ENSAYO_

APOCALYPTO
CINE RACISTA

POR
JUAN JOSE OPPIZZI
 CINE RACISTA: APOCALYPTO
i algo faltaba para demostrar que
Mel Gibson se ha volcado a ideas reaccionarias, esta
película –dirigida por él– termina con las dudas.
Ambientada en la época del imperio Maya y hablada
en el idioma original de aquel pueblo –agregado tan
inútil a los efectos expresivos como el arameo que se
utiliza en “La Pasión”, puesto que requiere del
doblaje–, desde las primeras escenas se nota el
propósito de que el espectador tenga una
predisposición hostil hacia los elementos humanos
observados. Un grupo de aborígenes participa de
una cacería; los detalles de la persecución a la presa
ya son truculentos: tomas vertiginosas, gritos del
tapir (que es la presa en cuestión), lanzazos y
garrotazos excesivos, descuartizamiento y, al final,
una broma horrible a uno de los cazadores por parte
de sus compañeros, que después, para reforzar la
condición sádica de la comunidad, es continuada por
el cacique. Todo apunta a que se concluya a priori de
que se trata de un grupo humano bestial, condenado
a su propia brutalidad. El epígrafe que abre la
película es revelador: habla de la ruina originada en
el propio seno de las civilizaciones. Claro que pasa
por alto un dato histórico: la duda en cuanto a qué
sucedió con la civilización Maya. No hay ninguna
certeza en cuanto a los factores que determinaron el
final abrupto de aquella cultura. Únicamente se sabe
que desapareció mucho antes del florecimiento de la
civilización Azteca, de manera que, cuando los
españoles invadieron la península del Yucatán, sólo
encontraron magníficas ruinas cubiertas por la
selva. Así, la conclusión puesta como un axioma
queda reducida a mero ejercicio especulativo.
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El argumento de la película sigue con el ataque a
la aldea de los cazadores por parte de un grupo de
guerreros perteneciente a una ciudad (que podría ser
Chichén Itzá u otra igualmente fastuosa). El destino
de la mayoría de los habitantes es el cuchillo o la
violación; para el resto queda la esclavitud (los
ofrecen en el mercado abierto) y el sacrificio en el
templo. Desde la fisonomía hasta las risotadas, el
libreto insiste en presentar seres de aspecto
repugnante (recuérdese: no son blancos arios) y de
una crueldad extrema, que se toman a la chacota la
propia ceremonia religiosa del sacrificio (cosa
históricamente improbable), arrojando las cabezas
de los muertos por la escalinata para que la multitud
(siempre vociferando de una manera idiota) juegue a
la pelota con ellas. Demás está mencionar el aspecto
del Sumo Sacerdote, del Emperador y de los
dignatarios: constituye una colección de máscaras
grotescas que, antes que miedo, provoca risa.
Tras un oportuno (o inoportuno, según se vea)
eclipse de sol, los sacerdotes, el Emperador y el
propio pueblo consideran que la divinidad
sangrienta ya está satisfecha, por lo cual el resto de
los prisioneros es puesto en libertad, pero, claro está,
con un sistema que garantiza su demolición física: un
grupo de asesinos les arroja flechas y piedras a los
liberados, mientras éstos corren hacia la selva, sin
mayor perspectiva que la de caer en manos de otro
psicópata que los aguarda garrote en mano para
rematarlos si salieren heridos o sanos. Uno logra
pasar (aunque garroteado y sangrante) y se lanza
selva adentro, perseguido por un grupo de criminales
que cree necesario lavar el honor de algunos propios
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También masacrados por los prisioneros anhelosos
de escape. Asimismo, el objeto de la huida del héroe
es rescatar a su mujer y a su hijo de una caverna en
donde ha logrado ponerlos a salvo ante los primeros
degüellos de la turba invasora de la aldea. De no
llegar, la muerte por inanición es el menos impiadoso
de los destinos que le aguardan a progenitora e
infante. Para colmo de males, ella está por dar a luz y
todo indica que el pequeñuelo hará su ingreso en ese
perro mundo justo en ese lugar y bajo una lluvia
torrencial que inunda la caverna y acaba
transformando el trámite en una asombrosa
anticipación de los partos acuáticos practicados
varios siglos después por los rusos.
Naturalmente (aun tratándose de una película
abocada a bastardear los rastros de los aborígenes
centroamericanos), el héroe logra su objetivo:
rescata a su mujer y a sus (ahora dos; ¡milagro
neonatal!) hijos y los lleva, siempre con los
criminales perseguidores a cuestas –si bien
reducidos éstos a un número cada vez menor a causa
de las trampas horrorosas que le tiende el padre
fugitivo– hasta la costa marina.
3
¿Y qué ven allí?: Al-¡albricias!, almidonaditos,
prolijos, majestuosos e impávidos, a los españoles,
que arriban a las salvajes costas del nuevo mundo,
trayendo su exquisita civilización. Nada de primeros
planos con dientes rotos, aros desagradables
colgando de orejas, labios u otra parte; nada de
plumas ni taparrabos impúdicos; no; los europeos
son un dechado de belleza y miran a esos seres
inferiores (mediante un golpe de cámara
astutamente breve) con una mezcla de lástima y
responsabilidad. Este final, que pretende ser el
martillazo de Gibson para clavar sobre el espectador
la conclusión de que la raza blanca es la elegida para
conducir el mundo hacia la verdadera cultura y el
progreso, se ve arruinado por su misma falsía estética
e histórica: por un lado, lejos de ser agradables, los
invasores eran una agrupación hambrienta,
sedienta, sucia y atacada por varios males en el viaje;
por otro lado, los españoles –ya lo dijimos párrafos
antes– llegaron a América mucho después de la
desaparición de los mayas como sociedad
organizada y del abandono de sus ciudades.