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Práctica No.

1 Ética y Deontología
¿Qué gano si me porto bien?

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual

“¿Y qué gano si me porto bien?” Cuando un adolescente o un joven pregunta esto, quiere que le
demos un motivo para portarse bien, para vivir éticamente, para ver si realmente vale la pena no
seguir sus gustos sino lo que le dicen (o ya sabe) que es correcto.

Cuando es un adulto quien hace esta pregunta, quizá lo hace porque los golpes de la vida le
llevan a pensar que actuar honestamente no siempre produce felicidad. Incluso, porque cree que
los malos, con su aparente victoria y su sonrisa de triunfo, muestran que es posible ser felices en
medio del vicio y la injusticia.

Necesitamos demostrar que no hay verdadera felicidad sin vivir éticamente. Lo cual implica tres
cosas. Primero, tener una idea clara de lo que es la felicidad. Segundo, comprender bien lo que es
la ética. Y tercero, ver que el único camino para ser felices es vivir éticamente.

¿Qué es la felicidad? Alguno podría pensar que la felicidad coincide con satisfacer cualquier
deseo de las personas, o con vivir según las opiniones que están de moda. Entonces sería feliz el
que realiza sus sueños de pirómano, o el que abusa de los pobres a través de la usura, o los que
simplemente se contentan con escuchar mil veces la música de moda sin molestar a nadie y sin
dejar que nadie les moleste.

Intuimos que esta respuesta es muy insuficiente, pues si identificamos la felicidad con seguir
cualquier deseo, cualquier capricho, millones de personas que no logran lo que anhelan serán
infelices. A la vez, serían felices quienes llevan a cabo fechorías sin nombre, como los criminales
o los terroristas que “gozan” y aplauden cada vez que consiguen matar a víctimas inocentes.

La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según pensadores como Platón,
Aristóteles, san Agustín y santo Tomás, la felicidad sería el resultado de alcanzar la plenitud
humana. Es decir, consistiría en vivir de acuerdo con lo que significa nuestra naturaleza vista no
de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino de modo integral: con nuestra alma y con nuestro
cuerpo, con nuestras aspiraciones personales y con nuestra condición de hombres que viven en
sociedad y abiertos a lo eterno.

Estos grandes pensadores griegos y cristianos reconocieron que el hombre es sensible y


espiritual, “solitario” y miembro de un grupo, temporal y eterno, necesitado de bienes materiales y
capaces de prescindir de los mismos por motivos superiores. Su felicidad sólo es posible si
alcanza su plenitud en todos esos campos.
Definir así la felicidad no evita, sin embargo, un serio problema: cualquier vida humana está
continuamente sometida a imprevistos, en todos los niveles, personal y social, corporal y
espiritual. ¿No era otro griego, Solón, quien afirmaba que no podemos llamar a nadie feliz
mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia de su existencia terrena?

Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por lo que pueda haber
detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos que aceptar trágicamente que muchos hombres
honestos han sufrido enormes desgracias, mientras muchos malhechores presumen de aparentes
“alegrías”. Y que luego, unos y otros se pierden en la nada, como si no hubiese ningún juicio que
pusiese las cosas en su sitio, como si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y
que “castigue” a los criminales irredentos.

No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida para completar la idea de
felicidad: sobre un punto tan importante hace falta la máxima certeza posible. La misma filosofía
ha ofrecido buenos argumentos para mostrar que el hombre es un ser inmortal, que la muerte no
absorbe a quienes llegan a la tumba. Argumentos, hay que reconocerlo, que no todos aceptan,
pero eso no les priva de validez. También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada
cuando a uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y defendible desde
un punto de vista simplemente racional.

Podríamos decir, como una primera conclusión, que la felicidad consiste en la plenitud integral del
hombre. Una plenitud que le permite desarrollar armónicamente sus distintas dimensiones, sea
como persona individual, sea como persona en sociedad, sea en el tiempo, sea en la eternidad.
Cuando la plenitud se consigue, somos felices. En el cuerpo y en el alma, con los bienes
materiales y con los amigos verdaderos, con las satisfacciones de una vida plena que pone orden
a tendencias no siempre orientadas a lo bueno, y que acrecienta las potencialidades espirituales
de quienes buscan lo noble, lo bello.

Lo anterior nos pone ya en camino para buscar una definición de lo que sea la ética. Si la felicidad
consiste en lograr esa plenitud integral a la que todos estamos llamados, la ética no podrá ser un
conjunto de normas, leyes o costumbres que nos aparten de ese objetivo, sino que tiene que
orientarnos necesariamente a conseguir una meta tan valiosa.

Por desgracia, a lo largo de los últimos 300 años se han elaborado teorías sobre la ética que han
dejado de lado un profundo y serio estudio sobre el hombre. En vez de reconocer las dimensiones
fundamentales que componen la naturaleza humana, se han limitado a analizar deseos,
sentimientos, estados psicológicos de las personas.

En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos llena de una satisfacción
más o menos profunda, que es malo aquello que nos provoca inquietudes o sentimientos de
fracaso. Si aceptásemo esto, habría que reconocer que hay tantas visiones éticas como ideas
pasan por las cabezas y los corazones de millones de seres humanos que viven de modos muy
distintos entre sí.
Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus teorías éticas con la
mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías, son los demás, los otros, esa “mayoría” que
aprueba o condena lo que hacemos, quienes imponen costumbres y normas, quienes dicen lo que
es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva a un sinfín de problemas, pues a lo largo de los siglos y a
lo ancho del planeta, las normas han sido y son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos
y romanos era algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a los
vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para muchos modernos, el aborto es
visto como un “derecho”, e incluso un deber, cuando se trata de evitar el nacimiento de hijos no
deseados. Y los ejemplos se podrían multiplicar casi hasta el infinito.

Ni el subjetivismo ni el sociologismo nos llevan a comprender lo que es la ética. Entonces, ¿qué


es la ética? En su definición más profunda, es una disciplina que nos ayuda a orientar nuestros
actos libres en orden a conseguir, en la medida de lo posible, la realización completa de nuestra
humanidad. Aunque tengamos que sacrificar algún deseo no muy loable, aunque tengamos que
enfrentarnos a las ideas de los que viven a nuestro lado.

Esta definición se apoya en una antropología integral: una antropología que no deje de lado lo
corpóreo, como en ciertas corrientes “angelistas”. Ni tampoco lo espiritual, como en los
materialismos que han querido sofocarnos durante más de 200 años, y que no acaban de
desaparecer en las cabezas de algunos pensadores que se declaran “iluminados” en medio de la
oscuridad de sus dudas y sus errores...

Con las definiciones de ética y de felicidad que acabamos de esbozar en cierto modo ya estamos
en vías de entrever el nexo entre ética y felicidad. Si la felicidad consiste en la plenitud del vivir
humano, y si la ética nos ayuda a orientar nuestros actos hacia esa plenitud, entonces la ética nos
debería llevar a ser felices. Es decir, quien vive éticamente se pone en marcha para vivir
plenamente su condición humana, y en la medida en que lo logra alcanzará la deseada felicidad.

Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos separa de la
meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos ya en parte mencionados
anteriormente.

El primero consiste en la fragilidad de nuestro cuerpo. Vivimos una existencia temporal en la que
la enfermedad, los imprevistos, los peligros de todos los días, ponen en juego nuestra integridad
física y nuestras posibilidades de llevar a cabo aquello que desearíamos hacer.

Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del cuerpo les
aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad con aquellos actos con
los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que experimentan nace de ese sentirse
impedidos, “fracasados”, ante un deseo vehemente, profundo, noble.

En segundo lugar, constatamos la fragilidad de nuestra voluntad. Hay momentos en los que
vemos con claridad que un acto nos conviene, que es bueno, que beneficia a otros. Luego, el
cansancio, la pereza, el miedo al fracaso o a las críticas, nos acorralan, y no hacemos aquello que
deberíamos y que nos habíamos propuesto.

Los casos son infinitos. Un señor que se había comprometido a visitar a un amigo enfermo
termina la tarde en el bar junto a sus amigos. Un joven que estudia medicina y tiene que pasar un
examen vuelve a suspender porque prefirió ir a la discoteca en vez de dedicar la tarde para hacer
sus deberes universitarios. Un político sabe que esta decisión le quitará votos pero beneficiaría al
país, y al final prefiere ceder al miedo y opta por otra decisión más cómoda que le permita
mantenerse en el poder aunque a la larga provocará muchos males sociales. Estos y otros miles
de ejemplos muestran la debilidad que nos asalta, sea por miedo, sea por intereses turbios, sea
por otros factores.

Por eso, el camino hacia la felicidad está lleno de baches, de accidentes, de fracasos. Unos, que
escapan a nuestro control. Nos llegan, previstos o imprevistos, y parecen truncar proyectos
profundamente acariciados. Otros, que pudimos haber evitado, y no lo hicimos porque no
quisimos o no supimos vencer perezas, deseos de placer o ambiciones de poder, porque nos
dejamos esclavizar por un “triunfo” aparente.

Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a la plenitud
humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay posibilidad alguna de ser felices.
Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre hacia el bien, quien forma su conciencia y la
sigue gustosamente, quien antepone la verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá
no realizar algunos de sus sueños... Pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido
hacer el bien, y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en
un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y amigos, con
una luz que es propia de almas grandes.

Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente a la vida de
sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles, levanta a los caídos, ayuda a los necesitados,
consuela a los tristes, da la felicidad a los buenos, los justos, los sinceros, los limpios...

Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena construir la vida no según el capricho
del instante, sino según aquello que no pasa. Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el
tiempo, cuando lo eterno llena de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí abajo e
ingresa, de un modo que aún no vislumbramos plenamente, en el cielo.
Actividades

1. ¿Qué es la felicidad según el autor?


2. A través de un cuadro de doble entrada trate de explicar la diferencia entre lo que es la
felicidad y lo que no es felicidad?
3. ¿Está de acuerdo con el griego Solón, quien afirmaba que no podemos llamar a nadie feliz
mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia de su existencia terrena?
4. ¿Qué otras teorías (visiones) éticas hay sobre la felicidad?
5. ¿Qué es la ética? ¿Y cuál es su fundamento según el autor?
6. ¿Hay alguna relación entre la ética y la felicidad?
7. ¿Cuáles son los obstáculos que menciona el autor para llegar a nuestra realización o
felicidad?
8. Elabore un ensayo sobre el artículo ¿Qué gano si me porto bien?

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