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CAPITULO 3: LA DOCUMENTACION

En la base de muchas de las definiciones presentadas figuran los tipos de


documentos.
Es costumbre llamar “fuentes” a los documentos que utilizamos para
reconstruir el pasado. Las maneras de clasificarlas y las descripciones sobre el modo
en que debemos manejarlas son numerosas. Tanto las clasificaciones como los
métodos de trabajar con las “fuentes” dependen mucho de los intereses y formación
de quien realiza las formulaciones. Nos encontramos nuevamente con que cada uno
arrima el ascua a su sardina y, en cierta medida, yo voy a hacer lo mismo, aunque
con una ligera pretensión de presentar un tipo de “sardina” que pueda ser
ampliamente compartido

El historiador económico (como, por lo demás, el historiador general y quien cultive


cualquier otra rama de la historia) se distingue del novelista por el hecho de que no in-
venta lo que cuenta, incluso aunque a veces su intuición o su fantasia puedan tentarlo
para que llene determinadas lagunas con hipótesis más o menos gratuitas. El historiador
(económico y no económico) reconstruye el pasado a partir de una documentación a la
que debe atenerse según unos criterios rigurosos, de los que hablaremos más adelante.
Su capacidad se mide precisamente por el rigor y la inteligencia con que sabe hacer uso
de la documentación disponible. El estudiante y el público en general, cuando lee un li-
bro de historia, tienden a centrarse en el hilo del relato, fiándose implicitamente de lo
que expone el historiador, y pocas veces se plantea de manera explicita el problema de la
calidad del trabajo de documentación que está en la base de la obra estudiada. La torpe
costumbre editorial de relegar las notas de referencia al final de cada capitulo o incluso
al final del libro (en lugar de ponerlas donde debe ser, es decir, a pie de página), refuerza
esa tendencia a la credulidad acritica. Y, pese a ello, es precisamente la calidad del traba-
jo de documentación la que determina la mayor o menor validez de la obra histórica
(Cipolla 1991: 55).

La “documentación disponible” se convierte en los materiales de construcción,


y la calidad final depende tanto de éstos como del uso que hagamos de ellos.
Comenzaremos, entonces, con los materiales. Sin buenos materiales, las
construcciones sufren. Claro que si se disponen mal los materiales buenos, el
resultado también será malo. Este capitulo y los siguientes están dedicados a los
materiales y a la manera de trabajarlos.
Un problema que subyace en las palabras de Cipolla es el de los potenciales
lectores de las obras. Lo que él califica de “torpe politica editorial” parece ser un
intento de aligerar los libros para que puedan ser abordados por más lectores,
aunque nosotros creemos que, en realidad, esto no sirve a nadie: ni a los
profesionales, que requieren el aparato critico, ni a los aficionados, que buscan
libros de historia de verdad, no novelas. En nuestro caso, vamos aún mas alla: las
notas (por supuesto, a pie de página en todo caso) se reservan para aclaraciones
puntuales. El aparato critico y las referencias deben ser incorporados en el texto,
para no obligar al lector a ir de acá para allá. Sin que se pierda el hilo, es preciso
permitir que se examine la textura, los componentes, la calidad, la trama, etc. del
producto. Proponemos una “lectura profesional” en la que el lector, además de
atender a la argumentación, repare en el vocabulario, la sintaxis y el argumento
plasmado en la ordenación de los temas -es decir, la parte literaria del trabajo- y
tenga acceso a la documentación utilizada, a la consultada y a las razones que haya
habido para desechar algunas -la parte histórica del asunto-. De esta manera, los
estudiantes pueden aprender aún más de las obras de los profesionales. Como todo,
esta manera de leer es susceptible de aprenderse. Sin prisa y sin pausa, y cuanto
antes se empiece, mejor. Y esta reflexión incluye a los amantes de la historia -
profesionales o no- a los que no se debe privar del conocimiento de la metodologia,
pues ahi reside, como decia Cipolla, una indicación de la calidad del trabajo del
autor.
El uso de la palabra “fuente” evoca un manantial del que fluye el alimento de
nuestra sabiduria. Pero no se trata de un concepto inmutable, sino que ha
evolucionado con el paso del tiempo y actualmente mantiene abierta una
controversia. En el pasado, los historiadores leian y aprovechaban libros de historia.
Más adelante surgió la pasión por los documentos, que sumergió a los estudiosos en
los archivos, para pasar, más adelante, a apreciar otros testimonios. Aqui
encontramos uno de los puntos de aproximación entre algunas formas de ver la
historia y los etnohistoriadores, como la forma de describir la documentación que
nos dejó Febvre (1974: 29-50):

Hay que utilizar los textos, sin duda. Pero todos los textos. Y no solamente los documen-
tos de archivo en favor de los cuales se ha creado un privilegio: el privilegio de extraer de
ellos, como decia el otro (el fisico Boisse), un nombre, un lugar, una fecha, una fecha,
un nombre, un lugar, todo el saber positivo, concluia de un historiador despreocupado
por lo real. También un poema, un cuadro, un drama son para nosotros documentos,
testimonios de una historia viva y humana, saturados de pensamiento y de acción en
potencia.
Está claro que hay que utilizar los textos, pero no exclusivamente los textos. También los
documentos, sea cual sea su naturaleza: los que hace tiempo se utilizan y, principalmen-
te, aquellos que proporcionan el feliz esfuerzo de las nuevas disciplinas como la estadisti-
ca, la demografia que sustituye a la genealogia en la misma medida, indudablemente en
que debemos reemplazar en su trono a los reyes y príncipes.
Evidentemente, si ampliamos el campo de nuestra documentación, se amplia
también el rango de los conocimientos necesarios para establecer los criterios de
utilidad y para extraer datos de esa documentación. Y cuando examinamos los
apartados de critica de fuentes de las obras metodológicas, comprobamos que se
refieren abrumadoramente a la documentación escrita, principalmente a la
tradicional, obviando otras posibilidades. Y quizá eso estimula el uso acritico de
otros tipos de documentos en la linea que hemos visto que los etnohistoriadores de
tradición histórica atribuyen a los de tradición antropológica. Claro que la
acusación podria realizarse también a la inversa.
Pero volvamos a la definición de lo que debemos utilizar:

El clionauta reconstruye las acciones humanas del pasado a través de cicatrices terrestres,
cadáveres, tumbas, monumentos, leyendas y dichos de trasmisión oral, supervivencias,
documentos y libros (González 1988: 93).

Es obvio que esta enumeración cuestiona las viejas definiciones de “fuente”,


pero ya contamos con nuevas, más comprehensivas:

Fuente histórica seria, en principio, todo aquel objeto material, instrumento o herra-
mienta, simbolo o discurso intelectual, que procede de la creatividad humana, a cuyo
través puede inferirse algo acerca de una determinada situación social en el tiempo.
Una definición de tal tipo indica ya de entrada el carácter extremadamente amplio y he-
terogéneo de una entidad como la que denominamos “fuente”.
Tal vez, la diferencia sustancial entre el acervo documental que lega la historia y la do-
cumentación utilizable por cualquier otro tipo de investigación social es la finitud irre-
mediable de todo lo que es documentación de la humanidad en el pasado. Las fuentes
históricas son teóricamente finitas. La cuestión es si están descubiertas o no. Sin embar-
go, de ello no se deduce en absoluto que la investigación de algún momento de la histo-
ria pueda detenerse por agotamiento de las fuentes. Como ya hemos señalado, ni la in-
vestigación histórica ni ninguna otra dependen en exclusiva de la aparición de fuentes
de información, sino de explicaciones cada vez más refinadas (Aróstegui 1995: 338).

Reservemos para más adelante la discusión del descubrimiento de fuentes, para


continuar ahora con la modificación de los métodos. Una parte importante de
nuestro trabajo se basa en nuevas maneras de abordar los mismos documentos, ya
sea cambiando nuestra valoración sobre éstos como engarzando los datos que
proceden de ellos en nuevos sistemas explicativos.
Cipolla (1991: 36) distingue tres fases en el trabajo de documentación del
historiador:

° recopilación de fuentes documentales;


° análisis critico de esas fuentes;
° interpretación y utilización de éstas.

Más adelante nos revela que no son fases sucesivas. Como ha sido uno de mis
párrafos preferidos en las clases de Etnohistoria, lo citaré completo:

La recogida de fuentes, su valoración y su interpretación, y, de hecho, la reconstrucción


final del acontecimiento histórico, que es el objetivo de todas las demás operaciones, se
producen, por así decirlo, de forma simultánea en un solo y amplio frente. Igual que el
detective, también el historiador, cuando recoge sus fuentes, las estudia, las valora y las
interpreta, formula en su imaginación, uniendo un dato con otro, una hipótesis sobre lo
que puede haber ocurrido realmente en la época y en la sociedad que estudia. Después
puede que encuentre nuevas fuentes, que lea nuevos documentos y que ello le haga mo-
dificar sus juicios anteriores, su anterior interpretación de las fuentes o la reconstrucción
histórica que habia supuesto con anterioridad. Y asi sucesivamente, en un trabajo cons-
tante de aproximaciones sucesivas, de revisiones continuas, de feed-bao/es permanentes
entre problemas, hipótesis, supuestos, fuentes, interpretaciones e imaginación. La re-
construcción final del acontecimiento histórico surge, por tanto, gradualmente en la
mente del estudioso como una imagen que se va enfocando poco a poco: al principio es
borrosa, deformada e incluso invertida; y luego va haciéndose más precisa y mejor defi-
nida (Cipolla 1991: 81).

Donde Cipolla habla del estudioso individual, podriamos hacerlo nosotros de


un colectivo. Diversos investigadores pueden estar tratando el mismo problema,
tanto en tiempos distintos -lo que se traduce en un avance de la historiografia-
como simultaneamente, donde debería primar la comunicación en aras de un
avance mayor. Algunas investigaciones, como el desciframiento de la escritura maya,
se han beneficiado de las ventajas del correo electrónico para una rápida
comunicación, mientras que los congresos, que constituían la oportunidad para el
intercambio de ideas y la presentación de trabajos, han ido cediendo terreno con
programas muy apretados en los que el investigador apenas tiene tiempo para
enunciar sobre qué está trabajando, relegando las discusiones a los pasillos para no
retrasar el programa.
Regresemos ahora al texto de Aróstegui. La figura del agotamiento o el carácter
finito de las fuentes está en consonancia con los significados que atribuimos a las
palabras. Una fuente “mana”, en este caso, datos. El problema es poder beber de
ella. Ni siquiera los textos nos suelen indicar para qué sirven. Y aqui conviene hablar
de otra parte del trabajo, para cuya comprensión hemos “bebido” de dos obras bien
alejadas de la etnohistoria:

Los documentos por sí mismos no plantean preguntas, aunque, de vez en cuando, pro-
porcionen respuestas (Finley 1986: 74).
La postura más osada sobre las fuentes que hemos consultado procede de una
historiadora de la ciencia (Kragh 1989). Creemos que su aceptación contribuiria a
solucionar muchos de nuestros problemas de definición de disciplinas, como
comentaremos más adelante (en el caso de que realmente haya intención de
resolverlos, pero esa es otra cuestión). Citamos el texto extensamente para
comentarlo después.

Una fuente es un elemento objetivamente dado, material, procedente del pasado y crea-
do por seres humanos, por ejemplo, una carta o una vasija de cerámica. Pero en si mis-
mo este objeto no es una fuente. Podria llamarse un vestígio del pasado o un objeto
fuente. Para que el vestigio alcance la categoria de fuente debe constituir un testimonio
del pasado, tiene que decirnos algo de él.
El vestigio debe poder ser utilizado para darnos parte de la información que comporta
de manera latente. Es el historiador el que convierte el vestigio en fuente mediante su
interpretación. Planteándole preguntas a partir de determinadas hipótesis (que no nece-
sitan tener ninguna base documental), el historiador obliga a la fuente a revelar su infor-
mación. A diferencia del vestigio, la fuente no es, en cuanto fuente, un objeto material,
sino que ha de ser considerada como una información que se nos ha dejado. La infor-
mación revelada por la fuente, y en este sentido la propia fuente, se convierte en una in-
teracción entre el objeto-fuente y el historiador, un punto de encuentro entre el pasado
y el presente. De aqui se sigue que mientras el objeto-fuente es algo fijo, la misma fuen-
te puede desvelar unas informaciones distintas y posiblemente contradictorias.
En capitulos anteriores hemos visto que las fuentes no se dan de una vez por todas, sino
que se originan en el proceso dialéctico entre los vestigios del pasado y las interpretacio-
nes del presente (Kragh 1989: 159).

Por supuesto, recomendamos la lectura completa del libro de Kragh para


aproximarnos a unos puntos de vista no habituales entre la mayoria de los
estudiosos del pasado. Asimismo, querriamos llevar las cosas aún más allá, pues,
según la óptica presentada por Kragh, las fuentes no existen: existe una variedad de
cosas que utilizamos como documentación y que se convierten -transitoria y
sesgadamente- en fuentes, en relación con las preguntas que formulemos. Y serán
buenas, indiferentes o malas según lo adecuado de las preguntas. O las tres cosas a la
vez, como veremos más adelante.
Es decir, las fuentes son una relación que se establece entre el investigador y los
materiales que utiliza para extraer información, expresada a través de las preguntas
que formula, orientadas a la resolución del problema o problemas planteados.
En realidad, esta postura no está tan lejos de las citas que hemos considerado
de Febvre o González, ni de la de Finley. En el fondo, nos encontramos con un
postulado básico del quehacer histórico: el problema que queremos resolver es el
que determina casi todo:
Toda investigación, si quiere tener un sentido, debe tratar de dar respuesta, aunque sea
parcial y provisional (en la ciencia no existen respuestas definitivas), a un problema o
grupo de problemas. Lo primero que hay que hacer, pues, cuando se emprende una in-
vestigación o se inicia la elaboración de un texto, es formular el problema (o conjunto
de problemas) al que se pretende dar respuesta. La calidad de la respuesta depende mu-
cho de la claridad con que se plantee el problema. Un problema planteado en términos
confusos, imprecisos e incluso inadecuados, sólo puede dar lugar a respuestas confusas e
imprecisas (Cipolla 1991: 30).

Y asi encontramos otro elemento que es preciso buscar en la lectura


“profesional”: descubrir el problema que se dilucida y la manera en que se realiza; si
el problema está explicito en el texto, verificar que en realidad se lleva a cabo y
comprobar si responde a la forma enunciada.
Ahora bien, si no existen las fuentes per se, ¿qué hacemos con las clasificaciones?
Hasta Kragh vuelve a la palabra cuando trata de las clasificaciones, aunque precisa,
por ejemplo, que una fuente puede ser primaria o secundaria “según se utilice y para
qué” (Kragh 1989: 160-161). Nos encontramos nuevamente con el problema como
director. Podia haberse limitado a mencionar que el elemento básico de la
clasificación es la adecuación del objeto usado como fuente al problema, o dicho de
otra manera, si el objeto puede responder a lo que preguntamos y cuál será la
calidad de la respuesta. Creemos que la búsqueda de fuentes debe ser guiada, en
primer lugar, por este criterio de adecuación.
Como bien señalaba Cipolla, el proyecto de investigación es clave. Un buen
proyecto previo nos guiará en la formulación de las preguntas y en la elección de las
futuras fuentes. Nos permitirá observar qué preguntas quedan sin respuesta, lo cual
es dificil de observar cuando nos limitamos a acumular datos y a ordenarlos sin
reflexionar si cubren todas las posibilidades. Hay vacios en la documentación, no
sólo en los textos de los archivos. Y no siempre se ha perdido, sino que a veces
nunca se produjo. Pero eso no elimina el problema: podemos optar por seguir
buscando con la esperanza de que salte alguna liebre, manifestar que no tenemos
respuesta o (quizás y) “ejercer de novelistas”. Pensamos que esto es licito, siempre y
cuando quede muy claro que estamos especulando y no se confunda con las
afirmaciones bien documentadas.

Clasificación de los documentos

Se han utilizado criterios diferentes para clasificar los documentos. Hay quienes
hablan de fuentes mudas o elocuentes, simbólicas o no simbólicas, materiales o
culturales, pero en general los esfuerzos mayores se han centrado en las fuentes
escritas. Evidentemente, como vamos a ver, muchas de las cuestiones relacionadas
con éstas pueden aplicarse a otras.
Aróstegui (1995: 340 y ss.) dispone de varios criterios taxonómicos que se
combinan entre si: posieionezl (con el que dividió las fuentes en directas e indirectas);
intencional (voluntarias y no voluntarias), euetliteztivo (materiales o culturales) y
formezl-euezntiteztivo (seriadas o seriables y no seriadas o no seriables).
Aproximadamente responden, aunque con otros nombres, a las categorias más
utilizadas, y se entienden mejor con los ejemplos que él dispone.
Por nuestra parte, creemos que existen dos clasificaciones: la primera se refiere
a los objetos que son susceptibles de convertirse en fuente, que son prácticamente
todos, por lo que rapidamente nos desborda. La segunda, a la de los objetos
seleccionados por un investigador para convertirse en fuentes de su trabajo, pues la
relación concreta condiciona algunas de las clasificaciones. Algunas habrán estado
disponibles y otras será preciso buscarlas, a veces sin éxito. La gama de objetos
elegidos pone de manifiesto las técnicas y los especialistas necesarios para el análisis,
pues no siempre estaremos en condiciones de realizarlo todo nosotros mismos. No
obstante, hay algunas cuestiones que son generales para todos los casos. Cipolla
(1991: 53-54) ofrece una clasificación útil y sencilla (en apariencia) que aplica a las
“fuentes primarias”. Está basada en dos variables: el continente o soporte y el
contenido:

° una fuente falsa con un contenido falso;


° una fuente falsa con un contenido veridico;
° una fuente genuina con un contenido falso;
° una fuente genuina con un contenido veridico.

Es decir, o son o no lo que pretenden, y contienen o no verdad. Parece claro,


pero la realidad suele ser más compleja. En principio, auténtico se refiere a que sea
lo que pretende ser; en el caso de textos, implica que corresponde a la fecha que
aparece y que es obra de quien firma, y falso se refiere a lo contrario. Remitimos a
Cipolla para los ejemplos de sus categorias, aunque no podemos resistirnos a
mencionar que su ejemplo de fuente genuina de contenido falso la constituyen las
declaraciones de impuestos.
Con el criterio de contenido, tenemos una gama amplia, pues las cosas no son
categóricamente verdad o mentira. En las obras extensas, por ejemplo, existe mucha
variación. Los autores suelen conocer unas cosas y no otras, suelen tener intereses en
unas y no en otras. También es preciso considerar los errores y las erratas, muchas
veces procedentes de las copias, tanto antiguas como modernas. Si bien tendremos
ocasión de exponer el asunto más extensamente, a continuación copiaremos una
esclarecedora cita de González, (1 uien aun (1 ue no es su intención, abo 8a or la
importancia de la relación entre el investigador y el objeto:

Lo cierto es que la idea de autenticidad es cambiante según el uso que se haga de la


fuente, según para lo que sirva. Me encontré en un archivo municipal una supuesta
merced de tierras dada en 1531 por el virrey Antonio de Mendoza a un pueblo de la
ribera sur del lago de Chapala. Para quien investigue el origen de las tierras comunales
de Cojumatlán ese documento no es auténtico, pero para quien quiera saber cómo el
pueblecito trató de defender sus tierras de la expansión de la hacienda de Guaracha en el
siglo XIX, es una fuente auténtica (González 1988: 119).

Como Luis González escribe fundamentalmente para mexicanos conocedores


de la historia colonial, no incide en que la fecha es la clave de la demostración de la
falsedad, pues el virrey don Antonio de Mendoza ocupó el cargo de 1535 a 1550.
Pero su ejemplo, con la importancia de los puntos de vista o las preguntas que
formulemos, ha sido clave en una investigación que hemos realizado sobre unos
documentos de tierras de los pueblos de la Nueva España, que resumiremos en
nuestros ejemplos (capitulo 6).

Estudio critico de la documentación

Comenzaré aclarando que se trata de un “singular colectivo”. Cada tipo de


documento requiere una serie de operaciones especificas, aunque algunas pueden ser
enunciadas en común. Nuevamente, lo que vemos en los distintos autores está
principalmente relacionado con los textos, dejando de lado lo demás.
Según Cipolla (1991: 52), la critica de fuentes supone basicamente cuatro
procesos:

° el descifrado de textos;
° la interpretación de su substancia o contenido;
° la confirmación de su autenticidad;
° la determinación de su veracidad.

Como hemos comentado, los dos últimos fueron utilizados para la clasificación
en cuatro grupos que, aunque pensados para documentos escritos, pueden ser
utilizados para otros materiales.
El punto 1 tiene bastante incidencia en América -fundamentalmente en
Mesoamérica- donde existen distintos sistemas de escritura con diferentes grados de
desciframiento, además de la escritura en caracteres latinos, con letra más o menos
enrevesada según las épocas y los amanuenses. Pero el descifrado de los textos no se
refiere solamente al tipo de escritura, sino a la lengua o a las lenguas particulares.
Esta circunstancia no suele mencionarse, probablemente por la razón que expone
González al comienzo de la siguiente cita:

Otra perogrullada: para comprender lo dicho por un autor hemos de conocer la lengua
que usa. Como toda lengua cambia en el tiempo y varia según las regiones, la obligación
lingüística incluye el conocimiento de la lengua de la época y la lengua del pais de que
se trate. Todavia más: han de conocerse la lengua del medio o los giros usados por la
corporación a que pertenece el responsable de un texto, pues varian los modos de escri-
bir del ejército, de la iglesia, de la administración pública y demás cuerpos sociales. No
menos importante es el conocimiento del vocabulario y otras manias lingüísticas perso-
nales de un autor, y por último, ha de tenerse en cuenta el sentido general del texto, co-
múnmente llamado contexto (González 1988: 127-128).

Los hispanoparlantes, aunque conscientes de la gran diversidad de maneras de


hablar el castellano, solemos olvidar que muchos especialistas proceden de otras
naciones y que deben aprender el castellano para entender los documentos. Y no se
trata del castellano actual, sino del de la época en que fueron escritos. Existen
ejemplos de magnífica competencia en nuestra lengua y otros de lo contrario, hasta
el punto de hacernos dudar de su comprensión del contenido de sus fuentes.
También dependen de traducciones, con los riesgos que esto comporta, como
comentaremos más adelante.
Pero volvamos a los documentos. Aróstegui nos proporciona una pequeña
definición de la moderna crítica de fuentes:

Pero los progresos de la crítica se deben en igual o parecida medida al progreso mismo
de las concepciones sobre la historiografia, al progreso de la relación de la disciplina con
sus vecinas y afines, a los progresos de la filología, las técnicas de análisis textual, la com-
paración estadística y el propio diseño de la investigación historiográfica. Los problemas
de la crítica de fuentes han debido ser así puestos en contacto con los ámbitos técnicos
del laboratorio químico, de los análisis lingüísticos, de técnicas de análisis de textos, in-
cluida la informática, de los conocimientos crítico-documentales o de la estadística. La
crítica de las fuentes ha dejado de ser una labor “artesanal” guiada muchas veces por el
buen sentido y los conocimientos comparativos, para convertirse en una tarea tecnifica-
da, más fácil y más compleja a un tiempo, que las antiguas. La rémora consiste en que
en este campo se arrastra también mucha idea obsoleta, mucha supuesta técnica absolu-
tamente ineficiente y ciertos convencimientos infundados, entre los que resalta la persis-
tente idea de que la actividad historiográfica no tiene relación con ningún otro de los
conocimientos y técnicas de trabajo en la investigación social (Aróstegui 1995: 350).

Si hay trabajos especializados, es preciso dejar paso a los especialistas, pues no


es posible abarcarlo todo. No obstante, es necesario pedirles responsabilidad, pues
para que su trabajo sea útil, debe ser confiable. En los casos en que los análisis
requieren la destrucción de una parte del documento, por mínima que ésta sea,
debemos estar seguros de que los estudios del continente lo ameritan y que
quedarán establecidos de una vez. Por desgracia, son muchas las ocasiones en que
descubrimos que no se procede de este modo. Tenemos la impresión de estar
generalmente más preocupados por el contenido que por el continente, pero en el
caso de una pieza arqueológica fuera de contexto nos hemos llevado ya los
suficientes disgustos como para escarmentar. Y la validez depende casi siempre de la
autenticidad.
Traemos nuevamente a colación las palabras de Cipolla que citábamos al
principio: con la documentación tratamos de demostrar la validez de nuestras
afirmaciones, permitiendo reconstruir nuestro proceso lógico. Y conviene hacer una
seria advertencia: las citas descontextualizadas y las lecturas parciales desvirtúan los
discursos, tanto los de los autores contemporáneos como los de los documentos.
Hemos mencionado ya la heterogeneidad del contenido de muchos documentos,
hasta el punto de que algunos de ellos valen para muchas cosas, según la parte que
se cite. En dos de nuestros trabajos (Rojas 1997c, 2004) hemos tenido ocasión de
mostrar cómo el oidor del siglo XVI, Alonso de Zorita, constituye una “fuente
multiuso”, pues sirve para apoyar una opinión o la contraria conforme citemos una
parte u otra de la obra. Creemos que esto constituye un descrédito del autor y
cuestiona la validez de su uso acritico, aunque este carácter multifacético lo haya
convertido en la obra más citada para describir la organización social del centro de
México cuando llegaron los españoles. No es de extrañar, pues sirve para todo y
para todos.
Otra cuestión que merece ser tratada es la de la presentación de las referencias.
Siguiendo la costumbre de clasificar las fuentes en “primarias” y “secundarias”, y
colocar un apartado de documentación con dos divisiones al que se añade la parte
de bibliografia, en ocasiones encontramos, en el apartado de “bibliografía”, uno de
“fuentes de archivo”, otro de “fuentes publicadas” y las obras de referencia. En
muchas ocasiones es difícil encontrar las obras, pues ez priori uno no sabe en qué
lista colocar un determinado autor, si no es especialista en la materia. La
consignación de las fechas de redacción del documento o crónica ayuda, pero es
complicado para quien no está familiarizado con los nombres cuando sólo se
presentan las de la edición que el autor maneja. Por este motivo, recomendamos
confeccionar una única lista de referencias, dejando patente en la presentación de las
obras de qué se trata. Un recurso, por ejemplo, es encorchetar el año de redacción o
primera impresión de documentos antiguos o crónicas, aunque no vemos ninguna
razón para no proceder del mismo modo con obras más recientes, pues en ocasiones
hay mucha distancia entre la fecha de la edición que manejamos y la de la primera
aparición (ver Febvre en la bibliografia, por ejemplo). Tenemos otro motivo de
queja: es una costumbre -mala, pero muy arraigada- no completar las fichas de los
documentos no publicados, limitándose a dar la referencia de la signatura en el
archivo -cuando no se limitan sólo al ramo- dificultando de este modo el trabajo de
comprobación de las citas y el interés del documento, comenzando por conocer su
extensión. Esto es particularmente grave, porque presumimos que los datos
fundamentales se encuentran precisamente en esos documentos de archivo. De la
misma manera, cuando se trata de crónicas con diversas ediciones, es beneficioso
precisar el libro y el capítulo para facilitar al lector que tenga otra edición la
localización del párrafo citado. Todo ello en aras de facilitar el control de la
documentación en que nos basamos, siguiendo la idea de Cipolla de que ése es el
primer control de la calidad de nuestro trabajo.
En realidad, nuestra propuesta de confeccionar una única lista de referencias
propugna no distinguir exhaustivamente ez priori entre unos y otros, pues muchas
veces nos apoyamos más en las ideas de los colegas que nos precedieron que en la
documentación, o en ésta a través de aquellos. Utilizamos como fuente (de ideas y
de datos) a la bibliografia, pero no le aplicamos el mismo aparato crítico. ¿Por qué
hay que saber quién fue fray Bernardino de Sahagún o el Dr. Alonso de Zorita -su
formación, su vida, lo que escribieron y las razones que los impulsaron a ello- pero
no necesitamos saber nada de Lucien Febvre, Pedro Carrasco o Carlo Cipolla -por
citar autores que han aparecido en estas páginas- como si ellos no tuvieran entorno,
formación, intenciones, necesidades, evolución y trascendencia? Sabemos que las
ideas cambian y, como hemos visto, esto afecta a la documentación. Pero las ideas
de los investigadores también cambian y son los primeros críticos, aunque tal
cambio sólo sea explícito al realizar una lectura secuencial de las obras de un autor.
Es preciso considerar la intencionalidad, tanto la general como la específica. Aquí es
donde aparecen las publicaciones “cosméticas”, que en realidad no aportan nada
nuevo aunque cumplan algunos cometidos. Es necesario realizar una criba, que
podriamos llamar “crítica de bibliografia”, para saber ante qué nos encontramos:
una tesis, una investigación de envergadura, un aporte presentado en un congreso o
en una revista especializada, una obra general o una de compromiso. Dado que un
mismo autor puede dedicarse a todo eso, no hay que atender solamente al nombre,
sino al producto concreto de cada ocasión.
Presentaremos una última reflexión sobre la manera de presentar la
bibliografia, en este caso, en el sistema llamado “americano” de uso generalizado en
antropologia y en etnohistoria. Cuando hay varios autores, se ha extendido la
nefasta costumbre de escribir et ezliez, en vez de mencionarlos a todos, escamoteando
o dificultando la verificación de los autores de un trabajo. Es posible que esta
postura esté relacionada con la costumbre de colocar los autores en orden alfabético
y, al comenzar el mio por “R”, tienda a quedarme algo alianizado (de alia). Para el
cómputo electrónico de citas, por ejemplo, es una catástrofe, pues la máquina
solamente detectará al dueño del nombre realmente citado.

Ediciones

Dado que la historia es una disciplina que depende tanto del análisis textual,
del estudio de la escritura y de la lengua, incluyendo la evolución de ambos, se ha
permitido en España (y en otros muchos países) que la filología se separe y
emprenda un camino aparte en los estudios universitarios. No sé cuán de menos
echarán los filólogos a los historiadores (me consta al menos que los de griego sí lo
hacen), pero como historiador no puedo menos que lamentarme de la falta de
formación filológica que recibimos en la carrera de historia y mucho mas de la que
reciben nuestros alumnos. Uno de los aspectos en los que más añoramos ese
conjunto caminar es en la edición de textos. Una parte de nuestra tarea es la de
poner a disposición de los colegas los documentos que encontramos, tanto
aisladamente como formando parte de colecciones. Otra gran parte es el uso que
hacemos de los documentos publicados por nuestros colegas. ¿Quién controla la
calidad de estas ediciones? Escasean las ediciones realmente críticas. En ocasiones se
encuentran ediciones sin anotar, como si no hubiera habido ni un solo problema de
lectura ni nada para comentar. El caso es peor con las traducciones, tanto de lenguas
indígenas como de castellano a otras lenguas, que en ocasiones incluyen
mutilaciones: Barber y Berdan (1998: 298) refieren que en una traducción inglesa
de la obra de Bernal Diaz del Castillo, Historiez vereiezderez de lei conquista de México,
habia desaparecido el párrafo donde Bernal refiere cómo se aliviaban los vientres los
habitantes de Tenochtitlan y qué se hacia con la “yenda de hombre”,
probablemente porque el editor consideró que podia herir la sensibilidad de sus
lectores; en la misma línea podemos situar que en la edición de comienzos del siglo
XX del Códiee Mezgliezbeee/Ji desapareció una página de contenido “comprometido”,
los folios 61v-62r (en los que se representa el texto con la descripción de cómo el
dios Quetzalcoatl extrajo semen de su miembro y en la siguiente la representación
del mismo dios).¿ Muchas veces no reparamos en el nombre de los traductores ni en
el de los editores en cuyas manos nos colocamos.
También nos encontramos con la barbarie -al menos para nosotros- de la
“modernización de la ortografía”: la puntuación, los arreglos sintácticos, las
antologias y otras tropelías realizadas en aras de llegar a un público más amplio,
como si ese público amplio realmente estuviera interesado en leer documentos
antiguos -y si lo están, ¿por qué adulterárselos?-. Consecuentemente, la mayoria de
las ediciones se convierten en aproximaciones a un texto que obligan al investigador
a acudir a facsímiles, fotocopias, micropelículas u originales. Trabajo y tiempo
perdido. Por supuesto, lo preferible es acudir al original y, si esto no es posible (de
hecho hay originales que no se pueden consultar por cuestiones de preservación),
nos valemos de lo más próximo: la fotocopia o la fotografia, las ediciones
facsimilares y, por último, las ediciones de documentos. Asimismo, nos consta que
existen ediciones que presumen de facsimilares sin serlo, y por supuesto
determinadas cuestiones, como el tipo de papel o las marcas de agua, solamente
pueden apreciarse manejando el original. Solemos dejar estos estudios (los de
continente) a especialistas, y luego nos fiamos de su trabajo, aunque muchas veces
no deberíamos hacerlo. En lo que a los textos respecta, necesitamos que las
ediciones sean fiables y lo más completas posible. Y eso requiere explicaciones que,
ahora sí, deben consignarse en notas a pie de página. Las ediciones de los filólogos, a
diferencia de las de los historiadores, están llenas de ellas. Por supuesto que, cuando
se trata de nuestro trabajo historiográfico, las citas y las notas son muy frecuentes y
se supone que constituyen la base de nuestro trabajo, aunque se hayan levantado ya
voces contra las citas “cosméticas” (Kragh 1989), es decir, aquellas que no aportan
nada al texto pero sirven para presumir de lo que uno ha leido y para que el autor se
anote un punto en el cómputo “cientimétrico” de citas. Si bien existen
publicaciones completamente cosméticas y “circuitos” de citas, es importante saber
quién es el responsable de la edición, la manera en que ha sido realizada y la
competencia de los participantes; demasiadas veces nos dan gato por liebre en forma
de edición de manuscritos, cuya paleografía ha estado en manos de personas no
especializadas (estudiantes, muchas veces), y que aparecen como obra de un
investigador de prestígio que las avala, unas veces con fundamento y otras sin él.

2. Agradezco esta información a mi amigo, el Dr. D. Juan ]osé Batalla, compañero en estas luchas.
CAPITULO 5: LA PERSPECTIVA DE LA AMERICA INDIGENA

El estudio de la América Indigena es complejo. Es grande el espacio y mucho el


tiempo que comprende: desde el poblamiento hasta hoy. Y como la tarta es grande,
el reparto metodológico ha sido realizado con las acostumbradas mezclas en las
fronteras. Aproximadamente existen tres grandes periodos y tres técnicas
predominantes: arqueologia para el Prehispánico, etnohistoria para el Colonial y
etnologia para el Contemporaneo. No obstante, la arqueologia es cada vez mas
rebelde: hay arqueologia colonial e industrial que invaden los ambitos de las otras
metodologias. La etnohistoria no se queda atrás: estudia el último periodo
prehispanico, a la espera del nombre con el que se designarán los estudios del
periodo maya clasico que se realizan con los textos de las inscripciones en piedra, y
se adentra en la etapa independiente, entrando en conflicto con la etnologia que, si
bien no puede extenderse hacia el pasado, si lo hace hacia el futuro. Cada una
trabaja con materiales diferentes que requieren operaciones y competencias
distintas.
Esta amalgama es la que me incita a valorar mas la idea de Carrasco ya
expuesta: debemos hacer ciencia social, y las distintas disciplinas se relacionan con la
manera de obtener los datos, no con periodos, etnias, naciones ni nada por el estilo.
Los objetivos de todos son los mismos, pero los procedimientos y las
posibilidades difieren. Ahora bien, existe una diferencia en la presentación de los
trabajos. Los etnohistoriadores han tomado de los historiadores la manera de
presentar la documentación que han empleado, fundamentalmente a base de citas.
Los arqueólogos utilizan el mismo sistema de citas para sus referencias a los autores
presentes o pasados, pero obran de distinta manera cuando se refieren a la base de su
trabajo, a su documentación. Respecto a esta, los etnólogos son un caso aparte.
Comencemos por la arqueologia. El material arqueológico procede de
excavaciones realizadas desde determinadas premisas. Las condiciones requeridas
han evolucionado con el paso del tiempo, y no deja de ser arqueologia la realizada
en el siglo XIX o a comienzos del XX, cuando se tenian otras ideas y otros medios,
aunque actualmente se empleen criterios diferentes. Por ejemplo, la protección de
los hallazgos del contacto ambiental no fue relevante hasta la existencia de pruebas
como el carbono-14.
El requerimiento de condiciones especificas de excavación y de la información
sobre ellas deja fuera de este epigrafe a los Ímózqueros y a los hallazgos fortuitos. Eso
no significa que debamos despreciar lo que ellos nos proporcionan, pero los
problemas de interpretación y, por lo tanto, de utilización de la información son
diferentes, y en gran medida entran en el campo del análisis iconográfico. Todo un
mundo, importantisimo para nuestro conocimiento, se halla expuesto en los
Museos, clasificados y fechados por analogia con piezas bien contextualizadas
proporcionadas por las excavaciones arqueológicas, aunque a veces surjan sorpresas,
como las del Templo Mayor de México-Tenochtitlan.
Otro problema relacionado con la procedencia arqueológica de la información
es el tipo de excavación realizada. Podemos encontrarnos con el descubrimiento de
un yacimiento, su excavación, descripción y origen de una cultura como con
excavaciones múltiples que traten de estudiar problemas concretos, como patrones
de asentamiento, orientaciones astronómicas, etc. No es lo mismo tener un solo
yacimiento, como en la cultura Chavin, que tener miles, como en la cultura maya.
Cada cual es libre de realizar el proyecto que desee o le permitan. El problema se
manifiesta a la hora de utilizar los datos para comparar sitios o para construir o
reformar interpretaciones. Si bien aún tenemos hallazgos -aunque esporádicos- de
culturas nuevas, nos preocupa el papel rector -casi dictador- de las excavaciones
antiguas. No olvidemos que el trabajo arqueológico es único: no se puede volver a
realizar lo ya hecho. La única prueba que queda es el informe detallado del
arqueólogo, cuya importancia ha eclipsado muchas veces el resto del trabajo del
arqueólogo. Predomina la descripción en la bibliografia y escasea el análisis, la
reconstrucción y fundamentalmente la critica de fuentes.
En nuestra experiencia arqueológica hemos encontrado los dos extremos
perniciosos de un mismo problema: el respeto a lo hecho anteriormente. Por un
lado, el respeto excesivo, que impide que se contradiga a los maestros, por lo que
necesariamente se concluye lo mismo que ellos y es imposible avanzar. Por el otro,
encontramos el prurito de tener siempre algo nuevo.
En el primer caso, a veces ocurre que la imposición es fisica. El jefe manda y los
discipulos obedecen o se atienen a las consecuencias que pueden ser buenas, como
ocurrió en la discrepancia surgida entre Sylvanus Morley y Eric Thompson en
tierras mayas, que nos llega a través del testimonio del último:

En el curso de nuestras exploraciones tropezamos con pequeños fragmentos de dos ani-


llos de piedra, como los del juego de Pelota de Chichén. Se hallaban en los escombros
existentes entre dos monticulos paralelos de laderas en declive. Concedimos poca aten-
ción a esa piedras de forma rara, porque en aquel tiempo no se sabia que los mayas tam-
bién tenian patiosâ para jugar a la pelota con lados en declive, y además se creia que di-
cho juego fue introducido por los mexicanos en una fecha muy posterior a la ocupación
de Cobá. No fue sino hasta tres años más tarde que el juego de Pelota de Cobá fue reco-
nocido como tal: una buena lección de cómo las ideas preconcebidas pueden hacer que
uno cierre los ojos a hechos claros y manifiestos (Thompson 1980: 61).
El otro extremo lo constituyen los tipos cerámicos mayas, pues cada
investigador ha puesto nombres a sus hallazgos, y la comparación es
extremadamente dificil.
La comparación es sumamente importante. Precisamente, son las similitudes
entre yacimientos las que permiten definir las culturas arqueológicas y crear
horizontes y áreas culturales, por lo que la transparencia seria algo muy deseable.
Algo que todos deberiamos tener claro -aunque no siempre es asi- es la firmeza de
la base documental. Cuando uno se enfrenta a una tabla cronológica de un área
determinada con las distintas secuencias arqueológicas, pareceria que todo tuviera el
mismo peso, y esto no es cierto. Existen culturas definidas por un solo yacimiento y
otras por muchos, por lo que no podemos conceder el mismo valor a lo que
sabemos de unas y otras. Una nueva ciudad maya no debe traer excesivas
modificaciones, pero un “segundo” Chavin -por seguir con los ejemplos ya citados-
seria, con toda probabilidad, un desafio cientifico en gran escala, como debe serlo la
inclusión de Cantona (Puebla, México) en los horizontes arqueológicos del México
Prehispánico.
Esto se relaciona con los elementos que permiten definir una cultura y las
proyecciones que realizamos. La arqueologia considera, como datos para definir, los
restos materiales analizados y clasificados más que las personas, y muchas veces se
han tomado nombres de grupos étnicos para denominar a las culturas arqueológicas,
creando algunas confusiones. Por ejemplo, en el valle de Oaxaca (México), tenemos
una cultura zapoteca sucedida por una cultura mixteca que crea la imagen de un
mundo zapoteca seguido de un mundo mixteca, cuando otros datos, como los
lingüisticos, nos revelan que los mixtecos son muy antiguos en el área, mientras que
los documentos escritos de la Colonia nos muestran a unos zapotecos prósperos en
el momento de la llegada de los españoles, por no hablar de los tiempos actuales.
Asimismo, la costumbre establecia los matrimonios interétnicos entre los dirigentes,
por lo que distinguir a unos de otros es muy dificil. Para lograr la colaboración entre
especialistas es preciso que los datos de unos sean inteligibles para los otros.
Otro problema de interpretación que presenta, según nuestra opinión, una
gran carga ideológica es el diferente trato que se da a distintas áreas. En
Mesoamérica encontramos los dos extremos: en el valle de México, contamos con
una cultura distinta para cada horizonte, mientras que en zona maya todos son
mayas desde el origen de los tiempos hasta hoy. Por un lado, los lazos entre
Teotihuacan y Tenochtitlan, por ejemplo, son notorios, y las diferencias entre
Uxmal, Tikal o Copán, evidentes. Es preciso ser conscientes de la inercia cientifica y
de las costumbres de los distintos arqueólogos en esas zonas.
Otro problema es la reconstrucción de edificios con criterios que no siempre
son explicados, y que en algunos casos han creado similitudes entre ciudades
distantes por voluntad de quienes los reconstruyeron. Actualmente se prefiere
especificar qué es original y qué es reconstrucción, pero no siempre ha sido asi, y
sobre los parecidos entre una parte de Chichén Itzá y la ciudad de Tula (Hidalgo) se
cierne una oscura sombra, relacionada con la interpretación -cada vez compartida
por menos especialistas- de la última ciudad como capital del Imperio Tolteca.
Es decir, existe la posibilidad de que algunos datos hayan sido construidos.
Sólo podemos conocer lo que pasa a través de la presentación de la información.
I-lemos señalado ya que los mayores esfuerzos se dedican a presentar los resultados
de las excavaciones, con gran profusión de ilustraciones: mapas, planos, dibujos,
alzados, fotografias, tablas y referencias continuas a operaciones, pozos, estratos,
niveles, etc. Todo contado y todo medido. Por el contrario, generalmente falta la
exposición de los criterios que llevaron a realizar precisamente esas operaciones y no
otras. Es decir, nos cuentan lo que ha aparecido, pero no los caminos que han
conducido a esos hallazgos. Esto último es importante en Arqueologia, pues
podriamos haber seguido ignorando la existencia de campos de juego de pelota con
talud en el periodo clásico maya con toda tranquilidad. Otro problema es la falta de
precisión de las circunstancias en que se hicieron las cosas, la cualificación y pericia
de los ayudantes, las relaciones entre las distintas partes del proyecto, el nivel que
ocupaba el autor del trabajo en el organigrama, la participación de elementos
externos en la determinación del lugar que se ha de excavar (permisos o
imposiciones, por ejemplo), etc. En definitiva, la expresión de qué estaban
buscando, cómo lo hicieron, qué encontraron y, entre esto, qué tomaron en
consideración y en función de qué criterios. O lo que es lo mismo, la participación
del arqueólogo en la “construcción” de los datos. Dicho de otra manera, si con el
trabajo arqueológico obtenemos datos que son utilizados como fuente de
conocimiento, debemos hacer “critica de fuentes” de ese trabajo para poder valorar
su utilidad. En este sentido, el trabajo del arqueólogo se empareja con el del
investigador en el archivo, y los informes arqueológicos con la edición de
documentos.
La etnologia tiene un fondo y unos objetivos comunes con la etnohistoria y la
arqueologia, pero presenta algunas caracteristicas que la diferencian claramente. La
primera es la manera en que incide en ella el factor tiempo, y la segunda, la
influencia del secreto profesional en la presentación de los resultados y su
repercusión en las posibilidades de evaluación de las fuentes.
Ya nos hemos referido a la influencia del tiempo, que se explica mejor con
ejemplos que de manera teórica: cuando Malinowski estudió a los trobriandeses
estaba haciendo etnologia, pero cuando los estudiamos nosotros a través de las obras
de Malinowski, ¿estamos haciendo etnologia o “estudiando un pueblo a través del
testimonio legado por un observador ajeno a esa cultura”? Evidentemente, el
observador tenia intereses, pero también los tenia fray Bernardino de Sahagún. Y si
hacemos trabajo de campo en las islas Trobriand mientras leemos a Malinowski,
estaremos realizando dos cosas a la vez, o utilizando dos vias para la resolución de
un mismo problema si seguimos a Carrasco.
El factor tiempo tiene otra vertiente, que vincula en este caso a la etnologia con
la arqueologia. Asi como el arqueólogo al trabajar destruye la evidencia -motivo por
el cual debemos exigir el mayor rigor en la documentación de sus hallazgos- el
momento en que se realiza un trabajo de campo etnográfico es único e irrepetible.
Un trabajo similar en otro tiempo puede arrojar resultados diferentes, pues las
sociedades cambian continuamente. Es cierto que hay estructuras más permanentes
y que podriamos hablar de “larga” y “corta” duración en los estudios etnológicos,
pero la relación entre el investigador y el objeto de estudio es tan estrecha y personal
que podriamos decir que “imprime carácter”. Por ejemplo, esto se manifiesta en la
relación entre el etnólogo y los informantes. La elección de éstos o de un ayudante
local es de capital importancia. Existen muchos factores que pueden mediatizar esta
relación, como el sexo del investigador y las costumbres locales respecto a las
relaciones entre hombres y mujeres, que, si bien pueden ser paliados actuando en
pareja, esto tampoco está exento de inconvenientes. Asimismo, la lengua suele tener
un papel importante en esta selección.
El problema estriba en que estos informantes constituyen, junto con la
observación participante, la base de la documentación del etnólogo, quien, debido
al “secreto profesional”, no puede revelar quién le ha suministrado los datos.
Tampoco puede divulgar las circunstancias personales que podrian proporcionarnos
una idea acerca de la competencia del informante en los asuntos tratados (tales
como sexo, edad, nivel de instrucción, estado civil, competencia linguistica,
profesión), pues en comunidades pequeñas, puede equivaler a revelar su nombre. El
asunto es más importante cuando las informaciones se reciben como confidencias.
Esto convierte a los etnólogos, tomando la expresión de Geertz, en los más autores
de todo el ramo.
Esta conversión vuelve al etnólogo en el más necesitado de la confianza de sus
lectores, pues es más dificil verificar sus aseveraciones. Algunos autores, como
Sturtevant (1966), han propuesto utilizar las notas de campo de los etnólogos como
documentación, pues al no haber sido elaboradas, pueden incluir detalles o aspectos
que no interesaron en su momento al etnólogo pero que pueden ser capitales para
un colega, principalmente cuando el tiempo ha cambiado esa sociedad o la ha hecho
desaparecer.
No debemos pensar que lo que hemos dicho implica falta de rigor en los
estudios etnológicos. Por el contrario, los profesionales conocen las circunstancias
de su oficio y tratan de mejorar los aspectos que lo permiten. Consecuentemente,
buscan nuevas vias para adquirir información, contrastarla y controlar su calidad.
No se trata de llegar a una comunidad y preguntar al primero que encontramos lo
que se nos ocurre en ese momento. Es mucho más complejo y requiere más esfuerzo
previo, pues el etnólogo es consciente de que nunca se vuelve al mismo lugar. Un
ejemplo de ello es la conferencia que tuvo lugar en la National Science Foundation,
en Washington D.C. en 1985 sobre la “Construcción de datos primarios en
antropologia cultural” (Bernard, Pelto, Werner, Boster, Romney, johnson, Ember y
Kasakoff 1986), en la que el interés principal fue la recolección de datos. En ese
aspecto, volvemos a coincidir con Carrasco.
Resta referirnos a la etnohistoria, que como es el tema del libro, cuenta con un
capitulo aparte (el 4). No obstante, deben ser dichas algunas cosas más. Entre los
inconvenientes que la etnohistoria de América, sobre todo la colonial, ha tenido que
afrontar, encontramos la fragmentación, las modas y las injerencias.
En la fragmentación, hay dos aspectos que merecen ser destacados. Por un
lado, el estudio de problemas “concretos” en tiempos y espacios reducidos, como la
tenencia de la tierra o los cabildos de indios, en detrimento de estudios de conjunto
que permitan enmarcar esas investigaciones concretas. Sabemos mucho de muchas
cositas y poco de la generalidad de la evolución de las sociedades indigenas
coloniales, excepto algunas honrosas excepciones. La otra cara de la fragmentación
se relaciona con las injerencias, que debemos centrar en las naciones actuales y su
diferente forma de considerar el pasado. I-Iay distinciones entre la historia maya en
Guatemala, México, Honduras o Belice, pero hay muchas más sobre la historia de
los Incas vista desde Perú, Bolivia, Ecuador o Argentina. Por una parte,
encontramos la identificación de los investigadores con la gente del pasado, y con
ella la magnificación de una parte de ese mismo pasado en detrimento de otra.
Poniendo un caso extremo, Perú se identificaria con I-Iuascar y Ecuador con
Atahualpa en el momento de la conquista. Pero lo cierto es que estos problemas
afectan a la concepción de los proyectos de investigación, a su realización y a la
integración de los resultados en un modelo común que funcione.
Al decir que tenia relación con las injerencias pensaba en las politicas. Desde la
emancipación -o creación en muchos casos- de las naciones americanas, hay interés
en que el pasado haya sido de una determinada manera y no de otra. Por ejemplo -
y esto afecta a casi toda América- si a los indios -o mejor dicho, a una parte de
ellos- no les fue tan mal tras la Conquista Española, los españoles no resultan tan
malos, y se resienten los motivos de las sublevaciones. Claro que la incidencia de la
politica no es un problema americano solamente, pues en España hemos tenido un
muy claro ejemplo en el siglo XIX y lo seguimos teniendo con las historias que
tratan de justificar la existencia separada de algunas regiones. Y como los vientos
politicos cambian, las injerencias también lo hacen, y entran las modas, que afectan
también a los temas y a la forma de tratarlos. En el caso que nos ocupa, la
etnohistoria ha servido para reivindicar el estudio de los pueblos indigenas. Un paso
siguiente -necesario para mi- es la integración de los estudios sobre indigenas con
los estudios sobre otras etnias que convivieron con ellos, fundamentalmente el
mundo español colonial. Y los apoyos a unas u otras versiones de la historia deben
fundamentarse en las pruebas, lo que generalmente quiere decir en la valoración de
los documentos, no en caprichos o intuiciones, ni en celos o manias. Algunos casos
serán comentados en el capitulo siguiente, pero merece la pena mencionar el papel
de las elites indigenas, la valoración de López de Gómara y Bernal Diaz del Castillo,
y la autoria de la Nueva crónica y buen gobierno que implica a Martin de Murúa y
Garcilaso de la Vega el Inca.
Las modas y las injerencias no son nuevas, sino que también afectaban a los
historiadores del pasado, a muchos de los cuales llamamos “cronistas” y utilizamos
como fuente de conocimiento. El sesgo de utilizar más -o de creer más- a unos que
a otros incide en la interpretación global que se hizo entonces y en la que se hace
actualmente. En Mesoamérica, las diferencias de interpretación del Imperio Azteca
giran más alrededor de si era el Imperio de Tenochtitlan o el de la Triple Alianza,
pero excepto este punto, no hay grandes discrepancias. Algunas más están
comenzando a aparecer en el estudio del periodo anterior, conforme se extiende la
duda sobre la identificación de la capital del Imperio Tolteca con la ciudad de Tula
(I-Iidalgo). En el Area Andina, por el contrario, las diferencias son mayores, y el
abismo que existe entre las distintas interpretaciones de las caracteristicas del
Imperio Inca es muy grande. Dado que gran parte de esas disensiones proceden de
la selección y critica de fuentes, está claro que el proceso de critica de éstas es clave,
y que la resolución de asuntos como el mencionado en el párrafo anterior (sobre el
que volveremos en el capitulo siguiente) es de primera importancia para todos.

Lm tig in so br1Amr1Ind1gn
a'ves'ac'ó ea é'ca 'ea

Si bien dividimos para poder abarcar más, después es preciso unificar. Si no


estamos coordinados, si no buscamos las mismas cosas y exponemos los resultados
de manera mutuamente inteligible, no avanzamos, y los ilusos que creemos en las
palabras de Alfredo Jiménez (1972: 165) encontramos dificultades para trabajar y
para formar nuevos investigadores:

Espacio, tiempo y problemática son variables tan amplias y complejas en la historia cul-
tural del Nuevo Mundo que para su elaboración resultan absolutamente necesarias la di-
visión en partes y la especialización en métodos. Sin embargo, esta necesidad práctica no
invalida el hecho cientifico de que el desarrollo cultural de América es un proceso conti-
nuo y de una misma naturaleza que debemos intentar reconstruir, analizar e interpretar
como un todo.

Además de los lenguajes particulares de cada disciplina, nos separan los


objetivos, que no están armonizados y dificultan, de este modo, la conexión entre
los estudios de unos y otros para analizar secuencias cronológicas más amplias.
Gibson (1961: 279) señalaba que la etnohistoria del periodo colonial es distinta de
la prehispánica, debido a la presencia en el primer caso de los españoles y a que debe
atenderse al estudio de las relaciones de los indios con éstos. No obstante, son cada
vez más los estudios recientes que comienzan en el periodo prehispánico y conectan
con el colonial, estableciendo secuencias inteligibles mediante trabajos personales.
De esta manera, comienzan a superarse algunos de los problemas que las diferencias
de enfoque, las elecciones de objetos de análisis distintos y la consideración de
unidades diferentes nos han causado.

El estudio de las culturas prehispánicas difiere mucho del de las culturas indígenas ac-
tuales, aunque ambas hayan sido cultivadas por antropólogos. Por una parte, las caracte-
risticas de las culturas mismas -el contraste entre las antiguas civilizaciones aborigenes y
las pequeñas comunidades rurales de hoy- forman la base para esas diferencias. Pero a
ellos se une la visión fragmentaria de las culturas antiguas determinada por lo limitado
de la información que se encuentra en las fuentes escritas y, sobre todo, en el material
arqueológico, en contraste con la posibilidad de estudiar todos los temas imaginables al
tratar de las comunidades vivas como lo hace el etnógrafo de campo. A todo esto se aña-
den, además, las diferencias de orientación que han caracterizado a los estudios de uno y
otro tipo: la prevalencia de las distintas escuelas de “antropologia social” en los estudios
del indio moderno contrasta con los estudios de arqueologia y etnohistoria donde ha
dominado el enfoque puramente descriptivo o “histórico”, y los intereses teóricos más
usados han sido los derivados de la tesis de Morgan y Bandelier acerca de la sociedad
prehispánica o las interpretaciones ecológicas, ambos distintos a los intereses dominan-
tes en la antropologia social (Carrasco 1987b: 27).

Las reflexiones de Carrasco están basadas en su experiencia mesoamericana,


pero pueden extrapolarse a otras regiones de América, donde los problemas son
similares. Lo mismo podemos hacer con su descripción de los temas abordados por
unos y otros:

De este modo los estudios de las distintas épocas en el desarrollo de las culturas indige-
nas de México han sido hechos por grupos de investigadores diferentes que han concen-
trado su atención en los materiales que sus fuentes hacen más facilmente accesibles, re-
calcando las peculiaridades tipicas de los distintos periodos y elaborando las diferencias
de orientación o las modas que ha desarrollado cada disciplina. Exagerando, podemos
decir que los arqueólogos estudian ceramica, pirámides, inscripciones y calendarios, con
alguna especulación acerca de los sistemas agricolas practicados y el tipo de organización
politica que pudiera haber sido determinado por ellos. Para el etnohistoriador hay abun-
dante material sobre fiestas religiosas, sacrificios humanos, leyendas migratorias y dinas-
tías y se ha especulado sobre ciertos problemas planteados por la interpretación de Mor-
gan y Bandelier, por ejemplo la existencia de propiedad privada o si el eózévullí era un
clan. En los estudios del indio colonial encontramos otros temas dominantes como el
tributo, los servicios personales, las congregaciones, la cristianización y la demografia.
En los estudios de etnografia moderna el tratamiento suele ser más completo pero tam-
bién se han favorecido ciertos temas como mercados, compadrazgo, mayordomias o re-
laciones interétnicas y se ha especulado acerca de la naturaleza “folk” o campesina de las
comunidades indígenas.
En la medida en que los intereses especiales estudiados en cada etapa histórica respon-
den a las caracteristicas de ese periodo encontramos una buena definición de las trans-
formaciones que han sufrido las culturas indígenas a través de la historia; pero en la me-
dida en que los distintos especialistas han favorecido lo que les era más fácil estudiar o
más de moda en su especialidad, encontramos contrastes creados por los mismos inves-
tigadores que dificultan los estudios comparativos de distintos períodos históricos (Ca-
rrasco 1987b: 27-28).

Uno de los problemas a los que nos enfrentamos es la costumbre de referirnos


solamente a lo que nuestra documentación refiere, dejando vacios entre los temas
investigados que impiden la articulación de los distintos estudios para intentar
reconstruir el conjunto de la sociedad. En ocasiones no advertimos que las cosas no
dejan huella, y eso se relaciona con la manera de trabajar y con la formulación del
proyecto de investigación, como veremos en el siguiente capitulo. También con las
modas o las costumbres, que son modas que perduran. No ha estado de moda
profundizar en la idea de Gibson que hemos expuesto y calibrar qué supone a la
definición de indio la llegada de los españoles. No implica simplemente, como él
señalaba, estudiar las relaciones, sino que la cuestión va más allá (Rojas 1997b).
Carrasco mencionaba las transformaciones de las culturas, por lo que debemos
comenzar por preguntarnos: ¿qué son las culturas? Los nombres dados a los pueblos
indios en la Colonia y hoy dia no coinciden con los que utilizan los arqueólogos ni
muchas veces con los que los indígenas se denominaban o se denominan hoy, pues
en esta materia también ha habido cambios. Y establecer con quién hay que realizar
el enlace se dificulta en gran manera. Los europeos que entraron en contacto con los
pueblos americanos les dieron nombres geográficos, los nombres con los que ellos se
llamaban -más o menos bien entendidos- asimilaron lenguas a culturas o tomaron
como nombres de pueblos las unidades politicas. En ocasiones, estuvo de moda una
denominación en detrimento de otras, que fueron olvidadas: aún está abierta la
pugna por llamar Imperio Cullflúez-Mexieez al que gobernó Motecuhzoma en vez de
Imperio Azteca, y parece que durará.
Las unidades políticas presentan problemas interesantes. Una entidad política
puede abarcar diferentes “culturas” sometidas por una u otra razón, y una “cultura”
puede tener diferentes unidades políticas, poco deseosas de ser identificadas entre sí.
Asimismo, dentro de cada una de ellas pueden coexistir distintos niveles que
multipliquen las divisiones. Es muy probable que un noble maya o inca se hubiera
sentido insultado si lo hubiéramos identificado con la gente común de su región.
La llegada de los españoles trajo, entre otras cosas, el término “indio”, que
genera enormes confusiones. En primer lugar, agrupa a los naturales de América
para distinguirlos de los europeos, pero la realidad es que los pueblos americanos
llevaban siglos interactuando, nombrándose los unos a los otros, enfrentándose,
colaborando, mezclándose y realizando cuantas actividades humanas se nos ocurran.
Lo que nunca se les ocurrió es considerarse iguales unos a otros. Incluso algunos
desconocian la existencia de muchos de los otros. Es preciso preguntarse cómo
vieron los quichés a los tlaxcaltecas que llegaron con Pedro de Alvarado a
conquistarlos o, con más distancia aún, cómo consideró la gente de los Andes a los
tlaxcaltecas que llegaron acompañando al mismo Pedro de Alvarado y se quedaron
cuando éste se fue. Tampoco se producian identificaciones en lugares reducidos: en
el Imperio Inca habia divisiones incluso en el seno de la misma etnia dominante, y
lo mismo ocurria en el Imperio Culhúa-mexica. El reconocimiento de esa situación
permite entender mejor lo que ocurrió a partir del contacto con los españoles,
incluyendo que esas divisiones, esas facciones existentes, alinearon a partes de los
grupos indígenas en bandos opuestos. Esta situación se ha ocultado con el éxito de
las visiones de los vencidos. Un título muy claro, con peso ideológico, es el del libro
de Nathan Wachtel (1976): Los vencidos. Los ina'ios a'el Perú frente a la conquista
española, que es una fiel traducción del original en francés. Tal como está redactado,
implica que todos los indios fueron vencidos, pero la lectura del texto descubre
personajes como el cañari Francisco Chilche o el inca Cristóbal Paullu, y grupos -o
parte de ellos- como los chancas o los mismos cañaris que estuvieron en el bando
vencedor. Y si nos empeñamos en que todos son indios, debemos asumirlo, y si eso
supone la existencia de indios vencedores, habrá que estudiarlos (ver Rojas en
prensa).
La elección de las unidades de análisis es de gran importancia. No es lo mismo
estudiar a los zapotecos del Postclásico -parte de los cuales formaban parte del
Imperio Culhua-mexica- que a éste, que incluía a parte de aquéllos. Del mismo
modo, en el período Colonial, no es lo mismo elegir una etnia, una localidad o una
región, o lo que es peor, una sola etnia en una región, omitiendo las otras. I-Iay
muchos libros y artículos del período Colonial que estudian a los indios de un
determinado lugar, excluyendo a los españoles (y demás grupos) que pudiera haber
en el mismo sitio, tergiversando de este modo la reconstrucción. No se trata de que
vivan en un mismo lugar, sino que lo hacen juntos y se relacionan hasta el punto de
conformar familias, que se integran en redes cada vez más intrincadas que
involucran españoles de distintas procedencias, indios de diferentes etnias y mestizos
con porcentajes muy variables de cada cosa. Cada uno se adscribe por criterios unas
veces biológicos y otras clasificatorios, cuando no cambian o simultanean sus
condiciones. Es necesario que el marco de referencia comprenda y articule a las
partes. En el contexto que generalmente empleamos, es muy difícil encuadrar
muchas cosas, entre las que se cuenta uno de nuestros personajes favoritos: el inca
Bohórquez, español peninsular (Lorandi 1997). Para establecer el vínculo entre los
indios prehispánicos y los actuales, es imprescindible estudiar la evolución de los
indígenas en la Colonia y en el siglo XIX, incluidos los que eligieron dejar de ser
indios o que su prole lo hiciera. De todos modos, para comprender la sociedad
colonial, es necesario estudiarlos a todos juntos.

Q. Este es un ejemplo de los peligros de las traducciones. Aunque “court” signifique patio, en este
contexto se refiere a un campo de juego o cancha.
CAPITULO 6: TEMAS DE LA ETNOHISTORIA DE AMERICA

Vamos a presentar una serie de casos en los que la evaluación de la


documentación tiene un papel determinante en el conjunto de la investigación, y
que sirven de ilustración a las clasificaciones y tareas enumeradas en el capítulo
anterior. Una breve introducción en cada caso vinculará el ejemplo con la teoria.
Por razones obvias, los ejemplos tienen una especial vinculación con nuestro propio
trabajo, lo que explica el predominio de casos mesoamericanos.

Puntos de vista: Títulos Primordiales y Códices Techialoyan

Las fuentes no son primarias ni secundarias. Son documentos con una historia,
adecuados o no a nuestros intereses. De acuerdo con las preguntas que les
formulemos, podrán o no responderlas. Entre ellas podemos incluir el ¿qué eres?,
cuya respuesta puede condicionar la caracterización de genuino o falso, verídico o
falaz, que le otorguemos. La respuesta tendrá consecuencias, independientemente de
cuál sea.
Existe una sección entera del Catálogo de Códices del Handbook of Mia'a'le
American Ina'ians dedicada a los Co'a'iees Teeloialoyan (Robertson 1975). Deben su
nombre al primero que se encontró, el del pueblo de San Antonio Techialoyan, en
el Estado de México. En general, son descripciones de las tierras que tenian
diferentes pueblos, hechas en nahuatl y con pinturas, en papel de amate, y
pertenecen a la segunda mitad del siglo XVII o primera mitad del XVIII. I-Ian
generado muchas discusiones sobre su autenticidad, pues contienen errores tan
evidentes como el del documento que mencionó González. Por esto motivo, han
sido calificados de falsificaciones, cuando en realidad sólo parte de su contenido es
falso. Los investigadores se han centrado en la discusión de los contenidos, desde
una óptica de la historia de los pueblos, descuidando la clave del asunto: el papel de
prueba en los pleitos que estos documentos tuvieron. Desde la perspectiva de la
historia de los pueblos, son documentos falsos de contenido falso en ocasiones y
auténtico en otras. Desde la perspectiva de la lucha por la tierra, son documentos
auténticos, presentados en juicios y aceptados en muchos casos, con parte del
contenido falso y parte auténtico. Actualmente sabemos que están relacionados con
documentos en caracteres latinos en castellano o nahuatl de la misma época y
también referentes a las posesiones de los pueblos, llamados Titulos primora'iales, lo
que debe dar nuevas dimensiones al problema. El hecho de que unos y otros sean
falsificaciones o “construcciones” de la época los convierten en documentos
auténticos sobre el modo de pensar de la gente, el mundo en que vivian y el modo
como se gestionaban los procesos. No pensaban que iban a tener validez, sino que la
tuvieron. Consecuentemente, hubo “falsificadores” con éxito y otros de escaso nivel
(ver Rojas 2006). Para comprender estos documentos, pues, no basta con
catalogarlos como códices y estudiarlos desde ese único punto de vista, sino que es
preciso ampliar el campo y atender a la configuración e historia de los pueblos
indígenas mexicanos para llegar a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII,
momento en el que se produjeron grandes cambios y hubo necesidad de una
documentación que no existia. En algunos casos, esta carencia se debía a que los
pueblos no tenian derecho a ella, en otros a que se habia perdido o a diversos puntos
intermedios entre estos dos extremos. Unos pueblos optaron por crear un tipo de
documento de supuesta tradición indígena, los Co'a'iees Teeloialoyan, y otros
prefirieron los documentos en caracteres latinos, en nahuatl o castellano, que
conocemos por el nombre de Titulos primora'iales. Algunos, ante la indecisión sobre
cuál de los dos tipos produciría mejor efecto, optaron por presentar ambos.
Asimismo, recientemente hemos sabido que no son solamente documentos de
pueblos, sino de linajes dominantes de ellos, y que en algunos sitios se acumularon
versiones distintas de la historia del lugar, favorable, claro está, a sus patrocinadores.
En Cuernavaca, el número de títulos hallados crece continuamente y asciende ya a
16 (I-Iaskett 1998: 159). Es una historia que se está escribiendo ahora y que debe
servir de marco para evaluar estos documentos y qué nos aportan para escribir la
historia, pues muestran unos pueblos indígenas -a veces diminutos- muy activos.

En ciencia, lo más simple es más verosímil

En 1996 se publicó un libro con una temática curiosa por lo inhabitual (Lutz y
Dakin 1996). Se trata de la paleografía, traducción y estudio de una serie de cartas
enviadas por indígenas de Guatemala a Felipe II en 1572, que se encuentran en el
Archivo General de Indias, en Sevilla, en la sección Audiencia de Guatemala. I-Iasta
aqui todo parece normal. Lo inhabitual es que están escritas en nahuatl, la lengua
hablada predominantemente en el centro de México, y no en la lengua maya.
Christopher Lutz menciona en la introducción (1996: XIII) que en 1576 los
mismos pueblos enviaron otras cartas al rey en castellano. Entre las razones para ello
esgrime las siguientes:

Nos preguntamos si el cambio al español en 1576 fue debido a la falta completa de una
respuesta positiva, o por lo menos que hubiera dado cierta esperanza a los solicitantes, o
si tanto los líderes indígenas como sus supuestos consejeros religiosos pensaron que sus
quejas serían escuchadas con mayor atención si se escribían en el idioma de los gober-
nantes europeos (Lutz y Dakin 1996: XIII).

¿Por qué no hacerlo así desde el principio? El autor sugiere una explicación de
su escritura en nahuatl:

Como discutiremos en forma mas detallada en nuestras notas históricas, nos parece que
el que los documentos presentados aquí fueran escritos en nahuatl se debió a la influen-
cia de algunos frailes franciscanos y dominicos, quienes hubieran indicado a sus indios
feligreses, que sus Memorias tendrían mas impacto escritas en nahuatl (Lutz y Dakin
1996: XIII).

Si los frailes creían que las quejas tendrían más fuerza si se efectuaban en lengua
indígena, ¿por qué no eligieron la maya, hablada por los indios de la región? O el
latín, pues existen abundantes testimonio de su uso por los indígenas de México. El
oidor Brizeño, que firma la Memoria 1 que sirve de presentación, sostiene que los
indios le escriben “en su lengua” (Lutz y Dakin 1996: 2), lo que parece contradecir
la afirmación de Lutz y Dakin de que lo hacían en nahuatl instigados por los frailes.
Con ello abrimos un frente sobre las manifestaciones de los mismos personajes que
intervinieron en la creación de los documentos. Veamos ahora algunas noticias más
pertinentes a este tema que se encuentran en las memorias.

Memoria 7:
No nos consideran vecinossl (Lutz y Dakin 1996: 33).
31. Los guatemaltecas de la Ciudad Vieja se consideraban merecedores de una relación
mas estrecha con los conquistadores españoles y con sus aliados mexicanos, siendo éstos
últimos vecinos dentro del mismo pueblo. Así, en 1575 los alcaldes y regidores guate-
maltecas explicaban: “...somos vasallos de S.M. y con los conquistadores españoles y
ahora nuestros hijos y nietos somos agraviados con el gran trabajo como pobres que so-
mos”. Véase “Los indios que eran esclavos...”, AGI, Guatemala 54, fol. 26vo. En el tex-
to localizado entre las notas 35 y 36 de esta misma Memoria, hacen mención de una
provisión que la parcialidad había recibido de parte del “gobernador Brizeño sobre los
conquistadores guatemaltecos” e inmediatamente después se refieren a ellos mismos co-
mo “los hijos de los conquistadores”. Parece que al igual que sus vecinos españoles, los
guatemaltecas de la Ciudad Vieja creyeran que ellos mismos y sus antepasados habían
adquirido un status legal especial, como resultado de su participación en la conquista
como aliados de don Pedro de Alvarado (Lutz y Dakin 1996: 104-105).

Si bien se menciona la presencia de indígenas mexicanos (que son los que


hablaban nahuatl), no son asociados por los autores con la lengua de las memorias.
Terminemos con esta memoria:
También el secretario nos quitó el documento que hizo el gobernador Brizeño sobre los
conquistadores guatemaltecos.
Los hijos de los conquistadores trabajaron quince días presos en el tequio para su Majes-
tad y el secretario los inscribió [en el padrón].É Ahora trabajan. Así nos afligen (Lutz y
Dakin 1996: 35).

Karen Dakin firma un capítulo titulado “El nahuatl de las memorias: los rasgos
de una lingua franca indígena” (Lutz y Dakin 1996: 167-189) y entre las razones
para la presencia del nahuatl no menciona a los conquistadores de Guatemala:

A quien no conoce bien el período Colonial de Centroamérica, le puede parecer extraño


que la lengua usada en las Memorias sea el nahuatl y no un idioma mayense como el
cakchiquel, que se habla, en la actualidad, en los pueblos que se encuentran alrededor de
Santiago de Guatemala. El fenómeno se explica a partir de varios factores. Por una par-
te, existían colonias de habla nahuatl en la parte sur de Mesoamérica, probablemente
desde la etapa final del Clasico tardío. Por otra, el nahuatl se usó durante el imperio az-
teca para establecer comunicación con otros grupos. Finalmente, para sus fines adminis-
trativos, los españoles siguieron la práctica tradicional existente y utilizaron a la vez el
nahuatl y el español (Lutz y Dakin 1996: 167).

De los siete escribanos presentes, el de la memoria 2 utiliza el náhuatl clásico, y


los otros 6 una variante dialectal que Dakin califica de lingua franca en función del
análisis dialectal (Lutz y Dakin 1996: 170), mediante el cual llega a la conclusión de
que los escribanos no conocían muy bien el náhuatl (Lutz y Dakin 1996: 171).
Asimismo, afirma (p. 185) que tampoco eran los tlaxcaltecas que acompañaron a
Alvarado, aunque su lingua franca y el dialecto tlaxcalteco comparten algunos
rasgos.
Consideremos la alternativa: aceptar la protesta de los autores de las memorias
que afirmaban ser descendientes de los conquistadores y la mención del oidor
Brizeño de que estaban escribiendo “en su lengua”. No solamente los tlaxcaltecas
acompañaron a Pedro de Alvarado en la conquista de Guatemala, sino gente de
otras procedencias. Y también lo hicieron en otras muchas conquistas, aunque es un
tema al que se ha dedicado poca investigación. Y precisamente en uno de esos pocos
trabajos encontramos un párrafo que nos resulta interesante:

En 1573, los indios mexicas, tlaxcaltecas, zapotecas, cholultecas, mixtecos y de otras na-
ciones novohispanas, radicados en las ciudades de Ciudad Vieja o Almolonga (Guate-
mala), Cuzcatlán o San Salvador, Ciudad Real de Chiapa, Gracias a Dios y Comayagua
(Honduras), San Miguel y otras poblaciones centroamericanas, levantaron una proban-
za que llenó centenares de páginas y que ha llegado hasta nosotros. El objeto de su ges-
tión era demostrar que ellos no podían ser rebajados a la categoría de tributarios, como
había pretendido unos años antes el presidente y gobernador de la provincia de Guate-
mala, el licenciado Landecho. É

Es decir, había indígenas de habla nahuatl establecidos desde mucho tiempo


antes en Guatemala en 1572, a los que nadie tendría que convencer de que
escribieran en su lengua. Deberíamos hacer un seguimiento de los nombres y
comparar, entre otras cosas, los que aparecen en los documentos de Lutz y Dakin y
los que se presentan en los de Martínez y Assadourian, y rastrear en la
documentación eventuales apariciones, dado que es posible que los alcaldes hayan
dejado algún rastro. Y por supuesto, explicar el asunto del dialecto y los errores de
los escribanos. Se nos ocurre que pueden ser de los escribanos, que no son los
autores intelectuales, o de la capacidad lingüística de gente de bajo nivel social, cuyo
lenguaje puede distar mucho del de las elites letradas.

El influjo de las modas

No estamos libres de los vaivenes de las modas. Periódicamente, algunos temas


cobrán actualidad y otros pasan a un segundo plano, sin que esto implique que
estén resueltos. Un ejemplo quizás paradigmático sea el estudio de la correlación del
Calendario Maya, muy frecuente en las investigaciones hasta los años 1970 y
prácticamente desaparecido desde entonces, aunque la cuestión dista mucho de estar
clara. Algún día será preciso reabrir el debate, a pesar del miedo que nos provoca lo
que pueda suceder, pues si movemos la cronologia de los mayas clásicos, deberemos
revisar la de todo el pasado mesoamericano, hecho que resultará muy incómodo.
Además de los temas, están los autores, los de hoy y los del pasado. Dada
nuestra obligación de revisar la bibliografia al emprender una investigación, es
frecuente encontrar trabajos antiguos dedicados a temáticas parecidas a las nuestras,
que o no tuvieron impacto o han sido prácticamente olvidados. En ocasiones se
trata de meros estudios pioneros, pero en otras encontramos obras bien planeadas y
desarrolladas, que pueden leerse de manera diferente a la luz de los conocimientos
del momento actual. Todos los escritos cambian, porque lo hacen los lectores,
aunque aquellos sean por naturaleza inmutables.
Con la valoración de los documentos antiguos encontramos distintos vaivenes,
muchas veces impulsados por gustos pasajeros o manías, pero también basados en
argumentaciones convincentes. Cada vez que se produce un documento, ocurre una
especie de cataclismo de mayor o menor magnitud, muy vinculado a cuestiones
personales de los investigadores más que a asuntos científicos. Y lo que buscan los
investigadores “no comprometidos” con el problema son opiniones razonadas a
partir de las cuales basar sus propias conclusiones. Presentaremos dos ejemplos para
ilustrar este tema.
El primero se relaciona con los relatos sobre la conquista de México. Solemos
dividirlos entre los producidos por testigos presenciales y los que hablan de
segundas, bien sean obra de españoles o de “indígenas” (que casi siempre son
mestizos). La primacía de estos relatos la ostenta -¡cómo noi- I-Iernán Cortés con
sus Cartas a'e relación, de las que falta la primera, aunque la costumbre ha incluido
en las ediciones la que envió el cabildo de la Villa Rica de la Veracruz relativamente
al mismo tiempo. En ellas, Cortés es el protagonista absoluto de la conquista, el
artífice del “milagro”, en detrimento de sus capitanes, de sus soldados y de sus
aliados. No obstante, no podemos negarle el mérito de haber escrito sobre la
marcha, sin conocer el resultado final de sus empresas, y de haber descrito la ciudad
de Tenochtitlan cuando estaba en pie y funcionando. Junto a él ha estado en el siglo
XX, en lo más alto de nuestra estimación, el relato de Bernal Diaz del Castillo, La
/vistoria 1/era'aa'era a'e la Conquista a'e la Nueva España, en la que el papel de los
capitanes y los consejos fue decisivo. La prosa fluida y la prolijidad de sus
descripciones le han valido un lugar entre los clásicos de la lengua española, y ha
cautivado de tal manera que las verdaderas motivaciones de la redacción de la
verídica historia han quedado relegadas a un segundo plano. Estas eran
fundamentalmente dos: engrandecer las hazañas del autor y rebatir lo escrito por un
cronista que no había pisado la Nueva España: Francisco López de Gómara, quien
en la primera parte de su Hispania Vietrix había relatado la conquista de México
otorgando el protagonismo absoluto a I-Iernán Cortés, hasta el punto de que sus
críticas al emperador por la poca recompensa recibida por el conquistador pudieron
estar detrás del secuestro de la obra en el siglo XVI (ver Rojas 1987). Lo cierto es
que cada vez que Bernal Diaz ataca a Gómara por alguna razón, queda mal, pues o
no tiene razón o cita equivocadamente (Rojas 1987, 2004). Todo parecia ser una
cuestión de enemistades o necesidades personales, pues Bernal aducía encontrarse
pobre y con familia crecida, y solicitaba recompensas. Uno podia tener más simpatia
por uno o por otro, y pensar que, aunque Bernal Diaz le tuviera encono a Gómara,
el resto seguia siendo un sensacional relato de una gran hazaña. Pero en 1996
apareció el artículo de Michel Graulich, quien nos presenta un análisis minucioso
del relato de Bernal Diaz del Castillo. En él se demuestra que Medina del Campo
presumió de haber participado en acciones en las que no tomó parte y del que dice
que no titubeó en mentir e inventar (Graulich 1996: 63). Por ello Bernal comete
algunas inexactitudes:

Et le fait est que Bernal Díaz apparait dans ses écrits comme imbu de lui-même, fausse-
ment modeste (“de sabios siempre se pega algo a los idiotas sin letras como yo soy”,
chap. 212), vaniteux, envieux, ambitieux et partial. On sait aussi qu'il est rancunier, qu
'il se trompe souvent et qu'au besoin n'hésite pas a deformer consciemment les choses
et á mentir. À l'en croire, il figure parmi les soldats qui conseillent a Cortés de détruire
ses vaisseaux; il est au courant de tout que se trame ou se dit, aussi bien dans les conseils
de Cortés que dans ceux de Montezuma; il est de ceux qui menacent leur capitaine d'es-
tocades s'il pactise avec Narváez (chap. 122) et tout cela alors qu'il n'est qu'un soldat
obscur, resté dans le rang, dont personne ne parle, pour lequel Cortés écrit une attesta-
tion des plus neutre et donc le rôle joué dans la conquête du Mexique n'est connu que
par son propre témoignage. Le silence de Cortés et d'autres conquistadores a son sujet a
d'ailleurs poussé un auteur du siècle pasé á aller jusqu'a lui refuser la paternité de l'His-
toria Verdadera. (Graulic/1 1996: 64. El autor a que se refiere es Robert A. VVilson, 1859).
[Y el hecho es que Bernal Diaz aparece en sus escritos como un hombre imbuido de sí
mismo, falsamente modesto (“de sabios siempre se pega algo a los idiotas sin letras co-
mo yo soy”, cap. 212), vanidoso, envidioso, ambicioso y parcial. Se sabe también que es
rencoroso, que se equivoca a menudo y que cuando lo necesita, no duda en deformar
conscientemente las cosas y mentir. De creerle, figura entre los soldados que aconseja-
ron a Cortés destruir los barcos; está al corriente de todo lo que se trama o se dice, tanto
en los consejos de Cortés como en los de Montezuma; es de los que amenazan a su capi-
tán con darle de estocadas si pacta con Narváez (cap. 122) y todo esto mientras que no
es más que un soldado oscuro, que se queda en las filas, del que nadie habla, para quien
Cortés escribió un testimonio de lo más neutro y de cuyo papel en la conquista de Mé-
xico no se sabe más que lo que él dice. El silencio de Cortés y de otros conquistadores
sobre él ha llevado por otra parte a un autor del siglo pasado a negarle la paternidad de
la Historia Vera'aa'era].

Es decir, no sabemos mucho de él ni recibió casi recompensas porque sus


hazañas fueron más bien escasas. La ventaja que habíamos concedido a Bernal Diaz
sobre Gómara reside, como él mismo repitió muchas veces en su texto, en el hecho
de que había estado allí. Si suprimimos ese yo testifical, habria que revisar
nuevamente el valor de su obra. Nadie va a cuestionar que está escrita en buen estilo
y que se lee casi como un relato de aventuras, ni que la mayor parte de la narración
coincide con lo que cuentan otros autores, comenzando con Cortés. Bernal había
tenido oportunidad de leer las Cartas a'e relación y a Francisco López de Gómara,
por lo que la coincidencia de lo básico de los tres relatos puede no ser casualidad.
Pero Bernal Diaz del Castillo presentó su obra como la Historia 1/erdaa'era y, si
Graulich tiene razón, el autor era más bien un mentiroso. Y eso debe tener
consecuencias en su valoración.
Cuando la condición del autor es un punto clave en la valoración de su obra,
cualquier cambio en la consideración del mismo debe tener consecuencias. Pero si
los cambios están bien fundamentados, suponen un avance del conocimiento, y
deben ser aceptados por el conjunto de los investigadores. Si existen dudas sobre el
fundamento, deben ser refutados de manera científica, con pruebas.
El segundo ejemplo alude a un debate abierto en el que no siempre se siguen
las pautas que la ciencia marca para su resolución, y que nos tiene “en vilo” a
muchos que nos dedicamos al análisis de textos pero que no trabajamos
directamente sobre el área Andina. Se trata de la autoria de la Nueva eoróniea y buen
gobierno. La bibliografia sobre el tema es abundante, y se han llevado a cabo
distintos simposios centrados en el asunto (ver Cantu 2001, por ejemplo).
Tradicionalmente se ha aceptado que la obra es de Felipe Guamán Poma de Ayala,
de principios del siglo XVII, y se ha concedido una gran trascendencia a su visión
por tratarse de un indígena. Por eso es tan importante demostrar si la obra
realmente es suya o, como pretende la nueva versión, basándose en los llamados
“documentos Miccinelli”, si su autor es el jesuíta Blas Valera, y Guamán Poma
actuó como prestanombres. El caso de Guamán Poma es similar al de Bernal Diaz,
en primer lugar, porque apenas sabemos nada de él que él no diga. Es uno de los
puntos de la argumentación a favor de los jesuítas: se “inventaron” un autor
indígena porque era parte importante de su trama. Y el que hubiera una trama
jesuíta a comíenzos del siglo XVII es una noticia de envergadura. De hecho, sí
prospera la negacíón de la autoria de Guamán Poma, no solamente tendriamos que
valorar de nuevo la Nueva eoróniea -cuyo contenido no tiene por qué ser falso- sino
que se abre un tema de investigación muy interesante sobre los íntereses de los
jesuítas y la forma de llevarlos a cabo. El asunto no acaba ahi, pues en los
documentos recíentemente publicados (Laurencich 2007) aparecen implicados
Martin de Murúa, a quien los jesuítas, por intermedio de Guamán Poma, le habían
pasado información y dibujos, y el Inca Garcilaso de la Vega. Dado que Blas Valera
era mestízo, hijo de una princesa íncaíca, resulta pariente de Garcilaso, complícando
más el asunto con una trama étnica. Dadas las vinculaciones de las distintas
interpretacíones del Imperio Inca con los documentos utilizados para realizarlas, la
resolucíón del asunto se convíerte en un tema vital.
La historia antigua es muy interesante, al igual que la moderna que se está
creando alrededor del tema. Al menos, vista desde la barrera, claro, pues están
involucrados muchos íntereses de muchas personas estrechamente vinculadas con la
obra y con las interpretacíones derivadas de ella.

Cuando la documentación falla y es preciso aportar nuestro granito de


arena

Ya hemos comentado que no tenemos todos los documentos que se produjeron


y que no se regístraron en los papeles todas las cosas que nosotros queremos saber.
Particularmente, hay un campo ligado a los pensamíentos, creencías y deseos de la
gente sobre el que tenemos muy pocos materiales cuando muchas veces tienen una
influencia decisiva en los hechos. ¿Qué debemos hacer, entonces? ¿Referírnos
solamente a lo que se refíeren nuestros documentos o proponer deducciones para
completar los panoramas con los resultados de nuestra investigación? Está claro que
no podemos redactar novelas, pues el cometido del historiador (con o sin etno-) es
apoyar con datos sus afirmacíones. No obstante, esto no es obstáculo para que
tratemos de poner nuestra parte en aras de conseguir explicaciones más completas
de los hechos. Creemos que es lícito, siempre y cuando se deje bien claro qué está
documentado y qué es especulación o propuesta del autor, quien debe explicar las
premisas que lo han conducido a tales consecuencias. Míentras todo esté aclarado,
no solamente es lícito, sino que muchas veces es muy ilustrativo y generalmente una
de las partes más entretenídas del trabajo del investigador.
Como ejemplo de este proceder, vamos a tratar el papel de Cristóbal Paullu
Inca durante la conquista del Perú y en los años posteriores, síguíendo los trabajos
de Gonzalo Lamana (1996, 1997). El contexto de su trabajo es el análisis de la
nobleza del Cuzco durante los acontecimíentos de la conquista española y en los
años posteriores, en los que comienza a formarse la sociedad colonial. La visión de la
conquista otorga a los indígenas un papel mucho más activo de lo que se ha
defendido, en el que éstos se guían por sus propíos patrones culturales, ajenos a los
cronistas españoles y, por ello, ausentes de sus relatos:

Más allá de las restricciones discursivas que hemos señalado, hay una coincidencia gene-
ralizada en desconocer la racionalidad a partir de la cual estaban orientadas las acciones
incaicas, las cuales eran presentadas de manera fragmentada y desdibujada. En los casos
en que el enfrentamiento entre Paullu y Manco es reconocido como tal por los cronis-
tas, como en Cieza de León (s/f), es relatado como el de un pro-español versus un rebel-
de. En tanto que para la elite nativa debía de estar claro que era la disputa entre Incas
por el reconocimiento la que guiaba el conflicto y su relación con los barbudos, para los
españoles, por el contrario, lo explicaba una lógica de fidelidad y resistencia generada
por su presencia.
En definitiva, el tipo de información que las crónicas muestran habla de lo que los cro-
nistas comprendían de cuanto pasaba en torno suyo. No sólo de aquello que miraban y
decidían incluir en sus relatos -aquello a lo que prestaban atención- si no de lo que re-
sultaba inteligible de todo cuanto veían. Las diferencias entre ambos Incas eran entendi-
das como algo carente de un sentido propio que excediera las distintas reacciones ante la
situación creada por la conquista. No hay una coherencia distinta detrás que vaya más
allá de la conquista española. La limitación en este segundo caso es de fondo, y remite,
como en tantos otros casos de enfrentamiento intercultural, al hecho de que la lógica
que ordenaba lo que estaba ocurriendo tenía para cada grupo sus propias referencias
(Lamana 1997: 125).

Es muy posible que el tema de la mutua ininteligibilidad nos llame más la


atención por tener presente el recíente el análisis de las obras de James Lockhart
(1991, 1992) y su propuesta de la ídentídad doblemente malentendida,
principalmente, la reivindicación del papel que tuvieron los indígenas (sobre todo
sus dirigentes, claro) en la conquista de México y en el establecimiento de la
Colonia, afirmando que se percíbe un mundo diferente sí uno lee documentación
indígena en lenguas indígenas que si se consulta la documentación española. Esta
idea puede aplícarse también a la zona andina, como efectivamente lo está haciendo
Lamana, aunque no dísponga de esa documentación indígena. Esto permite ilustrar
también las ventajas ya comentadas de leer lo que se está investigando en otras áreas.
Míentras Manco Inca decidíó no seguir al lado de los españoles, su hermano
Paullu tomó la decísíón opuesta. Lamana íntenta profundízar en las razones de su
decísíón.

Durante el primer cerco (y levantamiento general), Paullu se mantiene leal a Almagro,


descartando su participación activa en pro del movimiento. Primera actitud criticada del
noble incaico: ¿Por qué no apoyó activamente la rebelión liquidando la columna del
Adelantado? Creemos que su decisión expresa una lógica de acción acorde con su perte-
nencia noble y su lugar particular: Paullu estuvo indudablemente al tanto de lo que ocu-
rría en el centro del imperio durante la expedición a Chile, por lo que supo que los más
de 200.000 guerreros convocados por su hermano no habían logrado tomar la ciudad
en manos de unos pocos españoles. Por otra parte, si Manco triunfaba él quedaba en el
lugar indeseado de la sucesión, luego de un éxito militar que habria consolidado el lide-
razgo del Inca. Si por el contrario triunfaban los españoles, habria perdido su favor inú-
tilmente (Lamana 1996: 78-79).

Una de las claves se encuentra en la palabra “creemos”. Durante años he


seguido el razonamiento de Lamana, poniendo mi parte en la explicación y
formulándola más o menos así:

Los cálculos de Paullu eran los siguientes: si me uno a mi hermano y perdemos, ambos
perderemos la vida, y si vencemos, él será el inca. Si sigo con los españoles y perdemos,
perderé la vida, y si ganamos, yo seré el Inca.

Es decir, faccionalísmo puro e íntereses personales por encima de todo. La


historiografia ha tratado mal a Paullu, ejemplo de traidor y califícado de emperador
títere. En realídad, sí éste hubiera sido el caso, de poco habria servido a los
españoles. Aunque parezca paradójíco, los españoles necesítaban que los señores
indígenas conservaran su poder para ser útiles en la construcción del nuevo modo de
vida. Muchos comprendíeron las posíbilídades de la colaboracíón, entre ellos
Paullu:

Por lo tanto, la decisión de Paullu tuvo en cuenta elementos culturales españoles que
fueron rápidamente comprendidos y utilizados desde paradigmas incaicos.
Sin embargo, aún se nos podrá decir que se trata de una simple pérdida de identidad. Si
retomamos las posturas de los autores antes mencionados, la objeción sería: Paullu se
enfrenta a sus pares de raza y realiza una maniobra por medio de la cual mejora su posi-
ción frente a los españoles, todo en beneficio personal. Más allá de si hay una españoli-
zación o una capacidad de maniobra en la utilización de determinadas prácticas cultura-
les, se trataría de una traición individualista a una pertenencia grupal. Creemos que no
fue así, y nuevamente la clave de nuestra posición pasa por la legitimidad. Paullu no es
sólo un Inca entre los españoles, sino un Inca entre los incas. Es reconocido como Inca
por los numerosos nobles que lo acompañan en sus actividades militares, por los indios
del común y en general por la sociedad nativa en el momento de su muerte. Nada de
eso hubiese sido posible si él hubiera llevado adelante conductas que implicaran una
ruptura identitaria con su papel de Inca dentro de la élite nativa (Lamana 1996: 100).

Nuevamente, destacamos el “creemos”. El proceder queda claro en la


conclusión:

Al no poder acceder a piezas discursivas genuinas, hemos tenido que reconstruir la iden-
tidad que Paullu y Manco logran construir a través de sus acciones y del reconocimiento
que los terceros les otorgaban. De acuerdo con la trama presentada, no dudamos en afir-
mar que tanto uno como otro era tenido y reconocido como Inca, y que recibían el tra-
tamiento acorde con ello. Lo cual nos obliga a aceptar que, dentro del mundo colonial
temprano, las estrategias para mantener un lugar de Inca entre los nativos y lograr un re-
conocimiento entre los españoles admitieron comportamientos aparentemente tan disí-
miles como los analizados (Lamana 1996: 101).

Cada vez sabemos más de los Incas en la colonía y de los señores de menor
ran 8o (I ue se in 8eniaron P ara mantener -Y en ocasiones acrecentar- sus osesíones,
que llegaron a ser muy cuantíosas. No obstante, todavia falta para que analícemos el
mundo andino colonial con estos señores como grandes protagonistas -junto con
los es P añoles- en la linea (I ue Ya aP untó hace cerca de 40 años Karen S aldin 8 ,
donde vemos que los individuos primaron sobre el grupo:

La riqueza y las pretensiones sociales de muchos miembros de la nobleza india eran sus-
tanciales, no sólo en términos de su propia sociedad sino también en comparación a la
jerarquía social de la sociedad europea. Algunos miembros de la nobleza india, particu-
larmente los descendientes de la élite incaica del Cuzco y también probablemente algu-
nos pertenecientes a los rangos más elevados de la nobleza india de otras provincias se-
rranas, como ]auja, integraban los sectores más ricos de la sociedad colonial, ya sea de la
europea o de la india. Eran los dueños de extensas propiedades cuyo derecho reclama-
ban en virtud de su descendencia de las élites precolombinas (Spalding 1974: 174-175).

La “ P e 8a” consistia en tener (I ue se 8uír siendo índio P ara P oder ocu P ar el lu 8ar
de P rivíle 8io, P or lo (I ue hace tiem P o deberíamos haber com rendido (I ue el
problema no era “ser índio”, sino ser índio pobre. Efectivamente, la misma autora
nos habla de españoles que falsíficaban genealogías para aspirar a cacícazgos
(Saplding 1974: 175), aunque nosotros pensamos que eran familiares de los
caciques que, al no corresponderles heredar, habían optado por reivindicar su
herencia española (la mayoría de las familias nobles eran ya mestizas) y, ante el
cambio de coyuntura, no dudaban en hacer el recorrido inverso. Estos “mestizos”
tenian una doble descendencia, ambas legítimas, y podían elegir qué rama les
convenia más invocar (ver Rojas en prensa para la doble herencia). Según Spalding
(1974: 185-188), fue esta elite inca la que apoyó la versión del Imperio Inca escrita
por uno de ellos, Garcilaso de la Vega el Inca. Y esto, por supuesto, deberia formar
parte del debate sobre los autores de comíenzos del siglo XVII.
Es decir, la propuesta de Lamana es congruente con la activa presencia de estos
señores en la sociedad colonial del siglo XVIII y permite explicar mejor esa
situación, circunstancias que avalan su verosimilitud. Pero como seguimos siendo
esclavos de la moda, deberemos esperar a que pase a primer plano el análisis de la
sociedad colonial contemplando todos sus elementos y evaluando su trascendencia.

Los peligros de utilizar las cosas para algo distinto que para lo que fueron
concebidas

Uno de los temas de investigación sobre los indígenas americanos a los que se
ha dedicado más tiempo es al del tamaño de la población a la llegada de los
españoles y a la evolución de ésta tras las conquistas. Destacan en este apartado dos
investigadores norteamerícanos que han dedicado numerosos trabajos al análisis
principalmente de la población de la Nueva España: Sherburne Cook y Woodrow
Borah.
Una parte muy significativa de la documentación utilizada por ellos procede de
cuentas tributarias (Cook y Borah 1977: 19-87). Enumeran la gran cantidad de
controles a los que es preciso someter estas cuentas y las operaciones necesarias para
convertir la información tributaria en demográfica, entre los que se incluye evaluar
los tamaños de las familias y las condiciones de los “tributarios”. En ocasiones,
cuando solamente aparecen los tributos pagados, es necesario convertir los datos a
un denominador común, para hallar el número de tributarios que representan. Y
por supuesto, no olvídan el peligro mayor de la documentación de este tipo: el
fraude tributario:

Queda a discusión hasta qué punto eran exactas esas cuentas. En general, a los dirigen-
tes de los pueblos indígenas les convenía ocultar algunos tributantes, en tanto que a los
encomenderos les interesaba encontrar la mayor cantidad posible de ellos. Los funciona-
rios de la Corona, corregidores y alcaldes mayores, que actuaban como dirigentes loca-
les, podían tener interés en uno u otro sentido; los agentes especiales enviados a levantar
las cuentas, tenían un interés fiscal en descubrir tributantes. En general, la posibilidad
de comprobar las cuentas con el examen de los registros nativos y más tarde, con el de
los registros parroquiales, y además de la cuenta directa de las casas, mantenía en niveles
reducidos el fraude en cualquiera de ambos sentidos, y una gran parte del mismo resul-
taba cancelada por las variaciones casuales que se presentaban entre uno y otro pueblo.
De 1530 en adelante las cuentas de los tributos eran llevadas con mucho cuidado por
un funcionario español del pueblo, y la Audiencia tenía una comisión revisora ante la
que podían impugnar los resultados, tanto los españoles como los indios. En los siglos
XVII y XVIII, las cuentas se comparaban con los registros parroquiales; cada uno de los
tributantes de la lista anterior tenía que coincidir con algún bautizo del año correspon-
diente, lo que presuponía la existencia de un tributante, a menos que hubiera de por
medio una muerte o una ausencia. En forma general puede decirse que todo tributante
anotado era casi seguro que existiera; que era más fácil que el error o el fraude consistie-
ran en una disminución más que en un aumento de las cuentas. Es probable que las me-
didas de seguridad mantuvieran el fraude dentro de limites bastante estrechos y puede
ser que las omisiones más cuantiosas ocurrieran en las cuentas de los indios laboríos y en
las evasiones debidas a la migración a otras regiones, en las que se podia solicitar exen-
ción como mestizo (Cook y Borah 1977: 39-40).

Con esta consideración, las fuentes tributarias son útiles para establecer la
evolución de la población indígena, principalmente de la general, pues las
desvíaciones de unos lugares compensan las de otros. Insísten en que para esta
utilidad es necesario conocer en profundidad el sistema tributario y su evolución, y
es aqui donde entran en juego las variables dependientes. Nosotros hemos dedicado
varios trabajos al estudio del tributo indígena, tanto al prehíspáníco como al
colonial, atendiendo a aspectos generales y a evolucíones locales. Para ello hemos
tenido que utilizar documentación tributaria tanto publicada como inédita, y hemos
encontrado afirmacíones diversas referentes a la cuantia del fraude en el tributo
colonial (ver Rojas 1999). La Audiencia de México se quejaba en 1531 de que al
intentar contar los vasallos de I-Iernán Cortés, Marqués del Valle, no encontraba
uno de cada cinco (Oidores de México 1531: 32r), y en 1532 afirmaba que los
indios espias que había enviado a Cuernavaca habían contado casi 20.000 casas en
la región, de las que 2.180 correspondian a la propia Cuernavaca, mientras que el
vísítador había anotado 60 (Presidente e oídores de México 1532: 115v-116r). Las
cuantias son consíderables. El hijo del conquistador, Martin Cortés, quien debía
conocer bastante bien lo que sucedía, escribió:

una costumbre que tienen estos Yndios principales que son los que tienen tiranizados,
y usurpados los Yndios, y es que en tasándose un lugar dentro de un año u de dos es-
conden los más indios que puedan, y tornan a pedir nueba tasa diciendo que a avido
mortandad i diminución de los Yndios de aquel Pueblo y sábenlo también hazer quan-
do los van a visitar hallan la tercia parte menos sin haberse muerto un Yndio, y destos
que esconden se aprobechan dellos y de sus tributos los dhos principales... (Cortés, M.
1563: f.192r).

Más fraude y en cantídades consíderables. Debido a la cantidad de testimonios,


en la investigación sobre la nobleza indígena novohispana fue necesario dedicar dos
epigrafes enteros a “Los tributos: papel en la determinacíón y responsabilidad en el
pago” y “Las actuacíones ‹‹tríbutarias›› de la elite”, dentro del capitulo 7 dedicado al
“Uso del poder” (Rojas en prensa). En ellos se analíza cómo los dirigentes indígenas
comprendíeron el sistema tributario y de qué forma utilizaron ese conocimiento en
su propio beneficio. El descenso de tributarios disminuia las cantídades que debian
pagar a la Corona o al encomendero, no las que les pagaban los tributarios a ellos.
En los estudios locales se perciben muchas oscilacíones en las cuentas de tributarios
que pueden deberse, entre otras razones, al descubrimiento de bolsas de fraude y a la
formación de otras nuevas. Como muy bien señaló Sánchez Albornoz refiriéndose al
Alto Perú, la disminución del número de tributarios en las cuentas solamente
significa que había menos tributarios, no necesaríamente menos gente (Sánchez
Albornoz 1978). Acertó Cipolla al ejemplificar la documentación auténtica de
contenido falso con aquella referida a los tributos. Si esto es asi, las cuentas
dependíentes de estos documentos deben ser puestas en cuarentena, y la
investigación debe permanecer abierta aunque pueda proporcionar resultados que
rompan el discurso habitual. Esta forma de considerar las cosas está en consonancía
con lo expuesto en el apartado anterior sobre el protagonismo -casi siempre dirigido
al beneficio propio- de los señores indígenas coloníales, con la connívencia de
oficíales españoles que seguramente recibían algún beneficio.

Papeles enhebrados que aclaran mistérios o documentos sueltos que


causan errores

Desde que Lidia Nacuzzi nos contó la historia del cacique don Julián que luego
pudimos leer en su libro (Nacuzzi 1998: 37-39), hemos querido escribir o hablar de
“las dos muertes del cacique don Julián”. Su muerte aparece sucintamente en una
información fechada el 11 de junio de 1788:

Allí queda consignado que el cacique ]ulián y otro indio estaban prisioneros en un bar-
co en la desembocadura del río Negro (por lo menos el cacique, engrillado), que se tiran
al agua para escapar, que los balean desde cubierta y luego los persiguen en un bote, por
lo que ]ulián muere acuchillado y el otro alcanza la costa y escapa. Uno de los declaran-
tes dice que reconoció a ]ulián en el agua por su voz y otro que, ya muerto el cacique, lo
reconoció por su “barba, estatura y gordura” (Nacuzzi 1998: 37).
Otros documentos relacionados con éste proporcionan más detalles sobre la
detencíón, fuga y muerte del cacique. No obstante, existe un documento más,
fechado el 7 de agosto de 1787, en el que se relata una escaramuza entre cinco
indios y tres blancos, uno de los cuales disparó al cacique Julián y lo dejó muerto
(Nacuzzi 1998: 39).

Esto sucede el 18 de julio. El 30 de julio cuando salen a recoger el ganado disperso, en-
cuentran el cuerpo del indio muerto, y le llevan la cabeza al comandante del Fuerte, Pe-
dro Burriño, quien escribe: “por lo desfigurada que estaba no pude conocer fijamente si
era la del cacique Julián, pero creo será la de él, por haberle visto igual recado de mon-
tar, y por el modo de accionar de que me informó el que lo mató” (Nacuzzi 1998: 39).

¿Qué hubiera sucedido sí solamente se hubiera encontrado este testimonio?


I-Iabríamos certificado la muerte del cacique casi un año antes, como habrá ocurrido
cada vez que hemos aceptado cualquier afirmación sin mayor reflexión. Más que la
incertídumbre sobre la fecha de la muerte del cacique, a la autora le preocuparon las
consecuencias que la manifiesta ínconsístencia de la documentación presentaba para
la investigación:

A esta altura, con dos muertes del cacique Julián, identificado en ambos casos con tanta
imprecisión (por su voz “en el agua”, por el “modo de accionar” y un “recado de mon-
tar”) parece imposible dar algún crédito a estos papeles y se acumulan interrogantes
acerca de la validez de los datos que estamos evaluando. La muerte en sí del cacique y su
fecha exacta deja de preocuparnos para poner seriamente en duda el conjunto de datos
que uno ha ido acumulando lentamente entre estos papeles (Nacuzzi 1998: 39).

Consecuentemente, no podemos fiarnos ni de lo que parece claro. Debemos


realizar una advertencia: desconfiemos principalmente de aquello que nos conviene,
de lo que favorece nuestras ideas. Tenemos una tendencia acusada a someter a
revisíón y buscar evídencías paralelas para lo que no nos favorece, mientras que
aceptamos con celerídad lo que nos sirve, incluso cuando son afirmacíones que se
encuentran en el mismo documento. Escarmentemos en cabeza ajena y asumamos
la parte ingrata de nuestra tarea, que no consiste solamente en leer, sino en hacerlo
con un sentido, cotejar los datos, verificar las afirmacíones y dejar claro cuándo
estamos especulando. Es decir, permitir a nuestros lectores conocer nuestros
materiales, seguir nuestros razonamientos y tomar sus propias decísiones, coíncidan
o no con las nuestras. En este último caso, probablemente se esté en vias de
producirse un avance del conocimiento.
Para que el lector saque sus propias conclusíones de los ejemplos expuestos, no
debe quedarse con lo desarrollado, sino acudir a la documentación mencionada (y a
otras no citadas) para conocer los problemas y formarse su propia opíníón. Por ello,
la concísíón en la descrípcíón de los casos ha sido deliberada.

4. De nuevo hacen hincapié en su alegada condición de ser descendientes legales de los conquistado-
res guatemaltecos (Lutz y Dakin 1996: 105).
2. AGI Contrataeión, leg. 4802. Una selección de esta probanza se encuentra publicada en ASSA-
DOURIAN y MARTINEZ BARACS 1991, vol. 6, pp. 513-526 (Martinez 1993: 199).
CAPITULO 7: PROPUESTAS

Basándonos en todo lo que hemos expuesto, es preciso realizar algunas


reflexiones y propuestas sobre la etnohistoria.
Evidentemente, las definiciones y los objetivos de ésta han cambiado, y es
relativamente sencillo verificar algunos de esos cambios síguíendo la evolución de la
American Association for Et/ano/aistoiy a través de su revista Et/ano/aistoiy, aunque cada
vez haya más etnohistoriadores y con más peso fuera de los Estados Unidos y de
América ligados al surgimiento de nuevas naciones, sobre todo en África (Schwerin
1976: 324; Vansina 1962).
Se ha hecho un considerable esfuerzo en definir qué es etnohistórico y qué no
lo es, aunque estemos lejos de alcanzar un consenso al respecto y quizás sea preciso
reflexionar sobre las causas de esta falta de acuerdo.
Las definiciones han evolucionado de la mano de las investigaciones que se han
realizado y de acuerdo con los aportes de los investigadores. Y aunque, como hemos
señalado, frecuentemente cada uno lleva las cosas a su propio terreno, es este factor
humano el que ha sido -y sigue siendo- vital para el desarrollo de la etnohistoria.
Entre estos investigadores encontramos procedencias diversas, íntereses distintos y
metodologias a veces contrastantes y, sin embargo, aceptamos cobijarnos bajo un
paraguas común.
A lo largo de las páginas anteriores se ha puesto de manifiesto el factor humano
de quien escribe. I-Iace ya muchos años (en 1988) tuve ocasión de hablar de la
etnohistoria como una “licencia cientifica” en la que la falta de definiciones precisas
permitia una libertad de acción muy grande. En esa ocasión he admitido que eso era
precisamente lo que más me gustaba. Mi punto de vista no ha cambiado con
respecto a esto, pero si he podido recoger muestras de que no soy el único que
piensa de este modo.
Una larga cita que explica el titulo de un epígrafe que, aislado, puede llevar a
confusión comienza a centrar nuestra propuesta:

Las disciplinas disciplinan

Luego de nuestro recorrido podemos ahora volver a nuestras preguntas


iniciales. Con respecto a la primera: ¿qué posibilidad de sintesis existe entre
antropologia e historia?, señalamos que la via principal es la superación de las
diversas polaridades pendulares. Pero ciertamente no existe sólo una manera de
superarlas, y los trabajos reseñados lo hacen de diversa forma. Como vimos hay
cosas para rescatar de estos leading cases; todos ellos señalan caminos posibles, no
prefijados dogmáticamente por un decálogo teórico-metodológico, con riesgo de
exílio. Tampoco son invitaciones al “todo vale”, pues reconocen los limites de la
interpretación y la posibilidad de conocer la realidad del pasado mediante análisis
más rigurosos. En cuanto a la pregunta sobre el contenido antropológico de los
abordajes del pasado, ahora no tiene mucho sentido si exorcizamos la identificacion
excluyente de la antropologia con su objeto tradicional y con su método. Tanto las
modalidades de investigación presentadas hasta aqui como las que se publican en
este volumen, se abren a la combinación de métodos y conceptos en el campo de la
“teoria social”. En cuanto a la “teoria antropológica”, lejos de ser tirada por la
borda, mantiene su especificidad si se la considera como parte de una “teoria social”
más amplia. Las contribuciones a la teoria del ritual, a la teoria del intercambio, en
particular la problemática de la reciprocidad, los estudios sobre clientelismo, sobre
faccionalísmo, sobre parentesco, etnicidad y género, forman parte del acervo de una
teoria antropológica que no se resigna a diluirse en la “nada postmoderna”
¿La realidad del pasado americano sigue siendo entonces la misma? Si y no. En
la medida que todavia constituye un objeto con existencia propia y externo a
nuestra mirada si lo es (los documentos siguen alli, como siguen alli las personas con
memoria). Pero ciertamente no es la misma realidad a la luz de las nuevas lecturas y
herramientas de análisis. Ahora es una realidad más compleja y contradictoria, con
más variables, que parece distinta, y lo es la medida en que la mirada sobre ella no es
la misma (Lorandi y Wilde 2000: 67).
Relaciones entre disciplinas, papel de los investigadores e independencia de
éstos, que no quieren ser encasillados, e interdisciplinaridad o multidisciplinaridad
aparecen en esta larga cita y en la siguiente:

Si retomamos el planteo inicial de este trabajo podemos constatar que el rumbo seguido
en los últimos años de la investigación sobre la sociedad riojana colonial nos ha apartado
del encuadramiento original en la disciplina etnohistórica. Por otro lado, la producción
en si misma es dificil de clasificar en un campo definido; dependiendo incluso de los di-
fusos limites que definen las nuevas especialidades, y atendiendo a los temas que fuimos
abordando, las perspectivas teóricas utilizadas y los métodos de análisis, podriamos decir
que nuestras prácticas de trabajo nos acercan alternativa o simultáneamente a la historia
cultural, la antropologia social histórica, la historia colonial o la historia antropológica,
según también qué entendamos bajo cada uno de estos rótulos.
En particular no nos preocupa demasiado autorreconocernos bajo un membrete disci-
plinar, salvo en los casos en que somos obligados a autodefinirnos en contextos formales
o institucionales; estamos conscientes de que continuamos desarrollando trabajos bajo
intereses no circunscriptos y cuya principal caracteristica sigue siendo, como antes, la
versatilidad favorecida por la interdisciplina (Boixadós 2000: 147).

Jennifer Brown manifiesta que había llegado a pensar en un neologismo, “auto-


etnohistoria”, para referirse a las “peregrinaciones etnohistóricas de cada uno”
(Brown 1991: 113). Al comentar su propia experiencia, encontramos las siguientes
sugerentes frases:

Of course, to venture into ethnohistory is to risk contamination or fertilization (depen-


ding on your outlook) by other disciplines. Ethnohistorians are often intellectual free
traders; we borrow other people's methods, concepts, and tool kits, from linguistics, ar-
chaeology, geography, and literary criticism, and we thereby enrich our analyses, even if
we risk making them more complicated and ourselves more confused. But once we
cross those borders, how many of us want to go back to the fenced preserves maintained
by some many of our deparamental disciplinarians? (Brown 1991: 115-116).
[Por supuesto, aventurarse en la etnohistoria es arriesgarse a la contaminación o a la fer-
tilización (dependiendo de tu punto de vista) por otras disciplinas. Los etnohistoriado-
res son frecuentemente intercambiadores libres; tomamos prestados los métodos, con-
ceptos y herramientas de otra gente, de la lingüística, la arqueologia, la geografia y la cri-
tica literaria, y asi enriquecemos nuestros análisis, incluso si nos arriesgamos a hacerlos
más complicados y a nosotros más confusos. Pero una vez que hemos cruzado estas
fronteras, ¿cuántos de nosotros queremos volver a las reservas valladas mantenidas por
tantos de nuestros disciplinadores departamentales?].

Tal vez ahi resida la clave de la poca institucionalización de la etnohistoria: la


rebeldia de los etnohistoriadores. Personalmente, creo que el contacto “fertiliza”
más que contamina, y lo que más me agrada de la disciplina es, precisamente, la
libertad de acción.
Ahora bien, es muy importante tener claro las distintas disciplinas y el
concepto de investigaciones multidisciplinarias e interdisciplinarias. Una vez le
preguntamos al profesor Alcina Franch la diferencia entre unas y otras, y entre
bromas y veras, nos dijo que en unas colaboraban especialistas de distintas
disciplinas, mientras que en las otras uno mismo debía hacer de todo (creemos que
“multidisciplinario” se aplicaba al primer tipo e “interdisciplinario” al segundo, pero
no es muy relevante). Tampoco sabemos con exactitud aquello de “tomar prestado”:
actuamos en distintas disciplinas a la vez, de acuerdo con el problema que estamos
analizando, pero cada una mantiene su autonomia en la linea de la cita de Carrasco
que hemos venido repitiendo: utilizamos distintas herramientas en función de las
preguntas y las fuentes de información para finalmente hacer “ciencia social”. Los
problemas que analizamos determinan las disciplinas que debemos emplear, y no al
contrario:
El legado principal de las últimas décadas quizá sea justamente éste: la certeza de saber
que las disciplinas ya no definen objetos de investigación per se ni establecen métodos
especificos que deben ser aplicados como un medio seguro para alcanzar la validez de los
resultados. Las tendencias actuales hacia los estudios interdisciplinarios o el recurso a
utilizar metodologias combinadas para abordar un determinado problema dentro del
área de las ciencias sociales, han colaborado en este proceso de desdibujar limites y tras-
poner fronteras.
Este proceso trajo aparejado empero serias tensiones dentro de las matrices originalmen-
te trazadas por las trayectorias de cada disciplina. Algunas de ellas se derivan de la proli-
feración de especialidades y subespecialidades en un intento por definir áreas más cir-
cunscriptas de incumbencia; otras están más relacionadas con las politicas instituciona-
les que obligan a etiquetar los trabajos de investigación de acuerdo con las disciplinas
tradicionalmente reconocidas. A la vez, estas tensiones crean una -falsa- sensación de
“crisis de identidad” que obliga a la permanente redefinición de afiliaciones teóricas y al
debate interno en cada disciplina respecto de qué puede ser considerado como produc-
ción legitima dentro de sus propios cánones y qué se encuentra en los limites difusos,
compartiendo zonas grises con especialidades o disciplinas de reciente desarrollo (Boixa-
dós 2000: 135).

Creo que es en este contexto donde es necesaria la presencia de una


etnohistoria definida, aunque sea de forma amplia, para dar cobijo y perspectivas a
tantos profesionales, obligados por la fragmentación disciplinaria que el estudio del
pasado presenta y la necesidad de ganarse la vida. En este contexto, la etnohistoria
como disciplina se presenta como una propuesta de solución, no de problemas,
parafraseando a Briz y Vila (2006: 7) en su propuesta sobre etno-arqueologia, en un
volumen donde la etnohistoria de la Prehistoria está muy presente (Davidson 2006;
Mansur 2006; Torres 2006). Aún no hemos terminado de poner orden en casa y ya
estamos invadiendo las de otros.
Y si la etnohistoria se plantea como la casa de los etnohistoriadores, lo que
tiene en común es, precisamente, a éstos. La importancia de la lectura de la
bibliografia reside, por tanto, en el conocimiento de lo que hacen los demás para
aprender de ello. Si todos hacemos “ciencia social”, aunque por diferentes caminos,
lo que procede es el respeto mútuo y la colaboracíón, tanto entre investigadores
como entre disciplinas. Quizás esto lo tengamos más claro quienes nos movemos en
varios campos que quienes solamente se sienten cómodos en uno, con una suerte de
chauvinismo intelectual. Una de las tonterias más grandes que me ha tocado leer en
los estudios sobre los indígenas americanos es que la “astronomia maya es
demasiado importante para dejarla en manos de los astrónomos”. ¿En manos de
quién debiamos dejarla, entonces, si queremos progresar? Otro ejemplo procedente
de los estudios mayas es demoledor: cuando los lingüistas y los expertos en
desciframiento de escrituras se aplicaron a la tarea, se rompió el código maya. I-Iasta
entonces, los arqueólogos aficionados al desciframiento solamente habían dados
palos de ciego, salpicados de alguna intuición brillante. I-Ioy dia los estudios
lingüísticos de la Mesoamérica prehispánica nos abren muchas puertas, como los
agrónomos y biólogos están ampliando el conocimiento de las bases de subsistencia.
Mucho más nos espera si estamos dispuestos a colaborar.

La tarea común

Existe una conexión inexorable entre periodos y metodologias, claramente


manifiesta en la I-Iistoria de América, como aparece en la cita de Jiménez que ahora
reiteramos:

Precisamente quiero subrayar aquí la contribución del método etnohistórico a esa tarea
común de reconstruir e interpretar el proceso total del desarrollo cultural de América.
Así como la arqueologia es el método fundamental para el largo período prehispánico y
la etnologia, entendida en sentido estricto y más tradicional, es la fuente básica para el
conocimiento de las actuales culturas indígenas de América, la etnohistoria es el método
más importante para los siglos que van desde el contacto con las culturas europeas hasta
el presente. En algunas áreas es posible penetrar con este método los momentos más tar-
díos del periodo prehispánico, aunque opino que el verdadero método etnohistórico re-
quiere mucho más que la simple existencia de unos cuantos textos indígenas de difícil
cuando no dudosa interpretación (Jiménez 1972: 167).

Actualmente, los campos de todos se han extendido y la coexistencia es mayor,


pero en el fondo, las palabras de Jiménez siguen vigentes, fundamentalmente lo que
se refiere a la “tarea común”. Y ninguna debe ser considerada superior a otra per se,
aunque si puedan serlo referidas a problemas concretos. Lo relevante son las
preguntas y las relaciones.

To do this, the findings of prehistoric archaeology must be treated as an integral part of


Native American history, which must begin, not as ethnohistory conventionally does, at
or slightly before European contact, but with the penetration of the first native people
into the western hemisphere. Treating the study of prehistory as an integral part of nati-
ve history also helps to free the latter of some of the ethnocentric bias that inevitably re-
sults from having rely too heavily upon Euroamerican documentary sources. This does
not imply that the distinction between prehistoric archaeology and ethnohistory as dif-
ferent methodologies for studying the past should disappear. Instead, it implies that the
findings of both are equally relevant for studying native history. (Trigger 1982: 12).
[Para hacer esto, los hallazgos de la arqueologia prehistórica deben ser tratados como
una parte integral de la historia de los nativos americanos, que debe comenzar, no como
la etnohistoria convencionalmente hace, en o poco antes del contacto con los europeos,
sino con la penetración de los primeros pobladores nativos del hemisferio occidental.
Tratar el estudio de la prehistoria como una parte integral de la historia nativa también
ayuda a librar a la última de algunas desviaciones etnocéntricas que inevitablemente re-
sultan de haberse apoyado demasiado en las fuentes documentales euroamericanas. Esto
no implica que la distinción entre arqueologia prehistórica y etnohistoria como metodo-
logías diferentes para estudiar el pasado deba desaparecer. En cambio, implica que los
hallazgos de las dos son igualmente relevantes para el estudio de la historia nativa].

Yo iria un poco más allá. No se trata solamente de la historia nativa, sino de la


historia. A partir de la llegada de los europeos, todos están en el mismo barco, y en
muchas cuestiones no es posible separar a unos de otros. El mejor ejemplo, a mi
gusto, es el del estudio de la población: hay estudios sobre la evolución de la
población indígena, algunos generales y otros para distintos lugares. Existen estudios
sobre el número de europeos o criollos, pero apenas los hay sobre el mestizaje,
concebido como la mezcla de los dos grupos anteriores. A los indígenas los suelen
estudiar los etnohistoriadores, a los europeos y criollos los historiadores, y a los
mestizos, Magnus Mörner y pocos más. Pero la realidad de la vida diaria indica que
cuando un español se casaba con una india (o un índio con una española, que
también se daba el caso) y tenian hijos, éstos eran mestizos. Y vivian juntos, en la
misma casa y con los mismos medios e íntereses. Esto ocurrió durante generaciones.
¿No es suficientemente elocuente esta muestra de la necesidad de trabajar juntos o
unir nuestros trabajos? Y si a la población indígena le sumamos la que tiene
antepasados indígenas, las tasas de disminución se reducen mucho.
Regresemos al principio. Para muchos colegas, como para mí, el ser
etnohistoriador da cobijo a prácticas que en disciplinas más disciplinadas serían,
como mínimo, excentricidades. Y la mayoría de ellas demuestra su utilidad
avanzando tanto en conocimientos “positivos” como en la aplicación de técnicas
“prestadas” a la resolucíón de problemas, que incluye el análisis de nuestra
documentación. Tal vez exista una tendencia a que parezcamos “todistas”, pero al
interesarnos en las sociedades humanas, el abanico de cuestiones que se ha de
estudiar es muy amplio. Si ser etnohistoriador comporta una cierta libertad
metodológica, solamente con eso me siento pagado. Y si además significa convivir
bajo un mismo techo etnohistórico con gente curiosa y emprendedora, mejor.
Parece que una caracteristica común de los etnohistoriadores es que no queremos
una disciplina que discipline más de la cuenta.
Por este motivo, hay tantos elementos personales en estas páginas, con tantas
reiteraciones de lo que considero fundamental. Y aunque no sea capaz de decir qué
es la Etnohistoria, por lo menos aqui ha quedado plasmada mi versión.

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