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Hoy sé muy bien por qué deseaba ser como Malraux. Porque ese escritor,
además de tener una expresión de hombre curtido, se había construido una
leyenda de aventurero y de hombre no reñido con la vida, esa vida que yo
tenía por delante y a la que no quería renunciar Lo que en esos días yo no
sabía era que para ser escritor había que escribir, y además escribir como
mínimo muy bien, algo para lo que hay que armarse de valor y, sobre todo,
de una paciencia infinita, esa paciencia que supo describir muy bien Oscar
Wilde: «Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis
poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla.»
Así pues, yo en esos días no sabía que para ser escritor había que
escribir, y además había que escribir como mínimo muy bien. Pero es que,
por no saber, ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida
si se quería realmente escribir Por no saber, ni sabía que escribir, en la
mayoría de los casos, significa entrar a formar parte de una familia de topos
que viven en unas galerías interiores trabajando día y noche. Por no saber, ni
sabía que iba a acabar siendo escritor, pero un tipo de escritor alejado de la
figura de Malraux, pues me esperaban aventuras, pero más del lado de la
literatura que de la vida.
Pero escribir vale la pena, no conozco nada más atractivo que la actividad
de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese
placer. Porque es un placer y es -como decía Danilo Kis- elevación: «La
literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía
joyceana. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la
nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos
privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco
importa, pero un don supremo.»