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Necesitamos demostrar que no hay verdadera felicidad sin vivir éticamente, lo cual
implica tres cosas: Primero: tener una idea clara de lo que es la felicidad. Segundo,
comprender bien lo que es la ética; Y tercero: ver que el único camino para ser
felices es vivir éticamente.
¿Qué es la felicidad? Alguno podrá pensar que la felicidad coincide con satisfacer
cualquier deseo de las personas, o con vivir según las opiniones que están de moda,
entonces será feliz el que realiza sus sueños de pirómano, o el que abusa de los
pobres a través de la usura, o los que simplemente se contentan con escuchar mil
veces la música de moda sin molestar a nadie y sin dejar que nadie les moleste.
La felicidad tiene que ser algo mucho más profundo y más noble. Según pensadores
como Platón, Aristóteles, San Agustín y Santo Tomás, la felicidad será el resultado de
alcanzar la plenitud humana, es decir, consistirá en vivir de acuerdo con lo que
significa nuestra naturaleza vista no de modo parcial (caprichos, ocurrencias), sino
de modo integral: con nuestra alma y con nuestro cuerpo, con nuestras aspiraciones
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personales y con nuestra condición de hombres que viven en sociedad y abiertos a
lo eterno. Estos grandes pensadores griegos y cristianos reconocieron que el
Hombre es sensible y espiritual, “solitario” y miembro de un grupo, temporal y
eterno, necesitado de bienes materiales y capaces de prescindir de los mismos por
motivos superiores. Su felicidad sólo es posible si alcanza su plenitud en todos esos
campos.
Definir así la felicidad no evita, sin embargo, un serio problema: cualquier vida
humana está continuamente sometida a imprevistos, en todos los niveles, personal
y social, corporal y espiritual. ¿No era el griego, Solón, quien afirmaba que no
podemos llamar a nadie feliz mientras viva, sino sólo cuando haya cerrado la historia
de su existencia terrena?
Este problema nos hace mirar más allá de la muerte, y preguntarnos por lo que
pueda haber detrás de la frontera. De lo contrario, tendríamos que aceptar
trágicamente que muchos hombres honestos han sufrido enormes desgracias,
mientras muchos malhechores presumen de aparentes “alegrías”. Y que luego, unos
y otros se pierden en la nada, como si no hubiese ningún juicio que pusiese las cosas
en su sitio, como si no existiese ningún Dios que llene de gozo a los buenos y que
“castigue” a los criminales irredentos.
No basta, desde luego, con suponer y “esperar” que exista otra vida para completar
la idea de felicidad: sobre un punto tan importante hace falta la máxima certeza
posible. La misma filosofía ha ofrecido buenos argumentos para mostrar que el
hombre es un ser inmortal, que la muerte no absorbe a quienes llegan a la tumba.
Argumentos, hay que reconocerlo, que no todos aceptan, pero eso no les priva de
validez. También hay quienes piensan que la violencia puede ser usada cuando a
uno le beneficia, y no por ello la idea contraria deja de ser verdadera y defendible
desde un punto de vista simplemente racional.
Por desgracia, a lo largo de los últimos 300 años se han elaborado teorías sobre la
ética que han dejado de lado un profundo y serio estudio sobre el hombre. En vez
de reconocer las dimensiones fundamentales que componen la naturaleza humana,
se han limitado a analizar deseos, sentimientos, estados psicológicos de las
personas.
En este contexto, algunos han afirmado que es bueno aquello que nos llena de una
satisfacción más o menos profunda, que es malo aquello que nos provoca
inquietudes o sentimientos de fracaso. Si aceptásemos esto, habría que reconocer
que hay tantas visiones éticas como ideas pasan por las cabezas y los corazones de
millones de seres humanos que viven de modos muy distintos entre sí.
Otros autores, más que fijarse en el sujeto que actúa, han elaborado sus teorías
éticas con la mirada puesta en la sociedad. Según estas teorías, son los demás, los
otros, esa “mayoría” que aprueba o condena lo que hacemos, quienes imponen
costumbres y normas, quienes dicen lo que es bueno o lo que es malo. Lo cual lleva
a un sinfín de problemas, pues a lo largo de los siglos y a lo ancho del planeta, las
normas han sido y son sumamente diferentes. Para los antiguos griegos y romanos
era algo aceptable el eliminar a los niños defectuosos, el hacer esclavos a los
vencidos, el ver a la mujer como alguien inferior y sometido. Para muchos
modernos, el aborto es visto como un “derecho”, e incluso un deber, cuando se
trata de evitar el nacimiento de hijos no deseados. Y los ejemplos se podrían
multiplicar casi hasta el infinito.
Esta definición se apoya en una antropología integral: una antropología que no deje
de lado lo corpóreo, como en ciertas corrientes “angelistas”. Ni tampoco lo
espiritual, como en los materialismos que han querido sofocarnos durante más de
200 años, y que no acaban de desaparecer en las cabezas de algunos pensadores
que se declaran “iluminados” en medio de la oscuridad de sus dudas y sus errores...
Aquí, sin embargo, hay que reconocer de nuevo que un sinfín de obstáculos nos
separa de la meta. De modo especial, podemos fijarnos en dos aspectos ya en parte
mencionados anteriormente.
Si una madre o un padre anhelan cuidar a sus hijos y se enferman, la debilidad del
cuerpo les aleja de su deseo paterno. No podrán mostrar su amor y su generosidad
con aquellos actos con los que antes atendían a cada hijo. La pena profunda que
experimentan nace de ese sentirse impedidos, “fracasados”, ante un deseo
vehemente, profundo, noble.
Al mirar hacia atrás, y al ver nuestro presente, pensamos: ¡qué difícil resulta llegar a
la plenitud humana! Parece un camino lleno de insidias, parece que no hay
posibilidad alguna de ser felices. Sin embargo, quien es capaz de orientarse siempre
hacia el bien, quien forma su conciencia y la sigue gustosamente, quien antepone la
verdad y la justicia a cualquier interés egoísta, podrá quizá no realizar algunos de sus
sueños... Pero sentirá en su corazón que, a pesar de todo, ha querido hacer el bien,
y ello produce una felicidad profunda, que permite brillar en una cama de dolor, en
un campo de exterminio, en una casa mientras se vive abandonado por familiares y
amigos, con una luz que es propia de almas grandes.
Esa luz nos lanza hacia lo eterno, descubre que existe un Dios que no es indiferente
a la vida de sus hijos. Un Dios que acompaña a los débiles, levanta a los caídos,
ayuda a los necesitados, consuela a los tristes, da la felicidad a los buenos, los justos,
los sinceros, los limpios. Vale la pena vivir a fondo los principios éticos. Vale la pena
construir la vida no según el capricho del instante, sino según aquello que no pasa.
Vale la pena arriesgarse a aparentes fracasos en el tiempo, cuando lo eterno llena
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de esperanza y da una felicidad profunda que inicia aquí abajo e ingresa, de un
modo que aún no vislumbramos plenamente, en el cielo.