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Y la guerra aflora, como tempestad esquivable, son barcos sin proa que buscan una epifana
prestada.
Complacen de euforia a las madamas subygales, atrevidas.
Dos onzas de oro bastan para enloquecer a la tripulacin,
que hoy transitan como sombras desde la sala de mquinas hasta el mstil.
No son piratas, no son monos, ni aves, ni hombres.
Son crisis, son nervios, maridos aplacados, hijos olvidados, esposas crucificadas, hermanos infieles.
El albor de una nueva sobredosis, el crujir de las maderas nos encrespa los nudillos, y se hace
cancin en la milonga.
Ah, donde una vez bajaban los duendes y las garrapatas,
hoy dibujamos como una mentira, ms all de los cristales, a esa tribu de bacterias, de sensaciones
inmviles, con un trazo grueso enfatizamos su enojo, su descontento.
Peatones universales, que por un par de migajas de amor raspan sus huesos contra el asfalto.
La sangre brota, y sumerge en literatura a todas las apreciaciones vulgares.
Un enroque tpico de torre y rey.
Una amalgama traslcida que confunde a los dbiles.
En la pared se incrusta un olvido, un alto seor perturbador.
Nos escupe memorias como un volcn embravecido.
Es momento de abrazarnos y volvernos aleacin inmutable al dolor.