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Faltaba un día para que todos se dieran cuenta de que era un engaño. Cinco hombres la
cargaban en una silla gigante. Se abanicaba desde las alturas para aminorar el calor, y
usaba el mismo abanico para esquivar a los periodistas que intentaban embestirla antes
de su llegada al hospital. Nueva Colombia estaba alborotada gracias a Liliana Cáceres,
por esos días, la mujer más famosa del país.
Sus vecinos se turnaban para llevar en manos propias los cien kilogramos que pesaba.
Niños de torsos desnudos, contagiados por la algarabía, se sumergían en la procesión
aumentando la bulla mañanera. Las matronas del barrio eran más reservadas, pero no
por eso menos atentas: asomaban sus caras pardas entre las rejas de las puertas y
estiraban sus cuellos con tal de atisbar el espectáculo.
Cuando el gerente del hospital, Miguel Patiño Díazgranados, quiso calmar la sed de la
jauría informativa anunció la preñez más célebre de la historia de Colombia: “Liliana
Cáceres tiene una impresión diagnóstica de embarazo múltiple de más o menos 30
semanas de gestación. Un equipo interdisciplinario de nuestra institución se está
haciendo cargo del caso. La paciente está estable. El grupo de científicos que la
atiende tiene la situación controlada”.
Sin embargo, la noticia rodó desde Punta Gallinas hasta Leticia. Los periódicos
anunciaron el hecho como un respiro alegre que distrajo a Colombia, durante un par de
días, de la hecatombe política que puso a tambalear el gobierno de Ernesto Samper.
CM&, el noticiero con más rating de la franja estelar, montó una mini teletón para
apoyar la causa. Bajo la dirección de Yamid Amat, Viena Ruíz pedía ayuda a los
televidentes con apoyo en escenas lastimeras de la embarazada. Y es que verla era un
espectáculo: acostada, acaparaba la cama doble en la que dormía, de tal manera que ni
su novio podía acompañarla en las noches insomnes. Sentada, no cabía en un mecedor
de mimbre que su suegro, Andrés Férrans, le acondicionó. Parada, no resistía el peso
de su cuerpo y, como si fuera poco, al caminar tenía que hacer malabares para no
rozar su bandullo con las paredes de la casa.
Pero mientras los ricos le quitaban el pelo a su gato y los pobres sacaban de donde no
tenían para ayudar a las criaturas, en el séptimo piso del hospital de Barranquilla se
libraba una lucha.
Los médicos insistían en practicarle una ecografía a la mujer, pero ella, como una
heroína envalentonada, se rehusaba. Oponía resistencia desde la silla que había
ocupado todo el santo día. Amenazaba con tirarse por la ventana si la tocaban.
Berreaba. Movía las piernas con vehemencia y le pegaba puntapiés al baldosín
mientras gritaba con un salvajismo tal, que lograba intimidar al cuerpo hospitalario.
Después de varias pataletas se calmaba; ocultaba su cara en las palmas de sus manos
sin tener otro contacto con el mundo más que un huequito por el que respiraba entre
lágrimas y jadeos. Pensaba que si llegaba siquiera a musitar palabra, sus papás irían a
pasar vergüenzas, perdería para siempre a Alejandro y sería motivo de burla entre sus
conocidos.
Cuando estaba profunda dos enfermeras se situaron a lado y lado de la cama. Georgina
a sus pies, y el médico Jaime Rodríguez, junto a su vientre. Todos intentaban sujetarla
mientras el doctor develaba la razón de su reticencia.
Apenas sintió el tacto, la muchacha despertó. Estaba inmóvil, maniatada por cuatro
personas mientras decenas y decenas de trapos salían de su barriga. Los ojos de los
presentes vieron volar camisas, pantalones, toallas y hasta un bolo de juguete que
hacía las veces de ombligo. Cada una de las prendas estaba perfectamente acomodada
dentro de una tela de lycra en la que Liliana había camuflado la ropa seis meses atrás.
El pasmo invadió la sala del hospital. Apenas vio salir tiras del cuerpo de su nuera,
Georgina Altahona creyó que el pellejo se le había podrido. Cuando se percató de la
realidad quiso que la tierra se la tragara. Ni hablar de la muchacha, quien se escondió
debajo de la camilla cuando ya no quedaba ni un solo trapo en su barriga. “Ya no
resisto más. Me quiero morir” gritaba estruendosamente mientras el médico
Rodríguez y las enfermeras se miraban anonadados bajo un perturbador dilema: no
sabían si reír o llorar.
Los medios resaltaban su actuación con elogios irónicos, propios de un drama burlesco
de la vida real. “De cómo Liliana Cáceres subió a los cielos y bajó a los infiernos por
cuenta de un embarazo ficticio”, decía la entradilla de un artículo de la revista Semana
titulado “Trapitos al sol”. De manera satírica, en una entretenida columna, Ernesto
McCausland, periodista de la revista Cambio, llegó a proponerla como personaje del
año.
El preludio de la farsa
Pero una tarde, cuando el sol barranquillero comenzaba a ocultarse entre los caracolíes
de Nueva Colombia, la mamá de Liliana lo visitó en su casa. La vieja vendedora de
cocadas —que había sufrido las vicisitudes de una vida sin marido— le entregó a su
hija con todo y ropa. Desde ese día la astuta muchacha se consagró como novia oficial
de Alejandro, y alcanzó el propósito de vivir en la residencia de los Férrans Altahona.
Apenas consiguió ser parte de la familia trató de comer y de beber hasta henchirse con
el propósito de abultar su abdomen. Esa situación ya provocaba angustia entre los
parientes de Alejandro porque Liliana acababa con la comida de los ocho habitantes de
la casa. Pero por más que tragaba, su barriga no parecía la de una embarazada. Cuando
notó la desconfianza de Sandra Férrans, la hermana de su novio, a quien le faltaba un
mes para parir, se vio obligada a actuar de otra manera.
Poco a poco, su estómago adquirió dimensiones sobrenaturales, por lo que inventó que
no iba a tener un niño, sino seis. La idea que maquinó gracias al descomunal relleno
resultaba perfecta. Con seis niños no solamente conseguía alejar a Lorena de
Alejandro, las criaturas representaban también una fórmula infalible para retener a su
novio. Ya no se quedaría sola en el mundo, la penosa hambre aguantada durante su
infancia no volvería a asaltarla; tampoco le faltaría amor, pues a su lado tendría a un
guardián que la haría feliz hasta el final de sus días. “Sería un diablo el hombre que
abandone a su mujer después de hacerle seis hijos de una sola camada”, pensaba
mientras planeaba la picardía más importante de su escasa edad.
Liliana Cáceres poseía una habilidad extraordinaria para el engaño. No sólo había
fabricado su propia barriga; también actuaba como si estuviera embarazada. Cuando
Georgina le servía huevos al desayuno fingía marearse con el olor, le imprimía
verosimilitud a la escena cuando se paraba de la mesa y salía a vomitar. Justificada en
el mal de antojos que sufren las hembras preñadas, comía varias veces al día. Pero no
comía cualquier cosa, exigía carne o pollo, por lo que el bolsillo de su suegro se veía
afectado. Sin embargo, en la vieja casa de paredes de tapia jamás rondó tanta felicidad.
Todos esperaban ansiosos los bebés que partirían la historia de la familia en dos.
Georgina no dudó ni un sólo minuto en gastar los $80.000 pesos que había ahorrado
durante todo el año para ser la primera en hacerle un obsequio a sus nietos. Don
Andrés animaba a su mujer en el cuidado esmerado hacia la muchacha para que la
gente no tuviera de qué garlar. Con la futura madre se mostraba cariñoso y guardaba la
ilusión de que los niños nacieran completitos y rebosantes de salud. Cada vez que la
barriga aumentaba de tamaño, el longevo celador le compraba a Liliana una batola más
grande que la que desechaba, pero le terminó comprando tantas que un día se vio en la
obligación de hacerle una advertencia: “Mijita, los niños no pueden seguir creciendo
porque ya no va haber bata que te quede buena”.
Al llegar a las oficinas del diario, el periodista les contó a sus colegas que había visto
“la barriga más grande del mundo”. Admirado por la historia, Carlos Peláez, también
reportero judicial, decidió buscar a Liliana por toda la ciudad. Luego de contactarla, y
de hacer pública su historia, el invento de la joven adquirió un cariz noticioso cuyo
desenlace cambió su vida para siempre.
Volvió a partir. Esta vez se fue a vivir a una loma, cerca de los Montes de María.
Consiguió trabajo en casa de unos amigos de su tío como empleada doméstica, y
trabajó allí varios meses confiando en que el tiempo borrara su historia del mapa.
Después de Yoger, Liliana y Diógenes tuvieron otros dos niños. Aunque sobrevivían
entre alcores de pobreza, a la familia nunca le faltó, por lo menos, dos raciones diarias
de comida y la fe en una vida mejor. En medio de la escasez, todo marchaba con una
normalidad que espantaba, hasta que un día la situación empeoró y la maldición
coqueteó con el daño. Diógenes le anunció a su mujer un viaje que venía rondando en
su cabeza tiempo atrás: se iría a las islas Margarita, por un periodo corto con la ilusión
de un futuro no tan mísero como su presente. Pese al dolor que implicaba tenerlo lejos,
y confiada en el gran amor que los unía (afectado nada más que por una pelea de celos
en tres años) Liliana aceptó. Pero hoy, dos años y cinco meses después, no ha recibido
ni una sola llamada del papá de sus hijos.
Escoge un gajo de pelo y lo divide en tres. Los dedos índice y pulgar se mueven
entre tirón y tirón, adueñándose de cada mecha. Demora treinta segundos en acabar la
trenza. Agarra un hilo rojo de una bolsa de plástico y ata las horquillas del cabello. La
gringa del nuevo peinado afro, hospedada en el Hotel Dorado le paga con un billete de
20.000 pesos.
En sus ojos se adivina cierto desosiego, el desosiego usual que experimenta una mujer
tras el abandono de su amante. Las pocas veces que ríe deja ver una sonrisa opaca,
modesta como los pardos abalorios que cuelgan de una cadena de hilo atada a menudo
alrededor de su cuello.
Entra a su casa y un hedor a humedad no deja dudas sobre la contundente pobreza. Sus
hijos la saludan batiéndole el vestido rosado que lleva puesto. Se dispone a prepararles
el almuerzo, y camina con parsimonia hacia el rincón izquierdo de su casa rectangular.
Abre la nevera que compró gracias al dinero regalado por Juan Manuel Correal,
“·papuchis”, cuando la entrevistó en noviembre de 2007 para el programa radial El
Cocuyo. El frigorífico todavía está envuelto en el plástico con el que salió del almacén.
Sin embargo, está prendido. En su interior no hay más que un par de naranjas y tres
tomates a punto de fenecer. No saca nada, cierra la nevera de un golpazo y en esas,
manda a pasar a la periodista que espera en la puerta.
En seguida le expone las razones por las que no quiere darle la entrevista:
––Mira, ahora mismo estoy viviendo mal–– dice cerciorándose de que veo la estufa
escarapelada que tiene al lado de dos camastros en los que duerme con sus hijos.
––Varias personas me han prometido ayudas, ––continúa– pero no me han dado nada,
por eso no estoy creyendo en periodistas.
––Jota Mario me ofreció una plata, eso hace como cinco meses por ahí, cuando el
padre Chucho sacó el programa Abre tu corazón, y me sacaron en televisión con el
barrigón. Yo no entiendo pa’ qué ponen a una actriz a imitarme, yo misma lo hubiera
hecho mejor.
Sí, pero nadie me la ha brindado, porque como soy pobre, a nadie le importo. Lo que
hicieron fue burlarse de mi mentira y terminaron con los bolsillos llenos de plata a
costa mía.
–––Una para Nuestro Diario en la que salió el ranchito mío, pero terminé
desilusionada.
––¿Por qué?
––Porque yo le hice el favor a la periodista de hablarle de mi vida para que ella contara
las burlas que me hicieron los medios; pero no puso lo que yo le dije en el periódico,
sino lo que le dio la gana de poner. Muchos barranquilleros me han dicho: “Liliana, la
periodista de Nuestro Diario, te engañó”.
––En ese caso, usted también engañó a los medios hace once años. Está saldada la
cuenta, ¿no?
— Ya me di cuenta que ni los trapos ni los hijos sirven para retener al marido, porque
para que el marido se vaya del lado de una, no hace falta sino tenerlo al lado.
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Delatar el artificio en la primera frase, en este caso, mata la primera gran parte de la
crónica. Lo mejor sería una indagación desde el presente, con contínuos flash back,
para que el lector vaya necesitado de más información con cada párrafo. No hay
discusión sobre la forma de escribir, es pulcra, bien redactada, directa. Siento que, vos,
Isabella, podrías soltarte más, meterte más en la crónica, no como primera persona
pero si con especulaciones atrevidas, comparaciones, metáforas; recursos que
adornarían mucho más tu estilo directo.