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Romano Guardini-La Madre Del Senor
Romano Guardini-La Madre Del Senor
ROMANO GUARDINI
Título original:
DIE MUTTER DES HERRN
Würzburg, 1955.
Traducción: José María Valverde.
A JOSEF WEIGER,
Compañero espiritual de camino durante medio siglo.
OBSERVACIÓN PREVIA
La primera versión de esta ³Carta´ se escribió en Berlín, en los años 1942-43, ya tan
lejanos. La segunda y la tercera surgieron en Mooshausen im Allgäu, cuando se me
había hecho imposible la actividad pública. Luego el manuscrito quedó guardado diez
años; un tiempo que ha bastado muy bien para someter a examen sus ideas.
A hora vuelvo con él, y espero que será útil abrir una puerta que para muchos no es
fácil de franquear: sobre todo, por lo irreflexivas que son, a menudo, las afirmaciones
que andan por ahí, y las palabras que se usan.
COMIENZO DE LA CARTA
Querido amigo: Desde hace algún tiempo me ocupa una idea que me gustaría
exponerte: un esbozo para una vida de María. Pero debo empezar por adelantar algo.
Cuando hablas o escribes de María, me asombro siempre de la naturalidad con que
vives en su esfera. Otros perciben aquí problemas muy apremiantes. Se quedan
pensativos cuando ven con qué facilidad se aplica el superlativo a la figura de María,
en palabra, en idea, en sentimiento. Y no sólo un superlativo de entusiasmo, que se
pudiera perdonar, sino un superlativo impaciente, que da a entender que quien no esté
con él no es digno de confianza, en sentido cristiano y eclesiástico. Con eso surge una
problematicidad al hablar de la fe, que siempre es peligrosa, pero que hoy, cuando se
trata ni más ni menos que del ser cristiano, puede resultar fatal.
Sin embargo, por otro lado veo también cómo la Iglesia, desde el principio, ha dicho de
María lo más alto; y una de las primeras opiniones que a su tiempo condicionaron
nuestra vida teológica, fue que la doctrina mariológica forma el sistema de
coordenadas del pensamiento cristiano. Así, pues, si la Iglesia habla de tal modo sobre
la Madre del Señor, debe ser verdad.
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Pero la expresión de esa verdad debería tener otro carácter, me parece, diverso del
que tan a menudo se le da.
Prescindimos ahora de que esa seriedad que ha de asumir todo diálogo cristiano, debe
revelarse en sensatez y mesura. Lo que aquí me importa, sobre todo, es que lo que se
dice sobre María debería surgir de una relación con la Sagrada Escritura mucho más
íntima de cuanto ocurre a menudo.
Habría que hacer preguntas, por ejemplo, como las siguientes: ¿Qué debió sentir María
cuando se hizo madre de Jesús en el momento de la Anunciación? En lo cual tendría
que contribuir a la comprensión una psicología, ajustada a la realidad, del hombre
creyente en general y del hombre del Antiguo Testamento en particular. ¿Cómo
prepararon sus años anteriores aquel acontecimiento? ¿Qué ocurrió en ella durante los
años de la convivencia con Jesús? ¿Cómo vio la actividad pública y el destino de su
Hijo? ¿Qué representó para ella la venida del Espíritu Santo, y cómo se le hizo visible a
su luz su propia relación con Jesús? Todo ello, cimentado en la pregunta: ¿de qué
índole debía ser su naturaleza, su relación con Dios y consigo misma, para haber
podido cumplir y vivir todo lo que se le otorgó y exigió?
No necesito, ciertamente, subrayar que estos puntos de vista no tienen que ver con el
escepticismo naturalista. Me importa el pleno contenido de revelación; pero solamente
éste.
En efecto, algo semejante ocurre con la cuestión de Cristo. También su imagen
empieza solamente a adquirir su viveza y plenitud originales cuando aceptamos la
palabra de la Escritura como su primera expresión alcanzable para nosotros, y la
interpretamos mediante preguntas como las siguientes: ¿Cómo está Jesús en los
relatos bíblicos? ¿Cómo actúa? ¿Cómo aparecen en su vida los hechos básicos de la
existencia? ¿Cómo se relaciona con las personas, con las cosas, con su propia época y
con la Historia en general? ¿Cómo enseña, cómo sufre, cómo reza? ¿Cuáles son sus
motivos? ¿De qué modo se sitúa Él respecto a ³Dios´?, Y así sucesivamente.
Todo ello debe hacerse de modo totalmente realista. No racionalista: eso precisamente
no sería ningún realismo, pues éste significa que aquél que pregunta se abre a la plena
realidad y elabora sus conceptos a partir de ésta. El realismo significa aquí no tomar
según lo universal los conceptos de ³actuar´, ³sufrir´, ³orar´, y encajar en ellos a la
fuerza lo que cuenta la Escritura, sino partir de lo que hay ahí. Tomar en serio el hecho
de que no sólo la doctrina de Cristo, sino todo su ser y actuar es ³Revelación´. Por
tanto, esta pregunta asume como ³expresión´ de la realidad de Cristo toda acción,
toda palabra, todo proceder que aparezca en los relatos; lo asume como ³epifanía´ del
eterno Hijo de Dios, y forma sus conceptos a partir de ella. Esto no representa un
rechazo de la teología teórica, sino todo lo contrario. Representa el esfuerzo para
acercarse todo lo posible a ese ³dato´ de que se trata, en efecto, en la teología. Sobre
lo conseguido así, se asientan luego de modo fecundo las cuestiones teóricas:
¿Qué esencia hay detrás de estas exteriorizaciones vitales? ¿De qué modo debe existir
aquél que procede de tal manera? ¿Cómo penetra esto, por detrás de esa ³presencia´,
en la profundidad de Dios? ¿Cómo es el ³Padre´ con quien Este tiene trato? ¿Cómo es
el ³Espíritu´, de quien Él dice que le enviará para que haga patente a los suyos el
sentido de lo que Él les ha enseñado? Todo ello debe ser investigado cuidadosamente:
claro está, en la conciencia de la Iglesia, que forma el único ámbito adecuadamente
construido en que puede verse la figura de Cristo con fidelidad a su esencia. Recorrido
en la obediencia de la mirada y el pensamiento, este camino llevará a consecuencias
de tal altura que no irán en zaga a ninguna teoría abstracta, pero que la superarán con
su vitalidad.
Algo análogo ocurre con la comprensión de la figura y la vida de la Madre de Jesús.
Ciertamente, hay que encomendarse en buena parte a la interpretación, pues la
Escritura no dice mucho sobre ella; pero esa interpretación hará bien en partir de lo
relatado concretamente, preguntándose qué ha debido ser eso en cada ocasión para
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que resulten comprensibles las palabras y los acontecimientos. Los hechos serán más
grandes que todas las maravillas de la leyenda y todos los superlativos de la retórica
piadosa.
En realidad, no habría que plantear tales exigencias al comienzo de un ensayo. Puede
parecer que se pretende afirmar que en lo que viene a continuación se van a cumplir.
Pero no necesito defenderme de tal sospecha. Lo que doy aquí no será realmente sino
un ensayo, y aun menos: simplemente el esbozo para un ensayo.
EL ESBOZO
INTRODUCCIÓN
II
Quizá habría que empezar por contar a grandes rasgos la historia de Galilea...
Luego, el país y su carácter, la población y su modo de ser... Por fin, habría que
caracterizar la ciudad de Nazaret y sus habitantes; en la medida en que todo ello
arroje luz sobre el destino y proceder de María...
CAPÍTULO I
LA JUVENTUD DE MARÍA
II
Entonces surge la cuestión de la vida interior de María. También aquí, gran parte es
cuestión de interpretación, que plantea una tarea especialmente difícil. Entre los
puntos de vista que aquí alcanzan vigencia, tiene importancia ante todo esto: La
Encarnación del Hijo de Dios había de realizarse mediante María. Pero eso no
significaba sólo algo físico, sino también, o mejor dicho, ante todo, algo personalmente
religioso. María no sólo había de parir al Hijo de Dios, sino que había de hacerse su
Madre, lo cual debía ser aceptado por ella en libertad. Una concepción en el cuerpo sin
concepción en el espíritu no solamente no hubiera tenido sentido, sino que hubiera
sido terrible, y no es posible que la redención de la Humanidad destruyera a la Primera
que participó en ella. Con este Hijo, no comparable a ningún otro, ella sólo podría ser
Madre si lo era también en sentido personal.
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Para eso se requería preparación; ésta debía resultar del transcurso y el espíritu de
la Revelación anterior, y aun siendo pura obra de la gracia, debía cumplirse a la vez en
la humanidad de la persona llamada. De tales presupuestos no se deducen
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necesidades, sino probabilidades, cuyo valor en cada caso es tan grande como lo sea
su adecuación para iluminar el conjunto total.
Sobre la vida interior de María, el Nuevo Testamento no dice mucho directamente. Sólo
tenemos dos expresiones circunstanciadas. Una es el Y , el canto de alabanza,
que se narra en relación con su entrada en casa de Isabel. Nos revela que ella vive
profundamente en el mundo espiritual y cordial del Antiguo Testamento. Es como si en
sus palabras se condensara una ancha corriente que viene de la vieja antigüedad. El
Y expresa lo que siente y piensa su pueblo entero, su historia entera... Pero
sus palabras manifiestan además un doble sentido: una gran conciencia de haber sido
elegida, precisamente en relación con esa historia, más aún, dándole cumplimiento; y
a la vez, una humildad, con tanta pureza como altura del nivel en que está esa
conciencia. Se diría que lo uno corresponde a lo otro; que lo uno hace posible a lo otro,
lo presupone y lo define.
El texto alude a un hecho que la conciencia cristiana suele entender como contenido de
una hora de oración. Es el acontecimiento decisivo en la vida de María, esto es, el
anuncio del Ángel y la respuesta de ella. Aquí está el acceso a su existencia entera. Un
acceso, claro está, que lleva a algo que no cabe explicar: pues aquí, en la experiencia
y el querer de una sola persona, coinciden ³grandezas´ ante las cuales uno se pregunta
cómo se pueden vivir a la vez. Aquello que lo hace posible, por parte humana, sólo
puede ser la humildad.
María debe haber vivido en una profunda expectación del Mesías. Esta expectación era
muy viva. El concepto neotestamentario de la ³plenitud de los tiempos´ no significa
sólo el hecho de que había llegado el momento histórico puesto por Dios, sino también
que la historia de la Revelación tendía interiormente a su cumplimiento. Por tanto, hay
que suponer que la persona que había de iniciar este cumplimiento de modo
totalmente personal, ha percibido esta tendencia.
Y entonces la interpretación se arriesga a dar un paso más: María aguardó al Mesías
con todo su fervor: esperó, quizá sintió que vendría pronto; pero también sintió que
ella misma tomaría parte en esa venida, de modo especial. Como preparación a ello,
en primer lugar, influyó el hecho de que la madre del Mesías debía ser una mujer del
pueblo elegido, y así, hablando en general, todas podían serlo. También puede quizá
suponerse que ella presintió que estaba inmediatamente destinada: por ejemplo, de
ese modo como alguien oye hablar de una personalidad, y siente involuntariamente:
alguna vez nos encontraremos.
Lo que determinaba la vida de la fe del hombre del Antiguo Testamento era la
conciencia de la acción de Dios: no sólo conciencia de una orientación anónima del
acontecer, dirigida a objetivos universales del transcurso del mundo, sino de que Dios
estaba presente, expresamente en modo personal, entre su pueblo, y que estaba en
actividad en él, para él y mediante él. La piedad del Antiguo Testamento, por su
esencia, era la constante verificación de ese hecho; así como también la ordenación de
su vida cotidiana y la ³Ley´ tienen que ser entendidas según esto: esa piedad tenía que
recordar continuamente la acción de Dios, prepararla, asentar al creyente en confianza
en ella, y defenderle de la hybris, de la soberbia que pudiera derivarse de ahí... Por
tanto, puede suponerse que se desarrolló en este sentido cierta sensibilidad y
vigilancia. Si es así, ¿dónde habría podido hacerse más fuerte e íntima esa vigilancia
que en la persona que estaba inserta de modo tan estremecedor en la acción de Dios?
Si es así, entonces en María la expectación universal del Mesías estuvo unida con una
expectación totalmente personal, que, sin embargo, no habría podido delinearse de
modo más concreto. En el hecho de que ella asumió esta situación en la confianza sin
desvío de que se resolvería en forma salvadora, habría estado ya puesta la forma
básica de esa ³fe´ que luego fue alabada por Isabel como centro de su naturaleza. Y
cuando en la hora de la Anunciación llegó el cumplimiento, a pesar de toda su
conmoción ante aquel hecho inaudito, en ella habría respondido el sentimiento:
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¡Conque era esto! Habría salido a la luz clara algo que antes había existido en un
presentimiento inexpresable.
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Aquí reside quizá la más profunda diferencia entre la idea católica y la protestante
de María. La protestante parece considerarla meramente como la madre natural, de tal
modo que ni sería la madre del Hijo de Dios hecho hombre, ni estaría, como madre, en
relación personal con el Redentor. Pero de aquí se derivan consecuencias que
repercuten en la propia persona de Cristo. Las definiciones del Concilio de Éfeso se
refieren tanto a María cuanto a Él.
III
conozco hombre?´ Aquí se entiende en sentido sexual la palabra griega para ³conocer´,
³gignosko´, de tal modo que la frase habría de significar: ³¿Cómo ha de ocurrir esto, si
no tengo trato con ningún hombre?´ Pero tal respuesta sería extraña, puesto que por
entonces todavía no está casada. Por sí mismo, hubiera sido posible también un trato
antes de la celebración propiamente dicha del matrimonio con arreglo a, los ritos del
Antiguo Testamento, ya que los esponsales y el matrimonio eran considerados como
de igual significado; pero nada alude a que se considerara tal posibilidad. La frase
también debería tener el significado: ³Puesto que no tendré trato con ningún hombre.´
Sin embargo, esto contradice a su forma verbal, que está en presente. Prescindiendo
de eso, el término ³conocer´, en ese sentido, por lo regular sólo se usa para el
hombre, no para la mujer. Por tanto, aquí no tiene patentemente significación sexual,
sino que debe entenderse según la situación. El ángel dice: Vas a ser Madre del
Mesías, lo cual, por lo que no se dice, tiene el sentido más inmediato: Ahora. A lo cual
responde ella: ³¿Cómo será esto?´, puesto que falta para ello el único requisito
imaginable, esto es, ³no veo ningún hombre, no hay ningún hombre´. El Ángel
responde anunciándole la soberanía del poder creador de Dios.
Si se pretende hacer justicia a todos los elementos de esta situación de índole tan
única y no desviar su enigma ni a lo naturalístico ni a lo simplificadoramente
sobrenatural, entonces lo más que se puede decir es algo así: María ha entrado en su
promesa de matrimonio y no ha podido pensar otra cosa sino que ello llevaba al
matrimonio en su pleno sentido. Pero no podía entenderse a sí misma en una tal
situación que contradijera la tendencia más íntima de su vida. Si alguien le hubiera
preguntado cómo iban entonces a ir las cosas, ella habría respondido que no lo sabía.
Es decir, era un saber y no saber; una relación que ella no habría podido definir, y una
expectación que no habría podido justificar.
Para pensarse a sí misma y su porvenir, María no tenía a su disposición en principio
otras ideas que el matrimonio y la maternidad. Tampoco hay que introducir gracias y
visiones prematuras, porque actúan como cortocircuitos. Con ellas, ciertamente, todo
queda claro y liso, pero de un modo que produce desconfianza: aparte de que así se
pierde lo más propio y vivo de la existencia de María, esto es, la apretada
compenetración recíproca de la actuación divina y la conducta humanamente
auténtica. Debe haber sido de otro modo: María se prometió, esto es, asumió la
promesa mediante su tutor; pero a la vez algo en ella estaba convencido de que las
cosas irían por un camino propio.
En esta situación de saber y no saber, de expectación y de incapacidad de explicarla,
vive ella entregada a Dios con confianza. Es esa actitud de que ya se habló, y que yo
querría designar sencillamente como ³la actitud mariana´; aguardar en lo
incomprensible, hacia Dios. Cuando luego el Ángel trae el mensaje de que debe ser
madre por el poder del Espíritu de Dios, sus entrañas dicen: ¡Conque era esto!
Así también se haría claro, de manera sencilla, lo que debe haber ocurrido entre María
y José. Como cuenta el relato, ella no le pudo decir nada. Ni habría tenido la
posibilidad de expresar lo más íntimo suyo, ni él de entenderlo; pues las palabras y
situaciones de que se trataba, así como las palabras con que hubieran podido
expresarlo, todavía no habían nacido. Por tanto, ella asumió su palabra de fidelidad en
una situación incomprensible. Pero eso precisamente era su forma propia .de fe, pues
ella era el pórtico del sagrado porvenir.
Ella debía vivir hacia algo que todavía no era real, y permanecer en algo inexplicable;
doblemente difícil aquí, porque se trataba no sólo del honor y la vida, sino también del
amor del hombre que le era tan caro. Cuando José vio su situación no pudo suponer
sino que le había sido infiel. Sólo por la palabra del Ángel supo lo que había pasado en
realidad, y ³la tomó consigo´, esto es, llevó adelante la promesa transformándola en la
auténtica alianza matrimonial. Pero a la vez tuvo que darse cuenta claramente de que
Dios había puesto la mano en su mujer, y que era intangible para él. Y todo ello no en
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un sentido mitológico, sino en un sentido que hasta entonces nunca se había dado, ni
se repetirá jamás; que no está derivado de ninguna causa o medida interna del
mundo, sino que sólo puede ser asumido ante la soberana libertad de Dios. Así, al
mismo José le queda indicado el sentido y la forma de su vida ulterior en el servicio del
misterio que se ha de cumplir en su casa.
Pero de este modo surge una nueva forma de existencia humana santificada que se
cumple en la exclusiva relación con Dios: la virginidad. No tiene nada que ver con
ideas míticas. No se basa en motivos previos de carácter sociológico o utilitario. No es
en absoluto ningún esquema previamente existente en forma natural para la
ordenación del problema sexual; por mucha importancia que adquiera luego, una vez
que existe, para ello. Esta forma de vida sólo existe desde el hecho de la Anunciación.
Surge por vez primera de la experiencia y la decisión de una persona viva, María.
IV
En este lugar hay que dar la palabra a dos objeciones que, de un modo o de otro,
todos perciben. Se refieren al modo de hablar de tales cuestiones; y de su
aclaramiento esperamos obtener algún provecho para nuestro trabajo.
Hay personas serias que plantean la cuestión de si es justo hablar sobre cosas de esta
índole con tal objetividad, por no decir frialdad. ¿No deberían permanecer cobijadas
por el respeto a lo que no se debe nombrar? Con eso no se implicaría una manera de
ver, según la cual en las cosas de la fe el entendimiento no tendría nada que buscar. El
entendimiento está tan creado por Dios como la voluntad y el sentimiento; por tanto,
tiene el deber y el derecho de aplicarse a las cuestiones de la fe. Más bien se implica
que hay fronteras que están trazadas por la majestad del misterio de Dios y que deben
respetarse, para que no sufra daños la propia vida de la fe.
Tiene razón de sobra tal opinión. Eso lo siente sobre todo el seglar, mientras que el
teólogo fácilmente sucumbe al peligro del ³especialista´ de no percibir, más allá de los
intereses de la elaboración lógica y de la exposición exacta, el carácter que tiene
aquello de que se ocupa. De Dios se ha dicho que ³vive en la luz, en que nadie puede
penetrar´. Eso lo olvida fácilmente el especialista; investiga y habla de un modo que
hace sentirse extraño al hombre religioso.
Con cuestiones tales como aquélla de que se trata aquí, hay que pensarlo así
especialmente. En efecto, se trata de lo más escondido y tierno de nuestra fe; del
íntimo comienzo primitivo, de que procede todo lo que forma parte de la existencia
cristiana. Pero por tratarse precisamente de eso, es importante que se vean bien las
cosas. En el punto que llamamos vértice del ángulo están, aun sin separar y unidas, la
dirección y separación de sus rectas; por eso las consecuencias de toda desviación
llegan a lo inconmensurable. Eso puede servir de símbolo para lo que queremos decir.
En estas cosas hay que ser muy exacto, aun con peligro de que las preguntas suenen a
impertinentes. Luego ya se verá con qué intención se hacen; si se pierden en sutilezas
o si permanecen en lo esencial; si sólo las vigila la responsabilidad del entendimiento,
para que lo que se dice sea lógicamente correcto, o también la responsabilidad del
corazón, para que se mantenga en el respeto que conviene a todo lo que se dice sobre
Dios.
Pero hay también otra cosa que es aún más sensible. El que objeta podría decir: ¿Está
bien que hables de este modo sobre la Encarnación? ¿Lo harías así si se tratase de tu
propia madre? ¿O de la mujer que quieres? ¿Consentirías a otros que hablaran así
sobre ella, como si se tratase de algún problema de ciencia natural o de filosofía?
A eso habría que replicar que el carácter de la reserva personal es de índole peculiar
aquí, cuando se trata de la Redención del mundo. Lo que ocurre, ciertamente, es la
vida más propia de la persona en cuestión, pero también es la cuestión máxima para
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todos. De ello resulta una relación de sentido que no se agota en las medidas de lo
meramente privado.
Más estricta debe ser entonces la exigencia del respeto; sobre todo, ante ciertas
porfías del interés y ciertas actitudes sentimentales en obras religiosas, hay que dudar
si la atmósfera anímica permanece siempre clara. Ello no va bien de acuerdo con la
vida religiosa; aparte de que con tal modo de pensar y hablar los adversarios de la fe
encuentran ocasión incitante para rebajarla.
CAPÍTULO II
II
inmediata; en una unidad que era tanto gracia cuanto naturalidad, obediencia cuanto
cumplimiento, realización cuanto belleza.
Con esa fe María pasa del Antiguo Testamento al Nuevo: al hacerse madre se hace
cristiana. Este hecho es tan profundo como sencillo. Un hecho único; una posición
única; una realización única. No cabe agotar esto: significa más que todas las cosas
extraordinarias de la leyenda. El redentor de todos es su Hijo. En la tarea que afecta a
todos, ella realiza lo más propio suyo: no sólo ser en la obediencia esa mujer que debe
haber para que tenga lugar la Encarnación, sino entrar precisamente así
personalmente, como tal mujer, como tal madre, en su propia Redención.
Aun se hará más evidente lo que esto quiere decir.
CAPÍTULO III
Una vez indicado lo que tiene lugar en la Anunciación debería exponerse cómo se
cumple eso en la vida ulterior de María, hasta que Jesús vuelve a su patria celestial.
Ante todo, los acontecimientos de la primera infancia de Jesús. La peculiar existencia
errabunda que llevan María y José, y en que se repite el motivo primitivo del Antiguo
Testamento, o sea el desgajamiento de las raíces inmediatas y la apertura hacia lo
desconocido...
Además la suposición de que José quiso marcharse de Nazaret, porque allí la situación
humana de María se había hecho demasiado difícil, y que al volver de Egipto quiso ir a
Belén, pero luego, por obediencia de la indicación celeste, fue a Nazaret... Hasta que
Jesús, al comienzo de su actividad, llevó a su Madre a Jerusalén´.
Luego habría que hablar de los años siguientes, en silencio; de la primera
peregrinación a Jerusalén, que proyecta una luz tan clara sobre la relación dentro de la
Sagrada Familia...
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Ahí habría también que plantear la cuestión de si no se enredan las cosas cuando se
habla de una ³familia´. Con eso no se quiere decir que se requiriera una defensa contra
sospechas que, en conexión con lo dicho, serían demasiado banales como para tener
que considerarlas especialmente. Más bien se pregunta si esa palabra no oculta el
hecho indecible que se realizó en Nazaret. Pues no era precisamente una familia, sino
algo divinamente irrepetible, que no tiene nombre. Una fecundidad que redime al
mundo, inmediatamente a partir de Dios. Un amor que era mayor, por ser diferente,
que todo lo que ha unido jamás a las personas. Puede ser entonces que se use el
nombre de ³familia´ para indicar ese carácter de velamiento de lo propio y peculiar, tal
como es característico de María, según ha hecho notar Josef Weiger.
De la muerte de José, tras la cual María queda sola con Jesús...
Sin caer en lo legendario ni en lo lírico, se podría muy bien decir algo sobre esa vida
común; quizá de tal modo que se dedujera de la conducta de María en ocasiones
posteriores ²por ejemplo, en las bodas de Caná, o en el suceso de Mateo, 12,46 ss.,
Marcos, 3,20 ss.
II
Luego sigue la actividad pública de Jesús. Debería exponerse lo que cuentan sobre ella
los Evangelios; los acontecimientos de aquella época; el carácter de la actividad de
Jesús; el comportamiento del pueblo y de los diversos grupos influyentes; todo ello
con referencia a lo que puede haber significado para María...
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sino de manera expresa, personal; dominando y actuando. Igual que entonces ²ya se
habló también de esto², la Ley sólo puede comprenderse por esta enorme presencia:
como ayuda dada por Dios mismo, para mantenerla, y como protección contra su mal
uso. Eso se cumple aquí. Que María pudiera vivir en la proximidad de Jesús, ir con Él,
verse dependiendo de Él y tener parte en Él maternalmente, sin ser oprimida por el
miedo ni confundida por la soberbia, es un profundo misterio. Y ahí se realizó un
constante crecimiento en comprensión y amor, más verdadero y grande que todo
saber anterior, dejado atrás a partir de Pentecostés.
El proceder de María debe haber sido de una sagrada nobleza. Ni pudo inmiscuirse de
modo curioso o arrogante en lo inaudito de lo divino, ni pudo haber intentado
desgajarlo de su conciencia. En ambos casos se hubiera hundido en la desmesura. No
se esforzaba por ser la consagrada; pero tampoco se limitó a ³lo humano´ en la
personalidad de Jesús, tomando el papel de ³la buena ama de casa´ o ³la fiel
sirvienta´.
Continuamente percibió cómo su Hijo se apartaba de ella elevándose. Aquí importan
sobre todo aquellos acontecimientos en que por parte de Jesús se hace visible un gesto
de trazar una frontera entre Él y ella. Se tiende a limarlos o a esquivarlos con
explicaciones. No hay razón para ello; y además es poco cuerdo, pues esos hechos
dicen más que todas las hipérboles sobre la callada grandeza de María. Ponen de
relieve algo que constantemente estaba en vigencia: que Jesús era el incomprensible.
Esa incomprensibilidad, sin embargo, María la asumió en su vida, la sobrellevó y creció
en ella. De nuevo se muestra la peculiaridad de la actitud de María: la fe que
persevera en lo incomprensible, aguardando hasta que Dios ilumine. Eso debería
mostrarse en los diversos acontecimientos de su vida...
III
CAPÍTULO IV
II
III
El acontecimiento de Pentecostés dio a María la claridad sobre su Hijo: que era Hombre
auténtico y auténtico Hijo de Dios, y que no sólo como Hombre, sino también como
Dios, era Hijo suyo. Asimismo la claridad sobre sí misma y sobre su posición respecto a
El: que era su madre y a, la vez la primera persona redimida por Él. Y ambas cosas no
en yuxtaposición, sino en compenetración, como unidad perfecta.
Luego Él se marcha al Padre y deja abierto tras de Sí ese ámbito de la gran
expectación en que la Historia aguarda su retorno. Por una necesidad, dijéramos,
dramática, de conclusión triunfal, se malentiende frecuentemente la escena de la
Ascensión (Hechos 1,4-11). Ésta no constituye una apoteosis final, sino algo que se
abre hacia adelante. Por lo pronto hacia Pentecostés; pero luego, a través de
Pentecostés, hacia el acontecimiento terminal de la Segunda Venida. Por tanto, no
forma el acorde final, que cierra, sino el central, que queda abierto y forma un ámbito
de espera en que se realiza la historia cristiana. Esta espera la vive María de un modo
a ella reservado: como espera de un retorno del Señor de toda la Historia, que a su
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vez representa al mismo tiempo para ella la venida de su Hijo para eterna compañía.
Así, pues, su vida ulterior, no sólo del modo más intenso, sino también de un modo
totalmente personal, tiene ese carácter de lo escatológico que es propio de la
existencia cristiana en general.
Y ahora entra más hondo la interpretación. Después de la partida de Cristo debió tener
lugar, pensamos nosotros, una transformación en la relación de María con El, pero
también consigo misma.
Ello ocurrió bajo el influjo del conocimiento dado por el hecho de Pentecostés, según el
cual Cristo es el Hijo de Dios por esencia, y en cuanto tal, está con los hombres en esa
relación que indica la doctrina cristiana de la Redención. Después, como antes, Él era
para ella su Hijo, con la entrañable exclusividad de esta relación. Pero, a la vez, ella le
comprendía cada vez más profundamente como el Redentor de los hombres; como el
comienzo de la Nueva Creación; como Aquél que rige a todos los redimidos con el
poder de la nueva vida, tal como lo expusieron ²quizá todavía viviendo ella² San
Pablo en sus epístolas y seguramente también San Juan en sus escritos. Entonces su
amor a Cristo debió dirigirse cada vez más claro y fuerte hacia aquellos para quienes
era el amor de Cristo. Su amor materno a Cristo asumió en sí a aquellos entre los
cuales Cristo era ³primogénito entre muchos hermanos´, y la Madre de Cristo se
convirtió en Madre de los cristianos.
No sólo esto. En torno de ella estaba, expresada sobre todo por San Pablo y San Juan,
la realidad del ³Cuerpo Místico´ de Cristo, la Iglesia. En ella vivía también María, y
debió darse cuenta claramente de que estaba en una relación especial con la Iglesia:
relación difícil de expresar, pero que desempeña un gran papel en la historia de la
conciencia cristiana y se manifiesta en una especie de inserción de la ³Madre de Cristo´
en la ³Madre Iglesia´. Aquí se ponen las bases de la importancia que tiene María para
los cristianos. Ciertamente, ya tendría vigencia en vida de ella. Los creyentes que
vivían en su proximidad debieron percibir que les estaba abierto el camino hacia ella;
que la Madre de Dios, en un sentido misterioso, también era su Madre. Y no sólo
sentimentalmente, como, por ejemplo, una mujer cuyo hijo ha muerto, se vuelve hacia
aquellos que han sido importantes para él, sino por parte de Dios, esencialmente, en el
sentido de una ordenación.
Todo esto, asimismo, no se cumple artificialmente a partir de una idea o una intención,
sino como despliegue de realidad viva. Ocurre tal como ocurre todo en María: con una
naturalidad en que se olvida fácilmente qué sobrenatural, es ella; con una simplicidad
inconsciente para ella misma, en que lo incomprensiblemente grande se convierte en
hermosura. Este modo de asumir a los hombres en la entrañabilidad de su amor a
Cristo; este ensanchamiento de su amor en misteriosa relación con la Iglesia, forman
un contenido especial de su vida ulterior.
Y, repitámoslo, ello debió tener ese carácter de no comprender todavía, del que
habíamos hablado antes. Pues lo que en ella crecía hacia la altura era tan grande que
no podía ser dominado en la vida terrena. Otra vez volvió a dirigirse, en fe y
expectación, hacia algo venidero, en que todo adquiriría su claridad. Pero eso venidero
era la muerte, y la muerte era el encuentro con su Hijo.
Otra idea se nos hace presente todavía. De la más honda naturaleza de María forma
parte la humildad; otra forma de presencia de lo que se ha llamado más arriba su
pureza. La humildad era el requisito previo para que pudiera ser llamada a la
maternidad divina, que, en efecto, es el definitivo desprendimiento de sí misma; pero
para ella misma la humildad significaba protección y sustento en lo inaudito de esa
vocación. A la vez, en María había una honda conciencia de su elección; ya se expresa
en el Y , y desde Pentecostés se ahondó cada vez más.
Y ahora pensamos que ella debió sentir, en el tiempo después de la partida de Jesús,
que se elevaba al encuentro de una elevación para la cual no disponía de nombre. Con
eso se alude a esa irradiación, a esa unidad de humildad y altura que la Iglesia
c - 18 -
IV
Revelación y contra la gloria de Dios. Tal le ocurrió, ante todo y como modelo para
siempre, a la predicación del mismo Jesús, y Él lo grabó apremiantemente en la
conciencia de los suyos en sus sermones de despedida. Pero, en definitiva, la objeción
de que hablamos también se dirige contra la Iglesia misma. En ella se expresa la
voluntad del autonomismo moderno, de crear una relación con Cristo en que pueda
afirmarse él mismo. Sobre esto habría mucho que decir.
Por lo que se refiere al contenido mismo de este dogma, parece tener un doble
significado para la vida cristiana.
Ante todo, nos mete en la conciencia que la Revelación no se refiere ³al espíritu´ o ³al
alma´, sino al hombre. El hombre está redimido; la vida eterna de que habla Cristo, es
vida del hombre; el Reino que Él establece, es Reino de Dios entre los hombres.
Ciertamente, esto se manifiesta de modo fundamental mediante la Resurrección y
Ascensión de Cristo, ³sentado a la derecha del Padre´. Pero ¿se comprende también
plenamente? ¿No desaparece la naturaleza humana de Cristo en la lejanía de la ³luz
inaccesible´ de Dios? ¿No lo espiritualiza el sentimiento, ³disolviéndolo´ así ²del
mismo modo como se sitúan el biologismo y el materialismo de nuestro tiempo² ante
su realidad humana y divina? En nuestro sentimiento, la fe en el Señor resucitado,
¿habla de modo bastante inequívoco contra esta temible degradación de lo humano,
que se realiza por todas partes y por obra de todos, aun de los más ruidosos
proclamadores de los Derechos del Hombre?
María es persona humana como nosotros; ni una mera ³alma´, ni una ³diosa´. Por
tanto, cuando se dice que fue asumida con toda su naturaleza humana en la gloria de
Dios, esto habla enérgicamente sobre lo que es el cuerpo humano: esa misteriosa y
cotidiana realidad, dirigida a la vez hacia la eternidad, y que algún día ha de quedar
inserta en la vida de Dios. Pero también habla de quién es el Dios vivo en que
creemos; Aquel que puede y quiere tales cosas, y, por tanto, un ser muy diverso del
espíritu meramente absoluto de que hablan los filósofos espiritualistas, y al que niegan
los materialistas.
A eso se añade otra cosa, estrechamente relacionada con lo dicho. Ya se habló de la
doctrina cristiana de la muerte. La época moderna ha abandonado esta doctrina hace
mucho tiempo. Pero así, aun cuando hable de la indestructibilidad del espíritu humano,
ha perdido el punto de apoyo sobre la muerte, y cada vez queda más sometida a ésta.
La naturaliza, como el final obvio del proceso biológico. La heroíza, como la expresión
última de la tragedia de la existencia. La glorifica, como exaltación dionisíaca de la
vida. Ve en ella, enigmáticamente incomprensible, la clave para la comprensión de la
existencia. Pero a la vez la tecnifica; la convierte en resultado de perfeccionadísimos
aparatos de matar, la maneja mediante un Estado, cuya mentalidad político-militar es
más terrible en toda su frialdad que todas las crueldades antiguas. Pero el hombre
moderno capitula ante todo esto. Lo asume en sí y pierde con eso su último honor
humano.
Contra esto presenta su protesta el nuevo dogma. Dice: la muerte no es eso que ve en
ella la mentalidad hoy dominante. Es a la vez fin y principio. Tiene parte en la muerte
de Cristo. Es un misterio de la fe.
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CAPÍTULO V
LA PRESUPOSICIÓN
Como un epílogo a todo, que a la vez, sin embargo, aclararía el comienzo, se podría
hacer por fin la pregunta: ¿cómo ha podido ser todo esto? De nuevo habría que poner
de relieve esa cosa tan inaudita, lo que se otorgó y pidió a María, para hacer más
sensible la cuestión de dónde están las presuposiciones originales para que ella
sobrellevara la elección, mantuviera su destino y cumpliera su tarea.
La respuesta está amenazada por dos peligros. El uno consiste en caer en ideas
mitológicas y entender a María como ser sobrehumano, como diosa. Entonces se
destruye su esencia; pero también se pone en cuestión la esencia de Dios, pues no hay
un camino que lleve de lo que significa ³un dios´ a lo que es ³Dios´. El otro peligro
consiste en resbalar a lo racionalista o a lo sentimental. Entonces María se queda en
simple paridora y sirvienta, o en graciosa figura de leyenda, y otra vez se pierde todo.
La auténtica respuesta reside en el concepto de gracia. Dios se la dio para sostener lo
inmenso. ¿Cómo se expresa esa gracia?
Ante todo, en la esencia y carácter de María. Debe estar llena de una maravillosa
plenitud de vida; debe ser rica en capacidad de amor, fuerte y suave; debe ser noble,
valiente y humilde, desde su raíz.
También debe haber habido en ella una perfecta sencillez. Pues ésta forma el núcleo
del alma; sólo que no se puede hablar de ella demasiado pronto, sino sólo una vez que
se han evocado las imágenes de esa vida. La sencillez va unida a la vocación. Esta da
ánimo, señala la dirección y protege el corazón. Defiende los ojos, para que no vean la
grandeza propia; pero da también la confianza necesaria para poder entrar en ella.
Quizá su última expresión teológica está en que a María le fue otorgado, y también
ciertamente requerido, desarrollar su vida de mujer totalmente a partir de la gracia,
pero realizando esa gracia como realidad inmediatamente terrena. Algo, pues, que es
propio del Antiguo T estamento en supremo sentido; ya se habló de esto. El carácter
especial de la antigua historia de la Revelación consistió, en efecto, en que el pueblo
llamado había de tener su existencia natural según la vocación divina, y a su vez había
de realizar esta vocación como historia inmediata. También eso era posible sólo por
una sencillez, sinónima de fe y confianza, y la caída del pueblo consistió una vez y otra
en que quiso mantenerse con arreglo a la sabiduría común del hombre.
La sencillez de María adquiere un carácter especial porque es una mujer en quien se
realiza. Para poder percibir y comprender lo que ahí ocurre, se debería partir de la
relación femenina con la existencia, de la profundidad de la concepción y la
maternidad, de la riqueza del sustento y el cuidado del cobijo, y, lo que se olvida
fácilmente, del acierto del saber vital que hay en la mujer. Se debería ver cómo María
estaba defendida por su sencillez de los demonios que amenazan a la naturaleza
femenina, y, por ésta, a la vida en general; una sencillez que no excluye ninguna dote
del espíritu, sino más bien le da su última plenitud, que se llama gracia, .
Pero con esto no se ha hecho más que retrotraer la pregunta. Antes decía: ¿Cómo
pudo María mantenerse en tal vocación? La respuesta era: porque en su pura sencillez
se escondían una plenitud y profundidad de vida que no tenían parangón. Pero en
seguida se vuelve a plantear la cuestión: tal sencillez es por sí misma algo inaudito:
¿De dónde le viene? La respuesta está dada por la doctrina de la Inmaculada
Concepción.
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Quizá esta obra será leída por algunos que no conozcan la doctrina de la Iglesia. A
éstos hay que llamarles la atención sobre que tal doctrina no habla de cómo concibió
María a su Hijo, sino cómo fue concebida ella misma. Dice que en la raíz de su
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existencia no hay pecado: pecado que no sería el de sus padres reunidos, sino el
pecado común, original, de la Humanidad, de que se ha hablado más arriba en este
texto, y que actúa en todos los impulsos de la naturaleza humana, físicos y
espirituales, de modo destructivo, sobre todo en estos últimos.
La doctrina de la Inmaculada Concepción se malentiende siempre en esta manera
aludida. Pero eso es fatal, porque incluye inmediatamente un segundo malentendido:
que con este dogma la Iglesia diga que lo sexual es en sí un pecado; y con tal
³mentalidad monjil´, el amor humano y la fecundidad quedan envilecidos. Este
malentendido se afirma con una tenacidad que resulta transparente para todo el que
tenga mirada clara, cuanto más, que el sentido del dogma está abierto a la luz. En ese
malentendido actúa, más o menos inconscientemente, la intención de deformar los
motivos de la Revelación.
Esto recuerda otra falsificación, igualmente difícil de desarraigar, que está
precisamente en la interpretación del pecado original. Este se entiende obstinadamente
con referencia a la unión sexual, y, por tanto, se sobreentiende que la Revelación
declara mala esta unión; a pesar de que su verdadero sentido está patente en los tres
primeros capítulos del Génesis. Quien quiera entender, no puede menos de ver que
está fundado en la Creación misma el que los hombres debían ³multiplicarse y llenar la
tierra´; y asimismo, que el primer pecado fue el pecado de la soberbia y la rebelión
contra el eterno señorío de Dios. A pesar de todo, esa interpretación aparece una vez y
otra con la pertinacia de un síntoma. Falsea el sentido de toda la obra de la Creación;
y es fácil ver cómo en ella se prolonga la calumnia contra Dios, que comenzó en las
palabras del Seductor.
Esta doctrina dice que María no estuvo bajo el pecado que reside en la Humanidad por
la rebelión de los primeros padres. Que, por el contrario, ha sido puesta por encima de
ese pecado, en atención a la Redención venidera, y ha quedado en una relación de
pura inmediatez con la nueva Creación. La doctrina dice además que en la Madre del
Señor no ha habido ninguna de las confusiones y estragos que provienen de la culpa
original, sino toda la plenitud y la fuerza, el orden y la belleza del nuevo ser humano
querido por Dios, confirmado y santificado por la pura entrañabilidad de la relación
divina. Pero esto, sin prescindir del pecado y la menesterosidad de los hombres; no en
una suerte de idilio sobrenatural, sino que en su existencia ha vivido la terrible
gravedad de lo que había acontecido y llenaba el mundo. Pues esta existencia no era
leyenda, sino verdad. Era pura superación, obrada por el Dios redentor, y ponía a
María en una relación con Cristo que sólo pudo ser vivida con total desprendimiento de
sí misma.
Tomemos otra vez la visión de conjunto, pues hay que pensarla con exactitud, porque
de otro modo la Madre del Redentor se transforma en una figura de leyenda.
Involuntariamente, el pensamiento pasa desde ella a aquella que también existió a
partir de un principio: a la primera mujer de la Creación, a quien también se le dio
plenitud de vida y de gracia. En efecto, a María se le ha llamado siempre ³segunda
Eva´.
Pero el paralelismo no puede tomarse con demasiada sencillez. Lo que comienza en la
Madre de Jesús no es el primer principio, sino el segundo. Su existencia no es la del
Paraíso, pues éste no está sólo temporalmente antes del pecado, sino también
ontológicamente. El pecado ha tenido lugar; ahora el Paraíso sólo existe como Paraíso
perdido, incluso para María. La culpa que lo ha perdido no es suya personal; pero es de
sus hermanos los hombres, y, por tanto, también suya, en cuanto ella está en la
solidaridad de la existencia humana, en atención a la cual, precisamente, se le ha dado
la gracia de ser preservada. La Redención no había de proceder del transcurso de la
Historia misma, de un empujón intrahistórico, por poderoso que fuera, sino de la pura
iniciativa de Dios; por eso la Madre estaba libre de la culpa hereditaria. Pero El vino
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para redimir; El tomó nuestra culpa en sí, y la hizo suya, en la autenticidad con que
tomó nuestro lugar.
La Inmaculada Concepción de María es una gracia que no viene del contexto de sentido
del Paraíso, sino de la Redención, y por eso tiene un carácter de gravedad, que allí no
había todavía. Describir la conciencia que realiza tal existencia, sería una tarea nada
fácil de ³psicología teológica´. Para nosotros significa pureza y madurez esta
superación del mal, y con eso, su experiencia; aquí habría que señalar cómo esa
gravedad que procede de la superación del mal, si bien se da, no es por una lucha
propia, sino procediendo de la vida redentora de Cristo. Para Él estaba ordenada María,
y Ella lo vivió como Madre suya, del modo más inmediato y puro.
A nosotros, acostumbrados al pecado, nos resulta difícil pensar juntas la conciencia de
la vida y la inocencia, la libertad y la obediencia, la realización personal y la sencillez.
La obviedad con que nuestro sentir hace que la madurez de la existencia dependa de la
experiencia del mal, es en sí misma expresión de una corrompida experiencia propia y
de una confusa ordenación de los valores. Y, yendo más allá todavía, de una voluntad
de justificar lo injusto en el tejido básico de nuestra existencia. Se vuelve a tomar la
mentira del Tentador: solamente ³si coméis, seréis como Dios, sabedores del bien y el
mal´. Es difícil salir de este esquema de comprensión de la existencia, y sólo se logra
mediante un honrado ³ejercitamiento en el Cristianismo´. Pero en qué medida se logra,
depende la comprensión de la existencia de María. No queremos olvidar aquí que a eso
no sólo se oponen el naturalismo y el racionalismo, sino también la credulidad
corrompida por el fantaseo y la sentimentalidad.
CONCLUSIÓN DE LA CARTA
Con esto, mi querido amigo, termina mi esbozo. Al empezar me preocupaba que sus
ideas pudieran tener que ver algo con el racionalismo o el psicologismo. Pero se ha
hecho muy evidente que no quieren otra cosa sino poner de relieve, puro y grandioso,
el misterio que se llama ³María´.
Quizá se podría objetar incluso que lo que he dicho se aproxima a tesis muy avanzadas
de mariología especulativa: ¿a qué venía entonces mi defensa al comienzo y en el
transcurso de estas consideraciones? Pero siempre he estado convencido de que un
análisis exacto de la figura de María llevará a las supremas consecuencias; se trata
sólo de por qué camino se llega y cómo se dispone.
Ahora bien, tiene un buen sentido el hecho precisamente de que se piensen estas ideas
en estos días...
Hasta aquí había escrito en Berlín. Desde entonces, han pasado once años. La guerra
ha encontrado su terrible final. El estado que había pedido para sí mil años se ha
desmoronado. La injusticia, la violencia, la deshonra, han tenido lugar,
inconmensurables en sus proporciones, y a la vez tan extrañamente fantasmales como
todo lo que surge de la falta de verdad.
Por todas partes está en marcha el afán vertiginoso de edificar otra vez un futuro; pero
un oscuro temor duda si se podrán dominar los poderes del caos que se han
desencadenado desde hace siglos. De la propia obra humana viene la amenaza; de la
falta de verdad en la interpretación de la vida; del crimen de ser dueños de sí mismos;
del poder siempre creciente sobre la Naturaleza, que por su parte no está regido por
una adecuada comprensión y capacidad de conciencia. Nadie sabe cómo hay que salir
al paso de esto, de tal modo que a veces se tiene la terrible sensación de que en toda
la ciencia y la técnica y la política son menores de edad los que deciden el destino de la
Humanidad. Lo que realmente daría orden y curaría, el retorno a la obediencia al
verdadero Señor de la existencia, está muy lejos de la conciencia universal. Una de las
cosas que se admiten sin discusión en la situación moderna es que no se puede hablar
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de un Dios; que el hombre debe quedarse en sí mismo y realizar él mismo lo que otra
época, no llegada aún a la mayoría de edad, había adscrito al Dios providente.
En esta época tiene lugar la proclamación del dogma de la Asunción y glorificación de
María. Se presiente que debe haber una relación con el momento, y se busca su
sentido. La psicología nos ha enseñado a que en imágenes procedentes del fondo
oculto del ánimo reconozcamos signos con los cuales nos avisa y exhorta la conciencia
vital. ¡Cuánto más esenciales deben ser los signos que vienen de esa profundidad en
que reina el ³Espíritu de la verdad´, la entraña de la Iglesia! Este dogma, resonando en
nuestra hora del mundo, es un signo tal.
Mientras llevaba a término este escrito ²y seguramente no tengo que asegurarte que
no ha sido tarea fácil, bajo la responsabilidad que exigía decir sólo la verdad, pero
también toda la verdad, pues ¿qué serían las cosas cristianas a medias?², mientras
trabajaba, me volvía una vez y otra la visión del capítulo 12 del Apocalipsis: la Mujer,
³vestida del sol, con la luna bajo los pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas´;
cuyo Hijo es amenazado por el Animal del abismo, pero que obtiene milagrosa
salvación, en Dios y en su trono. El propio Vidente llama a esta imagen ³un gran
signo´: el pensamiento cristiano le da diversas interpretaciones; respecto a la Iglesia,
pero también respecto a María. Pero ambas cosas se compenetran; las visiones no son
fórmulas, sino que se extienden por dominios diversos. En todo caso, sentimos que
este signo nos afecta. Pues el Apocalipsis, la ³Revelación´, nos está dado para decirnos
que la existencia está realmente en peligro, por su base; pero que no es ni dueña de sí
misma, ni víctima necesaria de su fatalidad. Sino que a pesar de tanto hablar de
autonomía, precisamente Dios, ³el que es´, es eso que traducen el latín, el griego y
nuestras lenguas modernas con el término ³el Señor´. Pero este Señor del Universo
nos ama ²por extraño que pueda sonar² a los hombres, a los que somos, tal como
somos...
Habría mucho que decir sobre lo que representa ese signo para nosotros y en esta
hora del mundo. Quizá llegará la ocasión para ello.
Otoño 1954