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de la
Sexualidad
Tomás Melendo
1
Para mi hija Lourdes,
a quien prometí una dedicatoria,
y que es parte esencial de mi felicidad en la tierra
2
Índice
3
1. Sexualidad y perfeccionamiento humano
2. Un modo distinto de engrandecer el amor
4
Primera parte
5
Introducción: sexualidad… humana
¡Pongámonos en forma!
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar lo que pueden enseñarnos. Si esto no sucede, re-
sulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones cla-
ras y claramente expuestas, pero que no nos dicen nada.
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
6
A tu parecer, ¿cuáles son las causas por las que un matrimonio, vo-
luntaria y conscientemente, no tiene ningún hijo o deja de tener otros
que podría haber engendrado?
7
Así lo expresaba José María Pemán, hace ya más de 50 años, desde
la concreta perspectiva de la madre:
No cabe duda de que la maternidad sufre en el mundo una tremenda
crisis. Es una planta que solo puede criarse bien en un clima un poco en-
cantado y maravilloso. En un mundo regido por urgencias materiales y
económicas sufre rudos golpes, porque es un bello sueño más que un ne-
gocio práctico.
Fue negocio un día, en una hora ancha y feudal, donde se decía “el
mundo es de las grandes familias”. Lo es todavía en el orbe agrícola de los
pueblos poco poblados. No hay para la familia civilizaciones más felices
que aquellas donde se encuentran en el mismo camino la maravilla y el
negocio. Donde, por encima del hombro maternal que acuna su flor mara-
villosa entre cuentos y romances, el varón recuenta gozoso un brazo más
para su tierra o un soldado más para su mesnada.
Pero en el mundo ciudadano moderno —pisos mínimos, grandes distan-
cias, trabajo de la mujer, quehaceres del marido— el realismo se ha echa-
do demasiado encima del juego maravilloso, y sin maravilla y juego no
hay maternidad posible. En Norteamérica, la familia se acaba absoluta-
mente por las razones más duramente vulgares: por falta de sitio y de
tiempo.
Pero esto, que “puede” concretamente con la familia y con el hijo, no
puede con la maternidad en sí. Al apretarla, cuando cree que la ha ahoga-
do en su estrechez de paredes y prisa, lo que ha conseguido es que rebo-
se hacia la calle, hacia la vida social1.
Sexualidad y feminidad
1 PEMÁN, José María, De doce cualidades de la mujer, Prensa Española. Madrid, 2ª ed., 1969,
pp. 84-85.
8
ella, algunas feministas radicales se movieron en la misma esfera y en
una dirección muy concreta.
2. Me refiero a la liberación de la mujer, que se tradujo primero
en independencia respecto al varón justo en lo que atañe a la sexuali-
dad, para más tarde convertirse en liberación de la maternidad.
Pero en estos últimos años la naturaleza femenina ha vuelto por sus
fueros perdidos, y bastantes de las mujeres entonces beligerantes, y
muchísimas otras, experimentan de un modo muy distinto, pero no me-
nos profundo, la nostalgia de ser madres.
En cualquier caso, igual que para la familia, las tres décadas que cie-
rran el siglo XX y los años transcurridos en el XXI han introducido, teó-
rica y vitalmente, modificaciones esenciales en la sexualidad humana,
que han puesto de relieve rasgos y características desconocidas hasta el
momento.
Por todo ello, nos encontramos en una situación muy propicia para
abordar, de forma más directa y definitiva, el estudio de lo que real-
mente es y debe significar la sexualidad humana, así como su ejercicio.
Pero, para eso, es imprescindible el enfoque antropológico: de una
antropología filosófica que hunda sus raíces en la metafísica (o saber de
lo que cada realidad realmente es), acoja las aportaciones de otras dis-
ciplinas, incluidas las ciencias experimentales, y que se encuentre abier-
ta, también, a la fe y a la teología.
Antropología cabal e íntegra, por tanto, y, además, en masculino y en
femenino. Scheler sostenía que:
En la historia de más de diez mil años somos nosotros la primera época
en que el hombre se ha convertido para sí mismo radical y universalmente
en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de
que no lo sabe. Solo haciendo tabla rasa de todas las tradiciones referentes
a este problema, contemplando con sumo rigor metodológico y con extre-
ma maravilla a ese ser que se llama hombre, se podrá llegar nuevamente a
unos juicios debidamente fundados2.
Y Rassam puntualiza:
… hoy el problema de la persona es enfocado casi exclusivamente desde
un punto de vista psicológico y ético, con preocupaciones esencialmente
sociales, políticas y económicas. Pero, a la vez, se olvida nada menos que
9
la dimensión ontológica de la persona, es decir, lo que es el soporte mismo
de su originalidad psicológica, de su valor moral y de su destino espiritual3.
10
Y no solo porque estos saberes estén sometidos a continuo cambio y
revisión y por las razones de tipo teórico a las que ya he aludido. Sino
también por otras de naturaleza más práctica, capaces de influir en los
individuos singulares… que son los únicos existentes.
Ciñéndome al caso que nos ocupa, pienso que muy pocos matri-
monios tienen o dejan de tener hijos, de manera consciente y volunta-
ria, por motivos macroeconómicos o demográficos. Y la prueba es que
los planteamientos de la demografía están cambiando en los últimos
lustros, que también existen modificaciones en el modo de concebir la
economía, que en muchos países se ha invertido la política económico-
familiar… y que esto no ha engendrado una variación apreciable en el
ritmo de nacimientos en casi ningún lugar del mundo.
Comprobación: como es sabido, desde hace ya bastantes lustros, un
nuevo plantel de demógrafos cuestiona y demuestra la invalidez de los
otrora intocables dogmas neomaltusianos. Apoyados en datos incon-
trovertibles, están haciendo ver a todo el que lo desee que el incre-
mento de población no es la causa de la pobreza del Tercer Mundo y
que, en definitiva, las personas constituyen el recurso principal con que
cuenta un país para impulsar su desarrollo. Pertenecen a este grupo de
revisionistas, entre otros, Simon Kuznets, Colin Clark, P.T. Bauer, Ester
Boserup, Albert Hirshman, Julian Simon, Richard Easterlin y Karl Zins-
meister.
Por ejemplo, en un artículo publicado en The National Interest (Was-
hington), Zinsmeister deshace la conexión, hasta hace relativamente
poco casi sagrada, entre incremento notable de la población o exceso
total de habitantes, por un lado, y miseria, por otro. Apoyándose en un
conjunto de investigaciones científicamente impecables, concluye:
Hay docenas de países poco poblados que son pobres y sucios y pade-
cen hambre. Y hay multitud de países con población grande y densa, que
son prósperos y atractivos. Esto no significa que la densidad sea una ven-
taja, pero sí que el número de habitantes no es la variable decisiva.
No existe, pues, un número apropiado de habitantes: se puede lograr el
éxito económico tanto en países poco poblados como en los de elevada
densidad de población. Los demógrafos revisionistas gustan de señalar
11
que cada niño viene al mundo equipado no solo con una boca, sino tam-
bién con dos manos y un cerebro. Las personas no solo consumen; tam-
bién producen: alimentos, capital, incluso recursos7.
Antropología vital
12
bre se niega a sí mismo —es decir, repudia la realidad incontroverti-
ble—, cuando rehúsa trascender el laboratorio con su pensamiento8.
13
Lo que nos lleva a tomar las decisiones de fondo, las que más
afectan al conjunto de nuestra existencia, siguen siendo razones
de corte antropológico o, si se prefiere, vital-existencial
14
La sexualidad humana es única, inigualable; no admite parangón
con el simple sexo de los animales, precisamente por ser humana
o personal
15
Pasamos ahora a tratar de los riesgos de una visión exclusivamente
científica de la sexualidad. Y antes que nada hay que recordar una cosa
elemental: cualquier [correcta] descripción científica de la vida humana
es real y es verdadera, pero no abarca todo. La ciencia no dice todo
sobre lo que es una persona. Proporciona una descripción perfecta en
su género, pero es limitada. Y hay que ser conscientes de esa limita-
ción para caer en la cuenta de que la sexualidad no es solo lo que dice
la Ciencia, aunque también sea lo que dice la Ciencia.
Pero es mucho más, tiene un sentido humano que abarca toda la
persona. El hijo no es, sin más, fruto de la unión de dos gametos. La
unión entre varón y mujer no es simplemente una donación de esper-
ma, sino que es algo más: es una donación de sí mismos [de lo que
encarna mejor, en el plano biológico, su índole personal, como vere-
mos] y, por lo tanto, una donación de amor real y verdadero. Un hijo
es fruto del amor de los padres11.
16
interesa ahora subrayar la que pone en estrecha dependencia la condi-
ción personal y el amor.
Lo cual, como leeremos de inmediato en la pluma de distintos auto-
res, equivale a sostener:
1. Que el amor razonable y razonado —el amor inteligente— es
lo único definitiva y terminalmente humano.
2. Que, en fin de cuentas, cuanto el hombre realiza obtiene su
categoría radical en proporción al amor con que lo haga.
3. Que un varón o una mujer valen lo que valen sus amores… y
mil consecuencias por el estilo, cristalizadas en modos de decir, a su
vez, muy distintos.
Carlos Cardona lo expone con decisión, tomando como Modelo de las
personas humanas la máxima expresión de lo Personal:
Dios obra por amor, pone el amor, y quiere solo amor, correspondencia,
reciprocidad, amistad. Así, al Deus caritas est [al Dios es amor] del evan-
gelista San Juan, hay que añadir: el hombre, terminativa y perfectamente
hombre, es amor. Y si no es amor, no es hombre, es hombre frustrado, au-
torreducido a cosa12.
12 CARDONA, Carlos, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona, 1987, p. 101.
13 CALDERA, Rafael Tomás, Visión del hombre, Centauro, Caracas, 4ª ed., 1995, p.
66.
17
Sin duda, las citas podrían multiplicarse. Acudo a un par de ellas, so-
bre todo, porque se sitúan en contextos doctrinales muy distintos de los
vistos hasta ahora.
Y, así, Feuerbach, antecesor inmediato del marxismo ateo, no dudó
en proclamar:
Donde no hay amor, no hay verdad: y solo aquel es algo que algo ama.
No ser nada y no amar nada es lo mismo14.
18
Con el adverbio participadamente quiero insinuar, entre otras cosas,
que, considerado en sí y por sí, no todo lo que el hombre realiza es, en
su sentido más propio, un acto de amor: no lo es el comer, el pasear, el
ver la televisión o leer un libro…
Sin embargo, todas y cada una de esas acciones pueden y deben
convertirse en amor. ¿Cómo?: en cuanto, al hacerlas buscando eficaz-
mente el bien de los otros, el amor las in-forma y, como consecuencia,
las trans-forma: cuando paseo, trabajo o descanso movido por el amor
—para consolar a un hijo mientras charlamos, preparar mejor las clases
pensando en mis alumnos, reponer fuerzas para volver a la tarea con
más bríos, recuperarme de un enfado con el fin de no aguar el ambiente
al volver a casa…—, tales actividades llegan a ser, en sentido real, aun-
que derivado, actos de amor.
(No solo por rizar el rizo, sino para hacerlo más comprensible, el que
in-formar equivalga a trans-formar puede verse bien, por ejemplo, en la
asimilación de la comida: lo que era, pongo por caso, pulpa de mango o
de naranja, cuando lo come y digiere un chico o una chica, se trans-
forma en carne, músculos, tendones… humanos.
Algo análogo, no idéntico, sucede con las actividades que realizamos.
Por ejemplo, al levantarnos de un asiento en un autobús por deferencia
hacia una señora o una persona de edad —y no simplemente porque
hemos llegado a la parada—, el gesto físico se trans-forma en un acto
de delicadeza respecto a esa otra persona; por el contrario, si uno o
una se ponen en pie para ver mejor el escaparate de la tienda de mo-
das, ese movimiento se transforma en un acto de… [ponga cada cual lo
que le evoque y parezca más conveniente], pero no propiamente de
amor).
19
De ahí, justamente, su importancia y relevancia en el conjunto de la
existencia humana. Y también de ahí la tristeza que provoca el proceso
de trivialización que ha experimentado en los últimos tiempos. Banali-
zación que, al alejarla de su profundo significado y de su excelencia,
constituye tal vez uno de los principales problemas —teoréticos y vita-
les— que la cuestión del sexo plantea a nuestros contemporáneos.
Pues, al no advertir la sublimidad de que esa sexualidad goza, algu-
nos no perciben hasta qué extremo influye en su propio ser y tienden a
tratarla como un objeto más de bienestar y consumo.
Muy a menudo me veo obligado a explicar, con profunda pena, que,
para bastantes de los que hacen del fin de semana nocturno el ámbito
primordial de su diversión —que a la par es el objetivo por excelencia
de su vida: vivir para divertirse—, las relaciones sexuales, excesiva-
mente frecuentes a lo largo de esas veladas, son un simple producto del
aburrimiento y del correspondiente afán de distracción. Que un buen
número de jóvenes, con los matices que serían del caso para los chicos
y las chicas, y para cada persona concreta, sin ignorar del todo la pro-
funda lesión que generan en su ser al utilizar de ese modo la propia
sexualidad, la sitúan, sin embargo, en la misma línea de los demás ins-
trumentos de recreo o entretenimiento, como una especie de artilugio
añadido a su persona, del que podrían disponer a placer, y no como al-
go que la configura intrínsecamente y en su totalidad y resulta, a su
vez, plenamente configurado por su condición de persona.
Lo que suelo exponer de una manera una tanto burda y desgarrada,
pero gráfica y significativa: para ellos es como un refresco más o como
un helado… «solo que a lo bestia». Cumple una misión parecida —el pa-
satiempo, la huida del tedio, cierto disfrute—, pero, al menos en su
imaginación e inicialmente, con mucha mayor eficacia e intensidad que
esos otros productos.
Lo expresa con singular acierto C. S. Lewis en El diablo propone un
brindis. En mitad del discurso, el diablo mayor se queja de la pobreza
de las motivaciones que llevan al hombre actual a hacer el mal. Y apun-
ta, especialmente, al uso mediocremente malvado del sexo:
Sería vano, empero, negar que las almas humanas con cuya congoja
nos hemos regalado esta noche eran de bastante mala calidad […].
Después ha habido una tibia cacerola de adúlteros. ¿Han podido encon-
trar en ella la menor huella de lujuria realmente inflamada, provocadora,
rebelde e insaciable? Yo no. A mí me supieron todos a imbéciles ham-
brientos de sexo caídos o introducidos en camas ajenas como respuesta
automática a anuncios incitantes, o para sentirse modernos y liberados,
reafirmar su virilidad o “normalidad”, o simplemente porque no tenían na-
20
da mejor que hacer. A mí, que he saboreado a Mesalina y Casandra, me
resultaban francamente nauseabundos16.
16 LEWIS, Clave Staple, El diablo propone un brindis, Rialp, Madrid, 1993, pp., 35-
36.
21
minado hacia el amor inteligente, que es lo que, en el fondo, significa el
término contemplación.
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
22
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso ir y ve-
nir, leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
23
II. La sexualidad personal
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar lo que pueden enseñarnos. Si esto no sucede, re-
sulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones cla-
ras y claramente expuestas, pero que no nos dicen nada.
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
1. ¿«Sexo» personalizado?
24
Sexualidad «humana»…
25
La naturaleza profunda de la sexualidad humana solo logra per-
cibirse a la luz de la condición personal de todo hombre, varón o
mujer
… masculina y femenina
Sexualidad y sexo
18 JUAN PABLO II, Uomo e donna lo creò, Città Nuova Editrice, Libreria Editrice Vati-
cana, Roma, 21ª ed., 1987, p. 77.
26
Entre los hombres, muy al contrario, la sexualidad manifiesta dos no-
vedades:
1. Es principio de pro-creación: capacidad de hacer entrar en el
mundo una primicia absoluta, una persona humana, única e irrepetible,
de ningún modo pre-contenida en realidades anteriores, sino extraída
de la nada por el infinito Poder divino, y destinada a introducirse —al
término de su paso por este mundo— en la corriente de Amor infinito
que el propio Dios constituye.
2. Y todo ello como fruto de un acto exquisito de amor entre un
varón y una mujer, amor al que los animales son absolutamente ajenos.
Las causas radicales de esta discrepancia y superioridad son hondas;
se sitúan, como más de una vez he considerado, en el plano del ser.
Con otras palabras: la sexualidad personal humana ocupa un lugar de
excepción en el conjunto de las realidades dotadas de sexo, porque
también el hombre goza de una muy peculiar constitución —de un acto
de ser superior y radicalmente diverso—, que lo discrimina del resto.
2. Sexo animal…
27
2.1. En el reino vegetal y animal existe un nexo indisoluble y
biunívoco entre sexo y reproducción: la genitalidad, con todo lo que lle-
va aparejado, es función estricta y exclusiva de la necesidad que pose-
en los seres vivos de perpetuarse; todo lo cual nos recuerda algo muy
conocido: lo que en verdad importa entre los animales y plantas es la
especie, a cuyo servicio se encuentra absolutamente subordinado el
sexo y los otros medios más simples de reproducción.
2.2. O, con palabras afines: es la especie la que se configura
por sí misma como cierto valor, mientras que sus individuos se supedi-
tan plenamente a ella.
Pero la especie no tiene existencia separada, al modo de las Ideas
platónicas, sino que solo subsiste en sus representantes singulares; y
como estos, por su índole corpórea, son temporales y corruptibles, es
preciso que engendren otros individuos —también perecederos, pero
padres a su vez de nuevos exponentes de la misma familia biológica—,
que aseguren el persistir de la especie.
28
Con palabras de L. R. Kass:
La cuestión es que la reproducción [procreación] humana es sexual no
por consenso, cultura ni tradición, sino por naturaleza. En ella, un hijo es
resultado de la combinación de la naturaleza y el azar.
Más aún: solo encontramos reproducción asexual en formas poco desa-
rrolladas de vida: bacterias, algas, hongos y algunos invertebrados. La
sexualidad trae consigo una nueva y más rica relación con el mundo: para
el animal sexuado, el mundo no es ya una otredad homogénea, en parte
peligrosa y en parte comestible; es, además, el lugar que contiene otros
seres especialmente relacionados con él. Por eso, entre otras razones, el
ser humano es el más sexual —las hembras no atraviesan momentos pun-
tuales de celo, sino que son receptivas durante todo el ciclo reproductivo—
y el más social, el más lleno de aspiraciones, el más abierto y el más inteli-
gente19.
29
Como los animales no gozan de significado por sí mismos, en
cuanto individuos, tampoco la diferenciación sexual arroja ningún
saldo de valor estrictamente individual
De la re-producción a la pro-creación…
30
inmortal, en virtud de la cual se configura como persona: es decir, co-
mo un fin o un valor en sí.
En consecuencia, merced a su alma, el individuo humano no se en-
cuentra en absoluto subordinado a su especie, sino que, como afirma
una tradición multisecular, vale por sí mismo, tiene dignidad.
Consecuencias
31
La razón de todo ello acabo de exponerla: siendo el hombre un ser
digno y valioso por sí mismo, el sentido de su sexualidad no puede ser
mera y simplemente específico —o en función de…—, pues eso equi-
valdría a subordinarlo por completo, en una de sus dimensiones más
profundas y esenciales, a la especie, ultrajando su dignidad; sino que
ha de dejar su traza en los aspectos estrictamente individuales y perso-
nales de su ser.
Por tanto, lejos de quedar reducida a los estrechos límites de la fun-
ción reproductora, aunque tomando pie en ella, la diferenciación sexual
transforma y modula —como ya he insinuado— hasta los rincones más
íntimos de la persona varón y mujer.
No constituye exageración alguna (sino que responde a la naturaleza
de las relaciones constitutivas entre materia, forma y acto de ser, según
veremos más adelante) afirmar que es el mismo ser del hombre y de la
mujer el que resulta sexuado. Y como el ser anima y da vida a todos los
elementos integrantes y al conjunto de las operaciones de cada indivi-
duo humano, todo en él, desde lo más exquisitamente espiritual hasta
lo estrictamente corpóreo, recibe el influjo de lo que originariamente
parece haber surgido —desde la perspectiva ahora adoptada— en fun-
ción de la reproducción y de las dimensiones corpóreas del hombre: el
sexo.
De esta suerte, si antes afirmaba que los animales irracionales eran y
se mostraban complementarios exclusivamente en lo que hacía referen-
cia a su capacidad reproductora y a cuanto se halla unido a ella; y si
sostenía también que esta pobreza era debida a la falta de interioridad
de tales individuos —en definitiva, de profundidad y plenitud de ser—;
en este momento, por el contrario, habré de recordar que, merced a su
distinto sexo, el varón y la mujer se muestran diferentes y complemen-
tarios en muchísimos aspectos de su personalidad: casi en toda ella.
Y alcance global
32
Es toda la persona de la mujer, en cuanto mujer, lo que atrae o debe
atraer al varón; y es la persona íntegra del varón, en cuanto tal, lo que
atrae o debe atraer a la mujer.
El varón-varón, el varón cabal, no solo desea unirse físicamente a la
mujer, y viceversa.
1. Cada uno de ellos aspira a conocer, también pero no solo a
través del trato íntimo, toda la riqueza de una personalidad del sexo
complementario, que cada cual por sí mismo —por su diversa constitu-
ción en cuanto ser sexuado— no puede experimentar.
2. Anhela también, en mayor o menor medida, a tenor del tem-
peramento singular de cada individuo concreto, verse envuelto y como
empapado por la afectividad de una persona del otro sexo: sentirse
comprendido, animado, estimulado, protegido e incluso orientado por
ella, y experimentar las propias emociones sexuadas que de ahí se deri-
van.
3. Y si desea también fundirse corporalmente con su propio
cónyuge, la razón más profunda de ello es el amor, con su vigoroso po-
der unitivo y cognoscitivo.
33
presente con su originalidad, recreando experiencias vividas gracias a la
memoria o proyectando en situaciones posibles con la imaginación21.
Y añade:
Por el contrario, si el sexo, en vez de proporcionar gozo y satisfacción
profunda, provoca constantemente dolor en uno de los dos, es muy difícil
que pueda mantenerse una verdadera unión. Involuntariamente, en el sub-
consciente de la persona afectada se formarán ciertas reacciones psicológi-
cas que al final tendrán un efecto destructivo sobre las relaciones de la pa-
reja.
Por lo tanto, es justo y conveniente que en la unión sexual los esposos
se preocupen de la sexualidad propia y de la del otro, para que ambos
puedan disfrutar. El término “preocuparse” no debe significar… observarse
—pues esto contribuye a traer la ansiedad, enemiga mortal de la sexuali-
dad—, sino vivir simplemente la aceptación del don recíproco de la perso-
na, como el amor sugiere23.
21 NORIEGA, José, El destino del eros, Palabra, Madrid, 2005, pp. 33-34.
22 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 271.
23 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 271-
272.
34
3. Actualizar la ofrenda por la que cada uno de los cónyuges
realiza su índole de realidad destinada al don o a la entrega…
4. Y, como más tarde apuntaré:
4.1. Descubrir y madurar su propia identidad masculina o fe-
menina, ayudando al cónyuge a hacer otro tanto.
4.2. Desvelar a través del trato mutuo determinados caracte-
res de lo humano.
4.3. Y facilitar la encarnación en sí y en el cónyuge de los
nuevos rasgos descubiertos.
Con lo que también queda dicho que, ligada a la atracción sexual y
como vehiculado por ella, se encuentra la necesidad intimísima, confi-
guradora, que el ser humano descubre en sí, de ofrecerse plenamente,
en cuerpo y alma, a la persona de sexo complementario cuyo ser ha
elegido y corroborado, para ponerse al servicio de su proyecto per-
fectivo, tal como veíamos al hablar del amor.
En este caso, el nuevo texto de Cardona puede servir más bien como
resumen y fundamento metafísico (no enteramente inteligible para to-
dos, pero no importa en absoluto) de lo dicho hasta ahora y en otras
ocasiones, y de parte de lo que expondré de inmediato:
La naturaleza humana incluye un componente material, corporal: el
cuerpo. Eso nos introduce en el tiempo, en el devenir histórico: en parte,
como los seres no espirituales. Y es aquí donde aparece propiamente la
sexualidad.
Pero esta sexualidad, que en los animales sin alma espiritual es sim-
plemente medio escogido por Dios para la “reproducción” de la especie y
su permanencia en el tiempo, en los hombres —compuestos de alma y
cuerpo, de espíritu y de materia— adquiere una dimensión que trasciende
el tiempo, una dimensión de eternidad.
En el hombre, la “reproducción” es “procreación”: es decir, algo que se
pone en favor de la creación: que es privilegio divino, dar el ser. De ahí
que la diferencia “macho-hembra” animal quede transfigurada en diferen-
cia “varón-mujer”: personas sexualmente diferenciadas, con vistas sobre
todo a la creación de nuevas personas humanas, que es la finalidad pri-
mordial del matrimonio [en cuanto que el amor conyugal, como sabemos,
es normalmente origen de los hijos].
Eso explica la diferencia, anatómica y fisiológica, que hay entre el va-
rón y la mujer. Pero el componente espiritual de la persona humana eleva
esa diferencia también a lo espiritual, originando determinadas cualidades
anímicas distintas en el varón y en la mujer: distintas para ser comple-
mentarias.
De este modo, resulta que, sobre la participación del ser divino perso-
nal que es ya la persona como tal, se añade ahora una participación di-
35
versificada en el varón y en la mujer, diversificada para complementarse;
esencialmente para constituir familia: lugar donde, según el querer de
Dios, ha de nacer el hombre y donde puede madurar como persona. De-
sarrollarse, alcanzar su plenitud personal, educarse24.
36
La concepción moderna de la familia, entre otras causas por reacción al
pasado, da gran importancia al amor conyugal, subrayando sus aspectos
subjetivos de libertad en las opciones y sentimientos26.
Perjuicios:
En cambio, existe una mayor dificultad para percibir y comprender el
valor de la llamada a colaborar con Dios en la procreación de la vida
humana. Además, las sociedades contemporáneas, a pesar de contar con
muchos medios, no siempre logran facilitar la misión de los padres, tanto
en el campo de las motivaciones espirituales y morales como en el de las
condiciones prácticas de vida27.
26 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, p. 101.
27 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, p. 101.
37
torias, deben presentar caracteres que no pueden parecer sino absurdos
al espíritu, si no se refieren al término definitivo que los explica. Sin esta
precaución, no pueden dejar de parecer irracionales, aberrantes, inútiles o
lujosos28.
28 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 180.
38
El amor confiere su significado último a la sexualidad humana… y
se refleja en el sexo animal
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
39
III. Dimensiones personales de la sexualidad
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
40
1. El espíritu que anima al ser humano.
2. Y, de manera derivada, el amor que de tal espíritu surge.
Analizaremos ahora brevemente algunas de las consecuencias que
brotan, para la sexualidad humana, del hecho de encontrarse incardina-
da en un ser espiritual y ejercerse en un clima exquisito de amor inter-
personal.
1. Esenciales o constitutivas
Las primeras, las que nacen de su relación con el alma espiritual, po-
demos calificarlas como propiedades esenciales o, quizá mejor, consti-
tutivas.
Sabemos que, en el hombre, la sexualidad es diferente y muy supe-
rior al sexo meramente animal. Y que sus discrepancias y preeminencia
se encuentran determinadas por los caracteres que distinguen al espíri-
tu de la materia: se configuran como cierta participación de tales ras-
gos.
Ahora bien, las notas fundamentales por las que un ser espiritual se
eleva abismalmente por encima de cualquier realidad inferior pueden
reducirse a dos, bien conocidas:
1. Por una parte, su intrínseca y constituyente dignidad (que la
sexualidad manifiesta, como antes apunté), a la que va ligada la liber-
tad.
2. Por otra, su pronunciada singularidad, su índole irrepetible,
que la dota, como sabemos, de mayor capacidad de comunicación.
Como consecuencia, estas dos prerrogativas se hallan partici-
padamente en la sexualidad humana, por el hecho de ser la sexualidad
de un ser compuesto de espíritu y materia. Lo que a veces se denomi-
na, de modo no excesivamente correcto, un espíritu encarnado y que
más bien habría que calificar como un espíritu-imperfecto y, como tal,
necesariamente auxiliado por la materia; o, mejor aún: como un com-
puesto de un alma —o forma sustancial— espiritual y de un cuerpo ade-
cuado a ella.
41
La libertad, en su sentido más propio, afecta al sexo, para elevarlo,
en mucha mayor proporción que a los demás instintos —mejor, tenden-
cias— inscritos en el hombre.
Lo que constituye una nueva prueba de que la esfera sexual del ser
humano se encuentra más íntima y estrechamente incorporada a las
dimensiones estrictamente espirituales o personales de la persona; o
más bien, que las dota de una característica muy peculiar, de modo que
toda la persona humana es intrínseca y constitutivamente sexuada, co-
mo persona masculina o femenina.
Según se explica en Saber amar con el cuerpo, libro que recomiendo
en extremo,
… la libertad y la capacidad de amar son lo más grande e íntimo que tie-
ne la persona humana. Por eso, la sexualidad, en la medida en que es ex-
presión corporal de esa capacidad de amar, afecta al hombre de manera
íntima y profunda, tanto para bien como para mal29.
Y de ahí que las tendencias sexuales resulten las formalmente más li-
bres, por encima de otras inclinaciones.
Como la libertad señala y caracteriza a la persona en cuanto tal, lo
más personal resulta más libre, y lo menos personal, menos libre.
Y, así, a la hora de satisfacer las necesidades de comida y bebida, el
hombre puede ejercer cierta libertad, que lo discrimina ya de los anima-
les inferiores.
1. No solo tiene posibilidad de elegir entre los variados tipos de
alimento, sino que, además, y en última instancia, es capaz de sustra-
erse a la solicitación del apetito, y abstenerse de probar bocado o de
ingerir líquido alguno, aun cuando el hambre o la sed sean acuciantes.
2. Pero esta libertad, relacionada con el instinto de conservación
individual, es relativamente escasa, pues tiene unos límites muy claros:
2.1. El hombre no puede decidir dejar de sustentarse más allá
de un determinado lapso de tiempo, so pena de que la dieta acabe por
afectar gravemente a su salud o, incluso, le acarree la muerte.
2.2. Luego, en lo que atañe a la nutrición, el ser humano par-
ticipa escasamente de la libertad de su propio espíritu, quedando en
parte aherrojado por las leyes que determinan el dinamismo de lo es-
trictamente biológico.
29 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, p. 12.
42
Lo cual, como acabo de señalar, es un índice de que la tendencia a
comer y beber afecta menos a la persona en cuanto tal, en cuanto per-
sona, y resulta menos impregnada de personeidad —menos personal—
que el ejercicio de su sexualidad… que, por eso, se acerca más a las
condiciones estrictamente personales.
Libertad de la sexualidad
30 TORELLÓ, Juan Bautista, Psicología abierta, Rialp, Madrid, 1972, pp. 91-92.
43
semejante espíritu, entre las que destaca —como acabamos de ver— la
libertad.
31 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 66.
44
seriamente sobre la experiencia del encuentro sexual, vemos que implica,
como su fuente última, precisamente esto: el reconocimiento del otro. La
unidad en la carne, en el cuerpo, apunta a este reconocimiento (es su in-
tentio); lleva en sí mismo esta finalidad.
Unicidad del otro y, por tanto, imposibilidad de sustitución: “tuyo/tuya
para siempre” puesto que ningún otro podrá tomar tu puesto. Esta es la
definición propia del matrimonio monogámico e indisoluble en su íntima
esencia ética32.
45
Y, como consecuencia de tal personalización, el sexo es capaz de
participar activa, profunda y abundantemente en el dinamismo constitu-
tivo del amor.
Es decir: podemos amar también con el sexo, comunicarnos o entre-
garnos gracias a él, elevándolo infinitamente por encima del ejercicio
que del mismo hacen los animales irracionales.
Debido a su pertenencia a un ser espiritual, la sexualidad humana es
capaz de trasformarse, formalmente, en don, en culminación de la en-
trega propia del amor.
En relación con este extremo, conviene no olvidar lo que ya vimos:
que amar era corroborar en el ser a la persona querida, con todas las
consecuencias que esa confirmación lleva consigo; y que consistía tam-
bién, desde una perspectiva casi coincidente con la anterior, en elegir el
término de nuestros anhelos, ratificarlo en su estricta individualidad
irrepetible… y entregarse a él de por vida.
Víctor Frankl lo recuerda con palabras claras, que constituyen cierto
eco de cuanto estudiamos al hablar del amor.
El amor no tiene nada que ver con un compañero anónimo de relacio-
nes instintivas; por ejemplo, un compañero que se puede cambiar a me-
nudo por otra persona que tenga propiedades idénticas.
En el caso del individuo elegido instintivamente no se busca a la perso-
na, sino un tipo […]. El compañero en una relación puramente instintiva
(también el compañero en una relación social) es más o menos anónimo.
En cambio, al compañero en una relación de amor verdadero se le trata
como una persona, se le considera como un tú.
Por tanto, podríamos decir que amar significa poder decirle “tú” a al-
guien; pero no solo esto, sino poder decirle también “sí”: esto es, no solo
aprehenderlo en toda su esencia, en su individualidad y unicidad, tal como
hemos dicho anteriormente, sino aceptarlo en todo lo que vale.
Así pues, no consiste en ver solo el “ser-así-y-no-de-otro modo” de una
persona, sino en ver al mismo tiempo su 'poder-ser', esto es, ver no solo
lo que realmente es, sino también lo que puede ser o lo que deberá ser.
En otras palabras, citando una hermosa frase de Dostoievski: “Amar
significa ver a la otra persona tal como la ha pensado Dios”34.
46
Pues bien, el sexo humano puede hacer todo eso, puede decir un
«tú» y un «sí» plenos, radicales, y puede entregarse, en la misma me-
dida en que, por pertenecer a una realidad espiritual, obtiene la posibi-
lidad esencial de ser personalizado.
Pero, para que efectivamente actúe de esa manera, para que pronun-
cie el «tú» y el «sí» que corroboran a la persona querida en cuanto
sexuada, se requiere que, existencialmente, en la vida diaria, se en-
cuentre englobado en una corriente cardinal de amor libérrimo.
Solo con esa condición, la sexualidad humana se verá enaltecida y
elevada, hasta integrarse en la actividad más noble y definitiva que
puede realizar la persona: el amor, en el que la persona humana y el
sexo conquistan definitivamente, y actualizan, su intrínseco y constituti-
vo carácter terminal de don.
Requisitos
47
persona del sexo complementario que se ha transformado en el propio
cónyuge.
3. Y el amor hacia esa misma persona, que, por su carácter con-
yugal, inclina a hacer completa la donación a ella: en el alma y en el
cuerpo.
De esos tres integrantes, los dos primeros miran fundamentalmente a
la propia satisfacción y cumplimiento, mientras que solo el tercero —el
amor electivo— instaura con vigor la dialéctica del tú, afirma radical-
mente al otro y nos hace salir de nosotros mismos y, así, crecer y des-
arrollarnos.
(Curiosamente, como hemos visto en otros momentos, la gran para-
doja de la condición de la persona —que solo vive en plenitud al des-
vivirse— también está presente aquí: de modo que, cuando en la unión
íntima alguien persigue el propio contentamiento —placer y consuelo
emocional, por resumirlo en un par de expresiones— no es cuando da
pie a la propia mejora y felicidad; sino que, al contrario, esta tiene lugar
cuando el fin de nuestros actos es el amor al otro en cuanto otro: la
búsqueda de su bien, en las diferentes modalidades que adopta en la
unión íntima
De nuevo con palabras de Benedicto XVI,
… la promesa más profunda del “eros” puede madurar solamente cuan-
do no solo buscamos la felicidad transitoria y repentina. Al contrario, en-
contramos juntos la paciencia de descubrir cada vez más al otro en la pro-
fundidad de su persona, en la totalidad del cuerpo y del alma, de modo
que, finalmente, la felicidad del otro llegue a ser más importante que la
mía. Entonces, ya no solo se quiere recibir algo, sino entregarse, y en esta
liberación del propio “yo” el hombre se encuentra a sí mismo y se llena de
alegría35.
Cuestión de orden
Por eso «querer el bien para otro» lleva consigo, en este caso, arti-
cular los tres ingredientes recién enunciados de manera que, aunque no
siempre con plena conciencia, el más noble y altruista —el amor volun-
tario— se constituya en motor y guía del afán de complementación y del
placer derivado de la cópula.
35 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, pp. 30-31.
48
Y el peligro que impediría la personalización existencial radica, preci-
samente, en que esa necesaria jerarquía puede desintegrarse, de modo
que el placer se transforme en único móvil de la vida conyugal o sexual,
o que, trascendiendo levemente esa perspectiva, en el trato matrimo-
nial se busque en exclusiva el propio contento o incluso la propia per-
fección como persona.
En ninguno de estos dos casos podrá decirse que «se quiere el bien
para otro».
¿Cuándo, por el contrario, puede establecerse fundadamente esa
afirmación? Antes de avanzar una respuesta, querría hacer una obser-
vación casi innecesaria: los dos integrantes del uso del matrimonio que
el amor ha de supeditar a sí, personalizándolos, en modo alguno deben
ser calificados como ilegítimos ni, en consecuencia, han de quedar ex-
cluidos de la vida conyugal.
Cada cual es bueno —en el sentido más cabal de este término— en su
propio orden. El deseo de la propia plenitud es bueno, además de inevi-
table; el placer derivado del coito es bueno, además de natural.
Pero ambos, para personalizarse, han de ser reducidos a la categoría
de corolario: esto es, subordinados al amor personal, a la búsqueda
lúcida y voluntaria del bien del otro en cuanto otro. Por otra parte, los
bienes más altos no deben someterse a los de menor calibre y entidad.
Síntesis
49
3. En tercer lugar, cabe establecer como meta el proporcionar el
placer de la unión al propio cónyuge: semejante deleite es antropológi-
ca y éticamente bueno, y puede y debe ser procurado, siempre que no
se anteponga o, menos todavía, elimine la consecución de bienes más
altos, como podrían ser el auténtico amor o la fecundidad conyugal, los
hijos.
4. Por fin, en última instancia, y supeditado a los otros tres bie-
nes, resulta legítimo andar en pos del propio placer; instalado en el lu-
gar que le corresponde —el que señala una correcta antropología de la
vida sexual— es también algo bueno y deseable.
(Aunque, como es obvio, esta especie de complicada jerarquía no se
plantee explícitamente en cada relación, que es mucho más natural y
espontánea, sino que constituya la disposición habitual del buen amor
entre los esposos… que se unen íntimamente, sin tener que pensar
más, cuando el conjunto de las circunstancias los conduce a ello.
Por otra parte, tampoco estimo necesario detenerme a explicar que la
especie de fragmentación de elementos que he llevado a cabo es el re-
sultado de una abstracción o separación de hechos que en la realidad se
interpenetran mutuamente y en los que se pone en juego, como me
gusta repetir, toda la biografía, que, en este caso, es individual y de los
cónyuges.)
Recojo un par de citas al respecto:
… “subjetivamente”, los estados psíquicos que acompañan este compor-
tamiento se sitúan […] en muchos otros momentos y situaciones psíquicas
de la vida afectiva y emotiva de la persona y de la pareja. Mirándolo bien,
la “psicología”, es decir, la vida interior que en el individuo subyace en la
relación sexual, va siempre más allá del tiempo y del espacio del momento
dado, llevando consigo el “pasado” y el “futuro”, ampliándose a toda la re-
lación entre las dos personas y, en ese instante, al “modo” en que el indi-
viduo está viviendo esa especial relación, que quedará después grabada en
él. Además, por mucho que se quiera describir esta realidad en términos
generales, en cada pareja y “en su presente histórico” será siempre distinta
y única36.
En la pareja enamorada, es evidente que el placer, por todo lo que el
sexo brinda en la relación de amor, es mucho más amplio que el placer
meramente físico que les puede ofrecer el acto sexual en sí. Cuando la
sexualidad se expresa, en el momento oportuno, buscando “también” el
placer de la relación sexual y, al mismo tiempo, adaptándose a la inten-
cionalidad del amor, es decir, en una relación profunda y activa, de comu-
50
nicación del ser de la persona con el de la persona amada, aquella desa-
rrolla entonces toda su fuerza positiva37.
Un apéndice fundamental
Y, también:
Todo enamorado se esfuerza por poner en evidencia aquello que consi-
dera lo mejor de sí mismo. Y hace de todo para adecuarse, para estar a la
altura de esta imagen ideal. En síntesis, se esfuerza por ser lo que quisiera
ser. De ello brota un formidable empuje hacia el mejoramiento de sí mis-
mo39.
En lo que ahora nos atañe, y como antes apunté, a través del trato
mutuo —también del íntimo— la mujer descubre y hace crecer ulterior-
mente su feminidad, de manera análoga a como el varón va percibiendo
e incrementando su masculinidad, que son la forma propia en que una y
otro pueden desplegar su condición personal, siempre masculina o fe-
menina: pues la persona-humana sin más —ni mujer ni varón— consti-
tuye una abstracción inexistente.
Según estudié en otro lugar:
1. La mujer acaba de desvelar y desarrolla su personeidad feme-
nina en contacto y relación con el varón en cuanto tal.
51
2. De manera análoga, el varón pone al descubierto la riqueza de
su masculinidad y es capaz de engrandecerla gracias a la presencia de
las mujeres y, de forma muy particular, de aquella con quien especial-
mente se relaciona.
3. En ese juego de complementariedad irremplazable:
3.1. Van saliendo a la luz y tomando forma todas las prerroga-
tivas y atributos de lo humano, suscitados cada uno de ellos preferen-
temente por la mujer o por el varón…
3.2. Para hacerlo conocer al otro cónyuge y ayudar a que lo
encarne a su manera…
3.3. Con el fin de llevar a su relativa plenitud la perfección de
«lo humano», que, como sabemos, surge y se implementa solo en la
complementariedad sinérgica de lo femenino y lo masculino: es dual,
según suele decirse.
(Como anunciaba, este extremo constituye el tema de reflexión en otro libro).
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
52
De acuerdo con lo que estudiamos al hablar de la persona, ¿te sien-
tes capaz de establecer un nexo relativamente claro entre el ejercicio co-
rrecto de la sexualidad y la condición personal, por un lado, y entre el
abuso de las dimensiones sexuales y el individuo entendido como fun-
ción, por otro?
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
53
¿En qué sentido consideras que los gestos corpóreos constituyen par-
te integrante del amor humano? ¿A qué tipo de gestos te refieres y a qué
tipo de amor (de amistad, conyugal, paterno-filial, fraterno…)? Establece
y desarrolla todas las distinciones que estimes pertinentes.
Un paréntesis pertinente
54
adquisiciones anteriores propias o de otros filósofos, en la medida en
que uno, al comprenderlas, se las ha apropiado.
En concreto, si ya ha obtenido cierta noticia de Dios —de su existen-
cia y de su modo de Ser—, puesto que ese saber, aunque mínimo, será
lo que más ilumine cualquier realidad que pretenda examinarse hasta
sus últimas consecuencias, es perfectamente legítimo que intente com-
prender su objeto de indagación con las luces que el conocimiento de lo
divino le aporta.
De ahí que los clásicos sostuvieran que la mejor de las filosofías es la
que se realiza in via iudicii —en el camino en que se juzga algo con los
criterios últimos y de más calibre alcanzados hasta aquel momento—,
complemento necesario de la via inventionis, o camino de hallazgo de
esos principios superiores.
Y por lo mismo, estas palabras tajantes de Cardona:
Podemos y debemos hablar clara y directamente de Dios, en un ámbito
de estricta teología natural, de metafísica del ser. Para esa metafísica —
que es la de Santo Tomás de Aquino, pero no ciertamente la de la Escolás-
tica decadente y del racionalismo subsiguiente—, Dios no es simplemente
un Ser supremo, una especie de primum inter pares dentro de una serie
causal. Para la metafísica del acto de ser, Dios es el mismo Ser Subsistente
o Acto Puro de Ser; personal, infinito, absoluto, esencialmente bueno y
verdadero y libre. Solo esta noción de Dios puede fundar una ética objeti-
va, universalmente válida siempre… El cristiano debe tener el valor inteli-
gente (sin arrière-pensées) de hablar de Dios. Y el metafísico debe saber
del ser lo suficiente para poder hablar también filosóficamente de Dios. El
abstracto y desvaído “Dios de los filósofos” es el Dios del racionalismo: y
de ninguna manera el Dios al que la inteligencia natural, bien conducida,
puede llegar. Y es Dios el único porqué definitivo de toda norma ética40.
40 CARDONA, Carlos, Ética del quehacer educativo, Rialp, Madrid, 1990 pp. 24-25.
55
nocida, un-ser-para-el-amor… y para un amor que consiste-culmina en
la plena entrega de sí mismo y en la libérrima acogida del otro.
Resumiendo lo que he comentado otras veces, y según nuestra pobre
comprensión de lo sobrenatural, el Padre es Persona perfecta entregan-
do todo su Ser al Hijo, que libremente lo recibe o acoge; y el Espíritu
Santo vendría a ser la síntesis Personal de esa Entrega-Aceptación, en
la que el Amor, así correspondido, se cumple cabalmente.
56
Tradicionalmente, sin embargo, y siguiendo en esto la orientación
aristotélica, se ha puesto más el acento en que el cuerpo está confec-
cionado de modo que facilite las operaciones intelectuales del hombre,
dejando un tanto en sordina su relación con el amor.
No es este el tema que más nos interesa, además de que lo he desa-
rrollado en otro lugar. No obstante, la exposición quedaría manca si no
se hiciera también aquí alguna referencia a esa disponibilidad corpórea
para el conocimiento y cuanto a él se encuentra aparejado.
Y esto, por dos motivos coincidentes:
1. En primer término, resulta muy cierto que el conocer intelec-
tual, que permite saber lo que es cada realidad, constituye una opera-
ción propia y exclusiva de las personas, que en el hombre se configura
de un modo muy particular, que hace precisamente necesaria una dis-
posición también muy peculiar de su cuerpo.
2. Además, y esto resulta todavía más pertinente, por una de las
ideas que deberían quedar más claras en cualquier estudio sobre el ser
humano. A saber:
2.1. Que quien realmente obra es la persona entera, y no una
u otra de sus facultades aisladas; aunque, como es lógico, según la
operación de que se trate, ponga sobre todo en juego unas potencias
determinadas.
2.2. Que en el caso que nos ocupa, amar, en su acepción más
cabal, resulta del todo imposible sin que intervenga la actividad propia-
mente intelectual, el conocimiento del ser y del bien con el que en cierto
modo se identifica: quien no conoce lo bueno-en-sí (y esto es propio del
entendimiento), sino solo el bien-para-sí, no puede amar de veras, que-
rer el bien del otro en cuanto otro, sino que por fuerza se buscará a sí
mismo.
Pero ahora nos interesa descubrir, o al menos entrever, algunas pro-
piedades de la persona humana sexuada… en cuanto la sexualidad se
orienta al amor.
También desde este punto de vista, la condición sexuada es un requi-
sito que la forma —el alma humana— impone a la materia: al cuerpo.
Y, por eso, en fin de cuentas, el entero cuerpo humano está dispues-
to, más o menos directamente, según los elementos de que se trate, de
la manera más apta para hacer posible el amor inteligente.
O, con otras palabras, todos los componentes de nuestro organismo
reciben su explicación última —con más o menos pasos intermedios—
57
del hecho de que ese varón o mujer tienen como fin en la vida el amar
razonadamente a los demás seres humanos y, al término, al propio
Dios.
58
Y se percibe también, de manera asombrosa, al estudiar la conforma-
ción del inmenso conjunto de órganos —desde el propio cerebro hasta
los que intervienen de manera más directa en la unión física— que
hacen posible las relaciones conyugales, con el amor y la fecundidad
que llevan aparejadas.
Es aquí, lo digo de pasada, donde encontrarían su lugar antropológico
las mil maravillas estudiadas al exponer la fisiología y el funcionamiento
del organismo sexual humano, compuesto por la conjunción imprescin-
dible de lo que, respectivamente, aportan el varón y la mujer.
Cuando todo ello se examina a la luz del amor-fecundo que les da
sentido, el asombro de una sensibilidad medianamente dotada no puede
sino crecer y crecer, sin encontrar nunca límite, como tampoco lo tienen
los descubrimientos científicos al respecto.
Así lo expone Benedicto XVI, en relación con un aspecto concreto del
despliegue de la sexualidad:
Queridos estudiosos, sé bien con cuáles sentimientos de admiración y
de profundo respeto por el hombre realizáis vuestro arduo y fructuoso
trabajo de investigación precisamente sobre el origen mismo de la vida
humana: un misterio cuyo significado la ciencia será capaz de iluminar
cada vez más, aunque es difícil que logre descifrarlo del todo. En efecto,
en cuanto la razón logra superar un límite considerado insalvable, se en-
cuentra con el desafío de otros límites, hasta entonces desconocidos. El
hombre seguirá siendo siempre un enigma profundo e impenetrable.
Ya en el siglo IV, San Cirilo de Jerusalén hacía la siguiente reflexión a
los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo: “¿Quién es
el que ha preparado la cavidad del útero para la procreación de los hijos?,
¿quién ha animado en él al feto inanimado? ¿Quién nos ha provisto de
nervios y huesos, rodeándonos luego de piel y de carne (cf. Job 10,11) y,
en cuanto el niño ha nacido, hace salir del seno leche en abundancia? ¿De
qué modo el niño, al crecer, se hace adolescente, se convierte en joven,
luego en hombre y, por último, en anciano, sin que nadie logre descubrir
el día preciso en el que se realiza el cambio?”. Y concluía: “estás viendo,
oh hombre, al artífice; estás viendo al sabio Creador” (Catequesis bautis-
mal, 9,15-16)43.
43 BENEDICTO XVI, El Papa con las familias, BAC Popular, Madrid, 2006, pp. 108-
109.
59
Lo hago de manera no sistemática —no es este el lugar—, sino más
bien al hilo de un par de anécdotas, sucedidas en los últimos tiempos,
en los que resulta casi imposible que, al abordar temas relacionados de
un modo u otro con la sexualidad o el amor, no surjan interrogantes o
comentarios relativos a las personas homosexuales.
En una de las ocasiones más recientes en que esto se produjo, un jo-
ven de unos 30 años, probablemente casado, interrumpió mi exposición
para interrogarme, con especial intención, sobre el amor homosexual.
Con plena conciencia de lo que hacía, y sabiendo que la cuestión vol-
vería a plantearse al final, le contesté: «es inviable», y proseguí con la
conferencia.
Al terminarla, ese mismo chico levantó un par de veces la mano con
insistencia. Me las arreglé para contestar antes a otros que también la
alzaron, debido a que se trataba de chicas, a que no se habían colado,
pues mi intervención iba destinada a gente más joven, etcétera.
No trataba en absoluto de eludir la respuesta, sino de dar algunos
elementos de juicio que permitieran una mejor comprensión: como los
motivos por los que las relaciones llamadas pre-matrimoniales resultan
más bien anti-matrimoniales, pues dificultan la convivencia… antes y
después de casados.
60
Y, así entendido, lo sexual es necesariamente consecuencia de la
unión de dos personas sexuadas complementarias. Incluso desde el
punto de vista biológico, el organismo sexual completo no es cosa de
uno… ni de dos personas del mismo sexo, sino que solo existe como re-
sultado de la fusión íntima de una mujer con un varón.
Y algo análogo sucede en la esfera psíquica o en la del espíritu, aun-
que a algunos —de nuevo lo expreso con todo cariño— les cueste des-
cubrirlo o aceptarlo.
Por eso, sin afán de ofender, sino de precisión terminológica, a lo
más podría hablarse de personas homo-genitales, pero no propiamente
homo-sexuales: porque, en su relación recíproca, la sexualidad en
cuanto tal no puede hacer acto de presencia.
Y, por lo mismo, tampoco puede darse ese tipo preciso de amor, el
amor sexual, que es el único capaz de situarse en la base del matrimo-
nio y fundamentar una legislación al respecto: sobre todo, por su virtual
fecundidad, pues es la venida de los hijos al mundo lo que muestra más
claramente sus repercusiones sociales y reclama una legislación ad hoc.
Con lo que también resultan antropológicamente claros los absurdos
aparejados a la pretensión de equiparar legalmente el matrimonio con
la unión por fuerza no-sexual ni conyugal de dos personas homosexua-
les.
«Personas» homosexuales
61
Y, con pleno convencimiento, agrego que, ante la grandeza del sus-
tantivo persona, cualquier añadido pierde casi toda su capacidad de
sumar o restar valía a la maravilla de cualquiera de ellas: ¡la excelsa
dignidad personal!
Continúo diciendo, porque lo he aprendido de santos muy santos,
que, con la gracia de Dios y si la situación lo requiriera, estaría dispues-
to a dar mi vida por cualquier otro ser humano, con independencia ab-
soluta de su orientación sexual.
Asiente sin agresividad, pero se empeña en que me pronuncie antro-
pológicamente sobre la homosexualidad.
Después de explicarle lo que resumí hace algunos párrafos, le digo
que se trata claramente de una desviación. Y lo es, por la contradicción
que implica el que la naturaleza produzca algo-ordenado-hacia-un-fin
(el amor y la unión sexual, en este caso) que, como apunté, no puede
alcanzar ese objetivo: por lo que, más que de «orientación», habría que
hablar de «des-orientación».
Añado de inmediato que la tendencia en sí, al margen de su origen,
aunque des-ordenada, no es intrínsecamente mala. Que lo malo sería
dar rienda suelta a esa tendencia (siempre, por la desviación que impli-
ca)… igual que, al menos en algunos casos, a muchas otras.
Y ejemplifico, en consonancia con lo que antes había expuesto:
Yo estoy enamoradísimo de mi mujer, pero, gracias a Dios, me siguen
gustando todas las demás. Cosa que me alegra enormemente, también por
mi mujer. Pero que no hace legítimo el que acepte y prosiga esa atracción
con cualquier otra, justo porque debo y quiero defender la libertad de ser
fiel a la mía, tal como le prometí gozosa y libérrimamente en el día en que
nos casamos (¡ese sí es libertad que genera libertades!).
En tal sentido —solo en ese— tu situación no es muy distinta de la mía.
Los dos experimentamos una inclinación a la que no nos es lícito aten-
der: tú, nunca; yo, excepto en los casos en que, gracias a ella, manifiesto
e incremento el amor hacia mi esposa.
Igual que yo
62
pa todavía si todo ha sido un bluff o realmente lo que me ha contado es
cierto (luego me enteré de que era verdad).
Ambos y el resto del público hemos pasado por momentos tensos,
pero también nos hemos divertido. Un rato serio, no de tirantez, trascu-
rrió mientras contaba la vida de aquel buen amigo de un buen amigo
mío, con fuertes y muy arraigadas tendencias homosexuales.
Una persona que está tratando por todos los medios de ser santo, y
que lucha —como cuantos nos empeñamos en esa empresa— no solo ni
principalmente a causa de su tendencia sexual, sino, mucho antes, por
tratar al Señor en la Eucaristía después de confesarse siempre que es
necesario; por ser buen trabajador, acabando su labor a conciencia;
buen amigo de sus amigos, buen ciudadano… y también batalla —¡como
yo!, pero con manifestaciones distintas— por mantener íntegra su dig-
nidad personal, no ahogándola ni ofuscándola con un uso irrespetuoso
del propio cuerpo.
La seriedad se trocó en risa cuando les comenté lo que mi amigo,
bromista, le había dicho en cierta ocasión a este otro al que acabo de
referirme. Más o menos fueron sus palabras:
Me entusiasma el que estés peleando tan a fondo por ser santo. Así,
cuando te mueras, te harán el patrono… de los varones homosexuales.
63
2. La unidad intimísima de la persona humana
64
4. Razones por las que el cuerpo del hombre puede considerarse
—¡porque lo es!— un cuerpo dotado de toda la nobleza de la persona.
O, con expresión todavía más sencilla: la nobleza del ser del alma es
comunicada íntegramente al cuerpo.
65
Por el contrario, en su calidad de persona, el hombre trasciende y su-
pera esas condiciones depauperantes. En cuanto no depende de manera
intrínseca y radical de la materia, su alma es inmortal y constituye cier-
to absoluto: vale por sí misma y no se halla ontológicamente subordi-
nada a nada ni a nadie, con excepción del Dios-Absoluto, que es preci-
samente quien ha hecho de ella un absoluto, la ha querido como un fin
en sí, y la ha destinado a una felicidad imperecedera.
Radicada en el ser
Lo importante, ahora, es al menos intuir que todas estas excelen-
cias del alma humana, y bastantes otras que cabría enumerar, se en-
cuentran como condensadas en y derivan del acto de ser por y en el
que Dios crea a cada una.
Pues el esse es el acto primordial, la energía primigenia en la que se
contiene y de la que nace toda la realidad, la riqueza entitativa y opera-
tiva (del ser y del obrar), de cada existente.
En nuestro caso, por encontrarse recibido en una forma espiritual y
subsistente, el acto personal de ser constituye el origen y fundamento
de la dignidad del alma humana, con la sublimidad que le corresponde.
Y el alma da a participar al cuerpo ese mismo e inefable acto de ser:
el mismo ser, exactamente el mismo, que ella posee.
Luego el cuerpo humano es del mismo rango que el alma: tiene la ca-
lidad de la persona.
Con el añadido de que semejante acto de ser, por el hecho de comu-
nicarse posteriormente a la materia, no solo no decae de su nivel on-
tológico, sino que en cierto modo lo refuerza: pues, según ya vimos, el
cuerpo viene a colmar las deficiencias, sobre todo operativas, que para
el alma derivan de su ínfima situación —por debajo de los ángeles— en
la escala de los espíritus.
Por eso afirma Tomás de Aquino que el cuerpo trahitur —es atraído o
introducido— hasta el acto de ser del alma: que resulta sublimado y en-
cumbrado, hasta verse implantado en idéntico grado de realidad, en la
misma excelsitud o dignidad, que corresponde al alma humana.
Se intuye, entonces, que ese grandioso organismo físico, vivificado en
último término por el mismo y dignísimo acto de ser del que participa
primero el alma, sea capaz de repercutir con extraordinaria pujanza en
la consolidación y en la fecundidad del amor básicamente espiritual de
las personas: que el cuerpo pueda colaborar en el amor fecundo y uniti-
vo, y en la felicidad, radicalmente espirituales.
66
El cuerpo humano es del mismo rango que el alma: tiene la cali-
dad de la persona
67
Según explica Ruiz Retegui,
… la donación personal se hace fecunda a través de la mediación de la
corporalidad, que es condición de posibilidad, de modo análogo a como la
alegría del alma se expresa en el rostro personal a través de la mediación
material del músculo adecuado46.
La ley de la participación
68
Para entender esta que suelo llamar «ley primordial de la participa-
ción», y que ya nos es conocida por otros escritos, la relación entre
sensibilidad e inteligencia resulta esclarecedora.
También en este ámbito lo inferior se pone al servicio de lo superior,
pero ofreciéndole un auxilio tan indispensable que, sin él, el elemento
más noble sería incapaz de ejercer su propia operación.
En efecto, a pesar de su indiscutida superioridad, ni en su adquisición
ni en su ejercicio posterior puede el entendimiento humano pasar al ac-
to de conocer sin el auxilio de la sensibilidad (al menos, de la interna):
es decir, de algo que, siendo claramente de menor categoría que él
desde el punto de vista ontológico y operativo, completa, sin embargo,
su relativa indigencia.
Pues una cosa muy parecida sucede con la voluntad humana.
1. El acto de querer radicado en la voluntad, como afirmación del
ser y búsqueda de la plenitud del otro, constituye el núcleo del amor
humano, y el fin de la persona toda, puesto que sin ese querer-amar las
obras externas se tornan vanas.
2. Pero, a su vez, entre los hombres, el amor sólo voluntario o
espiritual, se revela insuficiente. El simple querer de la voluntad, aun
cuando no fuere veleidoso, resulta en la mayor parte de los casos inefi-
caz: tiene que continuarse a través del imperio que la voluntad instaura
sobre las demás potencias, incluido el entendimiento, y con las que
efectivamente construye y confiere el ser a los bienes que pretende
ofrecer a la persona amada.
Toda la grandeza del trabajo, por ejemplo, deriva de este configurar-
se como una prolongación operativa del querer amoroso —el trabajo es
amor participado— y de contribuir a la vez a hacer más pleno, más aca-
bado y más total el querer voluntario: sin esa eficaz operatividad que
elabora el bien para los demás y amorosamente se lo brinda, el querer
de la voluntad humana no alcanzaría la eminencia e integridad propias
de los amores plenos y auténticos.
Y algo análogo, aunque todavía más hondo, habría que decir del amor
conyugal, del que enseguida me ocuparé. Semejante amor, considerado
como querer de la voluntad que busca el bien para el cónyuge, reclama
el uso amoroso de la sexualidad humana, con el que ese amor da vida a
uno de los bienes más preciados del matrimonio —los hijos—, a la par
que trasciende su índole de amor meramente voluntario y se completa,
originando un amor personal —de la persona toda—, un amor íntegro y
cumplido.
69
En condiciones normales, si no se expresa y consuma físicamente
mediante las relaciones íntimas, el amor conyugal —que confiere a ese
trato todo su sentido— no alcanza a conquistar la plenitud unitiva, ni la
fecundidad, a que se encuentra llamado.
Pienso que no es difícil de entender: igual que el alma —por su parti-
cular finitud— necesita del cuerpo para desplegar el conjunto de opera-
ciones que virtualmente contiene, el amor matrimonial, anclado en la
voluntad, requiere del concurso del cuerpo para madurar precisamente
como amor (conyugal) y para hacer efectiva la fecundidad virtual que lo
caracteriza en cuanto tal tipo de amor.
Gracias al concurso del cuerpo, el amor conyugal incrementa su po-
der de unificación y la felicidad con él emparejada: se torna más com-
pleto, y contribuye al incremento de la felicidad de los esposos.
Tranquilidad.
70
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
71
Segunda parte
El ejercicio de la sexualidad
72
V. Vivir en plenitud la propia sexualidad
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
73
Comenta, si te parece oportuno, estas palabras de Miguel Hernán-
dez:
Para siempre fundidos en el hijo quedamos: / fundidos como anhelan
nuestras ansias voraces; / en un ramo de tiempo, de sangre, los dos ra-
mos, / en un haz de caricias, de pelos, los dos haces.
1. Amor y sexualidad
¿Cuestión de prioridades?
74
Con otras palabras: la sexualidad puede configurarse como trasunto
del inefable Amor de Dios, que crea a cada hombre para encaminarlo
hacia la dicha sin fin en el interior de Su propia vida felicísima, porque
es capaz de establecerse como acto y expresión portentosos del amor
humano, y no a la inversa.
Según explica Caffarra,
… el hecho de que la sexualidad humana esté en condiciones de dar
origen a una nueva vida humana se debe, a su vez, al hecho de que la
sexualidad está en condiciones de poner en la existencia una comunión de
amor48.
75
Con palabras más certeras, quiere esto decir que la única actitud de-
finitivamente adecuada respecto a cualquier persona es la de amarla,
buscando su bien.
A ello he apuntado tantas veces al sostener que todo hombre es
término de amor. En las circunstancias que fueren, si no lo amo, si no
persigo su bien de manera decidida, estoy atentando contra él, manci-
llando su dignidad. Siempre.
Con todo, hay momentos en una biografía donde esa exigencia se
torna más perentoria.
1. Por ejemplo, cuando el cónyuge, un hijo o un amigo vuelven a
uno, arrepentidos por la injuria más o menos grave que le hayan podido
infligir… o por cualquier barbaridad llevada a cabo.
En esa coyuntura, más conforme mayores fueran la afrenta y el arre-
pentimiento, nuestro amor hacia quien viene a nosotros debe alcanzar
cotas que rozan con lo inefable: ante un alma compungida que se acer-
ca en busca de perdón, deberíamos incrementar nuestro cariño hasta el
punto de que, con un deje de metáfora que no aleja, sin embargo, de la
auténtica disposición interior, la única actitud coherente sería la de aco-
gerla de rodillas.
2. Algo muy similar ocurre en las cercanías de la muerte o en
el momento de contraer matrimonio: resultaría vil y canallesco que en
tales circunstancias nuestra conducta incluyera algún móvil distinto del
más acendrado amor. Y lo mismo podría sostenerse de casos análogos.
3. Pero si existe un instante privilegiado en que las disposicio-
nes amorosas han de llevarse al extremo, este es precisamente el de la
concepción, condición de condiciones de todo desarrollo humano, justo
por estar situada en su mismo inicio.
De ahí que cualquier modo de dar entrada al mundo a un hombre que
no sea el explícito y directísimo acto de amor entre un varón y una mu-
jer constituya, con independencia absoluta de las intenciones subjetivas
y de la imputabilidad de la acción, una afrenta grave contra la dignidad
de la persona a la que se va a otorgar la vida.
76
cualquier persona humana es el infinito Acto de Amor con el que Dios,
volcándose sin reservas sobre ella, le confiere el ser.
Con lenguaje figurado, ese Amor insondable es el texto con que se
escribe la concepción de una nueva vida personal. Y el único contexto
proporcionado a ese Amor sin límites es justo un también exquisito acto
de amor entre los hombres: a saber, el que dentro del matrimonio lle-
van a término un varón y una mujer cuando se entregan en una unión
sin reservas, abierta a la fecundidad.
Cualquier otro procedimiento provoca una ruptura insalvable y desga-
rradora entre texto y contexto, por seguir con la imagen utilizada, y,
por ese motivo, atenta contra la nobleza de quien se pretende engen-
drar.
De ahí la atrocidad de las tácticas que aspiran a sustituir la maravillo-
sa expresión del amor sexual entre varón y mujer por un acto de domi-
nio técnico sobre la persona que ha de ser procreada y la radical ilicitud
de todos estos procedimientos.
Pero de ahí también que, aunque cualquiera de estas prácticas se
opongan materialmente a la grandeza de quien va a ser concebido, la
dignidad de esa persona quede radical y absolutamente salvada, ¡ple-
namente intacta!, por el inconmensurable Amor de Dios en virtud del
cual siempre (fecundación artificial homóloga o heteróloga, cualquier
otro procedimiento de instrumentación genética, eventual clonación…)
la persona recién engendrada entra en el banquete de la existencia.
Ese Amor divino —el texto de nuestra metáfora— sana de raíz las cir-
cunstancias y disposiciones más adversas, de modo que la persona sur-
gida por los medios menos convenientes posee una dignidad absoluta,
como fruto inmediato de la amorosa acción divina creadora.
Se entiende entonces que San Agustín, en uno de los más entraña-
bles momentos de sus Confesiones, elevando su corazón a Dios, le dé
gracias sincerísimas por su hijo Adeodato, surgido como se sabe de una
relación extramatrimonial «en la que yo —confiesa el santo— no puse
sino el pecado».
77
Dios crea porque ama, porque quiere comunicar su bien, en una me-
dida inimaginable, a esas realidades —las personas— a las que pretende
conducir hacia una plenitud y una felicidad sin límites.
Por eso, al asociar a los hombres al surgimiento de lo que representa
el fin de su obra creadora —el incremento del número de personas des-
tinadas a gozar de Él por toda la eternidad—, la sexualidad se relaciona
más directa e íntimamente con el Amor que con el vigor creador… aun
cuando la manera de expresarnos sea muy imperfecta y necesariamen-
te traicione la simplicidad de la Vida y del Obrar divinos.
Y algo similar hay que afirmar respecto a la actividad humana.
En contra de una opinión muy extendida en otros tiempos y de la que
todavía quedan residuos, debe sostenerse sin reparos que la sexualidad
entre los hombres se liga de manera inmediata, primaria y formalmen-
te, a la posibilidad de establecer entre ellos relaciones auténticas de
amor.
Como explica Marta Brancatisano,
… en el ethos social del pasado (tomado superficialmente en bloque), la
unión sexual era considerada más en su función social de reproducción que
como el aspecto peculiar de la relación entre los cónyuges: es decir, ese
modo especialísimo mediante el que la mujer y el varón se comunican una
vida nueva, entran en una dimensión de unidad, capaz de darles mutua-
mente una existencia que los conduce —juntos y en reciprocidad— a des-
cubrir en plenitud el sentido de la vida.
La relación de amor, factor de crecimiento y realización del ser humano,
pasaba a un segundo plano, y de esta suerte, también la dimensión de la
unión mutua, dejando al varón y la mujer a la deriva de un destino dividi-
do, que podría sintetizarse, para la mujer, en una maternidad vivida en au-
sencia —o en una presencia muy marginal— del padre y compañero, y para
el hombre en el trabajo y en el compromiso social50.
78
En este sentido la llegada de un hijo es el hecho más natural y sobre-
natural que pueda existir. Cuando amamos, rebosamos de vida, somos creati-
vos: deseo de hacer, de emprender, que vence las dificultades, el dolor y el
miedo. Es imparable como el viento, al que no puedes detener cerrando las
verjas51.
79
De manera similar, también el amor —como operación particular—
es solo la plenitud el hombre, lo más alto y noble que puede llevar a
cabo. Mas esto no quita que ese mismo amor constituya en cierto modo
todo el hombre, varón o mujer, por cuanto uno y otra pueden hacerlo
todo por amor y, de este modo, humanizar o personalizar todas y cada
una de esas actividades o tareas.
En definitiva, este es el sentido más propio en que el hombre, a pesar
de su complejidad, es amor:
1. De un lado, el amor es el ápice del ser humano.
2. De otro, todo lo que realiza un varón o una mujer obtiene va-
lidez propiamente humana en la medida en que se relaciona con el
amor: en cuanto, in-formado por él —como antes veíamos—, es o se
convierte, en la acepción más propia de estos términos, en un acto de
amor.
80
ye la más adecuada exteriorización visible de la unión y del amor uniti-
vo de esos espíritus encarnados que son el varón y la mujer.
Con otras palabras: dentro del lenguaje amoroso del cuerpo —del
cuerpo como expresión de la persona—, el abrazo conyugal íntimo com-
pone una privilegiada palabra de amor, tal vez la más conforme con la
naturaleza espíritu-corpórea y sexuada, de dos sujetos humanos.
Así lo expone Angelo Scola:
El acto conyugal, en efecto, consiste en la unión de los cuerpos, que
expresa, significa la unión de las dos personas. Precisamente en cuanto
unión de cuerpos sexuados es unión de personas por razón del signifi-
cado sacramental del cuerpo. La expresión procede de las célebres ca-
tequesis de Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo: “El cuerpo efec-
tivamente, y solo el cuerpo, es capaz de hacer visible lo que es invisi-
ble”. En el lenguaje del cuerpo humano, del que el acto conyugal es
una “palabra” fundamental, se expresa la totalidad de la persona por-
que la trascendencia de la persona humana está inscrita hasta dentro
de su mismo cuerpo. De forma que la unión de los cuerpos es signo
(sacramento) de la communio personarum, de la unión de las perso-
nas, del hombre y la mujer53.
81
Pero no todas las expresiones corporales gozan de la misma capa-
cidad de llevarlo a cabo. Parece claro que, por muy recta y sincera que
fuere la intención de agradar de quienes las ponen por obra, ni la pala-
bra grosera o la frase irónica ni el puntapié o la patada en la espinilla
son instrumentos aptos para exteriorizar y hacer más total, hondo y ju-
goso el cariño entre dos personas.
¿Cuáles son, entonces, los gestos más pertinentes?, ¿cómo pueden
descubrirse?
Tengamos en cuenta que la esencia del amor, el objetivo que buscan
los que se quieren, consiste en establecer la más estrecha unidad recí-
proca posible: «fundirse uno en el otro», sin perder por ello su propia
consistencia y autonomía, sino, paradójicamente, consiguiendo de este
modo un ser de mayor densidad y una individualidad más pronunciada.
También ahora me animo a copiar unas palabras de Alberoni:
El enamoramiento tiende a la fusión de dos personas distintas, que con-
servan la propia libertad y la propia inconfundible especificidad. Queremos
ser amados en cuanto seres únicos, extraordinarios e insustituibles. En el
amor no debemos limitarnos, sino expandirnos, no debemos renunciar a
nuestra esencia, sino realizarla; no debemos mutilar nuestras posibilida-
des, sino llevarlas a término. También la persona amada nos interesa por-
que es absolutamente distinta, incomparable. Y así debe permanecer, res-
plandeciente y soberanamente libre. Nosotros estamos fascinados por lo
que ella es, por todo lo que ella nos revela de sí. Por tanto, estamos dis-
puestos a adoptar su punto de vista, a modificarnos a nosotros mismos»…
y, de esta manera, enriquecernos54.
82
hacer crecer su cariño resultarán más eficaces en la medida en que me-
jor realicen, con sus cuerpos, esa unidad viva que de verdad anhelan
sus respectivos espíritus.
El abrazo sincero…
83
… mis brazos se tienden hacia adelante y se abren para prolongar mi lu-
gar corporal; ofrezco un espacio vivo que es mío, que soy yo, donde el otro
está invitado a entrar. El abrazo, cuyo significado culmina en la unión con-
yugal, expresa la intención esencial del amor: coincidir con el otro, crear
entre ambos una nueva unidad55.
… y la unión íntima
55 BARBOTIN, Edmon, El lenguaje del cuerpo, vol. I, EUNSA, Pamplona, 1977, p. 51.
84
gan los padres a la fusión completa, al reunir el hijo en sí, en su persona-
lidad única, la doble personalidad de su padre y de su madre, fundidas en
una tal unidad, de una manera tan armoniosa, que no solamente son in-
separables de él, sino que ni siquiera se puede discernir exactamente lo
que procede de uno o de otro56.
56 LECLERCQ, Jacques, El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid, 19ª ed., 1987, p. 150.
57 HERNÁNDEZ, Miguel, Hijo de la luz y de la sombra, en Obras completas, vol. I:
Poesía, Espasa-Calpe, Madrid, 2ª ed., 1993, pp. 715-716.
85
Con el amor a cuestas, dormidos o despiertos, / seguiremos
besándonos en el hijo profundo. / Besándonos tú y yo se besan
nuestros muertos, / se besan los primeros pobladores del mundo
58 LECLERCQ, Jacques, El matrimonio cristiano, Rialp, Madrid, 19ª ed., 1987, p. 147.
86
Ciertamente, no estamos ante algo universal ni ante una especie
de ley matemática. La percepción de cuanto acabo de esbozar depende
en buena manera, y entre otras condiciones y circunstancias, de la finu-
ra humana de quienes conciben al hijo… y no es necesariamente pro-
porcional a la instrucción ni, mucho menos, al rango social de los prota-
gonistas.
Por eso, encontramos manifestaciones del hecho en gentes de muy
diverso origen y condición.
Luis Chamizo, por ejemplo, pone en boca de un campesino a quien el
parto de su mujer ha sorprendido en medio del campo, mientras anda-
ban en busca de un médico que la atendiera, y cuyo hijo ha nacido, por
tanto, sin ayuda alguna:
Toíto lleno de tierra / le levanté del suelo; / le miré mu despacio, mu
despacio, / con una miaja de respecto. / Era un hijo, ¡mi hijo!, / hijo de
dambos, hijo nuestro… […] Icen que la nacencia es una cosa / que miran
los señores en el pueblo: / pos pa mí que mi hijo / la tié mejor que ellos, /
que Dios jizo en presona con mi Juana / de comadre y de méico. […] Dos
salimos del chozo; / tres golvimos al pueblo. / Jizo Dios un milagro en el
camino: / ¡no podía por menos!59
Las referencias a las más ocultas fibras y a la más alta rama dejan
suponer, por una parte, un Origen trascendente al ser humano y, por
otra, un enriquecimiento —¡la más alta rama!— que muy pocas entre
las restantes actividades del hombre consiguen proporcionar.
Las alusiones al Origen resultan ya del todo explícitas —y como algo
más que alusiones— en los versos de Alfonso Albala:
87
Y sigue siendo esposa: / alta mar en su pecho, / baja mar en su vientre
/ sazonado de Dios, / sazonado de madre hacia mis brazos61.
Prescindiendo ahora del lenguaje poético, con términos más bien fi-
losóficos, lo expresa Jean Guitton:
Lo que sin duda llamaría la atención de un observador extraño al hom-
bre, si existiera algún Micromegas venido de un planeta sin amor, sería sin
duda la desproporción entre la relación del hombre y la mujer y los efectos
de esta relación […]. Platón lo vio claramente, y Proust aún más. Pero
cuando un fenómeno no guarda proporción con el antecedente que lo pro-
duce, cuando un polvorín salta a causa de una chispa, o cuando un imperio
se disloca por el lunar de un rostro, ello prueba que el antecedente no tiene
dignidad de causa, sino que es el instrumento que pone en movimiento una
fuerza latente, cuya existencia la razón debe suponer a fin de explicar la
magnitud del efecto63.
61 ALBALA, Alfonso, “Madre otra vez”, en Ángel Urrutia, Homenaje a la madre, Ed.
Ángel Urrutia, Madrid, 1984, p. 21.
62 D’Ors, Miguel, “Canto a las madres”, en Ángel Urrutia, Homenaje a la madre,
Ed. Ángel Urrutia, Madrid, 1984, p. 73.
63 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, p. 42.
88
Destituida de cualquier fundamento antropológico —en el sentido de que
no responde a la esencia y el fin de la persona— la unión sexual pierde su
valor humano y, eliminada la posibilidad de explicar su sentido como ele-
mento constitutivo de la humanidad, acaba por empobrecer el valor de la
persona humana.
Este modo de valorar la unión sexual la convierte en “algo” —sin duda,
indefinible— completamente marginal respecto a la identidad de la perso-
na, como si se tratara de una mera capacidad de hacer y no de un obrar
con el que se perfecciona el propio ser. Resulta innegable que el actual cli-
ma cultural, al banalizar la unión sexual, ha establecido una auténtica des-
personalización de los individuos, causada sobre todo por la pérdida de su
intimidad.
La exhibición de la unión sexual que la cultura actual lleva a cabo a
través de los media, está logrando un efecto despersonalizador del ser
humano. Aquello que reclama una esfera de respeto y discreción, porque
afecta al núcleo único e irrepetible de la persona —y, como tal, no puede
considerarse disponible al margen de una elección personalísima—, se ha
transformado en el argumento dominante de la comunicación de masas;
una comunicación pública e impersonal, que vacía la unión sexual de su
significado más hondo y totalizador, y la convierte nada menos que en una
actividad exhibida, sin que semejante exhibición aporte progreso alguno al
conocimiento del ser humano64.
Razones filosóficas…
89
Y, como consecuencia, que en la unión íntima fecunda, los cónyuges
se han hecho partícipes del Amor y Poder creadores del Absoluto, de
una acción formal y exclusivamente creadora, singularísima, en la que
Dios se expresa plenamente como Dios, en cuanto Amor-creador.
¿Cómo no habría de multiplicarse el amor matrimonial cada vez que,
como resultado de una unión conyugal fecunda, se transforma en una
prolongación del Amor del Absoluto, se baña o se sumerge y queda
íntimamente impregnado por ese Amor sin fronteras?
Aunque solo pueda apuntarlo, este es uno de los motivos que mejor
explican por qué, en un matrimonio normal y sano, la venida de cada
nuevo hijo incrementa el amor y la atracción de todo tipo entre marido
y mujer.
Más que dar muchas explicaciones, quisiera aquí aducir un testimonio
personal, un soneto —ignoro si valioso, pero sincero— que escribí, ex-
clusivamente para mi mujer, cuando dio a luz nuestro séptimo hijo, pe-
ro que luego me decidí a publicar:
Siete veces, mujer, has transcendido, / siete veces con Dios te has tu-
teado, / siete veces mi amor has condensado, / siete veces el mundo has
resumido. // Siete veces, mujer, he presentido / siete abismos que en car-
ne has substanciado, / y en las siete, al nacer, he comprobado / que mi
pasión por ti había crecido. // No fue solo cariño lo ganado, / ni fue hondu-
ra de amor comprometido, / materia del espíritu señero; // también mi ar-
dor rugió multiplicado, / también vibró mi cuerpo enardecido: / fue exalta-
ción total del hombre entero.
90
Por eso la Virgen Santísima es verdadera Madre de Dios (en su Se-
gunda Persona y según la Humanidad) y no simplemente del cuerpo de
Jesucristo.
Y por lo mismo cualquier mujer que tiene la desgracia de abortar in-
voluntariamente afirma con toda razón que ha perdido a su hijo y no
simplemente el cuerpo de este.
91
si el hecho de que todo hombre merece un respeto absoluto no se apoyara
esencialmente en esa dependencia y relación con el Ser absoluto implicada
por la creación de cada alma65.
92
ocupamos y a la que hace un instante hemos vuelto a aludir. Pues bien,
partiendo de esa primordial afirmación metafísica, escribe Caffarra:
… comprendemos que el acto procreativo de los esposos, en su verdad
más profunda, es co-creación con la actividad creadora de Dios. Es la per-
sona la que se genera mediante la generación del cuerpo; es la persona la
que es creada mediante la creación del alma67.
93
2. En segundo término, me gustaría insistir en que, gracias al
ejercicio de la sexualidad, los padres se introducen dentro de la poten-
cia creativa de Dios, con cuanto lleva consigo y que empieza a vislum-
brarse al considerar la simplicidad divina. Pues, en virtud de ella, el Ac-
to con el que Dios da el ser a cada nueva criatura es numéricamente
idéntico a aquel con el que instituye el universo entero, e idéntico a su
vez al mismísimo Ser divino… que es su Amor infinito.
Por todo ello, y por mucho más, no puede sorprender la alta estima
en que los santos han tenido el amor conyugal.
San Josemaría Escrivá, por referirme a una persona que entendió a
las mil maravillas el amor humano, no solo insistía y se recreaba en la
expresión paulina que califica el matrimonio como sacramentum mag-
num (grande: calificativo que, entre los siete existentes, solo se aplica a
este sacramento); sino que repetía una y otra vez que el amor de sus
padres, como el de todos los esposos que actúan con rectitud, él lo
bendecía con las dos manos… por la sencilla razón de que no tenía cua-
tro.
Y no dudaba en asimilar el lecho matrimonial a un altar.
¿Por qué esta última y tan audaz comparación?
Estimo que en ella late una verdad teológica fuertemente arraigada;
a saber: que justo en la unión íntima entre cristianos ligados en matri-
monio se renueva de una manera muy particular el sacramento que en-
trelazó sus vidas para siempre, con las gracias que lleva adjuntas.
(Y no estaría de más que los cristianos reflexionáramos de vez en
cuando sobre este extremo: ¿existen modos más gozosos y eficaces pa-
ra los cónyuges que unirse íntimamente en una relación abierta a la vi-
da?).
Pero como filósofo me gusta pensar —tal vez sin fundamento— que,
al comparar el lecho conyugal con un altar, San Josemaría apuntaba
también a la especial presencia de Dios en el mundo que acompaña a
las relaciones matrimoniales actual o virtualmente fecundas.
Una presencia que, si fuera exagerado calificar de cuasi sacramental,
debe sin embargo preservar su singularidad única, especialmente divi-
na, distinta a las restantes en el ámbito natural: es formalmente, al
menos en potencia, creadora de personas… y no simplemente conser-
vadora de otras realidades.
(Personalmente, y tal vez por el cariño que tengo a México y a su
Patrona, me gusta establecer cierta similitud entre el modo en que Dios
está presente en el acto de unión fecunda y la manera, sin duda excep-
94
cional, en que la imagen de la Guadalupana se halla plasmada en la til-
ma de Juan Diego: un modo radicalmente distinto a cualquier otro que
pueda darse naturalmente).
También ahora son muchos los poetas que han sabido exponer ese
vigor universal, cósmico, al que se encuentra aparejado el trato conyu-
gal íntimo, justamente en virtud de su potencialidad creadora.
Y, así, Rafael Morales, refiriéndolo al propio hijo, exclama:
Rama del beso tú, que, leve y pura, / tienes raíz en la pasión amante, /
en una humana y sideral locura. // Tibia luna rosada y palpitante, / dulce
vuelo parado en la hermosura / que ha surgido del cielo de un instante70.
De una manera velada, propia del lenguaje poético, estos versos su-
gieren la introducción de la actividad humana en una Acción a la que se
encuentra referida, como a su Origen, la entera realidad creada: cielos
y tierras, según apuntaba antes.
Algo similar expone Víctor Hugo:
Cuando se aproximan dos bocas consagradas por el amor es imposible
que por encima de ese beso inefable no se produzca un estremecimiento
en el inmenso misterio de las estrellas71.
95
cosmos, con la que en cierto modo se identifican, y, con Ella y por Ella,
al universo todo y al conjunto de la humanidad.
Apoyado en expresiones explícitas del Romano Pontífice, lo expuso
hace ya algunos años Cormac Burke:
Una falta de auténtica conciencia sexual caracteriza el acto si la intensidad
del placer no sirve para despertar una comprensión plenamente consciente de
la grandeza de la experiencia conyugal: me estoy entregando —entrego mi ca-
pacidad creativa, mi potencia vital— no solo a otra persona, sino a la creación
entera: a la historia, a la humanidad, a los planes de Dios. En cada acto de
unión conyugal, enseña Juan Pablo II, “se renueva, en cierto modo, el misterio
de la creación en toda su original profundidad y fuerza vital”73.
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
73 BURKE, Cormac, Felicidad y entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid, 1990, pp. 54-55.
74 BURKE, Cormac, Felicidad y entrega en el matrimonio, Rialp, Madrid, 1990, p. 54.
96
qué digo que se trata de un derecho paradójico? ¿Qué otra imagen o
metáfora se te ocurre para explicar mejor esto mismo?
En la estela abierta por Kierkegaard, Carlos Cardona describió al ser
humano como «alguien delante de Dios y para siempre». ¿Qué opinas de
esta manera de referirse al varón y a la mujer? ¿Estimas que es una de-
finición poética o figurada, o te parece que expresa bien lo que es el
hombre?
¿Por qué cabe sostener que las relaciones íntimas son una palabra
privilegiada del lenguaje amoroso del cuerpo? ¿Puede afirmarse que es la
máxima manifestación del amor entre varón y mujer precisamente en
cuanto tales? ¿Con qué condiciones?
¿En qué sentido podría decirse, con Barbotin, que la significación del
abrazo culmina en la unión conyugal?
¿Qué término consideras más correcto, referido a los padres: el de
procreadores o el de co-creadores? ¿Por qué motivos?
¿Qué tipo de cooperación se establece entre Dios y los padres cada
vez que estos dan vida a un nuevo ser humano? No te limites a respon-
der de manera esquemática, sino intenta extraer todas las consecuencias
que puedas de tu afirmación.
Expón al menos tres razones que permitan comparar el lecho matri-
monial con un altar. Explica lo que te sugiere esta expresión figurada, pe-
ro correcta.
97
VI. La sexualidad, al servicio del amor y la
unión conyugales
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
¿En qué sentido puede y debe afirmarse que el amor voluntario del
ser humano crece o se prosigue a través de los sentimientos y gestos
adecuados? ¿Cuál sería el fundamento o la causa de esa necesidad de
prolongarse?
Enumera alguna de las consecuencias del ejercicio de la sexualidad
humana cuando no es resultado o expresión del amor. Intenta, dentro de
lo posible y prudente, ser concreto/a.
Te agradecería que comentaras estas palabras de una autora italiana,
que luego encontrarás en el texto:
La experiencia que nos aportan las parejas que han comprendido la im-
portancia de “vivir el amor” nos confirma que, cuando la pareja se ama, el
acto sexual en la vida de matrimonio invade, intensificando su sentido, to-
da la vida afectiva de la persona y de la pareja, refuerza su vínculo, la ayu-
da a superar las crisis y con ello a abrirse en la renovación. Se puede afir-
mar que en el placer de vivir, que experimentamos a través de nuestro
cuerpo, el placer del sexo “es dado” al matrimonio como un don especial
para reforzar su unión.
¿Cuál es la función del placer en la unión conyugal? ¿Consideras lícito
que dos esposos se unan buscando ese deleite? Matiza tu respuesta todo
lo que estimes necesario.
Casi todas las personas con cierto grado de madurez concuerdan en
que existen distintos tipos de amor: fraterno, de amistad, y otros. Haz la
enumeración más exhaustiva que se te ocurra e intenta ver en qué o por
qué se distinguen unos amores de otros.
98
Tras haber realizado esa lista, ¿qué se te ocurre que puede significar
la «integración de amores»? ¿Es posible integrar todos los tipos de amor,
o algunos excluyen a otros y viceversa? Si no se te ocurre nada al res-
pecto, basta con que te lo hayas preguntado, para que, al estudiarlo den-
tro de unos momentos, la respuesta se te grabe de manera más sencilla
y duradera.
99
La quiero a ella, sin más, y para siempre. Y le entrego todo, me entrego
yo mismo, corazón, cuerpo y vida entera75.
75 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, pp. 16-17.
76 PLUTARCO, Sobre el amor, Espasa Calpe, Madrid, 1990, pp. 118-119.
100
para el amor… en una especie de círculo virtuoso o, mejor, de espiral
crecientemente más alta, que no tiene fin.
Pero ya no es tan común que se pongan de manifiesto los mecanis-
mos relativamente concretos que sitúan el ejercicio del sexo al servicio
del amor electivo entre los esposos. Y son precisamente esos resortes
antropológicos los que pretendo examinar.
101
El amor no es el resultado de la satisfacción sexual adecuada; por el
contrario, la felicidad sexual […] es el resultado del amor77.
Y prosigue:
Si aparte de la observación diaria fueran necesarias más pruebas en
apoyo de esta tesis, podrían encontrarse en el vasto material de los datos
psicoanalíticos. El estudio de los problemas sexuales más frecuentes —
frigidez en las mujeres y las formas más o menos serias de impotencia
psíquica en los hombres—, demuestra que la causa no radica en una falta
de conocimiento de la técnica adecuada, sino en las inhibiciones que impi-
den amar. El temor o el odio al otro sexo están en la raíz de las dificulta-
des que impiden a una persona entregarse por completo, actuar espontá-
neamente, confiar en el compañero sexual, en lo inmediato y directo de la
unión sexual. Si una persona sexualmente inhibida puede dejar de temer
u odiar, y tornarse entonces capaz de amar, sus problemas sexuales es-
tán resueltos. Si no, ningún conocimiento sobre técnicas sexuales le ser-
virá de ayuda78.
77 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 89.
78 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 89.
79 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 44.
102
… una sensación cada vez mayor de separación, puesto que el acto
sexual sin amor nunca elimina el abismo que existe entre dos seres huma-
nos, excepto de forma momentánea80.
80 FROMM, Erich, El arte de amar, Paidós Studio, Barcelona, 1990, 11ª ed., p. 22.
103
yo a un tú, que crea la unidad definitiva de dos seres humanos únicos e
irrepetibles e irremplazables que se aman, encuentra significado y pleni-
tud.
¡Cuánta ingenuidad y superficialidad demuestran muchos jóvenes que
se pavonean de “expertos” en cuestiones “de amor”! Esto lo saben, por
desgracia muy bien, psicólogos, sexólogos y sacerdotes de nuestro tiem-
po81.
104
2. La sintonía afectiva, por su parte, facilita la instauración de
un idéntico querer y torna más fácil y jugosa la unión corporal.
3. Y esta última unión, cuando es auténtica, cuando está res-
paldada por un verdadero amor electivo, incrementa ese mismo amor y
refuerza la concordia afectiva.
¿Por qué motivos?
Por el que ya he señalado, y ahora vuelvo a recordar: la expresión
sincera del amor, necesariamente lo refuerza, lo incrementa, lo acrisola.
Mas, en una persona como la humana, compuesta de espíritu (imper-
fecto) y materia, lo que sucede en el espíritu se reviste tantas veces
con los caracteres de lo sensible: el lenguaje del cuerpo es manifesta-
ción de las disposiciones más hondas del alma.
En consecuencia, las exteriorizaciones sensibles del cariño redundan
en la esfera de los sentimientos y en el amor electivo: los acrecientan.
Aunque traídas un poco por los pelos, quiero dejar constancia de un
par de observaciones, especialmente relevantes para los recién casados
y para los esposos con poco tiempo de vuelo.
Explica Veronese:
En la pareja, la experiencia se hace poco a poco; y también el sexo se
va aprendiendo así. La experiencia sexual es un hecho dinámico, que se
agrega al movimiento de la vida, pero eso es siempre nueva, “en la pareja
siempre se ha de construir”; en esa pareja única, es decir, formada por dos
personas únicas, el sexo encontrará su propia “norma” —que es la que
conviene a esa pareja— en el respeto del amor82.
105
y de actos; y, en este caso, la comunicación tiene lugar, sobre todo, a
través del cuerpo83.
83 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 263-
264.
84 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, p. 59.
106
Sin embargo, es muy conveniente que esa diferencia inaugural vaya
decreciendo hasta ser anulada: que los casados acomoden recíproca-
mente su ritmo al de su cónyuge, hasta obtener la más plena compene-
tración posible.
En un contexto más amplio y con distintas intenciones, escribe un au-
tor español:
Por ser un amor total, el amor entre hombre y mujer no puede ser más
que de uno con una y para siempre. Porque supone incluso la adaptación
de las dos personalidades, de los caracteres y los gustos de cada uno, que
procuran evitar lo que hace daño o le molesta al otro, reconociendo agra-
decidos que el otro está haciendo lo mismo para que la vida sea agradable,
y el amor vaya aumentando sin encontrar obstáculos.
De esta manera, las personalidades de los dos cónyuges se van influ-
yendo y compenetrando. La vida del uno forma parte real de la vida del
otro. Romper esa unión significaría mutilar la vida interior de cada uno de
los cónyuges, y supondría el fracaso rotundo en la aventura personal más
honda que puede emprender un ser humano85.
Pues, para que el equilibrio se instaure, cada uno de ellos debe aban-
donar toda suerte de egoísmo y, con el esfuerzo y vencimiento requeri-
dos en cada caso, buscar decididamente el bien del otro en cuanto otro.
Yendo exclusivamente en pos de la propia satisfacción, jamás se lo-
graría la afinidad sexual, tan necesaria para la buena marcha del ma-
trimonio.
1. Con lo que hemos llegado a una primera e importantísima
identificación entre los esposos: tal vez a la más relevante, por cuanto
que se encuentra en la raíz de todas las demás.
Marido y mujer se hermanan en una actitud radical y fuertemente
configuradora de sus respectivas personalidades: la firme determinación
de atender con prioridad absoluta al bien del otro cónyuge, de buscar
con plena conciencia ese bien, de instaurar el amor electivo... y la con-
siguiente unión de voluntades (primera esfera).
85 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, pp. 20-21.
107
2. Pero, enriquecidos y potenciados por la voluntaria solicitud del
bien ajeno, uno y otra van conquistando —en cada una de las relaciones
íntimas— una mutua atemperación de la afectividad:
2.1. El marido se esfuerza por mostrar sinceramente a su mu-
jer el cariño que siente por ella, envolviéndola con caricias de ternura, y
sin correr en busca de la propia satisfacción;
2.2. Y la esposa, a medida que va penetrando mejor en el
mundo psíquico de su esposo, se empeña en ofrecer a este lo que él
desea, envuelto también en la propia ternura, que en ella nace tal vez
con menos esfuerzo: armonía, por tanto, de los sentimientos (segunda
esfera).
En relación al marido, estimo muy pertinentes los siguientes comen-
tarios de Santamaría Garai:
La constitución sexual del hombre está encaminada a la paternidad. Y la
paternidad es fruto del amor. El acto sexual no es un simple medio para la
procreación, sino que ha de expresar corporalmente toda la ternura de
amor que la mujer necesita. Habría que preguntarse si el ambiente y la
imagen de hombre y de mujer que le ofrece nuestra cultura permiten al
hombre vivir su propio sexo como instrumento y expresión de la delicadeza
y ternura propias de un amor total».
Y también, aunque resulten un tanto repetitivos: «El sexo del hombre
está hecho para expresar la ternura del amor. Dicho así, choca. Y ese cho-
que nos hace reflexionar sobre el sentido pleno del sexo, y sobre el modo
en que el hombre ha de cuidar y vivir el propio cuerpo. Ha de ser un cuer-
po que sepa amar, que sirva para expresar la entrega plena y total de la
propia persona, que sepa ser tierno y fuerte a la vez, que sepa expresar
corporalmente los matices profundos y delicados de un alma enamorada.
Pero eso será imposible si la imagen habitual del propio sexo no es la de
instrumento de amor. Un alma enamorada tiene algo de artista. Y necesita
un cuerpo que sea instrumento bien afinado, para poder expresar toda la
riqueza de su amor86.
86 SANTAMARÍA GARAI, Mikel Gotzon, Saber amar con el cuerpo, Palabra, Madrid,
1998, p. 64.
108
a la persona amada, que por la egocéntrica experiencia del disfrute in-
dividual.
En cualquier caso, la pretensión de que los dos esposos gocen física-
mente en la cópula, unida al deseo de que ambos alcancen simultánea-
mente su punto culminante, constituye una armonización del sistema
nervioso y, en general, de las facultades sensibles puestas en juego
(tercera esfera).
Conclusión
87 GUITTON, Jean, Ensayo sobre el amor humano, Ed. Sudamericana, Buenos Aires,
1968, pp. 102-103.
109
No cabe duda […] que una sexualidad satisfactoria, que produce pla-
cer físico, alegría espiritual, crecimiento y madurez, exige este acuerdo
mutuo, es decir, se basa en el acuerdo acerca del “significado” que se le
da al acto sexual, en la aceptación y valoración no solamente genital, si-
no también del compañero como individuo, como persona88.
Nuevos frentes
88 VERONESE, Giulia, Corporeidad y amor, Ciudad Nueva, Madrid, 1987, pp. 162-
163.
89 DOCTOR CARNOT, El libro del joven. Al servicio del amor, Herder, 1989, p. 185.
110
Ningún escrúpulo para asumir tal convicción:
1. Primero, porque a estas alturas debería estar más que claro
que nuestro cuerpo es también estricta y rigurosamente humano y per-
sonal, y merece participar, lo mismo que en los dolores, en el júbilo que
proporciona el amor.
2. Después, porque el regalo corpóreo no se presenta nunca co-
mo un elemento aislado ni, en los matrimonios vividos humanamente,
se busca por sí mismo:
2.1. La fruición física, unida siempre a las más nobles emocio-
nes de la afectividad satisfecha y a los anhelos cumplidos de la volun-
tad, y como envuelta por ellos, es un corolario que se ofrece por añadi-
dura a quienes, también en el trato íntimo, procuran el bien del otro en
cuanto otro.
2.2. Pero un corolario que debemos aceptar, agradeciéndolo a
Dios, que ha querido ligarlo al don recíproco pleno.
3. Por fin, y con esto no hago más que insistir en lo mismo, por-
que el hombre es también, efectivamente, su cuerpo; y acoger lo que
este pueda aportar a la vida humana en su conjunto, y a la vida conyu-
gal en concreto, instaura una actitud de estricta justicia para con el
Creador: Dios obra maravillas de eternidad —¡la procreación!—, tam-
bién a través del cuerpo. ¡Y hay que regocijarse por ello!
Lo expresan, con ciertos anacronismos en la expresión, las siguientes
palabras de Mauricio Alegre:
Es legítimo y santo el atractivo del comercio sexual entre los esposos. Es
como un salarlo providencial de las cargas, con frecuencia penosas, de la
paternidad y maternidad. Es como una señal de reconocimiento de la gran-
deza del matrimonio y, en el matrimonio, de la obra de la carne, para
aquellos que saben mirar con ojos limpios y con rectitud de espíritu90.
Añado una última observación, sin olvidar que la clave del presente
apartado y de casi todo el escrito se resume así: por la especial consti-
tución sensible-espiritual del hombre, las manifestaciones corporales del
amor electivo —parte integrante del amor propiamente humano y con-
yugal— contribuyen a incrementar tal amor.
Hay ocasiones en que los esposos no saben expresar espiritual e inte-
ligentemente —en particular, con la palabra— el afecto que sienten
hacia su cónyuge. En esos casos, la exteriorización sensible del afecto
se convierte en vehículo insustituible para mostrar e incrementar el
amor más hondo y más puro.
111
Recordaba de nuevo Carnot: ¡No lo olvidéis los casados! El amor cor-
poral…
… no es todo el amor, pero contribuye en gran parte a fortalecer el dulce
lazo de vuestros corazones. Todo lo que vuestros labios no saben decir, to-
do lo que desborda de vuestros corazones, lo expresarán vuestros besos91.
Integración de amores
91 DOCTOR CARNOT, El libro del joven. Al servicio del amor, Herder, 1989, p. 185.
112
bien intrínseco y constitutivo, configurándose así como el más elevado
género de amor.
3. Y el eros, en su más noble acepción, resultado de la atracción
mutua entre varón y mujer, que compone habitualmente el inicio y la
fuente del amor entre los esposos.
Dentro del matrimonio, y sea cual fuere el origen histórico de su
amor recíproco, los esposos han de luchar por alimentarlo, hasta hacer
confluir en él las distintas variedades de amor.
Al eros, que representa su núcleo diferenciador, tienen que saber
sumar todas las manifestaciones del amor natural, o afecto, y del amor
electivo o amistad.
La presencia del eros, inadecuada en cualquier otro contexto, confiere
una especial posibilidad de plenitud a la integración del amor conyugal,
y dota de una tonalidad propia a cuanto en él se incluye.
La razón es sencilla: por naturaleza, el eros solo se establece entre
dos personas de sexo diferente y complementario; o, apurando pero sin
exagerar, entre dos personas de distinto sexo y complementarias, parti-
cularmente aptas para componer una unidad, que no hace desaparecer
la personalidad propia de cada una.
Ahora bien, el eros constituye la condición de posibilidad de esa inte-
gración, pero no su realización en acto. Para lograrla, es imprescindible
empeñarse por aunar las diversas clases de amores, bajo la acción pri-
mordial y globalizante de un auténtico amor electivo, que persigue el
bien del otro… por el otro. Solo entonces encontrarán los cónyuges la
total realización como persona dentro del matrimonio, y la felicidad que
de esa plenitud deriva.
113
mento y la integración de amores con los que se aquilata la categoría
personal de uno y otra.
Y, antes que nada, del amor natural. Pues, si cada hijo es fruto efec-
tivo del amor conyugal —como una suerte de derivación espontánea de
él—, el amor con que los padres lo quieren constituirá también una pro-
longación del cariño que mutuamente se obsequian.
En este sentido, querer a cada nuevo vástago es amar doblemente al
otro consorte. Y como el afecto que a este se le endereza es, en cierto
modo, una manifestación privilegiada del amor de cada cónyuge hacia sí
—ya que el marido se configura como el más adecuado complemento
del yo de la mujer, y viceversa—, resultará que a los hijos, igual que al
esposo o a la esposa, se los quiere no como a uno mismo, sino con un
amor numéricamente idéntico al que cada uno se profesa.
Nos encontramos ante un exponente originalísimo y particularmente
intenso del amor natural, el de los padres a sus hijos (en cuanto suyos),
que reduplica también, por las razones apuntadas, el afecto entre mari-
do y mujer.
Y que, además, hace confluir ambos afectos —el paterno o materno y
el de los esposos— en un mismo e idéntico amor, que, de esta suerte,
se torna mucho más cabal, completo, unitivo y perfeccionador de las
personas de los cónyuges.
La experiencia de tantísimos matrimonios bien avenidos podría servir
como confirmación de cuanto vengo refiriendo. El hecho incontrovertible
es que la llegada de cada nueva criatura incrementa de forma práctica-
mente automática —y casi, casi tangible— el amor recíproco de los des-
posados; lo que a su vez es una prueba de que existe una estricta iden-
tidad entre el afecto de los esposos en cuanto tales y el que tienen a
quien es síntesis viva y resultado de ese mismo querer.
Son muchos los padres que podrían refrendar hasta qué punto cada
nueva concepción y cada nuevo nacimiento supone un aquilatarse y un
tornarse más intenso del amor matrimonial. Se trata de un aconteci-
miento que reviste el mutuo cariño con armónicos siempre inéditos, y
en el que —¡siempre también!— se superan las expectativas.
Siempre. Incluso cuando la multiplicación de los hijos lleva a prever
que el próximo alumbramiento aventajará con creces al aumento del
aprecio, la cordialidad, el atractivo… que una experiencia reiterada per-
mite lógicamente esperar.
(Lo cual lleva también a afirmar, con toda la comprensión del mundo,
hasta qué punto los celos del marido o la mujer hacia el hijo por cuya
114
culpa él o ella se sienten desplazados y menos queridos por el otro
cónyuge manifiesta, junto con una notable inmadurez y falta de hondu-
ra en la percepción de lo que supone el hijo… el que, probablemente,
algo anda mal en la atención recíproca y directa de los esposos entre
sí).
115
separa de la rama, rompe el exclusivismo de la pareja: sustituye la adora-
ción recíproca, que encadena, por un fin común, que libera92.
116
una Tercera no se podrían realizar en plenitud las delicias del amor:
hacer partícipes del mutuo cariño a otras personas.
¿Se entiende, entonces, cómo el advenimiento de la prole confiere un
resello definitivo y hace madurar la estima de los esposos?
En última instancia, ni siquiera quien aprende a conjugar el tú ha
conquistado la decisiva perfección del amor: esta solo se instaura cuan-
do dos personas, conjuntamente, hacen fructificar su cariño en bien de
un tercero.
No yo: esto es obvio; pero tampoco simplemente tú; el él constituye
la clave resolutiva del más alto y enriquecido de los amores.
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
117
miembro del matrimonio? ¿Por qué, según tu opinión, tienen lugar este
tipo de fenómenos? ¿Cómo se podrían evitar… si es que consideras que
deben evitarse?
¿Te parece que los esposos, además de quererse con el amor especí-
ficamente conyugal, deben ser mutuamente amigos? ¿Cuál sería el fun-
damento de esa amistad? ¿Qué factores la hacen más fácil y qué otros la
dificultan?
A tu parecer, ¿los hijos son una ayuda o más bien un estorbo para el
amor mutuo entre los cónyuges? Como la realidad no está dibujada en
blanco y negro, ni tan siquiera en escala de grises, probablemente nece-
sites matizar y perfilar tu respuesta. Es importante que realices una lista
en la que, en relación con el amor mutuo de los padres, expongas lo que
piensas que aportan los hijos y lo que pueden más bien robar a ese cari-
ño.
118
VII. Amor y Contraceptivos
Tal vez los tres párrafos que siguen sea lo más importante de
cuanto me queda por exponer.
Al tratar sobre todo de los contraceptivos, en ningún momento
pretendo establecer un juicio moral sobre las personas concretas
que puedan hacer, ya estén haciendo o hayan hecho en algún
momento uso de ellos.
Por honradez intelectual y humana, y teniendo en cuenta an-
tes que nada la felicidad del lector, expongo con plena sinceridad
lo que, tras larga y pausada reflexión, pienso de estos asuntos,
así como su calificación moral.
Pero, repito, sin juzgar ni descalificar a nadie —¿quién sería,
para hacerlo?—, sino con la sola pretensión de que, si lo estiman
conveniente, acomoden su conducta a unos criterios de los que,
sin duda, se derivará, para cada uno, mayor plenitud y dicha.
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
119
De manera espontánea, ¿tiendes a unir la paternidad responsable
con limitar el número de hijos? Sea cual fuere tu respuesta, intenta de-
terminar si es la adecuada, buscando argumentos a favor y en contra.
Si tuvieras que optar entre estas dos afirmaciones tajantes —«los
padres son para los hijos» o «los hijos son para los padres»—, ¿por cuál
de ellas te inclinarías? ¿Qué piensas que está sucediendo en el mundo ac-
tual? ¿Por qué?
Como nadie te obliga a elegir, expón tu opinión razonada respecto a
este extremo: ¿cómo debe configurarse la relación entre padres e hijos?
La pregunta puede dar origen a todo un tratado sobre la familia y la edu-
cación. Cuanto más consigas descubrir y desarrollar con tus propias fuer-
zas, mejor asimilarás lo que más tarde leas o escuches.
¿No te parece que, en el fondo, los contraceptivos y los métodos na-
turales están buscando lo mismo? ¿Por qué, entonces, tanta oposición a
los primeros y tanta manga ancha con los segundos? ¿O no es eso lo que
sucede?
1. Paternidad responsable
Responsabilidad… generosa
120
Al respecto, deben tenerse en cuenta multitud de factores, sin dejar-
se dominar por una mera visión materialista y egoísta de la vida, aun-
que el ambiente empuje de manera sensible a ello.
Hay quien dice: «por ahora un hijo —u otro hijo— no nos lo podemos
permitir». En verdad, la expresión «podérselo permitir» no parece la
más adecuada para el caso: uno puede permitirse un abrigo de piel, un
viaje a América o un nuevo automóvil; ¡pero un hijo…!
Un hijo, una persona, es lo más grande que existe en el universo. Un
hijo, uno no «se lo permite», sino que —entre enamorado, pasmado y
agradecido— acoge esta magnífica dádiva, tal vez exigente, pero hon-
damente enriquecedora.
En el extremo opuesto, una manera de librarse del compromiso que
enaltece y preferir la propia y puntiforme comodidad o seguridad con-
siste en pretender que para tener un hijo —u otro hijo— se requieren
unas condiciones ideales. Con ese planteamiento, muy pocos aumenta-
rían su descendencia.
Es de Saint-Exupéry, aunque otros la han rozado antes y después de
él, esta hermosa frase, que repito de memoria:
El amor entre los cónyuges no significa estar mirándose uno a otro, sino
mirar juntos en la misma dirección.
121
Pero, entre todos los remedios, no saben apreciar el único verdadero:
la vida. ¡La vida se defiende con la vida! La humanidad volverá a mirar
hacia el porvenir con confianza no a fuerza de acumular bienes, de cre-
ar barreras con el fin de conservarlos, mirando con recelo a los seme-
jantes y difundiendo miedo…, sino con la vida.
Para concluir: parece absurdo que el hombre no haya comprendido
esta verdad elemental. De esta suerte, su sabiduría ha logrado conven-
cer a los demás de que el hijo es un peso, un estorbo; de que la vida es
una amenaza contra la vida; y de que los creadores de vida se tornan
irrazonables y comprometen el bien de la humanidad.
En conformidad con lo que señala este autor, la sabiduría de los
hombres degenera en una suerte de ceguera muy poco lúcida. Precisa-
mente contra esa falta de penetración, se levantó repetidamente la voz
de Juan Pablo II (la voz de los que no tienen voz, como tantas veces
nos dijo); por ejemplo, con ocasión de las conferencias de El Cairo y
Pekín sobre población y desarrollo, en las que se pretendía imponer a
los pueblos del tercer mundo programas de limitación de los nacimien-
tos sin respetar como se debe la dignidad humana.
Los padres son ministros de la vida humana: servidores, no dueños.
Por eso antes insistía en que, como una exigencia de su dignidad, la
procreación humana debe ser siempre el fruto y el término del amor
esponsal: toda persona goza del derecho a entrar en la existencia como
resultado de un acto de amor, recíproco y exquisito, de sus padres.
Fuera de ese contexto, se está vulnerando su dignidad.
122
ningún tipo de esclavitud o servidumbre, como a veces se intenta que
pensemos.
He explicado en este mismo escrito que los hijos constituyen la pro-
longación natural del amor y de la entrega recíproca de los cónyuges.
Por tanto, solo podrá hablarse de sometimiento envilecedor del padre o
de la madre a su descendencia cuando la relación entre los esposos
admitiera también semejantes calificativos.
Mas sugerí en su momento que la donación mutua de los cónyuges,
lejos de configurarse como una subordinación forzada, representa el
fruto más genuino y enaltecedor de la libertad enamorada y constante-
mente mantenida. La llegada de cada nuevo vástago no hace sino am-
pliar e intensificar ese acto de amor libérrimo y gratuito y, claro está,
también sacrificado… como todo amor.
Por el contrario, a veces los progenitores se erigen en árbitros abso-
lutos de la vida del hijo, rechazándolos por el presunto daño que a ellos
pudiera reportarles (medido en ocasiones por parámetros tan banales
como el deseo de disfrutar de la juventud, el éxito profesional incontro-
lado o el simple sexo de la criatura); o se empeñan a toda costa en te-
ner descendencia (a menudo, después de haberla repudiado violenta-
mente durante años) y recurren a los distintos métodos de fabricación
de un ser humano con el fin de colmar sus ansias de paternidad-
maternidad o el vacío sentimental que una vida de pareja poco entre-
gada origina en ellos…
En todos estos casos, y en otros similares, la nueva criatura o viene
considerada como un simple instrumento para la satisfacción de quienes
no la desean o la anhelan a toda costa, atentando también en la segun-
da de las circunstancias contra la dignidad del crío, que sólo logra salvar
radicalmente la intervención de Dios: un Dios que, pese a todo, le con-
fiere el ser como consecuencia de su Amor infinito, un Amor exacta-
mente idéntico al que ofrenda a quienes entran en este mundo como
resultado de un acto de exquisita donación amorosa en el seno del ma-
trimonio.
Cuanto estoy apuntando constituye una de las distorsiones más pro-
fundas que pueden darse en el conjunto de las relaciones humanas.
Sus consecuencias resultan difíciles de anticipar. Con todo, semejan-
tes casos ocupan con frecuencia las portadas de los periódicos, teledia-
rios y revistas del corazón. No pasa mucho tiempo sin que se nos in-
forme de que un famoso o una famosa —o alguien que empieza a serlo
justo como resultado de esta acción— acuden por ejemplo a un banco
123
de embriones para seleccionar aquel con el que piensa paliar sus caren-
cias afectivas.
124
Y también que ese mismo trato, privado de su virtualidad natural, de
la entrega real al otro miembro del matrimonio o de la apertura hacia la
vida, lesiona de forma irreparable el amor entre los cónyuges.
Cuestión que puede explicarse, más o menos, como sigue.
1. Precisamente porque, llevadas a término en el respeto a su
cualidad natural, las relaciones matrimoniales incrementan notablemen-
te el amor conyugal, justo porque constituyen un instrumento específico
y maravilloso para acrecentar la unión, cuando se elimina violentamente
su constitutiva rectitud, se transforman, de elemento inigualable de
perfeccionamiento, en seguro factor de desorden y muerte.
2. Porque en sí mismas son excelentes, cuando se las desvirtúa,
infligen un grave perjuicio: un beso, como herramienta de traición, es el
más letal de los engaños.
La gran contradicción
125
Cabría dar un paso más y preguntarse: ¿dónde radica realmente la
contradicción?
Y la respuesta sería, más o menos: una contradicción es tal porque
afirma y niega, simultáneamente, la misma realidad; y esto es lo propio
del amor contraceptivo:
En él se rechazan drásticamente los tres elementos constitutivos del
amor que subjetivamente y, a veces, con sinceridad, pretenden confir-
marse. Se afirman y niegan, de manera simultánea, la corroboración
mutua en el ser, los deseos de plenitud y la entrega recíproca.
En efecto, ¿qué se dicen los esposos que utilizan tales métodos, en
relación con cada uno de estos tres integrantes del amor?
1. Respecto al primero, si pretenden en verdad amarse, no pue-
den sino afirmar con el espíritu: «te quiero, estoy encantado con que
existas, acepto y confirmo tu persona íntegra» (en virtud de su superla-
tiva unidad, si no se acoge la persona íntegra… de ningún modo se
acepta a la persona); pero con el uso de su genitalidad, a través de sus
relaciones íntimas, niegan lo que en principio su espíritu sostendría y
afirman en lugar de ello: «te quiero, sí, pero te quiero estéril; me en-
trego enteramente a ti, con excepción de mi capacidad de engendrar».
2. En lo que afecta al segundo punto, sostienen: «deseo y busco
tu plenitud como persona, tu desarrollo perfectivo, pero no el engrande-
cimiento que en ti puedan suponer la paternidad, la maternidad»; «an-
helo gozosamente que entres en mi vida, para perfeccionarla… pero me
reservo el derecho de mantener infecundas, de no desplegar las facul-
tades que me llevarían a ser padre, o madre, de tus hijos».
3. Por fin, aseguran: «soy todo tuyo, eres toda mía, menos
nuestra capacidad de generar, que debe permanecer en barbecho».
¿No son todas estas restricciones prueba palpable, puesto que se si-
túan en un plano casi físico, de la falsía real —no necesariamente ad-
vertida ni culpable— de las relaciones contraceptivas? ¿No es evidente
que, a pesar de todas las teóricas confesiones verbales de amor, proba-
blemente sinceras, se rechaza de hecho una dimensión esencial de la
persona querida, una dimensión que constituye parte fundamental de
su índole sexuada y, por tanto de su mismo ser personal?
Se acoge teóricamente a la persona amada, y se entrega uno a ella,
repudiando al mismo tiempo algo fundamental de uno y de otro, una
porción del propio ser personal.
De amor, de entrega incondicionada, ni rastro: todo son distinciones,
salvedades.
126
Una contradicción es tal porque afirma y niega, simultáneamente,
la misma realidad; y esto es lo propio del amor contraceptivo
Y el lenguaje correcto
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
127
¿Piensas que los métodos naturales están permitidos justo por ser
naturales? ¿Significa eso que los artificiales no son legítimos precisamen-
te por su carácter artificial? Te pongo sobre aviso de que en las pregun-
tas hay algo de trampa, y que es bueno que intentes descubrirlo.
Comenta esta frase, inspirada en Juan Pablo II: La contracepción
contradice la verdad del amor y disminuye o incluso puede llegar a anular
la felicidad que de ese amor deriva.
¿Qué entiendes por contradicción? ¿En qué sentido serían contradic-
torias las relaciones contraceptivas y por qué? Para acertar con la res-
puesta, intenta calibrar la relación entre la unión conyugal y el amor del
que deberían derivar o, de hecho, derivan.
Suponiendo hipotéticamente que, en el fondo, los usuarios de los
métodos naturales y los de anticonceptivos buscaran lo mismo, ¿cuáles
son las diferencias entre su modo de obrar a la hora de mantener rela-
ciones íntimas?; ¿te parece que esas diferencias bastan para legitimar los
primeros y declarar ilícitos los segundos? También ahora debes matizar lo
suficiente, si no quieres incurrir en error.
128
VII. Los métodos naturales
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
1. Introducción general
129
Los cónyuges se unen para manifestarse el recíproco cariño y sobre el
fondo de la alegría de poder llamar a la vida a otra persona, que testi-
moniará con su presencia el amor común.
Resulta indudable que uno de los objetivos connaturales de la sexua-
lidad humana es la fecundidad. Hijos, por tanto, sí, pues son una bendi-
ción. Y procurando darles, dentro de nuestras posibilidades y contando
siempre con la voluntad divina, lo mejor para cada uno.
Los esposos deben, por tanto, estar dispuestos a recibir con alegría la
descendencia que Dios les mande. Pero es perfectamente legítimo que,
como en las restantes circunstancias de la vida, pongan su entendi-
miento al servicio de los designios divinos, e intenten descubrirlos y
obrar del modo más conforme para darles cumplimiento.
Por eso pueden recurrir, cuando haya causas para hacerlo, a proce-
dimientos aptos y lícitos para regular la concepción.
130
La ovulación no tiene lugar con regularidad matemática
131
Los métodos más comunes
Su validez
132
de ser siempre moralmente ilícitos, presentan desde distintos puntos de
vista no pocos efectos secundarios indeseables o incluso nocivos.
Cuando lo que parece imponerse es el envilecimiento progresivo de la
sexualidad, la promoción inteligente de los métodos naturales, si exis-
ten causas justificadas para su utilización, puede representar un camino
para mantenerla en un nivel humano, respondiendo a las justas expec-
tativas del hombre y de la mujer.
Según recordaba ya Pablo VI,
… una práctica honesta de la regulación de la natalidad exige, sobre todo, a
los esposos, adquirir y poseer sólidas convicciones sobre los verdaderos valo-
res de la vida y de la familia, y también una tendencia a procurarse un perfec-
to dominio de sí mismos. El imperio sobre el instinto, mediante la razón y la
voluntad libre, impone sin ningún género de duda una ascética, para que las
manifestaciones afectivas de la vida conyugal estén en conformidad con el or-
den recto y particularmente para observar la continencia periódica. Esta disci-
plina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyu-
gal, le confiere un valor humano más sublime. Exige un esfuerzo continuo,
pero, en virtud de su influjo beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramen-
te su personalidad, enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vi-
da familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la solución de otros pro-
blemas; favoreciendo la atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar
el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y enraizando más su sentido de
responsabilidad96.
En general
133
1. Sin duda, los métodos naturales de regulación de la fertilidad
permiten lícitamente retrasar o evitar por tiempo indefinido una concep-
ción, si existen causas graves para ello.
2. Pero no es esa su esencia constitutiva.
3. Lo radicalmente configurador de la Planificación Natural es la
inestimable posibilidad que ofrece a los cónyuges para mejorar sus rela-
ciones íntimas, ayudando a establecer en el seno del matrimonio un tra-
to estrictamente personal —entre persona y persona, consideradas co-
mo tales—, presidido por el amor.
Para el matrimonio
134
1. Un incremento de la autoestima de la mujer, fascinada ante el
esmerado primor con que ha sido creada, también por lo que respecta a
esta dimensión tan íntimamente personal del propio cuerpo.
2. Un aumento paralelo de la comprensión de sí misma y de su
psique, que la lleva en muchos casos a explicarse situaciones y estados
de ánimo que hasta entonces la desconcertaban.
En este sentido, resultan muy sugerentes los párrafos de una carta
recogida por Mónica de Aysa, en los que una chica le cuenta los benefi-
cios que le ha proporcionado el simple conocimiento de los métodos na-
turales, incluso antes de ponerlos en práctica, puesto que todavía no se
había casado:
Me sirven los métodos naturales en el noviazgo para controlar mis esta-
dos de ánimo [...]. La observación de los síntomas ligados a cada fase del
ciclo me ha servido muchas veces para conocer el porqué de mis estados
anímicos. Observando, he aprendido, entre otras cosas, que en los días de
la ovulación estoy más activa; en los días previos a la menstruación más
cariñosa y del día que comienza el período me encuentro “fatal” [...] me
doy cuenta de cómo efectivamente se relacionan mi estado de ánimo y mi
estado físico con el momento del ciclo menstrual en el que me encuentro
[...]. Consigo con menos esfuerzo el dominio de mí misma [...] me parece
un tema apasionante conocer con profundidad cómo funcionan el cuerpo
del hombre y de la mujer y su aparato reproductor. También esto me ha
ayudado a comprender mejor la psicología masculina y femenina97.
97 AYSA, Mónica de, Sexo: un motivo para amar, Palabra, Madrid, 2001, pp. 10-12.
135
Desde que estamos practicando su método, me encuentro mucho mejor.
Antes me creía en la obligación de demostrar que era muy macho; pero
ahora estoy aprendiendo de verdad a ser hombre.
98 AYSA, Mónica de, Sexo: un motivo para amar, Palabra, Madrid, 2001, pp. 53-54.
136
menudo inconsciente— que se forma en la psique de la mujer durante todos
los años (entre 15 y 25, por término medio) en que decide tener una vida
sexualmente activa, pero prescindiendo de forma categórica de la materni-
dad.
En estos años, los más fértiles desde cualquier punto de vista, la actitud
de la mujer respecto a su propia capacidad de engendrar resulta —
consciente o inconscientemente— no solo negativa porque así lo plantea y lo
desea, sino orientada de continuo contra la posibilidad de quedarse embara-
zada: en la psique femenina se insinúa un sentido de terror respecto a un
acontecimiento temido y que, no obstante, la amenaza… por el hecho de
que, por naturaleza, se encuentra inseparablemente unido a las relaciones
sexuales.
Un fenómeno tan prolongado y profundo no puede sino dejar una huella
en el modo de pensar, de vivir y de afrontar la maternidad, cuando la mujer
se decide a tener hijos. Huellas todavía no del todo determinadas, pero sin
duda alguna importantes99.
137
Por el contrario, en relación con la futura prole, los métodos naturales
permiten:
1. Querer con una intencionalidad redoblada —inaccesible para
quienes no dominan los secretos de estos métodos— a todos y cada uno
de los hijos que Dios tenga a bien conceder.
Puesto que los que practican la planificación natural disponen de los
medios para evitar la concepción de una nueva criatura, cuando deciden
acogerla agradecidos, ese hijo o esa hija entran en el mundo como fruto
de un acto de voluntad —de amor— en cierto modo más directo y, so-
bre todo, expreso que el de quienes ignoran los métodos naturales.
2. Determinar, dentro de ciertos límites, el momento y las cir-
cunstancias de cada concepción y nacimiento, de forma que pueda
atenderse con mayor dedicación y efectividad a las necesidades del hijo.
3. Enriquecer con el regalo de la maternidad a algunos matrimo-
nios, en los que la esposa se encuentra aquejada por una infertilidad
subsanable a través de estos métodos.
(Lo que constituye la prueba más palpable —aunque no necesaria-
mente la más profunda— de que la Planificación Familiar Natural no de-
be reducirse a un conjunto de técnicas para retrasar o eludir de por vida
la concepción, puesto que en algunos casos, cada vez más numerosos,
se utiliza justo para lo contrario: para hacer posible la digna venida al
mundo de un ser humano100).
4. Cuando existan causas suficientemente graves que aconsejen
posponer un embarazo, seguir manifestando y acrecentando el amor
conyugal también a través de los encuentros íntimos.
(Al contrario de lo que sucede con los contraceptivos, que, constituti-
vamente y con independencia de la intención subjetiva de quienes los
utilizan, tornan radicalmente contra-dictorio el amor que pretenden ex-
presarse sus usuarios).
5. Aceptar gozosamente la llegada de un hijo no planeado cuan-
do, en contra de lo que honradamente habían creído descubrir los cón-
yuges, es esa la voluntad de Dios para ellos.
Este último extremo lo considero de una relevancia clave, decisiva:
138
Como los auténticos usuarios de la Planificación Natural jamás
excluyen activamente a los hijos, ninguno de estos llegará nunca
a su familia como no-querido
A. FUNDAMENTOS
En consecuencia, habría que recordar dos cosas: en primer térmi-
no, los motivos por los que las relaciones matrimoniales presididas por
el amor promueven el engrandecimiento y la consolidación de ese mis-
mo amor; en segundo, por qué la práctica justificada de los métodos
naturales no rompe ni disminuye esa virtud perfectiva, sino que, según
los casos, puede incluso llegar a intensificarla.
Los dos extremos han sido suficientemente tratados.
Respecto al primero, recordaré tan solo que:
139
1. El núcleo de un amor verdaderamente humano es espiritual:
amar es sustancialmente un acto de la voluntad con el que queremos el
bien para otro.
2. Pero, en la misma medida en que ese amor finito y participado
se prosigue y manifiesta auténticamente a través del cuerpo, recibe un
claro incremento, se engrandece.
3. Y como las relaciones conyugales íntimas representan la mani-
festación física más adecuada del amor entre un hombre y una mujer
en cuanto tales, contribuyen de una manera excepcional a desarrollar el
amor (voluntario y afectivo) de los cónyuges.
¿Razones?
Precisamente porque cada hombre es tremendamente uno (en el sen-
tido de unitario), la voluntad en que radica en fin de cuentas el amor, la
afectividad donde reside la mayor parte de los sentimientos, y la activi-
dad física en que concluye la relación conyugal, actúan en perfecta con-
tinuidad e interdependencia: de manera que el ejercicio de cada una de
esas funciones se ve favorecido por el desarrollo equilibrado de las res-
tantes y, cuando existe esa armonía, revierte sobre ellas, perfeccionán-
dolas.
140
1. Dominio arbitrario y manipulador de la sexualidad humana,
para quienes propugnan el uso de contraceptivos.
2. Y respeto total de la naturaleza, para los que utilizan, con
causa proporcionada, la Planificación Familiar Natural.
En este sentido, y puesto que el respeto ha sido expresamente inclui-
do desde mediados de este siglo en la casi totalidad de los códigos de-
ontológicos vigentes en nuestra cultura, me atrevería a afirmar que la
dispensación de contraceptivos con fines antinatalistas se opone a la
esencia misma de la condición y práctica médicas, mientras que la en-
señanza y recomendación de la regulación natural no solo concuerda
maravillosamente con las exigencias de una correcta preocupación
ecológica o de la medicina naturista, sino que hunde sus raíces en ese
profundísimo núcleo de humanidad que legitima y engrandece a la pro-
fesión médica en cuanto tal.
Pero si la esencia de los métodos naturales de autodiagnóstico reside
en el respeto reverencial por la naturaleza y, más en concreto, por la
delicada y maravillosa sexualidad femenina, tampoco violentará los
elementos naturalmente constitutivos del amor, al contrario de lo que
ocurre con el uso de contraceptivos.
Desde esta perspectiva, la regulación natural de la fertilidad conserva
intactas todas las virtualidades enriquecedoras inscritas en las relacio-
nes conyugales no desprovistas de su recta orientación.
Y hay más. El uso adecuado de los medios naturales no solo mantiene
la pujanza originaria, sino que mejora —desde diversos puntos de vis-
ta— la calidad del trato íntimo.
Como acabo de apuntar, uno de esos extremos lo constituye el in-
cremento del señorío sobre el propio ser y sobre la propia sexualidad,
exigido y provocado por la continencia periódica: una potestad que
acrecienta, de forma muy notable y necesaria, la categoría y la intensi-
dad del amor entre los cónyuges, al perfeccionar la calidad de su entre-
ga mutua, gracias a un incremento del propio autodominio.
En conclusión: el recurso a los medios de autodiagnóstico, al aumen-
tar el dominio de la persona sobre sí misma, aquilata la categoría de la
entrega, mejora el temple del amor y, finalmente, favorece y perfeccio-
na —desde la perspectiva más honda en que cabe advertirlo— las rela-
ciones conyugales.
141
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
142
VIII. La actitud fundamental ante los hijos
¡Alerta!
Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay
de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o
dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal
o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando.
Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de
búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no
sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cues-
tiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada».
Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras
responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
143
rencias que separan e incluso oponen la contracepción y el uso justifi-
cado de la planificación familiar.
No es infrecuente que quienes utilizan de manera habitual contracep-
tivos intenten equiparar su conducta a la de los usuarios de los métodos
naturales argumentando más o menos que, en el fondo, unos y otros
buscan lo mismo: eludir la llegada del hijo.
Ante semejante planteamiento, y superando una superficialidad bas-
tante extendida a la hora de abordar estas cuestiones, es menester de-
jar muy clara la diferencia abismal —¡auténtica opsición!— entre la anti-
concepción y la práctica adecuada de los métodos naturales.
144
se hace un balance de satisfacciones que proporciona y sacrificios que exi-
ge, para concluir a menudo que no vale la pena101.
145
Modificando cuanto fuera menester las circunstancias, sin duda ex-
cepcionales, la actitud profunda del auténtico usuario de métodos natu-
rales debe ser análoga a la de la madre de nuestra anécdota.
El hijo futuro es para ellos un gran bien al que, por razones graves y
justificadas, no pueden dar vida.
1. Han de soportar, como antes decía, la carencia —para ellos,
para el mundo y, sobre todo, para la posible criatura— de esa maravilla
que sería una nueva persona.
2. No hacen nada positivo que se oponga a ello.
3. Pero dejan de poner los medios para que ese ser humano en-
tre en el banquete de la existencia.
Y esta sería la segunda gran diferencia entre las dos conductas que
estamos analizando.
1. Los anticonceptivos ponen positivamente los medios para im-
pedir la vida posible.
2. Mientras que la Planificación Familiar Natural deja de utilizar
los recursos que podrían hacer surgir esa vida, sin establecer obstáculo
alguno para la misma.
Y aunque ante una mirada epidérmica ambos procedimientos se ase-
mejen, quien sabe adentrarse hasta el corazón de los asuntos advierte
una oposición de raíz entre ellos, que se suma a la tanto o más radical
que establece ya la contrapuesta actitud de fondo: hijo como mal que
debe evitarse o como bien que, desgraciadamente, no se puede traer a
la luz.
La distinta valoración moral y antropológica que corresponde a los
dos casos no es difícil de ver acudiendo a las claves de la ética natural.
En concreto, basta con recordar una distinción bastante neta:
146
adquiera —sin perjuicio para nadie— un beneficio lícito de orden mate-
rial o espiritual…
Como consecuencia, jamás quedará justificado ningún tipo de actua-
ción destinada directamente a impedir el grandioso bien que es la con-
cepción de un ser humano; dicho a modo de paradoja: nunca será legí-
timo sustraer la vida a alguien antes o en el momento en que esta co-
menzaría.
C. AFIRMATIVOS Y NEGATIVOS…
Sin duda, para cualquier persona que aspire ilusionada a llevar una
existencia plena, el precepto que compendia toda la moral es eminen-
temente positivo: haz el bien.
Pero eso no significa que tenga el deber de hacer efectivos todos los
bienes que hipotéticamente, considerando la cuestión en abstracto, po-
drían existir; en contra de lo que afirmaba el conocido personaje de
Shakespeare, ningún ser humano viene a este mundo con la obligación
de salvarlo, resolviendo todos los problemas que en él se plantean.
Tampoco exige semejante principio realizar todo el bien que cada in-
dividuo concreto, atendiendo a sus circunstancias particulares y a sus
determinadas aptitudes, podría llevar a término; entre otros motivos, y
no de los de menor peso, porque nuestra libertad se actualiza casi
siempre mediante la opción entre distintos miembros de una alternati-
147
va, y la preferencia por uno de ellos deja por fuerza fuera los restantes,
muchos de ellos también buenos.
Por ejemplo:
1. Si decido estudiar medicina como medio de servir a mis seme-
jantes, no estaré preparado para construir las fábricas o las carreteras
que también los beneficiarían;
2. Si dedico parte de mis posesiones a ayudar a los enfermos de
SIDA, es muy probable que carezca de recursos para atender a los dam-
nificados de un terremoto, etc.
148
en el mundo, pero sí dejando de poner los medios para que la eventual
concepción se lleve a cabo.
Un nuevo embarazo o nacimiento puede poner en serio peligro la sa-
lud de la madre; puede —en casos excepcionales en la porción del
mundo en que nos desenvolvemos, pero nada infrecuente entre las ca-
pas menos favorecidas de esa misma sociedad o en regiones subdes-
arrolladas— comprometer el normal despliegue de la entera familia: por
falta del cobijo adecuado o, simplemente, de alimentos y demás medios
de primera necesidad; en algunos países, todavía hoy se persigue a los
matrimonios que superan un número ínfimo de hijos (a veces uno o
dos), a los que a veces llegan a dar muerte, en especial si el neonato es
una niña; en situaciones de guerra, podría suponer una amenaza para
todos, empezando por la posible criatura, el que una mujer se quedara
embarazada; hay circunstancias en que el peligro de enfermedad física
o psíquica grave para la futura prole está claramente probado…
En tales coyunturas, cabe arrostrar las consecuencias del crecimiento
de la familia, poniendo en primer plano la valía de cualquier persona,
incluso profundamente infradotada.
Pero también es legítimo, con el fin de evitar males mayores, dejar
de poner los medios para ese incremento; e incluso cabría que esto
último fuera estricta obligación, como en el caso —cada vez menos fre-
cuente entre los países técnicamente más desarrollados— de una madre
de familia con hijos pequeños que la necesitan vital e imperiosamente y
para quien una nueva gestación supusiera un riesgo mortal.
En resumen, la obligación de hacer el bien puede verse atenuada, por
decirlo de algún modo, por los males de mayor trascendencia que, en
determinadas condiciones, acompañan a esos beneficios.
Si el hijo es un bien…
Volviendo al tema que nos ocupa, y por más que pueda sonar co-
mo fanatismo a algunos oídos contemporáneos, incluso repletos de
buena intención, parece conveniente recordar que todo matrimonio está
obligado a acoger gozosamente la prole que se derive de la expresión
de su amor recíproco a través de la sexualidad.
Mas es de sentido común que esto no se traduce en el deber de diri-
gir toda su vida hacia la consecución del máximo número de hijos que
149
las leyes biológicas harían teóricamente posible. Ni siquiera, por decirlo
de alguna forma, toda su vida de esposos. En cuanto tales, a lo que se
han comprometido es a amarse y a incrementar el afecto mutuo sin po-
ner ninguna traba a cuanto de ese amor pueda surgir. Entre los frutos
de tal cariño se cuentan, obviamente, los hijos. Pero no solo ellos.
Por eso, y midiendo mucho cada palabra, aun cuando nunca les esté
permitido impedirlas o suprimirlas, sí será lícito dejar de atender a la
obligación de traer nuevas personas a este mundo cuando ese bien se
oponga frontalmente a los otros deberes que también les incumben:
conservación de la propia vida y de la del cónyuge, de la de los restan-
tes hijos a su cargo, etc., tal como he insinuado.
En concreto, si existe un motivo de suficiente peso, como los que an-
tes señalé, los esposos pueden dejar de tener relaciones íntimas en los
días fecundos, justo para cumplir con auténtica dedicación sus otros
compromisos.
(Muy en particular, han de suplir entonces el déficit de la entrega físi-
ca personal mediante los mil y un detalles que un alma enamorada en-
cuentra para que el amor recíproco no merme).
Aun cuando nunca les esté permitido impedir o suprimir una vida
humana, sí será lícito a los cónyuges dejar de atender a la obliga-
ción de traer nuevas personas a este mundo cuando ese bien se
oponga frontalmente a otros deberes proporcionalmente graves
Resumen
150
A modo de ejemplo
151
Aunque se trate de una situación delicadísima y aparentemente muy
alejada del supuesto que nos ocupa, se intuye con cierta facilidad la di-
ferencia entre: a) obrar positivamente en contra de un bien o b) sim-
plemente dejar de actuar a su favor cuando la situación así lo reclama.
Y asimismo se advierte, retomando nuestra hipótesis, que las acciones
encaminadas a devolver la salud a quienes los recursos lo permitan no
pierden nada de su valor por el hecho de que otros pacientes no puedan
ser atendidos. A nadie que lo piense serenamente se le ocurre proponer
que, puesto que no es hacedero cuidar de todos, se deje sin atender a
ninguno.
Estas palabras de Caffarra, aunque no directamente aplicadas al tema
que nos ocupa, ayudan a entender todo lo dicho:
Un padre de familia debe hacer con frecuencia cuentas con su tiempo:
una parte de él debe darlo al ejercicio de su profesión, otra, al diálogo con
sus propios hijos. No se trata de tener que elegir entre un bien y un mal:
en ambas elecciones posibles está presente un bien (inteligible) operable.
Sin embargo, hay momentos para el trabajo y no para el diálogo con los
hijos y momentos para el diálogo con los hijos y no para el trabajo. La pri-
mera elección no implica un rechazo del diálogo con los hijos: el padre va a
trabajar no porque crea que sea malo permanecer en casa y dialogar con
sus hijos, sino simplemente porque el bien del diálogo no debe ser realiza-
do —debe ser omitido— en este momento en el que se tiene que ir a traba-
jar. Esta persona no juzga que sea malo el diálogo en el tiempo del trabajo
y/o que sea malo el trabajo en el tiempo del diálogo: ambos son bienes
que deben ser realizados en el momento oportuno. Se puede también de-
cir: en el momento en el que obra uno de los dos bienes, la persona per-
manece espiritualmente abierta al otro, en el sentido de que ni su razón lo
juzga un mal ni su voluntad lo excluye como tal.
Este ejemplo nos ayuda a comprender una dimensión esencial de la vida
moral. Los dos actos son expresiones de la misma virtud de la piedad (de
los padres hacia los hijos). Puesto que el bien no es nunca contrario al bien
como ya Aristóteles había demostrado: (Predic. II, 13 b 36), ningún acto
de virtud es contrario a otro acto de la misma (o de otra) virtud. Y, por
tanto, no es nunca lícito excluir uno en favor de otro. En efecto, todo acto
de virtud debe ser realizado en el modo debido (o circunstancias): si no es
realizado en el modo debido, no es ya un acto de virtud, sino que solo tiene
la apariencia de ser tal. En realidad, es un acto vicioso. Y, por tanto dar al
trabajo un tiempo tal que no permita ya tener un diálogo con los hijos,
aunque se tuviera la intención de asegurar el bienestar de los hijos, no es
ya un acto de virtud, sino un acto contra la virtud de la piedad (de los pa-
dres hacia los hijos)102
102 CAFFARRA, Carlo, Ética general de la sexualidad, EIUNSA, Barcelona, 1995, pp.79-
80.
152
Como veremos de inmediato, el caso de la regulación natural pare-
ce menos claro.
Normalmente, se acepta sin reservas la conveniencia de suspender
el trato íntimo en los días fecundos; pero cuesta más admitir la licitud y
la conveniencia de mantener relaciones en los días infértiles.
¿Por qué?
Pienso que porque la cuestión se enmaraña con tres falsos supuestos,
que impiden comprender su auténtica naturaleza:
1. Que los usuarios de los métodos naturales consideran al posi-
ble hijo como un mal, cosa que quedó descartada en el apartado ante-
rior.
2. Que la unión se encamina más directamente a provocar el pla-
cer que a expresar e incrementar el amor, juicio a su vez rebatido por el
hecho innegable de que los esposos en cuestión se abstienen efectiva-
mente de tener relaciones determinados días, tantas veces en contra de
lo que dictan sus impulsos sensibles.
3. Que el deleite tiene, curiosamente, cierta razón de mal: lo
cual solo sería cierto si se antepusiera desordenadamente a los otros
elementos que intervienen en el trato íntimo, excluyendo de forma posi-
tiva a los hijos e ignorando asimismo el amor.
Pero si se superan estos falsos espejismos, y como consideraremos
enseguida, no existe motivo alguno que torne ilegítima la manifestación
corporal del amor entre los cónyuges en los días infecundos; más aún,
hemos visto sugerir a los últimos Pontífices que la calidad del matrimo-
nio mejora con esas pruebas de sincero afecto.
153
la realidad y, más en concreto, con la vida humana, con unos presu-
puestos que cabría calificar como utilitaristas.
No es infrecuente que quienes enfocan así la existencia, lleguen inclu-
so a acusar a los usuarios de métodos naturales de hipocresía. Serían —
según ellos— unos especialistas en nadar y guardar la ropa. Pretende-
rían aprovecharse de las relaciones conyugales —más de una vez he
oído esta expresión no muy afortunada— con la conciencia tranquila de
no estar realizando algo ilegítimo, pero evitando, igual que los consumi-
dores de contraceptivos, la carga de los hijos.
¡No!, me he visto tentado a gritar en más de una ocasión… aunque el
respeto y el cariño me hayan llevado a exponer mis razones con toda la
calma y la serenidad posibles.
Quienes practican de forma auténtica y motivada la regulación natu-
ral de la fertilidad no se aprovechan para nada del privilegio que les
otorga su conocimiento.
Muy al contrario, este les sirve para expresar sinceramente el amor a
su cónyuge, acogiendo agradecidos —¡cómo no!— la satisfacción íntima
y el deleite que el ejercicio conyugal de ese cariño lleva aparejados.
Y, por lo mismo, como sabemos, se privan con esfuerzo de semejante
gozo cuando la unión íntima no sería expresión de amor al cónyuge, si-
no de egoísmo.
Por otro lado, esas personas no consideran en ningún momento la
posible descendencia como una carga ni ponen impedimento alguno pa-
ra eludirla. Aun a riesgo de resultar pesado, repito que para ellos los
hijos siguen siendo un gran bien, cuya lamentable carencia se ven for-
zados a tolerar con el fin de evitar males mayores, y sin que ello les lle-
ve en ningún momento a poner trabas positivas a la concepción.
Y por eso, en cuanto desaparecen las causas que exigían esa renun-
cia, instauran de nuevo los medios —a través de la propia planificación
natural o sin regulación alguna de las relaciones— para dar vida a las
criaturas que antes anhelaban, pero una fuerza mayor les impedía pro-
mover.
Todo lo que se aleje de estas disposiciones de la voluntad y de este
modo concreto de comportarse, sean cuales fueren los sentimientos que
los acompañen, se distancia también e incluso se opone frontalmente a
la actitud personal más honda que no solo torna legítimo sino que pue-
de hacer antropológicamente muy provechoso el recurso a los métodos
naturales.
154
Para los auténticos usuarios de métodos naturales los hijos si-
guen siendo un gran bien, cuya lamentable carencia se ven obli-
gados a tolerar con el fin de evitar males mayores
155
conocimiento del cónyuge—, y, en lo que atañe a su vida más íntima,
entre ellos no se instaura ningún tipo de comunicación.
En ocasiones, el único punto de encuentro de esa pareja acaba sien-
do, tristemente, el placer. Con lo que, en fin de cuentas, no solo tiende
a desaparecer el más genuino y rico sentido de la sexualidad —reducida
tantas veces a una genitalidad patológicamente sobrevalorada—, sino
que puede perecer también el amor.
Algo totalmente ajeno al ejercicio justificado de la Planificación Fami-
liar Natural, que se encuentra en las antípodas de cualquier tipo de re-
servas de corte individualista.
En efecto, de manera casi obligatoria, por su misma naturaleza
intrínseca, los métodos naturales llevan a adoptar la perspectiva del
otro. Cosa que, como ha ido quedando claro en todo nuestro escrito, es
la clave del verdadero amor y de la existencia y el éxito del matrimonio.
Tranquilidad.
El conocimiento humano es progresivo. Normal-
mente no se comprende del todo lo que se lee por
primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara
para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento
aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y ve-
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nir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado
final suele provocar una notable satisfacción.
Ánimo.
Contraportada
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Tomás Melendo es Doctor en Ciencias de la Educación y en Filosofía.
Desde 1983 ocupa la Cátedra de Filosofía (Metafísica) de la Universidad
de Málaga. Ha publicado más de cincuenta libros y de un centenar de
artículos en revistas especializadas, además de los que figuran en In-
ternet. Marido enamorado —tal como se declara— y padre de siete
hijos, últimamente ha dedicado una muy especial atención a cuestio-
nes relativas a la familia y creado y coordinado en su Universidad un
Máster en Ciencias para la Familia y otros Cursos afines:
www.masterenfamilias.com
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