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La insoportable levedad del 'txistu'

DAVID URQUIZA - Olaz, Navarra - 02/02/2009

Nos pasa lo que dice Savater; tendemos a "desmalificar el mal". Lo de Babel era una
maldición, pero ahora priorizamos segundas lenguas regionales creyéndolas más
"propias" cuanto más características, minoritarias, excluyentes. Promocionamos a
quienes las hablan como si estuvieran haciendo un bien social, y se nos exige
colaboración en este asunto como si fuera cuestión de "respeto". Lo que se respeta es
que una minoría juegue con ventaja injustamente. El castellano, único idioma que en
España hablamos todos, es el único exigible cuando lo que se exige es entenderse. La
"normalización lingüística" es un esfuerzo por desentenderse, apelando a la rica
diversidad de las regiones, por parte de las comunidades que más coactivamente
imponen su homogeneidad puertas adentro vulnerando los derechos de sus minorías y
del resto de los españoles. Frente a la cultura, anteponen "las culturas"; pero la
diversidad no implica riqueza. Ahora se fomenta una multiculturalidad de
compartimentos estancos. Mediante kaikus, txistus, dantzas y aurreskus hay quienes
buscan, tras el derecho a la diferencia, la diferencia de derechos. Como si el folclore
fuese el fundamento de su cultura. Como si el Derecho Romano, la Reconquista o la
Revolución Francesa no pesaran más en ella que todas las piedras de todos los
harrijasotzailes de cualquier mundillo idealizado.

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ERNANDO SAVATER
Lamento por Babel
FERNANDO SAVATER 26/05/2009

Más de un cínico ha dicho que la mejor definición de "bien" es "un mal necesario". Y
me temo que confirma este aserto desencantado el estruendoso entusiasmo que está
oficialmente recomendado mostrar ante la diversidad de los lenguajes humanos. Lo que
en la Biblia se presenta como maldición divina para castigar la pretensión humana (y
humanista) de aunar a los hombres en Babel, o sea, en la tarea común de conquistar los
cielos, es ahora visto como una bendición: cada lengua es una concepción del mundo
irrepetible que multiplica nuestra riqueza de perspectivas, etcétera. En correspondencia,
la extinción de cualquier lengua (es decir, que sus últimos hablantes elijan expresarse en
otra de mayor extensión) es una grave pérdida cultural, equivalente a la desaparición de
alguna porción específica de la biodiversidad natural. Penita pena.

Es el colmo de la autocomplacencia inútil felicitarnos por lo inevitable, y la pluralidad


de las lenguas lo es: como el lenguaje no es una función natural, sino artificial, debe
haber muchos. Pero si especulamos con lo más deseable, por una vez estoy de acuerdo
con la Biblia. Las ventajas de una lengua única para la comunicación humana me
parecen indudables, y sería estupendo que a ninguno nos faltaran palabras elocuentes
ante ningún semejante en ninguna parte del mundo. En cuanto a la pérdida de supuestas
concepciones del mundo inscritas en cada idioma, se compensarían de sobra con la
posibilidad de conocer a fondo la perspectiva personal de cada gran pensador y cada
gran poeta: me interesa más lo que piensa Shakespeare o Confucio que lo que se piensa
anónimamente a través del inglés o del chino.
Los partidarios de Babel, empeñados en convencernos de que multiplicar las lenguas
multiplica la riqueza cultural, deberían llegar hasta el final y admitir que lo mejor sería
que cada uno tuviésemos nuestro propio lenguaje: el idiolecto, es decir, la lengua
monocomprensible del perfecto idiota (en el sentido etimológico del término). Tampoco
resultan convincentes quienes tratan de asemejar la desaparición de una lengua a la
extinción de una especie biológica, porque ningún dinosaurio quiere ser abolido, pero
en cambio sí hay hablantes que prefieren cambiar de idioma cuando el que tienen no les
ofrece más que desventajas. Las lenguas no sufren por dejar de ser habladas, pero en
cambio hay muchas personas que padecen si por razones de arqueología se les intenta
mantener hablando la que menos les conviene...

Por supuesto, también añorar la lengua universal es perder el tiempo: lo más parecido
que tenemos a ella es el inglés, pero no el de Marlowe o Dickens, sino el de la business
school. En cuanto al esperanto, pese a su ingeniosa y racional construcción, no cabe
sino certificar su fracaso. Sólo un indudable éxito se apuntó su creador, el industrioso
doctor Zamenhof. A comienzos del pasado siglo, una empresa americana que se
disponía a patentar la primera cámara fotográfica portátil le pidió un nombre para su
producto que fuese igualmente eufónico en cualquier lengua. Y Zamenhof acuñó la
única palabra de esperanto que todos hemos pronunciado alguna vez: kodak

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