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espejo de emociones

Tender hacia la sencillez supone tender a la profundidad de la


vida representada. Pero encontrar el camino más breve entre
lo que se quiere decir y lo realmente representado en la
imagen finita es una de las metas más arduas en un proceso
de creación.

Andrei Tarkovski

Esculpir en el tiempo

- Es posible verbalizar, formular un pensamiento, pero esta


descripción nunca le hará justicia. Una imagen se puede crear y
sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede comprender en un
sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar con
palabras, ni siquiera se puede describir.

...

- Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento, que es


una nada en comparación con la imagen del mundo captada emocionalmente, imagen
que para él es una revelación. Pues el pensamiento es efímero, y la imagen, absoluta.
Por eso se puede hablar de un paralelismo entre la impresión que recibe una persona
espiritualmente sensible y una experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre
todo en el alma de la persona y conforma su estructura espiritual.

El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño. Su


impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las grandes ideas del
universo.
Es decir, no "describe" el mundo, el mundo es suyo.

...
- En El espejo yo no quería hablar de mí mismo, sino de los sentimientos que tengo
frente a las personas que me son próximas, de mis relaciones con ellas, de mi perpetuo
sentimiento hacia ellas, pero también de mi fracaso y del sentimiento de culpa que por
ellas siento. Los acontecimientos que el protagonista recuerda -hasta su último detalle-
en el momento de su más grave crisis, esos acontecimientos le hacen sufrir, despiertan
en él nostalgia, inquietud.

Al leer una obra de teatro, se puede entender su sentido. Ese sentido, en cada una de las
puestas en escena, se puede interpretar de una manera diferente. La obra de teatro tiene,
desde el principio, un perfil propio. Por el contrario, de un guión no se desprende el
perfil de la futura película. El guión muere con la película; y aun cuando una película
extraiga sus diálogos de la literatura, el cine, en su esencia, no tiene una relación con la
literatura. Una obra de teatro se convierte en literatura, porque las ideas son caracteres
que expresan su esencia en diálogos. Y el diálogo es algo literario. En el cine, por el
contrario, el diálogo es sólo uno de los elementos de la estructura material.

Todo aquel que en un guión pretende hacer literatura, más tarde, en el proceso de
nacimiento de la película, por principio y de forma muy consecuente, tiene que
reelaborar su trabajo. La literatura ha de ser refundida hasta ser arte cinematográfico. Lo
que significa que deja de ser literatura una vez que la película está hecha. Cuando ésta
se ha rodado del todo, ya tan sólo queda lista para el montaje. Y a nadie se le ocurrirá
decir que eso es literatura. Se parece más, bien a la narración de lo que ha visto un
ciego.

...

- Uno de los problemas más serios de la representación en el cine es el de los colores.


En primer lugar, es absolutamente imprescindible reflexionar sobre la paradoja de que el
color dificulta considerablemente la reproducción fiel de sentimientos verdaderos. El
color en el cine es ante todo una exigencia comercial, no una categoría estética. Y por
eso progresivamente van apareciendo de nuevo películas en blanco y negro.

El fijar colores de una calidad determinada es un problema fisiológico y psicológico, y


el hombre normalmente no se fija mucho en ello. El carácter pictórico de una toma, que
a menudo es sólo consecuencia mecánica de la calidad de la copia, recarga la
representación con una convencionalidad adicional, que hay que superar si se quiere
conseguir una adecuación a la vida.

Hay que esforzarse por neutralizar el color y evitar un efecto activo del color sobre el
espectador. Si el color como tal pasa a ser el aspecto dominante de la toma, entonces el
director y el director de fotografía están tomando prestados de la pintura métodos
eficaces para influir sobre el público. La recepción por parte del espectador de una
película corriente, profesionalmente digna, se parece mucho a la recepción de una
revista «profusamente ilustrada». Se está planteando el interrogante de las posibilidades
expresivas de una fotografía en color.

Quizá se debería neutralizar el efecto activo del color por medio de una combinación de
color con escenas monocromáticas, para reducir así el efecto de todo el espectro
cromático. Si la cámara, como se dice, fija sólo la vida real en el celuloide, ¿por qué,
casi siempre, le parece a uno que la película en colores es algo falso, escasamente
sincero? La explicación me parece que se halla en el hecho de que en el caso de una
reproducción mecánicamente exacta de los colores está ausente la posición del artista,
que éste ha perdido su papel configurador y, por ello, tiene que prescindir de la
posibilidad de elegir. La gama de colores tiene su propia lógica y el director ha perdido
la batuta si la ha dejado en manos del proceso técnico. Es prácticamente imposible
obtener una selección consciente que acentúe los elementos cromáticos del mundo real.
Y por muy extraño que nos parezca, aunque el mundo que nos rodea tiene color, la
película en blanco y negro reproduce su imagen con mayor cercanía a la verdad
psicológica, naturalista y poética, correspondiendo, por lo tanto, mejor a la naturaleza
de un arte que se basa en las características de la visión.

En el fondo, una película en color es el resultado de un debate que incluye la tecnología


de la película en color y el color en general.

...

Andrei Tarkovski
Esculpir en el tiempo, 1984 (Ediciones Rialp
Justicia: a ocho años de la muerte del realizador soviético Andrei Tarkovski, la Filmoteca de la
Generalitat de Catalunya organizó a principios del mes de diciembre un ciclo retrospectivo que incluyó la
totalidad de su obra. Justicia, digo, porque, aun tratándose de uno de los corpus cinematográficos más
enigmáticos, cerrados y crípticos de la historia, éramos muchos quienes deseábamos ver restituida, en
toda su dimensión, la imagen de este creador que, por encima de clasificaciones (no es únicamente un
director «de culto»), despierta reacciones encontradas. A ello contribuyó un espléndido regalo: el estreno
absoluto en nuestro país del film La apisonadora y el violín, que es de hecho el trabajo de graduación de
Tarkosvki para la escuela V.G.I.K. de Moscú. En la sesión correspondiente a este estreno se contó con la
presencia de Larissa Tarkovski, quien contestó a las preguntas de los asistentes en un breve coloquio
previo a la proyección.

Antes de comentar sucintamente las películas expuestas, debo hacer mención de un hecho que me
sorprendió gratamente. Con respecto a reposiciones anteriores de fllms de Andrei Tarkovski, la afluencia
de público, y más concretamente de público joven (entre veinte y treinta años), sólo puede interpretarse
como un síntoma optimista de la salud de la cinefilia barcelonesa... a pesar de las dificultades para
cultivar esta afición en un entorno de sobras conocido por muchos lectores. Público, pues, de cine de
autor y dispuesto a soportar, en algún caso, largas colas para contemplar films rara vez accesibles.

Entremos en materia. Dejando aparte La apisonadora y el violín, en la


que, si bien ya se apuntan obsesiones recurrentes en los films de
Tarkovski, se aprecia fácilmente que el autor está todavía en estado de
«acomodación al medio», la filmografía de este director genial se
compone de siete obras, la primera de las cuales, La infancia de Iván
(1962), es sin duda la más asequible.
Detalla los últimos meses de la vida de un niño que sólo ha conocido
el horror de la guerra y que combate en las guerrillas contra la
invasión nazi a través de un estilo en el que ya se pueden considerar
asentados su facilidad y gusto para filmar el agua y la nieve, sus
soberbios y expresivos primeros planos y ese encuadre dominado por
una intuición pictórica inédita desde el Fausto de Murnau.

Cuatro años más tarde, Tarkovski asienta definitivamente su estilo con


el extenso fresco histórico Andrei Rublev, en rigor una road movie con un pintor de iconos por
protagonista. Los temas que el director desarrollaría a lo largo de toda su carrera (la meditación acerca de
los valores espirituales en un mundo en descomposición, el papel regenerador del arte y su falsa promesa,
la necesidad de la existencia de un misterio que mueva a los hombres al conocimiento) están ya presentes,
y desarrollados mediante un cuidadoso estudio del tiempo narrativo y de su relación con el plano
secuencia.

Con Solaris (1973) consigue Tarkovski, desde mi punto de vista, alcanzar la cima de su estilo. Es una
inteligente y emocionante adaptación de la novela de Stanislaw Lem, de la que sabe captar perfectamente
su sentido alegórico. La trama de Solaris, encuadrada genéricamente en una ciencia-ficción (conciencia-
ficción, la han definido algunos acertadamente) muy lejana de cualquier tópico genérico, es en realidad la
aventura del hombre a través de su asunción de los límites del conocimiento, y de la necesidad de que
esos límites jamás puedan ser franqueados. La potencia expresiva de muchas secuencias de este film
irrepetible (la levitación en la biblioteca, el impresionante zoom retrospectivo final) sigue insuperada.

Sucede a este film El espejo (1974), la obra más críptica de su autor, en la que, dentro de un conjunto
difícil de sistematizar y dotar de sentido, destacan algunos movimientos de cámara de enorme impacto
(travelling alrededor de una mujer sentada en una- valla, o una cámara que desde el aire, sigue las
evoluciones de quienes circulan por un pasillo, en una idea deudora del Dreyer de La pasión de Juana de
Arco).

Con Stalker (1979), último film de Tarkovski


rodado en la Unión Soviética, vuelve el cineasta
al género de la ciencia-ficción. Stalker es quien
conduce a los interesados a través de «la zona»,
un lugar en el que se alteran las condiciones
habituales de percepción de los hombres. El
larguísimo, lentísimo discurso tarkovskiano es
una disección impresionante del papel de la
religión, sus transmisores y sus destinatarios, en
un mundo consumido por la vacuidad de los
falsos artistas y del destructivismo de una ciencia
peleada con la fisis que le dio justificación.

En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que de nuevo dos
personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente distinto de vivir «a través de»
o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer personaje, un hombre que ha abolido ya las
distancias entre vida y fe que trata de romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano
Erland Josephson, que da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo
autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su lenguaje, que
culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el protagonista atraviesa un largo
desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.

Sacrificio (1986), su última obra, es la más ambiciosa proyección de Tarkovski, puesta en funcionamiento
con capital francés y sueco y una fotografía de Sven Nykvist que nadie que haya contemplado puede
olvidar. En este film depura Tarkovski aún más su estilo, permitiéndose acercar al público, sin transgredir
su arte, la fuerza de un discurso cada vez más necesitado de recepción. El director apenas pudo revisar las
últimas etapas del montaje, pues su enfermedad, un cáncer, acabó con él antes de que acabara el año.
Cómo no emocionarse ante la historia, vuelta en imágenes, del actor que se ofrece a sí mismo en
sacrificio para salvar al mundo, cuando se piensa en que el artífice de esa historia tenía noticia de su
propio destino. Sacrificio cierra elocuentemente el bucle discursivo de una filmografía que, con sus
particularidades y dificultades insoslayables, se erige, sin discusión, como una de las más interesantes y
perturbadoras jamás rodadas.

© Francesc Xavier Mir, 1995


Dirigido por Nº 232

Con Stalker (1979), último film


de Tarkovski rodado en la
Unión Soviética, vuelve el
cineasta al género de la ciencia-
ficción. Stalker es quien
conduce a los interesados a
través de «la zona», un lugar en
el que se alteran las condiciones
habituales de percepción de los
hombres. El larguísimo,
lentísimo discurso tarkovskiano
es una disección impresionante
del papel de la religión, sus
transmisores y sus destinatarios, en un mundo consumido por la vacuidad de los falsos
artistas y del destructivismo de una ciencia peleada con la fisis que le dio justificación.

En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que
de nuevo dos personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente
distinto de vivir «a través de» o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer
personaje, un hombre que ha abolido ya las distancias entre vida y fe que trata de
romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano Erland Josephson, que
da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo
autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su
lenguaje, que culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el
protagonista atraviesa un largo desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.

Sacrificio (1986), su última obra, es la más ambiciosa proyección de Tarkovski, puesta


en funcionamiento con capital francés y sueco y una fotografía de Sven Nykvist que
nadie que haya contemplado puede olvidar. En este film depura Tarkovski aún más su
estilo, permitiéndose acercar al público, sin transgredir su arte, la fuerza de un discurso
cada vez más necesitado de recepción. El director apenas pudo revisar las últimas etapas
del montaje, pues su enfermedad, un cáncer, acabó con él antes de que acabara el año.
Cómo no emocionarse ante la historia, vuelta en imágenes, del actor que se ofrece a sí
mismo en sacrificio para salvar al mundo, cuando se piensa en que el artífice de esa
historia tenía noticia de su propio destino. Sacrificio cierra elocuentemente el bucle
discursivo de una filmografía que, con sus particularidades y dificultades insoslayables,
se erige, sin discusión, como una de las más interesantes y perturbadoras jamás rodadas.

© Francesc Xavier Mir, 1995


Dirigido por Nº 232

LARGOMETRAJES

1962.- La infancia de Iván (Ivanovo Destno)


1966.- Andrei Rublev
1972.- Solaris
1974.- El espejo (Zerkalo)
1979.- Stalker
1983.- Nostalghia
1986.- Sacrificio (Offret)

MEDIOMETRAJE

1960.- La apisonadora y el violín

LIBROS

Stalker, de Andrei Tarkovski


Antonio Mengs
(Ediciones Rialp, 2004)

Esculpir en el tiempo, Andrei Tarkovski


(Ediciones Rialp, 1984)
Acerca de Andrei Tarkovski
Textos de:
Erland Josephson, Sven Nykvist, Krzysztof
Zanussi, Andrei Majailkov-Konchalovski, Marina
Tarkóvskaya…
(Ediciones Jaguar. Madrid, 2001)
Andrei Tarkovski: vida y obra (vols. I y II)
Rafael Llano Sánchez. Prólogo de Víctor Erice.
(Publicaciones de la Filmoteca. Colección
Documentos nº 11, 2003)

DOCUMENTAL

Esculpir en el tiempo, 1986. Documental que


emitió TVE2 en 1993 sobre Tarkovski y el rodaje
de El sacrificio

Andrei Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga y murió en París el 29 de
diciembre de 1986
1. La textura sensible del filme y la persuasión emocional de la obra de arte

Luis Buñuel fue uno de los realizadores preferidos de Tarkovski. era uno de los
cineastas de los que se sentía más próximo. Y explicaba así por qué:

La fuerza dominante de sus películas es siempre el inconformismo. Su protesta -furiosa,


sin compromisos y acerba- se expresa sobre todo en la textura sensible del filme, y es
emocionalmente contagiosa. La protesta no es calculada, ni cerebral ni formulada
intelectualmente. Buñuel tiene demasiado instinto artístico como para dejarse llevar por
una inspiración política, la cual, desde mi punto de vista, es siempre espuria, si se
expresa abiertamente en una obra de arte. La protesta social y política expuesta en sus
películas sería, sin embargo, más que sufriente para un buen número de realizadores de
menor estatura. Pero por encima de todo, Buñuel es el portador de una conciencia
poética. Sabe que la estructura estética no necesita de manifiestos, que el poder del arte
no radica ahí, sino en la persuasión emocional, en esa fuerza vital de la que alguna vez
ha hablado Gógol, a propósito de la creación artística.

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50].

2. El cine y las tradiciones culturales nacionales

Ya en 1964, el joven ruso de 32 años que se preparaba para realizar Andréi Rublev,
contaba a Buñuel entre sus maestros. Los siguientes extractos corresponden a una
entrevista publicada en la revista Cine Cubano de ese año:

He de decir -explicaba en aquella ocasión- que, como problema general, me preocupa


mucho la cuestión de la nacionalidad en el arte. A mi juicio, el arte debe ser siempre
nacional, no puede pertenecer a todo el mundo por igual. Puede pertenecer a todos
como obra de arte ya realizada, desde luego; pero las fuentes, los orígenes del arte, se
hallan siempre en un plano nacional. [...] Y al hablar ahora del problema de lo nacional
en el arte en general y en la cinematografía en particular, me parece que se explica por
qué considero a Kurosawa, a Buñuel y a Bergman, grandes artistas. Precisamente
porque estos tres directores han logrado expresar en sus mejores filmes el carácter
nacional, es decir, aquello que de particular y concreto caracteriza a una persona de una
nacionalidad determinada, y que permite diferenciarlo de otros individuos de otras
nacionalidades. Yo no creo que el arte sea cosmopolita. Y no lo creo, porque las mejores
obras de arte cinematográfico en la actualidad están ligadas sin excepción a la expresión
del espíritu nacional. Esto no es una declaración pseudomística, ni mucho menos. Al
contrario, estoy convencido de que el artista sólo puede expresar magistralmente
aquello que conoce bien, aquello que ha mamado desde su infancia
[...]
El desarrollo del arte español, por ejemplo, la línea que han seguido las tradiciones de
España, ilustran muy bien la necesidad que tenemos en la actualidad de reelaborar las
viejas tradiciones nacionales, de asimilarlas de una forma nueva, utilizando los
problemas contemporáneos, actuales. Para mí, es indudable que el Greco, Cervantes y
Goya son las fuentes de las que parte Buñuel. Buñuel no podría existir en absoluto sin
El Greco, sin Goya, sin Cervantes. Esto es indudable. La crudeza de Goya, por ejemplo,
su lenguaje directo para manifestar su sufrimiento por el pueblo, eso ha penetrado en
Buñuel, forma parte de su sangre, de su cuerpo. La profundidad del drama espiritual que
se desarrolla ante nuestros ojos en los personajes del Greco, por otra parte, esa
profundidad espiritual que manifiesta la tradición que parte de El Greco, se transmite
diáfanamente a Buñuel; al menos, yo lo siento así cuando veo Los Olvidados. El
protagonista de esta película es para mí un típico personaje de El Greco, incluso
exteriormente, hermoso, con la belleza que pintaba El Greco, con los ojos un tanto
oblicuos, el rostro alargado. Buñuel posee de Cervantes ese anhelo reflejado en Don
Quijote, ,que en el filme Nazarín ha hallado una reflexión muy particular y determinada.
Para mí, está completamente claro que Buñuel es asombrosamente tradicional y por lo
tanto, asombrosamente popular, asombrosamente comprensible y lógico para los
españoles y para todos los pueblos que poseen sangre hispana, es decir, que pertenezcan
a esa tradición cultural.

[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La
Habana)]
nº 22 (1964), pp. 31, 33-34.

3. Sobre la tradición artística española

La obra de Buñuel -continuaba Tarkovski- está profundamente arraigada en esta cultura


clásica de España. Es sencillamente impensable sin una referencia apasionada a
Cervantes y a El Greco, a Lorca y a Picasso, a Salvador Dalí y Arrabal. La obra de
éstos, llena de pasiones airadas y tiernas, de tensión y de protesta, surge de un
profundísimo amor por su tierra lo mismo que del odio que les domina por entero: odio
a todo esquema enemigo de la vida, a todo intento frío y descorazonado de vaciar los
cerebros. Ciegos de odio y de sospecha, ellos expulsarán de su campo de visión todo lo
que no contenga una referencia vital al hombre, todo lo que no acoja esa chispa divina y
ese sufrimiento hecho costumbre que la tierra española, rocosa y caliente hasta la
ignición, ha tenido que beber durante siglos. La tensa fuerza rebelde de los paisajes de
El Greco, por ejemplo, el devoto ascetismo de sus personajes, la dinámica de las
alargadas proporciones internas de sus cuadros, y los colores salvajemente fríos, tan
poco característicos de su tiempo, y familiar más bien a los admiradores del arte
moderno, dio lugar a la leyenda de que el pintor era astigmático y que esto explicaría su
tendencia a deformar las proporciones de los objetos y del espacio. Pero creo que sería
una explicación demasiado simplista.

Por su parte, el Don Quijote de Cervantes se convirtió en un símbolo de nobleza, de


generosidad, de abnegación y fidelidad; y Sancho Panza, del buen sentido común. Pero
Cervantes mismo fue, si tal cosa fuera posible, aún más fiel a su héroe que éste a
Dulcinea. En prisión, obnubilado de rabia porque un canalla había publicado sin
licencia una segunda parte de las aventuras de Don Quijote, que era una afrenta para el
puro y sincero afecto del autor por su vástago, escribió su propia segunda parte de la
novela, matando a su héroe al final de ella, para que nadie pudiera en adelante mancillar
la sagrada memoria del Caballero de la Triste Figura. Goya se enfrentó sin ayuda
ninguna al cruel y endeble poder real y se opuso a la Inquisición. Sus siniestros
Caprichos se convirtieron en la personificación de las fuerzas oscuras que odiaba con
todo su corazón, y que le arrastraron al terror pánico, animal -que menospreciaba como
algo vicioso y que le condujo la batalla quijotesca contra el oscurantismo y la locura-.
La fidelidad a su vocación artística, casi profética -concluía Tarkovski-, ha hecho
grandes a estos españoles.

[A. T, Sculpting in Time, 1989, p. 50]

4. A propósito de Nazarín

Y ello explicaba, como se ha dicho, el caso de Buñuel, una de cuyas obras analizó en
particular Tarkovski en los términos que siguen.:

Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca -escribió Tarkovski en
un libro-homenaje a Luis Buñuel, en 1979-, muchos de sus detalles pueden parecernos
hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo,
algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco
ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una
película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia
aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle
de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula:
«escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una
película la percibimos como una secuencias de imágenes en una determinada unidad de
tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se
pone a trabajar.

La que en mi opinión es la mejor película de Buñuel, Nazarín (México, 1958), destaca


sobre todo por su sencillez. La estructura dramática de la película recuerda la de una
parábola, y su protagonista principal, a don Quijote. Nazarín se desarrolla en México. El
padre Nazarín, que cree en Dios desde la más profunda convicción religiosa, es una
persona abnegada y buena, que sabe lo dura que es la vida en su pequeña ciudad natal, y
que se muestra paciente y amigo del pueblo hasta el extremo. No es un sacerdote del
miedo, sino que su infinito buen corazón le hace ser un pastor de la conciencia. Su
intervención en la vida de los más pobres es un intento constante de ayudarles de todas
las maneras posibles, pero a ojos de sus superiores eclesiásticos compromete con ello su
dignidad sacerdotal. Alternativas muy simples de la vida, junto con la bondad de
Nazarín, que va más allá de todo límite, conducen finalmente a que las autoridades
-almas de escribas preocupadas solamente por hacer carrera-, le vean como una carga
para la Iglesia y que le expulsen de la ciudad.

El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o
como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos
aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le
pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su
amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la
policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un
derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos
apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al
contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza.
En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por
un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un
santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una
víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la
cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia
el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de
Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar
consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No
quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no
puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas
contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues
él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va
implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola.

El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a
aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba
consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"».

Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por
una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a
su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado.
El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar
él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al
carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una
piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente
conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el
texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta.
Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su
camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con
una mirada trágicamente transfigurada.

"El bien es pasivo, el mal activo", dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película
se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor
le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al
autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente
objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los
artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia
de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su
compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre
todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras
esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el
caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y
progresivas.

La escena final de Nazarín es realmente estremecedora pero -y esto es especialmente


importante- no por su simbolismo, que despierta asociaciones con el Evangelio, sino a
causa de su gran poder emocional. Es un ejemplo magnífico de la fuerza dominante de
la imagen artística sobre la necesaria limitación de su capacidad de enunciar un
contenido. Sólo cuando se ha visto Nazarín por segunda o por tercera vez, se llega a
percibir el significado racional que encierra.

Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una
entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero
que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos
símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma
llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional.

En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las
mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un
falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan
entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo
coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la
escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol,
pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de
contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis
dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de
la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado.

Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés
como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les
puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural,
un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen
infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que
constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de
Buñuel.

Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así
llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director
abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo,
porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna
manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente
escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la
cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la
hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que
pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un
jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la
que había sido lavada su herida.

Una posibilidad sería hacer un gesto de asco y rechazar despectivamente cualquier


conversación sobre esta escena. Pero, por otra parte, medios estilísticos de este tipo,
cercanos al naturalismo (puesto que el naturalismo no es una característica del estilo de
determinados artistas, sino más bien una corriente literaria), se encuentran de modo más
o menos claro en muchas películas y obras literarias, que todos aplaudimos. Basta
pensar en las escenas de hospital de los magníficos Relatos de Sebastopol de León
Tolstói; en las escaleras de Odessa de Acorazado Potemkin de Eisenstein, con el coche
de niño que baja, golpeando en cada escalón, y el mutilado que cojea, las gafas hechas
añicos de la maestra y el ojo desprendido; lo mismo que en aquella escena de la genial
película Tierra de Dovzhenko, en la que una mujer, desesperada por la soledad en que se
encuentra, corre desnuda por su casa; o en la famosa danza de Chapaiev en paños
menores antes de morir; en las torturas que sufren los luchadores de la resistencia en
Roma, ciudad abierta; en la escena de Tierras nuevas bajo el arado, de Solojov, en la que
Polovzev mata a Choprov y a su mujer, etc.
El arte realista necesita una percepción intensificada de la realidad. Esto se aplica sobre
todo a las obras en las que la tensión en el terreno de las ideas debe ser equilibrada por
unos sucesos y una «sintaxis de los hechos» realista y detallada. No creo que tenga
mucho sentido analizar medios estilísticos de diferentes obras con la sola finalidad de
poner de manifiesto que Buñuel no tiene de ninguna manera el monopolio en lo que
respecta a «crueldad»; aquí se trata de otra cosa. Es interesante reparar en que, con
frecuencia, Buñuel emplea estos medios con arreglo a un principio enteramente original.
La película Nazarín, con su estructura uniforme, está en efecto concebida de manera que
la tensión va creciendo paulatinamente y no se resuelve más que inmediatamente antes
del final. Hay muchas escenas dialogadas que se han grabado de modo
extraordinariamente sencillo y, por así decir, como de pasada. También en lo que
respecta a la escenificación no necesitan refinamiento ni acento alguno, ni destacar unos
rasgos por encima de otros, etc. Este mínimo de medios expresivos por un lado, y la
locuacidad por otro, podrían hacernos dudar incluso de la autenticidad del desarrollo de
la acción, de una autenticidad a la que la película aspira por principio.

Precisamente en esos momentos es cuando Buñuel emplaza súbitamente su «artillería de


grueso calibre», como en la escena en la que la mujer sacia su sed, que ya hemos
comentado. Una escena así nos deja una impresión estremecedora, y sobre, todo fuerza
al espectador a prestar absoluta fe a cuanto sucede antes y después de lo que ha visto.
Este tipo de shocks mantiene al espectador en tensión, de modo que comienza
lentamente a esperarlos y se entrega a ese fluido nervioso que el autor crea y conserva
en movimiento mediante emociones cargadas negativamente. Sin esa tensión, que se
halla en directa dependencia de una serie de impresiones negativas y positivas, no se
puede llegar a un movimiento emocional, como sucede también en la pintura, en la que
los sentimientos despertados por la composición cromática se basan en las relaciones
entre los colores contrarios y complementarios.

El principio de la formación de contrastes no se debe borrar en modo alguno de la lista


de los medios estilísticos con los que se puede expresar el movimiento. Elegir los
medios de que se vale es un legítimo privilegio del artista, y las discusiones al respecto
acaban siempre en juicios de gusto.

Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o
Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de
que los problemas que trata son de gran relevancia.

[Texto original publicado en un libro colectivo aparecido en Moscú, en 1979, titulado


Luis Bunuel (con ene).
De esta traducción al castellano: ©José Mardomingo, 1999.
Apareció por primera vez en Nueva Revista nº 61 (II/1999), pp. 158 y ss]

5. A propósito de Tristana

Sin embargo, Tarkovski, él mismo un gran artista, no se casaba con nadie. La siguiente
adaptación cinematográfica que Buñuel hiciera de una novela de Galdós le valió al
cineasta ruso un juicio muy distinto, que dejó anotado en su diario (18 de septiembre de
1970), en los siguientes términos:
Hoy he visto una película muy mala de Buñuel -no recuerdo el nombre; ah, sí: Tristana-,
acerca de una mujer a al que han amputado una pierna y que, de vez en cuando, sueña
con una campana en la que la cabeza de su marido ocupa el lugar del badajo.
Increíblemente vulgar. De vez en cuando, Buñuel se permite lapsos como éste.

Crítica y crítica: Andrei Tarkovski como acto puro y como presencia de la ausencia de la
excepción.

Juan Jesús Rodríguez Fraile

1.- Crítica y crítica.

“Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de


palabras? No me forcéis a ser crítico”[1] .

La crítica de cine, como cualquier otra crítica, ha de enfrentarse a una dificultad en la


que se juega la vida: la crítica tiene que acabar cirticándose a sí misma, cosa que no
puede hacer desde la crítica, sino desde otra parte, en este caso desde el cine. El crítico
ha de acabar haciendo cine, pero entonces acabará siendo interpretado como un
cineasta, no como un crítico, y será criticado como buen o mal cineasta, no como buen o
mal crítico. Ahora bien, criticar una crítica con una crítica en lugar de con una obra de
cine, sólo consigue criticar a un crítico, no criticar a la crítica misma. Criticar una crítica
con una crítica es, sin embargo, lo que suele hacer un cineasta cuando critica. Cuando
alguien no está de acuerdo con una crítica no está de acuerdo con un crítico, pero
cuando alguien no está de acuerdo con la crítica, entonces es porque ese alguien es, en
realidad, de alguna manera, un “auténtico crítico”. Ciertamente un crítico (un crítico que
no sea un —digamos— “cineasta frustrado”, sino un auténtico crítico) es alguien que
considera que la crítica es algo muy importante, tan importante como el cine, o incluso
más; es alguien que cree, al menos, que es algo tan importante como para dedicarse uno
a hacer críticas en lugar de a hacer películas. Para un cineasta, por el contrario, lo
importante no es la crítica, sino el cine, la obra de cine, y tanto más cuanto más sea un
auténtico cineasta. Si un auténtico cineasta hace una crítica será para decir que lo
importante no es la crítica, sino el cine. De la misma manera, si un auténtico crítico
hiciera una película sería para decir lo contrario, que lo importante no es la obra de cine,
sino la crítica —pero, entiendasé bien: la “auténtica crítica”—. Así, cuando llega el
momento en el que el auténtico cineasta no tiene más remedio que escribir una crítica
para demostrarle al crítico que él no es más que un cineasta frustrado, el auténtico
crítico no tiene más remedio que responder haciendo una película para demostrarle al
auténtico cineasta —quien para él no es más que un crítico frustrado— que lo
importante es la crítica. Pero para evitar que se le tome por un cineasta sin más, y se le
critique, el auténtico crítico tendrá, enseguida, que publicar un manifiesto, donde
expondrá —digamos— “dogmáticamente” [2] , los presupuestos de su crítica para que
puedan ser reconocidos como eso —y no como mero cine— en su película. El auténtico
cineasta, por su parte, cuando lo que haga sea escribir una crítica, lo único que podrá
escribir, en realidad, será un manifiesto en el que se diga que lo importante es la obra y
no la crítica, puesto que esa es la única manera de evitar que se le tome por un mero
crítico, por un buen o mal crítico, en lugar de por un cineasta. El auténtico crítico hace
así una crítica auténtica que consiste en la película más el manifiesto [3] . Y el auténtico
cineasta hace una auténtica película, que consiste en el manifiesto más la película [4] .
El manifiesto, sin la obra, es sólo crítica, pero la obra sin el manifiesto es sólo la obra.
El problema es que si la obra es sólo la obra, entonces no es auténticamente la obra,
porque es sólo un objeto para la crítica. Pero si la crítica es sólo la crítica, entonces
tampoco es auténticamente la crítica, porque entonces no se la puede diferenciar de la
obra de un cineasta frustrado. La auténtica crítica necesita que el manifiesto se
manifieste en obras, pero la auténtica película necesita también que el manifiesto ponga
de manifiesto por qué ella es una auténtica obra, por qué esa obra tiene que ser vista
como una obra auténtica. Como suele ocurrir con la crítica, el auténtico crítico acaba
siendo el auténtico cineasta, mientras que el auténtico cineasta acaba por ser el auténtico
crítico, el único crítico auténtico, mientras que todos los demás son, en realidad
cineastas frustrados que hacen críticas o bien, críticos frustrados que hacen películas. El
crítico y el cineasta se encuentran, así, reunidos en uno de los infinitos giros del círculo
hermenéutico, persiguiéndose el uno al otro por las pantallas y por los periódicos.

Ahora bien, todo eterno problema tiene su eterna solución, y esta es, como no
podía ser menos, un callejón sin salida, pero uno muy largo, muy largo, muy largo, tan
largo que parece realmente un camino abierto, e incluso el único camino que queda
abierto. Esta es, justamente, la forma de un problema filosófico. En este caso, el
problema tomaría la forma de una pregunta por la autenticidad, es decir, justamente por
el criterio que en el círculo crítico-cinenematográfico quedaba sin problematizar. Por
ahí se escaparía de la órbita de ese giro. Así se pondría en marcha algo así como una
crítica cinematográfica a un nivel superior, a un nivel superior y con herramientas
propiamente filosóficas, para preguntar acerca de qué es eso de la autenticidad, y para
responder que eso no puede ser otra cosa que la verdad, la bondad, la unidad (y en el
peor de los casos, la belleza), ya sea como tales, o como meras máscaras de la ficción, la
moral cristiano-burguesa, la diferencia (y, en el mejor de los casos, el gusto dominante).
Dependiendo del criterio que se emplee para diferenciar lo auténticamente auténtico de
la —digamos— autenticidad frustrada, acabaremos orbitando alrededor de la noción de
sentido, de la noción de libertad, de la noción de sensibilidad (o dicho con otras
palabras, de la noción de Dios, de la de alma, o de la de mundo). Si por el contrario
renunciamos al uso de un criterio para identificar lo auténticamente auténtico de lo que
no lo es, tendremos que considerarlo todo auténticamente auténtico, o todo como una u
otra autenticidad frustrada. Pero entonces comenzaremos a girar en una órbita, todavía
más alejada —la órbita, ya casi, de un cometa—, alrededor de la noción de sentido del
sentido, de liberación de la libertad, o de mundaneidad del mundo (o dicho de otra
manera: Ser, lenguaje, cuerpo)... etc.

Ahora bien, todas estas esferas se mueven armónicamente unas en el interior de


las otras, y todas ellas como atraídas por un primer motor. Ese primer motor que pone
en marcha toda la actividad crítica y toda la filosófica y el universo hermenéutico entero
a su alrededor se llama Andrei Tarkovski.

2. Andrei Tarkovski como motor inmóvil.

“Yo no dirigí ningún “mensaje” a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un
profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de
poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una
catedral” [5] .
En efecto en Andrei Tarkovski no hay diferencia entre Ser, lenguaje, y cuerpo. Todo el
mundo lo sabe. Tarkovski es, no existiendo, sino haciendo ser al lenguaje en unos
cuerpos que no son cuerpos y que sin embargo son y son de tal manera que en ellos es el
lenguaje el que es, y los cuerpos se dicen sin que ese decirlos sea un hacerlos ser sino un
darse cuenta de su haber sido siempre ya como diciéndonoslo, como diciéndose. Por eso
no hay ahí diferencia entre el significante, el significado, y el sentido, y no hay lugar
para hablar de ningún “mensaje”, sino de la Revelación.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre el sentido y la sensibilidad, precisamente


porque Andrei Tarkovski no es ningún sujeto. Pero tampoco, ciertamente, porque sea un
objeto, sino porque en Él los objetos son, pero no como objetos sino como cosas en sí
mismas, es decir, como fenómenos, es decir, como fenómenos en sí mismos, esto es,
como bellos, o sea, como son —o algo así—.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la verdad y la bondad, porque la unidad


misma que constituye aquello que en Él es, procede de su ser ahí verdadera la bondad
de las cosas y en el ser verdaderamente bueno su ser verdad aunque sólo sea por una
vez, y todo esto, únicamente, porque sí, porque así es y porque así ha de ser y ha sido
siempre.

En Andrei Tarkovski no hay diferencia entre la autenticidad y la inautenticidad, porque


en Él no hay distancia entre el auténtico crítico y el auténtico cineasta, ni tampoco
identidad, puesto que Andrei Tarkovski no existe ni como lo uno ni como lo otro, sino
que se limita a ser la obra de cine y la crítica siendo a la vez la distancia entre ambas, y
por eso no hay necesidad de un manifiesto, porque Él no es ningún profeta, sino que sus
obras son el cine en su manifestarse, y sus críticas son la crítica haciéndose manifiesta,
como su verbo es su carne y su carne no es sino su verbo, y lo que une a ambas no es
sino el Espíritu (pero el Espíritu Santo, entiendasé bien).

Andrei Tarkovski no puede ser interpretado ni como crítico ni como cineasta, porque no
es ninguna de las dos cosas. Él es el cine siendo la crítica y es la crítica siendo el cine.
Es la cinefanía crítica y la críticafanía cinematográfica. Andrei Tarkovski es un acto
puro.

Por eso, sólo adoptando la perspectiva de Andrei Tarkovski (cosa que nosotros los
hombres que no somos Andrei Tarkovski sólo podemos hacer de vez en cuando: viendo
sus películas), nosotros —los seres afectados de potencia— reconocemos la primacía
del acto sobre ella, la anterioridad del acto respecto de la potencia, pero también la
necesidad de que la potencia secunde al acto, de que los planetas sigan girando
alrededor de sus órbitas y los filósofos alrededor de las suyas.

3. Andrei Tarkovski como la excepción que confirma las reglas (del juego).

“¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho en términos muy
generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y con qué tipo de persona nos
encontramos cuando está sufriendo la pérdida de su dignidad? Me permito recordar que
la meta de las personas que en esta película se encaminan hacia la zona es una
habitación donde se cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el
curioso territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al escritor y al sabio
la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que
su hermano, de cuya muerte él era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando
Dikoobras volvió de la «habitación», se encontró repentinamente enriquecido. La zona
le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que había pretendido desear.
Por eso, Dikoobras se ahorcó” [6] .

Ahora bien, como suele suceder en estos casos, cuando se dicen estas cosas, no se puede
evitar la sensación de haber puesto en el fondo de ese callejón sin salida muy, muy, muy
largo, solamente una imagen hipertrofiada de aquello mismo que había en el punto de
partida, de haber puesto al final de esa perspectiva una versión unidimensional del
paisaje mismo que se retrata y que actúa de esa manera como punto de fuga de la
misma, dando un volumen a lo que es sólo un único plano. Ese único plano que, a través
de esas reconstrucciones trata de organizarse teleológicamente, y que constituye en
realidad una única superficie en la que se organizan topológica y no teleológicamente
los elementos, no puede denominarse, en todo caso, sino como Andrei Tarkovski.

En efecto, en el plano Andrei Tarkovski la crítica y la cinematografía constituyen una


única superficie transitable en todas direcciones que lleva, desde sus escritos a sus
películas y desde sus películas a sus escritos más o menos críticos. Andrei Tarkovski,
cuya primera película se estrena en 1962 y la última en 1986 no evoluciona en absoluto
en esos veinticuatro años [7] . Se niega a evolucionar porque no se critica a sí mismo,
no trata de hacer, cada vez un cine más auténtico. En las películas de Andrei Tarkovski
el problema que a partir de los años sesenta (y principalmente a partir de las reflexiones
de los críticos asociados Nueva ola francesa) enfrenta a los cineastas con los críticos y
convierte a los unos en una versión frustrada de los otros, se proyecta interiormente,
dentro de sus películas, y queda atrapado en una zona dotada de un estatuto
absolutamente excepcional que se denomina comúnmente Andrei Tarkovski. En la zona
Andrei Tarkovski hay, ciertamente, una «habitación» en la cual se cumplen todos los
deseos, una zona dentro de la zona, pero, Andrei Tarkovski consiste en dejar esa zona
bien dentro de la zona, para que la zona pueda seguir estando fuera de la zona, es decir,
fuera de la zona en la que los críticos tiran con bala que es, en aquel momentos (si es
que no siempre) Cannes. El plano Andrei Tarkovski corta transversalmente el eje
Cannes y establece una zona de estricta sincronía entre —pongamos— Dreyer y Lars
von Triars, Renoir y Woody Allen; justamente aquel lugar en el que las cosas no pueden
ser lo que queramos a fuerza de poder ser lo que queramos. Andrei Tarkovski es esa
zona, la zona a cuya derecha se sitúa el cine y a cuya izquierda se pone la crítica. Andrei
Tarkovski consiste en hacer posibles esas posiciones. Por eso sólo en Andrei Tarkovski
se puede ver, por ejemplo, la contingencia (y a la vez la necesidad [8] ) de aquello que
los manifiestos de la vanguardia rusa presentaban —dogmáticamente— como necesario
[9] . Y a la vez, sólo en él aparece la necesidad (y no sólo la contingencia) de eso que en
los Cuadernos de cine parecían ser, tan sólo, los apuntes tomados por los jóvenes
directores europeos de las doctrinas para conseguir el éxito dictadas por los maestros
americanos. Sólo en el lugar en el que se produce la oposición, el choque, de la Nueva
ola y el viejo espigón de la vanguardia rusa, se puede reconocer el eterno problema: la
búsqueda de la autenticidad de lo auténtico denunciando la inautenticidad producida por
la frustración (la frustración de querer y no poder ser Alfred Hitchkock, o la de querer y
no poder ser Sergei Eisenstein). Sólo en esa zona resulta visible la eterna cuestión de la
verdad queriendo o no queriendo ser buena (ni siquiera después de darle Truffaut los
Cuatrocientos golpes), o del bien queriendo o no queriendo ser verdadera (como en el
“realismo socialista” impuesto, también a golpes —dicho sea de paso— en la URSS).
Sólo allí se ve la unidad propia de aquello que sólo como diferencia —pero como
diferencia, insistimos, planteada en Andrei Tarkovski— se puede presentar. Quizás a
eso le pudiésemos llamar también la belleza propia de sus obras. Sólo en Andrei
Tarkovski la ficción puede verse como ficción (y no como esa verdad más verdadera
que la verdad misma que pretendía André Bazin, ni como esa mentira más perversa que
todas las mentiras que pretendía Andrei Zhdanov), y sólo en él, la moral cristiano-
burguesa del nuevo régimen soviético puede verse claramente bajo la luz que arroja
sobre ella el aspirante a gusto dominante puesto en curso por los nuevos revolucionarios
de mayo del 68. En efecto, sólo en la zona Andrei Tarkovski, se produce el —digamos
— “efecto Andrei Tarkovski”, que no surge del montaje en paralelo de dos planos, sino
del constituirse él mismo en el único plano en el que todos los planos han de montarse
—encajen o no encajen, se salten el eje o no se lo salten—, en el alma que une, unas con
otras, las secuencias del mundo para seguir por una vía muy, muy larga, a través de un
larguísimo travelling —que nunca sigue la línea recta— el camino más corto hacia esa
«habitación» donde está Dios.

Y, en definitiva, sólo en la zona Andrei Tarkovski el lenguaje es el lenguaje, y sirve para


sentir las cosas —para sentir las cosas como son— y el cuerpo es cuerpo porque sirve
para decirlas —y para decirlas tal y como son ellas—, y el Ser es también como tiene
que ser, y como Dios manda.

Bien, todo eso es posible porque Andrei Tarkovski nació, creció —probablemente
incluso se multiplico— y vivió entre nosotros (o entre otros más afortunados que
nosotros). Porque hizo siete películas entre 1962 y 1986. Porque esas siete películas
fueron consideradas por los hombres como otros tantos pecados, y por ellas hubo de
sufrir el destierro y la injusticia, y, finalmente, la muerte —muerto de nostalgia por un
reino que no era de este mundo, y ofreciendo su vida y sus obras (ya muy enfermo)
como un sacrificio para intentar salvar a los hombres—. Todos estos hechos explican,
ciertamente, porqué en sus películas hay estos y aquellos planos, tienen estos o aquellos
títulos, y se ruedan en estos o en aquellos años (y ganan o no un premio en el festival
de Cannes en estas o aquellas ediciones). Pero ¿qué es lo que explica que, después de
muerto, Andrei Tarkovski resucitase, y ascendiese a los cielos al tercer día, y se sentase
allí a la derecha del Padre, rodeado de todos los demás, y que, todavía hoy nos siga
enseñado el camino de la salvación y conduciéndonos, como un guía, a través de esa
zona llena de peligros hasta las puertas mismas del cielo?

Quizás los cineastas y los críticos puedan a estas alturas no creer en Dios, pero no tienen
más remedio —incluso los más insensatos de ellos— que creer en Andrei Tarkovski.

Apéndice sobre la anfibología del concepto de locomotora.

¿Por qué los directores de cine hacen películas en lugar de construir locomotoras? ¿Por
qué a ningún director de cine se le ha ocurrido construir una locomotora y arrollar con
ella a todos sus espectadores, cuando realmente está tan claro que es eso lo que
“originariamente” quiere? ¿Si de lo que se trata es de conseguir “un realismo integral,
un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla
una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma”, hasta el punto de que
“se anula el doble” y “si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de
identidad de los indiscernibles”, no se podría llamar, entonces, a ese doble tan realista
“locomotora de vapor”? ¿Hay algo más “integral”, más “identificado totalmente con lo
real”, más “físico”, más “objetivo”, más “sensorial” y más “inmediato” que arrollar con
una locomotora a los espectadores de una sala de cine? ¿Acaso no es la diferencia entre
arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine y arrollar a los
espectadores con una locomotora en una sala de cine “indiscernible”? ¿Por qué razón
los vanguardistas rusos no fueron capaces de comprender esto y se complicaron la vida
con teorías acerca del montaje y el movimiento en lugar de subirse en una locomotora y
arrollar “inmediatamente”, “físicamente” y “objetivamente” a los burgueses con ella,
llevando a cabo así un auténtico acto revolucionario en lugar de acabar haciendo esas
cosas que no entendía nadie y que resultaban casi “indiscernibles” del arte burgués-anti-
burgués de las vanguardias occidentales?

Quizás todas estas paradojas sólo se puedan explicar examinando el asunto desde el
punto de vista del “espectador”, de la “historia del espectador”, como lo hace el artículo
de Víctor Cadenas de Gea titulado «Identificación y especificidad. El cine de Andrei
Tarkovski», de algunas de cuyas precisas expresiones nos hemos servido y nos
seguiremos —si se nos permite— sirviendo —sin que esto signifique, desde luego, que
queramos comprometer al autor de dicho artículo con el uso que hacemos aquí de ellas
—.

“El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como
imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo”, y
“este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia”.
Pero son las limitaciones técnicas las que impiden que esa “emoción primigenia”
sobreviva, las que impiden que ese “hecho esencial” se mantenga intacto, y que esa
“identificación” física entre la representación y lo representado siga haciéndolos
“indiscernibles”: “El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es,
paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo
después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había
participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban
su quehacer hacia otros derroteros (...) El cine fantástico nace motivado por una
carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del
realismo integral al que estaba destinado en un primer momento el cine”.

Aquel “hecho esencial” se mantiene, no obstante “casi intacto” —el subrayado es


nuestro—. Que el “hecho esencial” queda “casi intacto” quiere decir que ya no se
produce como una identificación “física”, “objetiva” e “inmediata”, sino “psíquica”,
“mediata” y “subjetiva”. La “inmensidad de este «casi»” es, ni más ni menos, que el
abismo que separa el mundo de lo —digamos— “físico”, y el mundo de lo —digamos
— “psíquico”. Ese abismo es abierto por una “carencia técnica”, por una “carencia
técnica insalvable” (“insalvable” al menos para el cine): nuestra imposibilidad de crear
representaciones que sean las cosas mismas. Debido a esa “carencia técnica” las
representaciones cinematográficas quedan atrapadas en una de las orillas de ese abismo,
en la de esa “casi” realidad —“casi” “física”, “casi” “objetiva” y “casi” “inmediata”— a
que las reduce su condición de meras representaciones; esto es: quedan reducidas a esa
“casi” realidad que denominamos “psicológica”. Pero el abismo se hace visible en toda
su extensión cuando la subjetividad trata de surcarlo y se da cuenta de que sólo puede
hacerlo “psicológicamente”, a través de mecanismos propiamente “psicológicos”, y se
da cuenta así de su carácter verdaderamente “insalvable”. Como respuesta a esa
“carencia técnica” se produce una “evolución de la identificación física a la
identificación psíquica”. Pero esta “identificación psíquica” a su vez solo se puede
entender como: “un deseo colectivo de querer aceptar la representación como realidad”
(como un: “aplazamiento de la incredulidad que con variantes accidentales pero no
esenciales nos sigue definiendo como espectadores”); es decir, como una “ficción”,
como una “fantasía”. Esta “identificación psíquica” no sólo es, una versión aguada de la
“identificación física” sino que la “identificación física” no es sino una versión
neurótica de la “psíquica” que sólo puede entenderse como un “deseo colectivo” tan
intenso, como un “aplazamiento de la incredulidad” tan radical que es causa de una
“alucinación colectiva”: “Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física
como identificación psíquica descansan en un proceso en último término psicológico,
pues estamos hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren
es también una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas
identificaciones es notable. En la primera, el “como si” actúa de un modo mucho más
fuerte, tan fuerte que parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos
que la identificación física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la
realidad, sino más precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del
neurótico, que vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la
identificación psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del “como si”, esto es, de
la separación entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como
espectadores en el espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad”.

En resumen: no sólo los directores de cine quieren que las representaciones sean
indiscernibles de las realidades sino también los espectadores. Los directores quieren
arrollar a la gente con una locomotora, pero son técnicamente incapaces de hacerlo,
mientras que los espectadores quieren ser arrollados por una locomotora, pero son
psicológicamente incapaces de conseguirlo y no pueden conseguir que su neurosis sea
tan aguda que consiga que la mera contemplación de una película les arrolle
“físicamente”. No nos engañemos. Todos (cineastas y espectadores) queremos que
nuestras representaciones sean las cosas mismas —como lo son para Dios, a cuya
imagen, al fin y al cabo estamos hechos—, y realmente todos (espectadores y cineastas)
creemos que el conseguirlo es sólo un problema técnico o psíquico. Pero como —aún—
no somos ni técnica- ni psíquicamente capaces de conseguirlo, estamos dispuestos a
“suspender nuestra incredulidad” y a tomar esa “casi” realidad que nos presentan
nuestras representaciones “como si” fuese una auténtica realidad en lugar de tomarla por
lo que “originariamente” es: por una mera “ficción”, por una “alucinación neurótica”
más o menos grave —el subrayado de todas estas expresiones es nuestro—.

Los directores de cine no arrollan a sus espectadores con una locomotora, no porque no
quieran, sino porque no pueden. Los espectadores, por su parte, no consiguen ser
arrollados en una sala de cine por una locomotora por que no están lo bastante locos.
Por eso no podemos realizar el “ideal mítico” de crear originales en lugar de copias
(representaciones que sean las cosas mismas). Esto desemboca en el desarrollo de la
“especificidad del cine”, en el desarrollo de un género de representación
específicamente surgido de este conflicto que es el que caracteriza a la subjetividad
moderna (tal y como el artículo de Víctor Cadenas de Gea ha sabido mostrar
perfectamente) y que se hace manifiesta de manera paradigmática, precisamente en la
relación de esta subjetividad con las artes, y en especial con la imagen cinematográfica
(tal y como el famoso artículo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica mostraba también perfectamente). La “especificidad
cinematográfica” consiste, en —tener que— desarrollar tácticas específicamente
psicológicas para arrollar a los espectadores psicológicamente, de manera “ficticia” y
“fantástica”. Consiste en —diríamos— diseñar una locomotora específicamente
cinematográfica, como por ejemplo Octubre de Sergei Eisenstein: un artefacto técnico
capaz de “conmocionar emocionalmente al espectador”, de arrastrarle mediante el
movimiento irresistible del montaje de los planos hasta “una determinada idea colectiva
adscrita a la revolución comunista” o hacia una determinada idea colectiva adscrita a la
revolución nacional-socialista (pensemos en Él triunfo de la voluntad de Leni
Riefenstahl), o a cualquier otra locura o “alucinación neurótica” (más o menos aguda)
semejante; es decir, a cualquier “determinada idea colectiva adscrita a una revolución”
cualquiera.

Esta locomotora afectivo-intelectual (“su finalidad es claramente intelectual y sus


medios propiamente sentimentales, afectivos”) conseguiría así arrollar al burgués oculto
en la psicología de todo espectador y “adoctrinarle” en una u otra “idea colectiva
adscrita a una revolución”, sin necesidad de tener que atropellarlo “físicamente”,
“integralmente”, “totalmente”. Ahora bien, para ello hay que “visionar” Octubre, no
basta simplemente con verla, hay que “visionarla” bien “visionada”, hay que dejarse
impresionar, aprisionar, apisonar por ella. Y para eso tiene uno que ser tan ignorante
como un campesino ruso o tan sabio como un cinéfilo actual; es decir, todo menos un
burgués normal y corriente, es decir, todo menos aquello mismo que la película pretende
arrollar —“psíquicamente”—.

Este es justamente el obstáculo que Andrei Tarkovski habría logrado superar. Andrei
Tarkovski habría desarrollado una “técnica” “psíquica” más refinada, capaz de arrollar
tanto los prejuicios burgueses de sus espectadores como aquello que habría aún en ellos
de “adoctrinable” y de acceder a la “espiritualidad del espectador”. La “libertad
creativa” de Andrei Tarkovski habría resuelto de una manera —digamos— “libre”, o
más correctamente: “íntima” (“íntima” en el sentido de no basarse en una determinada
“técnica” —ni física (como la fabricación de locomotoras) ni psicológica (como el
montaje)— sino en ser “la intimidad que gobierna la evolución del metraje”, la que se
dirige a “la intimidad del receptor”, habría salvado —decíamos— las aparentemente
“insalvables” e “inmensas” dificultades técnicas, y habría logrado así realizar la
aspiración a la totalidad del cine total de la manera más total posible (es decir, dentro de
las limitaciones específicas de la especificidad cinematográfica); no ya a través de
herramientas “psíquicas” sino “espirituales”: “Su estética entronca con algo anterior a la
revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente
moral”. Es decir: Andrei Tarkovski habría desarrollado una especie de locomotora
filosófica o espiritual, en lugar de psíquica, capaz de transmitirnos una determinada —
digamos— idea individual adscrita a la revolución del alma, a la revolución moral (a
una determinada revolución moral, que en su caso es la cristiana, pero que podría ser
cualquier otra).

Con ese artefacto Andrei Tarkovski podría arrollar todo lo arrollable hasta dejar, tan sólo
la “temporalidad de la conciencia” representada —o más bien des-arrollada— en unas
“imágenes-mónadas” cuya carencia de una segunda articulación sería capaz de mostrar
efectivamente “el tiempo de la vida subjetiva”, y con ello “la vida del hombre”.
Ciertamente, ¿qué es la vida del hombre desde el momento en que es técnicamente
incapaz de crear el mundo y tan sólo puede representárselo mediante una ficción que
sólo suspendiendo —neuróticamente— su incredulidad puede tomar por realidad, sino
una sucesión de imágenes-mónada des-arrollandose en una conciencia e intentando
constituirse en una determinada representación del todo sin conseguirlo sino
confusamente, y convirtiéndose así en una mera perspectiva?

Y esto es lo que nos muestra perfectamente Andrei Tarkovski: que la vida humana no
tiene ningún sentido. Y eso es lo que claramente se desprende del hecho de que sus
películas no tengan ningún sentido, de que sus películas no sean sino un refinadísimo
fracaso de su intento de arrollarnos con una locomotora, como resulta palmario a
cualquiera que haya visto una de sus películas y haya podido seguir viviendo, como
resulta evidente para cualquier “espectador” de sus películas; puesto que es eso,
justamente, lo que diría cualquier “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski —
en el supuesto caso de que pudieran tener alguno—. Es eso lo que tendría que decir
cualquiera en tanto que “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski.

Otro problema distinto es lo que habría que decir de las películas de Andrei Tarkovski
como crítico y no como “espectador” de las mismas. ¿Cómo podría explicar un crítico
el hecho paradójico de que, en general, los directores de cine no fabriquen locomotoras,
o más bien, el hecho de que sean un desastre fabricándolas y las acaben fabricando muy
mal, que acaben fabricando unas locomotoras que no son capaces de arrollar nada y que
incluso acaban des-arrollando aquello que querían arrollar?

Bien, ciertamente, un crítico —al menos si se atuviera a una noción de crítica más o
menos tradicional como la desarrollada por Kant— tendría que partir de la
consideración de que lo “originario” no es nuestro deseo de que nuestras
representaciones sean las cosas mismas —ni siquiera en el caso de que eso sea
“históricamente” lo primero, de que sea eso lo que nos ha “configurado históricamente”
como unos “espectadores” [10] — sino que lo originario estaría en esa separación, en
ese abismo, en la distancia entre las cosas y las representaciones, entre las cosas mismas
y los fenómenos, entre las sensaciones y los conceptos. Para un crítico esta diferencia
(la que hay entre lo —digamos— físico y lo —digamos— psíquico, o entre lo sensible y
lo inteligible) no sería una mera diferencia de grado (de —digamos— grado de
neurosis), sino una diferencia irreductible. Habría entonces —por decirlo así— una
anfibología fundamental en el concepto de “locomotora”, cuyo sentido sería distinto
según la usásemos en el plano de la física (para referirnos, por ejemplo, a aquellas cosas
que se mueven a mucha velocidad, que se mueven como locas, y son capaces de
arrollarnos físicamente, y que llamaríamos “locomotoras a vapor”) o en el terreno de lo
psíquico (y usásemos el concepto para referirnos a aquellas otras cosas que también se
mueven a mucha velocidad —24 fotogramas por segundo— pero que en todo caso sólo
son capaces de arrollarnos “psíquicamente” —por muy pequeña que parezca la
diferencia—; y a las cuales haríamos bien en llamar: “películas sobre locomotoras a
vapor”—. Pero para un crítico no sólo habría que reconocer necesariamente esa
diferencia entre el plano de la representación y el plano de la realidad, y no sólo sería
esa diferencia irreductible, sino que esa diferencia sería incluso buena... Pensemos que
esto significaría que tendríamos que considerar deseable aquella “carencia técnica
insalvable” que nos impide crear el mundo e incluso aquella incapacidad psicológica
nuestra de acabar de creernos nuestras propias alucinaciones neuróticas y ser, al menos,
unos paranoicos consecuentes. La —digamos— “inmensa” perversidad del crítico al
querer sostener la bondad de estas cosas le llevaría a tener que recurrir a modelos de
fundamentación de tipo teleológico o estructural e incluso hermenéutico (como los que
se apuntaban en el texto que precede a este apéndice) cuya fragilidad teórica se
mostraría en el carácter ridículo que no pueden dejar de presentar a nuestros ojos
cuando se presentan esquemáticamente, y que requerirían un despliegue tan grande de
matizaciones y explicaciones para que alguien pueda llegar a tomárselas en serio que
uno simplemente se diluye en ellas, se muere de aburrimiento y de desidia antes de
haber podido llegar a conseguir entender qué demonios era eso del Dasein, si era el
“ser-ahí” o era el “ahí-ser”.

Pensemos, sobretodo, en el atroz contraste que presenta la inmensa dificultad teórica de


este problema respecto de la extremada sencillez de su resolución práctica.

En efecto, las limitaciones técnicas que el cine puso en sus “orígenes” de manifiesto y
que impidieron en su momento arrollar a los espectadores, o más bien, la ceguera de los
propios cineastas que no supo dar con una fórmula efectiva para arrollar a los
espectadores cómodamente mientras estaban sentados en sus butacas [11] , hizo
necesario perseguirlos por toda Europa para intentar acabar con ellos, es decir, hizo
necesario inventar ese medio artístico que sí consiguió culminar las expectativas de los
pioneros del cinematógrafo de un “cine total” superando sus limitaciones “específicas”,
y cumplir su “ideal mítico”: la “Gran Guerra”. La Gran Guerra consiguió causar en los
espectadores de una manera —esta vez sí— “física”, “objetiva” e “inmediata” —con
una inversión técnica realmente grandiosa, pero relativamente rápida—, la sensación de
ser arrollados por una locomotora. Así, desde 1916 la “Gran Berta” —un enorme cañón
instalado sobre un vagón de ferrocarril— disparaba proyectiles de 100 Kg. sobre los
espectadores Alemanes, pero carecía aún de la suficiente movilidad como para
arrollarlos, sin embargo en 1918 los ingenieros ingleses desarrollaron los primeros
tanques. Con ellos el problema técnico de producir la sensación de ser “físicamente”,
“inmediatamente”, “indiscerniblemente” arrollado por una locomotora quedó resuelto.

En general, el desarrollo entre 1914 y 1945 de ese “gran” medio artístico que podríamos
llamar la “Gran Guerra” consiguió arrollar de una manera mucho más efectiva que la
manera específicamente cinematográfica, tanto los prejuicios de la psicología burguesa
como, en general, cualquier resto de cualquier “idea colectiva adscrita a una revolución”
cualquiera, e incluso cualquier resto de cualquier idea cualquiera. Lo que quedó es,
justamente aquello que podemos ver en el film La infancia de Iván (de Andrei
Tarkovski) : “Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más
inocente y conmovedora víctima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar
de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado
cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante
vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo.
Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas.
Para ellos no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas
nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar” [12] . Esto es lo único
que ha quedado, lo que pasa es que, de ninguna manera podemos verlo como
“espectadores”, de ninguna forma podemos “identificarnos” con ello; sólo podemos
entenderlo como críticos, pero entonces ¿Qué diferencia era ésa que había entre “ahí-
ser” y “ser-ahí”?
* Juan Jesús Rodríguez Fraile es becario del Ministerio y está realizando la tesis en la
Facultad de Filosofía UCM.
[1] Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de
“Nostalghia” en el Festival de Cannes, 1983.
[2] Pongamos, por ejemplo, “Dogma 1995” de Lars von Triers.
[3] Lars von Triers, por ejemplo, filma “Los idiotas” —significativo título para una
crítica de la crítica—.
[4] Woody Allen dirige, por ejemplo, ”Deconstruyendo a Harry”, y en uno de los
círculos de su infierno sitúa al crítico.
[5] Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. “France Culture”, 7-1-1986.
[6] TARKOVSKI, A. Esculpir en el tiempo. Madrid, Rialp, 1991, p. 220.
[7] Durante todos esos años Andrei Tarkovski dirige sólo siete películas: La infancia de
Iván (1962), Andrei Rublev (1966). Solaris (1972). El espejo (1974), Stalker (1979),
Nostalghia (1983), y Sacrificio (1986).
[8] La necesidad relativa pero no por ello menos necesaria dadas unas ciertas
condiciones como son las condiciones que denominamos habitualmente Andrei
Tarkovski.
[9] Y que precisamente por eso no podía aparecer sino como enteramente arbitrario.
[10] O como “espectadores” de un determinado tipo o de otro; o bien como
espectadores de un tipo de espectáculo o de otro, o incluso como espectadores de ese
cierto tipo de espectáculo que podríamos llamar —con Kant— la metafísica.
[11] ¿Por qué no se le ocurrió a nadie construir una cámara cinematográfica
técnicamente más evolucionada que produjese locomotoras a vapor, una cámara de cine
que fuese “indiscernible” de la fábrica de locomotoras que se encontraba en las afueras
de París, y una sala de cine que fuera “indiscernible” de una estación de ferrocarril de
Moscú? ¿Cómo no se le ocurrió eso (que no es, ni más ni menos, que inventar el cine)
ni al “gran André Bazin”?
[12] Jean-Paul Sartre, carta dirigida a Alicata (director del periódico italiano Unitá)
acerca de un artículo publicado en ese periódico sobre la película de Andrei Tarkovski
La infancia de Iván. La carta apareció después en ese mismo periódico el 9 de octubre
de 1963, y posteriormente en Les Lettres Françaises (1 de enero de 1964). La traducción
castellana (de J. Martínez Alinari) se encuentra en: Jean-Paul Sartre, Problemas del
marxismo, Losada, Buenos Aires, 1964, y también en la Revista de Occidente nº 175
(diciembre 1995) p.p. 21-30.

Primera parte. Identificación.

Es impactante comprobar que, además de la novedad y la sorpresa, fácil de imaginar,


que conmovió al espectador de fines de 1895, su principal y genuina reacción fuera la
de estar viviendo una experiencia terrorífica. La Entrée du train en gare de la ciotat
constituye el punto clave de la experiencia cinematográfica pura, refleja la vivencia más
intensa del espectador de todos los tiempos y sobre todo, el talante primero de un medio
de expresión figurativo como es el cinematógrafo. De entre todos los pioneros, sólo los
hermanos Lumière lograron que el auditorio se levantara y escapara horrorizado ante la
llegada de ese tren que literalmente amenazaba con arrollarlos.[1] El cine es un medio
figurativo y como tal, imitador de lo real. Pero, si bien en la pintura tradicional,
pongamos por caso, se tiene, y por muchos motivos, clara conciencia de la separación
que media entre lo representado y lo real, o dicho de otro modo, entre el retrato y el
modelo, en el origen del cine no fue así. El primer espectador siente que ese tren se
abalanza amenazando con transgredir los márgenes de la tela blanca. Hay una identidad
entre lo real y lo representado. En este sentido, creo que no es adecuado hablar en este
caso de imitación sino más bien de íntegra identificación. En la imitación, algo imita a
otro algo, siempre teniendo clara la separación entre la copia y aquello que se copia.
Visto desde el punto de vista del espectador, el cine, en sus primeras sesiones, ofrece
una imitación tan exacta, tan severa, que trata de aniquilarse como tal imitación, trata de
confundirse con lo real, hacerse real. El primer espectador no concibe, desde un punto
de vista anímico, lo que ve como imagen sino como cosa; no como representación de
algo, sino como ese mismo algo. Se reemplaza al mundo exterior por un doble tan
exacto, que como tal resulta indiferenciado respecto de la misma realidad que duplica.
En este sentido, se anula el doble, si seguimos hasta sus últimas consecuencias el
principio de identidad de los indiscernibles. Se ofrece no un simulacro de la vida, sino la
misma vida. El para nosotros ingenuo tren de los hermanos franceses desafía y hace
peligrar el marco de la pantalla, cosa que no sucede con el marco pictórico; amenaza
con salir fuera, con hacerse fuera.

Este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia.


Explicar la inmensidad de este "casi" es una de las tareas de nuestra investigación. Si
bien el tipo de identificación variará, como pronto demostraremos, la emoción
primigenia del cine ya nos aparece clara ante nuestra mirada. Ese salir fuera del tren va
conformando una experiencia perceptiva genuina, un efecto espacial que, aunque ajeno
a la directa violencia avasalladora que acarrea en el caso del primer espectador,
permanece "prácticamente" invariable hasta nuestros días. En efecto, la pantalla
cinematográfica continúa manteniendo la apariencia de ser una ventana a un mundo
completo del cual sólo podemos atisbar fragmentos.

Se nos muestra como un rectángulo que parece ocultarnos tal completud. No nos enseña
más que una parte del acontecimiento. A diferencia del teatro o la pintura, la impresión
que provoca el cine es la de la ausencia de un fuera de campo: todo continúa al otro
lado, a izquierda y derecha de la tela blanca, aunque nosotros no veamos más que lo
acotado por ésta.

En cualquier caso es, para nosotros, sorprendente la vivencia experimentada por los
primeros espectadores ante la llegada del tren. Resulta difícil de creer y por varias
razones. En primer lugar no era, ni mucho menos, la primera vez que se experimentaba
la imagen en movimiento. Hay pioneros en este campo antes que los hermanos
Lumière; piénsese por ejemplo en Marey o en las secuencias fotográficas de Muybridge.
En segundo lugar, la cámara no está posicionada sobre las vías, lo cual incrementaría
coherentemente el terror de creer que el tren arrasa la sala, sino que está situada tal y
como cualquiera se coloca a la llegada de un ferrocarril en la estación, esto es, en el
andén. En tercer lugar, lo rudimentario de la imagen que, aun cuando la
contempláramos hoy sin los estragos que cien años han marcado sobre ella, es una
imagen de blancos y negros, acelerada y altamente granulada, muy diferente de nuestra
percepción habitual. Quizá, en esa primera sala de cine, palpitara un deseo colectivo de
querer aceptar la representación como realidad; quizá dominara las mentes un
superlativo aplazamiento de la incredulidad, aspecto éste que, con variantes accidentales
pero no esenciales, nos sigue definiendo como espectadores.[2] Pero demos un paso
más, pues tanto los pioneros como los espectadores tenían clara conciencia tanto de ese
deseo de identificación como de esas tres objeciones. La técnica que se maneja refleja
una carencia insalvable, algo que frenaba las aspiraciones perseguidas. Estas
aspiraciones presiden buena parte de las técnicas de reproducción de lo real del pasado
siglo, desde la fotografía al fonógrafo. En el caso del cine, se pretende una técnica capaz
de lograr un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido
más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la
realidad misma.

Este anhelo de los creadores se suele conocer bajo la etiqueta de el mito del cine total y
numerosos autores se alimentaron de ella (Marey, Poulaille, Nadar, etc.).

Pero este ideal había de enfrentarse con una técnica que en buena medida lo
imposibilitaba. Lo científico-técnico en que descansa el cinematógrafo, lejos de permitir
la realización de tal idea mítica, la impedía. Esto fue lo que llevó a decir al gran André
Bazin, bastante tiempo después, que el cine, tal y como había sido gestado en la mente
de sus creadores, no ha sido inventado todavía. Algo que, por otra parte, podríamos
seguir suscribiendo hoy en día.

El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los
Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador
tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los
creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer
hacia otros derroteros. Este desplazamiento resulta en un primer momento intrigante
pero es comprensible si seguimos hasta sus últimas consecuencias este
desacompasamiento entre el ideal y la técnica. En efecto, si la pretensión genética era la
de lograr un cine identificado físicamente con la vida, un cine fiel a lo real, resulta
sorprendente ese pronto desplazamiento hacia el cine fantástico encarnado en la figura
de Georges Méliès y su aluvión de trucajes, apariciones y desapariciones,
sobreimpresiones y mundos imaginarios. No es en cambio sorprendente si nos fijamos
en cómo el mago francés llegó al descubrimiento de tales técnicas de irrealismo. En un
texto de 1907 Méliès expone el suceso que cambió radicalmente su concepción del cine.

Cierto día que yo estaba fotografiando de manera prosaica la Plaza de la Ópera, un


bloqueo del aparato tomavistas que utilizaba al principio (aparato rudimentario, en el
cual la película se rompía o se atascaba con frecuencia y se negaba a correr) produjo un
efecto inesperado; necesité un minuto para desatascar la película y volver a poner el
aparato en marcha. Durante el minuto, está claro que los transeúntes, los autobuses, los
coches habían cambiado de lugar. Al proyectar la cinta, pegada en el punto en que se
había producido la ruptura, observé de pronto que un autobús Madeleine-Bastille se
convertía en coche fúnebre y los hombres en mujeres.[3] El involuntario descubrimiento
de Méliès confirma la tesis. El cine fantástico nace motivado por una carencia técnica,
carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del realismo
integral al que estaba destinado en un primer momento el cine. Ese aparato rudimentario
condena el ideal de los pioneros. El cine se desliza, por arte de magia, a la ficción. Sólo
con una salvedad que luego discutiremos, se renuncia a la identificación física y se
desemboca en la creación de lo ficticio y lo fantástico. Ya no se entenderá el cine como
imagen de la vida, sino más bien como vida de la imagen. El trucaje por sustitución
inaugura toda una serie de efectos especiales, fundidos, sobreimpresiones, ralentis, etc.
que alejan al cine de su pretensión originaria al tiempo que lo involucran en otro modo
de concebir el movimiento y la asimilación de la imagen.
Creo firmemente que debido a esta renuncia a la identificación física principalmente
debida a una técnica rudimentaria, que se hace cada vez más meridiana en la concepción
de los creadores, puede entenderse fácilmente la derivación de la identificación en el
espectador, así como puede interpretarse de otro modo esa conocida y lapidaria
aseveración de los Lumière, que designaba al cinematógrafo como un invento sin
futuro. En efecto, suele entenderse esta frase de un modo muy simplista, que se resume
en calificar a los hermanos franceses de pésimos profetas. Pero si hubiera sido así, no
habrían dudado en aceptar la oferta de Méliès, que quiso comprar su patente, cosa que
no aceptaron. Desde mi punto de vista, más bien se trata de una frase exacta, siempre
comprendiendo que lo que menta es el poco porvenir que le queda al cine en tanto que
realismo integral, en tanto que identificación sensible y presente de un tren arrollador.
Del mismo modo, ese autobús transformándose en coche fúnebre indica
metafóricamente el destino de tal identificación.

Del mismo modo que los pioneros, pero algo después, el espectador se da cuenta de tal
sepelio. La imagen que contempla es claramente defectuosa, incapaz de lograr la tan
deseada identificación inmediata. Los márgenes de la pantalla ya no se transgredirán
físicamente nunca más; aparecen como límites infranqueables; la tela blanca ya nunca
más desintegrada en ni confundida con la oscuridad de la sala.

Se toma clara conciencia de la separación lógica existente entre la sala y la pantalla, esto
es, del objeto mediador que separa una y otra, la cámara que filma e inmortaliza un
suceso pasado reactualizándolo. Se descubren los engranajes del asunto, lo ilusorio del
artificio, el juego de feria. Una vez el espectador se da cuenta de todo esto, y sobre todo
de la naturaleza del objeto mediador, los recursos para lograr que lo representado en
pantalla vulnere sus lindes y avasalle la sala serán muy distintos. Asistimos, lentamente,
al advenimiento de una identificación no ya física, sino psíquica.[4] De todos modos,
aun cuando el paso que va de los Lumière a Méliès es considerable, no debe ser
exagerado. En cierto modo, son más sus coincidencias que sus diferencias, si atendemos
a lo que sobrevino después de ellos. La puesta en escena de Méliès sigue tratando de
lograr una identificación física y sensible, aunque por medio de lo imaginario. En este
sentido, lo fantástico está fuertemente ligado al realismo y al cine total. Se pretende un
realismo global pero no por medio de contenidos realistas sino más bien
fantasmagóricos, en todo caso transidos de fisicalidad. Así se explicaría el coloreado a
mano de imágenes (no sólo en Méliès sino también en nuestro Segundo de Chomón) o
la ausencia de elementos cinematográficos posteriores como el montaje en paralelo o los
primeros planos.

Piénsese que tal intención de objetividad se revela en su casi constante utilización de la


cámara inmóvil en plano general. Si bien los Lumière buscaban un cine objetivo por
medio de lo verosímil, Méliès busca lo mismo por medio de lo inverosímil.

El efecto que produjo en los espectadores fue sin lugar a dudas distinto. Sorpresa en
ambos casos, pero la amenaza real del tren de los Lumière no se repitió en las
fantasmagorías de Méliès. Su Voyage dans la Lune, o su Le voyage a travers
l'imposible, con su teatralidad y su ansia de número circense provocaban la risa. La
identificación, a nivel de lo imaginario, dió lugar a la comedia.

Todos estos acontecimientos darán lugar de manera progresiva a la gramática


cinematográfica tal y como hoy la conocemos, y a las identificaciones emotivas del
espectador que somos. Desde el punto de vista del espectador, hablamos de una
evolución de la identificación física a la identificación psíquica. El modo común de
entender tal desarrollo suele encontrar en Griffith su máximo exponente, si bien con este
procedimiento suelen obviarse y minusvalorarse a pioneros franceses de igual
importancia como Ferdinand Zecca, André Heuze o Louis Feuillade.

La utilización del montaje en paralelo, el primer plano, el travelling, etc., así como los
contenidos de persecución y vida onírica, nos introducen en un modo diferente de
concebir el realismo cinematográfico. El desarrollo de las potencialidades del aparato
tomavistas se dirigen a un cine que tiende a la verosimilitud por medio de recursos
profundamente irreales, alejados de la percepción cotidiana. En efecto, el montaje en
paralelo da la sensación en el espectador de contemplador privilegiado.

Los cambios constantes de punto de vista, la movilidad sobrehumana de la cámara van


perfilando en el espectador el don de una ubicuidad espacial, una omnipresencia como
tal inverosímil, pero dirigida a una finalidad totalmente creíble.

Y del mismo modo, las primeras utilizaciones del flash-back y del sueño persiguen una
ubicuidad temporal similar. El reflejo esencial de la vida que persigue a estas alturas el
cinematógrafo no se logra por medio de un plano subjetivo continuo, sino más bien
dotando al espectador de una movilidad espacial y temporal intensificada.

Segunda parte. Especificidad.

En vistas al propósito de nuestro trabajo, estudiaremos estas transformaciones


acudiendo a otra tradición, a la vanguardia soviética que, de un modo paralelo pero a la
vez propio respecto de la gran industria norteamericana y francesa, descubrió a su modo
todos estos componentes de la identificación psicológica en la ardiente búsqueda de
vislumbrar lo propio del cine, que encontró en las técnicas de montaje.

Hablábamos antes de una pérdida de la identificación física: el espectador ya no saldrá


despavorido de la sala ante el tren amenazante y presente de los Lumière.

Su alucinación será buscada y condescendiente. Sin embargo, tal pérdida es gradual, o


mejor dicho, sufre una serie de transformaciones y altibajos que a su vez señalan de un
modo nuevo la autenticidad del cinematógrafo. Para clarificar esto, acudimos a un texto
desde nuestro punto de vista esencial, firmado por Dziga Vertov, uno de los principales
creadores del cine soviético, anclado todavía de un modo peculiar en la captación
cinematográfica de la realidad inmediata. Su cine-ojo, también llamado cine-verdad, nos
da la pista de una derivación para nosotros importantísima de la fisicidad, que nos
servirá de puente para clarificar la posterior identificación psicológica. Así comienza
uno de sus manifiestos:
Pavlovskoie, una aldea próxima a Moscú. Una sesión de cine. La pequeña sala está llena
de campesinos, de campesinas y de obreros de una fábrica cercana. El film Kino-pravda
se proyecta en la pantalla sin acompañamiento musical.

Se oye el ruido del proyector. Un tren aparece en la pantalla. Y después una niña que
camina hacia la cámara. De pronto, en la sala, suena un grito. Una mujer corre hacia la
pantalla, hacia la niña. Llora. Tiende sus brazos. Llama a la niña por su nombre. Pero
ésta desaparece. Y el tren desfila nuevamente por la pantalla. "¿Qué ha ocurrido?",
pregunta el corresponsal obrero. Uno de los espectadores: "Es el cine-ojo. Filmaron a la
niña cuando vivía. Hace poco enfermó y murió. La mujer que se ha lanzado hacia la
pantalla es su madre.[5] Han pasado los años. Ya no es el tren el que produce terror. La
identificación opera a otro nivel. Ya no es el terror físico y presente de un tren que nos
amenaza aquí y ahora. Es más bien el horror y la pena que produce la revitalización del
pasado por parte del cinematógrafo. La identificación cambia de temporalidad, pero
aquí todavía no opera al nivel de la ficción, ni siquiera produce una experiencia
colectiva.

La madre llora a su verdadera hija muerta, llora en ese renacer que supone el
cinematógrafo. Si bien la fotografía conserva un pasado inmóvil, el cine presencializa
ese pasado, lo reactualiza, lo lleva a la vida, lo resucita. Hablaríamos en este caso más
bien de una identificación física y dolorosa a nivel de un pasado revitalizado, un pasado
presente.[6] El peculiar documentalismo de Vertov, muy distinto del de un Flaherty o de
un Vigo, nos muestra en este ejemplo su rostro más desgarrador. Se trata de un cine
ambiguo que, por un lado sólo filma acontecimientos reales, organizándolos después
por medio de técnicas totalmente irreales. A mi juicio esto se explica por la casi
desesperada búsqueda de este gran creador de una especificidad cinematográfica, de una
serie de recursos y elementos que no tuvieran su correlato en otros medios de expresión.
Sus interesantísimos manifiestos (ABC de los kinoks, Nosotros, Manifiesto por un cine
sin actores, etc.) así como su principal obra escrita Memorias de un cineasta
bolchevique, nos perfilan más detalladamente esta misma idea: exclusión de todo lo
narrativo-literario, de toda dramaturgia teatral, de toda composición pictórica, de todo
acompañamiento musical. Se trata, en definitiva, de un cine que aboga por los hechos
reales en contra de toda ficción, pero en vez de mostrárnoslos de un modo directo,
natural, las técnicas de montaje se nos aparecen claramente artificiosas. Como en otro
lugar escribe, se trata de ver los procesos de la vida en un orden temporal inaccesible al
ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo humano.

De nuevo la omnipresencia. Se filma la realidad pero trucándola con todos los medios
estrictamente fílmicos, sin parangón con las otras artes. Podríamos decir que el fin
buscado es el realismo, pero los medios empleados no lo son en absoluto. En su deseo
de liberarse de todo lo teatral, verdadera carga insidiosa que lastraba al cinematógrafo
casi desde su nacimiento, se apuesta por una metamorfosis excesiva del espacio y el
tiempo. En su manifiesto más conocido, Nosotros, podemos leer:
NOSOTROS protestamos contra la mezcla de las artes que muchos califican de síntesis.
La mezcla de muchos colores, aunque idealmente elegidos entre los del espectro, nunca
dará blanco, sino suciedad.[7] Parece claro que ese ataque a lo sintético hace clara
mención al Manifiesto de las Siete Artes de 1914 de Riccioto Canudo, padre de la
expresión "séptimo arte", para él entendido como una culminación, en el sentido de
mezcla sintética, de las demás artes. Vertov niega tajantemente tal concepción, alegando
que el cine posee una especificidad genuina que ha de buscarse en su propio ámbito.
Pero he aquí que en esa negativa radical a todo lo que recuerde o remita a otros medios
de expresión, el cine de Vertov casi parece sacrificar ese realismo documentalista e
inmediato que en principio perseguía.

Creo que esto se debe principalmente a sus afinidades futuristas. En efecto, el cine de
Vertov es una perpetua y heroicamente enfermiza obsesión por el movimiento.
Es bien sabido que el nombre de su apodo, Dziga, menciona el giro incesante de una
peonza. Continuamente se glorifica la poesía de la máquina, en serio detrimento de una
poesía de la vida, con un aluvión de mensajes que no pueden dejar de hacernos recordar
a Marinetti, Ginna y Balla.[8] El efecto que produce Vertov cuando hoy en día se
proyecta una de sus películas es bastante representativo. Se comprende fácilmente cuál
era su interés principal: la voluntad lúdica de experimentación y la búsqueda y
desarrollo de una especificidad cifrada principalmente en dos aspectos: por una parte la
intensísima ubicuidad espacial, el movimiento y la velocidad vertiginosa de las
imágenes, que a menudo producen una confusión perceptiva a mi juicio sin precedentes
en la historia del cine. Cuando el gran Eisenstein ejemplificaba en Vertov el "montaje
métrico", cuyo único y matemático criterio es la mayor o menor longitud extensional de
los fragmentos a montar, decía que tal técnica no podía percibirse por impresión sino
por mensura. Esto es absolutamente cierto. Ni el juego experimental que propone ni el
contenido del mismo (poesía de la máquina) provoca una identificación afectiva, sino
algo puramente formal: nos damos cuenta de que lo que andaba buscando era aquello
que no existía en otros medios de expresión. Por otra parte, en la inversión paroxística y
la transformación excesiva del tiempo, hasta literalmente romperlo, o "vencerlo", como
a él le gustaba proclamar. En "El hombre de la cámara", los ralentíes dejan paso
súbitamente a imágenes aceleradas, o a procesos de producción y movimiento que son
proyectados al revés. Por ejemplo, de la barra de pan a la fábrica que la ha elaborado,
del chapuzón en la piscina al trampolín desde el cual se ha saltado.

Toda la vanguardia soviética (probablemente la vanguardia cinematográfica más


importante) está dominada por esta permanente exploración en el montaje y su
metamorfosis espacio-temporal. Si bien en Vertov no hemos encontrado todavía una
identificación psíquica sino más bien formal, en todo caso antesala de aquélla, debemos
alcanzar sucesivos peldaños para encontrarla conscientemente desarrollada.[9] El
primero de ellos viene excelentemente avanzado por el experimentador Lev Kuleschov
y su conocido "efecto", que podemos describir esencialmente de la siguiente manera: un
mismo rostro inexpresivo en primer plano, inmediatamente seguido de diversas
imágenes (un entierro, una niña jugando, un plato de comida) convencía al espectador
de que tal rostro reflejaba en cada caso tristeza, alegría y hambre. Es esencial que
veamos la grandeza de este experimento, tan económico y crucial para la historia de las
evoluciones anímicas del espectador. Es éste el que pone todo de su parte, pues el rostro
del personaje es invariablemente el mismo. Es únicamente el espectador el que cree ver
algo donde no lo hay, el que proyecta un determinado sentimiento adscribiéndolo al
personaje de la pantalla. El primer plano en el que vemos al personaje funciona
retrospectivamente como pura proyección: el espectador ve en ese rostro una
expresividad (triste, alegre o hambrienta) donde objetivamente sólo hay austeridad.

En cambio el plano general parece funcionar como plano subjetivo: captamos aquello
que el personaje está mirando, estamos en sus ojos, miramos lo que él mira. Pero a mi
entender todavía no podemos hablar de identificación completa. El espectador
solamente puede asegurar: "el personaje está triste", pero de ningún modo tal
percepción introduce en ese espectador una vivencia de la tristeza. No se identifica con
aquello que adscribe en el personaje.[10] El efecto Kuleschov nos convence por otra
parte de esa permanente búsqueda de especificidad, de un modo menos ruidoso y
estrafalario que en Vertov. El resultado que logra, aun cuando presente en otros medios
de expresión, se consigue de un modo genuinamente cinematográfico. Lo realiza por
medio de una sencillez asombrosa: no hay aquí ni rastro de la extravagancia vertoviana.
No se vence al espacio y al tiempo por medio de la confusión generalizada.
Espacialmente, se nos muestran solamente dos puntos de vista, un primer plano y un
plano general.

Temporalmente, la puesta en escena es lineal o en todo caso, se realiza por medio de un


montaje en paralelo que parece integrarse en la linealidad.

Podemos decir con seguridad que a partir de este momento el cine soviético vive su
época dorada. Se presenta una cinematografía consciente de sus inmensas posibilidades,
que trascienden el estricto marco espectacular para encardinarse en un impulso
revolucionario. Vsevolod Pudovkin, Alezander Dovzhenko y Sergei Eisenstein son sus
principales profetas.[11] La trayectoria de este último es ejemplar a la hora de estudiar
en él las dos principales ideas que explora nuestro artículo: la identificación y la
especificidad.

Eisenstein busca una experiencia colectiva en la recepción cinematográfica. Este es un


punto esencial y que necesita ser recordado cuando estudiemos la cinematografía de
Andrei Tarkovski, pues aclarará subrepticiamente la verdadera faz oculta de las críticas
que éste esgrimirá en contra del maestro revolucionario. La época de Eisenstein,
vinculada a la revolución comunista, precisa de una colectividad integrada por lazos
férreos. Esta pretensión define a todos los pioneros soviéticos. Véase que, al inicio del
texto presentado de Vertov, se designa la unidad de esta audiencia, unidad pretendida de
campesinos y obreros, de hoz y martillo. En tiempos de la vanguardia soviética, la
identificación afectiva[12], ya totalmente desarrollada en Eisenstein, es colectiva y no
puede concebirse de otro modo sin ejercer una clara incomprensión e injusticia. Se
busca que la sala frente a la pantalla se vea identificada globalmente en lo mostrado. A
mi juicio, esto explica de manera harto convincente la ausencia de protagonistas
individuales en las primeras películas de Eisenstein: tanto en Stachka (La huelga), como
en Bronenosets Potemkin (El acorazado Potemkin) y Oktiabr (Octubre) o Staroie y
novoie (Lo viejo y lo nuevo), el personaje protagonista es el pueblo, la sociedad unida
por un objetivo común. Incluso es muy representativo que en "El acorazado Potemkin"
el que parece ser el héroe individual en la primera mitad del film, Vakulinchuk, pronto
sea asesinado y convertido en mártir. Como reza uno de los cárteles de la película: "Y el
primero que llamó a la sublevación fue el primero en caer a manos del verdugo" El
único protagonista individual que se asoma fugazmente en las primeras películas de
Eisenstein es aquel que pronto fallece. El modo de entender la proyección-identificación
en esta época de revolución es requiriendo una colectividad, una sala vinculada por
lazos más fuertes e intensos que la mera coexistencia en una sala oscura. Lo que busca
Eisenstein es que este auditorio se vea reflejado en ese aluvión móvil de huelguistas o
de ciudadanos perseguidos por soldados zaristas en las escaleras de Odessa. Con el paso
de los años tal identificación colectiva, de la fisicidad de los Lumiére a la
intelectualidad de Eisenstein, sufrirá una evolución irremisible a la individualidad.

Para Eisenstein, la especificidad cinematográfica está básicamente anclada en un


interpelar al espectador y comunicarle visualmente, por medio del montaje, una
determinada idea colectiva adscrita a la revolución comunista. Su finalidad es
claramente intelectual y sus medios propiamente sentimentales, afectivos. La
combinación de imágenes, que el maestro estudió prolijamente clasificando distintos
tipos de montaje (métrico, rítmico, tonal, armónico, intelectual...), persiguen una
finalidad ideológica de tendencias claramente adoctrinadoras. Se persigue conmocionar
emocionalmente al espectador no por el mero espectáculo sino con el propósito
principal de conducirle a una idea.

Tercera parte. Identificación y especificidad: el cine de Andrei Tarkovski.

Yo no dirigí ningún "mensaje" a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un


profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de
poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una
catedral.

Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. "France Culture", 7-1-1986.

Me expreso a través de imágenes, y vosotros, ¿queréis darle un sentido a través de


palabras? No me forcéis a ser crítico.

Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de


"Nostalghia" en el Festival de Cannes, 1983.

Si algo caracteriza al cine de Andrei Tarkovski es su separación respecto de las


pretensiones de la vanguardia de sus predecesores. Su vida y su poesía, sus creencias y
sus modos de trabajar parecen enfrentarnos a un cineasta que reniega de la tradición que
le ha nutrido y le ha enseñado el cine. Pronto se ve que no es así de un modo
injustificado, sino más bien fruto de una larga reflexión ubicada en un lugar muy
distinto de la historia.

Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras
maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero
sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja ("Esculpir en el tiempo"), revelan como en
una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias
propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad
contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda
a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una
lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma.
Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa
comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse
cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo
esencial cinematográfico.

Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras
maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero
sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja (“Esculpir en el tiempo”), revelan como en
una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias
propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad
contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda
a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una
lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma.
Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa
comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse
cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo
esencial cinematográfico. Tarkovski comprende bien las aspiraciones de sus
antecesores, pero su época ya vislumbra las decepciones de un proyecto político
corrompido. Nace en 1932, año de emisión de la más bien terrible doctrina estética del
ingenuamente llamado “realismo socialista”. Dieciocho años más tarde se matricula en
el Instituto Estatal de Cinematografía, la más antigua escuela de cine del mundo, donde
Kuleschov y Eisenstein impartieron clase durante tanto tiempo. Su maestro y tutor es
Mikhail Romm, que como no podía ser de otro modo, a su vez fue discípulo del maestro
Eisenstein. Estos acontecimientos describen una línea de tradición que nuestro autor
pronto se encargará primero de matizar, luego de negar. Su adolescencia se rodea de un
cine nacional muy pobre, de un arte no sólo adecuado sino más bien sometido a
directrices políticas que coartaban todo intento de sinceridad. La cinematografía rusa,
hasta Tarkovski, está dominada por la política. Pero si bien bajo Lenin la
experimentación no sólo era permitida sino aplaudida, bajo Stalin la estética se hace
cada vez más conservadora, más estéril. En ambos casos la propaganda es obligada,
pero la forma de ambos cines es antagónica. Para darse cuenta de esto sólo hay que
visionar “Octubre”, políticamente correcta pero animada principalmente por una
búsqueda de especificidad, y acto seguido “Chapaiev” de los hermanos Vasiliev, o
alguna de las últimas películas de Pudovkin en la década de los cincuenta, que
prescinden de toda indagación formal. El cine deja de ser revolucionario para conservar
y perpetuar de modo petrificado las directrices stalinistas. Ya se ha olvidado el
dinamismo y la transformación práxica, y lo reaccionario que transpiran estas películas
lo asemeja profundamente a la estética burguesa que pretendían derrumbar. Para colmo
del asunto, el primer congreso de escritores soviéticos de 1934 osa llamar al proyecto
alumbrado “realismo”, abogando por una “representación verídica de la realidad surgida
de su dinamismo revolucionario”. El desvarío y la mentira de estas palabras es absoluta:
ni pizca de sinceridad en un cine que ha perdido toda capacidad de crítica. Incluso
Andrei Zhdanov, mano derecha de Stalin, se atreve todavía a hablar de un “cine del
proletariado”. No fue así, sino más bien de un cine para el proletariado, pero no
realizado por él. Tampoco hay asomo de inteligencia. El pueblo tantas veces enarbolado
es tomado por un niño con deficiencias mentales. El mismo Eisenstein deja incompleta
una película maravillosa como es Bezhin lud (“El prado de Bezhin”), ya que el Estado
considera que tal obra es incomprensible para el pueblo[13]. Lo mismo le sucede a un
compositor tan genial como Dimitri Shostakovitch y a numerosos escritores. Tal senda
de barbarie continúa presente incluso en tiempos de Tarkovski. Ya desde su primera
película en 1962, Ivanovo Destno (“La infancia de Iván”), tiene más de un problema
con el Comité Estatal de Cinematografía. Y los impedimentos de la censura de Goskino
se amontonarán año tras año- “Andrei Rublev” es prohibida durante cinco- hasta
obligarle, en contra de su voluntad, a realizar sus dos últimos films en el extranjero. Los
títulos de éstos son bien representativos del estado emocional del creador: “Nostalghia”
y Offret (“Sacrificio”). Tarkovski no abunda en todos estos acontecimientos, pero hay
que tenerlos bien presentes para darnos cuenta de la necesidad de su concepción
cinematográfica y de su desencanto.

El primer aspecto que nos interesa destacar es su negativa a todo cine propagandístico y
a todo “realismo socialista”. El cine de Tarkovski va mucho más lejos que la selección
de aquellos contenidos que beneficien al régimen. Tampoco lucha en contra de éste: sus
intereses son mucho más profundos. Su estética entronca con algo anterior a la
revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral.
Para él, el cine debe retratar la vida en su fluir cotidiano, sin proclamas ni manifiestos,
sin órdenes ni censuras. A todos sus antecesores, quizá con la única excepción de su
idolatrado Dovzhenko, les asignará una misma crítica general: su tratamiento del cine
revela una violencia que él no está dispuesto a acatar. Creo que desde este marco
general pueden entenderse muchas cosas en Tarkovski.

En primer lugar, la especificidad cinematográfica no está para él centrada en las técnicas


de montaje, sino en el tiempo de la vida encarnado en cada plano. Todos los modos de
montaje teorizados por Eisenstein violentan este devenir propio de la imagen. Revelan
una suerte de narrador omnisciente, un sobre-tiempo impuesto por encima del tiempo de
cada imagen, un narrador-Dios por encima de la vida y fluir anímico de los personajes
en la pantalla.[14] Para Tarkovski el montaje sólo tiene una función secundaria, pues
ante todo debe respetar el tiempo de cada plano, la “presión interna de la imagen”, la
unidad de lo filmado en cada toma. Debe subordinarse a ese tiempo propio de cada
imagen-mónada, obedecer la diversidad de esos tiempos, conciliarlos sin violentarlos.

En segundo lugar, la identificación que encontramos desarrollada en Tarkovski es


también muy distinta. Si bien explora hasta sus últimas consecuencias la afectividad y
espiritualidad del espectador, procede no de modo colectivo sino estrictamente
individual. Podemos decir comparativamente que, si bien Eisenstein perseguía una
identificación colectiva con la finalidad de comunicar un conocimiento intelectual, una
idea política explicada de modo unívoco, en Tarkovski la identificación es individual,
teleológicamente orientada no a una idea, sino a un ideal moral[15], sin explicar nada
tajantemente, sino solamente interrogando y despertando múltiples lecturas, una para
cada espectador. De ahí la existencia en todas sus películas de un personaje protagonista
con el cual cada espectador debe orientarse. En este sentido, su cine potencia el
anonimato de la sala oscura, la intimidad de cada receptor, en detrimento de la
experiencia colectiva, sea física (Lumière), sea intelectual (Eisenstein).

Debemos abundar en este aspecto pues resulta esencial para entender la evolución de la
identificación cinematográfica. La presencia del protagonista es fundamental en
Tarkovski. La negativa a asumir un narrador omnisciente, su crítica de la linealidad
narrativa, la huída de un montaje violentador, todos estos aspectos construyen la
apariencia de películas contadas, desarrolladas y evolucionadas desde la psicología
difusa de los protagonistas. Es su intimidad la que gobierna la evolución del metraje. Y
este desarrollo no sólo rige la temporalidad, el decurso de lo filmado, sino también la
misma espacialidad, el entorno de los personajes. Consideremos dos ejemplos
paradigmáticos: en “Solaris”, se narra un viaje futurista en el cual un grupo de
científicos estudian un extraño planeta, una especie de superficie gelatinosa que produce
en ellos numerosas alucinaciones. Este “océano pensante” funciona narrativamente
como un espejo de la psicología profunda de aquel que le visita, materializando los
deseos e ideas del pasado, presente y futuro. Dependiendo del carácter de cada uno de
ellos, así serán las “alucinaciones verdaderas” que padecen. En “Stalker”, su última
película soviétiva, tres personajes, un guía, un escritor y un científico, se introducen en
un extraño lugar llamado la “Zona”, en el cual según se cuenta, existe una habitación
donde se cumplen los deseos. El viaje hacia esta habitación está repleto de trampas
psicológicas, espejismos y alucinaciones. El trecho que les separa de la tan ansiada
habitación es de pocos metros, pero se ven obligados a dar numerosos rodeos, pues en
ese lugar “la línea recta no es la más corta”.[16] El extraño lugar se transforma espacio-
temporalmente de modo continuo según sea la psicología de sus visitantes. En un
momento dado, Stalker, el guía, advierte al profesor y al artista: “La Zona es como
nosotros queramos que sea” y un poco más adelante: “Lo que aquí ocurre depende de
nosotros”.

Es el personaje el que desarrolla el espacio y el tiempo del film. A su vez, es el


espectador concreto el que debe asumir libremente y revitalizar tal desarrollo. El título
de una de sus películas, Zerkalo (“El espejo”) define a mi entender la identificación
espiritual que pretende el cine de Tarkovski. La pantalla ofrece un reflejo especular de
aquello que íntimamente somos. Y tal espejo no afea ni embellece, nos muestra tal como
somos. La reflexión se produce, (al menos eso es lo que se pretende), entre espectador y
personaje. Se niega la violencia que supone la inclusión ex machina de un autor
omnisciente. Es un asunto que, en principio, queda exclusivamente acotado entre la sala
y la pantalla. Es idéntica la información que posee el personaje y el espectador.[17]

Condensemos lo dicho. Por un lado, la especificidad que nos propone Tarkovski no


reside en algún elemento técnico tradicional. No es el movimiento, ni la proyección, ni
el montaje, ni otros elementos procedentes de otras artes como la luz y la oscuridad que
pretendían los expresionistas alemanes, ni la nueva teatralidad del free-cinema, sino el
tiempo vital de cada plano. Por otro lado, la identificación que se propone es individual
y encarnada en la lógica interna del pensamiento, en la psicología de los personajes-
espectadores, no en una lógica narrativa externa de planteamiento, nudo y desenlace. Si
unimos estos dos elementos, la vida psicológica por un lado y el tiempo por otro,
podemos concluir lo siguiente: la especificidad del cine está en mostrar la temporalidad
de la conciencia, el tiempo de la vida subjetiva. Tarkovski, casi sin darse cuenta, no
opone la identificación y la especificidad, las integra, las condensa en una sola unidad.
El cine debe mostrar con precisión pero con libertad, sin ejercer la tradicional violencia
que acometía el autor contra el espectador, la vida del hombre.

BIBLIOGRAFÍA

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1988. VV. AA., Historia del cine ruso y soviético, Ediciones de Cultura Popular,
Barcelona, 1968.

NOTAS [1] En beneficio de la exactitud, creo necesario constatar dos cuestiones


esenciales sobre el nacimiento tanto del cinematógrafo como de la situación terrorífica
que defendemos como intensa vivencia genética del espectador de cine. (volver al texto)

A) Es bien conocida la pugna entre franceses y americanos a la hora de atribuirse la


paternidad del medio de expresión. La proyección de los Lumière a la que nos referimos
se produce el 28 de Diciembre de 1895, pero la utilización del arrastre de película es de
un año antes. Si bien es cierto que Edison tenía ya patentado con anterioridad un
dispositivo de imagen fotográfica móvil, defendemos a los hermanos franceses como
padres del invento, no por la mayor perfección técnica de éste respecto del de Edison,
como a menudo suele esgrimirse, sino por una sencilla razón de una importancia capital
desde nuestra hipótesis de trabajo. Las imágenes del norteamericano sólo podían
visionarse individualmente, mientras que las de los Lumière exigían una presencia
colectiva, aspecto éste que ayuda a entender los efectos anímicos del espectador.

B) La llegada del tren no es con precisión ni la primera película proyectada ni la más


publicitada de las ocho que componían el cartel del Gran Café del “Boulevard des
Capucines”. La primera fue La Sortie des Usines Lumière (La salida de los obreros de
la fábrica) y la más publicitada Lárroseur Arrosé (El regador regado), primer intento, si
bien muy imperfecto, de historia de ficción. No los considero en pie de igualdad con la
Entrée du train en gare de la ciotat pues su efecto no fue ni mucho menos específico. El
efecto cómico de la segunda fue, según se cuenta, débil, y en todo caso vinculado a la
experiencia del teatro de variedades; y el primero, dejando de lado la evidente sorpresa
producida por el movimiento, no provocó un intenso efecto anímico. En este sentido, la
llegada del tren ocasionó algo muy diferente.

[2] Este fenómeno es, por otra parte, característico de toda recepción colectiva de una
escenificación y su estudio detenido rebasaría con mucho los propósitos de este artículo,
pues nos conduciría no sólo al teatro y a la tragedia griega sino a mi juicio más atrás
aún, al ritual religioso. En cualquier caso, tal tendencia a la identificación tiene a finales
de 1895 un ejemplo bastante gráfico y bastante compulsivo. Aquí vemos que tal
inclinación a aceptar la ilusión “como si” fuera real se cobra en el acto una inmediata
repulsión y huída. Se juega aquí con una ambivalencia anímica verdaderamente
sorprendente, ambivalencia que vuelve a remitirnos a lo fascinante y horroroso de lo
sacro. (volver al texto)

[3] Méliès, G., “Las vistas cinematográficas”, citado en Romaguera y Ramio, J.; Alsina
Thevenet, H.; (Eds.), Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 394-395.
(volver al texto)

[4] Evidentemente, tanto lo que llamamos identificación física como identificación


psíquica descansan en un proceso en último término psicológico, pues estamos
hablando siempre de una recepción en el espectador. El terror ante el tren es también
una vivencia psicológica. Pero en efecto, la diferencia entre ambas identificaciones es
notable. En la primera, el “como si” actúa de un modo mucho más fuerte, tan fuerte que
parece anularse como tal. Puede clarificarse esto si entendemos que la identificación
física no sólo es la confusión de un objeto de la pantalla en la realidad, sino más
precisamente un fenómeno muy similar a la alucinación del neurótico, que
vivencialmente, no sabe distinguir ésta de la realidad. En cambio, en la identificación
psíquica, la vivencia es mediata y la conciencia del “como si”, esto es, de la separación
entre los dos niveles, funciona en todo momento, si bien como espectadores en el
espectáculo jugamos al aplazamiento de la incredulidad. Por otra parte, los intentos de
transgredir los márgenes de la pantalla serán a partir de ese momento mucho más sutiles
y propios de una elaborada gramática cinematográfica. Pensemos por ejemplo en dos de
ellos: la cámara subjetiva y la mirada a la cámara. En el primero, que tiene un ejemplo
paradigmático en la primera parte del Napoleón de Abel Gance, el espectador es
incorporado a la pantalla en los ojos del protagonista, es conducido hacia dentro. En el
segundo, la mirada a cámara de uno de los personajes interpela directamente al
espectador, trata de salir afuera, a la sala que está frente a la pantalla. Pero en ambos
casos, sea entrar dentro, sea salir fuera, la tentativa es mediada por una información
subrepticia que a todas luces declara la existencia de un intermediario: la cámara de
cine. Por debajo se tiene clara conciencia de estar en una sala, en un espacio
irremediablemente diferente. En ambos casos la identificación es marcadamente
psíquica. Repetimos: muy distinto fue el tren de los Lumière. (volver al texto)

[5] “ABC de los kinoks”, op.cit. pp. 30-31. (volver al texto)

[6] El ejemplo propuesto es importante por la carga filosófica que contiene y por la
diferencia que marca entre cine y fotografía, pero en ningún caso puede ser equiparable
a la globalidad del cine vertoviano, como los párrafos siguientes se ocupan de
demostrar. (volver al texto)

[7] “Nosotros”, op. cit., p. 38. (volver al texto)

[8] A este respecto, sería muy interesante estudiar en otro trabajo las distintas
implicaciones ideológicas que han promovido diferentes tendencias de raigambre
futurista. Piénsese, por ejemplo, en el cine de Vertov vinculado a la revolución
bolchevique; el texto “La Cinematografía” de Marinetti y Ginna adscrito a la revolución
fascista; y el “Manifiesto del Excentricismo” firmado por el FEKS (Fábrica del Actor
Excéntrico) de Kozintsev, Trauberg y Yutkevitch, seducido por la burguesía dadaísta
francesa y la industria cinematográfica norteamericana. (volver al texto)

[9] Condensemos una vez más nuestra terminología. La identificación física menciona
aquel proceso en el que el espectador sufre una alucinación intensa al desconocer el
objeto mediador que le separa de la pantalla. La identificación psíquica cobra
conciencia de tal intermediario, renunciando a la fisicidad, si bien se desglosa en varios
niveles, de los cuales estudiaremos tres: la mera proyección, la identificación
intelectual-coleciva y la identificación espiritual-individual, respectivamente
ejemplificados en Lev Kuleschov, Sergei Eisenstein y Andrei Tarkovski. (volver al
texto)
[10] Edgar Morin, en su gran obra Le cinema ou l’homme imaginaire, estudia la
proyección-identificación como una participación afectiva de ida y vuelta, la que va del
sujeto al objeto y viceversa. Pero siempre concibe este doble movimiento de manera
inseparable. Nosotros en cambio nos atrevemos a separar ambos movimientos.
Entendemos por proyección el proceso mediante el cual el sujeto, esto es, el espectador
asigna una emoción o estado anímico al objeto, esto es, al personaje. Y entendemos por
identificación aquel proceso mediante el cual el objeto interpela, de muy variados
modos, al sujeto introduciendo en él la vivencia anímica que el objeto sufre. Aun
cuando el cine pronto desarrollará estos procesos inseparablemente, el experimento de
Kuleschov aísla solamente el primero. No hay identificación afectiva sino proyección
afectiva. (volver al texto)

[11] La importancia excepcional de tales creadores me parece insuperable. Un análisis


de “La madre” de Pudovkin o de “La tierra” de Dovzhenko muestran una manera de
concebir el cine que revela más diferencias estilísticas y filosóficas que afinidades en lo
estrictamente revolucionario. Ni que decir tiene que estudiar a Eisenstein ocuparía todo
el contenido de una tesis, no sólo por la riqueza y exactitud de toda su filmografía, sino
también y no de modo menos principal por su labor prolongada como maestro del
Instituto Estatal de Cinematografía, que posibilitó alumbrar numerosos escritos e hizo
de él uno de los principales teóricos cinematográficos. Yo. Memorias inmorales,
Cinematismo, Teoría y técnica cinematográficas, Reflexiones de un cineasta, El sentido
del cine, La forma en el cine y Anotaciones de un director de cine son sólo algunos
ejemplos de su fertilidad teórica. Nos centraremos en algunos aspectos de su quehacer
investigador, aquellos que conectan con lo vertebrado en nuestro esquema de trabajo, no
sin reconocer lo necesariamente incompleto de nuestras disquisiciones. (volver al texto)

[12] Desde nuestra terminología no hay identificación afectiva sin previa proyección.
Ésta es condición necesaria pero no suficiente. Para que sea posible la impregnación en
el espectador de la vivencia anímica del personaje (identificación afectiva), es ineludible
una anterior designación por parte del espectador de la vivencia que sufre el personaje
(proyección). (volver al texto)

[13] Hay que tener en cuenta que la permisividad relativa de la que gozaron sus dos
últimos proyectos, “Alezander Nevsky” y Ivan Grozny (“Iván el terrible”) , se explica
únicamente por la importancia patriótica que el Estado atribuía a los dos protagonistas.
(volver al texto)

[14] He de confesar que tal tratamiento “bélico” de la imagen está presente en toda la
vanguardia soviética y puede estudiarse en todos los autores rusos que hemos estudiado.
Aunque las críticas de Tarkovski se dirigen principalmente a Eisenstein, podemos por
nuestra cuenta verificarlas en los demás:

A) En Dziga Vertov es bien claro. Su espacio y tiempo “vencidos” violentan al


espectador robándole toda tentativa de identificación en lo visto. El movimiento y la
poesía de la máquina funcionan del mismo modo.

B) En Lev Kuleschov la proyección estudiada imposibilita toda identificación libre, y el


tratamiento de imágenes en “Las extraordinarias aventuras de Mr. West en el país de los
bolcheviques” ratificarían la movilidad violentamente impuesta al espectador. No hay
en el cine de Tarkovski presencia alguna de un montaje en paralelo al modo griffithiano,
pues tal metamorfosis espacial suponía para él coartar la asunción libre por parte del
espectador de lo mostrado en pantalla.

C) En Sergei Eisenstein, la violencia es conscientemente buscada. Ya desde su primera


época teatral, desarrolla el “Montaje de atracciones”, definiendo el término “atracción”
como “todo momento agresivo del espectáculo”. Y no sólo esto: en contienda con el
cine-ojo de Vertov, llegó a definir su cine como cine-puño, revelando una metáfora
bastante precisa.

D) Incluso en el documentalismo ruso de Aleksandr Ivanovitch Medvedkin, se concibe


un cine siempre “vigilante”. En su artículo “El tren cinematográfico” de 1978, en el que
confiesa sus experiencias cinematográficas de los años veinte, encontramos sentencias
tan clarificadoras como éstas: “Nuestro cameraman empuñaba su cámara como una
ametralladora” o “Cada film era como una bomba”. Citado en Textos y manifiestos del
cine, pp.130-131. (volver al texto)

[15] Este anhelo de ideal moral mediante recursos puramente psicológicos está presente
en numerosos autores de la época. Creo que Tarkovski ratificaría esa frase de Jean-Luc
Godard que decía: “La ubicación de la cámara y la duración del plano no es una
cuestión técnica sino moral”. Es sorprendente comprobar cómo estos dos autores,
presentando una filmografía estilísticamente tan diferente, convergen en su concepción
filósofica del cine. Por otra parte, los dos son declaradamente contradictorios, pues por
un lado critican todo intelectualismo en el cine, para luego incurrir precisamente en eso
que critican. Tarkovski dice: “Uno no debería esforzarse por plantearle al espectador
una idea; ésta es una tarea ingrata y sin sentido. Es mejor mostrarle la vida y él ya sabrá
qué hacer con ella”, “Esculpir en el tiempo”, pp. 182-183. Godard declara a propósito
de su excelente película Le Mépris (“El desprecio”): “... en el cine, como en la vida, no
hay nada secreto, nada que dilucidar, sólo hay que vivir, y filmar”, “Cahiers du cinéma”,
nº 146, agosto 1963. Pero al mismo tiempo Tarkovski reconoce a su pesar un
intelectualismo en algunas secuencias “literarias” y “simbólicas” de su cine, así como
nos encontramos tal intelectualismo en los diálogos que profieren sus personajes, y más
aún en sus exégetas. Y es bien sabido cómo en Godard, desde su etapa maoísta hasta
Histoire(s) du cinéma y For Ever Mozart, el intelectualismo rebosa desmesuradamente.
(volver al texto)

[16] Ejemplo metafórico de la crítica de Tarkovski a toda narración entendida


causalmente como interconexión lineal y a todo modelo de la dramaturgia teatral
clásica. (volver al texto)

[17] Este aspecto es muy importante, pues niega la técnica cómica y el suspense. Como
es bien sabido, si en algo se define el suspense de un Alfred Hitchcock es precisamente
en dar al espectador más información de la que posee el personaje, acentuando de este
modo la risa o el temor que se produce al saber de antemano qué va a ocurrir. Tal
concepción del cine como premonición es inexistente en Tarkovski. Aunque él no lo
menciona, supondría una univocidad que coartaría la libertad del espectador para asumir
libremente lo visto. (volver al texto)

Resumen de un capitulo:
Capitulo :
Andrei Tarkovski: Esculpir el
tiempo
¿Qué es, pues, el cine? ¿Cuál es su peculiaridad, cuáles son sus
posiblidades, procedimientos e imágenes, no sólo en sentido formal
sino -- si se quiere -- también en sentido intelectual? ¿Qué materia
trabaja el director de una película?

Aún hoy recordamos la genial película La llegada de un tren,


presentada ya el siglo pasado y con la que comenzó todo. La tan
conocida película de Auguste Lumière se rodó sólo porque en aquél
entonces se había descubierto la cámara de cine, la película y el
proyector. En aquella película, que no dura más de medio minuto, se ve
un trozo de andén iluminado por el sol; personas que van y vienen y,
finalmente, un tren que desde el fondo de la imagen se acerca
directamente a la cámara. Cuando más se acercaba el tren, tanto más
cundió entonces el pánico entre los espectadores: la gente se levantó y
echó a correr, buscando la salida. En aquel momento nació el arte
cinematográfico. Y no fue sólo cuestión de la técnica o de una nueva
forma de reflejar el mundo visible. No: aquí había surgido un nuevo
principio estético.

El principio consiste en que el hombre, por primera vez en la historia


del arte y la cultura, había encontrado la posibilidad de fijar de modo
inmediato el tiempo, pudiendo reproducirlo (o sea, volver a él) todas
las veces que quisiera. Con ello el hombre consiguió una matriz del
tiempo real. Así, el tiempo visto y fijado podía quedar conservado en
latas metálicas durante un tiempo prolongado (en teoría, incluso
eternamente).

Precisamente, en este sentido, las primeras películas de Lumière


contenían ya el núcleo del nuevo principio estético. Pero ya
inmediatamente después, el cinematógrafo, obligadamente, se lanzó
por caminos fuera del arte, los más afines a los intereses y ventajas
pequeño-burguesas. A lo largo de unos decenios se fue "vertiendo al
celuloide" casi toda la literatura mundial y un gran número de temas
teatrales. El cinematógrafo se utilizó como una forma sencilla y
atractiva de fijación del teatro. El cine fue por caminos errados y
deberíamos ser conscientes de que aún hoy cosechamos los tristes
frutos de ese error. Ni siquiera quiero hablar de la desgracia de la mera
ilustración: la mayor desgracia fue que se ignoró una aplicación
artística de aquella posibilidad eminentemente inapreciable del cine: la
posibilidad de fijar la realidad del tiempo en una cinta de celuloide.

¿De qué forma fija el cine el tiempo? La definiría como una forma
táctica. El hecho puede ser un acontecimiento, un movimiento humano
o cualquier objeto, que además puede ser presentado sin movimiento ni
cambio (si es que también el flujo real del tiempo es inmóvil).

Y precisamente ahí está la esencia del arte cinematográfico. Quizá


alguien argumente que el problema del tiempo en la música tiene una
importancia asimismo fundamental. Pero allí se resuelve de una
manera radicalmente diferente: la materialidad de la vida se encuentra
al límite de su total disolución. La fuerza del cinematógrafo consiste
precisamente en dejar el tiempo en su real e indisoluble relación con la
materia de esa realidad que nos rodea cada día, o incluso cada hora.

La idea fundamental del cine como arte es el tiempo recogido en sus


formas y fenómenos fácticos. Esta idea nos da que pensar sobre la
riqueza de las posibilidades, aún inutilizadas, del cine, sobre su colosal
futuro. Y precisamente sobre esta base desarrollo yo mis hipótesis de
trabajo, las prácticas y las teóricas.

¿Por qué va la gente al cine? ¿Qué les lleva a una sala oscura donde
durante dos horas pueden observar en la pantalla un juego de sombras?
¿Van buscando el entretenimiento, la distracción? ¿Es que necesitan
una forma especial de narcótico? Es cierto que en todo el mundo
existen consorcios y trust de entretenimiento, que explotan para sus
fines el cine y la televisión lo mismo que muchas otras formas de arte.
Pero éste no debería ser el punto de partida, sino que más bien habría
que partir de la naturaleza del cine, que tiene algo que ver con la
necesidad del hombre de apropiarse del mundo. Normalmente, el
hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va
al cine buscando experiencia de la vida, porque precisamente el cine
amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre
mucho más que cualquier otro arte; es más, no sólo la enriquece, sino
que la extiende considerablemente, por decirlo de algún modo. Aquí y
no en las "estrellas", ni en los temas ya gastados ni en la distracción:
aquí reside la verdadera fuerza del cine.

¿Y en qué reside la naturaleza de un arte fílmico propio de un autor?


En cierto sentido, se podría decir que es el esculpir el tiempo. Del
mismo modo que un escultor adivina en su interior los contornos de su
futura escultura sacando más tarde todo el bloque de mármol, de
acuerdo con ese modelo, también el artista cinematográfico aparta del
enorme e informe complejo de los hechos vitales todo lo innecesario,
conservando sólo lo que será un elemento de su futura película, un
momento imprescindible de la imagen artística, la imagen total.

Esculpir en el tiempo. Como punto de referencia y norma que nos retará en este
análisis citaré lo más fuerte, lo más exigente de esta reflexión: “La idea y el
objetivo de una película deben ser claros para el director desde el inicio. Suceda lo
que suceda o lo mucho que tenga que buscar el artista, desde el momento en que
esta búsqueda queda fija sobre la película, es decir, desde el momento en que esta
idea se ha vuelto una cosa con estatuto objetivo, uno tiene que aceptar que el
artista encontró lo que quiso decir con su película”.
“La comunicación exige siempre un esfuerzo y un triunfo sobre el quedarse mudo,
hasta pide un continuo esfuerzo sobrehumano. Sin ello, sin una entrega
apasionada, no es ciertamente posible que una persona comprenda a otra”.

“La creación artística no es un mero modo de formular una afirmación que existe
objetivamente; más bien no existe a menos de ser una visión personal y única del
mundo. La obra de arte implica una unidad estética y filosófica integral, como un
organismo vivo que se desarrolla según sus propios principios internos”.

Si toda la obra de Tarkovski (un organismo de siete películas que interactúan su


sentido) tiene que estar en conformidad con esta norma, cada película en sí misma
también tiene que estarlo, porque un organismo existe como tal en cuanto forma
que da unidad a lo múltiple, en cuanto preside cada parte orgánica como forma de
lo total. Entonces, la totalidad unitaria de la obra compuesta de siete miembros
articulados preside también, como totalidad, cada elemento de la obra. De ese
organismo de siete, tomaremos la película Solaris, uno de los miembros (Solaris y
Stalker) que a primera vista se acercan más a un discurso filosófico explícito y que
simétricamente están distribuidos en el tiempo entorno de El Espejo, eje central y
singular de toda la obra de Tarkovski.

No hay nada más carente de sentido que relacionar términos como "búsqueda" o
"experimento" con una obra de arte. Tras ellos se esconden falta de fuerzas, vacío
interior, falta de conciencia realmente creativa y miserable vanidad.(...)

Un artista está obligado a mantener la tranquilidad. No tiene derecho a expresar de


modo abierto su participación interior en lo que está filmando, a poner sobre la
mesa de forma inequívoca sus propios y personales intereses. La participación
interior es algo que hay que transformar en formas olímpicamente serenas. Sólo
así, un artista puede narrar algo sobre las cosas que le conmueven.(...)

No entiendo cómo un artista puede hablar de absoluta libertad creativa. En mi


opinión, se da todo lo contrario: quien se adentra por el camino de un quehacer
creativo cae en los lazos de interminables ataduras que le sujetan a sus propias
tareas, a su destino como artista.

Andrei Tarkovski hizo del cine una lenta carrera dentro


de lo profundo. En su arte fosforece el anhelo de lo
trascendente, la nostalgia por un absoluto vivo y
creador. El camino que eligió para golpear ventanas de
abismos fue la imagen; pero también la idea, el
concepto. Tarkovski plasmó su pensamiento sobre el
arte, su sentido y misión, en Esculpir en el tiempo. Allí,
medita sobre la magia cinematográfica y sobre la
responsabilidad del artista. El "arte como ansia de lo
ideal" es uno de los capítulos esenciales de la obra.
Aquí les presentamos parte de estas reflexiones del
creador ruso para quien "la creación artística exige del
artista una verdadera entrega de sí mismo". El artista
le sirve al arte y no viceversa. Tarkovski continúa una
intuición ancestral que cintila en la Grecia antigua
como en la India o el México precolombino: el culto
impersonal de la creación. Lo importante es el
nacimiento de la nueva obra en el mundo, no la
realización personal del artista a través de aquella
obra. Y el arte siempre es "ansia de lo ideal"; es la
obsesión por la emanación de símbolos que, dentro del
"polvo de lo terreno", presenten la amplitud misteriosa
y divina de lo infinito. Aun en un tiempo de
indiferencia ante lo trascendente o profundo, el artista
"no debe permanecer sordo ante la llamada de la
verdad". Debe defender la trascendencia de lo bello y
eterno, aun desde el tembladeral de la carencia y el
dolor, porque "un artista sin fe es como un pintor que
hubiera nacido ciego".

Andrei Rublev es una de las obras supremas de


Tarkovski. Rublev es un pintor de iconos ruso del siglo
XIV. Es un sacerdote. Que pierde su fe en transmitir
algo verdadero en el oscuro valle de la necedad
humana. Se sumerge así en el silencio. Un mutismo de
protesta y frustración, y de renuncia a la creación.
Sólo al encontrarse con un niño constructor de
campanas entenderá que dejó que su dolor personal y
su soledad se antepusieran a su deber creador como
artista. Así regresó a los pinceles y, mediante sus
iconos, sus imágenes sagradas, se acercó a un Dios
que nunca se muestra plenamente.

El Rublev de Tarkovski (obra que recomendamos con


entusiasmo) es encarnación singular del artista como
arquetipo universal. De este artista que ansía lo ideal
para expresar el germen profundo y enigmático del
tiempo.

Antes de entrar en problemas específicos del cine me parece importante


exponer mis ideas sobre el arte. ¿Para qué existe el arte? ¿A quién le hace

falta? ¿Hay alguien a quien le haga falta? Cuestiones que se plantea no sólo el

artista, sino también cualquier persona que recibe o "consume" el arte, como

se suele decir con una palabra que desgraciadamente desenmascara con

crueldad la relación arte-público en el siglo XX.

A cualquiera, pues, le afecta esta cuestión y cualquiera que tenga que ver con

el arte intenta darle una respuesta. Alexander Blok decía que "el poeta crea la

armonía partiendo del caos"... Pushkin atribuía al poeta dones proféticos...


Cada artista está determinado por leyes

absolutamente propias, carentes de valor para otro artista.

En cualquier caso, para mí no hay duda de que el objetivo de cualquier arte

que no quiera ser "consumido" como una mercancía consiste en explicar por sí

mismo y a su entorno el sentido de la vida y de la existencia humana. Es decir:

explicarle al hombre cuál es el motivo y el objetivo de su existencia en nuestro

planeta. O quizá no explicárselo, sino tan sólo enfrentarlo a este interrogante.

Comencemos por lo más general: la función indiscutible del arte, en mi

opinión, está enlazada con la idea del conocimiento, de aquella forma de

efecto que se expresa como conmoción, como catarsis. Desde el momento en

que Eva comió la manzana del árbol de la ciencia, la humanidad está

condenada a buscar perennemente la verdad.

iSugestiva imagen de Stalker, uno de


los máximos films del director ruso;
arriba, izquierda, Tarkovski.

Es sabido que Adán y Eva en un principio se dieron cuenta de que estaban

desnudos y se avergonzaron. Se avergonzaron porque comprendieron y


entonces entraron en el camino del conocimiento mutuo, placentero. Comenzó

así un camino que no tendría fin. Es comprensible la tragedia de quienes del

feliz desconocimiento fueron lanzados a los hostiles e inaprensibles campos

de lo mundano.

"Ganarás el pan con el sudor de tu frente..."

Así apareció el hombre, "cima de la creación", sobre la tierra y se hizo

dueño de ella. El camino que recorrió desde entonces se suele denominar

evolución. Un camino que a la vez es el tormentoso proceso de

autoconocimiento del hombre.

En cierto sentido, el hombre va conociendo de forma siempre nueva la

naturaleza de la vida y de su propio ser, sus posibilidades y objetivos. Por

supuesto que para ello se sirve también de la suma de los conocimientos

humanos ya existentes. Pero aun así el autoconocimiento ético-moral sigue

siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que

hacer siempre de nuevo él solo. Una y otra vez, el hombre se pone en relación

con el mundo movido por el atormentador deseo de apropiarse de él, de

ponerlo en consonancia con ese su ideal que ha conocido de forma intuitiva.

El carácter utópico, irrealizable, de ese deseo es fuente perenne de

descontento del hombre y del sufrimiento por la insuficiencia del propio yo.

El arte y la ciencia son, pues, formas de apropiarse del mundo, formas de

conocimiento del hombre en camino hacia la "verdad absoluta".

Pero ahí se terminan los puntos que tienen en común esas dos expresiones
del espíritu humano creador, insistiendo en que ese espíritu creador tiene que

ver no sólo con descubrir, sino efectivamente con crear. Aquí, en este

momento, lo que interesa es la diferencia radical entre la forma científica y la

forma estética de conocer.

En el arte, el hombre se apropia de la realidad por su vivencia subjetiva. En

la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la

que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los

antiguos. Es, pues, un camino gradual con ideas que se van sustituyendo unas

a otras en secuencia lógica por los conocimientos objetivos más detallados.

Por el contrario, el conocimiento y el descubrimiento artísticos surgen cada

vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la

verdad absoluta. Se presentan como una revelación, como un deseo del artista,

un deseo apasionado que refulge repentinamente, un deseo de acogida

intuitiva de todas las leyes del mundo, de su belleza y su fealdad, de su

humanidad y su crueldad, de su ser ilimitado y de sus límites. Todo esto, el

artista lo reproduce en la creación de una imagen que de forma independiente

recoge lo absoluto. Con ayuda de esta imagen se fija la vivencia de lo

interminable y se expresa por medio de la limitación: lo espiritual, por lo

material; lo infinito, por lo finito. Se podría decir que el arte es símbolo de

este mundo, unido a esa verdad absoluta, espiritual, escondida para nosotros

por la práctica positivista y pragmática.

Si una persona quiere adherirse a un sistema científico determinado, tiene


que activar su pensamiento lógico, tiene que

dominar un determinado sistema de formación y tiene que saber entender. El

arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante

todo sea sentida, de desencadenar una conmoción emocional y que sea

aceptada. No quiere proponer inexorables argumentos racionales a las

personas, sino transmitirles una energía espiritual. Y en vez de una base de

formación, también en sentido positivista, lo que exige es una experiencia

espiritual.

El arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna, incansable, de

lo espiritual, de un ideal que hace que las personas se congreguen en torno al

arte. El arte moderno ha entrado por un camino errado, porque a nombre de la

mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la

llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que

buscan tan solo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad.

Pero en el arte no se confirma lo individualidad, sino que éste sirve a otra

idea, a una idea más general y más elevada. El artista es un vasallo que tiene
que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un

milagro. Pero el hombre moderno no quiere sacrificarse, a pesar de que la

verdadera individualidad sólo se alcanza por medio del sacrificio. Nos

estamos olvidando de ello y así perdemos también la sensibilidad para nuestra

determinación como hombres.

Si hablamos de inclinarse hacia la belleza, de que la meta del arte, surgido

por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que

el arte debe evitar el "polvo" de lo terreno... Todo lo contrario: la imagen

artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por otra, lo mayor por

lo menor. Para poder informarse de lo vivo, el artista presenta lo muerto, para

poder hablar de lo infinito, el artista presenta lo finito. Un sustitutivo. Lo

infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen.

Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible.

La vida está involucrada en esa contradicción, grandiosa hasta llegar al

absurdo, una contradicción que en el arte aparece como unidad armoniosa y

dramática a la vez. La imagen posibilita percibir esa unidad, en la que todo se

halla contiguo al resto, todo fluye y penetra en lo demás. Se puede hablar de la

idea de una imagen, expresar su esencia con palabras. Es posible verbalizar,

formular un pensamiento, pero esta descripción nunca le hará justicia. Una

imagen se puede crear y sentir, aceptar o rechazar, pero no se puede

comprender en un sentido racional. La idea de lo infinito no se puede expresar

con palabras, ni siquiera se puede describir. Pero el arte proporciona esa


posibilidad, hace que lo infinito sea perceptible. A lo absoluto sólo se accede

por la fe y por la actividad creadora. Las condiciones imprescindibles para la

lucha del artista hasta llegar a su propio arte son la fe en sí mismo, la

disposición de servir y la falta de compromisos externos.

La creación artística exige del artista una verdadera "entrega de sí mismo",

en el sentido más trágico de la palabra. Si el arte trabaja con los jeroglíficos de

la verdad absoluta, cada uno de éstos es una imagen del mundo, incluido de

una vez para siempre en la obra de arte. Y si el conocimiento científico y frío

de la realidad es como un ir avanzando por los peldaños de una escalera sin

fin, el conocer artístico recuerda un sistema infinito de esferas interiormente

perfectas, cerradas en sí mismas. Las esferas pueden complementarse o

contradecirse mutuamente, pero en ningún caso puede una sustituir a otra.

Todo lo contrario: se enriquecen mutuamente y forman en su totalidad una

esfera especial, más general, que crece hasta el infinito. Estas revelaciones

poéticas, de validez eterna, con fundamento en sí mismas, dan testimonio de

que el hombre es capaz de conocer y de expresar de quién es imagen.

Además, el arte tiene una función profundamente comunicativa, puesto que

la comunicación interpersonal es uno de los aspectos fundamentales de la

meta creativa. A diferencia de la ciencia, la obra de arte tampoco persigue un

fin práctico de importancia material. El arte es un metalenguaje, con cuya

ayuda las personas intentan avanzar la una en dirección a la otra,

estableciendo comunicaciones sobre sí mismas y adoptando las experiencias


ajenas. Pero tampoco esto hace una ventaja práctica, sino por la idea del amor,

cuyo se da en una capacidad de sacrificio enteramente contrapuesta al

pragmatismo. Sencillamente, no puedo creer que un artista esté en condiciones

de crear sólo por motivos de "autorrealización». La autorrealización sin la

mutua comprensión carece de sentido. La autorrealización en nombre de una

unión espiritual con los demás es algo atormentador, que no aporta ningún

provecho y que en definitiva exige grandes sacrificios de uno mismo. ¿Pero es

que no compensa escuchar el propio eco?

Pero quizá la intuición aproxime el arte y la ciencia, estas dos formas de

apropiación de la realidad a primera vista tan contradictorias. Es indudable

que la intuición en ambos casos juega un papel importante, aunque

naturalmente sea algo más propio dentro de la creación poética que de la

ciencia.

También el concepto dc comprender designa en cada esfera algo totalmente

distinto. El comprender en sentido científico significa estar de acuerdo a nivel

lógico, de la razón, es un acto intelectual, emparentado con la demostración de

un teorema. El comprender una imagen artística significa, por el contrario,

recibir la belleza del arte a un nivel emocional, en algunos casos incluso

"supra"-emocional.

La intuición del científico, por el contrario, es un sinónimo del desarrollo

lógico incluso en los casos en los que aparece como una luz, como una
inspiración. Y esto es así porque las variantes lógicas, sobre la base de

informaciones dadas, no conectan continuamente con el principio, sino que se

perciben como un proceso natural, no como una nueva etapa. Esto quiere decir

que el salto consciente en el pensamiento lógico se basa en el conocimiento de

las leyes de un campo científico determinado. Y aunque parezca que el

descubrimiento científico es una consecuencia de la inspiración, la inspiración

del sabio nada tiene que ver con la del poeta. El nacimiento de una imagen

artística -una imagen única, cerrada, creada y existente a otro nivel, a un nivel

no intelectual- no puede ser explicado por medio de un proceso empírico de

conocimiento con ayuda del intelecto. Sencillamente, hay que ponerse de

acuerdo en la terminología.

Cuando un artista crea su imagen, está asimismo superando su pensamiento,

que es una nada en comparación con la imagen del mundo captada

emocionalmente, imagen que para él es una revelación. Pues el pensamiento

es efímero, y la imagen, absoluta. Por eso se puede hablar de un paralelismo

entre la impresión que recibe una persona espiritualmente sensible y una

experiencia exclusivamente religiosa. El arte incide sobre todo en el alma de

la persona y conforma su estructura espiritual.

El poeta es una persona con la fuerza imaginativa y la psicología de un niño.

Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las

grandes ideas del universo. Es decir, no "describe" el mundo, el mundo es

suyo.
Condición imprescindible para la recepción de una obra de arte es el estar

dispuesto y ser capaz de tener confianza, fe, en un artista. Pero en ocasiones

resulta difícil superar el grado de incomprensión que nos separa de una

imagen poética perceptible exclusivamente por el sentimiento. Lo mismo que

en el caso de la fe verdadera en Dios, también esta fe presupone una actitud

interior especial, un potencial específico, puro, espiritual.

En este punto, a veces uno recuerda la conversad Stavrogin y Schatov en

Los demonios de Dostoievski:

"Sólo quiero saber si usted mismo cree en Dios o no". Nikolai

Vsevolodovich le miró con severidad.

"Yo creo en Rusia y en su ortodoxia... Yo creo en el Cuerpo de Cristo... Yo

creo que su retorno se dará en Rusia...Creo", tartamudeó Schatov fuera de sí.

"Y, ¿en Dios? ¿En Dios?"

"Yo... creeré en Dios". "

¿Qué se puede añadir? De forma absolutamente genial se ha recogido aquí

esa confusa situación anímica, ese empobrecimiento interior, esa incapacidad,

que cada vez se va convirtiendo en irremisible característica del hombre

moderno, al que se puede calificar de impotente en su interior.

Lo bello queda oculto a los ojos de aquellos que no buscan la verdad.

Precisamente el vacío interior de quien percibe el arte y lo juzga sin estar

dispuesto a reflexionar sobre el sentido y la finalidad de la existencia de éste,

ese vacío seduce la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al "¡No
gusta!! o "¡No interesa!" Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien

ha nacido ciego e intenta describir un arco iris. Queda absolutamente sordo al

padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que

experimenta en ello.

Pero, ¿qué es la verdad?

Una de las características más tristes de nuestro

tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona corriente

queda definitivamente separada de todo aquello que hace referencia a una

reflexión sobre lo bello y lo eterno. La moderna cultura de masas-una

civilización de prótesis-, pensada para el "consumidor", mutila las almas,

cierra al hombre cada vez más el camino de las cuestiones fundamentales de


su existencia, hacia el tomar conciencia de su propia identidad como ser

espiritual. Pero el artista no puede, no debe permanecer sordo ante la llamada

de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su voluntad

creadora. Sólo así se obtiene la capacidad de transmitir su fe también a otros.

Un artista sin esa fe es como un pintor que hubiera nacido ciego.

Arriba, izquierda, afiche de Andrei


Rublev; arriba, derecha, Alexander
Kaidanovski en el papel de Rublev;
abajo derecha, Anatoli Solonitsin
como Stalker.

Sería falso decir que un artista "busca" su tema. El tema va madurando en él

como un fruto y le impulsa hacia la configuración. Es como un parto. El poeta

nada tiene de lo que pudiera estar orgulloso. No es dueño de la situación, sino

su vasallo, su servidor; la creatividad es para él la única forma de vida posible,

y cada una de sus obras supone un acto al que no se puede negar libremente.

La sensibilidad para la necesidad de ciertos pasos lógicos y para las leyes que

los rigen sólo aparece cuando existe la fe en un ideal; sólo la fe apoya el

sistema de las imágenes (o, lo que es lo mismo, el sistema de la vida).

El sentido de la verdad religiosa se da en la esperanza. La filosofía busca la

verdad determinando los límites de la razón humana, el sentido del actuar y de

la vida humanos (y esto es válido incluso en el caso del filósofo que llega a la

conclusión de que el actuar y la existencia humanos carecen de sentido).


Al contrario de lo que se suele suponer, la determinación funcional del arte

no se da en despertar pensamientos, transmitir ideas o servir de ejemplo. La

finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte,

conmoverle en su interioridad más profunda.

Cuando el hombre se topa con una obra maestra, comienza a escuchar

dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de

arte así, el observador experimenta una conmoción profunda, purificadora. En

aquella tensión específica que surge entre una obra maestra de arte y quien la

contempla, las personas toma conciencia de los mejores aspectos de su ser,

que ahora exigen liberarse. Nos reconocemos y descubrimos a nosotros

mismos: en ese momento, en la inagotabilidad de nuestros propios

sentimientos.

Una obra maestra es un juicio -en su validez absoluta- perfecto y pleno

sobre la realidad, cuyo valor se mide por el grado en que consiga expresar la

individualidad humana en relación con lo espiritual.

¡Qué difícil es hablar de una gran obra! Sin duda, además de un sentimiento

muy general de armonía, existen otros criterios claros que nos permiten

descubrir una obra maestra dentro de la masa de otras obras. Además, el valor

de una obra maestra es relativo, en relación con el que lo recibe. Normalmente

se cree que la importancia de una obra de arte se puede medir por la reacción

de las personas frente a esta obra, por la relación que resulta entre ella y la

sociedad. En términos generales, esto es cierto. Pero lo paradójico es la obra


de arte, en ese caso, depende totalmente de quienes la reciben, de que esa

persona sea capaz o incapaz de descubrir, de percibir lo que une la obra con el

mundo en su totalidad y con una individualidad humana dada, que es el

resultado de sus propias relaciones con la realidad. Goethe tiene toda la razón

cuando dice que es tan difícil leer un libro como escribirlo. No puede existir

una pretensión de objetividad del propio juicio, de la propia opinión. Cada

posibilidad, aunque sea sólo relativamente objetiva, de un juicio está

condicionada por una variedad de interpretaciones. Y si una obra de arte tiene

un valor jerárquico a los ojos de la masa, de la mayoría, esto suele ser el

resultado de circunstancias casuales y resulta por ejemplo del hecho de que

aquella obra de arte tuvo suerte con quienes la interpretaron. Por otra parte, las

afinidades estéticas de una persona en muchos casos dicen mucho más sobre

la propia persona que sobre la obra de arte en sí.

Quien interpreta una obra de arte, normalmente centra su atención en un

campo determinado para ilustrar en él su propia posición, pero en muy pocas

ocasiones parte de un contacto emocional, vivo, inmediato, con la obra de

arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común

para llegar a un juicio original, independiente, "inocente" -por llamarlo de

algún modo-; pero el hombre normalmente busca confirmación de la propia

opinión en el contexto de ejemplos y fenómenos que ya conoce, por lo que

juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con

experiencias personales. Por otro lado, la obra de arte cobra, gracias a la


multiplicidad de los juicios que sobre ella se emiten, una vida cambiante,

variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida. "...

Las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad -sólo

los grandes poetas son capaces de leerlas-. Las masas, sin embargo, las leen

como si leyeran las estrellas...; si hay suerte, como astrólogos, pero no como

astrónomos. A la mayoría de las personas se les enseña a leer sólo para su

propia comodidad, como si se les enseñara a contar para que puedan

comprobar las cuentas y no ser engañados. Pero del leer como noble ejercicio

intelectual no tienen idea; además, sólo hay una cosa que se pueda llamar leer

en el más alto sentido de la palabra: no aquello que nos adormece

narcotizando nuestros más altos sentimientos, sino aquello a lo que hay que

acercarse de puntillas, aquello a lo que dedicamos nuestras mejores horas de

vigilia".

Así decía Thoreau en una página de su maravilloso Walden.


Lo bello, lo pleno en el arte, la maestría se produce, en mi opinión, cuando

ni en las ideas ni en la estética se puede entresacar

o destacar algo sin que sufra la totalidad. En una obra maestra es imposible

preferir determinadas partes a otras. Es imposible "tomar de la mano" a su

creador a la hora de formular los objetivos y las funciones que van a tener

valor definitivo. En este sentido, Ovidio escribía que el arte consiste en que

uno no lo perciba, y Engels decía: "Cuanto más escondidas estén las

intenciones del autor, tanto mejor para el arte..."

De modo muy similar a cualquier organismo, también el arte vive y se


desarrolla en la pugna entre elementos contrapuestos. En este campo, las

partes contrarias se entremezclan y van perpetuando la idea casi hasta el

infinito. Esta idea, que hace de una obra arte, se esconde en el equilibrio de las

contradicciones que la constituyen. Por ello, una "victoria" definitiva sobre la

obra de arte, la claridad inequívoca de su sentido y sus funciones es imposible.

Por este motivo decía Goethe que una obra de arte es tanto más elevada

cuanto más inaccesible es a un juicio.

Una obra de arte es un espacio cerrado, ni demasiado ni caliente en exceso.

Lo bello es el equilibrio entre las partes. Lo paradójico es que una creación de

esta clase desata asociaciones cuanto más perfecta es. Lo perfecto es algo

único. O está en condiciones de producir una cantidad prácticamente infinita

de asociaciones, lo que al fin y al cabo es lo mismo. (*)

El pensamiento es efímero la imagen absoluta. Esta idea vertebra la obra del cineasta Andrei Tarkovsky dejando sentadas las bases
de su poética. La utilización de específicos recursos formales como los "travellings" lentos, la profundidad de campo, los extensos
plano secuencia junto a su particular concepción del montaje (ritmo interno en el interior del cuadro) hacen posible la escenificación
del estado interior del hombre. A través de la relación dialéctica entre forma y contenido, captura lo esencial de la existencia, ese
universal concreto que sucede a cada instante. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos reconoce
el verdadero sentido de ésta.

"El pensamiento es efímero, la imagen absoluta"


Andrei Tarkovsky
De estas palabras se desprende toda la fuerza creadora de Tarkovsky. Una religiosidad que encuentra su fundamento en lo humano,
atraviesa la filmografía del cineasta ruso como una lanza dirigida al infinito. Mientras que en otros films la espiritualidad es parte
del argumento, en Tarkovsky es el argumento.

Su concepción de la imagen, capaz de expresar la totalidad del universo, dispara esa misma imagen hacia una vertiginosa polisemia.
Cada una de sus imágenes está destinada a materializar diversos mundos posibles existiendo en cada uno de ellos un espectador.
Como dice Ivanov citado por el mismo Tarkovsky: "El símbolo, sólo es verdadero cuando su significado es inagotable e ilimitado,
cuando en su lenguaje secreto expresa alusiones y sugerencias de algo inefable que no se puede expresar con palabras" (1984).

El cine de Tarkovsky no puede ser explicado, debe ser transitado como lo hacen sus personajes en un periplo inacabable solo
abortado por la "muerte". Muerte simbólica, no real. La idea de viaje está presente en su filmografía. Algunas veces es un viaje
concreto como en Nostalgia donde un poeta viaja a Italia para encontrar material sobre un músico o como en La Zona, lugar en el
que se internan los tres personajes. En otros casos es un viaje interior como el del protagonista de El Sacrificio, y en otros es concreto
e interior a la vez como en Solaris, donde el protagonista viaja a la estación espacial desde donde emprenderá otro "viaje", esta vez al
interior de su psiquis. Pero en todos los casos se puede hablar de un viaje fundacional donde se sale al encuentro de la propia
identidad, del autoconocimiento, de la libertad, poniendo así en juego la propia existencia del personaje, quienes experimentan crisis
espirituales, crisis de fe en la existencia, en sí mismos.

La tendencia de las obras de Tarkovsky hacia lo absoluto no implica fe en su encuentro; sin embargo, esta intensión se transforma en
formalización estética, en actividad creadora, en constante movilización interior. "La entonación de lo inconfundible y único domina
todos los momentos de la vida. Unica e inconfundible es también la vida que el artista intenta recoger y configurar una y otra vez,
siempre de nuevo. En la esperanza frustrada, una y otra vez de dar con la imagen inagotable de la verdad de la vida"
(Tarkovsky,1991: 128)
A pesar de no poder el hombre percibir el universo en su totalidad, es capaz de expresar su imagen, y a través de ella entramos su
relación con lo infinito. Entiéndase verdad, Dios o Absoluto.

Capturar lo esencial de la existencia, ese universal concreto que sucede a cada momento, es para Tarkovsky la posibilidad que le da
su arte de reproducir las sensaciones más vitales. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos
reconoce el verdadero sentido de ésta.

Y si el artista no puede permanecer sordo ante la búsqueda de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su
voluntad creadora, entonces el tiempo tampoco puede quedar ajeno a ella por ser condición vinculada a la existencia de nuestro yo.

Para el cineasta ruso el tiempo posee un peso específico ejercido en el interior del cuadro y por lo tanto en la interioridad de los
personajes. En sus películas se produce un aflojamiento de los nexos sensoriomotores (que se prolongan en acción reacción)
desapareciendo la imagen-acción y dando lugar a la imagen puramente visual. Esa imagen óptica y sonora pura, de la que habla
Deleuze: "Una imagen entera y sin metáfora que hace surgir la cosa en sí misma en su exceso de horror o de belleza" (1983).

La cámara de Tarkovsky busca autonomía al no seguir los movimientos de los actores ni al trasladar a estos sus propios
movimientos. De esta forma los reencuadres transmiten funciones del pensamiento develando un constante reflexionar, tanto sobre la
propia imagen como sobre su contenido. Según Deleuze, la cámara no se contenta con seguir unas veces el movimiento de los
personajes y otras con operar ella misma los movimientos en los cuales los personajes no son sino el objeto. La cámara subordina la
descripción del espacio a funciones del pensamiento. La cámara posibilita relaciones mentales.

Esta estrategia manifiesta el concepto que el cineasta tenía del tiempo. Ritmo cinematográfico que surge en el montaje interno al
cuadro. "El ritmo de una película surge mas bien en analogía con el tiempo que transcurre dentro del plano... Ritmo cinematográfico
determinado no por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos" (Tarkovsky,1991). El
montaje queda anticipado ya durante el rodaje y determina desde el principio lo que se va rodando. El ritmo interior de las imágenes
es lo que guía el montaje posterior; actividad que tiene el simple objetivo de coordinar el tiempo fijado en cada una de las partes
filmadas. De esta forma rechaza el "cine de montaje" como estrategia vertebradora con la cual se da forma a la película. El montaje
significa para Tarkovsky no perturbar la relación orgánica de las escenas que ya se han premontado.

Su cine es un cine de imágenes puras porque sus "opsignos" y "sonsignos" se enlazan directamente a una imagen-tiempo que ha
subordinado al movimiento. Las imágenes de sus films no están en relación con una imagen indirecta del tiempo dependiendo de un
montaje externo. De esta forma, genera vínculos poéticos. El cine de Tarkovsky es un cine del tiempo donde escenifica el estado
emocional del hombre.

De aquí se desprende el lugar activo del espectador. Debe leer la imagen no menos que mirarla. En la mayoría de sus películas, por
no decir todas, trabaja un espacio y un tiempo no cotidiano. Espacio y tiempo ya no son los mismos, tienen otras reglas. Como en La
Zona, lugar con sus propias reglas a las hay que respetar si se quiere transitar por ella. O como en Nostalgia, un pueblito italiano al
cual el protagonista es totalmente ajeno. O Solaris; es en el espacio de la estación donde se experimentan vivencias que sólo allí tienen
lugar.

¿Cuáles son los paradigmas que construyen el estilo Tarkovsky, su discurso, su sintagma? Los específicos recursos formales que
atraviesan toda la obra del director ruso dejan sentadas las bases de su poética. Poética en donde forma y contenido son inseparables
y funcionan en una relación dialéctica. La utilización de los largos planos secuencia, sumado a los sutiles, casi imperceptibles
movimientos de cámara, es lo que hace que sus películas sean como pausas hipnóticas donde el espectador debe bajar toda
resistencia y abandonarse a ese nuevo ritmo al cual no está acostumbrado. Travellings en plano detalles que nos muestran elementos
significativos que pueblan la escena, como por ejemplo los juncos en Solaris o el sueño de Stalker en La Zona. Esta estrategia no
describe los objetos sino que les otorga un valor simbólico. También emplea largos planos secuencia donde el espectador debe bucear
dentro de la imagen buscado su propio recorrido. Se los podría considerar como "planos nuca", en donde encontramos un primer
plano del personaje pero invertido porque no le vemos el rostro (sacrilegio para un cine comercial), movimientos de cámara en
contrapunto con el movimiento del actor sacándolo de cuadro. De esta forma se pone un peso muy importante en el fuera de campo
apoyado desde la banda sonora, diálogos en espacio off, ruido de agua en primer plano cuando ésta no se ve en cuadro. También el
silencio juega un papel fundamental en sus películas. La utilización dramática y no descriptiva del plano general nos devuelve al
hombre inserto en la naturaleza. Naturaleza por otra parte que tiene valor dramático casi de personaje. A través de estos recursos
formales, Tarkovsky da expresión material a su intención y búsqueda creadora. Teniendo presente a Pareyson cuando habla de estilo
como "modo de formar", podemos decir entonces que todos estos elementos cooperan en la organización del discurso Tarkovsky,
tanto en el nivel del significado como del significante, del contenido como de la forma. Y este discurso vehiculiza una ideología, da
cuenta de ella: "Si toda obra es un mundo y si su mundo incluye una concepción personal de la realidad, toda obra contiene en sí una
determinada idea del arte y del lugar que ésta ocupa o merece ocupar en la relación entre los hombres y la vida espiritual"(1954). No
se puede leer arte ni hacer arte sin una idea del arte y el lugar que esa obra ocupa en el cosmos entre el mensaje y el receptor. Y aquí
Tarkovsky tiene una posición claramente tomada que se esparce a lo largo de su proceso artístico. El arte para él consiste en explicar
por si mismo y a su entorno, el sentido de la vida y de la existencia humana o tan sólo enfrentarlo a ese interrogante. "El arte tiene
una función comunicativa y es una de las formas, junto a la ciencia, de conocimiento del hombre en el camino hacia la verdad
absoluta"(Tarkovsky, 1984). La filmografía de este gran director se construye como metalenguaje: reflexiona y autoreflexiona a la
vez. Absoluto, por otra parte, al que se accede únicamente por la fe y la actividad creadora. Fe que supera toda religiosidad, fe en la
existencia del hombre, en el amor como redención posible (temas recurrentes en sus films), en el sacrificio individual; y fe (como
posibilidad de cambio) que se debe transmitir a otros.

La utilización del mismo primer plano (un travelling en ascenso por el tronco de un árbol) para comenzar su primer largo metraje,
La Infancia de Iván, y para terminar su última película El Sacrificio, se convierte en un símbolo posible de contener toda la
experiencia artística del poeta ruso. No es una clausura circular de su obra. Es una posibilidad poética que se eleva en este camino
del universo fílmico. Depende de los nuevos cineasta continuarlo.
Tarkovski, quien demostró su gran heroísmo y pasión
por el séptimo arte, entregándose a él por completo,
dejando un testimonio de fe sobre sus convicciones y
creencias. Estas reflexiones nos quedan más tangibles
en su diario de trabajo, Esculpir en el tiempo; que el
director fue haciendo a lo largo de su tarea, sobre los
sucesos que tuvo que enfrentar, e ideas sobre las
tomas, montaje, actores, guión , música, etc., que son
un resultado de un diálogo real sobre los problemas
reales, que le fueron ocurriendo al hacer sus filmes.

Por esta razón, sintetizaré algunas ideas escritas que


aparecen en este libro , que encontré interesantes, para
que todo público pueda entender de mejor forma, la
obra de este destacado cineasta ruso.

“ Creo que sólo el arte puede definir y conocer lo


absoluto”, esta búsqueda de lo absoluto se basa más en
una exploración de ciertos valores éticos y espirituales
que en una finalidad divina. Un humanismo , pues,
que se adentra en un camino lleno de dudas donde lo
único que se aparece como puro, auténtico y fértil es
la expresión artística, a la vez meta y camino a seguir.

- La relación poética lleva a una mayor emotividad y


estimula al espectador. Ella es precisamente la que le
hace participar del conocimiento de la vida, por que
no se apoya ni en conclusiones fijas partiendo del
tema, ni en rígidas indicaciones del autor. A
disposición del espectador, en libertad, está sólo
aquello que ayuda a intuir el sentido profundo de las
imágenes representadas. En ningún caso se debería
querer encerrar con violencia un pensamiento
complejo y una visión poética del mundo en el marco
de una ilación excesivamente clara, pagando cualquier
precio por ello. La lógica de la consecuencia directa,
un sistema generalizado, recuerda sospechosamente a
las demostraciones de teoremas de geometría. Pero
para el arte , las posibilidades más ricas resultan
indudablemente de aquellas relaciones asociativas en
las que se funden las valoraciones racionales y
emocionales de la vida. Y es una pena que el cine
aproveche muy rara vez estas posibilidades , pues este
camino promete mucho más. Contiene una fuerza
interior capaz de romper, de hacer “explotar” el
material del que esta hecha la imagen.

Si no se dice todo sobre un objeto de una sola vez,


siempre existe la posibilidad de añadir algo con las

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