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LA SANTÍSIMA
TRINIDAD DE LAS 4 ESQUINAS
Editado en Arica- Chile 2010
Diseño: Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata Tejedo
Cinosargo © Daniel Rojas Pachas y Milvia Alata 2000-2010
Contacto: carrollera@gmail.com
Web: www.cinosargo.cl.kz
...ESPERAMOS DISFRUTEN!!!!!!!!!!!!!!!!
LA SANTÍSIMA, SIEMPRE DEDICADA A LA LITERATURA NACIONAL...
Al repasar las fotos de quienes ya no están, sus voces en algunos videos, creemos, precisamente, en
el sueño de la vida (Calderón de la Barca). Gracias al avance de las comunicaciones, el Internet, la
población, los amantes de la palabra, se enteran aun más de los fallecimientos de quienes se
consagraron con su verbo en provincias. Antes no era posible, sólo se podía recurrir a los medios de
comunicación que no alcanzaban el tiraje nacional, es decir, quedaban en el olvido absoluto.
Pero mueren los seres a cada momento. Esto es cierto, nacemos para morir, o morimos para vivir.
Hay quienes, curiosamente, he logrado conocer casi al final de sus vidas. Es el caso del poeta
Eduardo Díaz Espinoza, el “Pelao”, como le decían sus cercanos y sobretodo en la lejana
Antofagasta. Amigo de Sabella, de Bahamonde, de Rivera Letelier y de casi todos los que desde ese
puerto se movilizan con sus letras.
Por razones de haberme metido al tema gremial desde 2003 hasta el 2007, como presidente de la
SECH Valparaíso, tuve que asistir a varios encuentros de filiales en la casona histórica de Almirante
Simpson 7 de Santiago. Es probable que a Eduardo lo haya contactado en la década del 80, pero en
ese tiempo andábamos todos en otras cosas, y a veces los nombres van quedando traspapelados.
Promotor de generaciones, incansable conversador, “el pelao” se las ingenió para dejar su nombre en
el norte. Si bien su obra no fue extensa, era poseedor de conocimientos extraordinarios, herencia, por
cierto, de Sabella. En la vieja casona de los escritores en Santiago, cuando nos encontrábamos con
Díaz Espinoza, su voz retumbaba en todas las paredes.
Tenía ese sonsonete típico de los antofagastinos, una combinación de aire y tierra. Por ese tiempo el
pelao ya había pasado los 66 años y en su físico se veía venir alguna enfermedad que lo maltrataría
hasta el año 2009 (enero) momento en que falleció. Casi por el 2006 lo recuerdo con una diabetes
que lo carcomía. Debía pincharse los dedos de las manos cada ciertas horas para saber su estado de
azúcar en la sangre. Esa situación, a veces, me parecía humorística, porque su olvido lo hacía
trasladarse al hotel donde hospedábamos en calidad de emergencia.
Entendí, tras varios años asistiendo a encuentros literarios donde estábamos todos los presidentes de
filiales que, con “el pelao”, había que ser amigo, nunca contradecirlo, porque poseía un diálogo casi
flamígero.
Eduardo Díaz hablaba fuerte y se agarraba la mesa cuando estaba en desacuerdo con alguna
postura gremial. También, por cierto, tenía cierto dejo de humildad. Aprendí a conocerlo bien en sus
estados de diálogos. Cuando agarraba la metralleta no había quién saliera vivo de la sala. Me invitó
un día a Antofagasta. Esa ciudad siempre me había dejado el recuerdo de un premio nacional de
poesía del año 1979, juntos a Alicia Enríquez y Juan Mihovilovic. Acepté el reto y viajé en bus por el
desierto. Era el 2004. Allí se realizaba una mini feria del libro en la Casa de la Cultura, donde ya se
exponían algunas cosas del fallecido Andrés Sabella: su catre, sus libros, casi todas cosas humildes.
Caminé por las calles de la ciudad junto a Eduardo. Conocí a su familia. Almorcé en su casa. Fueron
tres días donde pude recorrer mi pasado. Eduardo Díaz fue gentil conmigo, al margen de su
personalidad avasalladora de sus finales. Después de compartir varios otros encuentros en el hotel
España de Santiago, un día cualquiera, Eduardo se encuentra conmigo de nuevo en la capital de
Chile y no me da la cara, me gritonea, me descalifica. Nunca supe el motivo. Traté de averiguar. Nada
obtuve.
Tres meses antes de morir (octubre de 2008) me llega un mail de él seguramente desde su cama de
moribundo: “ Carlos Amador, lamento mi mal proceder para contigo. Tal vez estas líneas nos sirvan
de despedida, un abrazo fraterno, el tiempo de mi vida se acorta aceleradamente y lamentablemente
ya no lo puedo detener (Eduardo Díaz, 30 de octubre de 2008). Acepté este “perdón” que me trajo un
nuevo aire mientras él moría. Me dio a entender que él junto a su familia eran seres valiosos. Las
muertes están en cada espacio. Por eso cuando recorro Santiago voy mirando sus calles y sus
hoteles, en cada uno de esos rincones respiran los hombres que ya no están. Estoy hablando de
dirigentes SECH a lo largo del país, en consecuencia, no de sus obras ni de sus talentos.
Dinko Pavlov también murió hace unos días. Como presidente SECH Magallanes lo conocí en un
encuentro primero del 2005. En un hotel a pasos de la Casa Gremialista, compartió mi pieza que
tenía tres camas.
Recuerdo haber entrado a la habitación a eso de las cinco de la tarde. Dejé mis cosas, mis maletas,
pero sobre el tercer lecho vi una cantidad de libros. Transcurrieron las horas y, estricto en temas de
privacidad, casi al mediar las 12 de la noche me celebré estar solo en esa amplia sala.
Precisamente a las 12 y cuarto alguien golpeteó la puerta. Me levanté y abrí. Me encontré con un
hombre de casi dos metros, de mirada fantasmal. Me dijo: “Soy Dinko Pavlov y debo dormir
aquí..¿quién eres tú?. Le di mis señas y entró. Conversamos quince minutos y una vez que me
conoció criticó estar acostado “demasiado temprano”. Lo mismo desembocó en ponerme ropas y
seguirlo al bar del hotel. Cinco horas conversamos en medio de vinos y cigarros.
Con Pavlov alternamos en otros varios encuentros de escritores. Siempre en las reuniones se
sentaba junto “al pelao” Díaz y ambos hacían de las reuniones un sin fin de controversias. Estas
mismas fueron “empapelando” los mail en la actual tecnología comunicacional. Recuerdo en uno de
los encuentros gremiales haber trasladado las cenizas del poeta Rolando Cárdenas.
La ánfora estuvo en una de las mesas de los salones de la
SECH al finalizar el año 2005. La idea era llevar estas cenizas
al sur de Chile, lugar donde nació el poeta. La idea, por otra
parte, de Pavlov, fue salir con la ánfora hasta la “Unión Chica”
lugar de encuentros de artistas y escritores. Hacia allá fuimos
todos. Ese momento me pareció terrible. Creí llevar a un
difunto por las calles de Santiago, a aquel que habló, recitó,
bailó, gritó, y que ahora estaba transformado en cenizas.
INFLUENZA
Una plaquette que anuncia nuevos giros en la obra del poeta peruano Maurizio Medo
INFLUENZA
1.
Basta de trepar a los aviones que emprenden vuelo en la deshora
Basta de caer desde tu beso sobre los tremos de su honda turbulencia
Basta de deshablar en trances celulares alelado ante mi ruido
Basta enjundia de súbitas querellas por quítame estas pajas
Basta de volver a marcar poseso digital tu código de acceso
-¡Aquí mi Judas¡
Mientras reías
(y reías)
Pavana
Maurizio Medo, ítaloperuano nacido en Lima en 1965, ha publicado Travesía en la Calle del Silencio
(1988), Cábalas (1989), En la Edad de la Memoria (1990), Contemplación a través de los espejos
(1992), Caos de Corazones (1996), Trance (1998), Limbo para Sofía (2004) y en este mismo año
sacó a luz dos ediciones de El Hábito Elemental (una en el Perú, otra en los Estados Unidos) así
como coeditó con el poeta chileno Raúl Zurita La Letra en que nació la pena, muestra de poesía
peruana 1970-2004. Amén del magisterio poético Medo, desde 1990, se desempeña en el periodismo
cultural -por el que abandonó sus estudios literarios- Es codirector del boletín de Latin American Write
Institute (LAWI), New York, Brújula Internacional, y editor de la revista AQPCULTURAL. En 1986
obtuvo tempranamente el "Premio Nacional de Poesía Martín Adán". Su obra ha sido comentada por
autores como Javier Sologuren, Raúl Zurita, Enrique Verástegui, José Antonio Mazzotti y Róger
Santiváñez quienes coinciden en señalarlo como una de las voces más originales dentro de la poesía
latinoamericana actual
INSTANCIA
La lectura elegíaca se me aparece, en un primer vistazo al texto que antecede este título inquietante
y ambivalente: cito: “se ven tristes las calles de Whitechapel con el/ fin de los suplicios/ como si la
euforia ya esfumada de los crímenes/ se hubiera llevado la vida de este barrio/ de obreros, putas y
parteras.” Pues bien, el locus Whitechapel, como todo lector informado sobre crónicas policíacas o
seguidor de las Vidas Ejemplares de los santos asesinos, sabe bien que es el locus siniestro —un
Unheimlich freudiano situado en las calles londineneses— donde Jack The Ripper sacrificó a su
antojo y ganas —Deseo— una docena de prostitutas y el enigma quedó sin solución. Pero, ¿cómo
podría instituirse, en el texto, una elegía del crimen? Creo que la cosa va por el status urbano. Sin
Jack The Ripper, Whitechapel no tendría imaginario, sería un pobre, miserable y olvidado barrio de
una urbe industrial sin mayor pedegree.
Con el fin de la matanza —de los asesinatos— el barrio vuelve a su anonimia, la “tristeza” de las
calles vuelve a esa miseria sin el regusto de lo sublime, sin el pathos del horror, sin —lo que es
peor— ser parte de las primeras planas de los pasquines ingleses. Sin suplicio no hay euforia, nos
dice el texto, cuando se ha esfumado la huella de los crímenes —la muerte sobre la vida,
impunemente— también, y paradójicamente, la vida se esfuma, se hace humo del barrio malhadado
y mísero —de obreros, putas y parteras— que regresan —sin pena ni gloria— al olvido de la
explotación y el anonimato de la Gran Bretaña en su era postindustrial.
La sangre le dio brillo a estas calles, un brillo cruel, sádico, deplorable, pero sublime, romántico, a fin
de cuentas, y las adentró desde la crónica roja a la ficción y, desde la ficción al mito moderno… es
decir, por unos meses, la atención se fijó en la escoria del Reino: putas, parteras, obreros. Entonces,
¿por qué no apelar a una suerte de ubi sunt criminal y cruel, al qué se fizieron sangriento, que nos
extrajo a ‘nosotros’, innominada ralea —en el sentido zolaniano— del anonimato y el olvido?
Pero el ‘They’, al dar un paso más sobre estas adoquinadas y hemoglobínicas calles de los dominios
de la reina Victoria, nos enfrenta al otro sentido del ‘ellos’: y aquí cabe esa pregunta de carácter tanto
policial como sociológico: el dónde están ‘ellos’ nos sitúa ante varios enigmas: el primero: ¿Jack The
Ripper fue solo uno, o unos, un hombre que acometió con los luctuosos crímenes de las rameras
victorianas o varios —en un sentido más metafórico que textual, más metonímico que denotativo—,
unos innumerables ‘ellos’ que dieron y vieron un momento y un lugar para ejecutar el deseo oculto, la
fiebre de sus compulsiones burguesas o aristocráticas, los resabios de unos Gilles de Rais urbanos,
pero con la nostalgia de la ‘soberanía’ como concepto y práctica, creada por la imaginación de Sade,
comprobada por la Historia, y ejecutada por el Yo obliterado en Ello, según Bataille?
Ellos. El enigma da otro paso más: ¿dónde se ocultan? Puede ser que una esquina umbría y
saturada de contaminación, esa bruma tóxica del Londres del siglo XIX, o bien, en el más
inexcrutable de los escondrijos: lo difuso de un poder sin locus establecido —situado—, pero que
opera, sin pacto social, o asocial en este caso, como una suerte de imponderable Sociedad de
Amigos del Crimen sadeana, que, a la primera víctima, sigilosamente, se despliega con la bruma para
dar, por fin, dentro de tanta parsimonia, al afán atávico. Si es así, ‘ellos’ quedan fuera de toda
pesquisa, y ni un Dupin ni un Holmes podría dar con ‘ellos’, ya que ‘ellos’ —según el poemario de
Brodsky— no es un exterior, es un interior, no son unas manos blandiendo el escalpelo, sino un
corazón tenebroso, el corazón de las tinieblas conradiano, pero sin el despliegue de lo exótico, sino
en las calles, hasta el día anterior del primer asesinato, aunque paupérrimas y tristes, para sus
habitantes habituales, familiares, heimlich, de la civilizada Inglaterra.
Creo, y al decir creo, planteo más bien una “suposición lectora” que una tesis: que lo que nos enuncia
y propone el sujeto lírico de Whitechapel es esta insólita y original acepción del poeta o la voz del
poeta “moderno” y, a la vez, postmoderno: una suerte de detective aristocrático y decimonónico, dado
al ocio de la escritura y la indagación, como el Dupin de Poe, tal como lo plantea Ricardo Piglia en El
último lector: “la lucidez del detective depende de su lugar social: es marginal, es extravagante (…).
Porque es libre y está excluido, el detective puede ver la perturbación social, detectar el mal y lanzarse
a actuar. Cierta extravagancia, cierta indiferencia, insiste siempre en la definición de estos sujetos
extraordinarios que se asocian con el caso de Dupin, con la figura del hombre de letras, del artista raro
y bohemio”. Pero sin olvidarnos que Dupin es un “gran lector”.
Sí y no. Sí porque en el sujeto lírico de Whitechapel pervive esa actitud decimonónica del poeta como
detective un tanto dandy, pero que hace uno y otro giro a esta trama: “transformando el mundo de
espectros y terrores nocturnos en un mundo de amenazas y crímenes (…) pone en dimensión
interpretativa y racional la serie de hechos extraordinarios y asombrosos que son material del gótico”.
Y el otro giro: Brodsky hace del poema un filme, con banda sonora (el jazz, Coltrane, entre otros),
locaciones, actores, afectos especiales, guión, conciencia de la representación, datos empíricos y
guiños a una serie representativa, que más que con un Chandler lo relaciona intertextualmente con
un Tobe Hooper (Chain saw) o un Wes Craven (The Last House on The Left). Pero sin olvidar el
origen de estos giros en la economía tanto criminal como punitiva: como expone Michel Foucault en
Los anormales y muy aplicable a la “galería de asesinos” de Brodsky: “Esto, estas figuras, fueron los
puntos de organización de toda la medicina legal: figuras, por lo tanto, de la monstruosidad, de la
monstruosidad sexual y antropófaga (…)”.
Podemos, ahora, cambiar los nombres, las investiduras y la sanción social y ver que la propuesta de
Brodsky tiene muy mucho de lo planteado por Foucault: a fin de cuentas, acaso, ¿el monstruo
humano no es un individuo a quien el dinero o la reflexión o el poder político brindan la posibilidad de
volverse contra la naturaleza? De modo que el monstruo de Sade, por ese exceso de poder, la
naturaleza vuelve contra sí misma y termina por anular su racionalidad natural, para no ser más que
una especie de furor monstruoso que se encarniza no sólo contra los otros, sino contra sí mismo.
Ya sea en la Francia del antiguo régimen, en la Inglaterra victoriana, en Putamérica pre y post
dictaduras de fines del siglo pasado, en las urbes y pueblos perdidos de los EEUU, y, claro, hoy por
hoy, en el Whitechapel de Chile.
Uno de los mejores y más lúcidos libros de poesía del último año, Whitechapel merece ser celebrado
y reconocido por sus alcances, factura, lucidez, belleza estética y valentía política. Si no se reconoce
en él el talento desplegado por Camilo Brodsky a la hora de quién está siendo quién en la chilena
poesía, es que también los nuestros —¿críticos?— han perdido la capacidad de hacer una lectura
bien hecha e imparcial.
Hoy o hace unos días viajé a un lugar inimaginable. Caminé entre ese polvo, frente a las casas, las
verdaderas casas del campo. Pensé si ahí, en el sitio, en esos sitios, cuando nunca antes carreteras
asfaltadas, caballos y burros y jinetes, imaginarían llegar casi intactos a este siglo 21.
El polvo, en cambio, sigue siendo el mismo, me dije. Este espacio, es Quebrada Alvarado, me dijeron.
Al paso de minutos creí ver a los hombres antiguos de esta tierra, a los silenciosos.
Quebrada Alvarado es un sitio donde llegó el turismo galopando a cien por hora. Sus montañas y las casas
son merecedoras de esta turba por lo hermoso de sus rincones. Aquí parece que cada morador, cada
campesino han puesto su mano de artista, los colores, los adornos, el silencio de sus calles de tierra, las
cumbres cubiertas de vegetación.
Esa mañana había estado releyendo a García Márquez, a Tim O´Brien, a Greene. Y en medio de mis ojos
lejanos tras la lectura, esta fortuita invitación de la familia a dejar la ciudad, la turbulencia de noticias, el
terremoto en el sur de Chile y sus consecuencias, la llegada del Primero de Mayo y sus celebraciones y
controversias, hicieron entregar una respuesta inmediata y afirmativa.
Sometido ya a ese territorio más allá de Olmué, a esa quebrada donde muchos han dejado su historia y
pasos, fue como volver al pasado atrapado en muchos libros de campos. Salir abruptamente de la costa y
sumergirse ahora en la espesura de la tierra, fue como un soplo repentino que golpeó el rostro.
Ese silencio de sus calles en donde los moradores parecen estar ausentes, es como si la historia se
escondiera tras las paredes de una vida que nunca ha desaparecido, que más bien se mantiene agazapada.
Casi siempre cuando transito en bus por esos lugares comento respecto a retroceder en el tiempo, a ver
todas esas casas, esas haciendas, esos pueblos escarpados y sumergidos en medio del silencio, sólo a
huellas de carretas, sólo trasladándose a caballo. Y cuando observo a lo lejos viviendas que se mantienen
aun más allá de un siglo, imagino a sus habitantes, las miles de vidas dejadas en la tierra, en las piedras.
Pero al paso de los años, más allá del siglo 20, la selva de cemento se ha adueñado de la vegetación, y las
carreteras y los puentes relucen y brillan en cada espacio del territorio. Entonces, para instalarse de nuevo
en lo natural de la vida, la misma dejada por nuestros antepasados, quedan las fotos, los libros apretujados
en los rincones de la biblioteca, aquéllos que muchas veces parecen escondidos esperando un nuevo turno.
Aunque estoy hablando de la Quinta Región, Quebrada Alvarado me trajo las escrituras de Luis Vulliamy, los
recónditos parajes entrelazados con aventuras de pueblos, de tierras y agresiones más al sur de Chile. El
olor a frutas en los costados de todas las paredes de pueblos, y las andanzas también de un sin fin de
aventureros de los comienzos del siglo 20 en nuestra patria. O Luis Durand almacenando episodios en su
“Frontera”, con un estilo distinto al de Vulliamy, trasluciendo el primero ese siempre “Paraíso de los Malos”.
Pero no es esto lo que me convoca con Quebrada Alvarado, sino más bien traer el olor a la tierra, a sus
animales, a los árboles, a las comidas. Sin ser un sibarita junto a la familia nos adentramos en uno de los
restaurantes más tradicionales del lugar. El sitio en cuestión, con todos los manjares campesinos, con la
tradición impregnada en las paredes, con ese lujo campestre en donde ni un detalle escapa, ni siquiera el
piso de tierra, me trajo la imagen de De Rokha. Por los inmensos ventanales podíamos observar paltos,
uvas, aceitunas. Y en medio de centenares de turistas ya parapetados y ubicados en sus mesas, los
garzones buscando y trayendo un cuanto hay en comidas campestres:
“Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo, asado en el asador de maqui, en
junio, a las riberas del peumo o la patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer
lluvioso….”. “Los pavos cebados, que huelen a verano y son otoños de nogal o de castaño casi humano, los
como en todo el país, y en Santiago os beso, como a las tinajas en donde suspira la chicha como la niña más
linda de Curicó levantándose los vestidos debajo del manzano parroquial………”(Pablo De Rokha, Epopeya
de las Comidas y las Bebidas de Chile).
En medio de la mesa larga, me pareció que este hombre de Licantén, este Carlos Díaz Loyola, este
vendedor de libros, este poeta incansable que fue De Rokha, estaba sentado al lado de nosotros. Entiendo
que por esta razón, mientras el resto prefirió el lomo, lengua, el pastel de choclos, entrañas y filetes, yo me
incliné por degustar un conejo de la zona.
Creo que todos miraban el plato, ese conejo de patas abiertas sobre la vajilla. Entonces opté por explicarles
que mi padre fue un criador de este mamífero en el norte de Chile. Mi ahora anciano progenitor los crió al
aire libre sobre el patio de la casa. Hacían cuevas interminables, se paseaban de un lado a otro. Eran
negros, blancos, mestizos y de todos los tamaños. Y fue tal la proliferación, fueron tantas las cuevas, que la
casa estuvo al borde del derrumbe. Ese fue el final de la crianza, la misma que nos había abastecido de
alimento por largos años. Pues bien, en Quebrada Alvarado, sentí el retorno de un pasado que debo tener
impregnado como el mar. ¿De dónde soy?, me pregunté. Y en medio de caballos y campesinos que
comenzaban a deambular a la hora de un término de día, me di cuenta que la vida que llevamos está llena
de fantasmas, los mismo que se nos suben a la espalda en las horas de sueños.
Curiosamente, a lo lejos, sentí el patio de mi casa del norte de Chile. Y en medio, en los alrededores de un
riachuelo casi seco, la familia recordaba haber estado allí hace tres lustros, reconociendo que ya no eran los
mismos. Quebrada Alvarado se alejaba ya de nosotros. Y nos dimos cuenta que Pablo De Rokha, seguía
sentado en una de las mesas del restaurant.
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DAD DE LAS CUATRO ESQUINAS
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