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CARLOS FUENTES.

EN ESTO CREO

LECTURA
Don Quijote es un lector. Más bien dicho: su lectura es su locura. Poseído de la locura
de la lectura. Don Quijote quisiera convertir en realidad lo que ha leído: los libros de
caballería. El mundo real, mundo de cabreros y asaltantes, de venteros, maritornes y
cuerdas de presos, rehusa la ilusión de Don Quijote, zarandea al hidalgo, lo mantea, lo
apalea.
A pesar de todas las golpizas de la realidad, Don Quijote persiste en ver gigantes donde
sólo hay molinos. Los ve, porque así le dicen sus libros que debe ver.
Pero hay un momento extraordinario en que Don Quijote, el voraz lector, descubre que
él, el lector, también es leído.
Es el momento en que un personaje literario, Don Quijote, por primera vez en la
historia de la literatura, entra a una imprenta en, where else?, Barcelona. Ha llegado hasta
allí para denunciar la versión apócrifa de sus aventuras publicadas por un tal Avellaneda y
decirle al mundo que él, el auténtico Don Quijote, no es el falso Don Quijote de la versión
de Avellaneda.
En Barcelona, Don Quijote, paseándose por la ciudad condal, ve un letrero que dice
«Aquí se imprimen libros», entra y observa el trabajo de la imprenta, «viendo tirar en una
parte, corregir en otra, componer en ésta, enmendar en aquélla», hasta darse cuenta de que
lo que allí se está imprimiendo es su propia novela. El ingenioso hidalgo Don Quijote de la
Mancha, un libro donde, para asombro de Sancho, se cuentan cosas que sólo él y su amo se
dijeron, secretos que ahora la impresión y la lectura hacen públicos, sujetando a los
protagonistas de la historia al conocimiento y al examen críticos, democráticos. Ha muerto
la escolástica. Ha nacido el libre examen.
No hay momento que mejor revele el carácter liberador de la edición, publicación y
lectura de un libro, que éste. Desde entonces la literatura y, por extensión, el libro, han sido
los depositarios de una verdad revelada no por Dios o el poder, sino por la imaginación, es
decir, por la facultad humana de mediar entre la sensación y la percepción y de fundar,
sobre dicha mediación, una nueva realidad que no existiría más sin la experiencia verbal del
Quijote de Cervantes, o del Canto General de Neruda, o del Rojo y negro de Stendhal.
¿Es esta mediación íntima pero compartible, secreta pero pública, entre el lector y el
libro, entre el espectador y la obra de arte, lo que se está perdiendo en la llamada
posmodernidad? ¿Asistimos en verdad al fin de la era de Gutenberg y Cervantes, los cinco
siglos de primacía cultural del libro y la lectura, a favor de la era de Ted Turner y Bill
Gates, en la que sólo lo que vemos directamente en la pantalla de televisión o en la
computadora es digno de crédito?
Yo crecí en la era de la radio, cuando para confirmar la gran faena del torero Manolete
dicha por el locutor de la cadena de radio XEW, había que acudir a los periódicos a fin de
cerciorarse de la verdad: sí, era cierto, el Monstruo de Córdoba cortó oreja y rabo. Era
cierto porque estaba escrito. Hoy. el bombardeo de Bagdad ocurre al mismo tiempo que es
visto en la pantalla de televisión.
No hay que confirmarlo por escrito. Es más: ni siquiera hay que entenderlo
políticamente. Hemos visto, gracias a la ubicuidad e instantaneidad de la imagen, un
espectáculo deslumbrante a colores. A los muertos, ni los vimos ni los oímos.
El dilema del destino del libro y la lectura en nuestro tiempo: dos ilustraciones
extremas.
Basta internarse en el mundo indígena de México para conocer, con asombro, la
capacidad de los hombres y mujeres de los pueblos aborígenes para contar historias y
rememorar mitos. Pobres e iletrados, los indios de México no son seres culturalmente
desprovistos. Tarahumaras y huicholes, mazatecos y tzotziles, poseen un extraordinario
talento para recordar e imaginar sueños y pesadillas, catástrofes cósmicas y deslumbrantes
renacimientos, así como los detalles minuciosos de la vida cotidiana.
Con razón dijo Fernando Benítez, el gran escritor mexicano que los documentó
exhaustivamente: cada vez que muere un indio, mueren con él o ella toda una biblioteca.
En el otro extremo se encuentra una fantasía terriblemente actualizable. el libro
Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. en el que una dictadura, ésta sí, perfecta, prohíbe las
bibliotecas, quema los libros y sin embargo no puede impedir que una tribu final de
hombres y mujeres memorice la literatura del mundo, hasta que él o ella se convierten,
realmente, en la Odisea, La isla del tesoro, o Las mil y una noches.
Lo que ambas bibliotecas —una en la cabeza de un indígena de cultura puramente oral,
otra en la memoria de un suprayupi posmoderno, poscomunista, poscapitalista, postodo—
poseen en común es la posibilidad universal de escoger entre el silencio y la voz, la
memoria y el olvido, el movimiento y la inmovilidad, la vida y la muerte. El puente entre
estos opuestos es la palabra, dicha o no dicha, desdichada o feliz, escrita o para siempre en
blanco, visible o invisible, decidiendo, en cada sílaba, si la vida ha de continuar, o si habrá
de terminar para siempre.
Pero, ¿no podríamos decir lo mismo de la imagen visual? ¿No cumplen análogas
funciones vitales un cuadro de Goya, la escultura de la Coyolxauqui, una película de
Buñuel o un edificio de Oscar Niemeyer? La pintura, dijo Leonardo, es cosa mental. ¿Lo es
también la supercarretera de mil canales de televisión? ¿Lo son los llamados medios
modernos de comunicación visual que, supuestamente, le están robando lectores al libro,
sepultando la era de Gutenberg y Cervantes, y saturando la comunicación visual con tanta
información que todos nos sentimos supremamente bien informados, sin preguntarnos si lo
que se informa importa y lo que importa es lo que no se informa?
No estoy arguyendo a favor del libro y la biblioteca como elementos supletorios de las
posibles —de las evidentes— deficiencias de la comunicación audiovisual en este final de
siglo y de milenio.
Todo lo contrario: quisiera explorar ese territorio en el cual los medios de
comunicación modernos auxilian, en vez de dañarla, la cultura del libro y la lectura. Es
cierto: basta visitar cualquier hogar donde la antena de televisión se ha convertido en la
cruz de la parroquia, para confirmar el fenómeno universal del couch potato, el espectador
que mira televisión de manera puramente pasiva, en efecto como una papa yacente,
adormilado, violado casi por la sucesión de imágenes de manera supina, sin respuesta
crítica, creativa. Todo lo contrario de lo que nos exige un buen libro, un buen cuadro o una
buena película.
Pero basta visitar un centro de estudios como el Instituto Tecnológico de Monterrey,
para darse cuenta, también, del extraordinario auxiliar que es la información audiovisual
para ampliar el radio de conocimiento de los estudiantes, enriquecer la interacción de
maestros y alumnos y contrarrestar los aspectos más negativos de la recepción pasiva de
imágenes en el hogar.
Debemos ahondar y abundar en las posibilidades de apoyo que la cultura audiovisual
puede prestarle a la cultura del libro, y viceversa.
En primer término, aunque hayan aumentado gigantescamente los espectadores de
audiovisual en el mundo, la disminución de lectores de libros no es consecuencia fatal ni
absoluta de este hecho. No es fatal porque, nuevamente, es el uso de los medios lo que los
califica, no su mera existencia. Los editores de la biblioteca de clásicos norteamericanos,
The Library of América, hacen notar que las nuevas tecnologías pueden emplearse no sólo
para preservar sino para ampliar una herencia literaria, promoviendo la apreciación de los
grandes escritores a masas que antes los desconocían, de la misma manera que,
musicalmente, hoy más personas escuchan el Don Giovanni de Mozart en un solo día que
durante toda la vida del compositor. Asimismo, la biblioteca de clásicos norteamericanos,
gracias al apoyo de los medios audiovisuales, ha vendido tres millones de ejemplares de sus
primeros títulos, de Jefferson a Faulkner, en la última década.
José Vasconcelos, el primer secretario de Educación de la Revolución Mexicana,
publicó una biblioteca de clásicos universales en preciosas ediciones, allá por 1923. ¿Para
qué publicar a Cervantes en un país con 90 por ciento de analfabetos?, se le preguntó, y se
le criticó, entonces. La respuesta, hoy, es evidente: para que los iletrados, cuando dejen de
serlo, puedan leer el Quijote en vez de Superman.
Igualmente hoy, la edición debe apostar a que los medios creen lectores en vez de
ahuyentarlos. Para ello, nuevamente, hay que insistir desde el inicio, desde el salón de
clases y, si fuese posible, desde el hogar, en someter la imagen audiovisual a la misma
crítica a la que siempre han estado sujetas la literatura y las artes plásticas. Hay que
enseñarle al espectador a hacerse cargo críticamente de la imagen que recibe.
Los optimistas nos dicen que en una sociedad con abundancia de medios audiovisuales,
habrá al cabo mayor especialización, menos masificación y, en consecuencia, la posibilidad
de crear una nueva comunidad entre los editores de libros y el público audiovisual, así
como entre lectores y espectadores que podrán escoger entre ofertas cada vez más
diversificadas.
En otras palabras, los medios masivos pueden contribuir a crear mayor y no menor
número de lectores, gracias a posibilidades de promoción, venta y selección de libros
incalculablemente superiores a las del pasado. Si a la dinámica audiovisual se le añade la
dimensión crítica que arriba mencioné, es posible, incluso, que promoción masiva y alta
calidad literaria no estén, forzosamente, reñidas.
Pero no nos ceguemos ante los peligros, no el peligro al cabo menor de la masificación
como promotora de moda y mal gusto, cosa que siempre ha existido, sino el
aprovechamiento de las nuevas tecnologías para darle certeza a los inciertos. En el mundo
de la necesidad y del azar que siempre ha sido el de los seres humanos, un texto es
necesario para hacer inteligible lo que sin él carecería de sentido. De esta necesidad puede
surgir la Biblia —pero también el Mein Kampf—. Es en sociedades sin rumbo, en las que
la satisfacción material deja insatisfecho al espíritu, y en el que los insatisfechos se cansan
de esperar, donde los textos más dogmáticos se han apoderado de la imaginación de las
mayorías. Imaginemos lo que Hitler hubiese hecho con una pantalla de televisión. Este es el
peligro. Vivimos en la aldea global de comunicaciones masivas, adelantos técnicos e
interdependencia económica, pero podemos fácilmente alimentar los temores e incluso la
rebelión de la aldea local que no se ve reflejada en dichos medios, y que, como Tántalo, en
vano trata de alcanzar los frutos que la tentación publicitaria ofrece en todas las pantallas
del mundo.
Un capitalismo autoritario, ya sin enemigo comunista totalitario enfrente, se cierne
como posibilidad desgraciada en algunos horizontes del mundo. Su amenaza no sólo a la
lectura y al libro, sino al empleo libre y creativo de los propios medios audiovisuales, sólo
puede ser contrarrestada por un orden democrático pleno, por una vigilancia política
pluralista sobre el uso de los medios y sobre todo, por una decisión, política también y
también social, de mantener en su grado más alto de abundancia, calidad y eficacia, los
programas de educación pública, de bibliotecas públicas, de libros de texto gratuitos y de
plena libertad para la creación escrita.
Hemos sido testigos y actores, durante el último medio siglo, de la creación de un gran
círculo en cada país latinoamericano, un círculo que va del escritor al editor al distribuidor
al librero al público y de regreso al autor.
Al contrario de lo que sucede en países de mayor desarrollo mercantil pero de menor
atención intelectual, en México y la América Latina hay libros que nunca desaparecen de
los anaqueles. Neruda y Borges, Cortázar y García Márquez, Vallejo y Paz, siempre están
presentes en nuestras librerías.
Lo están porque sus lectores se renuevan constantemente pero jamás se agotan. Son
lectores jóvenes, entre los quince y los veinticinco años. Son hombres y mujeres de la clase
trabajadora, de la clase media o del tránsito entre ambas, portadores de los cambios y de las
esperanzas de nuestro continente.
Hoy, las sucesivas crisis económicas sufridas por Latinoamérica desde los años ochenta
amenazan esa continuidad de la lectura, reflejo de la continuidad de la sociedad. Varias
generaciones de latinoamericanos jóvenes han descubierto su identidad leyendo a Gabriela
Mistral, Juan Carlos Onetti o Jorge Amado. La ruptura del círculo de la lectura significaría
una pérdida del ser para muchos jóvenes. No los condenemos a salir de las librerías y de las
bibliotecas para perderse en los subterráneos de la miseria, el crimen y el abandono.
Que no se extinga un solo joven lector potencial en el desamparo de la ciudad perdida,
la villa miseria, la población callampa o la favela.
En el panorama que voy describiendo, la biblioteca es una institución preciosa porque
nos permite acercarnos a la riqueza verbal de la humanidad dentro de un espacio civilizado
y bajo un techo protector.
Sin embargo, aun allí, rodeados por la belleza, la paz, la hospitalidad y hasta el
maravilloso olor de una biblioteca, no debemos nunca perder de vista los peligros que la
censura, la persecución y la intolerancia pueden desatar contra la palabra escrita. La fatwa
contra Salman Rushdie lo demuestra.
En 1920, el 90 por ciento de los mexicanos eran iletrados. El primer ministro de
Educación de los gobiernos revolucionarios, el filósofo José Vasconcelos, lanzó entonces
una campaña alfabetizadora que hubo de enfrentarse a la feroz resistencia de la oligarquía
latifundista. Los hacendados no querían peones que supieran leer y escribir, sino peones
sumisos, ignorantes y confiables. Muchos de los maestros enviados al campo por
Vasconcelos fueron colgados de los árboles. Otros regresaron mutilados.
La heroica campaña vasconcelista por el alfabeto iba acompañada, sin contradicción
alguna, por el impulso a la alta cultura. Como rector de la Universidad Nacional de México,
Vasconcelos mandó imprimir, en 1920, una colección de clásicos en preciosas ediciones de
Homero y Virgilio, de Platón y Plotino, de Goethe y Dante, joyas bibliográficas y artísticas,
¿para un pueblo de analfabetos, de pobres, de marginados? Exactamente: la publicación de
clásicos de la universidad era un acto de esperanza. Era una manera de decirle a la mayoría
de los mexicanos: un día, ustedes serán parte del centro, no del margen; un día, ustedes
tendrán recursos para comprar un libro; un día, ustedes podrán leer y entenderán lo que hoy
entendemos todos los mexicanos.
Que un libro, aunque esté en el comercio, trasciende el comercio.
Que un libro, aunque compita en el mundo actual con la abundancia y facilidad de las
tecnologías de la información, es algo más que una fuente de información. Que un libro nos
enseña lo que le falta a la pura información: un libro nos enseña a extender
simultáneamente el entendimiento de nuestra propia persona, el entendimiento del mundo
objetivo fuera de nosotros y el entendimiento del mundo social donde se reúnen la ciudad
—la polis— y el ser humano —la persona.
El libro nos dice lo que ninguna otra forma de comunicación puede, quiere o alcanza a
decir: La integración completa de nuestras facultades de conocernos a nosotros mismos
para realizarnos en el mundo, en nuestro yo y en los demás.
El libro nos dice que nuestra vida es un repertorio de posibilidades que transforman el
deseo en experiencia y la experiencia en destino.
El libro nos dice que existe el otro, que existen los demás, que nuestra personalidad no
se agota en sí misma sino que se vuelca en la obligación moral de prestarle atención a los
demás —que nunca son lo de más.
El libro es la educación de los sentidos a través del lenguaje.
El libro es la amistad tangible, olfativa, táctil, visual, que nos abre las puertas de la casa
al amor que nos hermana con el mundo, porque compartimos el verbo del mundo.
El libro es la intimidad de un país, la inalienable idea que nos hacemos de nosotros
mismos, de nuestros tiempos, de nuestro pasado y de nuestro porvenir recordado, vividos
todos los tiempos como deseo y memoria verbales aquí y hoy.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nombran al mundo y le dan
voz al ser humano.
Hoy más que nunca, un escritor, un libro y una biblioteca nos dicen: Si nosotros no
nombramos, nadie nos dará un nombre. Si nosotros no hablamos, el silencio impondrá su
oscura soberanía.
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