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Hay que utilizar los textos, sin duda. Pero todos los textos. Y no solamente los documen-
tos de archivo en favor de los cuales se ha creado un privilegio: el privilegio de extraer de
ellos, como decia el otro (el fisico Boisse), un nombre, un lugar, una fecha, una fecha,
un nombre, un lugar, todo el saber positivo, concluia de un historiador despreocupado
por lo real. También un poema, un cuadro, un drama son para nosotros documentos,
testimonios de una historia viva y humana, saturados de pensamiento y de acción en
potencia.
Está claro que hay que utilizar los textos, pero no exclusivamente los textos. También los
documentos, sea cual sea su naturaleza: los que hace tiempo se utilizan y, principalmen-
te, aquellos que proporcionan el feliz esfuerzo de las nuevas disciplinas como la estadisti-
ca, la demografia que sustituye a la genealogia en la misma medida, indudablemente en
que debemos reemplazar en su trono a los reyes y príncipes.
Evidentemente, si ampliamos el campo de nuestra documentación, se amplia
también el rango de los conocimientos necesarios para establecer los criterios de
utilidad y para extraer datos de esa documentación. Y cuando examinamos los
apartados de critica de fuentes de las obras metodológicas, comprobamos que se
refieren abrumadoramente a la documentación escrita, principalmente a la
tradicional, obviando otras posibilidades. Y quizá eso estimula el uso acritico de
otros tipos de documentos en la linea que hemos visto que los etnohistoriadores de
tradición histórica atribuyen a los de tradición antropológica. Claro que la
acusación podria realizarse también a la inversa.
Pero volvamos a la definición de lo que debemos utilizar:
El clionauta reconstruye las acciones humanas del pasado a través de cicatrices terrestres,
cadáveres, tumbas, monumentos, leyendas y dichos de trasmisión oral, supervivencias,
documentos y libros (González 1988: 93).
Fuente histórica seria, en principio, todo aquel objeto material, instrumento o herra-
mienta, simbolo o discurso intelectual, que procede de la creatividad humana, a cuyo
través puede inferirse algo acerca de una determinada situación social en el tiempo.
Una definición de tal tipo indica ya de entrada el carácter extremadamente amplio y he-
terogéneo de una entidad como la que denominamos “fuente”.
Tal vez, la diferencia sustancial entre el acervo documental que lega la historia y la do-
cumentación utilizable por cualquier otro tipo de investigación social es la finitud irre-
mediable de todo lo que es documentación de la humanidad en el pasado. Las fuentes
históricas son teóricamente finitas. La cuestión es si están descubiertas o no. Sin embar-
go, de ello no se deduce en absoluto que la investigación de algún momento de la histo-
ria pueda detenerse por agotamiento de las fuentes. Como ya hemos señalado, ni la in-
vestigación histórica ni ninguna otra dependen en exclusiva de la aparición de fuentes
de información, sino de explicaciones cada vez más refinadas (Aróstegui 1995: 338).
Más adelante nos revela que no son fases sucesivas. Como ha sido uno de mis
párrafos preferidos en las clases de Etnohistoria, lo citaré completo:
Los documentos por sí mismos no plantean preguntas, aunque, de vez en cuando, pro-
porcionen respuestas (Finley 1986: 74).
La postura más osada sobre las fuentes que hemos consultado procede de una
historiadora de la ciencia (Kragh 1989). Creemos que su aceptación contribuiria a
solucionar muchos de nuestros problemas de definición de disciplinas, como
comentaremos más adelante (en el caso de que realmente haya intención de
resolverlos, pero esa es otra cuestión). Citamos el texto extensamente para
comentarlo después.
Una fuente es un elemento objetivamente dado, material, procedente del pasado y crea-
do por seres humanos, por ejemplo, una carta o una vasija de cerámica. Pero en si mis-
mo este objeto no es una fuente. Podria llamarse un vestígio del pasado o un objeto
fuente. Para que el vestigio alcance la categoria de fuente debe constituir un testimonio
del pasado, tiene que decirnos algo de él.
El vestigio debe poder ser utilizado para darnos parte de la información que comporta
de manera latente. Es el historiador el que convierte el vestigio en fuente mediante su
interpretación. Planteándole preguntas a partir de determinadas hipótesis (que no nece-
sitan tener ninguna base documental), el historiador obliga a la fuente a revelar su infor-
mación. A diferencia del vestigio, la fuente no es, en cuanto fuente, un objeto material,
sino que ha de ser considerada como una información que se nos ha dejado. La infor-
mación revelada por la fuente, y en este sentido la propia fuente, se convierte en una in-
teracción entre el objeto-fuente y el historiador, un punto de encuentro entre el pasado
y el presente. De aqui se sigue que mientras el objeto-fuente es algo fijo, la misma fuen-
te puede desvelar unas informaciones distintas y posiblemente contradictorias.
En capitulos anteriores hemos visto que las fuentes no se dan de una vez por todas, sino
que se originan en el proceso dialéctico entre los vestigios del pasado y las interpretacio-
nes del presente (Kragh 1989: 159).
Se han utilizado criterios diferentes para clasificar los documentos. Hay quienes
hablan de fuentes mudas o elocuentes, simbólicas o no simbólicas, materiales o
culturales, pero en general los esfuerzos mayores se han centrado en las fuentes
escritas. Evidentemente, como vamos a ver, muchas de las cuestiones relacionadas
con éstas pueden aplicarse a otras.
Aróstegui (1995: 340 y ss.) dispone de varios criterios taxonómicos que se
combinan entre si: posieionezl (con el que dividió las fuentes en directas e indirectas);
intencional (voluntarias y no voluntarias), euetliteztivo (materiales o culturales) y
formezl-euezntiteztivo (seriadas o seriables y no seriadas o no seriables).
Aproximadamente responden, aunque con otros nombres, a las categorias más
utilizadas, y se entienden mejor con los ejemplos que él dispone.
Por nuestra parte, creemos que existen dos clasificaciones: la primera se refiere
a los objetos que son susceptibles de convertirse en fuente, que son prácticamente
todos, por lo que rapidamente nos desborda. La segunda, a la de los objetos
seleccionados por un investigador para convertirse en fuentes de su trabajo, pues la
relación concreta condiciona algunas de las clasificaciones. Algunas habrán estado
disponibles y otras será preciso buscarlas, a veces sin éxito. La gama de objetos
elegidos pone de manifiesto las técnicas y los especialistas necesarios para el análisis,
pues no siempre estaremos en condiciones de realizarlo todo nosotros mismos. No
obstante, hay algunas cuestiones que son generales para todos los casos. Cipolla
(1991: 53-54) ofrece una clasificación útil y sencilla (en apariencia) que aplica a las
“fuentes primarias”. Está basada en dos variables: el continente o soporte y el
contenido:
° el descifrado de textos;
° la interpretación de su substancia o contenido;
° la confirmación de su autenticidad;
° la determinación de su veracidad.
Como hemos comentado, los dos últimos fueron utilizados para la clasificación
en cuatro grupos que, aunque pensados para documentos escritos, pueden ser
utilizados para otros materiales.
El punto 1 tiene bastante incidencia en América -fundamentalmente en
Mesoamérica- donde existen distintos sistemas de escritura con diferentes grados de
desciframiento, además de la escritura en caracteres latinos, con letra más o menos
enrevesada según las épocas y los amanuenses. Pero el descifrado de los textos no se
refiere solamente al tipo de escritura, sino a la lengua o a las lenguas particulares.
Esta circunstancia no suele mencionarse, probablemente por la razón que expone
González al comienzo de la siguiente cita:
Otra perogrullada: para comprender lo dicho por un autor hemos de conocer la lengua
que usa. Como toda lengua cambia en el tiempo y varia según las regiones, la obligación
lingüística incluye el conocimiento de la lengua de la época y la lengua del pais de que
se trate. Todavia más: han de conocerse la lengua del medio o los giros usados por la
corporación a que pertenece el responsable de un texto, pues varian los modos de escri-
bir del ejército, de la iglesia, de la administración pública y demás cuerpos sociales. No
menos importante es el conocimiento del vocabulario y otras manias lingüísticas perso-
nales de un autor, y por último, ha de tenerse en cuenta el sentido general del texto, co-
múnmente llamado contexto (González 1988: 127-128).
Pero los progresos de la crítica se deben en igual o parecida medida al progreso mismo
de las concepciones sobre la historiografia, al progreso de la relación de la disciplina con
sus vecinas y afines, a los progresos de la filología, las técnicas de análisis textual, la com-
paración estadística y el propio diseño de la investigación historiográfica. Los problemas
de la crítica de fuentes han debido ser así puestos en contacto con los ámbitos técnicos
del laboratorio químico, de los análisis lingüísticos, de técnicas de análisis de textos, in-
cluida la informática, de los conocimientos crítico-documentales o de la estadística. La
crítica de las fuentes ha dejado de ser una labor “artesanal” guiada muchas veces por el
buen sentido y los conocimientos comparativos, para convertirse en una tarea tecnifica-
da, más fácil y más compleja a un tiempo, que las antiguas. La rémora consiste en que
en este campo se arrastra también mucha idea obsoleta, mucha supuesta técnica absolu-
tamente ineficiente y ciertos convencimientos infundados, entre los que resalta la persis-
tente idea de que la actividad historiográfica no tiene relación con ningún otro de los
conocimientos y técnicas de trabajo en la investigación social (Aróstegui 1995: 350).
Ediciones
Dado que la historia es una disciplina que depende tanto del análisis textual,
del estudio de la escritura y de la lengua, incluyendo la evolución de ambos, se ha
permitido en España (y en otros muchos países) que la filología se separe y
emprenda un camino aparte en los estudios universitarios. No sé cuán de menos
echarán los filólogos a los historiadores (me consta al menos que los de griego sí lo
hacen), pero como historiador no puedo menos que lamentarme de la falta de
formación filológica que recibimos en la carrera de historia y mucho mas de la que
reciben nuestros alumnos. Uno de los aspectos en los que más añoramos ese
conjunto caminar es en la edición de textos. Una parte de nuestra tarea es la de
poner a disposición de los colegas los documentos que encontramos, tanto
aisladamente como formando parte de colecciones. Otra gran parte es el uso que
hacemos de los documentos publicados por nuestros colegas. ¿Quién controla la
calidad de estas ediciones? Escasean las ediciones realmente críticas. En ocasiones se
encuentran ediciones sin anotar, como si no hubiera habido ni un solo problema de
lectura ni nada para comentar. El caso es peor con las traducciones, tanto de lenguas
indígenas como de castellano a otras lenguas, que en ocasiones incluyen
mutilaciones: Barber y Berdan (1998: 298) refieren que en una traducción inglesa
de la obra de Bernal Diaz del Castillo, Historiez vereiezderez de lei conquista de México,
habia desaparecido el párrafo donde Bernal refiere cómo se aliviaban los vientres los
habitantes de Tenochtitlan y qué se hacia con la “yenda de hombre”,
probablemente porque el editor consideró que podia herir la sensibilidad de sus
lectores; en la misma línea podemos situar que en la edición de comienzos del siglo
XX del Códiee Mezgliezbeee/Ji desapareció una página de contenido “comprometido”,
los folios 61v-62r (en los que se representa el texto con la descripción de cómo el
dios Quetzalcoatl extrajo semen de su miembro y en la siguiente la representación
del mismo dios).¿ Muchas veces no reparamos en el nombre de los traductores ni en
el de los editores en cuyas manos nos colocamos.
También nos encontramos con la barbarie -al menos para nosotros- de la
“modernización de la ortografía”: la puntuación, los arreglos sintácticos, las
antologias y otras tropelías realizadas en aras de llegar a un público más amplio,
como si ese público amplio realmente estuviera interesado en leer documentos
antiguos -y si lo están, ¿por qué adulterárselos?-. Consecuentemente, la mayoria de
las ediciones se convierten en aproximaciones a un texto que obligan al investigador
a acudir a facsímiles, fotocopias, micropelículas u originales. Trabajo y tiempo
perdido. Por supuesto, lo preferible es acudir al original y, si esto no es posible (de
hecho hay originales que no se pueden consultar por cuestiones de preservación),
nos valemos de lo más próximo: la fotocopia o la fotografia, las ediciones
facsimilares y, por último, las ediciones de documentos. Asimismo, nos consta que
existen ediciones que presumen de facsimilares sin serlo, y por supuesto
determinadas cuestiones, como el tipo de papel o las marcas de agua, solamente
pueden apreciarse manejando el original. Solemos dejar estos estudios (los de
continente) a especialistas, y luego nos fiamos de su trabajo, aunque muchas veces
no deberíamos hacerlo. En lo que a los textos respecta, necesitamos que las
ediciones sean fiables y lo más completas posible. Y eso requiere explicaciones que,
ahora sí, deben consignarse en notas a pie de página. Las ediciones de los filólogos, a
diferencia de las de los historiadores, están llenas de ellas. Por supuesto que, cuando
se trata de nuestro trabajo historiográfico, las citas y las notas son muy frecuentes y
se supone que constituyen la base de nuestro trabajo, aunque se hayan levantado ya
voces contra las citas “cosméticas” (Kragh 1989), es decir, aquellas que no aportan
nada al texto pero sirven para presumir de lo que uno ha leido y para que el autor se
anote un punto en el cómputo “cientimétrico” de citas. Si bien existen
publicaciones completamente cosméticas y “circuitos” de citas, es importante saber
quién es el responsable de la edición, la manera en que ha sido realizada y la
competencia de los participantes; demasiadas veces nos dan gato por liebre en forma
de edición de manuscritos, cuya paleografía ha estado en manos de personas no
especializadas (estudiantes, muchas veces), y que aparecen como obra de un
investigador de prestígio que las avala, unas veces con fundamento y otras sin él.
2. Agradezco esta información a mi amigo, el Dr. D. Juan ]osé Batalla, compañero en estas luchas.
CAPITULO 5: LA PERSPECTIVA DE LA AMERICA INDIGENA
Lm tig in so br1Amr1Ind1gn
a'ves'ac'ó ea é'ca 'ea
Espacio, tiempo y problemática son variables tan amplias y complejas en la historia cul-
tural del Nuevo Mundo que para su elaboración resultan absolutamente necesarias la di-
visión en partes y la especialización en métodos. Sin embargo, esta necesidad práctica no
invalida el hecho cientifico de que el desarrollo cultural de América es un proceso conti-
nuo y de una misma naturaleza que debemos intentar reconstruir, analizar e interpretar
como un todo.
El estudio de las culturas prehispánicas difiere mucho del de las culturas indígenas ac-
tuales, aunque ambas hayan sido cultivadas por antropólogos. Por una parte, las caracte-
risticas de las culturas mismas -el contraste entre las antiguas civilizaciones aborigenes y
las pequeñas comunidades rurales de hoy- forman la base para esas diferencias. Pero a
ellos se une la visión fragmentaria de las culturas antiguas determinada por lo limitado
de la información que se encuentra en las fuentes escritas y, sobre todo, en el material
arqueológico, en contraste con la posibilidad de estudiar todos los temas imaginables al
tratar de las comunidades vivas como lo hace el etnógrafo de campo. A todo esto se aña-
den, además, las diferencias de orientación que han caracterizado a los estudios de uno y
otro tipo: la prevalencia de las distintas escuelas de “antropologia social” en los estudios
del indio moderno contrasta con los estudios de arqueologia y etnohistoria donde ha
dominado el enfoque puramente descriptivo o “histórico”, y los intereses teóricos más
usados han sido los derivados de la tesis de Morgan y Bandelier acerca de la sociedad
prehispánica o las interpretaciones ecológicas, ambos distintos a los intereses dominan-
tes en la antropologia social (Carrasco 1987b: 27).
De este modo los estudios de las distintas épocas en el desarrollo de las culturas indige-
nas de México han sido hechos por grupos de investigadores diferentes que han concen-
trado su atención en los materiales que sus fuentes hacen más facilmente accesibles, re-
calcando las peculiaridades tipicas de los distintos periodos y elaborando las diferencias
de orientación o las modas que ha desarrollado cada disciplina. Exagerando, podemos
decir que los arqueólogos estudian ceramica, pirámides, inscripciones y calendarios, con
alguna especulación acerca de los sistemas agricolas practicados y el tipo de organización
politica que pudiera haber sido determinado por ellos. Para el etnohistoriador hay abun-
dante material sobre fiestas religiosas, sacrificios humanos, leyendas migratorias y dinas-
tías y se ha especulado sobre ciertos problemas planteados por la interpretación de Mor-
gan y Bandelier, por ejemplo la existencia de propiedad privada o si el eózévullí era un
clan. En los estudios del indio colonial encontramos otros temas dominantes como el
tributo, los servicios personales, las congregaciones, la cristianización y la demografia.
En los estudios de etnografia moderna el tratamiento suele ser más completo pero tam-
bién se han favorecido ciertos temas como mercados, compadrazgo, mayordomias o re-
laciones interétnicas y se ha especulado acerca de la naturaleza “folk” o campesina de las
comunidades indígenas.
En la medida en que los intereses especiales estudiados en cada etapa histórica respon-
den a las caracteristicas de ese periodo encontramos una buena definición de las trans-
formaciones que han sufrido las culturas indígenas a través de la historia; pero en la me-
dida en que los distintos especialistas han favorecido lo que les era más fácil estudiar o
más de moda en su especialidad, encontramos contrastes creados por los mismos inves-
tigadores que dificultan los estudios comparativos de distintos períodos históricos (Ca-
rrasco 1987b: 27-28).
Q. Este es un ejemplo de los peligros de las traducciones. Aunque “court” signifique patio, en este
contexto se refiere a un campo de juego o cancha.
CAPITULO 6: TEMAS DE LA ETNOHISTORIA DE AMERICA
Las fuentes no son primarias ni secundarias. Son documentos con una historia,
adecuados o no a nuestros intereses. De acuerdo con las preguntas que les
formulemos, podrán o no responderlas. Entre ellas podemos incluir el ¿qué eres?,
cuya respuesta puede condicionar la caracterización de genuino o falso, verídico o
falaz, que le otorguemos. La respuesta tendrá consecuencias, independientemente de
cuál sea.
Existe una sección entera del Catálogo de Códices del Handbook of Mia'a'le
American Ina'ians dedicada a los Co'a'iees Teeloialoyan (Robertson 1975). Deben su
nombre al primero que se encontró, el del pueblo de San Antonio Techialoyan, en
el Estado de México. En general, son descripciones de las tierras que tenian
diferentes pueblos, hechas en nahuatl y con pinturas, en papel de amate, y
pertenecen a la segunda mitad del siglo XVII o primera mitad del XVIII. I-Ian
generado muchas discusiones sobre su autenticidad, pues contienen errores tan
evidentes como el del documento que mencionó González. Por esto motivo, han
sido calificados de falsificaciones, cuando en realidad sólo parte de su contenido es
falso. Los investigadores se han centrado en la discusión de los contenidos, desde
una óptica de la historia de los pueblos, descuidando la clave del asunto: el papel de
prueba en los pleitos que estos documentos tuvieron. Desde la perspectiva de la
historia de los pueblos, son documentos falsos de contenido falso en ocasiones y
auténtico en otras. Desde la perspectiva de la lucha por la tierra, son documentos
auténticos, presentados en juicios y aceptados en muchos casos, con parte del
contenido falso y parte auténtico. Actualmente sabemos que están relacionados con
documentos en caracteres latinos en castellano o nahuatl de la misma época y
también referentes a las posesiones de los pueblos, llamados Titulos primora'iales, lo
que debe dar nuevas dimensiones al problema. El hecho de que unos y otros sean
falsificaciones o “construcciones” de la época los convierten en documentos
auténticos sobre el modo de pensar de la gente, el mundo en que vivian y el modo
como se gestionaban los procesos. No pensaban que iban a tener validez, sino que la
tuvieron. Consecuentemente, hubo “falsificadores” con éxito y otros de escaso nivel
(ver Rojas 2006). Para comprender estos documentos, pues, no basta con
catalogarlos como códices y estudiarlos desde ese único punto de vista, sino que es
preciso ampliar el campo y atender a la configuración e historia de los pueblos
indígenas mexicanos para llegar a finales del siglo XVII y comienzos del XVIII,
momento en el que se produjeron grandes cambios y hubo necesidad de una
documentación que no existia. En algunos casos, esta carencia se debía a que los
pueblos no tenian derecho a ella, en otros a que se habia perdido o a diversos puntos
intermedios entre estos dos extremos. Unos pueblos optaron por crear un tipo de
documento de supuesta tradición indígena, los Co'a'iees Teeloialoyan, y otros
prefirieron los documentos en caracteres latinos, en nahuatl o castellano, que
conocemos por el nombre de Titulos primora'iales. Algunos, ante la indecisión sobre
cuál de los dos tipos produciría mejor efecto, optaron por presentar ambos.
Asimismo, recientemente hemos sabido que no son solamente documentos de
pueblos, sino de linajes dominantes de ellos, y que en algunos sitios se acumularon
versiones distintas de la historia del lugar, favorable, claro está, a sus patrocinadores.
En Cuernavaca, el número de títulos hallados crece continuamente y asciende ya a
16 (I-Iaskett 1998: 159). Es una historia que se está escribiendo ahora y que debe
servir de marco para evaluar estos documentos y qué nos aportan para escribir la
historia, pues muestran unos pueblos indígenas -a veces diminutos- muy activos.
En 1996 se publicó un libro con una temática curiosa por lo inhabitual (Lutz y
Dakin 1996). Se trata de la paleografía, traducción y estudio de una serie de cartas
enviadas por indígenas de Guatemala a Felipe II en 1572, que se encuentran en el
Archivo General de Indias, en Sevilla, en la sección Audiencia de Guatemala. I-Iasta
aqui todo parece normal. Lo inhabitual es que están escritas en nahuatl, la lengua
hablada predominantemente en el centro de México, y no en la lengua maya.
Christopher Lutz menciona en la introducción (1996: XIII) que en 1576 los
mismos pueblos enviaron otras cartas al rey en castellano. Entre las razones para ello
esgrime las siguientes:
Nos preguntamos si el cambio al español en 1576 fue debido a la falta completa de una
respuesta positiva, o por lo menos que hubiera dado cierta esperanza a los solicitantes, o
si tanto los líderes indígenas como sus supuestos consejeros religiosos pensaron que sus
quejas serían escuchadas con mayor atención si se escribían en el idioma de los gober-
nantes europeos (Lutz y Dakin 1996: XIII).
¿Por qué no hacerlo así desde el principio? El autor sugiere una explicación de
su escritura en nahuatl:
Como discutiremos en forma mas detallada en nuestras notas históricas, nos parece que
el que los documentos presentados aquí fueran escritos en nahuatl se debió a la influen-
cia de algunos frailes franciscanos y dominicos, quienes hubieran indicado a sus indios
feligreses, que sus Memorias tendrían mas impacto escritas en nahuatl (Lutz y Dakin
1996: XIII).
Si los frailes creían que las quejas tendrían más fuerza si se efectuaban en lengua
indígena, ¿por qué no eligieron la maya, hablada por los indios de la región? O el
latín, pues existen abundantes testimonio de su uso por los indígenas de México. El
oidor Brizeño, que firma la Memoria 1 que sirve de presentación, sostiene que los
indios le escriben “en su lengua” (Lutz y Dakin 1996: 2), lo que parece contradecir
la afirmación de Lutz y Dakin de que lo hacían en nahuatl instigados por los frailes.
Con ello abrimos un frente sobre las manifestaciones de los mismos personajes que
intervinieron en la creación de los documentos. Veamos ahora algunas noticias más
pertinentes a este tema que se encuentran en las memorias.
Memoria 7:
No nos consideran vecinossl (Lutz y Dakin 1996: 33).
31. Los guatemaltecas de la Ciudad Vieja se consideraban merecedores de una relación
mas estrecha con los conquistadores españoles y con sus aliados mexicanos, siendo éstos
últimos vecinos dentro del mismo pueblo. Así, en 1575 los alcaldes y regidores guate-
maltecas explicaban: “...somos vasallos de S.M. y con los conquistadores españoles y
ahora nuestros hijos y nietos somos agraviados con el gran trabajo como pobres que so-
mos”. Véase “Los indios que eran esclavos...”, AGI, Guatemala 54, fol. 26vo. En el tex-
to localizado entre las notas 35 y 36 de esta misma Memoria, hacen mención de una
provisión que la parcialidad había recibido de parte del “gobernador Brizeño sobre los
conquistadores guatemaltecos” e inmediatamente después se refieren a ellos mismos co-
mo “los hijos de los conquistadores”. Parece que al igual que sus vecinos españoles, los
guatemaltecas de la Ciudad Vieja creyeran que ellos mismos y sus antepasados habían
adquirido un status legal especial, como resultado de su participación en la conquista
como aliados de don Pedro de Alvarado (Lutz y Dakin 1996: 104-105).
Karen Dakin firma un capítulo titulado “El nahuatl de las memorias: los rasgos
de una lingua franca indígena” (Lutz y Dakin 1996: 167-189) y entre las razones
para la presencia del nahuatl no menciona a los conquistadores de Guatemala:
En 1573, los indios mexicas, tlaxcaltecas, zapotecas, cholultecas, mixtecos y de otras na-
ciones novohispanas, radicados en las ciudades de Ciudad Vieja o Almolonga (Guate-
mala), Cuzcatlán o San Salvador, Ciudad Real de Chiapa, Gracias a Dios y Comayagua
(Honduras), San Miguel y otras poblaciones centroamericanas, levantaron una proban-
za que llenó centenares de páginas y que ha llegado hasta nosotros. El objeto de su ges-
tión era demostrar que ellos no podían ser rebajados a la categoría de tributarios, como
había pretendido unos años antes el presidente y gobernador de la provincia de Guate-
mala, el licenciado Landecho. É
Et le fait est que Bernal Díaz apparait dans ses écrits comme imbu de lui-même, fausse-
ment modeste (“de sabios siempre se pega algo a los idiotas sin letras como yo soy”,
chap. 212), vaniteux, envieux, ambitieux et partial. On sait aussi qu'il est rancunier, qu
'il se trompe souvent et qu'au besoin n'hésite pas a deformer consciemment les choses
et á mentir. À l'en croire, il figure parmi les soldats qui conseillent a Cortés de détruire
ses vaisseaux; il est au courant de tout que se trame ou se dit, aussi bien dans les conseils
de Cortés que dans ceux de Montezuma; il est de ceux qui menacent leur capitaine d'es-
tocades s'il pactise avec Narváez (chap. 122) et tout cela alors qu'il n'est qu'un soldat
obscur, resté dans le rang, dont personne ne parle, pour lequel Cortés écrit une attesta-
tion des plus neutre et donc le rôle joué dans la conquête du Mexique n'est connu que
par son propre témoignage. Le silence de Cortés et d'autres conquistadores a son sujet a
d'ailleurs poussé un auteur du siècle pasé á aller jusqu'a lui refuser la paternité de l'His-
toria Verdadera. (Graulic/1 1996: 64. El autor a que se refiere es Robert A. VVilson, 1859).
[Y el hecho es que Bernal Diaz aparece en sus escritos como un hombre imbuido de sí
mismo, falsamente modesto (“de sabios siempre se pega algo a los idiotas sin letras co-
mo yo soy”, cap. 212), vanidoso, envidioso, ambicioso y parcial. Se sabe también que es
rencoroso, que se equivoca a menudo y que cuando lo necesita, no duda en deformar
conscientemente las cosas y mentir. De creerle, figura entre los soldados que aconseja-
ron a Cortés destruir los barcos; está al corriente de todo lo que se trama o se dice, tanto
en los consejos de Cortés como en los de Montezuma; es de los que amenazan a su capi-
tán con darle de estocadas si pacta con Narváez (cap. 122) y todo esto mientras que no
es más que un soldado oscuro, que se queda en las filas, del que nadie habla, para quien
Cortés escribió un testimonio de lo más neutro y de cuyo papel en la conquista de Mé-
xico no se sabe más que lo que él dice. El silencio de Cortés y de otros conquistadores
sobre él ha llevado por otra parte a un autor del siglo pasado a negarle la paternidad de
la Historia Vera'aa'era].
Más allá de las restricciones discursivas que hemos señalado, hay una coincidencia gene-
ralizada en desconocer la racionalidad a partir de la cual estaban orientadas las acciones
incaicas, las cuales eran presentadas de manera fragmentada y desdibujada. En los casos
en que el enfrentamiento entre Paullu y Manco es reconocido como tal por los cronis-
tas, como en Cieza de León (s/f), es relatado como el de un pro-español versus un rebel-
de. En tanto que para la elite nativa debía de estar claro que era la disputa entre Incas
por el reconocimiento la que guiaba el conflicto y su relación con los barbudos, para los
españoles, por el contrario, lo explicaba una lógica de fidelidad y resistencia generada
por su presencia.
En definitiva, el tipo de información que las crónicas muestran habla de lo que los cro-
nistas comprendían de cuanto pasaba en torno suyo. No sólo de aquello que miraban y
decidían incluir en sus relatos -aquello a lo que prestaban atención- si no de lo que re-
sultaba inteligible de todo cuanto veían. Las diferencias entre ambos Incas eran entendi-
das como algo carente de un sentido propio que excediera las distintas reacciones ante la
situación creada por la conquista. No hay una coherencia distinta detrás que vaya más
allá de la conquista española. La limitación en este segundo caso es de fondo, y remite,
como en tantos otros casos de enfrentamiento intercultural, al hecho de que la lógica
que ordenaba lo que estaba ocurriendo tenía para cada grupo sus propias referencias
(Lamana 1997: 125).
Los cálculos de Paullu eran los siguientes: si me uno a mi hermano y perdemos, ambos
perderemos la vida, y si vencemos, él será el inca. Si sigo con los españoles y perdemos,
perderé la vida, y si ganamos, yo seré el Inca.
Por lo tanto, la decisión de Paullu tuvo en cuenta elementos culturales españoles que
fueron rápidamente comprendidos y utilizados desde paradigmas incaicos.
Sin embargo, aún se nos podrá decir que se trata de una simple pérdida de identidad. Si
retomamos las posturas de los autores antes mencionados, la objeción sería: Paullu se
enfrenta a sus pares de raza y realiza una maniobra por medio de la cual mejora su posi-
ción frente a los españoles, todo en beneficio personal. Más allá de si hay una españoli-
zación o una capacidad de maniobra en la utilización de determinadas prácticas cultura-
les, se trataría de una traición individualista a una pertenencia grupal. Creemos que no
fue así, y nuevamente la clave de nuestra posición pasa por la legitimidad. Paullu no es
sólo un Inca entre los españoles, sino un Inca entre los incas. Es reconocido como Inca
por los numerosos nobles que lo acompañan en sus actividades militares, por los indios
del común y en general por la sociedad nativa en el momento de su muerte. Nada de
eso hubiese sido posible si él hubiera llevado adelante conductas que implicaran una
ruptura identitaria con su papel de Inca dentro de la élite nativa (Lamana 1996: 100).
Al no poder acceder a piezas discursivas genuinas, hemos tenido que reconstruir la iden-
tidad que Paullu y Manco logran construir a través de sus acciones y del reconocimiento
que los terceros les otorgaban. De acuerdo con la trama presentada, no dudamos en afir-
mar que tanto uno como otro era tenido y reconocido como Inca, y que recibían el tra-
tamiento acorde con ello. Lo cual nos obliga a aceptar que, dentro del mundo colonial
temprano, las estrategias para mantener un lugar de Inca entre los nativos y lograr un re-
conocimiento entre los españoles admitieron comportamientos aparentemente tan disí-
miles como los analizados (Lamana 1996: 101).
Cada vez sabemos más de los Incas en la colonía y de los señores de menor
ran 8o (I ue se in 8eniaron P ara mantener -Y en ocasiones acrecentar- sus osesíones,
que llegaron a ser muy cuantíosas. No obstante, todavia falta para que analícemos el
mundo andino colonial con estos señores como grandes protagonistas -junto con
los es P añoles- en la linea (I ue Ya aP untó hace cerca de 40 años Karen S aldin 8 ,
donde vemos que los individuos primaron sobre el grupo:
La riqueza y las pretensiones sociales de muchos miembros de la nobleza india eran sus-
tanciales, no sólo en términos de su propia sociedad sino también en comparación a la
jerarquía social de la sociedad europea. Algunos miembros de la nobleza india, particu-
larmente los descendientes de la élite incaica del Cuzco y también probablemente algu-
nos pertenecientes a los rangos más elevados de la nobleza india de otras provincias se-
rranas, como ]auja, integraban los sectores más ricos de la sociedad colonial, ya sea de la
europea o de la india. Eran los dueños de extensas propiedades cuyo derecho reclama-
ban en virtud de su descendencia de las élites precolombinas (Spalding 1974: 174-175).
La “ P e 8a” consistia en tener (I ue se 8uír siendo índio P ara P oder ocu P ar el lu 8ar
de P rivíle 8io, P or lo (I ue hace tiem P o deberíamos haber com rendido (I ue el
problema no era “ser índio”, sino ser índio pobre. Efectivamente, la misma autora
nos habla de españoles que falsíficaban genealogías para aspirar a cacícazgos
(Saplding 1974: 175), aunque nosotros pensamos que eran familiares de los
caciques que, al no corresponderles heredar, habían optado por reivindicar su
herencia española (la mayoría de las familias nobles eran ya mestizas) y, ante el
cambio de coyuntura, no dudaban en hacer el recorrido inverso. Estos “mestizos”
tenian una doble descendencia, ambas legítimas, y podían elegir qué rama les
convenia más invocar (ver Rojas en prensa para la doble herencia). Según Spalding
(1974: 185-188), fue esta elite inca la que apoyó la versión del Imperio Inca escrita
por uno de ellos, Garcilaso de la Vega el Inca. Y esto, por supuesto, deberia formar
parte del debate sobre los autores de comíenzos del siglo XVII.
Es decir, la propuesta de Lamana es congruente con la activa presencia de estos
señores en la sociedad colonial del siglo XVIII y permite explicar mejor esa
situación, circunstancias que avalan su verosimilitud. Pero como seguimos siendo
esclavos de la moda, deberemos esperar a que pase a primer plano el análisis de la
sociedad colonial contemplando todos sus elementos y evaluando su trascendencia.
Los peligros de utilizar las cosas para algo distinto que para lo que fueron
concebidas
Uno de los temas de investigación sobre los indígenas americanos a los que se
ha dedicado más tiempo es al del tamaño de la población a la llegada de los
españoles y a la evolución de ésta tras las conquistas. Destacan en este apartado dos
investigadores norteamerícanos que han dedicado numerosos trabajos al análisis
principalmente de la población de la Nueva España: Sherburne Cook y Woodrow
Borah.
Una parte muy significativa de la documentación utilizada por ellos procede de
cuentas tributarias (Cook y Borah 1977: 19-87). Enumeran la gran cantidad de
controles a los que es preciso someter estas cuentas y las operaciones necesarias para
convertir la información tributaria en demográfica, entre los que se incluye evaluar
los tamaños de las familias y las condiciones de los “tributarios”. En ocasiones,
cuando solamente aparecen los tributos pagados, es necesario convertir los datos a
un denominador común, para hallar el número de tributarios que representan. Y
por supuesto, no olvídan el peligro mayor de la documentación de este tipo: el
fraude tributario:
Queda a discusión hasta qué punto eran exactas esas cuentas. En general, a los dirigen-
tes de los pueblos indígenas les convenía ocultar algunos tributantes, en tanto que a los
encomenderos les interesaba encontrar la mayor cantidad posible de ellos. Los funciona-
rios de la Corona, corregidores y alcaldes mayores, que actuaban como dirigentes loca-
les, podían tener interés en uno u otro sentido; los agentes especiales enviados a levantar
las cuentas, tenían un interés fiscal en descubrir tributantes. En general, la posibilidad
de comprobar las cuentas con el examen de los registros nativos y más tarde, con el de
los registros parroquiales, y además de la cuenta directa de las casas, mantenía en niveles
reducidos el fraude en cualquiera de ambos sentidos, y una gran parte del mismo resul-
taba cancelada por las variaciones casuales que se presentaban entre uno y otro pueblo.
De 1530 en adelante las cuentas de los tributos eran llevadas con mucho cuidado por
un funcionario español del pueblo, y la Audiencia tenía una comisión revisora ante la
que podían impugnar los resultados, tanto los españoles como los indios. En los siglos
XVII y XVIII, las cuentas se comparaban con los registros parroquiales; cada uno de los
tributantes de la lista anterior tenía que coincidir con algún bautizo del año correspon-
diente, lo que presuponía la existencia de un tributante, a menos que hubiera de por
medio una muerte o una ausencia. En forma general puede decirse que todo tributante
anotado era casi seguro que existiera; que era más fácil que el error o el fraude consistie-
ran en una disminución más que en un aumento de las cuentas. Es probable que las me-
didas de seguridad mantuvieran el fraude dentro de limites bastante estrechos y puede
ser que las omisiones más cuantiosas ocurrieran en las cuentas de los indios laboríos y en
las evasiones debidas a la migración a otras regiones, en las que se podia solicitar exen-
ción como mestizo (Cook y Borah 1977: 39-40).
Con esta consideración, las fuentes tributarias son útiles para establecer la
evolución de la población indígena, principalmente de la general, pues las
desvíaciones de unos lugares compensan las de otros. Insísten en que para esta
utilidad es necesario conocer en profundidad el sistema tributario y su evolución, y
es aqui donde entran en juego las variables dependientes. Nosotros hemos dedicado
varios trabajos al estudio del tributo indígena, tanto al prehíspáníco como al
colonial, atendiendo a aspectos generales y a evolucíones locales. Para ello hemos
tenido que utilizar documentación tributaria tanto publicada como inédita, y hemos
encontrado afirmacíones diversas referentes a la cuantia del fraude en el tributo
colonial (ver Rojas 1999). La Audiencia de México se quejaba en 1531 de que al
intentar contar los vasallos de I-Iernán Cortés, Marqués del Valle, no encontraba
uno de cada cinco (Oidores de México 1531: 32r), y en 1532 afirmaba que los
indios espias que había enviado a Cuernavaca habían contado casi 20.000 casas en
la región, de las que 2.180 correspondian a la propia Cuernavaca, mientras que el
vísítador había anotado 60 (Presidente e oídores de México 1532: 115v-116r). Las
cuantias son consíderables. El hijo del conquistador, Martin Cortés, quien debía
conocer bastante bien lo que sucedía, escribió:
una costumbre que tienen estos Yndios principales que son los que tienen tiranizados,
y usurpados los Yndios, y es que en tasándose un lugar dentro de un año u de dos es-
conden los más indios que puedan, y tornan a pedir nueba tasa diciendo que a avido
mortandad i diminución de los Yndios de aquel Pueblo y sábenlo también hazer quan-
do los van a visitar hallan la tercia parte menos sin haberse muerto un Yndio, y destos
que esconden se aprobechan dellos y de sus tributos los dhos principales... (Cortés, M.
1563: f.192r).
Desde que Lidia Nacuzzi nos contó la historia del cacique don Julián que luego
pudimos leer en su libro (Nacuzzi 1998: 37-39), hemos querido escribir o hablar de
“las dos muertes del cacique don Julián”. Su muerte aparece sucintamente en una
información fechada el 11 de junio de 1788:
Allí queda consignado que el cacique ]ulián y otro indio estaban prisioneros en un bar-
co en la desembocadura del río Negro (por lo menos el cacique, engrillado), que se tiran
al agua para escapar, que los balean desde cubierta y luego los persiguen en un bote, por
lo que ]ulián muere acuchillado y el otro alcanza la costa y escapa. Uno de los declaran-
tes dice que reconoció a ]ulián en el agua por su voz y otro que, ya muerto el cacique, lo
reconoció por su “barba, estatura y gordura” (Nacuzzi 1998: 37).
Otros documentos relacionados con éste proporcionan más detalles sobre la
detencíón, fuga y muerte del cacique. No obstante, existe un documento más,
fechado el 7 de agosto de 1787, en el que se relata una escaramuza entre cinco
indios y tres blancos, uno de los cuales disparó al cacique Julián y lo dejó muerto
(Nacuzzi 1998: 39).
Esto sucede el 18 de julio. El 30 de julio cuando salen a recoger el ganado disperso, en-
cuentran el cuerpo del indio muerto, y le llevan la cabeza al comandante del Fuerte, Pe-
dro Burriño, quien escribe: “por lo desfigurada que estaba no pude conocer fijamente si
era la del cacique Julián, pero creo será la de él, por haberle visto igual recado de mon-
tar, y por el modo de accionar de que me informó el que lo mató” (Nacuzzi 1998: 39).
A esta altura, con dos muertes del cacique Julián, identificado en ambos casos con tanta
imprecisión (por su voz “en el agua”, por el “modo de accionar” y un “recado de mon-
tar”) parece imposible dar algún crédito a estos papeles y se acumulan interrogantes
acerca de la validez de los datos que estamos evaluando. La muerte en sí del cacique y su
fecha exacta deja de preocuparnos para poner seriamente en duda el conjunto de datos
que uno ha ido acumulando lentamente entre estos papeles (Nacuzzi 1998: 39).
4. De nuevo hacen hincapié en su alegada condición de ser descendientes legales de los conquistado-
res guatemaltecos (Lutz y Dakin 1996: 105).
2. AGI Contrataeión, leg. 4802. Una selección de esta probanza se encuentra publicada en ASSA-
DOURIAN y MARTINEZ BARACS 1991, vol. 6, pp. 513-526 (Martinez 1993: 199).
CAPITULO 7: PROPUESTAS
Si retomamos el planteo inicial de este trabajo podemos constatar que el rumbo seguido
en los últimos años de la investigación sobre la sociedad riojana colonial nos ha apartado
del encuadramiento original en la disciplina etnohistórica. Por otro lado, la producción
en si misma es dificil de clasificar en un campo definido; dependiendo incluso de los di-
fusos limites que definen las nuevas especialidades, y atendiendo a los temas que fuimos
abordando, las perspectivas teóricas utilizadas y los métodos de análisis, podriamos decir
que nuestras prácticas de trabajo nos acercan alternativa o simultáneamente a la historia
cultural, la antropologia social histórica, la historia colonial o la historia antropológica,
según también qué entendamos bajo cada uno de estos rótulos.
En particular no nos preocupa demasiado autorreconocernos bajo un membrete disci-
plinar, salvo en los casos en que somos obligados a autodefinirnos en contextos formales
o institucionales; estamos conscientes de que continuamos desarrollando trabajos bajo
intereses no circunscriptos y cuya principal caracteristica sigue siendo, como antes, la
versatilidad favorecida por la interdisciplina (Boixadós 2000: 147).
La tarea común
Precisamente quiero subrayar aquí la contribución del método etnohistórico a esa tarea
común de reconstruir e interpretar el proceso total del desarrollo cultural de América.
Así como la arqueologia es el método fundamental para el largo período prehispánico y
la etnologia, entendida en sentido estricto y más tradicional, es la fuente básica para el
conocimiento de las actuales culturas indígenas de América, la etnohistoria es el método
más importante para los siglos que van desde el contacto con las culturas europeas hasta
el presente. En algunas áreas es posible penetrar con este método los momentos más tar-
díos del periodo prehispánico, aunque opino que el verdadero método etnohistórico re-
quiere mucho más que la simple existencia de unos cuantos textos indígenas de difícil
cuando no dudosa interpretación (Jiménez 1972: 167).