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Era el primer día de trabajo de Alberto en el Anatómico Forense de Las Palmas.

Hace dos
meses que había acabado el curso de Tanatoestética y Tanatopraxia, o maquillador de muertos
como todo el mundo le decía cuando les explicaba lo que estaba estudiando.

Dentro de la sala de la morgue reinaba el silencio, en contraste con el bullicio de estudiantes


que había en la calle, y de gente que iba y venía a la cercana Ciudad Deportiva a entrenar como
cada día.

Alberto estaba un poco nervioso, no tanto por la situación de trabajar con cadáveres, que era
algo que siempre le había llamado la atención, sino por la idea de que a partir de ese día su
trabajo debía ser perfecto ya que en por sus manos pasarían los seres queridos de la gente, y
de cómo realizase su preparación dependería la última imagen que tendrían los familiares del
fallecido.

Su primer cliente, por llamarlo de alguna manera, era una señora mayor que había muerto de
un infarto a los 80 años. Algo sencillo, ya que la señora estaba en muy buen estado, por lo cual
la preparación sería fácil.

Comenzó por retirar la ropa y lavar el cuerpo, para luego asegurar todos los orificios como le
habían enseñado mientras estudiaba.

El siguiente paso fue volver a vestirla y pasar ya al maquillaje para que quedase lo más natural
posible.

Un trabajo bien hecho, quizás tardó un poco más de lo normal ya que iba a ser su primer
trabajo de verdad y no quería fallar en nada.

- La familia estará contenta con el resultado, estoy seguro– pensó al acabar de


maquillarla.

Tras terminar este primer trabajo, salió a fumarse un cigarrillo en lo que le avisaban de que
tenía trabajo de nuevo.

A medida que subía desde el sótano donde estaba su lugar de trabajo y se acercaba a la
primera planta, el bullir de la calle iba creciendo a cada paso de daba.

Al cruzar la puerta de salida le recibió la luz del Sol, ese Sol que apenas asomaba dos horas
antes cuando, a las ocho de la mañana, él entraba por esa misma puerta que ahora cruzaba en
sentido contrario.

Cruzó la calle para dirigirse a su coche, un Renault Clio negro, que estaba aparcado justo al
lado de una señal que ponía “RESERVADO INSTITUTO MEDICINA LEGAL”.

- Qué suerte no tener que buscar aparcamiento, esta zona es imposible para aparcar – le
dijo una voz a sus espaldas mientras él abría su coche. Era un estudiante de la Escuela
de Arte, que estaba justo al lado del edificio del Anatómico Forense.
- Pues sí, porque con tanta gente estudiando y trabajando por aquí, los aparcamientos
se hacen pocos – respondió Alberto a la vez que salía de su coche con la caja de
cigarrillos Camel Double Activa, que el día anterior le había comprado a Remigio en
Fusión 2012,la tienda del barrio donde vivía, La Montaña de Gáldar – ¿fumas? – le
preguntó al estudiante
- No, muchas gracias, mi vicio son las golosinas – le dijo el estudiante mientras
proseguía su camino calle arriba.

Alberto sacó un cigarro de la cajetilla y lo encendió, apretando primero la cápsula de sabor


frutas del bosque del cigarro. La mezcla de sabores entre el cigarro y la cápsula de frutas del
bosque inundó su sistema respiratorio, dándole una sensación de tranquilidad y paz, que
pronto se quebró con el sonido de su móvil. Era su jefe, que lo llamaba para que regresase a la
morgue para seguir con su trabajo.

- Qué corto es el descanso, vuelta al trabajo – musitó mientras apagaba el cigarro y


entraba en el edificio

De vuelta a la morgue, se encontró allí con Antonio, que era el forense y a la vez su jefe, que le
esperaba junto a la mesa, donde había un cuerpo tapado con una sábana.

- Menos mal que has vuelto chico, pensé que te habías perdido. – le dijo Antonio
mientras le ponía la mano sobre el hombro – Aquí tienes tu siguiente trabajo, y por
cierto muy buen trabajo el anterior. Te dejo sólo para que empieces, para lo que
necesites ya sabes dónde estoy
- Sí, Don Antonio, me pondré ya manos a la obra de nuevo, y si necesito algo le aviso –
dijo Alberto, deseando retirar la sábana y ver en qué estado se encontraba el cadáver.

Un escalofrío recorrió su columna, comenzando por la zona más baja de su espalda y saliendo
por la parte trasera de su cuello, al comprobar que se trataba del cadáver de la chica que había
aparecido asesinada dos días antes en Arucas, entre unos matorrales junto al número 37 de la
Calle Elías Hernández Pérez.

El hallazgo del cadáver y la posterior investigación policial conmocionaron a los vecinos de la


zona, y en el Autoservicio Udaco de esa misma calle no se hablaba de otra cosa.

La zona era un lugar tranquilo donde nunca había pasado nada más allá de las típicas
discusiones entre vecinos que nunca llegaban a más, o las peleas entre los niños por ver a
quién le tocaba ponerse de portero cuando jugaban en las canchas del Colegio La Salle que
estaba apenas a dos calles del lugar.

Las primeras hipótesis apuntaban a un crimen ritual, ya que el cuerpo presentaba ligaduras en
muñecas y tobillos, y estaba colocado con cada una de sus extremidades exactamente
alineadas con los cuatro puntos cardinales.

Pero lo que llamó más la atención de los investigadores, y lo que les hizo creer que se trataba
definitivamente de un asesinato relacionado con algún tipo de grupo extraño, fueron las otras
marcas encontradas en el cadáver. La joven, de unos 20 años, se encontraba desnuda y sólo
cubierto su pubis y sus pezones con unos trozos de tela brillante roja, y en el vientre habían
grabado a fuego un símbolo que se asemejaba a un macho cabrío.
Lo más macabro fue lo que le realizaron en la cabeza: habían cortado a continuación de las
comisuras de los labios en la ya conocida “sonrisa del payaso”, y su cráneo presentada dos
perforaciones por encima de la frente, que parecían realizadas con algún tipo de barrena o
taladro.

En cuanto se supieron las características del asesinato, la Unidad Central Operativa de la


Guardia Civil se hizo cargo de la investigación, apoyada por la Unidad de Análisis del
Comportamiento Delictivo.

Volviendo a la morgue, Alberto ya se había puesto con su trabajo y estaba ya volviendo a vestir
el cuerpo tras haberlo lavado para eliminar todo rastro de sangre.

En ese preciso instante sonó su móvil, que resonaba en aquel silencio como si fuese una
orquesta dando un concierto. Él no pensaba responder a la llamada porque quería terminar
primero su trabajo, pero ante la insistencia de quien llamaba, decidió coger el móvil que
estaba en el bolsillo de su pantalón para averiguar el porqué de tanta prisa.

Era su novia Judith. ¿Qué querrá ahora?¿No debería estar en clases? – murmuró mientras salía
de la sala dirección a las escaleras, ya que había más cobertura allí.

Pero no pudo coger la llamada, se cortó antes de que pudiese pulsar el botón verde en la
pantalla. Acto seguido le llegó un mensaje de voz por WhatsApp. Era Judith, que le decía que lo
había llamado para decirle que había salido pronto de clase y que iría para su trabajo a
esperarlo hasta que saliese y así volver juntos para Gáldar.

Él le respondió con otro archivo de audio diciéndole que estaba acabando un trabajo y pronto
saldría, que si quería lo esperase en los bancos que había fuera para que no tuviese que estar
al sol junto al coche.

Acto seguido se guardó de nuevo el móvil en el bolsillo y volvió a la sala donde había dejado el
cuerpo vestido pero a falta de reconstruir la cara y cabeza, y por último maquillarla.

Cuando se acercó a la mesa, vio que había algo que sobresalía de una de las perforaciones de
la cabeza. Al mirar mejor se dio cuenta que era un papel.

Qué raro, esto no lo vi antes cuando la lavaba – pensó Alberto – y el papel está seco, ¿quién
habrá entrado en lo que estaba en las escaleras? – se preguntó.

Decidió sacar el papel con unas pinzas para ver de qué se trataba. Era un trozo pequeño de
hoja de libreta, de cuadros y con algo escrito.

“Nuestro señor necesita más soldados, serás el siguiente”

La cara de Alberto reflejó una mueca de enfado al acabar de leer lo que decía el papel.

No me gustan nada estas bromas, voy a decírselo a Antonio – dijo el chico casi susurrando

Cuando se giró e iba a salir por la puerta de la sala, escuchó a sus espaldas el sonido de un
taladro, y un fuerte dolor inundó todo su ser.
Judith llegó al Anatómico Forense sobre las 12, y se sentó fuera en los bancos que le había
dicho Alberto hasta que su novio saliese y así volver juntos.

Mientras esperaba decidió ponerse los auriculares y escuchar un poco de música, su grupo
favorito era Calle 13 y eso fue lo que puso en su iPod para que la espera fuese más llevadera.

Habían pasado ya dos horas y Alberto no salía. Judith lo había llamado varias veces seguidas
para saber si aún le quedaba mucho o si ya salía, pero no cogía el teléfono.

Entonces decidió entrar y preguntar por Alberto, ya que su coche seguía aparcado por lo que
estaba segura que no había salido.

La atendió el administrativo de la entrada, que al escuchar lo que Judith le contaba decidió


hacer una llamada e inmediatamente llegó un señor de unos 60 años, con el pelo canoso y una
barba muy bien cuidada, de color blanco también.

Se presentó como Antonio, el forense y jefe de su novio Alberto. La invitó a acompañarlo para
ver dónde se había metido Alberto.

Bajaron juntos las escaleras que conducían al sótano donde estaba la sala de preparación de
los cadáveres, y Antonio se dispuso a abrir la puerta a la vez que exclamaba:

¡Pero chico, que ya son más de las dos y tu novia te está esperando!

Cuando los dos miraron en el interior de la sala, Judith no pudo tenerse en pie y cayó
desmayada tras la escena que se presentaba en aquel lugar.

Alberto yacía muerto en el suelo junto a la mesa, y la estancia tenía las paredes salpicadas de
abundante sangre.

El cuerpo del chico estaba desnudo con sus genitales cubiertos por una tela brillante roja, y en
su vientreel mismo símbolo que tenía la chica que él estaba preparando un rato antes ….

Pero la chica no estaba

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