voces resonaron en
medio de las tinieblas que
rodeaban a Carmen y su
saliva llovió sobre ella. Sus
palabras cavaron en ella
repulsivas fauces, inmundas,
filosas.

Al y los tres investigadores


se inclinaron sobre Carmen,
escuchando mientras
mascullaba y murmuraba por
su garganta hinchada,
magullada: -Sa.. San... Santa
Ma... María, madre de...
Dios, reza por nosotros
pecadores, a... hora y en la
hora de nuestra muerte,
amén...

Mientras Al comenzaba a
sollozar, ellos levantaron a
Carm de los escalones del
porche y la llevaron adentro
de la casa.

Los rostros que miraban


socarronamente desde el
borde del pozo siguieron
escupiendo sus insultos
obscenos y maldiciones
blasfemas a Carmen,
siguieron insultando a su
Dios y a su familia, siguieron
recordándole que ellos y sus
millones eran mucho más
poderosos que ella, o
cualquiera en su familia, para
resistir o vencer.

Y entonces de pronto,
horriblemente, esos rostros
comenzaron a acercarse y a
volverse más y más grandes,
sus sonrisas crecían más
anchas, más grandes, y sus
dientes grotescos, pútridos,
se volvían más y más
definidos a medida que
Carmen era de alguna manera
levantada del fondo del
profundo y angosto foso,
levantada más y más cerca de
la abertura, hacia esos
rostros, esos horribles,
delgados, pálidos rostros con
su enfermas sonrisas y sus
ojos cadavéricos que
observaban a medida que ella
se elevaba más y más alto
hasta que sus pies estaban
plantados firmemente en el
suelo con el pozo (pensó ella)
directamente detrás. Pero
entonces giró lentamente y
miró el suelo, no había nada
allí. Sólo tierra dura, reseca,
con grietas oscuras, anchas,
que partían en todas
direcciones, como
relámpagos que habían sido
cosidos unos a otros.

Sus torturadores no se veían


por ningún lado.
Aparentemente habían
desaparecido.

Cuando miró hacia adelante,


Carmen se dio cuenta de que
estaba sobre un camino... un
largo camino hecho de tierra
seca, partida. Había tan poca
luz, como si fuera de noche...
y, sin embargo, no era
exactamente como si fuera de
noche.

Carmen tiró su cabeza hacia


atrás y levantó la vista para
ver un cielo lleno de
malignas nubes oscuras que
corrían aceleradamente.

Pero había una luz que


provenía de algún lado... una
enfermiza, cancerígena luz
que iluminaba a ambos lados
del camino.

Carmen no miró. Ella temía


mirar. Comenzó a caminar,
lentamente al principio,
cojeando un poco a causa de
su temor y a la fatiga
temblorosa que la arrasaba.

Luego apresuró el paso, sus


pies crujían sobre el camino
roto mientras comenzaba a
llorar en silencio, lágrimas
que rodaban calientes por sus
mejillas mientras se
preguntaba dónde estaba y
qué habían hecho de su
marido, su familia, su casa...
y se preguntaba que había
sucedido con ella.

Más adelante, el camino se


angostaba hasta volverse la
punta de una aguja en la
distancia. Parecía estrecharse
para siempre, tan lejos como
podía ver y más aun, las
grietas aserradas se
convertían en memoria visual
lejos, lejos en la oscuridad.

Su pecho comenzó a
tensionarse con el pánico en
cuanto comenzó a darse
cuenta de que estaba lejos,
muy lejos de casa... como
Alicia en El País de las
Maravillas... estaba en un
lugar aterrorizador, un lugar
extraño, y era muy real... y
no tenía idea de cómo
retornaría.
Ella siguió caminando, sus
hombros le dolían de tensión
y su pecho retumbaba de
temor.

Al y los tres investigadores


acostaron a Carmen en uno
de los colchones del estar.

-Jesucristo, ¿que le está


sucediendo? -carraspeó Al,
con sus ojos llenos de
lágrimas.
-Está siendo atacada -dijo
John.

-¿Pero no deberíamos llamar


a un doctor o una
ambulancia? -preguntó Al-.
Quiero decir, por Dios, se ve
como si estuviera enferma,
¡como si se estuviera
muriendo!

-Tiene un mal -dijo Chris,


inclinándose sobre ella-. Ella
es atacada por la fuerza
demoníaca que actúa en esta
casa. Conocemos estos casos,
lo hemos visto antes.

-Sí, Al, lo hemos visto -dijo


John para reasegurarlo-. Un
doctor no encontraría nada.
De hecho, puede haber
desaparecido cuando estemos
frente al médico. Mira,
¿dónde hay uno de esos
rosarios?

-Bueno, creo que hay uno,


hum... -Al miró a su
alrededor hasta que descubrió
uno sobre el televisor y lo
tomó, luego se apresuró por
volver, alcanzándoselo a
John.

-No, no -dijo John- Es para ti.


Sosténlo y reza el Ave María
y el Padre Nuestro.

-Y sigue rezándolos -dijo


Chris con firmeza-, hasta que
hayamos terminado. -Luego
miró a John y a Carl y dijo:-
Tendremos que hacer la
invocación y seguir
haciéndola hasta que esto
concluya.

Los otros dos asintieron.

-¡Oh, Jesús querido!, ¿se


encuentra mal, no es así?

-Nada que Dios no pueda


solucionar -dijo Chris para
confirmarlo. Y entonces,
mientras Al comenzaba a
recitar el Ave María, los tres
investigadores empezaron a
decir juntos: -¡En nombre de
Jesucristo! ¡Te ordenamos
que dejes este sitio! ¡Que
vuelvas al lugar de donde
saliste! ¡En nombre de
Jesucristo!

Al se arrodilló junto a la
cabeza de Carmen mientras
su garganta continuaba
poniéndose oscura e
inflamada, y los tres hombres
repetían la invocación. El
puso una mano sobre el
hombro de ella y aferró el
rosario en la otra mano
mientras decía el Ave María
y el Padre Nuestro casi
gritando, y Chris, John y Cari
seguían invocando el nombre
de Cristo.

Carmen, sin aliento,


caminaba por el interminable
camino. Finalmente,
comenzó a mirar a su derecha
e izquierda el paisaje que la
rodeaba.

Lo primero que notó fueron


las cruces... cruces enormes,
de madera tosca, plantadas
firmemente en el suelo...
puestas a la inversa... se
extendían en ambas
direcciones hasta donde le
daba la vista.

Alrededor de esas cruces,


contorsionándose hacia
arriba, saliendo de la tierra,
había manchas negras,
informes, que parecían estar
intentando, sin éxito,
emerger de la dura tierra
partida y librarse.

Melladas agujas de luz


surcaban silenciosas las
negras nubes que atravesaban
el cielo, y de pronto, sin salir
de ninguna parte en especial
pero de todos lados a su
alrededor, una profunda y
aguardentosa voz, el sonido,
pensó Carmen, de la
enfermedad, le habló:

-Son almas, Carmen... almas


perdidas que ahora nos
pertenecen... a mí... de igual
forma que tú me perteneces...
como tú y todos los de tu
familia me pertenecen...

Carmen se detuvo sobre el


camino y gritó tan fuerte
como podía, rezándole a Dios
que alguien la escuchara, que
alguien la encontrara y
ayudara.

Cuando Al escuchó a Carmen


emitiendo pequeños sonidos
estrangulados dentro de su
garganta, se detuvo en medio
de un Padre Nuestro y se
inclinó hacia ella: -Carmen,
cariño, ¿qué sucede? ¿Qué
ocurre?
Chris, John y Carl habían
estado invocando a Cristo
una y otra vez y, de pronto,
Chris levantó la voz y dijo: -
Ella no está aquí, Al, no está
con nosotros, sólo sigue
rezando y sigue...

Depués de oír eso, Al dijo


con gran determinación en el
oído de Carmen: -¿Adonde
estás, Carmen, cariño, dónde
estás?
Cuando ella comenzó a
responder, los tres
investigadores detuvieron su
invocación y escucharon.

-Oscuro -carraspeó ella, se le


juntaba saliva en las
comisuras de la boca-. Lugar
oscuro... en un... lugar... en
un lugar oscuro -dijo ella,
forzando las palabras para
que surgieran de su pecho y
pasaran por su garganta.
-¿Oh Dios, dónde se
encuentra? -gritó Al,
levantando la vista hacia los
tres hombres.

-La tiene -dijo John-, y


nosotros debemos traerla de
vuelta.

Inmediatamente, levantaron
sus voces mientras
continuaban su invocación, y,
después de un rato largo, Al
terminó el Padre Nuestro y
siguió con el Ave María.

Carmen siguió gritando y


cayó de rodillas mientras
miraba las almas a su
alrededor... todas aquellas
almas negras,
atrapadas...sintiéndose
oprimida y ahogada por su
necesidad de liberarse, por su
deseo de zafarse de lo que
fuera que había traído a cada
una a ese lugar...
La voz que parecía venir de
todos lados, la flemosa,
asquerosa voz, que parecía
surgir del fondo del agujero
más profundo del infierno
comenzó a reír. Su risa era
profunda y rasposa y llena de
gozo maligno, decadente.

Carmen se llevó las manos al


rostro y gritó una vez más,
sin poder tolerar la risa
encima del sentimiento
claustrofóbico que le traían
las negras, tumorosas almas,
que se contorsionaban desde
el suelo yermo.

Después de una corta


eternidad, la risa comenzó a
desaparecer y, junto con ella,
el sentimiento de opresión.

Lentamente... muy
lentamente... Carmen
comenzó a sacarse las manos
del rostro.
Sus ojos se abrieron y
divisaron turbiamente a Al,
cuyo rostro preocupado
flotaba sobre ella y sus labios
formaban una línea recta,
tensa.

-¿Carm? -murmuró con voz


ronca-. Oh, Jesús querido,
¿Carm?

-Al -susurró ella, estirándose


para tomar su mano. Se
aferró a su mano con fuerza,
como si Al fuera alejado de
ella.

De pronto, ella vio a Chris,


John y Carl arrodillados a su
lado, todos ellos sonriendo
mientras John decía: -Gracias
a Dios -y Cari agregaba-:
Amén -Chris sólo sonreía con
tanta intensidad que podía
concluir en una explosión de
risa en cualquier momento.

-Has vuelto -dijo Chris


finalmente.

-Sí, eso creo -murmuró


Carmen.

Casi dos horas después,


Carmen estaba durmiendo
inquieta al lado de Al sobre
el colchón. Chris, John y Carl
hablaban en voz baja
tomando café en el comedor.

Al estaba apoyado sobre un


costado, con sólo la parte
inferior de su pijama y una
bata, observando a Carmen
mientras dormía. Su frente se
hallaba arrugada a causa de
la preocupación, el temor y la
confusión.

Carmen daba vueltas hacia


ambos lados mientras
dormía, sus ojos permanecían
apretados juntos debajo de su
ceño pronunciado.

El rezó en silencio, sin


quitarle los ojos de encima,
aliviado de que Kelly y los
niños no hubieran
presenciado lo ocurrido.

Y entonces, el cuerpo de
Carmen se puso rígido y su
espalda se arqueó como si
estuviera atravesando una
agonía silenciosa. Una vez
más, su garganta comenzó a
hincharse y a oscurecerse,
volviéndose de un color
púrpura oscuro.
Al se sentó, aferrando su
hombro, gritando: -¡Está
volviendo a ocurrir, vengan
aquí, está volviendo a
ocurrir, oh Jesús, Jesucristo!

Se oyeron pasos apresurados


por el corredor, entraron en
el estar y los investigadores
se apresuraron por llegar a
los colchones en los que se
encontraban Al y Carmen.

John tenía un crucifijo en su


mano y lo sostenía frente a él
mientras decía en voz alta,
con autoridad: -En nombre de
Jesucristo, te ordeno que
dejes este lugar...

Chris y Carl rápidamente se


unieron a él, repitiendo las
palabras juntos.

La cabeza de Carmen se
volcó hacia atrás. Sus ojos se
abrieron para revelar sólo el
blanco brillante de los globos
oculares, mientras gorjeaba y
se ahogaba, sus brazos y
piernas comenzaron a
sacudirse y a convulsionarse
violentamente.

Al se puso de pie
repentinamente, los puños
cerrados a ambos costados,
los dientes apretados, y gruñó
furiosamente: -¡Maldición,
yo soy más fuerte de lo que
ella es! ¡Ven a mí, hijo de
perra, házmelo a mí..A
Los tres hombres se callaron
de inmediato y se volvieron
hacia Al. Chris gritó: -¡Al, no
digas eso! -y Carl tomó a Al
por el brazo y gritó-:
¡Deténte! -mientras John
cayó de rodillas a los pies de
Carmen y siguió la
invocación solo, casi
gritando ahora, sosteniendo
aún la cruz al frente de
Carmen como si fuera un
arma.
Pero Al los ignoró.

-¡Ven a mí, maldición! -


continuó-. Yo lucharé
contigo, maldito hijo de
perra, hijo de...

Las palabras de Al se helaron


en su garganta tan aguda y
repentinamente como espinas
de pescado, atragantándose
allí mientras comenzaba a
emitir un gorjeo
estrangulado. Sus ojos se
agrandaron y agrandaron, su
rostro perdió el color,
dejándolo de un color
enfermizo, pálido.

Entonces fue tumbado sobre


el colchón como impulsado
por unos brazos poderosos,
aunque invisibles, y aterrizó
con un gruñido estrangulado.

-Oh, Dios querido -se quejó


Carl.
Al aterrizó sobre pies y
manos, la cabeza le caía
hacia adelante débilmente.

Los movimientos erráticos de


Carmen comenzaron a
calmarse. La hinchazón y
oscurecimiento de su
garganta comenzó a
desvanecerse a medida que la
condición de Al parecía
empeorar.

John siguió invocando el


nombre de Cristo a toda voz,
su frente brillaba con gotas
de transpiración.

Mientras Chris y Carl


miraban, el dobladillo de la
bata de Al fue tirado con
fuerza por sobre su cabeza y
la banda elástica de los
pantalones de su pijama fue
arrancada mientras era jalado
hacia abajo violentamente,
mostrando su trasero
desnudo.
Al gritó, su voz tan alta y
aguda que sonaba como la de
una mujer y su cuerpo entero
comenzó a moverse como si
algo se estuviera
introduciendo en él una y
otra vez. Sus gritos
continuaron, gritos llenos de
dolor, de horror.

Carmen comenzó a moverse.


Abrió sus ojos y parpadeó un
par de veces mientras se
sentaba.
-¿Qué sucede? -preguntó ella,
volviéndose hacia Al-. ¡Oh,
Dios mío!, ¿qué le está
sucediendo?

John detuvo la invocación y


tomó una larga inspiración.
Entonces, su voz ronca, dijo:
-Está siendo atacado... como
tú lo fuiste... hace sólo pocos
segundos.

Por un largo momento, todos


miraron a Al, sorprendidos e
indefensos, sabiendo
exactamente qué era lo que le
estaba ocurriendo.

-¡Oh, Dios! -gritó Carmen,


que lloraba. Ella se movió
hacia Al y puso un brazo
alrededor de sus hombros
mientras él siguió gritando
en forma aguda una y otra
vez, un sonido que resultaba
totalmente extraño para
Carmen al emerger de su
musculoso y fornido marido.
Ella miró sobre su hombro y
gritó a los demás-: ¡Hagan
algo! ¡Para eso están aquí,
maldición! ¡Hagan algo!

Pero sus plegarias no


tuvieron efecto. Cuando hubo
terminado, Carmen se
acurrucó junto a Al y lo
sostuvo próximo a su cuerpo.

-¡Oh, mi Dios!, cariño, lo


siento, siento tanto que hayas
tenido que pasar por eso.
Como ella ya había sufrido
esa experiencia suponía lo
humillado que se sentiría Al,
recordaba cuán indefensa se
había sentido mientras era
violada; le dolía el corazón
de saber que Al había pasado
por la misma humillante
tortura.

Había transcurrido otra noche


en esa casa en la que, de
alguna manera, se había
trazado una línea hacia el
infierno.

Al, Carmen y Kelly no eran


los únicos que habían sido
asediados por la entidad que
eligió la casa aunque, por
alguna razón, demostró poco
interés por los niños
menores; durante su estadía
los tres investigadores fueron
asaltados en una u otra
forma. Ellos fueron
atormentados en sus sueños
tanto como pinchados,
picados y golpeados una y
otra vez a través del día y de
la noche. Diversos objetos
continuaron moviéndose
alrededor de la casa,
aparentemente por sí
mismos, casi como si
tuvieran vida independiente.

Temprano, una noche,


después de que Al llegó a su
casa del trabajo, todos
cenaron afuera, estilo
campestre. Cuando entraron,
Carl fue el primero en notar
que algo extraño estaba
ocurriendo en el estar. Llamó
a los otros investigadores y,
naturalmente, los demás los
siguieron.

Cada uno de los colchones


que se hallaban sobre el suelo
respiraba. El del medio se
hinchaba lentamente, como si
estuviera inspirando, luego se
relajaba y se nivelaba.
Ed y Lorraine los visitaban
con frecuencia y se quedaban
unas horas, testimoniando
por sí mismos muchos de los
incidentes que los
investigadores habían visto
desde un principio.

Ellos observaron algunos de


los ataques; aspiraron los
olores y vieron los
movimientos apenas fuera
del radio de la vista,
movimientos aparentemente
causados por la nada.

Durante una de sus visitas,


escucharon un fuerte ruido
metálico que parecía
provenir de la habitación
principal. Al estaba
trabajando, los niños se
encontraban afuera, y Carl y
John descansaban en el estar,
así que Ed y Lorraine,
Carmen, Kelly y Chris
caminaron con cautela por el
pasillo y entraron en el
dormitorio. Carmen y Kelly
sostenían cada una un rosario
mientras que Ed y Chris
llevaban crucifijos.

En el dormitorio, el sonido
era mucho más fuerte y
ocurría debajo de sus pies, el
suelo de madera vibraba
levemente. Todos se
detuvieron apenas dentro de
la habitación.

Finalmente, Lorraine dio un


paso al frente y puso su mano
ligeramente sobre el pie de la
cama.

-Es mucho peor aquí -dijo en


voz baja.

-¿De dónde viene? -preguntó


Ed, moviéndose a través de la
habitación lentamente.

Lorraine levantó su mano


derecha al frente como lo
había hecho en su primera
visita a la casa y cerró los
ojos.

-No viene de aquí adentro -


murmuró ella-. Es de algún
otro lugar.

-Oh, Dios -dijo Carmen-,


suena como una polea... el
aparato para levantar
cadáveres del sótano. Se
encuentra justo debajo de
esta habitación. En realidad...
está justo debajo de la cama.
De pronto, entendieron de
qué se trataba el ruido; el
traqueteo metálico
representaba el que podía
hacer una roldana de cadena,
como la que se encontraba en
el frío, húmedo sótano de
abajo.

Salieron por la puerta trasera


del dormitorio que daba al
sótano. Cuando estaban en la
mitad de la escalera, el
traqueteo se detuvo
abruptamente.

En el sótano, encontraron la
pesada cadena
bamboleándose levemente,
los eslabones sonando con
mucha suavidad.

No fue la última vez que


ocurrió aquello, ni el último
de muchos acontecimientos
extraños que testimoniarían
Ed y Lorraine.
Durante otra visita, Lorraine
fue envuelta por otra
aterradora visión, no muy
diferente de la que había
padecido la primera vez que
caminó por la casa.

Ella estaba de pie en la cima


de las escaleras, cerca del
cuarto de baño, mirando
dentro de la habitación que se
hallaba debajo, a punto de
descender hacia el sótano -la
parte de la casa que los
Snedeker ahora se rehusaban
visitar- cuando comenzó.
Eran tan vivido e inesperado
que, por un momento, ella no
estaba ni siquiera consciente
de que era una visión -hasta
que tomó conciencia de que
no podía moverse, y de que
se hallaba paralizada.

Un hombre apareció al pie de


las escaleras. Simplemente
apareció, como si saliera del
aire a su alrededor. Usaba
una sucia camiseta y un par
de pantalones bolsudos,
demasiados largos para su
estatura, que habrían sido de
color beige pero que ahora
estaban tan manchados y
sucios que parecían de color
marrón. Los ruedos
descosidos se juntaban
alrededor de sus pies, sobre
los cuales usaba sucias
medias blancas. Su abdomen
redondo, caído, empujaba
contra la camiseta y colgaba
sobre la cintura de sus
pantalones, con una leve
sombra que llenaba el
enorme hueco formado por
su ombligo. Su cabello era
negro y nudoso y caía hasta
sus hombros; en la parte
superior de la cabeza tenía
una calvicie incipiente y su
pálido cuero cabelludo se
transparentaba entre
mechones de cabello. Debajo
de su brazo izquierdo había
un par de botas de trabajo
marrones. Con los dedos
cortos de sus gordas manos
se estaba levantando y
asegurando los manchados
pantalones. Su aliento era
entrecortado, con bocanadas
silbantes, como si hubiera
hecho un gran esfuerzo.

El hombre levantó la vista


con sus ojos acuosos,
inyectados en sangre, los
clavó en los de Lorraine, que
estaban muy abiertos y
asustados. El sonrió,
mostrando sus dientes rotos y
descoloridos. Sus labios eran
gordos, gruesos y partidos, y
su lengua brillosa se deslizó
sobre ellos para
humedecerlos y comenzó a
subir lentamente por las
escaleras.

-Hermosos cuerpos -dijo, su


voz baja y flemosa, húmeda y
gutural-. Hermosos cuerpos
fríos. Fríos, firmes cuerpos.
Tomó un paso después de
otro, acercándose y
acercándose...

-No se mueven cuando los


tocas. No pelean cuando los
sostienes o lames. -Rió.

...más y más cerca, paso tras


paso...

-Puedes hacer lo que quieres


con ellos -rió cuando llegó a
la cima de las escaleras. Se
estiró para tomar la mano de
Lorraine, y dijo-: Vamos, te
mostraré. Si quieres, puedes
mirarme. ¿Ves? Estoy
preparado nuevamente. -Se
volvió a reír mientras dejaba
caer las botas de debajo del
brazo y se llevaba la mano a
la bragueta.

Lorraine bajó la vista y


observó mientras él tomaba
el horrible bulto que había
crecido entre sus piernas. El
cierre de sus pantalones
estaba aún abierto y ella vio
lo que parecía carne
purpúrea, tosca, descolorida
con lo que era algo así como
tierra, o quizá sangre.

Cerrando los ojos y


empujándose hacia atrás
lejos de él, Lorraine gritó
mientras su espalda golpeaba
contra la puerta del cuarto de
baño. Cuando volvió a abrir
los ojos, estaba sentada sobre
el suelo y el hombre había
desaparecido. Ed se hallaba
arrodillado a su lado,
murmurando ansiosamente: -
Lorraine, ¿que te sucede?,
¿qué ocurre?

-Necrof... necro... cosas


horribles, Ed... cosas
horribles ocurrieron en esta
casa.

-¿Necrofilia?
Ella asintió. -Vi algo... un
hombre... me contó lo que
hacía... quería que yo lo
mirara...

Una vez que Lorraine se hubo


calmado y pudo ponerse de
pie y hablar coherentemente,
les explicaron a los otros lo
que ella había visto y lo que
significaba.

-Ese tipo de cosas -aclaró Ed-


, necrofilia, que significa
mantener sexo con cadáveres,
es el tipo de cosas que, de
acuerdo con lo que vio
Lorraine, ocurrió aquí una
vez, es malvado. Atrae
actividad demoníaca. La
localización de tales cosas
puede volverse un blanco de
atención demoníaca.

-No es necesariamente una


explicación definitiva -dijo
Lorraine con voz ronca, con
un vaso de agua helada en su
mano-, pero ciertamente
explica la visión que me fue
dada cuando vine aquí por
primera vez. Realmente creo
que eso es lo que ocurrió
aquí... y creo que es lo que
produjo las dificultades que
padecen.

-Entonces, ¿qué hacemos? -


preguntó Carmen
suavemente-. ¿Cómo
podemos detenerlo?
Ed y Lorraine se miraron en
silencio por un momento. No
tenían dudas de que lo que
estaba ocurriendo en la casa
era muy, muy real. Sabían
cuál era el próximo paso,
pero ignoraban cuál sería su
resultado y mostraban
cautela antes de alentar
esperanzas en los Snedeker.

-Ahora -dijo Ed-,


contactamos a la iglesia.
-Ya hemos hecho eso -dijo
Al, un tanto enfadado-. ¡No
nos llevó a ninguna parte!

-Ya lo sé -replicó Ed-. Ahora


nosotros vamos a
contactarlos. Les diremos lo
que hemos encontrado, lo que
hemos visto y cuál creemos
que es el problema. Lo único
es... y no digo que esto vaya a
ocurrir, pero...

-¿Qué? -interrumpió Al
impaciente.

-Podemos obtener la misma


respuesta que ustedes.
26

Atención de la
Iglesia
El apretó el timbre, luego dio
un paso atrás y esbozó una
sonrisa, sosteniendo su bolsa
negra a un costado.
Carmen abrió la puerta y su
sonrisa se volvió aprobativa.
El estiró la mano y dijo: -
Usted debe de ser la señora
Snedeker. Yo soy el padre
Tom. Hablé con los Warren y
ellos me contaron sobre su
problema.

-¡Oh, padre!, estoy tan


contenta de que esté aquí -
dijo ella, con su voz que
sonaba un tanto desesperada
mientras lo hacía pasar
dentro de la casa.

El lo sintió de inmediato, un
aura oscura, opresiva, que
parecía estar por todos lados.
Pero mantuvo su sonrisa; no
deseaba alarmar a la señora
Snedeker.

-Así que, ¿qué le dijeron los


Warren? -preguntó la señora
Snedeker mientras
permanecían de pie en el
pasillo.
-Ellos dijeron que en esta
casa había manifestaciones
de una actividad sobrenatural
muy desagradable,

que sentían que era de


naturaleza demoníaca, y que
necesitaban la ayuda de la
Iglesia.

Eso no fue todo lo que


dijeron, pero él no se lo
manifestó. Hubo mucho que
no le comentó a ella.
El no le informó que, además
de ser un sacerdote, había
sido instruido en
demonología y que estaba tan
familiarizado con el tema
como los Warren. No le dijo
tampoco que, después que los
Warren le avisaron, él supo
inmediatamente cuán urgente
necesitaban su ayuda en el
hogar de los Snedeker. Y, por
supuesto, no le dijo que,
apenas pisó la casa, podía
sentir qué avanzado estaba el
problema, y que sabía que se
agravaría rápidamente sin la
inmediata intervención
espiritual.

Carmen lo llevó al comedor y


lo presentó a Kelly y a Peter.
Ella explicó que los
investigadores, Chris y John
(Carl se había ido) estaban
descansando en el estar y que
necesitaban dormir. Le
preparó té, luego le preguntó
qué deseaba hacer.
-Bueno, ¿qué tal si sólo me
paseo por la casa, la bendigo,
rocío agua bendita en cada
habitación y veo qué
encuentro? Luego, si no le
importa, me gustaría volver
en un día más o menos con
otro sacerdote y quizá
celebre una misa.

-Eso me parece bien -dijo


Carmen-. ¿Hay algo que
necesite de mí?
-Absolutamente nada. Ha
sido más que bondadosa. -Le
sonrió mientras se
incorporaba y agachaba sobre
su bolso en el suelo.- ¿Le
molesta si me paseo por la
casa?

-Oh, claro que no, eso está


bien -dijo Carmen, un tanto
perturbada- Vaya adelante.
Pero no es... bueno, no es la
casa que solía ser. Todos los
colchones están en el estar
para que podamos dormir
juntos allí adentro, y...

-Por favor, no se sienta con la


obligación de disculparse o
explicar. Yo entiendo,
realmente que sí. -Le volvió
a sonreír y asintió, luego
salió del comedor y caminó
por el pasillo, abriendo su
bolso.

En cuanto no lo vieron más,


su sonrisa desapareció. Había
sido un esfuerzo mantenerla
desde que entró en la casa; el
aire mismo se sentía animado
con maldad. Carmen
Snedeker y su sobrina Kelly
mostraban las huellas de
vivir en tal atmósfera. Se
veían desarregladas,
hinchadas, deprimidas, y
cada movimiento era pesado
y trabajoso; sus ojos estaban
inyectados en sangre y
acuosos, y sus palabras, aun
cuando ansiosas, eran sólo
lentas y cortadas, lo
suficiente como para dejar
transparentar su situación. El
rezó una plegaria silenciosa
por ellas mientras caminaba
por el pasillo.

El padre Tom entró primero


en la habitación, luego en el
cuarto de baño, después en
parte del pasillo otra vez,
rociando agua bendita y
bendiciendo cada habitación,
cada parte de la casa.
Luego...

... las escaleras.

Lo sintió ya en el primer
escalón y oró para tener
fuerza mientras caminaba
hacia abajo, sabiendo que
algo malvado lo esperaba en
el sótano. Los Warren lo
habían prevenido, pero a
medida que se acercaba al
último escalón, se dio cuenta
de que su advertencia no
había sido lo suficientemente
fuerte. Algo le estaba
tomando el estómago,
doblándose hasta que sintió
que iba a vomitar.

Finalmente, se detuvo al final


de las escaleras y,
lentamente, con las manos en
un leve temblor, caminó
bendiciendo la primera
habitación, luego la
siguiente, donde el
sentimiento era aun más
potente. El corredor parecía
más fuerte, oscuro... casi
asfixiante.

Siguió bendiciendo cada


habitación en el sótano, hasta
que se dio cuenta de que
estaba llorando, y que lo
había estado haciendo por un
tiempo, sus mejillas estaban
humedecidas por las
lágrimas. Se detuvo en la
habitación que una vez había
sido la morgue, rodeado por
paredes que habían estado
teñidas de sangre de los
muertos, e impartió la
bendición, sus palabras
finalmente se volvían
balbuceos mientras tomaba
conciencia de que algo estaba
ocurriendo.

Algo oscuro y sin embargo


transparente, una masa
informe que se movía con
fluidez, emanaba y temblaba
mientras surgía de la pared
del fondo y avanzaba hacia
él.

Roció más agua bendita y


levantó el crucifijo mientras
salía retrocediendo de la
habitación, tambaleándose
dentro de la siguiente, para
girar luego, cruzar el
corredor y subir de prisa las
escaleras.

Cuando se detuvo de cara al


cuarto de baño, hizo una
pausa para retomar su
aliento, para calmarse y
limpiarse las lágrimas de las
mejillas con un pañuelo que
extrajo del bolsillo trasero,
rezando a Dios para que lo
ayudara a esconder sus
temores de Carmen Snedeker
y los otros, quienes ya habían
padecido lo que él
consideraba que era más que
suficiente.

Entró en el estar, en el cual


dormían los investigadores,
lo bendijo silenciosamente,
luego se movió con cuidado
sobre los colchones para
llegar a los otros dormitorios.

Cuando terminó, volvió al


comedor y sonrió a Carmen y
a Kelly.

-Si no tienen objeciones,


definitivamente me gustaría
volver en cuanto sea posible
con otro sacerdote para
celebrar una misa. ¿Quizás
esta noche, o mañana por la
mañana?

-Claro -dijo Carmen con voz


ronca-. Pero... ¿por qué
cambió de opinión? ¿Ha
ocurrido algo?

-Oh, no, no. Yo sólo... he


estado pensando sobre mis
ocupaciones, eso es todo.
Gracias por su paciencia y
hospitalidad. Realmente debo
irme ahora.

Carmen se puso de pie y lo


siguió hasta la puerta, luego
murmuró: -¿Cree que todo,
hum... todo estará bien,
padre? Quiero decir...
¿vamos a estar bien?

El le sonrió de la mejor
manera posible y puso su
mano suavemente sobre el
hombro de ella, diciendo: -
Todas las cosas trabajan
unidas para el bien de
aquellos que aman al Señor.

Carmen entonces sonrió,


como si eso la hubiera hecho
sentir mejor. El sacerdote
abrió la puerta y expresó: -La
veré otra vez, pronto.

Comenzó a caminar por la


vereda y, cuando escuchó
cerrarse la puerta principal,
estuvo sorprendido de
encontrarse a sí mismo aún
temblando del asalto que sus
sentidos habían sufrido
dentro de la casa de los
Snedeker.

El padre Tom volvió esa


misma tarde con otro
sacerdote, quien se identificó
como el padre Frank.

Al los recibió en la puerta,


les dio la mano, se presentó y
luego los condujo a la sala de
estar.
Todos estaban allí: Carmen y
los tres niños, Kelly, y los
dos investigadores que
quedaban, Chris y John.

Mientras permanecían de pie,


apenas entró en el estar, el
padre Tom presentó al padre
Frank a la familia, y dijo: -
Nos gustaría celebrar una
misa esta tarde. Si ustedes no
tienen objeciones, por
supuesto.
Nadie objetó. Michael se
estiró y apagó el televisor
mientras todos se ponían de
pie, algunos sobre los
colchones, otros sobre el
suelo.

-¿Qué les gustaría que


hiciéramos? -preguntó Al.

-Bueno, si pudiéramos
disponer de una mesa... -El
padre Tom se volvió y miró
la mesa de café que había
sido empujada contra la
pared, fuera del camino de
los colchones.

-Oh, ningún problema -dijo


Al, y John lo ayudó a mover
la mesa sobre los colchones y
frente a los dos sacerdotes.

-Ahora -dijo el padre Frank,


sonando un poco tímido-, si
todos ustedes se pudieran
congregar ante nosotros... eso
es, si no les importa subirse
sobre los colchones.

-Ya estamos acostumbrados a


ello -rió Chris.

Todos hicieron lo que los


sacerdotes les pidieron.

En pocos momentos, el padre


Tom y el padre Frank
comenzaron a celebrar la
misa, por supuesto, en latín.

Durante la misa, algo


comenzó a ocurrir, algo
silencioso y muy malo, algo
que no debería estar
ocurriendo durante una
celebración.

Carmen y Kelly fueron las


primeras en notarlo. No
sabrían hasta más tarde que
ellas fueron las únicas que lo
percibieron. Pero vieron,
simultáneamente, las mismas
cosas.
La nube sombreada entró en
la habitación, fluyendo
líquida y silenciosamente.
Primero, se arremolinó
alrededor del padre Tom,
luego alrededor del padre
Frank, hasta que tuvo a
ambos hombres dentro de
una sombra pálida.

Aunque no dijeron a nadie lo


que estaban viendo, Carmen
y Kelly, cada una sintió que
su ritmo cardíaco se
aceleraba, su respiración se
volvía corta y sus gargantas
se secaban mientras
observaban la oscuridad
ondulante que rodeaba
silenciosamente a los
sacerdotes, burlonamente, sin
que ellos reaccionaran. Era
como si la entidad estuviera
burlándose simplemente de
su pequeño ritual inofensivo.

En poco tiempo, Kelly


comenzó a sentir algo que se
movía entre sus piernas. Ella
estaba usando un par de
pantalones cortos para
escalar, color caqui, y una
blusa blanca de algodón.
Sintió lo que parecieron ser
pequeñas manos sobre sus
piernas desnudas, como las
manos de un niño que
deseaba ser tomado en
brazos. Las pequeñas manos
palmearon su carne desnuda,
tiraron del dobladillo de sus
pantalones, las húmedas y
frías palmas, los dedos
cortos, imploraron con sus
movimientos.

... levántame, por favor...


llévame... sosténme... por
favor, sosténme cerca de ti,
cerca de tus pequeños senos
para que pueda mamarlos,
para que pueda secarlos,
maldita, maldita perra
caliente, con los labios de tu
vulva tan húmedos y tu
agujero tan ancho como para
que algo...

Kelly se estremeció ante las


palabras que gritaban en su
mente como un fuego
ardiente, y sus ojos
parpadearon varias veces y
comenzaron a lagrimear.
Intentó concentrar su
atención en la misa, lo
intentó con fuerza, intentó no
llorar, que había sido su
primer impulso.
La misa continuó sin ninguna
interrupción y aparentemente
sin ningún hecho extraño.

Pero mientras Kelly estaba


experimentando pequeñas
manos sobre sus piernas y la
voz en su cabeza, Carmen
sintió lo que parecían ser
dedos tiesos que la pinchaban
por todo el cuerpo, dedos
invisibles que seguían
hincándola y pinchando sin
interrupción, como si un niño
caminara a su alrededor una
y otra vez, un niño
malcriado, furioso, que
quería algo que no podía
obtener y estaba enfadado.
Pero Carmen no se movió.
Ella concentró su atención en
la misa y en silencio rezó
para lograr fuerzas.

Y mientras Kelly era


toqueteada y le hablaban,
mientras Carmen era
pinchada por un dedo
invisible, Chris comenzó a
sentir algo también. Se sentía
como una mano que estaba
hurgando en el área de su
sexo. Al principio, parecía
estar fuera de sus pantalones,
rasguñando el material
alrededor de su bragueta
como si intentara encontrar
el camino para entrar. Luego,
como si no hubiera
necesitado hacerlo en primer
lugar, entró por la tela de los
pantalones, a través de su
ropa interior, y sintió
delgados, gélidos dedos
envolverse alrededor de su
pene.

Al principio, esos dedos se


turnaron en aplicar fuerza y
frotar sólo un poco, como los
dedos de un amante tratando
de excitarlo, tratando de
prepararlo para el amor; pero
esos dedos eran demasiado
huesudos, demasiado fríos,
como los dedos de un
cadáver... un cadáver
fallecido hace tiempo.

Pero los movimientos suaves


pronto dieron lugar a
apretones abruptos. La mano
comenzó a tirar con fuerza -
con demasiada fuerza- hasta
que se volvió difícil no
gritar. Pero lo logró de
alguna manera. Mantuvo su
atención puesta en la misa y
oró en
silencio, pidiéndole a Dios
fuerza, hasta que finalmente
la mano se detuvo.

En la semana siguiente, la
casa de los Snedeker fue el
centro de lo que sólo pudo
describirse como la furiosa
venganza de las fuerzas
demoníacas que, hasta la
misa, no había sido
controladas y habían tenido
rienda libre.
Tarde una noche, mientras
Chris estaba sentado a la
mesa del comedor, hojeando
una revista y alerta por si
surgía algún problema, el
descanso de Kelly fue
interrumpido por lo que ella,
al principio, pensó que era un
sueño.

Fue sacudida violentamente


mientras su camisón era
tirado hasta que el ruedo le
quedó alrededor del cuello.
Atemorizantes manos
heladas comenzaron a sentir
sus senos, a apretarlos y a
tocarlos en forma brusca.

Dedos como palos la


pincharon, juguetonamente al
principio, luego con más y
más fuerza hasta que los
pinchazos empezaron a doler,
hasta que se volvió
terriblemente doloroso, hasta
que se tornó insoportable, y
Kelly intentó gritar,
esperando que la pesadilla
terminara.

Pero no tenía voz, y no


terminaba.

En cambio, sintió otra cosa


que las manos, los dedos.
Sintió algo sólido rozarle un
pecho, luego el otro, algo tan
frío como el acero, algo con
un borde filoso como una
navaja.
Se dio cuenta repentinamente
de que era la hoja de un
cuchillo, sostenido por una
de las manos que la habían
estado hurgando hacía un
momento.

La hoja filosa le rozó una y


otra vez uno de sus pezones
erectos. Y luego, tan
suavemente, que ni siquiera
se dio cuenta, el cuchillo
comenzó a cortar... rebanar
hacia adelante y atrás...
adelante y atrás...

Kelly podía sentir la hoja


penetrar su carne, la sentía
moverse de un lado a otro
debajo de su pezón, que sabía
que debía de estar
separándose del cuerpo.

Ella abrió los ojos, los abrió


bien grandes, tanto que le
dolieron los músculos
alrededor de ellos, pero no
podía ver.
Y entonces se dio cuenta de
que no era un sueño... y que
estaba ciega.

Trató de gritar... no podía


encontrar su voz... luego sólo
pudo suspirar... sólo
susurrar... sólo murmurar... y
entonces, con toda la fuerza
que poseía, gritó, gritó hasta
que le dolía la garganta, gritó
hasta que no tenía más aire.

Entonces boqueó por aire y


volvió a gritar, esta vez
llorando: -¿Me está cortando!
¡Estoy ciega!

Todos a su alrededor
despertaron de inmediato,
incluyendo a Peter que
despertó llorando, y Chris
corrió tropezándose por el
corredor y entró en el estar.

Kelly se incorporó, tiró la


sábana a un lado y se tomó
los pechos, gritando una y
otra vez, con los ojos bien
abiertos.

Chris encendió la luz y miró


directamente dentro de los
ojos de Kelly. De inmediato
fue evidente para él que ella
no veía, que estaba ciega.

Entonces terminó tan


abruptamente como
comenzó.

Kelly cayó hacia atrás sobre


su almohada y se relajó,
quejándose mientras se
frotaba los ojos, y luego vio
los rostros de todos que
flotaban sobre ella.

Chris se arrodilló a su lado


tomando un grabador y John
se unió a ellos.

-Dinos que ocurrió -dijo


Chris sin aire.

Ella así lo hizo, lentamente,


tartamudeando y con
bastantes reiteraciones.

Cuando terminó, los dos


investigadores se miraron el
uno al otro.

-Están atacando los ojos -


murmuró Chris.

-Eso significa que tendremos


que actuar rápidamente -
respondió John suavemente-.
Están enfadados...
Una noche, tarde, mientras
los demás intentaban dormir
sobre los colchones en la sala
de estar, Chris y John estaban
sentados a la mesa del
comedor. Chris se había
adormecido, con su cabeza
apoyada entre sus brazos
cruzados, mientras John
revisaba distraídamente los
diarios del día. Estaba
curioseando la última hoja
del diario cuando escuchó el
sonido: pasos... que subían
lentamente por las escaleras.

John dejó caer el diario sobre


la mesa, se estiró y sacudió el
brazo de Chris. Este no se
movió. Se lo sacudió con más
fuerza y susurró: -Chris,
idespiértate! -Se detuvo, de
pronto al reflexionar sobre lo
que ocurría. Lo había
experimentado antes. A
veces, una presencia
demoníaca sumerge a parte
de la gente de la casa en un
profundo trance y deja a
otros conscientes para
testimoniar algún tipo de
manifestación. John se puso
de pie, se colocó detrás de
Chris y levantó sus hombros
de la mesa; cuando lo dejó ir,
Chris cayó sobre la mesa
como un peso muerto.

-¡Oh, Dios! -susurró John


mientras los pasos seguían
ascendiendo, ahora se le
había unido un nuevo sonido:
una voz, murmurando y
susurrando, cada vez más
cerca a medida que subía
lentamente las escaleras...

La chaqueta de John estaba


colgada detrás de la silla
sobre la que se había hallado
sentado, se agachó, buscó en
su bolsillo hasta que encontró
una pequeña linterna que
tenía consigo.

De pronto, la habitación -la


casa entera, aparentemente-
se volvió tan fría como una
cámara frigorífica, y John
tomó la chaqueta de la silla,
poniéndosela a medida que
dejaba el comedor.

En el pasillo oscuro, apuntó


el fino haz de luz hacia la
cima de la escalera en la otra
punta. No vio nada aún, pero
todavía podía escuchar los
pasos, y la voz que ahora
formaba palabras:
-¿Sabes? ¿Lo... sabes?

John cruzó el pasillo con


rapidez, con su pecho
apretado del miedo que ahora
sentía, su mano libre dentro
del otro bolsillo de su
chaqueta sosteniendo el
crucifijo que guardaba allí
mientras rezaba en silencio.

Brilló la luz dentro del estar,


barriendo las formas
inmóviles que estaban sobre
el suelo.

-¿Hay alguien despierto? -


preguntó, con su voz
quebradiza. Más fuerte, dijo-:
¿Alguien me escucha?

-¿Sabes... lo que hicieron? -


preguntó la voz, más fuerte
ahora, las palabras claras. No
era ni masculina ni femenina
y gorjeaba húmedamente.

John olió algo desagradable...


algo podrido.

Cuando volvió a hablar, vio


que su aliento formaba una
nube frente a su cara.

-¡Vamos, despierten, alguien!


¡Despierten!

Nadie se movió. Nadie


siquiera se corrió.

-¡Oh, Dios! -masculló John


mientras retrocedía saliendo
del estar, sabiendo que no
iban a despertarse, que no
podían hacerlo.

Nuevamente en el pasillo, se
volvió lentamente hacia su
derecha, sacando el crucifijo
de su bolsillo mientras lentos
pasos llegaban a la cima de
las escaleras. Dirigió la luz
por el pasillo y tomó una
desesperada bocanada de aire
que se atragantó en su
garganta cerrada.
La luz cayó sobre carne
desnuda, moteada con blanco
y púrpura; era carne floja,
fláccida que pendía y se
balanceaba a medida que la
cosa que se había detenido en
la punta de las escaleras con
su espalda hacia John
lentamente comenzó a girar.

Por un largo momento, John


no se podía mover, sólo
podía mirar con su
mandíbula floja, sus ojos
desorbitados, sus brazos y
piernas temblando.

Era una mujer. Estaba


encorvada y tenía la forma de
una pera con pechos como
tubos, pezones cruzados con
marcas de estiramiento que
estaban esparcidas levemente
por el extremo redondeado de
cada pecho, los que se
balanceaban hacia adelante y
hacia atrás sobre su amplío,
movedizo, vientre a medida
que se movía con dificultad,
lentamente por el pasillo,
hacia John. Su vientre casi
colgaba sobre el pubis
enrulado que tenía entre sus
muslos obesos. Su largo
cabello, con pinceladas de
gris, colgaba en mechones
grasientos, enredados. Las
uñas de los pies y de las
manos era pedazos gruesos,
negros, que se curvaban hacia
abajo sobre los dedos, y sus
ojos rodaban libremente en
sus órbitas. El haz de luz de
la linterna de John se movió
a sacudidas sobre la carne
manchada con grandes
sectores de púrpura como
hematomas. Ella no tenía
dientes y sus labios se
retraían sobre sus encías
mientras hablaba:

-¿Sabes...lo que nos


hicieron... allí abajo? ¿Lo
sabes?
Había estado reteniendo la
respiración, pero ahora
comenzó a respirar otra vez,
levantó la cruz, diciendo
débilmente, su respiración
latía en la oscuridad: -Santa
María... llena eres de gracia...
el Señor es contigo... bendita
tú eres entre todas las
mujeres...

"¿Qué es lo que estoy


haciendo? se preguntó en
silencio. ¡He hecho esto
antes, yo sé lo que debo estar
haciendo!"

-¿Sabes... lo que hicieron... a


nuestros cuerpos? -carraspeó
el cadáver, acercándose más
y más, el hedor de carne
podrida se tornaba más
insoportable a medida que se
acercaba-. ¿Sabes las cosas
que nos hicieron?

Puso rígido su brazo,


sosteniendo la cruz más lejos
mientras gritaba: -¡En
nombre de Jesucristo, te
ordeno que dejes este lugar y
vuelvas al lugar de donde
saliste!

-¿Y sabes qué otra cosa? -


preguntó, ignorando sus
palabras mientras los labios
fláccidos, libres, se estiraban
en una sonrisa, mostrando las
encías moradas y rosadas y
una lengua que se
bamboleaba- ¿Sabes qué otra
cosa? ¡A nosotros nos
encantó! -susurró el cadáver,
comenzando a reír con una
risa húmeda, cacareante. -
Nos encantó el toqueteo y las
jodidas y las chupadas...

-¡En nombre de Jesucristo te


ordeno que dejes este lugar...

-... y los besos y los dedos y


cómo nos jodían...

-... ¡y que vuelvas al lugar de


donde saliste!

-... ¿me escuchas, maldito


idiota? ¡Nos encantó! Y de
pronto, el cadáver dejó de
bambolearse y empezó a
correr por el pasillo
increíblemente rápido, pero
ahora, de repente, como si
John hubiera pestañeado y se
hubiera perdido la
transformación, ya no era un
cadáver.
Le habían salido alas,
grandes alas de cuero, como
las de un murciélago,
alineadas con pedazos de
pelaje gris, y la cabeza ya no
era la de una mujer sino la de
un reptil, puntiaguda, no
tenía labios, y con pequeños
ojos relucientes. Se abalanzó
hacia adelante rápidamente a
medida que el cuerpo, ahora
cubierto de piel escamada,
arrugada, que colgaba
flojamente en pliegues y
tenía un enorme pene erecto
que terminaba en una punta
cónica, se balanceaba hacia
un lado y hacia otro,
corriendo sobre sus garras de
reptil.

John gritó tan alto que sintió


como si sus ojos pudieran
saltarse de sus órbitas:

-En el nombre de...

Pero no pudo ir más lejos


porque la criatura estaba
encima de él y sintió su
caliente, enfermante aliento
mientras sus brazos
poderosos lo daban vuelta y
lo tiraban de cara al suelo, y
entonces estaba encima de él,
sus alas hediondas
abrazándolo por detrás como
los brazos de un amante.

John comenzó a gritar.

Luego se desmayó...
Cuando se despertó más tarde
-no tenía idea de cuánto más
tarde- estaba aún acostado
sobre el frío suelo de madera
del pasillo. Comenzó a gatear
hacia el comedor de
inmediato, tratando de gritar
pero sin poder hacer mucho
más que murmurar. Su
linterna estaba aún encendida
sobre el suelo, su delgado haz
brillando sobre la madera.

Chris salió corriendo del


comedor.

-¡John! ¿Que ocurrió?

Pasó un tiempo antes de que


John pudiera contarle.

No transcurrió noche alguna


sin que eventualmente se
oyeran gritos -a veces un
grito, a veces más de uno al
mismo tiempo- por lo menos,
una vez, pero por lo general
más seguido.
Nadie lograba dormir toda la
noche, y los investigadores
apenas dormían, un hecho
que se reflejaba en sus ojos
hinchados, inyectados en
sangre, sus palabras
farfulladas y sus
movimientos torpes.

Ed y Lorraine los visitaban


casi todos los días y rezaban
con ellos. Pero se daban
cuenta de que la fuerza
demoníaca en la casa ganaba
poder y que no pasaría
mucho tiempo antes de que
escapara a su control.
Llamaban frecuentemente al
padre Tom para ver cuánto
tiempo deberían esperar los
Snedeker antes de que la
Iglesia se ocupara, y cada
vez, el padre Tom les
contestaba lo mismo: -Estoy
haciendo todo lo que puedo.

Lo que no les dijo era que,


desde su visita a la casa de
los Snedeker, tanto él como
el padre Frank habían sido
víctimas de un número de
ataques similares a los que
ocurrían en la casa todos los
días y todas las noches. Pero
él realmente estaba haciendo
todo lo que podía para
obtener la autorización de la
Iglesia para conducir un
exorcismo en el hogar de los
Snedeker.

De hecho, todos continuaron


haciendo todo lo que podían.

Pero los ataques siguieron,


día tras día, noche tras
noche... las voces y los
olores... objetos que se
movían por sí mismos...
ataques físicos... las
picaduras, los pinchazos y los
toqueteos... los ataques
sexuales... hasta que todos
los habitantes de la casa
comenzaron a pensar que
estaban enloqueciendo.
Y entonces, finalmente, les
llegó ayuda.
27

El padre Conlan
La autorización para el
exorcismo fue concedida
finamente por la Iglesia
Católica y se eligió un
sacerdote experimentado
para realizar el antiguo ritual.
El padre Timothy Conlan era
un hombre de hombros
anchos, musculoso, que
medía más de un metro
ochenta de estatura.
Mantenía exactamente el
mismo régimen de
entrenamiento físico que
llevaba cuando era parte de la
infantería de marina.

Cuando se le pidió que


realizara el exorcismo en
casa de los Snedeker, el
padre Conlan
inmediatamente comenzó
una preparación de una
semana: un tipo de
entrenamiento, que consistía
en tres días de oración
constante, privada, seguida
de tres días más de ayuno y
estudio. Cuando comía, su
dieta consistía en gran parte
de frutas y vegetales, e
incrementó su programa de
ejercicios físicos.
Sabía que sus recursos
físicos, mentales y, sobre
todo, espirituales se
necesitarían en la batalla que
se

aproximaba. Porque eso era


exactamente lo que sería: una
batalla despiadada, sin
cuartel. Había presenciado
varios exorcismos antes de
éste y conocía muy bien los
riesgos a que se exponía un
exorcista durante la
confrontación con el mal en
su forma pura, desnuda.

Conocía los riesgos a los que


estaba expuesto: asalto
profano y humillante y una
muerte horrenda, pero
también sabía que el Señor
podía salvarlo... si su mente
estaba clara y su fe en Dios
era imperturbable. Trabajó
duro para prepararse, usó la
oración del mismo modo en
que un atleta podría usar el
ejercicio; la Biblia de la
misma manera en que un
boxeador usa las pesas.

Porque el padre Conlan sabía


que, una vez que el
exorcismo comenzara, no
podía ser detenido... sin
importar la fuerza que lo
impulsara a hacerlo.

Mientras tanto, a medida que


se acercaba el día del
exorcismo, Al y Carmen
Snedeker comenzaron a
preocuparse.

Muy temprano, una mañana,


justo antes de la madrugada,
después que ambos
despertaron y ya no podían
dormirse, se sentaron en el
comedor uno frente al otro
para tomar una taza de té.

Los niños y Kelly aún


estaban dormidos, como lo
estaba John. Chris se
encontraba en el cuarto de
baño tomando una ducha.

-¿En realidad crees que será


de alguna utilidad? -
murmuró Al todavía
fatigado.

-Bueno... creo que no


tenemos elección, ¿no es así?

-Sí, ¿pero qué sucedió con las


otras cosas? Las bendiciones.
La misa. Sólo parecieron
enfadarlo más. ¿Qué hará un
exorcismo?

-Si se pone peor, creo que


tendremos que mudarnos.

-¿Con qué? ¿Cómo? ¡No


podemos pagar una mudanza!
-susurró él-. Apenas estamos
pagando los gastos ahora,
Carmen. Aún estamos
sufriendo por todas nuestras
cuentas médicas. Si nuestro
seguro fuera mejor, sí, claro,
probablemente podríamos
mudarnos en este momento.
Pero nuestro seguro es un
desastre. Aún estamos
pagando la mayor parte de
esas malditas cuentas.

-Por favor, Al, no hables de


ese modo. Tenía que hacerse.
El pobre Stephen estaba... él
no enfermó de cáncer adrede,
y lo sabes.

Al bajó la cabeza y suspiró.


-Sí, ya lo sé. ¡Maldición!
Pobre muchacho. Espero que
le esté yendo bien.

Al principio lo habían
visitado en forma regular, y
lo llamaban con frecuencia.
Pero después de un tiempo, él
comenzó a rehusar sus
llamados. Luego dijo que no
quería verlos y uno de los
médicos les avisó que sería
mejor que se mantuvieran
apartados por un tiempo;
Stephen estaba atravesando
una terapia intensiva, les
explicó él, y eso sería muy
agotador, pero
extremadamente beneficioso.

-Siempre podríamos
suspenderlo -dijo Carmen-.
Me refiero al exorcismo.

-Oh, sí, ¿y cómo se vería


eso? Como si fuéramos un
grupo de impostores que
cambiaron de idea bajo
presión, así se vería. No. Lo
haremos.

-¿Y si las cosas empeoran


después?

-Bueno... -se encogió de


hombros-. Supongo que
tendremos que tratar con eso
si ocurre, ¿no es así?

Antes del día del exorcismo,


el padre Conlan pidió a Al y
a Carmen que sacaran a
Michael, a Stephanie y a
Peter de la casa para que
cuando él llegara, que sólo Al
y Carmen, Kelly, Ed y
Lorraine, y los dos
investigadores restantes,
Chris y John, estuvieran allí
para recibirlo.

El padre Conlan llegó a la


casa vistiendo ropas de calle
-un par de pantalones negros,
una camisa azul y un saco
gris- y llevaba una pequeña
maleta negra, sólo un poco
más grande que un
cartapacio, cuando se dirigió,
caminando por la vereda
frente a la casa, hacia la
puerta de entrada.

Era sólo un poco después del


mediodía en un día cálido y
soleado. Pero cuando el padre
Conlan entró en la casa, el
invierno lo rodeó.

Hacía más frío que lo que


debería hacer en una casa en
verano. También estaba más
oscuro allí dentro de lo que
debió estarlo, a pesar de que
las cortinas estaban corridas
y las persianas levantadas.

Había una carga en el aire,


mucho peor que electricidad
estática, una energía maligna
que hacía que cada
centímetro del cuerpo del
padre Conlan temblara de
modo enfermizo.
Supo de inmediato que estaba
tratando con algo mucho peor
y mucho más fuerte de lo que
le habían anticipado, algo
que había estado en ese lugar
por demasiado tiempo y
había logrado enraizarse,
como una horrible viña
retorcida.

-No sabemos con exactitud


qué es lo que necesita que
hagamos nosotros, padre -
dijo Carmen mientras
estaban de pie en la entrada-,
pero deseamos hacer lo que
nos pida.

-Eso es muy amable de su


parte -dijo el padre Conlan,
sonriendo cálidamente
mientras tocaba su brazo-,
Para empezar, necesitamos
un altar portátil.

-¿Le servirá una mesa baja


para café?
-Será perfecta. Por otro lugar,
creo que todos los presentes
que son de fe católica deben
confesar sus pecados y ser
absueltos.

-Creo que todos aquí somos


católicos.

-Eso está bien. Voy a


cambiarme la indumentaria,
luego comenzaremos.

-Hum, padre, si no le molesta


que le pregunte... ¿por qué
vino vestido de esta manera?

-Bueno, pensé que era mejor


para ustedes. Han tenido
suficientes sacerdotes que
vinieron a su casa
últimamente y, de esa
manera, sus vecinos no harán
demasiadas preguntas que
puedan avergonzarlos.

Ni siquiera se le había
ocurrido a Carmen, pero ella
sonrió apreciativamente y
dijo: -Gracias.

-¿Dónde me puedo cambiar


de ropa?

Ella lo dirigió hasta el


dormitorio principal al final
del pasillo, donde él cerró la
puerta tras de si.

Cuando el padre Conlan salió


del dormitorio, estaba
vistiendo un hábito blanco y
un cuello púrpura.

El altar fue preparado sobre


la mesa para café en la sala
de estar, que aún tenía los
colchones esparcidos sobre el
suelo.

Cada uno de los presentes


hizo su confesión privada al
padre Conlan y este les dio la
absolución. Una vez que se
hicieron las confesiones, el
padre Conlan bendijo la casa
por tercera vez.

Entonces todos se
congregaron frente al
precario altar en la sala de
estar.

-Primero -dijo el padre


Conlan-, me gustaría celebrar
una misa para purificarnos a
nosotros... y también a la
casa.

Todos estuvieron de acuerdo


inmediatamente y, pocos
minutos más tarde, el padre
Conlan comenzó la misa.

Una vez más, como durante


la misa anterior, aquellos
presentes comenzaron a tener
luchas silenciosas con la
presencia que se encontraba
en la casa. Carmen empezó a
sentir una mano fría
moviéndose levemente por
sobre su cuerpo, los dedos
hurgando y pellizcando sus
partes íntimas. Ella se
contorsionó y cambió el peso
de un pie a otro, pero siguió
concentrada en la misa y
luchó por ignorarla.

Un dedo comenzó a meterse


en los ojos de Kelly, primero
en el izquierdo, luego en el
derecho, una y otra vez,
luego en los dos ojos a la vez,
hasta que finalmente los
cerró con fuerza y agachó la
cabeza en lo que parecía ser
un gesto reverente, en lugar
de un gesto de
autoprotección.

Al comenzó a escuchar una


voz. No provenía de lugar
alguno a su alrededor, sino de
adentro de él, de su cabeza.
Era, de todos modos, tan
fuerte y tan clara como si la
persona que hablara le
estuviera gritando enfadada
en el rostro:
-¿Qué éxito piensas que
obtendrá esto, Allen? ¿Crees
que este Dios te ayudará
ahora? ¿Por qué? No te ha
ayudado antes, ¿no es así?
Bueno... ¿lo ha hecho?

Al inspiró largamente, fijó


los ojos sobre el padre
Conlan, y después de un rato,
la voz desapareció.

Pero la incomodidad de Al no
lo hizo.
Ed Warren comenzó a
experimentar una curiosa
sensación en su pecho. Venía
y se iba, pero era una
sensación familiar. Era una
sensación tiesa, constrictiva,
no muy diferente a lo que
había sentido en 1985 cuando
sufrió un ataque cardíaco.

Lorraine experimentaba
relámpagos blancos detrás de
los ojos, como si una luz
intermitente opaca se
encendiera dentro de su
cabeza. En el interior de cada
uno de esos relámpagos
blancos había una figura: un
cadáver desnudo sobre una
mesa... manos rudas sobre
pechos blanco-azulados... un
hombre vivo sobre el
cadáver, con el rostro
encendido por un beso
pasional...

Profundamente dentro de la
cabeza de Lorraine, ella
escuchó el sonido distante
del retumbar de una risa...
una risa cruel, burlona...

Y entonces la misa terminó.

El padre Conlan los enfrentó


y suspiró, sonriendo.

-Ahora -dijo-. Me gustaría


comenzar el exorcismo. Pero
antes me gustaría decir
algunas cosas.
Todos prestaban atención.
Las molestias demoníacas
habían cesado.

-Primero -dijo el padre


Conlan-, esto puede seguir
por algún tiempo. Por horas
quizás. Y quiero asegurarles -
rió- que la cabeza de ninguno
girará. Si vieron esa película,
conozco lo que deben estar
pensando. Esto puede que no
sea fácil. Quizá nos
enfrentemos a una venganza,
pero no será así. Podría, de
todos modos, ponerse
desagradable. Se podría
poner violento. Sólo quiero
que estén preparados.

-¿Cuanto tiempo dijo que


llevaría? -preguntó
tímidamente Carmen.

-Horas. Puede llevar horas.


Sólo depende de lo que
ocurra.
Todos asintieron levemente.

-Así que -dijo el padre


Conlan en voz baja-. ¿Están
prontos para comenzar?

-Sí. -dijeron Al y Carmen en


forma simultánea.

Luego Carmen agregó: -Por


favor.
28

El exorcismo
En el momento en que
comenzó el exorcismo, Ed
Warren notó una violación
del protocolo que le indicó
que la situación era incluso
más seria de lo que
sospechaba. Aun más que
eso, le hizo darse cuenta de
que la Iglesia entendía lo
serio que era, y que habían
enviado a alguien que
actuaría de acuerdo con la
gravedad de la situación.

El ritual que usaba el padre


Conlan era el Rituale
Romanus, el Ritual Romano
de Exorcismo, que se
realizaba en latín y que, en
cuarenta y dos años de
investigación en fenómenos
psíquicos y sobrenaturales,
Ed nunca había visto usar
para el exorcismo de una
casa. Era muchas veces
utilizado en el exorcismo de
una persona en la fe católica,
quien la iglesia había
decidido que estaba poseída
por un demonio, pero nunca
era utilizado para una casa.

A medida que el exorcismo


seguía, Ed comenzó a sentir,
una vez más, la constricción
en su pecho que

había sentido durante la


misa. Su corazón volvió a
palpitar contra sus costillas
tan fuertemente que lo podía
sentir en su garganta. Tomó
una profunda inspiración e
intentó ignorar la sensación a
medida que el exorcismo
continuaba.

Carmen comenzó a sentir la


mano nuevamente, pero esta
vez era mucho más ruda que
antes. Su fatiga era
avallasadora. Ella pensó que
podría perder la batalla
después de todo.

Esta vez, Kelly sintió más


que un dedo que le pinchaba
los ojos. Esta vez la pinchaba
por todo el cuerpo,
hincándole los dedos sin
compasión, por todas partes,
con fuerza... pero ella sabía
por qué: si llegaba a gritar,
detendría el exorcismo... y
eso era lo que ella no
deseaba.

Así que simplemente rezó en


silencio y dio rigidez a su
espalda, determinada a no
prestarle atención a lo que le
estaban haciendo.

La voz que había gruñido


dentro de la cabeza de Al
durante la misa volvió
durante el exorcismo. Volvió
con una venganza, esta vez
gritaba, diciendo: -¡Estúpido
hijo de puta maldito! ¿Crees
que esto hará algo, maldito
maricón?

El cerró los ojos por un


momento, diciéndose a sí
mismo: -Si lo ignoras, se
desvanecerá y esto terminará.

El exorcismo continuó.
Objetos diversos en los
roperos y sobre las repisas
comenzaron a sacudirse.

Cuadros que colgaban de las


paredes comenzaron a
temblar, sus marcos
golpeaban contra la pared.

Transcurridas cuatro horas


del exorcismo, el brazo
izquierdo de Ed comenzó a
doler; comenzó a latir a
medida que su pecho se
volvió más y más tenso.

Gotas de traspiración
comenzaron a caer de su
frente y de su labio superior
y se deslizaron lentamente
por su rostro, mientras su
respiración gradualmente se
acortaba y su ritmo cardíaco
comenzaba a golpear en su
cabeza.

Ed tomó la mano de
Lorraine, la apretó con fuerza
y se inclinó hacia adelante,
murmurando en su oído: -No
puedo creer lo que me está
sucediendo.

Ella sintió el temblor en su


mano, que era algo poco
característico de Ed, y
cuando vio el sudor bajando
por su rostro, se preocupó
mucho.

-¿Qué sucede? -murmuró,


volviéndose hacia él,
intentando no interrumpir la
ceremonia.

Ed puso una mano sobre su


pecho.

-Creo... que es mi corazón -


murmuró mientras el dolor
en su brazo se incrementaba
y su pecho se sentía como si
una banda de acero se
estuviera ajustando a su
alrededor, tirando más y más.
-Voy a tener que salir de aquí
-dijo Ed, apretando la mano
de Lorraine todavía con más
fuerza mientras intentaba
recuperar su respiración.

Ella comenzó a guiarlo fuera


del estar por el pasillo, pero
algo ocurrió que los detuvo
en seco.

La casa entera se inclinó, así


que Ed y Lorraine estaban
repentinamente trepando por
el suelo en lugar de
caminando sobre él.

Todos en la habitación
gritaron, de pronto
aferrándose unos a otros para
mantener el equilibrio.

El padre Conlan se agachó y


se tomó de la mesa, pero no
omitió ni una sola palabra;
siguió el ritual, su voz más
fuerte que antes, sus ojos más
grandes y su mandíbula
compuesta con
determinación.

Lorraine no se desanimó por


lo que sabía que no era más
que una ilusión muy
convincente, y siguió
guiando a Ed fuera de la
habitación, cruzando el
pasillo y entrando en el
comedor, donde cayó
pesadamente en una silla,
dobló los brazos sobre la
mesa y agachó débilmente la
cabeza.

El padre Conlan prosiguió


mientras los otros
recuperaban el equilibrio
cuando la casa aparentemente
se nivelaba.

Pero no había terminado con


ellos.

A medida que el ritual


continuaba, lo que se
sintieron como olas se
movieron fluidamente por el
suelo, haciendo que todos
tropezaran una y otra vez.

Tentáculos de humo se
elevaron de la alfombra,
tentáculos que se estiraban
hacia arriba como brazos y
formaban manos en su
extremo... manos que
buscaban, arañaban... manos
que manoteaban sus piernas a
medida que se elevaban...
manos que ellos podían
sentir... manos con garras
filosas que rozaban sus ropas,
tratando de cortarlas,
tratando de llegar a su piel,
de cortar su carne también. Y
entonces, tan repentinamente
como habían surgido, se
habían ido.

El ritual continuó.

El sudor era visible sobre el


rostro del padre Conlan y sus
manos comenzaban a
temblar. El esfuerzo se
mostraba en sus ojos y en sus
labios temblorosos.

De pronto, ciertas voces


comenzaron a llenar la
habitación, voces bajas,
roncas y guturales que todos
escuchaban y que
comenzaron a cernirse sobre
ellos viniendo de todas
direcciones... voces húmedas,
gorjeantes, que traían
consigo olor... un hedor vil,
horrible... el hedor de carne
en estado de putrefacción...

-Nos encantó...

-Cuando nos jodían y las


chupadas...

-Todo ese toqueteo y


caricias...

-Era maravilloso...

Entonces comenzaron a
aparecer, brotando de las
paredes y por el mobiliario
como fluido en la forma de
cuerpos humanos... tanto
masculinos como
femeninos... desnudos y
machucados, sus cuerpos
hinchados y moteados con
blanco y azul y púrpura... sus
ojos vueltos hacia adentro en
los que sólo quedaba el
blanco enceguecedor de los
globos oculares... algunos
con sus brazos
bamboleándose sin fuerza a
sus costados a medida que
entraban, otros con un brazo -
o ambos brazos- extendido a
medida que caminaban
torpemente, las voces
continuaban:

-... ningún Dios puede


detenerlo...

-... no queremos detenerlo...

lo disfrutamos, todo lo que


ocurrió...

-... todas las lamidas sobre


nuestra piel, todos los
toqueteos..

-... todas las folladas y las


chupadas...

-... los toqueteos y las


lamidas....

El padre Conlan elevó la voz


hasta casi gritar, irguiéndose
más recto que antes, su voz
se tornaba más fuerte a
medida que terminaba el
ritual en un nivel
enfervorizado, gritando
disfónicamente las palabras
en latín.

Se habían ido.

El hedor horrible abandonó la


habitación.

El padre Conlan estaba


goteando de sudor. Miró a
aquellos que se encontraban
en la habitación por un largo
rato, intentando retomar su
respiración. Aunque se
encontraba en buena forma
física, se veía como si
hubiera sido llevado hasta el
borde de su resistencia.

Se volvió del altar


improvisado, dejó la
habitación y fue al comedor,
sosteniendo una botella de
agua bendita en una mano.

El padre Conlan se detuvo


sobre Ed Warren, y lo miró
con mucha preocupación.

-¿Cómo esta él? -le preguntó


a Lorraine, quien se
encontraba sentada junto a
Ed con su brazo alrededor de
sus hombros.

-Bueno... en realidad no lo sé
-ella murmuró con voz
ronca-. Ha tenido un ataque
al corazón antes, ya sabe. Si
no sale de esto pronto,
tendremos que llamar una
ambulancia.

El padre Conlan roció a Ed


con agua bendita, gesticuló
en el aire con su mano
haciendo la señal de la cruz y
murmuró algo en latín.
Luego se inclinó hacia
adelante y preguntó en voz
baja: -¿Estás bien, Ed?
Ed levantó la cabeza de la
mesa de café y tosió: -Sí,
creo que sí.

-Bien. Yo también. -Se puso


de pie y dijo, en voz alta,
muy alta:- Por el poder de
Jesucristo, estamos ambos
bien.

Casi como si una pesada


manta hubiera sido de pronto
levantada de la casa, la
sensación de opresión, la
atmósfera oscura y asfixiante
que había per-meado la casa
por tanto tiempo se había
desvanecido en un instante.

Fue tan notable que aquellos


aún de pie en el estar
boquearon sorprendidos
cuando notaron el cambio.

La casa parecía tener más


luz, como si el sol, por
primera vez en mucho
tiempo, fuera finalmente
capaz de penetrar las
ventanas e iluminar el
interior de la casa.

Ed Warren empujó su silla


lejos de la mesa del comedor
y se puso lentamente de pie,
con cuidado, con el brazo de
Lorraine que aún le rodeaba
sus anchos hombros.

Se volvió hacia el padre


Conlan, le sonrió débilmente
y dijo: -Creo que funcionó,
padre. Creo que funcionó.
29

Algunos meses
más tarde
Se estaban mudando.
Finalmente.

Kelly y Trish habían vuelto a


Alabama con su madre.
Stephen había salido del
hospital, pero rehusó volver a
la casa. Se quedó con su tía
mientras ellos se mudaran.
Incluso entonces, no
garantizó nada; él era todavía
muy cauteloso con ellos y,
una vez que se hubieran
mudado, ellos tendrían que
tomar su relación desde ese
lugar y enmendar todos los
errores.

Lo importante en aquel
momento era que ellos,
finalmente y por fin, se
estaban mudando de la casa
en la que sus vidas se habían
convertido en un infierno.
Epílogo
Los Snedeker dejaron la casa
de la calle Meridian y nunca
volvieron. De hecho,
meramente conducir por las
cercanías les erizaba la piel y
hacía que sus palmas
sudaran.
Se mudaron a otra casa en
otro pueblo de Connecticut,
donde se embarcaron en el
lento proceso de recuperarse
de su pesadilla. Ellos aún
vivían en Connecticut cuando
este libro estaba en
gestación.

Antes de terminar de escribir


esta obra la casa colonial
blanca de dos pisos aún
estaba sobre la calle
Meridian, como lo estaba el
árbol retorcido, danzante
como un cadáver en el patio
del frente. Varios inquilinos
han entrado y salido desde
que los Snedeker se mudaron
y la casa se encuentra
ocupada aún ahora.

No mucho después de
mudarse, los Snedeker
oyeron rumores sobre ciertas
experiencias extrañas que
experimentaron los nuevos
inquilinos. Ellos escucharon
que los nuevos ocupantes
estaban haciendo preguntas
acerca de los anteriores
inquilinos, curiosos por saber
si ellos sabrían algo sobre lo
que ocurría allí.

Carmen sentía pena por ellos.


Tenía miedo por ellos...
rezaba por ellos. Una tarde,
ella sugirió tímidamente a Al
que se comunicaran con los
ocupantes de su antigua casa
e intentaran ayudarlos.
Al de pronto se volvió hacia
ella, y perdió algo del color
de su rostro a medida que sus
ojos se agrandaban.

-¿Estás bromeando? -
preguntó él, apenas capaz de
hablar en un susurro-. Ni
siquiera quiero hablar con
alguien que vive en esa casa,
aunque sea por teléfono. Sí...
bueno, si no se hallan bien
allí, se irán.
-¿Pero qué pasa si son como
nosotros? -preguntó Carmen-
. ¿Qué sucede si no pueden
mudarse? ¿Y si no pueden
elegir?

El desvió la mirada y
encendió el televisor.

-Entonces... sólo podremos


rezar por ellos, creo.

Al tenía razón. Los nuevos


ocupantes de la casa se
marcharon.

Pero a ellos, de todas


maneras, los siguió otra
familia...

... y otra...

... y aun otra....

También podría gustarte