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Nuestra lectura parte de los supuestos ya trabajados en el escrito Donde viven los
monstruos, donde afirmábamos que algunos personajes que forman parte de la
narrativa de Millás podían leerse como zombis. En este caso, trabajaremos sobre
Jesús; el personaje principal de Tonto, muerto, bastardo e invisible, apuntando a
delinear cuáles son las características que nos permiten pensarlo como un niño-
zombi. En este sentido, organizaremos el texto sobre la base de tres apuntes
titulados a partir de una serie de categorías sobre las cuales nos permitimos
reflexionar y articular para pensar la figuración del cuerpo zombi: (i) el tartamudo,
(ii) el muerto, (iii) el corpus. Dejamos pendiente otro apunte más que se pensará en
conjunto con el resto de nuestro corpus una vez trabajada la novela No mires debajo
de la cama, que referirá al espacio en el que Millás ubica a estos cuerpos zombis y
que resulta crucial para trabajar la hipótesis que atraviesa nuestra adscripción. Es
por eso que en este escrito sólo nos limitaremos a trabajar por qué el personaje de
Jesús puede leerse como zombi, ampliando el sistema categorial con el que
anteriormente definimos a este tipo de monstruo.
En nuestro trabajo anterior habíamos arrojado una hipótesis con respecto a los
niños zombis que leíamos en Cerbero son las sombras y en El mundo, proponiendo
que en las novelas de Millás trabajadas se deviene zombi sólo en la niñez. El ser niño
resultaba de una condición esencial para convertirse efectivamente en un muerto-
vivo porque, según habíamos afirmado, el zombi no es aquel que se ha muerto y ha
salido de su tumba, sino el que no ha llegado a morirse del todo. El que, aunque el
título de este apunte y de la novela lo afirmen, no alcanza a ser un muerto en el
sentido en que Gabriel Giorgi lo plantea. Giorgi nos recuerda, recuperando a
Harrison, que la distinción entre el muerto y el cadáver se encuentra marcada por el
rito funerario del entierro y la decisión política que allí interviene. El ritual, “el pacto
sepulcral” del que habla Harrison, distribuye así persona de no persona, bios de zoé,
es decir, las vidas de las que merecen el reconocimiento comunitario, su inscripción
simbólica, su memorialización, de aquellas vidas cuyo final no merece, no requiere ni
amerita ninguna inscripción jurídica ni simbólica. (Giorgi, 2014:1998). El cadáver se
encuentra, así, desprovisto del rito funerario, despojado del imaginario simbólico
que supone ser parte de una cultura, reduciendo ese cuerpo a la no identidad. De
este modo, el cadáver se halla para Giorgi sometido a los procesos de
descomposición orgánica que lo vuelven un resto; pero es desde ese lugar que opera
en la resistencia (2014:203). Allí se encuentra principalmente su potencia política
en tanto que actúa como contestación frente a la instancia de poder que traza qué
cuerpos merecen ser memorables para la cultura de una sociedad y qué cuerpos se
reducen a la mera materia. Es este el punto común que encontramos entre el cuerpo
del cadáver y el cuerpo del zombi. Ambos comparten dos características que
permiten leerlos en serie: (i) el estado de descomposición al que estos cuerpos se
someten y (ii) el espacio en el que se ubican al no haber experimentado el rito
sepulcral.
Ahora bien, ¿por qué preguntarnos por estos cuerpos? Giorgi introduce un
interrogante que nos interpela para pensar el texto de Millás que hemos escogido
trabajar en estos apuntes, así como los que antes hemos analizado. La pregunta,
entonces, es sobre estos materiales estéticos que no pueden o no quieren “representar”
el cadáver sino que deciden presentarlo, traerlo a la luz, ponerlo a veces literalmente,
entre nosotros albergando e iluminando la resistencia de esa materia a desaparecer
(2014:204-205). De esta manera, el cuestionamiento de Giorgi resuena en nuestra
lectura en tanto habilita preguntarnos por qué los textos de Millás presentan a estos
vivos-muertos, forzándonos también, a señalar la cercanía y la diferencia que entre
el cadáver y el zombi puede haber. Si entendemos al muerto como aquel cuerpo que
ha sido provisto de sepultura y al cadáver como el cuerpo carente de vida que no la
ha recibido, se delinea la distancia con el cuerpo monstruoso. Aunque el zombi y el
cadáver compartan el estado común de putrefacción, en el zombi se conserva algún
rasgo de vida. El zombi, a diferencia del cadáver, no es lo que resta de una vida
(Giorgi, 2014:203) sino ese cuerpo siempre en tránsito entre una instancia y la otra,
pero que no alcanza a situarse en ninguna. Si la muerte es un sentido fijado
definitivamente (la cancelación de todo posible devenir), las “categorías zombi”
describen bien el modo en que términos que circulan con presuntos significados fijos
se usan para describir situaciones que no se corresponden con esos sentidos fijos (Link,
2015:223). Así, el sentido fijo del muerto se resignifica en el cuerpo del zombi para
dar lugar a esa categoría que no alcanza a decir el estado de este monstruo. Por eso
mismo es que “el muerto” de Millás, el Jesús muerto, no encaja con los sentidos
sedimentados en la enciclopedia de la cultura de lo que debe entenderse con ese
vocablo. Por eso mismo es que podemos leer a Jesús como un zombi. El protagonista
de la novela se juega la vida en una apuesta infantil por cuya causa fallece y, sin
embargo, permanece habitando el mismo espacio que el resto de los humanos vivos.
Se enuncia a sí mismo como muerto, pero posee la capacidad de disimular: Toda mi
vida había sido un disimulo: primero para que no advirtieran que era subnormal;
luego, que no era bastardo; más tarde que no estaba muerto (56).
Ahora bien, volviendo sobre la pregunta y la escena con la que inauguramos este
apunte, pareciera ser que zombi sólo se puede devenir en la infancia (entendiéndola,
como dijimos, ligada al tartamudeo). Es en el juego en donde radica la posibilidad de
arriesgar la vida, perder la apuesta y seguir viviendo. La apuesta que hace Jesús se
cobra a medias justamente por el carácter de juego desde el cual se enuncia: Me
juego la vida (40) dice Jesús, y no “apuesto” mi vida. Así, el juego habilita que el niño
no devenga directamente en muerto sino que prevalezca en ese tránsito; que se
acerque al moriturum del que nos habla Daniel Link cuando lee El principito: El niño
marcha hacia su propia destrucción (es un moriturum). El principito es notable
también por eso: tematiza la autodestrucción de la infancia, la infancia como tragedia
de la desaparición, como suicidio colectivo (el cuento termina con un suicidio infantil).
(2009:164-165). Cabe precisar que hemos dicho que el niño zombi se acerca al
moriturum y no que lo es; el niño zombi no es un moribundo porque no conduce
hacia la desaparición de la infancia, hacia la tragedia, sino que, justamente la pone
en pausa. Los cuerpos zombis de Millás sólo pueden devenir zombi siendo niños
porque posibilitan un stand by de la desaparición de la infancia, ubicándose, como
dijimos anteriormente, en una doble temporalidad que permanece constante. De
esa manera es que podemos justificar que el niño que se jugó la vida en la apuesta
por Emérita siga siendo el niño muerto en lo que resta de la novela. El niño muerto
que cuenta a su hijo los relatos de Olegario, el que va al sex-shop, el que con sus
dedos infantiles busca la ranura en el cuerpo de Laura.
Bibliografía
Fernández Gonzalo, Jorge (2011) Filosofía zombi. Barcelona: Editorial Anagrama
S.A.
Giorgi, Gabriel (2014) Formas comunes. Animalidad, cultura y biopolítica. Buenos
Aires: Eterna Cadencia Editora
Link, Daniel (2009) Fantasmas. Imaginación y sociedad. Buenos Aires: Eterna
Cadencia Editora.
Link, Daniel (2015) Suturas. Imágenes, escritura, vida. Buenos Aires: Eterna
Cadencia Editora.