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FLORES DEL MAL

Charles Baudelaire

DEDICATORIA

AL POETA IMPECABLE

AL PERFECTO MAGO DE LAS LETRAS FRANCESAS

A MI MUY QUERIDO Y MUY VENERADO

MAESTRO Y AMIGO

THEOPHILE GAUTIER

CON LOS SENTIMIENTOS

DE LA MÁS PROFUNDA HUMILDAD

DEDICO

ESTAS FLORES ENFERMIZAS

LA DESTRUCCIÓN

El demonio se agita a mi lado sin cesar;


flota a mi alrededor cual aire impalpable;
lo respiro, siento cómo quema mi pulmón
y lo llena de un deseo eterno y culpable.

A veces toma, conocedor de mi amor al arte,


la forma de la más seductora mujer,
y bajo especiales pretextos hipócritas
acostumbra mi gusto a nefandos placeres.

Así me conduce, lejos de la mirada de Dios,


jadeante y destrozado de fatiga, al centro
de las llanuras del hastío, profundas y desiertas,

y lanza a mis ojos, llenos de confusión,


sucias vestiduras, heridas abiertas,
¡y el aderezo sangriento de la destrucción!

II

UNA MÁRTIR

Dibujo de un maestro desconocido


En medio de frascos, telas sedosas,
y muebles voluptuosos,
de mármoles, pinturas, ropas perfumadas,
que arrastran los pliegues suntuosos,

en una alcoba tibia como en un invernadero,


donde el aire es peligroso y fatal,
donde lánguidas flores en sus ataúdes de cristal
exhalan su suspiro postrero,

un cadáver sin cabeza derrama, como un río,


en la almohada empapada,
una sangre roja y viva, que la tela bebe
con la misma avidez que un prado.

Parecida a las tétricas visiones que engendra la oscuridad


y que nos encadenan los ojos,
la cabeza, con la masa de su crin sombreada,
y de sus joyas preciosas,
en la mesilla de noche, como una planta acuática,
reposa, y, vacía de pensamientos,
una mirada vaga y blanca como el crepúsculo
escapa de sus ojos extraviados.

En el lecho, el tronco desnudo, sin pudor,


en el más completo abandono, muestra
el secreto esplendor y la belleza fatal
que la naturaleza le donó.

Una media rosada, adornada con hilo de oro, en la pierna


ha quedado cual recuerdo.
La liga, al igual que un ojo secreto que llamea,
lanza una mirada diamantina.

El singular aspecto de esta soledad


y de un gran retrato voluptuoso,
de ojos provocativos como su actitud
revela un amor tenebroso,

una culpable alegría y fiestas extrañas,


llenas de besos infernales,
que regocijarán a los ángeles malos
nadando entre cortinas y chales.

Sin embargo, al ver la esbeltez elegante


del hombro y su trazo quebrado,
la cadera levemente afilada, y la cintura ágil
lo mismo que un reptil irritado, se advierte
que ella es joven aún. —Su alma exasperada
y sus sentidos mordidos por el tedio,
¿se habían entregado a la jauría enfurecida
de deseos errantes y perdidos?

El hombre vengativo al que no pudiste, viviendo,


a pesar de tanto amor, aplacar,
¿sació en tu carne, inerte y complaciente,
toda la inmensidad de su deseo?

¡Responde, cadáver impuro! ¿Por tus rígidas trenzas


te levantó con brazo febril?
Dime, cabeza horrible, ¿en tus fríos dientes
hay aún sus últimos adioses?

—Lejos del mundo burlón, lejos de la multitud impura,


lejos del magistrado curioso,
duerme en paz, duerme en paz, extraña criatura,
en tu sepulcro misterioso;
tu esposo corre el mundo, y tu forma inmortal
vela junto a él cuando duerme;
lo mismo que tú sin duda te será fiel
y constante hasta la muerte.

III

LESBOS

Madre de los latinos y los griegos deleites,


Lesbos, donde los besos, lánguidos o incendiados,
cálidos como soles, frescos como sandías,
son ornato de noches y de días gloriosos;
madre de los latinos y los griegos deleites;

Lesbos, donde los besos son como esas cascadas


que, sin miedo, se lanzan a simas profundísimas
y corren sollozantes, con gritos sofocados,
borrascosos y ocultos, profundos y hormigueantes;
Lesbos, donde los besos son como esas cascadas.

Lesbos, donde las Frinés (1) mutuamente se atraen,


donde nunca ha quedado un suspiro sin eco,
a Pafos (2) semejante los astros te proclaman
¡y de Safo celosa Venus puede sentirse!
Lesbos, donde las Frinés mutuamente se atraen,

Lesbos, tierra de noches lánguidas y abrasadas,


que hacen que en sus espejos, oh infecundo placer,
las niñas de sus propios cuerpos enamoradas
palpen los frutos gráciles de sus núbiles cuerpos;
Lesbos, tierra de noches lánguidas y abrasadas,

Deja al viejo Platón fruncir su ceño austero;


de los besos innúmeros obtienes tu perdón,
reina del dulce imperio, noble y amante tierra,
inagotable siempre en tus refinamientos,
deja al viejo Platón fruncir su ceño austero.

Tú obtienes el perdón del eterno martirio


sin cesar infligido a las almas intrépidas,
que aleja de nosotros la sonrisa radiante
vagamente entrevista al borde de otro espacio.
¡Tú obtienes el perdón del eterno martirio!

¿Cuál, Lesbos, de los dioses, osará ser tu juez


y condenar tu frente que arrugaron las penas,
si sus áureas balanzas no han pesado el diluvio
de llanto que a los mares tus arroyos vertieron?
¿Cuál, Lesbos, de los dioses, osará ser tu juez?

¿Qué quieren de nosotros leyes justas o injustas?


Honor del Archipiélago, vírgenes de alma noble,
como no importa cuál, es regio vuestro culto,
¡y se reirá el amor del Cielo y del Infierno!
¿Qué quieren de nosotros leyes justas o injustas?

Pues Lesbos, entre todos, me ha elegido en la tierra


para cantar lo oculto de sus floridas vírgenes,
y fui desde la infancia admitido al misterio
de sofocadas risas y de llantos sombríos;
pues Lesbos, entre todos, me ha elegido en la tierra.

Y desde entonces velo en la cumbre del Léucate (3)


como vigía de ojo seguro y penetrante,
que acecha noche y día brick, tartana o fragata,
cuyas lejanas formas en el azul titilan;
y desde entonces velo en la cumbre del Léucate,

Para saber si el mar es indulgente y bueno,


y en medio de los ayes que en la roca resuenan,
un día devolverá hacia Lesbos, que olvida,
el cadáver amado de Safo, que partiera
¡para saber si el mar es indulgente y bueno!

De Safo, la viril, que fue amante y poeta,


¡más hermosa que Venus en su triste blancor!
—El azul se somete al negro que salpica
el tenebroso círculo que el dolor dibujó
¡de Safo, la viril, que fue amante y poeta!

—Más hermosa que Venus presentándose al mundo


y mostrando el tesoro de su serenidad
y el destello radiante de su juventud rubia,
sobre el viejo Océano, prendado de su hija;
¡más hermosa que Venus presentándose al mundo!

—De Safo que murió el día de su blasfemia,


cuando insultando el rito y el culto establecidos,
entregó como pasto supremo su belleza
a un bruto cuyo orgullo castigó la impiedad
de aquella que murió el día de su blasfemia.

Y desde entonces Lesbos se lamenta sin tregua,


y a pesar de las honras que los mundos le rinden,
cada noche se embriaga con la voz turbulenta
que alzan hacia los cielos sus desiertas riberas
¡y desde entonces Lesbos se lamenta sin tregua!

(1) Friné: Nombre de una cortesana griega célebre por su belleza. Se cuenta que,
habiendo sido acusada de impiedad, obtuvo la absolución desnudándose ante sus jueces

(2) Pafos: Ciudad de Chipre, consagrada al culto de Venus

(3) Léucate: Acantilado de la isla Leucade, desde donde se precipitaban al mar los
amantes desesperados, cuyo ejemplo más célebre es Safo. Sin duda el nombre lo
hallaría Baudelaire en la Eneida.
IV

MUJERES CONDENADAS

Como un rebaño pensativo sobre la arena acostadas,


entornan los ojos hacia el horizonte marino,
y sus pies que se buscan y sus manos enlazadas
tienen dulces languideces, amargos escalofríos.

Unas, corazones que aman las largas confidencias,


en el corazón de los bosques y junto a los arroyos,
deletrean el amor de las tímidas infancias
y marcan en el tronco los jóvenes arbolillos;

otras, como hermanas, andan lentas, graves,


a través de las rocas llenas de apariciones,
donde san Antonio vio surgir como lavas,
desnudo el seno, a sus purpúreas tentaciones.

Las hay que a la lumbre de resinas goteantes,


en el hueco mudo de los viejos antros paganos,
te llaman en socorro de sus fiebres aullantes,
¡oh Baco, adormecedor de viejos remordimientos!

Y otras, cuya garganta gusta de escapularios,


que, ocultando un látigo bajo sus largos vestidos,
mezclan en la noche oscura y los bosques solitarios
espuma del placer y lágrimas de la tortura.

¡Oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos, oh mártires!,


grandes espíritus negadores de la realidad,
buscadores de lo infinito, devotos y sátiros,
ora llenos de furor, ora llenos de llanto,

vosotras, a las que en vuestro infierno mi alma os ha seguido,


pobres hermanas, os amo tanto como os compadezco
por vuestras dolorosas tristezas, vuestra sed no saciada,
y las urnas de amor que llenan vuestro corazón.

LAS DOS BUENAS HERMANAS

La Licencia y la Muerte son dos buenas muchachas,


pródigas de sus besos y ricas en salud;
su flanco siempre virgen y cubierto de hilachas,
con la eterna labor que jamás dio a luz.

Al poeta siniestro, enemigo del hogar,


favorito del infierno, cortesano sin más,
tumbas y lupanares le muestran tras su vallado
un lecho que el remordimiento no frecuenta jamás.
Y el ataúd y la alcoba con grandes blasfemias
nos ofrecen alternando como buenas hermanas
terribles placeres y horribles deleites.

¿Cuándo quieres enterrarme, Vicio de brazos inmundos?


Muerte, su rival en atractivos, ¿cuándo vendrás
a plantar tus negros cipreses sobre sus mirtos fétidos?

VI

LA FUENTE DE SANGRE

A veces siento mi sangre correr en oleadas,


lo mismo que una fuente de rítmicos sollozos;
la oigo correr en largos murmullos,
pero en vano me palpo para encontrar la herida.

A través de la ciudad, como un campo cerrado,


va transformando las piedras en islotes,
saciando la sed de cada criatura,
y coloreando en rojo toda la natura.

A menudo he pedido a estos vinos


aplacar por un solo día el terror que me roe;
el vino torna el mirar más claro y más fino el oído.

He buscado en el amor un sueño de olvido;


mas para mí el amor es un lecho punzante,
hecho para dar de beber a esas putas crueles.

VII

ALEGORÍA

Es hermosa mujer, de buena figura,


que arrastra en el vino su cabellera.
Las garras del amor, los venenos del garito,
todo resbala y se embota en su piel de granito.
Se ríe de la Muerte y desprecia la Lujuria,
y ambas, que todo inmolan a su ferocidad,
han respetado siempre en su juego salvaje,
de ese cuerpo firme y derecho la ruda majestad.

Anda como una diosa y reposa como una sultana;


tiene por el placer una fe mahometana,
y en sus brazos abiertos que llenan sus senos
atrae con la mirada a toda la raza humana.
Ella cree, ella sabe, ¡doncella infecunda!,
necesaria no obstante a la marcha del mundo,
que la belleza del cuerpo es sublime don,
que de toda infamia asegura el perdón.
Ignora el infierno igual que el purgatorio,
y cuando llegue la hora de entrar en la noche negra,
mirará de la Muerte el rostro,
como un recién nacido, sin odio ni remordimiento.

VIII

LA BEATRIZ

En terrenos de ceniza, calcinados, sin verdores,


mientras me lamentaba un día a Naturaleza,
y mi pensamiento vagaba al azar,
sintiendo en mi corazón clavarse el puñal,
vi, en pleno mediodía, descender sobre mi cabeza
una oscura nube grande y tempestuosa,
que llevaba un rebaño de viciosos demonios,
parecidos a enanos crueles y curiosos.

Pusiéronse a contemplarme friamente


y, como hablando de algún loco que pasa,
les oía reír y murmurar entre sí,
y cambiar más de un guiño y más de un ademán.

«Contemplemos a gusto esta caricatura,


esta sombra de Hamlet que imita su gesto,
la mirada indecisa y los cabellos al viento,
¿no da pena ver a ese vividor,
ese vago, ese histrión sin teatro, ese gracioso,
que porque sabe representar con arte su papel,
quiere interesar con sus cantos de dolor
a las águilas, grillos, arroyos y flores,
e incluso a nosotros, autores de estas viejas rimas,
y recitarnos a gritos sus públicas parrafadas? »

Hubiera podido (mi orgullo, alto como el monte,


domina la nube y el clamor de los demonios)
volver simplemente mi cabeza serena,
si no hubiese entre su tropa obscena,
¡crimen que no hizo tambalear al sol!,
la reina de mi corazón, de mirada sin igual,
que se reía con ellos de mi sombría tristeza
y les hacía, a veces, alguna sucia caricia.

IX

LA METAMORFOSIS DEL VAMPIRO

La mujer nos decía con su boca de fresa,


ondulante, acechante, entre sierpe y tigresa,
los senos oprimidos a punto de estallar,
estas palabras que ella dejaba resbalar:
"Yo tengo el labio húmedo y conozco la ciencia
que en el fondo del lecho diluye la conciencia.
Enjuga todo llanto la gloria de mis senos
que hacen reír a los viejos igual que a niños buenos.
¡Y soy para quien sepa contemplarme sin velos
la luna, y soy el sol, las estrellas, los cielos!
Tan docta soy amando, queridos sabihondos,
cuando un hombre aprisiono en mis brazos redondos
o cuando a sus mordiscos abandono mi pecho,
frágil y libertina a la vez, que en mi lecho,
gustador del deleite que raya en frenesí,
hasta los mismos ángeles se perdieron por mí."

Cuando toda la médula succionó de mis huesos,


y sobre ella rendido quise darle mis besos,
advertí que en sus flancos —todo fue en un momento—
resbalaba un humor viscoso, purulento.
Cerré entonces los ojos de frío y de terror,
y al abrirlos de nuevo al vivo resplandor,
junto a mí, y en lugar del maniquí gozado
que parecía haberse ya de sangre saciado,
temblaba un esqueleto, produciendo un crujido
como el de esa veleta que da un agrio chirrido,
o el rótulo hecho trizas del umbral del infierno
tremolando en el viento de una noche de invierno.

UN VIAJE A CYTEREA

Mi corazón, como un pájaro, revoloteaba feliz,


y volaba libremente alrededor de las cuerdas;
el navío corría bajo un cielo sin nubes,
como ángel embriagado de un sol radiante.

¿Qué isla es ésta tan negra y triste? —Es Cyterea,


nos dicen, un país famoso en las canciones,
Eldorado trivial de todos los solterones.
Mirad, después de todo es una pobre tierra.

—¡Isla de dulces secretos y de fiestas del corazón!


De la antigua Venus el soberbio fantasma,
más allá de tus mares flota como un aroma,
y llena los espíritus de amor y languidez.

Bella isla de verdes mirtos, llena de capullos en flor,


siempre venerada por todas las naciones,
donde los suspiros de amantes corazones
avanzan como el incienso por jardines de rosas

o el eterno arrullo de la paloma torcaz.


—Cyterea no era más que una tierra pobre,
un desierto rocoso turbado por gritos feroces.
¡Sin embargo, presentía yo allí algo singular!

Aquello no era un templo de sombras selváticas,


donde la joven sacerdotisa, eterna enamorada de las flores,
iba, el cuerpo ardiente por calores secretos,
entreabriendo sus ropas a las brisas ligeras;
pero, he aquí que rozando la costa el bauprés,
al asustar los pájaros con nuestras velas blancas,
pudimos ver que era un patíbulo de tres zancas,
destacado en el cielo, negro como un ciprés.

Las aves rapaces, posadas en su cumbre,


destrozaban con furia a un ahorcado ya podrido:
cada una hundía, como un clavo, su impuro pico
en los rincones sangrientos de aquella podredumbre.

Eran los ojos agujeros, y del vientre desfondado


los gruesos intestinos caían sobre los muslos;
y sus verdugos, ahítos de espantosas delicias,
a picotazos lo habían castrado por completo.

Bajo los pies, una manada de celosos cuadrúpedos


levantado el hocico, merodeaba;
una bestia más grande se agitaba en el centro,
como un verdugo rodeado de auxiliares.

¡Oh habitante de Cyterea, de un cielo tan hermoso,


silenciosamente sufrías estos insultos
en una expiación de tus infames cultos,
y los pecados que te impidieron el descanso eterno!

¡Ridículo ahorcado, tus dolores son los míos!


Yo sentí, a la vista de tus miembros flotantes,
como un vómito subir hasta mis dientes
el largo río de hiel de mis antiguos dolores.

Ante ti, pobre diablo, tan caro de recordar,


sentí todos los picos y todos los mordiscos
de los cuervos fieros y de las panteras negras,
que antaño tanto gozaban en machacar mi carne.

El cielo estaba embrujado, la mar en calma;


para mí todo era negro y sangriento para siempre,
¡ay!, y tenía, como en un espeso sudario,
el corazón amortajado en esta alegoría.

En tu isla, oh Venus, no encontré en mi viaje


más que un patíbulo simbólico donde colgaba mi imagen...
—¡Oh Señor! Dame la fuerza y el coraje
¡de contemplar mi cuerpo y mi alma sin asco!

XI

EL AMOR Y EL CRÁNEO

Viñeta antigua
El amor está sentado en el cráneo
de la Humanidad,
y desde este trono, el profano
de risa desvergonzada,
sopla alegremente redondas pompas
que suben en el aire,
como para alcanzar los mundos
en el corazón del éter.

El globo luminoso y frágil


toma un gran impulso,
estalla y exhala su alma delicada,
como un sueño de oro.

Y oigo el cráneo a cada burbuja


rogar y gemir:
—Este juego feroz y ridículo,
¿cuándo acabará?

Pues lo que tu boca cruel


esparce en el aire,
monstruo asesino, es mi cerebro,
¡mi sangre y mi carne!

La modernidad maldita

El escritor, hasta el siglo XIX, era un ser respetable y normalmente sofisticado, de elevada
posición social y alto nivel de cultura, que cultivaba el arte para mayor gloria de Dios y de los
hombres. Los mecenas, nobles, príncipes, aristócratas, financiaban a los artistas y sus obras.
El capitalismo acabó con todo eso. El capital tiene como fin en sí mismo multiplicarse,
engendrar plusvalía, acumular, una dinámica reñida con el despilfarro y el ocio. La producción
artística pasa a tener un valor de cambio y no ya solamente valor de uso como antes. Y no
solamente el arte se mercantiliza sino que la nueva situación envuelve al artista, que pasa a
depender del valor de cambio de sus creaciones. Junto a él, y a veces por encima de él,
aparecen las editoriales, los agentes literarios, las galerías de arte, los derechos de autor, la
propiedad intelectual, esto es, las fábricas de la cultura que pretenden extraer una rentabilidad
de los capitales invertidos.

En el siglo XIX aparecen los primeros autores que escriben por un nuevo motivo, que es el
de ganar dinero, que firman contratos a destajo, a tanto por palabra, que deben escribir día y
noche para pagar sus deudas y que deben entregar sus cuartillas repletas en la fecha fijada.
Desprovista de sus ropajes, hoy tan mitificados, la modernidad no es más que una visión
mercantilista de la literatura. Lo que se hizo impostergable con la modernidad fue la conversión
de la poesía en mercancía, traficar con los versos. Para cobrar derechos de autor hay que ser
original y es sólo por eso que la modernidad literaria no quiere copiar y tiene que innovar como
cualquier otro negocio. Y si hay algo que vende, que resulta inmensamente atractivo, es ese
concepto de la vida bohemia, ese disfrute de la decadencia, la perversión y el morbo por
persona interpuesta, que tan bien se ajusta al voyeurismo moral. Las vanguardias no son más
que una consecuencia del afán mercantilista de renovación de la maquinaria cultural, el
incremento de la fabricación artística, el aumento de su productividad. Alcanzamos así otro
componente de la modernidad, que es la artificiosidad, que es el punto de llegada no sólo de
las exigencias productivas capitalistas en el ámbito de la cultura, sino también de la exacerbada
subjetividad del artista que, igual que el capitalismo, debe reconstruir la naturaleza a su imagen
y semejanza. El artista impone su versión del paisaje lo mismo que el capitalismo lo sepulta
bajo las vías férreas o lo horada con negros túneles. Y a pesar de que recrea el entorno, el
artista se siente enfrentado a él hostilmente. El mundo que le rodea no le gusta.

Mientras, de manera cínica y desvergonzada, nos hablan del arte por el arte y rehuyen
como al peste cualquier asomo de finalidad cognoscitiva, ética o didáctica en la creación
cultural.

La imagen maldita del artista es sin duda expresión de su desamparo (más económico que
otra cosa), forzado a llevar una vida de marginado, más cerca del lumpen que de la
aristocracia. Ciertamente esa es la imagen que presentan los literatos del siglo XIX (Dickens,
Balzac, Dostoievski), acuciados por graves problemas económicos, perseguidos por sus
acreedores, siempre al borde del desahucio.

Malditismo y mercantilismo no son conceptos antagónicos. Pero para romper esa imagen
mitificada hay que subrayar que todos esos escritores eran malditos a su pesar, "cortesano de
rentas escasas", como se autodefine Baudelaire. En realidad quieren ser aristócratas, príncipes
absolutos, pisar mullidas alfombras y frecuentar la alta sociedad. Su desgarro interno es que no
pueden pasearse por los salones cantando a los prostíbulos, los hospitales y los presidios, que
es el mundo que frecuentan, el único que conocen. Porque su amada aristocracia concibe a los
poetas malditos como los malditos poetas.

Brota en aquel momento una escisión desde entonces repetida hasta la saciedad en la
literatura: yo y el mundo como dos entes antagónicos y enfrentados. Esta reducción del arte a
una crónica de los estados anímicos del omnipresente yo, que no es más que una expresión de
individualismo exacerbado, se describe hoy como una forma de inconformismo, e incluso de
rebeldía. Y en muchos de ellos hay una descripción minuciosa e incluso una crítica a la
sociedad burguesa desenvuelta en hermosas páginas.

Llegados a este punto quizá sea bueno recordar que, como Marx demostró, "las ideas de la
clase dominante son las ideas dominantes en cada época", a lo que el alemán añadió: "La
clase que ejerce el poder material en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual
dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone
con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le
sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios
necesarios para producir espiritualmente". Ahora bien, continuaba Marx, la división del trabajo
también existe dentro de la clase dominante, separa a los productores físicos de los
productores de esas ideas dominantes, hasta el punto en que "Puede incluso llegar a ocurrir
que, en el seno de esta clase, el desdoblamiento a que nos referimos llegue a desarrollarse en
términos de cierta hostilidad y de cierto encono entre ambas partes" (La ideología alemana).

No es el caso de Baudelaire, y de otros como él, quienes se lamentan de que los


académicos y los críticos no sepan valorar sus creaciones, porque es consciente de genialidad,
de la revolución poética que está iniciando. En el texto mencionado Marx decía también que el
progreso de la sociedad hace que imperen "ideas cada vez más abstractas". Y este sí es el
caso de Baudelaire, uno de los más conspicuos impulsores del arte por el arte. Este principio
que comienza a desarrollarse en Francia a mediados del siglo XIX sí es una novedad histórica
dentro de las teorías estéticas, desprovisto de cualquier objetivo extrínseco a él mismo, de tipo
moral, político, social o pedagógico. El arte -dicen Gautier y Baudelaire- no es un medio para
lograr algún fin predeterminado, sino que es un fin en sí mismo.

Esta abstracción se viene abajo a la primer embestida: aunque Baudelaire presenta su


creación como arte puro, los académicos y los críticos no le admitieron en el selecto foro de los
consagrados, precisamente porque consideraron que distaba mucho de resultar "puro". El
poeta sigue colisionando con su entorno porque la burguesía aún no estaba preparada, carecía
de los instrumentos ideológicos para asimilar la miseria como componente del arte. Estos
pensaban, como aquí pensaba también Valera, nuestro paladín del arte puro, que lo que había
que lograr era embellecer la realidad sacando del arte los espectáculos purulentos que yacían
en ella. Así quedaban delineadas las dos posiciones artísticas "puras" de la burguesía frente a
la miseria y las lacras capitalistas: o bien se ocultaban los trapos sucios, o bien se decía que
eran limpios. Esta segunda fue la posición de Baudelaire.

Como buen explorador urbano, Baudelaire decía haber encontrado belleza en lugares que
los demás rehuían. El poeta parisino le demuestra a la burguesía que esas zonas oscuras de
descomposición y desesperación también existen bajo el capitalismo, y que como no se
pueden ocultar, lo mejor es afirmar su encanto. Es más, quizá sean el motivo estético por
antonomasia del capitalismo, lo verdaderamente bello. A diferencia de otros literatos, realmente
críticos con las lacras sociales de su tiempo, él fue el primero que cultiva asuntos literarios
exquisitamente putrefactos, el primero que se regodea, que se recrea en una decadencia
estética perfectamente estudiada.

Si bien se mira, Baudelaire no es muy diferente de nuestros Mesonero Romanos,


Estébanez Calderón o cualquier otro costumbrista español de la época. Él mismo se
autodefinía como "pintor de la vida cotidiana". Tiene en común con ellos la superficialidad de la
descripción urbana; le diferencia sus pretensiones ideológicas que, sin embargo, son
igualmente superficiales. Baudelaire no hace más que poner en verso las ideillas de un filósofo
tan reaccionario como mediocre como era De Maistre.

Desgarrado él siempre, tenía un pie versallesco y otro suburbial. Deambulaba por los
prostíbulos pero soñaba con ser un prócer de las letras. Baudelaire transformó al romántico en
un gótico, un personaje enclaustrado, incomprendido, dandy, despreciado por el rey burgués.

Rompiendo los esquemas literarios anteriores, con Poe y con él la literatura comienza a
poblarse de antihéroes, de personas que deambulan por las calles con sus sueños rotos. Los
personajes románticos eran fuertes, enérgicos, decididos, invulnerables; no había obstáculo
capaz de resistir su empuje. El personaje gótico es el símbolo de la impotencia, derrotado por
todas las batallas, abatido por los reveses cotidianos. En definitiva, una clase social poderosa y
dominante, aunque reducida numéricamente, que deriva su fuerza de una expropiación de la
vitalidad y la fuerza de todos los demás, de la inmensa mayoría. El expolio capitalista no sólo
está en la producción, sino en la política y seguramente también en todas las facetas de la vida,
hasta en las más íntimas y personales.

De ahí que Baudelaire nos hable de los "lisiados de la vida" y que entre ellos incluya a la
mayoría, a casi todos. Pero su diagnóstico, una vez más, no es certero: no es "la vida" la que
nos sume en la impotencia sino aquellos que manejan sus resortes, aquellos que acaparan el
poder para sembrar impotencia, desengaño, frustración.

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