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Mendoza Valeriano Mildred Yazmín

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La isla siniestra: una mentira que me creería

Creo que la película estuvo bien trabajada: nosotros como público podemos
predecir desde el principio que “hay algo muy malo aquí, Chuck”. Sabemos que,
aunque los realizadores se preocuparan por que la trama fuera predecible o no, es
fácil darse cuenta por todo el misterio que rodea a Teddy Daniels que en una isla
llena de locos, el loco es él. Lo interesante ahora es observar todos los detalles
que al entrar en su mente hacen que la historia que se crea a sí mismo para
justificar su estancia en ese sanatorio sea sumamente verosímil, al grado de que
nosotros mismos llegamos a creer en cierto punto del largometraje que las
experiencias que tiene nuestro alguacil en esta isla no son verosímiles, sino
veraces.

Como siempre, dejan para el final las piezas que hacen que el resto del
rompecabezas encaje, pero yo puedo adelantarme: nuestro protagonista se llama
en realidad Andrew Leiddis, veterano de la Segunda Guerra Mundial y alguacil de
una pequeña villa, donde vivía con su esposa Dolores y sus tres hijos, en una
casa que daba la espalda a un lago. Dolores se vuelve loca porque siente que hay
un insecto rondando en su cabeza, un sábado por la mañana decide ahogar a sus
tres hijos en el lago y sentarse en un pequeño kiosko a admirar el paisaje. Cuando
Andrew llega del trabajo descubre lo que ha hecho su demente cónyuge y,
después de llorarle a sus vástagos, asesina por compasión a la multi-homicida.

Se comprende que él haya perdido la cordura, internándose en un sueño-realidad


que le ayudaba a escapar de sus recuerdos, tergiversándolos en su mente. Hasta
ahora lleva dos años de tratamiento en la isla clínica-prisión, y aunque a veces
tiene momentos de lucidez en los cuales recuerda el asesinato de sus hijos, ha
pasado la mayor parte de este período sumergido en una realidad alterna,
retomando del exterior sólo lo que quiere ver, sólo lo que alimenta su locura y le
ayuda a creer en una vida paralela, una en la que ni siquiera tuvo hijos.
El espectador es testigo de la última de las fantasías que Andrew se crea, antes
de ser propuesto como candidato ideal para una lobotomía, por ser el interno más
peligroso (recordemos que es veterano de guerra) y sin recuperación aparente.
¿Qué es lo que está viviendo nuestro protagonista? Él cree que es un alguacil
federal que viaja a esa isla con su compañero Chuck, a quien acaba de conocer.
No se da cuenta de que esta persona es el psiquiatra Sheehan que se ha
encargado de él durante dos años, por eso en su fantasía su mente prefiere borrar
todo lo que han convivido antes; para él es un nuevo extraño, es verosímil en su
historia porque no tiene que esforzarse en pensar en el pasado de su compañero.

Otra fabulosa construcción de su mente siempre ágil es el anagrama que


construye con el nombre de su esposa: la interna que se escapa de este
sanatorio, Rachel. Andrew logró trasladar sus recuerdos de su mujer a esta
receptora a quien podía culpar como observador ajeno de haber asesinado a sus
hijos en el lago que quedaba detrás de su casa. Fue Rachel quien cometió crimen
tan atroz, no la inmaculada e inocente imagen de Dolores. Para él tenía más
sentido que una mujer aparte de su propia situación hubiera caído en la locura, no
su esposa y mucho menos él mismo, un respetable alguacil federal. Su historia
inventada se vuelve más creíble cuando se topa con la “verdadera” Rachel, una
antigua enfermera que se rebeló contra las autoridades de la isla por el uso
excesivo de drogas en el tratamiento de los internos, y lo que era peor, la práctica
de la lobotomía como recurso extremo. Debo admitir que en ese momento dudé
de que el protagonista tuviera una percepción distorsionada de la realidad, pues
los detalles con los que se iba encontrando hacían parecer bastante real su
versión de los hechos. Llegué a pensar que todos en la isla estaban confabulados
para hacerle creer al pobre Andrew que estaba loco y así poder usarlo en los
experimentos sobre la mente humana.

Las alucinaciones fueron el mejor escape de los recuerdos más retorcidos del
alguacil, pues en ellas tenía contacto con su difunta esposa asesinada y sus hijos
ahogados, a quienes ni siquiera reconocía como tales. Todo coincidía con su
fantasía, pues según él, cualquier alimento que ingiriera en la isla pudo ser el
motivo de semejantes y tortuosos delirios. Todo coincide con su fantasía, no se da
cuenta de que simplemente se trata de lo que ha vivido, ni más ni menos.

Y finalmente, la pieza maestra en su realidad alterna: nuestro personaje fue capaz


incluso de depositar en su alter ego toda la culpa con la que cargaba. Pero no sólo
eso, sino también de tenderse una trampa a sí mismo obsesionándose con
encontrarlo, como si inconscientemente se esforzara por encontrarse a sí mismo,
por resolver el misterio que él mismo había construido alrededor de su
atormentador pasado. Teddy Daniels comprende en uno de sus lapsus de lucidez
que aquel escurridizo Andrew Leiddis no es más que él mismo. Este
descubrimiento fue bastante difícil porque tuvo que desentrañar la perfecta mentira
que había construido, una que gracias a su verosimilitud tan sorprendente, pudo
sostenerse al grado de llevar a Andrew (o Teddy, como lo prefiera el espectador) a
la fatal lobotomía, pues no pudo salir solo de sus propias construcciones mentales,
afortunadamente, nosotros sí.

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