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La nueva temporada

Kim Pritekel

Descargos: Aunque estas encantadoras damas pueden parecerse a unas mujeres que sabéis que
pertenecen a RenPics, pues no lo son, ¡hala! Estas dos me pertenecen a mí.

Subtexto: Sí, lo hay, así que si no recordáis a Martha Quinn ni a Winger, ni a Poison, yo diría que vuestra
infancia ha estado llena de Brandy y Hanson y que probablemente no tenéis edad suficiente para estar
aquí. ¡¡¡¡Así que largo de aquí!!!!

Nota: Mi agradecimiento al Ángel de la Música en persona, Sarah Brightman, por su música maravillosa y
por la increíble canción Deliver Me.

Nota 2: Esto es una obra de ficción y no tengo ni idea de si la Universidad Estatal de Washington o la de
Minnesota tienen un equipo de hockey femenino. Si no lo tienen, pues en mi mundo sí. Si lo tienen, pues
en mi mundo son distintos. Así que, por favor, no me mandéis correos para decirme que me he
equivocado de mascotas ni nada de eso. Seguidme la corriente. : )

Calificación: Esta historia es ALT/S.

Empezado: 4 de diciembre de 2000.

Terminado: 8 de diciembre de 2000.

Si os apetece decirme lo maravillosa que soy como escritora o que doy asco, sois libres de hacerlo en:
XenaNut@hotmail.com

Título original: The New Season. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2002

El viaje en coche fue largo y mi mente no paraba de dar vueltas a los hechos que conocía. Mi madre
estaba enferma de nuevo y me necesitaba. Nadie sabía cuánto tiempo estaría enferma, ni cuánto tiempo
me quedaría yo en Seattle. Aparté la mano del volante y metí un CD. Sarah Brightman, Deliver Me. Esa
mujer siempre tenía la capacidad de calmarme en los peores momentos. Y éste era sin la menor duda
uno de esos momentos.
El sábado pasado, cuando volví a mi diminuto apartamento de una sola habitación en Minnesota, la luz
del contestador parpadeaba ominosamente.

—Jenny, cariño, soy Connie. Tu madre está mala otra vez. Ha recaído. Esta vez, pues... no sé. Llámame en
cuanto oigas esto, ¿vale? Adiós.

Las palabras de Connie se repetían una y otra vez en mi cabeza mientras conducía por este largo y
solitario tramo de autopista. Incurable. A lo mejor un mes, a lo mejor seis. ¿Quién sabe? Ha vuelto de
una forma tremenda.

Me puse a acompañar la canción.

Libérame de mi tristeza,

Libérame de toda la locura,

Entrégame valor para guiarme,

Entrégame fuerza desde dentro...

Pasé por debajo de la señal que me llevaría a casa. Hacía aproximadamente un año que no pisaba por
casa: era demasiado difícil dejar la universidad de Minnesota, y si no estaba entrenando para el hockey,
estaba jugando al hockey. Si no estaba jugando al hockey, me estaba recuperando de la última
temporada. Jugaba como defensa de las Wild Cats, una posición perfecta para mí, dado mi tamaño. Al
medir casi un metro ochenta, podía mantener a cualquier adversaria lejos de la portería. Ahora, cuando
hacía tan sólo dos días que habían empezado las vacaciones de verano, volvía a casa.

La casa tenía el mismo aspecto de siempre, salvo que las flores de mamá no estaban tan espectaculares
como de costumbre. Por lo que había dicho Connie, llevaba casi un mes sin poder salir fuera. ¡Por qué no
me has llamado antes!, pregunté. Tu madre no quería que tuvieras que faltar a clase por ella. Ni siquiera
sabe que te he llamado ahora. Se enfadaría.

Metí mi Outback en el corto y empinado camino de entrada y apagué el motor. Me quedé ahí sentada un
minuto, contemplando la pequeña casa de dos plantas con la pintura blanca que necesitaba otra capa y
el borde azul oscuro que había ayudado a mamá a pintar hacía tres años. Ése había sido el último verano
antes de que me marchara a la universidad con mi beca de hockey. A lo mejor pintaba este verano. Algo
para entretenerme.

—¿Mamá? —llamé cuando entré en la casa, con la mochila colgada de un hombro y una maleta pequeña
en la mano. Pasé por el recibidor, mirando dentro de la sala de estar, que estaba a la derecha. No estaba
donde siempre viendo Hospital General. Mmmm. Me dirigí a la cocina y vi que habían hecho té no hacía
mucho: la bolsita de té usada estaba secándose en un platillo. Miré por la puerta de atrás y sólo vi la
colada secándose en la cuerda. Vale, pues vamos arriba.

—¿Mamá? —volví a llamar mientras subía trotando por las escaleras. Mis largas piernas no tardaron
nada en hacerlo, pues subí los escalones de dos en dos. Una costumbre mía desde la infancia. Mi madre
me gritaba, diciendo que parecía un mono—. ¿Mamá? —llamé en un tono algo más bajo al llegar al
rellano.

—¿Jenny? —dijo una voz débil a mi izquierda. Me dirigí a la habitación de mi madre y me detuve en la
puerta. Estaba envuelta en mantas hasta la barbilla, echada en la cama. Vi la taza de té en la mesilla de
noche al lado de un bandeja llena de frascos de pastillas—. Cariño, ¿qué haces aquí? —Sacó una mano
de debajo del capullo y la alargó. Entré en la habitación y cogí su mano fría y húmeda con la mía. Connie
me había dicho que no comentara que me había llamado.

—Bueno, son las vacaciones de verano, así que he decidido venir a casa para verte —dije sonriendo.

—Oh, cariño. No deberías haberlo hecho. Con lo largo que es el viaje y lo cara que está ahora la gasolina
—dijo, con la voz más débil de lo que la había oído desde hacía tiempo.

—Eso no importa, mamá. —La abracé con delicadeza—. Te echaba de menos.

—Yo también te he echado de menos, cariño.

Me senté a un lado de la cama, sin dejar de sujetarle la mano.


—¿Cuánto tiempo te vas a quedar?

—No lo sé. Varios días, por lo menos. —Me quedé mirando los ojos azules de mi madre, hundidos y
descoloridos. En otro tiempo, antes del accidente, éramos muy parecidas, salvo por el hecho de que ella
medía unos quince centímetros menos que yo. Yo había heredado mi estatura de mi padre—. ¿Dónde
está Connie? —pregunté.

—Creo que ha ido a la tienda. No tardará en volver.

—Se ha dejado la puerta abierta y la red metálica sin llave. Eso no es seguro, mamá —advertí.

—Ah, se lo he dicho yo. Esa cerradura se atasca otra vez. Sabía que no iba a tardar en volver. Además, tal
vez sería mejor si alguien...

—¡Ni se te ocurra decir eso, mamá!

—Oh, cariño, sólo soy una vieja que se está muriendo de todas formas.

—Mamá...

—¿Jenny? ¿Eres tú?

Me volví y vi a Connie, la enfermera convertida en asistenta convertida en chica de los recados


convertida en amiga de mi madre, en la puerta de la habitación. Sonreí y me levanté.

—Hola, Connie. ¿Cómo estás?


—¡Ven aquí, tú! —Me estrechó en un abrazo inmenso y sentí su robusto cuerpo cálido y reconfortante
contra el mío—. ¿Cómo estás, cariño?

—Estoy bien —dije riendo—. Vale, ya puedes soltarme.

Tras estrujarme con un último achuchón, me soltó y me miró a los ojos. Sus propios ojos, marrones y
bondadosos, me comunicaron todo lo que necesitaba saber. Asentí ligeramente y ella se apartó. Noté
que la piel suave y marrón de alrededor de los ojos se le había puesto tensa, más arrugada. Arrugas de
preocupación.

—¿Tienes hambre, niña? Es un viaje muy largo.

—Pues sí, la verdad es que tengo hambre.

—Bueno, pues ven. Te prepararé uno de esos gofres que te gustan tanto. —Se dio la vuelta y se dirigió a
la puerta.

—La mimas demasiado, Connie —sonrió mi madre.

—Bueno, mis hijos nunca vienen a verme. ¡A alguien tengo que mimar!

—Luego vuelvo, mamá. —Apreté la mano de mi madre y le di un beso en la mejilla. Me la quedé


mirando un momento, con el corazón deshecho. Había perdido mucho peso desde la última vez que la
había visto y tenía más llagas en la cara que la última vez.

Seguí a Connie a la cocina y me senté a la barra del desayuno, observando cómo hacía su magia con
leche, huevos y sus demás ingredientes secretos que, por mucho que lo intentara, nunca me revelaba.
—Está tan delgada, Connie —dije, con los ojos clavados en sus manos oscuras, que trabajaban solas.
Connie siempre me había asombrado por su capacidad para trabajar en tres o cuatro cosas distintas a la
vez y no confundirse ni desorientarse nunca. Era la mejor amiga que habíamos tenido en nuestra vida.
Había empezado viniendo una vez cada dos semanas hacía seis años, hasta que hacía dos años se quedó
a vivir. Mi madre necesitaba demasiados cuidados.

—Sí, ha perdido un montón de peso en el último mes. —Connie meneó la cabeza entristecida—. Es una
verdadera lástima.

—¿Sabes? Con todo el tiempo que ha pasado, todavía me pongo furiosa al pensar que hace doce años
no controlaban la sangre de los donantes. Pero después del accidente, le hacía tanta falta recibir sangre.

—Lo sé, cariño. Es que entonces no lo sabían.

—A veces me pregunto si no habría sido mejor que muriera con papá.

Connie levantó la mirada, con los ojos oscuros enfurecidos.

—No digas eso nunca, niña. Necesitabas tener aquí a tu mamá. No vuelvas a decir eso nunca más.

—Lo sé, Connie. Pero mira cómo sufre. —Señalé con el pulgar hacia las escaleras—. ¿Qué clase de vida
tiene?

—No tiene. Pero ha conseguido verte crecer y eso es lo que quería. Ahora vas a esa gran universidad y
eres una gran estrella de su equipo de hockey. —Me sonrió—. Tu mamá está muy orgullosa de ti, cariño.
Y yo también. —Se inclinó y me apretó la mano. Para mí, Connie era más como una abuela.

—¿Cómo tiene las células T?


—No muy bien, pero mejor que la semana pasada, cuando te llamé. Hoy están justo por debajo de
sesenta.

—Caray —dije en voz baja mientras veía cómo cascaba un huevo.

—Bueno, háblame de ti. ¿Qué está pasando en ese iceberg de estado? ¿Y qué tal está ese chico tuyo?

—¿Tim? Ah, pues está bien, creo. Nos hemos peleado.

—¿Otra vez?

Sonreí.

—Sí, otra vez. Ni siquiera sabe que me he ido.

—Bueno, cariño, de todas formas a mí nunca me ha gustado.

—Sí, yo empiezo a pensar que a mí tampoco.

Nos sonreímos la una a la otra.

El sol había salido, el día era cálido y yo estaba inquieta. Llevaba en casa tres semanas casi y estábamos
en la segunda semana de junio. Estaba sentada en el porche de atrás, contemplando una mariposa que
parecía flotar por el aire, hasta que desapareció por encima de la valla. Me levanté y entré para ponerme
unas zapatillas de deporte. Sentía necesidad de correr.

—¡Vuelvo dentro de nada, mamá! —grité escaleras arriba y luego salí por la puerta de delante.
Torcí a la izquierda al final del camino de entrada y bajé por la calle que sabía que me llevaría a un
camino para bicicletas que corría por detrás de nuestro barrio. De niña hacía este mismo trayecto
corriendo.

Daba gusto sentir el aire de la tarde dándome en la cara. Me sentía libre, nueva, renacida. Me había
sentido enjaulada en casa con mi madre. Iba al hospital dos veces por semana para hacerse pruebas. Yo
sólo llevaba haciéndolo un mes y me estaba volviendo loca. Había adquirido un nuevo respeto por
Connie. Mi madre necesitaba tantos cuidados que al cabo de un tiempo, me había olvidado de mí misma
y de lo que yo necesitaba.

Un poco por delante de mí vi el banco de cemento tallado colocado a un lado del camino, un pequeño
estanque artificial al otro. Había una figura solitaria sentada en el banco, con las piernas estiradas hacia
delante, un brazo apoyado en el respaldo del banco. Al acercarme vi que era una mujer. Tenía el pelo
rubio y corto y le caía sobre la frente, movido ligeramente por la brisa. Llevaba gafas de sol oscuras que
le ocultaban los ojos; tenía la cara sin expresión. Llevaba una camiseta negra de tirantes y sus brazos,
muy musculosos, estaban bronceados. Las piernas que salían de sus pantalones cortos de deporte
también eran muy musculosas y bronceadas. Advertí que tenía una hilera de moratones en las espinillas
y me reí por dentro. Era como yo después de un partido. Al pasar me miró y luego devolvió su atención
al estanque. Pero tuve la clara sensación de que cuando pasé, se quedó mirándome otra vez. Me sentí
rara, con la esperanza en parte de que estuviera mirándome.

¡Caray! Me quité de encima esas ideas y aceleré el paso.

Los días se transformaron en semanas y las semanas en otro mes. Ya estábamos a mediados de julio. Mi
madre se encontraba un poco mejor. Ayer, mientras Connie me daba instrucciones, bajé a mi madre por
las escaleras y la instalé en su silla favorita en el porche trasero. Sólo podía quedarse un poco, por miedo
a que cogiera un virus. Me senté a su lado en la tumbona.

—Oh, cariño, hace un día precioso. No deberías estar encerrada en esta casa con una vieja enferma.

Me volví hacia mi madre y le di unas palmaditas en la mano.


—No digas tonterías, mamá. Ya sabes que no me voy a ir a ninguna parte. —Bajé la mirada cuando mi
madre agarró mi mano con sus escasas fuerzas. Le apreté los dedos y la miré a los ojos cansados.

—Cariño, cuando ya no esté, quiero que sepas que el tema de la casa estará arreglado. Hemos apartado
una cantidad para terminar de pagarla y lo único que quedará serán los impuestos.

—Mamá...

—No, Jenny, escúchame. —Cerré la boca y le presté total atención—. Es cosa tuya, cariño. Puedes
vender esta casa o quedarte en ella, alquilarla, lo que quieras. Sé que ahora tienes tu vida en Minnesota.
—Mi madre se llevó despacio nuestras manos unidas a la boca y me besó los dedos—. Te quiero, cariño.
Eso lo debes saber siempre.

Me tragué el nudo que tenía en la garganta.

—Yo también te quiero, mamá.

Estaba tumbada en la cama, con el teléfono inalámbrico sobre el estómago. Me quedé mirando el techo,
intentando decidir lo que debía hacer. Mi novio Tim había llamado antes, cuando yo había salido a
recoger unas medicinas. Estaba preocupado, y como último recurso había llamado aquí. Connie le había
dicho que estaba aquí y que lo llamaría cuando llegara a casa.

—Cariño, no pierdas tu juventud con un inútil. O le dices que se ponga las pilas o le dices que se largue
—me dijo al pasarme el teléfono. Yo no era feliz con él y hacía mucho tiempo que no lo era. En realidad,
ahora que lo pensaba, ¿alguna vez había sido feliz de verdad con él? Sabía la respuesta al coger el
teléfono y marcar el número de su colegio mayor.

—¿Sí? —dijo Paul, su compañero de habitación, al cabo de tres timbrazos.

—Hola, Paul. ¿Está Tim?


—Sí, Jen. Un momento. ¡Eh, Tim! ¡Al teléfono!

—¿Diga? —dijo la voz tranquila de Tim al otro lado de la línea.

—Hola.

—Hola. —Percibí la tensión de su tono—. ¿Qué demonios te crees que haces al irte a casa sin decírmelo,
Jen?

Cerré los ojos, tratando de contener la rabia inmediata. Respiré hondo.

—¿Qué pasa, es que soy propiedad tuya, Tim? ¿Tengo que decirte cuándo entro y salgo?

—No te pongas así, Jen. Sabes a qué me refiero. Estaba preocupado.

—Pues no hay motivo. Mi madre está enferma otra vez. Me necesita.

—¿Y si yo te necesito, Jen? ¿Es que eso no cuenta? Tu madre ya saldrá adelante.

Tomé aire de nuevo para no perder los estribos. Sentía que me ardía la sangre. Entonces decidí que hasta
ahí habíamos llegado. No quería ocuparme de estas estupideces, especialmente ahora.

—¿Sabes qué, Tim, pedazo de cabrón despiadado? —Lo oí coger aire por la sorpresa—. Mi madre no va
a salir adelante. Se está muriendo. ¿Me oyes? Se está muriendo. ¡Así que coge tus necesidades y
métetelas por el culo! —Tiré el teléfono encima de la colcha y volví a tumbarme. Me sentía bien. Sabía
que había hecho lo correcto en cuanto lo solté por la boca. Tim se había puesto de lo más posesivo en
los últimos meses y odiaba que jugara al hockey. Decía que desde que había empezado a hacer pesas y a
adquirir más musculatura, parecía una bollera. Yo sabía que tenía celos de mis éxitos deportivos. Tim era
un empollón que trabajaba en la biblioteca, que era lo que me había atraído de él al principio. Al parecer,
me atraían más los hombres tranquilos. Pero con el paso del tiempo había demostrado de qué pasta
estaba hecho. Ahora me sentía libre.

Llegó agosto y los entrenamientos empezarían dentro de tres semanas. Había estado corriendo con
regularidad desde que llegué aquí, pero ahora era el momento de empezar con los ejercicios de
velocidad y de volver a hacer pesas.

De niña, cuando me dedicaba al patinaje artístico, mi madre conocía a un hombre llamado Quimby que
era el dueño de una pista de hielo que había en el barrio. Me dejaba entrar y entrenar antes de ir al
colegio y cuando ya había cerrado por la noche. Era el momento de volver a llamar a Quimby.

—¡Gretzky! ¿Cómo estás, preciosa?

Siempre me había encantado su acento irlandés.

—Estoy bien, ¿y tú, viejo?

—Ah, no podría estar mejor ni aunque San Patricio en persona estuviera bajo mi techo.

Me eché a reír. Eso me lo había dicho desde que era tan pequeña que no le llegaba a las rodillas a un
saltamontes.

—Siento lo de tu mamá, niña. Qué tragedia.

—Gracias, Quimby. Vivimos día a día, ¿sabes?

—Sí, así es, preciosa. ¿Necesitas la pista?


—Sí, señor, la necesito. Tengo que empezar a prepararme. Los entrenamientos empiezan dentro de
menos de un mes.

—Pues tuya es. Ya sabes dónde está la llave, ¿verdad?

—Sí. Gracias, Quimby. ¿A la hora de siempre?

—Sí.

Qué bien me sentía al volver a ponerme los patines. Decidí que para el entrenamiento de hoy sólo me
pondría un pantalón de chándal y una camiseta. Haría un frío de mil demonios, pero sabía que en cuanto
empezara los ejercicios, me iba a asar. Me dejé los pucks y el stick en casa de mi madre. Hoy sólo quería
jugar. Patiné por el perímetro de la pista lo más rápido que pude, con el pelo echado hacia atrás por el
viento que creaba la velocidad. Abrí la boca y solté un grito de victoria al darme la vuelta y empecé a
patinar hacia atrás, mientras mis piernas, potentes tras años de entrenamiento e intensas sesiones de
ejercicio, me impulsaban, me empujaban. Separé las piernas, giré el cuerpo y me detuve con un chirrido,
haciendo volar trocitos de hielo. Estaba sin aliento, con el pelo pegado a la frente. Apoyé las manos en
los muslos y me quedé mirando el techo, con una sonrisa en la cara. Qué falta me había hecho aquello.

Cuando volvía a casa de la pista, encontré a Connie arriba con mi madre. Me quedé en la puerta con los
patines colgados del hombro. Observé mientras Connie enjugaba la frente de mi madre con una toalla
húmeda y le daba cubitos de hielo para que los chupara.

—¿Va todo bien? —pregunté en voz baja. Connie se volvió y me miró por encima del hombro.

—Hola, cariño. ¿Qué tal el entrenamiento?

—Ha estado genial —murmuré.


—Vaya, Jenny, no lo digas con tanto entusiasmo, niña.

Sonreí y entré en la habitación.

—¿Cómo va?

—Está bien, cariño. Pero se está cogiendo un resfriado. Estoy intentando mantenerlo a raya. Ya veremos
cómo va.

Mi madre tosió débilmente y abrió los ojos. Me sonrió.

—Hola, cielo —susurró.

—Hola. —Me senté al otro lado de la cama y me tumbé junto a mi madre.

—Cuéntame cómo ha sido tu día. ¿Has visto a Quimby? —preguntó, volviendo la cabeza para mirarme.

—Ha sido maravilloso, mamá. Se me había olvidado cómo me encanta esa vieja pista. Sí, he visto a
Quimby. Es tronchante.

Se rió débilmente.

—Siempre ha sido bueno contigo.

—¿Qué tal si la dejas dormir ahora, Jenny? —dijo Connie, colocando el paño en un cuenco de agua
caliente sobre la mesilla de noche y alzando despacio su corpachón de la cama.
—Vale. —Besé a mi madre en la frente y me levanté de la cama. La miré, con los ojos llenos de
preocupación. Estaba tan sudorosa y fría. Sabía que debía de tener una fiebre altísima—. Luego charlo
contigo, mamá.

Ella me sonrió y cerró los ojos. Vi la preocupación en la mirada de Connie cuando bajábamos. Ninguna
de las dos habló. Ya no había nada que decir.

Me iba a ir a Minnesota el domingo por la mañana. Las clases empezaban allí el martes. Era el viernes
por la noche y una chica llamada Lori con quien había ido al instituto me había invitado a una fiesta para
celebrar el inicio de curso. Estaba emocionada por la posibilidad de salir de casa. Mi madre parecía
haber superado el resfriado y estaba bastante bien.

Por lo que parecía, cuando aparqué a dos casas de distancia, la fiesta ya estaba en pleno apogeo. Lori
vivía de alquiler en una casa de cinco dormitorios con otras tres chicas y el novio de una de ellas, todos
ellos alumnos de la Universidad de Washington. Al subir por el camino de entrada oí el ritmo sincopado
de Def Leppard. Era una fiesta de los 80, así que sabía que al menos la música me iba a gustar. No era
muy aficionada a las fiestas, pero necesitaba salir con gente de mi edad. Además, hacía unos dos años
que no veía a Lori y no estábamos en una fiesta juntas desde que nos graduamos hacía ya tres años.

—¡Jenny! —exclamó Lori cuando me vio rodeando a una pareja que había descubierto que el porche de
entrada era el sitio perfecto para darse el lote.

—¡Hola, Lori! —grité por encima de la música. Me estrechó en un rápido abrazo y me llevó de la mano a
la cocina donde había una multitud de distintos tipos de alcohol encima de la mesa.

—¡A beber! ¡Si quieres un combinado, tenemos una coctelera debajo del fregadero!

—¡Vale! ¡Gracias, Lori!

—¡Que te diviertas! —Me dio un beso en la mejilla y salió tambaleándose de la cocina. Sí, yo diría que
había bebido un poco. Me reí por lo bajo y contemplé las botellas de distintas formas, tamaños y colores
que tenía delante. Opté por lo de siempre, un Amaretto Sour, y me adentré en la masa de gente que
hablaba, bailaba y bebía. Sólo reconocí a unas pocas personas del instituto, pero casi todos eran unos
desconocidos totales para mí. En el rincón vi a una chica que me sonaba de algo. ¿Dónde la había visto?
¡El banco! Caí en la cuenta de que era la chica que había estado sentada en el banco cuando salí a correr
aquel día. Tenía el pelo rubio oculto bajo una gorra de béisbol que se había colocado del revés. Estaba
hablando con alguien, bebiendo una cerveza de vez en cuando. Sólo conseguía verle la parte superior del
cuerpo, porque los demás invitados me tapaban la vista. Llevaba una camisa de franela abierta, con algo
que parecía otra camiseta de tirantes debajo. Algo le llamó la atención y se volvió y miró hacia mí. Ella
también pareció reconocerme. Alzó la cerveza como saludo, con los increíbles ojos verdes centelleantes
por el alcohol. Sonrió, con la sonrisa más sexi que había visto en mi vida. Un poco de lado, con aire chulo.
Luego se volvió de nuevo a la chica con la que había estado hablando. Me quedé desconcertada por
cómo me había afectado. Bueno, hay gente sexi de ambos sexos. No quiere decir nada.

—Hola, ¿quieres bailar? —gritó alguien detrás de mí. Me volví para ver a un chico aproximadamente de
mi estatura, de pelo y ojos castaños claros. Parecía bastante sobrio. Bien, eso quería decir que las
posibilidades de que alguien me metiera mano seguían siendo bastante bajas.

—Vale.

La música había cambiado a una canción rápida de Cyndi Lauper. Bailamos en el pequeñísimo espacio
que había para ello, casi pegados de frente.

—Oye, ¿a quién conoces? —preguntó.

—¿Qué?

—¡Que a quién conoces! —dijo un poco más alto.

—Ah, a Lori. Fuimos al instituto juntas.

—Ah.
—¿Y tú?

—¿Qué?

—¡¿¡Y tú!?!

—¡Ah, a un amigo de un amigo que conoce a una de las que viven con Lori!

Sonreí.

—Ah.

Decidimos seguir con el baile y olvidar la conversación. La música estaba demasiado alta. Bailamos dos
canciones más y de repente se paró la música. Me zumbaban los oídos.

—Gracias a Dios. Creo que me he quedado medio sordo —sonrió mi compañero de baile, frotándose la
oreja izquierda—. Oye, ¿quieres otra copa? Me parece que se te ha caído la mitad por los choques con la
gente.

Miré mi vaso casi vacío y sonreí.

—Bueno, he conseguido dar dos tragos.

—Ahora mismo vuelvo. —Me cogió el vaso largo de la mano y desapareció. Miré a mi alrededor,
observando a la multitud. Cuando mis ojos se posaron en una gorra de los Seahawks vuelta del revés, me
di cuenta de que había estado buscando a la rubia. Estaba con un grupo de chicas, agitando los brazos
animadamente mientras contaba una historia y las demás chicas no paraban de reír. Cuando un pequeño
grupo de gente se apartó de mi línea visual, la vi mejor. Era más baja que yo, probablemente un metro
sesenta y dos o sesenta y cuatro, pero tenía una constitución muy fuerte. Llevaba unos vaqueros
cortados y botas de excursionista.

—Aquí tienes.

Me volví y me encontré con el chico detrás de mí con una nueva copa.

—Gracias.

—Me llamo Sam, por cierto —sonrió.

—Jenny.

—Hola. —Me estrechó la mano—. ¿Quieres salir a tomar el aire?

Lo pensé durante un segundo.

—No. La verdad es que no.

Se quedó algo defraudado y luego sonrió.

—Bueno, creo que me voy a saltar esta canción —dijo cuando empezó a sonar una vieja canción de Pat
Benatar—. ¡Necesito un poco de espacio! —dijo, abriendo mucho los ojos para hacer hincapié. Me eché
a reír.
—Vale. Gracias —dije, levantando mi copa. Él sonrió y se dirigió a la puerta de entrada. Bebí un largo
trago, acalorada por el baile, y estuve a punto de ahogarme. ¡¡Dios!! ¡Me había dado ron a palo seco!
Tomé una profunda bocanada de aire fresco mientras el líquido me quemaba la garganta y me caía en el
estómago como una bola de fuego. Era una enclenque en materia de alcohol y ya notaba los efectos de
lo poco que había bebido del Amaretto Sour y ahora del enorme trago de ron que acababa de echar. Me
quedé mirando el líquido transparente y decidí que me iba a acabar el vaso. ¿Por qué no? Hacía
muchísimo tiempo que no me emborrachaba.

Otros dos chicos me pidieron bailar y como ya estaba más allá que acá, acepté encantada. Bailamos y
bailamos y bailamos un poco más. La habitación daba vueltas. Hacía mucho tiempo que no estaba así de
borracha. No me notaba que fuera a vomitar, pero sí que me sentía como la dueña del mundo.

Mi actual compañero de baile era un chico guapo de pelo negro e intensos ojos grises. Era un pulpo. No
paraba de rozarme el culo con las zarpas y al siguiente compás ya estaban allí otra vez. Lo vi mirar por
encima de mi hombro.

—Hola, Joie —dijo, con una medio sonrisa en los labios.

—Vete —oí que decía una voz detrás de mí. El chico enarcó las cejas y sonrió.

—Buena suerte —me susurró al oído y luego desapareció en la multitud. Me di la vuelta y me quedé
pasmada al ver a la rubia bajita. Volvía a tener esa sonrisita sexi en los labios. En los altavoces atronaba
She's Only Seventeen de Winger cuando me puso las manos en la cintura, atrayéndome hacia ella. Me
sorprendí al notar lo fuerte que era. Cuando me quise dar cuenta, estábamos pegadas cuerpo a cuerpo.

Empezó a moverme con ella siguiendo la música, deslizando una pierna entre las mías. Sin saber qué
hacer con las manos, las puse sobre sus hombros. Noté los músculos que se movían bajo mis dedos. Me
miró. Nunca hasta entonces había visto unos ojos de ese tono de verde. Preciosos. Apartó las manos de
mi cintura por un segundo y se quitó la camisa, arrabatándome la tela de debajo de los dedos y tirándola
al suelo a nuestros pies. De repente, mis dedos agarraron la piel caliente de sus hombros desnudos. Su
camiseta era verde y ajustada, luciendo ese cuerpecito suyo, del que me di cuenta que estaba más que
orgullosa. Devolvió las manos a mi cuerpo, apoyándolas en mis caderas.
Se puso a cantar la canción mientras apretaba nuestros cuerpos. Mi mente era un torbellino. No sabía
qué pensar y tenía un lío en la cabeza por todo lo que había bebido. Movió las manos por mis caderas y
me las puso en el trasero, apretándome más contra ella. Me la quedé mirando, pasmada, pero luego me
adapté al nuevo ritmo que estaba marcando. Sentía un cosquilleo en el cuerpo y y la cabeza como de
gelatina.

Terminó la canción y noté que apartaba despacio las manos de mi cuerpo, deslizándolas por mis caderas
y enganchándolas un momento en las trabillas del cinturón de mis vaqueros, y luego desaparecieron por
completo. Quité las manos de sus hombros, pero ella me agarró una cuando las bajaba hacia mi cuerpo.
Me besó los nudillos, sin dejar de mirarme a los ojos, y luego dejó caer mi mano y se marchó. Noté que
alguien me daba un golpecito en el hombro y me volví para ver a Lori, con los ojos como platos y
sonriéndome.

—Ya veo que has conocido a la célebre Joie —dijo riendo. Miré en la dirección por donde se había ido la
rubia y me volví de nuevo a mi amiga.

—Eso creo. ¿Quién es?

—Un problema —sonrió.

Me desperté al notar que un perro me lamía la mejilla. ¡Puaj! Abrí los ojos y vi a Rex, el pastor alemán de
Lori, jadeándome en la cara. Me incorporé, apartando al perro. Me sentía como si estuviera en un barco
en medio de aguas turbulentas. Apoyé la cabeza en las manos. Oh, Dios. Ahora recordaba por qué no me
emborrachaba muy a menudo. Miré a mi alrededor desde el lugar que ocupaba en el suelo y vi todos los
cuerpos esparcidos por el sofá y el suelo, incluido un chico que estaba hecho un ovillo sobre la mesa del
café. Me levanté despacio, mirando el reloj: 7:15. Con un gemido, me dirigí al cuarto de baño, con
cuidado de no pisar a nadie. Me senté en el retrete, con la cabeza de nuevo hundida entre las manos.
Intenté recordar a qué hora me había quedado dormida por fin. Creo que había sido hacia las cuatro o
las cuatro y media. Y aquí estaba, tres horas después. Volví a gemir. Realmente necesitaba volver a casa.

Me planté delante del lavabo, me quité la camiseta y la sacudí un poco. Cogí una manopla de baño, la
mojé y me la pasé por el cuello y debajo de los brazos. También necesitaba una ducha. Me olí un poco.
Puuf.
Recorrí la casa hasta encontrar a Lori, dormida en su cama con un tipo desconocido que sabía que no era
Mike, su novio.

—¿Lori? —susurré, sacudiéndola por el hombro.

—Mmm —farfulló ella, con los ojos firmemente cerrados.

—¿Lori? —dije un poco más alto. Abrió un ojo azul.

—¿Qué? —masculló contra la almohada.

—Me voy a casa. Te llamaré antes de marcharme otra vez.

—Mmmm. —Volvió a cerrar el ojo y suspiró. Con una sonrisa, me fui a recoger mi coche.

Me detuve en Duncan Donuts de camino a casa y cogí una enorme taza de café, que bebí despacio.
Empezaba a sentirme algo mejor, aunque cansada. Giré por la calle que me llevaría al hogar de mi
infancia y de repente se me pusieron los ojos como platos, olvidando el sueño. Parada en nuestro
camino de entrada había una ambulancia, con sus luces rojas y azules dando vueltas. Detuve mi Outback
junto a la acera, salí de un salto y eché a correr por el césped cuando dos paramédicos salían por la
puerta, uno a cada extremo de una camilla donde iba sujeta mi madre, con una máscara de oxígeno
cubriéndola la cara pálida. Connie los seguía, con los ojos oscuros llenos de lágrimas. Se quedó en el
porche de entrada.

—¡Connie! —grité mientras corría. Connie se volvió hacia mí, con una expresión de alivio.
—Oh, cariño. Gracias a Dios que has vuelto a casa. Tu mamá ha tenido otra recaída, cariño. —Me agarró,
estrechándome contra ella. Mis ojos siguieron clavados en los dos hombres mientras cargaban la camilla
en la parte de atrás.

—¿Neumonía otra vez? —pregunté en voz baja. Noté que asentía—. Vamos. Los seguiremos hasta el
hospital en mi coche. —Me aparté de nuestra amiga y regresé por el césped mientras uno de los
hombres saltaba al asiento del conductor y el otro cerraba la parte de atrás de la ambulancia. Connie
cerró la puerta y me siguió.

Esperamos en la sala de espera de urgencias. Connie estaba sentada con calma y yo daba vueltas, sobre
todo para poder mantenerme despierta. Connie me había explicado que se había despertado a las siete
menos cuarto a causa de un tremendo ataque de tos que tenía mi madre. Cuando entró, se dio cuenta
de que estaba tosiendo sangre y llamó a una ambulancia. La miré.

—¿Qué piensas, Connie?

Meneó la cabeza, con los ojos serios.

—Creo que tu mamá ha luchado muchísimo, pero cariño, creo que ahora ya ha dejado de luchar.

Me dejé caer en la silla dura que había a su lado.

—Connie, ¿qué voy a hacer? Mañana por la mañana tengo que volver a la universidad. Las clases
empiezan el martes.

Connie suspiró y se quedó mirando el suelo un momento. Distraída, cogió mi mano entre las suyas y las
puso sobre su muslo.

—Bueno, cariño. Has estado aquí cuando tu mamá más te necesitaba. Puedes sentirte bien por eso. —
Volvió sus ojos tristes hacia mí—. Me temo que va a pasar, niña. Haz lo que te diga tu corazón.
—¿Señorita Carlson?

Levanté la mirada y vi a una mujer con pijama de médico que se acercaba a nosotras, con un
estetoscopio colgado del cuello.

—¿Sí? —Me levanté. Ella se acercó a mí.

—Hola. Soy la doctora Rourke. Acabo de ver a su madre. —Los ojos de la médico parecían muy tristes—.
Me temo que no se puede hacer nada. La neumonía está muy avanzada y ahora lo único que puede
hacer su madre es descansar.

Me la quedé mirando, muda. Lo que Connie y yo llevábamos hablando desde hacía dos meses estaba a
punto de ocurrir. Por mucho que se hable de ello, no hay nada que pueda preparar a una persona para
eso.

—Vale —dije.

—He llamado a su médico y ya viene para acá. La señora Carlson ha pedido volver a casa.

—¿A casa?

Connie se puso a mi lado, rodeándome la espalda con un brazo.

—Ahí es donde tiene el corazón, cariño.

—Lo siento —dijo la doctora Rourke y se marchó.


—Mm, ¿doctora Rourke?

—¿Sí? —Se volvió y me miró.

—¿Podemos verla?

—Por supuesto. Síganme.

Mi madre estaba echada en una cama estrecha con un tubo de oxígeno en la nariz y un goteo en la vena
de la muñeca. Estaba dormida y respiraba con dificultad.

—Hola, Connie, Jenny, me alegro de veros. —Me volví y vi al doctor Drake que entraba en el pequeño
cubículo protegido por una cortina. Había sido el médico de mi madre desde el principio—. ¿Cómo
estáis? —Su voz amable y sus modales apacibles siempre habían sido una fuente de consuelo.

—Bien, doctor, gracias. Yo también me alegro de volver a verlo.

—¿Cómo va nuestra estrella de hockey? —sonrió.

—Hoy no muy bien, me temo. —Sonreí débilmente. Él me dio unas palmaditas en el hombro y cogió el
gráfico que había a los pies de la cama de mi madre. Lo miró, luego a ella y por fin a mí—. Quiere ir a
casa —dije. Él asintió con tristeza y volvió a colocar el gráfico en su sitio.

—Sí, me lo ha dicho la doctora Rourke. Creo que es lo mejor para ella, Jenny. A estas alturas, el cariño de
su familia puede hacer más por ella que cualquier medicina.
La vuelta a casa transcurrió en silencio. Una ambulancia trasladó a mi madre para que pudiera recibir
oxígeno y un medicamento por vía intravenosa hasta que quedara instalada en su cama. Connie y yo
seguimos a la furgoneta blanca y roja, sin hablar. Mi mente era un caos. ¿Qué iba a hacer? No podía
perder este semestre de clase y el hockey iba a empezar dentro de menos de una semana.

—Me voy a matricular en la Universidad de Washington, Connie —dije, sin apartar los ojos de la calzada
y de la ambulancia que llevaba delante.

—Cariño, creo que es una buena idea —dijo Connie en voz baja.

—¿Sí? —Me volví para mirarla. Ella asintió.

—Sí, eso creo.

Mi madre quedó instalada en su cama con oxígeno y todos sus medicamentos corriendo por su
organismo y cuando se quedó dormida apaciblemente, me derrumbé. Me di una larga ducha caliente
hasta que volví a sentirme humana y luego miré el despertador: 10:04.

—Dios —gemí y caí de bruces en la suave y espesa colcha.

El lunes por la mañana me presenté en la secretaría de la Universidad de Washington, rogando que me


dejaran matricularme. Expliqué la situación, y tras numerosas llamadas a mi universidad de Minnesota,
me dijeron:

—Jenny, vemos que tus calificaciones son sobresalientes, y con tus éxitos en el equipo de hockey
femenino de Minnesota, sería un honor para nosotros tenerte como alumna en nuestra universidad. Sin
embargo, tu beca no es transferible. Lo siento.

Miré boquiabierta a los ojos a la mujer que estaba detrás del mostrador.
—Pero si tengo una beca completa, señora. ¿No hay nada que se pueda hacer?

—Me temo que no. Pero bienvenida a la Universidad de Washington —dijo sonriendo alegremente.

Crucé el campus para hablar con el entrenador Maron, encargado del equipo de hockey femenino de la
Universidad de Washington.

—Sí, Jennifer. El entrenador Donovan y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Te recuerdo de
ese partido del otoño pasado. ¡Nos hicisteis picadillo! —exclamó con una amplia sonrisa—. ¿Por qué
quieres jugar en nuestro equipo?

—Mi madre está enferma y he decidido quedarme en casa con ella —expliqué en voz baja.

—Ah. Vaya, lamento oír eso. Pero qué suerte para nosotros. —Sonrió de nuevo—. Señorita Carlson, sería
un orgullo tenerla en nuestro equipo.

Y así, en cuestión de medio día, mi vida dio un giro completo. Había llamado a mi casera y había
quedado con ella en que me enviara todas mis cosas. Por suerte, la casa ya estaba amueblada cuando
me instalé. El coste de mandarme mis pertenencias me iba a hacer mucho daño en la cuenta de ahorros,
por no hablar del coste de tener que pagar las clases. Al menos ahora no tenía que pagar alquiler. Eso
sería una ayuda inmensa. De modo que ahora me tocaba encontrar trabajo. En Minnesota había sido
encargada de departamento de Wal-Mart durante dos años, así que no pensé que fuera a costarme
mucho. Al final de día ya era encargada adjunta de Rupert's Pizza. No era elegante, pero era un trabajo.

Las clases de la Universidad de Washington habían empezado ese día, pero yo había hablado con todos
mis profesores y con el entrenador sobre el hecho de que no podría asistir a clase ni a los
entrenamientos esa semana. Quería estar con mi madre, asegurarme de que estaba allí para ella
cuando... bueno, que estaba allí para ella.
Me sentaba con ella, le leía. A veces estaba lúcida, otras estaba dormida y así se pasaba el día entero.
Parecía ir encogiéndose ante nuestros propios ojos. Sus ojos parecían aún más hundidos por las negras
ojeras, su frente parecía haberse hecho demasiado grande.

Connie lo hacía todo, dejándome tiempo para estar con mi madre. La bañaba con la esponja ayudada
por Connie y algunos días me quedaba sentada en la butaca al lado de su cama y le sujetaba la mano,
mirando por la ventana. Un día así fue el sábado siguiente. Había encontrado uno de mis pucks en mi
mochila y ahora estaba sentada sujetándole la mano con una de las mías, mirando por la ventana y
dando vueltas al puck con la otra mano, reconfortándome con su tacto gomoso.

—¿Cielo?

Me volví hacia mi madre, que me estaba mirando. No se había despertado en todo el día y no hablaba
desde hacía tres días.

—¿Sí, mamá? —pregunté en voz baja.

—Ve a jugar, cariño —dijo suavemente, mirando el puck negro.

—No...

—Cariño, no me voy a ir a ningún sitio. Por favor. Por mí. Ve a jugar. Sé que los entrenamientos
empezaron el miércoles. Me lo ha dicho Connie. —Sonrió—. ¿Por favor? Te lo prometo. No me voy a ir a
ningún sitio. —Me besó la mano y sus labios resecos y cortados me rasparon la piel. Sonreí y asentí.

—¡Pero qué haces! ¡Stevens, ven aquí ahora mismo! —La voz del entrenador resonaba por la gran pista.
Había dieciséis chicas por el hielo con el uniforme completo. El entrenador me había dado el mío cuando
fui a verlo el lunes—. Como vuelvas a atacar con el stick en alto, te tengo chupando banquillo media
temporada, ¿te enteras?
—Sí, entrenador.

—Bien. ¡Ahora mueve el culo y sal ahí!

—¿Entrenador Maron? —pregunté al entrar en la pista, con mi enorme bolsa de lona llena de equipo
colgada del hombro.

—¿Sí? —Se volvió hacia mí con una expresión irritada que desapareció inmediatamente de su cara.
Sonrió—. Carlson. ¿Cómo vas?

—Bien, señor.

—¿Cómo está tu madre?

—Está bien. Me ha obligado a salir de casa.

Él sonrió, mostrando la encía como una lengüecita rosa entre las muelas.

—Ve a vestirte. —Hizo un gesto hacia el vestuario. Me cambié rápidamente y cuando el entrenador vio
que me acercaba, tocó el silbato—. A ver, chicas. Venid aquí. —Todas mis compañeras de equipo me
miraron con desconfianza, especialmente Stevens, mientras se acercaban patinando hasta nosotros. Casi
se me saltaron los ojos cuando vi un par de increíbles ojos verdes que me miraban. La chica de la fiesta.
¿Cómo se llamaba? ¿Joie? Había estado demasiado borracha para recordar gran cosa—. Bueno, ésta es
Jenny Carlson. La mayoría de vosotras probablemente la recordaréis de la Estatal de Minnesota, cuando
nos borraron del mapa el año pasado. Pues ésta es su Muro de Minnesota. A ésta no se le cuela nada.
Así que quiero que todas le deis la bienvenida. Se acaba de trasladar.

Las chicas no dijeron nada: algunas parecían aburridas, otras directamente hostiles. Miré a Joie. En su
cara no había expresión alguna. Se volvió y regresó a su posición de centro, golpeando el hielo con el
stick, a la espera de que se reanudara el entrenamiento.
Qué bien me sentía al volver a jugar. Por primera vez en una semana desquiciante pude olvidarme de
todo y dedicarme al deporte que adoraba. Nunca había jugado mejor en un entrenamiento. Me di
cuenta de que el entrenador estaba que no cabía en sí de la emoción. Las otras chicas no paraban de
mirarme, captando cada uno de mis movimientos.

—¡Vale! —El entrenador Maron tocó el silbato—. Buen trabajo, chicas. ¡A las duchas!

Mis ojos se cruzaron con los de Joie cuando ésta salía del hielo. Parecía contenta y me saludó con la
cabeza. Le devolví el saludo y me dirigí al vestuario.

Mientras me quitaba el equipo y las pesadas protecciones caían al suelo, sentí un escalofrío de emoción.
Apoyé la cabeza en la pared, con el pelo oscuro pegado a la cara. Me quedé allí sentada en bragas y
sujetador deportivo durante un largo rato, pensando.

—¿Te vas a quedar ahí toda la noche? —preguntó una de las chicas al pasar por delante, desnuda salvo
por la toalla que llevaba en la cabeza. Sonreí.

—No.

Me duché y me vestí y me encontré mirando otra vez a mi alrededor. No vi a Joie por ninguna parte.

—Bueno, ¿cómo ha ido, cariño? —preguntó Connie mientras preparaba la cena.

—¡Ah, Connie, qué gusto me ha dado volver a estar sobre el hielo! —Me dejé caer en la banqueta de la
barra del desayuno delante de ella—. Aunque esas jugadoras son una panda de brujas.

—Bueno, cariño, no puede haber estado muy mal, esos ojos azules prácticamente sueltan destellos. —
Sonrió y me dio unas palmaditas en la mano.
—Voy a subir a ver a mamá.

El domingo por la tarde me quedé junto a la ventana, con las manos en los bolsillos de mis pantalones
cortos, los ojos enrojecidos. Sentí unas manos suaves que me acariciaban los brazos y luego el consuelo
familiar y cálido de Connie.

—¿Estás bien, cariño? —preguntó suavemente. Sólo pude asentir—. Ha sido lo mejor, niña.

—Lo sé —dije, con la voz ronca de tanto llorar—. Lo sé.

—¿Estás segura de que quieres estar aquí, Carlson? —dijo el entrenador Maron con tono amable cuando
me presenté en su oficina, con la bolsa colgada del hombro.

—Sí —dije. Se me quedó mirando un momento, casi como si me estuviera tomando la medida.

—Vale. Ve a vestirte. —Me volví para marcharme—. ¿Jenny? —Lo miré por encima del hombro—.
Lamento mucho tu pérdida.

—Gracias.

Estuve hecha un desastre. Totalmente descontrolada, fallando un bloqueo tras otro. El entrenador
Maron volvió a tocar el silbato.

—¡Carlson! ¿Pero se puede saber a qué juegas? —vociferó.

—Lo sé, lo siento, señor.


—¡Me importa un carajo que lo sientas! ¡No te disculpes, hazlo mejor!

—¿Conque el Muro de Minnesota, eh? Yo diría más bien el Gorila de Minnesota.

Me volví al oír a la otra defensa hablando con una lateral. Las dos se desternillaron, se callaron cuando
vieron que las estaba mirando, pero luego volvieron a troncharse de risa.

—¿Y vosotras dos? ¿Es que eres lateral, Martínez?

—No.

—¡Entonces qué demonios haces ahí!

Eché una mirada a Joie, que estaba contemplando el espectáculo. Me miraba furiosa.

Entré a trompicones en el vestuario, aliviada de que todo hubiera terminado por un día. Estaba hecha
polvo, con las tripas encogidas y revueltas en un bonito nudo de emoción. Sabía que estaba a punto de
perder el control y sólo quería salir de allí. Tenía la bolsa colgada del hombro y estaba a punto de salir
cuando vi que Joie se acercaba a mí y no parecía contenta.

—Eh, Carlson —dijo, en voz alta, furiosa—. ¿Qué demonios ha sido lo de hoy? ¡Sé que puedes hacerlo
mejor! ¡Jesús! ¡Has estado patética! ¡Parecías un puñetero payaso de circo! ¿Qué pasa, es que tienes una
cita calentorra con alguien o qué?

Podía aguantar las críticas y sabía que me las merecía, pero hoy no. Así no. Sentí que la sangre me ardía
en la cabeza por su último comentario y que mi rabia iba en aumento. Dejé caer la bolsa a mis pies y me
acerqué a ella. Aguantó el tipo, todavía con el uniforme puesto. La agarré de la camiseta con las dos
manos y la obligué a retroceder, aplastándola contra la pared. Me pegué a su cara. En sus ojos verdes se
veía el asombro, pero muy poco miedo. Chulita de mierda.

—Dime, ¿tú has tenido que ver cómo tu madre se moría poco a poco de SIDA? —gruñí en tono bajo,
amenazador—. ¿No? Pues ayer mi madre perdió la batalla. —La miré fijamente a los ojos un momento
mientras en sus profundidades de esmeralda veía cómo se iba adentrando la comprensión, luego le solté
la camiseta y me volví para ver a mis compañeras de equipo mirándome. Un silencio hondo como una
tumba llenaba la habitación. Recogí mi bolsa y salí.

El entierro iba a ser el miércoles y decidí que el martes me saltaría el entrenamiento. Estaba demasiado
distraída y sabía que volvería a ser un desastre total si iba, así que en cambio me fui a la pista de Quimby.

Me había traído el stick y unos pucks, con la intención de realizar sola el entrenamiento que sabía que no
podría hacer con la gente. Di vueltas y vueltas patinando, hice mis ejercicios de velocidad y luego puse
en fila mis diez pucks delante de la portería y con una puntería fruto de la precisión, hundí uno tras otro
en la red, con un satisfactorio silbido. Mientras avanzaba por la fila, sentía que me ardía la garganta y
que se me estaban poniendo los ojos borrosos. Golpeé el último puck con todas mis fuerzas: salió
volando por encima del medio muro y cayó en los asientos.

—¡Arrghhhh! —grité en la pista vacía. Tiré el stick y los guantes y caí de rodillas, hundiendo la cara entre
las manos. Lloré como nunca hasta entonces había llorado. Sentí que el dolor y la pena resbalaban por
entre mis dedos y caían goteando al hielo, formando un charco salado. Me quedé así largo rato, aunque
no sé cuánto. Por fin me quedé sin lágrimas, con la cara tensa y los ojos escocidos. De repente me sentí
cansadísima. Recogí mis cosas y mi propio ser y volví a casa.

Hacía un tiempo estupendo cuando estábamos todos sobre la verde hierba. Eché un vistazo a un lado y
vi la tumba de mi padre. No había venido a visitarlo desde hacía tiempo. Volví a mirar el reluciente
féretro negro y plateado que tenía delante: las rosas rojas apiladas encima creaban un bonito contraste
de color.

Yo llevaba un vestido negro ajustado y mis tacones altos se hundían ligeramente en el suelo blando.
Detrás de mí había un gran grupo de acompañantes. Notaba la mano tranquilizadora de Connie en el
brazo. Escuché mientras el pastor hablaba de una vida eterna y de que el alma de mi madre estaba ahora
con Dios.
De repente noté que alguien me miraba. Levanté la vista y a unos veinte o treinta metros de distancia
había una figura solitaria. Sus gafas oscuras le tapaban los ojos verdes y la expresión. Llevaba un traje de
pantalón negro y su mano derecha sujetaba la izquierda, con los brazos colocados delante del cuerpo.
Me miraba directamente. Yo la miré a ella. Dio la impresión de que pasaba una eternidad y ninguna de
las dos se movió. Volví a mirar el ataúd de mi madre y cuando levanté de nuevo la vista, Joie se había
ido.

Todo el mundo se había marchado, dejándome sola en esta casa donde había crecido. Recorrí sus
pasillos solitarios y silenciosos sintiéndome como un fantasma. Connie había vuelto a su casa, pero había
prometido pasarse a menudo para ver cómo me iba. Le dije que estaba bien, pero lo cierto era que me
sentía sola, perdida. Recorrí la casa tratando de decidir lo que debía hacer. Por fin decidí ocuparme de
los deberes que había recogido: al fin y al cabo, tenía que hacer una semana y media de tareas para no
quedarme muy atrás.

Me quité el vestido y me puse unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes azul marina. Me senté
a la mesa de la cocina sintiéndome como si volviera a tener diez años, cuando mi madre me obligaba a
quedarme sentada y hacer mis ejercicios de ortografía antes de salir a jugar. Apoyé la barbilla en la mano
e intenté concentrarme en lo que estaba leyendo. No sirvió de nada. Tenía la mente demasiado
atiborrada para comprender nada. Con un suspiro, cerré el libro de texto y recorrí con la mirada el largo
pasillo principal hasta contemplar la tarde por la puerta de red metálica. Vi a un par de niños que
pasaron en sus bicicletas, riendo y gritándose. En las profundidades de la casa se oía el ruido de un reloj.
Tic tac, tic tac. Qué sonido tan hueco, un poco como el pitido de un tren a medianoche. Me pasé las
manos por mi largo pelo oscuro y luego me saqué del bolsillo una goma para el pelo y me hice una
coleta. Suspirando, me levanté y fui a la nevera. Mañana tenía que reunirme con el abogado. Al no
encontrar nada que me interesara, decidí subir a la cama y leer. De todas formas, necesitaba descansar.
Dentro de una semana teníamos nuestro primer partido de la temporada.

Teníamos que estar en la universidad a las cinco de la mañana, cargar todas nuestras cosas en el autobús
y subir nosotras mismas, para poder emprender el viaje. Mientras todas esperábamos para subir, el
entrenador Maron sacó su cuaderno de su lugar habitual, el bolsillo de atrás de sus pantalones, y nos
repartió las habitaciones del hotel.

—A ver, señoritas. Así es como vais a compartir las habitaciones. ¡Escuchad!


—¿No podemos elegir nosotras? —preguntó una de las chicas.

—No, no podéis elegir vosotras. Esto no es un campamento de verano. Ahora, escuchad. No quiero tener
que repetirlo. Stevens y Martínez. Gibson y Waller. Braden y Norman. Carlson y Peterson...

Eché un vistazo a Joie para ver cómo reaccionaba ante la noticia. Estaba mirando la acera. Mientras
seguía mirándola, se quitó la gorra de béisbol de los Seahawks, se pasó la mano por el pelo rubio y luego
se volvió a poner la gorra, del revés. Al hacerlo, noté un pequeño aro de oro que llevaba en la parte de
arriba de la oreja y que no había visto antes. Ella levantó la mirada y la apartó. No habíamos hablado
desde el día en que perdí los nervios en el vestuario. Ella no había comentado nada sobre el entierro de
mi madre y yo tampoco.

—Bueno, señoritas. Al autobús. Nos espera un viaje de treinta y dos horas. Pero vamos a parar para
pasar la noche. ¡Vámonos! —El entrenador dio unas palmadas y se plantó junto a la puerta.

Ocupé un asiento sola y miré por la ventana, con la cabeza apoyada en el cristal fresco mientras
contemplaba el paisaje que pasaba volando. Las chicas charlaban entre sí a mi alrededor. Qué aislada me
sentía de estas chicas. Todas llevaban años jugando juntas y la gente que venía de fuera no era bien
recibida. Creo que muchas de ellas también se sentían intimidadas por mí. Era buena y lo sabían. Perder
un puesto en el equipo por culpa de la chica nueva era un auténtico bofetón en la cara. Mis
pensamientos se dirigieron al equipo contra el que íbamos a jugar mañana. Eran buenas, duras y
generalmente implacables. En mi antigua universidad, habíamos ganado, pero por muy poca diferencia.
Iba a ser un buen partido.

Hacia la parte de atrás del autobús oí un estallido de carcajadas y sonreí. Sabía que era porque Joie
estaba contando una de sus interminables historias. Sentía curiosidad por ella. Parecía una mujer
terquísima. No sabía qué pensar de ella. ¿Qué pensaba ella de mí? Cuando la vi en el entierro, por un
lado me quedé atónita, pero por otro lado no, por alguna razón.

Demasiadas cosas en las que pensar. Suspirando, cerré los ojos y me quedé dormida.
—Eh, Muro de Minnesota, despierta. —Abrí los ojos y vi a Kyra Waller de pie junto a mi asiento. Me
sonrió—. Vamos. Estamos en el hotel. —Kyra era una de las pocas que se molestaba siquiera en
hablarme. Kyra era otra defensa y muy buena. Creo que cada una respetaba el talento de la otra.

Me froté los ojos y miré a mi alrededor. Fuera estaba oscuro. Había dormido durante todo el viaje.
Bueno, el viaje de ida. Me coloqué en la cola del pasillo central del autobús y salimos a la fría noche.
Estábamos a principios de octubre y el otoño estaba llegando con toda su crudeza. Tiré de los extremos
de mi chaqueta para arroparme mejor, pues se estaba levantando un fuerte viento que me revolvía el
pelo. Eran alrededor de las siete y media y tenía hambre. Miré a mi alrededor para ver qué teníamos
cerca. Apenas distinguí el cartel de un Denny's por encima de las copas de los árboles. Decidí dejar mis
bolsas y echar a andar en esa dirección.

La habitación era como la de cualquier Holiday Inn. Limpia, pequeña y con un olor algo extraño. Pero me
paré en seco al entrar por la puerta. Una sola cama. ¿Por qué a mí?

—¿Vas a entrar? —oí detrás de mí y en la voz se percibía una sonrisa. Me volví y vi a Joie detrás de mí,
sonriendo. Sin decir palabra, crucé el umbral y dejé mis bolsas en la mesa que había a la izquierda de la
puerta, con dos sillas idénticas a cada lado. Hice una parada rápida en el cuarto de baño y cuando me
disponía a salir de nuevo, Joie, que estaba sentada en la cama hablando por teléfono, me detuvo,
colocando la mano sobre el auricular—. Eh, Carlson, algunas de nosotras vamos a ir a Denny's. ¿Quieres
venir?

Me la quedé mirando. Mierda. Yo también iba a ir allí, así que no podía mentir. Se me ocurrió una idea.

—Pues la verdad es que pensaba ir allí. Pero iba a estudiar. Ya sabes, con el traslado y todo eso, voy un
poco retrasada.

—Sí. Lo entiendo. Vale. Pues supongo que te veremos allí. —Cogí mi mochila de la mesa y me la colgué
del hombro. Cuando tenía la mano en el picaporte, me llamó de nuevo—. Oye, Carlson. —La miré por
encima del hombro—. Lo siento —dijo en voz baja. Sonreí y salí de la habitación.
Denny's estaba atiborrado y había un ruido tremendo. Era viernes por la noche, y por el aspecto de la
clientela, no debía de haber otra cosa que hacer para los veinteañeros que pasar el rato en Denny's.
Meneé la cabeza y me acerqué a la encargada.

—¿Cuántos? —preguntó.

—Una. No fumadores, por favor.

—Sígueme.

La joven pelirroja me condujo a un apartado diminuto para dos personas que estaba metido en un
rincón. Me senté, le encargué la bebida y luego saqué mis libros. Decidí que ya que había mentido, más
me valía apechugar y estudiar un poco de verdad. No tardé en oír a un grupo vociferante que entraba
riendo. No me sorprendió ver a Joie y sus amigas en la puerta, esperando para que las sentaran. Joie
estaba rodeada por la mitad del equipo, inmersa en un mar de risas. Por un momento, me sentí
melancólica. Echaba de menos a mis compañeras de Minnesota. Comprendía la camaradería que tenían
éstas. Allí teníamos lo mismo. Cuando se depende unas de otras... Ante mi horror, venían derechas hacia
mí. Miré a mi alrededor y vi que estaban preparando una gran mesa. Estaba justo al lado de mi
rinconcito.

—Estupendo —dije entre dientes.

—Oye, pero si es la empollona —sonrió Joie cuando estuvieron sentadas. Sonreí y volví a hundir la nariz
en mi libro. Jamás habría pensado que la química me pudiera resultar tan interesante.

Llegó mi cena y ataqué mi ensalada de pollo con placer. Hice todo lo posible por ignorar las risas de la
mesa de al lado. Últimamente no me sentía muy participativa.

Mientras regresaba caminando al hotel, mi mente se puso de nuevo a divagar. El peso que había tenido
sobre los hombros en los últimos meses había sido enorme, y me di cuenta de que estaba empezando a
hundirme. Miré el despejado cielo nocturno con sus innumerables estrellas y deseé estar en otra parte.
En cualquier parte. Deseé no tener una compañera de habitación esa noche. Necesitaba estar sola, para
pensar, para librarme de parte de mi pesadumbre. Con un suspiro, crucé el aparcamiento y me dirigí a la
habitación que tenía que compartir con Joie.

El agua caliente se deslizó por mi piel fría y era una delicia. Cerré los ojos y levanté la cara hacia el
potente chorro.

Me puse los pantalones de franela y una camiseta de las Wild Cats que estaba desteñida y dada de sí y
salí del cuarto de baño seguida de una enorme bola de vaho.

Ante mi sorpresa, Joie estaba sentada en una de las sillas de la mesa. Tenía un libro de bolsillo boca
abajo en el regazo y los ojos clavados en la cama, pero supe que no veía la colcha con su horrible dibujo
amarillo y naranja. Me pregunté qué estaría pensando.

La mesa y las sillas que estaban delante de la ventana estaban a menos de un metro de la cama, del lado
donde yo había dejado mis libros y mis gafas de leer. Rodeé la cama y me senté cerca de las almohadas,
metiendo los pies debajo de las piernas.

—Mm, el baño está libre —dije en voz baja, sacando a Joie se sus pensamientos. Pegó un respingo y me
miró—. El baño está libre —repetí.

—Ah. Vale. —Se levantó y rodeó la cama a toda prisa, como si intentara escapar de mí. Dios, ¿es que le
daba asco o qué? Si no fuera porque sabía que no podía ser, habría pensado que estaba nerviosa. Yo
desde luego que lo estaba. Conocía la fama de Joie con las mujeres.

Cogió su bolsa de viaje y desapareció en el cuarto de baño. Yo me quedé sentada un rato donde estaba.
Notaba que los ojos me pesaban de nuevo. Volví a meter los libros en mi bolsa, la eché al suelo y me
metí bajo las sábanas, tumbada del lado derecho, dando la espalda al baño y al lado de la cama que
correspondía a Joie. Me quedé mirando por la ventana, contemplando el brillo naranja de la señal que
había fuera. Volví a pensar en mi madre. Antes de que empezara a estar enferma, habíamos hecho un
viaje al Gran Cañón, las dos solas. Un viaje por carretera. Fue en las vacaciones de verano, cuando pasé
de quinto a sexto. Lo llamó mi viaje de graduación a la enseñanza secundaria. Nos alojamos en hoteles
como éste por la mitad del país. Noté que de nuevo se me llenaban los ojos de lágrimas. Tragué con
fuerza, intentando devolver el pensamiento y las emociones al lugar que les correspondía.

Oí que cesaba el ruido de la ducha y al cabo de diez minutos la puerta del baño se abrió y la habitación
se llenó del olor a jabón y pasta de dientes. Noté que la cama se movía cuando Joie depositó su peso en
ella. Aguanté la respiración, con la esperanza de que así se me pasara el nudo que tenía en la garganta.
No hubo suerte. Sentí que me resbalaba una lágrima por el lado de la nariz. Cerré los ojos con fuerza,
rezando por parar. Noté que se me salía otra lágrima y seguía el camino de la primera, luego otra y otra
hasta que me eché a llorar del todo. Me tragué los sollozos, intentando no hacer ruido. Contuve la
respiración cuando noté que la cama se movía de nuevo y luego un brazo fuerte me rodeó la cadera y se
posó en mi estómago y un cuerpo cálido se apretó contra mi espalda. No sabía qué hacer, pero entonces
ese brazo retrocedió un poco hasta que la mano se puso a acariciarme el brazo suavemente en un gesto
de consuelo. Joie no dijo nada, simplemente me dejó llorar. Me entraron muchas ganas de volverme
hacia ella, hundir la cara en su pecho, sentir sus brazos a mi alrededor.

Casi pude oír el chirrido de unos neumáticos en mi cabeza. ¿Cómo se me había ocurrido eso? Estaba en
la cama con otra mujer que tenía su cuerpo pegado a mi espalda y su mano me acariciaba el brazo. Me
resultaba agradable. Me resultaba correcto. Pero lo cierto era que nunca había acudido a los hombres en
busca de consuelo, razoné. Y no había acudido a ella.

Por fin me sentí vacía, sin lágrimas ya. Suspiré profundamente al sentir que se me cerraban los párpados
pesados. Lo último que recordé fue que Joie me estrechó con más fuerza. Me quedé dormida
apaciblemente y sin sueños. Dormí mejor de lo que había dormido desde hacía semanas.

La mañana siguiente amaneció con rabia cuando el alegre sol de la mañana atravesó el gran ventanal y
me dio de lleno en los ojos. Me puse boca arriba para escapar del ataque y vi a Joie de pie junto a la
cama, de espaldas a mí. Tenía puestos unos vaqueros. Noté que la tela le ceñía el trasero. Me sacudí
mentalmente. ¿Qué te pasa, Jenny? Dios mío. Sólo llevaba un sujetador deportivo, tenía la camiseta en
la mano y la camisa de franela en la cama. Levantó los brazos preparándose para meterse la camiseta por
la cabeza. La miré maravillada cuando los músculos de su espalda se agitaron por el movimiento. Dios,
qué hermosa era. Aparté los ojos cuando el objeto de mi interés quedó cubierto de tela roja. Se volvió y
se dio cuenta de que estaba despierta.

—Hola. El entrenador ha venido hace poco. Nos vamos de aquí dentro de media hora —dijo. La miré a la
cara y no supe qué estaba pensando. Sabía disimular muy bien sus expresiones.
—Ah —dije, incorporándome y frotándome los ojos, que me escocían.

—No te he despertado porque parecías estar muy tranquila. Sé que cuesta dormir en estos viajes. —Me
echó una mirada significativa y luego se sentó en la cama, dándome la espalda mientras metía la ropa de
ayer en su bolsa de viaje.

—Sí —dije débilmente. Recordaba la sensación de su brazo. Me había sentido tan a salvo, tan segura. Me
levanté de la cálida cama y entré en el cuarto de baño.

El resto del viaje fue anodino y llegamos a la universidad con el tiempo justo para cambiarnos, para que
el entrenador Maron nos echara una arenga y para salir al hielo.

El primer tiempo del partido iba bien, estábamos empatadas 2-2 cuando hice lo peor que puede hacer
un jugador: me distraje. El puck se acercaba, lo mismo que su mejor y más rápida patinadora, decidida a
marcar. La vi venir, pero juro que no sé por qué me moví hacia donde no debía, ella disparó, el puck me
pasó volando y voló por encima de la cabeza de la portera, con un silbido, 3-2. La gente se puso de pie y
yo agaché la cabeza. Sonó el final de la primera parte y salí corriendo del hielo.

Cuando llegué al vestuario, también lo hicieron otras quince chicas.

—¡Qué demonios ha sido eso!

—¡Eres la monda!

—¡A ver si te aclaras!

—¡Por Dios, Carlson! ¡Vuélvete a Minnesota!


—¡Muro de Minnesota una mierda!

—¡Basta! —El vestuario resonó con la orden de Joie. Todas las chicas se callaron, cerrando la boca con un
chasquido casi audible. Me la quedé mirando, hecha polvo. Joie me miró y luego me echó esa sonrisita
sexi que de repente recordé de la fiesta de Lori. Me miró a los ojos, enviándome un mensaje de
comprensión y apoyo tan claro como si me lo hubiera dicho con palabras. Se sentó, esperando al
entrenador. No tuvimos que esperar mucho.

—¡Pero qué demonios!

En el segundo tiempo del partido salimos como una exhalación: habíamos vuelto y estábamos
arrasando.

Ocupé el mismo asiento mientras el autobús rugía por la autopista, llevándonos de vuelta a Washington.
Tenía puesta mi radio con cascos y escuché la emisora de la universidad, donde la voz que resonaba en
mis oídos hacía un resumen del partido.

—En el primer tiempo del partido de esta noche la gente se preguntaba qué le había ocurrido a la
maravilla de Minnesota, Jennifer Carlson, más conocida como el Muro de Minnesota, recientemente
trasladada a la Universidad de Washington, ya que ese muro daba la impresión de estar
desmoronándose, pues fue cometiendo un error tras otro, con lo que nuestras Hawks marcaron contra
las Panthers, colocándose con un punto de ventaja. El entrenador de las Panthers, Jim Maron, debió de
leerles la cartilla en el descanso, porque el Muro volvió y las chicas saltaron al hielo oliendo la sangre y
una victoria final en el marcador. La Universidad Estatal de Washington gana a nuestro equipo por 7-3.
Otras noticias...

Apagué la radio y puse en marcha el cassette. Mientras la suave música de Beethoven me llenaba los
oídos, mi mente vagó por la noche, repasando los acontecimientos del último par de semanas con Joie.
Tenía mucho tiempo para pensar: esta vez no nos íbamos a parar. Iba a ser un viaje directo hasta Seattle.

Vi a Joie unas pocas filas más atrás, al otro lado del pasillo, haciendo una vez más que las otras jugadoras
se desternillaran con su historias fantásticas. Sonreí por dentro. Debería escribir algunas de sus batallas.
Claro que a lo mejor ya lo hacía. Joie Peterson daba la impresión de estar llena de sorpresas.
Recordé esa sonrisa que me había echado en el vestuario y luego volví a pensar en la fiesta de Lori. No
recordaba mucho de aquella fiesta después de que me pusiera a beber de verdad. Pero esa sonrisa me
había traído un recuerdo que me había dejado atónita. Recordé que estaba bailando con un tipo, que no
paraba de toquetearme el culo, y luego alguien nos interrumpió. Joie. Entonces bailó conmigo. ¿Cuál era
esa estúpida canción que habíamos bailado? No lo recordaba. Lo único que tenía claro ahora era la
sensación del cuerpo de Joie contra el mío cuando inició un baile increíblemente sensual. Sentí que me
subía un rubor por el cuello al pensarlo. Miré a mi alrededor para asegurarme de que nadie me miraba.
Su cuerpo me había parecido tan suave y la piel de sus hombros casi me abrasó los dedos.

Volví a mirar hacia ella y me sorprendí al encontrarme con unos ojos verdes. No sonrió, no dijo nada.
Sólo me miró y luego apartó la vista. Era todo un enigma. ¿Qué quería? Nunca había conocido a nadie
como ella.

Luego pensé en la noche pasada. ¿Por qué había hecho eso? Era casi como si Joie supiera exactamente lo
que yo necesitaba y ni se le ocurrió negarme su consuelo. Su mera presencia me afectaba de formas muy
contradictorias. Por un lado me resulta reconfortante, familiar. Por otro me da un miedo tremendo. ¿Por
qué? Estoy siempre atenta a esas miradas que me echa, como si fueran sólo para mí.

Mis pensamientos pasaron a su cuerpo. Era baja, pero tenía un tipo muy compacto, sumamente fuerte.
Al pensar en eso noté algo raro en el estómago, una sensación que, sobresaltada, me di cuenta de que
era... era... ¿excitación? Fruncí el ceño al pensar en esto. No, no era posible. No se podía negar que Joie
era una mujer de lo más sexi. Pero, igual que lo pensé en la fiesta de Lori, hay mujeres y hombres que
destilan sexualidad. Era algo que no estaba reservado únicamente a los Antonios Banderas de este
mundo. Había una diferencia entre encontrar a alguien atractivo y sentirse atraído por ese alguien. Ella
me llamaba la atención sólo porque no conseguía averiguar de qué iba. Estaba estudiando psicología. Mi
trabajo consistía en averiguar de qué iba la gente, eso era todo...

Cuando llegué a casa decidí que ya era hora de tomar las riendas de mi nueva vida y hacer que
funcionara. No quería volver a hundirme delante de nadie nunca más. Era fuerte y no me gustaba nada
lo débil y dependiente que me había hecho a lo largo del último mes.

Recorrí la casa, tomando nota de lo mucho que había que hacer. La casa pertenecía a la familia de mi
padre desde hacía casi sesenta años y la casa misma era de hacía casi ochenta años.
Una vez arreglado todo tras la muerte de mi madre, tenía dinero suficiente para cancelar cualquier
deuda que quedara, así como para el resto de mi educación universitaria. Este año estaba en primero de
especialidad, de modo que sólo me quedaban dos años más, es decir, si no decidía emprender estudios
de postgrado. Así que con mi trabajo en Rupert's, me podía permitir arreglar la casa y podía hacerlo casi
todo yo misma. Siempre se me habían dado bien las cosas manuales y una vez leía un manual de
instrucciones, generalmente podía apañármelas.

El trabajo iba bien. Era fácil, aunque tenía que lidiar con un montón de chicos listillos de instituto que no
paraban de solicitar descansos, ir a fumar, hablar por teléfono o charlar con sus amigos o novios o novias
cuando venían. Un día llegué a pillar a una chica llamada Rosie en la cámara frigorífica dándose el lote
con un tipo de pelo largo y grasiento al que nunca habíamos visto. Huelga decir que Rosie ya no
trabajaba para nosotros.

—Bueno, jefa, ¿qué tal fue el partido de anoche? Tengo entendido que cierto Muro de Minnesota arrasó
sin piedad. Cielín, ¿pero cuándo te van a poner otro mote? ¿Tal vez algo que lleve la palabra
Washington? Pero ya sabes, no es más que una idea de este pobrecito.

Miré a mi amigo Rico y sonreí.

—Menuda reina del drama estás hecho, Rico —dije riendo.

—¿Quién? ¿Yo? —Se llevó la mano al pecho y me miró sorprendido con los ojos como platos—. Vaya, eso
espero. Al menos, eso espera mi profesor de teatro.

Le di una palmada en el brazo y contemplé su belleza morena. Rico era medio italiano por parte de
madre y su padre había nacido en España. Llevaba el pelo perfectamente cortado, la ropa siempre
planchada y bien puesta. Tenía tantos chicos detrás de él que no sabía dónde meterse.

Rico y yo estábamos en la trastienda, ya que él era nuestro pizzero jefe. Yo le estaba ayudando a cortar
verdura y carne para otra de sus obras de arte.
—Bueno, ¿qué vas a hacer en Acción de Gracias, monada? —me dijo, mirándome de reojo.

—Oh. —Suspiré mientras cortaba una cebolla—. No lo sé. Creo que invitaré a una amiga de la familia.

—No me digas —dijo, meneando las cejas. Le eché una mirada fulminante.

—Por favor, Rico. ¡Si es una mujer de cincuenta años! —dije riendo.

—Cosas más raras he oído.

—¿Y tú qué? —Aparté los trozos de cebolla y empecé con unos pimientos.

—Todd tiene algo planeado. No sé. —Desechó el tema moviendo la mano.

—Ah, ¿problemas en el paraíso? —sonreí. Él puso mala cara.

—¡Pero si sólo estuve una vez con ese pedazo de maromo! —exclamó, untando una gran base de masa
fina con salsa de pizza.

—Sólo una vez, ¿eh? ¡Pero Rico! ¡Le has puesto los cuernos!

—Sí, bueno, pero...

—Los hombres sois incorregibles.


Las dos semanas siguientes pasaron volando con los entrenamientos, las clases, los entrenamientos, un
partido, más clases, la pintura del exterior de la casa y el inicio de la pintura de dentro. Por fin llegó el
lunes, el primer día de las vacaciones de Acción de Gracias.

Durante el último entrenamiento del viernes, quise hablar con Joie, para desearle un buen día de Acción
de Gracias, pero salió por la puerta en cuanto se cambió, sin hablar con nadie. Me pregunté si tendría un
gran festejo familiar al que ir. ¿Era siquiera de Seattle? No tenía ni idea. No sabía nada sobre ella.

Cuando entré en el trabajo ese lunes, Randy, nuestro otro encargado adjunto, vino corriendo hasta mí.

—¡Jenny, los videojuegos se han vuelto a estropear! —Su personalidad hiperactiva estaba en pleno
apogeo. Me cogió del brazo, lo soltó, me cogió de la mano y luego volvió al brazo. Dios mío. ¡Agárrate!
Bueno, supongo que él ya estaba agarrado. A mí. Me aparté de él despacio.

—Randy, no es una tragedia, en serio. No te preocupes. Voy a coger unas herramientas y le echaré un
vistazo, ¿vale?

—Ah, bien. ¡Sabes que con la gente que va a venir esta noche tendríamos un motín si esas cosas no
funcionan! —Salió volando hacia la cocina.

—Qué miedo —murmuré, y fui en busca de unas herramientas.

Había sacado la máquina de Mortal Kombat y estaba tumbada en el suelo detrás de ella, con las piernas
asomando por un lado. Me sentía como una especie de mecánica retorcida y futurista. Tenía el brazo
metido en la máquina por el panel trasero, intentando ver si estaba todo conectado, cuando sentí que
me miraban. Torcí el cuello para ver si alguien necesitaba algo. Al principio vi un par de botas marrones
de excursionista que llevaban a un par de vaqueros azules sueltos con un agujero en la rodilla derecha,
dos pulgares enganchados en las trabillas del cinturón, luego una camisa de franela atada a la esbelta
cintura y por fin unos vivaces ojos verdes coronados por una ceja dorada arqueada con divertida
curiosidad. Sonreí nerviosa.
—¿Puedo preguntar qué demonios estás haciendo? —preguntó Joie.

—Eeeh. —Saqué el brazo de la máquina y me di cuenta de estaba cubierta de grasa desde los dedos
hasta el codo. Joie se echó a reír suavemente—. Tendríamos un problema muy serio entre manos si estas
máquinas no funcionan. —Sonreí.

—Pues yo diría que ya tienes algo en las manos.

—Sí. —Contemplé la pringue antes de volver a encontrarme con su mirada. Las dos nos quedamos
calladas un momento, y por primera vez desde que la conocía, me dio la impresión de que Joie no sabía
qué decir.

—Bueno, sólo quería decirte que has jugado fenomenal en los últimos partidos. No podríamos haber
ganado sin ti.

—Gracias —dije, con la voz apagada. Viniendo de ella, eso quería decir mucho.

—Y quería decirte que espero que pases un día de Acción de Gracias estupendo.

Me levanté, limpiándome la mano y el brazo con una toalla que me había traído con ese propósito
específico. Ella miró la toalla blanca transformada en negra y sonrió.

—Bueno, supongo que debes de ser tan buena con las manos como lo eres con los pies.

—Sí. Por lo menos, eso parecen creer aquí. Y gracias, Joie. Que tú también tengas unas vacaciones
estupendas. Seguro que tienes algo bueno que hacer, ¿eh? —pregunté.

—Lo de siempre. —Sonrió y se fue.


Me quedé mirando a Joie mientras salía del restaurante y se metía en su camioneta verde oscura. Me
miró por el parabrisas, se puso las gafas de sol y salió de su sitio marcha atrás.

Llegó el día de Acción de Gracias y yo no estaba de humor para agradecer nada. Connie me había
invitado a pasar el día con su familia antes de que yo tuviera oportunidad siquiera de invitarla a ella.
Habían venido sus dos hijos con sus respectivas familias, uno desde Colorado y el otro desde Pittsburgh.
Me sentía como una intrusa, aunque Connie no paraba de decirme que eso no era cierto, que yo era
parte de su familia tanto como sus hijos.

Hizo una comida maravillosa, como sabía que la haría, y comí todo lo que me permitió mi estómago
revuelto. Por fin, tras dos horas de intentar ser sociable, tuve que marcharme. Encontré a Connie en su
pequeña cocina sirviendo tartas.

—Connie —dije, detrás de ella.

—Ah, Jenny, ¿qué clase de tarta quieres? Tenemos de pacana, de calabaza, de manzana...

—Ninguna, la verdad. Me voy a ir.

Se volvió hacia mí, con la frente oscura arrugada.

—¿Estás segura, niña? Me da muchísima pena pensar que vas a estar sola, cariño.

—Estaré bien, Connie. Creo que necesito estar sola —expliqué en voz baja. Ella se acercó a mí y me
abrazó estrechamente.

—Está bien, cariño. Si necesitas lo que sea, ya sabes.


—Lo sé. Te llamaré.

Estuve un rato dando vueltas con el coche, sin querer ir a casa, pero sin saber dónde ir. Estreché los ojos
al darme cuenta de que me dirigía al cementerio. Paré en el aparcamiento y pasé por las familiares
colinas verdes, ante las lápidas grises y blancas, leyendo algunos nombres de personas muertas hacía
mucho tiempo. Algunas tenían flores frescas en pequeños jarros de cobre, otras estaban colocadas
simplemente encima de la lápida misma.

Me detuve en seco, al ver una figura conocida a unos veinte metros por delante de mí. Miré a mi
alrededor, vi un grupo de árboles y me dirigí a ellos, apoyando la mano en uno de sus inmensos troncos,
notando la corteza áspera que se me clavaba en la palma.

Estaba sentada al lado de una de las lápidas, con las rodillas dobladas y los tobillos cruzados. Tenía los
brazos alrededor de las espinillas. Su pelo rubio casi relucía a la luz del sol del atardecer, cuyos
moribundos rayos dorados hacían destacar los tonos rojizos. No estaba mirando la tumba realmente, ni
nada, puestos a ello. Parecía estar mirando al vacío, hacia el sol. Vi que tenía las gafas de sol a su lado en
la hierba. Era evidente que llevaba allí un rato, pues los restos de su almuerzo a medio comer estaban en
una pequeña manta junto a ella.

Miré a la derecha, donde sabía que el camino me llevaría a las tumbas de mis padres, pensando que
debía irme, que me estaba inmiscuyendo en un momento muy privado, que estaba invadiendo el
espacio de Joie. Pero no pude marcharme. No podía quitarle los ojos de encima. Mientras miraba, alzó
una mano, se secó un ojo, luego se enderezó y se levantó, enrollando los desperdicios en la manta. Miró
la lápida, se besó los dedos y los apoyó en lo alto de su áspera superficie. Joie se quedó mirando otra vez
al sol, luego se dio la vuelta y se alejó.

La miré hasta que se perdió de vista y luego volví a mirar la lápida. Intenté decidir lo que debía hacer,
sabiendo que debía ir a sentarme con mis padres, pero en cambio me encontré caminando hacia la
tumba y leyendo su inscripción cuidadosamente grabada.

Aquí yace Thomas J. Peterson — Amado hijo y hermano

Nacido el 2 de febrero de 1969

Fallecido el 29 de marzo de 1992


Me pregunté si éste era el hermano de Joie. Habría sido varios años mayor. Qué triste era la expresión
que había tenido ella. Yo conocía esa expresión. Esa sensación. Con un suspiro, me metí las manos en los
bolsillos y me encaminé a las tumbas de mis padres.

Todos contábamos los días para las vacaciones de Navidad y para que se acabaran los exámenes finales.
En la universidad había conocido a un chico agradable llamado Ron que me había pedido que fuera al
cine con él. Acepté, pues me apetecía la idea de salir, aunque lo cierto era que no me importaba con
quién fuera. Pero sabía que iba a tener que tener cuidado con Ron. Me había enterado por el
todopoderoso cotilleo de que yo le gustaba desde hacía ya un tiempo, y la verdad era que a mí no me
interesaba en ese sentido. No había nadie que me interesara de forma especial.

Después de Acción de Gracias, en nuestro primer entrenamiento, Joie había parecido más callada que de
costumbre, sin su bravuconería de siempre. Me aparté de mi taquilla, abrochándome la camisa, y capté
su mirada. Por un momento, nuestros ojos se encontraron y ella parecía perdida. Me entraron unas
ganas tremendas de correr hasta ella, cogerla entre mis brazos y decirle que todo iba a ir bien, que
siempre podía hablar conmigo, que yo podía consolarla como lo había hecho ella conmigo. Pero antes de
que pudiera pensar siquiera en dar un paso, esos increíbles ojos verdes habían desaparecido y me quedé
mirándole la nuca mientras salía del vestuario.

La Navidad vino y se fue, y Ron y yo pasábamos más tiempo juntos. Hasta ahora se había portado como
un caballero y a mí me gustaba su compañía, pero siempre que pensaba en él, su imagen quedaba
borrada como la tiza de una pizarra y en cambio veía la cara de Joie, oía su risa y su voz melodiosas. Me
echaba esa sonrisita especial suya y yo me sentía estremecer.

El entrenador Maron iba a hacer una gran fiesta de fin de año en su casa para todo el equipo y se nos
permitía llevar acompañante. Yo llevé a Ron. La fiesta era medio informal, medio elegante, de modo que
me puse un vestido ajustado sin mangas que me llegaba a las rodillas y que era del color de mis ojos. Ron
llevaba unos bonitos pantalones de pinzas y una chaqueta de esmoquin. Hacíamos buena pareja, o eso
dijeron algunas de las chicas.

Miré a mi alrededor, intentando que no se me notara demasiado que estaba buscando a Joie. Entonces
la vi. Estaba sola y tenía un aspecto increíble. Llevaba pantalones negros ajustados y una camisa de seda
sin mangas de un color verde que hacía que sus ojos destellearan. No podía quitarle los ojos de encima.
Se volvió y su mirada se posó en mí.
Se acercó a nosotros. Ron estaba a mi lado, con la mano apoyada en mi espalda con gesto posesivo.
¿Pero por qué los hombres tenían la necesidad de poseer y conquistar?

—Hola, Carlson —dijo, con tono grave—. Estás preciosa —dijo, devorándome con los ojos. De repente se
me puso la boca como el Sahara.

—Gracias, Joie. Tú también.

—¿Quién es éste? —dijo, con una sonrisa falsa en la cara.

—Hola. Soy el novio de Jenny, Ron.

Cerré los ojos y gemí por dentro. Por alguna razón, no quería que Joie pensara que tenía novio, y de
hecho, en mi mente, no lo tenía.

—Ah. —Joie me miró, con cara inexpresiva—. Yo soy Joie. Jenny y yo jugamos juntas. —Sus ojos se
posaron rápidamente en los míos, con una pequeña chispa por dentro, y luego se alejó. Ron me miró,
frunciendo el ceño.

—Qué tía tan rara —murmuró.

La fiesta se animó de verdad cuando empezó a salir música a todo volumen del increíble equipo estéreo
del entrenador. Muchas de las chicas tenían acompañantes, y en el caso de las que no los tenían o
estaban allí unas con otras, Joie se quedó con ellas, envuelta en risas contagiosas a medida que se
agrupaba más gente para oír las escandalosas historias de Joie. También bailó un poco, en una ocasión
con el entrenador, pero más a menudo en grupo con otros o, un par de veces, con otra chica del equipo.
Daba la impresión de pasarlo en grande, pero lo único que yo quería hacer era marcharme, irme a casa y
ver una película o algo así.
Estuve observando a Joie toda la noche y ni una vez noté que me dirigiera una mirada de reojo o una
sonrisa secreta, ni siquiera se daba por enterada de mi existencia. Me sentía muy molesta por esto y no
sabía por qué. Bailé con Ron de vez en cuando, pero sobre todo me quedé sentada aparte observando,
dando vueltas a una copa de champán.

—¿Cuánto tiempo te quieres quedar? —susurró Ron.

Lo miré y su cara destilaba aburrimiento. Miré el reloj de Ron y vi que sólo eran las diez y media. Me
planteé si quería quedarme hasta medianoche o no. Siempre podía decirles que tenía que ir a otra fiesta.
Pero sabía que si nos marchábamos, Ron querría ir a casa conmigo. Últimamente me había dado claros
indicios de que estaba esperando su propio regalo de año nuevo de mi parte. Sí, ya, sigue soñando.
¿Podía decirle que no me encontraba bien y que quería estar sola? ¿O debía romper lo que fuera que
fuese esta relación que tenía con él? En el fondo de mi corazón, eso era lo que me parecía que debía
hacer. La verdad era que no me gustaba cómo se estaba poniendo Ron, y no podía culparlo. Para él, las
cosas iban progresando como suelen cuando te sientes atraído por alguien. Últimamente había
descubierto que incluso temía que acabara la velada porque sabía que él querría quedarse media hora
sentado en el coche para darnos el lote como si estuviéramos de nuevo en el instituto o algo así. A mí
me empezaba a dar asco. Ron no era la persona adecuada para mí. Me volví hacia él.

—Escucha, Ron, ¿por qué no te vas tú? Sé que te estás aburriendo y yo no puedo irme porque la gente
se sentiría mal —dije con mirada suplicante. A lo mejor si le dejaba la opción a él, caería en la trampa sin
darse cuenta. No hubo suerte.

—No, no. No pasa nada. Si tú quieres quedarte, nos quedamos.

Maldición. No sólo no picó, sino que eligió ese momento para pensar que estaba siendo buena con él.
Sonrió.

—Pero gracias por pensar en mí, nena. —Me besó. Me aparté, tratando de que pareciera que me daba
vergüenza. Me encontré con unos ojos verdes clavados en los míos. Mi sonrisa desapareció y Joie se dio
la vuelta.
Por fin conseguí llegar a casa tras una sesión de magreo en mi porche, y cuando logré zafarme de las
zarpas de Ron, le dije tranquilamente que iba demasiado rápido para mí y que quería romper. Eso era
algo que odiaba. Jamás en mi vida me habían dejado, pues siempre era yo la que decidía librarme de
ellos primero. Ron se lo tomó bien, sólo lloriqueó unos cinco minutos y luego se marchó.

Me acosté esa noche y volví a pensar en Joie. Esto se estaba convirtiendo en algo que ocurría todas las
noches. Estaba empezando a ocupar rápidamente mis últimos pensamientos por la noche y mis primeros
pensamientos por la mañana. La verdad era que no quería intentar desentrañar lo que había detrás de
ello o lo que lo motivaba. Ahora mismo, lo único que quería era dormir.

Con gran alivio por mi parte, las vacaciones terminaron y ahora podía concentrarme totalmente en mis
estudios y en los últimos partidos de la temporada. Aunque nos había ido estupendamente este año, no
habíamos logrado entrar en los campeonatos. Bueno. Siempre nos quedaba la nueva temporada.

Había empezado a notar que siempre que veía a Joie, ella hacía todo lo posible por evitarme. Al principio
me preocupé y luego me alarmé un poco. Ahora estaba claramente enfadada. De modo que hoy había
decidido que después de entrenar no iba a dejar que saliera volando del vestuario, esta vez la seguiría.

Como siempre, Joie cogió sus cosas, se las echó al hombro y sin decir una palabra a nadie salió a toda
velocidad por la puerta, donde el sol del atardecer era casi cegador.

—¿Joie? —la llamé, corriendo detrás de ella. No contestó, echó la bolsa en la parte de atrás de su
camioneta y abrió la puerta del conductor—. Joie, espera —dije otra vez, saliendo de la acera y
acercándome a ella. Me miró.

—¿Sí? Date prisa. Tengo que ir a un sitio.

Me quedé ahí parada un momento, dolida. No tardé en recobrar la calma.

—¿Qué pasa?
—¿Cómo que qué pasa? ¿La bandera por tu casa? —dijo con una sonrisa sin humor.

—¿Por qué me tratas como a una mierda? ¿Qué he hecho?

Joie se me quedó mirando y por un momento pensé que simplemente se iba a meter en la camioneta y
marcharse. En cambio, miró un momento por el aparcamiento y luego volvió a mirarme a los ojos, con
las manos metidas en los bolsillos de atrás.

—¿Por qué no se lo preguntas a tu novio? —dijo, en voz baja, y luego se volvió y se metió en la
camioneta. Me aparté para que pudiera cerrar la puerta y vi cómo se alejaba. ¿Que le preguntara a mi
novio? ¿Qué diablos quería decir con eso? ¿Podría estar... podría...? No. ¿Estaba celosa?

Caminé sin enterarme hasta mi coche, eché la bolsa en el asiento de atrás y me senté al volante,
contemplando el edificio que tenía delante. ¿Qué estaba pasando? Tenía el corazón acelerado y me
encontraba mal.

—¡Maldita sea! —grité, golpeando el volante con la mano. ¿Por qué toda esta incertidumbre? ¿Qué
motivo había para sentirla? Ya no entendía nada. Sentía que ya no estaba en contacto conmigo misma.

La temporada de hockey había terminado oficialmente y la primavera estaba llegando a Seattle. Se me


había olvidado cuánto echaba de menos el clima de aquí. Toda la lluvia. Me encantaba la lluvia. Mi vida
iba muy bien en estos momentos. Tenía unas notas excelentes y había vuelto a entrar en la lista de honor
de la universidad. La verdad era que me gustaba mi trabajo, claro que Rico podía hacer que cualquier
cosa resultara divertida.

—Oye, cielín, necesito que salgas conmigo el viernes por la noche.

Me volví para mirarlo y en mis ojos azules se advirtió la confusión.

—¿Que salga contigo?


Rico suspiró con tristeza y se volvió hacia mí, suplicando con sus profundos ojos marrones.

—Todd me ha dejado y ahora voy de ligue. Así que tengo la teoría de que si te llevo conmigo a Scones,
atraerás a todos esos buenorros que hay allí. Es lo mismo que cuando un hombre tiene un bebé: todas
las mujeres se sienten atraídas por él —me explicó, totalmente en serio.

—Lo dirás en broma, ¿verdad? ¿Crees que si voy contigo a un bar gay todos los hombres van a acudir
corriendo a ti? —Sonreí, sin poder dar crédito.

—Oye, que he visto pasar cosas más raras.

—Sí, seguro.

Y así quedamos. Ésta iba a ser la primera vez que iba a ir a un bar gay y no sabía muy bien qué sentir al
respecto. Por un lado sentía curiosidad, por otro lado me resistía.

Scones era un club bien conocido que solía llenarse con cientos de personas los fines de semana. Rico y
yo aparecimos allí. Él olía como un anuncio de Obsession y estaba vestido con su estilo inmaculado de
siempre, con unos pantalones Silver Tabs ajustados y una camiseta de seda metida por dentro. Estaba
estupendo y lo sabía. Yo sólo llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta de la Universidad de
Washington. Por fin me había olvidado de mi ropa de las Wild Cats.

El local vibraba con el calor corporal de cientos de desconocidos y el ritmo sincopado de la música
atronadora. Encontramos una mesa cerca de la pista de baile y nos acomodamos.

—¿Quieres algo, cielín? —preguntó él, señalando el bar con un gesto.

—Sí, ¿qué tal un ron?


Levanté la cabeza de golpe y vi a Joie de pie cerca de nuestra mesa, con los ojos verdes chispeantes.
Estaba increíble con sus vaqueros ajustados, una camisa de franela abierta y sin mangas y un sujetador
deportivo debajo. Me quedé boquiabierta. ¡Dios, qué sexi estaba! Me la quedé mirando. ¿Se refería a la
fiesta de Lori? Era ron lo que había estado bebiendo aquella noche.

—¡Mi niña, pero bueno, si no hubiera entregado ya mi corazón a todos esos chicos tan monos, estarías
en mi cama! —Rico se levantó y abrazó a Joie.

—Eh, Rico, tío. ¿Qué te cuentas?

Rico dio unas palmaditas a Joie en el trasero. Sentí que me inundaba una extraña irritación contra él.

—Estás buenísima, monada. Pero bueno, no me cuento gran cosa.

—¿Dónde está Todd? —Joie miró a su alrededor como si fuera a verlo por allí cerca. Intercambiaron una
mirada y Joie sonrió entristecida y meneó la cabeza—. Otra vez no.

—Me temo que sí. Me ha partido el corazón.

—Oh, seguro que sí. Rico, pero qué puta eres.

—Bueno, soy una puta sedienta. ¿Quieres algo, cielín?

—No. —Joie levantó la botella de Coronita que tenía en la mano derecha.

—Vale. Ahora mismo vuelvo. Pórtate bien —dijo en voz baja.


Observé toda la conversación con interés. Cuando Rico se alejó, Joie se volvió hacia mí.

—Debo decir que me sorprende un poco verte aquí, Carlson —sonrió.

—Rico ha pensado que le sería más fácil ligar con los tíos si iba acompañado de una vulgar mujer.

Joie me miró de arriba abajo y de los zapatos al pelo, que llevaba recogido en una coleta.

—Yo no diría vulgar —dijo, con esa sonrisita sexi claramente dibujada en el rostro. Me alegré de que el
sitio estuviera oscuro, porque así no vio el rubor que me iba subiendo despacio por el cuerpo—. Bueno
—dijo, casi ronroneando—. ¿Quieres bailar?

—Ya estoy aquí. Amaretto Sour para ti, tres chupitos para mí. —Rico se sentó a la mesa y cuando advirtió
el duelo silencioso que estábamos teniendo Joie y yo, pasó la mirada de la una a la otra—. ¿Interrumpo
algo? —preguntó.

—No —dijo Joie, sin apartar los ojos de mí—. Si cambias de idea... —Sonrió a Rico, le dio una palmada
en el hombro y desapareció en la multitud. No me había dado cuenta siquiera de que estaba aguantando
la respiración hasta que sentí que salía despacio de entre mis labios. Me volví a Rico, que tenía una
expresión rarísima.

Estaba totalmente confusa. La última vez que vi a Joie, me estaba tratando como si fuera la leprosa del
equipo y dejando bien claro que no quería tener nada que ver conmigo. ¿Y ahora?

Observé la pista de baile, a todas las parejas distintas, hombres con hombres, mujeres con mujeres.
Estaba fascinada con las parejas de mujeres. Al verlas bailar, tan sensuales, tan hermosas, me di cuenta
sobresaltada de que yo también deseaba salir ahí. Quería saber qué se sentía al estar pegada a alguien,
estrechando a alguien. Estrechando a una mujer. Vi a una rubia bajita. Estaba bailando con una mujer
morena. No era Joie, pero por un momento, en mi imaginación fue Joie, y yo era su compañera de baile
morena. Mi mente retrocedió bruscamente a la noche en que yo había sido su compañera de baile,
aunque sólo durante una canción. Y entonces vi a Joie de verdad. La mujer con la que bailaba y ella se
movían por la pista atiborrada. Parecían totalmente absortas la una en la otra. La música era más bien
lenta y estaban muy pegadas, con las manos, los brazos y las piernas entrelazados. Vi que la mujer, una
atractiva pelirroja, pasaba la mano por debajo de la camisa suelta de Joie, acariciándole la espalda, y
luego esa mano fue bajando y acarició el trasero de Joie. Me sentí algo turbada y tuve que moverme un
poco en la silla. Luego vi que Joie levantaba la cabeza del hombro de la mujer y me miraba directamente.
Tenía una expresión intensa. Una expresión de deseo puro. Sentí que me atravesaba una oleada de celos
al pensar que esa mujer no se merecía eso de Joie, que no era la que Joie debía desear. Pero luego,
cuando las dos se separaron y Joie la miró, la expresión desapareció. ¿Había sido para mí?

De repente, me quise marchar. Necesitaba alejarme de este sitio. Me estaba liando la cabeza y el cuerpo,
pues me di cuenta de que estaba totalmente excitada. Me levanté y esto llamó la atención de Joie. Volvió
a mirarme. La expresión seguía allí, pero no tan descarada. Dijo algo, pero no conseguí leerle los labios a
través de la oscuridad humeante del lugar.

—¿Qué? —dije, y a cambio sólo recibí esa sonrisita sexi. Me quedé mirando un momento y luego me
entró otra vez esa sensación de turbación y me volví hacia Rico, que mantenía una animada
conversación con un chico guapo tipo surfista.

—Rico, quiero irme —dije.

—¿Qué, por qué? ¿Estás bien, cielín? —preguntó, con cara de preocupación.

—Sí, es que estoy cansada.

—Yo puedo llevarte, cariño —le dijo el surfista a Rico, que sonrió de oreja a oreja, me dio un besito
rápido en los labios y me deseó buenas noches.

Conduje despacio hasta casa, con la mente hecha un auténtico lío. La mirada que me había echado Rico
también me llenaba de desazón. Era casi como si supiera algo que yo no sabía, pero que pensaba que
debería saber. Nada estaba claro, salvo una cosa. En medio de mis extraños pensamientos y reflexiones,
me di cuenta de que efectivamente me sentía atraída por Joie. ¿Pero cómo era posible? ¿No estaba eso
reservado a alguien a quien le fuera ese tipo de cosas, como Joie y la mitad de mis compañeras de
equipo? Yo no era así. ¿O sí? Me detuve en un semáforo y apoyé el codo en el reposabrazos de la puerta,
con la barbilla en la mano. ¿Podía hacer una cosa así? ¿Podía imaginarme con una mujer, y no con una
mujer cualquiera, sino con Joie? Con una sorprendente revelación interna, me di cuenta de que sí. Podía.

Llegó el mes de marzo y de desapacible no tenía nada. Hacía un calor que no correspondía a la estación
del año, y lo aproveché para llevar pantalones cortos y camisetas de tirantes siempre que podía, aunque
no era a menudo. Si no estaba en clase, estaba en el trabajo.

Había empezado a notar que Joie venía a Rupert's con bastante regularidad. Normalmente con un grupo
de amigos, como centro de la diversión. Yo la observaba por el rabillo del ojo y me reía por dentro. Me
preguntaba de dónde sacaba tanta energía. Era capaz de poner en un aprieto al conejito de Duracel.

A medida que marzo iba quedando atrás y se acercaba abril, me di cuenta de que Joie empezaba a venir
sola. Casi todas las noches estaba allí. A veces se traía una novela y se quedaba sentada a una mesa
leyendo durante horas o a veces escribía en una libretita que tenía. Otras veces no hacía nada más que
comer. La mujer tenía un apetito increíble. Acababa con una pizza mediana ella sola.

—¿Por qué no vas a hablar con ella? —me preguntó Rico una noche, mirando a Joie con su pizza.

—¿De qué? —pregunté, intentando mantener un tono lo más indiferente posible.

—No sé. De cualquier cosa.

—¿Por qué iba a hacer eso, Rico? —pregunté, volviéndome hacia él. Se me quedó mirando un momento,
con la cara más seria que le había visto nunca.

—¿Por qué crees que está aquí, Jenny? —Con eso, se alejó. Volví a mirarla, sin saber qué hacer. No tenía
ni idea de qué hablar con ella, pero sí que deseaba acercame. Hablar con ella. Lo que ella quisiera.

Volví a las facturas que estaba repasando y de repente me sacaron de mi trance.


—¿Qué tal está Ron?

Levanté la mirada y me encontré ahogándome en un pozo verde.

—No lo sé. ¿Por qué no se lo preguntas a su novia? —Medio sonreí, enarcando una ceja.

—¿Y no se lo estoy preguntando? —dijo ella, alzando su propia ceja.

—No.

Sonrió entonces, una sonrisa auténtica que empezó por sus ojos y poco a poco se extendió a esos labios
generosos que ahora me perseguían en sueños. Asintió y empezó a darse la vuelta.

—Interesante. —Regresó a su mesa, cogió su camisa de franela y se marchó.

El día siguiente fue el caos de los caos. Fuera había una temperatura increíble de 24 grados y era viernes,
por lo que estábamos de bote en bote. Había llamado a todo aquel que estuviera dispuesto a sacrificar
un día libre y también me puse a servir mesas. Estábamos que no veíamos el momento de cerrar. Incluso
con el día frenético que habíamos tenido, me sentí defraudada al ver que Joie no había venido en todo el
día. Sentí que se me encogía el estómago de miedo: se me ocurrió la tonta idea de que nunca volvería a
verla, aunque la veía cada dos días en el edificio de Lengua Inglesa.

Fui la última en marcharme, pues había mandado a casa a todo el mundo en cuanto el lugar recuperó un
cierto orden. Con un suspiro, bajé las persianas de las puertas y salí hacia atrás para poder cerrar con
llave las dos puertas de entrada. Me volví y casi me dio algo del susto. La camioneta de Joie estaba
aparcada justo delante de la puerta y ella estaba sentada en el capó, con las botas apoyadas en el
parachoques delantero. Sonrió.
—Perdona si te he asustado —dijo en voz baja.

—No importa. —Me puse al brazo la chaqueta que había traído, ya que no me hacía falta esta noche—.
Oh, ¿te has olvidado algo? —pregunté, señalando el edificio que tenía detrás. Ella volvió a sonreír.

—No. —Bajó de un salto de la camioneta y se apoyó en la parte de delante, con las manos en los
bolsillos de los vaqueros. Miró un momento hacia el cielo lleno de estrellas y luego me miró de nuevo—.
Para serte sincera, no sé muy bien por qué he venido. —Sólo pude mirarla, con el estómago encogido y
sin saber qué decir—. ¿Quieres dar un paseo? —preguntó, con los ojos llenos de esperanza.

—Sí —sonreí—. Deja que meta esto en el coche.

Me siguió hasta mi Outback y esperó a que dejara la chaqueta en el asiento de atrás, y luego echamos a
andar calle abajo, sin hablar. Me di cuenta de que ella dirigía nuestros pasos hacia un pequeño lago
cercano, el Lago Swallow, que tenía un bonito puente por encima que habían hecho hacía unos tres
años.

—Hace una noche preciosa —sonrió—. Es el tipo de noche sobre la que escriben los poetas.

—¿Tú eres poeta, Joie? —Me miró, con una apacible sonrisa en su hermosa cara. Asintió—. Así que eso
es lo que escribes en esa libretita negra que tienes. —Volvió a asentir.

—Así que te has fijado en mi libretita negra, ¿eh? —Sonrió, con los ojos chispeantes. Fuimos hasta el
puente y nos detuvimos a la mitad, apoyándonos en la barandilla. Contemplé las turbias profundidades
del agua negra como la noche, que se agitaba ligeramente con la suave brisa.

—Sí, me he fijado —dije en voz baja. Me miró de nuevo, pero no conseguí interpretar su expresión.
Cuánto deseaba poder saber lo que pensaba.
—¿Quieres que nos sentemos? —preguntó, señalando la colina cubierta de hierba que bajaba hasta el
sendero que bordeaba el lago.

—Vale.

Las dos nos sentamos, con los hombros casi en contacto. Acaricié distraída la espesa hierba verde cuyas
hojas me hacían cosquillas en la palma. Percibía una tensión en el aire, casi se podía tocar. Joie estaba
sentada con las rodillas dobladas y se abrazaba los muslos. Yo tenía mis largas piernas estiradas, con los
tobillos cruzados. Daba gusto estar tan quieta, sentarme después de un día tan frenético.

—¿Por qué has roto con Ron? Parecía un chico bastante agradable, aunque se vestía como un idiota. —
Joie me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

—Sí, ¿verdad? —Ella asintió—. La verdad es que nunca estuvimos saliendo, bueno, al menos eso creía
yo. Él tenía otras ideas. —Me volví hacia ella—. Rompí con él la noche de fin de año. —Ella me miró a los
ojos. Vi una tempestad de emociones que se agitaba en sus profundidades de esmeralda—. ¿Por qué has
venido aquí esta noche, Joie? —pregunté en voz baja. Ella me aguantó la mirada un momento, sin
apartar los ojos.

—Quería verte —dijo por fin.

—Me he sentido decepcionada cuando no has aparecido hoy —reconocí. No podía creer que se lo
hubiera dicho. Era como si un muro que me hubiera rodeado se estuviera derrumbando rápidamente.
Tenía la necesidad de ser sincera con ella, como si eso supusiera la diferencia entre ser feliz o quedarme
sola. Ella pareció percibirlo, o tal vez era sólo que sentía lo mismo.

—Me he pasado todo el día pensando qué hacer. No puedo seguir así, Jenny. —Tenía una voz tan suave,
y me entró un escalofrío cuando usó mi nombre de pila. Nunca lo usaba. Quise hacerle preguntas, pero
sabía que me daría las respuestas cuando quisiera, de modo que me quedé callada—. ¿Puedo decirte
una cosa? —casi susurró.
—Sí —dije yo, igual de bajito.

—Creo que a lo largo de estos últimos ocho meses me he enamorado de ti. —Se contempló las rodillas y
luego me miró—. Qué locura, ¿eh?

—No —murmuré. No sabía qué decir. Lo que había dicho me llegó directamente al corazón, y de repente
sentí que no podía respirar—. Joie —susurré. Oí la necesidad en mi propia voz y me sorprendió, como si
procediera de otra persona. Ella levantó una mano y me la puso en la cara con delicadeza. Cerré los ojos
y me apreté contra la suave caricia. Me sentía como si nunca me hubieran tocado hasta ese momento.
Noté su cálido aliento en la cara y abrí los ojos. Su cara estaba a pocos centímetros de la mía, mirándome
atentamente. Nuestras miradas se encontraron y fue como si hubiera una conversación silenciosa en esa
sola mirada. Ella pidió permiso y yo acepté.

Volví a cerrar los ojos al sentir que se acercaba más a mí y luego noté sus labios suaves rozando apenas
los míos. Nunca soñé que pudiera ser tan delicada, tan tierna. Se apartó un momento y luego sentí que
volvía, apretando un poco más, buscando. Una de mis manos subió flotando por la noche hasta que
encontró su pelo suave, fresco entre mis dedos. La otra mano de Joie empezó a acariciarme el cuello,
frotándome la mandíbula con el pulgar. Me sobresalté al sentir la humedad de su lengua rozándome los
labios. Se detuvo medio segundo y luego, cuando apreté mi mano en su pelo, acercándomela de nuevo,
su boca regresó y su lengua buscó refugio dentro de mi boca. Abrí los labios y la recibí dentro. Oí que su
garganta dejaba escapar un pequeño gemido cuando el beso se hizo más profundo y el calor me inundó
el cuerpo.

Me sentí empujada despacio sobre la blanda hierba, sin que Joie me dejara ni por un momento. No
podía dar crédito a la sensación de calidez que me recorría el cuerpo. Le acaricié el pelo con las manos y
luego las deslicé por su cuello y sus hombros mientras seguíamos besándonos.

Abrí los ojos cuando apartó su boca de la mía. Se sostenía sobre los codos, mirándome. Lo que vi en sus
ojos hizo que se me acelerara y se me parara el corazón al mismo tiempo.

—He soñado con esto —dijo, acariciándome con los dedos el pelo que estaba esparcido por la hierba
alrededor de mi cabeza.
—Yo también —le dije, recorriéndole la espalda con las manos. Me besó de nuevo, suavemente, una
simple caricia, y luego su boca bajó hasta mi cuello. Cerré los ojos y una de mis manos regresó a su pelo,
enredando los dedos en su espesa suavidad. Ella bajó una mano y empezó a sacarme despacio de los
vaqueros la camiseta del trabajo, un polo rojo con el logotipo de Rupert's bordado en el pecho a la
izquierda. Aspiré con fuerza cuando sentí su mano tocándome la piel ardiente que había debajo. Siguió
besándome el cuello, abriendo el cuello del polo para alcanzar mis clavículas, recorriéndolas con la
lengua. Su mano había ido subiendo por la piel de mi cuerpo, acariciando el centro de mi abdomen con
el pulgar, y entonces me cogió el pecho por encima de la tela de mi sujetador deportivo. Gemí cuando
sus dedos tocaron mis pezones, ya excitados. Bajé las manos y le cogí el trasero, apretándola contra mí.
Ella movió una pierna, separándome los muslos con la rodilla, y luego colocó la pierna entre las mías. No
podía creer las sensaciones que me atravesaban el cuerpo.

Mientras Joie iba bajando por mi cuerpo, su mano fue subiéndome cada vez más la camiseta hasta que
por fin me la quitó, dejando mi cuerpo expuesto a la noche. Regresó a mi boca al tiempo que se quitaba
su propia camiseta, otra de tirantes, y la tiraba junto a la mía. Su piel estaba caliente cuando volvió a
echarse encima de mí y nuestros besos empezaron a hacerse salvajes, ansiosos. Yo nunca había deseado
tanto a nadie en toda mi vida. Subí las manos por su espalda hasta que alcancé la parte posterior de su
sujetador deportivo y metí los dedos por debajo de la ceñida tela negra. De repente, se incorporó,
arrodillándose entre mis piernas, y se quitó el sujetador. Me la quedé mirando. Era increíble, como una
diosa de la mitología. La luna se reflejaba en su piel, sus pechos eran hermosísimos y la noche los
mantenía parcialmente en sombras. Alargué las manos hacia ella, cogiendo los montículos de piel suave,
encantada al sentir sus pezones duros contra mis palmas. Joie cerró los ojos, me acarició los brazos con
las manos y llegó a las mías, apretándose más contra mi caricia. Quise saborearla. Me senté y Joie subió
el cuerpo hasta sentarse a horcajadas sobre mis piernas, lo cual hizo que la parte inferior de nuestros
cuerpos se tocara. Gimió cuando le apreté la carne y luego llevé mi boca hasta ella. Rocé el pezón
derecho con la lengua. Joie echó la cabeza hacia atrás, hundiendo las manos en mi pelo.

—Jenny —murmuró. Yo ardía al saborearla una y otra vez, hasta que me metí en la boca todo el pecho
que pude y moví la lengua alrededor de la punta endurecida, mordiendo y chupando suavemente. Tenía
la mano en su otro pecho hasta que Joie bajó sus manos y liberó mis propios pechos. Gemí en su cuello
cuando juntó nuestros pechos frotándose.

Volvió a bajarme hacia la hierba. Joie seguía a horcajadas sobre mis caderas, con la parte superior del
cuerpo pegada a la mía, y nos besamos de nuevo. Sus manos empezaron a vagar sin rumbo por mi piel
ardiente hasta que encontraron mis pechos. Cerré los ojos cuando se puso a jugar con mis pezones,
apretándolos entre los dedos delicados, tirando de ellos y enviando descargas directas a mi centro. Su
otra mano bajó hasta mis vaqueros, recorrió la cintura con los dedos y se detuvo en los botones. Con
lenta precisión que me volvió loca, desabrochó cada botón, acariciándome la piel de la tripa al mismo
tiempo. Deslizó los dedos por debajo de mis bragas y me excitó con su tacto, quedándose justo fuera de
donde necesitaba que estuviera.

—Joie —murmuré. Sonrió y me volvió a besar.

—Paciencia —dijo en mi cuello, explorando de nuevo con la lengua. Sus dedos bajaron un poco más
hasta que se puso a acariciarme, sin la presión suficiente como para penetrar a través de mis pliegues
húmedos, pero con cada caricia iba haciendo cada vez más fuerza, hasta que sus dedos quedaron
humedecidos y mis caderas se agitaban bajo su mano exploradora.

Volvió a bajar por mi cuerpo, pasó la lengua por mi pecho, excitando los pezones con los dientes, y luego
fue dejando un rastro húmedo hasta que llegó donde tenía la otra mano. Despacio, me bajó los vaqueros
por las caderas y las piernas, seguidos de mis bragas totalmente empapadas. Me estremecí cuando el
aire nocturno me acarició, con mi necesidad reluciendo a la luz de la luna llena.

Noté un aliento cálido que me acariciaba la piel sensible del interior de los muslos, seguido de la boca de
Joie. Mis manos bajaron disparadas a su cabeza cuando sentí que su lengua insistente encontraba mi
ansiosa necesidad y se la metía en la boca. Me acarició con los dedos, tocándome como si fuera un
instrumento, hasta que sentí que me penetraba sólo para salir despacio y luego volver a llenarme, hasta
que estableció un ritmo constante. Yo jadeaba mientras le acariciaba el pelo, tirando de él en un
momento dado, cuando me llevó a un punto en que pensé que iba a explotar y luego volvió a bajar el
ritmo hasta que me puse a jadear de nuevo, gimiendo su nombre. Notaba que iba creciendo esa bola de
calor y supe que estaba a punto. Apreté más a Joie contra mí, moviendo las caderas al ritmo de sus
dedos y su lengua, hasta que arqueé la espalda, cerré los ojos con fuerza y me sentí estallar a su
alrededor mientras ella me metía en su boca todo lo posible, embistiendo con fuerza con los dedos para
seguir los movimientos de mi propio cuerpo. Por fin me hizo caer por el precipicio y grité en la noche
silenciosa y mi voz cayó entre los árboles, sobre la hierba que teníamos debajo y en el agua cercana que
se movía despacio. Me rompí en un millón de trozos y luego volví a encontrarme al tiempo que
recuperaba el aliento.

Joie subió de nuevo por mi cuerpo y se puso boca arriba, tirando de mí para que apoyara la cabeza en su
pecho. Me acariciaba el pelo, calmando mi piel caliente. Noté que mi respiración volvía a la normalidad,
aunque sabía que nunca volvería a ser la misma. Joie había tocado algo dentro de mí que me había
cambiado para siempre.
—Jenny —susurró en mi pelo mientras me besaba la cabeza—. Mi Jenny.

Epílogo

Pienso a menudo en aquella noche y en toda la magia que tuvo. Eso fue hace seis años, de hecho, hoy se
cumplen seis años. Hoy es nuestro aniversario.

No conseguía decidir qué le iba a regalar a Joie, porque ningún regalo podría compararse nunca con lo
que me ha dado. Y justo cuando empezaba a preocuparme el hecho de que no iba a ser capaz de
encontrar el regalo perfecto a tiempo, recibí la noticia que sabía que no iba a necesitar caja, ni papel de
regalo con un lazo verde a juego con sus ojos, ni una tarjetita graciosa. No, este regalo era suficiente por
sí mismo.

Mientras pienso aquí sentada, me acaricio con la mano la tripa, que no mostrará ningún síntoma de
crecimiento durante un par de meses, pero sé que el regalo está ahí. Me muero por ver la cara de Joie
cuando se lo diga. Cuando le diga que dentro de siete meses tendremos un pequeño jugador de hockey
para la nueva temporada.

FIN

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