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Hemos decidido publicar este Manual de la Constitución Reformada para ofrecer en un texto
actualizado del mejor modo que nos es posible, la visión completa de la constitución que nos rige
desde el 24 de agosto de 1994.
Hay consenso en que un Manual debe ser breve y claro. Esta pauta nos es difícil en el caso,
porque fundamentalmente militan dos aspectos: por un lado, la brevedad y la claridad no
deben sacrificar explicaciones que, sobre todo para los estudiantes, hacen más comprensible
lo que el autor quiere transmitir; por otro lado, todo lo que hemos considerados factible
suprimir queda necesariamente reemplazado por las modificaciones surgidas en la reforma
constitucional.
Por ende, este nuevo Manual conserva muchos contenidos del Tratado Elemental que en sus
tomos I y II habíamos puesto al día en 1993, y añade los que la mencionada reforma obliga a
incorporar.
Esperamos no defraudar, con este primer tomo, a cuantos tomen en sus manos este libro.
EL AUTOR
CAPÍTULO I
Un reparto es, en el sentido más simple del término, una adjudicación o distribución. ¿De qué? ¿Qué es lo que
se adjudica o distribuye en un reparto? Se adjudica potencia e impotencia. Potencia es, en una aproximación
sumamente simplificada, todo lo que significa beneficio o ventaja. Impotencia es lo contrario: todo lo que significa
una carga o un perjuicio. (Normativamente, a la “potencia” se la suele ver como derecho, y a la “impotencia”
como deber u obligación.)
4. — Cuando el legislador impone una contribución, realiza un reparto; o sea cumple una conducta de reparto.
En ese reparto adjudica a los contribuyentes la “impotencia” de pagar el impuesto, y al fisco, la “potencia” de
recau-darlo. Cuando el constituyente reconoce el derecho de asociación, cumple una conducta de reparto. En ese
reparto, adjudica a todos los hombres la “potencia” de formar una o varias asociaciones, de administrarlas, de
obtener el reconocimiento estatal de las mismas, etc., y adjudica también al estado y a los otros hombres —
recíprocamente— la “impotencia” de no impedir la formación de la asociación, de reconocerla, etcétera.
De alguna manera, retrocedemos a la vieja noción de que el derecho es “res” (cosa): “ipsa res iusta”, la misma
cosa justa, según los escolásticos. Sólo que nosotros no exigimos que esa cosa (que es conducta humana) sea
necesariamente justa (puede ser injusta), bastándonos que tenga dirección relacional al valor justicia (o sea, que
de ella pueda predicarse que es justa o injusta).
a) Las conductas que interesan a la dimensión sociológica del derecho constitucional son las
conductas (justas o injustas), que se consideran “modelo”. ¿Qué significa “conducta-modelo”?
Significa una conducta que se considera y propone como “modelo” para ser imitada o repetida en
casos análogos futuros, o que tiene aptitud para ello. El ser “modelo” implica que se la reputa
“ejemplar” (que adquiere “ejemplaridad”) para obtener “seguimiento” (imitación o repetición) en
situaciones similares.
Las conductas que no alcanzan a cobrar ejemplaridad, no forman parte del orden de
conductas, pero sí de la realidad constitucional.
b) Las conductas ejemplares tienen vigencia sociológica. Se generalizan con aptitud para
servir de modelo y para reiterarse en otros casos similares. La vigencia sociológica es equivalente
a “derecho vigente”.
c) El orden de conductas ejemplares tiene también naturaleza temporal. Ello quiere decir que
“aquí” y “ahora” funciona, en tiempo presente y actual (no “ha sido” ni “será” sino que “es”).
Este carácter presente y actual coincide con la vigencia sociológica que lo hace ser “derecho
vigente”.
d) “Derecho positivo” equivale a “derecho vigente” (sociológica-mente).
e) Si “derecho constitucional positivo” es igual a “derecho constitucional vigente
sociológicamente”, el derecho constitucional positivo y vigente es lo que llamamos la constitución
material o real, es decir, la que funciona y se aplica actualmente, en presente.
7. — Las normas pueden estar formuladas expresamente, o no estarlo. La formulación expresa más difundida
es la escritura (normas escritas), pudiendo no obstante existir normas formuladas expresamente sin estar escritas
—por ej.: las que se grabaran en un disco magnetofónico—. Por ser la escritura la manera habitual de formulación
expresa, hablamos normalmente de normas escritas, o de derecho escrito.
Hay también normas no escritas o no formuladas expresamente. Tradicionalmente se las ha llamado
consuetudinarias.
El valor es objetivo y trascendente, porque no es creado ni inventado por los hombres, sino únicamente
descubierto y conocido por los hombres. Por este carácter direccional y relacional hacia el hombre, el valor vale o
es valor para el hombre. Descubierto y conocido el valor por el hombre, el hombre realiza o puede realizar el
valor temporalmente.
El valor no es autoejecutorio, lo que en otros términos significa que el valor no se realiza solo,
ni lleva a cabo repartos, ni distribuye nada a nadie. El valor señala desde su deber-ser-ideal o
deber ser puro cómo deben ser las conductas. Este deber ser ideal equivale a la “valencia
intrínseca” del valor. El valor vale por sí mismo y por sí solo, y vale aunque no se realice con
signo positivo en el mundo jurídico.
El deber ser ideal o puro del valor justicia es un deber ser dikelógico (porque dikelogía es la
ciencia de la justicia).
9. — Hay quienes sostienen que el único valor jurídico es la justicia; otros, al contrario,
postulan que existe un plexo o conjunto de valores jurídicos, a los que encabeza y preside la
justicia. Entre esos otros valores podemos citar la libertad, la cooperación, la solidaridad, el
orden, la seguridad, la paz, el desarrollo, etc.; y cabe decir que el mismo bien común y el poder
son también valores. Todos ellos se hallan en corriente circulatoria, y los más inferiores (o menos
valiosos) sirven de apoyo a los superiores (o más valiosos).
Conviene advertir que los valores tienen su contravalor o su disvalor; así, “justicia-injusticia”; “seguridad-
inseguridad”, etc. A veces, un valor tiene en contraposición más de un disvalor; el valor poder tiene, por defecto,
el disvalor anarquía, y por exceso el disvalor opresión (o absolutismo, o autoritarismo, o totalitarismo).
Los valores jurídicos son, a la vez, en el campo del derecho constitucional, valores políticos, porque guardan
relación con el estado, con la politicidad, con la organización política que llamamos estado.
Los valores jurídicos no son el techo último. Aunque lo sean en el mundo jurídico, ellos deben propender a
un valor ético que es más elevado todavía que la misma justicia, y es el valor “personalidad” propio de todo ser
humano o de la persona humana, a cuyo desarrollo y crecimiento en plenitud se enderezan el derecho y la política.
El valor “personalidad” sirve de orientación y de base al estado democrático, que respeta y promueve la
dignidad del hombre.
11. — El deber ser ideal del valor es un deber ser ideal valente (que vale) y exigente (que exige). Cuando las
conductas realizan el valor con signo positivo, decimos que en el mundo jurídico se fenomeniza una
manifestación, que es la realización actual de la justicia (con toda la limitación e imperfección del obrar humano).
Cuando el valor no se realiza con signo positivo, hay una injusticia (signo negativo). Tal injusticia engendra un
“deber de actuar” para suprimirla, no bien alguien está en condiciones de obrar para que esa injusticia
desaparezca.
Esto demuestra que el valor penetra al ámbito del mundo jurídico o derecho positivo, y que no queda sin
contacto con él. Además, con el mismo valor valoramos como justas o injustas a las conductas y a las normas que
forman los otros dos sectores del mundo jurídico, y que se convierten en el material estimativo del valor (lo que el
valor valora).
Es claro que la referencia a la constitución escrita, cuando la hay, es importante, para tener noticia de si el
régimen político se ajusta o no a ella; es decir, si la constitución material le proporciona vigencia sociológica, o
discrepa con sus normas.
13. — El contenido del derecho constitucional es más estrecho o más amplio según la
perspectiva que se adopta.
a) Si usamos la del derecho constitucional formal, decimos que tal contenido está dado
también formalmente por la constitución escrita o codificada; y en los estados donde ella no
existe, por las normas constitucionales dispersas que tiene formulación también escrita.
b) Si empleamos la perspectiva del derecho constitucional material, el contenido se vuelve
mucho más abundante. No nos encasillamos en el texto de la constitución formal, sino que nos
desplazamos a la dimensión sociológica.
14. — Una vez que tenemos los dos ángulos de perspectiva, hemos de averiguar cuál es la
materia o el contenido del derecho constitucional material.
La materia o el contenido están dados por dos grandes ámbitos o partes: a) la que se refiere al
poder, sus órganos, sus funciones, y las relaciones entre órganos y funciones; b) la que se refiere
al modo de situación política de los hombres en el estado, sea en las relaciones del hombre con el
propio estado, sea en las relaciones con los demás hombres.
La primera parte se llama parte orgánica, o “derecho constitucional del poder”. La segunda
se llama parte dogmática, y en el constitucionalismo moderno (que define la situación política del
hombre por el reconocimiento de su libertad y sus derechos) se puede llamar también “derecho
constitucional de la libertad”.
La constitución formal
15. — El derecho constitucional formal se maneja con una constitución también formal. Si la
pensamos en su tipo clásico de constitución escrita o codificada, podemos describirla conforme a
las siguientes características:
a) La constitución es una ley.
b) Por ser la ley suprema, se la considera como super ley.
c) Esa ley es escrita.
d) La formulación escrita está codificada, cerrada, o reunida en un texto único y
sistematizado.
e) Por su origen, se diferencia de las leyes ordinarias o comunes en cuanto es producto de un
poder constituyente que, también formalmente, aparece elaborándola.
De este esquema deducimos que la constitución formal pone el acento fundamentalmente en el aspecto
normativo.
La constitución material
El bloque de constitucionalidad
En el derecho constitucional argentino después de la reforma de 1994, damos por alojados en el bloque de
constitucionalidad a los tratados internacionales de derechos humanos a que hace referencia el art. 75 inc. 22 (ver
Cap. V, nº 9).
La fuerza normativa del derecho de la constitución no quiere decir que sus normas consigan por sí solas y
automáticamente el cumplimiento debido. Las normas por sí mismas no disponen de tal capacidad para lograr que
las conductas se ajusten a la descripción que de ellas hacen aquellas normas, pero su fuerza normativa obliga a que
se adopten todos los condicionamientos necesarios —de toda clase— para alcanzar ese resultado.
En suma, la fuerza normativa está en las normas del derecho de la constitución, pero se dirige a realizarse en
la dimensión sociológica de las conductas. Es decir, apunta a alcanzar la efectividad de las normas escritas en la
vigencia sociológica.
La coincidencia, discrepancia u oposición entre la
constitución formal y la constitución material
19. — La constitución material puede coincidir con la constitución formal. Ello acontece
cuando la constitución formal tiene vigencia sociológica, funciona, y se aplica.
La constitución material puede no coincidir con la constitución formal en todo o en parte. Ello
acontece cuando la constitución formal, total o parcialmente, no tiene vigencia sociológica, ni
funciona, ni se aplica.
Una constitución formal o parte de ella puede no tener vigencia actual porque la tuvo y la
perdió; o puede no haberla adquirido nunca (todo ello por violación ejemplarizada o por desuso).
Cuando la constitución formal, en todo o en parte, no tiene vigencia, hay siempre una constitución
material vigente que es la constitución real que funciona y se aplica.
Todo estado tiene su constitución material, porque está “constituido” u organizado de una
manera determinada. En los estados que carecen de constitución formal, hay por ello, siempre y
necesariamente, una constitución material.
20. — La constitución material o el derecho constitucional mate-rial son siempre más amplios
que la constitución formal o el derecho constitucional formal. Y eso aunque pensemos la hipótesis
de que la constitución material y la formal coincidan.
¿Por qué? Porque aunque se dé esta coincidencia, con ella sólo queremos señalar el hecho de que la
constitución formal tiene vigencia sociológica, funciona y se aplica con eficacia. Pero la constitución material la
excede porque en ella siempre hay contenidos incorporados al margen y fuera de la formal, por la actividad de
diversas fuentes que estudiaremos después.
21. — La palabra “fuentes” del derecho es multívoca. Muchos distinguen las fuentes de “las
normas” (o del orden normativo) y las fuentes “materiales”. Nosotros abordaremos la dualidad
(fuentes del orden normativo, y fuentes del derecho constitucional material).
a) Fuentes de las normas puede significar:
a’) la “manifestación” o “constancia” de la norma, por la que sabemos que en el orden
normativo “hay” una norma; en este sentido, la fuente parece ser la misma norma;
a”) el “acto de creación” o de establecimiento de la norma;
a’’’) el conjunto de ideas, valoraciones, normas, realidades, etc., que sirve de inspiración para
el contenido de la norma.
b) Fuentes del derecho constitucional material, en cambio, alude a todo canal o carril por el
cual ingresa y se incorpora —o emigra— un contenido en la constitución material; todo cuanto en
ella encontramos proviene de una fuente que engendra un derecho vigente en la dimensión
sociológica (no una norma sin aplicación ni eficacia).
Con este enfoque es fácil admitir que el derecho constitucional material recibe, o puede recibir, contenidos
reales de diversas fuentes: de la misma constitución formal, cuando ella funciona y se cumple; de leyes con
contenido constitucional en igual caso; de tratados internacionales en las mismas condiciones; del derecho no
escrito (consuetudinario y espontáneo); del derecho judicial, etc.; el derecho internacional no contractual (es
decir, surgido de la costumbre, y no de tratados y convenciones) funciona también como fuente del derecho
constitucional material.
Por consiguiente, decimos que en el orden de las fuentes formales o de constancia, la primera
fuente es la propia constitución formal.
A ella añadimos:
a) Normas escritas dispersas, como lo son las leyes dictadas por el congreso (ordinarias en
cuanto a origen y forma) que regulan materia constitucional; a título de ejemplo, señalamos la ley
de acefalía, la de ministerios, la de partidos políticos, la electoral, la de amparo, la de
expropiación, la de ciudadanía, etc. Las llamamos “leyes constitucionales” (por su materia o
contenido).
La reforma de 1994, que ha dado a la constitución una textura muy abierta, derivó
expresamente al congreso la competencia para dictar numerosas leyes de complementación,
determinación o reglamentación de normas constitucionales.
b) Tratados internacionales, como los que versan sobre derechos humanos, sobre la
integración a organizaciones supraestatales, el Acuerdo de 1966 con la Santa Sede, la Convención
de Viena sobre derecho de los tratados, etcétera.
La reforma constitucional de 1994 ha introducido una importante modificación en este
ámbito, cuando el art. 75 inc. 22 reconoce a determinados tratados de derechos humanos la misma
jerarquía de la constitución.
El derecho espontáneo
23. — Al derecho no escrito lo venimos llamando hasta ahora, para conservar la denominación tradicional,
derecho consuetudinario. Esta terminología proviene de atribuir a la costumbre carácter de fuente material.
Trabajado el tema en el derecho privado, se ha exigido para el reconocimiento del derecho consuetudinario
una serie de condiciones: a) muchos casos análogos; b) repetición o frecuencia de conductas análogas en casos
similares durante mucho tiempo; c) el “animus” o convicción de su obligatoriedad.
En el derecho constitucional material nos topamos a veces con un derecho no escrito que responde a esa
tipología consuetudinaria. No sería difícil admitir que buena parte de la constitución no escrita o dispersa de Gran
Bretaña es consuetudinaria.
En otras muchas situaciones, la fuente material es creadora de derecho constitucional con
modalidades que no responden al tipo privatista del derecho consuetudinario. Una o pocas
conductas, durante un lapso breve, engendran o pueden engendrar derecho constitucional.
¿Cómo? ¿Por qué? La respuesta exige un resumen rápido de su caracterización.
La conducta que, desde su origen o posteriormente, se torna en modelo y se ejemplariza, por
la pauta o el criterio de valor que lleva adosados, sabemos que por el seguimiento o la viabilidad
de seguimiento es una conducta vigente, que tiene vigencia sociológica. Si la ejemplaridad
funciona en poco tiempo, o a través de un lapso prolongado, o si proviene de una sola conducta,
de pocas o de mu-chas, no interesa. Basta que exista. Cuando existe, podemos captar lógicamente
como norma general la descripción de la conducta ejemplarizada. La normatividad extralegal o
no escrita aparece rápidamente.
¿De dónde viene la aceleración del proceso? Es muy simple. De que habitualmente las conductas que se
ejemplarizan, no obstante ser conductas individuales cumplidas por hombres, tienen como autores a hombres con
una calidad muy especial: la de ser titulares o detentadores del poder, a quienes en el orden de las normas
visualizamos como órganos del poder o del estado. El uso y ejercicio del poder permite que esas conductas se
socialicen y generalicen muy pronto, se erijan en modelo, tengan aptitud de incitar al seguimiento o a la imitación,
y se revistan de ejemplaridad.
Para denotar con más precisión la naturaleza del fenómeno de aceleración en la fuente
material, preferimos hablar de derecho espontáneo, y reservar el adjetivo consuetudinario para los
casos clásicos de mucha frecuencia y largo tiempo.
24. — El derecho espontáneo —al igual que el consuetudinario— puede ser enfocado desde el triple ángulo
de la costumbre secundum legem, praeter legem, y contra legem.
La primera se da cuando la norma escrita remite a ella; la segunda, cuando la costumbre viene a cubrir o
completar la insuficiencia o inexistencia de normas escritas; la tercera, cuando la costumbre es violatoria de la
norma escrita.
Aplicando el esquema al derecho constitucional, vemos fundamentalmente al derecho espontáneo o
consuetudinario en un doble posible funcionamiento: a) sin oponerse a la constitución, en cuyo caso puede
proporcionar vigencias constitucionales que completan, rellenan y exceden a la constitución formal; b)
contrariando a la constitución.
En este último caso, la ejemplaridad de las conductas infractorias, al adquirir vigencia sociológica, priva de
vigencia sociológica a la constitución formal en la parte violada.
Con nuestra terminología decimos que el derecho espontáneo o consuetudinario puede crear derecho
constitucional material en oposición al formal, destituyendo a este último de vigencia sociológica, pero sin
validez.
25. — En nuestro derecho constitucional hay numerosos ejemplos de esta fuente material del derecho
espontáneo. Así, de conductas ejemplarizadas captamos la existencia de normas no escritas de derecho
espontáneo, como las siguientes: a) cuando el congreso declara la necesidad de la reforma constitucional trabaja
con cada una de sus cámaras reunidas separadamente (pero podría ejemplarizar la conducta de hacerlo con ambas
reunidas en asamblea); b) en la misma ocasión, el acto declarativo toma forma de ley (sin ser en su esencia
función legislativa); c) el quórum de dos tercios de votos favorables se computa sobre la totalidad de los miembros
de cada cámara por separado; d) la convención especial que toma a su cargo la reforma se compone de miembros
elegidos por el cuerpo electoral. Todo ello es derecho espontáneo en torno del art. 30 de la constitución.
Fuera de él, podemos mencionar como normas no escritas: a) la que establece que el congreso cumple sus
funciones dictando leyes, aunque muchas de esas funciones no tengan naturaleza legislativa; b) la que establece
que no se convoca a nuevas elecciones para designar vicepresidente cuando la vicepresidencia queda vacante por
sucesión presidencial del vicepresidente; c) la que entre 1928 y 1958 establece que se elige nuevo vicepresidente
cuando la vicepresidencia queda vacante por causas distintas a la asunción del poder ejecutivo por el
vicepresidente; d) la mayor parte de las vigentes en períodos de facto (disolución del congreso, ejercicio de sus
facultades por el presidente de facto, destitución de jueces por el presidente de facto, etc.).
Por uso contrario o por desuso, normas de la constitución escrita no tuvieron o no tienen vigencia
sociológica; hasta la reforma de 1994, no la tuvo la que exigía permiso del congreso para que el presidente de la
república saliera de la capital federal (esta norma se eliminó del texto en 1994); siguen sin tener vigencia
sociológica las normas que fijan una renta anual para ser presidente, vicepresidente y senador, y las que prevén el
juicio por jurados.
Hemos asimismo de prestar atención a otro fenómeno que tiene su origen en el derecho no
escrito (espontáneo o consuetudinario). Se produce cuando, sin que claramente pueda sostenerse
que una conducta ejemplarizada viola una norma de la constitución escrita, le imprime mediante
la llamada mutación por interpretación (ver Cap. II, nº 38 c) una modalidad en su funcionamiento
que no surge directamente de la misma norma.
Un ejemplo —ya citado— es el ejercicio de todas las competencias del congreso mediante el dictado de leyes,
aunque el contenido de los actos no siempre sea legislativo en sentido material; otro, hasta la reforma de 1994, la
intervención federal a una provincia tanto por decreto del poder ejecutivo, como por el congreso.
26. — Debe quedar bien aclarado que cuando el derecho espontáneo opuesto a la constitución
formal priva a ésta de vigencia sociológica en la parte respectiva, la norma de la constitución for-
mal subsiste en el orden normológico y mantiene su capacidad de recuperar vigencia sociológica,
no bien se desplace la ejemplaridad de la conducta infractoria. Es decir que no queda “derogada”
ni su-primida.
El derecho judicial
27. — El derecho judicial funciona como fuente a través de un proceso similar al del derecho
espontáneo. La diferencia radica en que la conducta es cumplida por uno o varios hombres que
administran justicia —o sea, que en el orden de normas visualizamos como órganos del poder
judicial (jueces). Esa conducta es la que lleva a cabo el juez al resolver una causa. La norma
individual que describe el reparto del caso es la sentencia.
La conducta de reparto cumplida al sentenciar una causa puede actuar como modelo, provocar
seguimiento, ejemplarizarse, y servir de precedente para resolver en el futuro casos semejantes en
igual sentido. Con ello, la sentencia se proyecta más allá del caso y se generaliza
espontáneamente por imitación. La norma individual se generaliza.
El derecho judicial nos obliga a preguntarnos si sus normas están o no formuladas expresamente por escrito.
Las sentencias como normas individuales tienen esa forma de constancia. Pero la norma general que extraemos
por proyección de la sentencia ejemplarizada, no está escrita como tal norma general.
28. — La creación de derecho constitucional material por vía de fuente judicial cuenta con un
factor decisivo: el control judicial de constitucionalidad, sobre todo cuando está a cargo de la
Corte Suprema de Justicia. Observamos que sus sentencias: a) obtienen seguimiento habitual por
el propio tribunal, que reitera sus precedentes; b) obtienen similar seguimiento por parte de
tribunales inferiores; c) originan muchas veces la reforma o derogación de normas que la Corte
declaró inconstitucionales; d) sirven de pauta a normas futuras del derecho escrito.
Nuestro derecho constitucional ofrece multiplicidad de normas del derecho judicial. Rastreando solamente
algunas, citamos: a) la que establece que las llamadas cuestiones políticas no son judiciables por los tribunales; b)
la que establece que la actividad jurisdiccional de la administración pública requiere ulterior control judicial
suficiente; c) la que establece que la doble instancia no es requisito constitucional del debido proceso o de la
defensa en juicio; d) la que establece que los jueces tienen que calificar judicialmente la huelga cuando resuelven
litigios laborales derivados de una huelga; e) la que establece que los actos y las medidas en ejecución del estado
de sitio, que inciden en derechos y libertades están sujetos a control judicial de razonabilidad, etc. Buena parte del
derecho espontáneo en materia de doctrina de facto ha recibido también consagración por parte del derecho
judicial.
Aparte de estas normas judiciales proponemos solamente tres contenidos fundamentales de nuestro derecho
constitucional material surgidos del derecho judicial elaborado por la Corte: a) la creación jurisprudencial del
amparo, desde 1957 hasta la legislación de 1966 y1967; b) la elaboración de los contenidos del derecho de
propiedad en sentido constitucional; c) la elaboración de la doctrina sobre arbitrariedad de las sentencias.
29. — No nos debe sorprender que el derecho judicial cambie, a veces diametralmente, o con frecuencia, y
sustituya una interpretación jurisprudencial por otra, a partir de una sentencia que se ejemplariza.
Esta movilidad no obsta a decir que mientras una norma de él mantiene su vigencia sociológica, ése es el
derecho judicial vigente. Lo que ocurre es que tal vigencia puede perderse o sustituirse cuando se opera un sesgo
distinto en el derecho judicial, provocado por la ejemplarización de sentencias posteriores que generalizan una
interpretación diferente.
También aparece el mismo fenómeno en el derecho espontáneo, y en el derecho legislado; en éste, una ley
puede, de un momento para otro, modificar o suplantar al derecho escrito anterior.
30. — Conviene puntualizar primero algunas acepciones de las palabras validez y vigencia.
En tanto del valor como deber ser ideal predicamos la “valencia” (el valor vale), del derecho positivo se
puede predicar la “validez”.
La validez como cualidad posible del derecho positivo proviene de su ajuste o conformidad a los valores
jurídicos puros, especialmente al valor justicia. El derecho positivo justo goza de validez, en tanto el derecho
positivo injusto (que sigue siendo derecho), es inválido, o carece de validez, aunque tenga vigencia sociológica.
Cuando la constitución es justa, la validez del derecho infraconstitucional se tiene por cierta si se adecua a la
constitución, pues a través de ésta viene a realizar el valor justicia.
31. — A la vigencia la podemos desdoblar para hablar de: a) una vigencia normológica; b)
una vigencia sociológica. Normalmente, cuando se emplea el término vigencia sin calificativo
alguno, se suele aludir a la vigencia sociológica.
a) La vigencia normológica es la de las normas (u orden normativo), y consiste en que una
norma sea “puesta” en el mundo jurídico, y permanezca en él sin un acto formal de derogación,
abrogación, eliminación o supresión.
b) La vigencia sociológica se da en la dimensión sociológica del mundo jurídico, y requiere la
conducta ejemplarizada y la norma descriptiva (escrita o no escrita) con funcionamiento y
eficacia.
La interrelación de vigencia y validez
32. — El problema de la vigencia sociológica se conecta con el de la validez del derecho. No todo derecho
que posee vigencia sociológica es válido. En el derecho constitucional argentino decimos que, además de la
vigencia sociológica que lo hace ser derecho positivo, hace falta: a) conformidad con la constitución escrita y, a
través de ella; b) concordancia con los valores jurídicos, especialmente con el valor justicia.
a) El derecho contrario a la constitución formal que, pese a esa oposición, tiene vigencia sociológica, quita
dicha vigencia a la constitución formal en la parte infringida.
La pérdida de vigencia sociológica —total o parcial— de la constitución formal, apareja la pérdida de la
validez. Ello es claro si partimos de la idea de que la validez es una cualidad del derecho positivo, y si por falta de
vigencia sociológica el derecho positivo deja de ser “positivo”, desaparece el sustrato jurídico (apoyo) de la
validez.
Esto no impide que las normas de la constitución que pierden vigencia sociológica, y con ella su validez
como derecho positivo, puedan recobrar aquella vigencia cuando empiecen a funcionar. Esto es posible porque
siempre mantienen la aptitud para ser aplicadas, y porque siguen “puestas” en el texto constitucional (u orden
normológico).
b) ¿Se puede admitir la validez del derecho que ha cobrado vigencia sociológica en contra de la constitución
formal? Cabe decir que se “convalida” o adquiere validez si concurren todas las siguientes condiciones: a)
imposibilidad de alegar la infracción, o resultado inexitoso del alegato producido; b) justicia material intrínseca
del derecho engendrado; c) ejemplaridad generalizada del mismo. A esta formulación corresponde nuestro
principio sobre la llamada “norma de habilitación”.
c) La “convalidación” a que nos referimos en el inciso anterior no impide que, en un momento dado, la
infracción originaria que privó de vigencia sociológica y de validez a la parte conculcada de la constitución
formal, sea descalificada como inconstitucional mediante el control de constitucionalidad, y que de ahí en más se
restaure la vigencia sociológica y la validez de la constitución formal en la parte que había quedado desplazada.
d) Cuando con el afán de priorizar y dejar inmune al derecho escrito se dice que la “costumbre contra legem”
(derecho consuetudinario o espontáneo) no “deroga” a la constitución escrita, lo que en realidad se está
expresando es que, a pesar de privarla de vigencia sociológica, deja “puestas” e intactas a las normas transgredidas
dentro del orden normológico; o sea, permanecen en la “letra” de la constitución con vigencia normológica.
Además, siempre podrá acusarse, en principio, como inválido —aunque vigente sociológicamente— al
derecho surgido en oposición a la constitución.
Monismo y dualismo procuran explicar el modo de penetración o incorporación del derecho internacional en
el derecho interno. Por eso decimos que se trata de un problema referido a las fuentes. La cuestión de la jerarquía
entre derecho internacional y derecho interno aparece en segundo término.
Primero hay que resolver cómo se incorpora el primero al segundo, y luego, qué lugar ocupa en el derecho
interno el derecho internacional incorporado.
El monismo afirma que entre derecho internacional y derecho interno existe unidad de orden
jurídico y, por ende, unidad en el sistema de fuentes. Las fuentes del derecho internacional son
automáticamente y por sí mismas fuentes del derecho interno, con lo cual el derecho internacional
penetra y se incorpora directamente en el derecho interno.
El dualismo afirma que hay dualidad de órdenes jurídicos, e incomunicación entre ambos.
Cada uno posee su propio sistema de fuentes, con lo que las fuentes del derecho internacional no
funcionan directamente como fuentes del derecho interno. Para que se opere la incorporación del
primero al segundo, hace falta que una fuente interna dé recepción al derecho internacional. La
fuente de derecho interno hace de colador o filtro para dejar pasar al derecho internacional, y en
ese tránsito produce la novación o conversión del derecho internacional en derecho interno.
En materia de derecho internacional consuetudinario, no hay mayor inconveniente por parte de los estados en
aceptar el monismo. En cambio, en materia de derecho internacional contractual, el dualismo sigue jugando una
influencia muy marcada.
34. — Nuestra constitución se ocupa de los tratados en numerosos artículos (27, 31, 43, 75
incisos 22, 23 y 24, 99 inc. 11, 116). Al derecho internacional consuetudinario no hace referencia,
salvo la mención marginal del derecho de gentes en el art. 118; pero hay leyes que aluden a él: ya
la ley 48 estableció que la Corte Suprema debía proceder en las causas de su competencia
originaria concernientes a embajadores, etc., de acuerdo al derecho de gentes. El decreto ley
1285/58 ha repetido el principio para las mismas causas, en las que la Corte interviene “del modo
que una Corte de justicia puede proceder con arreglo al derecho de gentes”. Y para corroborar que
nuestro país no descarta el derecho internacional consuetudinario, observamos que el art. 21 de la
ley 48, al enunciar las normas que deben aplicar los jueces y tribunales federales, cita
separadamente a los “tratados internacionales” y a los “principios del derecho de gentes”,
remitiendo con esta última terminología al derecho internacional no contractual o
consuetudinario.
35. — En el mecanismo clásico de celebración de los tratados ha-llamos diversas etapas, que
nuestro derecho constitucional regula:
a) la negociación, a cargo del poder ejecutivo;
b) la firma, también a cargo del poder ejecutivo;
c) la aprobación del tratado por el congreso (si en vez de aprobación hay rechazo, el proceso
no sigue adelante);
d) la ratificación del tratado en sede internacional, a cargo del poder ejecutivo.
36. — La vigencia del tratado en el orden internacional arranca normalmente de la
ratificación. La ratificación es un acto de declaración de voluntad de los estados ratificantes, en el
sentido de tener al tratado como de cumplimiento obligatorio.
Para el dualismo, el congreso protagonizaría dos intervenciones: una al aprobar el tratado antes de su
ratificación; otra, después de ratificado, para incorporarlo al derecho interno.
Hay razones para reconocer que nuestra constitución es monista. Por un lado, ella no
establece en ninguna parte que haga falta una ley de recepción después de la ratificación del
tratado. Por otra parte, el art. 31 brinda un buen argumento: en su orden de prelación se cita a la
propia constitución, a las leyes del congreso, y a los “tratados”; la mención separada de los
“tratados” y de las “leyes” significa que los tratados ingresan al derecho interno como tratados, o
sea sin perder su naturaleza y sin necesidad de una ley de incorporación; si fuera menester dicha
ley, sería redundante citar a los tratados separadamente de las leyes, puesto que la ley de
recepción o incorporación los convertiría en “ley”, y los dejaría com-prendidos y subsumidos en
la mención de las “leyes” del congreso.
Observamos, por fin, que el art. 116 vuelve a citar a los tratados separadamente de las leyes.
38. — La solución monista no queda perturbada ni desmentida cuando se encara el caso de tratados que no
son autoejecutorios u operativos.
Un tratado puede ser operativo o ser programático. Depende de la formu-lación de sus normas. Ejemplo de
tratado operativo (self-executing) sería el que dispusiera: “los estados partes establecen que la jornada de trabajo
en las minas no excederá de cinco horas”. Ejemplo de tratado programático sería el que dispusiera: “los estados
partes se comprometen a adoptar medidas en su derecho interno para reducir a cinco horas la jornada de trabajo
en las minas”.
El primer tratado fija directamente el horario laboral, y se vuelve automáti-ca y directamente aplicativo en el
derecho interno. El segundo no, porque sola-mente consigna una obligación de los estados-parte para limitar ese
horario, lo cual torna necesario que adopten medidas al respecto en su derecho interno.
Que el tratado programático requiera de ley para que se cumplan sus previsiones en el derecho interno sólo
significa que no es operativo, y que demanda su complementación normativa. De ningún modo significa que la ley
interna “reglamentaria” sea una “fuente interna de recepción” del tratado.
39. — En el caso “Merck Química Argentina c/Gobierno Nacional”, fallado en 1948, nuestra Corte Suprema
sostuvo que monismo significa supremacía del derecho internacional sobre la constitución, y dualismo,
supremacía de la constitución sobre el derecho internacional. Tal criterio definitorio, seguido por algunos
internacionalistas, no es el que nosotros hemos acogido; monismo y dualismo no se enredan en torno de un
problema de supremacía, sino de unidad o dualidad de orden jurídico y de los sistemas de fuentes.
Hecha la distinción por la Corte, el tribunal siguió diciendo que en tiempos de paz nuestro estado es dualista,
porque impone la supremacía de la constitución por encima de los tratados, pero que en tiempos de guerra nuestro
estado es monista, porque coloca a los tratados por encima de la constitución.
El enfoque de la Corte, adoptando una solución para época de paz y otra para época bélica, deriva de suponer
que estando prevista la guerra en nuestra constitución, está también habilitado el derecho internacional de guerra
con todas sus soluciones, y marginada la aplicación de la constitución en las partes que se opongan o no coincidan
con el derecho internacional de guerra.
40. — Una indagación útil en el actual derecho judicial de la Corte Suprema la proporcionó la
sentencia dictada el 7 de julio de 1992 en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich”, en el que se disputaba
el derecho de réplica previsto en un tratado internacional (art. 14 del Pacto de San José de Costa
Rica). La tesis que extraemos del fallo favorece y acoge el monismo, en cuanto da por
incorporado el tratado a nuestro orden interno después de cumplidas las etapas para su formación.
Dijo la Corte que un tratado internacional constitucionalmente celebrado, incluyendo su
ratificación internacional, es orgánicamente federal y es “ley suprema de la nación”, con lo que, a
nuestro juicio, dio por cierto que para ingresar al derecho interno no hace falta que después de la
ratificación internacional por el poder ejecutivo se dicte una ley.
Es más, en el caso citado la Corte sostuvo que el mentado art. 14 del Pacto de San José de
Costa Rica es operativo.
41. — Es muy importante adelantar un tema posterior que trataremos al abordar la relación del derecho
internacional con la constitución. En el derecho internacional rige el principio básico de su prelación sobre todo
el derecho interno, y aunque ello hace referencia a la supremacía y no a las fuentes, hay que tenerlo en cuenta,
porque si nuestra constitución presta recepción a la fuente de derecho internacional, lo lógico y coherente sería, a
nuestro criterio, que en orden a la supremacía lo hiciera asumiendo la prioridad, cosa que no acontece, como lo
veremos después (cap. V, nº 17).
42. — Podemos dividir las fuentes históricas en tres clases: a) fuentes ideológicas o
doctrinarias, que son el conjunto de ideas, doctrinas y creencias que gravitó sobre el constituyente
para componer el complejo cultural de la constitución; b) fuentes normativas (o del derecho
constitucional escrito), que son los textos y las normas previos a 1853-1860 que sirvieron de
inspiración y antecedente al articulado de la constitución; c) fuentes instrumentales, que apuntan
al proceso político-jurídico que condujo al establecimiento de la constitución, y que dan noticia de
cómo, por qué, y cuándo, se incorporan a ella sus contenidos fundamentales.
La ideología, los principios fundamentales, las normas, los contenidos de la constitución,
tienen —como la constitución toda— una génesis histórica. Han surgido de alguna parte, y han
entrado de algún modo en la constitución. Tal es el tema de las fuentes históricas, que nos lleva al
hontanar donde el constituyente se inspiró, y a los cauces que utilizó para plasmar positivamente,
desde y con esas fuentes históricas, nuestra constitución.
En primer término, cabe señalar que pese a las influencias recibidas desde afuera —o sea, a
las fuentes extranjeras—, la constitución asume una solución propia, que no es copia ni adopción
automática de modelos foráneos, sino en todo caso una imitación que acomoda lo extraño a lo
vernáculo.
Por una parte, la base ideológica e institucional española con que se maneja la Revolución de
Mayo permanece como fermento que conduce en 1853 a la organización constitucional. Por otro
lado, la emancipación acuña desde 1810 algunas pautas fundamentales que componen el ideario
de Mayo.
Desde Estados Unidos de Norteamérica nos llega el rol de ejemplaridad de su constitución de
1787. La república y el federalismo nos sirven de inspiración, pero se institucionalizan en forma
autóctona.
Los ensayos constitucionales desde 1810 hasta la constitución de 1826 —cuya cita no nos
incumbe ahora— hicieron también su aporte, cuajando en el proyecto elaborado por Alberdi en las
“Bases”. Ideológicamente, es factor de primer orden el pensamiento de la generación de 1837
expresado en las palabras simbólicas del Dogma Socialista, y el ideario oriental formulado
principalmente por Artigas.
43. — El proceso constitucional argentino que confluye a la constitución de 1853 se compone a través de la
interinfluencia del medio, del hombre y de la ideología.
a) En el medio (influencia mesológica) ubicamos a las ciudades, a las provincias y a Buenos Aires. Las
ciudades dan origen a zonas que, con el tiempo, demarcarán las jurisdicciones provinciales. Y las provincias
librarán su lucha por su existencia y supervivencia política, para asegurar su personalidad histórica en un sistema
federal. Buenos Aires, por fin, actuará como polo centralizador y unificante, para atraer como por un plano
inclinado, hacia la unidad de un solo estado, a las catorce provincias mesológicamente susceptibles de entrar en su
radio de acción.
b) Estas influencias del medio se intercalarán con las del hombre. El hombre dará a la vida, a las ideas, a las
costumbres de cada provincia, un estilo sociológico y cultural propio, que será la razón de ser de las autonomías
locales. El hombre será el pueblo, serán los caudillos, será Artigas.
c) Del hombre situado en el medio surgirá la ideología. Sin la fuerza ideológica, el medio y el hombre
hubieran sido estériles, no hubieran llegado por sí solos a la coyuntura constitucional de 1853. La ideología de
emancipación, de democracia, de gobierno republicano, de federalismo, germinó en una estructura constitucional
pensada y creada por el hombre en un medio físico y geográfico.
La disposición e interinfluencia de los elementos humanos, ideológicos y mesológicos fue lograda por los
pactos interprovinciales. El proceso pactista o contractual fue el cauce a través del cual se preparó e instrumentó
la organización constitucional de las provincias que tuvieron a Buenos Aires como foco territorial y vínculo físico
de integración.
El primer antecedente de los pactos preexistentes con gravitación importante es la Convención de la Provincia
Oriental del Uruguay, celebrada el 19 de abril de 1813 entre Artigas y Rondeau. Podemos mencionar luego el
Tratado del Pilar, la Liga de Avalos, el pacto de Benegas, el Tratado del Cuadrilátero y el pacto Federal de 1827.
En relación más inmediata con la constitución hallamos en 1831 el Pacto Federal, y en 1852 el Acuerdo de San
Nicolás. Un último pacto, el de San José de Flores de 1859, facilitará el ingreso de Buenos Aires a la federación.
CAPÍTULO II
LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN
I. LOS TIPOS Y LA CLASIFICACIÓN DE LAS CONSTITUCIONES. - Los tres tipos puros. - Las clases de
constitución. - II. LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN FORMAL ARGENTINA. - Su caracterización general. - El
preámbulo. - El orden normativo de la constitución formal. Normas “operativas” y “programáticas”. Normas
que no son susceptibles de reglamentación. - III. LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA DESPUÉS DE
LA REFORMA DE 1994. - ¿Es una “nueva” constitución? - El techo ideológico. - La vigencia normológica de las
normas no reformadas. - ¿Las leyes complementarias sólo pueden dictarse una vez? - La rigidez. - Las
cláusulas transitorias. - IV. LA DINÁMICA DE LA CONSTITUCIÓN. - La constitución en la movilidad del régimen
político. El reflejo de las normas de la constitución formal en la constitución material. - Las
mutaciones constitucionales.
1. — Para comprender la tipología de nuestra constitución, necesitamos hacer previamente un breve esquema
de los tipos y las clases de constitución que manejan la doctrina y el derecho comparado.
Encontramos un tipo racional-normativo, cuya caracterización puede lograrse de la siguiente forma:
a) define a la constitución como conjunto de normas, fundamentalmente escritas, y reunidas en un cuerpo
codificado;
b) piensa y elabora a la constitución como una planificación racional, o sea, suponiendo que la razón humana
es capaz de ordenar constitucionalmente a la comunidad y al estado;
c) profesa la creencia en la fuerza estructurada de la ley, es decir, en que las normas son el principio
ordenador del régimen constitucional y de que tienen en sí mismas, y en su pura fuerza normativa, la eficacia para
conseguir que la realidad sea tal como las normas la describen;
d) la constitución es un esquema racional de organización, un plan o programa formulado con pretensión de
subsumir toda la dinámica del régimen político en las previsiones normativas.
El tipo racional-normativo propende a obtener: racionalidad, seguridad, estabilidad. Tales efectos se
consideran el resultado de la planificación predeterminada en las normas.
El tipo racional-normativo se supone apto para servir con validez general a todos los estados y para todos los
tiempos. Históricamente, responde a la época del constitucionalismo moderno o clásico, iniciado a fines del siglo
XVIII.
El tipo racional-normativo apunta fundamentalmente a la constitución formal.
2. — El tipo historicista, en oposición al racional normativo, responde a la idea de que cada constitución es el
producto de una cierta tradición en una sociedad determinada, que se prolonga desde el pasado y se consolida
hasta y en el presente. Cada comunidad, cada estado, tiene “su” constitución así surgida y formada. La
constitución no se elabora ni se escribe racionalmente, la constitución es algo propio y singular de cada régimen.
Por eso descarta la generalidad y la racionalidad del tipo racional-normativo, para quedarse con lo individual, lo
particular, lo concreto.
3. — El tipo sociológico contempla la dimensión sociológica presente. Diríamos que enfoca a la constitución
material tal cual funciona “hoy” en cada sociedad, como derecho con vigencia actual, en presente. No le preocupa
que la vigencia sociológica provenga o no de una línea precedente de tradición histórica, o que sea reciente.
Así como el tipo historicista pone el acento en la legitimidad de la constitución a través del tiempo y del
pasado, el sociológico encara la vigencia sociológica de la constitución material presente.
4. — Se puede decir que el tipo historicista y el tipo sociológico se apartan (total o parcialmente) de la
planificación racional y abstracta, porque ven a la constitución como un producto del medio social, o sea, como
constitución material.
Su caracterización general
Es importante y necesario hacer historia política y constitucional de todo el proceso que desembocó en la
constitución de 1853-1860 para comprender cuál ha sido su “por qué” y su “razón histórica” y, con ello, dar por
cierto que constituir un nuevo estado estuvo muy lejos de crearlo de la nada y de prescindir de su génesis.
7. — La constitución argentina amalgama también —por eso— algunos caracteres del tipo
tradicional-historicista, porque plasmó contenidos que ya estaban afincados en la comunidad
social que la preexistía, y los legitimó a título de la continuidad y permanencia que acusaban en la
estructura social. De todo un repertorio de ideas, principios y realidades que la tradición histórica
prolongaba —por lo menos desde 1810—, nuestra constitución consolidó implícitamente
determinados contenidos a los que atribuimos carácter pétreo.
Decir que hay contenidos pétreos en nuestra constitución significa afirmar que mientras se mantenga la
fisonomía de nuestra comunidad y mientras la estructura social subyacente siga siendo fundamentalmente la
misma, dichos contenidos no podrán ser válidamente alterados o abolidos por ninguna reforma constitucional.
Podrán, acaso, ser objeto de modificación y reforma, pero no de destrucción o supresión.
Entre los contenidos pétreos citamos: a) la democracia como forma de estado, basada en el
respeto y reconocimiento de la dignidad del hombre, de su libertad y de sus derechos; b) el
federalismo como forma de estado, que descentraliza al poder con base territorial; c) la forma
republicana de gobierno, como opuesta a la monarquía; d) la confesionalidad del estado, como
reconocimiento de la Iglesia Católica en cuanto persona de derecho público.
La ideología constitucional se conecta: a) con el orden del valor en la dimensión dikelógica, ya que la
fórmula ideológica que proyecta e inspira los fines del estado toma al valor como orientación desde su deber ser
ideal, y hace valoraciones —o sea, juicios de valor—, así como las hace para escoger las soluciones que a dichos
fines se encaminan; b) con el orden de las conductas (o dimensión sociológica), ya que las ideas, los principios y
los valores encarnan y se realizan en el régimen político —o sea, la ideología está organizando al régimen—; c)
con el orden normativo, en cuanto la constitución formal descri-be las pautas ideológicas, los fines del estado, etc.,
en la dimensión normoló-gica.
Si bien la jurisprudencia de nuestra Corte advierte que el preámbulo no puede ser invocado para ensanchar los
poderes del estado, ni confiere “per se” poder alguno, ni es fuente de poderes implícitos, no podemos dejar de
admitir que suministra un valioso elemento de interpretación. La propia Corte ha dicho de algunas de sus
cláusulas (por ej., la de “afianzar la justicia”) que son operativas, y les ha dado aplicación directa en sus
sentencias.
11. — El preámbulo no ha de ser tomado como literatura vana, porque los fines, principios y valores que
enuncia en su proyecto obligan a gobernantes y a gobernados a convertirlos en realidad dentro del régimen
político.
Por otra parte, esos mismos fines y valores mantienen permanente actualidad, son aptos para encarnarse en
nuestra sociedad contemporánea, y además gozan de suficiente consenso por parte de la misma sociedad.
Diríamos, por eso, que goza de legitimidad sociológica.
13. — De inmediato, cuando consigna que la constitución se establece “con el objeto de…”,
el enunciado abarcador de seis fines, bienes o valores, condensa la ideología de la constitución y
el proyecto político que ella estructura: a) unión nacional; b) justicia; c) paz interior; d) defensa
común; e) bienestar general; f) libertad.
a) Constituir la unión nacional significaba, al tiempo de la constitución, formar la unidad
federativa con las provincias preexistentes; o dicho de otro modo, dar nacimiento a un estado
(federal) que hasta entonces no existía. Pero ese objetivo inmediato mantiene y recobra su
propuesta para el presente, en cuanto se dirige a perfeccionar ahora y siempre el sistema
originariamente creado, y a cohesionar la unidad social (que no significa uniformidad opuesta al
pluralismo).
b) Afianzar la justicia es reconocerla como valor cúspide del mundo jurídico-político. No se
trata solamente de la administración de justicia que está a cargo del poder judicial, ni del valor
justicia que dicho poder está llamado a realizar. Abarca a la justicia como valor que exige de las
conductas de gobernantes y gobernados la cualidad de ser justas. La Corte ha dicho que esta
cláusula es operativa, y que obliga a todo el gobierno federal.
c) Consolidar la paz interior fue también, a la fecha de la constitución, un propósito tendiente
a evitar y suprimir las luchas civiles, y a encauzar los disensos dentro del régimen político. Puede
haber adversarios, pero no enemigos. Hoy se actualiza significando la recomposición de la unidad
social, de la convivencia tranquila, del orden estable, de la reconciliación.
d) Proveer a la defensa común no es sólo ni prioritariamente aludir a la defensa bélica. La
comprende, pero la excede en mucho. El adjetivo “común” indica que debe defenderse todo lo
que hace al conjunto social, lo que es “común” a la comunidad; en primer lugar, defender la
propia constitución, y con ella, los derechos personales, los valores de nuestra sociedad, las
provincias, la población, el mismo estado democrático, el federalismo.
e) Promover el bienestar general es tender al bien común público; la Corte ha dicho que el
bienestar general del preámbulo coincide con el bien común de la filosofía clásica. Este bienestar
contiene a la prosperidad, al progreso, al desarrollo, con todos sus ingredientes materiales e
inmateriales que abastecen la buena convivencia humana social. Es el “estar bien” o “vivir-bien”
los hombres en la convivencia compartida en la sociedad políticamente organizada.
f) Asegurar los beneficios de la libertad presupone que la libertad es un bien que rinde
beneficio. La libertad es un valor primordial, como que define a la esencia del sistema
democrático. Exige erradicar el totalitarismo, y respetar la dignidad del hombre como persona,
más sus derechos individuales. La libertad forma un circuito con la justicia: sin libertad no hay
justicia, y sin justicia no hay libertad.
Por otra parte, todos estos objetivos, que son fines, bienes y valores, se hallan en reciprocidad: unos
coadyuvan a que se realicen los otros.
14. — Cuando el preámbulo enuncia: “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los
hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, hemos de interpretar varias cosas:
a) una pretensión de durar y permanecer hacia y en el futuro; b) una indicación de que los fines y
valores de su proyecto político deben realizarse ya y ahora, en cada presente, para “nosotros”, los
que convivimos “hoy”, sin perjuicio de su prolongación para los que nos sucedan en el tiempo; el
futuro no relega ni amputa al presente; c) una apertura humanista y universal de hospitalidad a los
extranjeros.
15. — Finalmente viene la invocación a Dios, “fuente de toda razón y justicia”. Para el
constituyente, la medida de lo razonable y de lo justo proviene de Dios; los valores que el
preámbulo contiene hunden su raíz última en Dios, Sumo Bien. Nuestro régimen no es ateo ni
neutro, sino teísta. Y el patrón o standard para el derecho positivo justo es el derecho natural (o
valor justicia).
16. — La enunciación de los valores contenidos expresamente en el preámbulo no niega ni desconoce a otros,
que podemos considerar incluidos implícitamente, como el orden, la cooperación, la solidaridad, etc.
17. — El preámbulo comparte la fuerza normativa de la constitución, y como síntesis que es,
no agota el arsenal de pautas, principios y valores que luego se completan en el articulado integral
del texto constitucional.
19. — Hay doctrina que afirma (por ej., Vanossi) que todas las normas de la constitución son normas de
competencia, y no sólo las que organizan al poder y prevén los actos de los mismos. En tal sentido, también se
contempla a las normas que declaran derechos y garantías como normas de competencia, en cuanto significan
limitaciones o deberes para los órganos de poder (omitir, dar o hacer algo en relación con los titulares de derechos
y garantías).
Preferimos, más bien, con independencia de la divisoria tradicional en una parte orgánica y otra dogmática,
afirmar que en cualquiera de ambas los principios, los valores y las normas que toman en consideración a la
persona humana, confieren a ésta la centralidad que es fundamento y núcleo de toda la constitución.
Visualizar en la normativa de la constitución, como panorama común a todo su texto, a todas las normas
como normas de competencia puede dejar la impresión de que aquella centralidad situada en la persona se esfuma,
para resaltar, en cambio, al poder.
20. — Las normas de la constitución pueden ser consideradas asimismo como indisponibles o disponibles.
Las primeras impiden disponer discrecio-nalmente de ellas; como ejemplo, valga las referentes a la formación y
composición de los órganos de poder, al deber de respeto de los derechos personales, etc. Las segundas dejan su
cumplimiento a discreción de los destinatarios; por ejemplo, las que facultan a establecer impuestos (sin
obligación de establecerlos), o la del art. 35 que libra opción para el uso de los nombres oficiales del estado.
En las normas disponibles no hemos de entender que está ausente la fuerza normativa que impera su
obligatoriedad, porque ésta se advierte en cuanto impiden que las facultades potestativas se ejerzan por un órgano
al que no se les ha discernido, o que se transfieran a otro, o que se trabe su uso. Vinculan, además y siempre, en
cuanto la disponibilidad no permitir que, al utilizarla, se pueda violar el plexo de principios, valores y derechos.
Como principio, se ha de interpretar que las normas de la constitución que declaran derechos personales
fundamentales, son operativas, y deben ser aplicadas aunque carezcan de reglamentación. Esta pauta fue expuesta
por la Corte Suprema al fallar en 1957 el caso “Siri”, sobre amparo, en el que deparó la vía procesal sumaria de
protección, sin reglamentación legal que la regulara, para tutelar la libertad de expresión a través de la prensa.
22. — El problema más arduo se suscita —por eso— cuando nos preguntamos si antes de su
reglamentación las normas programáticas de la constitución que declaran derechos personales
pueden ser: a) invocadas por los titulares de esos derechos; b) aplicadas por los jueces.
Una primera respuesta negativa afronta así la cuestión: a’) los titulares de tales derechos no
pueden invocar la norma programática para pretender el reconocimiento o el ejercicio del derecho
y, por ende, no tienen acción disponible; b’) los jueces no pueden aplicarlas si los titulares
invocan sus derechos, porque la división de poderes les impide suplir la ausencia de ley
reglamentaria de la norma programática.
A ambas respuestas negativas replicamos en sentido opuesto: a”) los titulares de derechos
declarados en normas programáticas pueden invocarlos judicialmente, alegando que la omisión de
ley reglamentaria se convierte, después de un lapso razonable, en omisión inconstitucional (el
congreso, al no dictar la ley reglamentaria, viola la constitución porque frustra el funcionamiento
de la norma programática y del derecho que ella contiene); b”) los jueces pueden acoger ese
alegato, y declarar que hay inconstitucionalidad por omisión, la que ha de recibir remedio en
causa judiciable mediante integración de la carencia de norma legal (laguna legislativa), haciendo
aplicación directa de la norma programática constitucional que acusa esa carencia reglamentaria;
ello significa que la sentencia ha de crear, “para el caso” a resolver, una norma individual que
tome en cuenta a la norma constitucional programática, y que supla la falta de ley reglamentaria a
través de la integración del orden legal lagunoso.
La inconstitucionalidad por omisión ha sido recogida en la constitución de la provincia de Río Negro de 1988,
que en su art. 207 arbitra soluciones mediante acción judicial.
23. — Es interesante también hacer aplicable una pauta que surge de la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional de España para sostener que cuando una norma de la constitución
necesita desarrollo legislativo y éste no ha sido suministrado por el legislador, la norma
constitucional tiene —por lo menos y mientras tanto— un contenido esencial que siempre es
aplicable y siempre debe ser aplicado.
24. — Además, en ese mismo intervalo, las normas programáticas surten los siguientes
efectos: a) impiden que se dicten normas opuestas, a las que, en todo caso, convierten en
inconstitucionales; b) la falta de vigencia sociológica (por desuso o por no reglamentación en
tiempo razonable) no les quita la vigencia normológica, cuya subsistencia permite aplicarlas en
cualquier momento; c) sirven como pautas de interpretación para aplicar el derecho vigente.
En consecuencia: a’) sería inconstitucional —por ej.— una ley que prohibiera la participación en las
ganancias; b’) el congreso puede en cualquier momento dictar la ley de juicio por jurados; c’) un tribunal puede
utilizar la norma sobre condiciones dignas y equitativas de trabajo para considerar que hay conducta patronal
injuriosa para el trabajador al que se lo obliga a prestar servicios en un lugar pequeño sin ventilación.
25. — Hay cláusulas programáticas que, por su formulación, dejan plazo al congreso para que
las reglamente; en tanto otras demuestran que el constituyente ha impuesto el deber de
reglamentación inmediata.
La diferencia se advierte si se coteja la redacción del art. 118 con la del art. 14 bis. El art. 118 dice que los
juicios criminales se terminarán por jurados “luego que se establezca en la república esta institución”. La frase
permite inferir que la voluntad del constituyente consiente dilatar el funcionamiento del jurado hasta que el
congreso lo implante, cuando lo considere oportuno. En cambio, si se lee el art. 14 bis, se observa que los verbos
que emplea no dejan margen para que el congreso postergue a su arbitrio la reglamentación que complete sus
cláusulas programáticas; en efecto, allí se ordena, con una impera-tividad sin plazo, que las leyes “asegurarán”
tales derechos, que la ley “esta-blecerá” tales cosas, que el estado “otorgará” los beneficios de la seguridad so-cial.
La demora, en estos supuestos, consuma la inconstitucionalidad por omisión legislativa reglamentaria.
26. — Vale comentar que hay normas de la constitución que implícitamente prohíben su
reglamentación en ciertos aspectos. Así: a) la competencia originaria y exclusiva de la Corte en el
art. 116 no puede ser ampliada ni disminuida por ley; b) no se puede añadir requisitos y
condiciones a los establecidos taxativamente por la constitución para ejercer funciones cuyo
desempeño tiene asignado los recaudos de elegibilidad o designación (presidente y vicepresidente
de la república, diputados, senadores, jueces de la Corte); c) los funcionarios pasibles de juicio
político no pueden ser ampliados por ley; d) la causal de mal desempeño para el juicio político no
admite ser reglamentada por una ley que establezca en qué supuestos se debe tener por
configurada; e) la opción para salir del país, que prevé el art. 23, no puede quedar sujeta a normas
que establezcan condiciones, plazos, formalidades, etc.
El texto que entró a regir el 24 de agosto de 1994 no aclara demasiado el tema, porque a veces alude a esta
“reforma” y otras a “esta constitución”, pero no podemos estancarnos solamente en el vocabulario utilizado. Lo
que ocurre es que, al ser extensas las enmiendas, el texto ha sufrido a partir de su art. 35 un cambio de numeración
en el articulado, y fue el conjunto íntegro lo que, unitariamente, se publicó oficialmente en forma reordenada y se
puso en vigor.
En él hallamos:
a) normas anteriores que permanecen intactas;
b) normas que fueron modificadas;
c) normas nuevas,
más:
d) desaparición normológica de normas que fueron suprimidas.
El techo ideológico
28. — Este único complejo normativo no suprimió, ni alteró, ni cambió el techo ideológico
originario. Las añadiduras y actualizaciones que innegablemente ha recibido se integran al
históricamente primitivo, acentuándole los rasgos del constitucionalismo social y conservando su
eje de principios y valores.
Si acaso se supone que estos agregados componen un nuevo techo ideológico, hay que afirmar que al no
haber dos constituciones sino una sola —la reformada— la nueva vertiente se unifica en un único techo ideológico
con el heredado de 1853-1860.
29. — Con respecto a las normas del texto anterior a la reforma que, después de ésta, subsisten en su versión
originaria, tampoco creemos admisible sostener que han sido “puestas” nuevamente y por segunda vez en la
constitución por la convención constituyente que, en 1994, las retuvo incólumes.
El texto “ordenado” de la constitución reformada surgió de la “reordenación” que se le introdujo a raíz de las
enmiendas, pero las normas anteriores que no tuvieron enmiendas (porque tampoco la convención recibió
competencia para efectuarlas cuando el congreso declaró la necesidad de la reforma por ley 24.309) conservan su
vigencia normológica originaria a partir de la fecha en que el respectivo autor las insertó a la constitución (1853,
1860, 1866, 1898, 1957).
30. — Ya adelantamos que el texto surgido de la reforma es extenso y con muchas cláusulas abiertas. Que
son abiertas significa —en comparación con la constitución histórica— que numerosas normas exigen ser
“cerradas” en su desembocadura mediante ley del congreso, porque el constituyente solamente dejó trazado un
esquema global que necesita completarse. A veces, hasta han sido escasos los parámetros que las normas
constitucionales nuevas proporcionan al legislador.
Por esta fisonomía, algunos autores interpretan que la reforma constitucional quedó inconclusa, lo que deja
margen a que las leyes que deben dictarse para darle desarrollo complementario puedan reputarse como leyes
orgánicas, a tenor de la terminología que explícitamente emplean algunas constituciones extranjeras para calificar
a determinados ámbitos de la legislación.
Toda la serie de leyes requeridas por este fenómeno de la textura abierta de la constitución reformada, habilita
al congreso para dictarlas más de una vez, o sea, para ir introduciendo innovaciones o reemplazos en la primera
legislación reglamentaria posterior a la reforma.
No obstante, a algún sector de la doctrina se le ha creado el interrogante acerca de si la primera ley que
reglamenta a cada norma constitucional abierta queda definitivamente impedida de modificaciones o sustituciones
ulteriores. Personalmente creemos que no.
La rigidez
Además, en la medida en que cada una de esas leyes requieran un procedimiento legislativo agravado en
relación con el resto de la legislación común, se puede pensar que la rigidez de la constitución (en el supuesto de
afirmarse la delegación de poder constituyente al congreso, o el carácter compartido de su ejercicio entre el
congreso y la convención) se ha debilitado pero no reemplazado lisa y llanamente por la flexibilidad.
En todo caso, proponemos sostener que se mantiene la rigidez dispuesta en el art. 30, y se le
ha acoplado un procedimiento menos rígido a cargo del congreso en todas las cláusulas
constitucionales que remiten a leyes a dictarse con quórum agravado o especificado para cada
caso.
Si se extremara la duda, la cuestión llevaría a decir que, de haberse perdido la rigidez en
algunos ámbitos de la constitución, la eventual flexibilidad sería parcial (solamente en esos
ámbitos), subsistiendo en el resto la rigidez emanada del art. 30.
Para culminar, preferimos apostar a que el principio de rigidez de nuestra constitución,
aunque acaso haya adquirido alguna fisonomía distinta y atenuada, sigue adscripto a su tipología.
Dicho negativamente: la constitución no se ha transformado en flexible.
33. — En orden a los tratados de derechos humanos del art. 75 inc. 22, nuestro criterio se
refuerza cuando, con toda seguridad personal, aseveramos que el revestir jerarquía constitucional
no los hace formar parte del texto de la constitución, porque están fuera de ella, aunque
compartiendo su misma supremacía, situados en lo que denominamos el bloque de
constitucionalidad (ver cap. I, nº 17).
No se hallan en un plano inferior, ni más débil que el resto del articulado. Se advierte bien con la disposición
17, que para nosotros reviste definitividad y permanencia, cuando afirma que el texto ordenado sancionado por la
convención reemplaza al anterior.
Por consiguiente, la constitución actual —toda ella con idéntica jerarquía normativa— se
integra con:
a) el preámbulo,
b) 129 artículos (que son 130 porque subsiste intercalado en su sanción de 1957 el art. 14 bis),
y
c) 17 disposiciones denominadas “transitorias”.
35. — La dinámica constitucional puede ser enfocada desde dos ángulos: a) en relación con la
constitución material; b) en relación con la constitución formal.
La constitución material equivale a un régimen político, y régimen denota movilidad y
proceso. La vigencia sociológica de la constitución material es la que expresa la actualidad
permanente de la misma, que transcurre y se realiza en la dimensión sociológica; como jamás le
falta al estado una constitución material, y ésta es dinámica, cabe decir que el estado “está siendo”
lo que a cada momento “es” en la vigencia de su derecho constitucional material.
La constitución formal argentina tiene pretensión de dinamismo, porque encierra la aspiración
y la exigencia de adquirir vigencia sociológica en la constitución material, de realizarse, de
funcionar. Esto se enlaza con su futuridad y su permanencia, que explicamos al tratar el
preámbulo (ver nº 14). También con la fuerza normativa (ver cap. I, nº 18).
Hablar de la dinámica de la constitución, tanto de la formal como de la material, nos reenvía
nuevamente a verificar comparativamente en qué medida la constitución formal tiene vigencia
sociológica en la material, o no; cuáles son las desfiguraciones, violaciones, o coincidencias, y a
través de qué fuentes se producen todos estos fenómenos.
36. — Las normas de la constitución formal así vistas en la dimensión sociológica de la constitución material
brindan un vasto panorama, algunos de cuyos perfiles son los siguientes: a) hay algunas que tienen vigencia
sociológica, es decir, que son eficaces y se cumplen o aplican; b) hay otras que pasan por el fenómeno de
mutaciones constitucionales, que en seguida analizaremos; c) hay algunas que son programáticas y se hallan
bloqueadas por omisión reglamentaria; d) en este supuesto, los derechos que esas normas pueden reconocer suelen
quedar sin posibilidad de ejercicio, porque el derecho judicial es renuente a suplir la omisión legislativa.
Cada una de estas situaciones puede ser permanente, o tener una duración transitoria. Lo importante radica en
reiterar que, a nuestro juicio, las normas de la constitución formal mantienen su vigencia normológica mientras no
son objeto de reforma (supresión, sustitución, modificación, etc.) y que, por ende, cualquiera sea el reflejo de que
pueden ser objeto en la constitución material, conservan la supremacía que da pie para su aplicación inmediata.
Las mutaciones constitucionales
Cuando el cambio se incorpora mediante reforma a la constitución formal, ya no cabe hablar, a partir del
momento de tal reforma, de mutación constitucional, sino precisamente de “reforma” o enmienda.
38. — Las transformaciones mutativas a que nos venimos refiriendo pueden acontecer, en una
gruesa tipología, de la siguiente manera:
a) La primera mutación es la mutación por adición. En ella, se incorpora o agrega a la
constitución material un contenido nuevo que carece de norma previsora en la constitución
formal.
Un ejemplo típico lo encontramos en el derecho constitucional argentino con los partidos políticos, sobre los
cuales la constitución antes de la reforma de 1994 carecía de norma expresa, y que hallaron recepción en la
constitución material por fuente de derecho espontáneo, de ley, y de derecho judicial.
Podemos proponer dos ejemplos: b’) entre el Acuerdo con la Santa Sede de 1966 y la reforma de 1994 (que
suprimió las normas sobre patronato, pase y admi-sión de órdenes religiosas) dichas normas perdieron vigencia
sociológica en virtud del citado Acuerdo; b”) el juicio por jurados nunca adquirió vigencia sociológica porque
tampoco el congreso dictó la legislación de desarrollo para aplicarlo.
En el derecho comparado, se cita el caso de la constitución alemana de Weimar, de 1919 que, sin ser
reformada ni derogada, fue sustituida por una constitución material divergente durante el régimen
nacionalsocialista.
39. — Algunas mutaciones pueden ser violatorias de la constitución formal, y otras pueden
no serlo. Hay que observar, en cada caso, si representan oposición o deformación, respecto de la
constitución formal, o si al contrario se ubican en una zona donde la permisión o la interpretación
de la constitución formal dejan margen para considerarlas compatibles con ella.
Por último, también resulta de interés, cuando se detectan mutaciones, indagar cuál es la fuente del derecho
constitucional que les da origen.
CAPÍTULO III
LA INTERPRETACIÓN Y LA INTEGRACIÓN
DE LA CONSTITUCIÓN
I. LA INTERPRETACIÓN. - Algunas pautas preliminares. - La interpretación “de” la constitución y “desde” la
constitución. - Qué es interpretar. Las clases de interpretación. - II. LA INTEGRACIÓN. - La carencia de normas.
Los mecanismos de integración. - La relación de confluencia entre integración e interpretación. - La carencia
dikelógica de normas y la supremacía de la constitución. Las leyes injustas. - III. LAS PAUTAS DE LA
INTERPRETACIÓN. - IV.
LA INTERPRETACIÓN, Y EL CONTROL CONSTITUCIONAL. - Sus relaciones.
I. LA INTERPRETACIÓN
Qué es interpretar
La interpretación puede realizarse con un mero fin especulativo de conocimiento, o con un fin práctico de
aplicación de las normas. Lo primero hacemos cuando estudiamos. Lo segundo, cuando repartidores estatales o
particulares deben dar solución a un caso real o reparto en virtud de las normas de la constitución.
La voluntad es del autor de la norma —hombre— y no de la norma —ente lógico—. Es esa voluntad real o
histórica del autor de la norma, la que tiene que desentrañar el intérprete. Y es esa misma voluntad la que debe ser
realmente respetada cuando el intérprete hace funcionar la norma.
5. — La interpretación literal, con ser útil, impide detenerse en ella. Hay que dar el salto a la
voluntad histórica del autor de la norma, a fin de descubrir lo que quiso ese autor. Tal es la
interpretación histórica.
Puede ocurrir que la norma no refleje bien esa voluntad, y que el intérprete se encuentre con una divergencia
entre lo que quiso formular el autor de la norma, y lo que realmente formuló. Tal discrepancia entre lo gramatical
y lo histórico nos conduce a hablar de norma infiel; la infidelidad radica en que la descripción que la norma hace,
no coincide con la voluntad del autor. Al contrario, la norma es fiel si describe con acierto esa misma voluntad.
Volvemos a repetir que de surgir la discrepancia apuntada, el intérprete debe preferir la voluntad real e
histórica del autor, a la formulación hecha en la norma; o sea, ha de prevalecer la interpretación histórica sobre la
literal. Si la norma dice más de lo que quiso describir la voluntad de su autor, la interpretación ha de achicar o
encoger la norma, para ajustarla a la voluntad del autor; esto se llama interpretación restrictiva. Si la norma dice
menos de lo que quiso describir la voluntad de su autor, la interpretación ha de ensanchar la norma, también para
acomodarla a la voluntad del autor; esto se llama interpretación extensiva.
En tales casos, se advierte que la interpretación histórica toma en cuenta el fin propuesto y querido por el
autor de la norma; se trata de ensamblar —por eso— la interpretación finalista.
Nos parece hallar un ejemplo de interpretación restrictiva frente a la norma que impone el refrendo
ministerial de los actos del presidente de la república (art. 100); literalmente, interpretaríamos que todos esos actos
requieren refrendo; históricamente, en cambio, creemos que la voluntad del autor ha sido eximir de refrendo
algunos actos presidenciales personalísimos —por ej.: su renuncia—.
Un caso de interpretación extensiva descubriríamos en la norma del art. 73, que impide a los gobernadores de
provincia ser miembros del congreso por la provincia de su mando. Es menester ampliar la norma para dar cabida
a la voluntad del autor, que suponemos ha sido la de prohibir que un gobernador sea miembro del congreso no
sólo por su provincia, sino por cualquier otra.
6. — La Corte Suprema tiene dicho que “por encima de lo que las leyes parecen decir literalmente, es propio
de la interpretación indagar lo que ellas dicen jurídicamente y que en esta indagación no cabe prescindir de las
palabras de la ley, pero tampoco atenerse rigurosamente a ellas cuando la interpretación razonable y sistemática
así lo requiriere”. También afirmó, que “la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la
intención del legislador, computando la totalidad de sus preceptos de manera que armonicen con el ordenamiento
jurídico restante y con los principios y garantías de la constitución”.
El respeto fiel a la voluntad del autor de las normas no impide la interpretación dinámica de la constitución,
que también fue querida por su voluntad.
7. — Hasta acá hemos supuesto que hay normas, y que dichas normas tienen formulación expresa —o sea,
normalmente, escrita—. Sería el caso de nuestra constitución formal, y de todas las normas de contenido
constitucional que están fuera de dicha constitución. Es en este ámbito del derecho escrito donde más se ha
trabajado la interpretación. Pero ello no significa que deba descartársela en el derecho no escrito; el derecho
espontáneo y el derecho judicial, en el cual hay normas no formuladas expresamente, proporcionan materia a la
interpretación, bien que erizando el terreno de mayores dificultades, precisamente porque la falta de formulación
expresa de la norma traba el análisis literal y la búsqueda de la voluntad del autor.
II. LA INTEGRACIÓN
La carencia de normas
8. — Hemos de pasar ahora al supuesto en que no hay norma. Para ello damos por cierto que
en el área de las fuentes formales encontramos vacíos, huecos o lagunas. El orden de normas es
lagunoso. Ello quiere decir que hay carencia de normas, y a tal carencia la calificamos como
“histórica”, porque es el autor de las normas quien omitió formular una o varias.
Decir que el orden de normas tiene vacíos o lagunas es muy compatible con la teoría egológica en cuanto ésta
admite que es materialmente imposible cubrir la vida humana en su totalidad con normaciones, y que la cantidad
de normas positivas está sumamente restringida.
El intérprete debe, entonces, crear una norma con la cual salvar la omisión de norma y
rellenar la laguna. Este proceso de fabricación o elaboración de normas que cubren el orden
normativo lagunoso se denomina integración.
Como siempre es posible integrar el orden normativo, decimos que el mundo jurídico en su
plenitud es hermético.
10. — La integración se lleva a cabo de dos maneras: a) cuando acudimos a soluciones del
propio orden normativo existente —o sea a la justicia formal— hablamos de autointegración; b)
cuando la solución se encuentra fuera del propio orden normativo, recurriendo a la justicia
material —diríamos: al deber ser ideal del valor— hablamos de heterointegración.
La autointegración se maneja con la analogía y con la remisión a los principios generales del
mismo orden normativo que debe integrarse. La heterointegración prescinde del orden normativo
y salta a la justicia material.
La autointegración y la heterointegración son utilizables tanto frente a la carencia histórica como a la carencia
dikelógica de normas. Primero hay que acudir siempre a la autointegración, y sólo cuando el recurso fracasa, saltar
a la heterointegración.
11. — Por fin, sin encuadrar ni en la autointegración ni en la heterointe-gración, cabe decir que la
interpretación y la integración constitucionales pueden desentrañar el sentido de las normas o colmar las lagunas
mediante el recurso al derecho extranjero. En la interpretación e integración de nuestra constitución, autores y
jurisprudencia reenvían a menudo al derecho constitucional norteamericano. Un viejo ejemplo lo hallamos en
materia de control judicial de constitucionalidad.
12. — Bien que interpretación e integración difieren, no hay que desconectarlas, porque
siempre que se lleva a cabo la integración de carencias normativas (tanto históricas como
dikelógicas) se traba un nexo con la interpretación.
En efecto, cuando se descubre la ausencia de norma para deter-minado caso concreto, la
integración que se endereza a colmar el vacío mediante la elaboración de una norma sucedánea
que resuelva el citado caso, debe confluir a “interpretar” si esa norma sustitutiva de la que falta
guarda congruencia con la constitución, o no. Ade-más, para dilucidar tales extremos, también
hay que hacer interpretación “de la constitución”, porque no se puede saber si la norma fabricada
mediante la integración es compatible con la constitución sin conocer, a la vez, el sentido de la
constitución en la parte de ésta que se relaciona con la carencia normativa que se integra, y con la
norma que se crea en su reemplazo.
Cuando encaramos la carencia dikelógica de norma y descartamos la aplicación de una norma
existente por su injusticia, la interpretación también aparece. En primer lugar, no se puede valorar
una norma como injusta si antes no se la interpreta, ya que de tal interpretación emerge la
aprehensión de su injusticia. En segundo término, cuando desaplicada la norma injusta se integra
la carencia que de ese modo se provoca, la cuestión funciona de modo equivalente al caso de
integración de la carencia histórica de norma, en la que ya vimos la conexión entre integración e
interpretación.
13. — Como principio general, podemos decir que si aceptamos la supremacía de la constitución formal, no
es fácil admitir en ella casos de carencia dikelógica de normas. En efecto, si la constitución formal contiene una
norma, no podemos dejar de aplicarla porque nos parezca injusta, ni elaborar la norma sustitutiva mediante el salto
a la justicia material. Sustituir una norma existente en la constitución y provocar la carencia dikelógica de norma
porque a la que existe se la margina a causa de su injusticia, parece, prima facie, sublevación contra la voluntad
histórica del autor de la constitución. El procedimiento sólo sería viable excepcionalmente —y también como
principio— en alguno de los casos extremos que justificaran una revolución, o el derecho de resistencia pasiva.
15. — La segunda postura es la que nosotros compartimos, y nos obliga a profundizarla. Como el derecho
judicial de la Corte tiene establecido que los jueces no pueden prescindir de las normas vigentes que resultan
aplicables a las causas que han de sentenciar, salvo cuando a esas normas las declaran inconstitucionales, hemos
de aceptar que para desaplicar una norma injusta el juez tiene que declararla inconstitucional. ¿Cómo lo logra?
Su primer intento ha de procurar encontrar en la constitución algún principio o algún artículo a los que la
norma injusta transgreda, y por tal transgresión declarar que la norma injusta vulnera a la constitución en tal o cual
parte o dispositivo; si fracasa en esa tentativa, creemos que le basta al juez declarar que la norma injusta que
desaplica viola a la constitución en su preámbulo, cuando éste enuncia la cláusula de “afianzar la justicia”.
Podemos agregar, todavía, que conforme al derecho judicial de la Corte los jueces están obligados a lograr en
cada sentencia la solución “objetivamente justa” del caso que resuelven. Y tal solución justa no queda alcanzada
si la norma que aplica el juez es intrínsecamente injusta, pues la injusticia de la misma norma contagia a la
aplicación que de ella se hace para solucionar el caso que se somete a sentencia.
La fidelidad al fin o los fines previstos en la constitución impide interpretarla en contra de esos fines, pero no
veda acoger, con un enfoque de dinamismo histórico, fines no previstos que no se oponen a los previstos.
Interpretar la voluntad del autor como inmutable y detenida en la época originaria de la constitución es atentar
contra la propia voluntad de futuro y de perduración con que el autor la ha plasmado.
Quiere decir que mientras no incurramos en contradicción con la constitución, ella misma habilita y asume su
propia interpretación e integración dinámica, histórica, progresiva y flexible. Esta regla se liga, en alguna medida,
con la anterior.
El cambio de valoraciones sociales puede servir como criterio de interpretación dinámica, y hasta para
engendrar una inconstitucionalidad sobreviniente en normas que, a partir de cierto momento, pugnan frontalmente
con esas nuevas valoraciones circulantes en la sociedad. Pero esta hipótesis ha de manejarse con suma prudencia y
mucha objetividad. Entendemos que un simple cambio en esas valoraciones —de por sí difusas— no habilita para
dar por consumada una inconstitucionalidad sobreviniente en torno de una determinada cuestión cuando sobre ésta
nos falta alguna pauta definitoria y clara en la constitución. Un ejemplo lo dilucida. Es viable interpretar que
existiendo en la constitución una pauta de tipo favorable sobre la igualdad, se vuelven inconstitucionales las
normas que chocan con los contenidos que nuevas valoraciones sociales consideran exigibles e incorporados a la
igualdad (ver cap. V, nº 37 d).
c) Una tercera regla nos enseña que las normas de la constitución no pueden interpretarse en
forma aislada, desconectándolas del todo que componen. La interpretación debe hacerse, al
contrario, integrando las normas en la unidad sistemática de la constitución, relacionándolas,
comparándolas, coordinándolas y armonizándolas, de forma tal que haya congruencia y
compatibilidad entre ellas.
d) La cuarta regla predica la presunción de validez y constitu-cionalidad de los actos
emanados de los órganos de poder. Da origen a la teoría de la ejecutoriedad del acto
administrativo, y en materia de control de constitucionalidad al principio de que la inconstitucio-
nalidad sólo debe declararse cuando resulta imposible hacer compatible una norma o un acto
estatales con las normas de la constitu-ción; por eso, antes de declarar la inconstitucionalidad hay
que hacer el esfuerzo de procurar la interpretación que concilie aquellas normas o actos estatales
con la constitución.
El derecho judicial de la Corte dice que la declaración de inconstitucionalidad es una “última
ratio” del orden jurídico, o sea, un recurso o remedio extremo, que debe usarse con suma cautela.
e) En el campo de la interpretación que hacen los jueces, hay una regla enunciada por la corte, que aparece
como importante. Según ella, debe tomarse en cuenta el resultado axiológico (que es el del valor), de manera que
el juez necesita imaginar las consecuencias naturales que derivan de una sentencia, porque la consideración de
dichas consecuencias es un índice que le permite verificar si la interpretación que lleva a cabo para dictar la
sentencia es o no es razonable, y si la misma interpretación guarda congruencia con el orden normativo al que
pertence la disposición que trata de aplicar en la misma sentencia.
IV. LA INTERPRETACIÓN, Y EL CONTROL CONSTITUCIONAL
Sus relaciones
17. — En el capítulo V abordaremos el tema del control constitucional. Hemos, no obstante, de anticiparnos a
él porque al hablar de interpretación descubrimos una relación inesquivable con el control.
En verdad, creemos que cuando se lleva a cabo el control de constitucionalidad de normas
infraconstitucionales y se las compara con la constitución para decidir si son inconstitucionales (contrarias a la
constitución) o si son constitucionales (compatibles con la constitución), se verifica indudablemente una doble
interpretación: de las normas inferiores a la constitución, y de las normas de la constitución que guardan relación
con ellas. Es el tema ya desbrozado de la interpretación “de” la constitución y de la interpretación “desde” la
constitución (hacia el plano infraconstitucional). (Ver nº 2).
Tanto cuando en función de control constitucional se desemboca en la decisión de que una norma
infraconstitucional es inconstitucional, cuanto en el caso de que se la declare conforme a la constitución, se ha
realizado interpretación constitucional, en el plano superior de la constitución y en el inferior de la
infraconstitucionalidad.
Con un sentido amplio, proponemos considerar que también implica control constitucional la pura
interpretación que solamente recae en una norma de la constitución y que no tiene por objeto confrontarla con
otra inferior a ella. Es así porque el sentido que se atribuye a la norma constitucional queda fijado como un
parámetro —en cuanto interpretación “de” la constitución— para, desde su nivel, llevar a cabo la interpretación
“desde” la constitución hacia aba-jo y, de este modo, controlar la constitucionalidad del derecho
infraconstitucional.
Si asumimos el dato de que la interpretación “de” la constitución por la Corte engendra fuente de derecho
judicial en el orbe constitucional cuando sus sentencias tienen calidad de “sentencia-modelo” y engendran
seguimiento a causa de su ejemplaridad, se entiende mejor por qué al caso de la pura interpretación “de” la
constitución le atribuimos —cuando emana de la Corte Suprema— la naturaleza simultánea de un control
constitucional.
a) normas de la constitución
b) normas infraconstitucionales
(sea que se las descalifique o
que se las compatibilice) Hay
Interpre- control
tación por consti-
consti- tucio-
tucional b’) declaración de nal
de: inconstitucionalidad simul-
táneo
con- o
flicto-
b”) declaración de
constitucionalidad
19. — Finalmente, hay otro desglose posible: a) hay cosas que la constitución prohíbe hacer, y que si se
hacen irrogan violaciones a la constitución; b) hay cosas que la constitución manda hacer, y que si no se hacen,
implican asimismo violaciones (por omisión); c) hay ámbitos donde la constitución no prohíbe, ni manda, sino que
permite o deja opciones y alternativas, y en esos espacios es menester elegir lo mejor y no lo peor, para
aprovechar las permisiones y opciones, y no esterilizar su oferta (por lo que es necesario no tomar la postura de no
hacer nada).
CAPÍTULO IV
Su sentido
Es fácil coincidir en que el plexo de valores y de principios compone el llamado techo ideológico de la
constitución, que es tanto como decir su filosofía política y su “espíritu”. Este espíritu tiene que alimentar a la
“letra” de la constitución, o sea, a su texto, desde el “con-texto” en el que se sitúan los princi-pios y valores.
Muchos de ellos figuran explícitamente en las normas de la constitución, pero la circunstancia de que consten
en su “letra” no riñe con la afirmación de que, en unidad con los implícitos, hacen parte de un “con-texto” que se
afilia al techo ideológico, y que desde este último debe dárseles desarrollo aplicativo.
Por supuesto que los valores y principios guardan relación íntima con los fines que la constitución propone y
exige alcanzar en la dinámica del régimen político. De este modo, la visión valorativa-principista se enlaza con la
visión finalista de la constitución.
2. — Todo ello, a su vez, encuentra una explicación en la raíz histórica de la constitución. La
constitución, además de un “para qué” (fines), tiene un “por qué”, que encuentra su razón de ser
en la citada raíz histórica. Por eso, la indagación de todo el proceso político-institucional que ha
dado origen a la constitución es muy útil para comprender cabalmente el sentido de la
constitución.
4. — Cuando recorremos este amplio paisaje es menester alejarse de la creencia de que todo
tiene que estar escrito en las normas de la constitución, porque hay muchas cosas que, sin
formularse en esas normas, se hallan alojadas en los silencios de la constitución o en las
implicitudes de la constitución; es decir, que faltan las nor-mas, no obstante lo cual hemos de
auscultar los silencios e implici-tudes para ver si en lo que la constitución calla o en lo que sugiere
implícitamente nos está significando algo que carece de una norma específica. Para así proceder,
recurrir al “con-texto” puede ser suma-mente útil.
En este enunciado convergen principios, valores, fines y raíz histórica. Constan en la letra de la constitución,
y están en su texto (porque el preámbulo forma parte de la constitución, y obliga). Pero hay que interpretarlo y
comprenderlo desde el “con-texto”, porque los principios, valores y fines que la constitu-ción recoge no son un
invento ni una creación arbitraria del constituyente; el contenido de ellos no es producto de un voluntarismo
absoluto del autor de la constitución; al contrario, registra una ascendencia que se halla fuera de esa voluntad
decisoria.
6. — Hay otros valores que no figuran en el texto del preámbulo, y sin embargo sería
equivocado negarlos o darlos por no incluidos en los silencios y las implicitudes. Así: el orden, la
solidaridad, la cooperación, la dignidad del ser humano, el pluralismo sociopolítico, etc.
Esto es lo que permite ir deparando acogida a derechos nuevos y a contenidos nuevos de derechos viejos. Es,
por otra parte, lo que ocurrió con la libertad de “prensa” (derecho a expresar libremente las ideas por la “prensa”
sin censura previa, conforme al art. 14), que fue cobrando holgura para incorporar a otros medios de expresión
distintos de la prensa a medida que fueron progresando los inventos y las tecnologías: cine, radio, televisión,
comunicaciones satelitales, etc.
8. — No es fácil captar las diferencias entre lo que son los valores y lo que son los principios
que anidan en nuestro derecho constitucional; lo que sí cabe afirmar es que cuando, aun sin
rotularlos con esas denominaciones, los reconocemos formulados en el texto —como en el
ejemplo que dimos del preámbulo— hay que admitir que los valores y los principios son normas,
desde que normas son los textos en los cuales constan y quedan expresados. Otra cosa distinta es
el contenido de las normas que consignan a los valores y principios, porque ese contenido con
enunciado normativo es el propio de cada valor y de cada principio que las normas enuncian, y es
ese contenido el que no proviene de un invento o una creación voluntarista del autor de la
constitución.
Es sencillo entenderlo si recurrimos a otro ejemplo: una norma que reco-noce un derecho personal es una
norma, pero el contenido enunciado en ella es el propio del derecho al que la norma se refiere. Lo mismo podemos
decir de las normas que organizan al poder y a sus funciones, competencias y rela-ciones.
Cuando desde el “con-texto” de la constitución inferimos que también hay valores y principios que no
cuentan con una constancia normativa explícita —o sea, cuando no están en la letra de la constitución—
igualmente hemos de explayar su aplicación al orden infraconstitucional, porque desde el techo de la constitución
aquellos valores y principios sin norma explícita han de funcionar y jugar su papel para alimentar al citado orden
infraconstitucional.
10. — Que el papel a desempeñar por los principios y valores descienda de la constitución
hacia abajo —“desde” lo constitucional hacia el derecho infraconstitucional— está muy lejos de
querer decir que los valores y principios constitucionales quedan sin función dentro de la misma
constitución. No es así, ya que todas las normas que integran la constitución, así como las
carencias de normas en su texto, han de iluminarse, interpretarse y rellenarse acudiendo al plexo
valorativo-principista. Por eso habíamos adelantado que la interpretación de la constitución —de
su letra— tiene que hacerse desde su “con-texto”.
El ejemplo más claro creemos encontrarlo en un principio clásico que no es privativo del derecho argentino
sino común a todo el derecho comparado. Nosotros lo tenemos incluido en el código civil, y sin embargo es un
principio netamente constitucional que no figura en la letra de la constitución, pero al que debemos considerarlo
como un presupuesto básico en su “con-texto”: es el principio según el cual los jueces no pueden negarse a fallar
por ausencia o por oscuridad de la ley. Cuál es la vía y la fuente a la que han de recurrir para dictar la sentencia
cuando el caso carece de norma previsora, o cuando la que hay es oscura, no interesa comentarlo aquí (ver cap. II:
La integración). Lo que importa es reivindicar el deber judicial de no inhibir la administración de justicia cuando
el orden normológico presenta un vacío, o varios, y el deber recíproco de encontrar la solución justa que se adecua
al caso de que se trata.
11. — Con la reforma de 1994 descubrimos algo que se nos hace muy interesante.
Normalmente, cuando dividimos a la constitución en una parte dogmática dedicada a derechos,
libertades y garantías, y otra parte orgánica destinada a la estructura del poder, solemos dar por
cierto que es en la primera parte —y también en el preám-bulo que precede a las dos— donde se
acumulan los valores y los principios.
Pues bien, por razones que ahora obviamos, la reforma de 1994 incorporó a la parte orgánica
—especialmente en el sector destinado a las competencias del congreso (art. 75)— numerosos
valores y prin-cipios, y hasta derechos personales que, aunque no queden así rotula-dos, surgen de
normas con suficiente claridad. (Ver nos 13 a 15).
12. — El registro se hace extenso, y vamos luego a hacer una síntesis, pero previamente
retrocederemos a dar la razón por la cual es factible efectuar una casi unidad identificatoria con
los valores y los principios, para lo cual el ejemplo de la norma civilista que obliga a fallar aunque
no haya norma, se nos hace muy claro.
Si en la constitución hay un valor, hay también algo a lo que se le reconoce valiosidad, y si es
así, no cabe mayor duda de que ese mismo valor se erige en un principio al que hay que prestar
desarrollo y aplicación para que el valor se realice con signo positivo.
En el ejemplo citado, el principio que impone el deber de dictar sentencia aun a falta de ley y el de colmar el
vacío legal, es equiparable al valor propio de la administración de justicia, al que por el preámbulo existe la
obligación de afianzar (afianzar la justicia como valor). Sería disvalioso —e injusto— que un juez se negara a
dictar sentencia porque careciera de ley, y le dijera a los justiciables de ese proceso que se abstiene de fallar
porque no tiene una norma expresa con la que encuadrar y resolver el caso que esos justiciables le han propuesto
en el juicio. Por ende, el principio apunta a la realización del valor que toma en cuenta.
13. — Al preámbulo ya le hemos dirigido una mirada (ver nos. 5 y 6). A los artículos donde —
desde el 1º al 43— se condensan las declaraciones, derechos y garantías, hemos de explicarlos
después con detenimiento. Ahora nos detenemos sólo en la parte orgánica, para verificar la
curiosidad de que, fuera de la parte dogmática, la reforma de 1994 también ha expandido valores,
principios y derechos.
El artículo 75
14. — Veamos el art. 75, sin seguir un orden referido a sus 32 incisos. Es la norma que
enumera las competencias del congreso.
— Igualdad real de oportunidades y de trato (inc. 23);
— pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos en la constitución, en los tratados
internacionales vigentes sobre derechos humanos, y en las leyes (inc. 23);
— tratados de derechos humanos, e instrumentos internacionales en la misma materia, que
tienen jerarquía constitucional (inc. 22);
— adopción de medidas de acción positiva para cuanto indica el inc. 23 (inc. 23);
— particular protección respecto de niños, mujeres, ancianos y discapacitados (inc. 23);
— régimen especial e integral de seguridad social en protección del niño desamparado y de la
madre, en la forma y situaciones previstas en el inc. 23 (inc. 23);
— desarrollo humano (incs. 17 y 19);
— progreso económico con justicia social (inc. 19);
— productividad de la economía nacional (inc. 19);
— generación de empleo y formación profesional de los trabajadores (inc. 19);
— defensa del valor de la moneda (inc. 19);
— investigación, desarrollo científico y tecnológico, más su difusión y aprovechamiento (inc.
19);
— crecimiento armónico de “la nación” y poblamiento de su territorio (inc. 19);
— políticas diferenciadas para equilibrar el desigual desarrollo desparejo de provincias y
regiones (inc. 19);
— respeto de las particularidades provinciales y locales en la educación (inc. 19);
— responsabilidad indelegable del estado y participación de la familia y la sociedad en la
educación (inc. 19);
— valores democráticos, igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación en la
educación (inc. 19);
— gratuidad y equidad de la educación pública estatal (inc. 19);
— autonomía y autarquía de las universidades nacionales (inc. 19);
— identidad y pluralidad cultural (inc. 19);
— libre creación y circulación de las obras del autor (inc. 19);
— patrimonio artístico y espacios culturales y audiovisuales (inc. 19);
— reconocimiento, respeto y garantía a los pueblos indígenas argentinos y a los derechos que
enuncia el inc. 17 (inc. 17);
— distribución de los recursos emergentes del régimen de coparticipación impositiva del inc.
2º en forma equitativa y solidaria, con prioridad a favor de un grado equivalente de desarrollo,
calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio (inc. 2º);
— integración en organizaciones supraestatales, que respeten el orden democrático y los
derechos humanos (inc. 24);
Todo este esquema que hemos recorrido en un itinerario de la parte orgánica de la constitución se acopla a
cuanto luego explicaremos acerca de la parte dogmática, lo que nos evidencia que desde las normas incluidas en el
ámbito de la organización del poder hay claros reenvíos al contenido que es propio de la parte primera de la
constitución —Declaraciones, Derechos y Garantías en el capítulo I, y Nuevos Derechos y Garantías en el capítulo
II surgido de la reforma de 1994—.
Conclusión
18. — Del plexo total de valores, principios y derechos que se inserta en las dos partes de la constitución —la
dogmática y la orgánica— hemos de recordar que:
a) hay que reconocerle la dualidad de fuentes: la interna y la internacional (derecho internacional de los
derechos humanos);
b) tiene silencios e implicitudes —cuyo ejemplo más notable es el art. 33— a los que debemos depararles
atención para interpretar e integrar a la consti-tución;
c) hay que predicar el carácter vinculante y obligatorio que reviste, para que no se suponga que solamente
acumula una serie retórica de consejos, simples orientaciones o proyectos sin fuerza normativa, y para que no
quede a merced de lo que discrecionalmente crean o quieran sus destinatarios, tanto operadores gubernamentales
como particulares.
CAPÍTULO V
LA SUPREMACÍA Y EL CONTROL DE
LA CONSTITUCIÓN
I. LA FORMULACIÓN CLÁSICA DE LA DOCTRINA Y SUS ALCANCES. - Su caracterización general. La
actualización contemporánea. La jerarquía normativa. Supremacía y reforma constitucional. La supremacía
en el tiempo. El control de constitucionalidad: su significado. El control constitucional y la interpretación. -
La doctrina de la supremacía constitucional y la inconstitucionalidad “dentro” de la constitución. - II. LOS
REAJUSTES CONTEMPORÁNEOS DE LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL. - La doctrina de la supremacía
constitucional de cara al nuevo derecho internacional. - La incidencia en el control interno de
constitucionalidad. - La modificación de la doctrina de la supremacía constitucional en el actual derecho
constitucional argentino. La tesis que rechazamos. Las tesis que sostenemos. - III. LAS RELACIONES ENTRE LA
SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y EL CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD. - El panorama después de la
reforma de 1994. - Las materias controlables. Una diferencia entre “cuestión constitucional”, “cuestión
política” y control. El control del derecho extranjero aplicable en jurisdicción argentina. - El control de
constitucionalidad “a favor” del estado por “acto propio”. - La supremacía y el derecho judicial de la Corte
Suprema. - La inconstitucionalidad como efecto de actividad lícita del estado. - La inconstitucionalidad en el
tiempo. - La inconstitucionalidad “por omisión” y su control. - IV. LA ORGANIZACIÓN DEL CONTROL. - Los
sistemas posibles de control. - Los sistemas de control en nuestro derecho constitucional (federal y provincial).
Las variables del control en el derecho público provincial. - La legitimación procesal. - El marco de
condicionamiento y las bases de control. - El alcance, los caracteres y las posibilidades del control. - V. LA
SUPREMACÍA EN RELACIÓN
CON EL DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO. - Constitución, tratados, leyes.
Su caracterización general
La teoría de la fuerza normativa de la constitución —y, mejor aún, del “derecho de la constitución”— viene
hoy a completar a la doctrina de la supremacía, en cuanto aquélla postula que la constitución posee en sí misma el
vigor de la normatividad jurídica para surtir el efecto de su aplicabilidad, exigibilidad y obligatoriedad y, así,
asegurar su efectividad en la dimensión sociológica del mundo jurídico (ver cap. I, nº 18).
La actualización contemporánea
La jerarquía normativa
6. — La doctrina de la supremacía tiene también alguna cabida en los estados de constitución flexible. En la
actualidad, hemos elaborado la idea de que una constitución flexible, al poder reformarse mediante una ley
ordinaria, impide que las “leyes” en desacuerdo con la constitución formal sean consideradas o declaradas
inconstitucionales, pues cuando están en desacuerdo u oposición, implican una enmienda válida a esa constitución;
pero, no obstante, las normas y los actos infralegales admiten que, en caso de pugnar con la constitución, sean
reputados inconstitucionales. De tal modo la inconstitucio-nalidad en los estados con constitución flexible
funcionaría en los estratos del orden jurídico inferiores a la ley.
La supremacía en el tiempo
Por otro lado, la pretensión de futuridad y permanencia que explicamos al comentar el preámbulo, y que
surge de éste, señala la ambición constitucional de capturar en la supremacía de la codificación todo el devenir del
sistema político que ella atrapa, regula y proyecta, dentro de su orden normológico (ver cap. II, nº 14).
El leading case “Marbury c/Madison”, del año 1803, ha sido el antecedente inmediato en Estados Unidos de
la doctrina de la supremacía y del control constitucionales, y con su ejemplaridad suscitó seguimiento o imitación
dentro y fuera de los Estados Unidos. De allí se trasplantó a nuestro derecho.
9. — En el derecho constitucional argentino, la doctrina de la supremacía y del control
constitucionales ha cobrado vigencia sociológica a través de fuente judicial: la jurisprudencia o
derecho judicial la han hecho efectiva. Está pues en la constitución material, pero deriva de
principios formulados en la constitución formal.
Dada la estructura federal de nuestro estado, la supremacía constitucional reviste un doble
alcance: a) la constitución prevalece sobre todo el orden jurídico-político del estado; b) la
constitución, en cuanto federal, prevalece también sobre todo el derecho provincial (y dentro de
esta segunda supremacía, prevalece juntamente con la constitución federal todo el derecho federal
—leyes, tratados, etc.—); esto se verifica leyendo los arts. 5º y 31.
El principio de supremacía se completa con los principios del art. 27 (para los tratados que
sólo tienen prelación sobre las leyes), del art. 28 (para las leyes), y del art. 99 inc. 2º (para los
decretos del poder ejecutivo que reglamentan a las leyes).
Después de la reforma de 1994, es imperioso asimismo tener presente una añadidura de suma
trascendencia: en virtud del art. 75 inc. 22 hay tratados internacionales de derechos humanos que
tienen jerarquía constitucional por figurar en la enumeración que se hace en dicha norma, y otros
que pueden alcanzarla en el futuro conforme a la misma. Por consiguiente, tales tratados revisten
igual supremacía de la constitución, y aunque no forman parte del texto de la constitución, se
hallan fuera de él a su mismo nivel en el bloque de constitucionalidad federal (ver cap. I, nº 17).
10. — El control judicial de constitucionalidad cuenta con la fórmula acuñada por la Corte
Suprema desde su fallo del 5 de diciembre de 1865, la cual, si bien se refiere expresamente a las
leyes, se torna extensiva a normas y actos distintos de las leyes. Dicha fórmula dice así: “Que es
elemento de nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber en que se
hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su
decisión, comparándolas con el texto de la constitución para averiguar si guardan o no su
conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentra en oposición con ella,
constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del poder
judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos
consignados en la constitución, contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes
públicos”.
El control judicial de constitucionalidad, y la eventual declaración de inconstitucionalidad de una norma o un
acto, es un deber (u obligación) que implícitamente impone la constitución formal a todos los tribunales del poder
judicial cuando ejercen su función de administrar justicia, o cuando deben cumplir dicha norma o dicho acto.
11. — Por lo que hemos explicado en el capítulo III, es comprensible que el control de constitucionalidad va
anexo a la interpretación constitucional, porque es imposible controlar sin interpretar, ya que tanto es necesario
interpretar las normas de la constitución como las infraconstitucionales que se comparan con ellas. A su vez, en
muchos casos el control se liga asimismo a la integración, si es que se tropieza con carencia histórica de norma o
con carencia dikelógica. (Para esto, reenviamos al acápite IV del cap. III).
12. — Hay doctrinas que dentro de la misma constitución efectúan una gradación o un escalonamiento de sus
contenidos en planos subordinantes y planos subordinados.
Por ejemplo, cuando a los principios y valores que contiene la constitución se los erige por encima del resto
de sus normas. Se habla, así, de relaciones intrajerárquicas.
El resultado es éste: si dentro de la constitución suprema hay cláusulas o normas que prevalecen sobre otras
de su mismo articulado, estas últimas son inconstitucionales (aunque formen parte de la constitución) cuando
infringen a las superiores.
Es verdad que en nuestra constitución reconocemos que, además de simples normas, hay, implícitamente,
principios y valores (ver cap. IV), pero tenemos hasta hoy por cierto que todos sus contenidos —en cuanto
normas— comparten la misma jerarquía suprema o, en otros términos, que dentro de la constitución no existe un
orden jerárquico de planos diferentes, por lo que no creemos que dentro de la misma constitución una norma de
ella pueda ser inconstitucional por incompatibilidad o contradicción con algún principio o algún valor contenidos
en el conjunto normativo de la constitución.
Más adelante tratamos la otra hipótesis de la inconstitucionalidad de una norma de la constitución que
mediante reforma constitucional se incluyera en su texto en violación a un tratado internacional que, con
anterioridad, ha limitado al poder constituyente (ver nº 27).
14. — Si ahora pasamos a las constituciones provinciales, es evidente e indudable que, dentro
de nuestra estructura federal, pueden contener normas inconstitucionales cuando éstas resultan
lesivas de las pautas que desde la constitución federal se les impone a los ordenamientos
provinciales. (El tema de la relación de subordinación en virtud de la cual acontecen tales
eventuales incons-titucionalidades nos ocupará al explicar el federalismo.)
15. — La teoría de la supremacía fue elaborada y estructurada —para la doctrina y para su aplicación
práctica— en un contexto universal en el que bien cabe decir que los estados eran concebidos como unidades
políticas cerradas y replegadas sobre sí mismas, dentro del contexto mundial. Desde hace años (podríamos hacer
cronología situando los tiempos desde la segunda postguerra de este siglo) el derecho internacional público ha
avanzado mucho en comparación con épocas precedentes. La política internacional también. Es indudable que la
forma de instalación de los estados en el ámbito internacional cobra hoy nuevos perfiles.
Los estados siguen existiendo. Sus ordenamientos internos también. Sus constituciones también. Pero se les
filtran contenidos que provienen de fuentes heterónomas o externas, o sea, colateralmente. Entre ellas, el derecho
internacional de los derechos humanos y el derecho comunitario —recién citados— cobran relevancia.
Quiere decir que, en virtud de principios generales del derecho internacional, de tratados internacionales
sobre derechos humanos, y de la integración estatal en comunidades supraestatales que engendran su propio
derecho comunitario, los estados incorporan a su derecho interno contenidos que derivan de aquellas fuentes
heterónomas o externas; esas fuentes no están por “encima” del estado, sino en sus “costados”, en su periferia;
“afuera” del orden jurídico interno; por eso las denominamos fuentes “heterónomas” o externas. Pero que
condicionan y limitan al derecho interno, incluso a la constitución, no puede negarse.
17. — Lo que no podemos omitir es el siguiente punto de vista personal: teniendo presente
que en el derecho internacional hay un principio básico que es el de su prelación sobre el derecho
interno, juzgamos incoherente que el estado que da recepción al derecho internacional en su
ordenamiento interno lo coloque por debajo de la constitución y no por encima —o, al menos, a
su mismo nivel—. En efecto, parece elemental decir que si el estado consiente el ingre-so
del derecho internacional, es de muy escasa congruencia que no lo haga aceptando aquel principio
de su primacía sobre el derecho interno.
Argentina, al ratificar y prestar recepción a la Convención de Viena sobre derecho de los
tratados, se ha obligado a acatar su art. 27, en el que se define y reafirma que ningún estado parte
puede invocar su derecho interno para incumplir un tratado.
No es coherente, por eso, que la reforma constitucional de 1994 sólo haya reconocido a los
tratados un rango supralegal, manteniendo como principio general (con la excepción de los
tratados de derechos humanos de jerarquía constitucional) el criterio de que los tratados son
infraconstitucionales (ver cap. I, nº 41).
18. — Hay que ver ahora qué ocurre con esta reciente fenomenología de la supremacía constitucional en
orden al control constitucional.
Las hipótesis son varias y diversas.
A) cuando en el derecho interno se otorga prioridad al derecho internacional por sobre la constitución, es
indudable que no hay control constitucional sobre el derecho internacional. Dicho de otro modo, el derecho
internacional no es susceptible de ser declarado inconstitucional.
En cambio, si la constitución, después de haberle cedido su rango al derecho internacional, exhibe alguna
contradicción con él, el contenido de la constitución que se le opone queda sometido a control y se torna
inconstitucional.
Lo mismo ocurre con todo el derecho infraconstitucional (leyes, reglamen-tos, sentencias, actos de
particulares).
B) Cuando en el derecho interno se reconoce al derecho internacional un nivel de paridad con la
constitución, tampoco hay control constitucional ni inconstitucionalidad en ninguno de ambos planos, porque los
dos comparten igual rango y se complementan.
El derecho infraconstitucional discrepante con el bloque unitario que componen el derecho internacional y la
constitución parificados queda sometido a control y es inconstitucional.
C) Cuando enfrentamos al derecho comunitario que es propio de un sistema de integración, las decisiones de
los órganos de la comunidad, y el derecho comunitario proveniente de ellos, quedan exentos de control
constitucional, porque es presupuesto de la integración que el estado que se hace parte en ella inhibe su control
interno de constitucionalidad, ya que si éste funcionara podría llegarse a declarar inconstitucional cualquier
contenido del derecho comunitario, y tal resultado dislocaría la existencia, el funcionamiento y la coherencia de la
comunidad supraestatal y de su derecho comunitario que, como uniforme a toda ella y a los estados miembros, no
tolera que éstos se opongan a la aplicación de sus normas en sus jurisdicciones internas, ni las descalifiquen por
contradicción con su derecho interno. Tanto la constitución como las normas infraconstitucionales, en cambio, son
inconstitucionales si colisionan con el derecho comunitario.
19. — Para aplicar las pautas recién esbozadas al derecho constitucional argentino, hay que
tomar en cuenta las innovaciones que desde el 24 de agosto de 1994 ha introducido la reforma de
la constitución.
El art. 75 inc. 22 sienta, como principio general, el de la supralegalidad de los tratados
internacionales de toda clase: los tratados prevalecen sobre las leyes, con una sola excepción.
La modificación ha de verse así:
a) en concordancia con el viejo art. 27, los tratados están por debajo de la constitución, pero
b) por encima de las leyes, y de todo el resto del derecho interno.
Este principio implica el abandono de la jurisprudencia de la Corte Suprema vigente hasta
1992, que no reconocía el rango supralegal de los tratados.
La excepción viene dada para los tratados de derechos humanos, de la siguiente manera:
a) El mismo art. 75 inc. 22 inviste directamente de jerarquía constitucional a once
instrumentos internacionales de derechos humanos que enumera taxativamente, pero además
b) prevé que mediante un procedimiento especial otros tratados de derechos humanos puedan
alcanzar también jerarquía constitucional.
En los dos supuestos, tales tratados no entran a formar parte del texto de la constitución y
quedan fuera de él, en el bloque de constitucionalidad federal, y comparten con la constitución su
mis-ma supremacía. O sea, no son infraconstitucionales como los otros.
En cuanto a los tratados de integración a organizaciones supra-estatales, el art. 75 inc. 24
debe entenderse como remitiendo al prin-cipio general del inc. 22 que sólo confiere a los tratados
prelación sobre las leyes. Este principio vuelve a enunciarse en el inc. 24 con referencia a las
normas dictadas en consecuencia del tratado de integración (es decir, con relación al derecho
comunitario emanado de los órganos de la comunidad supraestatal).
21. — Un primer diagrama explicativo, que anticipa nuestra opinión personal, puede dibujarse
así:
Derecho infra-
constitucional
La parte del inc. 22 que más conflicto interpretativo provoca en muchos autores es la que dice
que los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional “no derogan artículo alguno de
la primera parte de esta constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y
garantías por ella reconocidos”.
22. — Una interpretación que no compartimos considera que la “no derogación” de los
artículos de la primera parte de la constitución significa que esa primera parte —con el plexo de
derechos y garantías— tiene prelación sobre los tratados de jerarquía constitucional.
En tanto, la segunda parte de la constitución se ubicaría por debajo de tales tratados.
Tal esquema viene a acoger la tesis, por nosotros rechazada, de relaciones intrajerárquicas dentro de un
sistema de normas que revisten jerarquía constitucional.
A’)
Primer plano subordinante: la primera parte de la
A) Bloque de constitución
constitucio-
nalidad fede- A”)
ral (Jerarquía Segundo plano subordinado: los instrumentos inter-
constitucional) nacionales del inciso 22
B) Derecho infraconstitucional
En este gráfico habría dos planos, que serían los siguientes: “A” (bloque) subdividido en A’ y
A”. (El plano B ya no pertenece al bloque).
23. — Lejos de estos desdoblamientos, afirmamos sintéticamente que toda la constitución (su
primera parte más el resto del articulado) en común con los once instrumentos internacionales
sobre derechos humanos de jerarquía constitucional (más los que la adquieren en el futuro)
componen un bloque que tiene una igual supremacía sobre el derecho infraconstitucional.
Dentro de ese bloque no hay planos superiores ni planos inferiores; o sea, forman una
cabecera en la que todas sus normas se encuentran en idéntico nivel entre sí.
Lo diseñamos gráficamente así:
A A”)
CONSTITUCIÓN INSTRUMEN- Cúspide
A) Bloque de TOS INTERNA- del orde-
constituciona- — Primera parte MÁS CIONALES namiento
lidad federal — Segunda parte del inciso 22 jurídico
B) Derecho infraconstitucional
24. — Se nos dirá que la cláusula de “no derogación” de la primera parte de la constitución
por los instrumentos internacionales de jerarquía constitucional ha de tener algún sentido y tener
algún efecto.
No obstante, tomemos en cuenta que, a continuación, dicha cláusula enuncia que tales
instrumentos internacionales son comple-mentarios.
¿Qué podemos inferir de la coordinación entre las dos pautas: la “no derogación” y la
“complementariedad”?
a) Vamos a resumirlo. ¿Qué significa la “no derogación”?
Es una pauta hermenéutica harto conocida la que enseña que en un conjunto normativo (para
el caso: la constitución “más” los instrumentos dotados de jerarquía constitucional) que comparte
un mismo y común orden de prelación dentro del ordenamiento jurídico, todas las normas y todos
los artículos de aquel conjunto tienen un sentido y un efecto, que es el de articularse en el sistema
sin que ninguno cancele a otro, sin que a uno se lo considere en pugna con otro, sin que entre sí
puedan oponerse irreconciliablemente. A cada uno y a todos hay que asignarles, conservarles y
aplicarles un sentido y un alcance de congruencia armonizante, porque cada uno y todos quieren
decir algo; este “algo” de uno o de varios no es posible que quede neutralizado por el “algo” que
se atribuye a otro o a otros.
b) Pasemos a la “complementariedad”.
La tesis que pregona la inaplicación de cualquier norma de un tratado con jerarquía
constitucional a la que acaso se impute oposición con alguno de los artículos de la primera parte
de la constitución hace una ligazón entre la “complementariedad” de los tratados respecto de
dichos artículos, y la “no derogación” de éstos por aquéllos. De este modo, le asigna a la palabra
“complementarios” un sentido equívoco de accesoriedad y hasta supletoriedad, que riñe con la
acepción del vocablo “complemento” y del verbo “complementar”.
Complemento es lo que hace falta agregar a una cosa para que quede completa, pero no lo que se ubica en un
plano secundario respecto de otro superior. Para nada hemos de imaginar que el nivel de lo complementario es
inferior al nivel de aquello a lo que complementa. De ahí que sostener que los tratados, debido a su
complementariedad respecto de los artículos de la primera parte de la constitución, no derogan a ninguno de ellos,
jamás tolera aseverar que éstos pueden llegar a excluir la aplicación de un tratado ni que, en vez de conciliar lo
que pueda parecer incompatible, hay que hacer prevalecer indefectiblemente las normas que integran la primera
parte de la constitución.
26. — Después de la quizá minuciosa explicación antecedente, hay que trasladar conclusiones
desde nuestro enfoque de la supremacía al del control de constitucionalidad. Todo ello, a la luz de
la reforma de 1994.
a) La paridad que asignamos a todo el conjunto normativo de la constitución con los
instrumentos internacionales de jerarquía constitucional (los once enumerados en el art. 75 inc.
22 más los que la adquieran en adelante) impide declarar inconstitucionales:
a’) a norma alguna de la constitución (en cualquiera de sus partes) en relación con
instrumentos internacionales de derechos humanos de jerarquía constitucional;
a”) a norma alguna de dichos instrumentos en relación con normas de la constitución (en
cualquiera de sus partes);
a’’’) por ende, toda aparente oposición ha de superarse a tenor de una interpretación
armonizante y congruente, en la que se busque seleccionar la norma que en su aplicación rinda
resultado más favorable para el sistema de derechos (integrado por la constitución y los
instrumentos internacionales de jerarquía constitucional), en razón de la mayor valiosidad (pero
no supremacía normativa) que el sistema de derechos ostenta respecto de la organización del
poder.
b) El bloque encarado en el anterior inc. a) y sus subincisos obliga a controlar todos los
sectores del derecho infraconstitucional, y a declarar inconstitucional toda norma que en él sea
infractoria de la constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos con
jerarquía constitucional.
c) Los tratados internacionales que no gozan de jerarquía constitucional, como inferiores que
son, quedan sometidos a control (aun cuando en nuestra tesis, ello sea incoherente y discrepante
con el principio de primacía del derecho internacional sobre todo el derecho interno, que
expusimos en el nº 17).
d) Por lo dicho en el precedente inc. c), también son controlables los tratados de integración
a organizaciones supraestatales, y las normas que son consecuencia de ellos —derecho
comunitario— (con igual reserva personal que en el inc. c).
e) Todo el derecho infraconstitucional, a partir de las leyes, también debe ser controlable en
relación con los tratados sin jerarquía constitucional, porque el principio general aplicable a este
supuesto es el de la superioridad de los tratados sobre las leyes y, por ende, sobre el resto del
ordenamiento sublegal.
27. — Una vez que tenemos en claro que entre los tratados internacionales la reforma de 1994 ha introducido
el desdoblamiento entre algunos que —ver-sando sobre derechos humanos— tienen la misma jerarquía que la
constitución, y otros —de cualquier materia— que solamente son superiores a las leyes (y, por ende, inferiores a la
constitución), es menester que hagamos otra reserva personal.
Siempre hemos estado acostumbrados a verificar y detectar la inconstitu-cionalidad cuando normas de nivel
inferior se oponen y violan a normas de un plano superior que las subordinan. En nuestro ejemplo reciente, una
norma de nivel inferior —tratado— engendraría inconstitucionalidad en normas de un plano superior —
constitución—.
El fenómeno se asimila fácilmente cuando con agilidad se concede a los tratados la naturaleza de una fuente
que, al ingresar su producto al derecho interno, implanta en él un límite heterónomo que alcanza hasta condicionar
al propio poder constituyente.
Nuestra tesis puede, en suma, resumirse así: Fuentes externas al estado como son, en cuanto
fuentes internacionales, los tratados, introducen su contenido en el derecho interno, y aun cuando
dentro de éste tal contenido se sitúe en un nivel inferior al de la constitución, funciona como un
límite heterónomo que es capaz de invalidar por inconstitucionalidad a normas superiores que
sean violatorias del tratado.
28. — La innovación que esta tesis introduce en la teoría de la supremacía de la constitución y en el concepto
del poder constituyente es trascendental; la supremacía constitucional ya no da pie para negar
inconstitucionalidades que puedan provenir de violación a un tratado internacional por parte de enmiendas que el
poder constituyente incorpore a un posterior texto constitucional.
29. — Averigüemos ahora sobre qué materias (normas y actos) opera el control en cada rubro.
Previamente, debemos señalar que, en general, nadie niega que la constitución en cuanto fuente primaria
prevalece sobre todo el orden jurídico-político del estado. En cambio, hay doctrina y jurisprudencia que niegan el
control en algunas materias. Esto significa que, para tales materias exentas de control de constitucionalidad (que se
llaman “cuestiones políticas” no judiciables), si bien se afirma el principio de la supremacía constitucional, no se
remedia la eventual violación a la misma. Las materias controlables son:
30. — Las interpretaciones que han retraído el control en materias donde nosotros creemos que debería
ejercerse, significan mutaciones constitucionales que, en la constitución material, retacean la eficacia del principio
de supremacía, y declinan la función judicial de revisión de constitucionalidad.
Cuando la doctrina y la jurisprudencia que criticamos afirman que una cuestión queda exenta de control
constitucional porque es política y, en consecuencia, también es “no judiciable”, no fundamentan la no
justiciabilidad con el argumento de que en esa área la constitución carezca de supremacía, pero de todas maneras
dicha supremacía queda menoscabada al no existir el instrumento garantista de revisión para juzgar si ha sido o no
violada.
31. — Un supuesto que conviene aclarar como muy excepcional, y que no nos merece rechazo, difiere de los
anteriores en los que la judiciabilidad y el control se descartan so pretexto de la cuestión “política”.
Este nuevo supuesto se configura cuando, con claridad, se advierte que una determinada competencia del
congreso o del poder ejecutivo le ha sido conferida por la constitución para que la ejerza de modo definitivo, final
y último, sin interferencia alguna del poder judicial.
Un ejemplo lo dio la Corte Suprema cuando en 1994 juzgó el caso “Nicosia”. Un juez federal destituido por
el senado dedujo ante ella recurso extraordinario, a raíz de lo cual el tribunal dejó sentado que la decisión de fondo
que adoptó el senado al destituir era facultad que la constitución le otorga de manera definitiva; pero, al contrario,
sostuvo que caía bajo control judicial de constitucionalidad la cuestión referente a la existencia de dicha facultad, a
la extensión de su ejercicio, y a las formas y los requisitos que la constitución le prescribe para ello.
32. — En primer lugar, cuando postulamos que (sobre la base clara del art. 116) en “toda” causa que versa
sobre puntos regidos por la constitución hay “cuestión judiciable” (o materia sujeta a decisión judicial)
presuponemos que la “cuestión constitucional” sometida a decisión judicial debe hallarse inserta en un proceso
judicial (“causa”). La “cuestión constitucional” es, por ende, una cuestión que por su materia se refiere a la
constitución, y que se aloja en una “causa” judicial.
En segundo lugar, y por lo dicho, creemos que no debería denominarse “cuestión política no judiciable” a
aquella cuestión en la que falta la materia propia de la cuestión constitucional. ¿Y cuándo falta? Es bueno
proponer un ejemplo. Si digo que la declaración y el hecho de la guerra internacional no son judiciables, quiero
seguramente decir que los jueces no pueden declarar que la guerra es inconstitucional. Si, en cambio, digo que la
declaración y la puesta en vigencia del estado de sitio debe ser judiciable, quiero decir que los jueces pueden y
deben (aunque la Corte lo niega) examinar en causa judiciable si, al declararlo y ponerlo en vigor, se ha violado o
no la constitución.
¿Por qué esa diferencia? Ocurre que en el caso de la guerra, la constitución solamente exige que la declare el
ejecutivo con autorización del congreso, pero nada dice sobre los casos, causas, oportunidades y condiciones que
hacen procedente la declaración y realización de la guerra; entonces, cuando constitucionalmente la guerra está
bien declarada, los jueces no tienen materia que sea objeto de su control.
En cambio, en la declaración del estado de sitio (y en la intervención), las normas de la constitución (art. 23 y
6º, respectivamente) marcan un cuadro bien concreto de causas, ocasiones, condicionamientos (aparte de la
competencia decisoria de los órganos llamados a declarar el estado de sitio o a intervenir una provincia —art. 75
incs. 29 y 31, y art. 99 incs. 16 y 20—). De ahí que si tales órganos hacen la declaración o intervienen violando
aquel marco condicionante, violan también la constitución; y en ese campo aparece, claramente, la “cuestión
constitucional”, sobre la cual recae —en causa judicial— la función de controlar si la constitución ha sido o no
transgredida.
33. — Mientras se acepta que el derecho internacional privado interno está subordinado a la constitución, y
recibe el control judicial de constitucionalidad, hay opiniones que no admiten ese control sobre el derecho
extranjero llama-do por aquél a aplicarse en jurisdicción argentina por nuestros tribunales. Nosotros entendemos,
a la inversa, que normas del derecho extranjero que de acuerdo al derecho internacional privado se tornan
aplicables por nuestros tri-bunales, deben someterse al control de constitucionalidad, y en caso de incom-
patibilidad con nuestra constitución deben ser declaradas inconstitucionales, con el efecto consiguiente de
desaplicación.
34. — El control de constitucionalidad es, primordialmente, una garantía de los particulares “contra” o
“frente” al estado, para defenderse de sus actos o normas inconstitucionales. Es poco concordante con su sentido
y su finalidad que el estado arguya la inconstitucionalidad de sus propios actos y normas contra los particulares,
porque no es una garantía del estado frente a los gobernados. La doctrina y el mecanismo del control no se
instituyeron con ese alcance.
Hay jurisprudencia de la Corte —reiterada en el caso “Ribo, Carlos A. c/Estado Nacional”, del 28 de julio de
1988— en la que el tribunal sostiene que el estado no está legitimado para plantear la inconstitucionalidad de una
norma dictada por él mismo.
35. — Mucho más adelante explicaremos que, en nuestra opinión, la interpretación judicial que de la
constitución hace la Corte Suprema en sus sentencias cuando aplica sus normas, tiene el mismo rango de la
constitución interpretada. Decimos que, en el derecho constitucional material, se trata de la constitución “más” la
interpretación que de ella hace el derecho judicial de la Corte. Este “más”implica componer una unidad con la
sumatoria.
De ahí en adelante, son numerosos los efectos que cabe proyectar. Sólo los insinuamos.
Puede —por ejemplo— afirmarse que el derecho judicial participa de la misma supremacía de la constitución
a la que interpreta y aplica; que ningún tribunal en sede interna puede declarar inconstitucional la interpretación
constitucional de la Corte; que las leyes no pueden prescindir de ella o violarla (suprimiendo, por ejemplo, el
amparo, o el control judicial de la actividad jurisdiccional de la administración); que los tribunales inferiores
(federales y provinciales) tienen que prestar seguimiento a la misma interpretación constitucional, etc. (ver nº 54).
36. — Hasta ahora la doctrina de la supremacía constitucional, y su efecto aplicativo, que es el control de
constitucionalidad y la eventual declaración de inconstitucionalidad, han tomado como presupuesto necesario, o al
menos habi-tual, que las violaciones a la constitución y las consiguientes inconstitucionali-dades implican
infracciones, ilicitudes, antijuridicidad, nulidad, etc.
No obstante, concurre una hipótesis distinta, a la que sucintamente hay que prestarle atención.
Es el caso de normas o actividades lícitas y legítimas que en sí mismas no son inconstitucionales, pero cuyos
efectos pueden, en algún caso, causar daño a derechos de terceros. No es errado afirmar, entonces, que en ese
efecto dañino hay una inconstitucionalidad derivada de una norma o una actividad lícitas.
En estos supuestos el estado debe responder por su actividad lícita, reparando el daño mediante adecuada
indemnización a favor de quien lo sufre.
Un interesante caso en que la Corte Suprema acogió el resarcimiento por parte del estado a favor de una
persona que, por el cambio producido con la adopción de una nueva política económica —en sí lícita—, sufrió
perjuicio en derechos adquiridos al amparo de la política anterior que fue sustituida por otra, se registra en la
sentencia recaída con fecha 15 de mayo de 1979 en los autos “Cantón Mario c/Gobierno Nacional”.
Estas tesis puede darse por incorporada a nuestro derecho constitucional material.
Tal vez no resulte tan curiosa si se piensa que la expropiación prevista en el art. 17 de la constitución es, sin
duda, una actividad legítima del estado expropiante, no obstante lo cual, por la afectación que como efecto origina
a la propiedad del expropiado, éste tiene derecho a indemnización.
La inconstitucionalidad en el tiempo
37. — Cuesta imaginar que la constitucionalidad y la inconstitucionalidad varíen en el tiempo. Sin embargo,
son muchos los casos en que el fenómeno acontece. Veremos solamente algunas hipótesis.
a) Una norma puede ser constitucional tanto cuando se la “pone” en el orden normológico como durante
cierto lapso posterior, y después volverse inconstitucional. Por ejemplo, por un cambio en la realidad económica,
una ley que fija porcentajes o coeficientes para actualizar deudas en una época de inflación que luego, al
agudizarse, agrava la depreciación monetaria y hace insuficientes tales porcentajes o coeficientes porque no
mantiene el valor real de la suma a pagar.
b) Una norma puede ser simultáneamente constitucional e inconstitucional según el ámbito donde se aplica.
El ejemplo típico es el de la ley provincial que obliga a efectuar un reclamo administrativo antes de demandar a la
provincia; la norma es constitucional cuando se trata de demandar a la provincia ante sus propios tribunales
provinciales, y es inconstitucional cuando la demanda contra la provincia debe entablarse ante la jurisdicción
federal (porque una ley local no puede condicionar la justiciabilidad de las provincias en jurisdicción federal, ya
que la regulación de tal jurisdicción escapa a la competencia local).
c) Otros casos de inconstitucionalidad sobreviniente pueden configurarse cuando: c’) se realiza una reforma
constitucional, y normas anteriores que son incompatibles con el nuevo texto constitucional se vuelven
inconstitucionales, aunque no lo hayan sido con respecto a la constitución antes de su enmienda; c”) se ratifica un
tratado internacional, porque leyes anteriores que son incompatibles con él también se tornan inconstitucionales.
d) El cambio temporal de las valoraciones sociales en torno de determinadas cuestiones también es capaz de
convertir en inconstitucional una norma que antes no lo era porque coincidía con las valoraciones de su época.
Pero para que esto ocurra creemos que acerca de la cuestión enfocada por tales valoraciones sucesivamente
distintas hace falta que haya en la constitución alguna pauta normativa. Así, habiendo normas constitucionales
sobre la igualdad, bien pudo decirse que cuando las valoraciones colectivas reputaron que el monopolio del
sufragio por los varones privaba a las mujeres de un igual derecho electoral, la ley negatoria del voto femenino fue
susceptible de reprobarse como inconstitucional (ver cap. II, nº 16 b).
Por lo menos en las omisiones inconstitucionales que lesionan derechos subjetivos (por ej., si no se
reglamentan las cláusulas constitucionales programáticas que los reconocen) es menester divulgar la idea de que
sobre tales omisiones debe recaer el control de constitucionalidad que las subsane, en resguardo de la supremacía,
y en beneficio del titular del derecho que por la misma omisión sufre perjuicio.
La inconstitucionalidad por omisión ha sido objeto de previsión en la constitución de la provincia de Río
Negro de 1988, cuyo art. 207 contiene el supuesto remedio mediante acción judicial.
El control constitucional por omisión tal como lo pretendemos nosotros no funciona con
ejemplaridad en nuestro derecho constitucional material.
Acabamos de citar como excepción a la constitución rionegrina. También conviene advertir que, de alguna
manera, ha operado cuando la Corte Suprema ha dispuesto en juicios de amparo actualizar las remuneraciones de
los jueces que, a causa de la inflación, vieron disminuido su valor económico; en este caso, al ordenar el reajuste,
tenemos que entender que reputó inconstitucional la omisión configurada mientras dicho reajuste no había sido
arbitrado espontáneamente por los órganos de poder competentes.
Cuando en 1992 la Corte Suprema encaró el tema de los tratados interna-cionales dentro de nuestro derecho
interno, tuvo ocasión en la sentencia recaída el 7 de julio de ese año en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” de
puntualizar pautas que, en alguna forma, guardan conexión con la omisión inconstitucional. Dijo entonces la
Corte: “La violación de un tratado internacional puede acaecer tanto por el establecimiento de normas internas que
prescriban una conducta manifiestamente contraria, cuanto por la omisión de establecer disposiciones que hagan
posible su cumplimiento. Ambas situaciones resultarían contradictorias con la previa ratificación internacional del
tratado; dicho de otro modo, significaría el incumplimiento o repulsa del tratado, con las consecuencias
perjudiciales que de ello pudieran derivarse”.
De esto inferimos que como los tratados prevalecen sobre las leyes, el incumplimiento de un tratado por
omisión legislativa puede asimilarse a una omisión inconstitucional.
IV. LA ORGANIZACIÓN DEL CONTROL
B) 41. — Las vías procesales mediante las cuales puede provocarse el control constitucional
de tipo jurisdiccional son fundamentalmente las siguientes:
a) La vía directa, de acción o de demanda, en la cual el proceso se promueve con el objeto de
atacar la presunta inconstitucionalidad de una norma o un acto.
b) La vía indirecta, incidental o de excepción, en la cual la cuestión de constitucionalidad se
articula o introduce en forma incidental dentro de un proceso cuyo objeto principal no es la
posible declaración de inconstitucionalidad, sino otro distinto.
c) La elevación del caso efectuada por el juez que está conociendo de un proceso, a un órgano
especializado y único para que resuelva si la norma que debe aplicar es o no inconstitucional.
Trasladando tales vías a un supuesto hipotético decimos que si —por ej.— en un país se dicta una ley
estableciendo un impuesto a los propietarios de automotores, la vía directa permite a quien se considera agraviado
por dicha ley deducir una demanda de inconstitucionalidad aun antes de tener que cumplir con la obligación fiscal,
para que en ese proceso se declare si la ley es o no inconstitucional; la vía indirecta requiere, al contrario, que el
presunto agraviado pague el impuesto o se deje demandar por el fisco, y que en ese proceso se articule
incidentalmente y a modo de defensa la cuestión de constitu-cionalidad para obtener el reintegro de lo pagado o
para que se lo exima del pago pretendido; la vía por elevación del caso implica que el mismo planteo señalado en
el supuesto de la vía indirecta obliga al juez de la causa a desprenderse transitoriamente de la misma elevándola al
órgano único de jurisdicción concentrada que tiene a su cargo el control, el que una vez emitido el
pronunciamiento sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley a aplicarse devuelve el proceso al
juez de origen para que dicte sentencia.
Dentro de la vía directa cabe la variante de la llamada acción popular, en la cual quien
demanda puede ser cualquier persona, aunque no sufra agravio con la norma impugnada.
42. — Interesa también averiguar cuál es el sujeto que está legitimado para provocar el
control. Ese sujeto puede ser:
a) El titular de un derecho o un interés legítimo que padece agravio por una norma o un acto
inconstitucionales.
b) Cualquier persona (una sola o un número mínimo exigido por el régimen vigente), en cuyo
caso la vía es directa y se llama acción popular.
c) El ministerio público.
d) Un tercero que no es titular de un derecho o interés legítimo personalmente afectados, pero
que debe de algún modo cumplir la norma presuntamente inconstitucional, que no lo daña a él
pero que daña a otros relacionados con él (por ej.: el empleador que debe retener del sueldo de su
empleado una cuota destinada como contri-bución sindical a una organización gremial, podría
impugnar la constitucionalidad de la norma que lo obliga a actuar como agente de retención, aun
cuando el derecho patrimonial afectado no es el del empleador sino el del empleado). (Ver nº 51).
e) El propio juez de la causa que la eleva en consulta al órgano encargado del control para
que resuelva si la norma que ese juez debe aplicar en su sentencia es o no constitucional.
f) El defensor del pueblo u ombudsman.
g) Determinados órganos del poder o, de ser éstos colegiados, un determinado número de sus
miembros.
h) Las asociaciones cuyo fin atiende a la defensa de derechos o intereses de personas o
grupos.
Esta enumeración obliga a individualizar en cada sistema cuál es la vía procesal para la cual se habilita a uno
o más sujetos como legitimados para provocar el control.
43. — Fuera de causas judiciables, en los regímenes donde existen otros tipos de control, se admiten
consultas o requerimientos formulados al órgano encargado del control por otro órgano, a fin de que se pronuncie
sobre la constitucionalidad de normas o actos. En ese supuesto, el órgano que puede solicitar el control es también
un sujeto legitimado para provocarlo.
C) 44. — Por fin, los efectos del control pueden agruparse en dos grandes rubros:
a) cuando la sentencia declarativa de inconstitucionalidad sólo implica no aplicar la norma en
el caso resuelto, el efecto es limitado, restringido o “inter-partes” (“entre partes”), dejando
subsistente la vigencia normológica de la norma fuera de ese caso;
b) cuando la sentencia invalida la norma declarada inconstitucional más allá del caso, el
efecto es amplio, “erga omnes” (“contra todos”) o “extra-partes”. Este efecto puede revestir dos
modalidades:
b’) que la norma inconstitucional quede automáticamente derogada; o,
b’’) que la sentencia irrogue la obligación de derogar la norma inconstitucional por parte del
órgano que la dictó.
Sin estar institucionalizado el sistema de efecto amplio o erga omnes, puede ocurrir que la sentencia
declarativa de inconstitucionalidad, cuyo efecto se limita al caso, adquiera ejemplaridad y funcione como modelo
que suscite seguimiento, en cuyo caso la fuente judicial, sin derogar la norma, consigue que el precedente se
reitere, o que voluntariamente el órgano que dictó la norma la derogue. De existir un sistema de jurisprudencia
vinculatoria, que obliga a determinados órganos judiciales a acatar la sentencia dictada en un caso, se acentúa el
rigor del efecto que acabamos de mencionar.
46. — Nuestro régimen conoció transitoriamente un sistema de control político parcial entre 1853 y 1860. En
efecto, el texto originario de 1853, hasta su reforma en 1860, atribuía al congreso federal la revisión de las
constituciones provinciales antes de su promulgación, pudiendo reprobarlas si no estaban conformes con los
principios y disposiciones de la constitución federal. Tal mecanismo era político en cuanto al órgano que
controlaba —el congreso—, y parcial en cuanto a la materia controlada —únicamente las constituciones
provinciales—.
47. — El control constitucional y la declaración de inconstitucionalidad como propios del poder judicial
plantean el problema de si los tribunales administrativos pueden, en ejercicio de su función jurisdiccional, ejercer
ese control y emitir declaraciones de inconstitucionalidad desaplicativas de las normas que descalifique, pese a no
formar parte del poder judicial. En nuestra opinión sólo pueden hacerlo si una ley los habilita.
B) 48. — En cuanto a las vías procesales utilizables en el orden federal, no existe duda de que
la vía indirecta, incidental o de excepción es hábil para provocar el control. Lo que queda por
dilucidar es si se trata de la única vía, o si juntamente con ella es posible emplear la vía directa o
de acción en algunas de sus modalidades.
Para esclarecer el punto, creemos útil trazar una divisoria cronológica en el derecho judicial
de la Corte. Nos parece que esa línea gira en torno del año 1985.
Hasta esa fecha, era común afirmar que la única vía para promover el control era la indirecta,
con base en que el art. 2º de la ley 27 prescribe que los tribunales federales sólo ejercen
jurisdicción en “casos contenciosos”.
El perfil que se daba entonces al “caso contencioso” de la ley 27 era muy rígido; sólo configuraba un caso de
esa índole —en el que incidental e indirectamente podía promoverse el control— aquél en que partes
contrapuestas disputaban intereses contrarios con posibilidad de llegarse a una sentencia “de condena” que
reconociera un derecho a cuya efectividad obstaran las normas que se impugnaban como inconstitucionales (la
expresión “sentencia de condena” no se limitaba a la que imponía una condena penal).
49. — Si nos atenemos al vocabulario usado en la actual jurisprudencia de la Corte, empezamos recordando
que ahora la Corte afirma que en el orden federal hay acciones de inconstitucionalidad. ¿Cuáles son?
La Corte las ejemplifica: a) la acción de amparo y de habeas corpus (que existían desde mucho antes de
1985, pero no eran expresamente definidas por la Corte como acciones de inconstitucionalidad); b) la acción
declarativa de certeza del art. 322 del código procesal civil y comercial (con esta acción la Corte consiente ahora
que puedan plantearse en forma directa cuestiones de inconstitucionalidad en el ámbito del derecho público, con
aptitud para ser resueltas por los jueces, y hasta la misma Corte la ha aceptado en jurisdicción originaria y
exclusiva de ella); con la acción declarativa de certeza es viable obtener una sentencia declarativa de
inconstitucionalidad de normas generales, la cual sentencia —por ser declarativa— no es una sentencia de
condena, lo cual modifica ya en mucho la primitiva jurisprudencia anterior a 1985, porque desde ahí en adelante se
interpreta que la acción declarativa de certeza impulsa la promoción de un “caso contencioso” entre las partes
cuya relación jurídica debe adquirir la certeza que no tiene; c) el juicio sumario de inconstitucionalidad; d) el
incidente de inconstitucionalidad que se forma de modo anexo a una denuncia penal para discutir en él una
cuestión constitucional.
50. — En síntesis, y de acuerdo a nuestra personal interpretación del derecho judicial actual,
decimos que: a) ahora se tiene por cierto que hay acciones de inconstitucionalidad; pero b) no hay
acciones declarativas de inconstitucionalidad pura, es decir, sigue no habiéndolas.
C) 51. — Como sujeto legitimado para provocar el control, ante todo se reconoce al titular
actual de un “derecho” (propio) que se pretende ofendido.
También es admisible reconocer legitimación al titular de un interés legítimo que no tiene
calidad de derecho subjetivo.
El interés que puede tener un tercero en impugnar como inconstitucional una norma que él debe cumplir (sin
que se agravie a un derecho “suyo”) no es aceptado por la Corte para investirlo de legitimación con la promoción
del control. (Ver, por ejemplo, el fallo de julio 26 de 1984 en el caso “Centro de Empleados de Comercio c/Mois
Chami S.A.”.) Estamos en desacuerdo con este criterio porque quien “debe” cumplir una norma (por ej., la que
obliga a actuar como agente de retención) ha de estar habilitado para cuestionar su constitucionalidad, aunque la
misma norma y su cumplimiento no le afecten en sus derechos personales, ya que el obligado tiene interés
“actual” en que su obligación no sea inconstitucional. (Ver nº 42 d.)
En 1992 el fallo de la Corte en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” introdujo una importante novedad al acoger
en un amparo el derecho de rectificación y respuesta a favor de quien se había sentido mortificado y agraviado en
sus convicciones religiosas por expresiones vertidas por un tercero en un programa de televisión. Allí admitió un
“derecho subjetivo de carácter especial y reconocimiento excepcional”, que también era indudablemente
compartido por muchos otros —ajenos al juicio— que participaban del mismo sistema de creencias religiosas
ofendidas, por lo que sostuvo que quien replicaba primero en el tiempo asumía una suerte de “representación
colectiva” de todos los demás.
52. — Con la reforma constitucional de 1994, el art. 43 que regula el amparo, el habeas data y
el habeas corpus, abre una interpretación holgada.
Es así, como mínimo, porque habilita la acción de amparo “contra cualquier forma de
discriminación y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al
usuario y al consumidor, así como a los derechos de incidencia colectiva en general”. De
inmediato señala quiénes son los sujetos legitimados para interponer la acción de amparo, y dice:
“el afectado,
el defensor del pueblo y
las asociaciones que propendan a esos fines…”.
Como según lo explicaremos a su tiempo, este párrafo del art. 43 prevé y da por reconocidos a
los llamados intereses difusos, intereses colectivos, intereses de pertenencia difusa, derechos
colectivos o, con la propia fórmula de la norma: “derechos de incidencia colectiva en general”.
A efectos de su tutela mediante amparo, la trilogía de sujetos legitimados para provocar el control por vía
directa amplía explícitamente lo que hasta entonces no siempre era admitido.
En efecto, “el afectado” no es el titular único y exclusivo del derecho o el interés que alega, porque es uno
entre varios o muchos, con quienes comparte lo que hay de común o colectivo en ese derecho o interés, y sólo
invoca su porción o “cuota-parte” en carácter de situación jurídica subjetiva dentro de la cotitularidad múltiple
(ver nº 59).
Se añade, como vimos, el defensor del pueblo, y las asociaciones. En cuanto a éstas, el
amparo denominado “colectivo” se asemeja a lo que en el derecho comparado se suele llamar
“acciones de clase”.
No obstante, la ejemplaridad de las sentencias de la Corte Suprema las proyecta normalmente más allá del
caso, no produciendo la derogación de las normas declaradas inconstitucionales, pero logrando reiteración del
precedente en la jurisprudencia de la propia Corte y de los demás tribunales.
Este efecto de imitación espontánea es el que intensifica el valor del derecho judicial como fuente.
54. — En nuestra particular opinión, creemos que cuando la Corte interpreta la constitución y cuando ejerce
control de constitucionalidad, los demás tribunales federales y provinciales deben acatar las normas generales que
surgen de su jurisprudencia (como derecho judicial vigente por su ejemplaridad) cuando fallan casos similares.
Aplicamos así el adagio que dice: “La constitución es lo que la Corte ‘dice que es’ ” (ver nº 35).
Las variables del control en el derecho público provincial
57. — El diseño precedente corresponde al control que en jurisdicción de las provincias y a cargo de sus
tribunales locales se ejerce sobre el derecho provincial inferior a la constitución también provincial.
Cuando en uno de esos procesos en jurisdicción de provincia y a cargo de sus tribunales se inserta también
una cuestión constitucional federal, hay que tener presente la muy lógica pauta obligatoria que tiene impuesta la
jurisprudencia de la Corte Suprema, en el sentido de que los tribunales provincia- les deben resolverla —y
así, por ejemplo, lo prevé la constitución de San Juan—, con el agregado de que si se pretende finalmente
acudir a la Corte Suprema mediante recurso extraordinario federal, es imprescindible que las instancias ante los
tribunales de provincia se agoten y concluyan con sentencia del Superior Tribunal provincial.
La legitimación procesal
58. — Repetidas veces en una serie de tópicos vamos a aludir a la legitimación. Por
legitimación entendemos, en sentido procesal, la capacidad, aptitud o idoneidad que se reconoce a
un sujeto para intervenir en un proceso judicial. Legitimación procesal activa es la que ostenta
quien actúa como actor o demandante. Legitimación procesal pasiva es la que corresponde a
quien resulta demandado por otro.
Con ser un problema procesal, tiene una honda raíz en el derecho constitucional. En efecto,
las leyes no pueden disponer discre-cionalmente quién está legitimado y quién no lo está. Y no
pueden porque, en último término, si los derechos personales tienen base en la constitución, la
legitimación para articular en un proceso judicial las pretensiones referidas a ellos cuenta con un
techo o canon constitucional.
Para el control constitucional se nos aparece como de primera importancia el problema de la legitimación
procesal, en un doble sentido: para ser reconocido como actor, como demandado, o como tercero; y para ser
reconocido, independientemente de cualesquiera de esas calidades, como promotor del control.
Si del derecho personal o del interés legítimo propio descendemos a otras categorías —como la de los
intereses difusos o colectivos— tenemos convicción personal afianzada en el sentido de que también hay que
reconocer legitimación procesal a quien tiene parte (“su” parte) en ese interés compartido por muchos o por todos,
con lo que esa misma legitimación lo debe capacitar para promover el control, sea que él inicie el proceso como
actor, sea que resulte demandado (ver nº 52).
Lo que tiene que quedar en claro es que estrangular la legitimación —o negarla— con el resultado de que uno
o más sujetos no puedan promover el control constitucional en tutela de derechos, intereses legítimos, o intereses
de pertenencia difusa que son propios de ese sujeto, implica inconstitucionalidad.
Incluso conviene desde ya tener en cuenta que en determinados procesos la legitimación tiene asimismo que
reconocerse y conferirse con amplitud a terceros que —como en el habeas corpus— interponen la acción y
formulan la cuestión constitucional en favor de otra persona que, por no estar en condiciones de hacerlo
directamente (por ej., por privación o restricción en su libertad ambulatoria) merece la gestión ajena.
60. — Tenemos que ocuparnos de describir el marco que condiciona y presta base al ejercicio
del control.
En primer lugar, hace falta una causa judiciable. Nuestro control se ejerce en el marco de un
proceso judicial, y se expresa a través de la forma normal de pronunciamiento de los jueces, que
es la sentencia. Este requisito surge del art. 116 de la constitución, que al armar la masa de
competencias del poder judicial federal, se refiere siempre a “causas” o “asuntos”. De tal modo, la
“cuestión constitucional”se debe insertar dentro de una “causa” (o proceso).
La jurisprudencia ciñe a veces demasiado el concepto de causa judicial, equiparándola a caso contencioso,
contradictorio o litigioso. (Ello deriva de una interpretación sobre el art. 2º de la ley 27.) Para nosotros aquel
concepto es más amplio. Basta que con referencia a una situación de hecho o de derecho, real y concreta, un sujeto
interesado plantee el asunto ante un juez, dé origen a un pro-ceso y provoque con él una decisión judicial en forma
de sentencia, para que haya causa judicial o judiciable, en la que puede incluirse la “cuestión constitucional”.
Por consiguiente, dejemos bien en claro que la exigencia de causa judicial debe entenderse del siguiente
modo: a) como el juez requiere que su jurisdicción sea incitada, no puede actuar de oficio; b) como la jurisdicción
incitada da nor-malmente origen al proceso, la forma habitual de pronunciamiento judicial es la sentencia; c) en
consecuencia, se detrae al juez todo lo que sea: consulta, dicta-men, declaración teórica, o general, o abstracta. En
suma, no puede ejercerse el control de constitucionalidad sin causa judiciable o al margen de la misma.
Las muy raras excepciones confirman la regla.
61. — Además de causa judiciable hace falta, en segundo término, y según la jurisprudencia,
que la ley o el acto presuntamente inconstitucionales causen gravamen al titular actual de un
derecho. Por “titular actual” se entiende quien realmente ostenta un interés personal y directo
comprometido por el daño al derecho subjetivo. (Por excepción, el ministerio público puede
provocar el control en causa judiciable. En el proceso de amparo, también el defensor del pueblo
y las asociaciones) (ver nos. 51 y 52).
Conforme al derecho judicial emergente de la jurisprudencia de la Corte Suprema, el agravio
constitucional no puede invocarse, o el control no puede ejercerse cuando:
a) el agravio deriva de la propia conducta discrecional del interesado;
b) ha mediado renuncia a su alegación;
c) quien formula la impugnación se ha sometido anteriormente sin reserva alguna al régimen
jurídico que ataca;
d) quien formula la impugnación no es titular del derecho presuntamente lesionado (salvo los
terceros legitimados para accionar).
e) no subsiste el interés personal en la causa, sea por haber cesado la presunta violación al
derecho, sea por haberse derogado la norma cuya inconstitucionalidad se alegaba, etc., con lo que
la cuestión judicial a resolver se ha tornado “abstracta”.
62. — La jurisprudencia exige que en la causa medie petición de parte interesada. El titular
del derecho agraviado (o el tercero legitimado para accionar) debe pedir la declaración de
inconstitucio-nalidad, y por eso se dice que el control no procede “de oficio”, entendiéndose acá
por “de oficio” como equivalente a “control sin pedido de parte” (en tanto también las afirmación
de que el control no procede de oficio quiere significar, en otro sentido, que no procede fuera o al
margen de causas judiciables).
Con este requisito, la jurisprudencia estima que el juez no puede conocer ni decidir cuestiones que las partes
no le han propuesto. Todavía más: en el principio judicial que comentamos creemos descubrir la noción de que si
el titular del derecho no peticiona el control de constitucionalidad, se presume la renuncia al derecho agraviado
(esta renuncia es reconocida por la Corte con respecto a derechos de índole patrimonial).
En orden a este principio de la petición de parte, hay algunas excepciones que confirman la regla. La Corte
considera que sin necesidad de petición de parte, puede declararse de oficio en causa judiciable la
inconstitucionalidad de normas que alteran los límites de su propia competencia —por ej.: para mantener en su
dimensión constitucional la competencia originaria y exclusiva del art. 117—.
63. — En la constitución material, presupuestos los condicionamientos y modalidades que limitan tanto al
“sistema” de control cuanto al “marco” y a las “bases” para su ejercicio, cabe observar que el control de
constitucionalidad funciona, o en otros términos, que reviste vigencia sociológica.
Ellas son —por ej.—: la declaración del estado de sitio, la intervención federal, la declaración de guerra, las
causas determinantes de la acefalía presidencial, el título del presidente de facto, la declaración de utilidad pública
en la expropiación, etc.
No obstante, hay casos en que para controlar la razonabilidad hay que incluir un juicio sobre la conveniencia,
y en que la propia Corte así lo ha hecho (por ej., en su sentencia del caso “Reaseguradora Argentina S.A. c/Estado
Nacional” del 18 de setiembre de 1990), lo que nos permite decir que cuando para juzgar la razonabilidad y
constitucionalidad de una norma, o de una medida adoptada en aplicación de ella, se hace necesario evaluar la
conveniencia de la norma y/o de la medida, el examen judicial de la conveniencia es propio de los jueces y hace
excepción al principio de que ellos no controlan la conveniencia, ni la oportunidad, ni el acierto de las normas y de
los actos que se someten a su revisión.
Para el control de razonabilidad de las normas generales estamos ciertos de que procede tanto cuando la
norma en sí misma —o sea, en su texto— es irrazonable, como cuando no lo es en sí misma pero sí lo es en los
efectos que produce su aplicación a un caso concreto.
La jurisprudencia de la Corte registra pautas que, en algunas de sus sentencias, limitan el control de
razonabilidad sólo al texto de la norma legal, so pretexto de que indagarla en sus efectos significaría introducir
elementos extraños a la norma misma. Personalmente, discrepamos con este criterio reductivo.
d) No pueden promoverse acciones declarativas de inconstitucionalidad pura mediante las cuales se pretenda
impedir directamente la aplicación o la eficacia de las leyes. Pero en el derecho judicial de la Corte posterior a
1985 hay ahora acciones de inconstitucionalidad que, a diferencia de la declarativa de inconstitucionalidad pura,
originan procesos asimilables al llamado “caso contencioso” de la ley 27 y son utilizables para ejercitar el control
constitucional (ver nº 48).
Pero nada obsta, a juicio nuestro, para que la ley introduzca la acción declarativa de inconstitucionalidad
pura, e incluso la acción popular.
e) Dado que las leyes y los actos estatales se presumen válidos y, por ende, constitucionales,
la declaración de inconstitucionalidad sólo se debe emitir cuando la incompatibilidad con la
constitución es absoluta y evidente.
Por eso, la Corte ha acuñado un principio cuya formulación surge de la sentencia cuyo párrafo dice así:
“Que, con arreglo a jurisprudencia de esta Corte, el análisis de la validez constitucional de una norma de
jerarquía legal constituye la más delicada de las funciones susceptibles de encomendarse a un tribunal de justicia y
es sólo practicable, en consecuencia, como razón ineludible del pronunciamiento que la causa requiere,
entendiéndose que por la gravedad de tales exámenes debe estimárselos como la “última ratio” del orden jurídico,
de tal manera que no debe recurrirse a ellos sino cuando una estricta necesidad lo requiera. Por lo tanto, cuando
existe la posibilidad de una solución adecuada del juicio por otras razones, debe apelarse a ella en primer lugar
(doctrina de Fallos, t. 260; p. 153, sus citas y otros).”
f) El derecho judicial de la Corte tiene establecido que: f’) los jueces no pueden dejar de
aplicar una norma vigente conducente a resolver el caso que fallan, salvo que la desaplicación se
fundamente en la declaración de su inconstitucionalidad; f”) cuando desaplican una norma vigente
que conduce a resolver el caso sin declararla inconstitucional, la sentencia que de esa manera
dictan queda descalificada como arbitraria; f’’’) pero hay que tener presente que, como siempre,
para que válidamente desapliquen una norma mediante declaración de su inconstitucionalidad
necesitan que se lo haya requerido la parte interesada en el respectivo proceso judicial.
g) La Corte también tiene establecido que los jueces no pueden prescindir de lo dispuesto expresamente por la
ley respecto al caso que fallan, so pretexto de la posible injusticia de esa ley. Ahora bien, como la propia Corte
señala que la única salida para que los jueces desapliquen una norma vigente es su declaración de
inconstitucionalidad, estamos ciertos que si un juez declara que una norma es inconstitucional en virtud de su
injusticia (razonando suficientemente el caso) la no aplicación de esa norma en nada conculca el primer principio.
En suma, el juez no puede dejar de aplicar una ley por ser injusta, pero sí puede dejar de aplicarla declarándola
inconstitucional a causa de su injusticia. De ello surge que para desaplicar una norma injusta, el juez debe
declararla inconstitucional (ver cap. III, nos. 14 y 15).
h) Conforme al derecho judicial de la Corte, no cabe la declaración de inconstitucionalidad en un fallo
plenario, porque por esa vía el tribunal que lo dictara vendría a crear una interpretación general obligatoria de
orden constitucional, que es ajena a las atribuciones del referido tribunal. No estamos de acuerdo con este criterio.
Pero la Corte ha hecho prevalecer su jurisprudencia por sobre un fallo plenario, no para dejar sin efecto el
plenario, pero sí para dejar sin efecto una sentencia que aplicó el plenario en vez de atenerse a un criterio contrario
a él que surgía de jurisprudencia de la Corte (caso “Sire” de agosto 8 de 1989).
i) La jurisprudencia de la Corte, aunque la doctrina la juzgue acaso violatoria de la constitución, no puede ser
declarada inconstitucional porque traduce la “última” interpretación posible del derecho vigente, y no hay vía
disponible para impugnarla.
j) El poder judicial no entra a juzgar del modo o procedimiento formal como se ha dictado la
ley.
Sin embargo, un fallo de la Corte del 9 de agosto de 1967 en el caso “Colella Ciriaco c/Fevre y Basset S.A.
y/u otro”, declaró la inconstitucionalidad de la “promulgación parcial” de la ley de contrato de trabajo, efectuada
por el poder ejecutivo después de un veto también parcial, con lo que entró a juzgar de una cuestión formal o de
procedimiento, cual es la de analizar si la promulgación fragmentaria de una ley, es o no un procedimiento válido
y constitucional.
k) Cualesquiera sea la naturaleza de los procesos judiciales (por ej., el de amparo, el de habeas
corpus, los juicios ejecutivos o sumarios, etc.), estamos seguros que ni la ley ni los propios
tribunales ante los que esos procesos tramitan pueden prohibir o inhibir en algunos de ellos el
control judicial de constitucionalidad sobre las normas y/o los actos relacionados con la decisión
que en ellos debe dictarse. Esa detracción del control es inconstitucional.
l) No hallamos óbice constitucional para que, por vía de ley, se extienda “erga omnes” el
efecto de las sentencias de la Corte Su-prema que declaran la inconstitucionalidad de normas
generales, con alcance derogatorio de éstas (o sea, “extra partes”). Con ley ex-presa, las referidas
sentencias de la Corte quedan habilitadas constitucionalmente para producir la pérdida de
vigencia normológica (y por consecuencia, sociológica) de las normas generales cuya in-
constitucionalidad declaran con el efecto general previsto en la ley.
m) La inconstitucionalidad de una ley parece contagiar necesariamente de igual defecto a su
decreto reglamentario (que se basa en ella), y aparejar la de éste, por lo que impugnada solamente
la primera, el control judicial de constitucionalidad debe comprender también al decreto.
65. — Se trata aquí de indagar en qué plano o estrato del derecho interno argentino se sitúa el
derecho internacional público después de incorporarlo a él. No es, por eso, un problema de fuentes
(¿cómo ingresa o penetra?) sino de lugar jerárquico (¿dónde se ubica?) una vez que está adentro.
La primera relación se traba entre la constitución y el derecho internacional. ¿Qué prevalece?
El monismo absoluto coloca al derecho internacional por encima de la constitución: es decir,
facilita la supremacía del derecho internacional.
Ya dijimos que la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno es un principio
básico del derecho internacional, que hoy cuenta con una norma expresa en la Convención de
Viena sobre derecho de los tratados.
CAPÍTULO VI
EL PODER CONSTITUYENTE
I. EL PODER CONSTITUYENTE “ORIGINARIO” Y “DERIVADO”. - Su caracterización general. - El poder
constituyente en el derecho constitucional argentino. - II. LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN EN EL ART. 30. -
La duda sobre la rigidez. - La rigidez clásica: los requisitos formales y los contenidos pétreos. - Las etapas de
la reforma, y sus requisitos y alcances. Algunos efectos de la reforma. - La fijación del temario que el congreso
deriva a la convención para su reforma, y el caso de la reforma de 1994. Nuestra opinión frente a la ley
24.309. - Las principales reformas: casos de 1949, 1957, 1972 y 1994. - III. EL PODER CONSTITUYENTE DE LAS
PROVINCIAS. - Su encuadre. - El novísimo ciclo constituyente provincial a partir de 1985. IV. EL CASO Y LA
SITUACIÓN DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES. - La reforma de 1994. - APÉNDICE:
Ley 24.309.
Su caracterización general
1. — Si por “poder” entendemos una competencia, capacidad o energía para cumplir un fin, y
por “constituyente” el poder que constituye o da constitución al estado, alcanzamos con bastante
precisión el concepto global: poder constituyente es la competencia, capacidad o energía para
constituir o dar constitución al estado, es decir, para organizarlo, para establecer su estructura
jurídico-política.
El poder constituyente puede ser originario y derivado. Es originario cuando se ejerce en la
etapa fundacional o de primigeneidad del estado, para darle nacimiento y estructura. Es derivado
cuando se ejerce para reformar la constitución.
Esta dicotomía doctrinaria necesita algún retoque, porque también cabe reputar poder constituyente
originario al que se ejerce en un estado ya existente (o sea, después de su etapa fundacional o primigenia) cuando
se cambia y sustituye totalmente una constitución anterior con innovaciones fundamentales en su contenido.
Queda la duda de si una “reforma total” que no altera esa sustancialidad de los contenidos vertebrales es o no una
constitución nueva emanada de poder constituyente originario. Diríamos que no, con lo que la cuestión ha de
atender más bien a la sustitución de los contenidos básicos que al carácter de totalidad que pueda tener la
innovación respecto del texto nor-mativo que se reemplaza.
Entendemos que el concepto de poder constituyente no puede limitarse al que formalmente se ejercita para
dictar una constitución escrita; si todo estado tiene constitución en sentido material (aunque acaso no la tenga
escrita), tal constitución material también es producto de un poder constituyente.
No obstante, la teoría del poder constituyente es casi tan reciente como las constituciones escritas. Ello
significa que se lo “vio” a través de su producto más patente, que es la codificación constitucional.
3. — Sin embargo, esa residencia o titularidad del poder constituyente en el pueblo sólo debe reconocerse “en
potencia”, o sea, en el sentido de que no hay nadie (ni uno, ni pocos, ni muchos) predeterminado o investido para
ejercerlo; y no habiendo tampoco una forma concreta predeterminada por Dios ni por la naturaleza para constituir
a cada estado, la decisión queda librada a la totalidad o conjunto de hombres que componen la comunidad.
El ejercicio “en acto” de ese poder constituyente se radica “en razón de la eficacia” en quienes, dentro del
mismo pueblo, están en condiciones, en un momento dado, de determinar con suficiente consenso social la
estructura fundacional del estado y de adoptar la decisión fundamental de conjunto.
Se dice que el poder constituyente originario es, en principio, ilimitado. Ello significa que no tiene límites de
derecho positivo, o dicho en otra forma, que no hay ninguna instancia superior que lo condicione. Ahora bien, la
ilimitación no descarta: a) los límites suprapositivos del valor justicia (o derecho natural); b) los límites que
pueden derivar colateralmente del derecho internacional público —por ej.: tratados—; c) el condicionamiento de
la realidad social con todos sus ingredientes, que un método realista de elaboración debe tomar en cuenta para
organizar al estado.
El poder constituyente derivado, en cambio, es limitado. Ello se advierte claramente en las constituciones
rígidas (cualquiera sea el tipo de rigidez). En las flexibles, que se reforman mediante ley ordinaria, tal
procedimiento común viene a revestir también carácter limitativo, en cuanto pese a la flexibilidad la constitución
sólo admite enmienda por el procedimiento legislativo, y no por otro.
En cuanto al poder constituyente derivado, cuya limitación siempre hemos destacado, hay que añadir que un
tipo de límite puede provenir asimismo de tratados internacionales que con anterioridad a la reforma
constitucional se han incorporado al derecho interno. Y ello aun cuando se hayan incorporado en un nivel
infraconstitucional, porque después de que un estado se hace parte en un tratado no puede, ni siquiera mediante
reforma de su constitución, incluir en ésta ningún contenido ni ninguna norma que sean incompatibles con el
tratado, o violatorias de él.
La distinción formal que se predica conceptualmente entre poder constituyente y poder constituido no niega
que, en uso y ejercicio del poder constituido, los titulares de éste accionan fuentes del derecho constitucional que
inciden en la constitución material y que, por ende, consideramos como ejercicio material de poder constituyente.
Este ejercicio no es inválido si la constitución formal —en caso de existir— no resulta violada en su
supremacía.
El texto originario de la constitución de 1853 impedía su reforma hasta después de diez años de jurada por los
pueblos, no obstante lo cual se hace una “reforma” antes de ese plazo —en 1860—. Si esta “reforma” hubiera sido
una enmienda en ejercicio de poder constituyente derivado, habríamos de considerarla inválida e inconstitucional,
por haberse realizado temporalmente dentro de un plazo prohibido por la constitución. Sin embargo, pese a su
apariencia formal de reforma, la revisión del año 1860 integra a nuestro juicio el ciclo del poder constituyente
originario, que quedó abierto en 1853.
Y abierto en cuanto elementos geográficos, culturales, mesológicos, tradicionales, históricos, etc.,
predeterminaban que la provincia de Buenos Aires debía ser parte de nuestro estado federal, con lo que hasta
lograrse su ingreso no podría considerarse clausurado el poder constituyente originario o fundacional de la
República Argentina. El propio Informe de la comisión de Negocios Constitucionales que elaboró el proyecto de
constitución en el Congreso de Santa Fe lo dejaba entrever al afirmar que “la comisión ha concebido su proyecto
para que ahora, y en cualquier tiempo, abrace y comprenda los catorce estados argentinos”.
Es correcto, por eso, mencionar a nuestra constitución formal como “constitución de 1853-1860”, y
reconocerla como constitución histórica o fundacional.
7. — Este poder constituyente originario fue ejercido por el pueblo. Social e históricamente, las condiciones
determinantes de la circunstancia temporal en que fue ejercido llevaron a que las provincias históricamente
preexistentes enviaran representantes al Congreso de Santa Fe, en cumplimiento de pactos también preexistentes
—el último de los cuales, inmediatamente anterior, fue el de San Nicolás de 1852—.
La fórmula del preámbulo remite a esta interpretación, dando por cierto que el titular del poder constituyente
que sancionó la constitución de 1853 es el pueblo. Pero el pueblo “por voluntad y elección de las provincias”, con
lo que a través de las unidades políticas provinciales se expresa en acto y eficazmente la decisión comunitaria de
organizar al estado.
El poder constituyente originario ejercido en 1853 fue ilimitado (en sentido de derecho positivo), porque no
estuvo condicionado por ninguna instancia positiva superior o más alta. Pero tuvo en cuenta: a) los límites
suprapositivos del valor justicia (o derecho natural); b) los pactos preexistentes; c) la realidad social de nuestro
medio.
Incluir a los pactos preexistentes, tal como lo veníamos haciendo y como lo mantenemos (sabiendo que el
propio preámbulo afirma que la constitución se dicta “en cumplimiento” de ellos), significa dar razón de que hay
límites colaterales también en el poder constituyente originario. Los pactos preexistentes tuvieron ese carácter. No
fueron una instancia superior o más alta, pero condicionaron colateralmente al poder constituyente originario.
8. — De aquí en más, hemos de ocuparnos del poder constituyente derivado, es decir, del que se ejerce para
reformar la constitución, habilitado por ella misma.
Como la única norma expresamente referida a la reforma de la constitución sigue siendo el citado art. 30, más
allá del espacio que queda a la pluralidad de opiniones en torno de la rigidez, hemos ahora de centrar el estudio del
poder constituyente derivado en aquella cláusula.
9. — El art. 30 consagra la rigidez, tanto por el procedimiento de reforma como por el órgano
especial que habilita para realizarla. Veamos.
a) Dado el tipo escrito y rígido de la constitución formal, su revisión debe efectuarse mediante
un procedimiento especial, que es distinto al de la legislación ordinaria.
La rigidez de la constitución argentina se acentúa porque el mecanismo de reforma no sólo
difiere del legislativo común, sino que además está dirigido al establecimiento de una convención
especial para realizarla (órgano diferente al legislativo ordinario). Se trata, pues, de una rigidez
“orgánica”.
Lo que debemos decidir es si también la constitución pone límites a la reforma en cuanto a la
materia o al contenido susceptible de revisión. Ello se vincula con los contenidos pétreos.
Provisoriamente respondemos afirmativamente (ver nos 10 y 11).
b) Con esta primera caracterización de requisitos formales y materiales, obtenemos la
afirmación de que el poder constituyente derivado tiene límites de derecho positivo: unos en
cuanto a procedimiento, otros en cuanto a la materia.
Los límites al poder constituyente derivado están dirigidos: b’) al congreso —en la etapa de
iniciativa o declaración de la necesidad de la reforma—; b’’) a la convención —en la etapa de
revisión—, b’’’) a ambos; así el quórum de votos para declarar la necesidad de la reforma limita
al congreso; el temario de puntos que el congreso declara necesitados de reforma limita a la
convención; los contenidos pétreos limitan tanto al congreso como a la convención.
c) La existencia de límites conduce a sostener que cuando una reforma se lleva a cabo sin
respetarlos —sea porque en el procedimiento no se atiene a las formas preestablecidas, sea porque
en cuanto a las materias viola los contenidos pétreos— la enmienda constitucional es inválida o
inconstitucional.
d) Hoy también hemos de dejar establecido que los tratados internacionales incorporados a
nuestro derecho interno, muchos de los cuales tienen jerarquía constitucional, imponen un límite
he-terónomo, externo y colateral al poder constituyente derivado, por manera que si al reformarse
la constitución se incorpora a ella algún contenido violatorio de un tratado preexistente, ese
contenido que es producto de la reforma debe calificarse como inconstitucional.
e) Conforme a nuestro derecho vigente a través del derecho judicial, no hay control judicial
de constitucionalidad de la reforma, porque la jurisprudencia de nuestra Corte tiene establecido
que se trata de una cuestión política no judiciable; tal fue lo resuelto en el caso “Guerrero de
Soria, Juana A. c/Bodegas y Viñedos Pulenta Hnos.”, fallado el 20 de setiembre de 1963.
10. — El art. 30 dice que la constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus
partes. Una mera interpretación gramatical nos llevaría a decir que “toda” la constitución y
“todas” sus normas son susceptibles de reforma, y que nada le queda sustraído. Si así fuera,
¿negaríamos los contenidos pétreos?
Pero no es así. Que la constitución se puede reformar en el “todo” o en “cualquiera de sus
partes” significa que “cuantitativamente” se la puede revisar en forma integral y total. Pero
“cualitativamente” no, porque hay “algunos” contenidos o partes que, si bien pueden reformarse,
no pueden alterarse, suprimirse o destruirse. Precisamente, son los contenidos pétreos.
11. — En nuestra constitución, los contenidos pétreos no impiden su reforma, sino su abolición. Ellos son: la
forma de estado democrático; la forma de estado federal; la forma republicana de gobierno; la confesionalidad
del estado. Lo prohibido sería: reemplazar la democracia por el totalitarismo; reemplazar el federalismo por el
unitarismo; sustituir la república por la monarquía; suprimir la confesionalidad para imponer la laicidad.
Este endurecimiento que petrifica a los mencionados contenidos subsistirá mientras la estructura social de la
cual derivan conserve su misma fisonomía; en cuanto la estructura social donde se soporta un contenido pétreo
cambie fundamentalmente, el respectivo contenido pétreo dejará de serlo.
Por supuesto que nuestra interpretación reconoce que los contenidos pétreos no están explícita ni
expresamente definidos como tales en la constitución. Los valoramos como tales y los descubrimos implícitos, en
cuanto admitimos parcialmente una tipología tradicional-historicista de la constitución argentina. Al recoger del
medio geográfico, cultural, religioso, etc., ciertas pautas históricamente legitimadas durante el proceso genético de
nuestra organización, el constituyente petrificó en la constitución formal los contenidos expuestos, tal como la
estructura social subyacente les daba cabida.
Ver cap. II, nº 7.
Las etapas de la reforma, y sus requisitos y alcances
A) 13. — La de iniciativa está a cargo del congreso, al que el art. 30 le encomienda declarar
la necesidad de la reforma. No dice la norma cómo debe trabajar el congreso, ni qué forma debe
revestir el acto declarativo; sólo fija un quórum de votos.
a) Creemos extraer del derecho espontáneo —o sea, de la praxis ejemplarizada— lo que la
norma escrita ha omitido expresamente. a’) El congreso trabaja con cada una de sus cámaras por
separado; a’’) coincidiendo ambas, el congreso dicta una ley.
El acto declarativo tiene, entonces, forma de ley. ¿Está bien?
Creemos que no; en primer lugar, ese acto tiene esencia o naturaleza política, y hasta
preconstituyente; no es un acto de contenido legislativo y, por ende, no debe tomar la forma de la
ley; en segundo lugar, evitando la forma de ley, se deja bien en claro que el acto no es susceptible
de veto presidencial.
Pero si el derecho vigente por fuente material espontánea nos refleja el procedimiento antes señalado,
nosotros decimos que, ante el silencio del art. 30, el congreso también podría optar por: a) hacer la declaración con
sus dos cámaras reunidas en pleno (asamblea legislativa); b) no asignar a la declaración la forma de la ley.
b) El derecho espontáneo establece (con excepción de lo que se hizo en 1948) que al declarar
la necesidad de la reforma, el congreso debe puntualizar los contenidos o artículos que considera
necesitados de revisión. La fijación del temario demarca inexorablemente la materia sobre la cual
pueden recaer las enmiendas. La convención no queda obligada a introducir reformas en los
puntos señalados, pero no puede efectuarlas fuera de ellos.
Si la declaración de reforma tuviera carácter “total” (cuantitativamente, “toda” la constitución y “todas” sus
normas se propondrían a la enmienda) parece difícil que el congreso pudiera puntualizar el temario ya que éste
abarcaría todo el conjunto normativo de la constitución y quedaría indeterminado. Sin embargo, estimamos que
haría falta, lo mismo, que el congreso proporcionara algún lineamiento o marco de orientación y encuadre en torno
de los fines propuestos para la reforma, de sus políticas globales, etc. Y ello con la mayor precisión posible.
Para la novedad que en cuanto al temario fijado por el congreso presenta la reforma de 1994,
nos explayamos en nos. 18 a 22.
c) El acto declarativo requiere por la norma escrita del art. 30 un quórum especial. Es también
el derecho espontáneo el que señala la forma de computarlo. El art. 30 exige dos tercios de votos
de los miembros del congreso. ¿Sobre qué total de miembros se toma ese quórum: del total
“completo” de miembros, del total de miembros “en ejercicio”, o del total de miembros
“presentes”?
Nos parece que del total de miembros en cada cámara por separado (aun cuando las dos
sesionaran reunidas en asamblea); no sobre el total de los miembros en ejercicio, ni sobre el total
de los presentes. Ello porque interpretando la constitución en la totalidad de sus normas,
advertimos que cuando quiere que un quórum se compute sobre los miembros presentes, cuida
añadir en la norma respectiva el adjetivo “presentes” al sustantivo “miembros”. Y el art. 30 no
contiene el calificativo “presentes”.
d) El congreso puede fijar plazo a la convención. Es optativo, y a veces se ha establecido, y
otras veces no. El derecho espontáneo, entonces, habilita usar una solución y la otra. El art. 30,
con su silencio sobre el punto, consiente cualquiera de las dos.
B) 14. — Hasta acá la etapa de iniciativa. Viene luego la de revisión. Esta ya no pertenece al
congreso, ni siquiera con procedimiento agravado. La constitución la remite a un órgano ad-hoc o
especial, que es la convención reformadora. No tenemos reparo en llamarla convención
“constituyente”, desde que ejerce poder “constituyente” derivado.
a) El art. 30 tampoco dice cómo se compone tal convención, ni de dónde surge. El derecho
espontáneo determina que el cuerpo electoral es convocado para elegir convencionales
constituyentes. El congreso podría, sin embargo, arbitrar otro medio, estableciendo directamente
quiénes han de componer la convención convocada a efectos de la reforma. Lo que no puede es
integrar la convención con sus propios legisladores.
b) Si al declarar la necesidad de la reforma el congreso estableciera un plazo para que la
convención sesionara, el vencimiento del mismo provocaría automáticamente la disolución de la
convención, que perdería su habilitación para continuar trabajando o para prorrogar sus sesiones.
Si, al contrario, el congreso se abstiene de fijar aquel plazo al declarar la necesidad de la reforma,
la convención no está sujeta a lapso alguno, y nadie puede limitárselo después.
El plazo significa, asimismo, que las reformas efectuadas después de vencido, son inválidas o
inconstitucionales.
El plazo registra antecedentes en nuestro derecho constitucional. La convención de 1898 —por ej.— tuvo
plazo de treinta días a partir de su instalación conforme a la ley 3507 de 1897, que la convocó. La convención de
1860 y la de 1949 recibieron asimismo plazos por las respectivas leyes del congreso. También la que convocó la
ley 14.404, que no llegó a reunirse. La de 1957 lo tuvo fijado por el decreto de convocatoria. La de 1994, por la
ley 24.309.
c) La convención tiene límites: c’) en primer lugar, los contenidos pétreos; c’’) en segundo
lugar, el temario fijado por el congreso al declarar la necesidad de la reforma; no está obligada a
introducir reformas, pero sólo puede llevarlas a cabo dentro del temario señalado; c’’’) en tercer
lugar, el plazo, si es que el congreso se lo ha fijado.
Ha de tenerse presente que también hay un límite heterónomo proveniente de los tratados
internacionales preexistentes incorporados al derecho argentino.
Parte de la doctrina admite, con buen criterio, que las convenciones refor-madoras tienen poderes
“implícitos”, sobre todo en materia financiera (para sancionar su presupuesto, remunerar a sus integrantes, etc.).
C) 15. — Como nuestra constitución no añade la etapa de ratificación de la reforma constitucional, carece de
sentido la práctica de que órganos distintos a la propia convención constituyente dicten normas promulgando o
poniendo en vigor la enmienda. Ningún órgano de poder constituido inviste competencia para ello.
La reforma de 1994 entró en vigor (a partir de su publicación) con la sola sanción de su texto por la
convención.
Algunos efectos de la reforma
16. — La reforma constitucional, pese a situarse en el marco del poder “constituyente” (derivado), no puede a
nuestro juicio surtir algunos efectos. Así, a título enunciativo de mero ejemplo, no puede: a) modificar por sí los
períodos de duración de funciones del presidente, vicepresidente, diputados y senadores federales que fueron
designados conforme a normas constitucionales anteriores; b) privar de derechos adquiridos bajo la vigencia de la
constitución anterior a la reforma; c) investir de poder constituyente provincial a órganos provinciales distintos de
los que la constitución provincial prevé para su enmienda, o variar el procedimiento determinado por dicha
constitución.
Tampoco puede incorporar contenidos violatorios de tratados internacionales preexistentes incorporados al
derecho argentino.
17. — La doctrina —especialmente comparada— se hace cargo de una cuestión sumamente interesante, de
escasa aplicación en nuestro derecho constitucional: una reforma constitucional (o también una constitución
totalmente nueva) ¿deroga “per se” toda norma infraconstitucional anterior opuesta?; o, más bien, sin derogarla,
¿la vuelve inconstitucional? Sea que se responda una cosa u otra, lo cierto es que normas infraconstitucionales
anteriores que resultan incompatibles con las normas constitucionales surgidas de la reforma, no pueden tener
aplicación válida después que la reforma constitucional entra en vigor. Si esa aplicación se discute judicialmente,
hay materia para que el tribunal competente haga jugar una de ambas soluciones: a) o que las normas
infraconstitucionales anteriores han quedado derogadas por la reforma ulterior con la que no se compadecen (fin
de la vigencia normológica); b) o que a partir de la reforma se han tornado inconstitucionales por incompatibilidad
sobre-viniente con ella.
La fijación del temario que el congreso deriva a la convención para su reforma, y el caso de
la reforma de 1994
18. — Con base en los pactos que el justicialismo y el radicalismo convinieron en noviembre
y diciembre de 1993 para encauzar la reforma de la constitución, la ley declarativa de su
necesidad nº 24.309 presentó una novedad sorprendente, cual fue el llamado núcleo de
coincidencias básicas.
El conjunto de trece temas o puntos allí reunidos tuvo carácter indivisible y hermético.
Conforme al art. 2º, la ley 24.309 estipuló que “la finalidad, el sentido y el alcance de la
reforma… se expresa en el contenido del núcleo de coincidencias básicas…”.
Por un lado, se prohibió introducir reformas en los 35 primeros artículos de la constitución.
Por otro, el art. 5º de la ley 24.309 dispuso que el núcleo de trece puntos debía votarse sin división
posible y en bloque, todo por “sí” o por “no”. Por eso se lo denominó la cláusula “cerrojo”.
19. — Personalmente, nunca habíamos imaginado antes una hipótesis como la que nos puso por delante la ley
24.309 y, sin pretender legitimarla “in totum”, tratamos de repensar los esquemas tradicionales, en los que en
seguida insertamos nuevos criterios.
Los ejemplos que ante la inminencia de la reforma propusimos eran dos: a) en cuanto a establecer el “para
qué” finalista de una determinada enmienda, el congreso podía prescribir que consideraba necesario reformar la
norma prohibitiva de la reelección presidencial inmediata, añadiendo que era así para permitir una sola reelección,
con lo que la convención no podría habilitarla para autorizar dos o más, ni tampoco indefinidamente; b) en cuanto
a vincular la necesidad de una enmienda con otra y condicionar la validez de la reforma a que se respetara esa
relación con miras a una finalidad determinada, el congreso podía —por ejemplo— derivar a la convención la
reforma de la norma prohibitiva de la reelección inmediata para autorizar una sola reelección inmediata, “a
condición” de que, como equilibrio, también se atenuaran o moderaran las atribuciones presidenciales.
Hasta acá llegaba el consentimiento de nuestra interpretación. Más allá, no.
21. — Al “aggiornar” ahora el inventario de la comprensión interpretativa podemos decir que en la medida en
que juzgamos viable que el congreso adicione al temario los fines u objetivos de la reforma con efecto vinculante
para la convención, simultánea y recíprocamente decimos que el congreso también tiene un límite en su
competencia para declarar la necesidad de la reforma: tal límite consiste, en el caso, en que el congreso no puede
transferirle a la convención textos ya articulados para que los incorpore tal cual le son deferidos, o para que los
rechace.
Además, en la correlación de enmiendas pensamos que su ensamble condicionado tampoco tolera que el
congreso lo imponga mediante textos ya redactados que, de nuevo en este caso como en el anterior, sólo le dejan
margen a la convención para decir “sí” o “no”.
22. — Queda la impresión —por eso— de que al englobar de modo indiso-ciable e inseparable trece puntos
(muy extensos algunos, y varios con redacción preformulada en la ley 24.309) que la convención debía aceptar
íntegramente o rechazar también en conjunto, se le estaba en realidad limitando su competencia reformadora a una
simple ratificación en caso de aprobación.
Si el art. 30 de la constitución dispone que la reforma “no se efectuará sino por una convención convocada al
efecto”, parece que “efectuar” la reforma no equivale a tener que aceptar —o rechazar— una densa enmienda ya
preelaborada por el congreso y totalmente cerrada en su largo contenido, imposibilitado de todo desglose entre sus
partes.
Es cierto, por otra parte, que fuera de la cláusula “cerrojo” se derivó a la convención el tratamiento libre y
separado de otros dieciséis temas pero, de todas maneras, la severidad del lineamiento trazado a la convención
quedó reflejado en el art. 6º de la ley 24.309, que dispuso la nulidad absoluta de todas las modificaciones,
derogaciones y agregados que realizara la convención con apartamiento de la competencia que le establecía el
congreso.
De todas maneras, la convención constituyente esquivó el duro límite que la ley declarativa de la necesidad de
reforma le impuso. Lo hizo incluyendo en el reglamento interno por ella votado una norma equivalente a la que en
la ley 24.309 establecía la cláusula “cerrojo”.
De esta forma se dio la imagen de que era la propia convención la que adoptaba tal decisión, y que su
cumplimiento provenía de su voluntad y no de la del congreso.
23. — Excluida la reforma de 1860 (que para nosotros es ejercicio de poder constituyente
originario), se han realizado reformas a la constitución en 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994.
En materia de poder constituyente, la constitución material contiene una mutación incompatible con la
formal. Tal mutación proviene de violaciones consumadas respecto del art. 30 en el ejercicio del poder
constituyente derivado y del poder constituyente derivado de las provincias, a veces en épocas de iure y otras en
épocas de facto. Consiste en dar habilitación fáctica a enmiendas efectuadas al margen del procedimiento
reformista de la constitución formal, y en dejar sin control judicial de constitucionalidad el resultado
eventualmente defectuoso.
De estas reformas, la de 1994 queda incorporada al presente libro.
La de 1949, que estuvo en vigor hasta su supresión por proclama de la Revolución Libertadora en 1956 fue
objeto, desde gestada con la ley declarativa de la necesidad de reforma, de múltiples objeciones de
inconstitucionalidad.
La de 1957 se llevó a cabo sobre el texto de la constitución histórica de 1853-1860. Fue realizada por una
convención surgida de elección popular, pero tuvo un vicio de origen cuando, por ser una época de facto, la
declaración de la necesidad de reforma no pudo ser efectuada por el congreso de acuerdo con el art. 30, y lo fue
por el poder ejecutivo de facto. La convención se desintegró antes de concluir su trabajo, y de ella quedó el art. 14
bis, que no alcanzó a ser renumerado y subsiste entre los anteriores artículos 14 y 15 con aquella denominación
(también se lo ha llamado art. 14 nuevo).
La reforma de 1972 fue transitoria, y rigió hasta el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Su vicio deriva
de haber sido realizada totalmente por el poder de facto, que dictó el denominado “Estatuto Fundamental” con el
contenido del texto modificado.
Su encuadre
24. — Dada la forma federal de nuestro estado, las provincias que lo integran como partes o
miembros son también estados, y disponen de poder constituyente para organizarse.
Que las provincias tienen capacidad para dictar sus respectivas constituciones es innegable.
Lo establece el art. 5º de la constitución como obligación: “cada provincia dictará para sí una
constitución…”.
Lo que queda en discusión es otra cosa: si cabe reconocer calidad de poder “constituyente” al
que en sede provincial establece una constitución local. Nosotros acabamos de afirmarlo, y
pensamos que no hay inconveniente en ello, pese a las características especiales de tal poder
constituyente.
El poder constituyente originario de las provincias que se ejercita cuando dictan su primera
constitución, tiene determinados límites positivos.
En esta característica de limitación en el poder constituyente originario de las provincias no estamos ante
límites heterónomos o colaterales o externos, porque no provienen de costado, sino de una instancia superior o
más alta, que es la constitución federal. En otros términos, el límite no viene de afuera, sino de adentro, del propio
ordenamiento estatal federativo en el que están instaladas las provincias, porque la limitación responde a la
supremacía federal y a la relación de subordinación, que impone coherencia y compatibilidad entre el
ordenamiento de los estados miembros y el del estado federal.
Aquella limitación y esta subordinación, que no llegan a destruir la naturaleza constituyente del poder en
cuestión, sirven en cambio para afirmar que el poder “constituido” de las provincias no tiene cualidad de
soberanía, sino de autonomía.
El poder constituyente de las provincias recibe sus límites de la constitución federal. Las
constituciones provinciales deben adecuarse: a) al sistema representativo republicano; b) a los
principios, declaraciones y garantías de la constitución federal; y c) deben asegurar; c’) el
régimen municipal, ahora con la explícita obligación de cubrir la autonomía de los municipios en
el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero, a tenor del art. 123; c’’) la
administración de justicia; c’’’) la educación primaria. No deben invadir el área de competencias
federales.
En el texto de 1853, hasta la reforma de 1860, el poder constituyente provincial quedaba sometido a un
control de constitucionalidad político, a cargo del congreso federal.
Suprimido tal mecanismo de control político, las constituciones provinciales sólo son susceptibles de control
judicial de constitucionalidad, conforme al mecanismo de funcionamiento del mismo, con base en los arts. 31 y
116 de la constitución.
25. — Estamos ciertos que el estado federal no puede, ni siquiera a través de una convención reformadora de
la constitución federal, alterar lo que las constituciones provinciales disponen para su propia reforma.
La reforma de 1994
27. — Sabemos que con la reforma de 1994 la ciudad de Buenos Aires ha adquirido un status
especial que la hace sujeto de la relación federal sin ser una provincia ni revestir su categoría
política (ver cap. VIII, acápite V).
La norma de base que se ha incorporado a la constitución es el art. 129, que integra el título
segundo dedicado a “Gobiernos de Provincia”. En dicha norma se consigna, para lo que acá
interesa, que el congreso debe convocar a los habitantes de la ciudad para que, mediante
representantes que elijan a ese efecto, dicten el Estatuto Organizativo de sus instituciones.
Hay que advertir que no se habla de “constitución”, ni de “convención” constituyente. El
vocabulario que desde la reforma se viene utilizando designa a ese cuerpo como “Estatuyente”,
porque tiene a su cargo dictar al Estatuto.
28. — Del contexto en que se inserta la autonomía de la ciudad de Buenos Aires mientras
mantenga su condición de capital federal surge claramente que la competencia para dictar su
Estatuto Orga-nizativo es más reducida y cuenta con más límites que el poder constituyente de las
provincias.
En efecto, consideramos suficientemente claro que:
a) la Estatuyente debe, analógicamente, tomar en cuenta el techo federal de los arts. 5º, 31 y
75 inc. 22 de la constitución; pero, además, y también,
b) la ley del congreso que el mismo art. 129 contempla para garantizar los intereses del
estado federal mientras la ciudad sea capital federal; se dictó ya vencido el plazo estipulado en la
disposición transitoria décimoquinta, y lleva el nº 24.588.
29. — No aparece, en cambio, ninguna limitación que pueda derivar de la ley del congreso convocando a
elecciones para integrar la Estatuyente y para designar jefe y vicejefe de gobierno. Dicha ley, nº 24.620, del 28 de
diciembre de 1995, estableció una serie de pautas que nada tienen que ver con la ley de garantía ni con los
intereses del estado federal (nº 24.588, del 27 de noviembre de 1995). Por ende, las limitaciones excesivas que
innecesariamente fijó la ley 24.620 invadieron competencias que por el art. 129 de la constitución están
discernidas a la Estatuyente de la ciudad de Buenos Aires.
Apéndice al capítulo VI
LEY 24.309
Art. 1º. — Declárase necesaria la reforma parcial de la Constitución Nacional de 1853 con las
reformas de 1860, 1866, 1898 y 1957.
B. Reducción del mandato de Presidente y Vicepresidente de la Nación a cuatro años con reelección inmediata
por un solo período, considerando el actual mandato presidencial como un primer período.
* Para lograr estos objetivos se aconseja la reforma del actual artículo 77 de la Constitución Nacional.
C. Coincidentemente con el principio de libertad de cultos se eliminará el requisito confesional para ser
Presidente de la Nación.
D. Elección directa de tres senadores, dos por la mayoría y uno por la primera minoría, por cada provincia y por
la ciudad de Buenos Aires, y la reducción de los mandatos de quienes resulten electos.
a) Inmediata vigencia de la reforma, a partir de 1995, mediante la incorpo-ración del tercer senador por
provincia, garantizando la representación por la primera minoría.
* Para llevar a cabo lo arriba enunciado se aconseja la reforma de los artículos 46 y 48 de la Constitución
Nacional.
b) Una cláusula transitoria atenderá las necesidades resultantes de:
1. El respeto de los mandatos existentes.
2. La decisión de integrar la representación con el tercer senador a partir de 1995. A tal fin, los órganos
previstos en el artículo 46 de la Constitución Nacional en su texto de 1853 elegirán un tercer senador, cuidando
que las designaciones, consideradas en su totalidad, otorguen representación a la primera minoría de la Legislatura
o cuerpo electoral, según sea el caso.
El Presidente y el Vicepresidente de la Nación serán elegidos directamente por el pueblo en doble vuelta,
según lo establece esta Constitución. A este fin el territorio nacional conformará un distrito único.
La elección se efectuará dentro de los dos meses anteriores a la conclusión del mandato del Presidente en
ejercicio.
La segunda vuelta electoral se realizará entre las dos fórmulas de candidatos más votadas, dentro de los
treinta días.
Sin embargo, cuando la fórmula que resulte ganadora en la primera vuelta hubiere obtenido más del cuarenta
y cinco por ciento de los votos afirmativos válidamente emitidos, sus integrantes serán proclamados como
Presidente y Vicepresidente de la Nación. También lo serán si hubiera obtenido el cuarenta por ciento por lo
menos de los votos afirmativos válidamente emitidos y, además, existiere una diferencia mayor a diez puntos
porcentuales, respecto del total de los votos afirmativos válidamente emitidos, sobre la fórmula que le sigue en
número de votos.
* A tales efectos se aconseja la reforma de los artículos 81 a 85 de la Constitución Nacional.
Un Consejo de la Magistratura, regulado por una ley especial, tendrá a su cargo la selección de magistrados y
la administración del Poder Judicial.
El Consejo será integrado periódicamente, de modo que procure el equilibrio entre la representación de los
órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias, y de los abogados. Será
integrado, asimismo, por otras personalidades del ámbito académico y científico, en el número y la forma que
indique la ley.
Serán sus atribuciones:
1. Seleccionar mediante concursos públicos los postulantes a las magistraturas inferiores.
2. Emitir propuestas (en dupla o terna) vinculantes para el nombramiento de los magistrados de los tribunales
inferiores.
3. Administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la administración de justicia.
4. Ejercer facultades disciplinarias.
5. Decidir la apertura del procedimiento de remoción de magistrados.
6. Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para
asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia.
* Todo ello por incorporación de un artículo nuevo y por reforma al artículo 99 de la Constitución Nacional.
1. Los jueces de la Corte Suprema serán designadas por el Presidente de la Nación con acuerdo del Senado
por mayoría absoluta del total de sus miembros o por dos tercios de los miembros presentes, en sesión pública
convocada al efecto.
2. Los demás jueces serán designados por el Presidente de la Nación por una propuesta vinculante (en dupla o
terna) del Consejo de la Magistratura, con acuerdo del Senado en sesión pública en la que se tendrá en cuenta la
idoneidad de los candidatos.
La designación de los magistrados de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las mismas reglas, hasta tanto
las normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable.
* Por reforma al artículo 86, inciso 5º de la Constitución Nacional. Las alternativas que se expresan en el
texto quedan sujetas a la decisión de la Convención Constituyente.
1. Los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación serán removidos únicamente por juicio
político, por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones, o por crímenes comunes.
2. Los demás jueces serán removidos, por las mismas causales, por un Jurado de Enjuiciamiento integrado
por legisladores, magistrados, abogados y personalidades independientes, designados de la forma que establezca la
ley.
La remoción de los magistrados de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las mismas reglas, hasta tanto las
normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable.
* Por reforma al artículo 45 de la Constitución Nacional.
El control externo del sector público nacional, en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y
operativos, es una atribución propia del Poder Legislativo.
El examen y la opinión del Poder Legislativo sobre el desempeño y situación general de la administración
pública está sustentado en los dictámenes de la Auditoría General de la Nación.
Este organismo, con autonomía funcional y dependencia técnica del Congreso de la Nación, se integra del
modo que establezca la ley que reglamente su creación y funcionamiento, que deberá ser aprobada por mayoría
absoluta de los miembros de cada Cámara; la Presidencia del organismo estará reservada a una persona propuesta
por el principal partido de la oposición legislativa.
Tendrá a su cargo el control de legalidad, gestión y auditoría de toda la actividad de la administración pública
centralizada y descentralizada, cualquiera fuere su modalidad de organización. Intervendrá en el trámite de
aprobación o rechazo de las cuentas de percepción e inversión de los fondos públicos.
* Se propone la incorporación a través de un artículo nuevo, en la Segunda Parte, Sección IV, en un nuevo
capítulo.
L. Establecimiento de mayorías especiales para la sanción de leyes que modifiquen el régimen electoral y de
partidos políticos.
Los proyectos de leyes que modifiquen el régimen electoral y de partidos políticos actualmente vigentes
deberán ser aprobados por mayoría absoluta del total de los miembros de cada una de las Cámaras.
* Por agregado al artículo 68 de la Constitución Nacional.
La intervención federal es facultad del Congreso de la Nación. En caso de receso, puede decretarla el Poder
Ejecutivo Nacional, y simultáneamente, convocará al Congreso para su tratamiento.
* Por inciso agregado al artículo 67 de la Constitución Nacional.
B. Autonomía municipal.
D. Posibilidad de establecer el acuerdo del Senado para la designación de ciertos funcionarios de organismos de
control y del Banco Central, excluida la Auditoría General de la Nación.
E. Actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional previstas en los artículos 67 y
86, respectivamente, de la Constitución Nacional.
J. Garantías de la democracia en cuanto a la regulación constitucional de los partidos políticos, sistema electoral
y defensa del orden constitucional.
LL. Adecuación de los textos constitucionales a fin de garantizar la identidad étnica y cultural de los pueblos
indígenas.
Ñ. Implementar la posibilidad de unificar la iniciación de todos los mandatos electivos en una misma fecha.
Art. 4º. — La Convención Constituyente se reunirá con el único objeto de considerar las
reformas al texto constitucional incluidas en el núcleo de coincidencias básicas y los temas que
también son habilitados por el Congreso Nacional para su debate, conforme queda establecido en
los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración.
Art. 5º. — La Convención podrá tratar en sesiones diferentes el contenido de la reforma, pero
los temas indicados en el artículo 2º de esta ley de declaración deberán ser votados
conjuntamente, entendiéndose que la votación afirmativa importará la incorporación
constitucional de la totalidad de los mismos, en tanto que la negativa importará el rechazo en su
conjunto de dichas normas y la subsistencia de los textos constitucionales vigentes.
Art. 6º. — Serán nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y
agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en
los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración.
Art. 10. — Los convencionales constituyentes serán elegidos en forma directa por el pueblo
de la Nación Argentina y la representación será distribuida mediante el sistema proporcional
D’Hont con arreglo a la ley general vigente en la materia para la elección de diputados nacionales.
A la elección de convencionales constituyentes se aplicarán las normas del Código Electoral
Nacional (t.o. decreto 2135/83, con las modificaciones introducidas por las leyes 23.247, 23.476 y
24.012); se autoriza al Poder Ejecutivo, a este solo efecto, a reducir el plazo de exhibición de
padrones.
Art. 11. — Para ser convencional constituyente se requiere haber cumplido 25 años, tener
cuatro años de ciudadanía en ejercicio y ser natural de la provincia que lo elija, o con dos años de
residencia inmediata en ella, siendo incompatible este cargo únicamente con el de miembro del
Poder Judicial de la Nación y de las provincias.
Art. 13. — La Convención Constituyente será juez último de la validez de las elecciones,
derechos y títulos de sus miembros y se regirá por el reglamento interno de la Cámara de
Diputados de la Nación, sin perjuicio de la facultad de la Convención Constituyente de
modificarlo a fin de agilizar su funcionamiento.
Art. 14. — Los convencionales constituyentes gozarán de todos los derechos, prerrogativas e
inmunidades, inherentes a los Diputados de la Nación, y tendrá una compensación económica
equivalente.
Art. 16. — Autorízase al Poder Ejecutivo nacional a realizar los gastos necesarios que
demande la ejecución de esta ley de declaración. También se lo faculta a efectuar las
reestructuraciones y modificaciones presupuestarias que resulten necesarias a este fin.
Dada en la Sala de Sesiones del Congreso Argentino, en Buenos Aires, a los veintinueve días del mes de
diciembre del año mil novecientos noventa y tres.
Decreto 2700/93
Por tanto:
Téngase por Ley de la Nación Nº 24.309, cúmplase, comuníquese, publíquese, dése a la Dirección Nacional
del Registro Oficial y archívese. — MENEM. — Carlos F. Ruckauf.
CAPÍTULO VII
EL ESTADO ARGENTINO Y SU
ENCUADRE CONSTITUCIONAL
I. INTRODUCCIÓN. - Los nombres del estado. - Los elementos del estado. - A) La población. - La nación. - B)
El territorio. - Jurisdicción, dominio y territorio. - II. LA NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA. - Su
caracterización general. - La nacionalidad y la ciudadanía en nuestro derecho constitucional: sus clases. - La ley
346, y la reforma constitucional de 1994. - La subsistencia de la identidad constitucional entre nacionalidad y
ciudadanía. - La nacionalidad “por naturalización”. - La pérdida de la nacionalidad. - La “pérdida” de la
“ciudadanía”. - La “unidad” de nacionalidad. - La doble nacionalidad. - La “ciudadanía” provincial. - La
nacionalidad por matrimonio. - Los tratados internacionales sobre derechos humanos. - La protección de
nacionales y extranjeros. - III. EL DERECHO CONSTITUCIONAL DE LOS EXTRANJEROS. - El ingreso y la
admisión. - El asilo político. - Los refugiados. - La inmigración. - La permanencia y la expulsión de
extranjeros. - Los tratados internacionales de derechos humanos. - Las personas jurídicas extranjeras. - IV. EL
PODER Y EL GOBIERNO. - La legitimidad “de origen” y “de ejercicio”. - Los gobernantes de facto. - La
soberanía. - El gobierno federal. - La república y la representación. - Las formas “semidirectas”. - V. LAS
FORMAS DE ESTADO. - El federalismo y la democracia. - VI. LAS OBLIGACIONES CONSTITUCIONALES. - Su
encuadre. - Los deberes del hombre: sus modalidades y clases. - La fuente de las obligaciones de los
particulares. - Las obligaciones correlativas de los derechos personales. - La objeción de con-
ciencia. - Las obligaciones del estado.
I. INTRODUCCIÓN
1. — El estado argentino surge en 1853 y se organiza con la constitución de ese mismo año.
Sin embargo, su ciclo de poder constituyente originario permanece abierto hasta 1860, en que
concluye y se clausura con la incorporación de la provincia de Buenos Aires (ver cap. VI, nº 6).
Nuestro estado recibe, a través de esa constitución, diversos nombres, todos ellos igualmente oficiales, que
derivan de la tradición y el uso histórico a partir de 1810. El art. 35 dice que: “las denominaciones adoptadas
sucesivamente desde 1810 hasta el presente, a saber: Provincias Unidas del Río de la Plata, República Argentina,
Confederación Argentina, serán en adelante nombres oficiales indistintamente…”. Pero en la formación y sanción
de las leyes el citado artículo obliga a emplear el nombre “Nación Argentina”. De estos cuatro nombres, el uso
actual mantiene sólo dos: República Argentina y Nación Argentina. La propia constitución, desde la reforma de
1860, emplea habitualmente el segundo.
De todos estos nombres oficiales, el que personalmente nos resulta más sugestivo es el de Provincias Unidas.
En primer lugar, tiene ancestro histórico muy significativo. En segundo lugar, es el que mejor se adecua a la
realidad federativa de nuestro estado porque, en verdad, ¿qué es la República Argentina? Una unión de provincias
—catorce preexistentes, y las demás surgidas dentro del mismo territorio originario por provincialización de
territorios naciona- les—. Hoy no queda ningún espacio geográfico que no sea provincial, y la ciudad de Buenos
Aires, que es sede de la capital federal, tiene un régimen de gobierno autónomo con la reforma de 1994.
2. — Nuestro estado se compone de los cuatro elementos que integran a todo estado, a saber:
población, territorio, poder y gobierno.
A) La población
4. — Ahora bien: la palabra habitante tampoco debe ceñirse a una rigurosa acepción literal. En un
determinado momento, en el que hipotética e imaginariamente hiciéramos un corte temporal, todos los hombres
que estuvieran físicamente en el territorio del estado, formarían su población de ese mismo momento; con ello
comprendemos que en el elemento humano o población en sentido lato podemos incluir a tres clases de hombres:
a) los que habitualmente y con cierta permanencia habitan en el territorio; b) los que residen en él sin
habitualidad permanente; c) los transeúntes.
El elemento humano que se denomina población también admite como término equivalente la
palabra pueblo. En sentido lato, población y pueblo coinciden. No obstante, haciendo una
depuración conceptual se puede llegar a admitir una serie de acepciones más restringidas.
A la población estable la podemos denominar “pueblo”. A la flotante meramente
“población”.
Fuera ya de los hombres que, de alguna manera, componen en un momento dado la población, encontramos
excepcionalmente los supuestos en que la juris-dicción de nuestro estado alcanza —tanto a favor como en
contra— a hombres que no forman su población, pero que en virtud de algún punto de conexión con dicha
jurisdicción, la provocan. Sobre esto volveremos al tratar el ámbito territorial y personal de la declaración de
derechos (ver cap. IX, nº 42).
nativos
Argentinos
(nacionales
y ciudadanos) naturalizados (son originaria-
mente los ex-
tranjeros que
se naturalizan
Habitantes “argentinos”).
La nación
7. — La nación es una “comunidad” de hombres. Su estudio pertenece a la ciencia política y a la sociología.
El derecho constitucional se ocupa de la nación sólo en cuanto la constitución formal y las leyes se refieren
también a ella en las normas escritas.
Doctrinariamente, la nación definida como comunidad se encuadra entre las formas de “sociabilidad
espontánea”, preponderantemente de tipo pasivo. La nación no puede organizarse, no puede adquirir estructuras
que la institucionalicen, no se convierte en estado. La nación no tiene ni puede tener poder, no se politiza, no es
una persona moral ni jurídica, ni un sujeto de derechos. Por un lado no sólo afirmamos que nación y estado son
diferentes, sino que agregamos: la nación no deviene estado.
Hasta la reforma de 1860, la unidad política que ahora la constitución llama “Nación”, se denominaba
“Confederación”.
10. — En suma: la palabra y el concepto “Nación” tienen, en nuestra constitución dos sinonimias: a)
“Nación” como equivalente a estado; b) “Nación” como equivalente a la unidad política que federa a las
provincias; en este segundo caso “nacional” se opone a “provincial”.
Tratando de comprender y traducir a expresiones correctas las normas constitucionales alusivas de la nación,
proponemos:
a) En vez de “Nación Argentina”, debe leerse y decirse: República Argentina o Estado Argentino.
b) En vez de “Nación” como unidad integral compuesta por las provincias, pero distinta de ellas, debe
decirse: Estado federal.
B) El territorio
12. — Los límites del territorio, o fronteras internacionales, deben ser “arreglados” por el congreso, conforme
al art. 75 inc. 15 de la constitución.
13. — El territorio como elemento del estado abarca: a) el suelo; b) el subsuelo; c) el espacio
aéreo; d) un espacio marítimo a partir del litoral marítimo.
Es frecuente que hoy se haga una división del espacio marítimo que tiene efectos importantes. A las dos
partes de ese espacio se les llama “mar territo-rial” y “mar adyacente”. En el primero, inmediatamente a
continuación del litoral marítimo, se reconoce el dominio y la jurisdicción del estado costero; en el segundo, que
viene ubicado entre el mar territorial y el mar libre, sólo se reconoce jurisdicción parcial (y no dominio).
El derecho del mar utiliza también actualmente el concepto de “zona económica exclusiva” a favor de los
estados costeros, a fin de otorgarles “derecho” sobre los recursos naturales ubicados en ella, sean vivos o no vivos.
14. — Dada nuestra forma federal, hay dos problemas principales en relación con el espacio
marítimo: a) la fijación de sus límites; b) la pertenencia de dicho espacio al estado federal o a las
provincias.
Los límites del espacio marítimo implican establecer la dimensión de éste, porque su extensión va a encontrar
“límite” con el mar libre. Se puede decir que, por ello, se trata de un límite internacional, en cuanto, pese a no ser
límite estricto con el territorio de otro u otros estados, es límite con el mar que, por ser libre, queda en
disponibilidad para el uso de todos los estados y de la comunidad internacional. Como los límites internacionales
provocan competencia federal (del congreso) para su “arreglo”, sostenemos que es el congreso el que debe
delimitar el espacio marítimo.
Tal delimitación puede dar lugar a la concertación de tratados internacionales (multilaterales); y en tanto ello
no ocurre, el congreso puede establecer unilate-ralmente y en forma provisional la extensión y el límite del espacio
marítimo.
15. — Hemos de dilucidar ahora si el espacio marítimo integra el territorio federal o el de las
provincias costeras.
En el espacio marítimo sumergido que prolonga al territorio emergente, no nos cabe duda de
que aquel espacio es parte del terri-torio provincial, porque forma una unidad con la superficie
territorial. En el resto del espacio marino que ya no continúa a la tierra emergente, cabe aplicar
por accesoriedad el mismo principio.
a) La parte del espacio marítimo sobre la cual se reconoce “dominio”, es de dominio de la
provincia costera, y no de dominio federal.
En ese espacio, el estado federal sólo tiene “jurisdicción” limitada a los fines del comercio interprovincial e
internacional (en virtud del art. 75 inc. 13) y de la defensa y seguridad del estado, como asimismo en las causas
judiciales que por el art. 116 son propias de los tribunales federales (por ej., de almirantazgo, jurisdicción
marítima, y jurisdicción aeronáutica).
b) La parte del espacio marítimo en la que no hay dominio, sino sólo “jurisdicción” parcial,
ésta es también provincial, salvo en las cuestiones federales antes señaladas.
16. — El hecho de que sea el estado federal el que “arregla” los límites internacionales y el que “fija” los
interprovinciales no sirve de argumento para postular que, en uso de esas competencias, el estado federal puede
despojar a las provincias costeras de su espacio marítimo, porque decidir si éste integra el territorio federal o el
provincial no es un problema de límites (ni internacionales ni interprovinciales), sino de integridad territorial de
las provincias. Este problema halla sus propios principios no en las normas sobre límites sino en los arts. 3º y 13,
según los cuales el estado federal no puede desintegrar el territorio de las provincias sin el consentimiento de sus
legislaturas respectivas.
Si el territorio es un elemento del “estado”, y si las provincias son “estados”, el espacio marítimo que integra
el territorio no puede ser desmembrado en detrimento de las provincias y a favor del estado federal.
17. — En orden a la integración del espacio marítimo en el territorio de las provincias limítrofes con el mar,
el derecho constitucional ha registrado una mutación constitucional que, en la medida en que lo ha sustraído a las
provincias, ha violado la constitución formal.
También en el derecho constitucional material, la disponibilidad que el estado federal se ha arrogado respecto
del espacio marítimo, del subsuelo, y de los recursos naturales provinciales, significa otra mutación constitucional
lesiva de la constitución formal.
18. — El art. 124 incluido en la reforma de 1994 reconoce a las provincias el “dominio originario” de los
recursos naturales existentes en su territorio.
19. — Conviene aclarar que no siempre hay jurisdicción sobre todo el territorio, ni cada vez que hay
jurisdicción en un lugar puede decirse que ese lugar sea parte del territorio. No siempre hay jurisdicción sobre el
propio territorio porque: a) no la hay cuando se reconoce —conforme al derecho internacional— inmunidad de
cosas o personas (sedes diplomáticas, buques de guerra, personal diplomático, etc.) dentro del territorio de un
estado; b) no la hay —total o parcialmente— en casos de territorio ocupado conforme al derecho internacional de
la guerra. Viceversa, tampoco es territorio cualquier lugar en que el estado ejerce jurisdicción, porque no se
considera territorio el buque de guerra en aguas de otro estado, ni el buque mercante en mar neutro, ni las sedes
diplomáticas, etc.
Tampoco hay que identificar dominio y jurisdicción, porque puede existir uno sin la otra, y viceversa.
Su caracterización general
20. — Para comprender nuestro punto de vista, adelantamos desde ya que conviene distinguir:
a) la nacionalidad a secas, o si se quiere, nacionalidad “sociológica”, como realidad y vínculo
sociológicos y espontáneos, que no dependen del derecho positivo de los estados; b) la
“nacionalidad política ”, como calificación derivada del derecho positivo de los estados, y
adjudicada por él como cualidad a los individuos, pudiendo o no coincidir con la nacionalidad a
secas.
Sin embargo, como observamos que el derecho constitucional (tanto comparado como
argentino) regula la nacionalidad de los hombres, y que tal nacionalidad de un hombre depende
de lo que el derecho positivo establece, nos preguntamos: ¿qué es esta nacionalidad dependiente
de lo que el derecho prescribe?
21. — En primer término, si un hombre tiene una nacionalidad conforme al derecho vigente, esa nacionalidad
es una nacionalidad que, a falta de otra palabra, necesita que le adicionemos el calificativo de “política”.
24. — La ley 346, restablecida en su vigencia después de derogarse la 21.795 del año 1978,
reguló la nacionalidad (política) o ciudadanía, distinguiendo tres clases: a) por nacimiento; b) por
opción; c) por naturalización.
Después de la reforma de 1994, el actual art. 75 inc. 12 de la constitución, menciona entre las
competencias del congreso, la de “dictar leyes generales para toda la Nación sobre naturalización
y nacionalidad, con sujeción al principio de nacionalidad natural y por opción en beneficio de la
argentina”.
a) La nacionalidad por nacimiento, que se puede llamar también nativa, natural, o de origen,
proviene de una imposición de la cons-titución, cuyo art. 75 inc. 12 se refiere a la competencia del
congreso para legislar sobre “naturalización y nacionalidad, con sujeción al principio de
nacionalidad natural ”. Es el sistema del “ius soli” (en virtud del cual, por aplicación operativa y
directa de la constitución, son argentinos todos los nacidos en territorio argentino).
b) La nacionalidad por opción alcanza a los hijos de argentinos nativos que nacen en el
extranjero, y que “optan” por la nacionalidad paterna o materna argentina. La ley 346 asumió aquí
el sistema del “ius sanguinis” (por la nacionalidad de los padres) (ver nº 25).
c) La nacionalidad por naturalización es la que se confiere al extranjero que la peticiona de
acuerdo a determinadas condiciones fijadas por el art. 20 de la constitución, que admiten amplia
regla-mentación legal.
Hasta ahora, tal nacionalidad por opción proveniente de la ley 346 fue reputada por nosotros como
inconstitucional, por contrariar al principio del ius soli, pero a partir de ahora esa inconstitucionalidad se ha
subsanado. Ello configura una hipótesis inversa a la de la inconstitucionalidad sobreviniente, precisamente porque
la anterior inconstitucionalidad por discrepancia entre la ley y el texto constitucional previo a la reforma, ha
desaparecido en virtud de la última.
Es cierto que la variación de vocablo que ha introducido la reforma podría inducir a creer que se ha querido
distinguir —como es bueno hacerlo en el plano de la doctrina científica— entre nacionalidad y ciudadanía, y que
ahora nuestra constitución reformada diferencia una de otra, porque alguna razón tiene que haber inducido a
sustituir “ciudadanía” por “nacionalidad”. No obstante, como la constitución es un todo homogéneo cuyas normas
no deben comprenderse aisladamente ni desconectadas del contexto, al art. 75 inc. 12 no es válido atribuirle el
sentido de neutralizar ni arrasar la clara equivalencia de ambas voces que surge de normas no reformadas que
acabamos de citar.
En efecto, es imposible que el art. 20 haya dejado de significar que los derechos civiles quedan reconocidos
por la constitución a todos por igual; si acaso a partir de la reforma la ciudadanía fuera algo distinto de la
nacionalidad, al art. 20 habría que tenerlo como remitiendo a derechos civiles que recién se investirían cuando el
nacional se convirtiera en ciudadano, con la consecuencia de que el nacional que no fuera todavía ciudadano
quedaría destituido de esos derechos, lo cual es absurdo.
Lo mismo cabe decir del art. 8º.
En contra de este mantenimiento de la sinonimia constitucional entre ciu-dadanía y nacionalidad se podrá
levantar otro argumento de objeción, alegando que el nuevo art. 39 reconoce el derecho de iniciativa a los
“ciudadanos” (y no a los nacionales) pero bien puede armonizarse esta adjudicación de un derecho que es político
con la subsistencia en la constitución de la igualdad gramatical y conceptual entre ciudadanía y nacionalidad, y
decir entonces que el derecho “político” de iniciativa legislativa ha sido concedido por la reforma a los
“ciudadanos” con el sentido de que, por ser precisamente un derecho político, sólo le cabe a los nacionales que
están “en ejercicio” de los derechos políticos y no a quienes aún no son titulares de ellos, pese a ser también
ciudadanos en virtud de su nacionalidad.
La pérdida de la nacionalidad
28. — a) Tenemos convicción firme de que la nacionalidad “natural” (o por “ius soli”) que
impone nuestra constitución formal no puede perderse. Ello significa que ninguna ley puede
establecer causales ni mecanismos de privación o de pérdida de aquella nacionalidad. Estaríamos
ante soluciones inconstitucionales si ello ocurriera.
Esto es así porque, si bien la ley puede reglamentar la adjudicación de la nacionalidad natural (conforme al
art. 75 inc. 12), esta nacionalidad nace directa y operativamente de la constitución a favor de los nacidos en
territorio argentino, lo que quiere decir que la reglamentación tiene el deber de atribuir tal nacionalidad, y no
dispone de espacio para prever válidamente su pérdida.
Solamente admitimos que, de acuerdo al derecho internacional público, personas nacidas en Argentina
carezcan de nacionalidad argentina cuando concurren hipótesis de inmunidad diplomática (por ej., hijos de
miembros del servicio exterior extranjero) o de permanencia en nuestro territorio de sus padres extranjeros por
motivos de servicios asignados por su país de origen.
El extranjero que se naturaliza argentino pierde su nacionalidad extranjera en nuestro derecho interno, salvo
tratados internacionales de bi o multinacio-nalidad.
La “pérdida” de la “ciudadanía”
En cambio, es válido que mediante ley o tratados razonables se prevean causales de suspensión en el ejercicio
de los derechos políticos (porque ello no equivale a suspensión de la ciudadanía), tanto para los argentinos nativos
como para los naturalizados.
30. — Nuestro derecho interno acoge el principio de unidad de nacionalidad, o sea que una
persona sólo inviste “una” nacionalidad única, en virtud de lo cual es nacional por nacimiento,
por opción, o por naturalización (argentina), o es extranjera.
La doble nacionalidad
31. — No hallamos óbice constitucional para que Argentina admita en nuestro derecho interno la doble o
múltiple nacionalidad, cuya concertación más frecuente deriva de tratados internacionales. La única veda
constitucional es la que impide que en ellos se prevea, en tales casos, la pérdida de la nacionalidad argentina
nativa.
La “ciudadanía provincial”
32. — La nacionalidad (o ciudadanía) es una sola para todo el país. En nuestro derecho
constitucional no hay nacionalidad ni ciudadanía provinciales. Los ciudadanos de cada provincia
—dice el art. 8º de la constitución— gozan de todos los derechos, privilegios e inmunidades
inherentes al título de ciudadano en las demás.
Este principio significa que las provincias no pueden modificar la condición de ciudadano en
perjuicio de los ciudadanos de otras, ni en beneficio de los ciudadanos de ellas, porque en
definitiva todos tienen una sola ciudadanía (o nacionalidad), que no es provincial, sino “estatal” (o
federal).
Sin que se excepcione ni vulnere dicha regla, el derecho público de cada provincia puede, al regular sus
instituciones de gobierno, establecer que sólo los que han nacido o tienen residencia en ella reúnen la condición
para acceder a determinados cargos, como también asignar las inmunidades locales a determinadas funciones (por
ej., a la de legislador provincial). En cambio, el ciudadano de la provincia “A” no puede invocar en la provincia
“B” inmunidades que inviste en su provincia, ni aspirar a que la provincia “B” le confiera las que ésta otorga en su
jurisdicción.
De tal modo, el art. 8º ha de interpretarse como una norma que consagra la igualdad de todos
los ciudadanos en todas las provincias, conforme al “status” uniforme que proviene de la
nacionalidad única regulada por el estado federal.
El art. 9.1 de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer, que
tiene jerarquía constitucional en virtud del art. 75 inc. 22, sirve ahora de sustento a nuestra tesis.
34. — En los tratados internacionales sobre derechos humanos que por el art. 75 inc. 22
revisten jerarquía constitucional hay normas sobre nacionalidad que integran el plexo de nuestro
sistema interno de derechos.
Así, la Convención de San José de Costa Rica establece que toda persona tiene derecho a una
nacionalidad (art. 20.1), y que a nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad, ni del
derecho a cambiarla (art. 20.3); toda pesona tiene derecho a la nacionalidad del estado en cuyo
territorio nació, si no tiene derecho a otra (art. 20.2).
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos enuncia en su art. 24.3 que todo niño
tiene derecho a una nacionalidad. En forma similar, el art. 7º.1 de la Convención sobre los
Derechos del Niño.
Normas sobre nacionalidad hay también en las dos convenciones sobre la eliminación de
todas las formas de Discriminación Racial y de Discriminación contra la Mujer (arts. 5º, d, iii, y
9.1 y 2., respectivamente.
La equiparación nos permite anticipar que en la población de nuestro estado todos los hombres son iguales; a)
en libertad jurídica, capacidad jurídica, y derechos; b) en su calidad de personas; y c) sin acepción de
nacionalidad, raza, religión, etc.
La protección a los extranjeros en territorio argentino alcanza a bienes y capitales radicados en su territorio,
aunque sus propietarios no sean habitantes. Alcanza asimismo a las personas colectivas o jurídicas (es decir no
físicas), tanto en el caso de que se acepte que dichos entes tienen nacionalidad como en el de admitirse que
solamente tienen domicilio.
También conviene destacar que, conforme a la jurisprudencia de la Corte, cualquier persona, sea habitante o
no, que por razón de los actos que realiza en el territorio del país queda sometida a su jurisdicción, queda también
y por ese solo hecho, bajo el amparo de la constitución y de las leyes del estado.
El ingreso y la admisión
Aunque el art. 14 se refiere al derecho de los “habitantes” de entrar al país (y el extranjero que nunca ha
entrado no es todavía habitante), debe reconocérsele que tiene ese derecho, incluso a tenor de la amplia
convocatoria que hace el pre-ámbulo a todos los hombres del mundo que quieran habitar en nuestro estado.
37. — En el derecho constitucional material se acepta que el estado que puede regular y controlar el ingreso
de extranjeros, puede expulsarlos. Incluso, ello se considera una norma del derecho internacional público
consuetudinario. Como lo explicaremos por separado, no estamos de acuerdo con tal criterio en materia de
expulsión.
El asilo político
38. — La admisión de extranjeros guarda cierta relación con el tema afín del asilo de exiliados políticos. No
obstante, las normas que rigen al asilo político son de naturaleza diferente y especial, habiéndose situado
normalmente en el campo del derecho internacional público.
El derecho a buscar y recibir asilo en territorio extranjero está reconocido en la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) en caso de persecución por delitos políticos o comunes
conexos con los políticos, de acuerdo al derecho interno de cada estado y a los tratados internacionales (art. 22.7).
Los refugiados
39. — Debe también tenerse en cuenta el llamado derecho de refugiados, que se refiere —como derecho
internacional que es— a la protección de personas que han debido abandonar su país de origen a causa de temores
fundados de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, u
opiniones políticas.
La Convención sobre Derechos del Niño contempla el caso del refugiado en el art. 22.
La inmigración
¿Qué criterio es el que revela dicha fórmula de la constitución? Reparemos en que al propiciar la inmigración,
el mismo art. 25 ha calificado a esa inmigración como europea. Todo ello nos demuestra que la política
inmigratoria se dirige a estimular el ingreso de extranjeros que responden a un tipo de cultura y que vienen al país
con fines útiles. Diríamos, entonces: una inmigración calificada y útil, según la idea de progreso que anima a la
constitución, y al espíritu alberdiano que le sirvió de inspiración.
Cuando hablamos de inmigración europea, no debemos ceñir el adjetivo a una dimensión puramente
geográfica. El constituyente aludió a Europa porque era, en su época, la parte del mundo con la que reconocía
mayor afinidad de cultura y de estilo, y la parte del mundo de donde podían provenir los contin-gentes
inmigratorios. Pero manejando una interpretación histórica y dinámica de la constitución, hoy hemos de admitir
que en el art. 25 su autor pensó en una inmigración apta para el progreso moral y material de nuestra comunidad, y
que por ende, no se descarta la inmigración “no europea” que reúne similares condiciones de idoneidad que la
individualizada como europea en 1853.
Las pautas sobre inmigración son aplicables, en principio, no sólo a la inmigración masiva o
plural, sino también al ingreso individual de extranjeros.
41. — a) Los residentes “ilegales” son los que ingresan y permanecen en territorio argentino
sin haberse sometido a los controles de admisión reglamentarios y razonables, o que se quedan en
él después de vencer el plazo de la autorización de permanencia concedida al entrar.
Puede negárseles el ejercicio de algunos derechos (trabajar, comerciar, ejercer industria, abrir cuenta
bancaria, etc.), pero no otros; así, es imposible negar que gozan del derecho a la vida o a la salud (si alguien los
mata o lesiona, el acto es punible); como es imposible decir que si acaso se hacen parte en juicio se les pueda
negar la garantía del debido proceso y de la defensa; o que se pueda allanar sus domicilios; o confiscarles la
propiedad que posean (por ej., el dinero que llevan encima o tienen en su vivienda).
b) Los residentes “temporarios” son los que han recibido autorización para permanecer
legalmente durante un lapso determinado, a cuyo término deben salir del país si no se les renueva
la residencia o si no se los reconoce como residentes “permanentes”.
c) Los residentes “permanentes” (así considerados reglamenta-riamente) son habitantes,
porque su permanencia es legalmente regular.
El derecho judicial de la Corte permite interpretar que quien ingresa y/o permanece ilegalmente en nuestro
territorio puede bonificar el vicio y adquirir calidad de “habitante” si, no expulsado inmediatamente después de su
ingreso, acredita durante el lapso de permanencia ilegal su buena conducta.
42. — Latamente, puede involucrarse en el término “expulsión” toda salida de una persona
que se encuentra en territorio argentino, dispuesta coactivamente por el estado, tanto si su
presencia es legal como si es ilegal.
En realidad, en el caso del inc. c) no se trata de una expulsión en sentido genuino, sino de un control “a
posteriori” del ingreso ilegal o clandestino, que suple al que no pudo llevarse a cabo en el momento de la entrada
(por evasión u ocultamiento del extranjero, que no se sometió a las condiciones reglamentarias de ingreso o
admisión).
Entre los múltiples casos cabe citar: “Maciá y Gassol”, de 1928, “Deportados en el Transporte Chaco”, de
1932; “Argüello Argüello” y “Britos Silvestre”, de 1967; “Acosta W. c/Gobierno Nacional”, de 1970.
44. — Nuestra opinión acerca de la inconstitucionalidad de la expulsión de extranjeros abarca también los
supuestos en que la medida se adopta por delitos cometidos en la república, o por actividades peligrosas para la
tranquilidad y la seguridad públicas, y tanto si el extranjero se halla legalmente en el país como ilegalmente
(porque si su permanencia es ilegal, la salida compulsiva sólo se puede ordenar para suplir la falta de control en el
ingreso, pero no por actos cumplidos en el país después de entrar en él).
45. — El extranjero que se naturaliza “argentino” deja de ser extranjero y adquiere nacionalidad argentina,
por cuya razón es obvio que su situación no encuadra en el tema de expulsión de “extranjeros”.
46. — La salida compulsiva de extranjeros se vincula marginalmente con la extradición que, con respecto a
extranjeros que se encuentran en nuestro territorio, demandan otros estados. La extradición tiende a regularse
dentro del derecho internacional público, mediante tratados bilaterales y tratados colectivos.
48. — En otros tratados con jerarquía constitucional hay normas que para casos especiales limitan o prohíben
la facultad del estado para expulsar, extraditar o devolver personas a otro estado (por ej.: la convención contra la
tortura en el art. 3º y el propio Pacto de San José en el art. 22.8).
49. — Dentro del tema referente a los extranjeros, cabe hacer una alusión somera al derecho de extranjería de
las personas jurídicas o de existencia ideal o colectiva. ¿Se reconocen o no en nuestro derecho constitucional?
Respondemos afirmativamente. Prescindiendo de las normas del derecho civil en que se apoya tal reconocimiento,
creemos que a nivel constitucional hay un fundamento dikelógico del que participa la ideología política de nuestra
constitución formal, y que es el siguiente: el valor justicia impone tal reconocimiento extraterritorial por análogas
razones a las que aceptan la extraterritorialidad del derecho extranjero, y por respeto a la eficacia extraterritorial de
los actos jurídicos en virtud de los cuales se han creado o constituido fuera del país las personas jurídicas
extranjeras.
No parece dudoso que también se reconoce la extraterritorialidad de las asociaciones que, sin ser personas
jurídicas, son sujetos de derecho.
51. — Tradicionalmente se ha hablado, con referencia al poder, de una legitimidad de origen, y de una
legitimidad de ejercicio.
a) La legitimación de origen hace al título del gobernante, y depende concretamente del derecho positivo de
cada estado, como que consiste en el acceso al poder mediante las vías o los procedimientos que ese derecho tiene
preestablecidos.
En el estado democrático, se dice que el acceso al poder y la transmisión del poder operan mediante la ley y
no por la fuerza.
b) La legitimidad de ejercicio se refiere al modo de ejercer el poder. Genéricamente, podemos decir que si,
objetivamente, el fin de todo estado radica en la realización del bien común o valor justicia, la legitimidad de
ejercicio se obtiene siempre por la gestión gubernativa enderezada a aquel fin, y, viceversa, se pierde por el
apartamiento o la violación del mismo.
La pérdida de la legitimidad de ejercicio proporciona título, con base en la justicia material, y en
circunstancias extremas de tiranía o totalitarismo que producen la obturación de otras vías exitosas, para la
resistencia del pueblo contra el gobernante. Vamos con ello, en la teoría política, hacia el derecho de resistencia a
la opresión y en el derecho constitucional hacia el tema del derecho de revolución.
El derecho de resistencia está previsto en el art. 36 contra los que ejercen los actos de fuerza que la norma
nulifica e incrimina (ver nº 53).
52. — La legitimidad de origen sirve para explicar el gobierno de jure y el gobierno de facto.
a) Gobernante de jure es el que accede al poder de conformidad con el procedimiento que la constitución o
las leyes establecen. La legitimidad de origen radica en el título, sin perjuicio de que el gobernante de jure pueda
incurrir después en ilegitimidad “de ejercicio”.
b) Decimos, en cambio, que gobernante de facto es el que accede al poder sin seguir los procedimientos
preestablecidos en la constitución o en las leyes. El gobernante de facto tiene un título o una investidura
irregulares o viciados, precisamente por carecer de legitimidad de origen, pero tal título o investidura se pueden
considerar admisibles o plausibles en virtud de algún título de reco-nocimiento —por ej.: por razón de necesidad,
por consenso u obediencia de la comunidad, por el reconocimiento de otros órganos del poder de jure, etc.—.
El “reconocimiento” del gobernante de facto no purga a la delictuosidad del hecho que pueda haberle dado
acceso al poder.
El mero usurpador, a diferencia del gobernante de facto, es el que ocupa el poder sin lograr ningún título de
reconocimiento.
53. — La progresiva repulsión que en la sociedad argentina fue produciendo el recurso militar al
intervencionismo político y a la toma del poder por la fuerza indujo a un descrédito de la doctrina de facto, sobre
todo a partir de 1983, y a calificar a los golpes de estado como usurpaciones, con el efecto de reputar a los
gobernantes empinados en el poder más como usurpadores que como gobernantes de facto.
La soberanía
54. — En orden al tema del poder, no puede evitarse una referencia tangencial al de la
soberanía. Doctrinariamente, definimos la soberanía como la cualidad del poder que, al
organizarse jurídica y políticamente, no reconoce dentro del ámbito de relaciones que rige, otro
orden superior de cuya normación positiva derive lógicamente su propia validez normativa.
Como cualidad del poder que carece de ese vínculo de subordinación o dependencia, la soberanía no tiene
titular ni reside en nadie. El estado es o no es soberano según su poder tenga o no la cualidad de soberanía.
Nuestra constitución no ha incluido en su orden de normas formales ninguna definición de la soberanía, pero
aluden expresamente a ella los artículos 33 y 37.
55. — Conforme al concepto que hemos elaborado de soberanía, y careciendo ésta de un sujeto que la
titularice, la mención del pueblo como tal sujeto nos parece falsa a nivel de doctrina, e inocua en su formulación
normativa.
En cambio, estimamos correcto reconocer al pueblo como titular del poder constituyente originario.
56. — En otro orden de cosas, debe recordarse que, dada la forma federal de nuestro estado, la soberanía
como cualidad del poder pertenece al estado federal y no a las provincias, que sólo son autónomas.
El gobierno federal
57. — La estructura de órganos que nuestro derecho constitucional establece y contiene para
ejercer el poder del estado federal se denomina gobierno federal. La constitución lo individualiza
con ese nombre, y lo institucionaliza en la tríada clásica de “poder legislativo, poder ejecutivo, y
poder judicial”. El poder legislativo o congreso, el poder ejecutivo o presidente de la república, y
el poder judicial o Corte Suprema y tribunales inferiores, componen la clásica tríada del gobierno
federal.
La estructura tripartita de órganos y funciones dentro del gobierno federal se reproduce en sus lineamientos
básicos en los gobiernos provinciales.
58. — La constitución federal organiza únicamente al gobierno federal. Los gobiernos provinciales son
organizados por las constituciones provinciales. No obstante, la constitución federal traza algunas pautas: a) la
tipología de los gobiernos provinciales debe ser coherente con la del gobierno federal, conforme lo prescribe el art.
5º; b) la competencia de los gobiernos provinciales debe tomar en cuenta la distribución efectuada por la
constitución federal entre el estado federal y las provincias; c) los gobernadores de provincia son agentes naturales
del gobierno federal para hacer cumplir la constitución y las leyes del estado federal según lo estipula el art. 128;
d) deben respetarse el art. 31 y el art. 75 inc. 22.
Se ha de tener presente algo importante: los parámetros que, sin perjuicio de la autonomía de las provincias,
contiene para ellas la constitución federal, dan razón de que las normas que ella agrupa bajo el título de
“Gobiernos de Provincia ” componen como “título segundo” la “Segunda Parte” del texto constitucional, que se
denomina “Autoridades de la Nación ”, y cuyo “título primero” está dedicado al “Gobierno Federal”. Ello
significa que los gobiernos provinciales también son, junto con el gobierno federal, autoridad de nuestro estado.
59. — El gobierno federal reside en la capital federal. Así surge del art. 3º de la constitución.
Sin embargo, hay que aclarar que con respecto al poder judicial algunos de sus órganos —por ej.: jueces
federales y cámaras federales de apelación— residen en territorios de provincias.
La capital se establece —según el art. 3º de la constitución— en el lugar que determina el congreso mediante
una ley especial, previa cesión hecha por una o más legislaturas provinciales del territorio que ha de federalizarse.
La república y la representación
60. — El art. 1º de la constitución proclama que la nación (léase el estado federal) adopta para
su gobierno la forma representativa republicana federal. (Está mal la mención del federalismo
como forma del gobierno, porque es una forma de estado.)
Tradicionalmente, se ha delineado la forma republicana a través de las siguientes
características: a) división de poderes; b) elección popular de los gobernantes; c) temporalidad
del ejercicio del poder, o sea, renovación periódica de los gobernantes; d) publicidad de los actos
del gobierno; e) responsabilidad de los gobernantes; f) igual-dad ante la ley.
La forma representativa presupone, en el orden de normas donde se encuentra descripta, que
el gobierno actúa en representación “del pueblo”, y que “el pueblo se gobierna a sí mismo por
medio de sus representantes ”. Es la vieja tesis de la democracia como forma de gobierno, o
democracia “popular”.
Para nosotros, dicha forma no existe ni puede exitir. El pueblo no gobierna, el pueblo no es soberano, el
pueblo no es representable ni representado. No “es” ni “puede serlo”. Por consiguiente, la forma representativa no
tiene vigencia porque es irrealizable.
61. — Además de la declaración del art. 1º, el art. 22 recalca que el pueblo no delibera ni gobierna sino por
medio de sus representantes y autoridades creadas por la constitución.
De esta norma se desprende que para la constitución, el gobierno federal “gobierna en representación del
pueblo ”, y así lo enfatizó la Corte Suprema en el caso “Alem”, de 1893, en el que dijo: “En nuestro mecanismo
institucional, todos los funcionarios públicos son meros mandatarios que ejercen poderes delegados por el pueblo,
en quien reside la soberanía originaria”.
Del art. 22 surge también, por otra parte, en concordancia con el art. 44, que los diputados se consideran
representantes del pueblo o de la nación. Esta fórmula traduce en el orden normativo la ficción del mandato
representativo conferido por todo el pueblo a sus supuestos representantes.
El art. 22 termina diciendo que toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuye los derechos del
pueblo y peticiona a nombre de éste, comete delito de sedición.
Esta fórmula permite sostener que la ruptura de la transmisión constitucional del poder por las vías que ella
arbitra (electoral para el presidente, vicepresidente, diputados y senadores) encuadra en el delito tipificado en el
art. 22. Ello porque la alusión a los “derechos del pueblo” da cabida a considerar que el “derecho” electoral activo
(o “a elegir”) queda ilícitamente impedido de ejercicio al ser autoasumida la formación de los órganos electivos
por el grupo (o fuerza armada) que accede al poder por la violencia. Ahora lo corrobora el art. 36 (ver nos. 51 y 53).
De estas formas, las que más a menudo conocen la doctrina y el derecho comparado son: el referéndum, el
plebiscito, el recall o revocatoria, la iniciativa popular, el veto popular, la apelación de sentencias, etc.
63. — Parte de la doctrina interpretó durante el tiempo anterior a la reforma de 1994 que la cláusula del art.
22 circunscribía la representación del pueblo a lo que en ella se enuncia: sólo “gobierna” por medio de las
autoridades representativas creadas por la constitución, y no puede “deliberar”.
Por ello, quienes así comprendían el texto constitucional calificaron de inconstitucional a la consulta popular
no obligatoria ni vinculante que se realizó en 1984 por el conflicto austral con Chile.
Para nosotros, la discusión siempre se simplificó bastante. No hay ni puede haber representación popular: el
pueblo no gobierna, ni directamente, ni por medio de representantes. Las formas semidirectas no tienen nada que
ver con el gobierno, ni con la deliberación, ni con la representación. Son meramente técnicas del derecho electoral
porque no implican gobernar ni deliberar, y como tales nunca las consideramos prohibidas.
Por su real naturaleza jurídico-política, las formas semidirectas significan expresar a través del sufragio “no
electivo”, una opinión política de quienes forman el cuerpo electoral, y este derecho a expresar opiniones políticas
ya podía considerarse implícito en el art. 33, mucho antes de 1994.
El federalismo y la democracia
65. — Forma de estado y forma de gobierno no son la misma cosa. El estado se compone de cuatro
elementos que son: población o elemento humano, territorio o elemento geográfico, poder y gobierno.
La forma de estado afecta al estado mismo como estructura u organización política. Es la forma del régimen,
que responde al modo de ejercicio del poder, y a la pregunta de “¿cómo se manda?”. En cambio, la forma de
gobierno es la manera de organizar uno de los elementos del estado: el gobierno. Responde por eso a la pregunta
de “¿quién manda?”. Mientras la forma de gobierno se ocupa de los titulares del poder y de la organización y
relaciones de los mismos, la forma de estado pone necesariamente en relación a dos elementos del estado: uno de
ellos es siempre el poder, y los que entran en relación con él son la población y el territorio.
a) El poder en relación con la población origina tres formas de estado posibles, todas ellas según sea el modo
como el poder se ejerce a través del gobierno en relación con los hombres: totalitarismo, autoritarismo y
democracia.
La democracia como forma de estado es la que respeta la dignidad de la persona humana y de las
instituciones, reconociendo sus libertades y derechos.
b) El poder en relación con el territorio origina dos formas de estado posibles: unitarismo y federalismo. La
una centraliza territorialmente al poder; la segunda lo descentraliza territorialmente.
Su encuadre
67. — La visión del estado en perspectiva constitucional hace aconsejable una incursión en lo
que denominamos “obligaciones constitucionales”, o sea, obligaciones que nacen de la
constitución y que ella impone. No todas están a cargo del estado, pero también las que son ajenas
a él lo involucran, porque el estado siempre ha de vigilar su cumplimiento y ha de arbitrar medios
y vías —incluso procesales— para que todo sujeto obligado, así sean los particulares, pueda ser
compelido.
69. — Cuando se sabe que la constitución no sólo organiza al poder, sino que define el modo
de instalación de los hombres en el estado, es fácil comprender que así como les reconoce
derechos también los grava con obligaciones, tanto frente al mismo estado como frente a los
demás particulares.
Nuestra constitución no contiene una formulación o declaración sistemática de los deberes del
hombre; algunas normas —sin embargo— consignan expresamente ciertos deberes, como por ej.,
el art. 41 para preservar el ambiente o el 38 en orden a los partidos políticos (ver nº 71).
Conforme a nuestro derecho constitucional, interpretamos que la norma del art. 16 de la constitución, al
consignar que la igualdad es la base de las cargas públicas, extiende la pauta de igualdad jurídica razonable en
materia de deberes públicos. O sea que debe mantenerse la razonabilidad en su dis-tribución y adjudicación, y no
incurrirse en trato de discriminación arbitraria.
70. — No hay duda de que del mismo modo como hay derechos implícitos, hay también
obligaciones implícitas. Nadie negaría que toda persona tiene un deber —como sujeto pasivo—
frente a otra u otras en cuanto éstas son titulares de derechos, sea para abstenerse de violárselos,
sea para hacer o dar algo en su favor (ver nº 71).
71. — Es posible dividir los deberes en dos grandes rubros: a) deberes de todos los
habitantes; b) deberes de los ciudadanos.
Los deberes de los habitantes incumben tanto a nacionales (o ciudadanos) como a extranjeros.
Los deberes de los ciudadanos, sólo a éstos, sean nativos o naturalizados.
72. — En algunos instrumentos internacionales de derechos humanos que por el art. 75 inc. 22 tienen
jerarquía constitucional se consignan expresamente determinados deberes personales.
Por otra parte, todo tratado internacional, con o sin jerarquía constitucional, obliga al estado en cuanto se hace
parte.
Así, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica dice en su art. 32.1, que
“toda persona tiene deberes para con la familia, la comunidad y la humanidad”. En el art. 32.2, se agrega que los
derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas
exigencias del bien común, en una sociedad democrática. De alguna manera hay en este enunciado una carga de
obligaciones que, como limitativas de los derechos, deben ser soportadas y cumplidas por los titulares de los
mismos.
73. — Conviene destacar que, según nuestro criterio, así como no hay derechos absolutos
(porque es posible limitarlos razonablemente) tampoco hay deberes absolutos que resulten
exigibles siempre y en todos los casos; al contrario, también existen obligaciones de las que
razonablemente cabe dar por liberadas a las personas según la particularidad de su situación
excepcional. (Para la objeción de conciencia, ver nº 76.)
74. — El art. 19 (cuando dice que ningún habitante puede ser obligado a hacer lo que la “ley” no manda ni
privado de lo que ella no prohíbe) no significa que solamente la “ley” sea fuente de obligaciones para los
particulares, porque por un lado la constitución habilita normas infralegales (que en su ámbito pueden mandar o
prohibir), y por otro, el contrato es una fuente extraestatal de obligaciones, en cuanto la constitución reconoce
implícitamente el derecho de contratar. (Para los tratados, ver nº 72.)
Ver cap. IX, nº 70.
75. — Es necesario poner énfasis en los derechos del hombre. Pero tan necesario como eso es acentuar la
importancia de las obligaciones que los sujetos pasivos tienen y deben cumplir frente a los titulares de aquellos
derechos. No hay derecho personal sin obligación recíproca. Esta obligación es susceptible de modalidades
diversas, pero con alguna de ellas nunca puede faltar. De ahí que lo que los sujetos pasivos deben omitir, deben
dar o deben hacer para satisfacer el derecho de un sujeto activo con quien tienen relación de alteridad, resulta
capital para el derecho constitucional.
La objeción de conciencia
78. — Como sugerencia ejemplificativa, llamamos a prestar atención acerca de lo siguiente: a) las
competencias de ejercicio imperativo irrogan la obligación de ejercerlas para el órgano al que pertenecen; b) las de
ejercicio facultativo o potestativo (establecer tributos,), no; c) las competencias (de una clase o de otra) que tienen
constitucionalmente señaladas las condiciones y/o la oportunidad de su ejercicio, también engendran la obligación
de atenerse —cuando se ejercen— a ese condicionamiento y/o a esa oportunidad; d) hay obligaciones cuyo
cumplimiento la constitución deja librado “temporalmente” al criterio del órgano, para que éste pondere en qué
momento debe cumplirlas (por ej., el art. 118 acerca del establecimiento del jurado).
De algún modo, la variedad de obligaciones y competencias estatales cobra modalidades según que las
normas de la constitución sean operativas o programáticas.
CAPÍTULO VIII
LA DESCENTRALIZACIÓN POLÍTICA
Y EL FEDERALISMO Comentado [CM2]: Acá se empieza
El federalismo significa una combinación de dos fuerzas: la centrípeta y la centrífuga, en cuanto compensa en
la unidad de un solo estado la pluralidad y la autonomía de varios. El estado federal se compone de muchos
estados miembros (que en nuestro caso se llaman “provincias”), organizando una dualidad de poderes: el del
estado federal, y tantos locales cuantas unidades políticas lo forman.
Esta dualidad de poderes se triplica cuando tomamos en cuenta que con la reforma de 1994 no es posible
dudar de que, dentro de cada provincia, los municipios invisten un tercer poder, que es el poder municipal,
también autónomo; lo atestigua, en respaldo del viejo art. 5º, el actual art. 123.
El origen lógico (o la base) de todo estado federal es siempre su constitución. El origen histórico o
cronológico es, en cambio, variable y propio de cada federación; algunas pueden surgir a posteriori de una
confederación; otras, convirtiendo en federal a un estado unitario.
El federalismo argentino
2. — Nuestro estado federal surge con la constitución histórica de 1853. Se llama República
Argentina, y es un estado nuevo u originario. Sin embargo, histórica y cronológicamente, nuestro
federalismo no fue una creación repentina y meramente racional del poder constituyente, sino
todo lo contrario, una recepción de fuerzas y factores que condicionaron su realidad sociológica.
El derecho “federal”
Sin embargo hay que saber que dentro de este concepto amplio de derecho federal hay que desglosar el
llamado “derecho común”, que a fines tan importantes como su “aplicación” (art. 75 inc. 12) y como su
“interpretación” (dentro del marco del recurso extraordinario) se distingue del derecho “estrictamente” federal.
Hecha esta salvedad, decimos que el “derecho común ” es federal en cuanto emana del gobierno federal, y
prevalece sobre el derecho “provincial” (art. 31); pero no es “federal” para los fines de su “aplicación” (por
tribunales provinciales) ni para su “interpretación” por la Corte mediante recurso extraordinario.
Por ende, repetimos que con esta acepción cabe incluir en el derecho federal a las leyes de derecho común
que dicta el congreso, bien que no sean leyes “federales” en sentido estricto.
b) Derecho federal en cuanto abarca, dentro de la federación: b’) las relaciones de las
provincias con el estado federal; b’’) las relaciones de las provincias entre sí (interprovinciales);
a estos dos tópicos del inc. b) les podríamos asignar el nombre de “derecho intrafederal”. En él
hallamos las “leyes-contrato”, los convenios entre estado federal y provincias, los tratados
interprovinciales, etcétera.
6. — La trinidad del derecho latamente llamado “federal” a que se refiere el art. 31 cuando en
el término “ley suprema ” engloba a la constitución federal, a las leyes del congreso (federales y
de de-recho común), y a los tratados internacionales, prevalece sobre todo el derecho
provincial (incluida la constitución de cada provincia).
Después de la reforma constitucional de 1994, al art. 31 hay que coordinarlo con el art. 75
inc. 22 en lo que atañe a los tratados y declaraciones internacionales de derechos humanos que
tienen jerarquía constitucional.
Por ende, las constituciones provinciales, las leyes provinciales, los decretos provinciales, y la
totalidad de las normas y actos provinciales se subordinan a:
a) la constitución federal y los instrumentos internacionales que por el art. 75 inc. 22 tienen
jerarquía constitucional;
b) los demás tratados internacionales que por el art. 75 inc. 22 tienen rango superior a las
leyes, y las normas de derecho comunitario que derivan de tratados de integración a
organizaciones supraestatales, y que por el art. 75 inc. 24 también tienen nivel supralegal;
c) las leyes del congreso federal;
d) toda norma o acto emanado del gobierno federal en cuanto tal.
La subordinación
La relación de subordinación no permite decir que los “gobiernos” provinciales se subordinan al “gobierno”
federal, ni siquiera que las “provincias” se subordinan al “estado” federal, porque lo que se subordina es el “orden
jurídico” provincial al “orden jurídico” federal. Aquellas formulaciones no son, en rigor, correctas.
La participación
Cabe también incluir, con un sentido amplio de la relación de participación, todo lo que el llamado
federalismo concertado presupone en materia de negociación, cooperación, coordinación, y lealtad federal (ver nos.
64 y 65).
La coordinación
10. — La relación de coordinación delimita las competencias propias del estado federal y de
las provincias. Se trata de distribuir o repartir las competencias que caen en el área del gobierno
federal y de los gobiernos locales.
Para ello, el derecho comparado sigue sistemas diversos: a) todo lo que la constitución federal no atribuye al
estado federal, se considera reservado a los estados miembros; la capacidad es la regla para éstos, y la incapacidad
es la excepción, en tanto para el estado federal ocurre lo contrario: la incapacidad es la regla, y la capacidad es la
excepción; b) inversamente, todo lo que la constitución federal no atribuye a los estados miembros, se considera
reservado al estado federal, para quien, entonces, la capacidad es la regla y la incapacidad es la excepción; c)
enumeración de las competencias que incumben al estado federal y a los estados miembros.
El reparto de competencias
11. — Nuestra constitución ha escogido el primer sistema. Así lo estipula el art. 121: “las
provincias conservan todo el poder no delegado por esta constitución al gobierno federal, y el
que expresamente se hayan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación”.
Donde leemos “poder no delegado por esta constitución” debemos interpretar que la
delegación es hecha por las provincias “a través” de la constitución como instrumento originario
de formación y estructura de la federación. Son las “provincias” las que “mediante” la
“constitución” han hecho la delegación al gobierno federal.
La fórmula del art. 121, que mantiene la del anterior art. 104, ha merecido interpretación del derecho judicial
a través de la jurisprudencia de la Corte Suprema, en la que encontramos otros dos principios que la completan: a)
las provincias conservan, después de la adopción de la constitución, todos los poderes que tenían antes y con la
misma extensión, a menos de contenerse en la constitución alguna disposición expresa que restrinja o prohíba su
ejercicio; b) los actos provinciales no pueden ser invalidados sino cuando: b’) la constitución concede al gobierno
federal un poder exclusivo en términos expresos; b’’) el ejercicio de idénticos poderes ha sido prohibido a las
provincias; b’’’) hay incompatibilidad absoluta y directa en el ejercicio de los mismos por parte de las provincias.
Puede verse también este párrafo extractado de una sentencia de la Corte: “Es cierto que en tanto los poderes
de las provincias son originarios e indefinidos (art. 104, constitución nacional), los delegados a la nación son
definidos y expresos, pero no lo es menos que estos últimos no constituyen meras declaraciones teóricas, sino que
necesariamente han de considerarse munidos de todos los medios y posibilidades de instrumentación
indispensables para la consecución real y efectiva de los fines para los cuales se instituyeron tales poderes, en
tanto éstos se usen conforme a los principios de su institución. De no ser así, aquellos poderes resultarían ilusorios
y condenados al fracaso por las mismas provincias que los otorgaron. De aquí que las supra mencionadas
facultades provinciales no pueden amparar una conducta que interfiera en la satisfacción de un interés público
nacional (Fallos, 263-437), ni justifiquen la prescindencia de la solidaridad requerida por el destino común de la
nación toda (Fallos, 257-159; 270;11).”
En más reciente fallo del 15 de octubre de 1991, en el caso “Estado Nacional c/Provincia del Chubut”, la
Corte ha expresado que ella “tiene dicho que ‘si bien es muy cierto que todo aquello que involucre el peligro de
limitar las autonomías provinciales ha de instrumentarse con la prudencia necesaria para evitar el cercenamiento
de los poderes no delegados de las provincias, no lo es menos que el ejercicio por parte de la nación, de las
facultades referidas… no puede ser enervado por aquéllas, so pena de convertir en ilusorios los propósitos y
objetivos de las citadas facultades que fincan en la necesidad de procurar eficazmente el bien común de la nación
toda, en el que necesariamente se encuentran engarzadas y del cual participan las provincias’. A lo cual añadió la
Corte que ‘en ese orden de ideas debe subrayarse que, conforme al principio de que quien tiene el deber de
procurar un determinado fin, tiene el derecho de disponer de los medios necesarios para su logro efectivo y, habida
cuenta que los objetivos enunciados en el preámbulo y los deberes-facultades establecidos en los supra citados
incisos del art. 67 de la constitución nacional tienen razón de causa final y móvil principal del gobierno federal, no
cabe sino concluir que éste no puede ser enervado en el ejercicio de estos poderes delegados, en tanto se mantenga
en los límites razonables de los mismos conforme a las circunstancias; éste es, por lo demás, el principio de
supremacía que consagra el art. 31 de la constitución nacional’ (Fallos, 304-1187 y otros).”
(Las anteriores transcripciones de jurisprudencia de la Corte citan los artículos de la constitución con la
numeración de la época, antes de la reforma de 1994.)
Debemos dejar aclarado que las competencias exclusivas del estado federal no requieren estar taxativa ni
expresamente establecidas a su favor en la constitución, porque las hay implícitas. Dentro de estas competencias
implícitas, hay un tipo especialmente contemplado por la constitución que es el de los llamados “poderes
implícitos del congreso ”, reconocidos en el art. 75 inc. 32.
b) Entre las competencias exclusivas de las provincias, cabe incluir: dictar la constitución
provincial, establecer impuestos directos, dictar sus leyes procesales, asegurar su régimen
municipal y su educación primaria, etc. Esta masa de competencias se encuentra latente en la
reserva del art. 121, y en la autonomía consagrada por los arts. 122 y 123, con el añadido del
nuevo art. 124.
Como principio, las competencias exclusivas de las provincias se reputan prohibidas al estado federal.
Las competencias exclusivas de las provincias se desdoblan en: b’) las no delegadas al gobierno federal; b’’)
las expresamente reservadas por pactos especiales.
c) Entre las competencias concurrentes, o sea, las que pertenecen en común al estado federal
y a las provincias, se hallan: los im-puestos indirectos internos, y las que surgen del art. 125
concordado con el 75 inc. 18, más las del art. 41 y el art. 75 inc. 17.
d) Hay competencias excepcionales del estado federal, es decir, las que en principio y
habitualmente son provinciales, pero alguna vez y con determinados recaudos entran en la órbita
federal. Así, el establecimiento de impuestos directos por el congreso, cuando la defensa,
seguridad común y bien general lo exigen, y por tiempo determinado (art. 75 inc. 2º).
Hay competencias excepcionales de las provincias en iguales condiciones. Así, dictar los
códigos de fondo o de derecho común hasta tanto los dicte el congreso (art. 126), y armar buques
de guerra o levantar ejércitos en caso de invasión exterior o de un peligro tan inminente que no
admita dilación, dando luego cuenta al gobierno federal (art. 126).
e) Hay también facultades compartidas por el estado federal y las provincias, que no deben
confundirse con las “concurrentes”, porque las “compartidas” reclaman para su ejercicio una
doble decisión integratoria: del estado federal y de cada provincia participante (una o varias). Por
ej.: la fijación de la capital federal, la creación de nuevas provincias (arts. 3º y 13), etcétera.
En el derecho constitucional material se ha observado una marcada inflación de las competencias federales, a
veces en desmedro del reparto que efectúa la constitución formal. Hay pues, en este punto, una mutación que,
cuando implica violarla, es inconstitucional.
Su caracterización general
13. — Las provincias son las unidades políticas que componen nuestra federación.
Con el nombre de provincias nuestra historia constitucional y nuestro derecho constitucional
designan a los estados miembros del estado federal.
Las provincias no son soberanas, pero son autónomas. Que no son soberanas se desprende de
los arts. 5º y 31; que son autónomas se desprende de los arts. 5º, 122 y 123.
Las provincias son históricamente preexistentes al estado federal. Pero ¿cuáles provincias son
anteriores al estado federal? Solamente las catorce que existían a la fecha de ejercerse el poder
constituyente originario (1853-1860) y que dieron origen a la federación en esa etapa.
14. — Esto nos obliga a hacer una referencia importante. El estado federal puede crecer por
adición, aunque no puede disminuir por sustracción. Quiere decir que si ninguna provincia puede
segregarse, pueden en cambio incorporarse otras nuevas. ¿Por qué vía crece la federación?
Expresamente, el art. 13 y el art. 75 inc. 15 contemplan uno de los supuestos más comunes, y
el único hasta ahora configurado: mediante creación por el congreso, que provincializa territorios
nacionales. El crecimiento que así se produce es institucional, en el sentido de que un territorio
que no era provincia pasa a serlo, sumando un estado más a la federación; pero no es territorial,
porque la nueva provincia no agrega un mayor espacio geográfico al estado federal.
15. — Actualmente, todo el territorio de nuestro estado está formado por provincias. No queda ningún
territorio nacional o gobernación. El último, que era Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, fue
convertido en provincia y dictó su nueva constitución en 1991.
16. — La ciudad de Buenos Aires, que es sede de la capital federal, y que por la reforma de 1994 tiene un
régimen de gobierno autónomo, es un nuevo sujeto de la relación federal que se añade a la dual entre el estado
federal y las provincias.
17. — El art. 13 prevé que, mediante consentimiento del congreso federal y de la legislatura de las provincias
interesadas, puede erigirse una provincia en el territorio de otra u otras, o de varias formarse una sola.
Cuando la constitución así lo establece nos asalta la duda de si esa autorización es susceptible de funcionar
respecto de las provincias preexistentes al estado federal. Creemos que no, porque las catorce provincias
históricamente anteriores no pueden desaparecer, y de un modo más o menos intenso desaparecían como unidades
políticas si se fusionaran con otra, o si dentro de su territorio se formara una nueva. Por ende, pensamos que la
habilitación que en la cláusula citada contiene el art. 13 sólo tiene virtualidad de aplicación respecto de las nuevas
provincias creadas con posterioridad a 1853-1860.
18. — No concluye acá la incorporación hipotética de nuevas provincias. Fijémonos que, por
una parte, el art. 13 dice que podrán “admitirse” nuevas provincias, y que por otra, el viejo art.
104 (hoy 121) en el añadido final que le introdujo la reforma de 1860 consigna que, además de los
poderes no delegados por la constitución al go-bierno federal, las provincias retienen el que
expresamente “se ha-yan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación”.
Históricamente, no cabe duda de que se está haciendo mención de la incorporación pactada
con Buenos Aires en San José de Flores en 1859. Pero ¿se agota la referencia en ese dato histórico
y ya pretérito al tiempo de efectuarse la reforma de 1860? Creemos que no, y que ese agregado
deja abierta la puerta que posibilita la incorporación de nuevas provincias mediante pacto.
La incorporación por pacto, insinuada en el final del viejo art. 104 (hoy 121), funcionaría —por ej.— en el
caso de que estados soberanos que no forman parte del nuestro, quisieran adicionarse a él como provincias. Y allí
sí crecería la federación territorialmente, y no sólo institucionalmente. Tal hipótesis, manejada en el
constitucionalismo norteamericano, no ha tenido vigencia en el nuestro, fuera del caso excepcional de la provincia
de Buenos Aires, en 1860.
19. — Las provincias nuevas que surgen por creación del congreso, a tenor de las vías
arbitradas por los arts. 13 y 75 inc. 15, no pueden pactar con el estado federal al tiempo de su
creación. O sea que cuando el congreso crea nuevas provincias, las erige en igualdad de status
jurídico y político con las catorce preexistentes al estado federal. La ley de creación no puede
disminuir ese status, porque si bien las provincias nuevas y posteriores a 1853-1860 no
concurrieron al acto constituyente originario, aparecen después integrándose en paridad e igualdad
de situación con las demás.
20. — a) Los límites interprovinciales son “fijados” por el congreso (art. 75 inc. 15).
Sin embargo, los conflictos de límites —cuando se trata de “fijar” esos límites— resultan ajenos a esa
competencia, porque no son en sí mismos justiciables, al tener establecida en la constitución su vía de solución a
cargo del congreso, que inviste la facultad para fijarlos. Pero, si la causa entre dos o más provincias, a pesar de
referirse a una cuestión de límites, no requiere fijarlos o modificarlos, sino solamente juzgar relaciones derivadas
de límites ya establecidos, la competencia de la Corte es plena.
21. — La Corte Suprema, en su fallo del 3 de diciembre de 1987 dirimió una “queja” planteada en forma de
demanda y reconvención entre las provincias de La Pampa y Mendoza por la interprovincialidad del río Atuel. Al
resolver el caso, la Corte Suprema, actuando en instancia originaria en función del en-tonces art. 109 de la
constitución (ahora 127), sostuvo que los conflictos inter-estatales en el marco de un sistema federal asumen —
cuando surten la compe-tencia originaria en el marco del citado artículo— un carácter diverso al de otros casos en
que participan provincias y cuyo conocimiento también corresponde al tribunal de manera originaria, por lo que
requieren que se otorguen a la Corte amplias facultades para determinar el derecho aplicable, el que en principio
será el derecho constitucional nacional o comparado y, eventualmente, si su aplicación analógica es posible, lo que
la Corte norteamericana llama “common law federal” y el derecho internacional público (en el caso, la Corte
desechó la aplicación del derecho privado invocado por La Pampa).
El doctor Fayt, por su parte, dijo en su voto que dirimir no es juzgar, por lo que ha de entenderse que el art.
127 crea esta peculiar competencia de la Corte para “ajustar, fenecer, componer” controversias entre provincias, y
convierte al tribunal en órgano de conciliación.
A) 22. — Los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia gozan de entera fe
en las demás, y el congreso puede determinar cuál será la fuerza probatoria de esos actos y proce-
dimientos, y los efectos legales que producirán, según consigna el art. 7º.
Conforme a la jurisprudencia de la Corte, tales normas exigen no solamente que se dé entera fe y crédito en
una provincia a los actos y procedimientos judiciales de otra debidamente autenticados, sino que se les atribuya los
mismos efectos que hubieran de producir en la provincia de donde emanaren (caso “Arabia Blas, suc.”, fallado por
la Corte en 1969).
Acreditada la autenticidad de un acto judicial cumplido en una provincia, las autoridades de otra en la que se
quiere hacer valer pueden examinar si el juez que lo ordenó obró con jurisdicción, pero no pueden juzgar de la
regula-ridad del procedimiento seguido. Las autoridades federales tampoco pueden desconocer las sentencias
firmes de tribunales provinciales.
En aplicación del art. 7º de la constitución, en concordancia con el de unidad de la legislación civil que emana
del art. 75 inc. 12, la Corte declaró la inconstitucionalidad de la ley 10.191 de la provincia de Buenos Aires sobre
normas notariales, sosteniendo que los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia, en cuanto
gozan de entera fe en las demás, exigen que se les dé el mismo efecto que hubieren de producirse en la provincia
de donde emanasen, no solo en cuanto a las formas extrínsecas, porque de no ser así tales actos quedarían sujetos a
tantas legislaciones distintas como jurisdicciones provinciales existan en el país (caso “Molina Isaac c/ provincia
de Buenos Aires”, del 19 de diciembre de 1986).
B) 23. — El art. 8º prescribe que los ciudadanos de cada provincia gozan de todos los
derechos, privilegios e inmunidades inherentes al título de ciudadano en las demás.
Esto no significa que el ciudadano de una provincia pueda pretender en otras las mismas prerrogativas,
ventajas y obligaciones que dependen de la constitución de la provincia a que pertenece, sino que los derechos que
una provincia otorga a sus ciudadanos han de ser la medida de los derechos que en su jurisdicción reconozca a los
ciudadanos de otras provincias.
La extradición de criminales es de obligación recíproca entre todas las provincias, y por surgir
directamente del art. 8º de la constitución no está sujeta a reciprocidad.
En las relaciones interprovinciales y de las provincias con el estado federal, la unidad territorial queda
resguardada mediante la prohibición constitucional de las aduanas interiores y de los derechos de tránsito. Los
arts. 10 a 12 liberan el tráfico territorial interprovincial, sea terrestre o por agua, y también ahora por aire.
26. — Sin pretender una enumeración exhaustiva, cabe decir que el principio de integridad
territorial de las provincias rescata a favor de éstas el dominio y la jurisdicción de sus recursos
naturales, su subsuelo, su mar territorial, su plataforma submarina, su espacio aéreo, sus ríos,
lagos y aguas, sus caminos, las islas (cuando el álveo es provincial), las playas marinas y las
riberas interiores de los ríos, etc. Las leyes del estado federal opuestas a estos principios deben
considerarse inconstitucionales.
Actualmente, el nuevo art. 124 reconoce a las provincias el domi-nio originario de los
recursos naturales existentes en su territorio.
27. — Debe quedar a salvo que en toda vía de comunicación interprovincial por tierra, por agua y por aire, la
jurisdicción es federal a los fines del comercio interjurisdiccional (interprovincial o internacional) y de la
circulación y navegación de la misma índole. Similar jurisdicción federal suele reconocerse implícitamente a los
fines de la defensa común.
28. — Respecto de la materia que venimos tratando, debemos decir que en el derecho constitucional
material se ha producido una grave mutación (constitucional) que ha habilitado al estado federal a disponer en
varios casos y materias de la integridad territorial de las provincias; valga como ejemplo el caso de las minas; así,
en el caso “Provincia de Mendoza c/Estado Nacional” del 2 de agosto de 1988 la Corte Suprema volvió a reiterar
el criterio del caso “Mina Cacheuta”, de 1979, en el sentido que la competencia del congreso para dictar el código
de minería confería validez constitucional a la ley 17.319 en cuanto a atribuir al estado federal el dominio de los
hidrocarburos, lo que según la Corte no atentaba contra la autonomía de las provincias en cuyo territorio se hallan
los yacimientos.
A pesar de ello, ontológicamente, siempre creímos que, más allá de la pauta proporcionada por el art. 5º, los
municipios tienen autonomía. Por otra parte, ya el código civil los incluía entre las personas jurídicas “de
existencia necesaria” (ahora, de derecho público).
30. — La jurisprudencia tradicional de la Corte sobre la autarquía de los municipios, quedó superada con el
fallo del 21 de marzo de 1989 en el caso “Rivademar c/Municipalidad de Rosario”, en el que se destacan diversos
caracteres de los municipios que no se avienen con el concepto de autarquía, y se sostiene que la existencia
necesaria de un régimen municipal impuesta por el art. 5º de la constitución determina que las leyes provinciales
no sólo no pueden omitir establecer municipios sino que tampoco los pueden privar de las atribuciones mínimas
necesarias para el desempeño de su cometido. Este nuevo sesgo del derecho judicial de la Corte, al abandonar uno
anterior ana-crónico, merece computarse como antecedente de la autonomía municipal.
31. — Más allá de las discusiones doctrinarias, el constitucionalismo provincial desde 1957 y 1985 a la
actualidad da un dato importante: los municipios provinciales integran nuestra estructura federal, en la que damos
por existente una trinidad constitucional: municipio-provincia-estado federal. Si bien las competencias
municipales se sitúan dentro del área de cada provincia, y los municipios no son sujetos de la relación federal, la
base última del municipio provincial arraiga en la constitución federal. Es ésta la que lo reconoce y exige; por eso,
cuando se habla de competencias “duales” (federales y provinciales) hay que incluir y absorber en las provinciales
las que pertenecen al sector autonómico del municipio que, no por esa ubicación constitucional, deja de formar
parte de la citada trinidad estructural del federalismo argentino.
Su equivalente era el art. 105, que solamente aludía al dictado de la propia constitución.
La norma nueva explaya lo que habíamos dado por implícitamente encap-sulado en el viejo art. 5º, en la parte
que obliga a la provincias a asegurar el régimen municipal en sus constituciones locales.
IV. LA REGIONALIZACIÓN
El regionalismo típico como forma de descentralización política de base territorial incuba, a su modo,
gérmenes de federalismo. No en vano parte de la doctrina —por ejemplo, Pedro J. Frías— denomina estado
“fédero-regional” al que, como en España e Italia, ofrece esa fisonomía.
Pero el regionalismo que escuetamente esboza la nueva norma incorporada por la reforma no
responde a esa tipología; en efecto, la constitución federal no intercala una estructura política en
la organización tradicional de nuestro régimen, en el que se mantiene la dualidad distributiva del
poder entre el estado federal y las provincias (y, dentro de las últimas, los municipios). Las
provincias siguen siendo las interlocutoras políticas del gobierno federal, y el nivel de reparto
competencial. Las eventuales regiones no vienen a sumarse ni a interponerse.
34. — Si difícil es definir con precisión lo que es una región, éstas que podrán surgir de la
aplicación del art. 124 no resultan más claras, salvo que sean las afinidades que provoca el
finalismo tendiente al desarrollo económico y social las que nos digan que ése es el criterio
exclusivo para su formación.
Por eso, parece cierto que la regionalización prevista solamente implica un sistema de
relaciones interprovinciales para la promoción del desarrollo que el artículo califica como
económico y social y, por faltar el nivel de decisión política, tales relaciones entre provincias
regionalizadas habrán de ser, en rigor, relaciones intergubernamen-tales, que no podrán producir
desmembramientos en la autonomía política de las provincias.
Si, por un lado, da la impresión de que las provincias que hayan de crear regiones sobrepasarán —con el
ejercicio de esa competencia y con sus efectos— los límites de sus territorios respectivos, por el otro resta
comprender que la regionalización puede no abarcar a todo el ámbito de una provincia sino solamente uno parcial,
incluyendo —por supuesto— a los municipios que queden comprendidos en el espacio que se regionalice.
Coordinando la visión, no creemos que la regionalización equivalga a una descentralización política, porque
ya dijimos que aun con los órganos que se establezcan para abastecer sus fines no queda erigida una instancia de
decisión política que presente perfiles de autonomía.
35. — No puede dudarse de que la competencia para crear regiones está atribuida a las
provincias pero —lo repetimos— al solo fin del desarrollo económico y social.
Al crear regiones, las provincias pueden establecer órganos con facultades propias.
No obstante, estos órganos no son niveles de decisión política; acaso —sí— asambleas de gobernadores,
comités de ministros, secretarías técnicas.
Creada una región, y asignados sus objetivos y sus políticas, la ejecución del plan es competencia de cada
provincia integrante de la región.
En cuanto a los órganos provinciales que pueden ser sujetos de la competencia para acordar la
regionalización, lo más sensato es remitirse a las prescripciones de la constitución local de cada una de las
provincias concertantes del tratado.
36. — Que estamos ante una competencia nítidamente provincial es difícil de negar. No en
vano la ubicación normativa del art. 124 corresponde al título que con el nombre de “Gobiernos
de Provincia” es el segundo de la segunda parte de la constitución.
Queda en duda —en cambio— si para este regionalismo concurre alguna competencia del
estado federal. Diciéndolo resumidamente, nuestra propuesta es la siguiente:
a) la competencia para crear las regiones previstas en el art. 124 es de las provincias;
b) el estado federal no puede crearlas por sí mismas, pero
b’) puede participar e intervenir en tratados entre las provincias y él, a los fines de la
regionalización;
b’’) el mecanismo del anterior subinc. b’) no tolera que primero el estado federal cree
regiones, y después las provincias adhieran a tenor de los mecanismos de una ley-convenio.
En definitiva, la vía posible es la de los tratados interjurisdic-cionales del actual art. 125,
correspondiente al anterior art. 107.
37. — El engarce que ahora sobreviene obliga a vincular el art. 124 con el art. 75 inc. 19
segundo párrafo. ¿Por qué?
Porque si bien la competencia para crear regiones pertenece a las provincias, el citado inc. 19
deja un interrogante, en cuanto confiere al congreso la facultad de “promover políticas
diferenciadas para equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y re-giones ”.
Entonces, queda la impresión de que la regionalización que acuerden crear las provincias para
el desarrollo económico y social en ejercicio de sus competencias deberá coordinarse —y, mejor
aún: concertarse — para que la regionalización guarde armonía y coherencia con las políticas
federales diferenciadas del art. 75 inc. 19, todo ello en virtud de que las competencias provinciales
siempre se sitúan en el marco razonable de la relación de subordinación que impone la
constitución federal.
Tal pauta no decae en el caso porque, quizá con más razón que en otros, la creación de regiones por las
provincias y el establecimiento de órganos para cumplir el fin de desarrollo económico y social proyecta una
dimensión que excede al espacio geográfico y jurisdiccional de cada provincia para extenderse a uno más amplio o
interrelacionado, de forma que no satisfaría a una coherente interpretación constitucional de los arts. 124 y 75
inciso 19 un ejercicio provin-cial y federal, respectivamente, que pusiera en incompatibilidad o contradicción a las
competencias en juego.
En suma, lo que hay de convergencia en orden al desarrollo no arrasa la diferencia dual de competencias, pero
acá también, en vez de un federalismo de contradicción u oposición, hace presencia un federalismo de
concertación.
38. — En resumen: ¿qué sería esta especie de “regionalización” a cargo del estado federal a
tenor del inc. 19 del art. 75? Solamente una demarcación territorializada que, en los
agrupamientos que surjan de ella, tendrá la exclusiva finalidad de lograr el ya aludido equilibrio
en el desigual desarrollo entre provincias y regiones, para propender al crecimiento armónico y al
poblamiento territorial. Estamos ante políticas federales sobre la base del “mapa” regional que ha
de trazar el congreso, sin usurpar a las provincias la facultad propia para crear regiones.
Su autonomía
Por similitud, puede pensarse (a los efectos de la jurisdicción federal) en el status de los lugares a que alude el
ahora inc. 30 del art. 75, que ha reemplazado al anterior inc. 27 del art. 67 (ver nº 43).
Si hasta la reforma de 1994 nuestra estructura federal se asen-taba en dos pilares, que eran el
estado federal y las provincias —más un tercero dentro de las últimas, que eran sus
municipios— ahora hay que incorporar a otra entidad “sui generis”, que es la ciudad de Buenos
Aires.
No alcanza la categoría de provincia, pero el citado art. 129 le depara un régimen autonómico
que, de alguna manera, podemos ubicar entre medio del tradicional de las provincias y el propio
de la autonomía municipal en jurisdicción provincial (ver nº 41).
40. — Un buen indicio de que no es errada nuestra interpretación viene dado, seguramente, por la previsión
de intervención federal a la ciudad de Buenos Aires —como tal, y no como capital federal mientras lo siga
siendo— (artículos 75 inciso 31 y 99 inciso 20).
Creemos que individualizar a la ciudad —que por el art. 129 debe ser autó-noma— ayuda a argumentar que si
puede ser intervenida es porque su territo-rio no está federalizado y porque, a los fines de la intervención federal,
se la ha equiparado a una provincia. Si la ciudad mantuviera su federalización mien-tras fuera capital, tal vez
pudiera pensarse que, aun con autonomía, no fuera susceptible de intervención en virtud de esa misma
federalización territorial.
Creemos de mayor asidero imaginar que el gobierno autónomo de la ciudad de Buenos Aires en un territorio
que, aún siendo sede del gobierno federal y capital de la república, ya no está federalizado, es susceptible de ser
intervenido porque, en virtud de este status, puede incurrir —al igual que las provincias— en las causales previstas
en el art. 6º de la constitución.
42. — El inc. 30 del art. 75, sustitutivo del inc. 27 que contenía el anterior art. 67, está
redactado así:
“Ejercer una legislación exclusiva en el territorio de la capital de la Nación, y dictar la
legislación necesaria para el cumplimiento de los fines específicos de los establecimientos de
utilidad nacional en el territorio de la República. Las autoridades provinciales y municipales
conservarán los poderes de policía e imposición sobre estos establecimientos, en tanto no
interfieran en el cumplimiento de aquellos fines”.
La ciudad capital
43. — En virtud de esta norma, el congreso continúa reteniendo su carácter de legislatura local de la capital
federal —que hoy es la ciudad de Buenos Aires, pero que podría ser otra en el futuro—. Como la ciudad de
Buenos Aires tiene previsto su ya explicado régimen autonómico en el art. 129, entendemos que mientras retenga
el carácter de capital federal el congreso sólo podrá legislar para su ámbito específico con el objetivo bien
concreto de garantizar los intereses del estado federal, conforme al citado art. 129.
De tal modo, la “letra” del art. 75 inc. 30, en cuanto otorga al congreso la competencia de “ejercer una
legislación exclusiva en la capital de la Nación”, debe entenderse así:
a) mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital, esa legislación del con-greso no puede ser “exclusiva”,
porque el art. 129 confiere a la ciudad “facultades propias de legislación”;
b) la “exclusividad” de la legislación del congreso en la capital federal sólo regirá cuando la capital se
traslade a otro lugar que no sea la ciudad de Buenos Aires;
c) lo dicho en los incs. a) y b) se esclarece bien con el párrafo primero de la disposición transitoria
décimoquinta.
Ver acápite V.
44. — Para los enclaves que tienen naturaleza de establecimientos de utilidad nacional en el
territorio de la república, el inc. 30 ha reajustado la letra del anterior inc. 27. En efecto, ya no
habla de legislación “exclusiva” sino de legislación “necesaria”, habiendo además eliminado la
mención de que los establecimientos aludidos se emplazan en “lugares adquiridos por compra o
cesión” en las provincias. Esa legislación necesaria queda circunscripta a los fines específicos del
establecimiento, y sobre ellos las provincias y los municipios conservan sus poderes de policía e
impositivos, en tanto no interfieran en el cumplimiento de aquellos fines.
La redacción actual supera en mucho a la anterior, y se adecua a los parámetros del derecho
judicial emanado de la Corte Suprema, impidiendo que su jurisprudencia pueda retornar a la
interpretación que sentó en 1968, y que siempre juzgamos equivocada por no compadecerse con
nuestro federalismo.
45. — Cuando el ex inc. 27 del art. 67, ahora modificado, deparaba al congreso la competencia de dictar una
legislación “exclusiva” en los lugares adquiridos por compra o cesión en territorio de las provincias para situar
establecimientos de utilidad nacional, la citada jurisprudencia sostuvo hasta 1968 que tales lugares no quedaban
federalizados, y que la “exclusividad” de la legislación del congreso se limitaba a la materia específica del
establecimiento allí creado, subsistiendo en lo demás la jurisdicción provincial.
Entre 1968 y 1976 la Corte varió su criterio, y dio por cierto que los lugares eran de jurisdicción federal
amplia y exclusiva, tanto para legislar como para ejecutar y juzgar.
Desde 1976, la Corte retomó su jurisprudencia anterior a 1968, y así prosiguió manteniéndola en sentencias
de los años 1984, 1986, 1989 y 1991. Este derecho judicial vino a consolidar una continuidad que, seguramente,
indujo a que la reforma constitucional de 1994 desembocara en la norma citada del inc. 30 del art. 75.
46. — No obstante que el inc. 15 del art. 75 sigue previendo, con la misma redacción que tuvo como inc. 14
del art. 67 antes de la reforma de 1994, la competencia del congreso para legislar sobre la organización,
administración y gobierno que deben tener los territorios nacionales que queden fuera de los límites asignados a
las provincias, hay que recordar que actualmente no existe ninguno de esos territorios —también denominados,
mientras los hubo, “gobernaciones”—.
El territorio que hoy forma parte de nuestro estado se compone, exclusiva-mente, de provincias, más la
ciudad de Buenos Aires con su régimen autonómico propio según el art. 129, y su status de capital federal.
El último territorio nacional fue provincializado con el nombre de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del
Atlántico Sur, y en 1991, como provincia nueva, dictó su primera constitución.
47. — En cuanto al sector antártico argentino, que forma parte de la provincia de Tierra del Fuego, Antártida
e Islas del Atlántico Sur, debe tenerse presente que se trata de un territorio sometido internacionalmente al Tratado
Antártico de 1959, del que es parte Argentina, y que en lo que aquí interesa congela el “statu quo ante”, de modo
que si bien no implica renuncia o menoscabo de los estados contratantes a cualquier fundamento de reclamación
de su soberanía territorial en la Antártida, impide formular nuevos reclamos, y crea una serie de limitaciones (no
militarización, prohibición de ensayos nucleares y eliminación de desechos radiactivos, etc.).
VII. LA INTERVENCIÓN FEDERAL
La garantía federal
La garantía federal significa que el estado federal asegura, protege y vigila la integridad, la autonomía y la
subsistencia de las provincias, dentro de la unidad coherente de la federación a que pertenecen. La propia
intervención federal es el recurso extremo y el remedio tal vez más duro que se depara como garantía federal.
El art. 5º declara que el gobierno federal garantiza a cada provincia el goce y ejercicio de sus
instituciones bajo las precisas condiciones que consigna: a) adecuación de la constitución
provincial a la forma representativa republicana, y a los principios, declaraciones y garantías de
la constitución federal; b) aseguramiento de la administración de justicia, del régimen municipal
y de la educación primaria por parte de las provincias.
Se exterioriza así el condicionamiento de la garantía federal a través de la relación de
subordinación típica de los estados federales.
49. — El art. 6º regula la llamada intervención federal. Ciertos dislocamientos o peligros que
perturban o amenazan la integración armónica de las provincias en la federación, dan lugar a la
intervención federal con miras a conservar, defender o restaurar dicha integración. Y ello tanto en
resguardo de la federación “in totum”, cuanto de la provincia que sufre distorsión en la unidad
federativa.
Hay que tener en cuenta que el citado art. 6º habla de intervenir “en” el “territorio” de las provincias, y no
de intervenir “a” las provincias, o “las provincias”, lo que da pie para interpretar que la constitución no impone
necesaria ni claramente que la intervención haga caducar, o sustituya, o desplace, a las autoridades provinciales.
Sin embargo, con la reforma de 1994, el art. 75 en su inc. 31 establece: “Disponer la intervención federal “a”
una provincia o a la ciudad de Buenos Aires.
Se puede entonces advertir comparativamente que mientras el art. 6º habla de intervenir “en el territorio de las
provincias”, el inc. 31 —y su correlativo 20 del art. 99— mencionan la intervención “a una provincia o…”.
Además, se ha previsto la viabilidad de la intervención federal a la ciudad de Buenos Aires, debido al régimen
autonómico que le asigna el nuevo art. 129.
a) sedición
2) Con pedido de a) sostenerlas si han (dentro de
las autoridades PARA o sido des- la provincia)
de la provincia b) restablecerlas tituidas POR o
(o ame- b) invasión de
nazadas) otra provincia
Las causas de la intervención federal se pueden superponer. Así, si la sedición local destituye a los miembros
de la legislatura, y el gobernador, en represalia, disuelve o clausura la legislatura, se acumulan dos causas de
intervención: la destitución de autoridades constituidas, y la alteración de la forma republicana de gobierno.
El supuesto de intervención para repeler una “invasión extranjera” a una provincia puede superponerse a la
declaración del estado de sitio por causa de “ataque exterior”; y la alteración de la “forma republicana”, la
“sedición”, o la “invasión por otra provincia” pueden, según el caso, coincidir con la “conmoción interior” para
encuadrar una hipótesis de estado de sitio.
51. — La primera intervención es dispuesta por el gobierno federal “motu proprio”, es decir,
sin pedido de la provincia afectada.
Responde a dos causas:
a) garantizar la forma republicana de gobierno, lo que supone una alteración en ella;
b) repeler invasiones exteriores, lo que supone un ataque actual o inminente.
La forma republicana de gobierno no puede reputarse alterada por cualquier desorden doméstico o conflicto
entre los poderes provinciales. Tan sólo la tipifican: a) los desórdenes o conflictos que distorsionan gravemente la
separación de poderes, el régimen electoral, etc.; b) el incumplimiento de cualquiera de las tres obligaciones
provinciales de asegurar: el régimen municipal, la administración de justicia, la educación primaria; c) la violación
grave de los principios, declaraciones y garantías de la constitución federal.
De existir duda acerca de la calidad de una autoridad provincial para saber si es o no constituida, debe
atenderse al hecho de que tal autoridad haya sido reconocida oficialmente por alguna autoridad federal.
Si acaso ninguno de los tres órganos titulares del poder pudiera de hecho pedir la
intervención, la acefalía total permitiría al gobierno federal presumir la requisitoria para intervenir
sin solicitud expresa.
Si hay una causal de intervención por la que el gobierno federal puede intervenir “por sí
mismo” y se le acumula otra por la que puede intervenir “a requisición” de las autoridades
provinciales, creemos que el gobierno federal tiene suficiente competencia interventora “de
oficio”, aunque falte el requerimiento provincial.
Nuestro derecho constitucional material ha conocido también un tipo de intervención que bien podemos
llamar preventiva, o sea, que alcanza no sólo a las autoridades provinciales en ejercicio, sino a las futuras que ya
han sido electas. El caso se configuró en 1962, a raíz del triunfo de candidatos provinciales de filiación peronista,
y las intervenciones entonces dispuestas afectaron a las autoridades que se hallaban en el poder y paralizaron la
asunción de las futu-ras.
La intervención preventiva del tipo comentado parece no sólo invocar la alteración de la forma republicana en
el momento de disponerse, sino sobre todo presumir que análoga alteración se configuraría en el caso de instalarse
en el poder las nuevas autoridades electas.
El acto de intervención
55. — El acto de intervención, cualquiera sea el órgano que lo emita, es siempre de naturaleza
política. Cuando lo cumple el congreso, se reviste de forma de ley.
El órgano que dispone la intervención es el que pondera si existe la causa constitucional para
ella.
La intervención federal es una medida de excepción y, como tal, ha de interpretársela con
carácter restrictivo. La prudencia del órgano interviniente se ha de extremar al máximo. Su
decisión, pese a ser política, debe quedar, a nuestro criterio, sujeta a revisión judicial de
constitucionalidad si concurre causa judiciable donde se impugna la intervención. Sin embargo, la
jurisprudencia de la Corte Suprema tiene resuelto, desde el famoso caso “Cullen c/Llerena”, de
1893, que el acto de intervención constituye una cuestión política no judiciable y que, por ende,
no puede discutirse judicialmente la inconstituciona-lidad o invalidez de dicho acto.
Sin perjuicio de mantener nuestra opinión propicia a la judiciabilidad del acto de intervención en sí mismo,
estamos ciertos que su no judiciabilidad queda referida y circunscripta, en la jurisprudencia de la Corte, a las
causas o los motivos que se han invocado para fundar la intervención, pero que son y deben ser judiciables las
cuestiones referentes a la competencia del órgano federal que puede intervenir. Así lo entendieron en 1992 los
votos disidentes de la Corte Suprema cuando se plantearon impugnaciones a la intervención por decreto del
ejecutivo en el poder judicial de la provincia de Corrientes.
57. — Vimos ya que en el funcionamiento práctico, la intervención ha mostrado desde hace tiempo que el
interventor reemplaza a la autoridad provincial a la que se ha dado por cesante (según que la intervención se
disponga a los tres órganos de poder, a dos, o a uno). Cuando abarca al ejecutivo, el gobernador cesa en su cargo y
es reemplazado por el interventor. Cuando abarca a la legislatura, ésta se disuelve. Cuando abarca al poder
judicial, el interventor no suplanta a la totalidad de jueces y tribunales provinciales ni ejerce sus funciones, sino
que se limita a reorganizar la administración de justicia, a remover jueces y a designar otros nuevos.
No obstante, si la intervención al poder judicial deja subsistentes a auto-ridades provinciales que poseen —y
pueden ejercer— la competencia para el nombramiento de jueces, el interventor no debe designarlos por sí mismo,
y tiene que atenerse al mecanismo previsto en el derecho provincial.
Cuando se disuelve la legislatura por intervención al órgano legislativo, nosotros reconocemos al interventor
ciertas competencias para reemplazarla, incluso dictando decretos-leyes, pero sólo para suplir el no
funcionamiento de la misma legislatura, por analogía con el criterio restrictivo de la doctrina de facto (en esa
competencia se incluye todo lo relacionado con el fin de la intervención federal).
(La facultad legislativa del interventor puede quedar condicionada, si así lo dispone el gobierno federal, a
previa autorización de éste en cada caso, en algunos, o en todos, o a aprobación del mismo gobierno federal.)
58. — La intervención no extingue la personalidad jurídica de la provincia, ni suprime su
autonomía. El interventor debe respetar la constitución y las leyes provinciales, apartándose sólo
y excepcionalmente de ellas cuando debe hacer prevalecer el derecho federal de la intervención, y
ello, por la supremacía de la constitución. Los actos cumplidos por las autoridades provinciales en
el lapso que promedia entre el acto que dispone la intervención y la asunción del interventor son,
en principio, válidos.
En la medida en que caducan autoridades provinciales y sus funciones son asumidas por el
interventor, éste es, además de funcionario federal, un sustituto de la autoridad provincial, y en
este carácter local puede proveer a las necesidades locales, según lo ha reconocido la
jurisprudencia de la Corte Suprema.
59. — El derecho judicial derivado de la jurisprudencia de la Corte Suprema tiene resuelto que el interventor
o comisionado federal es representante directo del poder ejecutivo federal y asume toda la autoridad conducente a
los fines de la intervención. Ejerce los poderes federales expresos y transitorios que se le encomiendan, y su
nombramiento, sus actos y sus responsabilidades esca-pan a las leyes locales. No es admisible, por ende, la
impugnación de actos del interventor so pretexto de no ajustarse al derecho local; ello porque en
aplicación del art. 31 de la constitución, el derecho federal prevalece sobre el derecho provincial (véase el célebre
caso “Orfila Alejandro” —fallado en 1929—).
En la misma jurisprudencia de la Corte encontramos asimismo esta otra afirmación: “el tribunal ha declarado,
con cita de antiguos precedentes, que los interventores federales, si bien no son funcionarios de las provincias,
sustituyen a la autoridad local y proveen al orden administrativo de ellas, ejerciendo las facultades que la
constitución nacional, la provincial, y las leyes respectivas les reconocen”.
60. — Las precauciones que han tomado algunas provincias en sus constituciones, circunscribiendo y
limitando las facultades de los interventores federales, o estableciendo el efecto de las ejercidas una vez que la
intervención ha concluido, obedecen al recelo suscitado por la experiencia de intervenciones poco o nada
constitucionales. Pero pensando ortodoxamente en una intervención dispuesta dentro del espíritu y la letra de la
constitución federal, conforme a causas reales, y sin exceder de ese marco, creemos que las provincias no pueden
dictar normas que obsten a la intervención federal. La suerte de tales disposiciones en cuanto a su validez y
constitucionalidad no sería exitosa si se las impugnara judicialmente. No resulta objetable, en cambio, el principio
que consiente la revisión provincial ulterior de los actos del interventor que se cumplieron con apartamiento de
normas locales preexistentes.
61. — Aun cuando hemos dicho que conforme al derecho judicial vigente el acto de intervención no es
judiciable, sí son justiciables los actos de los interventores; toda cuestión judicial que se suscita acerca de medidas
adoptadas por ellos en ejecución de la intervención, es ajena a la competencia de los tribunales provinciales, ya
que por la naturaleza federal de la intervención debe intervenir la justicia federal.
Se exceptúan los actos llevados a cabo por los interventores como autoridad local —por ej., las normas de
derecho provincial que dictan, o los actos administrativos que cumplen en reemplazo del gobernador—.
Sus debilidades
62. — Nuestro régimen federal ha transcurrido por la dinámica propia de casi todos los
federalismos. Esa dinámica no significa sólo movimiento y transformación, sino a veces también
perturbación y crisis, llegando en algunos casos a violación de la constitución. Se habla, en esos
supuestos, de desfederalización.
Por un lado, es frecuente observar en las federaciones una tendencia progresiva a incrementar las
competencias del gobierno federal, lo cual sin destruir necesariamente la estructura federal, inclina el platillo de la
balanza hacia la centralización. Por otro lado, necesidades económicas, situaciones de emergencia, el liderazgo del
poder ejecutivo, etc., son proclives a robustecer las competencias federales. En esta tensión entre la fuerza
centrípeta y la centrífuga, entre la unidad y el pluralismo, no siempre la declinación del federalismo obedece al
avance del gobierno federal; en muchos casos, los estados miembros debilitan su fuerza y hasta delegan sus
competencias sin mayor oposición, al gobierno federal, a quien a menudo acuden asimismo en demanda de
subsidios o soluciones.
El federalismo concertado
64. — En la dinámica de nuestro federalismo, Pedro J. Frías ha sido el introductor de una imagen atrayente: la
del federalismo “concertado”.
Hacia 1958 se inicia un federalismo de negociación, que una década des-pués entra en el ciclo de la
“concertación”. Se trata del arreglo interjurisdiccional de numerosas cuestiones para viabilizar un federalismo
posible en el cual, sin desfigurar el esquema de la constitución formal, las convergencias se procuran alcanzar con
base contractual.
Se trata de comprender al federalismo más allá del cuadro estricto de la constitución formal, pero de manera
muy compatible con su espíritu, como un “modo” y una “técnica” de encarar los problemas que rondan el reparto
de competencias, a las que ya no se interpreta como solitarias o inconexas, sino como concertables
coordinadamente. No se trata, en cambio, de alterar el reparto constitucional, porque las competencias derivadas
de él no resultan susceptibles de transferencia, delegación ni intercambio pactados. Se trata, sí, de no aislar ni
oponer competencias, sino de coordinarlas. Y ahí está el campo de la concertación. El derecho que hemos llamado
“intrafederal” suministra los instrumentos o vías.
65. — La doctrina conoce, con cierta similitud respecto de doctrina y jurisprudencia alemanas, el principio
denominado de lealtad federal o buena fe federal. Sintéticamente trasvasado a nuestro derecho constitucional,
supone que en el juego armónico y dual de competencias federales y provinciales que, para su deslinde riguroso,
pueden ofrecer duda, debe evitarse que tanto el gobierno federal como las provincias abusen en el ejercicio de esas
competencias, tanto si son propias como si son compartidas o concurrentes; en sentido positivo, implica asumir
una conducta federal leal, que tome en consideración los intereses del conjunto federativo, para alcanzar
cooperativamente la funcionalidad de la estructura federal “in totum”.
Hay alguna relación entre el federalismo concertado y la lealtad federal. Al menos implícitamente, la lealtad
federal presupone una cooperación recíproca entre el estado federal y las provincias. Y como la concertación
también es una forma de cooperación, el acercamiento entre el federalismo concertado y la lealtad federal
cooperativa sugiere algunos nexos.
Hemos de recordar asimismo que la adjudicación a la ciudad de Buenos Aires de un status autonómico
intercala en la estructura constitucional de descentralización política una nueva entidad que, sin ser provincia,
tampoco es un municipio sino, tal vez, lo que aproximadamente se podría denominar una “ciudad-estado”, o un
“municipio federado”.
Lo demás, en orden a materia impositiva, aparece en el art. 75 inc. 2º sobre coparticipación;
en tanto, con relación al desarrollo y al progreso económico que vienen aludidos en el primer
párrafo del inc. 19 del mismo art. 75 hay que computar el párrafo segundo en cuanto obliga a
proveer al crecimiento armónico de “la nación” y al poblamiento de su territorio, y a promover
políticas diferenciadas que equilibren el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones. En
este arco normativo parece hacer presencia federal una igualdad de oportunidades, de
posibilidades y de trato a favor de las provincias, similar a la que otras normas nuevas diseñan
respecto de las personas físicas.
Si empalmamos lo expuesto con la distribución de recursos que en la coparticipación federal
impositiva impone el citado art. 75 inc. 2º hallamos menciones a la equidad y solidaridad en el
reparto, tanto como a la prioridad que ha de darse al logro de un grado equivalente de desarrollo,
calidad de vida e igualdad de oportunidades. ¿Para quién o para quiénes? Para todas las entidades
políti-cas que componen la unidad territorial federativa —según lo permite dar a entender el art.
75 inc. 19—, y para todas las personas, in-cluidos en este último sector las que integran a los
pueblos indígenas aludidos en el inc. 17.
67. — Veamos un somero paisaje de lo que en la letra del texto reformado creemos que puede
sintetizarse de la siguiente manera:
a) Se esboza un federalismo de concertación y participación —sobre todo en el art.
75 inc. 2º—.
b) Se introduce la novedad de que el senado debe ser cámara de origen para ciertos proyectos
relacionados con el federalismo —art. 75 incs. 2º y 19—.
c) La antigua cláusula del progreso (ex art. 67 inc. 16, ahora art. 75 inc. 18) con la añadidura
del inc. 19 en el art. 75 se endereza a un desarrollo que tenga equilibrio provincial y regional y
que atienda al pluralismo territorial de situación, de modo semejante a como lo insinúa también el
inc. 2º en materia de coparticipación, reparto, transferencia de competencias, servicios y
funciones, y diseño del organismo federal de control y fiscalización.
d) Lo dicho en el anterior inc. c) permite delinear los principios de solidaridad y lealtad
federales.
e) En aplicación a la materia educativa, se pone atención en las particularidades provinciales
y locales (art. 75 inc. 19), a tenor de lo que hemos señalado en los precedentes incisos c) y d).
f) Se aclara que en los establecimientos de utilidad nacional en el territorio del país, las
provincias y los municipios retienen sus poderes de policía y de imposición en tanto no interfieran
en el cumplimiento de los fines de dichos establecimientos (art. 75 inc. 30).
g) Se reconoce a las provincias el dominio originario de los recursos naturales que existen en
sus territorios (art. 124).
h) Se les concede la facultad de conservar organismos locales de seguridad social para sus
empleados públicos y para los profesionales (art. 125).
i) Se especifican explícitamente algunas competencias concurrentes entre estado federal y
provincias —por ejemplo, en los artículos 75 inc. 2º; 41; 75 inc. 17; 125 (tanto en el párrafo
primero que mantiene la redacción del ex art. 107, como en el párrafo segundo agregado por la
reforma, donde se reconoce la facultad local para promover el progreso económico, el desarrollo
humano, la generación de empleo, la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura).
j) Se reconoce expresamente la autonomía de los municipios provinciales (art. 123).
k) Se prevé la facultad de las provincias para crear regiones (art. 124).
l) Se autoriza a las provincias a concertar ciertos acuerdos internacionales en forma limitada
(art. 124).
m) El reconocimiento expreso de los pueblos indígenas argentinos permite que las provincias
ejerzan en su jurisdicción las competencias que invisten en concurrencia con el congreso federal
(art. 75 inc. 17).
CAPÍTULO IX
EL SISTEMA DE DERECHOS
I. LA PARTE DOGMÁTICA DE LA CONSTITUCIÓN. - La evolución del constitucionalismo clásico. Las tres
generaciones de derechos. Los derechos humanos. - Las declaraciones de derechos: su génesis histórica e
ideológica. El “fundamento” de los derechos. Las normas. - El sistema de derechos al despuntar el siglo XXI.
II. LOS DERECHOS EN NUESTRO ACTUAL DERECHO CONSTITUCIONAL. -El sistema de derechos y la reforma de
1994. Los tratados internacionales de derechos humanos. - La democracia y el sistema de valores en la
reforma de 1994. - Listado de los derechos personales. - Un agrupamiento de materias relacionadas con los
derechos. - Los derechos humanos y la inter-pretación. III. LA CARACTERIZACIÓN DE LOS DERECHOS Y DE SU
DECLARACIÓN. - Las pautas fundamentales. Los derechos y la responsabilidad del estado. - El sujeto activo (o
titular) de los derechos. - El sujeto pasivo de los derechos. - Las obligaciones constitucionales que reciprocan a
los derechos. Los derechos “por analogado” y la obligación “activamente universal”. - El ámbito territorial y
personal de aplicación de la declaración de derechos. - Las situaciones jurídicas subjetivas que no son derechos
subjetivos. IV. EL DERECHO INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS. - Su encuadre y sus
características. - El estado, sujeto pasivo. - El derecho internacional y el derecho interno. - El rango del derecho
internacional de los derechos humanos en el derecho interno argentino. - Las obligaciones del estado. - El
derecho humanitario y de refugiados. - Las obligaciones de las provincias. V. EL DERECHO PÚBLICO
PROVINCIAL Y LOS DERECHOS HUMANOS. -El posible acrecimiento de los derechos del plexo federal. VI. LOS
DERECHOS Y LA LEGITIMACIÓN PROCESAL. - La legitimación, problema constitucional. La legitimación para
promover el control constitucional. - El juez y la legitimación. VII. LOS PRINCIPIOS DE LEGALIDAD Y DE
RAZONABILIDAD. - La formulación y la finalidad del principio de legalidad. El tránsito del principio de
legalidad al de razonabilidad. La regla de la razonabilidad. La
formulación y finalidad del principio.
2. — El constitucionalismo clásico o moderno, surgido a fines del siglo XVIII con la independencia de las
colonias inglesas de Norteamérica y con la constitución de los Estados Unidos, tuvo el carácter de una reacción
contra las formas de organización política que fueron propias del absolutismo monárquico, y colocó como eje a la
libertad y a los derechos civiles que, en esa perspectiva, fue habitual calificar como derechos “individuales”.
Se trata de una categoría que cobró naturaleza de derechos públicos subjetivos del hombre
“frente” o “contra” el estado. El sujeto pasivo era el estado, y la obligación fundamental que
había de cumplir para satisfacer aquellos derechos era la de omisión: no debía violarlos, ni
impedir su goce, ni interferir en su ejercicio. Por eso se lo diseñó como un estado abstencionista.
Paulatinamente, el horizonte se fue ampliando, hasta: a) considerar que también los
particulares son sujetos pasivos, junto con el estado, obligados a respetar los derechos del
hombre; b) añadir a la obligación de omitir violaciones, la de dar o de hacer algo en favor del
titular de los derechos.
Conforme a la cosmovisión liberal de la época, este primer constitucionalismo de la etapa inicial se denomina
constitucionalismo liberal, y el estado por él organizado: estado liberal.
4. — La democracia liberal pasa a ser democracia social; el estado liberal avanza hacia el
estado social (o social y democrático de derecho); la igualdad formal ante la ley adiciona la
igualdad real de oportunidades; los derechos ya no van a quedar satisfechos solamente con el
deber de abstención u omisión a cargo del sujeto pasivo, sino que muchos de ellos van a ser
derechos de prestación, de crédito o de solidaridad, en reciprocidad con obligaciones de dar y de
hacer por parte del sujeto pasivo; y el estado no limitará su papel frente a los derechos en el
reconocimiento, el respeto y la tutela, sino que deberá además promoverlos, es decir, moverlos
hacia adelante para hacer posible su disponibilidad y su acceso a favor de todas las personas,
especialmente de las menos favorecidas.
Ello significa que ha de estimularlos, ha de depararles ámbito propicio, ha de crear las condiciones de todo
tipo para hacer accesible a todos su efectivo goce y ejercicio. Es decir, se trata de facilitar su disfrute en la
dimensión sociológica, o, de otro modo, de que alcancen vigencia sociológica. La formulación escrita en el orden
normativo ya no basta.
Se alega, con razón, que los derechos “imposibles” (es decir, los que un hom-bre no alcanza a ejercer y
gozar) necesitan remedio. El adjetivo “imposibles”, que a veces se sustituye por “bloqueados” o “castrados”, alude
a derechos que, por deficientes condicionamientos sociales, económicos, culturales, políticos, etc., resultan
inaccesibles para muchos hombres. No lograr trabajo, vivienda, remuneración suficiente, posibilidad de atender la
salud o de educarse, etc., son ejemplos de derechos imposibles cuando el obstáculo impeditivo es ajeno a la
voluntad del hombre y proviene de malas o injustas situaciones sociales.
La constitución de Italia declara en su art. 3º que “incumbe a la república remover los obstáculos de orden
económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno
desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política,
económica y social del país”.
Fórmulas equivalentes registra el derecho comparado —por ejemplo, la constitución de España— y también
el derecho público provincial argentino.
Las tres generaciones de derechos
6. — Originariamente, los derechos del hombre han solido denominarse “derechos individuales”.
Actualmente, conviene más aludir a la persona humana y no al individuo por múltiples razones, especialmente de
índole iusfilosófica, y ha cobrado curso la locución “derechos humanos ” como otra categoría histórica, propia del
sistema democrático.
Los derechos humanos imponen la exigencia de su plasmación y vigencia sociológica en el derecho
constitucional, en el que, una vez positivizados, parte de la doctrina los apoda “derechos fundamentales ”.
8. — Es esta normativa la que recibe el nombre de declaración de derechos. Los derechos “se
declaran”.
El fenómeno es histórico, porque tiene cronologías que dan tes-timonio de su aparición y de
su seguimiento. Lo que con anteriori-dad al constitucionalismo no existía, empezó a existir con él
en las constituciones escritas, que también fueron novedad respecto del pasado.
En alguna medida, cabe asimismo afirmar que los derechos en sí mismos son históricos
porque, por más ascendencia o fuente suprapositiva o extrapositiva que se les reconozca, son
captados, pretendidos, propuestos, valorados y formulados normativamente como derechos de
acuerdo a las necesidades humanas y sociales en cada circunstancia de lugar y de tiempo,
conforme a las valoraciones colectivas, y a los bienes apetecidos por una determinada sociedad.
9. — ¿De dónde surge, o cuál es el origen de la inscripción formal de los derechos en las constituciones
modernas?
Para ello debemos distinguir dos aspectos: a) una cosa es el origen o la fuente ideológica que han dado
contenido a la declaración de derechos; b) otra cosa distinta es la fuente u origen formales de su
constitucionalización escrita.
En orden a lo primero, creemos que la línea doctrinaria del derecho natural a través de todas sus vertientes —
greco-románica, cristiana, racionalista, liberal, y con mayor proximidad histórica, hispano-indiana, norteamericana
y francesa— amasó progresivamente el contenido de la declaración de derechos como reconocimiento
constitucional del derecho natural.
En orden a lo segundo, la aparición histórica de textos escritos donde se declaran los derechos parece derivar
de las colonias inglesas de Norteamérica y de los Estados Unidos; o sea, que la filiación de la forma legal de la
declaración es americana y no francesa, precediendo en varios años a la famosa declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano de la revolución de 1789. Por eso, Jellinek ha podido decir que sin los Estados Unidos
acaso existiera la filosofía de la libertad (ideario o sustrato ideológico de la declaración de derechos), pero no la
legislación de la libertad (formalidad constitucional de su inscripción positiva).
En este rastreo sobre la génesis de la declaración de derechos se acusa, simultáneamente, la evolución en el
contenido de la misma, lo que equivale al tema de su fuente ideológica. Desde los albores del constitucionalismo
moderno hasta hoy, puede consentirse —en una apreciación global— que el trasfondo doctrinario del contenido y
de la formulación de la declaración de derechos está dado por una valoración positiva de la persona humana.
Podría aludirse al personalismo humanista. Pero el modo histórico-temporal de valorar al hombre no ha sido el
mismo en el siglo XVIII, en el XIX y en el actual. El plexo de derechos se ha ido incrementando con el transcurso
del tiempo, al acrecer las pretensiones colectivas y ampliarse las valoraciones sociales.
El fenómeno apunta a la apertura, optimización y maximización del sistema de derechos humanos que, sin
incurrir en exageraciones inflacionarias, debe ser tenido muy en cuenta para conferir holgura progresiva a los
derechos.
10. — Que la declaración donde constan constitucionalmente los derechos surge de una
decisión del poder constituyente que es autor de la constitución no equivale a decir que los
derechos son una dádiva graciosa que el constituyente hace voluntariamente porque
discrecionalmente así lo quiere. Los derechos no son “lo que” el estado dice que son, ni son “los
que” el estado define como siendo derechos. Hay que descartar este positivismo voluntarista que
encadena los derechos a la voluntad del estado, y afirmar —a la inversa— que la constitución
“reconoce” los derechos, pero no los “constituye” como derechos.
Bien puede, una vez marginado el positivismo voluntarista, hacerse referencia a un fundamento de los
derechos que calificamos como “el objetivismo”. El objetivismo en sus múltiples variantes diferenciables —
algunas sumamente distanciadas de otras— encuentra siempre algún fundamento “objetivo” que se halla fuera de
la subjetividad valorativa de cada uno y de la voluntad indi-vidual.
11. — Si hiciéramos una enumeración de los posibles fundamentos objetivos de los derechos, para luego
afirmar que el derecho constitucional tiene que remitirse a uno o más de ellos a fin de hacer aterrizar en su ámbito
a los derechos humanos, podríamos confeccionar el siguiente listado:
a) el derecho natural o el orden natural;
b) la naturaleza humana;
c) la idea racional del derecho justo;
d) la ética o moral;
e) los valores objetivos y trascendentes —sea que se los repute valores morales o que se los predique como
valores jurídicos—;
f) el consenso social generalizado;
g) la tradición histórica de cada sociedad;
h) las valoraciones sociales compartidas que componen el conjunto cultural de la sociedad;
i) el proyecto existencial que cada sociedad se propone para su convivencia;
j) la mejor solución posible que en cada situación concreta es valorada objetivamente como posible;
k) las necesidades humanas en cada situación concreta.
Las normas
12. — Otra cosa de suma trascendencia, una vez que se asume todo lo anteriormente
propuesto, radica en afirmar que un sistema de derechos tiene que existir y funcionar con normas
y sin normas (escritas) en la constitución o en la ley. “Con normas y sin normas” significa que en
los espacios que la constitución deja en silencio o en la implicitud hemos de auscultar con fino
sentido para dar cabida a derechos (como a la vez a valores y principios) que no cuentan con un
enunciado normativo expreso.
Para eso, ayuda mucho la cláusula de los derechos implícitos del art. 33; y el antecedente de la constitución
estadounidense de 1787 nos lo atestigua con claridad meridiana, como todavía hasta hoy también lo demuestra el
constitucionalismo de Gran Bretaña, que ignora a la constitución escrita.
13. — A esta altura del tiempo histórico en que vivimos, no podemos omitir dos afirmaciones
mínimas:
a) un sistema de derechos en un estado democrático —y, por ende, en nuestro derecho
constitucional— debe abastecerse de dos fuentes: la interna, y la internacional (derecho
internacional de los derechos humanos); este principio ha quedado formalmente consagrado con
el inc. 22 del art. 75 en la constitución reformada en 1994, dando jerarquía constitucional a una
serie de instrumentos internacionales que allí vienen enumerados, y abriendo la posibilidad de que
otros la adquieran en el futuro; pero aun sin reconocimiento de su nivel constitucional, todos los
tratados de derechos humanos incorporados al derecho interno argentino han de funcionar como
fuente internacional del sistema de derechos;
b) entre las tres generaciones de derechos que hemos mencionado en el nº 5 hay
indivisibilidad, lo que implica que en ese conjunto forman un bloque dentro del sistema de
derechos que no puede incomunicarse ni escindirse, porque el estado social de derecho exige que
los derechos de las tres generaciones —con o sin normas ex-presas— tengan efectividad en la
vigencia sociológica.
14. — No nos cuesta sostener que aun antes de la reforma de 1957, que añadió el art. 14 bis con un eje sobrio
de derechos sociales, y de la de 1994, nuestra constitución histórica de 1853-1860 era permeable al
constitucionalismo social, y susceptible de interpretarse e integrarse a tenor de sus contenidos, a condición de que
se le fuera asignando temporalmente una dinámica histórica acorde con las evoluciones y valoraciones
progresivas, y que lejos de toda visión estática que la detuviera en el siglo XIX, se comprendiera que su techo
ideoló-gico también era capaz de absorber los valores, principios y derechos que se hallaban en afinidad y simetría
con el personalismo humanista que —con la cosmovisión de hace casi ciento cincuenta años— ya pergeñó el
constituyente originario.
La reforma de 1994 ha impregnado a la constitución, según nuestro punto de vista, de fuertes y claros perfiles
de constitucionalismo social. En la vigencia normológica, el texto y su “con-texto” acusan una indudable
recepción.
17. — Para comprender el actual sistema de derechos, no es vano un somero paseo por las
expresiones lexicales introducidas con la reforma. Sin aferrarse a una exagerada interpretación
gramatical, la “letra” traduce un “espíritu”, un ideario, un conjunto princi-pista-valorativo.
Ya el primer artículo nuevo, que es el 36, intercala la locución “sistema democrático ”, a
continuación de la mención del “orden institucional ”. Parecería que “orden institucional” y
“sistema democrático” definieran una axiología: para la constitución, “su” orden institucional está
programado como democrático, y sin sistema democrático se le inflige un vaciamiento.
No estamos ante una expresión aislada. Vuelve —por ejemplo— a aparecer en el nuevo art.
38, en la referencia a los partidos como instituciones fundamentales del sistema democrático, y a
la garantía que se les depara en su funcionamiento democrático.
Los “valores democráticos ” deben quedar asegurados también en las leyes de organización y
de base de la educación, según el art. 75 inc. 19.
El mismo art. 75 en su inc. 24, alusivo a la integración supraestatal mediante tratados, prevé
transferir competencias y jurisdicción a organizaciones propias de dicha integración, con el
requisito —entre otros— de que respeten el “orden democrático ”.
La palabra “orden” venía adjetivada en el ya citado art. 36 como “institu-cional”, y ahora como
“democrático”, lo que corrobora nuestra noción de que el orden institucional es únicamente tal si tiene naturaleza
democrática y si incardina valores también democráticos.
18. — Veamos la participación. Sin emplear el término, ha inspirado a los artículos 39 y 40,
sobre derecho de iniciativa legislativa y sobre consulta popular. Pero la encontramos en el art. 75,
cuyo inc. 17 sobre los pueblos indígenas obliga a asegurar su “participación” en la gestión
referida a sus recursos naturales y a los otros intereses que los afecten; y cuyo inc. 19, relativo a
las leyes sobre educación, establece el deber de asegurar la “participación” de la familia y de la
sociedad.
En otras normas se ha reforzado el énfasis utilizando la locución “acción positiva”, como para dar a entender
que allí se sitúan obligaciones bien concretas de hacer algo para alcanzar el fin al que tiene que dirigirse esa
acción. Por ejemplo, en los arts. 37 (sobre derechos políticos), 75 inc. 23 (para garantizar la igualdad real de
oportunidades y de trato), y cláusula transitoria segunda (correspondiente al art. 37).
20. — El derecho a la identidad y al pluralismo viene aludido en el art. 75 inc. 17 (referido a
los pueblos indígenas); inc. 19 (sobre leyes en materia cultural); y sin empleo explícito de la
terminología, en todas las normas ya apuntadas que, por atender a la igualdad de oportunidades,
de posibilidades y de trato, y a la no discriminación, han de comprenderse como garantes de la
identidad —y de las diferencias— así como del pluralismo, porque no existe igualdad real cuando
tales aspectos dejan de computarse, si es que la igual-dad equipara a quienes se hallan en similares
situaciones y contempla con respeto y de manera distinta a quienes se encuentran en
circunstancias disímiles (ver cap. X, nos. 22 y 23).
21. — Es suficiente este rastreo para clausurar el recorrido del plexo principista-valorativo
que aquí importa rescatar.
Si en un retorno a la constitución histórica hacemos referencia a la etapa anterior a la reforma de 1994 y
prescindimos de los textos por ella adicionados, encontramos también un buen anclaje. En efecto, el respeto y la
tutela de los derechos personales configuran el contenido fundamental y básico del bien común, que coincide con
el bienestar general del preámbulo. La vigencia sociológica de los derechos personales es, por otra parte, el
aspecto definitorio y esencial de la democracia como forma de estado. El sistema integral de nuestra constitución
—según fórmula del derecho judicial de la Corte— reposa en el respeto sustancial de aquellos derechos, por lo
que la filosofía de la misma constitución se opone a la del totalitarismo.
22. — A sólo título de síntesis nos parece útil un panorama global que indique el contenido
actual del plexo de derechos. Esta vez, para no amputarlo, incluiremos también los contenidos que
ya hacían parte de la constitución histórica antes de la reforma de 1994.
Las citas pueden ser las siguientes, en agrupamientos tentativos:
23. — Especialmente en temas que explícitamente se incorporan como nuevos al texto constitucional, y sin
perjuicio de citar conjuntamente otros que ya contaban con alguna referencia anterior, creemos útil esbozar
linealmente algunos agrupamientos que faciliten la búsqueda de coincidencia o de afinidad en determinadas
cuestiones vinculadas con el sistema de derechos.
Las menciones se limitan a los artículos de la constitución, pero hay que tener muy en claro que en cada una
de las citas también hay —o puede haber— similares referencias en el articulado de los instrumentos
internacionales que vienen aludidos en el art. 75 inc. 22 como de jerarquía constitucional. En atención a esta
igual supremacía que la constitución les reconoce, no queremos silenciar esta reflexión, porque tanto en los
derechos enumerados como en los implícitos, el actual sistema de derechos se nutre e integra con dos fuentes: la
interna y la internacional.
a) Educación: arts. 14; 41 segundo párrafo; 75 inc. 17; 75 inc. 18; 75 inc. 19; 125.
b) Investigación, obras de autor, desarrollo científico y tecnológico: arts. 17; 75 inc. 17; 75
inc. 19 párrafos primero y cuarto; 125.
c) Progreso y desarrollo: arts. 41 primer párrafo; 75 inc. 17 segundo párrafo; 75 inc. 18; 75
inc. 19 primero y segundo párrafos; 125.
d) Información: arts. 38 segundo párrafo; 41 segundo párrafo; 42 primer párrafo; 43 tercer
párrafo.
e) Protecciones especiales: arts. 14 bis; 20; 75 inc. 17; 75 inc. 23 primero y segundo párrafos;
disposición transitoria primera.
f) Expresión y difusión de ideas y de cultura: arts. 14; 38 segundo párrafo; 75 inc. 19 párrafos
primero y cuarto.
g) Minorías: art. 75 inc. 17; disposición transitoria primera.
h) Ambiente: arts. 41; 43 segundo párrafo.
i) Consumidores y usuarios: arts. 42; 43 segundo párrafo.
j) Seguridad social arts. 14 bis; 75 inc. 12; 75 inc. 23 segundo párrafo; 125.
k) Igualdad: arts. 8º; 16; y para igualdad de oportunidades (a veces con el calificativo de
“real” y otras con la añadidura “de posibilidades” y “de trato”); 37; 75 inc. 19 tercer párrafo; 75
inc. 23 primer párrafo.
l) Salud: arts. 41 y 42.
m) Familia: arts. 14 bis; art. 75 inc. 19 tercer párrafo.
n) Extranjeros: arts. 20; 21; 25; disposición transitoria primera.
ñ) Propiedad: arts. 14; 14 bis; 17; 75 inc. 17 segundo párrafo.
o) Patrimonio cultural, natural, artístico: arts. 41; 75 inc. 17; 75 inc. 19 cuarto párrafo.
p) Identidad cultural: arts. 75 inc. 17; 75 inc. 19 cuarto párrafo.
24. — Sabemos que en la constitución hay dos partes: la que organiza al poder, y la que
emplaza políticamente al hombre en el estado. “Parte orgánica” y “parte dogmática” integran en
pie de igualdad a la constitución formal, por manera que las normas de una parte y otra gozan de
igual jerarquía normativa dentro de la supremacía total del texto completo.
No obstante, los valores que hacen a la persona humana y a sus derechos son más eminentes
que los que se refieren a la estructura del poder. De ahí que la interpretación coherente y armónica
de toda la constitución debe reconocer a la parte orgánica un valor instru-mental respecto de la
parte dogmática.
Es muy buena la pauta que ha dado el derecho judicial de la Corte, en el sentido de que cuando una cuestión
envuelve conflicto entre valores jurídicos contrapuestos, no es dudosa la preferencia en favor del que tiene mayor
jerarquía. Los derechos del hombre la tienen respecto del poder.
En consonancia con esta regla, el mismo derecho judicial nos ofrece otras: a) para preservar los derechos
reconocidos por la constitución, la interpretación de las leyes se ha de hacer (en cuanto el texto en cuestión lo
permita sin violencia) de la manera más acorde con los principios y garantías constitucionales; b) los jueces deben
interpretar las leyes de modo que concuerden con esos principios y garantías, teniendo que preferir, en la
interpretación de la ley, la que mejor concilie con los derechos y garantías constitucionales; c) hay que evitar que
la aplicación mecánica e indiscriminada de las normas conduzca a vulnerar derechos fundamentales de las
personas.
25. — El actual derecho internacional de los derechos humanos sintoniza muy bien con la
constitución democrática. Con su reforma de 1994, numerosos instrumentos internacionales sobre
derechos humanos han alcanzado la misma jerarquía de la constitución suprema, operando como
fuente externa —en común con la interna— del sistema de derechos (ver nos. 13 a, y 16).
26. — Por ahora nos limitamos a sugerir que para la interpretación de los derechos humanos a
partir de la incorporación a nuestro derecho interno de tratados sobre derechos humanos, tengan o
no jerarquía constitucional, conviene propiciar algunas pautas como las siguientes:
a) los derechos contenidos en la constitución se han de interpretar de conformidad con el
derecho internacional de los derechos humanos que hace parte del derecho argentino, al modo
como —por ejemplo— lo estipulan las constituciones de España (1978) y de Colombia (1991);
b) en la medida de lo posible, y para esa compatibilización y coordinación, se ha de arrancar
de una presunción: la de que las cláusulas de los tratados sobre derechos humanos son operativas;
c) cuando acaso los derechos contenidos en los tratados internacionales no figuren en la
constitución, u ofrezcan mayor amplitud, o presentes modalidades parcialmente diferentes, hay
que esforzarse en considerar que los derechos emergentes de los tratados tienen hospedaje en la
cláusula constitucional de los derechos implícitos (art. 33);
d) Si todos los tratados internacionales, de cualquier materia o contenido, son ahora
superiores a las leyes según principio general del art. 75 inc. 22 en su texto surgido de la reforma
de 1994, hay tratados de derechos humanos que tienen jerarquía constitucional, lo que los coloca
a su mismo nivel en el vértice de nuestro derecho interno;
e) las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisdicción ha
consentido nuestro estado al ratificar el Pacto de San José de Costa Rica en 1984, han de ser
tomadas en cuenta como orientación valorativa para su aplicación posible, tanto si la referida
Corte ha actuado en jurisdicción contenciosa como en jurisdicción consultiva.
d) Los derechos que la constitución reconoce no son absolutos sino relativos. Ello quiere
decir que son susceptibles de reglamentación y de limitación, sea para coordinar el derecho de
uno con el derecho de otro, sea para que cumplan su funcionalidad social en orden al bien común,
sea para tutelar el orden y la moral públicos, sea por razón del llamado poder de policía, etc.
La relatividad de los derechos surge: d’) del propio art. 14, que se refiere al goce de los mismos “conforme a
las leyes que reglamenten su ejercicio”; d’’) del principio ínsito en la constitución de que la determinación de sus
normas habilita la reglamentación por parte de los órganos del poder (arts. 14 bis, 18, etc., en cuanto prevén leyes
que reglamenten derechos); d’’’) del art. 28, que consigna la reglamentación razonable; d’’’’) del derecho
judicial, en cuanto la jurisprudencia de la Corte Suprema tiene establecido de modo tradicional y uniforme que no
hay derechos absolutos. La relatividad tiene, no obstante, y a su vez, su propio límite: toda reglamentación que
limite a los derechos debe ser razonable, conforme al art. 28; d’’’’’) los tratados internacionales de derechos
humanos también aluden a limitaciones y a deberes.
Parte de la doctrina y la jurisprudencia de la Corte entienden que las limitaciones a los derechos se imponen a
título de ejercicio del “poder de policía”.
e) En orden a la interpretación de los derechos la Corte Suprema tiene dicho que la igual
jerarquía de las cláusulas constitucionales requiere que los derechos fundados en cualquiera de
ellas deban armonizarse con los demás que consagran los otros preceptos constitucionales, ya sea
que versen sobre los llamados derechos individuales o sobre atribuciones estatales (ver nº 24).
f) La igual jerarquía de todas y cada una de las normas constitucionales, a que aludimos en el
inciso anterior, permite decir que todas las que declaran derechos gozan de igual rango, no
obstante lo cual los derechos “en sí” no son todos iguales, porque hay unos más “valiosos” que
otros (la vida “vale” más que la propiedad, por ejemplo). De ahí que para completar la regla del
inc. e) haya que afirmar, con el derecho judicial de la Corte, que si hay conflicto entre valores
jurídicos contrapuestos, se debe preferir el de jerarquía mayor (ver nº 24).
f’) Similar interpretación debe hacerse con los derechos que surgen de tratados que, por revestir jerarquía
constitucional, tienen el mismo rango normativo de la constitución.
f’’) Los tratados de derechos humanos obligan a una interpretación que no limite, menoscabe o suprima
derechos mejores o más amplios que surgen del derecho interno.
f’’’) Ni los tratados con jerarquía constitucional derogan normas constitucionales sobre derechos de la
primera parte de la constitución, ni ésta deroga o hace inaplicables normas de dichos tratados, porque éstas son
“complementarias” de las constitucionales según el art. 75 inc. 22.
f’’’’) Nuestra constitución no contiene en su texto la dualidad que a veces distingue el derecho comparado
cuando divide a los derechos en unos que se llaman “fundamentales” y otros que no lo son (ver j’).
i) El derecho internacional que se incorpora al derecho interno puede, según la índole de las
normas respectivas, crear derechos y obligaciones directas para los particulares, además de las que
sea susceptible de engendrar interna e internacionalmente para el esta-do que es parte en el
tratado.
Así, los derechos declarados en convenciones, pactos o tratados sobre derechos humanos invisten
directamente de titularidad a los habitantes del estado que se hace parte en el acuerdo, cuando las cláusulas que
contienen aquellos derechos son operativas. Si son programáticas, hacen recaer en el estado la obligación de
adoptar las medidas de derecho interno que permitan su funcionamiento. (En general, cabe decir sobre estas
cláusulas programáticas lo mismo que hemos explicado al tratar ese tema en relación con la constitución.)
j) En cuanto a la protección de los derechos por parte del poder judicial, es muy importante
destacar que, conforme al derecho judicial emanado de la Corte Suprema, “cualquiera sea el
procedimiento mediante el cual se proponga a decisión de los jueces una cuestión justiciable,
nadie puede sustraer al poder judicial la atribución inalienable y la obligación que tiene de hacer
respetar la constitución nacional y, en particular, las garantías personales que reconoce”,
considerándose que excluir compulsivamente del conocimiento de los jueces una cuestión
justiciable donde se debate un derecho subjetivo importa agravio a la garantía de la defensa en
juicio.
j’) Al no existir en la constitución la dualidad de derechos “fundamentales” y otros que no lo son, tampoco
hay una protección más fuerte y distinta a favor de los primeros; nuestro sistema garantista dispensa vías tutelares
diferentes según la gravedad de la lesión que se infiere a los derechos y no tanto según su naturaleza (ver f’’’’).
28. — La relatividad de los derechos presta base constitucional a la teoría del abuso del derecho, desde que
dicha teoría presupone admitir que los dere-chos tienen o deben cumplir una función social, lo cual no es más que
reconocer que todo derecho subjetivo arraiga y se ejerce en el marco de una convivencia social, donde la
solidaridad impide frustrar la naturaleza social del derecho.
29. — Hay un interesante punto a esclarecer. El derecho judicial de la Corte admite que puede existir
responsabilidad indemnizatoria del estado cuando su actividad ha sido lícita o legítima (y no solamente cuando ha
sido ilícita o ilegítima). Tal responsabilidad por actividad lícita procede si con su ejercicio se ha originado un
perjuicio a los particulares (por ej., una modificación de la política económica del estado que afecta a contratos
válidamente celebrados durante la vigencia de un sistema anterior distinto, como en el caso de no dejarse entrar a
plaza mercadería importada del exterior sobre la base de un contrato realizado cuando dicha mercadería podía ser
introducida). (Puede verse en tal sentido el fallo de la Corte en el caso “Cantón c/Gobierno Nacional”, del
15/V/1979). (Ver cap. V, nº 36).
El deslinde que debe hacerse se aproxima al siguiente lineamiento: a) como principio, la actividad lícita no
ofende (precisamente por su licitud) a la constitución; b) incluso, si versa sobre políticas gubernamentales, pueden
éstas escapar al control judicial en cuanto a su conveniencia, oportunidad, etc.; c) pero si se afecta un derecho
adquirido o se causa daño, la actividad lícita engendra responsabilidad del estado para indemnizar.
El principio de que el estado debe reparar los perjuicios causados a los derechos mediante su actividad lícita
cubre tanto el supuesto en que el estado actúa como administrador, cuanto aquéllos en que actúa como legislador.
En el área de la actividad administrativa, incluye también la denominada actividad discrecional.
En cuanto a la responsabilidad del estado por error judicial (que en nuestro derecho cuenta con normas
favorables del Pacto de San José de Costa Rica —art. 10— y del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos —art. 14.6—) la Corte Suprema ha interpretado en el caso “Vignoni Antonio S. c/Estado de la Nación
Argentina”, del 14 de junio de 1988, que como principio aquella responsabilidad sólo procede cuando el acto
jurisdiccional que causa daño es declarado ilegítimo y es dejado sin efecto, por cuanto sin ese requisito no se
puede reputar incursa en error a una sentencia con fuerza de cosa juz-gada.
30. — Los derechos que comenzaron denominándose “individuales” y que hoy se llaman
“derecho humanos ” son derechos de la persona humana. Por eso también se los apodó “derechos
del hombre ” (no por referencia al sexo masculino, sino a la especie humana).
De esta manera queda individualizado el titular o sujeto activo.
A renglón seguido hay que añadir que las personas que para nuestro derecho constitucional
titularizan derechos son los habitantes, o sea, quienes integran la población de nuestro estado y,
excepcionalmente, quienes sin formar parte de ella, tienen un punto de conexión suficiente con la
jurisdicción argentina (ver nº 42).
En el derecho internacional de los derechos humanos, el principio general y básico es el que
centraliza en la persona humana (o persona física) la titularidad de los derechos que reconocen las
declaraciones internacionales y los tratados. Solamente por excepción hay en ellos normas
expresas que extienden algunos pocos derechos a entidades colectivas (ver nº 31 b).
El derecho argentino, en cambio, reconoce a tales entes algunos de los derechos de la
persona, en la medida en que por analogía deben proyectárseles (ver nº 31).
31. — El avance de la concepción social de los derechos llega a captar que, si bien el hombre
es el sujeto primario y fundamental de los mismos, los derechos reconocidos constitucionalmente
son susceptibles asimismo de tener como sujeto titular o activo a una asociación a la que se
depara la calidad de sujeto de derecho (insti-tución, persona moral, persona jurídica, etc.). De este
modo, cabe reputar que el titular de los derechos es doble: a) el hombre; b) una entidad con
determinada calidad de sujeto de derecho.
En el caso “Kot”, de 1958, la Corte acogió la vía del amparo para proteger —bajo el nombre de derechos
humanos— a derechos cuyo titular era una sociedad de responsabilidad limitada.
En cambio, como principio, es importante destacar que conforme a la jurisprudencia de la Corte Suprema, los
derechos contenidos en la constitución y acordados a los hombres contra el estado, no pueden ser titularizados
por el estado, “sin perjuicio de que éste, cuando actúa en un plano de igualdad con aquéllos, pueda invocar algunas
de las garantías constitucionales, como ocurre por ejemplo, con la defensa en juicio”.
a) Antes de la reforma de 1994, la constitución formal no aludía a entes colectivos cuando titularizaba
derechos, salvo en el reconocimiento a los “gremios” en el art. 14 bis.
Después de la reforma, las remisiones que efectúan muchos artículos a dichos entes son susceptibles de
emplearse para reconocerles determinados derechos. Tales menciones aparecen, por ej., en el art. 38 (partidos
políticos); en el art. 42 (asociaciones de consumidores y usuarios); art. 43 (asociaciones que propenden a los fines
tutelados mediante la acción de amparo del segundo párrafo de la norma); también art. 43 (asociaciones o
entidades que poseen registros o bancos de datos públicos, o privados que están destinados a proveer informes,
según el párrafo tercero dedicado al habeas data); art. 75 inc. 17 (personería jurídica de comunidades indígenas);
art. 75 inc. 19 (universidades nacionales citadas en el párrafo tercero).
b) El hecho de que tratados internacionales sobre derechos humanos incor-porados al derecho argentino sólo
reconozcan derechos a las personas físicas no desvirtúa la doble titularidad de que hablamos en el derecho interno,
por cuanto: a) el derecho internacional de los derechos humanos es un derecho míni-mo y subsidiario, que nunca
disminuye mejores derechos y situaciones que pue-dan surgir del derecho interno; y b) el Pacto de San José de
Costa Rica consigna expresamente en las normas del art. 29 para su interpretación, que ninguna de sus cláusulas
ha de interpretarse como limitativa de derechos que emanan del derecho interno.
Cuando nuestro derecho interno confiere holgura para extender derechos a favor de entidades colectivas, los
tratados sobre derechos humanos asumen y respaldan esta solución.
32. — Debe asimismo computarse en el punto el principio de hospitalidad que nuestro derecho constitucional
depara a los entes colectivos extranjeros, de modo análogo a como reconoce los derechos civiles a favor de las
personas físicas extranjeras en el art. 20.
La extraterritorialidad de las personas jurídica extranjeras ofrece diversas variantes que regula el derecho
privado.
33. — El sujeto activo de los derechos reviste importancia por diversos motivos: a) en cuanto
a la promoción del control de consti-tucionalidad, desde que la jurisprudencia tiene establecido
que sólo el titular actual del derecho que se pretende violado puede peticionar y obtener el
ejercicio de aquel control; b) en cuanto a la renuncia, ya que el titular puede, en principio,
renunciar a su derecho, habiendo admitido la jurisprudencia que ello es viable en materia de
derechos patrimoniales, e interpretando que la renuncia se presume si el titular del derecho no
articula la cuestión de constitucionalidad en defensa de su derecho presuntamente agraviado.
34. — El sujeto pasivo es aquél ante quien el sujeto titular o activo hace valer u opone su
derecho para que haga, dé u omita algo.
Los derechos existen frente a un doble sujeto pasivo: a) el estado (federal y provincial); b) los
demás particulares. Por eso se los considera ambivalentes o bifrontes.
La trascendencia de esta dualidad en el sujeto pasivo radica en que: a) cualquier actividad —
proveniente del estado, o de personas o grupos privados— que lesiona derechos, es
inconstitucional; b) las garantías se deparan para proteger derechos tanto cuando su violación
proviene de actividad estatal como cuando emana de actividad privada.
No hay en la constitución una norma expresa que genéricamente establezca cuál o cuáles son los sujetos
pasivos de los derechos. Hay que inducir en cada caso y en cada derecho cuál es la naturaleza y el contenido de un
derecho para situar debidamente a quien, frente al titular, debe cumplir como sujeto pasivo una obligación.
No obstante, algunas normas facilitan tal individualización; por ej., cuando el art. 41 consigna el derecho a un
ambiente sano, dice que todos los habitantes tienen el deber de preservarlo, y que las autoridades han de proveer
a su protección, queda claro que tanto el estado como todos los particulares son, cada cual desde su posición,
sujetos pasivos —a veces con obligaciones positivas, y otras con obligación de omitir daño o amenaza—;
igualmente, es fácil en el art. 42 detectar como sujetos pasivos en la relación de consumo a quienes proveen bienes
en el mercado al consumidor o prestan servicios al usuario.
Además conviene tener presente, con carácter general: a) que existiendo las garantías frente al estado, todos
los órganos del poder están obligados a deparar y respetar esas garantías, en la medida en que ellas atañen o
incumben a cada órgano; b) que existiendo control judicial de constitucionalidad, las presuntas lesiones a los
derechos subjetivos son aptas para componer causas judiciales donde se pretende tutelarlos.
Por último, recuérdese el doble deber del estado de: a) promover el goce de los derechos; b)
subsanar los llamados derechos “imposibles” (ver nº 4).
36. — La circunstancia de que tratados internacionales sobre derechos humanos incorporados al derecho
argentino sólo permitan acusar o denunciar en la jurisdicción supraestatal las violaciones perpetradas contra
aquellos derechos responsabilizando por ellas únicamente al estado (federal en el caso argentino) no significa que,
en el orden interno, las provincias y los particulares dejen de ser sujetos pasivos obligados frente al titular de los
derechos, sino únicamente imputar la referida responsabilidad internacional al estado federal.
37. — El sujeto pasivo cargado con una obligación de dar, hacer u omitir es muy importante
para visualizar con acierto tanto al derecho del sujeto activo como a la prestación debida por el
sujeto pasivo.
A veces un determinado derecho es exigible frente a todos (tanto en relación con el estado
como con los demás particulares), al menos cuando todos son sujetos pasivos obligados a no
violar ese derecho, a no impedir su goce, a no interferir en su ejercicio. Otras veces, ocurre que un
derecho solamente es exigible frente a un sujeto pasivo determinado o a varios, pero no en
relación con otros ni con todos. Por fin, hay casos en que un derecho es doblemente exigible: a)
frente a todos, en cuanto nadie debe impedir su ejercicio, y b) frente a un sujeto pasivo
determinado o a varios, en cuanto deben cumplir en favor del titular con una obligación concreta
de dar o de hacer, como ocurre con el derecho de trabajar, que a) debe ser respetado por el estado
y los particulares, y b) además obliga al empleador a ciertas prestaciones (salario, vacaciones,
descanso, etc.) y al estado para que mediante leyes fije las condiciones mínimas en favor de los
trabajadores.
Cuando nunca es posible encontrar ni situar a un sujeto pasivo que tenga a su cargo una
obligación concreta, hay que resignarse a decir que en el derecho constitucional tampoco hay un
derecho.
Asimismo, cuando la presencia de uno o más sujetos pasivos identifica la de un derecho, el
titular de éste necesita —cuando no le es reconocido o le es violado— la vía para provocar el
cumplimiento de la obligación o su sustitución reparatoria, y la legitimación para acceder a esa
vía.
Ontológicamente, pues, no hay derecho personal sin obligación correlativa. Los derechos no resultarían
accesibles, disponibles, susceptibles de goce y ejercicio, si no hubiera una o más obligaciones a cargo de uno o
más sujetos pasivos, o si habiéndolas quedaran sin cumplimiento.
39. — Cuando se dice que los clásicos derechos civiles de la primera generación (por ej., de asociarse, de
profesar el culto, de reunirse, de circular, de trabajar, etc.) implican para los sujetos pasivos una obligación de
omisión, se quiere significar que ese sujeto y esa obligación han de dejar expedito el ejercicio del derecho por su
titular, absteniéndose de impedírselo, de interferírselo, de violárselo.
Cuando se dice que los derechos sociales de la segunda generación aúnan obligaciones de dar y de hacer, se
entiende que los sujetos pasivos tienen que cumplir obligaciones positivas de dar y de hacer; por ej., pagar el
salario justo; prestar un servicio de salud; otorgar descanso diario, semanal y anual al trabajador, etc. Por eso, tales
derechos se llaman también “derechos de crédito ” o “derechos de prestación ”.
A veces, derechos civiles de la primera generación, como el derecho a la vida, a la salud, a la educación, etc.,
exhiben en primer plano la correspondencia de una obligación de omisión a cargo del sujeto pasivo; así, no matar,
no lesionar, no impedir la opción por el tipo de enseñanza que el titular del derecho escoge, etc. Pero cuando el
visor se amplía, es fácil que actualmente se añadan obligaciones de dar y de hacer, como en el caso de la vida y de
la salud que, además de abstenciones para no padecer violación, requieren que no se contamine el ambiente, o las
aguas; que se provea de atención sanitaria preventiva, curativa y rehabilitante; o en el caso de la educación, que
haya disponibilidad efectiva de acceso a establecimientos educacionales, etc.
40. — La afirmación de que a todo derecho de un sujeto activo le corresponde una obligación
a cargo de un sujeto pasivo nos coloca ante cierta dificultad cuando examinamos algunas
situaciones que, por íntima conexidad con necesidades humanas fundamentales, valoramos como
derechos, y denominamos derechos. No hay más que pensar en la alimentación, la vivienda, la
indumentaria, el trabajo, para sólo citar algunos ejemplos.
Comprendemos que quien no puede proveerse por sí mismo la satisfacción de necesidades elementales como
son el alimento, la vivienda, la indumentaria, la actividad lucrativa, ve comprometida su subsistencia. Y sin vacilar
decimos que tiene “derecho a” alimentarse, vestirse, vivir en un hábitat decoroso, poder trabajar.
Pero de inmediato nos asalta la ardua pregunta: ¿cuál o quién es el sujeto pasivo obligado a
facilitarle alimento, vivienda, indu-mentaria, trabajo? ¿Es acaso el estado? ¿Lo es algún sujeto
particular, o varios? La búsqueda no acierta a encontrar a ese sujeto pasivo. Y entonces parecería
que si no se lo encuentra, si no existe, si no lo hay, tampoco hay alguien que como sujeto pasivo
deba cumplir la obligación de suministrar todo lo que la satisfacción de los men-tados derechos
requiere.
41. — Sin embargo, es posible afirmar que estos derechos son derechos “por analogado”,
por analogía con los otros derechos en los que la determinación concreta del sujeto pasivo y de su
obligación se consigue fácilmente, porque también se detecta la relación intersubjetiva de
alteridad entre el titular del derecho y quien (o quienes) como sujeto pasivo, tiene frente a él una
obligación bien particularizada a cumplir en su favor.
¿Cuál es el sujeto pasivo y cuál la obligación en los derechos por analogado?
Para captarlo, partimos de la premisa de que entre cada persona que titulariza un derecho por
analogado, y el sujeto pasivo, no hay una relación interindividual y personalizada (digamos, de
“A” y “B”). Hay, en cambio, un sujeto pasivo que frente a todos (y no a cada uno en particular)
tiene una obligación. Tal obligación, por existir frente a todos (los sujetos activos) debe llamarse
universal. Y porque esa obligación consiste en hacer algo (y mucho), la apodamos “activamente”
universal. Obligación activamente universal (de hacer frente a todos).
El sujeto pasivo es el estado, y su obligación de hacer consiste en desarrollar políticas
concretas de bienestar en el vasto campo de la alimentación, de la vivienda, de la indumentaria,
del trabajo, de la salud, de la educación, etc., para que a través de ellas los titulares de los
derechos por analogado obtengan —mediante su participación en el bienestar común o general
que aquellas políticas promuevan— la satisfacción de las necesidades vinculadas con los citados
derechos por analogado.
Muchas de estas políticas, sobre todo después de la reforma de 1994, aparecen en la parte
orgánica de la constitución y hacen parte del sistema de valores.
42. — El estado tiene un ámbito territorial de validez y vigencia de su ordenamiento jurídico, que
corresponde al de su elemento geográfico o territorio. Por concomitancia, todas las personas que se hallan en ese
espacio donde rige el citado ordenamiento quedan sujetas a la jurisdicción del estado mientras allí se encuentran, y
ello tanto para titularizar derechos como obligaciones.
Estamos remitiéndonos al concepto amplio de población (permanente o estable, flotante, y transeúnte) (ver
cap. VII nº 3).
No obstante, personas que no están en territorio del estado pero tienen con él y en él lo que llamamos un
“punto de conexión”, se hallan en condiciones de invocar los derechos que nuestro ordenamiento contiene, y
quedan sujetas a la vez a las obligaciones correspondientes.
Así, por ej., si un extranjero domiciliado en el extranjero tiene bienes en Argentina, puede invocar a su favor
el derecho individual de propiedad que la constitución declara inviolable. Si extranjeros domiciliados en el
extranjero deben pleitear ante tribunal argentino conforme a normas de jurisdicción del derecho internacional
privado, pueden invocar a su favor el derecho de la defensa en juicio. Si un extranjero domiciliado en el extranjero
publica sus ideas por la prensa en nuestro país, puede invocar a su favor el derecho de hacerlo sin cesura previa.
43. — Los tratados internacionales sobre derechos humanos corroboran la misma solución. Por un lado, su
finalidad es, precisamente, la de aplicarse di-rectamente en la jurisdicción interna de los estados-parte,
engendrando la obligación interna e internacional de que los hagan efectivos en esa jurisdicción. Por otro lado,
suelen consignar expresamente —como el Pacto de San José de Costa Rica y el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos—, que la referida obligación estatal tiene por objeto garantizar los derechos a las perso-nas que
componen la población del estado y que están sujetas a su jurisdicción.
44. — La jurisprudencia de nuestra Corte también ha sentado dicho principio al sostener que las personas
sometidas a la jurisdicción del estado, sean o no habitantes, que por razón de los actos que realizan en el territorio
quedan sometidas a jurisdicción de nuestro estado, están por eso mismo bajo el amparo de la constitución y de las
leyes.
Con esta comprensión, los derechos reciben un marco o perímetro de validez y vigencia personales en cuanto
a quiénes son los sujetos activos y pasivos.
45. — Más allá del lenguaje y de los debates iusfilosóficos, queremos destacar con énfasis
que el orbe genérico de lo que habitualmente llamamos “derechos” debe alojar —y aloja—
situaciones jurídicas subjetivas que no presentan los rasgos típicos del clásico derecho subjetivo
(o derecho público subjetivo).
Si, por ej., el derecho a un ambiente sano y equilibrado ha recibido el nombre de “derecho” en el art. 41, que
también emplea el art. 42 para mencionar el plexo que se refiere a los consumidores y usuarios, parece que ya no
cabe discutir la categoría en la que incluimos esos “derechos” (si en la tradicional de derecho subjetivo, o en la de
derechos de la tercera generación, o en la de derechos de incidencia colectiva, o en la de intereses difusos).
46. — La lista de intereses difusos es extensa. A título enunciativo podemos citar: a) los relativos al ambiente,
o al equilibrio ecológico; b) los propios de los consumidores; c) los que atañen a los administrados en relación con
la prestación de servicios públicos; d) los vinculados al patrimonio cultural, histórico y artístico; e) los
pertenecientes a grupos étnicos, religiosos, nacionales, etc., para preservar su idiosincrasia, su idioma, su sistema
de creencias, sus símbolos, etc.
47. — Con un perfil o con otro, con mención expresa en la constitución o con hospedaje en
nuestra cláusula de los derechos implícitos del art. 33, hemos de afirmar que estas situaciones
jurídicas subjetivas no esfuman ni pierden la naturaleza de tales por la circunstancia de que cada
uno de los sujetos que las titularicen componga un grupo o conjunto humano al que le es común
ese mismo interés. La subjetividad no desaparece por el hecho de que cada uno entre muchos
tenga una porción o parte en lo que es común a otros y a todos. La afectación del interés perjudica
al conjunto, y por eso mismo también a cada persona que forma parte de él. La “parte individual”
en el interés común o en el “derecho de incidencia colectiva” diseña la situación jurídica
subjetiva, pero “lo común” diseña la pertenencia que se le atribuye al conjunto total. No
corresponde en modo alguno decir que, por ser de todos, no es de nadie o de ninguno, porque les
pertenece a todos, y, en virtud de esa coparticipación, cada uno inviste su parte como situación
subjetiva de él. El no haber “pertenencia exclusivamente individual” está lejos de significar que
no haya subjetividad jurídica en la parte que cada cual tiene —al igual que los demás— en el
interés colectivo de “pertenencia común” o en el derecho de “incidencia colectiva”.
Lo podemos situar cronológicamente a partir de la segunda guerra mundial cuando, concluida ésta, ya la
Carta de las Naciones Unidas alude a derechos y libertades fundamentales del hombre para preservar la paz
mundial.
Se advierte que la organización internacional asume, por ende, la preocupación de los derechos personales
como propia de la jurisdicción internacional y del derecho internacional. Sería largo transitar los hitos
posteriores, pero valga someramente citar la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, y la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, una de la OEA, otra de la ONU, ambas del año 1948. De ahí
en más, tratados y pactos internacionales van a contener declaraciones (parciales o totales) de derechos, libertades
y garantías.
49. — Este derecho internacional de los derechos humanos ostenta perfiles que lo distinguen
del derecho internacional común, general o clásico. Los tratados sobre derechos humanos, bien
que responden a la tipología de los tratados internacionales, son tratados destinados a obligar a los
estados-parte a cumplirlos dentro de sus respectivas jurisdicciones internas, es decir, a respetar en
esas jurisdicciones los derechos que los mismos tratados reconocen directamente a los hombres
que forman la población de tales estados. El compromiso y la responsabilidad internacionales
aparejan y proyectan un deber “hacia adentro” de los estados, cual es el ya señalado de respetar en
cada ámbito interno los derechos de las personas sujetas a la jurisdicción del estado-parte.
50. — La fuerza y el vigor de estas características se reconocen fundamentalmente por dos
cosas: a) que las normas internacionales sobre derechos humanos son ius cogens, es decir,
inderogables, imperativas, e indisponibles; b) que los derechos humanos forman parte de los
principios generales del derecho internacional público.
Actualmente, no vacilamos en afirmar, además, que:
a) la persona humana es un sujeto investido de personalidad internacional;
b) la cuestión de los derechos humanos ya no es de jurisdicción exclusiva o reservada de los
estados, porque aunque no le ha sido sustraída al estado, pertenece a una jurisdicción concurrente
o compartida entre el estado y la jurisdicción internacional;
c) nuestro derecho constitucional asimila claramente, a partir de la reforma de 1994, todo lo
hasta aquí dicho, porque su art. 75 inc. 22 es más que suficiente para darlo por cierto.
51. — Es bueno trazar un paralelo entre derecho internacional y derecho interno. El artículo 103 de la Carta
de las Naciones Unidas —que sin enumerar los derechos humanos aludía a los derechos y libertades
fundamentales del hombre— proclama su prioridad sobre todo otro tratado, pacto o convención en que se hagan
parte los estados miembros de la organización. Quiere decir que tales estados no pueden resignar ni obstruir a
través de tratados la obligación de respetar y cumplir los derechos y libertades fundamentales del hombre. De
modo análogo, cuando una constitución suprema que encabeza al orden jurídico interno contiene un plexo de
derechos, éste participa en lo interno de la misma supremacía de que goza la constitución a la que pertenece. Hay,
pues, una afinidad: el derecho internacional de los derechos humanos sitúa a los derechos en la cúspide del
derecho internacional, y el derecho interno ubica de modo equivalente a la constitución que incorpora los derechos
a su codificación suprema.
Esto último exhibe el carácter abierto de los tratados y la tendencia a la optimización de los derechos, tanto
como el carácter mínimo y subsidiario del derecho internacional de los derechos humanos, ya que los tratados
procuran que su plexo elemental no sirva ni se use para dejar de lado otros derechos, o los mismos (quizá mejores,
más amplios, más explícitos), que sean oriundos del derecho interno.
En correspondencia, no es vano observar en los tratados de derechos humanos un residuo de derechos que, al
estilo del lenguaje constitucional, cabe denominar implícitos.
Todo ello guarda paralelismo con las frecuentes alusiones que los tratados de derechos humanos efectúan a lo
que llaman una sociedad democrática.
El rango del derecho internacional de los derechos humanos en el derecho interno argentino
Vale reiterar que las normas de los tratados de derechos humanos, tengan o no jerarquía constitucional —pero
especialmente si la tienen— se deben interpretar partiendo de la presunción de que son operativas, o sea,
directamente aplicables por todos los órganos de poder de nuestro estado.
55. — Cada artículo que declara un derecho o una libertad debe reputarse operativo, por lo menos en los
siguientes sentidos: a) con el efecto de derogar cualquier norma interna infraconstitucional opuesta a la norma
convencional; b) con el efecto de obligar al poder judicial a declarar inconstitucional cualquier norma interna
infraconstitucional que esté en contradicción con la norma convencional, o a declarar que la norma convencional
ha producido la derogación automática; c) con el efecto de investir directamente con la titularidad del derecho o la
libertad a todas las personas sujetas a la jurisdicción argentina, quienes pueden hacer exigible el derecho o la
libertad ante el correspondiente sujeto pasivo; d) con el efecto de convertir en sujetos pasivos de cada derecho o
libertad del hombre al estado federal, a las provincias, y en su caso, a los demás particulares; e) con el efecto de
provocar una interpretación de la constitución que acoja congruentemente las normas de la convención en
armonía o en complementación respecto de los similares derechos y libertades declarados en la constitución.
En materia de tratados sobre derechos sociales, muchas de sus cláusulas —al contrario— suelen ser
programáticas e, incluso, depender para su eficacia de condicionamientos culturales, económicos, políticos, etc.,
que exceden el marco semántico del enunciado normativo del derecho.
Lo que debe quedar en claro es que aun tratándose de cláusulas programáticas, si la ley que conforme a ellas
debe dictarse no es dictada en un lapso razonable, la omisión frustratoria de la cláusula programática merece
reputarse inconstitucional (inconstitucionalidad por omisión).
Cuando un tratado como el Pacto de San José de Costa Rica obliga a los estados-parte a adoptar las medidas
legislativas “o de otro carácter” que resulten necesarias para la efectividad de los derechos, hay que dar por cierto
que entre esas medidas “de otro carácter” como alternativas o supletorias de las legislativas, se hallan las
sentencias, porque los jueces —en cuanto operadores— tienen la obligación de dar aplicación y eficacia a los
derechos reconocidos en los tratados sobre derechos humanos.
56. — En el derecho internacional de los derechos humanos bien cabe aludir al llamado “derecho
internacional humanitario ”, que está destinado a aplicarse en los conflictos bélicos para, fundamentalmente,
tutelar a personas y bienes a los que afecta ese conflicto.
Es menester tomar además en cuenta el “derecho internacional de los refugiados” que protege los derechos de
personas a las que se les reconoce la calidad de refugiados, con el mismo efecto que acabamos de señalar en el
ámbito del derecho internacional humanitario.
57. — Los tratados sobre derechos humanos que forman parte del derecho argentino obligan a
las provincias, cualquiera sea su rango jerárquico. Ello surge claramente del art. 31 de la
constitución. Además, hay tratados que expresamente prevén igual situación en una cláusula
federal destinada a los estados que, siendo de estructura federal, se hacen parte en ellos (así, el
Pacto de San José de Costa Rica, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales).
60. — Este muy sintético esbozo mínimo, así condicionado, desemboca en una sugerencia
que personalmente nos complace. Así como ya hemos dicho que el sistema de derechos de un
estado democrático necesita abastecerse de dos fuentes (la interna y la internacional ), añadimos
ahora que, dentro de la fuente interna, la constitución federal acoge como posible a la fuente
provincial a efectos de mejorar el sistema de derechos.
El paisaje, en tal caso, sería éste:
a) fuente internacional;
b) fuente interna, desdoblada en: b’) constitución federal y derecho derivado de ella; b’’)
constituciones provinciales y derecho derivado de ellas.
De este modo la unidad solidaria de las dos fuentes internas (federal y provincial) asume de
alguna manera la misma opción preferencial que, en cada caso, hay que hacer entre la fuente
inter-nacional y la interna en busca del resultado más favorable para la persona humana y el
sistema de derechos.
61. — Puede servir de instrumento, a tono con la concertación federal, el régimen de tratados
interjurisdiccionales —entre provincias, y entre éstas y el estado federal—.
62. — Conviene recordar que la reforma de 1994 ha previsto facultades concurrentes entre el estado federal y
las provincias en dos interesantes aspectos:
a) para los derechos de los pueblos indígenas, en el art. 75 inc. 17;
b) para los derechos referidos al ambiente, en el art. 41, estableciendo que corresponde al congreso dictar las
normas con los presupuestos mínimos para su protección, y a las provincias las necesarias para complementarlas.
Determinar quién puede actuar en el proceso como parte actora (legitimación activa ) y frente a quién puede
actuar (legitimación pasiva ) es una cuestión que, de alguna manera, exige ahondar en el derecho constitucional
para averiguar varias cosas: entre ellas, la correspondencia del derecho que se hace valer con el sujeto que
pretende hacerlo valer o, dicho en otros términos, la pertenencia o titularidad del derecho por parte de quien lo
pretende en el proceso; también hay que ver si el sujeto ante quien se pretende hacer valer el derecho es el
obligado a satisfacerlo con una prestación (de omisión, de dar, o de hacer), y si entre ambos sujetos existe una
relación jurídica sustancial con el objeto del proceso.
Pero aquí no concluye la perspectiva: hay que encontrar la llave que habilite a formular la
pretensión. Si la aptitud procesal para hacerlo (usar la llave) no es reconocida, o es denegada,
seguramente quien titulariza un derecho no podrá reclamar judicialmente, porque el derecho
procesal no lo investirá de legitimación. Y habrá entonces una defectuosidad, una anomalía. A lo
mejor, una incons-titucionalidad.
La lección mínima, pero básica, que nos queda es ésta: desconocer, negar, o estrangular la
legitimación procesal, privando de llave de acceso al proceso a quien quiere y necesita formular
pretensiones en él para hacer valer un derecho que cree titularizar es inconstitucional.
64. — Preside estas reflexiones una idea de base: si se trata de la procura de una defensa
idónea de los derechos que contiene la constitución, ahora se suma algo más; y ese algo más
proviene del derecho internacional de los derechos humanos. Una vez que nuestro estado se ha
hecho parte en tratados sobre derechos humanos, algunos con jerarquía constitucional por el art.
75 inc. 22, ha ingresado a nuestro derecho interno una exigencia suplementaria. Es la de que los
derechos, libertades y garantías que tales tratados reconocen, se hagan efectivos en nuestra
jurisdicción interna y, por ende, cuenten doblemente con vías idóneas de acceso a los tribunales
judiciales y con la indispensable legitimación de sus titulares para postular su defensa.
66. — Hay situaciones en que, sin ley o con ley, la legitimación tiene que ser reconocida, porque se juega en
su reconocimiento una cuestión constitucional que sólo el derecho constitucional debe tomar a su cargo. Pero
agregamos más: hay casos en que, aunque la ley niegue legitimación a alguien, el juez también tendrá que
reconocérsela “contra ley”, porque si se la niega en mérito a que ésa es la solución que arbitra la ley, cumplirá la
ley pero violará la constitución. Tal ocurre cuando es evidente que en un proceso determinado y con un objeto
también determinado, alguien que ostenta derecho e interés en la cuestión no puede intervenir en el proceso, no
puede plantear la cuestión, está privado del derecho a formular su pretensión y a obtener resolución judicial sobre
ella, y tampoco puede promover el control constitucional.
La inconstitucionalidad que se tipifica en esos supuestos radica, en su última base, en la violación del derecho
a la jurisdicción como derecho de acceder a un tribunal judicial, o derecho a la tutela judicial efectiva.
71. — Se llama “zona de reserva” de la ley el ámbito donde la regulación de una materia es
de competencia legislativa del con-greso.
72. — El principio de legalidad se complementa con el que enuncia que todo lo que no está prohibido está
permitido. Aplicado a los hombres significa que, una vez que la ley ha regulado la conducta de los mismos con lo
que les manda o les impide hacer, queda a favor de ellos una esfera de libertad jurídica en la que está permitido
todo lo que no está prohibido.
75. — El principio de razonabilidad no se limita a exigir que sólo la ley sea razonable. Es
mucho más amplio. De modo general pode-mos decir que cada vez que la constitución depara una
competencia a un órgano del poder, impone que el ejercicio de la actividad consi-guiente tenga un
contenido razonable. El congreso cuando legisla, el poder ejecutivo cuando administra, los jueces
cuando dictan sen-tencia, deben hacerlo en forma razonable: el contenido de los actos debe ser
razonable.
La jurisprudencia de la Corte Suprema ha construido toda una fecunda doctrina sobre la
arbitrariedad de las sentencias, exigiendo que éstas, para ser válidas en cuanto actos
jurisdiccionales, sean razonables.
También los actos de los particulares deben satisfacer un conte-nido razonable.
76. — El sentido común y el sentimiento racional de justicia de los hombres hacen posible vivenciar en cada
caso la razonabilidad, y su opuesto, la arbitra-riedad. La constitución formal suministra criterios, principios y
valoraciones que, integrando su ideología, permiten componer y descubrir en cada caso la regla de razonabilidad.
Para ello es útil acudir a la noción de que en cada derecho hay un reducto que configura, como mínimo, su núcleo
esencial, y que este núcleo no tolera ser suprimido, alterado o frustrado porque, de ocurrir algo de esto, se incurre
en irrazonabilidad, arbitrariedad e inconstitucionalidad.
77. — La regla de razonabilidad está condensada en nuestra constitución en el art. 28, donde
se dice que los principios, derechos y garantías no podrán ser alterados por las leyes que
reglamenten su ejercicio. La “alteración” supone arbitrariedad o irrazonabilidad.
La irrazonabilidad es, entonces una regla sustancial, a la que también se la ha denominado el
“principio o garantía del debido proceso sustantivo ”.
El principio de razonabilidad tiene como finalidad preservar el valor justicia en el contenido
de todo acto de poder e, incluso, de los particulares.
El derecho judicial emanado de la Corte Suprema en materia de control judicial de la razonabilidad, se limita
a verificar si el “medio” elegido para tal o cual “fin” es razonablemente proporcionado y conducente para alcanzar
ese fin; pero no entra a analizar si ese “medio” elegido pudo o puede ser reemplazado por otro que, igualmente
conducente y proporcionado al mismo “fin”, resulte menos gravoso para el derecho o la libertad que se limitan.
La Corte no efectúa esa comparación entre diversos medios posibles, porque estima que pertenece al
exclusivo criterio de los órganos políticos (congreso y poder ejecutivo) seleccionar el que a su juicio le parezca
mejor o más conveniente. Basta que el escogido guarde razonabilidad suficiente en relación al fin bus-cado.
Nosotros creemos que el control judicial de la razonabilidad debe analizar si entre diversos medios
igualmente posibles para alcanzar un fin, se optó por el más o menos restrictivo para los derechos individuales
afectados; y que, realizada esa confrontación, debe considerar irrazonable la selección de un medio más severo en
lugar de otro más benigno que también sería conducente al fin perseguido.
O sea que para dar por satisfecha la razonabilidad hacen falta dos cosas: a) proporción en el medio elegido
para promover un fin válido; b) que no haya una alternativa menos restrictiva para el derecho que se limita.
CAPÍTULO X
1. — Cuando la constitución en su parte dogmática se propone asegurar y proteger los derechos individuales,
merece la denominación de derecho consti-tucional “de la libertad”. Tan importante resulta la postura que el
estado adopta acerca de la libertad, que la democracia, o forma de estado democrática, consis-te,
fundamentalmente, en el reconocimiento de esa libertad.
Podemos adelantar, entonces, que el deber ser ideal del valor justicia en el estado democrático exige adjudicar
al hombre un suficiente espacio de libertad jurídicamente relevante y dotarlo de una esfera de libertad tan amplia
como sea necesaria para desarrollar su personalidad. Es el principio elemental del humanismo personalista.
Con el ejercicio de esa libertad jurídica, lo que yo hago u omito bajo su protección es capaz de producir
efectos jurídicos, o sea, efectos que el derecho recoge en su ámbito.
Los contenidos de la libertad jurídica
El Pacto de San José de Costa Rica (arts. 1º y 3º) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
(art. 16), por su parte, prescriben que todo ser humano (persona) tiene derecho al reconocimiento de su
personalidad jurídica.
Si fuera necesario que cada conducta humana tuviera que estar autorizada, la nómina de permisiones se
elevaría hasta el infinito, y siempre dejaría lagunas. Hay que partir, por eso, desde una base de libertad jurídica,
que demarca como zona permitida (libre) toda el área de conductas no prohibidas.
Este principio se deduce de nuestra constitución del mismo art. 19 en la parte que consagra el principio de
legalidad, porque si nadie puede ser privado de hacer lo que la ley no impide, es porque “lo no prohibido está
permitido”.
5. — El Pacto de San José de Costa Rica explaya diversos aspectos del derecho a la libertad,
abarcando supuestos como el de detención, privación de libertad (arts. 5º y 7º), y prohibición de la
esclavitud, la servidumbre, y los trabajos forzosos y obligatorios (art. 6º). En paralelo, el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (arts. 9º, 10 y 8º).
No hay que descuidar las normas equivalentes de la Convención sobre Derechos del Niño
(arts. 37 b, y 40), y todas las que se incluyen en otros tratados de jerarquía constitucional, como la
convención sobre la tortura.
La libertad física
6. — La libertad corporal o física es el derecho a no ser arrestado sin causa justa y sin forma
legal. Apareja, asimismo, la libertad de locomoción. En otro sentido, descarta padecer cierto tipo
de retenciones corporales forzosas, o realizar prestaciones forzosas valoradas como injustas: por
ej.: los trabajos forzados, o sufrir restricciones ilegítimas.
Aun quienes padecen privación legítima de su libertad, tienen derecho a que no se agrave su
situación con restricciones ilegítimas.
La libertad de locomoción se vincula también con la libertad de circulación.
Nuestra constitución protege estos contenidos cuando en el art. 18 establece que nadie puede
ser arrestado sin orden escrita de autoridad competente; cuando en el art. 14 consagra el derecho
de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio; y cuando en el art. 17 dispone que ningún
servicio personal es exigible sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley.
La garantía que protege la libertad corporal o física es el habeas corpus.
7. — Para las normas de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional,
remitimos al nº 5.
La libertad de circular cuenta con previsiones en el Pacto de San José de Costa Rica (art. 22),
en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 12), en la convención sobre
Discriminación de la Mujer (art. 15.4), en la convención sobre Discriminación Racial (art. 5º) y
en la convención sobre Derechos del Niño (art. 10).
La libertad de intimidad
El art. 1071 bis del código civil, por la protección que depara a la intimidad o privacidad, puede tenerse como
una reglamentación de la norma constitucional citada.
Con encuadre en el art. 19, estamos acostumbrados personalmente a tener como sinónimos el derecho a la
“intimidad” y el derecho a la “privacidad”; la intimidad sería la esfera personal que está exenta del conocimiento
generalizado de terceros, y la privacidad sería la posibilidad irrestricta de realizar acciones privadas (que no dañan
a otros) por más que se cumplan a la vista de los demás y que sean conocidas por éstos. Se trata siempre de una
zona de reserva personal, propia de la autonomía del ser humano.
9. — No se ha de creer, por eso, que en la intimidad se aloje y proteja únicamente a las acciones que de
ninguna manera se exteriorizan al público. El derecho judicial de la Corte anterior a 1984 pudo inducir a ese error
cuando se refirió a las conductas que permanecen en la “interioridad” del hombre. Y no es así. Conductas y
situaciones que pueden ser advertidas por terceros y ser conocidas públicamente admiten refugiarse en la
intimidad cuando hacen esencialmente a la vida privada: tales, por ej., las que se refieren al modo de vestir, de
usar el cabello, a asistir a un templo o a un lugar determinado.
10. — En el caso “Ponzetti de Balbín”, fallado el 11 de diciembre de 1984, la Corte, mejoró y aclaró su
doctrina. Veamos el siguiente párrafo: “en relación directa con la libertad individual protege (el derecho a la
privacidad e intimidad) un ámbito de autonomía individual constituida por sentimientos, hábitos y costumbres, las
relaciones familiares, la situación económica, las creencias religiosas, la salud mental y física y, en suma, las
acciones, hechos o datos que, teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad están reservadas
al propio individuo y cuyo conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real o potencial para
la intimidad. En rigor, el derecho a la privacidad comprende no sólo a la esfera doméstica, el círculo familiar y de
amistad, sino otros aspectos de la personalidad espiritual o física de las personas, tales como la integridad corporal
o la imagen, y nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no
destinadas a ser difundidas, sin su consentimiento o el de sus familiares autorizados para ello, y sólo por ley podrá
justificarse la intromisión, siempre que medie un interés superior en resguardo de la libertad de otros, la defensa de
la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen”.
11. — Es muy importante destacar que la intimidad resguardada en el art. 19 frente al estado, goza de igual
inmunidad frente a los demás particulares. Así la valoró e interpretó la Corte en el citado caso “Ponzetti de
Balbín”, del 11 de diciembre de 1984.
b) En otra faceta, puede relacionársela con el derecho “al silencio” y “al secreto”. El derecho
al silencio es la faz negativa del derecho a la libre expresión, y al igual que el derecho al secreto,
implica la facultad de reservarse ideas, sentimientos, conocimientos y acciones que el sujeto no
desea voluntariamente dar a publicidad, o revelar a terceros, o cumplir.
c) El derecho a la intimidad o privacidad aloja sin dificultad a la relación confidencial entre
un profesional y su cliente (secreto profesional), que debe ser protegida también y además como
una manifestación del derecho al silencio o secreto dentro de la libertad de expresión (en su faz
negativa de derecho a no expresarse).
El secreto de los periodistas e informadores o comunicadores sociales les impide revelar tanto las fuentes de
las cuales han obtenido la información, como la identidad de quien se las ha suministrado. Protege, por ende, las
grabaciones, cintas, escritos y toda otra constancia de datos, con la finalidad de amparar al informante, asegurarle
el mayor ámbito de libertad en el ejercicio de su actividad, y mantener la confianza pública de las gentes en la
confidencialidad de cuanto le transmite a los periodistas.
El art. 43, al prever la garantía del habeas data, resguarda el secreto de las fuentes de información en una
norma que se debe interpretar ampliamente en todos los demás casos a favor del secreto periodístico.
d) Existe un derecho al secreto fiscal; con esto queremos decir que si bien el fisco puede
revelar públicamente quiénes incumplen sus obligaciones tributarias, no puede en cambio dar a
publicidad la identidad de quienes, cumpliéndolas, sufren afectación en su privacidad por la
difusión informativa de su patrimonio, o de sus ganancias, o de los montos oblados.
Cartas misivas, legajos, fichas e historias clínicas de clientes o enfermos que reservan los profesionales, libros
de comercio, etc., quedan amparados en el secreto de los papeles privados.
Con la técnica moderna consideramos que la libertad de intimidad se extiende a otros ámbitos:
comunicaciones que por cualquier medio no están destinadas a terceros, sea por teléfono, por radiotelegrafía, por
fax, etc. Este último aspecto atañe simultáneamente a la libertad de expresión: la expresión que se transmite en uso
de la libertad de intimidad no puede ser interferida o capturada arbitrariamente. La captación indebida tampoco
puede, por ende, servir de medio probatorio.
16. — Sería extenso enumerar otros contenidos que quedan amparados en la intimidad, y sobre los cuales
sólo puede avanzar una ley suficientemente razonable con un fin concreto de verdadero interés. Así, el secreto
financiero y bancario, el propio retrato o la imagen, etc.
17. — Los medios que sin el consentimiento de la persona interesada tienden a extraer de su intimidad
informaciones, secretos, declaraciones —por ej.: el narcoanálisis y las drogas de la verdad— son allanamientos
injustos de su fuero íntimo, que no pueden emplearse ni siquiera en un proceso judicial con miras al
descubrimiento de un delito.
Las formas más torpes de coacción, como los castigos corporales o las presiones sicológicas y morales de
cualquier tipo que tienden a debilitar o anular la voluntad para obtener la confesión, revelación o declaración de
cualquier dato padecen de similar inconstitucionalidad. La garantía del debido proceso, que nuestra constitución
contiene y asegura, da pie para avalar dicho criterio de inconstitucionalidad, en correlación con el derecho a la
intimidad.
18. — Hay conductas que, aunque se deciden por más de una persona (en común con otra) y aunque por ende
no pertenecen a una sola, se resguardan en la intimidad, como la decisión de una pareja para procrear o no, para
elegir el método procreativo, para decidir el número de hijos y el modo de su regula-ción, etc.
De modo análogo, la elección que hacen ambos padres por un modelo educativo para sus hijos sin
discernimiento suficiente.
19. — El derecho a la intimidad alcanza también a los menores de edad. Si bien es verdad que hay que
conjugarlo con los derechos que emergen de la patria potestad, hemos de admitir que cuando el menor alcanza la
edad del discernimiento debe quedar en disponibilidad para ejercer derechos que hacen a su intimidad.
Esta coordinación entre derechos de los padres y derecho a la intimidad de sus hijos, parece desprenderse
suficientemente de la Convención sobre Derechos del Niño, que tiene jerarquía constitucional, y que obliga a la
vez a respetar los derechos paternos para impartir dirección al niño en el ejercicio de su derecho de modo
conforme a la evolución de sus facultades, y que reconoce el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de
conciencia y de religión (todo ello en el art. 14) así como el de no ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en
su vida privada (art. 16).
La “juridicidad” de la intimidad
20. — A veces se ha pretendido que la zona de privacidad que el art. 19 preserva es un ámbito
“extrajurídico” o “ajurídico”, que quedaría fuera o al margen del derecho. Y no es así. El área de
intimidad, como parte del derecho de libertad, es jurídica, y cada vez que el poder judicial le
depara tutela está demostrando que lo que en esa área se preserva es un bien jurídico amparado
por el derecho (ver nº 3).
21. — La libertad de intimidad se halla enfocada en el Pacto de San José de Costa Rica y en
el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos cuando disponen que nadie puede ser
objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio
o en su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra o reputación y que toda persona tiene
derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques (arts. 11 y 17,
respectivamente).
Similar norma contiene el art. 16 de la Convención sobre los Derechos del Niño, que también
obliga al estado a respetar y preservar la identidad de los menores en el art. 8º.
22. — Es reciente la elaboración del derecho que se da en denominar a la “identidad personal”. La doctrina y
la jurisprudencia italianas pueden considerarse vanguardistas.
Aspectos de la identidad que podríamos llamar estática —como el nombre, la filiación, el estado de familia,
la nacionalidad— ya venían suficientemente acogidos, hasta dentro del plexo de los derechos personalísimos.
Faltaba extender la identidad a su proyección dinámica, social, existencial, como verdad biográfica de cada
persona, que vive su vida a través de un proceso de autocreación.
a) El derecho a la identidad en orden hacia la propia persona, hacia su modo personal de vivir
“su” vida, hacia su “mismidad” y su verdad personal, ofrece un ámbito muy ligado —si es que no
resulta lo mismo— al derecho a la intimidad.
Bien puede hablarse por eso del derecho frente a los otros de “ser uno mismo” conforme a la
propia opción.
b) Este “ser uno mismo” y tener “su identidad” en la vida biográfica y en su dinamismo
existencial se externaliza en una imagen social. Estamos ante el segundo aspecto del derecho a la
identidad personal, en cuanto cada persona tiene derecho a presentarse en la convivencia
societaria como “el que es”, en la ya referida “mismidad” auténtica, y a que así se la reconozca, se
la respete y se la tolere.
Se comprende que en esta vertiente no aludimos a los rasgos físicos, biológicos o estáticos de la persona
identificada, sino a una multiplicidad de caracteres dinámicos y manifestaciones concretas que componen un
bagaje o patrimonio inmaterial: lo somático, lo espiritual, lo ideológico, lo profesional, lo religioso de cada uno.
Con este acervo cada sujeto se distingue de cualquier otro ser humano: es una unidad irrepetible y única, diferente
a todo otro prójimo; es lo que lo individualiza y especifica como “el que es”, en su “yo” y en su “mismidad”.
Por eso corresponde hablar de la imagen que la identidad personal proyecta, traslada y exhibe hacia afuera,
ante los otros.
El derecho a la diferencia
El habeas data
24. — La acción de habeas data, que por el art. 43 de la constitu-ción se encarrila a través de
la acción de amparo, protege aspectos fundamentales de la intimidad, la privacidad y la identidad
personales, en relación con la llamada libertad informática y los registros o bancos de datos.
La estudiaremos al tratar las garantías.
Su concepto
La igualdad no significa igualitarismo. Hay diferencias justas que deben tomarse en cuenta, para no incurrir
en el trato igual de los desiguales.
El derecho a la identidad y el derecho a ser diferente obligan, desde la igualdad, a tomar en cuenta lo que en
cada ser humano y en cada grupo social hay de diferente con los demás, al modo como —por ej.— lo hace el art.
75 inc. 17 (ver nº 23).
Lo mismo que la libertad, la igualdad merece verse como un principio general y un valor en nuestra
constitución: el principio de igualdad y el valor igualdad.
Conviene advertir que la igualdad elemental que consiste en asegurar a todos los hombres los
mismos derechos requiere, imprescindiblemente, algunos presupuestos de base:
a) que el estado remueva los obstáculos de tipo social, cultural, político, social y económico,
que limitan “de hecho” la libertad y la igualdad de todos los hombres;
b) que mediante esa remoción exista un orden social y económico justo, y se igualen las
posibilidades de todos los hombres para el desarrollo integral de su personalidad;
c) que a consecuencia de ello, se promueva el acceso efectivo al goce de los derechos
personales de las tres generaciones por parte de todos los hombres y sectores sociales.
La reforma de 1994
31. — Nuestro derecho judicial considera que no corresponde a los jueces juzgar del acierto o conveniencia
de la discriminación en su modo o en su medida, pero en cambio les incumbe verificar si el criterio de
discriminación es o no razonable, porque el juicio acerca de la razonabilidad proporciona el cartabón para decidir
si una desigualdad viola o no la constitución.
a) Es interesante en materia de igualdad reseñar el caso “E., F.E.” resuelto por la Corte el 9 de junio de 1987,
en el que abierto el juicio sucesorio del causante fallecido después de incorporado al derecho argentino el Pacto de
San José de Costa Rica, pero antes de que nuestra ley interna 23.264 cumpliera el deber por él impuesto a nuestro
estado de equiparar las filiaciones matrimoniales y extramatrimoniales, el tribunal sostuvo que el art. 17 de dicho
Pacto resulta programático y no igualó automática ni directamente ambas filiaciones, por lo que remitiéndose a la
anterior legislación argentina (ley 14.367) vigente al morir el padre, afirmó que no se violaba la igualdad por el
hecho de que una discriminación acorde con la pauta jurisdiccional de razonabilidad entre hijos matrimoniales y
extramatrimoniales a los efectos sucesorios colocara a los segundos en situación hereditaria distinta frente a los
primeros;
b) en aplicación de la igualdad constitucional de derechos civiles entre extranjeros y nacionales, la Corte
Suprema declaró inconstitucional la normativa que en la provincia de Buenos Aires exigía la nacionalidad
argentina para el ejercicio de la docencia en establecimientos privados (caso “Repetto, Inés M.”, del 8 de
noviembre de 1988).
c) en 1966 la Corte hizo lugar en el caso “Glaser” a la excepción de servicio militar impetrada por un
seminarista judío, extendiéndole el beneficio acordado a los seminaristas católicos. Interpretamos el criterio del
caso como un modo de no discriminación por causa de la religión, y como una igualación razonable de situaciones
semejantes.
32. — A mero título enunciativo, recordamos que conforme a la jurisprudencia de la Corte Suprema, la
igualdad no queda violada: a) por la existencia de fallos contradictorios dictados por tribunales distintos con
relación a situaciones jurídicas similares en aplicación de las mismas normas legales; b) por la variación de la
jurisprudencia en el tiempo; c) por la existencia de regímenes procesales diferentes en el orden federal y en el
provincial; d) porque la ley permita la excarcelación para unos delitos y la niegue para otros; e) por la existencia
de fueros reales o de causa; f) por la existencia de regímenes jubila-torios diferenciales según la índole de la
actividad que cada uno comprende; g) por la existencia de diferentes regímenes laborales según la índole de la
actividad; h) por la variación del régimen impositivo en el tiempo; i) por la exis-tencia de regímenes legales
diferentes en materia de trabajo según las características distintas de cada provincia, etcétera.
33. — Es constante el derecho judicial de la Corte en decir también que: a) la desigualdad inconstitucional
debe resultar del texto mismo de la norma; b) que por eso, no es impugnable la desigualdad que deriva de la
interpretación que de ella hagan los jueces al aplicarla según las circunstancias de cada caso.
34. — Es muy importante advertir que, también en el derecho judicial emanado de la Corte Suprema,
funcionan dos principios básicos acerca de la igualdad: a) sólo puede alegar la inconstitucionalidad de una norma
a la que se reputa desigualitaria, aquél que padece la supuesta desigualdad; b) la garantía de la igualdad está dada a
favor de los hombres contra el estado, y no viceversa.
La discriminación
La discriminación “inversa”
36. — Algo que aparentemente puede presentarse como lesivo de la igualdad y, muy lejos de ello, es o puede
ser un tramo razonable para alcanzarla, es la llamada discriminación “inversa”. En determinadas circunstancias
que con suficiencia aprueben el test de la razonabilidad, resulta constitucional favorecer a determinadas personas
de ciertos grupos sociales en mayor proporción que a otras, si mediante esa “discriminación” se procura
compensar y equilibrar la marginación o el relegamiento desigualitarios que recaen sobre aquellas personas que
con la discriminación inversa se benefician. Se denomina precisamente discriminación inversa porque tiende a
superar la desigualdad discriminatoria del sector perjudicado por el aludido relegamiento.
Un ejemplo reciente está dado por la ley que fijó el cupo o porcentaje mínimo de mujeres que los partidos
deben incluir en las listas de candidatos a cargos que, en el orden federal, se disciernen por elección popular. La
reforma de 1994 la constitucionalizó en el art. 37 y en la disposición transitoria segunda.
Pueden citarse, además, como previsoras de la discriminación inversa para darle posible cabida, las normas
que aluden a medidas de acción positiva en el art. 75 inc. 23, y a los pueblos indígenas en el inc. 17.
37. — La llamada ley antidiscriminatoria nº 23.592, de 1988, contiene disposiciones que sancionan civil y
penalmente las conductas discriminatorias arbitrarias que impidan, obstruyan, o de algún modo menoscaben el
pleno ejercicio sobre bases igualitarias de los derechos y garantías fundamentales reconocidos en la constitución.
Se reputan especialmente como actos u omisiones discriminatorios los basados en motivos tales como raza,
religión, nacionalidad, ideología, opinión política o gremial, sexo, posición económica, condición social, o
caracteres físicos.
38. — La constitución habla en su art. 16 de igualdad “ante la ley”. La norma hace recaer en
el legislador una prohibición: la de tratar a los hombres de modo desigual. O sea que cuando el
estado legisla no puede violar en la ley la igualdad civil de los habitantes. Además, el texto
reformado en 1994 agrega al deber de no violarla, el de promoverla en numerosos ámbitos (ver nos
28 y 29).
Pero si estancamos aquí el sentido de la igualdad, pecamos por insuficiencia; por eso
propiciamos lo que llamamos igualdad jurídica, con alcance integral y de la siguiente manera:
a) igualdad ante el estado; a’) ante la ley; a’’) ante la administración; a’’’) ante la
jurisdicción;
b) igualdad ante y entre particulares: en la medida de lo posible y de lo justo.
41. — Siendo la ley la misma para todos, ¿sufre la igualdad cuando la misma ley es
interpretada en circunstancias similares de modo opuesto por tribunales distintos?
Nosotros creemos que sí, porque la sentencia como “derecho del caso y de las partes” es la
que acusa para cada uno la vigencia de la ley que esa sentencia aplica e interpreta y, por ende, si
una sentencia interpreta en un caso la ley con un sentido, y otra sen-tencia de otro tribunal
interpreta en otro caso análogo la misma ley con un sentido discrepante, ambos casos han sido
resueltos bajo la “misma ley” de “modo desigualitario”.
¿Cómo remediar esa desigualdad? Postulamos que, alegando la vulneración de la igualdad, se
utilice el recurso extraordinario para llegar a la Corte Suprema, y se pueda obtener así una
decisión que proporcione uniformidad a la jurisprudencia contradictoria.
Nuestro derecho constitucional material no acepta este criterio, y considera que esa
desigualdad no es inconstitucional, y que carece de remedio institucional.
La jurisprudencia de la Corte Suprema tiene establecido de manera uniforme que la desigualdad derivada de
la existencia de fallos contradictorios no viola la igualdad, y que es únicamente el resultado del ejercicio de la
potestad de juzgar atribuida a los diversos tribunales, que aplican la ley conforme a su criterio. La desigualdad
inconstitucional tiene que provenir del texto mismo de la norma, y no es tal la que resulta de la interpretación que
hacen los jueces cuando aplican esa norma según las circunstancias de cada caso. Como principio, pues, el recurso
extraordinario no sirve para acusar tal desigualdad ni para conseguir la unificación de la jurisprudencia divergente.
Ha de quedar claro que, a nuestro criterio, la jurisprudencia contradictoria viola la igualdad únicamente
cuando la misma ley se interpreta de modo opuesto en casos similares, en tanto no hay violación si esa
interpretación es discrepante en casos no similares, porque entonces la diferente interpretación responde
razonablemente a la “desigualdad” fáctica de tales casos entre sí.
42. — Entendemos que cuando en un tiempo determinado el derecho judicial tiene declarada inconstitucional
una norma penal, y posteriormente cambia esa jurisprudencia considerándola constitucional, quienes cometieron la
conducta atrapada por esa norma penal en el período en que estaba judicialmente declarada inconstitucional deben
ser absueltos, aunque al momento de sentenciarse sus causas ya esté en vigor la ulterior jurisprudencia opuesta.
Ello es así porque damos por cierto que el “derecho” vigente a la fecha de la conducta presuntamente delictuosa
por la que se los somete a proceso penal no era solamente la norma legal (que subsiste incólume en su vigencia
normológica) sino la “norma legal más la interpretación judicial” que la Corte hacía de ella declarándola
inconstitucional.
Esa unidad integrada por la sumatoria de “ley más derecho judicial” es el derecho penal más benigno porque
conduce a absolver y no a condenar. Por ende, de aplicarse el derecho judicial posterior más severo se vulneran
principios caros al derecho penal —por ejemplo, el de la ley previa (que no es sólo la letra de la norma penal sino
ella “más” el derecho judicial) así como el principio de igualdad (en cuanto todos los que cometieron el hecho en
la misma época en que la Corte tenía declarada la inconstitucionalidad de la norma penal deben obtener
judicialmente el mismo tratamiento absolutorio)—.
Para el tema pueden verse, en sentido contrario a lo que propiciamos, los fallos de la Corte Suprema y sus
disidencias en los casos “V., J.C.” del 9 de octubre de 1990, y “A., J.C.” del 10 de marzo de 1992.
43. — Resta decir algo sobre la igualdad en las relaciones priva-das, o sea, ante y entre
particulares.
Nuestra constitución consagra algunos aspectos de la igualdad privada. Así, en el art. 14 bis,
establece expresamente que se debe igual salario por igual trabajo, con lo que impide la
discriminación arbitraria del empleador entre sus dependientes en materia de remuneraciones.
Como principio general puede, también, decirse que si la regla de razonabilidad se extiende a los actos de los
particulares para obligar a que tales actos tengan un contenido razonable, todo trato arbitrariamente desigualitario
(o sea, irrazonable) que un particular infiere a otros particulares que frente a él se hallan en condiciones similares,
viola la igualdad en las relaciones privadas.
Pero también para estos cargos rige el requisito general de la idoneidad. Por eso, cuando se trata de cargos
que se disciernen por elección popular, los partidos que presentan candidaturas han de seleccionarlas
responsablemente tomando muy en cuenta la idoneidad.
b) En segundo lugar, para los demás empleos —que debemos entender referidos a los empleos
públicos— la idoneidad es la pauta exclusiva con que puede manejarse la forma y la selección de
los candidatos. Todo requisito exigible debe filtrarse a través de la idoneidad, o sea, configurar un
elemento que califique a la idoneidad.
El requisito de idoneidad, tal como viene impuesto por el art. 16, es exigible también en el
empleo público provincial.
Si en sentido lato puede hablarse de un derecho “al” empleo de todos los habitantes, ello sólo significa la
pretensión o expectativa de acceder a un empleo conforme a la idoneidad. No tratándose todavía de un verdadero
derecho subjetivo, la relación jurídica de empleo surge solamente cuando el ingreso se opera mediante
nombramiento u otra forma de incorporación a la administración pública; producido ese ingreso, surgen los
derechos “del” empleo.
45. — Si bien la idoneidad en cuanto “aptitud” depende de la índole del empleo, y se configura mediante
condiciones diferentes, razonablemente exigibles según el empleo de que se trata, podemos decir en sentido lato
que tales condiciones abarcan la aptitud técnica, la salud, la edad, la moral, etcétera.
Al contrario, y como principio, no son condición de idoneidad: el sexo, la religión, las creencias políticas,
etc., por lo que sería inconstitucional la norma que discriminara apoyándose en esos requisitos.
En lo que hace a la nacionalidad (o ciudadanía) entendemos que la condi-ción de argentino no es exigible con
carácter general, porque la constitución abre el acceso a los empleos a todos los “habitantes”, incluyendo
extranjeros. Por excepción, la condición de nacionalidad puede imponerse para ciertos em-pleos —por ej.: en el
servicio exterior—. Las normas que exigen ser argentino para ingresar a la administración nos parecen
inconstitucionales.
En el caso “Repetto, Inés M.” del 8 de noviembre de 1988 la Corte consideró inconstitucional la exigencia de
nacionalidad argentina para el desempeño de la docencia en establecimientos privados de la provincia de Buenos
Aires.
46. — Por último, el art. 16 estipula que la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas. El
concepto de igualdad fiscal es, meramente, la aplicación del principio general de igualdad a la materia tributaria,
razón por la cual decimos que: a) todos los contribuyentes comprendidos en una misma categoría deben recibir
igual trato; b) la clasificación en categorías diferentes de contribuyentes debe responder a distinciones reales y
razonables; c) la clasificación debe excluir toda discriminación arbitraria, hostil, injusta, etc.; d) el monto debe ser
proporcional a la capacidad contributiva de quien lo paga, pero el concepto de proporcionalidad incluye el de
progresividad; e) debe respe-tarse la uniformidad y generalidad del tributo.
El mismo principio de igualdad de sacrificio impera en materia de cargas públicas, sean éstas en dinero, en
especie o en servicios personales.
Desarrollamos el tema al tratar la tributación fiscal.
CAPÍTULO XI
LA LIBERTAD RELIGIOSA
I. LA CONFESIONALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA. - La fórmula constitucional. - El status de la
Iglesia Católica Apostólica Romana. El derecho judicial. II. EL EJERCICIO DE LAS RELACIONES CON LA
IGLESIA HASTA EL ACUERDO DE 1966 Y LA REFORMA DE 1994. III. EL EJERCICIO DE LAS RELACIONES CON LA
IGLESIA DESDE EL ACUERDO DE 1966. IV. LAS CONSTITUCIONES PROVINCIALES. V. LA LIBERTAD RELIGIOSA
COMO DERECHO PERSONAL. - La definición de la Iglesia. -Los contenidos constitucionales de la libertad
religiosa. VI. LOS TRATADOS INTERNACIONALES. Apéndice: Acuerdo entre la Santa Sede y la República Ar-
gentina.
La fórmula constitucional
La toma de posición del estado frente al poder espiritual o religioso puede definirse, esquemáticamente, a
través de tres posiciones tipo: a) la sacralidad o estado sacral en que el estado asume intensamente dentro del bien
común temporal importantes aspectos del bien espiritual o religioso de la comunidad, hasta convertirse casi en un
instrumento de lo espiritual; no se trata de que el estado cumpla una función espiritual, o desplace a la comunidad
religiosa (o iglesia) que la tiene a su cargo, sino de volcar a los contenidos del bien común público todos o la
mayor parte de los ingredientes del bien espiritual; b) secularidad o estado secular, en que el estado reconoce la
realidad de un poder religioso o de varios, y recoge el fenómeno espiritual, institucionalizando políti-camente su
existencia y resolviendo favorablemente la relación del estado con la comunidad religiosa (o iglesia) —una o
varias—; este modo de regulación es muy flexible, y está en función de la circunstancia de lugar y tiempo
tomando en cuenta —por ej.— la composición religiosa mayoritaria o pluralista de la sociedad; c) laicidad o
estado laico, en que sin reparar en la realidad religiosa que se da en el medio social, elimina a priori el problema
espiritual del ámbito político para adoptar —a lo menos teóricamente— una postura indiferente o agnóstica que se
da en llamar neutralidad.
3. — Cuando afirmamos que hay libertad de cultos pero no igual-dad de cultos, estamos muy
lejos de entender que la constitución introduce una discriminación arbitraria en orden a la libertad
religiosa de las personas y de las comunidades no católicas. Si así fuera, las valoraciones
imperantes a fines del siglo XX y el derecho internacional de los derechos humanos acusarían,
seguramente, a esa discriminación como incompatible con el actual sistema de derechos que
diseñan los tratados de derechos humanos.
La “no igualdad” de cultos y de iglesias, sin cercenar el derecho a la libertad religiosa en estricto pie de
igualdad para todas las personas y comunidades, significa únicamente que la relación de la República Argentina
con la Iglesia Católica Romana es diferente a la que mantiene con los demás cultos e iglesias, porque cuenta con
un reconocimiento especial. Por eso hemos hablado antes de “preeminencia”.
¿No podría, acaso, traducirse en el adagio latino “primus inter pares”?
4. — El por qué de esta toma de posición constitucional obedeció a diversas razones. Por un lado, la tradición
hispano-indiana y los antecedentes que obran en la génesis constitucional de nuestro estado (ensayos, proyectos,
constituciones, estatutos y constituciones provinciales, etc.). Por otro lado el reconocimiento de la composición
religiosa de la población, predominante y mayoritariamente católica. Y sobre todo, en la conjugación de los
factores citados, la valoración del catolicismo como religión verdadera. Este último punto surge definidamente del
pensamiento del convencional Seguí en la sesión del 21 de abril de 1853, al expresar que el deber de sostener el
culto incluía la declaración de que la religión católica era la de la mayoría o la casi totalidad de los habitantes, y
comprendía asimismo la creencia del Congreso Constituyente sobre la verdad de ella “pues sería absurdo obligar
al gobierno federal al sostenimiento de un culto que simbolizase una quimera”.
No llegamos a advertir que la Iglesia Católica sea una iglesia oficial, ni que la religión católica sea una
religión de estado. No obstante, para comprender la valoración constitucional contemporánea a los constituyentes,
es elocuente traer a cita el pensamiento de Vélez Sarsfield, jurista de esa generación, quien en el art. 14 inc. 1º de
su código civil torna inaplicables en nuestro país las leyes extranjeras opuestas a la “religión del estado ” (como
son —según lo puntualiza en la nota respectiva— las dictadas en odio a la Iglesia, o las que permiten matrimonios
que la Iglesia condena).
6. — El art. 2º tampoco tiene el alcance de establecer como una obligación del gobierno
federal la de subsidiar económicamente al culto católico.
Una fuerte corriente interpretativa dentro de nuestros autores ha creído reducir la pauta y el
deber emergentes del art. 2º a una mera ayuda financiera para los gastos del culto.
Quizá, el propio informe de la Comisión de Negocios Constitucionales en el seno del Congreso
Constitucional haya dado pie a este punto de vista, al afirmar que por el art. 2º “es obligación del gobierno federal
mantener y sostener el culto católico, apostólico, romano, a expensas del tesoro nacional”.
En primer lugar, no sabemos por qué “sostener” puede significar “contribuir” o “pagar”. En segundo término,
estaría muy mal ordenado metodológica-mente dicho artículo, sin con ese alcance de sustento pecuniario
precediera al art. 4º, que se refiere a la formación del tesoro nacional. ¿Cómo el constituyente prevé y regula un
egreso cuando todavía no ha previsto ni regulado los ingresos o recursos?
“Sostener”, en cambio, quiere decir dos cosas, que ya hemos adelantado: a) la unión moral del
estado con la Iglesia, y b) el reconocimiento de ésta como persona jurídica de derecho público.
La contribución económica del estado a la Iglesia por vía de un presupuesto de culto, que no es obligación
impuesta por la constitución, tuvo una razón histórica muy distinta: compensar precariamente a la Iglesia de la
expoliación de bienes que sufrió con la reforma de Rivadavia. Podría desaparecer esa contribución sin afectarse en
nada el deber del art. 2º.
7. — Cuando el art. 2º dice que “el gobierno federal sostiene…” hemos de interpretar que la atribución de ese
deber al “gobierno” federal significa que el sostenimiento está a cargo del “estado” federal, y que lo ha de
cumplir el “gobierno” que ejerce su poder y que lo representa.
Es útil hacer esta aclaración porque hay quienes entienden que estando asignado “únicamente” al gobierno
federal el deber de sostenimiento, la cláusu-la no obliga a las provincias ni a los gobiernos provinciales. A la
inversa, si sostenemos que el art. 2º impone una obligación al “estado” federal, y que contiene un “principio”
constitucional, aquélla y éste se trasladan a las provincias por imperio de los arts. 5º y 31, y descartan e invalidan
la fórmula de “laicidad” en las constituciones provinciales.
El derecho judicial
8. — En 1991 y 1992 la Corte hubo de resolver dos casos importantes que pusieron al día su jurisprudencia
en la materia.
El 22 de octubre de 1991 falló la causa “Lastra Juan c/Obispado de Venado Tuerto” en la que se planteaba un
embargo sobre un inmueble del Obispado donde se hallaban emplazadas la sede del mismo y la vivienda del
obispo y de varios clérigos de la diócesis. La Corte confirmó la inembargabilidad del bien, invocando el Acuerdo
de 1966 entre la Santa Sede y la República Argentina y el art. 2345 del código civil para retraer la jurisdicción
estatal. En lo funda-mental, sostuvo que el reconocimiento del libre y pleno ejercicio del culto y de su jurisdicción
en el ámbito de su competencia, que la República Argentina reconoce a la Iglesia Católica Apostólica y Romana
en el art. 1º del Acuerdo celebrado con la Santa Sede en el año 1966, implica la más plena referencia al
ordenamiento jurídico canónico para regir los bienes de la Iglesia destinados a la consecución de sus fines, en
armonía con la remisión específica que efectúa el art. 2345 del código civil en cuanto a la calificación y
condiciones para la enajenación de los templos y las cosas sagradas y religiosas correspondientes a las respectivas
iglesias o parroquias.
El 16 de junio de 1992 la Corte falló el caso “Rybar Antonio c/García Rómulo y/u Obispado de Mar del
Plata”, en el que se impugnaba una sanción canónica impuesta al actor. Tres jueces de la Corte consideraron que el
recurso extraordinario era inadmisible, pero otros cinco fundaron el rechazo en el argumento de que el ya citado
Acuerdo de 1966 garantiza a la Iglesia Católica el libre y pleno ejercicio de su jurisdicción en el ámbito de su
competencia, por lo que, con referencia a la sanción canónica discutida, la cuestión se reputó no judiciable.
De ambas sentencias puede inferirse una pauta, cual es la de que hay materias reservadas al derecho
canónico que, por conexidad íntima con los fines específicos de la Iglesia, quedan fuera de la jurisdicción del
estado. Acá hubo dos: el respeto a la inembargabilidad de ciertos bienes eclesiales, y la irrevisa-bilidad de una
sanción canónica de naturaleza espiritual. Sin generalizar exten-sivamente la pauta, queda en claro que, con esta
reciente jurisprudencia, el estado reconoce a la Iglesia en virtud de un tratado internacional (que es el Acuerdo de
1966) una esfera que le queda exclusivamente reservada, como propia del ordenamiento canónico que la rige y, lo
que es lo mismo, que el estado se abstiene de interferir en ella.
9. — En el texto de la constitución antes de su reforma de 1994, dos tipos de cláusulas atendían a la relación
con la Iglesia y con el catolicismo.
a) El primer grupo, encabezado por el todavía vigente art. 2º, acentuaba la preeminencia. Otras dos normas,
eliminadas en la reforma de 1994, encontrábamos en los arts. 67 inc. 15, y 76. El inc. 15, entre las competencias
del congreso, le otorgaba la de “promover” la conversión de los indios al catolicismo; el art. 76 incluía entre los
requisitos para ser presidente y vicepresidente de la república, el de “pertenecer” a la comunión católica
apostólica romana.
Ni el actual inc. 17 del art. 75 —sobre los pueblos indígenas argentinos— ni el art. 89 —en la nueva
numeración correspondiente al que era 76— mantie-nen las aludidas normativas;
b) El segundo grupo de cláusulas, al contrario, dio lugar a una aplicación que, en vez de contemplar la
preeminencia de la Iglesia y la religión católicas, consagró en su perjuicio un trato desigualitario en relación con
los demás cultos, al someter a la Iglesia a interferencias del poder estatal. Fueron clásicas en el regalismo del siglo
XIX, pero perdieron vigencia sociológica cuando, en 1966, la República Argentina y la Santa Sede celebraron el
Acuerdo concordatario que luego examinaremos; b’) El art. 67 inc. 19 de la constitución previó, entre las
competencias del congreso, la de “arreglar” el ejercicio del patronato. Sabemos que las cuatro veces que el
mismo artículo empleó el verbo “arreglar”, quiso significar con evidente precisión gramatical que se trataba de
una facultad referida a una cuestión bi o multilateral, en la que el estado no podía actuar unilateralmente (arreglar:
los límites internacionales, el pago de la deuda interior y exterior, las postas y correos, y el ejercicio del
patronato). De esta norma deducimos que sin arreglo previo, el ejercicio del patronato estaba inhibido, y que
puesto en funcionamiento dicho ejercicio sin el mismo arreglo, fue un ejercicio “desarreglado”. Todas las otras
normas constitucionales sobre patronato debían, entonces, considerarse de carácter hipotético y condicionado,
hasta concretarse el arreglo. Sin embargo, se aplicaron durante más de cien años; b’’) En este mismo sector de
normas del inc. b) la constitución estableció el patronato en la designación de los obispos para las iglesias
catedrales, asignando al presidente de la república, a propuesta en terna del senado, la presentación de los
candidatos a la Santa Sede. Asimismo, el presidente conce-día el pase, o retenía, con acuerdo de la Corte
Suprema, los decretos de los concilios, y los breves, rescriptos y bulas del Sumo Pontífice.
Por fin, entre las competencias del congreso figuraba la de admitir en el territorio nuevas órdenes religiosas a
más de las existentes.
Ha de recordarse que, aun antes del Acuerdo de 1966 con la Santa Sede, el ejercicio de estas competencias
había ido moderando paulatina y progresivamente su rigor.
c) La eliminación en la reforma constitucional de 1994 de todo el conjunto de normas que brevemente hemos
repasado —con excepción del art. 2º, que ha quedado subsistente— aconseja derivar ahora a la historia
constitucional las evoluciones que registró la praxis en su aplicación hasta el Acuerdo de 1966, y omitir su
tratamiento en un texto de derecho constitucional.
Antes de proceder al nombramiento de arzobispos y obispos residenciales (es decir, con gobierno de
diócesis), de prelados o de coadjutores con derecho a sucesión, la Santa Sede comunicará al gobierno argentino el
nombre de la persona elegida para conocer si existen objeciones de carácter político general en contra de la
misma: el gobierno argentino dará su contestación dentro de los treinta días, y transcurrido dicho término, el
silencio del gobierno se interpretará en el sentido de que no tiene objeciones para oponer al nombramiento; todas
estas diligencias se cumplirán en el más estricto secreto. Los arzobispos y obispos residenciales y coadjutores con
derecho a sucesión serán ciudadanos argentinos.
12. — El art. 2º dispone que la Santa Sede podrá erigir nuevas circunscripciones
eclesiásticas, así como modificar los límites de las existentes o suprimirlas, si lo considerase
necesario o útil para la asistencia de los fieles y el desarrollo de su organización.
Antes de proceder a la erección de una nueva diócesis o de una prelatura, o a otros cambios de
circunscripciones diocesanas, comunicará confidencialmente al gobierno sus intenciones y proyectos, a fin de
conocer si éste tiene observaciones legítimas, exceptuando el caso de mínimas rectificaciones territoriales
requeridas por el bien de las almas; la Santa Sede también hará conocer oficialmente en su oportunidad al
gobierno las nuevas erecciones, modificaciones o supresiones efectuadas, a fin de que éste proceda a su
reconocimiento por lo que se refiere a los efectos administrativos; asimismo serán notificadas las modificaciones
de los límites de las diócesis existentes.
14. — El art. 5º establece que el Episcopado Argentino puede llamar al país a las órdenes,
congregaciones religiosas masculinas y femeninas y sacerdotes seculares que estime útiles para
el incremento de la asistencia espiritual y la educación cristiana del pueblo.
Con posterioridad, encontramos fórmulas variadas. Así, la actual constitución de Río Negro, de 1988, dispone
que “la provincia no dicta ley que restrinja o proteja culto alguno, aun cuando reconoce la tradición cultural de la
fe católica, apostólica, romana”. Es buena la cláusula que trae la constitución de Córdoba de 1987 en el art. 6º: “La
provincia de Córdoba, de acuerdo con su tradición cultural, reconoce y garantiza a la Iglesia Católica Apostólica
Romana el libre y público ejercicio de su culto. Las relaciones entre ésta y el estado se basan en los principios de
autonomía y cooperación. Igualmente garantiza a los demás cultos su libre y público ejercicio, sin más
limitaciones que las que prescriben la moral, las buenas costumbres y el orden público”.
Sin descender a detalles que más bien son propios del derecho público provincial, queda por
reiterar que si la constitución federal conserva, después de su reforma de 1994, el art. 2º, marca
una pauta fundamental para las relaciones de la Iglesia y el estado argentino: tratándose de un
principio incorporado a la constitución federal, las provincias deben dictar sus constituciones de
conformidad con dicho principio, en virtud del art. 5º. En consecuencia, las normas de las
constituciones provinciales que no se ajustan al principio de confesionalidad de la constitución
federal son inconstitucionales.
La definición de la Iglesia
16. — Conforme a la Declaración “Dignitatis Humanae” del Concilio Vaticano II, la libertad religiosa es un
derecho civil de todos los hombres en el estado. El reconocimiento de este derecho importa adjudicar a las
personas la potencia de “estar inmune de coerción tanto por parte de personas particulares como de grupos
sociales y de cualquier potestad humana”, de manera que “en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra
su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro
de los límites debidos”. Esta potencia deber ser asignada tanto a las personas individualmente consideradas, como
cuando actúan en común, o sea, a las asociaciones y comunidades religiosas, no pudiéndose impedir a nadie que
ingrese en una de esas comunidades o que la abandone. Debe reconocerse a la familia el derecho “a ordenar
libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres”, a quienes “corresponde el derecho de
determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas”
(Declaración cit., 1, 2, 4, 5, 6).
La libertad religiosa requiere, como un contenido importante, la admisión estatal de la objeción de conciencia
en todos los campos donde su disponibilidad por el sujeto no arriesga ni perjudica intereses de terceros.
Es importante reconocer la objeción de conciencia en los deberes militares. En el caso “Portillo, Alfredo”, del
18 de abril de 1989, la Corte Suprema admitió —por mayoría— la objeción de conciencia en el cumplimiento del
deber militar que impone el art. 21 de la constitución, pero sólo parcialmente, en cuanto no eximió del servicio
militar a un objetor pero dispuso que lo efectuara sin el empleo de armas.
Para la satisfacción plena de la libertad religiosa, conciliada con el status preferente de la Iglesia Católica,
creemos que es menester que nuestro estado establezca: a) un régimen pluralista en materia de matrimonio,
reconociendo a los contrayentes el derecho de casarse conforme a su culto, y confiriendo al matrimonio religioso
de cualquier culto los efectos civiles; b) un régimen de matrimonio civil para quienes no poseen culto alguno, o
poseyéndolo no desean casarse conforme a él; c) un sistema de enseñanza que facilite y subsidie los
establecimientos de educación confesionales en los diversos niveles.
20. — Si bien la libertad religiosa es fundamentalmente un derecho personal en sentido
estricto —o sea que tiene como sujeto activo individual a la persona humana—, y así lo encaran
habitualmente los tratados internacionales sobre derechos humanos, es indispensable proyectarlo
desde el hombre hacia los grupos, comunidades, iglesias, o como se les llame, que configuran
asociaciones confesionales o cultos a los que el hombre pertenece o se integra según su
convicción libre.
Estas entidades colectivas de naturaleza eclesial o religiosa han de merecer reconocimiento
del estado mediante una razonable registración, pero tal reconocimiento debe deparárseles en
cuanto iglesias, cultos o religiones, sin obligarlas a revestirse ficticiamente con estructura de
asociaciones civiles, porque de imponerse ese requisito formalista se está desfigurando tras una
máscara indebida la naturaleza real y verdadera que revisten, y que necesita cobertura recíproca
sin disimulos para dejar satisfecha la libertad constitucional religiosa.
Es cierto que el derecho a la libertad religiosa en los tratados internacionales de derechos humanos queda
reconocida a las personas físicas y no a las iglesias o asociaciones cultuales, no obstante que éstas derivan tanto
del ejercicio “individual” de la libertad de asociación como de la libertad religiosa de los particulares.
De todos modos, a tenor de la pauta que en el derecho internacional de los derechos humanos induce a elegir
y aplicar la norma que, aun perteneciendo al derecho interno, resulta más favorable para el sistema de derechos,
afirmamos que por imperio de nuestra constitución los derechos que ella reconoce son extensivos, en su titularidad
y ejercicio, a favor de las entidades colectivas. De tal forma, las iglesias y asociaciones religiosas también gozan
de la similar libertad que los tratados garantizan a las personas físicas.
22. — Entre las disposiciones que en la materia contienen los referidos tratados cabe citar al
art. 12 del Pacto de San José de Costa Rica; el art. 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos; y el art. 14 de la Convención sobre Derechos del Niño. A su modo, hay conexiones en
la Convención sobre Discriminación Racial (arts. 1º y 4 d vii) y en las dos Convenciones sobre
genocidio (art. II) y sobre la tortura (art. 1º).
Asimismo hay que tener en cuenta que: a) la protección que en tratados internacionales se
reconoce a las minorías abarca a las de origen o índole religiosas (por ej., art. 27 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 30 de la Convención sobre Derechos del
Niño); b) la imposición genérica del deber de respetar, hacer efectivos los derechos y
garantizarlos, impide discriminaciones que, entre otros motivos, se basen en la religión.
ÍNDICE GENERAL
Prefacio....................................................................................................... 9
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN
CAPÍTULO III
I. LA INTERPRETACIÓN:
Algunas pautas preliminares ........................................................... 311
La interpretación “de” la constitución y “desde” la consti-
tución............................................................................................... 312
Qué es interpretar ............................................................................ 313
Las clases de interpretación ...................................................... 313
II. LA INTEGRACIÓN:
La carencia de normas..................................................................... 315
Los mecanismos de integración................................................. 316
La relación de confluencia entre integración e interpreta-
ción.................................................................................................. 316
La carencia dikelógica de normas y la supremacía de la
constitución ..................................................................................... 317
Las leyes injustas ....................................................................... 317
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
LA SUPREMACÍA Y EL CONTROL DE LA CONSTITUCIÓN
CAPÍTULO VI
EL PODER CONSTITUYENTE
I. EL PODER CONSTITUYENTE “ORIGINARIO” Y
“DERIVADO”:
Su caracterización general............................................................... 373
El poder constituyente en el derecho constitucional
argentino.......................................................................................... 375
CAPÍTULO VII
I. INTRODUCCIÓN:
Los nombres del estado ................................................................... 405
Los elementos del estado................................................................. 406
A) La población ......................................................................... 406
La nación ................................................................................... 408
B) El territorio........................................................................... 409
Jurisdicción, dominio y territorio.............................................. 411
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
EL SISTEMA DE DERECHOS
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
LA LIBERTAD RELIGIOSA
I. LA CONFESIONALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN
ARGENTINA:
La fórmula constitucional................................................................ 541
El status de la Iglesia Católica Apostólica Romana ........................ 543
El derecho judicial..................................................................... 544
LA LIBERTAD DE EXPRESION
I. SU ENCUADRE CONSTITUCIONAL EVOLUTIVO Y SUS CONTENIDOS. - La libertad de “pensamiento”. - La
libertad de expresión y de prensa. - La equiparación actual de todos los medios de expresión. - El triple
deslinde de la libertad de expresión. - Otras proyecciones en el contenido de la libertad de expre-sión. - La
expresión “simbólica”. - La prohibición de censura previa y sus alcances. - La autocensura. - Las res-
ponsabilidades ulteriores a la expresión. - La doctrina de la “real malicia”. - El derecho de réplica.- II. EL
ARTÍCULO 14. - La libertad “de prensa”. - El presupuesto de la “existencia” de la prensa. - El contenido de la
libertad de prensa. - La obligación de publi-car. - El derecho judicial en materia de libertad de prensa y de
expresión. - Las restricciones durante el estado de sitio. - Los tratados internacionales con jerarquía
constitucional. - III. EL ARTÍCULO 32.- Las interpretaciones sobre la primera parte del art. 32. - Los delitos. - La
radio y la televisión. - Las interpretaciones sobre la segunda parte del art. 32. - La relación entre las
interpretaciones de las dos partes del art. 32. - Nuestra interpretación sobre
las dos partes del art. 32. -La interpretación histórica del art. 32.
La libertad de “pensamiento”
Del fallo de la Corte en el caso “Ponzetti de Balbín”, del 11 de diciembre de 1984, surge claramente que las
normas sobre prensa e imprenta que contiene la constitución no deben interpretarse literalmente, sino con una
proyección que cubra la libre expresión e información a través de otros medios distintos de la prensa escrita.
3. — Después de la reforma constitucional de 1994 el texto ofrece otros parámetros
adicionales para el analogado con la prensa escrita. Así, las alusiones del art. 75 a la investigación
y al desarrollo cientí-fico y tecnológico, su difusión y aprovechamiento (inc. 19 párrafo primero);
a la identidad y pluralidad cultural, la libre creación y circulación de las obras del autor, el
patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales (inc. 19 párrafo cuarto); y al derecho
a una educación intercultural para los pueblos indígenas (inc. 17).
Expresamente, el art. 38 garantiza a los partidos políticos el acceso a la información pública y
la difusión pública de sus ideas. (Ver nº 8 j).
4. — Hay que dividir los tiempos en dos etapas: una, hasta 1984 (fecha de ratificación del
Pacto de San José de Costa Rica) y 1986 fecha de ratificación del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos); otra, posterior a 1984 y 1986 hasta la actualidad, haciendo todavía una
nueva subdivisión en este lapso, antes y después de la reforma constitucional de 1994 que revistió
a aquellos tratados de jerarquía constitucional. Veamos.
a) En el contexto de la constitución antes de 1984-1986 era muy razonable sostener que
cuando se extendía a la libertad de expresión por medios que no son prensa una protección
“análoga” a la que el art. 14 asigna a la libertad de prensa, había que computar las semejanzas y
las diferencias entre la prensa y los demás medios de expresión.
No atribuir identidad a una y a otros permitía brindar a los segundos una tutela “parecida”, pero no igual, a la
que cubre a la prensa. Por ende, la prohibición absoluta de censura previa del art. 14 a favor de la prensa no se
trasladaba necesariamente, ni siempre, ni en todos los casos, a la libertad de expresión a través de radio, cine,
televisión, etc. En lo que estos medios tienen de distinto con la prensa por su difusión y su accesibilidad disímiles,
por su penetración en la intimidad de los hogares, por su fuerza audiovisual masiva, etc., podían ser objeto de
controles preventivos en razón de moralidad pública, orden público, derechos de terceros, etc. Ello siempre con
razonabilidad suficiente.
Personalmente, sosteníamos tal postura en la convicción de que “no es lo mismo” la prensa escrita que los
otros medios de comunicación masiva.
b) Desde 1984-1986 hasta la reforma de 1994, los tratados incorporados al derecho argentino
—aunque entonces de rango inferior a la constitución— inyectaron por analogado las normas
amplias sobre libertad de expresión y prohibición de censura; b’) a partir de la reforma de 1994
que les confirió jerarquía constitucional, tales normas de los referidos tratados colocan sus
dispositivos fuera de la constitución pero con su mismo nivel, afianzando la equiparación.
En consecuencia, conjugando la constitución y los tratados internacionales hemos de sostener
que ahora la censura previa queda prohibida en nuestro derecho constitucional no solamente para
la prensa, sino para toda forma de libertad de expresión.
5. — Con esta abolición total de la censura, caen asimismo y simultáneamente todos los controles preventivos
razonables que antes considerábamos viables.
La cuestión no se reduce sólo a la abolición de la censura y de los controles previos. Alcanza para aseverar
que, desde el punto de vista constitucional, el amparo global a la libertad de expresión en todas sus formas y
manifestaciones se ha vuelto idéntico para todas ellas, y que ya no cabe introducir diferencias entre la prensa y los
demás medios de comunicación social.
6. — Si de alguna manera se podía decir ya antes de 1984 y 1986 que la libertad “de prensa” era una de las
que, en vocabulario constitucional de los Estados Unidos, se denominan “preferidas”, hoy corresponde hablar de
la libertad “de expresión” como libertad preferida.
Aún así, no es viable derivar de tal preferencia el carácter absoluto de la libertad de expresión porque, como
todos los derechos, ella es también un derecho relativo, o sea, limitado, limitable razonablemente y con una
función social.
En el aspecto del inc. c) que atañe a la actividad empresarial y comercial propia del periodismo de masas en
expansión explosiva, nos negamos a reconocer que los medios de comunicación social hayan de quedar
exonerados de las cargas fiscales y de las obligaciones que gravan a toda actividad lucrativa. Si bien la función
social que cumplen tiene que resguardarse en forma holgada, lo que hay de lucrativo, de industrial, de comercial,
etc. en la actividad de los medios de comunicación resulta perfectamente equiparable a cualquier otra. Tal paridad
de situaciones priva de toda base razonable a cualquier discriminación que se ampare en la libertad de expresión y
en el rol socio-institucional de las empresas periodísticas.
En el caso “La Prensa”, del 2 de setiembre de 1987, la Corte sostuvo que los diarios no se hallaban
comprendidos en el régimen de la ley de abastecimiento 20.680 y que, por ende, resultaba inaplicable a una
empresa periodística la multa legal a causa del aumento del precio del ejemplar sin autorización previa, ya que de
lo contrario se llegarían a comprometer las normas constitucionales sobre libertad de prensa.
b’) La libertad de no expresarse debe relacionarse con la objeción de conciencia por razones morales o
religiosas. Este aspecto resguarda el derecho del objetor a abstenerse de reverenciar los símbolos patrios, a no
tener que prestar juramentos, a no participar en actos o actividades incompatibles con las propias creencias, etc.
b’’) La llamada cláusula de conciencia de los periodistas los protege contra la violencia moral que puede
provocarles para su libertad profesional un cambio de opinión asumido por el medio de comunicación en el que se
desempeñan habitualmente. La situación de violencia que les significaría tener que prohijar o sostener en su
trabajo periodístico una doctrina, o idea, u opinión opuestas a su conciencia moral conduce a admitir que su caso
debe asimilarse al del trabajador dependiente que es despedido sin causa o arbitrariamente.
La relación con confidencialidad entre el profesional y el cliente exige que con respecto a ambos se respete
suficiente y razonablemente lo que el primero conoce del segundo dentro de aquella relación, como una forma del
derecho al secreto, que hace parte no sólo de la libertad de expresión (en su faz negativa de derecho a no
expresarse) sino también del derecho a la intimidad o privacidad.
c’) El derecho al silencio también resguarda razonablemente, en relación con el derecho a la
información, el secreto o reserva sobre las fuentes de esa información.
d) La libertad de creación artística, implica la producción artística a través de todas sus
formas.
Con fecha 29 de junio de 1976, en el caso “Colombres Ignacio y otros c/Gobierno Nacional” la Corte
Suprema sostuvo que la garantía constitucional que ampara la libertad de expresión no se limita al supuesto
previsto en los arts. 14, 32 y 33 de la constitución; también figura la libertad de creación artística, que constituye
una de las más puras manifestaciones del espíritu humano y fundamento necesario de una fecunda evolución del
arte.
La Corte lo acogió por primera vez el 7 de julio de 1992 en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” para amparar —
a nuestro juicio erróneamente— el agravio al sistema de creencias religiosas del actor, con lo que le asignó un
alcance exorbitado como réplica ideológica.
j) Con la reforma de 1994 corresponde agregar que el art. 75 inc. 19 párrafo primero dispone
que el congreso ha de proveer a la investigación y al desarrollo científico y tecnológico, su
difusión y aprovechamiento. No nos cabe duda de que esta cláusula presupone la libre expresión
de todo aquél que se dedica a la investigación, así como la transmisión y circulación difusivas
porque, además, el desarrollo científico y tecnológico requiere que los terceros en general puedan
tener acceso al resultado emergente de dicha investigación, e informarse de ella. El vocablo
“aprovechamiento” que utiliza la norma inclina a dar por verdad todo lo antedicho.
Asimismo, el art. 75 inc. 19 cuarto párrafo alude a la facultad del congreso para dictar leyes
que protejan la libre creación y circulación de las obras del autor, lo que —aparte del
consiguiente derecho de propiedad intelectual— significa reconocer la libertad de expresión, y la
difusión del producto elaborado por el autor.
El mismo art. 75 inc. 19 cuarto párrafo prevé también el dictado de leyes que protejan el
patrimonio artístico y los espacios audiovisuales y culturales.
Por su parte, cuando el art. 41 se refiere a la información y educación ambientales, y el art. 42 a la educación
para el consumo, presuponen la necesaria y convergente libertad de expresión. (Ver cap. XV, nº 10 y 34).
(Ver nº 3)
La expresión “simbólica”
9. — Existe una forma de expresión que suele conocerse con el nombre de expresión
simbólica, o lenguaje simbólico, o lenguaje expresivo. Se trata de situaciones en que una persona
expresa algo mediante una actitud externa, o una conducta, o un símbolo. Por ej.: desplegar o
quemar una bandera; romper la cédula de convocatoria militar; ponerse de pie o quedarse sentado
cuando se toca el himno nacional; escupir una imagen o efigie. Falta todo elemento verbal o
escrito, pero no la conducta expresiva.
Es sabido que en la jurisprudencia de Estados Unidos, la Corte Suprema ha encarado la hipótesis y, según las
circunstancias del caso, ha llegado a declarar inconstitucional la aplicación de una ley incriminatoria de los
ultrajes a la bandera a quien quemó el símbolo patrio en una manifestación político-partidaria (caso “Texas
c/Johnson”, de 1989). Para así decidir, se ha encuadrado la conducta expresiva en el amparo que la constitución de
Estados Unidos brinda a la libertad de expresión en la enmienda primera.
Si se dijera que en ciertas circunstancias excepcionales un tribunal judicial puede aplicar censura prohibitiva
en protección de valores o bienes más excelsos que la libertad de expresión, habría que conceder que todo material
expresivo estaría expuesto a previa revisión, porque sin ésta es imposible saber cuál y cómo sería la expresión
futura.
Por ende, en la medida en que se introduce la más leve excepción a la prohibición absoluta de la censura
previa, se está concediendo que siempre existe capacidad de revisar y controlar “todo”, para de ahí en más poder
decidir qué se prohíbe y qué se autoriza.
12. — Con esto no caemos en el error de aseverar que la libertad de expresión es un derecho absoluto. Es
relativo como todos, pero tiene una arista en la que hay una prohibición constitucional e internacional que sí es
absoluta y total, y es la prohibición de censura previa. Toda responsabilidad en la que se exhiba la relatividad de
la libertad de expresión sólo puede ser posterior a su ejercicio.
B) 13. — En cuanto al material protegido por la prohibición de censura previa, no hay mayor
discusión en incluir a la prensa escrita. Sin embargo, hay quienes afirman que sólo se protegen
ideas, opiniones, informes, etc. pero no —por ejemplo— imágenes, publicidad, chistes, etc.
Si se hacen tales distinciones, sobrevienen dos dificultades. Una es saber con exactitud dónde comienza y
dónde termina el contenido de la prensa libre y de la exención de censura. Otra es la misma que verificábamos y
descartábamos anteriormente: para saber si algo es idea, noticia u opinión, o si no lo es, hay que revisar y controlar
todo antes de su publicación. Y eso es censura previa.
Por eso, no admitimos que se pretenda hacer casilleros dentro de la prensa para en unos mantener la
prohibición de censura (ideas, crónicas, informes, opiniones) y en otros permitirla (imágenes, publicidad,
propaganda, comicidad).
14. — Cuando de la prensa escrita se pasa a las expresiones a través de otros medios de
comunicación masiva, tampoco se puede sostener que para la prensa la prohibición de censura es
más severa, y para los demás medios es más débil, o atenuada, o condicionada. (Tal criterio de
protección más débil surge de votos mayoritarios en el fallo de la Corte del 8 de setiembre de
1992 en el caso “Servini de Cubría María R.” —más conocido como caso “Tato Bores”—.
Volvemos a lo mismo de antes. Tales distinciones sólo son factibles de comprobarse y de funcionar después
de un control anticipado, y entonces este control anticipado implica censura previa.
C) 15. — En cuanto a las medidas que son censura, y a las que se le equiparan —o no—
formulamos una advertencia. Es censura previa —y está prohibida con el alcance que venimos
explicando— cualquier medida que importa un control o una revisión anticipados de la expresión.
No es censura todo lo que responsabiliza después que la expresión se exterioriza.
Por ejemplo, no implica censurar el establecer normas que con carácter general sancionan la violación a
prohibiciones razonables, como las que impiden informar la identidad de menores que son autores o víctimas de
presuntos delitos, o hacer apología de la guerra, del odio racial, del antisemitismo; ni las que tipifican delitos
susceptibles de cometerse a través de los medios de comunicación masiva; ni las que vedan exhibir un film
después del espectáculo si el film encuadra en una conducta delictuosa (apología del delito, exhibiciones obscenas,
etc.); ni las que cercenan la publicidad y propaganda de productos cuya elaboración y/o comercialización son
ilícitas. Tampoco es censura previa el secreto o la privacidad que un tribunal judicial ordena en un proceso
respecto de las actuaciones, de sus participantes, de los menores, etc.
D) 16. — Por fin, nos restan los medios que quedan bajo cobertura de la censura previa
prohibida. Actualmente afirmamos que son todos: prensa escrita, radio, televisión, cinematografía,
teatro, expresión artística, expresión oral, expresión simbólica, etc., cualquiera sea el contenido de
la expresión que se exteriorice, es decir, no sólo ideas, informaciones, opiniones, etc., sino
también publicidad, propaganda, contenidos humorísticos y cómicos, imágenes, etc.
La autocensura
18. — El ejercicio de la libertad de expresión no cuenta con impunidad una vez que esa
expresión se ha exteriorizado. Si antes está exenta de censura, después apareja todas las
responsabilidades civiles y penales, o de cualquier otra índole. Recién en esa instancia posterior
podrá llevarse a cabo la reparación de la eventual lesión a derechos ajenos, o compatibilizarse o
preferirse esos otros derechos en relación con la libertad de expresión que les ha inferido daño,
etc. Allí y entonces jugará —acaso— la prelación axiológica de otros bienes o valores
perjudicados por la libertad de expresión.
19. — En el conflicto entre la libertad de expresión a través de la prensa y el derecho a la
dignidad y al honor, la Corte dio prioridad —por mayoría— al primero en el caso “Campillay
Julio c/La Razón y otros”, fallado el 15 de mayo de 1986; en esa ocasión sostuvo que es
responsable de los daños causados el editor de un diario que difundió el contenido de un
comunicado policial donde se imputaba la comisión de delitos a una persona citada con nombre y
apellido, que luego fue sobreseída penalmente, toda vez que el derecho de informar imponía: a) el
deber de haber citado la fuente policial que difundió el comunicado, o b) el utilizar un tiempo de
verbo potencial, o c) el de omitir la individualización e identidad del acusado.
Hay doctrina que al considerar a la libertad de expresión como “ejercicio de un derecho” en los términos del
art. 34 inc. 4º del código penal, entiende que tal ejercicio de la expresión libre y de la información reviste la
naturaleza de una causa de justificación que elimina la antijuridicidad a los efectos del delito de injurias.
20. — En el derecho judicial de la Corte Suprema se ha filtrado la tesis emergente de la Corte de Estados
Unidos en el caso “New York c/Sullivan”, de 1964, en el sentido de que quienes reclaman penal o civilmente por
supuestos daños inferidos en su perjuicio a través de la prensa han de acreditar que la publicación o la crónica fue
realizada con “real malicia”, es decir, con conocimiento de su falsedad o con desinterés temerario por averiguar si
la información era o no falsa. Pero ha de tenerse muy en cuenta que esta doctrina de la “real malicia” fue reducida
sólo a los casos en que la alegada falsedad difamatoria afectaba a un funcionario público, o a una personalidad
pública, o a un particular involucrado en una cuestión de trascendencia institucional.
Más allá de la discusión que plantea la posible recepción de esta teoría en el derecho argentino, es innegable
su fuerte incidencia constitucional en relación con la libertad de expresión. En realidad, se trata de una inversión
en la carga de la prueba, porque es el afectado quien debe acreditar que el acusado obró con “real malicia”.
De todos modos, la aceptación de la doctrina mencionada sólo debería funcionar después de un antecedente:
con carácter previo a aplicarla, el tribunal debe averiguar lo que la Corte señaló en el caso “Campillay” a efectos
de excusar la responsabilidad del periodista o del medio de comunicación: a) que se haya citado concretamente la
fuente policial del informe o la noticia; b) o bien que se haya usado un tiempo de verbo potencial; c) o que no se
haya dado el nombre de la persona a la que el informe o la noticia hicieron referencia. Si no se cumplió alguno de
estos requisitos, entraría a funcionar la aplicación de la doctrina de la “real malicia” para que el presunto afectado
tuviera que probar que quien difundió el informe o la noticia sabía de su falsedad, o que actuó con
despreocupación temeraria acerca de su falsedad o su verdad; rendida esta prueba, el periodista o el medio de
comunicación queda incurso en responsabilidad penal o civil.
21. — Alusiones a la teoría de la real malicia aparecen salpicadas en una jurisprudencia que no puede
considerarse estabilizada en la Corte Suprema de Argentina, y en varios votos disidentes de algunos de sus fallos.
En la lista puede incluirse el caso “Moreno Alejandro”, de 1967; “Costa c/Municipalidad de la ciudad de Buenos
Aires”, de 1987; “Vago c/Ediciones La Urraca SA.”, de 1991; “Abad Manuel”, de 1992; “Tavares”, del mismo
año; “Ramos Julio A.”, de 1993; “Suárez Facundo c/Cherashny” y “Rodríguez Horacio D.”, ambos de 1995.
Cabe entender que con la sentencia del 12 de noviembre de 1996 en el caso “Morales Solá
Joaquín”, suscripta por los nueve jueces de la Corte, el tribunal ha acogido las pautas vertebrales
de la doctrina de la real malicia, al dejar sin efecto la condena penal que en segunda instancia
había sido impuesta por el delito de injurias; es interesante destacar que no se trataba de noticias,
informes o notas periodísticas, sino de una narración que Morales Solá había incluido en un libro
de su autoría. Por ende, no es aventurado sostener que el caso extendió la aplicación de la doctrina
de la real malicia más allá de lo que estrictamente se suele denominar “periodismo”, porque
abarcó una obra escrita en forma de libro.
El derecho de réplica
22. — Aparte de la vigencia interna en nuestro orden jurídico del derecho a réplica a través
del art. 14 del Pacto de San José de Costa Rica, que lo llama derecho de “rectificación o
respuesta”, y de las normas que lo han acogido en el derecho público provincial, ha cobrado
difusión la tesis de que cabe reputarlo uno de los derechos implícitos en el art. 33 de la
constitución, porque con el alcance que le asigna la mencionada norma internacional incorporada
al derecho argentino (desde la reforma de 1994 con jerarquía constitucional) tiende a proteger la
dignidad personal, el honor y la privacidad ante informes agraviantes o inexactos, que son los
susceptibles de rectificarse o responderse por parte de la persona afectada en tales derechos.
Asimismo, el derecho de réplica guarda íntima conexión con el derecho a la información, en
cuanto procura que por la misma vía del medio de comunicación dirigido al público ingrese al
circuito informativo de la sociedad la rectificación o respuesta de la persona afectada por el
informe agraviante o inexacto. Y en tal sentido, se trata de tutelar —además de los derechos
personales— aquel derecho a la información como bien social, que es parte o contenido esencial
de la libertad de expresión.
La tutela penal que recibe el honor dañado por un delito no coincide con la que brinda el derecho de réplica,
porque en primer lugar no todo informe agraviante o inexacto dirigido al público llega a configurar delito, y
porque aunque lo sea y merezca la sanción penal, ésta no se dirige a proteger el mismo aspecto del bien jurídico,
ni siquiera el mismo bien jurídico que la réplica, ya que, como lo anticipamos, el derecho de réplica absorbe
también la cobertura de un bien social cual es el derecho a la información. Algo similar cabe decir frente al
argumento de que la reparación también puede obtenerse, en su caso, por la indemnización civil del daño causado
al afectado mediante el informe agraviante o inexacto; aquí el perjuicio que se subsana es asimismo ajeno al que
pretende remediar, dentro de la circulación social informativa, el derecho de réplica, que está muy lejos de la
reparación patrimonial.
Hay doctrina seria que al llamado derecho de réplica lo considera, más que un “derecho” una garantía que
presta cobertura a los derechos lesionados por los informes inexactos o agraviantes que el perjudicado rectifica o
responde.
23. — Desde que la reforma constitucional de 1994 confirió al Pacto de San José de Costa
Rica la misma jerarquía de la constitución, el derecho de rectificación y respuesta exige hacerse
efectivo del modo como lo son todos los que constan en normas operativas. El art. 14 del Pacto lo
es.
Hay un argumento hostil que carece de todo asidero; se dice que conforme al art. 75 inc. 22 los tratados con
jerarquía constitucional “no derogan” artículo alguno de la primera parte de la constitución y que son
complementarios, por lo que el derecho de rectificación y respuesta quedaría descartado por supuesta oposición al
art. 14 de la constitución. Si así se interpreta la cláusula citada del art. 75 inc. 22 respondemos que tampoco
artículo alguno de la constitución deroga normas de los tratados que tienen igual jerarquía que ella, y que si los
derechos reconocidos en esos tratados son “complementarios”, tienen que gozar de eficacia porque, de lo
contrario, no complementan nada; lo que complementa se suma e integra a lo complementado, en armonía y
congruencia recíprocas; nunca puede quedar neutralizado ni esterilizado.
24. — En los casos “Ekmekdjian” y “Sánchez Abelenda”, fallados el 1º de diciembre de 1988, la Corte había
negado que sin ley interna del congreso pudiera aplicarse la norma internacional que sobre derecho de
rectificación y respuesta contiene el art. 14 del Pacto de San José de Costa Rica.
Esta jurisprudencia quedó luego superada. En efecto, el primer caso en que después la Corte hizo lugar al
derecho de réplica fue el de “Ekmekdjian c/Sofovich”, del 7 de julio de 1992, en el que por mayoría de cinco de
sus jueces dio aplicación directa y operativa al art. 14 del Pacto de San José de Costa Rica. Los fundamentos de
ese decisorio, así como los de tres votos en disidencia (de los jueces Petracchi, Moliné O’Connor y Levene)
trazaron un lineamiento interpretativo que, con matices diferenciales, se enroló en el acogimiento de principios
básicos del actual derecho internacional de los derechos humanos. Pero no aceptamos que la mayoría de la Corte
haya aplicado el derecho de réplica en un caso que, por más que versaba sobre agravios al sistema de creencias y
valores religiosos de la parte actora, no toleraba encuadrarse en el diseño perfilado por el Pacto, ya que, en
definitiva, lo que había de por medio era una réplica de ideas que, a nuestro criterio, no tiene protección en el
derecho de rectificación o respuesta.
II. EL ARTICULO 14
No lesionan la libertad de prensa: a) el derecho de réplica; b) las normas que, en tutela del derecho a la
intimidad, retraen a la prensa frente a la privacidad personal, siempre que la responsabilidad juegue después de la
publicación.
26. — La constitución argentina, antes y después de su reforma de 1994, presupone que “hay” prensa y que
“debe haber” prensa.
Para afirmarlo, nos basamos en lo siguiente:
a) antes de la reforma de 1994, el texto histórico traía en dos artículos la obligación de efectuar una
publicación por la prensa; a’) uno era el art. 72 in fine que, para el caso de veto presidencial a un proyecto de ley
sancionado por el congreso y de nuevo tratamiento legislativo, estableció que los nombres y fundamentos de los
sufragantes, así como las objeciones del poder ejecutivo “se publicarán inmediatamente por la prensa”; a’’) otro
era el art. 85, referente a la elección indirecta del presidente y vice, cuando consignaba que, después de concluida,
el resultado y las actas electorales “se publicarán por la prensa”;
b) después de la reforma de 1994, solamente subsiste la norma citada en el precedente inc. a’), que
textualmente es ahora el art. 83.
Nuestra interpretación nos lleva a decir que el autor de la constitución ha dado por cierto que para el
cumplimiento del deber de publicación “hay” y “debe haber” prensa. Que exista prensa depende de la iniciativa y
del pluralismo de la sociedad. No del estado. Es la sociedad la que debe proveer los medios y condiciones de
efectividad para que haya prensa, a través de la cual —entre otras cosas— el constituyente previó la obligación de
publicación que hemos explicado.
27. — A tenor de lo expuesto, el derecho que nos ocupa da pie para la siguiente
sistematización:
1) El derecho de publicar ideas por la prensa significa:
a) para el autor:
a’) frente al estado: inmunidad de censura;
a’’) frente al periódico: la mera pretensión de publicación, sin obligación del diario de
darla a luz;
a’’’) también frente al periódico: inmunidad de alteración en lo que publique; o sea
que el periódico no está obligado a publicar, pero si publica, debe ajustarse a la
reproducción fiel del texto del autor;
b) para el periódico (en la persona de su propietario o editor):
b’) frente al estado, igual inmunidad de censura que la que goza el autor;
b’’)frente al autor, libertad para publicar o no publicar; pero si publica, obligación de
mantener la fidelidad del texto.
Queda claro que: a) el sujeto activo de la libertad de prensa es tanto el hombre en cuanto autor, como el
propietario o editor —hombre o empresa— del periódico; b) ese derecho importa para el estado, como sujeto
pasivo, la obligación de abstenerse de ejercer censura; c) el autor frente al periódico tiene sólo una “pretensión” de
publicación, cuyo acogimiento depende del periódico.
Para la libertad de información (Ver nº 8 a).
28. — Debe tenerse muy en cuenta que aun cuando todo el desarrollo que venimos haciendo
versa sobre el art. 14 de la constitución y sobre la libertad de prensa, es aplicable sin distinción
alguna a todos los otros medios de comunicación social y a todas las otras formas de expresión.
(Ver nos. 4 y 5).
La obligación de publicar.
30. — El derecho judicial refleja la valoración que la libertad de prensa ha merecido en nuestro derecho
constitucional material, en concordancia con las normas de la constitución formal. Las principales afirmaciones de
la jurisprudencia recalcan que: a) la libertad de prensa es una de las que poseen mayor entidad dentro de nuestra
constitución; b) la verdadera esencia de este derecho radica fundamentalmente en el reconocimiento de que todos
los hombres gozan de la facultad de publicar sus ideas por la prensa sin el previo contralor de la autoridad sobre lo
que se va a decir; c) pero no se puede pretender impunidad subsiguiente cuando se utiliza la prensa para cometer
delitos comunes previstos en el código penal; d) los excesos reprobables en que incurren los autores no justifican
la clausura de la publicación, sino solamente su eventual represión en sede judicial; e) la exención de censura
previa alude tanto a la prohibición de revisión y examen del escrito antes de autorizar su impresión, cuanto a otras
restricciones de índole semejante, como fianzas, permisos, etc., de que los gobiernos han sabido hacer uso; f) la
libertad de prensa quedaría comprometida y anulada en sus efectos si después de abolirse la censura previa, la
autoridad pudiera reprimir y castigar publicaciones de carácter inofensivo; g) la libertad de prensa implica el
ejercicio de la libre crítica de los funcionarios por actos de gobierno, ya que ello hace a la esencia del régimen
republicano; h) el editor o director de una publicación no es penalmente responsable por la publicación de escritos
de terceros.
Para la teoría de la “real malicia” ver nº 20 y 21.
31. — a) En el caso “Ponzetti de Balbín”, fallado el 11 de diciembre de 1984, la Corte sostuvo que las
transformaciones de la sociedad moderna y de la prensa obligan a reexaminar la concepción tradicional del
derecho individual de emitir y expresar el pensamiento. Se hace necesario distinguir —dice la Corte— entre el
ejercicio del derecho de la industria o comercio de la prensa, cine, radio y televisión; el derecho individual de
información mediante la emisión y expresión del pensamiento a través de la palabra impresa, el sonido y la
imagen; y el derecho social a la información. Ello arroja una interrelación entre el derecho empresario, el derecho
individual, y el derecho social.
b) Es importante también citar el fallo de la Corte del 8 de setiembre de 1992 en el caso “Servini de Cubría
María R.” (más conocido como caso “Tato Bores”). Aun cuando de los distintos votos de los jueces del tribunal no
es viable inferir una doctrina uniforme —y previsible para el futuro— hemos de destacar que, por unanimidad, la
sentencia revocó una medida cautelar prohibitiva de la emisión de un programa televisivo con contenidos que la
parte actora había señalado (sin que ni ella ni los jueces de la cámara que dictó la prohibición conocieran las
imágenes y el texto) como lesivos de su honor y de su privacidad.
c) También conviene recordar el caso “Campillay”, fallado por la Corte en 1986, en cuanto en él se confirió
prioridad axiológica a derechos personales que habían sido afectados por la difusión de crónicas periodísticas en
tres medios de prensa escrita. Con esta decisión quedó en claro la responsabilidad civil de la prensa por el
contenido de sus publicaciones ofensivas para derechos de terceros. (Ver nº 19).
d) Es interesante mencionar que cuanto la Corte ha debido relacionar el poder disciplinario de las cámaras
del congreso con la libertad de expresión y, en consecuencia, hubo de decidir si era constitucional la sanción
impuesta a una persona cuyas expresiones vertidas por medio de la prensa se habían considerado lesivas de
miembros del órgano legislativo, priorizó la libertad de expresión.
Al prosperar en tales casos el habeas corpus interpuesto por quien fue sancionado con arresto, la Corte limitó
las facultades disciplinarias —en el caso “Peláez de 1994, ejercidas por el senado federal; y en el caso “Viaña”,
también de 1995, ejercidas por la legislatura de Tucumán—.
32. — Durante el estado de sitio, la libertad de prensa y de expresión pueden sufrir restricciones severas, cuya
razonabilidad depende del peligro real y concreto que su ejercicio puede acarrear durante la emergencia. Tales
medidas restrictivas son susceptibles de revisión judicial —normalmente por vía de la acción de amparo—. Según
la tesis que sobre el efecto del estado de sitio se adopte, variará el criterio sobre la amplitud de la revisión.
33. — El Pacto de San José de Costa Rica reconoce el derecho a la libertad de pensamiento y
de expresión (art. 13). Según su texto, tal derecho “comprende la libertad de buscar, recibir y
difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente,
por escrito, o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección” (art.
13.1).
Esta norma completa la de publicar ideas por la prensa sin censura previa de nuestro art. 14, y la amplía en
cuanto prevé la libertad de expresión sin determinación del medio o instrumento, y de la información.
El art. 13.2 establece que el ejercicio del derecho reconocido anteriormente no puede estar
sujeto a previa censura sino a responsabilidades posteriores.
Esta norma extiende la prohibición de censura previa (que nuestro art. 14 limita expresamente a la prensa)
para toda expresión por cualquier medio. Las responsabilidades ulteriores deben ser fijadas expresamente por la
ley y ser necesarias para asegurar el respeto a los derechos o la reputación de los demás, o para la protección de la
seguridad nacional, el orden público, o la salud, o la moral públicas.
El art. 13.3 agrega que “no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios
indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de
frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por
cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y
opiniones”.
Esta norma da formulación a un principio que buena parte de nuestra doctrina interpreta que viene
implícitamente consagrado en la prohibición de censura previa para la prensa; aquí se extiende a cualquier
forma de expresión.
El art. 13.4 dice que “los espectáculos públicos pueden ser sometidos por la ley a censura
previa con el exclusivo objeto de regular el acceso a ellos para la protección moral de la infancia y
la adolescencia, sin perjuicio de lo establecido en el inc. 2” (que alude a las responsabilidades
ulteriores de la expresión).
El derecho de rectificación (o de réplica) aparece en el art. 14. Su párrafo 1 dice así: “Toda
persona afectada por informaciones inexactas o agraviantes emitidas en su perjuicio a través de
medios de difusión legalmente reglamentados y que se dirijan al público en general, tiene derecho
a efectuar por el mismo órgano de difusión su rectificación o respuesta, en las condiciones que
establezca la ley”.
El párrafo 3 dice que “para la efectiva protección de la honra y la reputación, toda publicación
o empresa periodística, cinematográfica, de radio o televisión tendrá una persona responsable que
no esté protegida por inmunidades ni disponga de fuero especial”.
34. — El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aunque más escueto en sus
fórmulas normativas, depara cobertura amplia a la libertad de expresión en el art. 19, y en el 20
dispone que estarán prohibidas por la ley toda propaganda en favor de la guerra, y toda apología
del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la
violencia.
Confrontados los dos tratados, se observa que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no
consigna la prohibición de censura previa, en tanto sí lo hace el de Costa Rica.
35. — La Convención sobre Derechos del Niño incorpora el derecho a expresar la opinión en
las condiciones a que alude su art. 12.1 y el de libertad de expresión en el art. 13.1, incluyendo el
de buscar, recibir y difundir información e ideas de todo tipo, en tanto el art. 17 amplía medidas
para que, a través de los medios de comunicación, aquel derecho resulte accesible y beneficioso
para el niño.
La Convención sobre Discriminación Racial menciona, entre la lista específica de derechos,
el derecho a la libertad de opinión y expresión en el art. 5, d, viii, después de que en el subinciso
precedente consigna el derecho a la libertad de pensamiento. En el art. 7 obliga a tomar medidas
en la esfera de la información para combatir los prejuicios discriminatorios y promover la
tolerancia.
En cuanto a las limitaciones susceptibles de aplicarse, el art. 13.2 las contempla en la
Convención sobre Derechos del Niño.
Las prohibiciones que traen el Pacto de San José (art. 13.5) y el Pacto de Derechos Civiles y
Políticos (art. 20) merecen parangonarse con el art. 4 de la Convención sobre Discriminación
Racial que, especialmente en el inc. a), obliga a declarar punible conforme a la ley toda difusión
de ideas basadas en la superioridad o el odio racial. La Convención sobre Derechos del Niño
obliga a adoptar medi- das para impedir la explotación del niño en espectáculos o mate-
riales pornográficos (art. 34 c), y a promover la elaboración de directrices protectoras contra toda
información y material perjudicial (art. 17 e).
III. EL ARTICULO 32
36. — El otro artículo de la constitución que se refiere a la libertad de prensa es el 32. Según
dicha norma, el congreso federal no puede dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta ni
que establezcan sobre ella la jurisdicción federal.
37. — El art. 32 prescribe que el congreso no puede dictar leyes que “restrinjan” la libertad
de imprenta.
Obsérvese que lo que prohíbe es restringir, y que lo que protege es la libertad de imprenta.
a) Una interpretación sumamente rígida entiende que con esta norma la constitución le impide
al congreso legislar sobre prensa, porque entiende que toda ley, por ser tal, siempre restringe, o
sea, angosta la libertad.
No obstante, ni restringir merece esa acepción prohibitiva de toda reglamentación legal, ni imprenta es lo
mismo que prensa. Todas las extensiones y analogías que ha requerido la libertad de prensa hasta equipararse a la
libertad de expresión no parece que tengan sitio en esta parte del art. 32.
La interpretación severa del inc. a), al inhibir toda competencia legislativa del congreso sobre la prensa, deja
abierta la competencia a las provincias para legislar sobre prensa en sus respectivas jurisdicciones, pero hay
doctrina que también niega competencia local a las provincias, proyectando hacia ellas desde el art. 32 la misma
prohibición que estima dirigida al congreso federal.
Los delitos.
38. — No hay duda de que muchos delitos comunes son susceptibles de cometerse por medio de la prensa; en
ellos la prensa viene a ser únicamente el instrumento de comisión del delito.
Extremándose la postura prohibitiva, el congreso no podría incluir en el código penal incriminaciones
comunes para todo el territorio del país que fueran susceptibles de aplicarse cuando el delito se cometiera a través
de la prensa. Acaso, solamente tales normas resultarían aplicables si el delito se localizara en un territorio bajo
jurisdicción federal.
Ya veremos que esta exageración pugna con la jurisprudencia de la Corte Suprema.
La radio y la televisión.
39. — Es evidente, entonces, que el art. 32 no presta fundamento alguno para negar que el congreso legisle
con carácter federal (para todo el país) en los aspectos que, por tener precisamente naturaleza federal, atañen a la
libertad de expresión a través de la radio y la televisión e, incluso, de la cinematografía.
En efecto, la radio y la televisión despliegan su actividad comunicativa mediante ondas transmisoras que
integran el espacio aéreo y que sobrepasan incluso los límites territoriales del estado —no digamos los de las
provincias—. Hay aspectos técnicos muy diferentes de los propios de la prensa. Además, la cláusula del art. 75
inc. 13 (sobre comercio internacional e interprovincial) suscita competencia legislativa del congreso una vez que
la transmisión y comunicación radiotelevisivas se reputan una actividad comercial.
No obstante, aseverar que el art. 32 para nada cohíbe la legislación federal sobre radiodifusión no equivale a
sostener que los medios de comunicación masiva distintos de la prensa queden fuera de la misma protección
constitucional deparada a la prensa, en cuanto ejercen la libertad de expresión (Ver nos. 4 y 5).
40. — La segunda parte del art. 32 estipula que tampoco el congreso establecerá sobre la
libertad de imprenta la jurisdicción federal. Literalmente, significa que la legislación sobre
imprenta (prohibida al congreso) no será aplicada por tribunales federales. Con relación a los
delitos cometidos por la prensa, se dice que su juzga-miento no pertenece a la jurisdicción de los
tribunales federales.
a) Hasta 1932, podemos sintetizar la orientación general del derecho judicial emergente de la jurisprudencia
de la Corte diciendo que inhibía la jurisdicción de los tribunales federales en causas por delitos de prensa (con la
sola excepción del caso “Benjamín Calvete”, de 1864, en que aceptó la jurisdicción de los tribunales federales en
razón de injurias cometidas contra un senador federal, por entender que estaban en juego las inmunidades
parlamentarias de los miembros del congreso). Durante toda esa etapa, la incompetencia de la justicia federal se
consideró absoluta y total, cualquiera fuera la índole del delito cometido por medio de la prensa o la investidura
de la víctima por él afectada.
b) En 1932 la jurisprudencia sufre un cambio importante, y acepta la jurisdicción de los tribunales federales
con carácter de excepción cuando se trata de delitos comunes cometidos por medio de la prensa que afectan al
estado federal, al gobierno federal, a su seguridad, a los miembros del gobierno federal en orden a sus funciones e
investiduras, etc. O sea que siempre que está en juego un “bien jurídico de naturaleza federal” (tutelado por la
incriminación), el juzgamiento del delito que lo ofende incumbe a los tribunales federales.
El cambio jurisprudencial del año 1932 proviene de la sentencia de la Corte en el caso “Ministerio Fiscal de
Santa Fe c/Diario La Provincia”, dictada el 23 de diciembre.
c) En 1970 la Corte falla el caso “Batalla Eduardo J.” el 21 de octubre, e imprime un giro total
a su derecho judicial más que centenario.
Su nuevo criterio se resume así:
a) el art. 32 incluido en 1860 en la constitución quiso evitar que la libertad de imprenta fuera
totalmente regida por leyes federales y que, como consecuencia, quedara sometida a la
jurisdicción de los tribunales federales; pero,
b) el congreso tiene competencia exclusiva para dictar el código penal, no pudiendo hacerlo
las provincias; por ende: b’) si los delitos comunes cometidos por medio de la prensa no se
pueden incluir en el código penal cualquiera sea el lugar donde la conducta se cumple, y las
provincias tampoco pueden dictar normas penales, tales delitos vienen a quedar siempre y en todo
caso impunes; b’’) si las provincias pueden suplir esa legislación penal vedada al congreso, puede
haber tantas leyes penales referidas a delitos cometidos a través de la prensa cuantas provincias
existan, lo que viola el principio de igualdad ante la ley; por ende hay que descartar las
interpretaciones b’) y b’’);
c) Si el delito es común por su naturaleza, su represión está atribuida al congreso en virtud
del entonces art. 67 inc. 11 de la constitución (ahora art. 75 inc. 12) con total prescindencia del
medio empleado, sin perjuicio de que su juzgamiento sea efectuado por tribunales locales o
federales, según corresponda, cuando las personas o las cosas caigan en una jurisdicción o en
otra.
Posteriormente, la Corte mantuvo su jurisprudencia del caso “Batalla” en la sentencia del 29
de junio de 1989 en el caso “A., C.M. y G., M.— querellante: C.E.”
La relación entre las interpretaciones de las dos partes del art. 32.
41. — Es imprescindible comprender que las diferencias entre los tres períodos jurisprudenciales antes
reseñados se ligan indisolublemente a las respectivas interpretaciones acerca de la primera parte del art. 32.
En efecto, según el enfoque sobre la competencia del congreso para legislar en materia de delitos cometidos
por la prensa, cambia el problema y la solución sobre qué tribunales deben juzgarlos.
a) Cuando se sostuvo que nunca pueden hacerlo los tribunales federales, hubo de entenderse que el código
penal no resultaba aplicable cuando uno de tales delitos se cometía en territorio provincial, y que el congreso no
tenía competencia para legislar sobre ellos;
b) Cuando se admitió que si el bien jurídico dañado por el delito era federal debía juzgarlo un tribunal
también federal, se presuponía que para juzgarlo tenía que aplicar el código penal, cualquiera fuera el lugar de
comisión y, por implicancia, que el código penal puede incluir para todo el territorio los delitos que lesionan
bienes jurídicos federales y que se cometen a través de la prensa;
c) Cuando se dijo finalmente que cualquier delito cometido por la prensa tiene cabida en el código penal para
todo el país, sin que importe si el bien jurídico dañado es federal o no lo es, se aclaró que han de juzgar los
tribunales federales en caso de lesión a un bien de naturaleza federal en cualquier lugar del país, y los tribunales
provinciales en caso de un delito que no daña un bien federal y que se comete en territorio provincial.
42. — Procurando componer gráficamente la orientación del derecho judicial, creemos que el
criterio puede sistematizarse así:
43. — Veamos ahora nuestro punto de vista. En materia de competencia legislativa hemos reconocido que el
congreso federal es el único que puede tipificar y penar delitos comunes cometidos por medio de la prensa,
cualquiera sea la índole de los delitos y el lugar de comisión. En materia de jurisdicción para entender en las
causas en que dichos delitos se juzgan, introducimos una distinción: a) si el delito común cometido por la prensa
no ataca ningún bien jurídico de naturaleza federal, su juzgamiento se reserva a los tribunales provinciales
(según la regla del art. 75 inc. 12); b) si el delito ataca un bien jurídico de naturaleza federal, su juzgamiento
corresponde a los tribunales federales en cualquier lugar del país.
Para confrontar nuestro punto de vista con el emergente del derecho judicial anterior a 1970, lo resumimos
en el siguiente cuadro, que viene a coincidir con la jurisprudencia sentada desde 1970:
Legislan Juzgan
el congreso exclu-
2) Que sí dañan sivamente para los jueces fe-
todo el país derales
44. — Cuando en 1860 se introdujo el art. 32, la voluntad del constituyente quiso reservar a las provincias la
legislación y la represión de los abusos que se cometieran por la prensa.
Para entenderlo hay que comprender cuál era la situación de la época y cuál el alcance de la prensa. La prensa
era “local” y repercutía en el lugar donde se difundía y al cual alcanzaba su influencia; carecía de expansión en el
resto del país, al menos con la celeridad y la inmediatez que actualmente la hacen recorrer —al menos
potencialmente— todo el territorio. Por otro lado, solamente había prensa escrita.
La pertenencia de la prensa al lugar de publicación fue la razón por la que se la quiso sustraer a la jurisdicción
federal. Esa razón histórica hoy no existe, ni contempla la realidad presente, que el constituyente de 1860 tampoco
pudo prever.
¿Qué hacer entonces? La norma que conforme a la voluntad de su autor no contempla la realidad presente, es
como si no existiera: cuando el cambio esencial de la situación muestra que la voluntad del autor no se dirigió a
normar una situación posterior diversa, aquella voluntad perece: ya no hay voluntad. El caso se equipara al de
carencia histórica de norma (o laguna). Y no hay norma porque la que había estaba dirigida, en la voluntad de su
autor, a una situación ya inexistente. Para la situación actual, podemos decir que el autor de la constitución no
expresó voluntad alguna. Entonces, hay que “integrar” el orden normativo donde tropezamos con una norma que
no enfoca la realidad presente, y donde para tal realidad no tenemos norma.
Nada nos parece, entonces, más acorde actualmente con la constitución, que elaborar la norma a tenor de los
principios generales que ella contiene, mediante la analogía con situaciones similares: el congreso puede dictar
leyes que reglamenten razonablemente (arts. 14 y 28) la libertad de prensa, y crear delitos que se pueden cometer
por medio de la prensa, incluyéndolos en la legislación penal uniforme para todo el país (art. 75, inc. 12). Las
provincias no.
CAPÍTULO XIII
Su concepto.
Se supone que si bien la libertad de enseñar y de aprender no puede ser coartada mientras lo que se enseña y
aprende sea ofensivo y no dañe la moral, a terceros, o al orden público, el estado puede y debe tener facultades en
medida razonable para reconocer o no la validez de títulos y certificados de estudios cuando el uso público de los
mismos se relaciona con profesiones, oficios o materias en que están comprometidos la seguridad, la salud, la
moral o el interés públicos.
Hay que recordar que el viejo inc. 16 del art. 67 —ahora inc. 18 del art. 75— otorgaba al congreso la
competencia para dictar planes de instrucción general y universitaria.
Como puede apreciarse, en este cúmulo dispositivo nuevo expande en mucho lo que escuetamente queda
encapsulado en la fórmula del derecho “de enseñar y aprender”.
Ver nº 12.
4. — Hecha esta aclaración preliminar pasamos revista a los principios que, en nuestra opinión, deben
orientar con justicia a la libertad de enseñanza y a la educación, dentro de los moldes de la constitución y de los
tratados internacionales con jerarquía constitucional.
a) Los padres tienen derecho a elegir el tipo de enseñanza que prefieren para sus hijos menores, involucrando
la orientación espiritual de la misma, los maestros que han de impartirla, el lugar (establecimiento o el propio
hogar), etc.; b) Los hijos menores adultos pueden elegir por sí mismos la orientación espiritual de su propia
enseñanza si no comparten la elegida por sus padres; c) El estado no puede imponer un tipo único de enseñanza
obligatoria —ni religiosa ni laica—; d) El estado no puede coartar la iniciativa privada en orden a la apertura y al
funcionamiento de establecimientos de enseñanza; e) El estado no puede negar reconocimiento a dichos
establecimientos no oficiales, ni a los títulos y certificados que expiden; f) El estado no puede crear privilegios
lesivos de la igualdad a favor de sus establecimientos oficiales de enseñanza, discriminándolos arbitrariamente
frente a los privados.
Estos principios significan, fundamentalmente, prohibiciones y han de correlacionarse con otros que señalan
las competencias y los deberes del estado. a) El estado puede obligar a recibir el mínimo de enseñanza que él
establezca en los planes de estudio, respetando el derecho individual a elegir de quién y dónde se recibirá la
enseñanza, y la orientación espiritual de la misma; b) El estado puede reglamentar razonablemente las condiciones
de reconocimiento de la enseñanza privada y de los títulos y certificados que la acreditan; c) El estado puede
obligar a la enseñanza privada a ajustar sus planes de estudio a un plan mínimo y obligatorio impuesto por el
estado (en cuanto a duración, materias, etc.), pero sin interferir en la orientación espiritual e ideológica de aquella
enseñanza; d) El estado debe controlar que no se viole la moral, el orden y la seguridad públicos, y que se respeten
los valores democráticos, y los demás valores colectivos que identifican el estilo de vida de nuestra comunidad; e)
El estado puede verificar mediante medidas razonables si la enseñanza privada se conforma a tales pautas; f) El
estado puede establecer la enseñanza religiosa optativa en los establecimientos oficiales; g) El estado (federal)
debe respetar las particularidades provinciales y locales, que es una manifestación del pluralismo regional; h) El
estado debe asegurar la participación de la familia y de la sociedad; i) El estado tiene que asegurar también la
igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; j) La educación pública estatal ha de regirse
por los principios de gratuidad y equidad.
La solución más justa estriba en que el estado fomente el pluralismo educacional en el seno de la sociedad
libre y abierta, promoviendo y estimulando la iniciativa privada, sin perjuicio de la competencia estatal para crear
sus establecimientos oficiales.
Con preferente relación al pluralismo religioso, no se trata de que el estado tenga la obligación de proveer a
cada confesión reconocida establecimientos oficiales donde la enseñanza se imparta de acuerdo a su orientación
espiritual, sino de que facilite su apertura por las mismas confesiones. Un medio eficaz es el subsidio o subvención
a los establecimientos privados, cuya expresión más justa radica en el reparto proporcional de los fondos
destinados a la educación.
5. — Lo que el art. 75 inc. 19 denomina en su tercer párrafo “la responsabilidad indelegable
del estado” apunta, a nuestro criterio, a la que le incumbe para que las pautas educativas y
culturales que en orden a la enseñanza establece la constitución se hagan efectivas. Ello abarca
desde la sanción de leyes conducentes a tal fin, hasta las medidas a cargo de la administración e,
incluso, las acciones positivas que, si bien no aparecen con esa denominación en el inciso
comentado, pueden resultar necesarias.
Un ejemplo claro es el que surge de la conciliación que el estado debe hacer en la educación pública estatal
entre la gratuidad —que jamás puede vulnerarse— y la equidad —para reforzar la gratuidad en favor de los más
carenciados, con aportes, becas, subsidios y ayudas materiales de la más variada índole—. (Ver nº 16).
El “deber” de enseñar.
10. — Cuando nos encontramos con establecimientos de enseñanza privada, el derecho de enseñar (que tiene
como titular a la entidad o persona que los regentea), no implica el “deber” de enseñar a quien el establecimiento
no desea recibir como alumno. De tal forma, la selección de quienes aspiran a ingresar queda librada al
establecimiento (salvo que la negativa pudiera acreditarse como arbitraria o discriminatoria).
El “deber” de enseñar solamente se personaliza en un sujeto pasivo cuando nace y subsiste una relación
jurídica que lo vincula con quien, frente a él, es sujeto activo del derecho de aprender.
La libertad de cátedra.
El mínimo de enseñanza que el estado tiene competencia para imponer, así como los planes y asignaturas de
estudio, han de dejar margen para que, en ejercicio de la libertad de cátedra, el desarrollo y el contenido de la
enseñanza se maneje con exención de orientaciones oficiales o políticas.
Profesores y alumnos que voluntariamente se incorporan a un establecimiento de enseñanza que asume
determinada orientación o ideología, no pueden invo-car la libertad de cátedra para lesionar dicha orientación
ideológica o espiritual.
Una ligazón con el inciso 17 nuevo debe tenerse por implícita, porque las leyes federales de
educación han de garantizar a los pueblos indígenas el respeto a su identidad y a una educación
bilingüe e intercultural.
14. — La responsabilidad del estado, calificada como indelegable, traduce la idea de que el estado no puede
ni debe desentenderse de la educación, y tiene que suministrar recursos materiales y humanos a disposición de las
personas para que su acceso a la educación sea viable y se haga efectivo.
Toda esta infraestructura queda dominada por pautas importantes: una es la de la igualdad de
oportunidades y posibilidades; otra —coincidente— es la de no discriminación; la tercera es la
promoción de los valores democráticos.
Conviene afirmar que en esta política educativa el estado asume responsabilidad no sólo por la enseñanza que
imparte en sus establecimientos, sino también por la llamada enseñanza privada. Tal responsabilidad no reviste
sólo el carácter de un moderado y razonable control sobre los establecimientos educativos a cargo de particulares,
sino que apareja la obligación de estímulo, cooperación, ayuda y fomento, lejos de toda idea de falsa competencia
y, en cambio, desde la de colaboración y subsidiaridad.
Algo de esto subyace en la mención a la participación de la familia y la sociedad.
Para la enseñanza privada rige también la pauta de igualdad de oportunidades, y de no discriminación.
Estamos lejos —por eso— de comprender que en el inc. 19 se camufle un estatismo dirigista en materia
educacional, porque no se asume ni pregona un monopolio educativo. Al contrario, hay elementos normativos que
con facilidad ayudan a propugnar un pluralismo democrático en el que la presencia de la familia y de la sociedad
queda asegurada.
15. — Las referencias a la educación no se agotan en el empalme del art. 75 inc. 19 con el art. 14; las hay
también muy sugestivas en los arts. 41 y 42.
En efecto, cuando el art. 41 consagra el derecho al ambiente sano dice en su párrafo segundo que las
autoridades proveerán a la información y la educación ambientales. La “información” cumple acá un rol
educativo, en cuanto pone en conocimiento de la sociedad todos los datos necesarios; y la “educación” ambiental
tiene un alcance amplio, porque no sólo ha de procurarse en los establecimientos escolares sino, asimismo, en
forma generalizada para todas las personas, y a través de todos los medios posibles. (Ver cap. XV nº 10). El art.
42, que reconoce el derecho de los consumidores y usuarios de bienes y servicios, también prescribe igual
obligación de las autoridades para proveer a la educación para el consumo. Muy lejos de interpretarse como
fomento del consumismo, la norma significa que —dentro del mercado y de la competencia— hay que estimular
los hábitos de selección y defensa de cuantos intereses se comprometen en el consumo y uso de bienes y servicios.
(Ver cap. XV nº 34).
16. — La parte del inc. 19 que impone la gratuidad y la equidad en la enseñanza pública
estatal aúna dos parámetros que exigen conciliarse entre sí, sin excluirse. Gratuidad es un
imperativo indescartable, y significa que la enseñanza estatal no puede arancelarse. La referencia
a la equidad no quiere decir que el alumno que está en condiciones de pagar pueda tener que
pagar, sino algo muy distinto: que como sumatoria a la gratuidad, el que realmente carece de
recursos debe recibir todavía algo más que la exención del arancel; por ej., un subsidio para los
gastos de estudio. (Ver nº 5).
La gratuidad no se respeta, sino que se viola, si acaso las leyes no obligan a arancelar pero autorizan a los
establecimientos estatales a que lo hagan. El establecimiento que usara de esa habilitación inconstitucional
incurriría en una segunda violación a la constitución.
Este enunciado rescata un principio muchas veces disputado y debilitado: la “autonomía” universitaria. Y
aunque en nuestro constitucionalismo la palabra autonomía ha revestido siempre un sentido político alusivo a la
descentralización territorial (indudablemente de las provincias y, con algunos retaceos, también de los
municipios), el uso y el concepto se trasladaron desde hace mucho para aplicarse a las universidades públicas. Nos
merece todo apoyo, para liberarlas de contaminaciones extrañas y de doblegamientos dependentistas por parte de
los gobiernos de turno.
18. — Como breve punto de vista personal diremos que la autonomía de las universidades
nacionales tiene, automática y directamente por imperio de la cláusula constitucional, el efecto de
erigirlas y reconocerlas como personas jurídicas de derecho público no estatales lo que, entre
otras consecuencias, surte la de colocarlas al margen de toda clase de intervención y
subordinación respecto del estado, como no sea en lo que pueda tener vinculación con los
recursos que el estado les debe deparar a través del presupuesto.
También el presupuesto estatal destina fondos a los partidos políticos y a la Iglesia Católica, y nadie niega a
aquéllos y a ésta su naturaleza de personas jurídicas públicas no estatales.
Conforme lo expuesto, las leyes del congreso sobre educación universitaria no pueden
reglamentar la organización interna de las universidades nacionales, debiendo limitarse a
proporcionar las pautas globales de naturaleza estrictamente educativa y cultural que tienen que
guiar la impartición de la enseñanza.
19. — La cláusula del párrafo tercero del inc. 19 presta sustento para sostener que también las
provincias han de adoptar similares criterios que los que correspondan al estado federal, no
obstante que una cierta duda pueda derivar del hecho de encontrarse estas pautas en la norma
sobre competencias del congreso, lo que quizá sirviera de argumento para sostener que la norma
no obliga a las provincias. Sin embargo, cuando se consiente que aquí se enmarca el lineamiento
de las leyes de organización y la base de la educación, y que dictarlas es atribución federal, parece
que la educación a cargo de las provincias no puede incurrir en contradicciones ni apartamientos.
Tampoco hay que olvidar que el derecho de enseñar y aprender del art. 14, que han de reglamentar las leyes,
guarda estrecho nexo con el diseño que la constitución implanta en la parte orgánica para darle efectividad a través
del ejercicio de competencias federales, lo que a su modo respalda el deber provincial de acatamiento, en virtud
de la relación de subordinación en que se encuentra el derecho local respecto de la constitución federal y de las
leyes del congreso.
El derecho a la cultura.
La identidad y pluralidad cultural alude al derecho a la identidad y a la diferencia, y abarca toda índole de
manifestaciones, como las que surgen de provincias, regiones, minorías de toda clase, grupos y asociaciones con
expresiones propias, etc. Expresamente en otro inciso del art. 75 —el 17— se particularizan derechos de los
pueblos indígenas argentinos, a los que se garantiza el respeto a su identidad y el derecho a la educación bilingüe
e intercultural.
La libre creación y circulación de las obras de autor ensambla con el derecho de propiedad intelectual; con la
libertad de expresión artística y cultural en todas sus manifestaciones y por todos los medios (en los que hay que
remitir a la parte final del inc. 19 cuando menciona los espacios culturales y audiovisuales); con la libertad de
buscar, recibir y transmitir información; con la prohibición de censura previa del art. 14; con los contenidos del
derecho a la educación, etc.
Por fin, el patrimonio artístico —que entendemos comprensivo del histórico, cultural, arqueológico, etc.—
reenvía a la protección del ambiente porque integra el entorno, muchas veces inmaterial, que sirve de
emplazamiento a la vida humana y social. No nos es difícil apelar al art. 41 sobre el ambiente, donde se hace
mención del patrimonio natural y cultural, al que “las autoridades” deben proveer protección, y a la cual
protección todos los habitantes tienen derecho.
No es ocioso trabar otro vínculo —dentro del mismo art. 75 inc. 19— con la parte final del párrafo primero,
donde se establece que es competencia del congreso proveer a la investigación y al desarrollo científico y
tecnológico, su difusión y aprovechamiento, todo lo cual abre un amplísimo espacio de libertad para alojar
derechos como los recién mencionados.
No hay duda de que, otra vez más, nos hallamos frente a normas que, dentro de la parte orgánica, elastizan el
sistema de derechos emergentes de la parte dogmática.
22. — El Pacto de San José de Costa Rica estipula que los padres y tutores tienen derecho a
que sus hijos y pupilos reciban la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones (art. 12.4).
Una norma similar del Pacto Internacional de Derecho Civiles y Políticos compromete a los
estados-parte a respetar el mismo derecho (art. 18.4).
Ninguno de ambos pactos explicita el derecho a la educación, que en cambio viene
desarrollado en el art. 13 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales,
porque actualmente el derecho “a la educación” es reputado uno de los derechos sociales. En este
tratado se reconoce tal derecho a toda persona, y se le asigna la finalidad de orientarse hacia el
pleno desarrollo de la personalidad humana, y de capacitar para la participación en una sociedad
libre.
El derecho del niño a la educación aparece asimismo en el art. 28 de la Convención sobre
Derechos del Niño. Al igual que el anterior tratado, hallamos previsiones sobre las obligaciones
de los estados-parte en orden a los distintos niveles de la enseñanza (primaria, secundaria y
superior). Debe cotejarse también el dispositivo de los arts. 17, 23 y 29.
El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales obliga a los estados-
parte a respetar la libertad de los padres de escoger para sus hijos escuelas distintas de las creadas
por las autoridades públicas, y para que reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo
con sus propias convicciones.
La Convención contra la Discriminación Racial cita el derecho a la educación cuando
menciona los derechos económicos, sociales y culturales en su art. 5º, y en el 7º hace una
referencia a la educación para adoptar medidas que combatan los prejuicios conducentes a la
discriminación racial.
La Convención sobre la Discriminación de la Mujer prevé la igualdad de derechos con el
varón en el área educativa (art. 10), y la educación de la mujer rural (art. 14).
El art. 15 del Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales trae disposiciones muy
importantes en relación con los diversos aspectos de la cultura. Se prevé la participación en la
vida cultural, el progreso científico, la libertad para la investigación y la actividad creadora, y los
derechos de autor.
CAPÍTULO XIV
En el caso “Recurso de hecho deducido por José E. Ormache en la causa Fiscal del Superior Tribunal de
Justicia doctor Mestre. Informa sobre Ormache, José E.”, del 17 de junio de 1986, la Corte Suprema declaró la
inconstitucionalidad del art. 157 de la constitución de la provincia de Entre Ríos en cuanto prohíbe al personal
administrativo del poder judicial local ejercer actividades políticas; en el caso, y para el tema que apuntamos, en
cuanto prohíbe afiliarse a un partido político; la declaración de inconstitucionalidad se basó en la afirmación de
que quedaban violados los arts. 14, 16 y 33 de la constitución federal.
b) En cuanto derecho “de la” asociación, implica reconocerle a ésta un status jurídico y una
zona de libertad jurídicamente relevante en la que no se produzcan interferencias arbitrarias del
estado.
2. — El reconocimiento de la asociación por parte del estado no puede serle impuesto a la asociación de
modo obligatorio. En tanto siempre es injusto que el estado no reconozca a las personas físicas su calidad de
personas jurídicas con capacidad de derecho, el reconocimiento estatal de las asociaciones bajo una forma jurídica
determinada, debe quedar librado a la iniciativa de la asociación. El estado no ha de negarlo arbitrariamente
cuando la asociación lo pretende, pero no lo ha de deparar coactivamente si la asociación no lo gestiona.
Ese reconocimiento puede ir: a) desde el otorgamiento formal de la personalidad jurídica mediante
autorización y aprobación del estado hasta: b) la simple consideración de la asociación como sujeto de derecho sin
necesidad de autorización estatal expresa.
Las decisiones administrativas que otorgan o niegan el reconocimiento a una asociación, o que la privan del
que ya gozaba, requieren a nuestro juicio quedar sujetas a posible revisión judicial.
Las entidades y asociaciones privadas, cualquiera sea la formalidad jurídica que revistan de acuerdo al
derecho positivo, no pueden ser intervenidas por el poder ejecutivo ni por organismos administrativos, sin orden
judicial. Como principio, la intervención ha de ser dispuesta por autoridad judicial.
El art. 35 del código civil les reconoce dicha capacidad “para los fines de la institución”, pudiendo dentro de
ese margen adquirir derechos y realizar los actos que no les sean prohibidos.
En suma, la libertad jurídica de las asociaciones que titularizan como sujeto activo dicha
libertad, se compone:
a) de un status jurídico que implica reconocerles cierta capacidad de derecho (sea como
personas jurídicas, como sujetos de derecho, o como meras asociaciones);
b) de un poder de disposición para realizar actos jurídicamente relevantes dentro del fin
propio de la asociación;
c) de un área de libertad inofensiva para regir con autonomía la órbita propia de la
asociación;
d) del principio de que lo que no les está prohibido dentro del fin propio, les esté permitido a
tenor de la “regla de especialidad”.
El poder disciplinario.
6. — Un aspecto importante en la vida interna de las asociaciones es el llamado poder disciplinario que
tienen con relación a sus miembros o afiliados. Como principio, el estado no interfiere en el ejercicio de ese poder
disciplinario, lo que equivale a sostener que las medidas y sanciones impuestas al usarlo no son objeto de revisión
ni de control por parte de órganos estatales.
Nuestro derecho judicial nos permite inducir la existencia de la norma según la cual las sanciones aplicadas
por asociaciones privadas a sus miembros en ejercicio de su poder disciplinario, sólo son descalificables por los
jueces si al imponerlas no se ha respetado el derecho de defensa del afectado o se ha incurrido en arbitrariedad
manifiesta.
El derecho de no asociarse.
b) Casos aparentemente discrepantes con “Outon” tienen perfil diferente. Se trató de aportes obligatorios de
los ganaderos con destino a la Junta Nacional de Carnes (ley 11.747) y de los viñateros a la Corporación
Agroeconómica, Vitícola, Industrial y Comercial —CAVIC— (ley provincial de San Juan nº 3019). En los
respectivos fallos de la Corte se admitió la constitucionalidad de tales especies de asociación compulsiva para
salvaguardar los intereses de quienes quedaban obligados, y los de la economía en general (casos “Inchauspe
Pedro Hnos. c/Junta Nacional de Carnes”, de 1944; y “CAVIC c/Maurin y Cía. SRL. Juan”, de 1970).
c) Entre tanto, el 20 de octubre de 1945, en el caso “Sogga C. y otros”, la Corte había declarado la
inconstitucionalidad de una ley de la provincia de Santiago del Estero que implantaba la colegiación obligatoria de
los abogados como requisito para el ejercicio de la profesión.
d) En la década de 1970 el derecho judicial de la Corte avaló la constitucio-nalidad de leyes provinciales que
creaban Cajas y Colegios profesionales, con aportación o colegiación obligatorias (casos “Sánchez Marcelino y
otro c/Caja Forense de la provincia de Chaco”, de 1973; y “Guzmán Pedro T. c/provincia de Entre Ríos”, de
1974).
Cuando conforme al Pacto de San José de Costa Rica se formuló queja contra la ley de colegiación
obligatoria de abogados en la ciudad de Buenos Aires ante la jurisdicción supraestatal de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos alegándose que con dicha ley Argentina había violado la libertad de
asociación reconocida en el Pacto, la Comisión emitió su informe el 22 de marzo de 1988 rechazando la queja por
entender que tal violación no quedaba consumada por la colegiación obligatoria de los abogados.
8. — El argumento doctrinario de que no es inconstitucional la asociación compulsiva a una entidad si ésta es
de derecho público, no nos satisface por sí solo. Los partidos políticos y los sindicatos son asociaciones de
derecho público, y a pocos se les ocurriría decir que sería constitucional obligar a afiliarse a ellos, aunque pudiera
entre varios elegirse al de preferencia personal.
Las violaciones a la libertad de asociación.
10. — Por la trascendencia que han logrado los sindicatos, y por su incorporación a la constitución material
primero, y a la formal después (a partir de la reforma de 1957), es necesario dedicar un estudio aparte a la libertad
sindical.
A la norma genérica sobre derecho de asociarse contenida en el art. 14, se añade la específica
del art. 14 bis, que consagra la “organización sindical libre y democrática, reconocida por la
simple inscripción en un registro especial”. La fórmula descarta con evidencia la posibilidad
estatal de imponer el sistema del “unicato” sindical, para acoger la pluralidad sindical. O sea, no
es constitucional un sistema legal que no permite reconocer más de un solo sindicato por actividad
o por gremio.
También riñe con la libertad sindical la obligación de afiliarse a un sindicato, aunque haya opción para elegir
a cuál. La libertad sindical no padece agravio, en cambio, si el sindicato único (sea de primer grado, de segundo —
federa- ción—, o de tercero —confederación—), surge espontáneamente de la decisión y alineación voluntarias
de los trabajadores; pero tampoco en este supuesto se puede imponer el deber de afiliarse.
11. — Las diferentes leyes han organizado habitualmente dos grandes tipos de asociaciones
sindicales: a) las meramente inscriptas, y b) las que están reconocidas con “personalidad
gremial”.
La personalidad gremial es una creación legal que, como propia del derecho laboral o sindical, importa el
reconocimiento de una capacidad jurídica específicamente dirigida al ejercicio de los derechos gremiales o
sindicales y a la representación ante el estado de los intereses comunes a la categoría o actividad profesional de
que se trata. La personalidad gremial apareja la personalidad jurídica.
Conforme a nuestra interpretación de la cláusula del art. 14 bis sobre libertad sindical,
pensamos que es inconstitucional toda ley que adjudica monopólicamente la “totalidad” de los
derechos gremiales a la asociación con “personalidad gremial” en forma exclusiva y excluyente.
Su contenido.
15. — La autonomía de la voluntad —elaborada como categoría fundamental en el derecho privado— nos
muestra al contrato como fuente no estatal de producción jurídica.
La autonomía de la voluntad como centro del contrato no debe en modo alguno absolutizarse ni sacralizarse.
La presencia razonable del estado es necesaria, porque son múltiples las áreas donde actualmente sobreabundan
situaciones de disparidad y asimetría entre las partes contratantes. No hay más que pensar en el mercado de
consumo de bienes y servicios —que ahora tiene protección constitucional en el art. 42— y en los contratos
standard con cláusulas de adhesión, para darse cuenta de que la bilateralidad del acuerdo carece de equilibrio, sin
omitir las relaciones laborales —tanto en el contrato individual de empleo como en la contratación colectiva—.
Los “dueños del mercado” son dueños del contrato. De ahí que el derecho de contratar, sin cancelar su rango
constitucional, deba relativizarse mucho para procurar la paridad de voluntades. En suma ¿no hay que aplicar
también a los contratos el parámetro constitucional que impone la igualdad real de oportunidades y de trato? El
estado democrático no ha de escabullir su presencia. (Ver nº 17).
16. — Conforme al derecho judicial derivado de la jurisprudencia de la Corte Suprema, los derechos y
obligaciones emergentes de los contratos integran uno de los contenidos del derecho constitucional de propiedad,
y se resguardan en la inviolabilidad con que ese derecho queda protegido en el art. 17.
17. — Todo contrato admite limitaciones en orden a la autonomía de la voluntad. El derecho positivo
suministra límites o restricciones, cuya razonabilidad depende, fundamentalmente, del orden público, de la moral
pública, y de los derechos de terceros. A ello cabe adicionar todavía otras pautas circunstanciales —bienestar
general, bienestar económico, seguridad pública, prosperidad, etc.—. Es así como en el derecho laboral y en el
derecho de familia —por ej.— advertimos fuertes limitaciones que juegan en el contrato de trabajo y en el
matrimonio, pudiendo en otros campos citarse, asimismo, los llamados contratos de adhesión. (Ver nº 15).
18. — La intervención del estado en los contratos se moviliza en dos órdenes principales
diferentes:
a) con carácter permanente y anticipado, poniendo determinados marcos a la autonomía de la
voluntad, y no reconociéndola más que dentro de ellos;
b) con carácter excepcional y transitorio, en situaciones de emergencia y con un doble efecto:
b’) adoptando medidas sobre contratos celebrados anteriormente, que se hallan en curso de
ejecución o cumplimiento; b’’) adoptando medidas sobre los contratos que se van a celebrar en el
futuro durante la misma época de emergencia.
El aspecto señalado en el inc. a) ha sido recogido normalmente como principio en nuestro derecho
constitucional, en tanto las limitaciones respondan: a’) a la regla de razonabilidad conforme a los fines cuya tutela
se persigue, y: a’’) a la índole de la restricción.
19. — El problema se plantea así: después de celebrado un contrato, y mientras se halla en curso de
cumplimiento sucesivo, ¿puede una ley modificar o alterar las prestaciones convenidas por las partes? La cuestión
se vincula con la retroactividad o irretroactividad de la ley dictada después de celebrado el contrato. ¿Es aplicable
tal ley a los efectos que a partir de su vigencia debe producir el contrato, o no?
Nuestra constitución formal no contiene norma alguna que prohíba expresamente al estado alterar o modificar
los derechos y obligaciones emergentes de los contratos ya estipulados. No obstante: a) esos derechos y
obligaciones son considerados por el derecho judicial como integrantes del derecho de propiedad, al que la
constitución protege como inviolable en su art. 17; b) las leyes no pueden privar de derechos ya incorporados al
patrimonio como propiedad (“adquiridos”); c) por ende, una ley posterior al contrato que modifica sus efectos
futuros, es retroactiva y, por serlo, es inconstitucional porque priva de propiedad adquirida. (Para las épocas de
emergencia, ver nº 20).
20. — La emergencia proporciona ocasión excepcional para limitar con mayor intensidad los
derechos en relación con la libertad de contratar.
a) Contratos celebrados anteriormente, y en curso de cumplimiento; en tanto no se afecten las
prestaciones ya cumplidas, pueden afectarse transitoriamente los efectos futuros de los contratos
en cuyo curso irrumpen las medidas de emergencia suficientemente razonables; así —por ej.—
congelarse los precios de las locaciones o las tasas de interés, prorrogarse el plazo, etc. Lo que ni
siquiera en situaciones de emergencia parece válido es disminuir las prestaciones debidas —por
ej.: rebajar los alquileres o tasas de interés—.
b) Contratos que se van a celebrar durante la emergencia; en orden a los contratos que se
celebran durante la época de emergencia, no existe dificultad para admitir la validez de las
medidas de restricción transitoria que recaerán sobre ellos y que responden a normas preexistentes
a su celebración, aplicando las pautas de razonabilidad que nunca declinan su vigencia.
Ver nº 22.
22. — La jurisprudencia aplicable a las épocas de emergencia muestra marcada tendencia a reconocer la
constitucionalidad de las restricciones que recaen sobre los contratos, sea en curso de ejecución, sea a concertarse
en el futuro; a partir del caso “Ercolano c/Lanteri de Renshaw”, fallado en 1922, hasta la actualidad, normalmente
no han tenido éxito las objeciones de constitucionalidad contra las leyes de emergencia en materia de locaciones,
moratorias hipotecarias, etc.
a) En el mismo año 1922, sin embargo la Corte descalificaba excepcionalmente —en el caso “Horta
c/Harguindeguy”— a la ley de locaciones que alteraba contratos preexistentes, afirmando que “al celebrar el
contrato con arreglo a la ley en vigencia, que no limitaba el preciodel alquiler, el locador se había asegurado,
inicialmente, el derecho de exigir el precio convenido durante todo el plazo de la locación. Ese derecho había sido
definitivamente adquirido por él antes de sancionarse la ley impugnada...”.
En la misma línea de excepción, el caso “Mango c/Traba”, de 1925, recordaba que el régimen de emergencia
había sido tolerado por las decisiones judiciales solamente en consideración al momento de extrema opresión
económica de los inquilinos, como medida transitoria y de corta duración, pero que ese régimen anormal no puede
encontrar suficiente justificativo cuando se lo convierte de hecho en una norma habitual de las relaciones entre
locadores y locatarios a través de las reiteradas prórrogas acordadas a los inquilinos.
b) Fuera de estos casos aislados y de vieja data, el derecho judicial acogió la intervención del estado en los
contratos. En el caso “Avico c/de la Pesa”, de 1934, la Corte vuelve a su primitiva jurisprudencia del caso
“Ercolano c/Lanteri de Renshaw”, considerando equivalentes las leyes que reducían la tasa de interés y
prorrogaban el plazo en el pago de las deudas hipotecarias (ley 11.741) y las que rebajaban el alquiler y
prorrogaban el plazo de las locaciones (ley 11.157).
c) El caso “Ghirardo c/Pacho”, fallado por la Corte en 1945, fijó pautas de suma importancia, cuya síntesis es
la siguiente: a) en principio, bajo un régimen de libertad de contratar, sólo los jueces —y no la ley— pueden
revisar los contratos para declarar la invalidez de los que han sido concluidos sin libertad o no han recaído sobre
objetos lícitos, o no reúnen las solemnidades de la ley; b) la equivalencia de las prestaciones es requisito
substancial de la validez del contrato; c) la estabilidad del orden contractual supone correlativa estabilidad en lo
fundamental de las circunstancias sociales y económicas en que se contrata, y condiciones de real y efectiva
libertad para ambas partes; d) lo contratado no es de por sí ni siempre justo, pura y simplemente porque es lo
contratado; e) cuando las circunstancias generales hacen que con respecto a determinados objetos de contratación
ineludible o poco menos, una categoría de contratantes no se halla en condiciones de concreta libertad, o las
mismas circunstancias alteran de manera grave y sustancial el valor de una de las prestaciones recíprocas, es
válida la injerencia de la ley en los contratos, imponiendo de modo razonable modificaciones justas a las
estipulaciones, en tanto el régimen contractual de derecho común no contiene posibilidades propias de solución.
e) La ley de convertibilidad, de 1991, al prohibir toda indexación futura a partir del 1º de abril de dicho año,
significó imponer un impedimento a cualquier contrato —anterior o posterior— para aplicar o pactar cláusulas de
aquella naturaleza con efecto desde la citada fecha.
Sobre el carácter constitucional de la ley citada se pronunció la Corte con fecha 3 de marzo de 1992 en el
caso “Yacimientos Petrolíferos Fiscales c/Provincia de Corrientes”.
La teoría de la imprevisión.
23. — Al margen de la excepcional retroactividad de la ley que para el futuro recae sobre el curso de
cumplimiento de contratos celebrados con anterioridad, la teoría de la imprevisión admite que los jueces revisen
los contratos cuando se han producido cambios sustanciales en las condiciones tenidas en cuenta por las partes al
tiempo de la contratación. La cláusula “rebus sic stantibus” se considera implícita en los contratos, como
razonable complemento de la “pacta sunt servanda”, para dar cabida a aquella revisión judicial.
Se llama teoría de la “imprevisión” porque el acontecimiento extraordinario que sobreviene durante el tiempo
de cumplimiento del contrato es de una magnitud tal que no pudo ser verosímilmente previsto por adelantado.
Constitucionalmente, la teoría de la imprevisión puede hallar sustento implícito en el carácter relativo que,
como todos los derechos, reviste el de contratar. También, en la moderación del rigorismo contractual por
aplicación de la regla de razonabilidad.
Acogida primero por el derecho judicial, la teoría de la imprevisión se ha incorporado posteriormente al
código civil con la reforma que le introdujo la ley 17.711, acuñando la fórmula del art. 1198.
En el caso “Kamenszein Víctor J. y otro c/Fried de Goldring Malka y otros” del 21 de abril de 1992, la Corte
Suprema interpretó que para el supuesto de excesiva onerosidad sobreviniente del art. 1198 del código civil, la ley
sólo faculta a la parte perjudicada a demandar la resolución del contrato, y que la mejora equitativa está prevista
únicamente como alternativa que puede ofrecer la otra parte.
La contratación colectiva.
24. — En el derecho de contratar hay que tomar en cuenta, pese a sus especiales características, el derecho a
celebrar convenios colectivos de trabajo.
El tema de la contratación colectiva será abordado en el cap. XXI sobre los derechos gremiales del art. 14 bis
(nº 14 a 19).
La petición procede siempre, aunque lo pedido sea improcedente o hasta absurdo. La petición no significa
derecho alguno a obtener lo peticionado. Buena parte de nuestra doctrina hasta entiende que ni siquiera significa
derecho a obtener respuesta. Si así fuera, podría parecer que sin la obligación estatal de contestar la petición, el
derecho de peticionar se tornara inocuo; sin embargo, la mera petición siempre importa un canal de comunicación
entre comunidad y gobierno, o una forma de expresión de opiniones públicas, o hasta una vía de presiones sobre el
poder.
Aún así, entendemos que el derecho de petición obliga al órgano requerido a responder, lo
que no significa que deba necesariamente hacer lugar a lo pedido.
26. — Cuando la petición se radica ante órganos de la administración pública por los administrados,
presuponiendo el curso regular de un procedimiento administrativo, entendemos que el órgano requerido debe
emanar una resolución acerca de la pretensión incoada en la petición.
El silencio prolongado de la administración acerca de los pedimentos de los administrados traduce una
inactividad o negligencia que merece reparo mediante recursos tendientes a lograr, no la satisfacción de lo pedido,
sino el deber de la administración de resolverlo. Entre esas vías, cabe citar el amparo por mora.
Las peticiones ante los órganos (tribunales) de la administración de justicia (poder judicial) se vinculan con el
derecho a la jurisdicción, que envuelve una petición procesalmente articulada.
Su concepto y contenido.
27. — El derecho de reunión no integra el catálogo expreso de los derechos reconocidos, pero
sí el implícito.
30. — El derecho judicial es rico en principios acerca del derecho de reunión. En el caso “Comité Radical
Acción c/Jefe de Policía de la capital”, del año 1929, la Corte Suprema sostuvo que el derecho a reunirse
pacíficamente tiene suficiente arraigo constitucional en: a) el principio de los derechos implícitos del art. 33; b) el
derecho de petición colectiva; c) el principio de que en tanto las personas no se atribuyen los derechos del pueblo
ni peticionan en su nombre, pueden reunirse en mérito a que nadie puede ser privado de lo que la ley no prohíbe.
En el caso “Arjones Armando y otros”, fallado en 1941, la Corte estimó que: a) las reuniones no pueden
prohibirse en razón de las ideas, opiniones o doctrinas de sus promotores, sino en razón de los fines para los que
han sido convocadas; b) si el fin no es contrario a la constitución, las leyes, la moral o las buenas costumbres, ni la
reunión es peligrosa para el orden y la tranquilidad públicos a causa de circunstancias de oportunidad o de hecho,
la reunión no puede ser prohibida; c) tampoco puede prohibirse, ni sujetarse a aviso previo, la reunión en lugar
cerrado, de escaso número de personas, sin propósitos subversivos ni contrarios al orden público.
En el caso “Campaña Popular de defensa de la ley 1420”, fallado en 1947, la misma Corte reiteró que: a) el
derecho de reunión no admite más restricción que el permiso previo en caso de utilizarse calles, plazas y lugares
públicos; y b) el aviso para la que, siendo cuantiosa, se va a desarrollar en lugar cerrado.
32. — Durante el estado de sitio, el derecho de reunión es uno de los que suelen restringirse con mayor rigor.
No obstante el desarrollo del tema en su oportunidad, anticipamos como criterio general que durante el estado de
sitio sólo pueden prohibirse razonablemente las reuniones cuya realización compromete la situación de
emergencia existente, pero no las que carecen de toda relación con ella.
33. — El art. 15 del Pacto de San José de Costa Rica reconoce el derecho de reunión pacífica
y sin armas: “El ejercicio de tal derecho sólo puede estar sujeto a las restricciones previstas por la
ley, que sean necesarias en una sociedad democrática, en interés de la seguridad nacional, de la
seguridad o el orden públicos, o para proteger la salud o la moral públicas o los derechos o
libertades de los demás”. El marco de las restricciones aquí aludidas coincide con la regla de
razonabilidad de nuestra constitución para la reglamentación y la limitación de los derechos.
Una norma casi textual contiene el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art.
21).
Por su parte, el art. 15 de la Convención sobre Derechos del Niño reconoce a los niños el
derecho de realizar reuniones pacíficas.
La Convención sobre Discriminación de la Mujer trae alusiones al derecho de reunión en
diversos artículos.
Su concepto.
34. — La correlación de los arts. 14 y 20 nos permite agrupar en un mismo rubro los derechos de comerciar,
navegar, ejercer industria lícita, trabajar y ejercer profesión.
Dejando aparte el derecho de trabajar, que analizaremos dentro del tema del constitucionalismo social, los
restantes derechos que ahora enumeramos y que genéricamente componen la libertad de comercio e industria,
giran en torno de una actividad humana que, también genéricamente, presupone normalmente un trabajo o una
profesión de quien realiza tal actividad. Ello no quiere decir que estos derechos sólo se protejan cuando importan
una actividad habitual como medio de vida. Reciben similar tutela cuando su ejercicio es únicamente ocasional, y
cuando carece de todo propósito de lucro. El derecho de navegar puede —por ej.— imaginarse sin conexión
alguna con actividades productivas, nada más que en función de deporte o placer.
La regulación constitucional.
37. — Como principio, el derecho de ejercer el comercio y la industria suponen la respectiva libertad
individual. Comercio e industria son, fundamentalmente, actividades humanas, y en cuanto humanas, privadas, es
decir, libradas a la iniciativa de los particulares. Ello no descarta la reglamentación razonable, conjugada con las
competencias estatales que acabamos de reseñar. Por otra parte, tales actividades se vinculan con el derecho de
contratar libre-mente y con el derecho de propiedad.
38. — Con la reforma de 1994 se han añadido otras normas que consignan principios y
valores de indudable carácter imperativo, y que deben merecer desarrollo no sólo a través de
leyes, sino inspirar las políticas y servir de pautas obligatorias para interpretar la constitución.
Aunque no limitan su aplicación al área de los derechos que aquí examinamos, ni a la de la
libertad económica, tienen dirección indudable hacia ellas.
Así, proveer:
a) al desarrollo humano;
b) al progreso económico con justicia social;
c) a la productividad de la economía nacional;
d) a la generación de empleo;
e) al crecimiento armónico de todo el territorio;
f) promover políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de
provincias y regiones;
g) legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de
oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos.
Todo este plexo surge del art. 75 incisos 19 y 23.
Es importante tomar en consideración, asimismo, que al regular la coparticipación federal en
el reparto impositivo, el art. 75 inc. 2º párrafo tercero suministra parámetros imperativos para
llevar a cabo esa distribución; dice que:
a) será equitativa, solidaria, y
b) dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad
de oportunidades en todo el territorio.
La libertad económica.
39. — El tema que estamos tratando pertenece al ámbito de la llamada “libertad económica”, o sea, la
libertad de los particulares en el campo de la economía.
La constitución no trae ninguna norma expresa que defina un determinado sistema económico. Sin embargo,
creemos que de ella surge un principio mínimo que, con carácter general, parece evidente. La ideología de libertad
que inspira y da contenido a la constitución desde el preámbulo (“asegurar los beneficios de la libertad”) obliga a
sostener que en materia económica debe existir un espacio suficiente de libertad para la actividad privada, que
quede exento de interven-cionismo y dirigismo estatales. Las medidas ordenadoras de la actividad económica han
de ser suficientemente razonables y moderadas, fundadas en claros fines de bienestar general, y orientadas por el
llamado “principio de subsidiaridad” (según el cual el estado no debe hacer lo que pueden hacer los particulares
con eficacia, porque el estado debe ayudarlos, pero no destruirlos o absorberlos), así como por el principio de
justicia y de progreso económico con justicia social, más los que citamos en el nº 38.
Por lo menos desde la década de 1930, la libertad económica ha sido estran-gulada y afectada con marcada
regularidad, lo que nos lleva a decir que en la constitución material ha habido una mutación conforme a la cual el
estado ha ejercido vastas competencias, mediante ley o por normas infralegales, en el ámbito económico, con
menoscabo de la libertad personal y social.
41. — A partir de 1989 ha cobrado curso acelerado una política económica llamada de “desregulación” que
en el derecho constitucional material —apelando a la emergencia económica— va dejando sin vigencia la
mutación constitucional operada desde 1930 a raíz del intervencionismo estatal en la economía, pero acentuando
la desocupación, la pobreza, la desigualdad social injusta, el déficit fiscal, etc.
Paralelamente, se han privatizado empresas públicas y se han transferido a la actividad privada numerosos
ámbitos y servicios que estaban a cargo del estado.
No obstante la desregulación socioeconómica, se han dictado disposiciones intervencionistas —algunas y
muchas en beneficio del estado— con severas restricciones a los derechos personales (así, el plan Bonex que
convirtió los depósitos bancarios a plazo fijo en títulos públicos; la ley de consolidación de deudas del estado; la
suspensión de juicios contra el estado; la emergencia previsional; la llamada ley de “solidaridad previsional”, etc.).
Muchas de estas políticas riñen con la reforma constitucional de 1994.
Como principio, cabe señalar dos definiciones de suma importancia en la jurisprudencia de la Corte: a) el
criterio constitucional para resolver si una actividad es lícita, no puede ser el de la utilidad o conveniencia de la
misma, sino el de que ella no sea contraria al orden y a la moral pública, ni perjudique a terceros; b) la autoridad
no debe intervenir en la libre aplicación de capitales; ni en las empresas o iniciativas de los particulares,
prohibiendo determinados negocios por considerarlos ruinosos, o imponiendo otros que repute de conveniencia
pública.
Si bien estas pautas datan del año 1903, entendemos que conservan incólume su valor dikelógico.
a) Uno de los casos más antiguos es el conocido con el nombre de Saladeros de Barracas
(“Podestá Santiago, José y Jerónimo y otros c/Provincia de Buenos Aires”), fallado en 1887.
Dispuesta la clausura, y llegado el caso a la Corte, el tribunal entendió que los afectados no
podían invocar derechos adquiridos cuando quedaba comprometida la salud pública, señalando
que la autorización de un establecimiento industrial se funda siempre en la presunción de su
inocuidad, presunción que se destruye cuando los hechos demuestran la nocividad del
establecimiento insalubre.
b) Para los casos “Cine Callao”, “Inchauspe”, y “CAVIC”, ver nos. 21 a) y 7 b)
respectivamente.
43. — Como principio general, la jurisprudencia de la Corte acepta la facultad estatal “para intervenir por vía
de reglamentación en el ejercicio de ciertas industrias y actividades, a efecto de restringirlo o encauzarlo en la
medida que lo exijan la defensa y el afianzamiento de la salud, la moral, el orden público y aun los intereses
económicos de la colectividad”, agregando que la reglamentación “no debe ser, desde luego, infundada ni
arbitraria sino razonable, es decir, justificada por los hechos y las circunstancias que le han dado origen y por la
necesidad de salvaguardar el interés público comprometido, y proporcionado a los fines que se procura alcanzar
con ella”. El juicio sobre la razonabilidad no alcanza para revisar el criterio del legislador en orden a la eficacia o
conveniencia de los medios elegidos, según la citada jurisprudencia.
44. — Ahora hemos de hacer mención de casos opuestos a los reseñados, o sea, casos en que ciertas
reglamentaciones se han considerado inconstitucionales. Por una parte, como criterio general, la jurisprudencia de
la Corte descalifica las reglamentaciones provinciales que de alguna manera importan ejercer facultades privativas
del congreso en materia de legislación común o de fondo. Por otra, hay un caso importante que sirve de precedente
—“Empresa Mate Larangeira Méndez S.A. y otros”, resuelto por vía de amparo en 1967— en que se sostuvo que
la prohibición de cosecha de yerba mate para el año 1966, dispuesta por decreto de ese año, lesionaba
palmariamente los derechos de trabajo, y de gozar de la propiedad así adquirida cuando la cosecha ya estaba
realizada, y había originado gastos y obligaciones, cuyo incumplimiento daba lugar a enormes perjuicios
económicos y sociales.
Se ha sostenido también que ni siquiera en épocas de emergencia es posible admitir medidas que obligan a
vender por debajo del precio de costo y sin un margen razonable de ganancia.
Su concepto.
445. — El derecho que el art. 14 formula como de entrar, permanecer, transitar y salir del
territorio, puede considerarse equivalente de la llamada libertad de locomoción o circulación o
movimiento, y como proyección de la libertad corporal o física.En efec- to, la libertad
corporal apareja el desplazamiento y traslado del individuo, tanto como su residencia, radicación
o domicilio en el lugar que elige.
El derecho a obtener un pasaporte (de acuerdo a regulaciones razonables que se establezcan) es parte esencial
del derecho de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio. Así lo ha declarado la Corte Suprema en el
importante caso “O.A. c/Estado Nacional (Ministerio del Interior - Policía Fede-ral)”, del 20 de agosto de 1985.
La entrada al país.
46. — Fijémonos que el derecho de “entrar” está asignado, como todos los del art. 14 y de toda la
constitución en general, a los “habitantes”. ¿Cómo puede ser habitante quien todavía no ha entrado al país?
Distingamos: a) quien nunca entró al país, no ha sido ni es habitante; pero si pretende entrar, ya la constitución lo
considera “potencialmente” como posible habitante futuro y titulariza en él el derecho de entrar; b) quien alguna
vez o muchas entró al país, y volvió a salir, no pierde su calidad ya adquirida mientras la ausencia sea sólo
transitoria; de allí que su reingreso sea una entrada que le corresponde directamente como habitante.
El derecho de entrar es, como todos, relativo y, por ende, sujeto a reglamentación.
El titular de ese derecho puede ser: a) un nacional o ciudadano; b) un extranjero; c) quien ya
es habitante y después de haber salido pretende entrar nuevamente; d) quien nunca ha sido
habitante y pretende entrar; e) quien pretende entrar sin intención de residir.
Cualquiera sea el titular o sujeto activo del derecho de entrar, debe cumplir la reglamentación
razonable establecida para controlar el acceso y la admisión de personas.
La permanencia.
47. — El derecho de permanecer apunta a una residencia más o menos estable que puede
configurarse a mero título de turista, o residente transitorio, cuanto a título de residente
permanente. Reiteramos que la reglamentación de las condiciones de admisión y permanencia
debe ser razonable.
La permanencia, de cualquier tipo que sea, conviene a la persona, mientras aquélla dura, en miembro de la
población del estado, sometiéndola a la jurisdicción de nuestro estado. Si la permanencia es sólo accidental o
transitoria, la persona integra durante esa permanencia solamente la población del estado que llamamos “flotante”
u ocasional.
El tránsito.
49. — El derecho de salir del territorio abarca el de hacerlo con intención definitiva, o
solamente transitoria.
Corresponde advertir que: a) es válida la reglamentación razonable que impone requisitos para controlar o
autorizar la salida (medidas sanitarias, documentación, etc.); b) el derecho de salir no puede gravarse con sumas
que por su monto alteran o desnaturalizan tal derecho; las tasas que —por ej.— se imponen a la obtención de
pasaportes deben ser moderadas y proporcionales a la prestación que cumple el estado al proveer el documento; c)
la salida compulsiva o expulsión no puede fundarse en la extranjería. (Debe tenerse aquí presente lo que
explicamos al tratar la expulsión de extranjeros en el tema referido a la población).
La expulsión de extranjeros.
50. — Para el tema, remitimos al Tomo I, cap. VII en su acápite III sobre el derecho constitucional de los
extranjeros.
Aspectos generales.
51. — Las normas sobre asilo diplomático y político y sobre extradición, sean puramente internas, o
internacionales incorporadas al derecho interno, no violan el art. 14 en cuanto restringen el derecho de transitar o
de permanecer, o en cuanto dan lugar a la entrada y a la salida compulsiva. La extradición activa —o sea, la
requerida por nuestro estado frente a otro —significa una restricción al derecho de entrar libremente, en cuanto
persigue la entrada coactiva de quien está fuera de nuestro territorio. La extradición pasiva —o sea la requerida
por otro estado frente al nuestro— significa una restricción al derecho de permanecer libremente en cuanto
persigue la salida coactiva de quien está en territorio argentino.
La extradición interprovincial de criminales que prevé el art. 8º de la constitución coarta también el derecho
de transitar y escoger residencia en un lugar.
Tanto la extradición activa y pasiva como la interprovincial no violan el art. 14.
Para la relación con el derecho de los refugiados que se hallan en territorio argentino, remitimos al Tomo I
cap. VII nº 39, y cap. IX, nº 56.
52. — El derecho de permanecer y de salir se ve a veces afectado por algunas medidas de incidencia
patrimonial; por ej.: los recargos impositivos por ausentismo, la suspensión o retención parcial en el pago de
jubilaciones y pensiones cuando los beneficiarios se ausentan del país, etc.
Para “entrar”, debe tenerse en cuenta la prohibición absoluta de gravar el ingreso de extranjeros que formula
el art. 25.
En cada caso hay que examinar si el ausentismo configura un criterio razonable para adoptar la medida de que
se trate. Hay que pensar que si “salir” del país es un derecho, “quedarse” no puede ser convertido por ley en un
“deber”. Como principio, es arbitrario que el estado haga padecer a quien ejerce su derecho de salir del país una
restricción sobre otros derechos, porque con ello parece que se impone el deber de permanecer, que según el art.
14 no es tal, porque es —a la inversa— un derecho.
Por excepción parece que en materia impositiva puede ser razonable recargar ciertas contribuciones con un
“plus por ausentismo” a quien no reside habitualmente en territorio argentino.
53. — El derecho de locomoción ínsito en la fórmula del art. 14 sufre una fuerte constricción durante el
estado de sitio, a raíz de la facultad presidencial de arrestar y trasladar personas dentro del territorio, si ellas no
optan por salir de él.
Análogas restricciones derivan potencialmente del proceso penal y de la sentencia condenatoria. Durante la
secuela del proceso, y mientras no hay sentencia firme, las medidas privativas de libertad han de regularse con
suma cautela, y en proporción necesaria a los fines del proceso. La excarcelación tiene, por eso, base
constitucional. Dictada la sentencia condenatoria, la libertad decae válidamente frente a la pena
constitucionalmente impuesta.
54. — Bien que el derecho de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio es, como queda dicho, un
aspecto de la libertad corporal que sólo pertenece a las personas físicas, se puede conectar de alguna manera con
el derecho de las personas jurídicas o asociaciones extranjeras a establecerse en el país y a actuar en él como
sujetos de derecho. Por analogía, pues, les cabría un derecho de entrar y permanecer.
55. — Se discute si el congreso puede dictar una ley de “tránsito” con vigencia para todo el territorio,
incluido entonces el interjurisdiccional.
Una primera respuesta hace pensar que: a) el tránsito (sea de personas, de vehículos, de bienes
y mercaderías, etc.) encuadra en el concepto de “comercio” con que se interpreta
constitucionalmente la cláusula llamada “comercial” del art. 75 inc. 13; si reglar el “comercio”
interprovincial es competencia exclusiva del congreso, no parece errado contestar que dicho
órgano puede dictar una ley de tránsito con el alcance expuesto; b) el tránsito es también (para las
personas) uno de los derechos reconocidos en el art. 14 (“transitar por el territorio) y como todos
los derechos queda sujeto a reglamentación legal razonable según el propio artículo, de forma que
por este lado también se confirma la contestación afirmativa.
No obstante, la ley del congreso no podría ir más allá de lo necesario y conveniente para
proteger y asegurar el tránsito interjurisdiccional, dejando a las provincias la competencia no
abarcada por ese objetivo.
56. — El Pacto de San José de Costa Rica sobre derechos humanos contiene bajo el rubro de
“derecho de circulación y de residencia” las siguientes disposiciones en su art. 22: “1. Toda
persona que se halle legalmente en el territorio de un estado tiene derecho a circular por el mismo
y a residir en él con sujeción a las disposiciones legales. 2. Toda persona tiene derecho a salir
libremente de cualquier país, inclusive del propio. 3. El ejercicio de los derechos anteriores no
puede ser restringido sino en virtud de una ley, en la medida indispensable en una sociedad
democrática, para prevenir infracciones penales o para proteger la seguridad nacional, la
seguridad o el orden públicos, la moral o la salud públicas o los derechos y libertades de los
demás. 4. El ejercicio de los derechos reconocidos en el inciso 1 puede asimismo ser restringido
por la ley, en zonas determinadas por razones de interés público. 5. Nadie puede ser expulsado del
territorio del estado del cual es nacional, ni ser privado del derecho a ingresar en el mismo. 6. El
extranjero que se halle legalmente en el territorio de un estado parte en la presente convención,
sólo podrá ser expulsado de él en cumplimiento de una decisión adoptada conforme a la ley. 7.
Toda persona tiene el derecho de buscar y recibir asilo en territorio extranjero en caso de
persecución por delitos políticos o comunes conexos con los políticos y de acuerdo con la
legislación de cada estado y los convenios internacionales. 8. En ningún caso el extranjero puede
ser expulsado o devuelto a otro país, sea o no de origen, donde su derecho a la vida o a la libertad
personal está en riesgo de violación a causa de raza, nacionalidad, religión, condición social o de
sus opiniones políticas. 9. Es prohibida la expulsión colectiva de extranjeros.”
En normas más parcas también el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos enfoca
el mismo derecho en su art. 12.
La Convención sobre Derechos del Niño trae diversas normas sobre el derecho de entrar y
salir, previendo incluso las situaciones en que es menester mantener o facilitar la relación y el
contacto de los menores con sus padres cuando unos y otros no se encuentran en el territorio del
mismo estado, o dentro de él necesitan circular porque residen en lugares diferentes. (Puede verse,
por ej., el art. 10).
Hay normas sobre la libertad de elegir residencia y domicilio, y de circular, en las
Convenciones sobre Discriminación de la Mujer y Discriminación Racial.
57. — El art. 20 menciona expresamente entre los derechos civiles reconocidos a los
extranjeros, el de casarse conforme a las leyes. Dada la igualdad de status civil entre extranjeros y
ciudadanos, el derecho de contraer matrimonio pertenece a todos los habitantes.
Su titular o sujeto activo es siempre y necesariamente la persona física. El sujeto pasivo
fundamental es el estado —ya veremos de qué modo— y también los demás hombres en cuanto
no pueden impedir que una persona se case, ni obligarla a hacerlo.
El derecho de “no casarse” impide considerar que son ilícitas o ilegales las uniones de hecho
entre personas que, siendo hábiles para contraer matrimonio, conviven sin casarse entre sí.
58. — El matrimonio es, para nosotros, un contrato con características muy especiales; lo ubicamos entre los
actos jurídicos familiares que emplazan estado civil de familia mediante la libre prestación recíproca del
consentimiento. El matrimonio no es una institución; en todo caso, institución es la familia que con él se crea.
59.— Desde la perspectiva del estado como sujeto pasivo, sintetizamos los siguientes
conceptos personales:
a) La libertad jurídica de las personas para casarse y, de ese modo, emplazar un estado civil
de familia con efectos legales, no se satisface con la simple libertad “de hecho” para casarse
conforme a cualquier rito que eligen los contrayentes, porque requiere que: a’) la unión que
contraen quede reconocida por el estado en sus efectos civiles, tanto personales como familiares y
patrimoniales; por ende,
b) El estado debe habilitar y deparar a quienes pretenden casarse, alguna forma legal a través
de la cual alcanzar aquellos efectos;
c) La pauta de razonabilidad, en conexión con la libertad religiosa —incluida la eventual
objeción de conciencia— impide que el estado imponga una “única” forma legal para celebrar
matrimonio, tanto si esa única forma es “civil” como si es religiosa; por ello,
d) El estado ha de establecer un régimen pluralista de múltiples formas matrimoniales, para
que los contrayentes elijan la de su preferencia, escogida la cual ese connubio así celebrado debe
surtir efectos civiles para los esposos ante el estado y ante terceros;
e) No basta que el estado reconozca la libertad de contraer matrimonio religioso (antes o
después del “civil” impuesto como única forma habilitante), porque si el único matrimonio con
efectos civiles es el matrimonio civil obligatorio, queda innecesariamente lesionada la libertad
jurídica de casarse conforme a la opción legítima de las partes; no obstante,
f) El estado debe limitar el reconocimiento de los matrimonios contraídos conforme al aludido
régimen pluralista, a la condición de que el matrimonio celebrado religiosamente sea registrado
ante el mismo estado para producir efectos legales en las relaciones de familia.
60. — El argumento de que el matrimonio civil como única forma impuesta coactivamente por el estado para
casarse viola el pluralismo religioso y la libertad de conciencia fue rechazado por la Corte en su fallo del 12 de
agosto de 1982 en el caso “Carbonell” (con disidencia de los jueces Gabrielli y Rossi que, sin pronunciarse sobre
ese punto, decidieron su voto a favor del otorgamiento de pensión a la persona que contrajo solamente matrimonio
canónico “in articulo mortis” con el causante de estado viudo).
Mucho antes, en 1957, otro fallo de la Corte (en el caso “Pérez de Sánchez Laura”) había reconocido el
derecho a pensión de la mujer unida al causante solamente mediante nupcias religiosas, siendo ambos solteros.
61. — El matrimonio, pese a su naturaleza contractual, recibe fuertes limitaciones a la voluntad libre de las
partes, en razón del carácter de orden público de las normas que lo regulan. Por ello, el sistema pluralista que
hemos explicado en el nº 59 no impide que el estado imponga a todo matrimonio una única pauta legal en lo que
se refiere a la monogamia y al régimen de disolución vincular.
62. — En el resonado caso “Sejean” del 27 de noviembre de 1986 la Corte Suprema declaró, por mayoría, la
inconstitucionalidad del art. 64 de la ley 2393, entonces vigente, que establecía la indisolubilidad matrimonial. Del
fallo se desprende que el congreso, para satisfacer a la constitución, está obligado a implantar el divorcio vincular,
lo que se hizo después por ley 23.515.
Si bien rescatamos la idea de que en el caso la Corte ejerció el control de constitucionalidad sobre el sistema
legal de indisolubilidad, entendemos que la constitución no define el tema, y deja librado al congreso elegir entre
indisolubilidad o disolubilidad nupcial, siendo cualquiera de ambas alternativas igualmente constitucional.
63. — En el llamado divorcio “por mutuo acuerdo” que había incorporado el art. 67 bis de la ley 2393 y que,
en lo sustancial, subsiste en la nueva ley 23.515 (art. 215 y 236 del código civil), hay un aspecto constitucional
que no queremos omitir al referirnos al matrimonio, aun cuando se refiere más bien a la sentencia judicial que
dispone dicho divorcio. En su momento explicaremos que toda sentencia debe estar debidamente motivada y
fundada para ser constitucionalmente válida. Pues bien, en el divorcio comentado se sustancia un proceso judicial
en cuyas actuaciones no puede quedar constancia escrita de las causas que los cónyuges han alegado verbalmente
al juez para peticionar su separación, y el fallo se limita a expresar que los motivos aducidos por los cónyuges
hacen moralmente imposible la vida en común, evitando mencionar las razones que fundan esa situación.
Parecería que la ley estuviera habilitando (en contra de la constitución) el dictado de una sentencia que, por
carecer de motivación y fundamentación, sería “arbitraria”. Sin embargo, pensamos que la ley no es
inconstitucional, porque milita una razón suficiente para establecer el dispositivo comentado. Tal razón
excepcional radica en el propósito respetable de deparar a los esposos una vía y una forma procesales que
resguarden el secreto y la intimidad de las causales que desean sustraer a toda controversia escrita y a toda prueba
en juicio.
64. — Las normas constitucionales sobre la familia no limitan su alcance a la que surge del
matrimonio, y se extienden a cualquier núcleo parental.
Consideramos que “la familia” no es un sujeto con personalidad propia; con el vocablo “familia” se designa
colectivamente al conjunto de las personas físicas que son parte de ella, por lo que hablar de “derechos de la
familia” ha de significar “derechos de las personas físicas en sus relaciones de familia”, tanto dentro de la familia
como frente al estado y a terceros ajenos a ella.
65. — La constitución formal es parca en normas sobre la familia. Hasta 1957, carecía de
ellas. En 1957 el art. 14 bis in fine incorporó el siguiente enunciado: “la ley establecerá... la
protección integral de la familia; la defensa del bien de familia; la compensación económica
familiar, y el acceso a una vivienda digna”. Estamos ante una fórmula de las llamadas
programáticas, que no por eso deja de ser obligatoria, y que debe ser desarrollada.
Ha de repararse en que la letra de esta norma cuida de no mencionar al “bien de familia”, a la “compensación
económica familiar”, y a la “vivienda” como derechos subjetivos. Baste reflexionar que lo que surge de la cláusula
es la “obligación” estatal de “establecer” por ley lo que el texto menciona. Si en reciprocidad a esa obligación
existe o no un derecho personalizado en cada hombre, requeriría una extensión explicativa ajena a esta obra.
Para su propósito, solamente aclaramos que aquella obligación legal se satisface mediante la adopción de
políticas sociales de muy variada índole. En algunos casos, surge de ellas un indudable derecho subjetivo, por ej.,
una vez que la ley establece el salario familiar de acuerdo a determinadas condiciones, el trabajador que las reúne
titulariza el derecho personal a percibirlo.
66.— Después de la reforma de 1994 el art. 75 inc. 23 guarda también alguna relación en
materia de seguridad social con el tema de la familia cuando en su párrafo segundo alude al niño y
a la madre, ya que uno y otra ostentan una relación familiar y un estado civil de familia.
El Pacto de San José de Costa Rica obliga a igualar las filiaciones.
68. — En virtud de las cláusulas de la constitución y de los tratados de derechos humanos con jerarquía
constitucional acerca de la igualdad, en conexión con las de protección de la familia, entendemos que se acoge la
igualdad de los cónyuges en las relaciones matrimoniales y de familia, y la plena igualdad de los hijos
matrimoniales y extramatrimoniales.
69. — La cláusula sobre protección a la familia no presta fundamento a nuestro juicio para: a) sostener que la
constitución impone la indisolubilidad del matrimonio; b) discriminar a los homosexuales en razón de carecer de
inclinación o aptitud para formar una familia contrayendo matrimonio; c) afirmar que la abstención sexual
voluntariamente asumida —y, por ende, el celibato religioso en cualquier iglesia o culto— está en pugna con la
mentada cláusula en razón del compromiso de no contraer matrimonio.
70. — El Pacto de San José de Costa Rica estipula que “se reconoce el derecho del hombre y
la mujer a contraer matrimonio y a fundar una familia si tiene la edad y las condiciones requeridas
para ello por las leyes internas, en la medida en que éstas no afecten al principio de no
discriminación establecido en esta convención” (art. 17.2). El matrimonio no puede celebrarse sin
el libre y pleno consentimiento de los contrayentes (art. 17. 3).
Normas equivalentes contiene el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art.
23.2 y 3).
El derecho a contraer matrimonio en condiciones de igualdad con el varón está previsto en la
Convención sobre Discriminación de la Mujer (art. 16. 1, a), en tanto la Convención sobre
Discriminación Racial incorpora a su listado enunciativo de derechos el derecho al matrimonio y
a la elección del cónyuge (art. 5. d, iv).
El Pacto de San José de Costa Rica consigna que “la familia es el elemento natural y
fundamental de la sociedad y debe ser protegida por la sociedad y el estado” (art. 17. 1).
El mismo art. 17 dice: “4. Los estados partes deben tomar medidas apropiadas para asegurar la igualdad de
derechos y la adecuada equivalencia de responsabilidades de los cónyuges en cuanto al matrimonio, durante el
matrimonio y en caso de disolución del mismo. En caso de disolución, se adoptarán disposiciones que aseguren la
protección necesaria a los hijos, sobre la base única del interés y conveniencia de ellos. 5. La ley debe reconocer
iguales derechos tanto a los hijos nacidos fuera del matrimonio como a los nacidos dentro del mismo.”
El art. 19 declara que “todo niño tiene derecho a las medidas de protección que su condición
de menor requieren por parte de su familia, de la sociedad y del estado”.
Una norma equivalente incluye el art. 23 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos, omitiendo la igualdad de las filiaciones.
En la Convención sobre Derechos del Niño se despliegan numerosos aspectos que guardan
relación y hacen referencia al núcleo familiar del niño. Precisamente por la condición de
minoridad, los derechos del niño están fundamentalmente inmersos en el ámbito de la convivencia
doméstica, que el citado tratado contempla minuciosamente en varias partes de su articulado.
En relación con los derechos sociales, el Pacto Internacional de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales encara relaciones entre algunos de ellos y la familia en los artículos 10, 11 y
7 a. ii).
La Convención sobre Discriminación de la Mujer despliega una normativa múltiple en la
diversidad de su articulado cada vez que impone la igualdad real de derechos y de trato con el
varón en las relaciones de familia, y cuando alude a los derechos de la mujer en situaciones varias,
como embarazo, parto, maternidad, educación familiar, nacionalidad, planificación familiar,
prestaciones familiares, etc.
CAPÍTULO XV
I. EL DERECHO AMBIENTAL
1. — El art. 41 prescribe:
“Todos los habitantes gozan del derecho a un ambiente sano, equilibrado, apto para el
desarrollo humano y para que las actividades productivas satisfagan las necesidades presentes sin
comprometer las de las generaciones futuras, y tienen el deber de preservarlo. El daño ambiental
generará prioritariamente la obligación de recomponer, según lo establezca la ley.
Las autoridades proveerán a la protección de este derecho, a la utilización racional de los
recursos naturales, a la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad biológica,
y a la información y educación ambientales.
Corresponde a la Nación dictar las normas que contengan los presupuestos mínimos de
protección, y a las provincias, las necesarias para complementarlas, sin que aquéllas alteren las
jurisdicciones locales.
Se prohíbe el ingreso al territorio nacional de residuos actual o potencialmente peligrosos, y
de los radiactivos.”
(La bastardilla es nuestra).
Es una norma nueva que da acogimiento a una materia que antes de la reforma era susceptible de ubicarse por
igual en dos ámbitos: en el de los derechos de la tercera generación, y en el de los llamados intereses difusos, o
intereses colectivos, o intereses de pertenencia difusa. El art. 33 sobre derechos implícitos les servía de base.
Ahora, bien se lo puede ubicar entre los derechos humanos fundamentales.
2. — Cuando el art. 41 alude al derecho al ambiente sano como “derecho de todos los
habitantes” lo personaliza subjetivamente en cada uno, de modo análogo a como lo hacía ya el art.
14 con los derechos allí enumerados.
No cabe duda, entonces, de que la constitución ha perfilado claramente en el nuevo art. 41 una
situación jurídica subjetiva.
Sin perjuicio de ello, al depararle en el art. 43 la vía tutelar de la acción de amparo y hacer
referencia a “derechos de incidencia colectiva” ha asumido, simultáneamente, la dimensión
colectiva o grupal que tiene el derecho al ambiente. (Ver nº 36).
Ambiente y ecología.
3. — El derecho ambiental, o derecho ecológico, con un contenido muy holgado y elástico, ha alcanzado
auge contemporáneo universal, en la doctrina y en el derecho comparado.
Hay un nexo con el llamado derecho de los recursos naturales que, paulatina y tardíamente, fue englobando
otros sectores de antigua data, como el derecho de aguas, el derecho de tierras, el derecho forestal, el derecho
marítimo, el derecho minero, el derecho de la energía, el derecho de la atmósfera y el derecho del espacio aéreo.
Sin que haya coincidencia total entre el derecho ambiental y el de los recursos naturales, algunas bisagras los
vinculan —por ej., en lo que atañe a tierras, suelos, bosques, fauna, flora, aguas, etc.—; pero el derecho ambiental
presenta, a su vez, áreas ajenas a los recursos naturales, como son las del patrimonio cultural, artístico e histórico
(ver nº 5).
Hemos de tener presente que el art. 124 declara ahora que las provincias titularizan el dominio originario de
los recursos naturales existentes en su territorio.
4. — El ambiente al cual todos tienen derecho recibe adjetivaciones: sano, equilibrado, apto
para el desarrollo humano y apto también para las actividades productivas que satisfagan las
necesidades humanas sin comprometer las de las generaciones futuras. Es la fórmula con que la
Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo ha definido al “desarrollo sustentable”.
Ambiente “sano” alude al que facilita la instalación de las personas en un entorno favorable a
su bienestar.
Ambiente “equilibrado” apunta, por su parte, a la conjunción entre el entorno y las
actividades que despliegan las personas, de forma que propenda al mismo bienestar y al desarrollo
humano, sin deterioro para el ambiente.
La trama de estas alusiones pone en relación al ambiente con el desarrollo y con los derechos
humanos.
La referencia a las “generaciones futuras” no ha de entenderse como si quienes nacerán y vivirán en el futuro,
y todavía no viven, tuvieran desde ya derechos anticipados cuando aún no son personas —ni siquiera “nascitu-
rus”—. La locución ostenta, a nuestro criterio, otro alcance y otro sentido, que es el siguiente.
El llamado desarrollo “sustentable” —o sostenible— configura un tipo o modelo de desarrollo duradero que
haga posible la vida de los seres humanos, de la fauna y de la flora en nuestro planeta tierra, todo ello enmarcado
en el entorno ambiental que hace las veces de un hábitat. Para que así sea resulta imprescindible que las políticas
de desarrollo en y para cada presente tomen muy en cuenta también el futuro, porque la perturbación o el daño
ambientales no siempre son inmediatos sino que pueden producirse tardíamente si ya, desde ahora, no se adoptan
las precauciones necesarias. A tales repercusiones futuras las previene el art. 41 con un claro sesgo de solidaridad
social.
5. — El ambiente no se circunscribe al entorno físico y a sus elementos naturales: agua, atmósfera, biosfera,
tierra, subsuelo; hay que añadir todos los demás elementos que el hombre crea y que posibilitan la vida, la
subsistencia y el desarrollo de los seres vivos. Tales organismos vivos componen un sistema y una unidad, con
interacciones en un espacio determinado entre los mismos seres vivos y sobre el ambiente del que forman parte.
Es el ecosistema, y es la ecología entendida como la relación de esos organismos con el entorno y las condiciones
de existencia.
Por supuesto, ya dijimos que hay que computar los denominados recursos naturales, que son bienes que se
hallan en la naturaleza y que son susceptibles de transformación y uso por parte de los hombres (ver nº 3).
Pero como el hombre es un ser social, el ambiente también se integra con otros ingredientes que, latamente,
cabe calificar como culturales; es así como debemos agregar el patrimonio artístico e histórico que, no en vano,
recibe el apodo de patrimonio cultural.
Por fin, el patrimonio natural —dentro del cual nos parece que hay que incorporar al paisaje— viene a
sumarse a todos los contenidos antes ejemplificados.
Sin demasiado esfuerzo, cabe interpretar que el ambiente abarca todos los ámbitos —naturales y construidos
por el hombre— donde se alojan la persona humana y sus actividades.
El deber de preservación.
El párrafo alusivo a la cuestión que comentamos podría inducir a equivocación o confusión cuando parece
dividir dos aspectos: por un lado, y primero, el deber de proteger este derecho; por el otro, después, proveer a la
utilización racional de los recursos naturales, la preservación del patrimonio natural y cultural y de la diversidad
biológica, la información y educación ambientales.
Pensamos que esa enumeración —ejemplificativa y no taxativa, de diversos aspectos— compone una unidad
dentro del ambiente en su doble faz: el derecho al ambiente sano, y la obligación —estatal y de los particulares—
de preservarlo. Los recursos naturales, el patrimonio cultural —más sus especies: histórica, artística, con identidad
y pluralidad (conforme al art. 75 inc. 19 in fine)—, integran el ambiente.
Luego, instrumentalmente, vienen como medios idóneos para el derecho y el deber, la información y la
educación ambientales.
Todo ello, además, con un engarce indisoluble respecto de las pautas que ha señalado el primer párrafo del
art. 41: la aptitud del ambiente sano y equilibrado para el desarrollo humano, para las actividades productivas, y
para las generaciones futuras.
La parte de la norma que se refiere a la obligación de recomponer el daño ambiental queda enfatizada por el
adverbio “prioritariamente”. Quiere significar que “antes que todo”, o “antes que nada”, las cosas deben volver a
su estado anterior, cuando ello es posible.
La operatividad de la norma
Se observa, entonces, que hay una indisoluble relación con el derecho a la información y a la libertad de
expresión, y con el derecho a la educación y a la cultura.
Una vía indirecta, que no excluye la obligación estatal directa, ha de ser el auxilio que el estado preste a las
asociaciones y entidades que tengan como finalidad la protección ambiental en todos los contenidos que,
elásticamente, hemos dado por incluidos en el ambiente.
La tutela judicial amparista.
11. — “Los derechos que protegen al ambiente” cuentan —según el texto del art. 43— con la vía del amparo
para esa protección. El supuesto bien merece calificarse como amparo ecológico o amparo ambiental.
12. — Ya antes de 1994, el derecho ambiental planteó novedades en razón de nuestro régimen federal con su
división de competencias entre el estado federal y las provincias.
Los dos principios a conjugar, que son difíciles en su coordinación, se enuncian así: a) cuidar el ambiente es
responsabilidad del poder que tiene jurisdicción sobre él; pero b) no todos los problemas ambientales son
juridisccionalmente divisibles, ya que hay interdependencia en el ambiente y hay movilidad de factores nocivos
para él, por lo que si bien un factor degradante puede localizarse, suele irradiar perjuicio difuso y movedizo más
allá del lugar de origen.
La distribución de competencias que ahora diseña el art. 41 no obstruye lo que, desde antes de la reforma de
1994, dimos por cierto en el sentido de que el derecho ambiental ofrecía ámbito para aplicar el federalismo
concertado entre el estado federal y las provincias, sin excluir dentro de las últimas a sus municipios. No
pensamos que después de la reforma haya quedado excluida la viabilidad de una concertación interjurisdiccional
porque, en definitiva, el citado art. 41 nos propone competencias concurrentes.
También desde antes de la reforma Guillermo Cano había efectuado un desglose cuatripartito de índole
competencial: a) federal, b) provincial, c) municipal, d) interprovincial. Habría que añadir el internacional.
Veamos el reparto actual.
13. — La cláusula tercera del art. 41 es una norma que corresponde a la parte orgánica de la
constitución, porque define el reparto de competencias entre el estado federal y las provincias.
Al estado federal le incumbe dictar las “normas de presupuestos mínimos”, y a las provincias
las normas “necesarias para complementarlas”. Se trata de una categoría especial de competencias
concurrentes.
En efecto:
a) Los contenidos mínimos escapan a la competencia provincial, porque son propios del
estado federal;
b) Las normas complementarias de competencia provincial son la añadidura para maximizar
lo mínimo.
No se trata, por ende, de que toda la materia ambiental caiga íntegramente en las dos jurisdicciones. La
concurrencia está repartida entre lo mínimo y lo máximo complementario.
No obstante, creemos que esta complementariedad maximizadora de los contenidos mínimos
no impide que la legislación provincial recaiga en problemas ambientales jurisdiccionalmente
divisibles que se circunscriben al ámbito territorial de una provincia, a condición de no alterar la
protección surgida de la ley de presupuestos mínimos.
16. — Todo ello demuestra que la reforma ha reconocido, implícitamente, que cuidar el ambiente es
responsabilidad prioritaria del poder que tiene jurisdicción sobre él, lo que equivale a asumir la regla de que la
jurisdicción es, como principio, local —provincial y municipal—. No obstante, el perjuicio al ambiente no suele
detenerse localmente, porque es movedizo y transferible más allá del lugar de origen; la interdependencia del
ambiente es, entonces, un parámetro que sirve de guía, y que convoca al estado federal a fijar los presupuestos
mínimos de protección. Estos rigen tanto para el ámbito local, donde acaso quede circunscripto el perjuicio sin
difusión extrajurisdiccional, como más allá de él en el supuesto habitual de que el problema ambiental no sea
jurisdiccionalmente divisible.
17. — Cuando el ex art. 108, que se mantiene después de la reforma como art. 126, prohíbe a las provincias
legislar en materia de derecho común una vez que el congreso ha dictado los códigos o leyes de esa naturaleza
enunciados en el art. 75 inc. 12 (ex art. 67 inc. 11), parece posible entender, analógicamente, que hasta tanto se
sancionen las normas de presupuestos mínimos por el estado federal, las provincias disponen de margen elástico
para dictar leyes amplias en orden al derecho ambiental.
18. — De lo que ahora no queda duda es de que la ejecución y aplicación de la legislación del
congreso se rige por la regla del art. 75 inciso 12, que es la clásica del anterior art. 67 inc. 11: la
competencia legislativa del congreso no altera las jurisdicciones locales. Así lo consigna
expresamente el mismo art. 41.
No obstante la reserva de las jurisdiccionales provinciales para aplicar las normas ambientales, creemos
viable que:
a) determinados delitos ecológicos puedan revestir la naturaleza de delitos federales (y no de derecho penal
común) y, por ende, las respectivas causas judiciales deban tramitar ante tribunales federales;
b) fuera del ámbito penal, el estado federal también invista excepcionalmente jurisdicción judicial federal
para aplicar y ejecutar algunas políticas y medidas protectoras del ambiente, si acaso la unidad ambiental lo
reclame sin lugar a duda.
19. — Queda todavía otro aspecto competencial, cuando se atiende al derecho internacional.
Es necesario afrontarlo porque las cuestiones ambientales son susceptibles de afectar a más de un
estado.
Los daños de expansión interjurisdiccional dejan margen para que el estado federal concierte
tratados internacionales que, por revestir jerarquía supralegal, subordinan a la ley de
presupuestos mínimos que incumbe dictar al congreso. Por supuesto, también colocan por debajo
de sí a las normas provinciales.
Tales tratados no sólo prevalecen siempre sobre la legislación sino también pueden exceder lo
que, en y para la ley de presupuestos mínimos, es materia de competencia del estado federal.
De todos modos, si aceptamos que estos tratados tienen, al menos parcialmente, carácter de tratados de
derechos humanos (porque hay derecho al ambiente sano) podemos recordar que el derecho interno también
dispone de margen para ampliar el dispositivo internacional.
20. — En el campo de las competencias provinciales hay que agregar que: a) los convenios de
regionalización para el desarrollo económico y social del art. 124 pueden prever la protección al
ambiente que se vincula con dicho desarrollo; b) los tradicionales “tratados” interprovinciales
del art. 125 también, incluso con participación del estado federal; c) los convenios internacionales
que según el art. 124 pueden celebrar las provincias admiten recaer en materia ambiental.
II. EL DERECHO DE LOS CONSUMIDORES Y USUARIOS.
22. — La norma del art. 42 traza alguna dirección al sistema económico, que no puede
desconectarse de todo el techo principista-valorativo, en especial con sus reiteradas apelaciones al
sistema democrático.
Las alusiones que aparecen en el art. 42 —por ejemplo: a la competencia, al control de los
monopolios, al consumo, etc.— presuponen la existencia del mercado, lo que no significa —sin
más— que la libertad y la competencia en el mercado retraigan la presencia razonable del estado
en este ámbito económico del consumo, de los bienes y de los servicios. Para nada ha de alentarse
ni verse aquí una postura abstencionista del estado propiciada por el art. 42, sino todo lo contrario.
En efecto, todas las menciones que bajo la cobertura del “derecho de los consumidores y usuarios” se hacen
en el párrafo primero, más las puntualizaciones que siguen en los párrafos segundo y tercero, demuestran que el
sistema democrático con su plexo de derechos apuntala la presencia del estado para evitar desigualdades injustas
y para mantener —o recuperar, si es preciso— el equilibrio en las relaciones de consumidores y usuarios.
Vigilar al mercado, frenar abusos en las prácticas comerciales, y tutelar derechos, hacen de eje
a la interpretación que asignamos al art. 42. Ha de presidir esta interpretación la convicción de
que se ha querido proteger como interés jurídico relevante todo lo que tiene relación con las
necesidades primarias y fundamentales que el consumo, los bienes y los servicios deben
satisfacer en favor de las personas.
23. — Hemos adelantado que hay que hacer intersección entre las desigualdades y el equilibrio.
Desigualdades, porque nadie duda de que los consumidores y usuarios —por más libertad de mercado que se
pregone— son vulnerables frente a quienes les proveen los bienes y servicios básicos para una vida decorosa y
digna, y que tal vulnerabilidad frente a eventuales abusos, engaños, prácticas desleales, etc., reclama el equilibrio
que el estado democrático está obligado a dispensar. (Por su relación con el tema, ver cap. XIV, nº 15, 17, 39 y
40).
Cuando echamos mano de la expresión “necesidades primarias, fundamentales, o básicas” estamos pensando
en los alimentos; en el suministro de agua; en la corriente eléctrica; en las redes cloacales; en el gas; en el teléfono,
y en muchas cosas más. El acceso a todo ese conjunto de bienes y servicios es un derecho del consumidor y del
usuario, que no se abastece ni se hace efectivo de cualquier manera por virtud mágica del mercado libre ni de la
supuesta “mano invisible” que siempre pone orden y rinde beneficio para todos. Aquí subyace la desigualdad, y es
indispensable el equilibrio. Y el estado debe lograrlo con la participación de la sociedad —es decir, de los
consumidores y de los usuarios, más las asociaciones constituidas para defender sus intereses y sus dere-
chos—.
24. — No hay duda —asimismo— de que en el mercado de consumo y servicios ha cambiado mucho la
relación entre el fabricante, vendedor o proveedor, y el público. La propaganda y la publicidad comerciales, la
difusión y penetración de los medios de comunicación, y la llamada “mercadotecnia” (dirigida a conocer e inducir
a los consumidores) son algunas de las estrategias y técnicas que hoy han modificado el panorama de antaño. La
denominada “globalización”, por su parte, añade al problema nuevos estilos en el proceso de comercialización —
por ej., con las ventas a distancia, y la publicidad internacional—.
La lealtad comercial, la propaganda competitiva, el deber de veracidad, el espíritu de lucro, la tendencia al
consumismo en muchos estratos sociales, y por sobre todo la dignidad de la persona humana y los derechos que
ella compromete —y se le comprometen— en este orbe del consumo y los servicios, componen entre sí una
bisagra que obliga a tomar en cuenta, como aspecto central, el debido equilibrio entre el mercado, la competencia
y la oferta-demanda (por un lado) y la protección de la persona (por el otro).
27. — Vamos a recorrer en el primer párrafo del art. 42 el enunciado de los derechos de los
consumidores y usuarios “en la relación de consumo” (y de uso):
a) derecho a la protección de su salud (que incluye el derecho a la vida y a la integridad);
b) derecho a la protección de su seguridad (personal, en cuanto se halla en juego por la
naturaleza y calidad de bienes y servicios);
c) derecho a la protección de sus intereses económicos (conforme a sus recursos de igual
índole);
d) derecho a información veraz y adecuada por parte de quienes proveen los bienes en el
mercado de consumo y de servicios;
e) derecho a la libertad de elección (en la misma relación);
f) derecho a condiciones de trato equitativo y digno (en la misma relación).
28. — En el segundo párrafo se atisba la defensa del consumidor y del usuario por parte del
estado. Al igual que en el art. 41 en materia de derecho ambiental, aquí se dice que “las
autoridades proveerán a la protección de esos derechos” (los enunciados en el párrafo
antecedente), para en seguida extender idéntica obligación de proveer a:
a) la educación para el consumo;
b) la defensa de la competencia en el mercado;
c) el control de los monopolios;
d) el control de la calidad y eficiencia de los servicios públicos;
e) la formación y participación de asociaciones de consumidores y usuarios.
29. — No cabe duda de que los derechos que menciona expresamente el art. 42 proyectan implícitamente otra
serie, en la que a título de ejemplo podemos incluir:
a) el derecho a acceder al consumo;
b) el derecho a trato no discriminatorio sino en igualdad de oportunidades;
c) el derecho a satisfacer, mediante el consumo y el uso de servicios, las necesidades básicas o primarias de la
persona;
d) el derecho a la lealtad comercial.
Si ahora buscamos la bisagra con el plexo de valores, reaparecen muchos; así:
a) el valor solidaridad;
b) el valor cooperación;
c) el valor seguridad;
d) el valor participación;
e) el valor igualdad;
f) el valor justicia.
30. — No dudamos en considerar que cada uno de los aspectos a cuya protección deben
proveer las autoridades, también tiene como recíprocos —del lado del consumidor y del
usuario— los correlativos derechos.
Son derechos “frente” al estado, porque “autoridades” son todos los órganos de poder
gravados con la obligación de proveer la protección. Al vocablo “autoridades” le asignamos
alcance amplio y, por supuesto, al igual que en el caso del art. 41, involucrando a los “jueces”. No
en vano el art. 43, al reglar la acción de amparo, lo hace viable en su segundo párrafo en lo
relativo a la competencia, al usuario y al consumidor, como también en general a los derechos de
incidencia colectiva.
En algunos casos, los derechos son ambivalentes, porque resultan oponibles además ante
quien provee los bienes y los servicios. Así, el derecho a la calidad y eficiencia, y a que el
mercado no se distor-sione en desmedro de la competencia. Esto en orden a derechos que surgen
del párrafo segundo. Pero también entre los del párrafo primero encontramos derechos —allí
enunciados como tales— con la misma ambivalencia, o sea, que invisten los consumidores y
usuarios frente al estado y frente a los proveedores de bienes y servicios.
31. — Muchos de estos derechos muestran parentesco con los del art. 41 sobre el ambiente. Así, a título de
ejemplo, los prestadores del servicio de agua deben cuidar que el agua no se polucione; las industrias que procesan
productos para la alimentación y la bebida no deben contaminar el ambiente, como tampoco los proveedores de
carnes y vegetales para el consumo han de incurrir en depredación, ni los cultivos han de arrasar el suelo
volviéndolo improductivo a cierto plazo, etcétera.
La legislación prevista.
32. — El último párrafo del art. 42 remite a la legislación para que establezca procedimientos
eficaces en orden a prevenir y solucionar conflictos en la triple relación de “consumidores y
usuarios-prestadores de bienes y servicios - estado”. La ley ha de discernir también los marcos
regulatorios de los servicios públicos de competencia “nacional” y, tanto para esto como para la
prevención y arreglo de conflictos, la ley debe además prever la necesaria participación de las
asociaciones de consumidores y usuarios, y de las provincias interesadas. Añade, en alusión a esta
participación: “en los organismos de control”.
Entendemos que estos organismos controladores han de tener facultad en el doble ámbito ya señalado: para
prevenir y solucionar conflictos, y para fiscalizar —y exigir— que las prestaciones de bienes y servicios se
encuadren en el marco regulatorio fijado por la ley.
El derecho de asociación.
33. — El derecho de asociación, que con solamente el art. 14 queda bien abastecido en una
posible pluralidad de áreas, encuentra en el art. 42 su especificación. Hay en él dos menciones: a)
la primera, cuando el párrafo segundo alude al deber estatal de proveer a la protección del
derecho a constituir asociaciones de consumidores y usuarios; b) la segunda, a la necesaria
participación de las mismas en los organismos de control.
No cabe duda de que las leyes tienen que dar desarrollo a este derecho de asociación; no resulta facultativo
hacerlo o no hacerlo, porque entendemos que existe la obligación de legislar. Sin embargo, hasta tanto tal
legislación esté completa, el art. 42 —como todos los demás de la constitución— tiene como mínimo un contenido
esencial en virtud de la fuerza normativa de la misma constitución, y en mérito al mismo los jueces han de dar
andamiento aplicativo a aquel contenido. Nos refuerza en este punto la circunstancia de que el ya citado art. 43
prevea la acción de amparo en orden a los derechos relativos a la competencia, al usuario y al consumidor.
Si explayamos más el sentido de la educación para el consumo, podemos sostener que, globalmente, es una
educación que coloque a consumidores y usuarios en situación suficiente para conocer, ejercer y exigir todos los
derechos que emergen del art. 42.
La educación para el consumo en el correcto sentido que le atribuimos es un deber del estado, porque figura
en el párrafo donde la norma dice que las autoridades proveerán a esa educación; pero es compartidamente un
deber de las asociaciones de consumidores y usuarios.
35. — “Los derechos que protegen a la competencia, al usuario y al consumidor” disponen por el art. 43 de la
vía del amparo para su defensa judicial.
36. — Los derechos del art. 41 y del art. 42 han solido incardinarse doctrinaria y
cronológicamente en los que se llaman de la tercera generación, porque son los de aparición más
reciente, a continuación de los civiles, políticos y sociales. Muestran algunos rasgos importantes y
novedosos, entre los que traemos a colación los siguientes:
a) a más de la titularidad personal e individual, alojan una dimensión colectiva y
transindividual que los afilia a la categoría de los intereses difusos, o de los derechos de
incidencia colectiva mencionados por el art. 43;
b) exhiben una intersección —sobre todo en cuanto a su desarrollo reglamentario— entre el
derecho público y el derecho privado;
c) se relacionan con muchísimos otros derechos, como el derecho a la seguridad; a la calidad
de vida; a la igualdad de oportunidades y de trato; a la educación; a la información; a la libertad
de expresión; a comerciar y ejercer industria; a la propiedad; a la tutela judicial eficaz; a asociarse;
a participar; a la salud; a la vida; al desarrollo; a no sufrir daño; a la reparación del daño; a la
integridad; a la libertad de contratar; a reunirse; al tráfico negocial leal, etc.
En este enjambre del inc. c) aparece también:
d) el ensamble con derechos que están declarados en la constitución, con derechos implícitos,
y con derechos por analogado.
No es ocioso reiterar que todo viene atravesado por un eje fuerte de constitucionalismo social,
y por el contenido del sistema axiológico de la constitución.
37. — No obstante que los derechos referidos al ambiente, y al consumo y uso de bienes y servicios no son
“derechos por analogado”, porque los arts. 41 y 42 los perfilan con naturaleza de derechos en su más pleno
sentido, la proyección que irradian en cuanto derechos de incidencia colectiva en la mayor parte de los casos nos
permite avizorar que el sujeto pasivo “estado” (o autoridad pública) asume frente a tales derechos una obligación
activamente universal de naturaleza similar a la que explicamos cuando habíamos abordado los mencionados
derechos por analogado. De ser así, tal obligación existe frente a todo el conjunto social que comparte esos
mismos derechos al ambiente y al consumo y uso de bienes y servicios.
CAPÍTULO XVI
I. LA RADIOGRAFÍA GENERAL
1. — Aparte de los derechos que la constitución enumera y de los que sin estar enumerados
hemos analizado particularmente, cabe tomar en cuenta todo el repertorio de los que se
denominan “derechos implícitos”. Su catálogo no forma parte expresamente del orden normativo
de la constitución formal, pero ha de reputarse incluido en ella, a tenor de las siguientes pautas y
conforme a las siguientes bases: a) las que proporciona el deber ser ideal del valor justicia, o
derecho natural (pauta dikelógica); b) las que proporciona la ideología de la constitución que,
acogiendo la pauta dikelógica, organiza la forma democrática de nuestro estado respetando la
dignidad de la persona, su libertad y sus derechos fundamentales (pauta ideológica, valores y
principios fundamentales que contiene el orden de normas constitucionales); c) las que
proporciona el art. 33 (pauta de la justicia “formal” en el orden de normas constitucionales); d) las
que proporcionan los tratados internacionales sobre derechos humanos; e) las que proporcionan
las valoraciones sociales progresivas.
Silencio e implicitud no son lo mismo etimológicamente, pero acá vendrían a coincidir porque los derechos
sobre los que la “letra” de la constitución hace silencio componen el plexo de los derechos implícitos. ¿Por qué
implícitos? Porque tienen su fuente en el espíritu de la constitución, en su filosofía política, en su techo
ideológico. El contexto de principios y valores constitucionales ayuda a cubrir, desde la implicitud, el silencio que
queda fuera de la enumeración de derechos.
3. — El art. 33 remite, como fuente, a la “soberanía del pueblo” y a la “forma republicana de gobierno”. No
es —a nuestro criterio— una expresión feliz. Otras mucho mejores hallamos en numerosas constituciones
provinciales y en tratados internacionales de derechos humanos. Por ejemplo, cuando se hace referencia a
derechos inherentes a la persona humana, a su naturaleza, a su dignidad, a la forma democrática, etc.
Se nos dirá que si cuenta con una norma explícita en tratados de jerarquía constitucional no son implícitos.
Respondemos: no son implícitos en los tratados, pero lo son en la constitución porque las normas de los tratados
están fuera de ella (en el bloque de constitucionalidad).
5. — Además:
c) Después de la reforma de 1994, hay normas en la constitución que al referirse a un
determinado derecho —como es el de consumidores y usuarios de bienes y servicios en el art.
42— consignan en relación con él a otro derecho —en el ejemplo del art. 42 el derecho a la
protección de la salud— que no figura entre los derechos enumerados; el aspecto parcial del
derecho a la salud en la relación de consumo corrobora que el contenido completo del derecho a la
salud carece de norma en el catálogo constitucional de derechos, pero el art. 42 ayuda a darlo por
comprendido entre los implícitos. (Ver nº 14).
d) En tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional hay cláusulas sobre
derechos implícitos —por ej., en el art. 29 del Pacto de San José de Costa Rica—, más las que al
prescribir que las disposiciones del tratado no limitan ni niegan otros derechos provenientes de
distinta fuente muestran que tales tratados asumen en el sistema de derechos a los que surgen del
derecho interno; o sea, entre ellos, no sólo a los enumerados sino también a los que están
implícitos en la constitución.
e) Hay, además, derechos que la constitución enuncia entre los enumerados, pero en cuyos
contenidos hemos de reconocer muchos de ellos como implícitos, porque la constitución no los
desarrolla; a veces —como en el derecho a publicar las ideas por la prensa, del art. 14— algunos
contenidos —como el derecho a expresarse por medios distintos de la prensa— emergen de
tratados internacionales de jerarquía constitucional.
Estos son algunos ejemplos que estimulan a ahondar el análisis de los derechos implícitos del art. 33 para que
sirva de matriz a cuantos plus convenga, sea para admitir nuevos derechos como para ampliar contenidos en
derechos enumerados. El puente que se traba entre los derechos enumerados con los implícitos en el art. 33, más
otros derechos parcialmente citados en otras normas de la constitución, más los principios y valores que componen
su sistema axiológico, más los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional, tiene que ser recorrido
de ida y de vuelta para abastecer en plenitud al sistema de derechos. Las estrecheces y las interpretaciones egoístas
y reduccionistas no se compadecen con la riqueza que proporciona el art. 33 de derechos implícitos.
Cuando decimos que el derecho a la vida es el que encabeza a todos los otros, pensamos que para ser sujeto
titular de derechos hay que estar vivo, porque solamente el ser humano que vive aquí y ahora tiene derechos.
Se nos dice que antes que la vida, está la dignidad, porque la vida del ser humano que es persona debe ser
vivida con dignidad.
Seguramente, anteponer el derecho a la vida a los demás derechos tiene un sentido cronológico y ontológico.
Pero como es verdad que la vida humana merece dignidad porque la dignidad es intrínseca a la persona, no hay
inconveniente en empalmar una afirmación y la otra para desembocar en la afirmación de que la dignidad
inherente a todo ser humano en cuanto es persona confiere base a todos los demás derechos.
La dignidad no se halla mencionada, ni como derecho ni como principio, en nuestra
constitución, pero cuenta con base normativa en los tratados de derechos humanos con jerarquía
constitucional. Dentro de la constitución, seguramente nadie duda de que está incluida en el art.
33.
7. — El derecho a la vida, como propio del ser humano, es un derecho de la persona humana.
Tan simple aseveración plantea el arduo problema de fijar con la mayor precisión posible desde
qué momento existe la persona humana. El Pacto de San José de Costa Rica protege el derecho a
la vida “en general, a partir del momento de la concepción” (art. 4.1).
Los avances científicos y tecnológicos, la bioética, las prácticas de fecundación extracorpórea, etc., que tantas
innovaciones y sorpresas nos vienen deparando, inducen a algunos a diferir el instante en que —ya producida la
concepción— se tiene por cierto que hay un “individuo” de la especie humana y, por ende, una “persona humana”
que coincide íntegramente con ese “individuo”.
Cuando se sabe que (en la filosofía tradicional) para que haya una “persona” humana debe haber,
simultáneamente, un “individuo” humano, es posible consentir que la persona comienza con la “individuación”
del ser humano, lo cual plantea un problema que desde nuestro punto de vista resolvemos así: si la individuación
es posterior —acaso— a la llamada “concepción” (o fecundación) y, por ende, el comienzo de la persona humana
también lo es (porque coincide con la individuación), no obstante la vida humana en gestación y desarrollo es
siempre y objetivamente, un bien jurídico aun antes de que exista la persona: entonces, tendríamos dos etapas
igualmente importantes en perspectiva constitucional: a) el período de vida humana desde la concepción hasta la
individuación del nuevo ser humano como persona; b) el siguiente período de vida humana de ese ser que ya es la
“persona” concebida.
A cada período le correspondería: a’) la protección constitucional del proceso completo de la vida en
gestación, pese a que todavía no fuera posible hablar de “derecho” a la vida porque faltaría el sujeto (persona) en
quien titularizarlo; b’) el “derecho” a la vida cuando ya hay persona humana que, en cuanto sujeto, está en
condición ontológica de titularizarlo.
8. — No obstante la diferencia durante cada una de las etapas propuestas, tanto la vida humana en gestación
como el derecho a la vida, tornan inconstitucionales a las normas permisivas del aborto, la eugenesia, el descarte y
la destrucción de embriones, etc.
Nuestra opinión acerca de la inconstitucionalidad de normas que autoricen las prácticas antedichas no
significa que las respectivas conductas inconstitucionales deban estar incriminadas y sancionadas penalmente,
porque hacerlo es privativo de la política criminal del congreso y no viene exigido por la constitución. Una cosa,
pues, es considerar inconstitucional una norma “permisiva” que autoriza a cumplir una conducta contraria a la
constitución, y otra diferente es que esa conducta deba necesariamente ser tipificada y penada como delictuosa. Lo
último no lo compartimos.
10. — A partir del momento en que se da por cierta la existencia de la persona por nacer, el derecho a la vida
comprende el derecho “a nacer”. En el período en que todavía no se reconozca la “personalización” del ser
concebido y aun no individuado, no correspondería hablar del “derecho” a nacer porque no habría sujeto titular a
quien imputar tal derecho, pero hay vida humana que, en cuanto bien jurídico constitucionalmente protegido, debe
preservarse contra todo lo que impida o interrumpa su desarrollo evolutivo natural. En correspondencia con ese
bien, hay una obligación constitucional de respecto y tutela (ver nº 7 y 8).
11. — El art. 75 inc. 23 dice en su párrafo segundo que es competencia del congreso “dictar un régimen de
seguridad social especial e integral en protección del niño en situación de desamparo, desde el embarazo hasta la
finalización del período de enseñanza elemental...”. Esta norma se refiere a un régimen de seguridad social, por lo
que no puede interpretarse ni como imponiendo el deber de incriminar el aborto mediante ley, ni como deparando
una tutela genérica al “derecho a la vida” durante el embarazo de la madre. Es cierto que para proteger “al niño”
hay que presuponer que se ha comenzado a gestar la vida humana del ser que será un niño, pero insistimos en que
esa protección del inc. 23 se emplaza en el ámbito de la seguridad social, y no en el del derecho penal.
La conexión de la seguridad social con la vida humana y con el derecho a la vida no difiere demasiado de la
que se traba con cualquier otro derecho que, para gozarse y ejercerse, necesita previamente titularizarse en una
persona con vida. Tal es la única interpretación que nos merece el inc. 23 comentado.
12. — La Corte tuvo ocasión de referirse al derecho a la vida, y de conferirle operatividad, cuando debió
conciliar, en un caso de trasplante de órganos, la situación del donante y del donatario (que eran hermanos entre
sí) para autorizar la ablación de un órgano del primero en favor del segundo (el caso se suscitó porque la hermana
donante no había cumplido la edad prevista en la ley para efectuar la donación de un órgano propio).
Otro interesante caso vinculado con el derecho a la vida y a la salud fue resuelto por la Corte en sentencia del
27 de enero de 1987 (“C. M. del C. B. de c/Estado Nacional, Ministerio de Salud y Acción Social”), respecto del
suministro de la discutida droga supuestamente anticancerígena denominada crotoxina.
13. — El “derecho a la vida” aparece expresamente consignado en el Pacto de San José de Costa Rica, cuyo
art. 4.1 dice que “toda persona tiene derecho a que se respete su vida. Este derecho estará protegido por la ley y, en
general, a partir del momento de la concepción. Nadie puede ser privado de la vida arbitrariamente”. Como
prolongación, el art. 5.1. prescribe que “toda persona tiene derecho a que se respete su integridad física, psíquica y
moral”.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos también incluye el derecho a la vida en su art. 6º.
El derecho a la salud
14. — Un ejemplo interesante que no queremos omitir —entre otras razones porque se
vincula con el derecho a la vida y a la integridad— es el derecho a la salud. Su mención marginal
en el art. 42 (para protegerlo en la relación de consumo) apunta a un aspecto parcial que ahora
debemos ampliar.
Como derecho implícito dentro de los clásicos derechos civiles, pudo tener como contenido
inicial el derecho personal a que nadie infiera daño a la salud, con lo que el sujeto pasivo
cumpliría su única obligación omitiendo ese daño.
Hoy, con el curso progresivo de los derechos humanos en el constitucionalismo social, aquel
enfoque peca de exigüidad. El derecho a la salud exige, además de la abstención de daño,
muchísimas prestaciones favorables que irrogan en determinados sujetos pasivos el deber de dar
y de hacer.
Piénsese, no más, en las prestaciones estatales y privadas que para la atención de la salud tienen a su cargo los
establecimientos del estado, las entidades de medicina prepaga, las obras sociales, etc., más las propias de la
seguridad social. Todo ello para dispensar tratamientos de prevención, de asistencia durante la enfermedad, de
seguimiento en el período de recuperación y rehabilitación, etc., más —según el caso— la provisión de terapias y
medicamentos.
15. — Normalmente, tales aspectos requieren que entre quien demanda prestaciones de salud y la entidad —
estatal o privada— que es reclamada, haya una relación jurídica suficiente que preste base a las obligaciones del
sujeto pasivo como correlativas del derecho postulado por una persona determinada como titular del derecho a la
salud. En los hospitales públicos, creemos que dicha relación surge y se traba con la simple solicitud de quien
concurre a ellos.
16. — En el contenido del derecho a la salud se considera actualmente incluido el derecho del paciente a un
conocimiento informado que debe dispensarle el profesional, el derecho de negarse a determinadas terapias
(cirugías riesgosas, amputación de miembros, transfusiones de sangre por objeción de conciencia, prolongación
artificial o mortificante de la vida en estadios próximos a la muerte, etc.). Todo ello marca una relación con el
problema de la buena y la mala praxis.
17. — Es ocioso recalcar que el derecho al ambiente sano del art. 41 también se anuda con el derecho a la
salud cada vez que contaminaciones y depredaciones (del aire, del agua, de la flora, etc.) provocadoras de daño
ambiental, inciden malignamente en la salud y hasta en la vida —a veces— de las personas.
18. — El derecho a la salud aparece reconocido en el art. 12 del Pacto Internacional de Derechos
Económicos, Sociales y Culturales como derecho “al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental”,
e impone a los estados-parte la obligación de adoptar para su plena efectividad una serie de medidas que la misma
norma especifica.
En el art. 24 de la Convención sobre Derechos del Niño se registra asimismo el derecho del niño al disfrute
del más alto nivel posible de salud y servicios para el tratamiento de las enfermedades y la rehabilitación de la
salud, y a renglón seguido estipula una serie de medidas para asegurar la plena aplicación de este derecho.
Las dos convenciones sobre Discriminación Racial y sobre Discriminación de la Mujer prevén, en relación
con el respectivo objeto de cada una, aspectos varios del derecho a la salud.
20.— Valga como ejemplo genérico el derecho a la intimidad o privacidad cuando se lo tiene como emanado
del art. 19 y, por ende, alojado en la nómina de los derechos enumerados, pero no se le incorporan muchos de los
contenidos que hemos analizado en el cap. X. Si acaso se negara —por ejemplo— que el secreto profesional, el
secreto fiscal, el secreto de las fuentes de información, el derecho al silencio (o a no expresarse), y toda la gama de
conductas autorreferentes hacen parte del derecho a la intimidad, habría que darles cobertura como derechos
implícitos. (Ver, para otra hipótesis, nº 21).
Cuando se toma en cuenta el derecho a la igualdad (que el art. 16 define como igualdad “ante la ley”) es
importante ensanchar sus contenidos acudiendo a la igualdad real de oportunidades y de trato que aparece en el
art. 75 inc. 23; a la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna, que menciona el art. 75
inc. 19 párrafo tercero (en materia de educación); a la igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres del
art. 37 (en materia de derechos políticos); y a la igualdad de oportunidades que, como una pauta entre varias,
incluye el art. 75 inc. 2º párrafo tercero (en materia de distribución de la coparticipación impositiva).
El derecho a la intimidad.
21. — La intimidad o la privacidad que tienen base en el art. 19 explayan proyecciones implícitas. El
resguardo constitucional de la intimidad no se agota en cuanto se refiere a esa intimidad como propia y exclusiva
de cada persona (es decir, de una sola), porque hay situaciones en las que la intimidad cubre a dos o más en
común. Así, en el caso de la intimidad del núcleo familiar; del domicilio donde conviven varias personas; del
secreto entre el profesional y el cliente; de los esposos para decidir los problemas de la procreación; de las fuentes
plurales de la información periodística, etc.
22. — Cuando hemos enfatizado el plexo de principios y valores, especialmente de los que
aparecen con la reforma de 1994 en la parte orgánica de la constitución, dijimos que hay que
inferir una recíproca ampliación del sistema de derechos, aunque las normas no hagan referencia a
uno o más derechos determinados.
Podemos suministrar algunos ejemplos.
a) El derecho al desarrollo es un derecho implícito. No viene definido como tal en la
constitución, pero ésta contiene las siguientes menciones:
a’) al desarrollo humano en los arts. 41; 75 incisos 17 y 19; 125;
a’’) al desarrollo (cuando regula la distribución de los recursos derivados de la
coparticipación impositiva) en el art. 75 inc. 2º párrafo tercero; también (cuando alude a equilibrar
el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones) en el art. 75 inc. 19 párrafo segundo;
a’’’) al desarrollo económico y social (cuando prevé con ese fin la creación de regiones por
las provincias) en el art. 124.
b) El derecho a la calidad y nivel de vida dignos es otro derecho implícito que no está
enumerado con ese nombre; no obstante, la “calidad de vida” aparece como una de las pautas con
que el art. 75 inc. 2º párrafo tercero indica el modo de distribuir los recursos de la coparticipación
impositiva.
c) El derecho a la identidad, y su correlato que es el derecho a la diferencia, ya fue objeto de
análisis (cap.X del Tomo I, nos. 22/23). Al reiterar lo entonces explicado, conviene añadir ahora
que la denominada libertad informática —en correlación con el poder informático y sus bancos o
registros de datos— aloja en el derecho a la identidad un contenido que bien merece llamarse
derecho a la identidad informática. Con él —a través del habeas data— cada persona ha de estar
en aptitud de controlar, cancelar, rectificar y preservar los datos que hacen a su identidad.
El derecho a la reparación.
24. — Alguna relación con los derechos implícitos podemos atisbar en derechos que las normas
constitucionales definen como de “todos los habitantes” (caso del art. 41 sobre derecho al ambiente sano), o
pluralmente de “los consumidores y usuarios” (caso del art. 42).
¿Por qué y dónde queda la impresión de la implicitud, si es que hay normas expresas que declaran tales
derechos?
La respuesta admite ser ésta: El enunciado normativo los imputa a cada persona que es habitante, o que es
consumidor o usuario de bienes y servicios; pero cuando se abarca la pluralidad de todas esas personas, aparece
—sin que las normas lo digan explícitamente— el carácter colectivo que genéricamente viene aludido en el art. 43
con el nombre de “derechos de incidencia colectiva en general”, a semejanza de los intereses difusos.
La propuesta podría ser ésta: hay derechos que aparecen enunciados o enumerados como derechos personales,
y proyectan —debido a su naturaleza— una dimensión colectiva o de incidencia colectiva en el conjunto social
indeterminado; en esta bifrontalidad, tal dimensión colectiva en cada uno de dichos derechos surge implícitamente,
aunque englobada en el perfil normativo de derechos de incidencia colectiva a los que el art. 43 —sin
enumerarlos— depara tutela mediante la acción de amparo.
26. — Para el derecho judicial de la Corte (caso “Sejean”, de 1986) también fue un derecho implícito el de
recuperar la aptitud nupcial mediante divorcio vincular, y de contraer nuevo matrimonio después del divorcio.
Una vez que entró a regir la ley de divorcio vincular hay que reconocer que este derecho forma parte de los
derechos implícitos de la constitución.
27. — Si de alguna manera y con cualquier alcance arbitrariamente discriminatorio alguien llega a sostener
que determinados derechos pueden ser negados a las personas discapacitadas (por ej., ejercer profesión liberal,
conducir vehículos, etc.), oponemos a su afirmación la de que entre los derechos implícitos debe considerarse
comprendido el de las personas discapacitadas para ejercer razonablemente iguales derechos que las que no lo
son. El art. 75 inc. 23 párrafo primero proporciona sobrado fundamento.
28. — La circunstancia de que determinados derechos surjan de tratados internacionales que no poseen
jerarquía constitucional y que sólo son supralegales no es óbice para que, según su entidad, sean considerados
como derechos implícitos del art. 33.
CAPÍTULO XVII
I. SU ENCUADRE GENERAL. - El concepto de propiedad. - La propiedad en la constitución argentina. - Qué es Comentado [CM2R1]:
propiedad en sentido constitucional. - II. LOS CONTENIDOS DEL DERECHO DE PROPIEDAD. - Los contenidos
generales. - Los contenidos en el proceso. - Los contenidos en el derechos de la seguridad social. - Los
contenidos que surgen del pago. - Los contenidos que surgen de la irretroactividad de las leyes. - Los
contenidos que surgen de la transmisión por causa de muerte. - Los contenidos que surgen del art. 42. - Los
contenidos en la propiedad intelectual. - El cambio de titularidad de la propiedad en el “derecho objetivo”. - La
“indexación” y la propiedad. - La prohibición legal de la indexación. - La inviolabilidad de la propiedad. - Las
limitaciones a la propiedad. - Las limitaciones “sociales”. - Los tratados inter-
nacionales de jerarquía constitucional.
I. SU ENCUADRE GENERAL
El concepto de propiedad.
1. — Entre los derechos individuales que el constitucionalismo moderno o clásico protegió con más
intensidad se halla el de propiedad. El derecho de propiedad de cuño individualista recibió el impacto de las
transformaciones ideológicas, sociales y económicas, hasta llegar a las doctrinas que le asignan una función social,
y a las fórmulas del constitucionalismo social que —como en la constitución de Weimar de 1919— enuncian el
principio de que “la propiedad obliga”.
Entre el extremo del liberalismo individualista y las concepciones afirmativas de que la propiedad tiene una
función social, transcurre toda una etapa suficientemente larga para advertir el progreso que significa la última de
las teorías señaladas. No obstante, surge por otro lado el vasto movimiento socialista y luego marxista, que se
encarga de llevar su ataque a la propiedad privada, especialmente con respecto a los llamados medios de
producción, a los que propone colectivizar para alcanzar la emancipación del proletariado. Las constituciones que,
con posterioridad a la Revolución Rusa de 1917, se enrolaron en esta línea, tanto en la ex Unión Soviética como
en los estados alineados en su órbita de irradiación, organizaron el orden social y económico tomando en cuenta la
socialización de la propiedad de los medios de producción.
Como los movimientos pendulares son frecuentes en el devenir histórico, la extinción de la Unión Soviética y
sus satélites puso ahora de moda un “neo-liberalismo” capitalista, que en sus políticas sacrifica al
constitucionalismo social so pretexto de valorizar al mercado y a la libre competencia.
3. — El derecho “a tener propiedad” solamente se concreta en un derecho de propiedad sobre algún bien
determinado, cuando el derecho positivo adjudica a un sujeto el título respectivo conforme a algún acto jurídico
reconocido como adquisitivo de propiedad.
Con respecto a la persona física, entendemos que un extranjero “no habitante” puede ser propietario en
territorio argentino, alcanzándole la protección que la constitución depara a la propiedad y a su titular; con
respecto a las personas jurídicas extranjeras, pueden ser propietarios en territorio argentino los estados extranjeros
(por ej.: sobre el inmueble donde funciona su representación diplomática) y las personas jurídicas y asociaciones a
quienes se reconoce extraterritorialidad.
El sujeto pasivo del derecho de propiedad es ambivalente: a) por un lado, el estado, a quien se
dirige fundamentalmente la prohibición de violar la propiedad privada; b) los particulares, que no
deben perturbar el uso y ejercicio del derecho que ostenta el sujeto activo.
El sujeto pasivo, sean quien fuere, también está obligado a no impedir (contra la voluntad de
una persona) que ésta adquiera propiedad.
Si tal como ya lo hemos expuesto, el estado tiene el deber de promover los derechos humanos, le cabe en
relación al derecho de propiedad la obligación de estructurar un orden socioeconómico justo, que haga posible a
los hombres acceder con su iniciativa privada a la propiedad de los bienes necesarios para poder vivir conforme a
su dignidad de persona.
El concepto genérico de propiedad constitucional, que engloba todas sus formas posibles, ha
sido acuñado por la jurisprudencia de la Corte al señalar que el término “propiedad” empleado en
la constitución comprende todos los intereses apreciables que el hombre puede poseer fuera de sí
mismo, de su vida y de su libertad, con lo que todos los bienes susceptibles de valor económico o
apreciables en dinero alcanzan nivel de derechos patrimoniales rotulados unitariamente como
derecho constitucional de propiedad.
8. — Si aplicamos la teoría de las “libertades preferidas” al caso del derecho de propiedad podemos decir en
líneas generales que, dada su inviolabilidad (art. 17), y pese a fuertes restricciones y aun violaciones consentidas
en razón de emergencia por el derecho judicial de la Corte, la propiedad ha sido tenida como un derecho
“preferido” dentro del plexo constitucional de los derechos personales.
No obstante, ése no es el rango que le asigna el derecho internacional de los derechos humanos, muchos de
cuyos tratados ni siquiera lo incluyen (ver nº 30).
9. — El repertorio de casos a través del cual extraeremos los diversos contenidos del derecho
constitucional de propiedad impide la cita de todos esos casos, si es que deseamos mantener la
visión panorámica. Yendo, pues, a la enumeración de tales contenidos, encontramos que integran
el derecho de propiedad y, por ende, quedan amparados por la garantía de su inviolabilidad
consagrada en el art. 17, los siguientes aspectos:
A) El derecho de dominio y sus desmembraciones, de acuerdo con la legislación común.
B) Las concesiones de uso sobre bienes del dominio público, como por ej.: el derecho a una
sepultura, cualquiera sea la naturaleza que revista de acuerdo a las diferentes posiciones
doctrinarias sobre los sepulcros. (Si el cementerio es privado, la sepultura es un bien del dominio
de los particulares.)
C) Las concesiones que reconocen como causa una delegación de la autoridad del estado a
favor de particulares, como por ej.: empresas de ferrocarriles, de transportes, de electricidad, de
teléfonos, explotación de canales y puertos, etc.
D) Los derechos y las obligaciones emergentes de contratos. En este rubro nosotros creemos
que se incluyen los contratos entre particulares y los contratos en que es parte la administración
pública (sean estos últimos contratos administrativos o de derecho común).
En cuanto a los convenios colectivos de trabajo, los beneficios que acuerdan a los trabajadores durante el
lapso en que están en vigor, se incorporan a cada contrato individual de trabajo, y son, por ende, derechos
adquiridos; por ello: a) una ley posterior al convenio colectivo no puede dejar sin efecto ni alterar aquellos
beneficios; b) los mismos beneficios pueden ser dejados sin efecto, una vez vencido el plazo de vigencia del
convenio colectivo, por otro convenio de igual naturaleza.
Debe tenerse presente, en cuanto a los derechos emergentes de los contratos, lo que decimos al tratar el
derecho de contratar y las épocas de emergencia, tanto cuando leyes de emergencia recaen en contratos celebrados
antes, y que se hallan en curso de cumplimiento, cuanto en el caso de esas mismas leyes en aplicación a contratos
a celebrarse después de su vigencia.
En rigor, la categoría de los derechos adquiridos perdería su autonomía para subsumirse en otros contenidos
de la propiedad, si pensáramos que un derecho puede adquirirse automáticamente en virtud de una ley, o por un
contrato, o por un acto administrativo inmutable o por una sentencia firme, etc. No obstante, y cualquiera sea el
título que da origen a derechos adquiridos, preferimos conservar el rubro como un aspecto del derecho de
propiedad que merece mención aparte.
Lo que es imprescindible retener es que la calidad de “adquirido” que tiene un derecho proviene directamente
de alguno de los actos jurídicos que se la confieren (ley, contrato, acto administrativo, sentencia, etc.), y no
depende del hecho “material” de que un bien esté realmente en “posesión” de quien titulariza el derecho adquirido
(así, por ej., cuando se celebra un contrato de locación, el locador “adquiere” el derecho a percibir un alquiler en
cada momento estipulado durante el tiempo de vigencia del contrato, pero cada suma de dinero no ha sido cobrada
anticipadamente al tiempo de contratar; o sea, el locador no materializa el cobro total sobre cuyo monto, no
obstante, tiene “derecho adquirido”).
Es menester entender que si un derecho se puede “adquirir” a través de distintas fuentes (ley,
contrato, acto administrativo, sentencia, etc.), la “adquisición” por ley presenta interés especial,
porque hay casos en que una ley engendra por sí misma y automáticamente (sin necesidad de
ningún otro acto particular de aplicación a favor de un sujeto), un derecho “adquirido” a favor de
éste.
En el caso “De Martín Alfredo c/Banco Hipotecario Nacional” del 28 de diciembre de 1976 la
Corte ha dicho que “si bajo la vigencia de una ley el particular ha cumplido todos los actos y
condiciones sustanciales y los requisitos formales previstos en esa ley para ser titular de un
determinado derecho, debe considerarse que hay derecho adquirido aunque falte la declaración
formal de una sentencia o de un acto administrativo, pues éstos sólo agregan el reconocimiento de
ese derecho o el apoyo de la fuerza coactiva necesaria para que se haga efectivo”.
En materia de honorarios profesionales la Corte ha hecho aplicación de la teoría del derecho adquirido en el
caso “Costa Francisco e Hijos, Agropecuaria c/Provincia de Buenos Aires”, del 12 de setiembre de 1996, al
sostener que el derecho a percibir honorarios se constituye como tal en el momento en que el trabajo profesional
se realiza, con independencia de la época en que se practica la regulación judicial; por ende, ese derecho se vuelve
inalterable y no admite modificación ni supresión por leyes posteriores.
10. — G) La sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada. Ello significa que las decisiones
judiciales firmes resultan intangibles, no pudiendo ser modificadas por otras ni desconocidas por
leyes, o actos estatales o privados. Los derechos y obligaciones emergentes de las sentencias se
incorporan al patrimonio, aunque en sí mismos carezcan de contenido patrimonial.
Que la cosa juzgada es inmutable y queda cubierta por la garantía constitucional de la propiedad tampoco
impide que, si concurre causal razonablemente suficiente, la sentencia pasada “aparentemente” en autoridad de
cosa juzgada sea revisada judicialmente (en cuyo caso se habla de cosa juzgada nula o írrita). La revisión de la
cosa juzgada en tales supuestos puede ser regulada en las leyes procesales, pero aun a falta de ley existe asidero
constitucional bastante para admitir tal revisión.
H) Los actos válidamente cumplidos durante el proceso. Ello importa que la validez y
eficacia de dichos actos se rige por la ley vigente al tiempo de cumplirlos, y que no pueden ser
desconocidos posteriormente. La aplicación de una nueva ley de procedimientos a las causas
pendientes debe reservarse para las etapas procesales futuras, sin afectar los actos anteriores. Este
aspecto se vincula con el tema de la preclusión procesal.
En el caso “Hussar Otto”, del 10 de octubre de 1996, la Corte declaró inconstitucional el art. 24 de la ley
24.463 que, en materia de seguridad social, retrogradó etapas cumplidas bajo aplicación de la legislación anterior
y, como consecuencia, había obligado a reconvertir el procedimiento en juicios pendientes por reclamos
jubilatorios y pensionarios.
I) El derecho a obtener en juicio que la sentencia se dicte conforme a la ley “de fondo”
vigente a la fecha de trabarse la litis.
Este es un punto de ardua discrepancia; consiste en decidir qué ley debe aplicar el juez al sentenciar una causa
que, iniciada bajo la vigencia de una norma de fondo, se ve sorprendida durante su pendencia por otra norma que
sustituye a la anterior. No se trata de leyes procesales aplicables a la tramitación del juicio, sino de las que rigen
las pretensiones de las partes. Una fuerte corriente jurisprudencial mantuvo el criterio de que las partes en juicio
adquieren derecho, al trabarse la litis, para que la sentencia se dicte en aplicación de la ley en vigor en aquella
ocasión, descartando la ulterior que sobreviene entre la litis trabada y la decisión judicial. La Corte Suprema tiene
resuelto —sin que a nuestro criterio ello signifique abdicar totalmente del principio expuesto— que las leyes de
orden público deben aplicarse a las causas pendientes en tanto la propia ley así lo establezca, y que ello no
vulnera derechos adquiridos; o lo que es lo mismo, que las partes en juicio no adquieren derecho a que la causa se
falle conforme a la ley vigente al trabarse la litis, si posteriormente y antes de la sentencia firme se dicta otra ley
de orden público que determina su aplicación a los procesos en curso.
Pero adviértase que esta aplicación de la nueva ley nunca puede afectar a los procesos definitivamente
concluidos por sentencia firme, porque en esta hi-pótesis juega la intangibilidad de la cosa juzgada examinada en
el apartado 7.
No obstante este inveterado principio acuñado por la jurisprudencia de la Corte, hoy creemos que ha de
hacerse una salvedad, a tenor del criterio sustentado por Marienhoff: cuando el afiliado en actividad cumple las
condiciones legales para jubilarse, y prosigue trabajando, adquiere derecho a que su jubilación “futura” se
otorgue, cuando entre en pasividad, de acuerdo a la ley que estaba en vigor al tiempo de reunir aquellas
condiciones, razón por la cual la ley nueva dictada después de este momento y antes de jubilarse no puede
perjudicarlo;
b) Si una ley privilegia determinada clase de servicios como “diferenciales”, entendemos que el hecho de
prestarlos durante la vigencia de dicha ley genera derecho “adquirido” a que se los compute en la forma
diferencial que ella prevé, aunque la misma ley ya esté derogada al tiempo de cesar definitivamente el afiliado en
su servicio activo; no obstante, éste no es el criterio acogido por la Corte Suprema;
c) El acto de otorgamiento del beneficio, una vez que pasa en autoridad de cosa juzgada
administrativa, es inmutable y apareja adquisición de un derecho irrevocable; el derecho
emergente del acto otorgante se desglosa en dos aspectos; c’) el status personal de jubilado o
pensionista, en quien es titular del beneficio, y del cual no puede ser privado; c’’) el goce o
disfrute del beneficio, que normalmente consiste en el cobro periódico de una suma de dinero; el
monto, cuota o haber del beneficio no es intangible, y conforme a la jurisprudencia de la Corte
puede ser disminuido para el futuro mediando causa razonable, siempre que la rebaja no sea
confiscatoria; pero este principio que acoge la viabilidad de un cercenamiento no confiscatorio,
tiene hoy que ser conjugado con el principio de movilidad en el ajuste de las jubilaciones y
pensiones —art. 14 bis— por cuya razón su aplicación parece tornarse excepcional;
d) Si bien como principio acabamos de ver que el derecho se adquiere con el acto otorgante
del beneficio, no existiendo hasta ese momento sino un derecho en “expectativa”, hay una
excepción a formular, y es la siguiente: cuando el afiliado deja de trabajar —sea por renuncia,
cesantía, despido, muerte, etc— su derecho queda fijado por el hecho de la cesación en la
actividad; ello quiere decir que el beneficio que a él o a sus causahabientes se otorgue en el futuro,
deberá concederse aplicando la ley vigente a la fecha de la cesación.
Sistematizando lo expuesto encontramos que el derecho a la jubilación se rige: a) por la ley vigente a la fecha
del otorgamiento, cuando el afiliado está todavía en actividad; b) por la ley vigente a la fecha de la cesación en la
actividad, cuando el afiliado dejó de trabajar antes del otorgamiento.
e) En cuanto a las causales de extinción o caducidad, y a las causales de suspensión, cabe efectuar estas
distinciones: a) las causales de extinción o caducidad son las que irrogan la pérdida del status de jubilado o
pensionista; deben regirse por la ley que reguló el otorgamiento del beneficio, o sea, no pueden surgir de una ley
posterior; nadie puede ser privado de su status si la causal no estaba prevista en la ley aplicable a la concesión del
beneficio; b) las causales de suspensión son las que afectan el goce del beneficio, o sea, las que impiden cobrarlo
mientas la causal subsiste —por ej.: causales de incompatibilidad—, pero mantienen el status, por cuya razón,
desaparecida la causal se rehabilita el pago; pueden surgir de una ley posterior y distinta a la que reguló el
otorgamiento del beneficio.
Sobre la proporcionalidad entre el haber originario del beneficio y la remuneración de actividad, así como
entre ésta y el haber móvil del beneficio, remitimos al tema en la explicación del art. 14 bis.
12. — K) El efecto liberatorio del pago. Se entiende por efecto liberatorio del pago el derecho
que adquiere el deudor cuando satisface su deuda, a no ser obligado a ningún pago suplementario
o nuevo. El pago surte efecto liberatorio cuando se efectúa de conformidad a la ley vigente al
tiempo de cumplirse. Si una ley posterior grava al deudor que ya pagó con obligaciones nuevas o
mayores, no puede aplicarse.
El principio del efecto liberatorio del pago ha sido extendido jurisprudencialmen-te, para sostener que
también libera el pago llevado a cabo de conformidad a la jurisprudencia “uniforme” vigente en el momento, y en
el lugar (o jurisdicción).
13. — L) Irretroactividad de la ley. Tanto el viejo art. 3º del código civil, como el nuevo
redactado por la reforma que introdujo la ley 17.711 previeron con fórmulas diferentes el caso de
las leyes retroactivas. El principio de que las leyes no son retroactivas surge de la propia ley civil,
o sea, carece de rango constitucional. La constitución formal no contiene norma expresa al
respecto, salvo en lo referente a la ley penal (art. 18). Sin embargo, y de acuerdo a la
jurisprudencia de la Corte, hay una norma implícita según la cual el principio de irretroactividad
alcanza nivel constitucional cuando la aplicación de una nueva ley posterior conduce a privar a
alguien de un derecho incorporado a su patrimonio (“adquirido”) y, en tal situación, el principio
de no retroactividad se confunde con la garantía de inviolabilidad de la propiedad consagrada en
el art. 17.
Conviene apuntar una sugestión: detectar un “derecho adquirido” o una “propiedad” en sentido constitucional
siempre tiene conexión con la irretroac-tividad porque una vez que hay “derecho adquirido” o “propiedad”,
ninguna norma y ningún acto posterior pueden privar de ese derecho o esa propiedad; si lo hacen, la retroactividad
de la norma o del acto deviene inconstitucional.
La garantía de irretroactividad será estudiada en el capítulo sobre la seguridad jurídica con diferentes
aplicaciones.
15. — N) Es interesante advertir que con el nuevo art. 42, que atiende al derecho de los consumidores y
usuarios de bienes y servicios, se traba un nexo con el derecho de propiedad.
La nueva norma alude a la protección de los intereses económicos en la relación de consumo, para luego
referirse al mercado y a la competencia, con lo que si bien directamente no hay cita alguna de la propiedad, es
evidente que, de manera refleja, también está en juego y bajo protección el derecho de propiedad —en sentido
amplio y lato— de los consumidores y usuarios.
Sin duda, el consumo demanda gastos, y los servicios tienen un costo para quien se sirve de ellos, y por esta
tangente nos parece que aparece el derecho de propiedad. (Ver cap. XV, acápite II).
Para ambos casos, la constitución prevé una regulación legal distinta que la de otras formas de propiedad,
anticipando la posibilidad de extinción del derecho por el transcurso del tiempo, y ello quizás porque en la
propiedad intelectual la creación del autor, sin perder el carácter personal a que hemos aludido, aprovecha
necesariamente de la cultura que es patrimonio colectivo de la comunidad toda.
Ha de repararse en que el artículo 17 dice que “todo” autor o inventor es propietario “exclusivo”. Sin
apegarnos literalmente a las palabras de la norma, entendemos que “toda” clase de obra, invento, descubrimiento,
etc. debe quedar amparada por la propiedad intelectual o industrial, y que las exclusiones legales que impiden
registrar esa propiedad son inconstitucionales, porque dejan desguarnecida esa misma propiedad y la titularidad
del propietario.
Hay hitos en el derecho judicial de la Corte de los que se infiere que la protección al derecho de autor abarca
todas las producciones intelectuales de cualquier naturaleza o finalidad, porque tiende a tutelar la creación
intelectual en sí misma, sin que importe el medio material que le da soporte.
18. — Por comodidad de lenguaje vamos ahora a entender por “derecho objetivo” el conjunto de normas
escritas y, fundamentalmente, la legislación. Ello nos sirve para afirmar que cuando por una reforma del derecho
objetivo (también acaso una reforma de la constitución) se establece que determinados bienes que, conforme a
normas anteriores eran del dominio privado, pasan desde ahora a pertenecer al dominio público, quien pierde la
propiedad que hasta el momento tenía reconocida como suya debe ser indemnizado.
El principio se torna asimismo aplicable si bienes del dominio provincial son legalmente declarados de
dominio federal.
En rigor, se trata en estos casos de aplicar el principio de que es inconstitucionalmente retroactiva toda norma
que priva de propiedad a un sujeto que hasta entonces investía derecho adquirido o titularidad sobre ella.
La imposibilidad de privar de un derecho adquirido a quien es titular de él tiene tal extensión que ni siquiera
una reforma de la constitución podría hacerlo retroactivamente. La reforma constitucional que suprimiera
derechos adquiridos daría lugar a una especial responsabilidad del estado por la indemnización debida en favor de
los sujetos perjudicados en su propiedad.
La “indexación” y la propiedad.
19. — La palabra “indexación” cobró curso en el lenguaje jurídico argentino cuando la inflación acentuó la
depreciación de la moneda, o sea, la paulatina pérdida de su real valor adquisitivo.
“Indexar” es re-valuar, o reajustar o actualizar una deuda, tanto si ésta es originariamente contraída en dinero
(el monto del alquiler o de un seguro) cuanto si es de valor (indemnizar un daño o una expropiación).
Con o sin ley y aun “contra ley”, la constitución presta apoyo para decir que cuando hay depreciación
monetaria toda deuda debe indexarse para conservar o recomponer el valor intrínseco del crédito, salvo voluntad
en contrario del acreedor o de ambas partes.
20. — Como principio general, el derecho judicial de la Corte ha dado acogimiento a la indexación.
Expresión de ello es la siguiente formulación, tomada de uno de sus fallos:
“Cabe señalar que en situaciones regidas por los principios de la justicia conmutativa, ha de estarse a la
igualdad estricta de las prestaciones recíprocas conforme a las circunstancias del caso, y no siendo el dinero un fin
ni un valor en sí mismo sino un medio que, como denominador común, permite conmensurar cosas y acciones
muy dispares en el intercambio, aquella igualdad exige que la equivalencia de las prestaciones recíprocas responda
a la realidad de sus valores y al fin de cada una de ellas; ...el principio de la reparación justa e integral, admitido
pacíficamente por la jurisprudencia, ha de entenderse en un sentido amplio de compensación justa e integral de
manera que permita mantener la igualdad de las prestaciones conforme al verdadero valor que en su momento las
partes convinieron y no una numérica equivalencia teórica que ha perdido su originaria medida representativa;
aquel denominador común, a que se hizo referencia ‘supra’ afectado por progresiva depreciación, ya no resulta
apto en su signo nominal para conmensurar con adecuada equidad prestaciones cuyo cumplimiento se ha
distanciado en el tiempo por la mora culpable o la conducta ilegítima de quien ha permanecido deudor. En tal
situación, de no actualizarse los créditos conforme a pautas que equilibren los valores tenidos en cuenta en el
origen de la obligación no se daría el necesario ajuste que exige la justicia, pues mientras el derecho del ahora
deudor fue plenamente satisfecho, el del que permaneció acreedor por culpa de aquél se vería correspondido sólo
en ínfima parte”.
21. — Asimismo, la corrección que con base constitucional se hace para satisfacer el valor monetario real con
la indexación, ha de efectuarse a la inversa con similar fin si el valor monetario, en vez de depreciarse, acrece (a
esta corrección se le dio el nombre de “desagio”).
22. — La ley 23.928, del año 1991, llamada de “convertibilidad” del austral (porque dispuso el cambio de la
moneda argentina y fijó su valor respecto del dólar estadounidense) prohibió la indexación a partir del 1º de abril
del citado año, como una política antiinflacionaria. O sea que dio por sentada y establecida la estabilidad
monetaria.
Pero como los fenómenos económicos y, entre ellos, la inflación, no son totalmente regulables ni suprimibles
por la sola virtualidad de las normas, el principio constitucional de que, cuando hay inflación, debe repararse la
depreciación monetaria sigue, para nosotros, en pie.
23. — En 1992, la ley 24.283 —que se declaró aplicable a “todas las situaciones jurídicas no consolidadas”—
dispuso que “cuando deba actualizarse el valor de una cosa o bien o cualquier otra prestación, aplicándose índices,
estadísticas u otro mecanismo establecidos por acuerdos, normas o sentencias, la liquidación judicial o
extrajudicial resultante no podrá establecer un valor superior al real y actual de dicha cosa o bien o prestación, al
momento del pago.”
La ley 24.283 parece no resultar aplicable a deudas que no están sujetas a procedimiento alguno de
actualización, y limitarse a impedir la creación de valores artificiales que pudieran surgir de sistemas indexatorios
que excedieran una lógica corrección monetaria, todo ello de conformidad con la lealtad y la buena fe procesales.
25. — A poco de dictada la sentencia en “Y.P.F.” —ya citada— la Corte hubo de resolver otros muchos casos
acerca de la misma ley de convertibilidad en lo referente a la tasa de interés a aplicar. El tema es importante
constitucionalmente porque según sea la tasa activa (que cobran los bancos) o pasiva (que pagan los bancos) se
puede de algún modo, con su monto, recomponer el crédito que no es actualizable monetariamente.
En el caso “López Antonio c/Explotación Pesquera de la Patagonia SA.”, de 1994, la Corte interpretó que la
ley de convertibilidad era de naturaleza federal en cuanto estableció el valor de la moneda y prohibió la
actualización monetaria. Como el carácter federal le permitía al tribunal interpretar la norma, sostuvo que debía
aplicarse a la deuda la tasa pasiva. Pero también en 1994, en el caso “Banco Sudameris c/Belcam SA.” abandona
la teoría de que la cuestión referente a la tasa de interés es “federal” y, a la inversa, sostiene que es de derecho
común, ajena por ende a la competencia extraordinaria de la Corte; de este fallo surge que han de ser los tribunales
de la causa, y no la Corte, los que decidan qué tasa debe aplicarse para recomponer el crédito y, con ello,
amortiguar la depreciación monetaria que la ley veda computar.
La inviolabilidad de la propiedad.
26. — La propiedad que la constitución tutela como derecho, y cuyos contenidos de mayor
proyección e importancia hemos explicado, es declarada inviolable en el art. 17.
Inviolable no significa que es absoluta, ni exenta de función social; significa solamente que ni
el estado ni los particulares pueden dañarla, turbarla, desconocerla o desintegrarla.
La inviolabilidad se garantiza a través de una serie de prohibiciones:
a) nadie puede ser privado de su propiedad sino mediante sentencia fundada en la ley (art.
17);
b) la confiscación de bienes queda borrada por siempre del código penal;
c) ningún cuerpo armado puede hacer requisiciones ni exigir auxilios de ninguna especie.
La confiscación es el apoderamiento de los bienes de una persona por parte del fisco. Penalmente, es la
sanción que con igual alcance se aplica a una persona condenada por delito. La constitución ha suprimido para
siempre la confiscación como pena, pero si tal protección se brinda al condenado, hemos de entender que también
alcanza a quienes no son delincuentes. Por eso, la cláusula funciona a nuestro criterio como abolición lisa y llana
de la confiscación; vedada como pena, no puede subsistir bajo ningún otro título. De ahí que toda privación arbi-
traria de la propiedad se equipare a la confiscación y sea inconstitucional. Y de ahí el principio general que
impone indemnizar cada vez que se priva a alguien de su propiedad: privar de la propiedad sin indemnizar
equivale a confiscar.
La confiscación que como pena y represalia queda abolida es la confiscación general de bienes; no puede
asimilársele el decomiso de objetos particulares que son producto o instrumento del delito, ni la recuperación de
bienes mal habidos cuando la dispone una sentencia dictada en juicio y fundada en ley.
Las requisiciones y los auxilios en dinero u otras especies de bienes, o bajo forma de ayuda, socorro y hasta
alojamiento, está suprimidos. La norma se refiere a requisiciones y auxilios por parte de cuerpos armados, y no
está limitada a prohibirlos solamente en tiempo de paz. Ahora bien: si en tiempo de guerra o en épocas de
emergencia grave se llevan a cabo, es menester asegurar la debida indemnización, tanto si la requisición implica
adquisición coactiva de bienes como si se limita al uso coactivo temporario de los mismos. Ello quiere decir que la
requisición constitucional necesita: a) causa suficiente fundada en guerra o emergencia grave; b) ley que la
autorice; c) indemnización. Cuando el bien requisado no se consume, debe volver al patrimonio de su propietario,
lo que no descarta el resarcimiento por el lapso de duración de la requisición; si el bien se ha consumido, la
indemnización ha de resarcir también la pérdida definitiva del mismo.
Acá no está en juego solamente el principio antes enunciado, porque también se le coordina el que se infiere
del art. 19, conforme al cual el daño que cualquier conducta humana origina en perjuicio de terceros tiene que ser
indemnizado (ver el fallo de la Corte en el caso “Gunther Fernando R. c/Estado Nacional”, del 5 de agosto de
1986).
En cuanto al daño provocado por actividad lícita del estado, remitimos al Tomo I, cap. IX, nº 29.
29. — No hay duda de que, una vez asumido el constitucionalismo social y tomadas en cuenta
las normas incorporadas a la constitución por la reforma de 1994, se incrementan las posibles
limitaciones razonables a la propiedad, más allá de las clásicas que acabamos de resumir.
Así, a título de ejemplo, vale sugerir que la función social de la propiedad proporciona base
para limitaciones que tomen en cuenta:
a) el derecho al ambiente sano (art. 41);
b) el derecho de los consumidores y usuarios (art. 42) (ver nº 15);
c) los derechos relacionados con el trabajo y la seguridad social (art. 14 bis).
Subyace la apelación al sistema axiológico integral de la constitución que, sin mención
expresamente calificativa, diagrama un orden social y económico justo, con igualdad real de
oportunidades y de trato, tendientes a asegurar el debido marco social para la libertad de empresa,
de contratar, de trabajar, de consumir, de comerciar y ejercer industria, de iniciativa privada, de
mercado y de competencia. Todas las conexiones posibles con el derecho de propiedad en este
ámbito anexan limitaciones razonables a la propiedad.
30. — El Pacto de San José de Costa Rica enfoca en el art. 21 el derecho de propiedad
privada con esta fórmula: “1. Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes. La ley
puede subordinar tal uso y goce al interés social. 2. Ninguna persona puede ser privada de sus
bienes, excepto mediante el pago de indemnización justa, por razones de utilidad pública o de
interés social y en los casos y según las formas establecidas por la ley. 3. Tanto la usura como
cualquier otra forma de explotación del hombre por el hombre, deben ser prohibidas por la ley”.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos carece de normas sobre el derecho de
propiedad.
En cambio, aparece en la Convención sobre Discriminación Racial (art. 5, d, v), y en la
Convención sobre Discriminación contra la Mujer (art. 16. 1, h).
CAPÍTULO XVIII
LA EXPROPIACION
I. SU CONCEPTO Y NATURALEZA. - Su encuadre general. - II. LAS ETAPAS DEL PROCESO EXPROPIATORIO. - La
calificación de utilidad pública. - ¿Expropiaciones “sin ley”?. - La revisión judicial de la calificación. - La
determinación. - La indemnización. - III. LA DESPOSESIÓN, LA TRANSFERENCIA DE LA PROPIEDAD Y LA
INDEMNIZACIÓN. - La valuación del bien y la indemnización. - Los rubros que se incluyen y computan en la
valuación. - Los intereses. - Las “deducciones”. - La oportunidad del pago. - IV. LOS SUJETOS EXPROPIANTES.
- La expropiación “indirecta”. - La expropiación por las provincias. - V. LOS BIENES EXPROPIABLES. - VI. EL
PROCEDIMIENTO EXPROPIATORIO. - VII. LA EXPROPIACIÓN “INVERSA” O “IRREGULAR”. - El concepto y sus
requisitos. - El derecho judicial. - La valuación del bien en la expropiación inversa. - VIII. LA RETROCESIÓN. -
Su concepto . - Los requisitos de procedencia. - La retrocesión en la ley 21.499. - IX. EL ABANDONO DE LA
EXPROPIACIÓN. - El concepto y sus requisitos. - El abandono en la ley 21.499. - El derecho judicial. - X. LA
PROYECCIÓN DE LA NOCIÓN DE
EXPROPIACIÓN.
I. SU CONCEPTO Y NATURALEZA
Su encuadre general.
Etimológicamente, expropiar proviene del latín “ex”, que significa “poner fuera” y “proprietas”, que significa
propiedad; o sea, sacar un bien del dominio de su titular para cumplir el fin de utilidad pública a que ese bien se
destina mediante el acto expropiatorio.
Es incorrecto incluir en la definición de expropiación el efecto necesario de que el bien que se expropia pase
del patrimonio del sujeto expropiado al del estado, pues según veremos después no siempre es indispensable que
el fin de utilidad pública apareje la transferencia del bien al dominio estatal (ver nº 5).
El fundamento de la expropiación no radica en un supuesto “dominio eminente” del estado como atributo de
la soberanía, sino en: a) el bien común o la realización del valor justicia como fin del estado; b) el carácter relativo
de la propiedad privada con función social. Positivamente, la expropiación tiene base inmediata y expresa en la
constitución (art. 17).
Durante mucho tiempo, buena parte de nuestra doctrina admitió el carácter mixto de la expropiación,
reconociendo su naturaleza “publicística” en la etapa en que el estado califica la utilidad pública, determina los
bienes y procede a su transferencia, y su naturaleza de “derecho privado” en lo referente al derecho indemnizatorio
del expropiado. Hoy parece predominar la tesis que absorbe íntegramente a la expropiación en el derecho público,
aun en lo que hace a la indemnización, a la que se niega absolutamente el carácter de “precio”, equiparable al de
una compraventa.
3. — La norma constitucional del art. 17 es escueta: “la expropiación por causa de utilidad
pública debe ser calificada por ley y previamente indemnizada”. A ella se suman, principalmente,
las normas de la ley de expropiación 21.499 del año 1977, que sustituyó a la ley 13.264, que
asimismo había reemplazado a la vieja ley 189. Deben tomarse en cuenta, asimismo, las normas
que derivan del derecho judicial.
En el ámbito provincial, las expropiaciones locales se rigen por las cons-tituciones y las leyes provinciales,
interpretadas y aplicadas por sus tribu- nales, sin perjuicio del ajuste indispensable a las pautas de la
constitución federal.
5. — No es pacífica la doctrina en torno del concepto de utilidad pública. Sólo cabe señalar que, en general,
se da en la doctrina y en el derecho comparado una evolución hacia la estimación amplia de la causa expropiatoria
sustituyendo el término “utilidad” por otros como “interés”, “bienestar general”, “progreso”, etc., llegándose a
admitir la expropiación cuando la propiedad no cumple una función social.
Nuestra constitución formal no endurece demasiado la causa expropiatoria al mentar la utilidad pública, tanto
que de un criterio estricto de “necesidad” se ha pasado a otro más elástico de “conveniencia”. En tal sentido, la ley
21.499 expresa que la utilidad pública comprende todos los casos en que se procure la satisfacción del bien común,
sea éste de naturaleza material o espiritual.
El adjetivo “pública” calificando a la utilidad ha dado pie para que a veces se interprete que la constitución
exige inexorablemente que el bien expropiado se transfiera al dominio público. Quizá sea muy drástica y severa la
interpretación. “Pública” como calificativo de “utilidad” parece más bien equipararse a “social” o “general”,
siempre que se mantenga la noción de que la utilidad social o general debe redundar en beneficio del público, o
sea, de la comunidad, aunque el bien no pase al dominio público. Por ende, si se expropia un bien para darlo a un
particular en provecho propio o de un grupo, falta la causa expropiatoria, pero si —por ej.— se expropia un bien
para asignarlo a una entidad privada que va a instalar en él un establecimiento hospitalario abierto al público, hay,
a nuestro juicio, suficiente utilidad pública, no obstante que el bien no ingrese al dominio público.
Faltaría también el recaudo constitucional de la utilidad pública —si por ej.— una ley declarara sujetos a
expropiación tales o cuales bienes “con fines de interés público” sin precisar concretamente el fin o destino
concretos de los mismos, para cuyo logro se los afecta a expropiación.
7. — Es elemental el principio de que para expropiar se necesita una ley que declare la utilidad pública del
bien sujeto a expropiación. No obstante, queremos plantear el interrogante de si excepcionalmente procede una
expropiación (o la indemnización expropiatoria) en situaciones en que no hay ley declarativa de utilidad pública.
Respondemos que no. En el derecho judicial registramos casos en los que ha quedado claro que, no habiendo
expropiación, los resarcimientos por violación o daños a la propiedad se han de demandar por una vía distinta a la
expropiatoria, porque no es posible encuadrar la pretensión en el instituto expropiatorio si no ha habido ley
declarativa de utilidad pública respecto del bien que ha sufrido la violación o los daños.
Ello no empece a que, “por analogía”, aunque no haya expropiación quepa acudir al instituto expropiatorio
solamente para evaluar el resarcimiento. (Así lo hizo la Corte en su fallo del caso “Cantón”, del año 1979, para
indemnizar perjuicios a derechos patrimoniales por actividad lícita del estado).
10. — Pese al principio jurisprudencial de la “no judiciabilidad”, creemos que la ausencia de utilidad pública
encuentra algunos otros remedios para detener o reparar la expropiación inconstitucional que se camufla tras la
declaración del congreso;
a) si “inicialmente” la calificación de utilidad pública es manifiestamente arbitraria —por ej.: si se efectúa
para transferir el bien a otro particular en provecho privado— la revisión judicial procede en el juicio de
expropiación;
b) si “inicialmente” la calificación de utilidad pública es razonable, y por ello, judicialmente irrevocable, pero
a posteriori esa utilidad pública no se cumple (por ej.: por dársele al bien otro destino, o por no llevarse a cabo la
obra que se tuvo en vista) el instituto de la retrocesión permite recuperar el bien por parte del expropiado, lo cual
significa verificar judicialmente a posteriori que la utilidad pública inicialmente declarada no ha existido;
c) si “inicialmente” la calificación de utilidad pública es razonable, pero el sujeto expropiante no promueve el
juicio de expropiación, el instituto del abandono de la expropiación permite dar por cierto, al término de los plazos
previstos en el art. 33 de la ley 21.499, que hay desistimiento en la calificación de utilidad pública.
11. — Hay que tener en cuenta que al ratificarse el Pacto de San José de Costa Rica sobre derechos humanos,
Argentina incluyó en el “anexo” del instrumento de ratificación una reserva por la cual estableció que no
“considerará revisable lo que los tribunales nacionales determinen como causas de ‘utilidad pública’ e ‘interés
social’, ni los que éstos entiendan por ‘indemnización justa’. (La reserva significa sustraer tales puntos a la
jurisdicción internacional prevista en la convención y aceptada por nuestro país).
La determinación.
12. — B) La determinación de los bienes. La ley que califica la utilidad pública puede
determinar directamente el bien sujeto a expropiación, o hacer una enumeración genérica, o
establecer la zona donde quedan comprendidos los bienes sujetos a expropiación. Cuando el
congreso no determina individualmente el bien, le corresponde hacerlo al poder ejecutivo entre
los genéricamente enumerados o dentro de la zona señalada; pero siempre es imprescindible que
la ley los haga “determinables”.
Así lo prevé la ley 21.499.
Aparte de la eventual determinación del bien por el poder ejecutivo, le corresponde a éste también determinar
(dentro del marco y plazos legales) el momento en el cual va a consumar el acto expropiatorio o cumplir la utilidad
pública (sin perjuicio de que no haciéndolo en aquel marco y plazo quede abierta la posibilidad de aplicar los
institutos de la retrocesión o del abandono, según el caso).
La indemnización.
Puede ser que expropiante y expropiado se pongan de acuerdo sobre el monto de la indemnización, en cuyo
caso la fijación de dicho monto es objeto de un avenimiento. De lo contrario, lo establece el juez en la sentencia
que dicta en el juicio de la expropiación (ver nos. 35 y 36).
Para determinar judicialmente la indemnización, la ley 21.499 ha establecido los diversos procedimientos de
valuación.
b) La indemnización que el juez fija en la sentencia debe tomar en cuenta lo que el bien vale a
la fecha de la sentencia, suponiendo que entonces se transfiere el dominio y que el pago se
efectúa de inmediato. Esto equivale a afirmar que la indemnización debe cubrir el valor actual del
bien y que debe pagarse “antes” de la transferencia de la propiedad expropiada (ver nº 26).
c) La indemnización tiene que pagarse en dinero (ver nº 26). No obstante, no reputamos
inconstitucional que, mediando acuerdo del expropiado con el expropiante, se indemnice a través
de vías sustitutivas o compensaciones no dinerarias.
15. — Conviene distinguir dos circunstancias muy distintas, que son: a) la desposesión o
desapoderamiento material del bien calificado de utilidad pública y determinado ya con una
individualización precisa; b) la transferencia de la propiedad.
Con la desposesión, el expropiante toma “posesión” del bien; diríamos que, materialmente, el expropiado ya
no dispone de él —por ej.: porque se lo demuele para comenzar la apertura de una calle—, pero su título de
dominio no se transfiere todavía. Solamente la transferencia de la propiedad consuma definitivamente la
expropiación al extinguir la propiedad del expropiado.
16. — A nuestro criterio, la ley de expropiación puede regular la desposesión con bastante margen del
arbitrio, disponiendo que se la reserve para casos de urgencia, o permitiéndola como principio general. Lo que, en
cambio, siempre se vuelve inconstitucional es invertir el orden del proceso expropiatorio, estableciendo (como lo
hacía la anterior ley 13.264) que mediante una consignación judicial provisoria (a cuenta de la indemnización
total) el expropiante pueda desposeer y que, de inmediato, antes de estar paga esa indemnización, se disponga
judicialmente la transferencia de la propiedad. La inconstitucionalidad radica aquí, no en la desposesión, sino en la
transferencia de la propiedad antes de abonarse la indemnización, porque en tal supuesto ésta ya no es “previa”
como lo marca el art. 17.
La actual ley 21.499 respeta el requisito de que la indemnización tiene que ser previa, ya que la transferencia
de la propiedad no se produce mientras el pago indemnizatorio que fija la sentencia firme no se lleva a cabo.
17. — “Valuación” (avalúo) es sinónimo de tasación. La valuación del bien sirve para fijar el
valor del bien expropiado y la indemnización (equivalente a ese valor) que hay que pagar.
Hay dos aspectos a considerar:
a) En qué momento se hace el avalúo; b) cuál es la fecha a la que el avalúo se remite.
20. — La ley 21.499 prescribe que la depreciación monetaria es un rubro computable, pero la
ley 23.928 ha prohibido a partir del 1º de abril de 1991 toda indexación. No obstante, si hay
depreciación el monto indemnizatorio debe reajustarse aunque la ley 23.928 lo prohíba, porque la
constitución lo exige. (ver nº 18 y 19).
Los rubros que se incluyen y computan en la valuación.
22. — La ley 21.499, al referirse a los valores indemnizables, consigna que la indemnización comprenderá el
valor objetivo del bien y los daños que sean una consecuencia “directa” e “inmediata” de la expropiación.
A la inversa, se excluye de acuerdo a la ley 21.499: a) el lucro cesante; b) las ganancias hipotéticas; c) las
circunstancias personales y los valores afectivos; d) las mejoras que se han realizado en el bien después de
habérselo declarado afectado a expropiación, salvo las necesarias; e) el valor añadido por la ejecución o
autorización de la obra pública a cargo del expropiante.
Los intereses.
Según la misma Corte, los intereses se han de calcular sobre la diferencia entre la suma consignada
judicialmente y la acordada en la indemnización por la sentencia definitiva. Proceden aunque la indemnización se
actualice con la depreciación monetaria, y la condena al pago de intereses no requiere petición expresa del
interesado (caso “Dirección Nacional de Vialidad c/Echamendi y Cattaneo Juan y otros”, fallado en 1974).
Las “deducciones”.
25. — Nos queda examinar cuáles son las deducciones que pueden o no hacerse sobre el monto de la
indemnización. Si ésta equivale al valor integral del bien expropiado, y si la expropiación no debe empobrecer ni
enriquecer al expropiado, el monto que se le paga no es nada más que el reemplazo y el resarcimiento de lo que se
le quita: no gana ni pierde.
Reiterado tal concepto, parece descartable a priori toda deducción que se pretenda efectuar sobre el monto
que en dinero cobra el expropiado, porque toda disminución del mismo monto ya significa pagarle menos del valor
debido. Como principio, pues, no cabe gravar con impuesto alguno el monto de la indemnización, ya que hacerlo
importaría convertir a la expropiación en un “hecho imponible” en desmedro del expropiado.
El art. 20 de la ley 21.499 dispone que los rubros que componen la indemnización no estarán sujetos al pago
de impuestos o gravamen alguno.
La oportunidad del pago.
26. — La indemnización debe pagarse en dinero efectivo (art. 12 de la ley 21.499) y sin deducción alguna
antes de que la propiedad se transfiera. Si, en todo caso, y para situaciones de urgencia queda legitimado el
expropiante a tomar posesión del bien sin previo pago y con la sola consignación judicial provisoria de una suma a
cuenta de la indemnización definitiva, jamás puede consentirse que la ley invierta el orden fijado en la
constitución y transfiera la propiedad sin previo pago de la indemnización (ver nº 13).
27. — Hay un sujeto activo directo y originario, que es el estado federal y cada una de las
provincias en sus respectivas jurisdicciones. Ello significa que la “decisión” de expropiar, que se
expresa en la ley que declara la utilidad pública de un bien, pertenece únicamente al estado federal
y a las provincias.
La expropiación “indirecta”.
28. — Fuera del estado federal, de cada una de las provincias y de la ciudad de Buenos Aires,
no hay otros sujetos directos y originarios de expropiación. Pero existe una expropiación a la que
denominamos indirecta —que nada tiene que ver con la expropiación inversa— y que se consuma
en forma derivada por delegación.
Ello quiere decir que hay algunos sujetos activos de expropiación, distintos del estado federal,
de las provincias, y de la ciudad de Buenos Aires, que expropian por delegación de los sujetos
directos y originarios. Nos explicamos: para que un sujeto activo expropie por delegación,
siempre hace falta que previamente el estado federal, o la provincia, o la ciudad de Buenos Aires
dicte una “ley” declarativa de la utilidad pública, en mérito a la cual el sujeto activo derivado o
indirecto lleve después a cabo la expropiación.
Son sujetos activos de esta expropiación indirecta los municipios, y también las entidades
autárquicas y empresas del estado, conforme al art. 2º de la ley 21.499.
Los particulares, sean personas de existencia visible o jurídica, podrán actuar como
expropiantes cuando estuvieren autorizados por la ley o por acto administrativo fundado en ley,
dice el mismo artículo.
Muchas constituciones provinciales incluyen entre las facultades de los municipios la de expropiar con
autorización de la respectiva legislatura.
22. — Nadie duda de que las provincias tienen competencia originaria y propia para las expropiaciones
locales, con base en utilidad pública también local. Tales expropiaciones a cargo de las provincias se rigen por el
derecho público provincial (constitución provincial, ley provincial de expropiación), pero han de conformarse a
los principios contenidos en la constitución federal en materia expropiatoria; o sea: a) calificación de utilidad
pública por la legislatura; b) indemnización justa e integral pagada antes de la transferencia de la propiedad.
La ley provincial de expropiación debe distinguirse nuevamente (igual que la federal) de “cada ley” que dicta
la legislatura local para expropiar un bien, declarándolo de utilidad pública.
Las impugnaciones a la ley provincial de expropiación, y a cada ley (también provincial) que afecta un bien a
expropiación, dan lugar a recurso extraordinario federal ante la Corte Suprema cuando se cuestionan dichas leyes
(o los actos derivados de su aplicación) por presunta violación a los principios generales que surgen de la
constitución federal en materia de expropiación.
31. — Marginadas estas excepciones, pasamos revista a algunos objetos o bienes sobre los
que se considera que puede recaer la expropiación. Son expropiables:
a) los bienes muebles, inmuebles o semovientes;
b) las universalidades (una empresa, una biblioteca, las maquina-rias de una fábrica, etc.);
c) los lugares históricos;
d) el espacio aéreo;
e) el subsuelo, sea sólido o fluido;
f) los bienes inmateriales (la energía hidráulica, los derechos de autor, etc.);
g) las iglesias;
h) los bienes de una embajada extranjera;
i) las unidades de un inmueble dividido en propiedad horizontal.
33. — El estado federal puede expropiar bienes de dominio privado provincial. Si los bienes provinciales
integran el dominio público, hay parte de la doctrina y la jurisprudencia que no pone obstáculo alguno. Sin
embargo, favorecemos la tesis que para los bienes del dominio público provincial expropiados por el estado
federal requiere el consentimiento de la provincia.
Las provincias pueden, excepcionalmente, expropiar bienes del dominio privado del estado federal; para los
de dominio público, haría falta el consentimiento del estado federal.
34. — El art. 4º de la ley 21.499 dice que pueden ser objeto de expropiación todos los bienes convenientes o
necesarios para la satisfacción de la utilidad pública, cualquiera sea su naturaleza jurídica, pertenezcan al dominio
público o al privado, sean cosas o no.
35. — El procedimiento expropiatorio ofrece dos vías posibles. Una es la del acuerdo entre
expropiante y expropiado, que se llama “avenimiento”; otra es la judicial. No siempre se llega a la
última, ni es indispensable su uso.
El avenimiento entre el estado y el expropiado es un contrato administrativo innominado (de
derecho público).
36. — El rechazo del expropiado puede versar sobre cuatro aspectos: a) el expropiado discute o niega la
causa de utilidad pública del bien afectado a expropiación; b) el expropiado discute, aun aceptando genéricamente
la utilidad pública, que no hay necesidad ni conveniencia en la expropiación total o parcial de determinados
bienes; o sea, la medida o dimensión de la expropiación; c) el expropiado discute la determinación administrativa
del bien; d) el expropiado discute el monto de la indemnización.
Normalmente, siendo mínima y excepcional la competencia que el derecho judicial vigente reconoce a los
tribunales para revisar la calificación de utilidad pública y para revisar el criterio con que se valora la necesidad o
conveniencia de expropiar tal o cual bien en tal o cual medida, el objeto habitual y principal del juicio
expropiatorio se reduce a la fijación de la indemnización.
37. — El juicio de expropiación se suele conocer con el nombre de “contencioso expropiatorio”. La sentencia
tiene carácter “constitutivo”, ya que ella consuma el proceso expropiatorio transfiriendo la propiedad.
38. — Existe una forma especial de expropiación, a la que nosotros deparamos el título de
expropiación inversa, y a la que parte de la doctrina y de la jurisprudencia llaman también,
indistintamente, expropiación indirecta o irregular.
Con este título de expropiación “irregular” la reglamenta la ley 21.499.
La expropiación inversa se llama así porque el procedimiento se opera al revés: es el
expropiado quien demanda al expropiante. Cómo, porqué y cuándo, es lo que ahora debemos
explicar.
Cabe resaltar, asimismo, que la expropiación inversa exige siempre la previa calificación de utilidad pública.
Si faltando ella el estado ocupa o desapodera el bien, o turba la propiedad, el afectado no puede demandarlo por
expropiación inversa. Tendrá derecho a reintegro o a resarcimiento en el juicio que promueva con ese objeto, pero
eso no podrá hacerse sobre la base de la expropiación, porque no cabe hablar de expropiación cuando no hay
calificación legal de la utilidad pública de un bien. (Ver nº 7).
Comprendemos, entonces, que el adjetivo “inversa” no alude al sujeto expropiante —que no cambia— sino a
la parte que promueve el juicio expropiatorio: en vez de iniciar la demanda el expropiante, la deduce el
expropiado.
El derecho judicial.
42. — La jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia tiene establecido que si bien la circunstancia de que
exista una expropiación declarada por ley no es suficiente para que el propietario pueda, sin más, obligar al estado
a efectivizarla mediante una acción de expropiación inversa, tal acción es procedente si, además, el bien objeto de
expropiación ha sido ocupado por el expropiante, o ha mediado alguna restricción o perturbación que cercena el
derecho de propiedad del titular.
43. — Durante la época en que se sostuvo que la tasación del bien debía tomar en cuenta el valor a la fecha de
la “desposesión”, se hizo excepción al principio cuando se trataba de una expropiación inversa en la que no se
había producido desposesión. Entonces se dijo que el valor había de establecerse a la fecha del informe pericial,
por ser la más cercana a la sentencia. Tal era la norma surgida de la jurisprudencia.
En la actualidad, pensamos que el criterio emergente desde el caso “Provincia de Santa Fe c/Nicchi” es
aplicable también a la expropiación inversa: el valor del bien expropiado ha de fijarse al día de la sentencia
definitiva.
En la expropiación inversa cabe aplicar similar criterio que en la común sobre actualización monetaria por
depreciación. Los intereses de la suma indemnizatoria sólo se deben si ha existido ocupación o desposesión del
bien.
VIII. LA RETROCESIÓN
Su concepto.
44. — Hemos dicho que para la validez constitucional de la expropiación ha de existir una
causa real de utilidad pública, declarada por ley del congreso; si esa causa real no existe cuando
se dicta la ley, sabemos que se hace difícil discutirla en el juicio expropiatorio, porque la
jurisprudencia retrae el control, salvo caso extremo de arbitraridad manifiesta; si la causa ha
existido en el momento de dictarse la ley, pero posteriormente no se cumple —o sea,
desaparece—, la expropiación pierde su base constitucional, y se vuelve inconstitucional.
Para remediar esto último, se reconoce el instituto de la retrocesión.
Retrocesión significa retroversión o reintegro del bien expropiado al patrimonio de su
propietario, en razón de no haberse cumplido la causa de utilidad pública a la que estaba afectado.
Es indispensable tener en cuenta que la retrocesión es un instituto que solamente funciona
“después” que se ha perfeccionado y consumado la expropiación, o sea, que necesita haberse
transferido la propiedad y pagado la indemnización.
45. — Son dos los supuestos de ausencia de utilidad pública: a) que después de consumada la
expropiación, el estado no destine el bien a la afectación para la cual se lo declaró de utilidad
pública; b) que se lo destine a otro fin (y ello aunque éste “aparentemente” sea también de utilidad
pública, porque en ese caso no fue calificado por ley previa para ese fin; por ej., si se dicta una ley
declarando un bien de utilidad pública para destinarlo a hospital, y después de consumada la
expropiación se lo destina a una escuela pública).
En cambio, si el bien expropiado se destinó al fin de utilidad pública invocado, pero posteriormente el
expropiante se ha visto obligado a desprenderse de él después de un uso real y efectivo, la retrocesión no procede
(caso “Colombo de Colombo Rosa y otras c/Transportes de Buenos Aires en liquidación”, fallado por la Corte
Suprema el 25 de noviembre de 1966).
A falta de previsión legal sobre la retrocesión, ésta procede igualmente por aplicación directa
de la constitución que le presta fundamento, ya que sin el destino de utilidad pública la
expropiación es inconstitucional.
El principio claramente señalado es el siguiente: “el derecho de retrocesión nace cuando el expropiante no da
al bien expropiado la afectación dispuesta por el legislador o le da una distinta, pues en tales supuestos se ha
dejado de cumplir la finalidad que determinó la calificación de utilidad pública que requiere el art. 17 de la
constitución nacional. Ese derecho trae aparejado, como consecuencia, la facultad de reclamar la devolución del
bien, previo pago del importe recibido por la expropiación, ya que en esencia la retrocesión importa volver las
cosas al estado anterior al acto que originó el desapoderamiento”.
48. — a) En primer lugar, se requiere que el fin de utilidad pública no se cumpla; ello puede
acaecer de las dos maneras explicadas en el nº 45.
b) En segundo lugar, el expropiado que demanda por retrocesión debe reintegrar el monto de
la indemnización percibida, a tenor del siguiente principio: b’) si el bien no ha sufrido
modificaciones que aumenten o disminuyan su valor económico, basta devolver la misma suma.
A nuestro criterio, la acción por retrocesión debería ser imprescriptible. La ley 21.499 le fija un plazo de
prescripción de tres años.
49. — La ley 21.499 ha incluido el instituto de la retrocesión. Conforme a su art. 35 la acción procede cuando
al bien expropiado se le da un destino diferente al previsto en la ley expropiatoria, o cuando no se le da destino
alguno en un lapso de dos años computado desde que la expropiación quedó perfeccionada (o sea, desde que se
transfirió la propiedad mediante sentencia firme, desposesión y pago de indemnización).
IX. EL ABANDONO DE LA EXPROPIACIÓN
50. — El abandono es un instituto que se configura cuando, una vez dictada la ley calificatoria de utilidad
pública respecto de uno o más bienes afectados a expropiación, transcurre cierto tiempo durante el cual el
expropiante permanece inactivo (o sea, no lleva a cabo ningún acto tendiente a consumar la expropiación).
Vencido ese plazo (que es resolutorio) ya no se puede expropiar, y la potestad autorizativa para hacerlo queda
extinguida.
Se diferencia: a) de la expropiación inversa o irregular, porque en el abandono no hay actos del expropiante
que menoscaben o perturben la propiedad del expropiado (como sí ha de haberlos para la expropiación inversa); b)
de la retrocesión, porque en el abandono no se ha cumplido ninguna etapa expropiatoria después de la ley
declarativa de utilidad pública del bien (como sí han debido cumplirse todas las etapas expropiatorias para que
proceda la retrocesión); c) del desistimiento en el juicio expropiatorio, porque en el abandono ni siquiera se ha
iniciado dicho juicio; d) de la perención de la instancia en el juicio expropiatorio (por lo mismo que en el inciso
anterior).
51. — El efecto del abandono es doble, según se lo contemple desde la posición del
expropiante o del expropiado.
a) Para el expropiante, significa que transcurridos los plazos de inactividad, ya no puede
consumar la expropiación; es como una “caducidad” de su facultad expropiatoria; pero, a la vez,
significa que el expropiado tampoco puede intimarlo, ni urgirlo, ni demandarlo para que lleve
adelante la expropiación.
b) Para el expropiado, significa una certeza jurídica, ya que transcurridos los mismos plazos
de inactividad del expropiante, sabe que éste ya no podrá consumar la expropiación y, si lo
intentara, se le podría oponer como defensa que se ha producido su abandono.
c) Si el expropiante incurso en abandono quisiera expropiar el mismo bien después de
operado ese abandono, necesitaría una nueva ley calificatoria de la utilidad pública.
d) Si, abandonada la expropiación, el expropiante ocupa el bien o turba su propiedad, el
expropiado que opone el abandono no puede demandar la expropiación inversa (porque el plazo
de caducidad extinguió la potestad expropiatoria), y debe usar las acciones del derecho común.
El abandono opera “de pleno derecho” una vez vencidos los plazos fijados por la ley para tenerlo por
tipificado. Ello no obsta, a nuestro juicio, para que el expropiado que quiere asegurar su certeza obtenga un
pronunciamiento judicial declarativo de que el abandono se ha configurado. No hace falta que se derogue la ley
que dispuso la expropiación, ni que el poder ejecutivo declare por decreto que se produjo el abandono, pero
tampoco es improcedente hacerlo.
El abandono en la ley 21.499.
52. — La ley 21.499 dispone en su art. 33 que la expropiación se tendrá por abandonada —salvo disposición
expresa de la ley calificatoria de utilidad pública— cuando el expropiante no promueva el juicio de expropiación
dentro de los dos años de vigencia de la ley, si se trata de bienes individualmente determinados; de cinco años si se
trata de bienes comprendidos en una zona determinada; y de diez años si se trata de bienes comprendidos en una
enumeración genérica.
El derecho judicial.
53. — En el caso “Villona de Herrera c/Consejo de Reconstrucción de San Juan” del 14 de octubre de 1966,
la Corte dejó bien establecido que el abandono y la expropiación inversa se excluyen: a) si el bien afectado a
expropiación ha sido ocupado por el expropiante, o se han producido actos que turban el derecho del expropiado,
el expropiante no puede eximirse de consumar la expropiación (inversa) demandada por el expropiado, alegando
que da por abandonada la expropiación; b) al revés, si procede el abandono (porque no hay actos turbatorios de la
propiedad del expropiado) el expropiado no puede pretender que prospere la expropiación inversa. Es decir, un
mismo caso no puede encuadrar a la vez en la expropiación inversa y en el abandono, porque cada uno de estos
institutos enfoca situaciones distintas.
No obstante la Corte admitió posteriormente la procedencia del abandono en una situación que correspondía
regirse por la expropiación inversa. (Caso “Cerda c/Estado Nacional”, fallado el 19 de octubre de 1982).
54. — Es acertado decir que de las normas constitucionales sobre la expropiación se infiere
un principio general de nuestro derecho constitucional que proyecta su aplicación a varios
institutos jurídicos; tal principio se enuncia diciendo que en todos los casos en que la propiedad
(o el derecho patrimonial) cede en razón de un interés público, o sufre perjuicio por la misma
causa, el propietario debe ser indemnizado por el estado.
Este principio está lejos de reservarse para los supuestos en que el daño proviene de una actividad ilegítima o
ilícita de quien lo produce, y, al contrario, absorbe la hipótesis de actividad legítima o lícita (por ej.: revocación de
actos o contratos administrativos por razón de mérito, oportunidad o conveniencia).
Si tal aplicación es evidente cuando la relación del particular se traba con el estado, y cuando es éste el que
debe indemnizar, también hay acierto en afirmar que el resarcimiento procede en las relaciones privadas cuando
la actividad de un particular lesiona el derecho patrimonial de otro particular.
CAPÍTULO XIX
I. SU ENCUADRE GENERAL. - La actividad financiera del estado y el poder tributario. - La tributación. - Las Comentado [CM4R3]:
clases de gravámenes. -Los principios constitucionales que rigen la tributación. - La razonabilidad. - La
política fiscal. - La generalidad de los tributos. - La relación y la obligación tributarias. - La libertad fiscal. -
La retroactividad de la ley fiscal. - La revisión judicial de los gravámenes. - El “solve et repete”. - El pago
bajo protesta. - La prueba del “empobrecimiento”. - II. LA COPARTICIPACIÓN FEDERAL. - El reparto de
competencias. - El tesoro nacional. - Los impuestos directos e indirectos. - El art. 75 inc. 2º. - Las
contribuciones y el reparto de competencias. - La ley-convenio. -La distribución. - El control. - La cláusula
transitoria. - El derecho judicial en materia de competencias tributarias federales y provinciales. - La “cláusula
comercial” y el poder impositivo. - Prohibiciones al poder impositivo provincial. - III. LA COMPETENCIA
TRIBUTARIA DE LOS MUNICIPIOS DE PROVINCIA. - IV. LAS ADUANAS. - Los
principios constitucionales. - La circulación “territorial”. - El peaje.
I. SU ENCUADRE GENERAL
Nadie duda, si lo dicho se comparte, de que la actividad financiera pública debe tomar muy en cuenta toda la
constelación de principios, valores y derechos de la constitución para orientar —y subsumir en su plexo— las
políticas que guardan relación con la obtención de los recursos para la hacienda pública y con su afectación para
los gastos. Las prioridades que cabe inferir de la constitución tienen que reflejarse en la política fiscal.
3. — No es fácil, pero tampoco imposible, intentar un diseño de los parámetros que se tienden
desde la constitución hacia la política fiscal y la actividad financiera, para someterlas a fines
relevantes. Por ejemplo:
a) el desarrollo humano, el desarrollo económico-social, el equilibrio del desigual desarrollo
relativo de provincias y regiones (todo ello computando el art. 75 incisos 17, 19 párrafos primero
y segundo; el mismo art. 75 inc. 2º párrafo tercero; los arts. 41, 124 y 125);
b) la solidaridad (mencionada en el art. 75 inc. 2º párrafo tercero);
c) la igualdad de oportunidades en todo el territorio, la igualdad real de oportunidades y de
trato, la igualdad de oportunidades y posibilidades en materia educativa (con referencia al art. 75
inc. 2º párrafo tercero, inc. 23 e inc. 19 párrafo tercero).
d) el progreso económico con justicia social (aludido en el art. 75 inc. 19 párrafo primero);
e) la generación de empleo (ídem);
f) la productividad de la economía (ídem);
g) la defensa del valor de la moneda (ídem);
h) el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos en la constitución y los tratados
internacionales (conforme al art. 75 inc. 23);
i) la consideración especial de los niños, las mujeres, los ancianos, y las personas con
discapacidad (ídem);
j) globalmente, el funcionamiento de las instituciones de la constitución.
4.— Todas estas pautas deben ser tomadas en cuenta cada vez que el congreso dicta una ley
de coparticipación federal, cuando aprueba el presupuesto, y cuando trata la cuenta de inversión.
Todos los operadores constitucionales (jefe de gabinete de ministros, ministros, funcionarios,
jueces, etc.) deben asimismo acudir a las mismas pautas para el ejercicio de sus respectivas
competencias.
Las reflexiones precedentes muestran como exigible que el poder impositivo se ajuste estrictamente a los
cánones constitucionales señalados, y que la formación de recursos para el tesoro “nacional” se realice a tenor de
ellos. En otras palabras, la hacienda pública está subsumida en la constitución, y carece de toda autonomía que la
independice, o la recluya en el ámbito exclusivo de la economía, o desconecte el propósito de regulación
económica de los fines constitucionales de la tributación.
La tributación.
Hay quienes distinguen entre “poder” tributario y “competencia” tributaria, definiendo al primero como más
amplio, porque implica dictar la norma de creación del tributo, mientras la segunda se limita a la facultad de
percibirlo.
El tributo es, lato sensu, la detracción que, en virtud de ese poder tributario, se hace de una
porción de riqueza de los contribuyentes a favor del estado. El tributo es una categoría de lo que
se llama “ingresos públicos”.
Con una modalidad harto diferente de las contribuciones especiales o de mejoras, las contribuciones llamadas
“sociales” o de seguridad social no son incluidas por muchos autores entre las contribuciones de naturaleza
tributaria —por ej.: los aportes debidos a organismos previsionales dentro de nuestro régimen jubilatorio—, sino
entre las contribuciones parafiscales.
Cuando decimos que la tasa tiene como hecho generador el “aprovechamiento” de un servicio público, no
negamos que la utilización de tal servicio público para cada contribuyente pueda ser tanto efectiva como
“potencial” (así, el propietario de un inmueble baldío seguramente no utiliza el servicio de alumbrado público en
forma efectiva, pero potencialmente está a su disposición). Lo de “aprovechado” quiere decir que si el servicio
público no se presta a favor de quien paga la tasa (porque por su parte no hay utilización efectiva ni potencial),
dicha tasa carece de fundamento (por ej., si el alumbrado eléctrico no se suministra por causas ajenas al
contribuyente).
Sea que se afirme que tanto los impuestos como las tasas tienen su fundamento en el poder tributario del
estado, sea que se diferencie sustancialmente a los impuestos de las tasas, es innegable que la tasa se impone a
quien recibe la prestación de un servicio público, para cubrir el gasto y el uso (el servicio es determinante del
gravamen), mientras el impuesto se paga en proporción a la capacidad contributiva del contribuyente, y tiene
como característica su generalidad, porque se dirige a costear gastos del estado sin referencia directa a los
contribuyentes.
La tasa puede distinguirse del precio, en tanto la primera es la retribución que paga el contribuyente por
servicios públicos de utilización obligatoria, y el segundo es la retribución por servicios de utilización facultativa
para el usuario, la tarifa no es sinónimo de tasa ni de precio; la tarifa es la “lista” de tasas y precios fijados.
La tasa se distingue asimismo del canon: la tasa es retribución de un servicio mientras el canon es el pago
debido por uso de un bien del dominio público.
Los principios constitucionales que rigen la tributación.
A) 8. — El principio de legalidad traslada a la materia tributaria la pauta del art. 19: nadie
puede ser obligado a hacer lo que la ley no manda. Todo tributo debe ser creado por ley —del
congreso, si el establecimiento del tributo es competencia del estado federal; de las legislaturas
provinciales, si lo es de las provincias—. “Nullum tributum sine lege”.
Para el principio de legalidad cuando los que gravan son los municipios, ver nos. 62 y 63 de
este mismo capítulo.
Las leyes de contribuciones deben, además, comenzar su tratamiento congresional en la cámara de diputados
como cámara de origen (art. 52); la ley de coparticipación federal, en el senado (art. 75 inc. 2º).
El principio de legalidad tributaria surge explícitamente del art. 17: sólo el congreso impone
las contribuciones que se expresan en el art. 4º. El término “contribuciones” debe entenderse
como comprensivo de impuestos, tasas y contribuciones.
También hace falta ley para establecer exenciones fiscales.
Las leyes de exención también deben comenzar su trámite congresional en la cámara de diputados, porque son
leyes de contribuciones.
La excepcional competencia del poder ejecutivo para dictar decretos de necesidad y urgencia está absoluta y
expresamente prohibida en materia tributaria (art. 99 inc. 3º). También lo está la iniciativa popular para proyectos
de ley sobre tributos (art. 39).
El principio de legalidad exige que la ley establezca claramente el hecho imponible, los
sujetos obligados al pago, el sistema o la base para determinar el hecho imponible, la fecha de
pago, las exenciones, las infracciones y sanciones, el órgano competente para recibir el pago, etc.
Cuando la Corte ha entendido descubrir naturaleza impositiva en algún gravamen establecido por decreto del
poder ejecutivo, ha declarado su invalidez a causa del avance inconstitucional sobre atribuciones que la
constitución tiene reservadas al congreso. También cuando ha extendido la aplicación de una ley a un hecho
imponible no previsto en ella.
Es elocuente en tal sentido el fallo del 6 de junio de 1995 en el caso “Video Club Dreams c/Instituto Nacional
de Cinematografía”.
La proporcionalidad no está referida al número de habitantes o población, sino a la riqueza que se grava. A
igual capacidad tributaria con respecto a la misma riqueza, el impuesto debe ser, en las mismas circunstancias,
igual para todos los contribuyentes; tal es la regla elaborada por la Corte. No obstante, su derecho judicial aclara
que, además de la capacidad contributiva, la ley puede computar la mayor o menor medida del deber de contribuir
en el sujeto obligado, deber que tiene distinta razón de aquella capacidad.
Ahora bien: a) la igualdad fiscal no impide discriminar entre los contribuyentes, siempre que el criterio para
establecer las distintas categorías sea razonable; b) la igualdad fiscal no impide la progresividad del impuesto; c)
la igualdad fiscal exige la uniformidad y generalidad impositiva en todo el país, o sea, prohíbe que el congreso
establezca tributos territorialmente diferentes.
Cuando un tributo corresponde a la jurisdicción provincial, la igualdad no queda violada si una provincia lo
establece y otra no, pero la que lo establece ha de respetar en su ámbito la uniformidad y generalidad que derivan
de la igualdad fiscal.
10. — En la relación entre el principio de igualdad con el monto del impuesto y con el principio de no
confiscatoriedad, hay un párrafo elocuente en el fallo de la Corte del 15 de octubre de 1991, en el caso “López
López Luis c/Provincia de Santiago de Estero”, en el que dijo “que, por otro lado, cabe señalar que, si bien la
inconstitucionalidad de los impuestos por su monto procedería cuando aniquilasen la propiedad o su renta en su
substancia, el control de constitucionalidad en el punto, aunque debe preservar el derecho de propiedad en el
sentido lato que le ha adjudicado esta Corte, encuentra fundamento en la relación en que tal derecho —cuya
función social se ha de tener presente— se halla con la medida de la obligación de contribuir a las necesidades
comunes que pueden imponerse a sus titulares por el hecho de serlo. El límite admisible de la carga fiscal no es
absoluto sino variable en el tiempo y en las circunstancias y sólo encuentra óbice en los que una tradicional
jurisprudencia del Tribunal ha fijado (Fallos, 196-122; 220-322; 236-22).”
Sin embargo, el problema de la confiscatoriedad se vuelve confuso cuando se tiene que aplicar a cada tributo
concreto para evaluar si el porcentaje absorbido por él viola el derecho de propiedad.
La pauta teórica se enuncia diciendo que esa absorción no puede ser sustancial, pero es preciso determinar en
cada caso cuándo lo es y cuándo no.
12. — El principio de no confiscatoriedad adquiere un matiz importante en materia de tasas. Para determinar
el monto de la tasa, es necesario ante todo tener en cuenta que la recaudación “total” de la tasa tiene que guardar
proporción razonable con el costo también “total” del servicio público prestado efectivamente. Ello significa que
con la recaudación de la tasa no se puede retribuir otras actividades estatales diferentes de las del servicio público
por el cual se cobra. De ocurrir esto último, el contribuyente de la tasa puede alegar constitucionalmente que hay
falta parcial de “causa” y violación a su derecho de propiedad.
13. — Cuando la superposición o acumulación de varias contribuciones fiscales que soporta un mismo
contribuyente excede el límite por encima del cual se considera inconstitucional un tributo, hay que admitir la
viabilidad de la impugnación global a dicha carga en su conjunto, a causa de la confiscatoriedad que alberga la
sumatoria de todos los tributos.
En el derecho judicial de la Corte se registran afirmaciones que dan sustento a lo dicho, incluso para la
hipótesis de superposición de gravámenes que en ejercicio de competencias concurrentes producen una doble
imposición que supera el límite admitido (ver fallo en el caso “Frederking y otros”, de 1942).
14. — El principio de finalidad exige que todo tributo tenga un fin de interés general. Como
standard muy elástico, podríamos decir que la tributación no tiene como objetivo enriquecer al
estado, sino lograr un beneficio colectivo, común o público. Con fórmula más clásica, habría que
afirmar que la legitimidad de la tributación radica en el fin de bien común al cual se destina la
recaudación.
Rigen las pautas que, como generales para la actividad financiera del estado, hemos resumido
en los nº 1 a 3.
a) En el impuesto, el contribuyente no recibe beneficio alguno concreto y directo por parte del
estado. Parecería, a primera vista, que no hubiera principio de finalidad. Pero no es así: todo
impuesto debe responder a un fin de interés público.
En sentido lato, la jurisprudencia de la Corte así lo tiene establecido, al afirmar que en cuanto fuente
económica del estado, los impuestos participan de la razón de ser de este último, que recurre a ellos para tener con
qué cumplir sus fines. Por eso, la materia del impuesto —añade el tribunal— ha de estar de algún modo bajo el
imperio de la autoridad que lo establece, o sea en la órbita de los fines que debe cumplir.
Para los impuestos sobre bienes o ganancias en el exterior, ver el nº 24 del presente capítulo.
No está en principio vedado dar por anticipado un destino especial a la recaudación que se supone obtener
mediante un impuesto, ni afectarla en beneficio de un sector de la población, siempre que haya razonabilidad
suficiente.
b) En la tasa hay una prestación estatal que beneficia al contribuyente. La finalidad es,
entonces, patente, y tanto que la jurisprudencia de la Corte señala que la tasa presupone una
contraprestación aproximadamente equivalente al costo del servicio prestado. Por eso, si el estado
no cumple con la prestación a su cargo, el contribuyente no debe pagar la tasa, o puede repetir su
pago.
c) En la contribución especial o de mejoras, el contribuyente retribuye un beneficio especial o
plusvalía obtenidos en una propiedad que ha incorporado un mayor valor a causa de una obra
pública o actividad estatal. La relación de finalidad es semejante a la observada en la tasa y, por
ende, aquel beneficio no debe ser excedido por el monto de la contribución.
La razonabilidad.
15. — No suele incluirse al principio de razonabilidad entre los propios de la tributación, y está bien no
hacerlo porque no es un principio específico de ella, sino un principio constitucional que vale denominar general.
Pero, por esto mismo, es aplicable a la materia tributaria.
En efecto, los cuatro principios enunciados (legalidad, igualdad fiscal, finalidad, y no confiscatoriedad), se
hallan relacionados con el de razonabilidad, y como rodeados y alimentados por él: la ley tributaria debe ser —
como todas las leyes— razonable; las discriminaciones para gravar sin lesión de la igualdad, deben ser razonables;
la finalidad tributaria debe ser razonable; el monto de las cargas —para no violar la propiedad— debe ser
razonable.
La política fiscal.
16. — No basta decir que toda carga fiscal debe satisfacer un fin social y público de interés general, ni
encuadrar a cada tipo de contribuciones en los principios que rigen la tributación. Hay algo más, que apunta a lo
que en materia de política fiscal global se concibe como una proporcionalidad adecuada y razonable entre la
recaudación de la carga impositiva total y los beneficios que por ella recibe la comunidad.
Vuelven a ser aplicables los principios generales que para la actividad financiera pública citamos en los nº 1 a
3.
En tanto las valoraciones sociales no perciban que el producto de la carga impositiva total revierte en
provecho concreto de la sociedad, habrá siempre desaliento para cumplir las obligaciones tributarias, y evasión
fiscal. Lo peor que puede acontecer como resultado es la sensación —en las imágenes sociales— de que el estado
dilapida los recursos fiscales, o los prevé sin subordinación a los fines previstos en la constitución.
17. — En líneas generales, no es errado afirmar que en el derecho constitucional material la
política fiscal no sólo ha estado alejada del programa constitucional y de muchos de los principios
que él contiene, sino que sigue incurriendo en numerosas violaciones a la constitución.
18. — La igualdad y la finalidad tributarias tienen mucho que ver con la generalidad del tributo. En un
sentido muy amplio pero no del todo exacto, se puede pensar que si en la imposición tributaria debe respetarse la
igualdad fiscal y la finalidad de bien público, todos deben pagar el tributo para beneficio común, por lo que el
tributo ha de ser general. La generalidad tributaria es, por cierto, un principio conexo con el de igualdad y el de
finalidad, pero hay que interpretarlo correctamente.
La generalidad y uniformidad del tributo pueden examinarse desde el punto de vista de quienes han de
pagarlo (sujetos pasivos de la obligación fiscal), y de aquéllos a quienes beneficia la recaudación (finalidad
tributaria).
Se podría suponer que la generalidad siempre exige, inexorablemente, que “todos” sean contribuyentes en
beneficio de “toda” la sociedad. No es fácil descifrar el lineamiento del derecho judicial en el tema, dadas las
particularidades de cada caso resuelto por la Corte. De él surge, sin embargo, como principio, que en determinadas
condiciones es válido gravar a un sector en beneficio de toda la sociedad y, a la inversa, gravar a toda la
sociedad en beneficio de un sector.
Un sector de la sociedad (por ej., los empleadores) puede ser gravado con un impuesto, a condición de que
éste tenga un fin público de bienestar general (por ej., sufragar gastos de atención de la salud pública); también es
válido gravar a toda la sociedad en beneficio de un sector (por ej., para formar un fondo de ayuda a damnificados
de catástrofes); no es válido gravar a un sector en beneficio de otro sector determinado o de personas
determinadas.
Explicación: Cuando en el caso 1 se habla de “toda la sociedad” como contribuyente, se entiende que hay
generalidad en la fijación legal de los sujetos pasivos gravados con la obligación fiscal. Cuando se dice que el
beneficiario es “un sector o grupo”, se entiende que el impuesto tiene un destino específico y determinado por el
que se afecta la recaudación a ese fin concreto, que no obstante ha de ser un fin público (por ej., ayuda a ancianos
minusválidos, como especie dentro del género de “atención sanitaria pública” o “salud pública”).
Cuando en el caso 2 se habla de “un sector o grupo” como contribuyente, se entiende que la ley establece una
categoría especial de sujetos pasivos gravados con la obligación fiscal (por ej., todos los empleadores). Cuando se
dice que el beneficiario es “toda la sociedad” se entiende que el impuesto tiene un destino general (ingresar a
rentas generales o satisfacer necesidades que afectan a toda la sociedad, por ej., constituir un fondo para construir
viviendas populares).
20. — El principio de que los tributos han de ser generales y uniformes viene a significar, entonces, que la ley
que los establece, o que exime de ellos, no puede hacer discriminaciones arbitrarias o irrazonables cuando
determina los sujetos obligados a pagarlos o eximidos de pagarlos, ni cuando fija de antemano el destino
específico o los beneficiarios de la recaudación.
21. — La relación fiscal o tributaria es el vínculo jurídico que se configura entre el estado (o
el ente autorizado a exigir el tributo) y el sujeto afectado por el tributo. La obligación fiscal o
tributaria es, fundamentalmente, la que pesa sobre el sujeto obligado a pagar el tributo; en tal
supuesto, es una obligación de dar (generalmente, una suma de dinero), pero hay también otros
aspectos de la obligación fiscal que no implican pago (presentar declaraciones juradas, no realizar
un acto jurídico si previa o simultáneamente no se garantiza o paga el tributo, etc.). La obligación
fiscal de pagar el tributo se llama “deuda tributaria”.
La obligación fiscal nace de la ley (principio de legalidad); no es, por ende, contractual, bien que entre el
estado-fisco y el contribuyente pueda convenirse a veces las condiciones del pago. Tal obligación pertenece al
campo del derecho público, y es siempre personal.
22. — El sujeto activo de la obligación en la relación fiscal es, latamente, el estado (estado-
fisco), pero también puede serlo un ente u organismo al que el estado concede la facultad de
cobrar el tributo.
No se debe equiparar necesariamente al sujeto que inviste el llamado “poder tributario” (indudablemente, el
estado —federal y provincial—) con el sujeto activo de la “obligación” (que es el acreedor a quien se debe el
pago, y que acabamos de decir que puede ser, a veces, un ente diferente del estado, a quien éste atribuye la
facultad de percibir el tributo). (Hay doctrina que a la facultad de cobrar el tributo la llama “competencia
tributaria”, para distinguirla de la facultad de crear el tributo, que se denomina “poder tributario”).
El sujeto pasivo de la obligación fiscal es, generalmente,el contribuyente que debe pagar el
tributo, pero en algunos casos es también un tercero distinto del contribuyente, a quien la ley le
obliga a pagar el tributo que debe el contribuyente (como los agentes de retención, o los
representantes de los incapaces).
No es sujeto pasivo el que soporta el tributo por la traslación que de él hace el contribuyente (por ej., el
consumidor que en el precio de un artículo sufre la traslación que hace al precio quien pagó el tributo como
contribuyente).
La razón es simplísima: si la jurisdicción del estado se agota en su territorio, el hecho imponible debe
radicarse dentro de él, y no fuera de sus límites. La circunstancia de que una persona sea habitante, o se halle en
territorio argentino, no presta sustento para que la ley le cree obligaciones fiscales convirtiendo en hecho
imponible una manifestación patrimonial que claramente se sitúa fuera del país. La materia del impuesto no está
—en ese caso— bajo jurisdicción de la autoridad argentina.
26. — Los ilícitos fiscales que encuadran en el derecho penal tributario no toleran que su juzgamiento en sede
judicial carezca prejudicialmente de un acto administrativo que, con todos los recaudos constitucionales exigibles,
haya predeterminado la obligación fiscal.
La libertad fiscal.
27. — La tributación se vincula con la libertad fiscal. No en vano Joaquín V. González advertía que el poder
impositivo, teniendo por efecto apropiarse de una porción de fortuna o patrimonio del individuo, ha sido en todo
tiempo y siempre el más peligroso para la libertad civil y política, por lo mismo que es discrecional, amplio e
indeterminado en sus especies. Para armonizar los dos intereses —el del estado-fisco que impone y recauda el
tributo, y el del particular contribuyente que tiene con él una relación tributaria— nosotros nos inclinamos por un
criterio interpretativo favorable al último, o sea, a la libertad fiscal, con-forme al principio: “in dubio contra
fiscum”, en la duda a favor del contribuyente.
El tema se vincula con la interpretación del derecho tributario, sobre la cual el derecho judicial de la Corte
sostiene que las normas tributarias no deben necesariamente entenderse con el alcance más restringido que su
texto admita, sino en forma tal que el propósito de la ley se cumpla conforme a los principios de una razonable y
discreta interpretación.
28. — La aplicación del principio de legalidad a la materia tributaria conduce a una primera
consecuencia, harto importante; si es que “no hay tributo sin ley”, esta ley debe ser previa o
anterior al hecho imponible. De ahí que las leyes que crean o modifican tributos no pueden
retroactivamente crear o agravar el hecho imponible. Y si un hecho no es imponible conforme a la
ley fiscal vigente al tiempo de producirse, hay derecho “adquirido” a quedar libre de obligación
fiscal respecto del mismo hecho.
No obstante, la sentencia de la Corte del 24 de noviembre de 1981 en el caso “Moiso Angel y Cía. S.R.L.”
hizo excepcionalmente una interpretación distinta sobre el punto, afirmando que no cabe reconocer la existencia
de un derecho adquirido por el mero acaecimiento del hecho generador de la obligación tributaria durante la
vigencia de una ley que exigía un gravamen menor.
29. — El principio de la ley previa al hecho imponible, sea para convertirlo en tal, sea para agravar la
obligación emergente de él, se hace claro cuando el hecho imponible es instantáneo. Cuando es “de ejercicio”, la
ley debe ser anterior al momento en que se perfecciona y cierra el período o ciclo (así, si se toma como cierre del
ejercicio el 31 de diciembre para cobrar un impuesto a las ganancias anuales, la ley que lo crea o que lo agrava
debe ser anterior al 31 de diciembre del año correspondiente, pero no necesariamente debe ser anterior a la
iniciación del año comprendido, por lo que es válido dictarla durante su transcurso).
30. — El principio de legalidad tributaria y de irretroactividad de la ley fiscal no termina en el ámbito estricto
de la normatividad legal. En efecto, cuando un sistema determinado tiene establecido que las consultas evacuadas
por el fisco a los contribuyentes confieren vinculatoriedad a las respuestas, es inconstitucional dejar de aplicar tal
régimen a las consultas realizadas durante su vigencia.
En el caso “Eugenio Bellora e hijos”, de 1992, la Corte sostuvo en tal sentido que la presentación de
declaraciones juradas y el pago del tributo resultante de ellas, efectuados en concordancia con el criterio fiscal
vigente a ese momento, deben considerarse correctos en tiempo y forma.
31. — En cuanto al pago del tributo, hay que aplicar como principio la teoría del efecto
liberatorio del pago, que explicamos dentro del derecho de propiedad; si el efecto liberatorio de
un pago otorga a quien lo efectúa el derecho “adquirido” a que no se le reclame de nuevo ni una
suma mayor, hay que saber cuándo el pago libera. El criterio general dice que el pago de un
tributo de acuerdo a la ley vigente al tiempo de efectuarlo, libera al contribuyente o responsable
de la obligación fiscal.
32. — La creación y aplicación de tributos está sujeta, como todos los actos estatales, a
control judicial de constitucionalidad. Este control puede recaer sobre dos aspectos: a) la
imposición de contribuciones por el congreso; b) la recaudación de las mismas por el poder
ejecutivo (ahora, a través del jefe de gabinete de ministros).
Ahora bien, la revisión judicial debe entenderse a tenor de dos principios básicos: a) el poder
judicial está siempre habilitado —se-gún el derecho judicial de la Corte— para pronunciarse
sobre la validez de los gravámenes cuando se los ataca por reputárselos incompatibles con la
constitución; b) en cambio, el poder judicial no puede revisar el criterio, la oportunidad, la
conveniencia o el acierto con que el legislador se ha manejado al establecer los gravámenes, como
tampoco sus efectos económicos, fiscales, sociales, o políticos.
33. — Del fallo de la Corte del 16 de abril de 1991 en el caso “Massalín Particulares S.A.” surge que el juicio
de amparo es viable en materia fiscal. Pero en el breve párrafo dedicado al tema, la sentencia que así lo decide
tuvo en cuenta que, por la índole de la cuestión debatida, había incidencia en la percepción de la renta pública y
que el retardo en resolver el caso originaba perturbación en el desarrollo de la política económica del estado, con
menoscabo de los intereses de toda la comunidad.
El “solve et repete”.
34. — Ha sido regla en nuestro derecho que la inconstitucionalidad de los tributos no puede
alegarse sino después de haberlos satisfecho. Ello significa que el contribuyente que paga un
tributo no puede atacar la norma que impone la obligación fiscal sin haber cumplido previamente
con ella. Esta regla se conoce con el nombre de “solve et repete”.
La Corte admitió excepción cuando —por ej.— el monto muy cuantioso del tributo importaba una erogación
que hería sustancialmente el patrimonio del contribuyente, e impedía, por eso, indirectamente el derecho de
defensa.
La aplicación rígida y severa de la regla “solve et repete” puede llegar a significar privación
de justicia si por imposibilidad económica de oblar el impuesto antes de acudir a la impugnación
judicial, impide el acceso al derecho a la jurisdicción.
35. — Hay doctrina que considera actualmente derogado o improcedente el principio “solve
et repete” desde la incorporación del Pacto de San José de Costa Rica al derecho argentino (ahora
con jerarquía constitucional) en cuanto dicho pacto establece el derecho a un proceso
razonablemente rápido para determinar los derechos y obligaciones del justiciable, incluso los de
orden fiscal. No estamos seguros de que de dicha norma se pueda inferir necesariamente la
inaplicación actual del “solve et repete”, sin perjuicio de que por otros argumentos quepa
rechazarlo en razón de inconstitucionalidad.
Lo que sí debe quedar en claro es que la aplicación rígida del “solve et repete” jamás puede impedir el acceso
a la jurisdicción cuando el justiciable que pretende liberarse del pago de un tributo o impugnar su
constitucionalidad carece de capacidad económica cierta y disponible para oblar el monto de la carga antes de
demandar su repetición o su exención.
36. — El requisito inexcusable de pagar el gravamen “bajo protesta” para poder luego demandar su reintegro,
también ha quedado mitigado en su rigorismo por el derecho judicial de la Corte en los últimos años. Realmente,
no hemos encontrado fundamento constitucional sólido para la exigencia de la protesta como condición de la
repetición.
37. — Entre 1973 y 1976, a raíz del fallo recaído con fecha 18 de octubre de 1973 en el caso “Mellor
Goodwin Combustión S.A.”, la Corte Suprema introdujo un requisito ineludible para que pudiera prosperar la
acción por reintegro de impuestos. La jurisprudencia de esa etapa sostuvo, a nuestro juicio equivocadamente, que
el contribuyente que accionaba por repetición de un impuesto ya pagado debía probar que a raíz del pago había
sufrido un empobrecimiento, el que no se configuraba cuando el monto del impuesto pagado había sido trasladado
a terceros (por ej.: a los precios que abonaba el consumidor). El principio fue extendido tanto a las contribuciones
indirectas como a las directas, y sólo se excepcionaba cuando el contribuyente era una persona física.
Desde el caso “Petroquímica Argentina S.A.”, fallado el 17 de mayo de 1977, la Corte Suprema, en una
nueva composición, dejó sin efecto el criterio anterior afirmando que condicionar el derecho de repetir impuestos
indebidamente ingresados al fisco es incurrir en violación a la constitución.
El reparto de competencias.
38. — Dada la forma federal de estado que implanta la constitución, el poder tributario se
halla repartido entre dos fuentes: a) el estado federal y b) las provincias; después de la reforma de
1994 hemos de entender que, en jurisdicción de las provincias, los municipios de cada una de ellas
tienen reconocido por el art. 123 un ámbito de autonomía en el que la constitución provincial debe
reglar el alcance y contenido de la misma autonomía en el orden económico y financiero, lo que
implica admitir el poder tributario municipal (ver nos. 62 y 63).
No hay que olvidar que el régimen autónomo de la ciudad de Buenos Aires también lo
presupone.
Aun cuando los recursos del estado no se limitan a los que proveen las cargas fiscales, éstas
cobran particular relieve e importancia. La constitución denomina “tesoro nacional” al que se
forma mediante la diversidad de fuentes aludidas en el art. 4º, dentro de las cuales se menciona a
las contribuciones.
Este es el primer aspecto o rubro de la actividad financiera pública (obtención de recursos o
ingresos), consistiendo el segundo en los gastos a los que se destinan los ingresos.
El tesoro nacional.
Más allá de la enunciación de los recursos, el artículo transcripto revela implícitamente el principio de
finalidad en la política financiera y en la tributación, ya que habla de proveer a los “gastos del estado”, lo cual
implica remitir a la noción del interés público, con todos los parámetros y rubros que hemos identificado en los nº
1 a 3.
Los impuestos directos e indirectos.
40. — Antes de la reforma de 1994, se interpretó casi sin discrepancias que la coordinación
del art. 4º con el que era art. 67 incisos 1º y 2º dejaba en claro que el reparto competencial en
materia tributaria giraba en torno de los impuestos directos e indirectos. El texto vigente hasta
1994 se refería a “contribuciones directas” en el citado art. 67 inc. 2º, y a las “demás
contribuciones” en el art. 4º, previendo en el mismo art. 67 inc. 1º los impuestos aduaneros con el
nombre de “derechos de importación y exportación” (repitiendo el vocabulario del art. 4º).
42. — Para comprender esta norma, conviene adelantar en un cuadro el esquema tradicional
de competencias federales y provinciales en materia tributaria.
43. — Dicha norma corresponde a la que agrupa las competencias del congreso, y dice así:
“Imponer contribuciones indirectas como facultad concurrente con las provincias. Imponer
contribuciones directas, por tiempo determinado, proporcionalmente iguales en todo el territorio
de la Nación, siempre que la defensa, seguridad común y bien general del Estado lo exijan. Las
contribuciones previstas en este inciso, con excepción de la parte o el total de las que tengan
asignación específica, son coparticipables.
Una ley convenio, sobre la base de acuerdos entre la Nación y las provincias, instituirá
regímenes de coparticipación de estas contribuciones, garantizando la automaticidad en la
remisión de los fondos.
La distribución entre la Nación, las provincias y la ciudad de Buenos Aires y entre éstas, se
efectuará en relación directa a las competencias, servicios y funciones de cada una de ellas
contemplando criterios objetivos de reparto; será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de
un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el
territorio nacional.
La ley convenio tendrá como Cámara de origen el Senado y deberá ser sancionada con la
mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, no podrá ser modificada
unilateralmente ni reglamentada y será aprobada por las provincias.
No habrá transferencia de competencias, servicios o funciones sin la respectiva reasignación
de recursos, aprobada por la ley del Congreso cuando correspondiere y por la provincia interesada
o la ciudad de Buenos Aires en su caso.
Un organismo fiscal federal tendrá a su cargo el control y fiscalización de la ejecución de lo
establecido en este inciso, según lo determine la ley, la que deberá asegurar la representación de
todas las provincias y la ciudad de Buenos Aires en su composición.”
El inciso 3º dice:
“Establecer y modificar asignaciones específicas de recursos coparticipables, por tiempo
determinado, por ley especial aprobada por la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de
cada Cámara.”
(La bastardilla es nuestra).
Del inc. 2º parece desprenderse claramente que la coparticipación en él prevista no es
facultativa sino obligatoria, o sea, que no depende de la voluntad del congreso establecerla o no.
44. — La primera clarificación que surge de esta norma surge de consignar expresamente que
las contribuciones indirectas son de competencia concurrente del congreso y de las provincias.
No hay innovación en el criterio tradicional, bien que ahora éste queda especificado en la letra
normativa de la constitución.
En orden a las contribuciones directas, se mantiene la competencia excepcional del congreso,
al modo como ya estaba previsto en el anterior art. 67 inciso 2º. La novedad aparece a partir de
ahí, en cuanto el texto reformado añade que las contribuciones aludidas en el actual inciso 2º —o
sea, las indirectas , y las directas— son copar-ticipables, a menos que una parte o el total tengan
asignación espe-cífica.
De este modo ¿queda obviada la inconstitucionalidad que siempre atribuimos a la
coparticipación de impuestos directos que se establecían de modo permanente por el congreso y
que, en realidad, implicaba una transferencia inconstitucional de competencias provinciales al
gobierno federal?
La cuestión exige un desdoblamiento:
a) cuando la constitución menciona “las contribuciones previstas en este inciso” y las hace
coparticipables, sólo habilita: a’) la coparti-cipación en las directas cuando éstas se sujetan
estrictamente a la transitoriedad y a las causas específicas que prevé el inciso; pero a’’) sigue
dando pie para decir que, al igual que antes, es inconstitucional establecer contribuciones directas
de modo permanente —aun cuando sea por renovación sucesiva del tiempo determinado— y, por
ende, que también es inconstitucional la coparticipación, porque no se puede coparticipar
recursos derivados de contribuciones que el congreso no tiene facultad de establecer, ni las
provincias facultad para transferirle sus competencias;
b) cuando las contribuciones directas respetan estrictamente los requisitos de temporalidad y
de causas específicas, la coparticipación a que apunta el inciso es constitucional y, de alguna
manera, hace compatible el ejercicio de una competencia excepcional del congreso con la
competencia general y permanente que invisten las provincias para crear impuestos directos en su
jurisdicción.
Mejor que asignación específica, sería decir “afectación específica”. De todas maneras, lo que nos parece
incomprensible es que la norma constitucional deje margen para que tales afectaciones que detraen fondos a la
coparticipación puedan provenir unilateralmente de una ley del congreso, sin acuerdo de las provincias ya que, en
el sistema, ellas son sujetos de la relación federal para acordar las bases y para tener parte en la distribución.
La ley-convenio.
Cuando el inc. 2º alude a “una” ley-convenio —en singular— abre la duda de si la coparticipación debe
regularse en una única ley, o si es viable que además de la “ley-marco general”, otras leyes atiendan parcialmente
a un determinado tributo. No creemos que una interpretación literal rígida infiera del singular utilizado —“una”
ley— la imposibilidad de más de una.
Ha de tenerse presente que la referencia a “una ley-convenio sobre la base de acuerdos entre
la nación y las provincias” provoca dos sugerencias: a) en tales acuerdos no se incluye a la ciudad
de Buenos Aires, no obstante el status de autonomía que delinea el art. 129; b) si la ley-convenio
surge de acuerdos entre el estado federal y las provincias, y se asienta sobre esa base, parece que
tales acuerdos han de ser previos a la ley-convenio, con lo que ya no sería aplicable el modelo de
una ley unilateralmente dictada por el congreso a la que recién después adhieren las provincias.
47. — La ley-convenio, pese a ser una ley tributaria, hace excepción al principio del art. 52
—ex art. 44— según el cual la cámara de origen en materia de contribuciones debe ser la de
diputados. Acá se prescribe, en cambio, que la ley-convenio tendrá al senado como cámara de
origen, y además habrá de sancionarse con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de
cada cámara.
Ello significa que reviste jerarquía superior a las leyes aludidas en el art. 31.
49. — De inmediato se añade que la ley-convenio “será aprobada por las provincias”
El vocablo “aprobación” alude al consenso provincial y ha de tenerse como equivalente de
“adhesión”, que ha sido siempre el término propio de las leyes-contrato.
La duda sobreviene, no obstante, cuando la norma dice que la ley-convenio “será” aprobada
por las provincias, porque el verbo “será”, en futuro, podría dejar la impresión de que ordenara
imperativamente esa aprobación.
Es cierto que los acuerdos que deben ser la base de la ley-convenio exteriorizan un modo
anticipado de participación y, acaso, hasta de consenso, pero es poco convincente que resulten
suficientes para, luego, imponer la aprobación provincial obligatoria. Es la ley-convenio la que,
para responder a su naturaleza de tal, precisa que la aprobación sea voluntaria porque, de lo
contrario, no tendría sentido hablar de una “ley-convenio” si resultara de una adhesión provincial
coactiva a la ley emanada unilateralmente del gobierno federal. En rigor, no cabría ya hablar de
“ley-convenio”.
Nuestra interpretación se refuerza porque si la ley-convenio no puede ser modificada unilateralmente, ni
reglamentada, resulta obvio que mucho menos es admisible suponer que cuando la dicta el congreso las provincias
deben aprobarla automáticamente. Por analogía agregamos que, prohibida por el art. 82 la aprobación tácita de
leyes por el congreso, tampoco es tolerable imaginar una aprobación obligatoria que se identificara con un
“convenio” (provincial) tácito, que no sería realmente expresión de la adhesión de las provincias.
La distribución.
51. — Estas directrices, obviamente obligatorias, se asemejan a las que contiene el inciso 19 en su párrafo
segundo, cuando asigna al congreso la competencia de “proveer al desarrollo armónico de la nación y al
poblamiento de su territorio; promover políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo
relativo de provincias y regiones”.
La similitud lleva a recordar que, por el eje afín que vertebra a ambas competencias, tanto en el inciso 2º
párrafo cuarto como en el inciso 19 párrafo segundo, la cámara de senadores debe ser cámara de origen.
El paralelismo ayuda a comprender también que una forma parcial de cumplir con lo dispuesto en el inciso 19
se canaliza a través del reparto de recursos coparticipables diseñado en el inciso 2º párrafo tercero.
Acá se constitucionaliza el principio de que a cada gasto le ha de corresponder el recurso que lo satisfaga.
La transferencia a que se refiere la norma apunta a la que opera interniveles, o sea, entre las entidades que son
sujetos de la coparticipación, pero no dentro de una de ellas.
El control.
53. — Por último, se dispone la creación por ley de un organismo fiscal federal para control y
fiscalización de la ejecución de cuanto establece el inciso 2º. La ley debe asegurar en la
composición de dicho ente la representación de todas las provincias y de la ciudad de Buenos
Aires.
El inciso 3º del art. 75 da continuidad al anterior, en cuanto prevé que tanto para establecer como para
modificar asignaciones específicas de recursos coparticipables, por tiempo determinado, hace falta una ley
especial cuya sanción necesita la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara.
La cláusula transitoria.
56. — En el caso “Madariaga Anchorena Carlos J.”, de 1958, la Corte estableció que las
provincias pueden limitar convencionalmente el ejercicio de su poder impositivo a través de
acuerdos con el estado federal.
57. — La doble imposición —federal y provincial— con ser una anomalía económica, no comporta —dice la
Corte— siempre y por sí sola una violación constitucional. Con fórmula más precisa —que data del año 1927 en el
caso “S.A. Simón Mattaldi Ltda. c/Provincia de Buenos Aires”— sostuvo que los impuestos provinciales no
pueden ser invalidados sino en aquellos casos en que la constitución concede al congreso en términos expresos un
exclusivo poder, o en los que el ejercicio de idénticos poderes ha sido expresamente prohibido a las provincias, o
cuando hay una directa y absoluta incompatibilidad en el ejercicio de ellos por estas últimas, fuera de cuyos casos
es incuestionable que las provincias retienen una autoridad concurrente con el congreso.
58. — Se llama “cláusula comercial” a la norma del art. 75 inc. 13, que confiere al congreso
la facultad de reglar el comercio interprovincial e internacional. La regulación de dicho comercio
interjurisdiccional es privativa del congreso. En cambio, el poder impositivo, según vimos,
encuentra en la constitución sus normas propias, que dan lugar a un reparto entre estado federal y
provincias; o sea que en el poder impositivo hay algunas competencias provinciales; por ende, la
competencia impositiva, y la que atribuye la cláusula comercial, son distintas, y no deben
confundirse.
59. — Durante mucho tiempo, el derecho judicial de la Corte no hizo el debido deslinde entre una y otra, y en
muchos casos absorbió al poder impositivo en la cláusula comercial, interpretando que como ésta adjudica al
congreso la facultad exclusiva de reglar el comercio interjurisdiccional (prohibiéndola a las provincias), las
provincias tenían inhibido el poder impositivo sobre toda actividad relacionada con aquel comercio. Para decir
eso, es evidente que de dos competencias distintas (la de la cláusula comercial y la impositiva), se formaba una
sola, ya que si el gobierno federal arrastraba a la segunda porque ejercía la primera, las dos quedaban unificadas,
equiparadas, o identificadas.
Puede decirse que a partir de 1973 la jurisprudencia de la Corte sufrió una evolución
progresiva que, personalmente, nos permite interpretar en la actualidad que las provincias no
pueden convertir en “hecho imponible” a la actividad misma que implica “comercio” entre
provincias o con el exterior, pero la “ganancia” o el “lucro” que derivan de esa actividad son
“hechos imponibles” diferentes de la actividad que los produce, y como diferentes pueden ser
captados por leyes provinciales.
Tal evolución demuestra que ahora el derecho judicial distingue la “cláusula comercial” y el
poder impositivo, y aun cuando por la primera queda impedido a las provincias reglar el
comercio interjurisdiccional, no queda necesariamente inhibido el poder impositivo provincial
que grava actividades relacionadas con aquel comercio.
61. — Este repertorio tiene que completarse. Otras prohibiciones para el poder impositivo provincial surgen
de limitaciones que puede establecer el congreso en uso de competencias que la constitución le otorga. Así por ej.,
una ley del congreso destinada a promover determinada política comercial, social, cultural, etc., puede eximir al
estado federal, a organismos dependientes de él, y hasta a particulares, del pago de gravámenes provinciales por
las actividades que desarrollan en cumplimiento de aquella política, o de gravámenes sobre los instrumentos que
utilizan para satisfacerla. Con iguales fines y alcance, una limitación análoga podría provenir de un tratado
internacional entre nuestro estado y otro u otros.
El derecho judicial de la Corte sólo considera inválida la tributación provincial en casos como los señalados
en el párrafo anterior cuando las provincias impiden, frustran o entorpecen mediante sus gravámenes locales una
política federal determinada con la que resultan incompatibles. Pero de no existir esa confrontación incompatible,
el poder impositivo provincial queda subsistente y su ejercicio es constitucionalmente válido.
62. — Durante un tiempo, habíamos interpretado como admisible que los municipios de
provincia ejercieran por “delegación” de la provincia determinadas competencias tributarias.
Posteriormente, evolucionamos hasta reconocer que los municipios investían poder tributario
originario o propio. Todo ello, antes de la reforma constitucional de 1994.
Pensamos que ahora el art. 123 disipa las dudas, porque obliga a las provincias a reglar el
alcance y contenido de la autonomía municipal en el orden económico y financiero.
Esta base constitucional federal lleva a sostener que cada constitución provincial ha de
reconocer a cada municipio de su jurisdicción —según sea la categoría de ese municipio— un
espacio variable para crear tributos, lo que implica que desde la constitución federal se da
sustento al poder impositivo originario de los municipios.
Por supuesto que son las constituciones provinciales las que deben deslindar el poder impositivo local entre la
propia provincia y sus municipios, utilizando permisiones y prohibiciones respecto de los últimos, pero sin que
puedan inhibir o cancelar en forma total el poder tributario municipal.
63. — El siguiente cuadro intenta resumir la inserción del poder tributario originario de los municipios en
nuestro sistema constitucional:
REPARTO DE COMPETENCIAS
64. — La constitución formal ha federalizado las aduanas. Las normas que rigen la materia
son: a) el art. 9º en cuanto dispone que en todo el territorio del estado no habrá más aduanas que
las “nacionales”; b) el art. 75 inc. 10, en cuanto dispone que es atribución del congreso “crear o
suprimir aduanas”; c) el art. 9º, en cuanto dispone que en las aduanas “nacionales” regirán las
tarifas que sancione el congreso; d) el art. 75 inc. 1º, en cuanto dispone que corresponde al
congreso “legislar en materia aduanera” y “establecer los derechos de importación y exportación,
los cuales, así como las avaluaciones sobre las que recaigan, serán uniformes en toda la nación”;
e) el art. 4º, en cuanto incluye a los derechos de importación y exportación entre los recursos del
tesoro nacional.
65. — Cuando la constitución habla de aduanas “nacionales” hemos de entender dos cosas: a) que se refiere a
aduanas exteriores; b) que la competencia federal es exclusiva en ellas, en orden a los aspectos antes delineados.
De ello deducimos que: a) el estado federal no puede crear aduanas interiores; b) las provincias no pueden
crear aduanas interiores ni exteriores, ni ejercer en cuanto a las últimas las competencias exclusivas del estado
federal.
Hemos de advertir que las aduanas “nacionales” o exteriores no son tales por su ubicación territorial o
geográfica, ni las interiores lo son por estar situadas en el interior del país; aduanas interiores son las que en
cualquier lugar donde se encuentren, están referidas al tráfico interno.
La circulación “territorial”.
El art. 10 consigna que en el interior de la república es libre de derechos la circulación de los efectos de
producción o fabricación nacional, así como los géneros y mercancías de todas clases, despachados en las aduanas
exteriores. El art. 11 añade que los artículos de producción o fabricación nacional o extranjera, así como los
ganados de toda especie, que pasen por territorio de una provincia a otra, serán libres de los derechos llamados de
tránsito, siéndolo también los carruajes, buques o bestias en que se transporten; y ningún otro derecho podrá
imponérseles en adelante, cualquiera que sea su denominación, por el hecho de transitar el territorio. Por último, el
art. 12 dice que los buques destinados de una provincia a otra no serán obligados a entrar, anclar y pagar derechos
por causa de tránsito, sin que en ningún caso puedan concederse preferencias a un puerto respecto de otro por
medio de leyes o reglamentos de comercio. Esta última norma debe coordinarse con la que consagra la libre
navegación de los ríos interiores (art. 26) y con la que dispone que es competencia del congreso reglamentar esa
libre navegación (art. 75 inc. 10).
El peaje.
68. — El peaje como contribución o pago que debe satisfacer el usuario de una obra pública vial (camino,
puente, ruta, etc.) no viola la libre circulación territorial en tanto se respeten determinadas condiciones como: a)
que el pago se destine a solventar gastos de construcción, amortización, uso o conservación de la obra; b) que el
uso de la obra esté destinado a todos sin discriminación; c) que ese uso no sea obligatorio; d) que el monto sea
proporcional al costo, uso o conservación de la obra; e) que el monto sea uniforme para todos los usuarios que se
hallen en las mismas condiciones; f) que no encubra un gravamen al tránsito.
Para buena parte de nuestra doctrina, el peaje tiene naturaleza de tasa.
69. — Un interesante fallo sobre el peaje es que el dictó la Corte Suprema el 18 de junio de 1991 en el caso
“Estado Nacional c/Arenera El Libertador SRL.”, en el que sostuvo que el peaje no es inconstitucional cuando no
configura un pago exigible por el mero paso, desvinculado de servicios o prestaciones a favor del usuario, como es
el caso de la construcción y el mantenimiento de la vía de tránsito.
Tampoco surge del derecho judicial la necesidad de vías alternativas de utilización gratuita. En cambio, lo
que haría inaplicable el peaje o requeriría la existencia de vías alternativas, sería el monto irrazonable de la tasa
que, por no haber una vía gratuita de tránsito, tornara ilusorio el derecho de libre circulación; pero tal circunstancia
debe ser acreditada por quien alega el perjuicio.
CAPÍTULO XX
I. EL CONSTITUCIONALISMO SOCIAL.
Su surgimiento y contenido.
Remisiones.
Ante todo, no se trata de que los derechos clásicamente incorporados al constitucionalismo moderno como
derechos “civiles” carezcan del carácter de derechos sociales. Todo derecho subjetivo es “social” porque
presupone la convivencia de los hombres. Y todo derecho es también social en el sentido de que no se concibe el
ejercicio antisocial de un derecho.
Lo que el constitucionalismo social quiere definir con la locución “derechos sociales” no es tanto la
naturaleza intrínsecamente social de todo derecho subjetivo, sino más bien la adjudicación de derechos de
solidaridad, o de prestación, o de crédito a los hombres considerados como miembros o partes de grupos sociales
(familia, sindicato, empresa). En suma, se trata de enfocar a las personas no tanto como miembros de la sociedad
general o global, sino más bien como sujetos situados en núcleos societarios más pequeños e inmediatos.
Con todo, tampoco se agota aquí el alcance del adjetivo “sociales”. En los derechos así llamados entran,
además, todos aquéllos que acusan una funcionalidad social más intensa, e interesan en su ejercicio a toda la
comunidad por la repercusión general que ese ejercicio adquiere. Es así como el catálogo de derechos sociales
incluye todos los relativos a la educación, la cultura, la seguridad social, el consumo y el uso de bienes y servicios,
el ambiente, los intereses difusos o colectivos, etc.
7. — Aparecen así las prestaciones positivas a cargo del estado, y la concepción de que el fin de su
organización constitucional no se satisface ni agota con garantizar el libre goce de los derechos, sino que requiere,
además: a) remover los obstáculos que impiden o dificultan a algunos hombres o sectores de la sociedad el
efectivo ejercicio de sus derechos por carecer de similares oportunidades de hecho; b) promover la liberación y el
desarrollo de todos los hombres, suprimiendo no sólo las formas de explotación y opresión, sino las trabas que
hacen inaccesibles para muchos la calidad y el nivel elemental de la vida personal; c) promover la igualdad real
de oportunidades y de trato.
8. — Del estado gendarme o policía (que solamente cuida y vigila) se pasa al estado de “bienestar social”
que hace y que promueve. Se le llama también “estado de la procura existencial”. En la superación del
individualismo, se produce un intento de armonizar y coordinar el valor de la libertad y de la autonomía
individuales con la justicia, la solidaridad y la cooperación sociales, pero no mediante un mero juego de
relaciones y competencias privadas, sino a través de una acción estatal de intervención, planificación y fomento.
El estado procura atenuar y compensar las desigualdades sociales de los hombres, y nivelar los desequilibrios
sociales y económicos que surgen del desajuste entre fuerzas y situaciones de hecho harto diferentes en su
gravitación e influencia.
Dikelógicamente, las aspiraciones del constitucionalismo social merecen valorarse como justas.
11. — El campo de la economía y de la libertad económica no puede quedar totalmente a merced del
mercado irrestricto y de la competencia absoluta e irrefrenable, porque hay facetas de la libertad, de la igualdad y
de los derechos que no tienen cabida —ni deben tenerla— en el mercado. Las necesidades básicas y las
privaciones injustas de toda persona exigen ser satisfechas y remediadas, y cuando el mercado no las abastece ni
subsana, la presencia razonable del estado en la economía viene demandada por el plexo de valores de la
constitución.
Ver cap. XV, nos. 22 a 24, en relación con el art. 42 de la constitución.
Para la relación con la libertad de comercio e industria, remitimos al cap. XIV, nos. 35 a 41; para la autonomía
de la voluntad y la libertad de contratar, ver cap. XIV, nº 15.
12. — Es claro que, como en toda ambición perfeccionista, el estado de bienestar exageró —a veces con
inflaciones desmesuradas e imposibles de hacerse realidad— sus roles, y agotó sus posibilidades, a la vez que
agrandó en demasía su tecnoburocracia. El estímulo a las pretensiones colectivas y a la esperanza de remediar las
necesidades con el auxilio del estado fomentó los “catálogos de ilusiones” y las “promesas” (en alusión a normas
declarativas de derechos sociales) lo que simultáneamente aumentó la carga de demandas sociales. Y cuando la
insatisfacción por las respuestas estatales dejó desiertas muchas expectativas, el estado de bienestar entró en crisis
de agotamiento.
Pero, con todo, si hay que evitar las exageraciones, hay que ser cuidadoso para no aspirar a la resurrección
anacrónica del estado liberal clásico. Un justo medio de equilibrio tiene que recuperarse, si es que no queremos —
como en nuestra posición personal— retroceder a modelos que el constitucionalismo social dejó agotados y que el
valor justicia no consiente.
14. — El trabajo es una actividad humana en la que el hombre empeña y compromete su dignidad. El valor
del trabajo proviene del valor del hombre que lo realiza. El trabajo no es mercancía, sino conducta humana. En el
trabajo se vuelca, en mérito a aquella dignidad personal, la vida, la salud, la energía, la subsistencia y la seguridad
del hombre.
El derecho constitucional comparado, en los principios que formula en su orden normativo para regular el
trabajo, tiende por eso a evitar que la prestación del mismo esclavice, denigre o enajene al hombre, y a conseguir
que, al contrario, sea fuente suficiente de recursos y de realización de la persona.
El derecho internacional de los derechos humanos se inspira en igual orientación.
Podemos considerar que ello se hace asequible desde el derecho constitucional a través de tres medios
principales:
a) posibilitando la sanción de normas que protejan integralmente al hombre que trabaja;
b) posibilitando la organización de asociaciones sindicales, mutuales, cooperativas, etc., que cumplan una
función plural: b’) como defensa de los intereses comunes de los trabajadores; b’’) como vínculo de conexión y
colaboración con los empleadores; b’’’) como vínculo de conexión y colaboración con el estado; b’’’’) como
ayuda directa a los trabajadores, ampliando las prestaciones patronales y estatales;
c) por fin, haciendo efectivos todos los derechos que emergen del trabajo mediante el desarrollo económico, a
fin de que las posibilidades económicas de la sociedad permitan realmente el goce concreto de tales derechos.
a) En el aspecto primario, todo hombre tiene derecho a escoger libremente la actividad que desea o prefiere.
Esa elección está fáctica y necesariamente condicionada por una serie de factores personales y sociales como son:
la existencia de un mercado ocupacional suficiente y amplio, la idoneidad para la tarea pretendida, el juego de la
competencia, la intervención del estado, etc. Todo ello nos revela que la libre elección de una actividad requiere,
por parte de la persona, una capacitación que le proporcione la idoneidad necesaria que esa actividad demanda; y
por parte del estado, el condicionamiento suficiente y eficaz de un orden justo en lo social, cultural, económico,
etc., como para hacer accesibles las fuentes de actividad a todo aquél que, con su iniciativa privada, pretende
realizar la elección comentada.
El art. 75 inc. 19 párrafo primero incluye, entre las competencias del congreso, la de promover a la
generación de empleo y a la formación profesional de los trabajadores.
b) En el aspecto secundario o derivado, hemos de dejar establecido que cuando se elige una actividad a
desarrollar en relación de dependencia para un empleador, ha de tenerse en cuenta, como principio, que la libertad
de contratar impide obligar tanto al empleador como al empleado a celebrar un contrato de empleo, y a celebrarlo
con persona determinada. (Para la libertad de contratar, ver cap. XIV, nº 15).
16. — Fundamentalmente, el sujeto activo que aparece como titular del derecho de trabajar es
el hombre. Pero asociaciones, empresas, personas jurídicas, etc. (o sea, entes que no son hombres)
pueden también desarrollar una actividad comercial, industrial, etc., equiparable al trabajo, y en
este sentido, ser titulares del derecho de trabajar.
De aquí en más, decimos que, en términos generales, el sujeto pasivo del mismo derecho en
cuestión es doble: el estado y los demás hombres.
El desglose detallado sería el siguiente:
1) Derecho de trabajar en su aspecto primario de elección de una actividad;
a) sujeto activo: el hombre, y las asociaciones, empresas o personas jurídicas;
b) sujeto pasivo: el estado y los demás hombres;
2) Derecho de trabajar en su aspecto secundario de desarrollar la actividad elegida y de
disfrutar de su rendimiento económico:
a) sujeto activo: el hombre, y las asociaciones, empresas o personas jurídicas;
b) sujeto pasivo:
b’) en la relación de empleo con determinado sujeto: este sujeto en cuanto empleador;
b’’) el estado y los demás hombres que deben respetar la relación de empleo y los
derechos emergentes de ella;
b’’’) cuando la actividad es independiente o por cuenta propia (sin empleador): el
estado y los demás hombres, que deben respetar el desarrollo de esa actividad;
cuando la actividad se presta en beneficio de persona determinada (por ej.: el
médico a su cliente, el pintor al dueño de la casa que pinta, etc.): aquél que recibe
la prestación.
17. — Una corriente de doctrina ha postulado un supuesto derecho “al” trabajo como diferente del derecho
de trabajar. El derecho “al” trabajo consistiría en el derecho a conseguir ocupación, con la consiguiente obligación
del sujeto pasivo de proveer de empleo al sujeto activo. ¿Quién sería el sujeto obligado a dar trabajo a quien lo
pretende? En principio, el estado, a quien los individuos harían exigible la concesión de una ocupación. En
cambio, no parecería que un hombre pudiera demandar de otro que le acordara empleo, porque en principio el
contrato de trabajo requiere siempre la decisión libre de ambas partes, o sea que existe la libertad de contratar,
pero no la obligación de contratar.
En el sentido de un derecho a demandar del estado la concesión de empleo, la fórmula del derecho “al”
trabajo sólo alcanzaría el valor de un enunciado programático en virtud del cual el estado tendría la obligación de
hacer lo posible para la ocupación adecuada de todos los que quisieran y necesitaran trabajo, pero sin llegar a
significar que todos estuvieran empleados por el estado. Esto último sería, además, prácticamente imposible.
El derecho “al” trabajo funcionaría, entonces, a través de dos carriles principales: a) mediante la obligación
estatal de establecer un orden social y económico que activara e hiciera accesibles las fuentes de trabajo a todos
los hombres en el mercado ocupacional; y a’) mediante políticas activas y medidas de acción positiva; b)
mediante prestaciones de desempleo —dentro del régimen de la seguridad social— para prevenir y cubrir el riesgo
de desocupación, desempleo, o paro forzoso.
18. — El derecho a obtener ocupación remuneratoria (derecho “al” trabajo) tiene cabida en el rubro de los
llamados derechos “por analogado”, para cuya descripción remitimos al Tomo I, cap. IX, nos. 40 y 41.
19. — El régimen de los trabajadores extranjeros, en pie de igualdad con los nacionales y sin discriminación
por causa de la extranjería, cuenta no obstante con algunas modalidades razonables. Así:
a) en principio, la plena equiparación requiere que el extranjero se encuentre radicado legalmente;
b) si sólo se halla temporariamente admitido, cabe limitarle su actividad laboral al ámbito ocupacional y
durante el tiempo para el cual se lo haya autorizado a residir transitoriamente; y si lo ha sido con determinación de
un lugar o zona, únicamente en ellos;
c) cuando se halla en tránsito, o por razones de turismo, negocios, tratamiento médico, etc., el desarrollo de
actividades remuneradas o lucrativas necesita autorización especial.
De ello se desprende que en caso de migración ilegal o clandestina, es razonable la prohibición de cumplir
actividades laborales en relación de dependencia o por cuenta propia.
21. — El derecho judicial de la Corte Suprema tiene establecido también que en las relaciones laborales la ley
consagra la obligación del empleador de respetar la personalidad del trabajador, y autoriza a aquél a ejercer sus
facultades de dirección en forma tal que no le origine perjuicio material ni moral al empleado durante el desarrollo
de la relación laboral (ver —por ej.— los casos “Valdez c/SADAIC”, del 19 de marzo de 1987, y “Farrel
c/Fundación Universidad de Belgrano”, del 2 de octubre de 1990).
22. — En cuanto a las remuneraciones, conviene recordar que en el caso “Suárez Manuel R. c/Superior
Gobierno de la provincia de Córdoba”, del 21 de marzo de 1989, la Corte enfocó los créditos salariales, cuya
naturaleza retributiva de servicios prestados es la misma en la relación de empleo privado y de empleo público, y
destacó su naturaleza alimentaria y su nexo con el derecho de propiedad y el de la retribución justa (art. 14 y 14
bis) por todo lo cual consideró que habiendo inflación el pago a valores históricos —aun recibido sin reservas por
el empleado al momento del cobro— requiere indexarse, porque no ha sido suficiente.
Esta jurisprudencia debe tenerse por vigente, aun después de la ley 23.928 (que prohibió la indexación a partir
del 1º de abril de 1991) porque —si hay inflación— la depreciación monetaria exige actualización de los créditos
por imperio de la constitución. (Ver cap. XVII, nº 19 a 25).
23. — Del derecho judicial cabe inferir asimismo que el derecho a la remuneración justa se extiende también
a los profesionales respecto de sus honorarios dentro de las modalidades propias que ofrece la relación entre
aquéllos y sus clientes y, en su caso, la intervención en una causa judicial.
Su contenido.
25. — Lo primero que observamos es que: a) el trabajo tiene y debe tener tutela; b) esa tutela
surge directa y operativamente de la constitución, y debe depararla la ley; c) la ley debe
necesariamente “asegurar” todo lo que el artículo enumera.
De aquí surge que la competencia le incumbe al congreso con ejercicio obligatorio, y que
estamos ante lo que cabe denominar “zona de reserva de la ley”, por lo que el poder ejecutivo no
puede asumirla ni interferirla, salvo en su potestad reglamentaria.
26. — Por la forma gramatical que reviste el artículo, agregamos que el congreso tiene el
deber inmediato de legislar. Que el trabajo “gozará” de la protección legal, y que las leyes
“asegurarán” tales y cuales cosas, denota una imperatividad insoslayable. No hay opción para que
el congreso legisle o no legisle; ni para que legisle cuando le parezca oportuno: debe legislar ya,
ahora.
Esto significa que la demora o la omisión en legislar, es inconstitucional: hay
inconstitucionalidad por omisión. Desde 1957 hasta la actualidad, esa inconstitucionalidad se ha
consumado en todos los aspectos del art. 14 bis sobre los cuales la falta de ley razonable o la
vigencia de ley inconstitucional frustra, bloquea o aminora el goce de los derechos en él
enumerados y protegidos.
27. — Aun cuando ese deber primario que contiene claramente el ar. 14 bis va dirigido al congreso, hay que
puntualizar que:
a) alcanza también a todos los órganos del gobierno federal (en el caso “Valdez c/Cintioni”, de 1979, la Corte
sostuvo que su cumplimiento atañe a los poderes distintos del congreso, los cuales, dentro de la órbita de sus
competencias, han de hacer prevalecer el espíritu protector de las normas en juego);
b) se extiende a las provincias, conforme al art. 5º de la constitución;
c) se refuerza con el mandato constitucional del art. 24 (“el congreso promoverá la reforma de la actual
legislación en todos sus ramos...”), que al incluirse un nuevo artículo (el 14 bis) en la reforma de 1957, obliga a
ajustar la legislación vigente a esa fecha a sus pautas y principios;
d) cuando en una relación de trabajo (dependiente o no) un particular es sujeto pasivo de la misma, cargan
sobre él muchas de las obligaciones correlativas a los derechos que el art. 14 bis ordena asegurar y proteger.
28. — Podemos agrupar los derechos emergentes del art. 14 bis en la parte que examinamos,
en las siguientes categorías:
a) condiciones de trabajo en orden a:
a’) prestación en sí del servicio;
a’’) remuneración;
a’’’) duración;
a’’’’) control de la producción y colaboración en la dirección de la empresa;
b) asociación sindical.
En cierto modo, todo lo referente a remuneración y duración hace a las condiciones de trabajo calificadas
constitucionalmente como dignas y equitativas, pero podríamos añadir que ellas se satisfacen también mediante la
comodidad, higiene y decoro del lugar donde el trabajo se presta, y mediante la debida atención de las situaciones
personales del trabajador (acá se incluyen las derivadas de la edad, maternidad, capacidad disminuida, etc.).
En suma, las condiciones dignas y equitativas apuntan a un aspecto material u objetivo (lugar o modo de
trabajo) y a otro personal o subjetivo (situación personal del trabajador).
Ver nos. 20 a 22.
La remuneración.
El derecho a la retribución justa juega doblemente; por un lado, frente al empleador que debe
pagarlo; por el otro, frente al estado que debe protegerlo mediante leyes (por ej.: de salario
mínimo, de inembargabilidad parcial, de forma de pago, etc.), y que debe hacerlo posible a través
de su política social y económica.
31. — En el caso “Bessolo Leopoldo A. c/Osa Pedro” —del año 1967— la Corte Suprema sostuvo que la
constitución otorga a quien presta servicios el derecho a una retribución justa que contemple la índole, magnitud y
dificultad de la tarea realizada, obligando a mantener una relación razonable entre la retribución que se fija y la
tarea efectivamente cumplida.
Conforme al derecho judicial de la Corte Suprema, viola el derecho de propiedad la obligación que se impone
al empleador de pagar remuneraciones que no corresponden a una contraprestación de trabajo del empleado.
33. — A más de la norma constitucional que venimos analizando, las leyes laborales de orden
público y los convenios colectivos de trabajo pueden y deben limitar razonablemente la autonomía
de la voluntad, estableciendo montos que por acuerdo de partes no pueden disminuirse (reforma
en perjuicio del trabajador) aunque sí pueden aumentarse.
Para el tema, ver nos. 63/64, y cap. XXI, nos. 17 a 19.
El salario mínimo.
Un salario no es mínimo y vital tan sólo porque una norma le adjudique esa calificación. La constitución
apunta a que lo sea realmente, por su naturaleza y por su monto. Un salario irrisorio, aunque la ley acaso lo
denomine “mínimo” y “vital”, no satisface la prescripción constitucional.
Como principio, la norma que asigna la cifra de ese salario queda sujeta como toda otra a control judicial de
constitucionalidad, y no vemos obstáculo para que un juez declare que el salario mínimo establecido por ley es
inconstitucional en cuanto a su haber. No olvidemos que, aparte de esta cláusula, existe la general sobre
retribución “justa”, que obliga al monto “justo” de toda remuneración, también del salario mínimo vital.
35. — El derecho de percibir igual remuneración por igual tarea tiene una “ratio” histórica en su
formulación, dentro de las convenciones internacionales que lo han acogido, y del derecho comparado. La
equiparación tendió a eliminar los salarios inferiores por razón de sexo o sea, a obtener la misma paga para el
hombre y la mujer cuando realizaban el mismo trabajo.
Cuando el art. 14 bis incorporó la cláusula de igual remuneración por igual tarea, no cabe
duda de que se movió en un ámbito similar, sin más propósito que el de impedir las
discriminaciones arbitrarias, o sea, aplicando al problema de la retribución laboral la regla
constitucional de la igualdad jurídica.
Cabe advertir que la norma de la constitución enfoca el problema de la igualdad en las relaciones privadas
(pese a que se extiende también al empleo público).
El caso “Ratto Sixto y otros c/Productos Stani S.A.”, fallado por la Corte en el año 1966, vino a confirmar
que la cláusula en examen sólo inhibe las discriminaciones arbitrarias fundadas en el sexo, la nacionalidad, la
religión, la raza, etc., pero no obsta a que el empleador, una vez abonada a todos sus dependientes la remuneración
justa, liquide a algunos un “plus” en razón de mayores méritos, eficacia, rendimiento, etc.
El caso “Ratto” fue reiterado en el fallo de la Corte del 26 de junio de 1986 en el caso “Segundo Daniel
c/Siemens S.A.”.
36. — Parece obvio afirmar que el derecho de igual remuneración por igual tarea tiene un ámbito muy
especial de vigencia: pueden invocarlo los trabajadores que con igualdad de tarea se desempeñan para un mismo
empleador, o dentro del régimen de un mismo convenio colectivo. Pero no parece que pueda extenderse más allá
para trazar comparaciones entre trabajadores de empleadores distintos o regidos por convenios diferentes.
La norma habla de participación en los beneficios de “las empresas”. ¿Qué es empresa? Creemos que no
debe tomarse la definición estrictamente según la teoría económica, y que allí donde cualquier empleador
(unipersonal, colectivo, con personalidad jurídica, etc.) que tiene personal dependiente origina con su actividad
utilidades o beneficios lucrativos (aunque en sentido económico no sea ganancia productiva), la cláusula tiene que
aplicarse. Basta con que haya lucro u obtención de bienes económicos, incluido en este concepto el dinero que,
como beneficio, se adquiere mediante una actividad cualquiera a la que coopera el trabajador.
La ley no ha reglamentado este derecho, pero su formulación a nivel constitucional obliga a pensar si los
convenios podrían imponer la participación a falta de ley. Dado que el derecho está reconocido en la constitución,
la que prevé también la celebración de dichos convenios por parte de los gremios, creemos que el reparto de
beneficios empresarios arbitrados mediante contratación colectiva no ofende a la constitución. Está de más decir
que ninguna duda existe si la participación es concedida voluntariamente por la empresa, o por convenio con sus
dependientes.
La jornada limitada se basa en la necesidad del reposo cotidiano por razones de salud y de respeto a la
dignidad del hombre.
El descanso pago se refiere al descanso semanal obligatorio y remunerado, con similar fundamento.
Las vacaciones pagas son otra limitación al trabajo continuo.
Si acaso faltaran normas infraconstitucionales que consagraran las distintas formas de descanso (diario,
periódico, y anual), no por eso la parte pertinente del art. 14 bis dejaría de ser aplicable. El trabajador que tuviera
que cumplir tareas sin descanso razonable, podría acusar al empleador por conducta injuriosa, y el juez tendría que
hacer funcionar operativamente la norma constitucional para resolver su pretensión.
39. — En las disposiciones que enfocan el tiempo de duración del trabajo corresponde incluir a las que
protegen la permanencia y la estabilidad en el empleo, que analizamos por separado.
41. — Hay que distinguir dos clases de estabilidad: la propia o absoluta y la impropia o relativa.
Se suele admitir que la estabilidad propia o absoluta implica impedimento para despedir (salvo justa causa),
y obligación patronal de reincorporar en caso de producirse el despido; en cambio, la estabilidad impropia o
relativa no prohíbe el despido, pero si se dispone sin justa causa, el empleador debe indemnizar.
Con esta distinción, parece lógico estimar que el art. 14 bis, al proteger contra el despido
arbitrario (en el empleo privado) obliga a consagrar allí la estabilidad impropia o relativa; y al
garantizar la estabilidad del empleo público cubre a éste con la estabilidad propia o absoluta.
42. — Cuando el constituyente de 1957 califica al despido protegido con el adjetivo “arbitrario”, hay que dar
por cierto que ha usado el concepto tradicional de arbitrariedad que desde siempre acuñó la doctrina y la
jurisprudencia.
43. — a) Del fallo de la Corte Suprema en el caso “Neville Jorge A. c/Banco Popular Argentino”, del 26 de
agosto de 1986, se desprende que si un régimen de estabilidad en el empleo es sustituido legalmente por otro
menos favorable para el trabajador mientras subsiste su relación laboral con el empleador, no es viable impugnar
de inconstitucional al nuevo sistema, porque no existe derecho adquirido a que se mantengan las leyes o
reglamentos, ni a que permanezcan inalterables.
b) En nuestro criterio personal, cuando por causa de una huelga ilegal el empleador despide al personal
huelguista que, intimado a volver al trabajo, persiste en su abstención, puede después reincorporar a su voluntad a
algunos y no a todos, sin que los cesantes tengan derecho a considerarse agraviados y a demandar indemnización
por despido.
44. — En cuanto a la ruptura patronal del contrato laboral a plazo —que es un despido anticipado al
vencimiento de ese plazo— entendemos que requie-re imponer el deber de indemnizar (ver nº 47 a).
45. — La protección contra el despido arbitrario que impone el art. 14 bis deja duda acerca de
si, excediendo ese mínimo, puede la ley consagrar en la relación de empleo privado un sistema de
estabilidad propia o absoluta.
Parecería que la razón por la cual la norma constitucional diferenció la estabilidad en el
empleado privado de la estabilidad en el empleo público, radica en que no ha previsto la
estabilidad absoluta o propia en el empleo privado.
Acá —sin embargo— tenemos convicción de que las distintas formas protectorias de la
estabilidad en las dos clases de empleo no significan prohibición para que la ley establezca
razonablemente en determinados tipos de empleo privado la estabilidad absoluta; o sea, la que
impide despedir sin causa y obliga a reincorporar.
Es cierto que de implantarse la estabilidad absoluta, la libertad de contratar queda mucho más limitada, pero
no juzgamos arbitraria ni inconstitucional la restricción. Por supuesto que hay que ponderar muy bien cuándo y en
qué clase de relaciones laborales se impone la estabilidad propia. Como principio, parece que solamente es
razonable hacerlo donde un elevado número de empleados de un mismo empleador despersonaliza mucho la
relación intersubjetiva entre patrón y trabajador, ya que con muy pocos dependientes sería injusto que el primero
hubiera de asumir el deber de soportar la presencia física de alguien a quien no desea como empleado a sus
órdenes.
46. — a) El fallo de la Corte Suprema en el caso “De Luca José E. y otro c/Banco Francés del Río de la Plata”
—del 25 de febrero de 1969— consideró inconstitucional el régimen de estabilidad propia que consagraba la ley
12.637 y su decreto reglamentario 20.268/46 para el personal bancario; el criterio del tribunal tuvo en cuenta que
el sistema era intrísecamente injusto al establecer el derecho a ser retribuido sin trabajar; al imponer cargas
pecuniarias al empleador que, más allá de lo que constituye un derecho legítimo a la indemnización afectaba las
bases de la libertad de contratar; y al conferir derecho de jubilarse en virtud de trabajos no prestados. En suma,
para la Corte, la estabilidad propia que declaró inconstitucional aparece como un régimen legal exorbitante.
b) Cuando en otros casos se ha tratado de empleo privado y se ha dispuesto judicialmente reincorporar al
agente indebidamente despedido, la Corte ha sostenido al revisar el fallo que es irrazonable la interpretación en
que se ha fundado la reintegración al empleo, en tanto suprime el poder discrecional del empleador para integrar
su personal (y para prescindir de él), en menoscabo del art. 14 que consagra la libertad de comercio e industria.
Pero es importante destacar que en los mismos casos la Corte tomó en cuenta que las normas de los convenios
colectivos aplicables a ellos no preveían sanción para el caso de no ser observada la estabilidad que consagraban.
c) Puede verse, con posterioridad al caso “De Luca”, el fallo en “Figueroa, O.S. y otro c/Loma Negra,
CIASA”, y con fecha 26 de diciembre de 1991 el recaído en “Unión Obrera Metalúrgica c/Somisa”.
d) Las normas que se dictan después de producido un despido obligando al empleador a reincorporar han sido
declaradas inconstitucionales por la Corte (caso “Díaz José M. c/Banco de Avellaneda S.A.” —de fecha 3 de abril
de 1968— con relación a la ley 16.507, posteriormente derogada por ley 18.027, que obligaba a bancos y
entidades de seguros, reaseguros y capitalización y ahorro a reincorporar al personal anteriormente despedido que
optaba por reingresar a su empleo).
El contrato a plazo.
47. — La cláusula protectoria contra el despido arbitrario obliga a encarar el contrato de trabajo por un
tiempo expresamente determinado. Es evidente que en esta modalidad de empleo, el vencimiento del plazo
extingue la relación laboral sin obligación indemnizatoria, porque no hay ruptura decidida por el empleador.
Cuando la ley regula este tipo de empleo, debe tomar algunas precauciones mínimas, porque de convertirse en
modelo único o preponderante deja espacio para que se burlen las cláusulas constitucionales tutelares.
Así:
a) durante el lapso fijo de duración del contrato, la ley tiene que hacer indemnizable el despido arbitrario o sin
causa;
b) el tiempo determinado de duración del contrato no debe ser excesivamente largo, porque de ocurrir tal cosa
se frustra el sentido tutelar de la estabilidad impropia o relativa;
c) ese mismo tiempo breve ha de tener como presupuesto una real necesidad de fomentar las tareas
transitorias u ocasionales en ciertos ámbitos de la actividad privada;
d) el contrato a plazo debe ser un tipo excepcional, y no común, de relación laboral.
El esquema precedente, de base constitucional, se sustenta en el propósito de que la voluntad o la
conveniencia unilaterales del empleador no frustren la igualdad real de la parte patronal y de la dependiente en la
concertación del contrato de trabajo, porque desequilibrada esa relación en perjuicio de la parte más débil pierde
sentido y justicia la pregonada autonomía de la voluntad.
Los altos índices de desempleo no sirven de excusa para eludir las pautas antedichas con el pretexto de que la
difusión y proliferación del contrato a plazo da origen a mayores fuentes de trabajo. El perímetro protectorio del
trabajo que traza la constitución es imperativo e inderogable.
El control y la colaboración en la empresa.
48. — Otra condición de trabajo que el art. 14 bis contempla es la relativa al control de la
producción y colaboración en la dirección de la empresa, bastante ligada a la participación en las
ganancias.
El control y la colaboración no suponen, por sí, tener parte en los beneficios, pero se inspiran en una misma
tónica participativa, que busca incorporar activamente al trabajador en el seno de la entidad patronal donde se
desempeña. La participación en la gestión, o co-gestión, lleva a la intervención de la parte trabajadora en el
gobierno o dirección de la empresa, invistiéndola del carácter de colaboradora activa en su administración.
Como la norma no va más allá de un standard formulado como “colaboración en la dirección”, el sistema da
cabida a variantes múltiples, entre las cuales mencionamos como posibles: a) colaboración consultiva o decisoria;
b) colaboración limitada a los asuntos que interesan gremialmente a los trabajadores, o ex-tendida a los asuntos
económicos de la empresa (comerciales, financieros, etc.).
El control de la producción parece encaminarse a la futura distribución de los beneficios, aunque en sí puede
orientarse exclusiva o simultáneamente a obtener un mejor rendimiento, al progreso de las técnicas de producción,
y al desarrollo económico de la empresa o de la comunidad en general.
V. EL EMPLEO PÚBLICO
51. — Hemos dejado aparte lo referente al empleado público, no porque éste no sea también un trabajador,
sino por las características que su relación de empleo ofrece.
El art. 14 bis estipula que el trabajo en sus diversas formas (o sea, incluyendo el empleo público) gozará de la
protección de las leyes, las que asegurarán la estabilidad del empleado público. Es ésta la norma específica que
rige la materia.
No obstante, también le alcanzan las que se refieren a condiciones dignas y equitativas, jornada limitada,
descanso y vacaciones pagados, retribución justa, salario mínimo, vital y móvil, igual remuneración por igual
tarea, etc.
La protección contra el despido arbitrario no es, en cambio, aplicable al empleado público, porque ya dijimos
que se refiere al privado. La participación en las ganancias de las empresas, con control de la producción y
colaboración en la dirección, parece reservada a la empresa privada. La organización sindical libre y democrática
tiene, igualmente, un destino de aplicación al asociacionismo de trabajadores privados; los empleados públicos, si
bien gozan del derecho de asociación con fines útiles, incluso para la defensa de sus intereses profesionales, no
pueden constituir entidades típicamente sindicales, a menos que la autoridad competente les reconozca ese
derecho (si son empleados dependientes del poder ejecutivo, es a éste —y no a la ley— a quien cabe aceptar o
rechazar tal reconocimiento; el congreso y la Corte Suprema disfrutan de similar competencia con relación a su
respectivo personal).
52. — El derecho propio que para el empleado público contempla el art. 14 bis es el ya
mentado de la estabilidad.
¿Es estabilidad “propia”, o es estabilidad “impropia”? Reparemos en que el autor de la norma
no ha dicho, como en la relación de empleo privado, que la ley asegurará la protección contra la
cesantía (equiparable terminológicamente al despido), sino que asegurará la estabilidad. Es cierto
que ésta no va acompañada en la norma por ningún calificativo, pero el cambio de léxico permite
pensar, por lo menos, que “estabilidad” apunta acá al derecho de no ser privado del empleo.
Creemos —por eso— que la norma se inclina a la estabilidad propia o absoluta, es decir, a la
que de ser violada obliga a reincorporar.
53. — La Corte Suprema no ha considerado, hasta ahora, que la cláusula del art. 14 bis sobre
estabilidad en el empleo público equivalga a consagrar la estabilidad propia (ver nº 57).
54. — Una serie de principios gira en torno de la estabilidad del empleado público:
a) En primer lugar, bien que la zona de reserva del poder ejecutivo le impide al congreso interferir en la
administración pública dependiente del presidente de la república, la estabilidad del empleado público (sin
distinguir el “poder” del cual el empleado depende jerárquicamente) debe ser regulada por ley, porque así lo
prescribe el art. 14 bis: “la ley asegurará...”; si para los empleados de la administración dependiente del poder
ejecutivo creemos que la ley no puede regular lo propio de la carrera administrativa, puede en cambio reglamentar
todo lo concerniente a los derechos contenidos en el art. 14 bis, entre los cuales figura el derecho a la estabilidad;
b) De ahí en más, cabe recordar que el presidente de la república tiene competencia constitucional para
nombrar y remover por sí a los empleados de la administración (art. 99 inc. 7º), pero esta facultad ha dejado de ser
discrecional a partir de la reforma de 1957, que obliga a conjugar la potestad destitutoria con el derecho del
empleado a la estabilidad; se trata, pues, de una facultad “reglada”;
c) Si bien los derechos no son absolutos —lo cual significa que se los puede limitar o restringir
razonablemente mediante la reglamentación—, decir que el derecho a la estabilidad no es “absoluto” quiere decir
que la ley puede regularlo, pero no quiere decir que esté constitucionalmente negada la estabilidad absoluta o
propia del empleado público;
d) La estabilidad del empleado público encuadra en el régimen del derecho administrativo, porque atañe al
contrato o a la relación del empleo público.
55. — La estabilidad del empleado público queda vulnerada en diversas situaciones, tales como las
siguientes:
a) Si la causal de cesantía no es razonable, sino arbitraria, o sin causa;
b) Si la cesantía se dispone sin sumario previo y sin forma suficiente de debido proceso;
c) Si se declara “en comisión” al personal (que implica algo así como allanar el impedimento a la cesantía).
La misma estabilidad no queda vulnerada cuando:
a) Hay causa razonable para la cesantía, acreditada por sumario previo que satisface el debido proceso;
b) Se suprime razonablemente el empleo;
c) Se dispone la cesantía por razones de verdadera racionalización o economía administrativas;
d) El empleado está en condiciones de jubilarse con beneficio ordinario, y es obligado a jubilarse o se lo
jubila de oficio.
En la hipótesis en que la estabilidad puede ser allanada, pero no hay causa imputable al empleado, éste carece
de derecho a la reincorporación pero conserva el derecho a la indemnización integral.
56. — El derecho a la estabilidad del empleado público, en la medida en que está consagrado
en el art. 14 bis, que integra la parte dogmática de la constitución, obliga también a las provincias
a asegurarla a favor de su personal. Esto en virtud del art. 5º de la misma constitución federal. Si
el derecho público provincial omite o niega la estabilidad, hay inconstitucionalidad, y esa
estabilidad debe operar directamente por aplicación de la constitución federal.
57. — Dijimos que el derecho judicial de la Corte no considera que el art. 14 bis instituya la
estabilidad propia cuando alude a la estabilidad en el empleo público.
No obstante, nuestra interpretación personal de lo que quiere decir esa jurisprudencia nos hace
distinguir dos cosas:
a) la estabilidad propia no surge del art. 14 bis; pero
b) puede surgir, sin infracción a la constitución, de normas infraconstitucionales que la
implanten (ver la sentencia de la Corte en el caso “Casier Miguel Angel c/Corporación del
Mercado Central de Buenos Aires”, de 1992).
58. — En su disidencia al fallo de la Corte del 2 de abril de 1985, en el caso “Arias Guillermo R. c/Gobierno
de la provincia de Tucumán”, el doctor Belluscio se pronunció a favor de la tesis que considera como estabilidad
propia a la que, para el empleo público, consagra el art. 14 bis.
59. — Descartada esa estabilidad por la Corte hemos de desarrollar cómo y a qué marco queda reducido el
alcance de la cláusula que nos ocupa.
El derecho judicial ha elaborado una serie de principios acerca de la estabilidad del empleado público; entre
ellos, mencionamos los siguientes: a) el derecho a la estabilidad de los empleados públicos no es absoluto, no los
coloca por encima del interés general ni obliga a mantenerlos en actividad aunque sus servicios dejen de ser
necesarios, sea por supresión del cargo, por motivos de economía o por otras causas igualmente razonables y
justificadas; b) la garantía de la estabilidad no puede entenderse con un alcance que implique desconocer la
atribución del poder legislativo de suprimir empleos, ni la del ejecutivo de remover por sí solo a los empleados de
la administración; c) cuando el poder legislativo decide suprimir un empleo, o el ejecutivo resuelve remover a un
empleado, sin culpa de este último, la estabilidad no comporta un derecho absoluto a permanecer en la función
pública, sino el derecho a una indemnización equitativa; d) la estabilidad rige también para los empleados públicos
provinciales en virtud del art. 31 de la constitución, pero la reglamentación provincial no pierde su carácter local
con motivo de la reforma de 1957; e) la garantía de estabilidad no impide la subsistencia de las facultades
administrativas necesarias para preservar la correcta prestación de los servicios públicos; f) no es materia
justiciable la política administrativa ni la ponderación de aptitudes personales de los agentes, porque tanto en uno
como en otro caso juegan apreciaciones que escapan, por su naturaleza, al poder de los jueces; g) si bien lo
atinente a la política administrativa no es materia justiciable, este principio ha sido siempre condicionado a que las
medidas adoptadas con respecto a los empleados no importen sanción disciplinaria o descalificación del agente; h)
las normas provinciales pueden contemplar válidamente la remoción por las autoridades normales de la provincia,
de los empleados designados por el interventor federal una vez concluida la gestión de éste, no asistiéndoles a
tales empleados el derecho a la estabilidad; i) las leyes de prescindibilidad no son inconstitucionales.
Sin embargo, en el caso “Arias Guillermo R. c/Gobierno de la provincia de Tucumán”, fallado por la Corte
Suprema el 2 de abril de 1985, el tribunal sostuvo que las normas sobre prescindibilidad no pueden invocarse ni
aplicarse para fundar cesantías sin sumario, porque hacerlo importaría lesionar la reputación del empleado por
imputación de hechos que no se han acreditado en legal forma.
60. — Las leyes de prescindibilidad por largo plazo o continuamente renovadas son, en realidad, y por eso,
violatorias del derecho a la estabilidad tal como nosotros lo entendemos en el empleo público.
Si tal estabilidad debe reputarse propia o absoluta, ha de decirse que en la constitución material no tiene
vigencia sociológica y que, en ese mismo ámbito, el derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte
sólo llega a interpretar que la estabilidad del empleado público que menciona el art. 14 bis se satisface —cuando
es allanada— con una indemnización razonable, lo que a juicio nuestro la equipara a la “protección contra el
despido arbitrario” discernida al empleo privado.
61. — La norma que hace a la organización sindical ha sido objeto de estudio dentro del rubro del derecho de
asociación.
Hemos de añadir que, en nuestra opinión, las asociaciones sindicales son entidades de derecho público y
“sujetos auxiliares” del estado, más allá del encuadre y la definición que acerca de su personalidad pueda hacer la
ley.
Ver cap. XIV, nº 10 a 12.
62. — Que el desarrollo del art. 14 bis está confiado a la legislación resulta indiscutible (ver
nos. 25 y 26). Asimismo, una vez incorporado dicho artículo por la reforma de 1957, el entonces
art. 67 inc. 11 (ahora art. 75 inc. 12) agregó a la legislación de fondo encomendada al congreso la
mención del código de trabajo y seguridad social.
De esto surge que, conforme a la constitución, la legislación laboral y de la seguridad social
reviste el perfil siguiente:
a) está confiada a la competencia del congreso;
b) tiene naturaleza de derecho común y no de derecho federal (ver nº 66);
c) desde la reforma de 1994, puede dictarse en forma codificada o no.
Por supuesto que en aquellas materias que, como el empleo público y el régimen de seguridad social en el
empleo público, quedan reservadas a la competencia de las provincias cuando se trata de sus empleados públicos,
tales ámbitos pertenecen a la legislación local, que debe tomar en cuenta las pautas del art. 14 bis (ver nº 56).
63. — Los derechos emergentes del art. 14 bis hacen de eje a los fines de dictar la legislación
laboral y de la seguridad social. El desarrollo pormenorizado de esos derechos exige
razonabilidad en la ley, para lo cual nos atrevemos a postular que, sin incurrir en rigideces
inmovilizantes de cuanto cambio resulte necesario, hay algún piso constitucional por debajo del
cual la ley pierde su razonabilidad y se vuelve inconstitucional.
De la constitución federal, al menos a partir de sus reformas de 1957 y 1994, inferimos que se
desprende el principio protectorio mínimo del trabajador en la legislación a que nos referimos.
Por eso, entre nuestras postulaciones incluimos las siguientes:
a) la legislación que desarrolla el contenido esencial de los derechos reconocidos en el art. 14
bis tiene y debe revestir necesariamente el carácter de orden público, de forma que:
a’) ni los convenios colectivos ni el contrato individual de trabajo pueden disminuir lo que en
orden a ese mínimo ha de establecer o establece la ley;
b) la misma legislación de orden público no puede derivar ni ceder el mínimo protectorio de
los mencionados derechos a la regulación lisa y llana por fuente de convenios colectivos ni del
contrato individual de trabajo; o sea, no puede omitir la mínima reglamentación de orden público
con el efecto señalado en el subinc. a’);
c) la legislación no es ni debe ser supletoria del convenio colectivo o del contrato individual,
porque de asignársele ese carácter pierde el suyo propio de orden público y mínimo protectorio;
d) si acaso la ley prevé que el contrato individual de trabajo puede modificar al convenio
colectivo que es de aplicación en cada caso, debe consignar que los convenios colectivos —
subordinados al orden público de la ley— también son otro piso protectorio mínimo entre la ley y
el contrato individual, que éste no puede rebajar ni sustituir.
65. — El ex art. 108 (ahora art. 126), establece que las provincias no pueden dictar los
códigos civil, penal, comercial y de minería (no menciona el de trabajo y seguridad social)
después de haberlos dictado el congreso.
Frente a esta norma tenemos que saber qué pueden legislar las provincias “antes” que el
congreso dicte el código de trabajo y qué no pueden legislar “después”.
a) Mientras el congreso no dicta en forma “codificada” (o unificada) las normas sobre trabajo
y seguridad social, creemos que: a’) las provincias no pueden legislar sobre materias reguladas en
forma dispersa por el congreso, pero a’’) sí pueden legislar sobre las omitidas de regulación
congresional;
b) Una vez que el congreso regula en forma “codificada” la materia apuntada, las provincias
abdican toda competencia legislativa, tanto sobre las cuestiones incluidas en ese código cuanto
sobre las omitidas.
Se puede pensar que la diferencia que hacemos (según la legislación esté codificada o dispersa) no es
razonable. Sin embargo, sí lo es, porque una codificación aspira a ser una unidad global en la materia, de la que
queda afuera o expulsado expresamente todo lo no incorporado; en tanto el autor de una legislación dispersa
carece de la voluntad de dar tratamiento unitario y total a la integridad de instituciones que componen la materia,
lo que hace válido suponer que lo “no legislado” por el congreso en forma dispersa puede serlo por las provincias
hasta tanto el congreso lo regule en una ley, o dicte el código.
El derecho común.
66. — No parece dudoso que la coordinación del art. 14 bis con el art. 75 inc. 12 acredita que la legislación
del congreso en materia de derecho del trabajo y de la seguridad social tiene naturaleza de derecho común, y no de
derecho federal.
Ello es importante en cuanto resguarda la aplicación de aquella legislación en las jurisdicciones provinciales
—sea en sede judicial, sea en sede administrativa—. Por ende, cuando el congreso califica normativamente a
dicha legislación como “federal”, ha de tomarse la precaución de saber que: a) la índole federal o de derecho
común no depende de cuál sea el rótulo que la ley se asigna a sí misma, porque a’) hay que indagar objetiva y
realmente cuál es la materia que esa ley regula, más allá de la calificación empleada al dictarla; b) si acaso se
aplica la tesis de la Corte en el sentido de que materias propias del derecho común pueden ser ocasional y
excepcionalmente “federalizadas”, también debe reservarse la hipótesis para casos y cuestiones muy especiales y,
sobre todo, tenerse en cuenta que tal federalización no ha de tener alcance ni efecto permanente ni habitual, sino
transitorio, con base en razones objetivamente suficientes y reales.
El constitucionalismo provincial.
67. — Las constituciones provinciales que contienen normas sobre constitucionalismo social,
además del deber de ser compatibles con la constitución federal conforme a los arts. 5º y 31 de
ésta, deben abstenerse —so pena de ser inconstitucionales— de ubicar en la competencia local
cuestiones que son ajenas a ella porque incumben al congreso en función de los arts. 14 bis y 75
inc. 12.
Como el tema guarda nexo con los derechos sociales, debemos recordar que:
a) conforme a nuestra interpretación, las provincias pueden ampliar el plexo de derechos que, como mínimo
impuesto por la constitución federal, no les impide acrecentarlo;
pero
b) ello es así a condición de que al añadir derechos, o al ampliar los contenidos de los derechos que surgen de
la constitución federal, no invadan competencias del congreso;
por eso
c) en materia de trabajo y seguridad social el margen provincial para incrementar los derechos relacionados
con dicho ámbito no puede interferir en la legislación emanada del congreso.
d) De acuerdo al derecho judicial de la Corte también ha sido competencia del poder de policía de las
provincias regular la retribución razonable de las profesiones liberales.
e) El empleo público provincial pertenece al ámbito del derecho público de cada provincia, no obstante lo
cual el techo federal del art. 14 bis les resulta obligatorio (ver nos. 51 y 56).
La “flexibilización” laboral
70. — Cuando universalmente decayó el auge del derecho del trabajo y, con el retraimiento
del estado en la economía, se puso de moda el neocapitalismo liberal, las nuevas políticas
sociales, económicas y laborales dieron lugar a lo que hoy se denomina la “flexibilización
laboral”; la “globalización” y “mundialización” de la economía, por su lado, empalmó su
influencia e hizo impacto negativo en el constitucionalismo social, sobre todo en las sociedades
subdesarrolladas como la nuestra y, en general, en las latinoamericanas.
En las fuentes del derecho del trabajo, donde siempre la ley de orden público fijaba un piso
por sobre el cual los convenios colectivos y el contrato individual de trabajo podían elevar el
techo de tutela al trabajador —pero no rebajar el de la ley— se viene operando un cambio
profundo en el que cobra realce la unilateralidad patronal y empresarial. Todo ello corre paralelo
con transformaciones en las relaciones colectivas, que prefieren el convenio por empresa en vez
del convenio por actividad.
71. — No está mal, como principio, que para esta “flexibilización” se tome en cuenta el límite de resistencia
que en cada sociedad y momento tiene el sistema económico, pero hay algo que —desde el punto de vista
constitucional, al menos argentino— no podemos silenciar: hay que dar convergencia a la apodada “justicia
social” (que menciona nuestro art. 75 inc. 19 párrafo primero) con la eficacia productiva (aludida como
productividad de la economía nacional en la citada norma) y, además, no cabe descartar el orden público laboral,
ni se puede introducir reformas que signifiquen suprimir o desnaturalizar el principio mínimo protectorio del
trabajador, que ha sido propio del derecho del trabajo desde su surgimiento, y que tiene matriz en la constitución.
Estas son fronteras que no toleran ser rebasadas, porque las ha fijado rígidamente como infranqueables el
constitucionalismo social.
CAPÍTULO XXI
I. LOS GREMIOS. - El gremio y la asociación sindical. - II. LA HUELGA. - Los sujetos de la huelga. - La Comentado [CM6R5]:
legalidad y la licitud de la huelga. - La reglamentación de la huelga. - La calificación de la huelga. - La huelga
y sus efectos en el contrato de trabajo. - Los movimientos atípicos. - III. LOS CONVENIOS COLECTIVOS DE
TRABAJO. - Su naturaleza y efectos. - La “flexibilización”. - El “encuadramiento sindical”. - IV. LA
CONCILIACIÓN Y EL
ARBITRAJE. - V. LA REPRESENTACIÓN SINDICAL. - La garantía y sus efectos.
I. LOS GREMIOS
2. — No es fácil interpretar a qué realidad social alude la norma cuando usa la palabra “gremios”, en plural.
Gremio puede ser nada más que la “pluralidad de trabajadores” que se desempeñan en una misma actividad (por
ej.: el gremio de los madereros, de los bancarios, de los portuarios. etc.); pero gremio puede ser también no ya el
mero conglomerado humano del tipo señalado, sino la entidad o asociación “organizada” que agrupa a
trabajadores afines.
Cualquiera sea, por ahora, el alcance que asignemos a la norma en este punto, no cabe duda de que la
constitución formal hace reconocimiento de un fenómeno ya incorporado antes por mutación por adición a la
constitución material. Ese fenómeno es el sindicalismo, en el sentido de asociacionismo profesional u obrero,
anticipado en nuestro derecho a la reforma constitucional de 1957.
II. LA HUELGA
6. — El primero de los derechos gremiales que en importancia consigna la segunda parte del
art. 14 bis es el de huelga.
Antes de 1957, el orden de la realidad y el orden normativo habían conocido este derecho, elaborado
asimismo por el derecho judicial. En un principio, el reconocimiento del derecho de huelga se procuró lograr
asignándole el carácter de faz negativa del derecho de trabajar; hacer huelga u “holgar” era abstenerse de trabajar.
Pero todos sabemos que la huelga apareció en el horizonte del mundo jurídico como una abstención “colectiva”
de trabajo, que hizo su encuadre en los conflictos o movimientos colectivos de trabajo. El abandono del trabajo
tiene que ser plural para revestir la naturaleza de la huelga.
Sin embargo, para esclarecer bien cuál es el sujeto activo que declara y realiza la huelga, hay que pensar
varias cosas:
a’) que antes de la reforma de 1957, la falta de norma constitucional expresa sobre el derecho de huelga
impedía limitar su titularidad a un solo sujeto activo excluyente de otros, por manera que en ese lapso era correcto
inducir el reconocimiento constitucional del derecho de huelga sin monopolizarlo en un sujeto único;
a’’) cuando desde la reforma de 1957 se titulariza ese derecho en las asociaciones gremiales, el art. 14 bis
debe interpretarse en correlación con toda la constitución, especialmente con el art. 33 sobre derechos implícitos,
lo que lleva a sostener que la norma que titulariza “expresamente” el derecho de huelga en los “gremios”
(asociaciones gremiales) no obsta a que también se reconozca implícitamente a “otros” titulares no mencionados
explícitamente; ello porque la norma que reconoce un derecho a favor de determinado titular no niega ese derecho
a otros titulares no consignados en ella (recuérdese cómo los derechos reconocidos a los “habitantes” no se
reducen al hombre como persona física, sino que se extienden a asociaciones, entes colectivos, personas jurídicas,
etc.); además, porque la actual norma del art. 14 bis no puede empeorar la situación que existía antes de su
inclusión por la reforma de 1957.
De este modo, un grupo de trabajadores, o una asociación sin personalidad gremial, deben reconocerse como
titulares del derecho de huelga (para declararla y conducirla), en concurrencia con el sindicato investido de
personalidad gremial.
b) el otro sujeto activo —que no declara ni conduce la huelga, pero que participa en ella— es,
indudablemente, el hombre. La huelga, sin perder su naturaleza de movimiento colectivo, es también un hecho
“individual”; incluso no llega a ser lo primero si cada uno de los trabajadores que toma parte en ella no resuelve
por sí su adhesión, abandonando el trabajo. Y es en este aspecto donde, por tratarse de un derecho individual, debe
respetarse la libertad personal de participar o no en la huelga declarada por el otro sujeto activo.
8. — La huelga como movimiento colectivo es un recurso de fuerza; el hecho de la huelga, bien que
juridizado, es un hecho coercitivo o coactivo. De ahí que: a) se debe acudir a la huelga como última “ratio” cuando
no hay otra vía; b) se rodea su ejercicio de numerosas condiciones de contenido y de procedimiento.
Suele hablarse de ilegalidad de la huelga cuando su ejercicio no se ha ajustado a las formas de procedimiento;
y de ilicitud cuando es ilegítima en su contenido; lo primero —por ej.— si la declara un sujeto activo a quien no se
le reconoce facultad para hacerlo, o si previamente no se han usado las vías conciliatorias impuestas por la ley; lo
segundo, si la finalidad no es gremial, o si se emplean medios violentos o delictuosos, etc.
Un aspecto que debe asumirse porque tiene connotaciones importantes para el derecho constitucional es el de
la responsabilidad por daños provenientes de una huelga, y su consiguiente resarcimiento a los terceros
perjudicados.
La reglamentación de la huelga.
9. — El derecho de huelga es uno de los que admiten reglamentación más estricta, pero
siempre razonable. Cabe aplicarle la pauta acuñada por la jurisprudencia de la Corte: “cuanto más
alta sea la jerarquía del interés tutelado, mayor podrá ser la medida de la reglamentación”.
Limitaciones severas son, por eso, razonables en algunos ámbitos del empleo público y de los
servicios básicos.
Remitiendo el art. 14 bis a la reglamentación por ley, la huelga no puede ser regulada por decreto del poder
ejecutivo sino a título de reglamentación de la ley (art. 99 inc. 2º).
El derecho de huelga es operativo, o sea, puede ser invocado y ejercido aunque carezca de
reglamentación legal (ver caso “Font Jaime y otro c/Carnicerías y Estancias Galli”, fallado por la
Corte el 15 de octubre de 1962).
Que puede ser reglamentado no significa, entonces, que necesite reglamentación inexorable
para funcionar.
El Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales reconoce el derecho de huelga,
ejercido de conformidad a las leyes de cada país, en su art. 8º.
La calificación de la huelga.
10. — La autoridad administrativa puede calificar a la huelga para determinar su legalidad o ilegalidad, no
desde el punto de vista de la conducta individual de los trabajadores, sino desde el sindical o colectivo.
Esa calificación se lleva a cabo a los fines de encauzar el conflicto durante su pendencia, y contra el acto
administrativo que realiza la calificación no cabe revisión judicial en abstracto. Ahora bien: como la huelga incide
en los contratos individuales de trabajo —sea porque interrumpe o suspende la relación laboral, sea porque a veces
el empleador despide al personal huelguista, sea porque no se abonan los salarios caídos, etc.— cada vez que se
suscita una causa judicial en la que la pretensión se vincula con las consecuencias de la huelga en un contrato
“individual” de trabajo es menester saber si, para resolver tal pretensión de un trabajador determinado, el juez
debe atenerse o no a la calificación administrativa que de esa huelga hizo la respectiva autoridad en su momento.
11. — A este respecto, el derecho judicial tiene elaborada la norma consiguiente, a partir del caso “Beneduce
Carmen y otros c/Casa Auguste”, fallado por la Corte en 1961, a tenor de una serie de pautas:
a) la calificación de la huelga efectuada por la autoridad administrativa durante su curso para encauzarla, es
revisable en sede judicial al solo efecto de decidir las consecuencias de la huelga en los conflictos individuales de
trabajo (o sea, no en los conflictos colectivos);
b) en ejercicio de esa potestad revisora, los jueces pueden apartarse de la calificación administrativa cuando
consideren que ésta ha estado viciada de: b’) error grave, o b’’) arbitrariedad manifiesta;
c) los jueces están obligados a calificar necesariamente la huelga para resolver los conflictos individuales de
trabajo en que deben dictar sentencia;
d) la calificación judicial es imprescindible aun cuando no haya mediado calificación administrativa previa;
e) la sentencia que omite calificar la huelga es arbitraria, porque prescinde de un elemento decisivo para la
causa judicial.
12. — En cuanto a los efectos de la huelga en cada contrato individual de trabajo, corresponde advertir que:
a) la huelga no produce automáticamente la ruptura de la relación laboral, sino solamente la suspende;
b) la huelga declarada ilegal autoriza al empleador a poner en mora a los trabajadores participantes,
intimándoles el retorno al servicio y, en caso de persistencia en el abandono, a despedirlos con justa causa; la
propia Corte ha considerado que si la huelga fue declarada ilícita (o ilegal) y ha mediado intimación patronal no
acatada para la reanudación de la tarea, el despido debe estimarse correcto;
c) mientras la relación laboral está suspendida por ejercicio de la huelga, el empleador no está obligado a
abonar la retribución, porque no hay contra-prestación de servicios; como excepción, deberían pagarse los salarios
correspondientes al período de huelga en el caso extremo de que ésta se llevara a cabo a causa de conductas
patronales gravemente injuriosas al personal; la pérdida del salario juega para los huelguistas, razón por la cual si
parte del personal no adhiere a la huelga, pero tampoco puede trabajar porque el movimiento ha paralizado la
actividad del establecimiento patronal, parece que el empleador debe pagar la remuneración a ese personal no
plegado a la huelga, sin poder invocar frente a él la causa de fuerza mayor; el derecho judicial emanado de la
Corte también nos permite acuñar el principio de que mientras la responsabilidad del empleador no se funde en ley
o convención que razonablemente la imponga, ni en conducta culpable en la emergencia, es improcedente
obligarlo a pagar los salarios caídos, porque dicha prestación carece de causa y vulnera a los derechos
garantizados en los artículos 14 y 17, que no pueden desconocerse con base en lo prescripto en el art. 14 bis;
d) consideramos que si la huelga es ilegal, y practicada la intimación patronal para reanudar las tareas el
personal no se reintegra, el empleador puede: d’) despedir a algunos y no a todos; d’’) despedir a todos; o d’’’)
reincorporar luego sólo a algunos (ver nº 43 b del cap. XX).
e) si la relación del empleo no goza de estabilidad propia, el ejercicio del derecho de huelga por parte del
personal no inhibe al empleador para despedirlo; ello quiere decir que la voluntad patronal para rescindir el
contrato de trabajo no queda impedida por el hecho de la huelga, porque la huelga no convierte al contrato de
trabajo en indisoluble mientras se está realizando; lo que sí cabe señalar es que, presupuesta la legalidad de la
huelga, el despido fundado en ella podrá considerarse arbitrario o sin causa y por ende indemnizable;
f) el derecho de huelga no significa convertir en lícitas cualesquiera conductas de acción directa, ni obsta a
sancionar los hechos que exceden el ejercicio razonable de dicho derecho o que revisten naturaleza delictuosa; el
derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte en los casos “Ribas, Riego y otros” —del año 1964— y
“Productos Stani c/Figueroa Juan L. y otro” —del año 1967— ha dejado establecido que el ejercicio del derecho
de huelga no justifica la comisión de delitos comunes en el curso del movimiento de fuerza;
g) la Corte ha sostenido que el argumento de que durante el estado de sitio o de emergencia económica no se
puede suspender o restringir por ley el derecho de huelga con carácter general, no concuerda con la letra ni con el
espíritu de las normas constitucionales que rigen el estado de sitio, ni con la jurisprudencia de la misma Corte
sobre la constitucionalidad de las leyes de emergencia.
13. — Conocido el lineamiento constitucional de la huelga, resta analizar cuándo una medida de fuerza por
parte de los trabajadores reúne las características que permiten considerarla como “huelga”. Ello es importante
porque si lograda tal caracterización encontramos medios de acción directa que no son huelga, se puede suponer
que dichos medios no quedan amparados por el derecho constitucional de huelga.
En tal sentido, la doctrina y la jurisprudencia tienden a definir la huelga como la abstención de trabajar,
tipificada solamente por un abandono colectivo y temporal del lugar de trabajo. Si esto, y nada más que esto es
huelga, no serán huelga ni el trabajo a desgano, ni el paro de brazos caídos, etc.
Sin embargo, esta elaboración doctrinaria y judicial plantea una seria duda: si la constitución protege la
huelga que es lo más: ¿deja desprotegidas las formas que podríamos llamar irregulares y que son lo menos? En
cuanto medidas de fuerza, y presupuestas las condiciones de legalidad y licitud que también requiere la huelga,
todas las otras manifestaciones que no concuerdan con la tipicidad de la huelga parece que deben quedar también
comprendidas en el derecho constitucional de huelga.
Su naturaleza y efectos.
Ciñéndonos nada más que a los problemas constitucionales de los mismos, observamos que buena parte de la
doctrina entiende que el art. 14 bis ha signi-ficado, en este punto, reconocer un llamado “poder normativo” a las
asociaciones profesionales. El por qué de esta opinión radica en la suposición de que el convenio colectivo se
equipara a las leyes en razón de su normatividad general.
Para comprender cabalmente el encuadre constitucional del convenio colectivo, hemos de sintetizar las
características globales que a nuestro juicio presenta.
15. — Si alguien piensa que es inconstitucional extender la obligatoriedad del contrato colectivo a sujetos que
no participaron en la contratación, hay que reflexionar que la previsión del art. 14 bis acerca del convenio
colectivo ya importa reconocerle a éste (y a la ley que reglamenta su régimen) la posibilidad de producir aquel
efecto general más allá de las partes, porque ese efecto es normal en el instituto de la convención colectiva, y
porque como tal ya era vigente y conocido en el derecho argentino (sin cláusula constitucional) cuando el
constituyente de 1957 incorporó la norma pertinente a la constitución.
16. — Cuando el contrato colectivo de estilo clásico tiene una proyección obligatoria que se torna abarcadora
de personas indeterminadas individualmente, y comprensiva de quienes no han participado en la contratación, es
indudable que se hace necesaria la unidad de “representación” de las partes contratantes, para que en el sector rija
un solo convenio colectivo; ello origina un problema constitucional, porque dentro del pluralismo sindical a que
alude el art. 14 bis hay que encontrar un “único” titular del derecho a concertar el convenio.
Como pauta genérica, damos la siguiente: a) el mecanismo a través del cual se confiere la titularidad
centralizada del derecho a negociar y celebrar el convenio, ha de ser suficientemente razonable; b) la titularidad
centralizada de ese derecho no debe en modo alguno extender a favor de una entidad única el monopolio de los
“otros” derechos gremiales diferentes.
17. — a) No consideramos constitucionalmente válidas las cláusulas de los convenios colectivos que gravan a
trabajadores no afiliados al respectivo sindicato con obligaciones pecuniarias en favor de éste —aportes o
contribuciones sindicales—, porque nos parece lesivo de la libertad de asociarse y de no asociarse, en cuanto las
sumas se destinan a un fondo sindical.
b) A nuestro juicio, un convenio colectivo no puede obligar al pago retroactivo de aumentos salariales a favor
de ex-empleados que, a la fecha de entrar en vigor, han extinguido su vínculo laboral con el empleador. Si lo hace
es inconstitucional por violar el derecho de propiedad con desconocimiento del efecto liberatorio del pago.
c) El convenio colectivo no debe menoscabar derechos más favorables al trabajador que surgen de leyes
laborales de orden público o de los contratos individuales de trabajo.
d) Si un contrato colectivo con plazo de vigencia concede determinados beneficios, el posterior que lo
sustituye puede disminuirlos o suprimirlos sin agravio constitucional, porque aquellos beneficios no se
incorporaron a los contratos individuales de trabajo sino por el lapso de vigencia del convenio colectivo que los
otorgaba.
e) En cambio, mayores beneficios derivados de un contrato colectivo parece que, mientras dura su plazo de
vigencia, no pueden cercenarse o suprimirse por una ley posterior a su celebración. (La jurisprudencia de la Corte
en este punto registra fallos que han reconocido a la ley la facultad de modificar o derogar normas de un convenio
colectivo anterior).
La “flexibilización”.
18. — La redefinición o revisión de las formas de contratación colectiva, tanto en orden a los
sujetos intervinientes como al ámbito y alcance de aplicación, y a las relaciones jerárquicas con la
ley y el contrato individual de trabajo, cuenta para nosotros con algunos topes constitucionales. El
tema se vincula con el de la flexibilización laboral, que ya analizamos en el cap. XX nos. 70 y 71.
Es posible admitir una libertad más amplia para escoger el nivel de negociación, y para
autorizar niveles más bajos que los destinados a regular todas las relaciones laborales de una
determinada actividad. No obstante, la variación en los perfiles negociales no puede ni debe: a)
degradar mejores derechos emergentes de las leyes laborales de orden público o de cada contrato
individual de trabajo; b) implicar —sea de iure o de facto— la preponderancia de la voluntad
unilateral de la parte patronal; c) abolir, frustrar o deslegitimar el principio protectorio mínimo del
trabajador, que es la base del derecho del trabajo y de la seguridad social. (Ver cap. XX, nos. 63 y
64).
Para respaldar el criterio antecedente alcanza y sobra con advertir que si los derechos
reconocidos en el art. 14 bis han de asegurarse imperativamente mediante ley, jamás otras fuentes
habilitadas constitucionalmente pueden estar en condiciones de cercenar, disminuir o alterar lo
estipulado en la ley que, por retener esa primacía, ostenta indudable naturaleza de orden público.
19. — No obstante que el piso mínimo reglamentario que establece la ley hace de límite a la autonomía de la
voluntad —colectiva e individual—, y con ese único sentido subordina al convenio colectivo y al contrato
individual, tenemos opinión segura de que mientras un convenio colectivo está en vigor la ley no puede derogarlo
ni modificarlo.
El “encuadramiento sindical”.
20. — Se denomina así al mecanismo que se endereza a determinar cuál es la asociación sindical que
representa al personal que trabaja en una empresa, en un establecimiento, o en un sector de actividad.
Cuando la cuestión no se soluciona por acuerdo de partes, el encuadramiento sindical está a cargo de la
autoridad administrativa.
Si bien, de alguna manera, la disputa intersindical entre asociaciones con personería gremial puede verse
como un conflicto colectivo, la tratamos en este rubro dedicado a la contratación colectiva, por la sencilla razón de
que el encuadre del personal sirve para señalar el ámbito colectivo dentro del cual está incluido a los fines de la
contratación colectiva; o sea, para saber qué asociación sindical y qué convenio colectivo corresponden a dicho
personal.
a) En el caso “Unión Obrera Metalúrgica c/Estado Nacional-Ministerio de Trabajo y Seguridad Social”,
fallado por la Corte el 3 de abril de 1996, la sentencia sostuvo que el juez de primera instancia que, en un juicio de
amparo, había dirimido una cuestión de encuadramiento y representatividad sindicales en orden a definir cuál
convenio colectivo regía al personal de una empresa, había actuado con absoluta falta de jurisdicción, porque la
materia cuestionada era de competencia exclusiva de la autoridad administrativa (Ministerio de Trabajo y
Seguridad Social).
Conviene tener presente que la Corte asumió la decisión final de la causa sin esperar a que recayera sentencia
de segunda instancia, lo que hace pensar si realmente se trató de un recurso extraordinario “per saltum” (que
directamente dio lugar a la intervención de la Corte después de la resolución de primera instancia) o si, en cambio,
el caso configuraba un “conflicto de competencia” entre el poder judicial (que a través del juez había dictado su
pronunciamiento) y el poder ejecutivo (que había cuestionado judicialmente la intervención de dicho juez y
sostenido que el tema le pertenecía exclusivamente al ámbito administrativo reservado al citado Ministerio).
b) En el caso “Sindicato de Trabajadores de la Industria de la Alimentación c/Ministerio de Trabajo”, fallado
por la Corte el 13 de agosto de 1996, el tribunal consideró que cuando se impugna judicialmente una resolución
administrativa que cambia el encuadramiento sindical del personal de una empresa, ésta ha de ver reconocida su
legitimación procesal para intervenir en la causa, en tanto el nuevo encuadre sindical de sus dependientes origina
la aplicación de una convención colectiva de trabajo en cuya negociación y suscripción no había participado.
IV. LA CONCILIACIÓN Y EL ARBITRAJE
22. — a) En los conflictos individuales de trabajo, que anidan derechos subjetivos, se aplica el criterio general
de que tales conflictos no se pueden sustraer total y definitivamente de un modo compulsivo a la decisión de los
jueces, por manera que la ley no está habilitada para someterlos obligatoriamente a una conciliación o a un
arbitraje que carezcan de revisión judicial;
b) A la inversa, los conflictos colectivos pueden radicarse fuera de la órbita judicial;
c) No encontramos obstáculo para que los conflictos colectivos de derecho sean encomendados por ley a un
tribunal judicial, sea en forma originaria, sea en instancia de revisión.
(La autoridad administrativa que por ley tiene facultades para resolver controversias entre asociaciones
sindicales no viola, al ejercerlas, la libertad y autonomía gremiales, siempre que exista posibilidad de revisión
judicial (caso “Salasevicius c/Dirección Nacional Asociaciones Sindicales”, fallado por la Corte el 21 de abril de
1992);
d) Lo que el art. 14 bis da a entender es que queda “permitido” dirimir conflictos colectivos
fuera de la órbita judicial, mediante procedimientos conciliatorios y arbitrales.
23. — Pese a que la norma constitucional prevé el recurso a la conciliación y al arbitraje como un “derecho”
gremial, es válido que la ley reglamentaria imponga obligatoriamente las tratativas conciliatorias, sin cuyo
agotamiento previo una medida de fuerza carecerá de legalidad. Puede también la ley prever la obligatoriedad del
arbitraje en conflictos colectivos que, por su índole, magnitud, extensión, etc., alteran o pueden alterar la paz
social.
En el caso “Hilanderías Olmos”, fallado el 30 de octubre de 1979, la Corte sostuvo que la creación de una
instancia arbitral obligatoria para resolver conflictos colectivos laborales es un medio razonable buscado por el
legislador para poner fin y para dar resolución a situaciones que, además de afectar a las partes en pugna,
comprometen la tranquilidad social y perjudican los intereses generales.
V. LA REPRESENTACIÓN SINDICAL
24. — En la parte del art. 14 bis dedicada a los gremios, la norma inserta un principio que, si
bien se conecta con la libertad sindical y con el derecho de las asociaciones sindicales, tiende a
proteger al “trabajador” que es representante gremial. Dice el artículo que “los representantes
gremiales gozarán de las garantías necesarias para el cumplimiento de su gestión sindical y las
relacionadas con la estabilidad de su empleo”. Es, pues, una tutela al trabajador en razón de la
función gremial que cumple.
A esta garantía se le asigna el rótulo de “fuero sindical” y la intención de la norma ha sido prohibir los
impedimentos, las persecuciones y las represalias por actividades sindicales.
La norma no pormenoriza qué son ni quiénes son los representantes gremiales. La ley, el derecho judicial, la
doctrina se ocupan de señalarlo. En ese ámbito se suele sostener que para gozar de la garantía el representante
debe haber sido legalmente designado; ejercer la representación de una asociación sindical con personalidad
gremial; ser nombrado por tiempo determinado; estar notificada fehacientemente la designación al empleador, etc.
Sobre el tema, hemos de puntualizar que, más allá de tales interpretaciones: a) la operatividad de la norma
constitucional otorga a los jueces plena competencia para acoger o no (razonablemente) al amparo de dicha
garantía a trabajadores cuya investidura gremial se discute en juicio o resulta dudosa; b) hay que considerar la
locución “representante gremial” con sentido amplio y realista, de forma que ningún trabajador que, bajo una u
otra denominación, desempeña esa función, quede desprotegido; c) si el art. 14 bis acoge el pluralismo sindical,
debe extenderse la protección a los representantes de asociaciones que, en un sistema legal de personalidad
gremial, carecen de dicha personalidad.
Los sujetos tutelados son siempre trabajadores que invisten alguna representación gremial: a) por ocupar
cargos electivos o representativos en asociaciones sindicales o en organismos que requieren representación
gremial; b) por desempeñarse como delegados del personal; c) por ser miembros de comisiones internas; d) por
ocupar otros cargos representativos similares de carácter gremial.
25. — Cuando la ley reglamenta la estabilidad del representante sindical e impide el despido hasta cierto
tiempo después de concluida su gestión, el alcance de la garantía da lugar a dos opiniones: a) una que se conforma
con asegurarle, si el despido injustificado se produce durante ese lapso, el cobro de las indemnizaciones comunes,
más el de los salarios que debió percibir durante el período de estabilidad; b) otra que se inclina por reconocerle
una acción de reincorporación.
Nosotros entendemos que la palabra “estabilidad” que aquí emplea la norma constitucional tiene el mismo
sentido de “estabilidad” propia o absoluta que le asignamos cuando se refiere al empleado público: o sea, que
obliga a reincorporar.
26. — La garantía reviste carácter personal o subjetivo a favor del trabajador representante,
pero además otro sindical, por lo cual su violación puede encuadrar en el tipo calificado como
práctica desleal.
La práctica desleal se tipifica por las acciones u omisiones que, sin configurar delito, impiden, dificultan o
perturban el libre ejercicio de los derechos sindicales.
La llamada “tutela sindical” y el “amparo sindical” de la ley 23.551 pueden colacionarse en este rubro.
En el caso “Giménez Inés c/Heredia Hnos. y Cía. S.A.”, del 2 de noviembre de 1978, la Corte sostuvo, con
referencia al art. 57 de la ley 20.615, que si el empleador alegaba haber ejercido el poder disciplinario frente a la
injuria del empleado, no resultaba razonable exigir la intervención anterior del Tribunal Nacional de Relaciones
Profesionales (que era un organismo administrativo), ni nulificar las medidas adoptadas por falta de su previa
intervención; y alegaba la Corte que si el trabajador había optado por acudir en forma directa a los tribunales
judiciales (que en el caso eran provinciales) para demandar a su empleador por los aspectos patrimoniales de su
estabilidad gremial, resultaba inconstitucional la norma legal por ir en desmedro injustificado del entonces art. 67
inc. 11 de la constitución y de la autonomía provincial (ya que apartaba la causa de los jueces locales para obligar
a la intervención previa de un organismo administrativo con competencia nacional, como era el aludido Tribunal
de Relaciones Profesionales).
28. — Sujetar —asimismo— la promoción del proceso penal contra los representantes gremiales a una
especie de “antejuicio” a tramitarse ante un organismo administrativo, es inconstitucional por varias razones: a)
violación de la igualdad ante la ley y ante la jurisdicción, al conceder privilegios; b) violación a la zona de reserva
del poder judicial, al cohibir la plenitud de su jurisdicción en la esfera de la administración de la justicia penal; c)
violación de la división de poderes, porque la ley no puede condicionar con ese alcance la jurisdicción del poder
judicial.
No merece igual objeción un sistema que imponga la previa intervención de un tribunal judicial para excluir
de la tutela de estabilidad sindical al dirigente que el empleador pretende despedir. El allanamiento judicial de la
garantía de estabilidad con carácter previo al despido no nos parece, pues, inconstitucional.
29. — En suma, debe quedar en claro que: a) por un lado, la fórmula del art. 14 bis que estamos analizando es
amplia, y depara las garantías necesarias para que el representante sindical cumpla su gestión, por manera que los
jueces deben hacer operar la cláusula cada vez que en un juicio sea menester hacerla funcionar, para verificar si tal
o cual conducta patronal menoscaba la libertad sindical del representante al que la constitución protege; b) por
otro lado, la ley no puede exorbitar la garantía con extremos como los que en párrafos anteriores hemos criticado;
pero c) aunque algún aspecto tutelar de la garantía carezca de previsión o reglamentación legal, los jueces
disponen de la competencia para darle cobertura con aplicación directa de la constitución, según el espíritu a que
aludimos en el inc. a); d) la garantía viene concedida ampliamente por el art. 14 bis, pero en un marco muy preciso
y, si se quiere, estrecho; para cumplir una gestión sindical, y no fuera de ella; de lo contrario, estaríamos ante un
privilegio a la persona del representante, y no ante un amparo a su cargo y a su actividad gremial.
CAPÍTULO XXII
I. SU UBICACIÓN CONSTITUCIONAL. - Su encuadre. - La previsión social. - El seguro social, las jubilaciones y Comentado [CM8R7]:
pensiones, y su interpretación. II. LAS JUBILACIONES Y PENSIONES. - Su encuadre. - Los beneficios, la
movilidad y el derecho judicial. - La movilidad y la inflación. - La relación de las jubilaciones y pensiones con
el derecho de propiedad. - Las entidades de la seguridad social. - La competencia provincial. - La reforma de
1994. - III. EL DEBER DEL ESTADO EN EL ÁMBITO DE LA SEGURIDAD SOCIAL. - IV. LA PROTECCIÓN
DE LA FAMILIA. - V. LA SEGURIDAD SOCIAL EN LA CONSTITUCIÓN MATERIAL
I. SU UBICACIÓN CONSTITUCIONAL
Su encuadre.
1. — La tercera parte del art. 14 bis está dedicada a la seguridad social. La locución
“seguridad social” ha adquirido ya curso idiomático en el mundo del derecho, y se ha reflejado en
el constitucionalismo social contemporáneo. La reforma de 1957 la incorporó al texto nuevo,
conforme a las elaboraciones que la doctrina tenía ya efectuadas en el país.
Las acepciones de la seguridad social son múltiples. Una primera, demasiado lata, la hace coincidir con el
bienestar general de la comunidad, pero para mentarlo no hace falta entonces acuñar una terminología nueva y
diferente.
Descartado este concepto, los otros dos más ceñidos entienden por seguridad social: a) la protección y
cobertura de los riesgos comunes a todos los hombres, como enfermedad, vejez, desempleo, muerte, accidente,
etc.; b) la protección y cobertura de esos mismos riesgos con respecto a los trabajadores.
Entre estos dos aspectos, la nota distintiva radica no tanto en las contingencias amparadas, sino más bien en
los sujetos a quienes se ampara, que como queda expuesto, son todos los hombres en el inc. a), y solamente los
trabajadores en el inc. b).
Normalmente, la reserva del término “seguridad social” para el sector de los trabajadores se refleja en un
sistema que, para cubrir los riesgos apuntados, se financia con cotizaciones o aportes destinados al pago de las
prestaciones respectivas. Cuando, en cambio la seguridad social se extiende a todos los hombres, su campo
incluye también la llamada asistencia social que, generalmente, se caracteriza como gratuita (en el sentido de que
en su financiación no interviene el beneficiario).
Es de buena hermenéutica interpretar que la mención que el art. 14 bis hace de la seguridad
social no anida exclusiones egoístas, sino que abarca los dos campos antes señalados, y que tiene
como núcleo de convergencia a la solidaridad social.
En un primer momento, esos “eventos” fueron solamente riesgos o infortunios, como la vejez, la enfermedad,
el accidente de trabajo, la muerte, etc., que causan daño o que reducen o eliminan la posibilidad de trabajar y de
recibir el salario. De inmediato, se pasa a hablar más bien de “contingencias”, y a involucrar en esta palabra
muchos eventos que no son infortunios, pero que también limitan o impiden la actividad y el salario, y que
demandan gastos suplementarios; por ejemplo, la maternidad, las cargas de familia.
Un tercer enfoque amplía más las cosas, e incorpora situaciones que ya no son infortunios, y quizás tampoco
eventos, pero que originan necesidades a las que la seguridad social debe atender; así, los gastos de vacaciones o
de estudio.
La seguridad social, enlazada a una idea de bienestar, se viene a convertir entonces en una forma de
liberación de la necesidad. Sus beneficios pueden ser en dinero o en especie (atención médica y farmacéutica,
provisión de prótesis y elementos de rehabilitación, alojamiento, etc.).
La previsión social.
5. — La seguridad social elevada a rango constitucional absorbe el llamado derecho de la
previsión social, clásicamente estructurado en nuestro país sobre la base de las jubilaciones y
pensiones.
Cualesquiera sean las definiciones y los términos, la seguridad social se maneja con dos
columnas vertebrales, a saber: a) el principio de integralidad, que tiende a asumir todas las
contingencias y necesidades sociales, y a suministrar prestaciones cuyos montos queden
debidamente preservados; b) el principio de solidaridad, que tiende a hacer participar a todos en
la financiación del sistema de prestaciones, y a garantizar contra las exclusiones y las coberturas
insuficientes.
La cláusula según la cual “el estado otorgará los beneficios de la seguridad social” ha planteado la duda
acerca de la constitucionalidad de prestaciones de la seguridad social que, en vez de estar a cargo del estado, lo
están a cargo del empleador. Así, las indemnizaciones por incapacidad que debe abonar la parte patronal.
Enfocando ese caso, la Corte ha sostenido que la mencionada cláusula “no significa que la cobertura de las
contingencias sociales (invalidez, vejez, muerte, cargas de familia, maternidad, accidentes del trabajo,
enfermedades profesionales y comunes, desempleo) debe estar exclusivamente a cargo del estado y financiada por
éste, sino que hace referencia a los objetivos que corresponde cumplir al legislador” (caso “Mansilla c/Cía.
Azucarera Terán”, del 30 de marzo de 1982). Por ende, el derecho judicial admite que la ley grave al empleador
con el pago de prestaciones de seguridad social que cubren contingencias dentro de la relación de trabajo o
relacionadas con ella.
Además, la cláusula que estipula que los beneficios del “seguro social” estarán a cargo de “entidades
nacionales o provinciales” deja cierto margen para interpretar que, en su aplicación a prestaciones previsionales
de la seguridad social que no son, estrictamente, un “seguro”, sino una jubilación o pensión, la alusión a entidades
“nacionales” y “provinciales” sólo significa repartir federativamente las competencias que en materia de seguridad
social corresponden al estado federal y a las provincias según el ámbito de la actividad laboral protegida, pero que
no alcanza necesariamente para obligar a que, en cada uno de esos ámbitos, la entidad o el organismo que se hace
cargo de las prestaciones deba ser “estatal”.
En cambio, el “seguro social” en sentido propio parece que debe estar necesariamente a cargo de entidades
estatales porque así lo exige literalmente la norma respectiva.
7. — De todos modos, juzgamos insoslayable admitir que el art. 14 bis vertebra el sistema de
la seguridad social a tenor de un eje que requiere: a) la protección y garantía del estado; b) la
movilidad de los beneficios; c) el respeto de los derechos adquiridos que se resguardan en la
inviolabilidad de la propiedad del art. 17.
8. — Las fórmulas normativas que dicen: “el estado otorgará” y “la ley establecerá” marcan
una operatividad análoga a las cláusulas de la primera parte del art. 14 bis, y por eso obligan al
congreso inmediatamente sin dejarle opciones temporales dilatorias, de modo que la mora
legislativa traduce, después de un lapso razonable, inconstitucionalidad “por omisión”.
Ante la imperatividad que trasluce la norma que, en forma conjunta, dice que la ley
establecerá el “seguro social” y las “jubilaciones” y “pensiones”, podemos arribar a las
siguientes conclusiones: a) no debe considerarse el régimen de jubilaciones y pensiones como un
sistema “transitorio” llamado necesariamente a reemplazarse por un sistema clásico de seguros
sociales; b) los seguros, y las jubilaciones y pensiones, pueden coexistir y complementarse, de
forma que la ley que obligatoriamente debe ser dictada por el congreso puede optar para cada
necesidad por una cobertura jubilatoria o una del seguro social, sin superponerlas; c) el seguro
social debe establecerse por ley para cubrir necesidades distintas de las enfocadas por el régimen
jubilatorio; d) seguros sociales “más” jubilaciones y pensiones han de abarcar íntegramente la
totalidad de necesidades y de la población.
Creemos interpretar que al elegir el constituyente la locución “seguro social” no ha tenido el propósito de
eliminar la forma clásica de las jubilaciones y pensiones en el derecho argentino, tanto que en párrafo inmediato
alude expresamente a ellas. En sentido lato, pues, el régimen previsional de jubilaciones y pensiones es una forma
posible —y constitucional— del seguro social, aunque sólo parcial en cuanto a los beneficios que acuerda y a los
beneficiarios contemplados.
Su encuadre.
10. — La tercera parte del art. 14 bis prosigue ordenando que la ley establecerá las
jubilaciones y pensiones “móviles”.
Las jubilaciones se otorgan a una persona en razón de una actividad laboral cumplida por ella
misma, sea en relación de dependencia, sea independiente o por cuenta propia. Las pensiones
derivan de la jubilación a favor de los causahabientes de la persona jubilada o con derecho a
jubilación.
Esto significa que si bien el derecho de quien se jubila queda fijado por la ley que rige el otorgamiento del
beneficio, no hay derecho a que, en cuanto al monto y la movilidad futuras, dicha ley se mantenga durante todo el
tiempo de percepción.
a) No obstante, si en esa regulación sustitutiva de la movilidad la nueva ley es —acaso— declarada
inconstitucional, la Corte ha interpretado razonable aplicar el régimen a cuyo amparo se obtuvo el beneficio.
b) Asimismo, en similar hipótesis de declaración judicial de inconstituciona-lidad de un sistema legal de
movilidad, estamos ciertos de que el tribunal que tiene que decidir un caso en que se impugna su aplicación, se
halla habilitado para arbitrar la pauta conveniente de movilidad en reemplazo de la que queda descartada.
c) Otro supuesto que encaró la Corte se configura cuando una ley que no es inconstitucional en su origen
llega a tornarse inconstitucional por causas sobrevinientes, en cuyo caso el tribunal ha entendido que el principio
de razonabilidad exige cuidar que las leyes mantengan coherencia con la constitución durante el lapso que dura su
vigencia temporal, para que su aplicación concreta no resulte contradictoria con la constitución (fallo del caso
“Vega, Humberto Atilio”, del 16 de diciembre de 1993).
Incluso el fallo de la Corte del 27 de diciembre de 1996 en el caso “Chocobar” declaró la inconstitucionalidad
de una norma de la ley 24.463 (llamada de solidaridad previsional) en cuanto, al no arbitrarse por la autoridad de
aplicación las medidas previstas para la movilidad, la situación produjo un real congelamiento de haberes.
e) En cuanto a los denominados “topes” que fijan un haber máximo para los beneficios, la
Corte los ha reputado constitucionales, pero siempre bajo reserva de que el monto que no puede
sobrepasar el máximo legal no padezca, a causa del mismo tope, de confisca-toriedad.
En rigor, pensamos personalmente que la reducción que dicho tope puede aparejar no debe frustrar el
principio de proporción razonable y sustitutiva del haber de jubilación en comparación con el de actividad que,
vale recordarlo, fue objeto de aportación y contribución por el total del sueldo.
f) En otro orden de cosas, la Corte tiene dicho que las leyes sobre beneficios previsionales deben interpretarse
atendiendo a la finalidad que con ellas se persigue por lo que no debe llegarse al desconocimiento de derechos
sino con extrema cautela.
g) Es asimismo jurisprudencia de la Corte que la actualización de los beneficios ha de procurar que se
mantenga el nivel de vida alcanzado durante la actividad laboral, sin perjuicio de que, en orden a pautas concretas
y probadas, aquella actualización se realice conforme al estado financiero del sistema.
La movilidad y la inflación.
15. — Es verdad que al tiempo de incorporase el art. 14 bis por la reforma de 1957 la
inflación ya producía la pérdida paulatina del valor adquisitivo de la moneda, lo que nos hizo
suponer que la pauta obligatoria de movilidad para las jubilaciones y pensiones fue prevista para
subsanar las alteraciones en el signo monetario y, de reflejo, en la capacidad adquisitiva de los
beneficiarios.
No obstante, más allá de la circunstancia histórica de la época —acentuada en mucho
posteriormente— hemos de entender ahora que la movilidad no presupone únicamente una
necesaria actualización monetaria frente al deterioro que produce un proceso inflacionario, sino
un ajuste periódico que, sin congelamiento del haber, y aunque no haya inflación, mantenga al
jubilado en una situación de permanente relación proporcionalmente razonable entre pasividad y
actividad.
16. — Por eso, toda prohibición legal de indexación —como la que impuso en 1991 la ley
23.928— no alcanza para impedir que, de acuerdo con la constitución:
a) el haber de las prestaciones siga sometido a movilidad, porque aunque no haya inflación,
debe siempre reflejar la necesaria proporción razonable con el haber de actividad;
y, además,
b) si acaso hay inflación, ésta se tome en cuenta para actualizar la pérdida del valor
monetario, aunque la “indexación” se encuentre legalmente vedada.
No aceptamos la tesis de que la jurisprudencia de la Corte (que en forma constante reiteró siempre la
necesaria proporcionalidad sustitutiva del haber jubilatorio en relación con el de actividad) no fue una aplicación
directa del principio constitucional de movilidad del art. 14 bis, sino una mera interpretación de leyes que en su
momento fueron dando desarrollo a ese principio y que, al extinguirse su vigencia, impiden asignar a aquella
jurisprudencia el carácter de un axioma constitucional inconmovible. (La tesis que rechazamos fue sostenida
minoritariamente en un voto concurrente de tres jueces de la Corte en la sentencia del 27 de diciembre de 1996 en
el caso “Chocobar Sixto Celestino c/Caja Nacional de Previsión para el personal del Estado y Servicios
Públicos”.)
18. — Debemos recordar que el derecho jubilatorio y pensionario tiene, además del art. 14 bis, otra
ascendencia constitucional reconocida desde mucho antes de la reforma de 1957, en el derecho de propiedad.
Como extracto de esta base, téngase en cuenta que el derecho judicial ha reconocido sin discrepancias que: a)
son constitucionales los aportes y contribuciones de empleadores y trabajadores para integrar el fondo común con
que los organismos previsionales atienden al pago de los beneficios previstos en la ley; b) son constitucionales las
obligaciones de afiliación y de aportación forzosas; c) la aportación no confiere, por sí sola, un derecho a la
jubilación futura, aunque es condición normal para su otorgamiento: d) el beneficio jubilatorio no está en relación
económica estricta con los aportes efectuados; e) la no obtención del beneficio dentro de un régimen legal no
presupone, por el solo hecho de la exclusión, que el aporte implique una confiscación, o que haya derecho a
conseguir su reintegro cuando la ley no lo admite; f) el beneficio otorgado importa, para su titular, la adquisición
de un status que queda protegido por el derecho constitucional de propiedad inviolable y que ingresa a su
patrimonio con carácter, en principio, irrevocable.
19. — Los organismos que otorgan los beneficios de la seguridad social, cuando son del
estado federal o de las provincias, han de gozar de autonomía financiera y económica, lo que
parece caracterizar a las entidades autárquicas; pero la cláusula también deja margen para su
posible organización como entes públicos “no estatales” (o “paraestatales”).
Para gozar de la autonomía referida, es menester que cuenten con patrimonio propio, lo que sugiere la idea de
que el sistema es contributivo, y de que la aportación de los interesados vinculados al sistema no podría suplirse
totalmente con fondos exclusivos del estado.
Los organismos de la seguridad social han de ser administrados por los interesados con participación del
estado, lo que impone integrar sus órganos con afiliados.
No puede existir superposición de aportes, lo que elimina la obligación de aportar a más de un organismo en
razón de una misma actividad y para una misma prestación.
20. — Del fallo de la Corte en el caso “Spota”, del 25 de julio de 1978, se desprende que lo prohibido es la
“superposición” y no la “multiplicidad” de aportes, por manera que si se desempeña más de una actividad, no es
inconstitucional contribuir por cada una.
Un principio similar utilizó la Corte en el caso “Santoro Guillermo”, del 28 de mayo de 1995, cuando
interpretando la ley 18.037 estableció la improcedencia de la doble afiliación al sistema nacional y al de la
provincia de Buenos Aires de un profesional farmacéutico que se desempeñaba en relación de dependencia en una
empresa en jurisdicción provincial.
21. — Del derecho judicial de la Corte se desprende que los obligados a aportar a un régimen u organismo de
seguridad social han de tener una razonable relación con el mismo, y que por faltar esa relación no puede gravarse
a un sector en beneficio exclusivo de otro (hay declaración de inconstitucionalidad de normas que —por ej.—
imponían a un sector de comerciantes e industriales la obligación de aportar sobre el producto de las ventas de
instrumental empleado por profesionales del arte de curar, a favor de la caja de previsión que afiliaba a esos
profesionales).
22. — Las normas constitucionales sobre los organismos de la seguridad social, su administración,
aportación, etc., han de entenderse comprensivas tanto del sistema de seguros sociales cuanto del de jubilaciones y
pensiones.
23. — Como el art. 14 bis no ha previsto expresamente la habilitación para que entidades
privadas financien, otorguen y liquiden los beneficios de la seguridad social, se hace difícil opinar
cuál es la consecuencia de esa omisión normativa en la constitución.
Resulta aventurado afirmar que, admitida la posibilidad de que el estado conceda por ley a
entidades privadas aquella competencia, su organización haya de ajustarse necesariamente a las
pautas que el art. 14 bis fija para las entidades aludidas como “del estado” (federal o provincial).
La competencia provincial.
24. — Es poco claro el enunciado de que el seguro social estará a cargo de entidades nacionales (que
nosotros llamamos federales) o provinciales.
Sugerimos las siguientes premisas:
a) Radicada en el estado federal la competencia legislativa que proviene doblemente del art. 75 inc. 12 y del
propio art. 14 bis hay que interpretar qué quiere decir la norma cuando consigna que el seguro social estará a
cargo de entidades nacionales o provinciales. ¿Deja una opción amplia y libérrima? ¿O, al contrario, esa opción
sólo está destinada a salvar la competencia provincial para el caso exclusivo de ciertas actividades circunscriptas
al territorio provincial?
b) La respuesta que vamos a dar es aplicable no sólo a un régimen de seguro social, sino también al de
jubilaciones y pensiones. Con ese alcance amplio, tiene probabilidad de acierto constitucional la opinión que sólo
reconoce a la competencia provincial la facultad de “legislar” y “administrar” un sistema de seguridad social
limitado a las actividades o trabajos sobre los cuales las provincias tienen potestad para regularlos. Así, sin duda
alguna, el empleo público en la administración local. Y si se acepta que el poder de policía provincial permite a las
provincias reglar el ejercicio de profesiones liberales, también hay que conceder que pueden dictar leyes, y crear y
administrar organismos de seguridad social para otorgar prestaciones (de seguro social o de jubilaciones y
pensiones) a quienes en su jurisdicción ejercen tales profesiones (abogados, médicos, ingenieros, etc.).
c) Otra interpretación adicional permite considerar asimismo que la fórmula de “entidades nacionales o
provinciales” deja opción para que la “administración” y la “gestión” de la seguridad social se descentralicen en
ámbitos locales para aplicar en ellos las leyes que en la materia tiene que dictar el congreso para todo el territorio.
(Esta interpretación se avala con la reserva que hace el art. 75 inc. 12 para que los códigos de derecho común sean
aplicados sin alteración de las jurisdicciones locales por los “tribunales” de provincia, la cual reserva daría pie
para preservar también esa misma aplicación por organismos “administrativos” locales.)
25. — El derecho judicial de la Corte no ayuda a esclarecer demasiado las cuestiones recién aludidas.
Una sentencia del 8 de noviembre de 1983, en el caso “Provincia de Buenos Aires c/Dirección Nacional de
Recaudación Previsional” invocó “facultades concurrentes de la nación y de las provincias, sin que pueda
admitirse que la constitución las haya centralizado exclusivamente en el gobierno nacional”, lo que deja duda
acerca de si la aludida “concurrencia” de competencias es ejercitable por las provincias más allá de lo que es
propio de la relación de empleo público provincial.
Hay —no obstante— jurisprudencia de la misma Corte que al admitir la constitucionalidad de “cajas forenses
provinciales ha sostenido que tales organismos pueden ser creados por las provincias en el ámbito propio de su
poder de policía local sobre el ejercicio profesional, y sobre una materia que hace a la seguridad social (ver, por
ej., el fallo de agosto 21 de 1973 en el caso “Sánchez Marcelino y otro c/Caja Forense de la provincia del Chaco”).
La reforma de 1994.
26. — La cláusula añadida al art. 125 de la constitución por la reforma de 1994 no dilucida el problema sino
parcialmente. En efecto, dice que “las provincias y la ciudad de Buenos Aires pueden conservar organismos de
seguridad social para los empleados públicos y los profesionales”, pero no dice que pueden “tener” o “crear” tales
organismos.
El uso del verbo “conservar” dejaría entrever que les está permitido mantener los organismos que al tiempo
de la reforma existían en sus jurisdicciones, pero atento que muchas provincias los transfirieron al sistema
nacional no está claro si podrían recuperarlos para su órbita local.
La absorción centralista de los sistemas y las entidades de seguridad social provinciales por el estado federal
no nos merece adhesión, porque creemos que conspira contra nuestra tradicional descentralización federal y contra
la autonomía de las provincias.
27. — Más allá de que la ley implemente un sistema de seguridad social a cargo de entidades
privadas, y no del estado, seguimos reiterando que la presencia reglamentaria, reguladora y
controladora del estado viene impuesta por el art. 14 bis, reforzado por el art. 75 inc. 23, que
obliga a legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de
oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos; todo ello, en particular
respecto de niños, mujeres, ancianos y personas con discapacidad.
Hay aquí alusiones directas a las prestaciones de la seguridad social, y a los derechos que
surgen del art. 14 bis y de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional (ver nº
3).
Por eso, el estado no puede desatender, ni transferir, ni declinar su protagonismo activo sobre
todo el sistema de la seguridad social, cualesquiera sean las entidades o los organismos que
otorguen las prestaciones.
En el derecho judicial de la Corte hay certeras afirmaciones en el sentido de que la norma de
base del art. 14 bis vincula a todos los poderes públicos, cada uno en su área de competencias y,
sin duda, también a las provincias cuando en sus jurisdicciones existen regímenes locales propios.
28. — Así:
a) El principio de que el mandato constitucional del art. 14 bis en orden a la movilidad de jubilaciones y
pensiones se dirige primordialmente al legislador fue encarado por la Corte en el caso “Valles, Eleuterio S.”, del
29 de octubre de 1987, en el que sostuvo que cambios circunstanciales pueden hacer que la solución arbitrada
originariamente por la ley sobrevenga irrazonable, en cuyo caso aquel mandato constitucional atañe a los restantes
poderes públicos para que dentro de la órbita de sus respectivas competencias hagan prevalecer el espíritu del
constituyente dentro del marco que exigen las diversas formas de justicia.
b) En el caso “Mac Kay Zernik Sergio L.C.”, fallado el 3 de noviembre de 1988, la Corte Suprema desplegó
pautas importantes en materia de seguridad social. Sostuvo el tribunal que las normas sobre seguridad social
contenidas en el art. 14 bis de la constitución, al propio tiempo que consagran derechos para los jubilados,
encomiendan expresamente al estado el otorgamiento de tales beneficios. Este mandato constitucional, cuyo
cumplimiento atañe a los poderes públicos dentro de la órbita de sus respectivas competencias, se vería frustrado
si las autoridades que representan al estado desconocieran las leyes y actuaran de manera omisiva en perjuicio de
la clase pasiva.
c) En el caso “G.D.J. c/Caja Nacional de Previsión de la Industria, Comercio y Actividades Civiles”, fallado
el 23 de noviembre de 1995, la Corte recordó una vez más que “el cumplimiento del mandato constitucional que
impone otorgar y asegurar los beneficios de la seguridad con carácter integral e irrenunciable atañe a los poderes
públicos dentro de la órbita de sus respectivas competencias”.
29. — La tercera parte del art. 14 bis in fine está dedicada a la protección integral de la
familia, mediante la defensa del “bien de familia”, la “compensación económica familiar”, y el
acceso a una “vivienda digna”.
a) El bien de familia, en cuanto supone un inmueble donde habita el núcleo familiar, y al que
se rodea de determinadas seguridades en razón de su destino de vivienda doméstica, se relaciona
con el acceso a una vivienda digna. Pero este último enunciado va más allá de su carácter
programático, porque obliga al estado a procurar mediante políticas diversas que todos los
hombres puedan obtener un ámbito donde vivir decorosamente, sean o no propietarios de él,
tengan o no convivencia familiar.
En el caso “Carrizo José A.” (incidente en autos “Rodríguez c/Carrizo”) del 10 de setiembre de 1985, la Corte
interpretó que la afectación de un inmueble al régimen de bien de familia debe tenerse por operada desde el
momento en que así fue solicitado por el interesado, y no a partir del asiento de constancia en el folio real
correspondiente.
Un caso en que la Corte, por vía de superintendencia, interpretó con benevolencia y elasticidad las normas
sobre seguridad social, fue resuelto con fecha 13 de abril de 1989 (resolución 230/89, expediente 561/88),
extendiendo a un empleado del poder judicial el pago de la asignación prenatal por hijo, pese a no estar casado con
la madre de éste.
31. — Para los tratados con jerarquía constitucional, ver cap. XIV, nos. 70 y 71.
32. — En el derecho constitucional material, la seguridad social exhibe múltiples insuficiencias; entre otras,
no ha llegado a prestar cobertura integral a todos los riesgos y necesidades, ni a toda la población.
El sistema gira fundamentalmente en torno de las clásicas jubilaciones y pensiones, extendidas a favor de
todo tipo de actividad. Pero los mismos condicionamientos que bloquean o aminoran el goce efectivo de los demás
derechos sociales, mantienen a la generalidad de las prestaciones previsionales en niveles de monto insuficiente, el
que normalmente sólo mejora cuando el beneficiario logra su actualización o reajuste por vía judicial. En este
orden, ya explicamos que el derecho judicial ha proyectado normas favorables y justas.
No obstante esto último, cabe afirmar que el sistema previsional no ha superado sucesivas quiebras, y ha
soportado un mal flujo de recursos —cuando no su desviación a otros fines— durante largos períodos, lo que le
permitió al juez Fayt, de la Corte Suprema, sostener en su voto disidente en el caso “Chocobar”, del 27 de
diciembre de 1996, que la perspectiva temporal desde la reforma de 1957 hasta el presente revela contradicción
social por elusiones o fraudes al sistema, y una reprochable acción de los poderes públicos.
No nos cabe duda —entonces— de que la constitución formal ha padecido en esta materia múltiples
violaciones, por acción y por omisión, superadas sólo parcialmente —pero con efecto limitado a los casos
favorecidos judicialmente por sentencias recaídas en cada uno de ellos— mediante fuente de derecho judicial.
CAPÍTULO XXIII
I. EL RÉGIMEN ELECTORAL Y LOS DERECHOS POLÍTICOS. - Su encuadre interrelacionado. - Los derechos Comentado [CM10R9]:
políticos. - La democracia participativa. - Los tratados internacionales de jerarquía constitucional. - El poder
del estado y la designación de los gobernantes. - II. LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994 EN MATERIA DE
DERECHOS POLÍTICOS. - El artículo 37 y el derecho elec-toral. - III. EL DERECHO ELECTORAL. - El derecho
electoral objetivo. - El cuerpo electoral. - Los extranjeros. - Los ciudadanos no habitantes. - Las mujeres. - El
electorado pasivo. - El derecho electoral subjetivo. - El sufragio. - El electorado pasivo. - El derecho judicial
en materia de derecho electoral. - La prohibición de reelección. - IV. LOS PARTIDOS POLÍTICOS. - Su encuadre
antes de la reforma constitucional de 1994. - La naturaleza constitucional de los partidos. - La dinámica de los
partidos. - La reglamentación legal y el control de los partidos. - El poder disciplinario de los partidos. - El
derecho judicial en materia de partidos políticos. V. LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994 EN MATERIA DE
PARTIDOS POLÍTICOS. - El artículo 38 y las pautas garantistas para los partidos políticos. - La competencia
partidaria para postular candidatos. - El monopolio de las candidaturas por los partidos. - La expresión libre. -
El financiamiento de los partidos. - El sistema de partidos, más allá de los artículos 37 y 38. - VI. LA REFORMA
CONSTITUCIONAL DE 1994 Y LOS NUEVOS DERECHOS POLÍTICOS. - Las formas semidirectas. - La “consulta”
popular de 1984. - La iniciativa popular para proyectos de ley. - La ley 24.747. - La consulta popular. - La ley
reglamentaria. - ¿Hay materias sustraídas? - La reforma de la constitución por vía de consulta popular. - VII.
LA JUDICIABILIDAD Y LA LEGITIMACIÓN PROCESAL EN MATERIA DE DERECHOS POLÍTICOS Y DE CUESTIONES
ELECTORALES Y PARTIDARIAS. - La relación entre judiciabilidad y legitimación. - El derecho judicial. -
APÉNDICE: Ley 24.747, sobre iniciativa legislativa popular.
Su encuadre interrelacionado.
Cuando valoramos a la democracia como una forma de estado, los derechos políticos, los partidos y el
régimen electoral encuentran su ámbito. Y aún más: en nuestras valoraciones actuales, son un ingrediente
constitutivo del sistema democrático, porque definido éste en torno de los derechos humanos, no cabe duda de que
los derechos políticos (y sus contenidos conexos, que son los partidos y el régimen electoral) integran hoy el plexo
de aquellos derechos, al lado de los derechos civiles y de los derechos sociales.
2. — La categoría de los derechos políticos no puede definirse solamente por la finalidad que persiguen,
porque muchos derechos clásicamente considerados “civiles” son susceptibles de ejercerse con fines políticos, y
no por eso se convierten en derechos políticos. (Así, el derecho de reunión y el de petición a las autoridades, como
—entre otros— la libertad de expresión e información, se usan con finalidad política en una campaña preelectoral,
o para influir sobre el poder, o para aportar consensos y disensos.)
Por eso pensamos que los derechos políticos son tales cuando, únicamente: a) se titularizan en sujetos que
tienen: a’) calidad de ciudadanos —o siendo extranjeros, reciben excepcionalmente esa titularidad en virtud de
norma expresa—; a”) calidad de entidades políticas reconocidas como tales —por ej.: los partidos—; b) no tienen
ni pueden tener otra finalidad que la política. De este modo, el área de los derechos políticos se estrecha, pero
adquiere una caracterización bien concisa, que traza la línea divisoria frente a los derechos civiles.
La democracia participativa.
3. — El ya sugerido ensamble de los derechos políticos con los partidos políticos y el régimen electoral
proporciona posible expansión cuando se alude a la democracia participativa que, por supuesto, no se agota en el
derecho de sufragio.
Como tampoco allí se recluye el régimen electoral, ni éste se circunscribe a la fecha en que se realizan
comicios, insertamos en seguida al proceso electoral en toda su secuela para requerirle la legitimidad propia de un
sistema democrático participativo, abarcando un lapso sin cronologías fijas y con un clima ambiental propicio de
muy amplia libertad para la intervención, la participación, y la competencia de las fuerzas políticas y de las
personas; la igualdad de oportunidades para todas ellas; la transparencia de las campañas preelectorales; la
correcta confección de los padrones electorales, su publicidad, y la legitimación de los ciudadanos y los partidos
para tener acceso a ellos, rectificarlos, impugnarlos, etc.; la libertad de información, de comunicación, y de
expresión; la li-bertad de propaganda y publicidad en orden a las ofertas y programas electorales; el escrutinio
también público y controlado, etc.
La democracia que se ha dado en calificar de “participativa” tiene proyecciones dilatadas. En ellas debe
insertarse con fluidez y sin reduccionismos el protagonismo político de las personas y de las agrupaciones, para
dinamizar desde su base popular al sistema constitucional democrático. Y es el derecho constitucional el que
queda convocado a brindar cabida a esos roles políticos activos. Lo que no surja de las normas de la constitución
en forma expresa (la “letra constitucional”) tiene que alcanzar albergue en tres ámbitos, como mínimo: a) el
espíritu o la filosofía política de la constitución; b) la cláusula de los derechos implícitos del art. 33; c) el plexo de
valores. Como sumatoria de refuerzo, se añaden los tratados sobre derechos humanos que integran, dentro del
orbe de los derechos humanos, a los derechos políticos.
No obstante que los derechos estrictamente políticos —como el sufragio— pueden quedar reservados
solamente a los ciudadanos, creemos que la participación política (que merece tal adjetivación porque atañe al
régimen político) no se recluye en el cuerpo electoral ni en las personas que invisten ciudadanía argentina. En el
área que excede a lo puramente electoral ha de quedar abierta a cuantos integran la población del estado. Piénsese
en que también quienes no titularizan derechos electorales pueden pretender participar mediante vías informales
para dar presencia a sus intereses ante los órganos de poder, y ejercer muchos de sus derechos civiles con fines
políticos (petición, reunión, expresión, asociación, etc.).
5. — Si de justiciabilidad y legitimación procesal hablamos, vale insistir en que todo el proceso electoral en
su vasta gama de aspectos y momentos tiene que ser susceptible de control. Control político por parte de los
partidos y, a su turno, control en una vía idónea de acceso a la justicia, en la cual se reconozca ampliamente la
legitimación de cuantos, titularizando derechos políticos, postulan esa personería para intervenir en el proceso
judicial. (Para esto, ver el apartado VII.)
6. — El art. 23 del Pacto de San José de Costa Rica consigna que “todos los ciudadanos
deben gozar de los siguientes derechos y oportunidades: a) de participar en la dirección de los
asuntos públicos, directamente o por medio de representantes libremente elegidos; b) de votar y
ser elegidos en elecciones periódicas auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por
voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores, y c) de tener acceso
en condiciones generales de igualdad a las funciones públicas de su país”; y en el apartado 2 del
mismo artículo se agrega: “la ley puede reglamentar el ejercicio de los derechos y oportunidades a
que se refiere el inciso anterior, exclusivamente por razones de edad, nacionalidad, residencia,
idioma, instrucción, capacidad civil o mental, o condena por juez competente en proceso penal”.
El art. 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos guarda marcada analogía
con la norma transcripta del Pacto de San José.
7. — Cuando se asume como cierto que el poder del estado es un poder “total” —porque es “de” toda la
sociedad y “para” toda la sociedad, se comprende que ese poder ha de surgir de la participación de toda la
sociedad, y no de la decisión o la imposición de una sola persona, de un grupo, o de un sector sobre el resto del
conjunto total. De ahí que el proceso electoral, anudado a los derechos políticos y a los partidos políticos, sea el
que brinda ocasión a ese efecto para la participación política.
Es indudable que un régimen electoral de sufragio universal, con proceso electoral legítimo, abre el acceso al
poder de acuerdo a la ley y no por la fuerza. Nuestra constitución ha previsto el procedimiento electoral para
designar a los gobernantes, estableciendo las condiciones de capacidad política en el electorado pasivo, es decir,
en aquéllos que pueden ser elegidos por el electorado activo mediante el voto. Presidente y vicepresidente de la
república, diputados y senadores tienen estipuladas en la constitución las condiciones de elegibilidad. También los
jueces de la Corte Suprema, bien que no son elegidos por el cuerpo electoral.
8. — La legitimidad de origen, por eso, depende en nuestra constitución del acceso al poder mediante el
mecanismo electoral que ella prevé. Toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuye los derechos “del
pueblo” (según la fórmula del art. 22) y saltea la vía electoral para ocupar el poder, margina al cuerpo electoral (o
pueblo) del derecho de sufragio, y priva de legitimidad de origen al gobernante a quien instala en el poder.
El nuevo art. 36 sanciona severamente la interrupción del orden institucional y sus secuelas. Ver T. I, cap.
VII, nos. 51 a) y 61.
Conviene también tomar en cuenta el segundo párrafo del art. 77 que dice así:
“Los proyectos de ley que modifiquen el régimen electoral y de partidos políticos deberán ser aprobados por
mayoría absoluta del total de los miembros de las Cámaras.”
Por su parte, el art. 99 inciso 3º prohíbe que en materia electoral el poder ejecutivo dicte decretos de
necesidad y urgencia.
Con fórmula operativa, el art. 37 garantiza directamente el ejercicio pleno de los derechos
políticos, que ya no se circunscriben al sufragio para elegir gobernantes, sino que se explayan
hacia otros aspectos en el derecho de iniciativa legislativa y en la consulta popular (artículos 39 y
40). (Ver acápite VI).
10. — Luego viene la calificación del sufragio como universal, igual, secreto y obligatorio.
La obligatoriedad, vigente desde antes por ley, merece abrir la duda acerca de si convenía que la constitución
la impusiera. Como dentro de lo opinable tenemos preferencia personal por el sufragio voluntario, pensamos que
la norma constitucional no debería haber definido el punto, porque en un sentido o en otro era mejor que se
relegara a la ley. No obstante, no sentimos herido ningún principio que se nos haga fundamental en nuestras
valoraciones sobre el tema.
11. — Interesa ponderar que la norma comentada prescribe la igualdad real de oportunidades
entre varones y mujeres en el área de los derechos políticos y de los partidos.
Aun cuando tal igualdad se define “para el acceso a cargos electivos y partidarios”, damos por cierto que,
como principio subyacente, la constitución ha levantado hasta su propio nivel el derecho electoral activo y pasivo
de las mujeres que, hasta hoy, dimanaba de la ley.
La norma obliga a garantizar mediante acciones positivas en la regulación del régimen electoral la ya
mencionada igualdad real de oportunidades para hombres y mujeres; y en la disposición transitoria segunda se
establece que tales acciones positivas no podrán ser inferiores a las vigentes al tiempo de sancionarse la
constitución reformada y durarán lo que la ley determine.
De esta manera, se mantiene como mínimo todo cuanto, en pro de la igualdad de oportunidades, estaba
previsto en la legislación hasta el 24 de agosto de 1994. Si en esa legislación (ley 24.012) algún sector de la
doctrina interpretó que la “discriminación inversa” a favor de la mujer era inconstitucional, hay que decir ahora
que tal inconstitucionalidad habrá de darse por desaparecida en virtud de que la constitución la ha asumido
directamente como pauta para esclarecer el art. 37.
Que la legislación en vigor no sea susceptible de modificaciones que disminuyan los cupos femeninos, pero
que la ley pueda acordar la temporalidad de la medida, nos hace comprender que tales cupos quedan congelados
como mínimo en tanto configuran una “acción positiva” transitoria, que en el futuro podrá suprimirse o
reemplazarse por otra, cuando el congreso estime que la discriminación inversa en favor de la mujer tiene que
desaparecer o adquirir perfiles diferentes.
13. — “Derecho electoral” es una locución que tiene dos sentidos: a) objetivamente (y de
modo análogo a como se habla de derecho civil, penal, comercial, etc.) es el que regula la
actividad electoral en cuanto a sus sujetos, a su objeto, a los sistemas, etc.; b) subjetivamente,
designa la potencia de determinados sujetos para votar o para ser elegidos.
a) En cuanto al primer sentido, el derecho electoral constitucionalmente abordado nos
conduce a estudiar: a) el electorado —cuerpo electoral, electorado activo, electorado pasivo—; b)
el objeto —designación de gobernantes, decisiones políticas sobre las cuales se recaba opinión,
etc.—; c) los sistemas —territoriales y personales de distribución del electorado, forma de votar,
cómputo y control de votos, asignación de cargos, resultados, etc.—.
Asimismo, al derecho electoral le interesa el estudio de los partidos políticos conectados con
el electorado y con los órganos del poder.
b) En cuanto al segundo sentido, el derecho electoral nos lleva a examinar cuáles son los
sujetos que tienen derecho político de sufragio y derecho político de ser elegidos, así como las
garantías que para ejercer tales derechos les están deparadas en un caso y en otro.
El “derecho de elegir” como capacidad electoral configura subjetivamente el derecho electoral activo; y el de
“ser elegido”, el derecho electoral pasivo.
Dentro del cuerpo electoral y del electorado activo, no se incluye a los órganos del poder que, por diferentes
normas constitucionales, tienen competencia para designar a los individuos portadores de otros órganos.
El cuerpo electoral.
14. — El cuerpo electoral es un nombre plural o colectivo con el que se designa al conjunto
de personas que componen el electorado activo, y que por esto disfrutan del derecho de sufragio.
El cuerpo electoral es, entonces, nada más que una pluralidad de individuos, pluralidad en la que —acaso—
podría haber asociaciones —si éstas, como tales, sufragaran (por ej.: si los sindicatos eligieran diputados en un
sistema de tipo funcional o corporativo). El cuerpo electoral no es un ente distinto de la suma de los electores, ni
por ende, un órgano del estado. A lo sumo, le cabe el rótulo de sujeto auxiliar del estado o del poder, en cuanto
conjunto de personas o entidades con capacidad electoral activa.
Es correcto atribuir al cuerpo electoral el ejercicio del llamado “poder” electoral siempre que tal “poder” no
sea reputado un poder estatal ni incluido dentro de él.
Los extranjeros.
15. — Para que un individuo entre a componer el electorado activo debe tener la aptitud básica que es
condición jurídica para el ejercicio de los derechos políticos. Esa aptitud se llama ciudadanía, y puede ser natural,
o ser adquirida por naturalización. La constitución formal, al prescribir que los extranjeros gozan de los mismos
derechos “civiles” de los ciudadanos, quiere aclarar, a contrario sensu, que no gozan necesariamente de los
mismos derechos políticos. Nuestra constitución no confiere directamente los derechos políticos a los extranjeros,
pero tampoco prohíbe que la ley se los reconozca.
La progresividad y maximización del plexo total de derechos da margen para que nuestro sistema
democrático pueda ampliar el orbe de los derechos políticos a favor de los extranjeros que, afincados como
habitantes, acrediten un lapso suficiente de permanencia en nuestro país. Es una propuesta que formulamos para
promover las valoraciones colectivas favorables.
16. — La ley 24.007, de 1991, ha previsto que los ciudadanos residentes en forma efectiva y permanente
fuera del territorio sean electores que puedan votar en las elecciones federales.
El sistema es atractivo y simpático pero, con la constitución actual, nos resulta inconstitucional. Precisamente,
el ciudadano que en forma permanente reside en el exterior no es habitante, no forma parte de la población de
nuestro estado ni, por ende, integra el “pueblo” mentado en el art. 45 de la constitución.
En cambio, y a la inversa de lo establecido en la citada ley, bien cabría que quienes se hallaren
transitoriamente en el exterior pudieran sufragar en el lugar en que ocasionalmente se encontraren, porque en tal
hipótesis no habrían dejado de componer el cuerpo electoral.
Las mujeres.
El electorado pasivo.
18. — El derecho electoral se ocupa asimismo del electorado pasivo, o sea, de los individuos
que tienen capacidad política para ser designados (o derecho electoral pasivo). En este punto,
nuestra constitución no contiene una norma uniforme, porque para los distintos órganos de poder
formula normas propias.
Como principio general ha de tenerse presente que cuando la constitución establece las condiciones de
elegibilidad para un cargo o función, ellas no pueden El primero es, individualmente considerado, el candidato; el
segundo, se denomina elector y en su conjunto forman el cuerpo electoral”;
“En el régimen representativo el cuerpo electoral es el órgano primario del estado que expresa la voluntad
soberana de la nación derivando de él todos los órganos del estado. De ahí que el sufragio, además de un derecho
de naturaleza política, sea una función constitucional, y su ejercicio un poder de la comunidad nacional, es decir,
una competencia constitucional dentro de los límites y bajo las condiciones que la misma constitución ha
determinado”.
La prohibición de reelección.
Desde 1962 —además— existe en el poder judicial federal la llamada “Justicia Electoral”, creada por el
decreto-ley 7163/62, cuya Cámara Nacional Electoral tiene competencia territorial en todo el país como tribunal
de alzada.
27. — En el fallo de la Corte del 22 de abril de 1987 en el caso “Ríos Antonio J.” se alude al art. 1º de la
constitución (ya antes de la reforma de 1994) como base de la existencia y pluralidad de los partidos, en tanto el
voto del doctor Petracchi remite al derecho de asociarse con fines políticos en cuanto derecho no enumerado, que
forma parte del más amplio de asociarse con fines útiles del art. 14, por lo que, como derecho no enumerado, nace
del art 33.
En la citada sentencia encontramos la afirmación de que el reconocimiento jurídico de los partidos deriva de
la estructura de poder del estado moderno, en conexión de sentido con el principio de la igualdad política, la
conquista del sufragio universal, los cambios internos y externos de la representación política y su función de
instrumentos de gobierno. Al reglamentarlos —añade— el estado democrático cuida una de las piezas principales
y más sensibles de su complejo mecanismo vital.
28. — Con fecha 17 de junio de 1986, en el caso “Recurso de hecho deducido por José E. Ormache en la
causa Fiscal del Superior Tribunal de Justicia doctor Mestres. Informa sobre Ormache José E.”, la Corte Suprema
declaró inconstitucional la norma de la constitución de la provincia de Entre Ríos que prohibía a los empleados
administrativos del poder judicial local afiliarse a partidos políticos y desarrollar actividad política, por violatoria
de los arts. 14, 16 y 33 de la constitución federal.
30. — La presencia dinámica de los partidos se hace patente a través de: a) la formulación de ideologías
políticas, de opiniones públicas y de políticas activas; b) la participación en el proceso electoral; c) la gravitación,
las influencias y las presiones sobre el poder; d) la ocasional ubicación de un partido determinado (que hoy es uno
y mañana puede ser otro) en el uso del poder estatal —que en un sentido figurativo suele asignarle el rótulo de
partido “gobernante”—; esto último se vincula con la permanencia y la alternancia partidarias en el poder; e) la
recíproca situación de los partidos en posiciones de consenso, disenso u oposición.
En la dinámica del poder, las relaciones de los partidos en cuanto sujetos auxiliares del estado
con órganos del poder o con órganos extrapoderes componen una categoría de las relaciones
“extraórganos”. Nuestro derecho constitucional material conoce las siguientes:
a) relaciones en la formación de los órganos de poder del estado, como se advierte en la
postulación partidaria de candidaturas para los cargos de origen electivo;
b) relaciones en el ejercicio del poder por los órganos estatales, que se evidencian en la
composición partidaria de dichos órganos; en las presiones que los partidos ejercen sobre el poder,
y viceversa; en la influencia que juegan para la designación de funcionarios públicos, etc.
Se advierte, por ejemplo, la estructura partidaria del congreso; la distinta relación que se traba entre el poder
ejecutivo y el congreso según que el presidente de la república cuente o no con mayoría de su propio partido en
una cámara o en ambas; la política del ejecutivo que responde a un programa partidario, acentuándose la
vinculación cuando el presidente es jefe o líder del partido, etc.
31. — Esta cuestión suscita una encontrada multiplicidad de enfoques, que giran alrededor del
control estatal sobre los partidos. Procurando circunscribir nuestra opinión a la esfera propia del
derecho constitucional argentino, abordamos una doble perspectiva:
a) creemos que constitucionalmente es válido (lo que significa que no es inconstitucional) que
la ley reglamente razonablemente los requisitos a que deben ajustarse los partidos para obtener su
reconocimiento, y que al reglamentarlos excluya de ese reconocimiento a los que por su doctrina y
su actividad se opongan abiertamente al proyecto político democrático de la constitución; esto
presupone el llamado control “cualitativo” (o doctrinario) de los partidos;
b) sobre la base de la afirmación anterior, los órganos competentes (justicia electoral) para
otorgar o negar el reconocimiento a los partidos, quedan habilitados para denegar (o en su caso
cancelar) el reconocimiento al partido que discrepa con la constitución;
c) desde el prisma de la prudencia y la conveniencia políticas, es posible estimar que, pese a
la constitucionalidad que habilita la solución antes expuesta, resulta preferible no usar ese método,
sino más bien otro más pragmático, conforme al cual el reconocimiento a un partido sería
denegado sólo cuando éste ofreciera “peligro real y actual” para el sistema constitucional.
Optamos por el criterio último.
32. — El problema constitucional más grave a resolver es el del partido llamado “antisistema” que,
mimetizándose con el sistema democrático, tiende a su destrucción, al modo como Duverger rotula la “lucha
contra el régimen”, o “sobre el régimen”. De todos modos, no parece que en este supuesto deba aban-donarse la
pauta tan pragmática de denegar el reconocimiento a un partido sola-mente cuando su actividad concreta
representa un peligro real, actual y presente. De no ser así, es mejor dejarlo actuar a rostro descubierto que
prohibirlo.
33. — No es constitucional la afiliación coactiva o forzosa; las desigualdades arbitrarias entre afiliados y no
afiliados; las trabas a la desafiliación, etc. Se puede incurrir en tales extremos no sólo cuando el estado impone la
afiliación o dificulta la desafiliación, o cuando desiguala a los individuos según estén o no afiliados a un partido
determinado o a cualquiera, sino también cuando en similares prácticas incurren los propios partidos. De ahí que
para reconocerlos, el estado deba exigirles una organización interna democrática.
34. — El poder disciplinario de los partidos es un aspecto que, aun con peculiaridades derivadas de la
naturaleza de los partidos, corresponde al tema del poder disciplinario de las asociaciones.
En forma muy breve sostenemos que: a) los partidos, como cualquier asociación, disponen de poder
disciplinario sobre sus afiliados; b) en ejercicio del mismo pueden aplicar sanciones conforme a sus estatutos o a
su carta orgánica, respetados el debido proceso y la razonabilidad; c) no gustamos decir que ese poder
disciplinario, y las sanciones que en uso de él recaen en los afiliados, pertenezcan a la “zona de reserva” del
partido como exclusivamente propia de él y como exenta de control judicial; d) lo que sí afirmamos es que: d’) las
sanciones partidarias deben quedar sometidas a revisión judicial, y que siendo éste el principio constitucional que
adoptamos hay que añadir, a partir de allí, que: d”) el tribunal judicial al que se lleva en revisión una sanción
partidaria sólo la debe descalificar cuando resulta arbitraria, o cuando ha sido dispuesta sin sujetarse a las formas
básicas del debido proceso; e) una vez conciliados de esta manera el control judicial y la libertad que, como propia
de toda asociación, debe reconocérsele a los partidos en su vida y en su organización internas, no consentimos que
la revisión judicial se estreche porque se alegue que el afiliado sancionado o expulsado no sufre perjuicio; sobre
todo en el caso de separación del partido, el agravio, y su repercusión dañina, radican en el hecho de que quien
voluntariamente quiere pertenecer a un partido, ve violado su derecho de asocia-ción si se lo expulsa sin causa
razonable o sin previo derecho de defensa.
El derecho judicial en materia de partidos políticos.
35. — Una breve incursión en el derecho judicial emergente de la Corte Suprema nos coloca ante principios
como éste:
a) “el régimen representativo dio origen a la existencia de los partidos políticos organizados, los que
virtualmente se convirtieron en órganos indispensables para el funcionamiento del sistema”; b) “el hecho de que
los sistemas electorales estén relacionados con el régimen de partidos políticos y que éstos sean órganos
intermedios entre gobernantes y gobernados y pieza clave para la existencia del régimen representativo significa
reconocer que los partidos existen por y para el régimen representativo y no éste por y para aquéllos”; c) “esta
Corte ha reconocido a los partidos políticos la condición de auxiliares del estado, organizaciones de derecho
público no estatal, necesarios para el desenvolvimiento de la democracia y, por tanto, instrumentos de gobierno
cuya institucionalización genera vínculos y efectos jurídicos entre los miembros del partido, entre éstos y el
partido en su relación con el cuerpo electoral, y la estructura del estado”; “son grupos organizados para la
selección de candidatos a representantes en los órganos del estado. Esa función explica su encuadramiento
estatutario y, en los hechos, que sistema de partidos y sistema representativo hayan llegado a ser sinónimos”; d)
“los partidos políticos condicionan los aspectos más íntimos de la vida política nacional e, incluso, la acción de los
poderes gubernamentales y, al reglamentarlos, el estado cuida una de las piezas principales y más sensibles de su
complejo mecanismo vital; en consecuencia, resulta constitucionalmente válido el ejercicio del poder
reglamentario al establecer controles gubernamentales, con el objeto de garantizar la pluralidad, la acción y el
sometimiento de los partidos a las exigencias básicas del ordenamiento jurídico y su normalidad funcional”; e) “la
ley orgánica de los partidos políticos después de definirlos como ‘instrumentos necesarios para la formulación y
realización de la política nacional’, les asigna, ‘en forma exclusiva, la nominación de candidatos para cargos
públicos electivos’ (art. 2º, ley 23.298); todo el resto de la ley está dirigido a garantizar a las agrupaciones el
derecho a su constitución, organización, gobierno propio y libre funcionamiento, así como el derecho a obtener la
personalidad jurídico política para actuar en los distritos electorales (art. 1º, ley 23.298)”; f) “la defensa
jurisdiccional del régimen representativo exige que los partidos no excedan su normalidad funcional; es decir, se
limiten a proveer la dirección política y la alta jerarquía del estado; formular los planes para la realización de la
política nacional; seleccionar lo mejor de su dirigencia para su nominación como candidatos para cargos públicos
electivos (art. 2º, ley 23.298); canalizar la voluntad popular y la opinión mediante una costante labor de
información política al pueblo; a estas tareas se le suman como implícitas las de preparar al ciudadano para el
buen uso de la herramienta de trabajo cívico que es el voto, respetar los marcos del sistema político y cumplir su
función de órganos intermedios entre el cuerpo electoral y el elegido, entre el gobierno y los gobernados”; g)
puede negarse el reconocimiento a una agrupación política cuando su actuación traduce un peligro cierto y real
para la subsistencia del estado democrático; h) a efectos de apreciar, en las causas judiciales, el carácter
subversivo de una agrupación, los jueces han de ponderar el programa real y verdadero, aunque oculto, y no el
programa ficticio que les es presentado por los partidos con miras a la obtención de su reconocimiento.
Acabamos de aludir a la “democracia”, porque de la tónica del art. 38 se desprende que el estado no queda
inerme frente a partidos antisistema que en una circunstancia concreta realmente renegaran de la democracia. (Ver
nº 31).
37. — Se enmarca a los partidos con directrices como éstas: libertad para su creación y sus
actividades; representación de las minorías (dentro de su estructura interna, según entendemos);
competencia para postular candidaturas a cargos públicos electivos; acceso a la información
pública; difusión de sus ideas; contribución estatal al sostén económico de las actividades y de la
capacitación de sus dirigencias; obligación partidaria de dar a publicidad el origen y destino de
sus fondos y su patrimonio.
Hay una columna vertebral dentro de ese diagrama: los partidos gozan de libertad dentro del
respeto a la constitución, y ésta les garantiza su organización y funcionamiento democráticos, con
el lineamiento antes pautado.
El esquema severo, pero simultáneamente elástico, deja espacio suficiente para la regulación legal y para la
normativa interna en cartas y estatutos de cada agrupación política.
38. — La norma del art. 37 que explicamos en el nº 11 obliga a garantizar mediante acciones positivas en la
regulación de los partidos políticos la igualdad real de oportunidades para hombres y mujeres.
39. — La tónica de libertad y de garantismo que inspira al art. 38 se completa con el estímulo
a la participación interna de afiliados, de corrientes y de minorías en la vida partidaria, más un
aspecto básico de la libertad de expresión e información. Tal es el sentido que asignamos a la
alusión que se hace a la representación minoritaria, y al acceso a la información pública y a la
difusión de las ideas.
Consensos y disensos según la línea doctrinaria y programática de los partidos quedan, de esta manera,
asegurados, no sólo entro de ellos, sino en su proyección externa al ámbito de la sociedad.
40. — Con relación a los dos aspectos de organización y funcionamiento consideramos que cuando el art. 38
dice que la constitución “garantiza…” está imputando al estado el deber de proveer las garantías consiguientes;
pero, además, las garantías deparadas por la constitución proyectan hacia el interior de los partidos el mismo
conjunto de pautas, que ellos tienen que acoger y a las que deben atenerse en su organización y en su actuación.
Quiere decir que lo garantizado también implica, para los partidos, el deber de dar recepción a todas las pautas
cubiertas por las garantías. En resumen, estamos frente a garantías “para” la democracia, tanto dentro de los
partidos como en su actividad hacia afuera, es decir, intra y extrapartidariamente.
41. — En cuanto a la representación de las minorías, podemos dar al texto la amplitud que merece cuando se
presupone la organización y el funcionamiento democráticos de los partidos. En consecuencia, hay aquí —además
de un parámetro para la estructura interna de los mismos— una directiva obligatoria para el régimen electoral, que
debe establecer un sistema que asegure el acceso pluralista de los partidos a los cargos que se provean por elección
popular para los órganos de poder colegiados. No se trata de una receta única para implantar un sistema
determinado, pero sí de la exclusión de cualquiera que, como el de lista completa, adjudica todos los cargos a un
solo partido, porque en ese supuesto no se deja sitio a las representaciones minoritarias.
“Competencia” tiene dos acepciones que son útiles para dilucidar el tema. Una alude a la acción de
“competir”, y el verbo competir significa contender entre dos o más sujetos. Otra alude a la incumbencia,
atribución o función que son propias de un órgano, y el verbo que acá se inserta no es “competir” sino “competer”,
que quiere decir pertenecer, corresponder o incumbir al órgano competente; de allí deriva la locución “tener,
investir o asumir competencia”, o “ser competente” (para algo).
Reduciendo lo anterior a dos alternativas, es viable suponer que garantizar la competencia para postular
candidatos apunta doblemente: a) a “hacer” competencia (competir) y b) a “tener” competencia (competer).
En cuanto al inc. a) nos aventuramos a sugerir que la ley podría razonablemente obligar a los partidos a
seleccionar los candidatos que han de ofrecer al electorado mediante un procedimiento intrapartidario que diera
participación a los afiliados y, acaso, también a quienes no lo son.
En cuanto al inc. b), no hay duda de que los procesos electorales legítimos exigen que exista efectiva
competitividad leal entre los candidatos de los diferentes partidos que concurren a cada acto electoral.
45. — Antes de la reforma de 1994, el monopolio de las candidaturas por los partidos ya había suscitado
debate acerca de su constitucionalidad. El impedimento legal para presentar candidatos sin patrocinio de un
partido fue considerado por algún sector como una “condición” de elegibilidad que se añadía
inconstitucionalmente a las previstas en la constitución.
Siempre habíamos pensado que la constitución no imponía ni prohibía el monopolio partidario de las
candidaturas, y que le quedaba discernido a la ley escoger razonablemente una de las alternativas.
Ahora, con el art. 38, la situación no ha variado demasiado. Creemos que:
a) la norma constitucional nueva garantiza (o asegura) a los partidos la facultad de postular
candidatos; que
b) no prohíbe que la ley arbitre razonablemente un sistema ampliatorio que adicione la
posibilidad de candidaturas no auspiciadas por un partido.
De todos modos, cuando en el nº 50 hagamos referencia a la composición prevista para el
senado por el art. 54, diremos que para este supuesto la constitución implanta el monopolio de los
partidos en la postulación de senadores.
46. — Antes de la reforma de 1994, en el caso “Ríos, Antonio J.”, del 22 de abril de 1987, la Corte declaró
que no era inconstitucional el sistema legal que adjudicaba a los partidos políticos en forma exclusiva la
nominación de candidaturas para los cargos públicos electivos.
La expresión libre.
47. — La garantía al acceso a la información pública y a la difusión de las ideas nos resulta
vital. Son aplicaciones que de la libertad de expresión y de información (tanto en la búsqueda,
recepción y transmisión de la última) hace el artículo a favor de los partidos.
Sin duda, ellos revisten un protagonismo importante en la formación y divulgación de
opiniones públicas, y cercenarles la libertad en ese campo sería interferir y trabar una función
fundamental dentro de la sociedad y del sistema político en su conjunto.
El tema presenta margen amplio para diversidad de opiniones doctrinarias. Desde un ángulo, podría
sostenerse que en la sociedad organizacional contemporánea hay muchísimas entidades que, al igual que los
partidos —y para algunos, más aún que éstos—, resultan trascendentales por sus fines en orden al bien común
público, no obstante lo cual carecen de ayuda económica del estado. Desde otro ángulo, cuando se atiende al
intenso fin institucional que incumbe a los partidos como sujetos auxiliares del estado, la idea opositora al
subsidio oficial se aplaca o se desvanece, en virtud de que esa cooperación —sobre todo si toma en
cuenta la presencia de los partidos que han alcanzado representación en los órganos de poder— coadyuva a que
aquel fin institucional les resulte más fácilmente accesible.
Un estado que acoge un sistema de partidos, que prohija la participación, que se vale de ellos para cubrir —en
todo o en parte principal— sus elencos de poder, está en condiciones de afrontar parcialmente su sostenimiento
económico. Reparemos en que el nuevo artículo lo dirige a y para que desarrollen sus actividades y para que
capaciten a sus dirigentes, lo cual importa un señalamiento y una cobertura amplia del destino de los recursos
estatales para las organizaciones partidarias.
A la par, se los obliga a hacer público el origen y el uso de sus fondos y de su patrimonio, lo
que no siempre es fácil de efectivizar, pero proporciona un ámbito para el control de los ingresos
no estatales y del objetivo al cual se aplican.
Acabamos de aludir al control de los ingresos “no estatales”, pero también en orden a los de
origen estatal ese control es imprescindible; la constitución no ha incluido pauta alguna sobre el
control en ninguno de ambos sentidos, y consideramos que la ley debe implantarlo rigurosamente,
porque el silencio del art. 38 no se ha de interpretar como excluyente de la fiscalización, máxime
si tomamos en cuenta que en su último párrafo consigna el ya citado deber partidario de dar
publicidad del origen y destino de sus fondos y patrimonio.
El hacerlo público a simple título informativo, y sin que opere un control eficaz por parte del estado, no
satisface a las exigencias democráticas ni a la ética política.
50. — No queda duda de que ahora, conforme al art. 54, la competencia para postular
candidatos a senadores es propia y exclusiva de los partidos políticos.
Además, es posible que —más allá de las críticas que parte del universo doctrinario y político
formulan al tercer senador y al sistema electoral establecido por el art. 54— haya que reconocer
que se ha procurado conferir al senado una fisonomía pluralista, conciliando la mixtura de
“partido mayoritario-oposición”.
El senado como órgano tradicionalmente representativo de las provincias acopla, claramente,
una definida representación partidaria, dado el modo de reparto de los tres escaños por
jurisdicción, y coloca bajo duda un aspecto polémico: ¿las bancas son de los partidos, o solamente
se trata de una expresión normativa que no va más allá de la distribución de las tres bancas?
51. — Hay otros artículos de la constitución que, luego de la reforma, obligan a que haya
determinada presencia partidaria en las estructuras gubernamentales. Así:
a) el art. 85, al diseñar la Auditoría General de la Nación, prescribe que el presidente de este
organismo de control será designado “a propuesta del partido político de oposición con mayor
número de legisladores en el congreso”;
b) el art. 99 inc. 3º, al referirse a la Comisión Bicameral Permanente, establece que en su
composición se debe respetar la proporción de las representaciones políticas de cada cámara;
c) en el régimen de ballotage para la elección directa del presidente y vicepresidente de la
república se hace alusión a las “fórmulas” de candidatos, dejando entrever que su postulación
cuenta con respaldo partidario, al menos mientras subsista el monopolio de las candidaturas por
los partidos políticos.
52. — Por lo expuesto, y sin desconocer que el sistema de partidos reclama reformas
importantes, consideramos que —guste o no— hay ahora cláusulas constitucionales que los
reconocen e institucionalizan como organizaciones fundamentales del sistema democrático. Lo
traducimos en la afirmación —con carácter de principio constitucional— de que debe haber
partidos, y de que es la sociedad —también en ella y desde ella— el ámbito de su creación y su
funcionamiento libre y democrático.
53. — Los arts. 39 y 40 han incorporado dos formas semidirectas de participación política en
materia de derechos políticos: la iniciativa legislativa popular, y la consulta popular.
Con esta reforma de 1994 se ha desbaratado el argumento de que, antes de ella, las formas semidirectas eran
inconstitucionales por colisionar con el principio “representativo” enunciado normativamente en el art. 22, que
después de la reforma subsiste incólume. (Ver T. I, cap. VII, nos. 62/64).
54. — El único antecedente que registra nuestra historia en el orden federal es la consulta popular, no
obligatoria ni vinculante, realizada en 1984 para el conflicto austral con Chile, que para nosotros fue
perfectamente constitucional.
Cuando por vía de amparo un ciudadano impugnó dicha convocatoria a consulta popular efectuada en 1984
por el poder ejecutivo para que el cuerpo electoral votara voluntariamente por “sí” o por “no” acerca del arreglo
del diferendo austral con Chile, la Corte entendió que la pretensión no configuraba “causa” o “caso” judiciable en
los términos del entonces art. 100 de la constitución y de la ley 27 (art. 2º). (La disidencia de los doctores Fayt y
Belluscio entró al fondo del asunto, y ambos jueces consideraron que no existía violación alguna a la
constitución).
56. — a) Se reconoce este derecho a los ciudadanos con el objeto de que presenten “proyectos
de ley” en la cámara de diputados, la que viene así a ser cámara de origen para su tratamiento.
Si se trata de una materia para la cual la constitución exige que lo sea el senado —como es el caso de la
legislación prevista en el art. 75 inciso 19, párrafo segundo— nos parece que el proyecto igualmente ha de ser
presentado en la cámara de diputados, y que ésta debe girarlo al senado para comenzar allí el trámite.
b) La norma procura evitar que el derecho de iniciativa se esterilice en una mera propuesta de
quienes lo ejerzan, y obliga al congreso a conferirle tratamiento dentro del término de doce
meses, que interpretamos corridos, sin deducir el tiempo de receso congresional.
c) Quedan excluidas de la posibilidad de presentación de proyectos algunas materias
taxativamente enumeradas; así, los referidos a la reforma de la constitución, a tratados
internacionales, a tributos, al presupuesto, y a la legislación penal.
57. — El congreso tiene la obligación de dictar la ley reglamentaria para el ejercicio de este
derecho.
La constitución prescribe pautas: esa ley requiere el voto de la mayoría absoluta sobre el total
de los miembros de cada cámara, y no puede exigir para ejercer la iniciativa más del 3% del
padrón electoral federal, debiendo contemplar dentro de esa cifra una adecuada distribución
territorial para la suscripción de la iniciativa.
Este último recaudo procura que en el 3% de los ciudadanos promotores del proyecto que se
presente no quede arbitrariamente excluida o discriminada —en relación con la totalidad del
territorio— la participación de zonas, regiones o provincias.
Conforme a la disposición transitoria tercera, la ley reglamentaria del art. 39 debía ser dictada dentro de los
dieciocho meses de sancionada la reforma de la constitución.
La ley 24.747.
Una vía pudo ser la de someter a consulta popular el proyecto, al modo como lo estipula la constitución de la
provincia de La Rioja.
b) El plazo constitucional de doce meses para que el congreso trate el proyecto, que de
acuerdo a la letra del art. 39 parece correr desde su presentación en la cámara de diputados, es
objeto de dilación en la ley; en efecto, su art. 11 le da inicio desde que la cámara lo admite, para
lo cual los arts. 8º y 10 exigen previamente una tramitación ante comisiones parlamentarias.
c) En esa previa tramitación, si la Comisión de Asuntos Constitucionales —que es la primera
llamada a intervenir después de la presentación del proyecto— lo rechaza, el art. 9º dice que no se
admitirá recurso alguno; queda la impresión de que acá se altera el deber de la cámara de tratarlo
dentro del lapso de doce meses, ya que el rechazo por la citada comisión bloquea definitivamente
—sin recurso alguno— la iniciativa.
d) El porcentaje de firmantes del proyecto que fija el art. 39 (3% del padrón federal) es un
tope y no un piso; el art. 4º de la ley reglamentaria lo ha reducido al 1,50%, que debe representar
como mínimo a seis distritos electorales, salvo que la iniciativa tenga alcance regional, en cuyo
caso el porcentual ha de obtenerse solamente sobre el total empadronado en la totalidad de
provincias que integran la región, sin considerar el número de distritos.
e) El art. 39 de la constitución ha acogido la iniciativa “formulada”, ya que el proyecto tiene
que presentarse articulado; el art. 5º de la ley 24.747 así lo reglamenta, estipulando requisitos.
La consulta popular.
60. — La norma arbitra dos clases de consulta: una vinculante, y otra no vinculante.
Para la primera, la iniciativa pertenece a la cámara de diputados, y tiene como objeto someter
un proyecto de ley al veredicto del pueblo. No dice de los “ciudadanos”, ni del “cuerpo electoral”,
y se nos suscita una duda: ¿cabría convocar a quienes no son ciudadanos y no integran el
electorado activo empadronado? Pensamos que no, porque en el léxico tradicional de la
constitución, el término “pueblo” siempre ha tenido en el sistema electoral el sentido alusivo que
restringe su aplicación semántica a quienes titularizan el derecho político de sufragio. (No
obstante, ver lo que decimos en el nº 15).
La ley reglamentaria.
62. — Por último, la norma del art. 40 queda sujeta a una ley del congreso que debe
reglamentar tres aspectos: a) las materias susceptibles de deferirse a consulta; b) los
procedimientos a seguir, y c) la oportunidad de realizarla.
Esta ley reglamentaria requiere, para su sanción, el voto de la mayoría absoluta sobre la
totalidad de legisladores de cada cámara.
63. — La ley reglamentaria no ha recibido plazo dentro del cual deba ser dictada, a diferencia
de lo que ocurre con la prevista en el art. 39.
Mientras dicha ley no exista ¿es viable que la consulta popular opere con la sola base del art.
40?
Muchas veces, en ocasión de cuestiones distintas, hemos dicho que cuando se dicta una norma nueva —
constitucional o legal— nunca es posible interpretarla de modo tal que la consecuencia aplicativa conduzca a un
resultado menos favorable o peor que el que se había logrado cuando dicha norma no existía. Tal vez, sin darnos
cuenta, estábamos usando el criterio de la irreversibilidad de los derechos, que lisa y llanamente impide retroceder
cuando se ha alcanzado algún plus de añadidura.
A la luz de este criterio, y tomando en cuenta que sin norma expresa de ninguna índole —ni
en la constitución, ni en la legislación— tuvimos por constitucionalmente ortodoxa la consulta
popular no vinculante del año 1984, habría que admitir que el art. 40 es operativo, y que por ende
la ausencia de ley reglamentaria no sería óbice para que, ajustándose estrictamente al diseño de
dicha cláusula, pudiera someterse al electorado un proyecto de ley.
64. — Queda por examinar si en la consulta popular rigen o no las prohibiciones que el art.
39 consigna para la iniciativa legislativa popular.
El art. 40 guarda silencio sobre el punto, pero entendemos que, no obstante la ausencia de
definición constitucional en tal sentido, tiene suficiente lógica suponer que las cinco materias que
no pueden ser objeto de iniciativa popular, tampoco pueden serlo de consulta popular (reforma
constitucional, tratados internacionales, tributos, presupuesto, y materia penal).
Es muy dudoso que la ley reglamentaria del art. 40 cuente con margen para añadir otras
cuestiones sustraídas a la consulta popular.
65. — Sea que la interpretación extienda —desde el art. 39— la prohibición de someter a consulta popular
una reforma constitucional, sea que admita la competencia del congreso para señalar las materias que se le
sustraen, estamos seguros de que una reforma de la constitución no puede ser objeto de consulta. Y esto con un
doble aspecto:
a) no es viable reemplazar al congreso en la declaración de necesidad de reforma y derivarla a consulta, para
después habilitar la instancia de la convención reformadora;
b) mucho menos lo es reemplazar las dos etapas de reforma (declaración de su necesidad por el congreso, y
enmiendas a cargo de la convención) por una consulta que abarque ambas cuestiones.
La rotunda negativa que formulamos se funda en lo siguiente:
a) cuando el congreso declaró la necesidad de reforma que luego se llevó a cabo en 1994, prohibió toda
modificación en los 35 primeros artículos de la constitución, lo que significa que la enmienda que incorporó al
nuevo art. 40 nunca puede usarse ni aplicarse para eludir el doble mecanismo del art. 30, que es la única norma
que sigue rigiendo el procedimiento de reforma;
b) aunque lo precedentemente dicho no fuera aceptado, siempre quedaría el argumento de que el art. 30 es la
norma específica que rige la reforma de la constitución, y que no puede proyectársele otra norma que no se halla
expresamente destinada a ese fin, porque de esa manera se estaría marginando a la norma especial.
66. — Si partimos del principio de que los derechos políticos son hoy un sector importante de
los derechos humanos, es imprescindible encarar la legitimación procesal para la tutela de los
derechos políticos. Lo que de inmediato se plantea —una vez aceptado que debe haber sujetos
legitimados— es a quiénes se reconoce esa legitimación. Por ahora contestamos que: a) a los
ciudadanos que titularizan derechos políticos; b) a los partidos políticos.
67. — Como tema previo, decimos que para que se invista de legitimación a determinados sujetos hace falta
que las cuestiones referentes a derechos políticos, al derecho electoral, y a los partidos políticos, se reputen
susceptibles de configurar causas justiciables. En efecto, si conforme a la anacrónica teoría de las “cuestiones
políticas” se sostiene que no provocan causa judiciable, de nada vale ocuparse de la legitimación procesal, ya que
lo que no se puede juzgar escapa a la jurisdicción, competencia y decisión del poder judicial y, por ende, nadie
puede pretender legitimación par articular judicialmente una pretensión que, por su no justiciabilidad, queda
retraída al poder judicial.
Tenemos personalmente conjugadas dos nociones básicas: a) las cuestiones que versan sobre
derechos políticos, sobre derecho electoral y sobre partidos políticos, son justiciables o, dicho al
revés, no son cuestiones políticas no justiciables; b) si son justiciables, requieren que se
reconozca legitimación procesal a determinados sujetos interesados en ellas que, ya adelantamos,
son: b’) los ciudadanos; b”) los partidos.
68. — Concurre una diversidad de argumentos para asentar la tesis antes resumida. Como
mínimo, entendemos que al día de hoy se puede citar:
a) En orden al derecho interno argentino: a’) la existencia en la jurisdicción federal de
tribunales del poder judicial “de la nación” con competencia electoral (juzgados federales de
1ª instancia, y la Cámara Nacional Electoral); a”) la dosis de “cuestión constitucional” que en la
mayoría de los casos se alberga en las cuestiones sobre derechos políticos, derecho electoral, y
partidos;
b) En orden al derecho internacional, hay que tener muy presente que una vez que tratados
internacionales sobre derechos humanos incorporados al derecho argentino e investidos de
jerarquía constitucional (Pacto de San José de Costa Rica y Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos) integran a los derechos políticos dentro del plexo de los derechos humanos,
esos mismos tratados obligan a arbitrar vías de acceso a la justicia para la determinación y el
amparo de los derechos políticos.
El derecho judicial.
69. — Sería extenso rastrear la jurisprudencia de la Corte en la materia, no obstante lo cual —en un
extracto— creemos que conviene puntualizar algunos casos en los que se debatían cuestiones referidas al derecho
electoral.
a) El 22 de abril de 1987, el tribunal decidió que no era inconstitucional el monopolio partidario de las
candidaturas, y lo hizo después que se había realizado el acto electoral para el cual el actor pretendía postularse
extrapartida-riamente, porque sostuvo que subsistía para él la legitimación y el agravio, ya que la periodicidad de
las elecciones y la vigencia de las normas que se impug-naban mantenían con actualidad el interés de obtener un
pronunciamiento judicial. (Caso “Ríos Antonio J.”).
b) En tanto acá se dictó un pronunciamiento a nuestro juicio acertado y correcto en materia de legitimación, el
fallo del 6 de julio de 1990 en el caso “Gascón Cotti Alfredo y otros” nos merece un juicio disvalioso. En lo que a
nuestro tema atañe, hay que recordar que en la causa se impugnaban aspectos vinculados a la reforma de la
constitución de la provincia de Buenos Aires, y que los actores eran ciudadanos convocados a votar en un acto
electoral de consulta popular vinculante sobre esa enmienda.
La Corte denegó la legitimación para accionar con el equivocado argumento de que los actores no investían
un derecho o interés que fuera distinto al de los demás ciudadanos electores, y en el cual derecho o interés directo
y concreto acreditaran sufrir una afectación particular.
Baste como brevísimo muestrario esta dualidad de criterio en el tema de la legitimación, sobre el cual el
derecho judicial no nos suministra un parámetro seguro y estable.
CAPÍTULO XXIV
LA SEGURIDAD JURIDICA Y
EL SISTEMA DE GARANTIAS Comentado [CM11]: Retomar aquí
I. LA SEGURIDAD. - Su concepto. - Las garantías constitucionales. - Las garantías y los derechos humanos. - El
derecho a la jurisdicción, hoy “derecho a la tutela judicial efectiva”. - La legimitación procesal. - Los tratados Comentado [CM12R11]:
internacionales con jerarquía constitucional. - II. LA “LEY” Y EL “JUICIO” PREVIOS EN MATERIA PENAL. - La
norma del artículo 18. - Aspectos constitucionales que irradia el principio de la ley previa. - A) La ley penal
“en blanco”. - B) El tipo penal ampliado por norma infralegales. - C) ¿Cuál es la ley “previa” y más
benigna” en el delito permanente?. - D) La ley previa y el cambio de su interpretación judicial por la Corte. -
E) La ultraactividad de la ley más benigna. -F) La ley previa en materia de prescripción penal. - G) Los
delitos del derecho internacional. - H) Sanciones de multa agravadas después del hecho sancionado. - El
proceso penal. - La prisión preventiva. - La duración del proceso. - La suspensión del juicio “a prueba”. -La
pena. - El proceso penal y la víctima del delito. -El error judicial. - El art. 108. - El juicio por “jurados”. - La
competencia “territorial” en el juicio penal. - Delitos contra el “derecho de gentes”. - La segunda instancia en
el juicio penal. - La “reformatio in pejus”. - El derecho judicial en materia de ley y juicio previos. - La
retroactividad y ultraactividad de la ley penal más benigna. - Los tratados internacionales de jerarquía
constitucional. - La prohibición de reiterar el enjuiciamiento penal por un hecho ya juzgado: el “non bis in
idem”. - Algunos aspectos constitucionales de la incriminación y la sanción penal. - La política criminal del
legislador. - Posibles inconstitucionalidades en el tipo penal y en la pena. - Los edictos policiales. - La teoría
de la insignificancia. - Las prohibiciones en materia penal. - La pena de muerte. - El cumplimiento de la
condena. - III. LA GARANTÍA DE LOS “JUECES NATURALES”. - Su concepto y alcance. - La sustracción de la
causa al juez natural. - La prohibición de “sacar”. - El derecho judicial en materia de sustracción de causas. -
El “juez natural” en los recursos judiciales ante tribunales de alzada. - Los fueros reales. - IV. LA INMUNIDAD
DE DECLARACIÓN Y DE ARRESTO . - V. EL DEBIDO PROCESO. - Su concepto y alcance. - La “duración” del
proceso. - El “exceso ritual”. - La defensa en juicio. - La sentencia. - La segunda instancia, o pluralidad de
instancias. - El debido proceso en sede administrativa. - Aplicación de la garantía del debido proceso al estado
en juicio. - VI. LA IRRETROACTIVIDAD DE LA LEY. - Su encuadre. - El derecho judicial en materia de
irretroactividad. - La sucesión y variación temporal de las leyes, y el derecho adquirido. - La irretroactividad en
materia administrativa. - La irretroactividad en materia fiscal. - La irretroactividad en materia procesal. - La
irretroactividad en materia laboral. - La irretroactividad en materia de seguridad social. - VI. EL ARTÍCULO 29. -
La incriminación constitucional. - Los poderes “tiránicos”. - Los autores del delito. - El art. 29 y el código
penal. - Los delitos constitucionales. - VII. EL DERECHO PROCESAL CONSTITUCIONAL. -
Su encuadre y contenido. - La instancia supraestatal
I. LA SEGURIDAD
Su concepto.
En su mensaje navideño de 1942, el Papa Pío XII dejó definido como derecho subjetivo el derecho
inalienable del hombre a la seguridad jurídica, consistente en una esfera concreta de derecho protegida contra
todo ataque arbitrario.
La seguridad jurídica implica una libertad sin riesgo, de modo tal que el hombre pueda organizar su vida
sobre la fe en el orden jurídico existente.
Definir la seguridad es difícil, pero su concepto nos endereza a la idea de que ha de ser posible prever
razonablemente con suficiente precisión, y sin sorpresivas irrupciones, cuáles han de ser las conductas de los
operadores gubernamentales y de los particulares en el marco estable del ordenamiento jurídico, así como contar
con adecuada protección frente a la arbitrariedad y a las violaciones de ese mismo orden jurídico.
Las garantías constitucionales.
En un sentido amplio se puede afirmar que la totalidad del ordenamiento jurídico garantiza las libertades y los
derechos; en un sentido más preciso hay garantía cuando el individuo tiene a su disposición la posibilidad de
movilizar al estado para que lo proteja, sea impidiendo el ataque, sea restableciendo la situación anterior al ataque,
sea procurando compensarle el daño sufrido, sea castigando al transgresor, etc.
4.— Es bueno destacar que en enfoques novedosos acerca de lo que se consideran garantías —como en el
caso de Iván Cullen y Oscar Puccinelli— aparecen como tales algunos derechos clásicos. Así, el “derecho” de
huelga es propuesto como una “garantía” con la que se defiende un plexo de derechos relacionados con el trabajo
(salario, condiciones laborales, etc.); y el “derecho” de rectificación y respuesta (réplica) como una “garantía”
protectora del derecho a la dignidad, a la intimidad, al honor, etc.
Fuera ya del ámbito de los derechos personales, y dentro del área del poder estatal, hay asimismo “garantías”
para el funcionamiento de los órganos del poder (por ej., las que clásicamente se han llamado inmunidades
parlamentarias; la irreductibilidad de las remuneraciones judiciales; la inamovilidad en el desempeño de cargos
públicos que tienen previsto un mecanismo especial para la remoción de quien los ocupa, etc.).
5. — El sistema de derechos exige reciprocidad en el sistema garantista. De poco o nada vale un buen
sistema de derechos si el sistema garantista no ofrece disponibilidad para que quien cree que debe defender un
derecho suyo cuente con las vías idóneas para acceder a la justicia. Y todavía más, es indispensable que también
se le depare la “llave” para ese acceso, que es la legitimación procesal que le permite articular su pretensión y
participar en el proceso para luego obtener decisión justa en la sentencia.
La Corte ha descalificado como arbitraria, por lesión al art. 18, la sentencia que impide al actor acudir a
alguna vía judicial para obtener una decisión útil, relativa a la situación planteada en autos.
Asimismo, en todas las etapas del proceso y respecto de todas las medidas posibles (por ej., las cautelares, las
probatorias, etc.), hace falta que el tribunal respectivo despliegue un correcto activismo judicial para la celeridad y
la eficacia de cada acto, en cada instancia, y en el eventual resultado final que deparará la sentencia.
Existe fecunda doctrina procesal que para apuntalar el derecho a la tutela judicial efectiva propicia la llamada
tutela “anticipatoria”, de modo que, trabada la litis en un proceso, el juez quede habilitado prudencialmente en
caso de urgencia para anticipar el resultado de la tutela pretendida, sin que ello importe prejuzgamiento sobre la
decisión definitiva.
Hay violación del derecho a la jurisdicción cuando un justiciable no puede demandar a una entidad extranjera
o internacional porque ésta tiene inmunidad absoluta y total de jurisdicción fuera de nuestro estado y dentro de él.
11. — Los llamados “métodos alternativos”, que están hoy de moda para acelerar la solución
de conflictos al margen del poder judicial, no pueden ser impuestos obligatoriamente en
reemplazo del proceso judicial.
La mediación prejudicial obligatoria exige como mínimo, para su constitucionalidad, que:
a) no dilate demasiado —en caso de fracasar la intervención del mediador— la promoción del
proceso judicial; y
b) también, a nuestro juicio, que la instancia de mediación y la persona del mediador no
pertenezca ni dependa —respectivamente— del poder ejecutivo, lo que presupone que su
organización y funcionamiento deben radicarse en el área misma del poder judicial.
12. — Es fácil sentar el principio de que es inconstitucional toda norma, sistema o medida que
cohibe la libertad de ejercer el “derecho” de accionar judicialmente; o que niega o desconoce,
paralelamente, la legitimación procesal para ejercerlo; o que paraliza o posterga la decisión
judicial oportuna; o que no contempla la desigualdad económica de las partes. Todo ello obliga a
ser cuidadoso en escrutar la suficiente razonabilidad de las normas o medidas por virtud de las
cuales se comprometen los aspectos a que acabamos de aludir.
Los órganos o tribunales a que se refiere el inc. a) deben ser los llamados “jueces naturales” a que alude el
art. 18 de la constitución. Tales órganos resuelven las pretensiones jurídicas a través del proceso judicial (que
latamente puede denominarse también juicio o causa judicial).
En estricto concepto y en buen lenguaje jurídico, no se debe decir que el justiciable acude al tribunal en
defensa de un “derecho” suyo (si hay o no un derecho, si tiene o no un derecho, se sabrá recién con la sentencia).
Ha de decirse en cambio que el justiciable acude al tribunal para que éste resuelva la “pretensión jurídica” que le
lleva aquél, en ejercicio del “derecho” a la tutela judicial.
De no existir normas procesales para un determinado proceso que, en un caso concreto, necesite tramitarse, el
tribunal debe integrar la carencia normológica para dar andamiento a dicho proceso. Así lo hizo la Corte, a falta de
ley, con el amparo en 1957 y 1958.
La legimitación procesal.
14. — Actualmente, vemos sin duda alguna que el derecho a la jurisdicción requiere para su
abastecimiento efectivo el reconocimiento de la legitimación procesal a favor de los justiciables
que pretenden acceder a las vías procesales para el reconocimiento y la tutela de sus derechos.
(Sobre la legitimación ver Tomo I, cap V, nos. 58 y 59 y cap. IX, acápite VI).
Bien puede decirse que el reconocimiento de la legitimación procesal equivale al
reconocimiento del llamado “status activus processualis”, o sea, una capacidad activa para
provocar y tramitar el proceso, y/o para intervenir en él, con la debida eficacia.
En el proceso penal, estamos seguros al afirmar que la víctima del delito —o sus familiares— deben
disponer de legitimación propia para intervenir, porque la circunstancia de que en los delitos de acción pública sea
el ministerio público el encargado de promoverla no puede ser óbice para que, con título personalmente subjetivo,
también participe quien ha sufrido daño en un bien jurídico suyo que se halla penalmente tutelado.
15. — Tanto el Pacto de San José de Costa Rica como el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos contienen, con fórmulas normativas propias de cada uno, el derecho que
nosotros llamamos “a la jurisdicción”, o el acceso a la justicia. El despliegue minucioso de sus
plúrimos aspectos aparece cuidadosamente propuesto. Cabe citar en el primero de los tratados
mencionados sus arts. 7, 8 y 25; en el segundo, los arts. 2, 9 y 14.
La Convención sobre Derechos del Niño abre otro dispositivo importante, dentro del cual
destacamos que el art. 12.2 le garantiza ser escuchado en todo procedimiento judicial que lo
afecte.
La Convención sobre Discriminación Racial incluye el derecho a la igualdad de trato ante los
tribunales y obliga a asegurar recursos efectivos ante los tribunales internos (arts. 5 y 6).
La Convención sobre Discriminación de la Mujer dispone establecer a su favor, en forma
igualitaria con el varón, la protección de sus derechos por conducto de los tribunales internos (art.
2 c), y a dispensarle con la misma igualdad el trato en todas las etapas del procedimiento judicial
(art. 15.2).
Algunas garantías específicas que guardan nexo con el derecho a la jurisdicción aparecen en
la Convención contra la Tortura.
16. — “Ningún habitante de la nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley
anterior al hecho del proceso”. Se trata de una garantía reservada al proceso penal
exclusivamente. Configura también una prohibición acerca de la retroactividad de la ley pe-
nal, a tono con el adagio liberal de “nullum crimen, nulla poena sine lege”: no hay delito ni pena
sin ley penal anterior.
Desglosamos el sentido de la norma.
a) Ha de existir una ley dictada por el congreso federal antes del “hecho”; en materia penal, la
competencia legislativa es exclusiva del congreso (art. 75 inc. 12) y prohibida a las provincias
(art. 126). Esta ley debe: a’) hacer descripción del tipo delictivo; el tipo legal concreta el ilícito
penal; a’’) contener la pena o sanción retributiva.
La afirmación de que no hay delito ni pena sin ley quiere decir que nadie puede ser condenado sin ley
incriminatoria que cree el tipo delictivo y que adjudique la pena consiguiente; si hay descripción del delito pero no
hay pena atribuida legalmente, no puede haber condena; los delitos que carecen de pena no fundan
constitucionalmente la posible sanción penal.
En el caso “Cotonbel S.A.” del 17 de setiembre de 1992 la Corte dio el parámetro de la legalidad penal
sosteniendo que “para que una norma armonice con el principio de legalidad es necesario que, además de describir
la conducta reprochable, establezca la naturaleza y límites de la pena, de modo tal que al momento de cometer la
infracción su eventual autor esté en condiciones de representarse en términos concretos la sanción con la que se lo
amenaza”.
En esto se basa la irretroactividad de la ley penal: cuando al tiempo de llevarse a cabo una conducta humana
no hay ley que contenga la descripción de un tipo penal con el que esa conducta coincida, y que a la vez adjudique
pena, no hay delito ni puede haber condena.
c) Existente la ley con las características referidas, es menester el juicio previo a la condena.
Nadie puede ser penado o condenado sin la tramitación de un juicio durante el cual se cumplan
las etapas fundamentales requeridas por el “debido proceso” legal. Esas etapas en el juicio penal
son: acusación, defensa, prueba y sentencia.
La Corte Suprema ha dado jerarquía constitucional (incluso para aplicarlo en la jurisdicción penal de los
tribunales militares) al principio de que no puede haber condena penal sin acusación fiscal.
d) La sentencia en el juicio penal debe estar fundada en ley, y en la ley a que hemos hecho
referencia en los incisos a) y b).
17. — Hasta tanto recae sentencia firme de condena, toda persona tiene derecho a la
presunción de inocencia. Es éste un derecho implícito que aun no formulado en la constitución
formal —pero sí en algunas constituciones provinciales—, merece reconocimiento. Actualmente,
está incorporado a nuestro derecho por la Convención de San José de Costa Rica, por el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y por la Convención sobre Derechos del Niño.
El derecho a la presunción de la inocencia se viola por el indulto anticipado, o sea, por el que se dispone
mientras pende el proceso penal sin consentimiento o solicitud del procesado; y ello porque si el indulto debe
recaer sobre una “pena” impuesta a persona determinada, mientras no hay sentencia no hay ni puede haber pena,
no siendo tal la que genérica y abstractamente prevé la ley.
Parece razonable afirmar —asimismo— que toda persona imputada de delito (que, como tal, tiene derecho a
que una sentencia defina su culpabilidad o su inocencia) debe disponer de legitimación para oponerse a que se la
sobresea definitivamente por prescripción de la acción penal, y a requerir un pronunciamiento de mérito que la
condene o que la absuelva.
19. — La ley penal en blanco se caracteriza por establecer la sanción para un determinado hecho acerca del
cual es menester dictar otra norma especificadora. Ejemplos teóricos podrían ser aproximadamente los siguientes:
sanción penal determinada para quien viola “las medidas que dicte la autoridad competente” con el fin de impedir
la introducción o propagación de una epidemia, o sanción penal determinada para quien consume o trafica
“estupefacientes cuyo uso prohíbe la autoridad competente”.
En ambos puntos decimos lo siguiente: a) la norma complementaria siempre debe ser anterior al hecho
punible; b) esa norma no requiere necesariamente ser una ley, pero si quien queda habilitado para dictarla es el
poder ejecutivo o un organismo administrativo, la ley penal en blanco debe fijarle con precisión los contornos.
Con estas aclaraciones se comprende que la norma que completa a la ley penal en blanco integra el tipo penal.
Por eso decimos que quienquiera sea, según el caso, el autor de esa norma, ésta debe ser anterior al hecho punible,
porque de lo contrario faltaría el recaudo constitucional de la ley “previa” (en cuanto a incriminación y sanción)
para fundar la condena.
20. — Es inconstitucional por violar el principio rígido de legalidad penal toda decisión administrativa que
extiende una incriminación legal a conductas no incluidas en la ley.
En efecto, si la ley penal es ampliada por normas infralegales que le incorporan una incriminación no
contenida en la ley, tal ampliación carece de ley previa, porque emana de una norma que no es ley.
21. — Hay un problema que entremezcla el tema de la ley penal “previa” y de la ley penal
“más benigna” cuando se trata de un delito permanente. ¿Qué ley debe aplicársele?
Hay enfoques que consideran que si durante el tiempo de consumación del delito permanente
sobreviene una nueva ley más severa que la existente cuando se comenzó a delinquir, hay que
aplicar la ley más severa que está en vigor cuando concluye la consumación de la conducta
delictuosa.
Personalmente contestamos rotundamente que no es posible. Y en esta imposibilidad
confluyen dos razones: a) la ley más gravosa que es ulterior al momento en que se inició la
conducta delictuosa aparece “mientras” se está delinquiendo, pero no es “anterior” al momento en
que se empezó a delinquir, ni estaba vigente “desde antes” de ese momento; por eso no es ley
“previa”; b) la ley que estaba en vigor cuando se comenzó a delinquir es, además de la ley
“anterior” al delito, la ley penal más benigna.
22. — En el ámbito de las leyes penales y de las sentencias recaídas en el proceso penal por aplicación de
esas normas, sobreviene un tema importante para el derecho constitucional. Lo proponemos así: cuando en un
momento determinado la Corte Suprema declara inconstitucional una norma penal, dicha norma no se le aplica al
que en ese proceso le alcanza tal pronunciamiento; cuando posteriormente la jurisprudencia de la Corte cambia
respecto de esa misma norma y la declara constitucional, hay que ver qué ocurre con los procesados que
“delinquieron” mientras estaba vigente la jurisprudencia declarativa de inconstitucionalidad, pero que alcanzaron
la instancia extraordinaria de la Corte después del aludido cambio.
Se nos hace muy claro que el “derecho penal” no es solamente la “ley” penal, sino la “ley” penal más la
“interpretación” judicial de esa ley hecha por la Corte. Entonces, si la ley penal debe ser anterior al delito,
entendemos que en esa anterioridad hay que sumar la norma legal y su interpretación judicial.
Se introduce a la vez en la cuestión el problema de la igualdad. Si quienes delinquieron y obtuvieron
sentencia cuando la Corte consideraba inconstitucional la ley que incriminaba el delito cometido no pudieron ser
condenados por aplicación de esa ley, todos cuantos delinquieron en el mismo lapso han de merecer idéntico
tratamiento judicial, aunque a la fecha posterior de sentenciarse sus causas la jurisprudencia sea la opuesta. En
consecuencia, concurren razones para la tesis que postulamos: el principio de la ley previa (integrada la ley con la
jurisprudencia); el de mayor benignidad; y el de igualdad.
La Corte Suprema no ha admitido el criterio propiciado por nosotros.
23. — Cuando después de cometido el delito sobreviene una ley que a su respecto es más severa que la
vigente al momento de consumarse, se dice que hay que otorgar ultraactividad a la ley anterior más benigna. Pero
como tal ley más benigna era la que estaba en vigor al momento de delinquir, lo que en realidad debe afirmarse
para aplicarla ultraactivamente es que dicha ley ha sido la anterior o previa al hecho delictuoso.
Por ende, la ultraactividad de la ley más benigna es un caso de aplicación del principio constitucional de la
ley previa, y ninguna ley podría esquivarlo. (Ver los nº 49 y 50).
25. — Sin embargo, hemos conocido un caso sui generis en que, excepcionalmente, juegan otras pautas
constitucionales. Para extraditar a un criminal de guerra nazi hemos aceptado, a efectos de conceder dicha
extradición por parte de Argentina, la aplicación de una ley extranjera posterior al delito que dispuso la
imprescriptibilidad del mismo, por tratarse de delitos de lesa humanidad contra el derecho de gentes.
Esta excepción tiene un fundamento constitucional porque nuestro art. 118 hace remisión al derecho de
gentes en materia penal, lo que significa que una ley extranjera sobre prescripción penal que se ha dictado después
de cometido el delito contra el derecho de gentes para disponer la imprescriptibilidad, no se opone a ese mismo
derecho de gentes al que da recepción el citado art. 118.
26. — El tema alude a delitos que el derecho internacional califica como de lesa humanidad
(por ej., tortura, genocidio y, en algún sentido, la discriminación racial).
Después que la reforma de 1994 ha conferido jerarquía constitucional a los tratados de
derechos humanos previstos en el art. 75 inc. 22, la situación que se plantea en orden al requisito
de “ley” previa que tipifique y que sancione la conducta delictuosa, es necesario a nuestro juicio
entender lo siguiente:
a) cuando el tratado describe claramente una conducta típica como delictuosa, el requisito de
la “ley previa” está abastecido, porque tal “ley” es la norma del tratado constitucionalmente
jerarquizado (o sea, equivale a una norma de la constitución);
b) como el tratado no establece la sanción penal, hace falta una ley interna también previa al
hecho, que fije la pena; y b’) el estado está obligado a dictar esa ley sancionatoria.
Los dos tratados con jerarquía constitucional en materia penal (que son las convenciones sobre la tortura y
sobre el genocidio) contienen tipificación de conductas delictuosas que abastecen la necesidad de la “ley previa”,
y obligan a dictar la ley interna que establezca la pena para cada delito incriminado directamente en el tratado.
27. — En materia de multas tenemos convicción de que en épocas inflacionarias una ley posterior al hecho
sancionado no permite establecer la actualización del monto de las multas, porque aun cuando se diga que de ese
modo el mecanismo de ajuste tiende a mantener el mismo valor económico de la multa originaria, la elevación del
monto “nominal” de la misma implica un agravamiento de la sanción por ley posterior al hecho infractor, con lo
que se viola el principio de la ley previa.
El proceso penal.
28. — El proceso penal no debe ser entendido como instrumento para penar, sino “para
conocer si se debe penar o no”.
a) En el origen del proceso penal hay una serie de actos que tienden a darle vida a ese proceso con el ejercicio
de la jurisdicción. Esa primera actividad que se pone en ejercicio se llama persecutoria. Esta etapa preparatoria
tiende a reunir los elementos de juicio en torno de un delito, para luego acusar a quien aparece como autor del
mismo.
b) Después, es necesario que el ministerio fiscal ejerza la acción penal con la que delimite el
objeto del proceso.
En los delitos de acción pública, tenemos dicho que la circunstancia de que el ministerio público titularice la
acción penal, no puede ni debe obstar a que se reconozca a la víctima del delito la legitimación procesal para
querellar (ver nº 14).
Este criterio queda avalado por el informe 28/92 de la Comisión Interameri-cana de Derechos Humanos que,
con referencia a casos argentinos acusados ante ella por violaciones a los derechos de acceso a la justicia y a la
protección judicial (arts. 8 y 25 del Pacto de San José de Costa Rica), sostuvo que el acceso a la jurisdicción por
parte de la víctima de un delito en los sistemas que, como el argentino, lo autorizan, configura un derecho
fundamental de la persona y cobra particular importancia en tanto impulsor y dinamizador del proceso criminal.
(Ver el nº 58 de este capítulo).
c) Es menester completar la imagen global con un perímetro más amplio, en el cual se integre:
c’) el principio de bilateralidad, de contradicción o de congruencia que, en el proceso penal,
exige la plena legitimación procesal del imputado de delito, y la cobertura a su favor del debido
proceso y la defensa en juicio; c’’) concordantemente, ese mismo principio impide excluir al
fiscal de su ineludible intervención, atento la legitimación activa que ostenta para promover la
acción pública.
La prisión preventiva.
29. — La llamada libertad procesal durante el proceso penal, cualquiera sea la forma y el
nombre que le asigne la ley (eximición de prisión, excarcelación, etc.) puede fundarse
constitucionalmente porque toda persona tiene derecho a su libertad corporal y ambulatoria
mientras una sentencia firme en su contra no haga cesar su presunción de inocencia; por eso, la
privación precautoria de esa libertad sólo debe motivarse en suficientes razones preventivas y
cautelares que guarden relación con el fin del proceso penal y el descubrimiento de la verdad.
No obstante, mientras pende el proceso penal es viable la privación de libertad del imputado
como una medida cautelar en tanto concurran motivos razonables, y el lapso de detención también
lo sea.
30. — El Pacto de San José de Costa Rica establece que toda persona detenida o retenida tendrá derecho a
ser juzgada dentro de un plazo razonable o a ser puesta en libertad, sin perjuicio de que continúe el proceso, y de
que su libertad se condicione a garantías que aseguren su comparecencia en juicio (art. 7.5).
Norma similar hallamos en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que, además, consigna que
la prisión preventiva no debe ser la regla general (art. 9.3).
En el caso “Jorge Alberto Giménez” (nº 11.245) el informe nº 12/96 de la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos resolvió que la prolongada privación de libertad sin condena en perjuicio de Giménez
constituyó una violación por parte de la República Argentina al Pacto de San José de Costa Rica (la persona había
sido detenida en setiembre de 1989, y declarada culpable por sentencia de setiembre de 1993, confirmada en
segunda instancia el 14 de marzo de 1995).
31. — La ley 24.390 fija plazos para otorgar la libertad bajo caución durante el proceso y, correlativamente,
los lapsos durante los casos el acusado penalmente puede permanecer detenido a las resultas de la causa. Dicha ley
se autodefine como reglamentaria del art. 7.5 del Pacto de San José de Costa Rica, que condiciona esa privación
de libertad a un plazo razonablemente breve.
La Corte Suprema, en el caso “Bramajo Hernán Javier” del 12 de setiembre de 1996, sostuvo que —conforme
a la interpretación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en su informe 10.037 sobre Argentina,
del año 1989— el Pacto de San José no impide que los estados parte establezcan tiempos de detención sin
juzgamiento, porque lo que prohíbe es que tales plazos se apliquen de modo automático sin valorar las
circunstancias de cada caso, por lo que el plazo razonable se relaciona con la gravedad del delito imputado y los
elementos fácticos de la causa.
(El informe de 1989 que cita el fallo recayó en la denuncia formulada ante la Comisión Interamericana por
Mario Firmenich, que fue desestimada).
32. — El proceso penal debe ajustarse, como todo proceso, a una duración razonable
conforme a la naturaleza de la pretensión jurídica que en él se tiene que resolver al dictarse la
sentencia.
El derecho judicial de la Corte Suprema tiene acuñado el siguiente standard orientativo: “Esta Corte ha dicho
reiteradamente que la garantía constitucional de la defensa en juicio incluye el derecho de todo imputado a obtener
un pronunciamiento que, definiendo su posición frente a la ley y a la sociedad, ponga término del modo más breve
a la situación de incertidumbre y de restricción de la libertad que comporta el enjuiciamiento penal. Así, el
principio de progresividad impide que el juicio criminal se retrotraiga a etapas ya superadas, pues los actos
procesales se precluyen cuando han sido cumplidos observando las formas legales. Tanto dicho principio, como el
de preclusión, reconocen su fundamento en motivos de seguridad jurídica y en la necesidad de lograr una
administración de justicia rápida dentro de lo razonable, evitando así que los procesos se prolonguen
indefinidamente; pero además —y esto es esencial— atento a que los valores que entran en juego en el juicio
penal, obedecen al imperativo de satisfacer una exigencia consubstancial con el respeto debido a la dignidad del
hombre, cual es el reconocimiento del derecho que tiene toda persona a liberarse del estado de sospecha que
importa la acusación de haber cometido un delito, mediante una sentencia que establezca de una vez para siempre,
su situación frente a la ley penal (Fallos, 272-188; 297-48; 298-50 y 312; 300-226 y 1102: 305-913; 305-1705,
entre otros).”
El juicio en plazo razonable viene aludido en el Pacto de San José de Costa Rica (arts. 8.1 y
7.5.) y el derecho a ser juzgado sin dilaciones indebidas en el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos (art. 14.3 c). Norma similar sobre enjuiciamiento penal sin demora aparece en
la Convención sobre los Derechos del Niño (art. 40.2 b, III).
33. — La ley 24.316 incorporó al código penal los arts. 76 bis, 76 ter, y 76 quarter, estableciendo el beneficio
de la “suspensión del juicio a prueba” (o “probation”), que puede culminar con la extinción de la acción penal.
El tema se relaciona con el derecho que la persona imputada de delito tiene a obtener una sentencia que, en
tiempo razonable, defina su situación y ponga término al período de sospecha. Podría imaginarse que si el juicio
penal se suspende “a prueba” y, eventualmente, la suspensión no queda sin efecto y, al contrario, se opera la
extinción de la acción, el imputado no alcanzará aquella sentencia definitiva. ¿Hay incompatibilidad
inconstitucional entre una cosa y otra?
Creemos que la suspensión del juicio a prueba, a requerimiento del imputado, exhibe razonabilidad suficiente
dentro de la política criminal propia del legislador, y que por ende no implica —en el aspecto antes señalado—
violación ni contradicción respecto de los derechos y garantías que deben respetarse en el proceso penal.
La pena.
34. — Hay tendencia marcada a interpretar que, en materia penal, nuestra constitución presupone
implícitamente el principio de que “no hay pena sin culpabilidad”, o sea, que la atribución de una pena requiere
que el sujeto condenado haya ejecutado culpablemente un acto prohibido.
Por ende, sería inconstitucional la presunción de que la sola comprobación de una conducta adecuada a un
tipo penal acredita la culpabilidad del autor. La culpabilidad debe probarse, incluso por imperio de la presunción
de inocencia.
El derecho judicial de la Corte ha establecido que es requisito ineludible de la responsabilidad penal, la
positiva comprobación de que la acción ilícita pueda ser atribuida al procesado, tanto objetiva como
subjetivamente.
35. — Es menester señalar que la constitución presta base al principio de personalidad de la pena, en cuanto
el art. 119 (que tipifica el delito de “traición contra la nación”) dice que la pena a fijarse para él por el congreso no
pasará de la persona del delincuente, ni la infamia del reo se transmitirá a sus parientes de cualquier grado.
36. — La política criminal y el derecho penal necesitan ocuparse de la víctima del delito y asumir su tutela
jurisdiccional más allá del aspecto estricto de búsqueda y sanción del delincuente.
Esto significa que el proceso penal, sin perder su finalidad central de conocer si debe o no debe punirse al
presunto autor de una conducta delictuosa, ha de extender la jurisdicción al logro de aquella protección al
damnificado por el delito. Y ello aunque la acción penal se haya extinguido, porque la jurisdicción penal puede —
según cada caso— subsistir como remanente al margen de aquel objetivo sancionatorio, por ejemplo, para arrimar
datos y respuestas a familiares de víctimas desaparecidas, torturadas o fallecidas.
El error judicial.
37. — El Pacto de San José de Costa Rica reconoce en su art. 10 el derecho de toda persona a
ser indemnizada si ha sido condenada en sentencia firme por error judicial. El Pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos, con fórmula más detallista, también lo prevé en su art. 14.6.
Ambos tratados aluden a este derecho “conforme a la ley”, expresión que a nuestro criterio no
implica negar ni condicionar la operatividad de las respectivas normas internacionales.
El Pacto de Derechos Civiles y Políticos, además, contempla la reparación para toda persona
que ha sido ilegalmente detenida o presa.
El derecho al que hacen viable los dispositivos citados se hace cargo del llamado daño a la
persona (ver cap. XVI, nº 23).
Nuestra Corte entiende que la responsabilidad del estado por error judicial solamente puede
prosperar cuando el acto judicial originante del daño es declarado ilegítimo y dejado sin efecto, ya
que hasta ese momento subsiste la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada, a la que
previamente hay que remover (sentencia de junio 14 de 1988 en el caso “Vignoni Antonio S.”).
38. — No es aventurado proponer que, por relación con el derecho a reparación judicial, también debe
indemnizarse el daño a la persona que ha soportado detención preventiva y luego ha sido absuelta o sobreseída
definitivamente. Reconocer tal derecho no es incompatible con la afirmación de que, por imperio de su deber de
administrar justicia, el estado puede lícitamente imponer durante el proceso penal una privación razonable de
libertad por tiempo limitado.
El art. 118.
41. — El art. 118 sigue diciendo que la actuación de estos juicios (criminales) se hará en la
misma provincia donde se hubiere cometido el delito. Es la regla que se conoce como “forum
delicti commissi”, o sea, la que obliga a que la competencia de los tribunales penales esté
determinada territorialmente por el lugar donde se cometió el hecho delictuoso.
El derecho judicial de la Corte Suprema interpretó que la competencia territorial según el
lugar del delito rige para los juicios que deben tramitar en tribunales provinciales, pero cuando se
sustancian ante tribunales federales la competencia territorial no queda constitucionalmente
impuesta.
Asimismo, tiene dicho que la garantía de la defensa en juicio no exige necesariamente que los
procesos penales se radiquen en el mismo lugar de comisión del delito.
En discrepancia, consideramos que: a) la norma del art. 108 sobre competencia territorial
tiene el carácter de una garantía para el justiciable en el proceso penal: b) la defensa en juicio
impide que un tribunal juzgue delitos con competencia territorial en todo el país; c) la jurisdicción
penal de los tribunales federales debe dividirse razonablemente en forma territorial por imperio
del mismo art. 118.
42. — La última parte del art. 118 estipula que si el delito se comete fuera de los límites del
territorio argentino, “contra el derecho de gentes”, el congreso debe determinar por ley especial
el lugar en que se ha de seguir el juicio.
De esta cláusula inferimos que: a) si el delito contra el derecho de gentes ha sido perpetrado
fuera de nuestro estado, nuestros tribunales pueden conocer de él según una ley del congreso que
establezca en qué lugar ha de sustanciarse el proceso penal; b) a la inversa, por relación analógica,
si el delito contra el derecho de gentes se ha cometido en nuestro territorio, ha de admitirse que
puede existir jurisdicción a favor de un tribunal extranjero (ya que no sería congruente pensar que
un tribunal argentino tuviera competencia para juzgar en nuestro estado un delito contra el
derecho de gentes cometido fuera de su territorio, y que un tribunal extranjero careciera de
competencia similar para juzgar en otro estado un delito contra el derecho de gentes cometido en
el nuestro).
Conforme a lo dicho, en el caso de delitos contra el derecho de gentes cometidos fuera del territorio de
nuestro estado no rige el principio de la competencia territorial.
44. — Conforme al Pacto de San José de Costa Rica, entendemos que la doble instancia es
obligatoria en el proceso penal, porque su art. 8.2 h, consigna el “derecho de recurrir del fallo
ante juez o tribunal superior”.
También el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos obliga a la doble instancia, y
aunque las formulaciones normativas de un tratado y otro no son iguales en este punto, creemos
que el derecho a recurrir viene previsto a favor del inculpado de modo necesario, pero no a favor
del ministerio fiscal, cuya legitimación para apelar puede derivar de la ley interna. Asimismo,
entendemos que la revisión mediante el recurso obligatoriamente disponible debe ser amplia, y no
de extensión limitada.
Sin embargo, nuestra Corte interpretó en el caso “Jáuregui Luciano”, del año 1988, que el
recurso extraordinario —pese a su limitación— dejaba cumplido el recaudo del derecho a recurrir
ante tribunal superior, jurisprudencia felizmente abandonada en el caso “Giroldi, H.D. s/recurso
de casación”, del 7 de abril de 1995, que dio curso a la pauta de que la instancia recursiva tiene
que existir al margen del recurso extraordinario a través de la vía (conforme al caso resuelto en
ese fallo) ante la Cámara Nacional de Casación Penal.
La “reformatio in pejus”.
La prohibición de la “reformatio in pejus” —en cuanto garantía constitucional— obedece a varios principios:
a) si toda sentencia debe limitarse a resolver las pretensiones articuladas por las partes en el proceso para satisfacer
el principio de congruencia, el tribunal de alzada no puede agravar la condena porque carece de pretensión en tal
sentido; b) si ningún tribunal puede actuar sin jurisdicción, el tribunal de alzada tampoco puede agravar la
condena, porque la jurisdicción que inviste no le ha sido provocada con ese fin, sino que ha quedado limitada a la
materia del recurso que peticiona su disminución; c) si toda sentencia no recurrida queda firme y se abroquela en
la fuerza de la cosa juzgada, el tribunal de alzada no puede agravar la condena porque, a falta de recurso
interpuesto para ese fin, la imposición de una condena mayor afecta el derecho adquirido en la instancia inferior
firme por el condenado a que su sanción penal no se aumente.
46. — Algunas aplicaciones de la prohibición de “reformatio in pejus” son: a) la sentencia de alzada debe
referirse al mismo hecho y a las mismas personas del proceso; pero b) respetado esto, puede cambiar la
“calificación legal” del hecho delictuoso cuando no perjudica; c) sin recurso acusatorio no se puede agravar el
“modo” de cumplimiento de la condena, ni agregar penas accesorias.
El principio prohibitivo rige no sólo para la sentencia definitiva, sino también para las resoluciones sobre
excarcelación, prisión preventiva, etc.
Se duda si, mediando recurso fiscal, el tribunal de alzada puede aplicar una pena mayor que la pedida por el
ministerio público. La Corte a veces lo ha admitido, pero hay doctrina discrepante.
Entendemos que no es posible porque falta la pretensión punitiva para agravar.
47. — Se puede ahora observar que el principio prohibitivo de la “reformatio in pejus” juega a favor y en
protección de la defensa del imputado o procesado. (Por eso, si el procesado no apela y consiente la condena de
primera instancia, pero apela el fiscal para agravarla, el tribunal de alzada puede absolver o disminuir la pena,
porque con eso “beneficia” —y no perjudica— al procesado).
El derecho judicial en materia de ley y juicio previos.
48. — Hecha la exégesis del art. 18, veamos cómo funciona en el derecho judicial que emana
de la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema su lineamiento básico.
a) La Corte insiste en que la configuración de un delito, por leve que sea, debe surgir de una ley del congreso.
Igualmente la represión o pena del delito. La “ley anterior” del art. 18 exige indisolublemente la doble precisión
del hecho punible y de la pena a aplicar. Las sanciones penales no pueden ser creadas por decreto del poder
ejecutivo ni por edictos policiales.
La Corte tiene dicho que el legislador no puede delegar simplemente en el poder ejecutivo o en reparticiones
administrativas la total configuración de los delitos ni la libre elección de las penas, porque ello importaría la
delegación de facultades que son por esencia indelegables.
En cambio, admite la legislación provincial sobre faltas y contravenciones, que traducen el ejercicio del
llamado “poder de policía” local.
Los edictos policiales necesitan aprobación legislativa.
b) El juicio previo requiere, por principio, su sustanciación ante un tribunal de justicia, o por lo menos, la
posibilidad de recurrir a él antes de ser penado. Si la imposición de pena se encomienda a un órgano de la
administración sin ulterior control judicial suficiente, hay agravio a la constitución. Sólo los jueces pueden, en
última instancia, decidir la aplicación de sanciones penales.
La revisión judicial procede, según el derecho judicial de la Corte, aun respecto de sanciones menores
aplicadas por la autoridad administrativa (por ej., policial) en materia de contravenciones y es inconstitucional la
norma que la impide, por violación a la garantía del art. 18.
Las formas sustanciales del juicio penal son, para la Corte, las que ya hemos señalado: acusación, defensa,
prueba y sentencia. Veámoslo: b’) faltando la acusación, la sentencia se considera dictada sin jurisdicción; b’’) la
asistencia profesional es parte del debido proceso y del derecho de defensa; b’’’) basta que la oportunidad de ser
oído y ofrecer prueba sea anterior al pronunciamiento final; b’’’’) el principio de progresividad en el juicio penal
impide que éste se retrotraiga a etapas ya superadas, porque los actos procesales se precluyen cuando se han
cumplido observando las formas legales, salvo supuesto de nulidad; b’’’’’) debe reputarse incluido en la garantía
de defensa en juicio el derecho de todo imputado a obtener —luego de un juicio tramitado en legal forma— un
pronunciamiento que ponga término, del modo más rápido posible, a la situación de incertidumbre y de innegable
restricción de la libertad que comporta el enjuiciamiento penal.
El principio que el derecho judicial de la Corte tiene acuñado en el sentido de que la celeridad razonable del
proceso penal impide retrocesos que lo hagan volver a etapas ya cumplidas y precluidas, no se aplica
excepcionalmente cuando la retrogradación es necesaria para subsanar nulidades fundadas en la inobservancia de
las formas sustanciales del proceso penal.
c) Cuando media acusación sobre un hecho concreto, se violan las garantías del proceso penal si: c’) se
condena por un hecho diferente del que ha sido objeto de acusación y prueba; c’’) se aplica de oficio una pena
distinta, o accesoria, que implica condenar por cuestiones no incorporadas al juicio.
No hay violación si: c’’’) el tribunal excede la medida de la pena requerida por el ministerio público, pero
siempre dentro de los límites del hecho que es objeto de acusación y prueba, y del tope condenatorio fijado por la
ley penal; c’’’’) el tribunal cambia la calificación legal del hecho acusado, respecto de la efectuada por el
ministerio público, siempre que la calificación verse sobre el mismo hecho del proceso.
d) En cuanto a las sentencias condenatorias que dictan los jueces, la Corte afirma que el deber de éstos radica
en precisar las figuras delictivas que juzgan, con plena libertad y exclusiva subordinación a la ley, sin más
limitación que la de restringir el pronunciamiento a los “hechos” que constituyen la materia de la acusación y del
juicio penal.
c) Respecto de sanciones privativas de la libertad corporal que por su duración equivalen a “penas”, la Corte
ha considerado que su aplicación por faltas o contravenciones no puede estar a cargo de organismos
administrativos con función jurisdiccional que carecen de posible revisión judicial.
Cuando la vía legal recursiva existente no satisface el control judicial suficiente y la sanción aplicada es
privativa de la libertad, procede su impugnación mediante el habeas corpus.
f) En el caso “V., E.C.y otra”, del 21 de abril de 1988, la Corte —al declarar mal concedido un recurso
extraordinario— consideró que no es inconstitucional la norma penal (art. 14 del código respectivo) que prohíbe
conceder la libertad condicional al reincidente.
g) El derecho judicial tiene construido el standard de que no puede interponer recurso extraordinario ante la
Corte quien se halla prófugo de la justicia en una causa penal. Y alude a que aquél que con su conducta
discrecional ha desconocido garantías constitucionales, no está en condiciones de invocar su protección a favor
suyo.
Estamos en desacuerdo con esta pauta porque, sencillamente, toda denegación de la legitimación procesal
para acceder a la justicia o para intervenir en un proceso que razonablemente atañe a la persona, o a su derecho de
articular pretensiones, se nos ocurre claramente inconstitucional.
La retroactividad y ultraactividad de la ley penal más benigna.
49. — Queda por tratar el caso de la ley penal más benigna, sobre el cual la constitución nada
dice. La norma que torna retroactiva a la ley penal más benigna surge del código penal, cuyo art.
2º establece que “si la ley vigente al tiempo de cometerse el delito fuere distinta de la que existía
al pronunciarse el fallo o en el tiempo intermedio, se aplicará siempre la más benigna. Si durante
la condena se dictare una ley más benigna, la pena se limitará a la establecida por esa ley. En
todos los casos del presente artículo, los efectos de la nueva ley se operarán de pleno derecho”.
Limitándonos al aspecto constitucional, entendemos que en la norma transcripta están
contenidos dos principios: a) el de retroactividad de la “nueva” ley penal más benigna; b) el de
ultra-actividad de la ley “anterior” más benigna.
En el derecho judicial, la Corte ha dicho que la aplicación retroactiva de la ley penal más
benigna —que surge del citado art. 2º del código penal— no tiene fundamento constitucional ni se
relaciona con el art. 18 de la constitución.
Con la reforma de 1994 esta pauta judicial ha decaído para ser reemplazada por las normas
pertinentes de tratados internacionales con jerarquía constitucional (ver nº 53).
En nuestro derecho interno es posible —y así lo entendemos— considerar como ley penal más benigna no
sólo a la que resulta más leve en cuanto al tipo penal o a la sanción penal, sino también a la que es más suave en
orden a otras cuestiones penales (eximentes, causas de justificación, de inimputabilidad, plazos de extinción de la
acción penal, etc.).
50. — Como según el derecho judicial el principio de retroactividad de la ley penal más benigna no surge de
la constitución sino de la ley (art. 2º del código penal) la Corte sostuvo que es posible restringir la aplicación
retroactiva de la ley penal más benigna al supuesto de estar el condenado cumpliendo la condena, y no extender
esa aplicación a supuestos en que la condena ya ha sido cumplida (caso “E., N.A.” del 30 de diciembre de 1986).
52. — Queremos añadir una referencia a la ley penal temporaria, que es aquélla que lleva previsto consigo un
plazo determinado de vigencia; si bien no se duda de que la ley penal temporaria no puede ser retroactiva, se duda
en cambio si puede ser ultraactiva, o sea, fundar condenas por hechos delictuosos cometidos durante su vigencia,
pero sentenciados después que ha perdido vigencia. Nosotros pensamos que la ley penal temporaria puede ser
ultraactiva con ese alcance si ella lo dispone expresamente, y que, al contrario, cuando no define su ultraactividad
deja subsistente el principio de la ley más benigna.
53. — El Pacto de San José de Costa Rica dice que si con posterioridad a la comisión del
delito la ley dispone la imposición de una pena más leve, el delincuente se beneficiará de ello (art.
9). Norma equivalente trae el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 15).
Ambos tratados tienen jerarquía constitucional por el art. 75 inc. 22, por lo que las normas
citadas se sitúan al mismo nivel de la constitución.
54. — El art. 8 del Pacto de San José de Costa Rica dispone: “2- Toda persona inculpada de delito tiene
derecho a que se presuma su inocencia mientras no se establezca legalmente su culpabilidad. Durante el proceso,
toda persona tiene derecho en plena igualdad, a las siguientes garantías mínimas: a) derecho del inculpado de ser
asistido gratuitamente por el traductor o intérprete, si no comprende o no habla el idioma del juzgado o tribunal; b)
comunicación previa y detallada al inculpado de la acusación formulada; c) concesión al inculpado del tiempo y
de los medios adecuados para la preparación de su defensa; d) derecho del inculpado de defenderse personalmente
o de ser asistido por un defensor de su elección, y de comunicarse libre y privadamente con su defensor; e)
derecho irrenunciable de ser asistido por un defensor proporcionado por el estado, remunerado o no según la
legislación interna, si el inculpado no se defendiere por sí mismo ni nombrare defensor dentro del plazo
establecido por la ley; f) derecho de la defensa de interrogar a los testigos presentes en el tribunal y de obtener la
comparecencia, como testigos o peritos, de otras personas que puedan arrojar luz sobre los hechos; g) derecho a no
ser obligado a declarar contra sí mismo ni a declararse culpable, y h) derecho de recurrir del fallo ante juez o
tribunal superior. 3- La confesión del inculpado solamente es válida si es hecha sin coacción de ninguna
naturaleza. 4- El inculpado absuelto por una sentencia firme no podrá ser sometido a nuevo juicio por los mismos
hechos. 5- El proceso penal debe ser público, salvo en lo que sea necesario para preservar los intereses de la
justicia” (Sobre la doble instancia en el proceso penal, remitimos a lo dicho al tratar la segunda instancia.)
Omitimos transcribir el art. 7, y toda la serie de garantías que sobre protección judicial contiene el Pacto de
San José, algunas de las cuales, no por genéricas, dejan de ser aplicables al proceso penal.
55. — El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos es también pródigo en sus arts. 2.9 y 14 para
diagramar y pormenorizar las garantías. Diríamos que, salvadas las diferencias gramaticales en las normas afines
de uno y otro tratado, todas ellas participan en ambos de una inspiración común, y se comple-mentan o refuerzan
recíprocamente.
Ambos pactos exigen también que se preste atención a dispositivos que pueden proyectarse, en muchos casos,
al proceso penal. Así, los artículos que se refieren a la persona humana, a su dignidad, a su libertad, al derecho a la
vida y a la integridad, al principio de legalidad penal, etc. En varias partes del libro venimos haciendo citas al
respecto, y a ellas nos remitimos nuevamente.
56. — La Convención sobre los Derechos del Niño acumula una serie de normas que, presididas por la pauta
del interés superior del niño en todas las medidas que respecto de él sean tomadas por parte de los tribunales, de
las autoridades administrativas y de los órganos legislativos, contemplan garantías en caso de privación de la
libertad (detención, encarcelamiento o prisión), y de enjuiciamiento penal (esto último, tanto durante el proceso
como después de impuestas las medidas derivadas de la infracción a las leyes penales, todo lo que debe quedar
sometido a autoridad u órgano judicial superior competente, inde-pendiente e imparcial, conforme a la ley). Se han
de adoptar medidas apropiadas —entre otros fines— para promover leyes, procedimientos, autoridades e
instituciones específicas para los niños bajo proceso penal, o declarados penalmente culpables. Asimismo se
establecerá una edad mínima antes de la cual se presumirá que los niños carecen de capacidad para infringir leyes
penales. A los menores de 18 años no se les puede aplicar la pena de muerte, ni la de prisión perpetua sin
posibilidad de excarcelación. Siempre que sea apropiado y deseable, se adoptarán medidas respecto de los niños
que no hayan alcanzado la edad legal que se fije para acusar su capacidad delictiva, a fin de tratarlos sin recurrir a
procedimientos judiciales. (Puede verse, por ej., el texto de los arts. 37 y 40 del tratado comentado).
57. — A raíz de varios casos en los que se formularon denuncias contra Argentina ante la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos de acuerdo al mecanismo y procedimiento arbitrados por el Pacto de San
José de Costa Rica, se alegó que las leyes 23.492 y 23.521 (conocidas como de extinción de la acción penal y de
obediencia debida) y el decreto 1002/89 sobre indultos, irrogaron en sus efectos aplicativos diversas violaciones a
los derechos humanos, en cuanto numerosos hechos producidos durante la represión antisubversiva (con
anterioridad a la incorporación del aludido pacto a nuestro derecho interno) se vieron después impedidos de
investigación y sanción en los procesos penales a los que se aplicaron las normas denunciadas; la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos emitió su informe nº 28, del 2 de octubre de 1992, cuyo contenido resulta
importante para conocer el criterio con que, en la jurisdicción supraestatal del sistema interamericano, se han
interpretado las normas del Pacto de San José relativas al derecho a la jurisdicción y a la protección judicial en el
ámbito de las garantías penales.
58. — Quedó también afirmado que el acceso a la jurisdicción por parte de la víctima de un delito, en los
sistemas que lo autorizan como el argentino, deviene un derecho fundamental del ciudadano y cobra particular
importancia en tanto impulsor y dinamizador del proceso criminal. (ver nº 14).
59. — Dejando aparte los asideros constitucionales, o propios de nuestro derecho interno —en el que la ley
consagra el “non bis in idem”— tanto el Pacto de San José de Costa Rica como el Pacto Internacional de
Derechos Civiles y Políticos incorporan normas que lo toman en cuenta y lo garantizan. Estas normas tienen la
misma jerarquía que la constitución.
El Pacto de San José prohíbe que el inculpado “absuelto” sea procesado de nuevo por el mismo hecho (art.
8.4), mientras el otro tratado abarca la doble hipótesis del “condenado” y del “absuelto”, prohibiendo en ambas
que se proceda a posterior juzgamiento y sanción (art. 14.7).
Creemos que en nuestro derecho constitucional queda asumida la prohibición de nuevo juzgamiento tanto
cuando en uno anterior sobre los mismos hechos ha recaído absolución, como si ha habido condena.
60. — Las razones que respaldan este punto de vista no obstan a que en caso de sentencia condenatoria se
proceda después a su revisión si es que aparecen causales justificatorias, como por ej.: nuevos elementos de
prueba, error judicial, etc., que permitan la absolución y, como efecto de la nueva sentencia, la reparación
indemnizatoria. Con o sin ley autoritativa, la revisión de la sentencia de condena encuentra sustento constitucional
suficiente en el argumento de la cosa juzgada nula o írrita; y, ahora, cuenta además con previsiones en los dos
tratados que hemos venido citando (art. 14.6 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 10 de la
Convención de San José de Costa Rica). (Ver nº 37).
61. — La aplicación del “non bis in idem” es propia del ámbito penal, razón por la cual creemos que no se
transgrede cuando a personas enjuiciadas o condenadas penalmente se las hace objeto de una sanción o medida
disciplinaria razonable por el mismo hecho (por ej.: en el ejercicio de su actividad laboral o profesional).
62. — Tenemos opinión segura de que la ley penal no está constitucionalmente obligada a
incriminar ninguna conducta, ni a deparar tutela penal a ningún bien jurídico, salvo en el caso de
los delitos que —aun sin establecer la sanción penal— están tipificados en la constitución, o de
los que tratados internacionales con jerarquía constitucional tipifican directamente u obligan a
incriminar y penar.
Ello significa que es la política criminal del legislador la que, razonablemente, escoge los
bienes susceptibles de tutela penal, las conductas reprochables, y las sanciones.
Incriminar o no incriminar es, pues, una competencia del congreso.
El derecho judicial de la Corte ha sentado la pauta de que la garantía del art. 18 tiene el alcance de atribuir
exclusivamente al congreso la determinación de los intereses que han de recibir tutela penal, así como de las
conductas específicas que ponen en peligro tales bienes.
63. — Hemos dicho que la política criminal pertenece al legislador. Pero hemos acotado que, como en toda
actividad del poder, debe respetarse la regla de la razonabilidad. Entonces, proponemos pensar que si, acaso, se
admite la inconstitucionalidad en una norma penal, ello obedece a que la política criminal ha rebasado la frontera
de lo razonable.
En orden a la duplicidad normativa de tipo y sanción en la ley penal, una ley penal puede ser
inconstitucional en cualquiera de esos campos; a) así, el tipo penal puede violar la constitución si
implica incriminar una conducta retraída constitucionalmente en el ámbito de la intimidad que
resguarda el art. 19, y esto queda claro cuando la jurisprudencia de la Corte declaró la
inconstitucionalidad de la norma penal que tipifica como delito la tenencia de drogas cuando la
dosis es mínima y el consumo es personal; b) la inconstitucionalidad puede asimismo provenir de
la sanción cuando la pena no guarda proporción razonable con la conducta tipificada como delito,
caso en el cual hay que analizar con suma prudencia el margen de arbitrio razonable con que
cuenta el legislador en su política criminal, la situación delictuosa en la sociedad del momento, la
escala de penas con que se maneja la ley cuando presta tutela penal a bienes jurídicos de diferente
valiosidad, etc.
Por supuesto que la inconstitucionalidad del tipo acarrea la de la sanción penal, porque si la conducta evade
constitucionalmente el reproche es obvio que no puede adjudicársele pena; en cambio, la inconstitucionalidad de
la pena no significa que el tipo incurra en igual vicio, porque es posible que con otra pena razonablemente
proporcionada a su gravedad o levedad el legislador pueda incriminar la conducta.
64. — En cuanto a la inconstitucionalidad del tipo penal que incrimina una conducta, vale recordar que la
Corte declaró inconstitucional —por entender que quedaba violado el derecho a la intimidad o privacidad— el art.
6º de la ley 20.771 sobre tenencia de drogas para uso personal en los casos “Bazterrica” y “Capalbo”, del año
1986. El precedente es importante en cuanto al punto que estamos tratando, bien que esa jurisprudencia fue
posteriormente dejada de lado por la misma Corte. (Caso “Montalvo”, fallado el 11 de diciembre de 1990).
En cuanto a la inconstitucionalidad de la sanción penal, la Corte Suprema por mayoría declaró
inconstitucional una norma penal por considerar que lo era la pena adjudicada al delito de robo de automotores
agravado por uso de armas (caso “Martínez José Agustín”, del 6 de junio de 1989). (Este criterio fue también
abandonado posteriormente respecto del mismo delito cuya pena había sido antes declarada inconstitucional, en el
fallo de la Corte del 14 de mayo de 1991 en el caso “P., M.C.”.)
65. — Aun cuando en el caso fallado el 25 de noviembre de 1986 por la Corte Suprema (“S.M.C., s/recurso
de habeas corpus en favor de A.G., R.A.”), el tribunal no admitió un habeas corpus para impugnar sanciones
administrativas de arresto aplicadas en virtud de edictos policiales (y ello en cuanto entendió que la vía legal
recursiva existente satisfacía el control judicial suficiente), aseveró en una importante pauta que tales edictos
contenían fórmulas extremadamente vagas, y prohibiciones alusivas a formas de vida o al carácter de las personas,
con olvido de la obligación que el art. 19 de la constitución impone para sancionar “conductas”. Fue un modo de
prevenir acerca de que, aun cuando los edictos policiales requieren necesariamente su aprobación por ley, ésta no
puede atrapar sancionatoriamente con las indicadas fórmulas vagas a formas o estilos de vida que, en rigor,
pertenecen a la privacidad resguardadas por el citado art. 19 y no configuran conductas que, conforme a él, caigan
bajo la autoridad estatal.
Es un supuesto de inconstitucionalidad doble: por la imprecisión del tipo, y por albergar en su vaguedad la
sanción a conductas propias de la intimidad.
La teoría de la insignificancia.
66. — Hay otro tema que propone perfiles interesantes, y que se alude con el nombre de “teoría de la
insignificancia”. Esta teoría sostiene que no se debe emplear el aparato represivo penal para sancionar conductas
muy leves que, aun encuadradas legal y formalmente en una norma penal, solamente afectan de modo sumamente
trivial al bien jurídico penalmente tutelado por dicha norma. De ahí el nombre de teoría de la insignificancia,
porque la referida afectación es insignificante.
Se citan como posibles casos el de quien arranca cabellos a otro (¿sería una lesión corporal?); o del conductor
de un transporte público que ante la llamada de un pasajero para descender avanza cien metros más allá del lugar
de la parada (¿sería privación ilegítima de la libertad?); o del juez que usa la máquina de escribir de su despacho
oficial para una carta o un trabajo personales, o que efectúa desde el mismo despacho algunas llamadas telefónicas
de carácter también personal, etc.
El meollo constitucional radica, a nuestro juicio, en la injusticia intrínseca que implica sancionar penalmente
una conducta transgresora insignificante, no tanto por el dispendio jurisdiccional que provoca el proceso, sino más
bien por la falta de relación y proporción razonables entre la misma conducta y la incriminación sancionatoria.
Eximir de ella sería desaplicar la norma al caso concreto en virtud de que, por las peculiares características del
mismo, su sanción penal devendría inconstitucional por injusta.
A la postre, el argumento de inconstitucionalidad que personalmente compartimos radica en la ausencia de
toda proporción razonable entre la conducta, la incriminación y la sanción.
67. — En materia penal, tanto durante el proceso como fuera de él, y en el cumplimiento de la
condena, hay que tomar en cuenta algunas severas prohibiciones. Así:
a) Están abolidos los tormentos y los azotes (por supuesto que si los están como penas, lo
están también y con mayor razón como medios de obtener la confesión durante el proceso); así lo
dispone el art. 18.
La abolición constitucional de los tormentos o torturas no sólo significa, según el derecho judicial de la Corte,
que es procedente disponer el procesamiento y castigo del responsable de los apremios según la ley, sino que
también y a la vez impide computar como prueba válida en un juicio la que se ha obtenido mediante el uso o la
aplicación de aquellos métodos.
El Pacto de San José de Costa Rica prohíbe las torturas y las penas o los tra-tos crueles, inhumanos o
degradantes. Toda persona privada de su libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser
humano (art. 5.2).
Marcada similitud normativa ofrece el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (arts. 7 y 10.1), en
tanto la Convención sobre Derechos del Niño se inspira en pautas equivalentes a favor de los menores (por ej., art.
37.a y c. y art. 40.1).
Uno de los tratados con jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22) es la Con-vención contra la tortura y otros
tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.
b) Está abolida la pena de muerte por causas políticas en el mismo artículo 18; no obstante,
la ley marcial y la extensión de la jurisdicción militar a los civiles han registrado la aplicación de
la pena de muerte por delitos políticos en nuestro derecho constitucional material.
La pena de muerte por delitos políticos, o delitos comunes conexos con los políticos está prohibida en el
Pacto de San José de Costa Rica (art. 4.4).
d) Dice asimismo el art. 18 in fine que las cárceles serán sanas y limpias, para seguridad y no
para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a
mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice.
Los antecedentes históricos y patrios que perduraban al tiempo de dictarse la constitución, consideraban “reo”
a quien no había sido condenado. Hoy, en una interpretación dinámica y actualizada, hemos de entender que esta
cláusula impone una pauta aplicable por igual al detenido sin condena como a quien se halla cumpliéndola.
La pena de muerte.
El cumplimiento de la condena.
70. — La ejecución de la pena no puede verse como un simple problema de política criminal, porque la
constitución impone pautas muy claras, y porque, además, todo el sistema de derechos humanos que ella contiene
y prohija guarda estrecha relación con todas las modalidades de cumplimiento de la sanción penal. Está en juego
en ello la dignidad personal del delincuente y muchísimos derechos suyos —por ej., el derecho a la intimidad, a la
libertad religiosa, a la vida y a la salud, a casarse, a expresar sus ideas, etc.—.
La Corte ha reconocido el derecho de las personas privadas de su libertad a la inviolabilidad de su
correspondencia (fallo del 19 de octubre de 1995 en el caso “Dessy Gustavo Gastón, s/ habeas corpus”).
Se comprende fácilmente que el cumplimiento de la condena no provoca solamente una cuestión penitenciaria
que, como tal, se recluya en el derecho administrativo; el tribunal cuya sentencia aplica la pena —u otro
competente— debe retener o asumir en plenitud el control judicial necesario, tanto a los fines de la eficaz defensa
social y de la seguridad, cuanto a los de tutela de la dignidad y los derechos del condenado, y a los de vigilancia de
las condiciones de vida en los establecimientos carcelarios, del trato a los reclusos, de su reeducación para la
reinserción social, etc.
71. — La previsión de la ley 24.316 al incluir en el art. 27 bis del código penal (para la suspensión
condicional de la ejecución de la pena) una serie de reglas de conducta que debe cumplir el condenado por
disposición del tribunal judicial, en tanto resulten adecuadas para prevenir la comisión de nuevos delitos, merece
evaluarse como razonable. Pero estamos ciertos que sólo puede aplicarse a quienes reciben condena por un delito
cometido con posterioridad a la mencionada ley 24. 316, no admitiendo su aplicación por sentencia que, dictada
después de vigente esta ley, sanciona delitos perpetrados antes. Ello en cuanto de ocurrir esto último, la ley penal
de ejecución sería retroactiva y, por ende, violatoria del principio de la ley penal previa o anterior al delito.
72. — Hemos de tener muy en cuenta que la Convención de San José de Costa Rica y el Pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos aluden a la finalidad esencial de reforma y readaptación social de los penados; el
Pacto de San José la asigna en su art. 5.6 a las penas privativas de la libertad; y el otro tratado, en el art. 10.3, al
régimen penitenciario.
Ambos obligan a separar a los procesados de los condenados, salvo en circunstancias excepcionales (art. 5.4 y
art. 10.2 a, respectivamente). También prescriben que los menores que puedan ser procesados deberán ser
separados de los adultos (art. 5.5 y art. 10.2 a, respectivamente).
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece que en el procedimiento aplicable a los
menores de edad a efectos penales se tendrá en cuenta esa circunstancia, y la importancia de estimular su
readaptación social (art. 14.4) lo que, evidentemente, encara la etapa de condena y no solamente la previa del
enjuiciamiento.
Por su parte, no es de extrañar que la Convención sobre los Derechos del Niño, que atiende a sus necesidades,
a sus derechos, a su desarrollo y a su bienestar en todos los ámbitos, y que orienta su normativa en orden al interés
superior del menor, explaye y especifique disposiciones contundentes para los supuestos de privación de libertad,
enjuiciamiento penal, y eventualmente, condena. Sería desmesurado transcribir artículos, pero colacionamos
especialmente el art. 37 y el 40. El parágrafo 1 del art. 40 atribuye al caso de infracción penal el deber de deparar
al menor un trato que, entre otras cosas, promueva su reintegración y la asunción de una función constructiva en la
sociedad. Y en el parágrafo 4 del mismo artículo concluye con este texto: “Se dispondrá de diversas medidas, tales
como el cuidado, las órdenes de orientación y supervisión, el asesoramiento, la libertad vigilada, la colocación
familiar, los programas de enseñanza y formación profesional, así como otras posibilidades alternativas a la
internación en instituciones para asegurar que los niños sean tratados de manera apropiada para su bienestar y que
guarde proporción tanto con las circunstancias como con la infracción”.
73. — En 1996 se dictó la ley 24.660, llamada de “ejecución de la pena privativa de libertad”, que se
autodefine como complementaria del código penal.
En tal sentido, consideramos que rige y debe ser aplicada también en las provincias por sus tribunales locales.
Y aún más, porque en cuanto algunas de sus normas bien pueden reputarse como desarrollo de tratados
internacionales con jerarquía constitucional no sería aventurado atribuirles naturaleza de derecho federal. Con un
enfoque u otro, reglamentan derechos humanos que a las personas privadas de su libertad les reconocen la
constitución y los referidos tratados.
Su concepto y alcance.
La palabra “juez” no alude a la persona física del juez, sino al “tribunal” u “órgano” judicial.
El art. 18 dice que ningún habitante puede ser “juzgado” por comisiones especiales, o
“sacado” de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa. Latamente, esta
garantía tiene el nombre tradicional de garantía de los “jueces naturales”.
La expresión “juez natural” goza de inveterada vigencia en el léxico constitucional argentino,
y pertenece por igual y doblemente: a) a la parte dogmática de la constitución en cuanto es una
garantía de los habitantes, y b) a la parte orgánica en cuanto se relaciona con los principios de
organización del poder judicial y de la función de administración de justicia.
75. — El derecho constitucional argentino consagra: a) el principio de la unidad de jurisdicción, que radica a
la administración de justicia exclusivamente en los órganos del poder judicial, con las solas excepciones de los
fueros reales y de las jurisdicciones especiales; b) el principio de la igualdad de todos los individuos ante la
jurisdicción, que torna justiciables a todos por los mismos jueces, eliminando a los jueces especiales a título de
privilegio (fueros personales) o de castigo (jueces ad hoc, comisiones especiales, etc.).
La garantía de los jueces naturales no es privativa de la materia penal, sino extensiva a todas
las restantes: civil, comercial, laboral, etc.
76. — Conectada con la garantía de los jueces naturales hay que tomar en consideración:
a) la prohibición del art. 109, según el cual “en ningún caso el presidente de la nación puede ejercer funciones
judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”; esta prohibición rige aun
durante el estado de sitio, ya que de acuerdo al art. 23 tampoco puede el presidente condenar por sí o aplicar
penas;
b) la prohibición del art. 29, que al proscribir la concesión al poder ejecutivo de facultades extraordinarias y
de la suma del poder público, impide al congreso investirlo de función judicial;
c) el principio de división de poderes, que veda cualquier tipo de delegación de la función judicial por parte
de sus órganos a otros extraños;
d) los principios emergentes del derecho judicial elaborado por la Corte, según el cual: d’) en la solución de
controversias jurídicas individuales no se puede excluir compulsivamente la intervención suficiente de un tribunal
judicial; d’’) en la actividad jurisdiccional de la administración y de los tribunales militares debe asegurarse el
posterior control judicial suficiente; d’’’) la defensa de un derecho subjetivo supone cuestión judiciable que
impide sustraer compulsivamente su conocimiento a los jueces del poder judicial.
77. — La garantía de los jueces naturales, como todo contenido que integra los principios,
declaraciones y garantías de la constitución, obliga a las provincias, conforme al art. 5º. Por ende,
cabe afirmar que los tribunales judiciales provinciales, cuando quedan establecidos conforme a la
pauta del art. 18 de la constitución federal, son tam-bién jueces naturales.
Ello significa que jueces naturales no son, únicamente, los del poder judicial federal.
78. — Si admitimos que la jurisprudencia de la Corte Suprema reconoce validez constitucional a los
tribunales administrativos y a los tribunales militares a condición de que sus decisiones dejen abierta la posibilidad
de acudir a un tribunal judicial para que revise o controle de modo suficiente esas mismas decisiones, es acertado
contestar afirmativamente: los tribunales administrativos y los tribunales militares, en la medida en que el
justiciable tenga disponible una vía de acceso posterior al poder judicial para que un tribunal judicial ejerza
control suficiente sobre lo resuelto por aquellos tribunales no judiciales, deben ser reputados analógicamente como
jueces naturales, bien que con la naturaleza propia de una jurisdicción “especial” (no judicial).
79. — El art. 8.1 del Pacto de San José de Costa Rica amalgama el derecho a la jurisdicción y
la garantía de los jueces naturales. Dice así: “Toda persona tiene derecho a ser oída con las
debidas garantías y dentro de un plazo razonable por un juez o tribunal competente, independiente
e imparcial, establecido con anterioridad por la ley, en la sustanciación de cualquier acusación
penal formulada contra ella, o para la determinación de sus derechos y obligaciones de orden
civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter”.
Norma análoga recoge el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 14.1).
80. — La fórmula del juez natural que trae el art. 18 se puede traducir así: nadie puede ser
“sacado” del tribunal creado y dotado de jurisdicción y competencia por ley anterior al “hecho”
que es origen de la causa (o proceso judicial).
“Juez natural” es, entonces, el tribunal creado y dotado de jurisdicción y competencia por
una ley dictada antes del hecho que es origen del proceso en el que ese tribunal va a conocer y
decidir.
La prohibición de “sacar”.
81. — Hay que tener bien en claro que esta parte del art. 18 contiene una doble prohibición: a)
que alguien sea juzgado por “comisiones especiales”; b) que alguien sea “sacado” de los jueces
designados por la ley antes del hecho de la causa.
Esta simple advertencia resulta muy importante para diversas conclusiones: a) si hay dos prohibiciones, las
dos no pueden significar lo mismo, porque de ser así habría en la norma una repetición innecesaria; b) la
prohibición de sacar al justiciable del juez natural es susceptible de quedar violada aunque no se lo someta a una
comisión especial; c) la norma con las dos prohibiciones impide interpretarla de tal modo que la que veda sacar
del juez natural se equipare a la que veda juzgarlo por comisiones especiales. En consecuencia, “sacar” del juez
natural significa una cosa, y ser “juzgado” por comisiones especiales significa otra cosa distinta.
La prohibición de “sacar” (o sustraer) se traduce así: después del “hecho” que va a dar lugar
(en futuro) a una causa judicial, o que ya ha dado lugar a ella (causa ya iniciada o pendiente), no
se puede cambiar o alterar la competencia del “tribunal” (juez natural) al que le fue otorgada
por ley anterior a aquel hecho, para darla o transferirla a otro tribunal que reciba esa
competencia “después” del hecho.
2º)
ANTES DESPUES
Proceso en
Ley que “Hecho” que se juzga
el “hecho”
crea el tribunal
y le asigna competencia
84. — Para la jurisprudencia de la Corte, lo que queda entonces prohibido es sustraer ciertos hechos, casos o
personas determinadas, a la competencia que, con carácter “general”, ha adjudicado la ley a tribunales judiciales
permanentes, y hacer juzgar esos hechos, casos o personas por un tribunal establecido “especialmente” para ellos.
85. — La interpretación judicial de la garantía de los jueces naturales implica una mutación interpretativa
que, en general, significa violación de la constitución en su art. 18, lo que muestra una discrepancia sobre el punto
entre la constitución material y la formal.
86. — Es de tener en cuenta que cuando en un conflicto de competencia entre diversos tribunales, la Corte
Suprema interviene para establecer cuál es el que resulta competente en una causa judicial, esa intervención
tiende, más allá de dirimir el conflicto, a la búsqueda del tribunal que, por ser competente a juicio de la Corte, es el
juez natural de esa causa.
87. — En el caso de tribunales de alzada que entienden en procesos recurridos ante ellos,
también debe aplicarse el principio del juez natural, tal como personalmente lo hemos explicado.
Por eso, tales tribunales de alzada tienen que ser creados y dotados de jurisdicción y competencia
por una ley anterior al “hecho” del proceso tramitado en la instancia inferior.
Como excepción, hemos aceptado que mediante ley posterior se añada una instancia de alzada que antes no
existía, respecto de decisiones emanadas de organismos o tribunales administrativos que carecían de control
judicial, como también que a procesos judiciales de instancia única les sea adjudicada otra de revisión por ley
posterior al hecho que les dio origen. Es así en cuanto, en ambos supuestos, se mejora la justiciabilidad, lo que nos
permite afirmar que “dar” juez difiere mucho de “sustraer”.
88. — Los fueros reales, de materia o de causa no vulneran la garantía de los jueces naturales. Especialmente
trataremos en su oportunidad el más importante de esos fueros al ocuparnos de la jurisdicción militar.
Ahora sólo traemos a colación la tradicional jurisprudencia de la Corte en el sentido de que el art. 16 de la
constitución sólo ha suprimido los fueros personales, no revistiendo esa naturaleza los tribunales militares creados
con carácter permanente para la aplicación del código de justicia militar, en uso de la competencia del congreso
que derivaba del art. 67 inc. 23, hoy reformulado en el art. 75 inc. 27.
A partir de 1984, y en aplicación de la ley 23.049, el derecho judicial emanado de la Corte ha sentado dos
principios sobre la jurisdicción militar, en lo que se relaciona con la garantía de los jueces naturales. a) Los
tribunales militares pueden reputarse jueces naturales, pero sus sentencias deben quedar sujetas a revisión por un
tribunal judicial. b) La revisión judicial de las sentencias militares conforme a la ley 23.049 subsana cualquier
defectuosidad que pueda anidar en el proceso ante los tribunales militares.
90. — La inmunidad que acuerda el art. 18 ha de interpretarse como proscripción de todo método y de toda
técnica que, antes o durante el proceso, y ante cualquier autoridad —sea administrativa o judicial— tiende a
obtener por coacción física, psíquica o moral, una declaración o confesión, o a indagar su conciencia a través de
drogas o procedimientos científicos de cualquier tipo. Si los castigos corporales están abolidos como pena,
tampoco pueden emplearse como medios de investigación previa a la sentencia. Los demás sistemas que, sin usar
la fuerza física, disminuyen biológicamente y síquicamente la capacidad del hombre, o penetran en su intimidad
personal para descubrir hechos que el hombre no está obligado a declarar, agravian por igual a su dignidad y
deben considerarse prohibidos por la misma constitución.
Debe tenerse en cuenta también para su aplicación la teoría del fruto del árbol venenoso, en torno del
principio conforme al cual debe excluirse como prueba en un proceso judicial todo elemento probatorio ilegal o
inconstitucionalmente obtenido, más todo otro agregado, (“venenoso”) que sea consecuencia inmediata y directa
de él y que, por ende, quede contaminado por la inicial ilegitimidad de la prueba originaria. (Para el proceso penal,
ver el nº 107 de este capítulo).
91. — En posición no acompañada por la doctrina, interpretamos que no puede obtenerse una prueba
determinada que signifique obligar a prestar el propio cuerpo en contra o en perjuicio del sometido a ella, como es
el caso de la prueba de sangre que, aun siendo indolora y breve, se pretende imponer a una persona contra su
voluntad —por ej. para acreditar si es padre o hijo de otra—. Hacerlo equivale, a nuestro criterio, a impeler a
declarar contra sí mismo en un proceso que compromete a la persona.
92. — También es compartible la tesis que sostiene que ninguna conducta procesal de las partes puede
volverse contra ellas para inculparlas con un efecto similar al de la declaración contra sí mismo. En el contexto de
la conducta procesal como prueba (o indicio probatorio), esa conducta personal no puede volverse en contra de la
parte a la que corresponda, para servir de prueba (así, por ej., quien en un juicio de filiación se negara a prestarse a
una prueba hematológica, no habría de quedar expuesto a que esa conducta suya se valorara como presunción
probatoria de la compatibilidad sanguínea con el hijo que se pretendiera atribuirle).
93. — De alguna manera, la garantía de no inculparse también presta protección constitucional a la relación
confidencial entre el cliente y el profesional, porque de poco serviría que una persona no pueda ser obligada a
declarar contra sí misma, y que el profesional vinculado a ella en un asunto concreto pueda ser compelido a
revelar lo que de esa persona conoce bajo secreto cuando ha sido o es su cliente.
Esta exención entendemos que ha de alcanzar al periodista o comunicador social respecto del secreto de las
fuentes de información.
94. — El Pacto de San José de Costa Rica dice que la confesión del inculpado sólo es válida
si se presta sin coacción de ninguna naturaleza (art. 8.3).
95. — Nadie puede ser arrestado sino en virtud de orden escrita de autoridad competente.
Aunque la norma no dice cuál es esa autoridad, limitándose a calificarla de “competente”, parece
que, como principio, debe serlo la autoridad judicial, y sólo por excepción la que no lo es.
La exención de arresto mentada en el art. 18 sirve de base implícita a la garantía del habeas corpus, con la
que se remedia la privación de libertad física sin causa o sin formalidad debida.
a) La Corte Suprema ha establecido que las dos únicas figuras que en nuestra constitución dan
base a la privación de libertad son el proceso penal y el estado de sitio.
Durante el estado de sitio, el presidente de la república es autoridad competente, de acuerdo al art. 23 de la
constitución, para arrestar o trasladar personas; esta facultad es personalísima e indelegable, y está sujeta a control
judicial de razonabilidad.
b) En jurisprudencia reciente, tampoco admite la Corte que las cámaras del congreso o las
legislaturas provinciales impongan sanciones de arresto a terceros alegando ofensa o violación a
privilegios parlamentarios, ya que el poder disciplinario respecto de terceros se limita al supuesto
en que éstos interfieren o traban el desempeño normal de la función propia de los legisladores.
c) Entendemos que mediante ley razonable puede atribuirse a la autoridad policial la facultad
excepcional de detener personas en casos especiales de urgencia (delito in franganti, o indicio
vehemente de delito), al solo efecto de ponerlas de inmediato a disposición de juez competente.
d) Organismos de la administración carecen de facultad jurisdiccional para imponer
sanciones privativas de libertad que por su duración equivalen a “penas” y que carecen de posible
revisión judicial (la Corte equiparó a una pena el arresto policial de hasta tres meses aplicado por
infracción a normas sobre juegos de azar).
e) Los edictos policiales no pueden establecer sanciones privativas de la libertad (doctrina del
caso “Mouviel”, fallado por la Corte el 17 de mayo de 1957).
f) Las sanciones “disciplinarias” que, sin configurar “penas”, implican medidas “menores” de
privación de libertad aplicables por organismos administrativos, requieren que el afectado
disponga de posibilidad de recurso contra las mismas ante tribunales judiciales (control judicial
suficiente).
g) El Pacto de San José de Costa Rica sobre derechos humanos estipula que nadie puede ser
sometido a detención o encarcelamiento arbitrarios, y que toda persona detenida o retenida debe
ser informada de las razones de su detención y notificada sin demora del cargo o cargos
formulados contra ella (art. 7.3, 4). Nadie puede ser privado de su libertad física, salvo por las
causas y en las condiciones fijadas de antemano por la constitución de los estados parte o por
las leyes dictadas conforme a ellas (art. 7.2).
Similar disposición contiene el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 9.1,
2) y respecto de los niños la Convención sobre Derechos del Niño (art. 37).
V. EL DEBIDO PROCESO
Su concepto y alcance.
96. — “Es inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos”. Parece que en
esta parte del art. 18 se expande la garantía más amplia. La doctrina y el derecho judicial
argentinos la rotulan “defensa en juicio”, o “debido proceso”. Nosotros la ubicamos dentro del
derecho a la jurisdicción, y a la tutela judicial efectiva.
De ahí en más, el debido proceso —en inglés: “due process of law”— significa que: a) ningún
justiciable puede ser privado de un derecho sin que se cumpla un procedimiento regular fijado por
la ley; de no haber ley razonable que establezca el procedimiento, ha de arbitrarlo el juez de la
causa; b) ese procedimiento no puede ser cualquiera, sino que tiene que ser el “debido”; c) para
que sea el “debido”, tiene que dar suficiente oportunidad al justiciable de participar con utilidad
en el proceso; d) esa oportunidad requiere tener noticia fehaciente (o conocimiento) del proceso y
de cada uno de sus actos y etapas, poder ofrecer y producir prueba, gozar de audiencia (ser oído).
En otras palabras, se inserta aquí la plenitud del derecho de defensa.
De este esquema se desprende que si hubiera que describir en síntesis la esencia del debido
proceso, habría de decirse que consiste en la ya aludida oportunidad o posibilidad suficientes de
participar (o tomar parte) con utilidad en el proceso. De ahí que el debido proceso nos deje la
idea de un proceso regular y razonable, y de una tutela judicial eficaz.
97. — Cuando en el proceso hay controversia o disputa entre partes que contraponen pretensiones opuestas,
se habla de proceso contradictorio. En él rige el principio de bilateralidad o de contradicción, conforme al cual
cada parte debe tener conocimiento de la pretensión de su opuesta, debe gozar del derecho de defensa, y debe
poder controlar los actos procesales propios y ajenos. De nuevo recaemos en la “ocasión suficiente para cada parte
de participación útil en el proceso”.
98. — En todo proceso rige también el principio de congruencia, en virtud del cual la sentencia no puede
apartarse, en lo que resuelve, de las pretensiones articuladas por las partes, que componen así la materia o el objeto
del proceso. “No apartarse” quiere decir no exceder ni omitir en la decisión nada respecto de dicho arsenal de
pretensiones. (Ver nº 109).
99. — En materia no penal, el proceso puede sustanciarse y decidirse en rebeldía del demandado, siempre que
previamente se cumplan las formas legales de notificación de la demanda y que, en los casos previstos por la ley,
se le designe defensor oficial. En el proceso penal, en cambio, la rebeldía obsta a su tramitación.
En los procesos que pueden tramitarse en rebeldía del demandado, la sentencia en contra del rebelde no puede
fundarse sólo y automáticamente en su silencio, tanto como no se le puede impedir que en cualquier etapa o
instancia del proceso intervenga en él e incluso que, sin atropello de la preclusión, ofrezca y produzca prueba. Por
otra parte, el principio constitucional que obliga a los jueces a buscar la verdad objetiva o material, avala el
criterio que postulamos.
100. — La garantía del debido proceso incluye el recaudo de la duración “razonable” del
proceso: todo proceso ha de tener una duración que sea razonable para la tutela judicial eficaz,
de acuerdo con la naturaleza de la pretensión jurídica que se ventila en el proceso. Cuando la
pretensión es urgente, el proceso debe durar menos —o mucho menos— que cuando no reviste
ese apremio.
Por ejemplo, si en un proceso se discute la pretensión de donar un órgano para ser trasplantado a un enfermo
en grave estado, ese proceso debe ser muy breve, porque de lo contrario la sentencia no llegaría a dictarse en
tiempo útil y podría perder su eficacia, o sea, resolver la pretensión cuando ya fuera tarde.
Razón similar concurre para habilitar el uso del habeas corpus y del amparo.
La duración razonable del proceso conforme a la índole de la pretensión es una exigencia que se funda en la
necesidad de que la sentencia que pone fin a ese proceso se alcance a dictar en tiempo oportuno, y sea capaz de
rendir utilidad y eficacia para el justiciable.
101. — Del principio de celeridad razonable y de oportunidad de la sentencia, se extrae dentro
del derecho a la jurisdicción el derecho del justiciable a obtener una decisión judicial (sentencia)
rápida y eficaz.
El derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte señala que la garantía de defensa sufre agravio
inconstitucional con la posibilidad de que las sentencias dilaten sin término la decisión de las cuestiones
planteadas ante los jueces.
Esa dilación equivale a privación o denegación de justicia.
El “exceso ritual”.
102. — El derecho judicial de la Corte ha acuñado asimismo la doctrina del exceso ritual
manifiesto, al que descalifica como una exageración rigorista y abusiva de las formas, en
desmedro de la finalidad del proceso, que es buscar y realizar la justicia.
Puede también decirse que el exceso ritual lesiona garantías constitucionales porque prioriza
lo que la Corte llama la “verdad formal” por sobre la “verdad material” u “objetiva”, que es la que
debe alcanzarse en el proceso y en la sentencia.
La defensa en juicio.
103. — Como modelo de norma judicial sobre el derecho de defensa, reproducimos esta
formulación tomada de un fallo de la Corte:
“la garantía de la defensa en juicio exige, por sobre todas las cosas, que no se prive a nadie arbitrariamente de
la adecuada y oportuna tutela de los derechos que pudieran asistirle, asegurando a todos los litigantes por igual el
derecho a obtener una sentencia fundada, previo juicio llevado en legal norma, ya se trate de procedimiento civil o
criminal, requiriéndose indispensablemente la observancia de las formas sustanciales relativas a acusación,
defensa, prueba y sentencia”.
El derecho judicial ha ido señalando prolijamente las situaciones que no dañan la defensa ni son
inconstitucionales. Por ej.: a) los términos breves o exiguos; b) la obligación de que intervenga un letrado; c) el
rechazo de pruebas ineficaces o inconducentes; d) la imposición de sanciones disciplinarias por parte de los jueces
a quienes obstruyen el proceso, ofenden a los magistrados, o incurren en malicia procesal, etc.; e) los intereses
punitorios procesales; f) la suspensión o paralización de juicios dispuestas por leyes de emergencia.
104. — La caducidad de la instancia por inactividad e inercia de partes es inconstitucional si, a causa de
operarse, también produce la prescripción de la acción y, con ello, se inhibe totalmente la posible iniciación
posterior de un nuevo proceso para articular la misma pretensión que aquella caducidad ha dejado sin posible
solución judicial.
107. — La teoría del fruto del árbol venenoso impide tomar en cuenta pruebas obtenidas ilegítima o
ilegalmente, o en violación a derechos personales, y hasta sirve para invalidar los actos y secuelas procesales que
sean consecuencia inmediata, directa o necesaria del acto, procedimiento o prueba envenenados de
inconstitucionalidad. (ver nº 90).
La sentencia.
109. — La sentencia clausura el ciclo del derecho a la jurisdicción. Por eso, tiene que dictarse en relación y
correspondencia con las pretensiones de las partes intervinientes en el proceso; hay una reciprocidad entre esas
pretensiones y lo que la sentencia tiene que resolver, conforme al “principio de congruencia”; la sentencia debe
decidir y abarcar aquellas pretensiones, ni más ni menos, sin excederlas, ni omitirlas, ni disminuirlas.
110. — El juez ha de resolver la causa según los términos en que quedó trabada la litis y que
fijan el margen de su jurisdicción y competencia; a) en cuando al derecho, el principio del “iura
novit curia” permite y obliga al juez a suplir el derecho no invocado por las partes o invocado
erróneamente; es decir, la correcta calificación jurídica y la correcta aplicación del derecho
dependen del juez; b) en cuanto a los hechos, el juez debe atenerse a los alegados y probados por
las partes, con miras a conocer la verdad material u objetiva.
Hay casos en los que, sin evadirse de la materia litigiosa, el juez del proceso podrá o deberá adoptar de oficio
con su activismo judicial algunas medidas tendientes a prevenir daños —por ej., ambientales, o a la vida y la salud
de terceros—. Todo consiste en que esas medidas guarden relación razonable con el objeto del proceso o con la
materia litigiosa. Habiéndola, el principio de congruencia no se viola con el despliegue del activismo judicial,
porque la sentencia recaerá —basada en pretensiones y probanzas— siempre y sólo sobre lo que componía la
materia o el objeto del proceso.
111. — La sentencia debe ser imparcial, justa, fundada y oportuna. La Corte tiene dicho: a) que los jueces
son servidores del derecho para la realización de la justicia; b) que el natural respeto a la voluntad del legislador
no requiere la admisión de soluciones notoriamente injustas; c) que el ejercicio imparcial de la administración de
justicia es uno de los elementos necesarios de la defensa en juicio; d) que la sentencia debe ser una derivación
razonada del ordenamiento jurídico vigente; e) que el apartamiento consciente de la verdad está reñido con el
adecuado servicio de la justicia; f) que la verdad “objetiva” debe prevalecer sobre la verdad “formal”.
La sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada se incorpora al patrimonio bajo el resguardo de la garantía
de la propiedad inviolable. Pero, para ello, la sentencia ha debido dictarse en un proceso regular, en el que no haya
mediado dolo ni estafa procesales, y en el que se hayan respetado las formas fundamentales del debido proceso.
113. — El “per saltum” como puente que, para alcanzar en un proceso judicial la instancia de la Corte
Suprema, saltea etapas o instancias intermedias prefijadas en las leyes, plantea más de un problema y de un
interrogante. Acá solamente nos limitamos a decir que, a menos que una ley prevea y autorice el “per saltum”, su
empleo se nos presenta como inconstitucional. La razón es simple: cuando hay etapas e instancias discernidas por
la ley a favor del justi-ciable, únicamente otra ley (autoritativa del “per saltum”) puede obviar su uso.
Ni siquiera el acuerdo de las partes intervinientes en el proceso habilita a omitir el uso eventual de las
instancias previas a la de la Corte Suprema.
114. — Como la jurisdicción de los tribunales de alzada está limitada por la materia del
recurso que la provoca, la parte no apelada de la sentencia queda resguardada por la firmeza de la
cosa juzgada y no puede ser abordada en la apelación.
115. — La garantía del debido proceso y de la defensa en juicio es aplicable también en sede
administrativa, o sea, en lo que se denomina el procedimiento administrativo. En él, el
administrado ha de tener noticia y conocimiento de las actuaciones, oportunidad de participar en
el procedimiento, y obtener decisión fundada.
El procedimiento administrativo debe distinguirse del “proceso administrativo”, porque este último es un
proceso judicial en el que se juzga o controla la actividad administrativa, en tanto el “procedimiento”
administrativo se radica en sede administrativa.
116. — Si bien siempre la Corte reiteró la necesidad de respetar la defensa en juicio dentro
del procedimiento administrativo, cabe distinguir dos etapas:
a) Hasta el año 1960 —en que falla la causa “Fernández Arias c/Poggio”— se limitó a exigir
la observancia de las formas sustanciales del derecho de defensa: notificación, ser oído,
defenderse mediante argumentos y prueba; el caso tipo de este período es el caso “Parry Adolfo
E.” —del año 1942—;
b) Desde 1960 hasta la actualidad, además de mantener el requisito de la defensa, impone
como condición sine qua non para la constitucionalidad del procedimiento administrativo, la
posibilidad de usar una vía ulterior de revisión judicial suficiente. El caso tipo de este período es
el citado “Fernández Arias c/Poggio”.
Desde 1984, las sentencias de tribunales militares también requieren la revisión judicial.
117. — Como último aspecto de la garantía de defensa, es bueno recordar que si como garantía está dada
fundamental y primariamente a favor de las personas frente al estado, debe también extendérsela y respetársela a
favor del estado cuando, como justiciable, interviene en un proceso.
VI. LA IRRETROACTIVIDAD DE LA LEY
Su encuadre.
118. — La retroactividad de las leyes plantea múltiples problemas en el mundo jurídico. Algunos de ellos
interesan al derecho constitucional. Por un lado, la movilidad de los procesos sociales, de las situaciones
sobrevinientes, de los casos imprevistos, exigen modificación en las leyes, sustitución de unas por otras, etc. Por
otro lado, el fenómeno responde asimismo a la novedad de las valoraciones jurídicas, novedad que a veces cambia
los criterios sociales de valor en forma retroactiva. Por fin, todas estas mutaciones necesarias para el progreso del
orden jurídico se conectan con la conveniencia o la necesidad de respetar algunas situaciones ya consumadas, en
homenaje al valor justicia y al valor seguridad.
El derecho constitucional se preocupa por descubrir cuándo la retroactividad se torna inconstitucional para
prohibirla o enervarla, y no sólo respecto de las leyes, sino de cualquier otra norma o acto.
Nuestra constitución formal no consigna norma alguna que, como principio, resuelva
expresamente el punto, salvo en materia penal, donde al exigirse ley anterior al hecho para juzgar
y condenar a alguien, se descarta la aplicación retroactiva de leyes penales posteriores a aquel
hecho.
120. — Resulta difícil ponderar en cada caso concreto cuándo un derecho ha alcanzado la
naturaleza de “adquirido” como para no poder ser desconocido por la ley posterior retroactiva que
pretende recaer sobre él. A los fines de nuestra disciplina, y dado el carácter de nuestra obra,
creemos más útil que una disquisición doctrinaria, la puntualización de criterios jurisprudenciales
que frenan la retroactividad.
a) La ley no puede ser retroactiva frente a una sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada.
b) La ley no puede ser retroactiva frente a actos administrativos pasados en autoridad de cosa
juzgada administrativa que han dado origen a derechos subjetivos;
c) La ley no puede ser retroactiva frente a derechos adquiridos en virtud de leyes anteriores;
d) La ley no puede ser retroactiva frente a contratos válidamente celebrados entre particulares
(salvo las excepciones introducidas por leyes de emergencia con razonabilidad suficiente); d’) a
nuestro juicio, la ley tampoco puede alterar o derogar convenios colectivos de trabajo mientras
están vigentes;
e) La ley no puede ser retroactiva frente a actos procesales válidamente cumplidos conforme
a la ley vigente al tiempo de llevarlos a cabo;
f) La ley no puede ser retroactiva frente a obligaciones válidamente extinguidas por pago
liberatorio.
121. — Si bien el derecho judicial de la Corte tiene señalado que nadie tiene derecho a que se mantenga una
legislación determinada, o a que se dicte, hemos de destacar que cuando por aplicación de una ley una persona ha
adquirido uno o más derechos, la modificación o derogación posteriores de esa ley, o la vigencia de una nueva,
impiden privarla del derecho adquirido y, de ocurrir tal cosa, el estado asume responsabilidad para reparar el
perjuicio que ocasiona.
122. — La Corte tiene decidido que el principio de irretroactividad de la ley que consagra el código civil sólo
se refiere a las relaciones de derecho privado, por cuya razón no rige en las de derecho público administrativo. No
obstante, su propia jurisprudencia también recalca que en el ámbito del derecho administrativo la ley retroactiva
no puede agraviar derechos adquiridos.
Si la ley no puede investirse de tal efecto, tampoco los reglamentos administrativos y los actos
administrativos individuales (o de contenido particular) pueden privar de derechos adquiridos.
124. — En materia procesal, la jurisprudencia puede estudiarse dividida en dos grandes rubros:
a) leyes procesales: a’) las nuevas leyes de procedimiento aplicables a un juicio en trámite no pueden
desconocer los actos procesales que se cumplieron válidamente antes; a’’) las leyes de procedimiento que
organizan, distribuyen o modifican la jurisdicción y competencia de los tribunales de justicia se aplican —según la
Corte— a los juicios pendientes mientras la causa no está radicada; quiere decir que son retroactivas con relación
al “hecho” que da origen a la causa judicial todavía no radicada. (Téngase presente para este punto lo que dijimos
en su relación con la garantía de los jueces naturales); a’’’) las leyes de procedimiento no pueden ser retroactivas
frente a sentencias pasadas en autoridad de cosa juzgada;
b) leyes no procesales (o de fondo) que se aplican en juicio para resolver la pretensión articulada: se trata de
las leyes de fondo en cuya aplicación debe dictarse la sentencia; como principio, la ley vigente al trabarse la litis
debe aplicarse en la sentencia; pero la Corte sostiene que no viola derechos adquiridos la nueva ley de orden
público que dispone su propia aplicación a los juicios pendientes.
125. — En materia laboral, el principio básico de irretroactividad de la ley impide aplicar a relaciones
laborales extinguidas, una ley posterior a la cesación en la actividad; en tanto, mientras la relación de empleo
subsiste, una nueva ley puede gravar al empleador con obligaciones no existentes ni previstas a la fecha de
iniciarse dicha relación.
Por eso se ha convertido en norma judicial constante la de que no es inconstitucional la ley que para
indemnizar despidos futuros computa una antigüedad laboral anterior a su vigencia.
Si la ley no puede retroactivamente imponer obligaciones patronales con respecto al personal que ha dejado
de prestar servicios antes de su vigencia, creemos que tampoco puede hacerlo un convenio colectivo.
Tal vez es ésta la norma más genuinamente autóctona de nuestra constitución formal, como que proviene de
la dolorosa experiencia vivida en la génesis constitucional durante la tiranía de Rosas. La suma del poder y las
facultades extraordinarias que invistió el gobernador de Buenos Aires dan razón suficiente y elocuente de la
prevención y prohibición de los constituyentes de 1853, que elaboraron con originalidad propia la norma
descriptiva.
128. — La norma del art. 29 es una norma penal. En ella se tipifica un delito de rango
constitucional, aunque no se adjudica directamente una pena. La pena surge indirectamente de la
parte final: será la de los “traidores a la patria”. La traición a la patria es, a su vez, otro delito
tipificado por la constitución en el art. 119 pero también sin adjudicación de pena. Por eso, la
pena debe estar contenida en otra norma que, al no figurar en la constitución formal, pertenece al
código penal.
Si el congreso no dicta la ley estableciendo la pena, el art. 29 no puede dar lugar a condena penal. No
obstante, dicho artículo permitiría siempre fundar la nulidad de los actos incriminados y de sus efectos, porque
con independencia de la incriminación la cláusula dice que tales actos llevan consigo una nulidad insanable, y esta
sanción de nulidad, por no ser penal, tiene aptitud de funcionar autónomamente.
Como norma penal que es (en cuanto contiene una incriminación) el art. 29 no permite su aplicación a
situaciones que no coinciden exactamente con el tipo penal que él describe. De tal modo, si el presidente asumiera
por sí la suma del poder o las facultades extraordinarias (o sea, sin que el congreso se las “concediera”), el delito
constitucional del art. 29 no quedaría cometido, porque faltaría el acto otorgante del congreso, y con él, la
conducta típica. La “concesión” de los poderes extraordinarios que enfoca la norma debe ser hecha “desde” el
órgano legislativo “a favor” del ejecutivo. Si esos poderes se conceden desde “otro” órgano que no es el
legislativo y/o a favor de “otro” que no es el ejecutivo, la acción es penalmente “atípica” en el marco
constitucional de la incriminación. O sea, no corresponde al delito del art. 29.
Quede en claro que el delito del art. 29 no es traición a la patria. La traición consiste “únicamente” —según
lo formula el art. 119— en tomar las armas contra la “nación” o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y
socorro; lo que por similitud dice el art. 29 es que el delito por él descripto sujetará a la responsabilidad y pena de
los “infames traidores a la patria”. O sea, reenvía a la pena que para la traición debe fijar el congreso.
La incriminación constitucional.
129. — El bien jurídico que la constitución protege penalmente en el art. 29 es múltiple; por un lado, la
incriminación tutela la forma republicana (en cuanto ésta presupone la división de poderes) y la propia
constitución que la establece; por otro lado, la incriminación quiere evitar que la “vida, el honor, o la fortuna” de
las personas queden a merced de la autoridad pública, de donde estos derechos fundamentales integran aquel bien
jurídico.
Las acciones típicas que incrimina la norma vienen aludidas por varias palabras: “conceder”,
“otorgar”, “formular”, “consentir”, “firmar”.
El proyecto legislativo de concesión es una “formulación”, pero para que ésta encuadre en la incriminación
constitucional hace falta que luego la “concesión” se lleve a cabo (lo que no impide que si la “concesión” no se
consuma, la mera “formulación” pueda ser incriminada por “ley” en el código penal).
El acto de “concesión” debe ser del congreso o de las legislaturas (poder legislativo), pero no
requiere a nuestro criterio que tenga “forma de ley”. En cambio, para ser del “congreso” necesita
la intervención de sus dos cámaras. No encuadra en el tipo penal la “concesión” por una sola
cámara. El mismo acto puede cometerse de una sola vez, o a través de sucesivos momentos
seriados, en cuyo conjunto se consume la concesión. La concesión puede ser expresa o implícita.
Para los legisladores que incurren en el acto de “concesión” consideramos que no rigen las inmunidades
parlamentarias, porque se trata de un delito constitucional que, por ser tal, excluye la cobertura de esas
inmunidades.
130. — Lo que no se puede conceder es: a) “facultades extraordinarias”; b) “suma del poder
público”; c) “sumisiones”; d) “supremacías”.
Las facultades extraordinarias a favor del poder ejecutivo o de los gobernadores provinciales
son todas las que la constitución no les confiere, sea porque las otorga a otro “poder”, sea porque
no son propias de ninguno.
La suma del poder público es la concentración en el ejecutivo (federal o provincial) de todas
las competencias que la división de poderes ha distribuido entre los tres departamentos del
gobierno.
Las sumisiones representan el sometimiento o la subordinación de los otros dos poderes o de
uno de ellos, al poder ejecutivo, al margen de la constitución. Las supremacías son las
superioridades jerárquico-funcionales del ejecutivo sobre el legislativo o el judicial.
131. — El delito del art. 29 es formal, porque no requiere que el ejecutivo use de la “concesión” efectuada.
En el texto leemos que el peligro potencial para la vida, el honor o la fortuna debe ser para los “argentinos”.
Atento la índole penal de la norma, hay tesis que interpretan que si ese riesgo sólo se da para los “extranjeros” la
acción ya no es penalmente típica, y por ende, no hay delito. Con tal interpretación, los sujetos pasivos de la
acción delictuosa sólo pueden ser los argentinos (nativos o naturalizados), por lo que el tipo penal no protegería a
los extranjeros.
No cabe en el tipo penal la concesión de las facultades prohibidas que puedan afectar o dañar bienes distintos
de la vida, el honor, o la fortuna.
132. — Hemos dicho que el núcleo del tipo penal es el acto de “concesión” (u otorgamiento) de los poderes
tiránicos. La autoría, entonces, se refiere a “formular”, “consentir”, o “firmar” ese acto.
Una vez consumado el acto de “concesión”, son autores del delito los legisladores, los redactores del
proyecto, los refrendantes del acto de concesión, los que lo promulgan, y los que lo consienten (por ej., los jueces
que en la causa judicial pertinente no nulifican el acto mediante control de constitucionalidad). De tal modo, todo
aquél que por acción u omisión participa o colabora en la “concesión”, sea antes o después, y aunque sólo sea por
“formular”, “consentir” o “firmar”, queda incurso en el delito constitucional.
De ahí que no vetar la ley vuelva delictuosa la conducta del presidente de la república (tanto si la promulga
expresamente, cuanto si queda promulgada tácitamente porque no la veta en tiempo hábil). También delinquen los
ministros que refrendan el decreto presidencial de promulgación.
Asimismo, una vez que la concesión se consuma, resultan autores los legisladores que no se han opuesto; por
ende, también los que estando presentes en alguna etapa de las sesiones del congreso han omitido votar, o han
votado en blanco, o se han retirado sin causa justificada de la sesión, y también los que a sabiendas y sin causa
justificada no han concurrido a las sesiones respectivas para evitar la sanción del acto de concesión. Por supuesto,
los que votaron afirmativamente.
133. — El código penal no ha reproducido fiel ni textualmente la incriminación del art. 29 de la constitución.
De todos modos, el tipo penal que surge de ese artículo surte efecto por sí solo, y toda acción coincidente con él es
delictuosa; la ley del congreso sólo hace falta para establecer la pena y para poder condenar haciendo aplicación
de ella.
Su encuadre y contenido.
135. — Ha cobrado curso y auge el llamado derecho procesal constitucional. ¿O más bien
derecho constitucional procesal?
Con un nombre u otro, apunta al diseño que desde el derecho constitucional busca y encuentra
en el derecho procesal las formas, las vías, los procedimientos y las garantías para dar curso a la
tutela de la supremacía constitucional y de los derechos personales.
A la postre, este derecho procesal constitucional encarrila procesos y recursos que bien caben
en el molde amplio de la llamada jurisdicción constitucional —mejor: jurisdicción constitucional
de la libertad—. La defensa de la constitución y de cuanto se contiene en ella, especialmente los
derechos, aparece así en el centro de gravedad del sistema garantista.
136. — Derechos, tutela, vías de protección. Y algo más muy importante, que ya traemos
muy resaltado en otras partes; es la legitimación procesal. De poco o nada valdrían las vías
existentes y disponibles, si no hubiera quienes estuvieran legitimados para el impulso procesal
defensivo.
La instancia supraestatal
137. — El derecho procesal constitucional no se detiene en el derecho interno. Ahora también hay una
jurisdicción supraestatal —transnacional o supranacional, la llaman algunos— que queda abierta con modalidades
diversas para reforzar, desde el derecho internacional, la protección de los derechos cuando en sede interna de los
estados sufren violación y cuando tienen raíz en tratados internacionales que arbitran aquella jurisdicción para los
estados que se hacen parte en el sistema.
En América la tenemos a través del Pacto de San José de Costa Rica, con sus dos organismos: la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Argentina ha consentido
su jurisdicción al ratificar el tratado en 1984, al que en 1994 la constitución reformada le ha conferido jerarquía
constitucional.
CAPÍTULO XXV
Su razón de ser.
1. — Los derechos que la constitución reconoce no son absolutos sino relativos: se gozan y
ejercen conforme a las leyes que los reglamentan, lo cual significa que pueden ser limitados o
restringidos, a condición de que la limitación o restricción resulte razonable.
Esta noción elementalísima de derecho constitucional presupone otra iusfilosófica innegable: el mundo
jurídico, el derecho, los derechos existen porque hay muchos hombres que conviven. O sea, porque hay
convivencia y sociedad hay un fenómeno jurídico que se llama “derecho”, y hay en él “derechos” de las personas.
De existir un solo ser humano nada habría, porque faltaría la relación imprescindible de alteridad que vinculara a
unos con otros, y diera sustento a la reciprocidad de “derechos-obligaciones” en la intersubjetividad de las
conductas.
Por ende, antes de decir que los derechos se pueden limitar, hay que dar por verdad que, ontológicamente, son
limitados, porque son derechos de los hombres “en sociedad” y “en convivencia”. De ahí en más, ese carácter
limitado hace que los derechos sean limitables, precisamente para hacer funcionar el goce, el ejercicio, la
disponibilidad y el acceso a su disfrute sin exclusión de nadie.
3. — Las limitaciones permanentes nos remiten al tema del poder de policía. Hemos de
acogerlo en forma explicativa tal como la jurisprudencia de la Corte lo maneja, sin perjuicio de
añadir nuestra crítica personal.
Hay dos conceptos del poder de policía: a) uno amplio; b) otro restringido. El amplio
proviene del derecho norteamericano; el restringido, del derecho europeo.
El “police power” del derecho norteamericano ha penetrado en nuestro derecho judicial.
Podemos decir que, en sentido lato, todas las limitaciones que por vía de reglamentación al
ejercicio de los derechos han sido reconocidas por la Corte como razonables, se han fundado en el
poder de policía.
Las materias que entran en el ámbito del poder de policía amplio (“broad and plenary”) son
múltiples: no sólo razones de seguridad, moralidad y orden públicos, sino aún mucho más allá: las
económicas, las de bienestar general y las de prosperidad, que hacen al confort, la salud, la
educación, etc.
4. — Este criterio amplio aparece en el derecho judicial de nuestra Corte Suprema, que lo ha reiterado en su
fallo del 12 de setiembre de 1996 en el caso “Irizar José Manuel c/Provincia de Misiones” con los siguientes
términos: “...el poder de policía ha sido definido como la potestad reguladora del ejercicio de los derechos y del
cumplimiento de los deberes constitucionales del individuo, la que para reconocer validez constitucional debe
reconocer un principio de razonabilidad que disipe toda iniquidad y que relacione los medios elegidos con los
propósitos perseguidos”.
5. — Si llamamos “poder de policía” a todo cuanto le incumbe al estado para limitar razonablemente los
derechos, en rigor estamos apuntando al poder liso y llano como elemento del estado, con lo que en verdad nada
nuevo agregamos con la fórmula específica del “police power”. De ahí que personalmente no aceptamos esta
acepción amplia, porque es innecesario crear una categoría especial de poder si con ella connotamos directamente
al poder en cuanto capacidad total de que dispone el estado para cumplir su fin de bienestar común público.
Quede bien en claro que cuando proponemos suprimir la noción dilatada de “poder de policía” sólo nos
dirigimos a eliminar esa construcción doctrinaria (o “concepto”) pero en modo alguno negamos que por las
mismas razones y causas que esa construcción postula se puedan limitar los derechos.
6. — Hecho este descarte, y suprimida la noción conceptual amplia del poder de policía, transamos en
mantener la expresión “poder de policía” para demarcar la “porción” del poder estatal que tiene un objeto bien
determinado y específico, cual es el de proteger la salubridad, la moralidad y la seguridad públicas. Tal es el
concepto restringido de poder de policía que emplea la doctrina europea.
Poder de policía sería, pues, para nosotros, el mismo poder del estado cuando se ejerce nada más que en
orden a la protección de la salubridad, moralidad y seguridad públicas, con el consiguiente efecto de limitar los
derechos para hacer efectivos esos objetivos concretos.
7. — No creemos que el poder de policía estricto (por razón de seguridad, moralidad y salubridad públicas)
consista solamente en dictar normas (o legislar) en esas materias con efecto limitativo de los derechos. También
es poder de policía cada acto de autoridad concreto que se cumple con aquel fin (por ej.: clausurar un
establecimiento insalubre, denegar un permiso de reunión peligrosa, inspeccionar un local público, impedir la
entrada al país de un grupo de extranjeros condenados en otro estado, etc.).
Las competencias del estado federal y de las provincias en materia de poder de policía.
8. — a) Si se acoge la tesis amplia y, por ende, poder de policía significa toda limitación de
derechos por cualquier objetivo de bienestar, parece que como principio su ejercicio es propio del
estado federal. La reglamentación de esos derechos, prevista en los artículos 14 y 28 de la
constitución, incumbe al estado federal, y dentro de él, al congreso.
La Corte Suprema, en la medida en que ha justificado la validez de restricciones a los derechos en el ejercicio
de ese llamado poder de policía mediante leyes del congreso, corrobora nuestro aserto. (ver nº 4).
La fórmula acuñada por la Corte dice que es incuestionable que el poder de policía corresponde a las
provincias, y que el estado federal lo ejerce dentro del territorio de ellas sólo cuando le ha sido conferido o es una
consecuencia de sus facultades constitucionales.
c) Cuando se apela a un vocabulario que menciona la competencia limitativa de los derechos como
“suspensión” de derechos, hay que entender que se está aludiendo a limitaciones y restricciones excepcionales
que, en el mejor de los casos, solamente equivalen a “suspender” el ejercicio de uno o más derechos, pero no los
derechos en sí mismos. Queda siempre a salvo la noción de que todos los derechos tienen un contenido esencial
mínimo que nunca puede ser suprimido, negado, alterado ni violado.
d) Como pauta general adelantamos que las situaciones y los institutos de emergencia acrecen
las competencias de poder y, paralelamente, aparejan una constricción y debilitamiento de los
derechos y de sus garantías tuitivas, pero siempre de conformidad con la norma judicial según la
cual la emergencia no autoriza el ejercicio por el gobierno de poderes que la constitución no le
acuerda, pero sí proporciona ocasión para que los concedidos se empleen con un ejercicio pleno
y a menudo diverso del ordinario.
10. — Los tratados internacionales sobre derechos humanos prevén sus posibles limitaciones.
La pauta genérica consiste en que esas limitaciones deben adecuarse al estilo de una “sociedad
democrática”. En el Pacto de San José de Costa Rica hay una cláusula genérica en el art. 32,
donde se enuncia que “los derechos están limitados por los derechos de los demás, por la
seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común, en una sociedad democrática”.
El art. 30 estipula que las restricciones autorizadas por el pacto no se pueden aplicar sino
conforme a leyes que se dicten por razones de interés general y con el propósito para el cual han
sido establecidas.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en su OC-6/86 interpretó que la “ley” que es indispensable
dictar para someter a restricciones los derechos equivale a la norma emanada del órgano legislativo del estado que
inviste competencia legiferante, con el agregado de que esa norma debe haberse dictado conforme al
procedimiento previsto para la elaboración de las leyes.
Es importante asimismo destacar que los tres pactos dejan a salvo, a su vez, los derechos y libertades que en
cada estado parte pueden emanar de fuentes distintas a cada uno de ellos.
Por analogía con las restricciones, podemos comprender que otros tratados (como la convención sobre
Discriminación Racial, la convención sobre Discriminación de la Mujer, y la de Derechos del Niño) contemplan
determinadas prohibiciones que irrogan impedimentos absolutos respecto de aquéllos a quien se dirigen y que, por
ende, no permiten que el que las debe soportar y respetar alegue que se le violan supuestos derechos suyos. En
todo caso, hay que entender que esas mismas prohibiciones funcionan como limitaciones severas —o tal vez como
“límites” de naturaleza ontológica— en una sociedad democrática.
La Convención sobre Derechos del Niño trae, asimismo, normas que prevén limitaciones a
determinados derechos (libertad de expresión, libertad religiosa, libertad de enseñanza, etc.,
derechos del empleador en el orden laboral).
Su caracterización.
Este carácter excepcional proviene, no tanto de la rareza o falta de frecuencia del fenómeno o episodio,
cuanto de que, por más repetido que resulte, se lo considera patológico dentro del orden previsto por la
constitución. Por eso, siempre se lo reputa peligroso, se procura frente o contra él la defensa de una seguridad
jurídica, y se hace valer la doctrina del “estado de necesidad”.
Los eventos que perturban el orden constitucional con carácter de emergencia son, entonces,
acontecimientos reales o fácticos. Al contrario, los institutos de emergencia, son creaciones del
derecho que importan medidas de prevención, seguridad y remedio para contener, atenuar o
subsanar las emergencias.
a) La gama de emergencias es muy variada, no obstante lo cual se puede ensayar su
agrupamiento mínimo en tres categorías fundamentales: a) la guerra; b) los desórdenes
domésticos o internos; c) la crisis económica.
b) Los principales institutos de emergencia que conocen la doctrina y el derecho comparado
son: a) el estado de guerra; b) la ley marcial; c) el estado de asamblea; d) el estado de sitio; e) las
facultades extraordinarias; f) la suspensión de garantías; g) la suspensión del habeas corpus; h)
los remedios innominados.
14. — Los institutos de emergencia poseen dos características fundamentales: a) por un lado,
producen un efecto en el derecho constitucional del poder o parte orgánica de la constitución, cual
es el de acrecentar ciertas competencias del poder, reforzando las de alguno o varios de los
órganos del poder; b) por otro lado, surten otro efecto en la parte dogmática de la constitución
originando una restricción de libertades, derechos y garantías individuales.
Ambos efectos son conocidos por nuestro derecho constitucional.
15. — Nuestra Corte Suprema tuvo ocasión de referirse a las emergencias y a sus institutos en la sentencia del
21 de junio de 1957 en el caso “Perón Juan D.”; en él dijo que las situaciones caracterizadas en la doctrina como
“de emergencia” “derivan de acontecimientos extraordinarios, imprevisibles o bien inevitables con los recursos
ordinarios, y que tienen una repercusión muy honda y extensa en la vida social, de suerte que demandan remedios
también extraordinarios: a veces son acontecimientos de carácter físico, como un terremoto, una grave epidemia,
etc.; a veces, de índole económica, como las que han determinado en nuestro país —y en la generalidad de los
países extranjeros— legislaciones especiales, de efectos restrictivos para el derecho de propiedad consagrado por
la constitución: así las leyes de moratoria hipotecaria y de prórroga de los arrendamientos... También la
emergencia puede provenir, sin duda, de un acontecimiento político, como es la revolución, pues lo que hace que
una situa-ción tenga aquel carácter no es la naturaleza del hecho determinante, sino su modo de ser extraordinario,
la gravedad y amplitud de sus efectos y la necesidad imperiosa de establecer normas adecuadas para restablecer
los intereses públicos afectados”.
Y a renglón seguido, la Corte sienta la regla o el principio básico, que extrae de la
jurisprudencia de la Corte de los Estados Unidos: “Aunque la emergencia no puede crear un
poder que nunca existió, ella puede proporcionar una razón para el ejercicio de poderes
existentes y ya gozados”.
Conforme a ello, nuestra Corte deja establecido dos cosas: a) que la emergencia no autoriza el
ejercicio por el gobierno de poderes que la constitución no le acuerda; b) pero la emergencia
justifica, con respecto a los poderes concedidos, un ejercicio pleno y a menudo diverso del
ordinario, en consideración a las circunstancias excepcionales.
16. — Más recientemente, en el caso “Peralta Luis A. y otro c/Estado Nacional, Ministerio de
Economía, BCRA”, fallado el 27 de diciembre de 1990, la Corte enfocó una emergencia
económica, y en relación con ella desplegó pautas que, de alguna manera, delinean un contorno
para las situaciones de excepción en general. Hay en la sentencia numerosas alusiones a la
necesidad de evitar el desmem-bramiento del estado, de asegurar su subsistencia, de atender a la
conservación del sistema político y del orden económico, de no frustrar la unión nacional y el
bienestar general, todo ello enderezado a un uso más intenso y urgente del poder estatal en
momentos de perturbación y de emergencia.
En el mismo caso “Peralta” la Corte dijo: “que el derecho de ‘emergencia’ no nace fuera de la
constitución, sino dentro de ella; se distingue por el acento puesto según las circunstancias lo
permitan y aconsejen, en el interés de individuos o grupos de individuos, o en el interés de la
sociedad toda”.
17. — En nuestra opinión, debe acogerse una serie de pautas para conciliar la necesidad de
contener y superar la situación de emergencia con la eficacia de los medios razonablemente
elegidos a tal fin, y con la protección de las personas cuyos derechos y libertades padecen
limitaciones más severas e intensas.
Proponemos que:
a) Previamente a poner en vigor un instituto de emergencia, o a adoptar medidas de
emergencia, el órgano de poder competente efectúe una declaración formal de que existe una
situación de emergencia, indicando cuál es;
b) Es necesario que esa declaración, así como la puesta en vigor de un instituto de
emergencia, queden sometidos a control judicial de constitucionalidad;
c) Conviene que el órgano de poder competente exprese —a efectos de que dicho control
opere razonable y objetivamente— cuáles son los motivos que dan sustento al acto declarativo de
la emergencia y a la puesta en vigor de un instituto de emergencia;
d) Debe fijarse expresamente la extensión temporal y territorial del instituto de emergencia o
de las medidas de emergencia;
e) Tiene que ser judiciable —a fin de respetar el derecho a la tutela judicial efectiva— toda
pretensión que una persona articule ante un tribunal cuando considera que una medida de
emergencia le resulta violatoria del contenido esencial de uno o más derechos que alega
titularizar.
Logrado este delineamiento, hace falta todavía dejar establecido que:
a) ninguna emergencia ni instituto de emergencia confiere poderes superiores o ajenos a la
constitución;
b) ninguna emergencia ni instituto de emergencia significa suspender la vigencia de la
constitución, ni, por ende: b’) alterar la división de poderes; b’’) permitir la violación de los
derechos personales.
18. — Las condiciones mínimas de validez constitucional que han de reunir los institutos y
medidas de emergencia son:
a) una real situación de emergencia, constatada o declarada por órgano competente (y con
control judicial sobre su existencia y subsistencia);
b) un fin real de interés social y público;
c) la transitoriedad de la regulación excepcional;
d) la razonabilidad del medio elegido, o sea proporción y adecuación entre la medida
dispuesta, el fin perseguido, y los motivos y causas que dan origen a la medida de emergencia.
La guerra.
19. — Nuestra historia conoció: a) la guerra con Paraguay en el siglo pasado durante la presidencia de Mitre;
b) la guerra por las Malvinas, en 1982, que se desarrolló sin previa declaración formal de guerra; c) la guerra
ficticia declarada a las potencias del Eje al finalizar la segunda guerra mundial de este siglo.
20. — La tesis sobre la supremacía del derecho internacional de guerra ha sido admitida por la jurisprudencia
de la Corte Suprema en ocasión del estado de guerra de nuestro país con Alemania y Japón durante la segunda
guerra mundial. Al fallar el caso “Merck Química Argentina c/Gobierno Nacional”, el 9 de junio de 1948, la Corte
dijo: a) que en tiempo de guerra, el derecho internacional prevalece sobre la constitución; b) los “poderes de
guerra” son anteriores, preexistentes y superiores a la misma constitución; c) el estado tiene el derecho de recurrir
a la guerra cuando hay apremiante necesidad, y de conducirla por los medios indispensables que las circunstancias
le imponen; d) no hay en ello más limitaciones que las que pueda haberle impuesto la constitución o los tratados
internacionales en vigencia; e) el estado, y el órgano político encargado de hacer efectiva la defensa de sus
intereses, son árbitro único en la conducción de la guerra promovida en causa propia.
En aplicación de esta jurisprudencia, quedó convalidada la legislación sobre propiedad enemiga, que
significó su confiscación lisa y llana.
21. — Si bien la constitución prevé la guerra, nos hemos progresivamente convencido de que
la encara únicamente como guerra defensiva. Por algo las alusiones que hace al “ataque” o la
“invasión” exterior en los arts. 6º y 23. (A la “guerra civil” hace referencia el art. 127).
A esta afirmación nos conduce asimismo todo cuanto en la misma constitución hace
referencia a la paz. Actualmente, se valora como un derecho de la tercera generación el “derecho
a la paz”.
La paz.
Es fácil entender que la consignación del bienestar general que se debe promover lo incorpora asimismo con
claro finalismo al plexo de valores para darnos a entender que el bienestar requiere de la convivencia pacífica, es
decir, de la paz.
El “proveer a la defensa común” que aparece en el mismo preámbulo que contiene los
reenvíos a la paz, la unión, y el bienestar, nos hace pensar que también hay que defender la paz.
Pero aquí no concluyen las remisiones. El art. 27 obliga al gobierno federal a afianzar sus
relaciones de paz con las potencias extranjeras.
De una coordinación congruente entre los valores de la constitución, sus previsiones sobre la guerra, y sus
alusiones a la paz, inferimos que la única hipótesis bélica que surge de la constitución es la defensiva contra
ataques o agresiones.
De nuevo la sincronización entre la constitución y el derecho internacional de los derechos humanos logra,
sin incompatibilidad alguna entre una y otro, valorar negativamente a la guerra como injusta.
La ley marcial.
23. — En nuestro derecho constitucional, la ley marcial no aparece dentro de la constitución formal. No
obstante, autores como González Calderón y Casiello la consideraron implícita en los poderes de guerra del
gobierno federal.
Nosotros entendemos que en cuanto irroga extensión lisa y llana de la jurisdicción militar a los civiles, la ley
marcial es inconstitucional, ya que la constitución no la ha previsto ni para caso de guerra ni para caso de
conmoción interna.
En el célebre caso “Milligan”, la Corte Suprema de los Estados Unidos condicionó la legitimidad de la ley
marcial a dos supuestos: a) que se aplicara en zona real de operaciones bélicas; b) que en esa zona los tribunales
civiles estuvieran impedidos de funcionar. Ante tal situación de hecho, provocada por la insurrección o invasión,
la autoridad militar podía someter a jurisdicción propia a militares y civiles, en reemplazo de la autoridad civil
impotente, y hasta tanto las leyes ordinarias recuperaran su vigencia normal.
El derecho constitucional material ha conocido varias veces, en nuestro país, la vigencia de la ley marcial.
24. — Como principio, dijimos que es violatoria de la constitución la atribución de competencia a la justicia
militar para conocer de delitos comunes cometidos por civiles, ya que ello equivale a sacar a éstos de sus jueces
naturales, a violar la división de poderes en desmedro del poder judicial, y a desorbitar a la jurisdicción militar de
su ámbito específico como fuero real o de causa.
Entre 1976 y 1983 el derecho judicial de la Corte admitió, con carácter excepcional, que por razón de grave
emergencia la ley puede someter a los civiles a la jurisdicción militar, la que, en ese caso, y conforme a la referida
jurisprudencia, no se muestra incompatible con la constitución.
El estado de sitio.
25. — El estado de sitio es el único instituto de emergencia reglado por nuestra constitución.
Está previsto para dos situaciones, cuyas causas son:
a) ataque exterior;
b) conmoción interior.
Pero ninguna de ambas emergencias configura por sí sola causa suficiente si faltan los
recaudos que tipifica la norma del art. 23.
La constitución cuida de diseñar prolijamente los casos. Para que el ataque exterior y la
conmoción interna permitan declarar el estado de sitio, es menester que: a) cada una de ellas
ponga en peligro el ejercicio de la constitución y de las autoridades creadas por ella, y b)
produzca perturbación del orden.
De ello se desprende que para la validez constitucional del estado de sitio es imprescindible la
causa configurada (o presupuesto) de la siguiente manera:
a) conmoción interior
o
ataque exterior
El peligro para las autoridades provinciales cabe como presupuesto del estado de sitio, porque ellas son
“autoridades creadas por la constitución”, desde que ésta las erige y garantiza con autonomía dentro de la forma
federal.
26. — Cuando la causa radica en el ataque exterior, el estado de sitio debe ser declarado por el poder
ejecutivo con acuerdo del senado (art. 99 inc. 16); si el congreso está en receso, entendemos que la necesidad de
poner en vigor el estado de sitio proporciona el “grave interés de orden” previsto en el inc. 9 del mismo artículo
para convocar a sesiones extraordinarias.
Cuando la causa radica en la conmoción interior, el estado de sitio debe ser declarado por el congreso (art. 75,
inc. 29 y art. 99 inc. 16); si el congreso está en receso, la facultad puede ejercerla el poder ejecutivo (art. 99 inc.
16), correspondiendo al congreso aprobar o suspender el estado de sitio declarado durante su receso (art. 75 inc.
29). Creemos que también en esa hipótesis el poder ejecutivo debe convocar al congreso inmediatamente después
de haber declarado durante su receso el estado de sitio.
27. — El estado de sitio puede ponerse en vigor en todo el territorio o en parte de él; así lo da
a entender el art. 23 (“se declarará en estado de sitio la provincia o territorio donde exista la
perturbación del orden”), en concordancia con los arts. 75, inc. 29 y 99 inc. 16 (declarar en estado
de sitio “uno o varios puntos”).
En el caso “Granada Jorge H.”, fallado el 3 de diciembre de 1985, la Corte retoma el criterio de que la
declaración del estado de sitio debe cumplir el requisito de establecer plazo expreso y determinación del lugar,
añadiendo con respecto al plazo que él resulta condición de validez del acto de suspensión de las garantías, y que
debe ser breve, porque la extensión indefinida del estado de sitio demostraría, en realidad, que ha caducado el
imperio de la constitución que con él se quería defender.
29. — La declaración del estado de sitio es una competencia privativa y exclusiva del
gobierno federal. Las provincias no pueden declararlo en sus jurisdicciones locales.
30. — El “acto declarativo” del estado de sitio tiene indudablemente naturaleza política, tanto
si lo cumple el poder ejecutivo cuanto si lo cumple el congreso, y cualquiera sea la forma con que
el acto se revista. No admitimos que de dicha naturaleza política se deduzca su “no
justiciabilidad”, porque pese al carácter político del acto, la causa judicial en que pueda
discutírselo proporciona competencia judicial para el control de constitucionalidad.
Conforme a la jurisprudencia uniforme sentada por la Corte, consideramos que la norma
vigente de derecho judicial es otra:
a) El acto declarativo del estado de sitio no es revisable judicial-mente, y no puede ser
atacado ante los jueces ni controlados por éstos.
Ya vigente la ley 23.098, cuyo art. 4º dispuso la justiciabilidad de la “legitimidad” de la declaración del
estado de sitio, la Corte interpretó que ello no significaba habilitar a los jueces a revisar las circunstancias de
hecho que toman en cuenta los órganos políticos para declarar el estado de sitio, lo que —por ende— en el
derecho judicial siguió siendo una facultad privativa y excluyente de tales órganos.
En cambio, sostuvo que el control judicial sobre la legitimidad alcanza doblemente a:
a’) revisar si la declaración del estado de sitio se ajusta a los requisitos de competencia y de forma que la
constitución prescribe; y
a’’) revisar si se ha cumplido con la fijación de plazo de vigencia del estado de sitio y la determinación del
lugar donde ha de regir.
Todo ello surge de la sentencia del 3 de diciembre de 1995 en el caso “Granada Jorge H.”.
Sin embargo, aunque sin llegar a controlar la constitucionalidad de la subsistencia o duración del estado de
sitio, la Corte Suprema hacia el final del período de facto comprendido entre 1976 y 1983, tomó en cuenta, como
un elemento adicional de juicio, la prolongación del instituto en algunas causas en que debió revisar medidas
restrictivas de la libertad corporal, para valuar la razonabilidad de éstas.
c) Sí son judiciables las medidas concretas que se adoptan en ejecución del estado de sitio,
controlándose su razonabilidad.
31. — En el derecho constitucional material, el estado de sitio ha sido aplicado muchas veces con ligereza,
sin real causa constitucional, y duración por dilatados períodos. Ello acusa una profunda mutación constitucional
por interpretación en torno del art. 23.
La crisis económica.
33. — Las crisis económicas no están previstas en la constitución formal, pero se consideran emergencias
constitucionales cuando por razón de sus causas o de las medidas a que dan lugar, inciden en el ámbito
constitucional, sea para acrecer competencias del poder, sea para restringir con mayor o menor intensidad los
derechos individuales. La crisis económica puede acoplarse a otra emergencia y serle paralela o subsiguiente —
por ej.: durante y después de la guerra—, o bien originarse con autonomía en causas propias.
Para la crisis económica no suele existir un instituto de emergencia propio, adoptándose únicamente medidas
de emergencia que presuponen la existencia de la emergencia.
En nuestro país las crisis económicas han dado lugar a medidas como: moratorias hipotecarias, reducción de
tasas de interés, rebaja en el monto de jubilaciones y pensiones, congelación y rebaja de alquileres,
indisponibilidad de depósitos bancarios en moneda extranjera, prórroga de locaciones, paralización procesal de
juicios, fijación y control de precios máximos, pagos en cuotas de sumas adecuadas en concepto de beneficios
previsionales, etc. La legislación de emergencia en estas materias significó restricciones al derecho de propiedad,
de contratar, de comerciar, de la seguridad social, etc.
En muchos de los casos, las medidas de emergencia han incurrido en inconstitucionalidad, sea por su
duración excesiva, sea por no guardar la necesaria y razonable proporcionalidad con el fin buscado, sea por violar
el contenido esencial de los derechos afectados, sea —en fin— por inexistencia real de la supuesta emergencia.
34. — Los tratados sobre derechos humanos prevén, bajo el nombre de “suspensión”,
restricciones o limitaciones que, con carácter excepcional y por real causa de emergencia, pueden
recaer en los derechos que ellos reconocen.
El Pacto de San José de Costa Rica contempla la suspensión de garantías en su art. 27, cuyo
texto dice:
“1. En caso de guerra, de peligro público o de otra emergencia que amenace la independencia o seguridad del
estado parte, éste podrá adoptar disposiciones que, en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las
exigencias de la situación, suspendan las obligaciones contraídas en virtud de esta Convención, siempre que tales
disposiciones no sean incompatibles con las demás obligaciones que les impone el derecho internacional y no
entrañen discriminación alguna fundada en motivo de raza, color, sexo, idioma, religión u origen social.”
“2. La disposición precedente no autoriza la suspensión de los derechos determinados en los siguientes
artículos: 3 (Derecho al Reconocimiento de la Personalidad Jurídica); 4 (Derecho a la Vida); 5 (Derecho a la
Integridad Personal); 6 (Prohibición de la Esclavitud y Servidumbre); 9 (Principio de Legalidad y de
Retroactividad); 12 (Libertad de Conciencia y de Religión); 17 (Protección a la Familia); 18 (Derecho al Nombre);
19 (Derechos del Niño); 20 (Derecho a la nacionalidad), y 23 (Derechos Políticos), ni de las garantías judiciales
indispensables para la protección de tales derechos.”
“3. Todo estado parte que haga uso del derecho de suspensión deberá informar inmediatamente a los demás
estados partes en la presente Convención, por conducto del Secretario General de la Organización de los Estados
Americanos, de las disposiciones cuya aplicación haya suspendido, de los motivos que hayan suscitado la
suspensión y de la fecha en que haya dado por terminada tal suspensión.”
A continuación prohibe la suspensión de los arts. 6 (Derecho a la vida); 7 (Prohibición de torturas, tratos
crueles, etc.); 8 (Prohibición de la esclavitud y servidumbre); 11 (Prohibición de encarcelar por el solo hecho de
no cumplir una obligación contractual); 15 (Principio de legalidad penal); 16 (Derecho al reconocimiento de la
personalidad jurídica); y 18 (Libertad religiosa).
Hay obligación de informar de la situación y de su cese a los demás estados parte a través de
las Naciones Unidas.
Su encuadre.
35. — El estado de sitio como instituto de emergencia responde a los siguientes principios: a)
no suspende la vigencia de la constitución; b) tampoco destruye ni debilita la división de poderes,
cuyos órganos y funciones subsisten plenamente; c) se pone en vigor para defender la constitución
y las autoridades creadas por ella.
En cuanto a la repercusión sobre los derechos, hay dos pautas:
a) la genérica consigna que, declarado el estado de sitio en la provincia o el territorio donde
existe la perturbación del orden, quedan suspensas allí las garantías constitucionales;
b) la específica, b’) prohibe al presidente de la república condenar por sí o aplicar penas;
pero: b’’) limita su poder a arrestar o trasladar personas de un punto a otro, si ellas no prefieren
salir del territorio argentino.
36. — Hay que dividir —por eso— las posibles restricciones a los derechos en dos campos: a)
el de la libertad corporal, o física, o ambulatoria, o de locomoción; b) el de los demás derechos y
libertades diferentes de la libertad corporal.
Vemos, entonces, que el mismo art. 23 confiere al presidente de la república la facultad
“específica” que, en orden a la libertad corporal de las personas, lo autoriza a: a) arrestarlas, o a
b) trasladarlas de un lugar a otro; pero c) tanto el arresto como el traslado cesan si el afectado
opta por salir del territorio.
En cuanto a los demás derechos y libertades distintos de la libertad corporal, hemos de tomar
en cuenta la fórmula “genérica” que en el art. 23 alude a suspensión de las “garantías
constitucionales”.
Conciliando esta fórmula con la facultad presidencial de arrestar o trasladar, nuestra
interpretación es la siguiente: a) la circunstancia de que la constitución diga que “respecto de las
personas” el “poder” del presidente “se limitará” al arresto o al traslado, significa que esas dos
restricciones son las únicas que pueden recaer sobre la libertad corporal; pero b) no impide que
para derechos y libertades diferentes de la libertad corporal el presidente ejerza la facultad de
imponerles ciertas limitaciones razonables.
Si tales limitaciones del inc. b) estuvieran prohibidas, creemos que se perdería el sentido de la citada fórmula
genérica que hace referencia a la “suspensión” de las garantías constitucionales.
37. — Se debe analizar si las medidas restrictivas de los derechos deben ser dispuestas por el
poder ejecutivo, o si cabe también que las establezca con carácter general el congreso.
La restricción a la libertad corporal mediante arresto o traslado no parece dejar duda de que,
conforme al art. 23, es una competencia propia y única del poder ejecutivo, de modo que el
problema se traslada a la restricción de derechos distintos de la libertad corporal. Por analogía,
cabe interpretar que en este segundo campo el principio es el mismo: corresponde al ejecutivo
restringir el ejercicio de los demás derechos.
Sin renegar de lo recién dicho, creemos posible reconocer también al congreso la competencia
de restringir determinados derechos distintos de la libertad corporal, lo que admite subdividirse
así:
a) el congreso podría “reglamentar” por ley el instituto del estado de sitio con carácter general, para
cualquier caso futuro, pero conforme a nuestra teoría finalista es difícil prever anticipadamente “cada” situación
concreta en la que sea viable poner en vigor el estado de sitio, por lo que la ley reglamentaria sólo sería susceptible
de incluir parámetros globales y flexibles;
b) el congreso podría, cuando se declara el estado de sitio, establecer mediante ley para ese caso particular
qué derechos quedarían afectados por restricciones, cuáles cuyo ejercicio se prohibiera y, además, determinar que
el acto individual de aplicación de una medida restrictiva por el poder ejecutivo habría de tomar en cuenta si
concurre para ello el peligro real que en ese estado de sitio la ley pretende prevenir o subsanar;
c) el congreso no puede, a nuestro criterio, inhibir o limitar la facultad privativa del presidente para disponer
arresto o traslado de personas, ni interferir o retacear el control de razonabilidad a cargo del poder judicial.
La “suspensión de las garantías”: teorías.
A esta teoría se le ha replicado que, de ser constitucionalmente exacta, permitiría durante el estado de sitio
confiscar la propiedad, expropiar sin indemnizar, tramitar procesos judiciales sin respetar el debido proceso y la
defensa en juicio, obligar a declarar contra sí mismo, etc.
b) Suspensión amplia de todas las garantías, pero sometiendo las medidas restrictivas a
control judicial de razonabilidad cuando quien soporta una limitación la impugna judicialmente,
con una única retracción: no son judiciables las medidas que recaen sobre la libertad corporal (o
sea, el arresto y el traslado de personas), salvo que con ellas se aplicara una pena o se negara el
derecho de opción para salir del país.
c) Suspensión limitada de las garantías, para afectar solamente el ejercicio de aquellos
derechos que resulte incompatible con los fines del estado de sitio, más el control judicial de
razonabilidad cuando se impugna una medida determinada, a efectos de verificar si se ha
cumplido o no la regla antes señalada.
d) Suspensión restringida y única de la libertad corporal, que pue-de afectarse por arresto o
traslado de las personas; todos los otros derechos escapan a cualquier medida restrictiva.
39. — El derecho judicial de la Corte ha registrado oscilaciones, recorriendo diversas
posturas. Podría decirse, latamente, que hasta 1956 adoptó el lineamiento del inc. a); en 1972, al
fallar el caso “Mallo Daniel” —en el que acogió un amparo para exhibir un film que había sido
prohibido por el poder ejecutivo durante el estado de sitio— nos quedó la impresión de que se
inclinaba por la tesis del inc. c); entre medio, a partir de 1959, había adoptado la del inc. b).
En 1977 y 1978, enfrentando un elevado número de habeas corpus, registramos avances
paulatinos en el control judicial de la razonabilidad, en cuanto la misma Corte lo hizo recaer sobre
medidas privativas de la libertad corporal (así, por ejemplo, en los casos “Pérez de Smith”,
“Zamorano” y “Timerman”).
Sin que pueda darse por abandonado el sesgo jurisprudencial de la teoría finalista, cabe
señalar que el fallo de la Corte del 3 de diciembre de 1985, en el caso “Granada Jorge H.”,
puntualizó algunas pautas con referencia a la privación de libertad (arrestos), dentro del marco
que la ley 23.098 (art. 4º inc. 2) estableció para el habeas corpus durante el estado de sitio: a) el
control judicial de razonabilidad del arresto es excepcional, y se limita a supuestos de
arbitrariedad; b) la privación de libertad ha de ser breve; tal brevedad se vincula con la exigencia
de que el acto declarativo del estado de sitio esta-blezca plazo expreso y, además, breve; c) el
poder ejecutivo no nece-sita probar ante el juez del habeas corpus el fundamento de las deci-
siones que motivan el arresto; d) el estado de sitio autoriza a arrestar sin causa legal u ordinaria, y
sin intervención judicial.
La tesis finalista.
40. — Con aproximación a la tesis que hemos explicado en el inc. c) del nº 38, nuestro punto de vista
encuadra en lo que llamamos la teoría finalista.
La tesis finalista habilita un amplio control judicial de razonabilidad de cada medida restrictiva, tanto si recae
mediante arresto o traslado sobre la libertad corporal de una persona, como si afecta a derechos distintos de la
libertad corporal. Por supuesto que dicho control sólo cabe en el marco de un proceso judicial impugnatorio de la
restricción, dentro del esquema normal del control de constitucionalidad. Pero el control judicial de razonabilidad,
según esta teoría, solamente permite descalificar una restricción cuando el ejercicio del derecho sobre el cual recae
no puede originar peligro, con su ejercicio, para los fines propios del estado de sitio.
41. — La ley de habeas corpus 23.098 parece dar recepción a la teoría finalista para las restricciones a la
libertad ambulatoria, porque establece que el procedimiento de habeas corpus en tutela de la misma podrá tender a
comprobar, en el caso concreto, “la correlación entre la orden de privación de la libertad y la situación que dio
origen a la declaración del estado de sitio”.
42. — Para hacer operar judicialmente a la teoría finalista, hay que dar por cierto que las dos “causas”
constitucionales del estado de sitio (conmoción interior y ataque exterior) tienen, en cada situación concreta, algún
“motivo” que les da origen. Por ejemplo, una huelga subversiva puede configurar —como “motivo”— la “causal”
de conmoción interior. Por ende, el control judicial de razonabilidad ha de retroceder hasta el “motivo” para
indagar si, por su magnitud, ha dado lugar a una “causal” constitucional.
De ahí en más, se ensambla el análisis siguiente: a) si el motivo y la causal ponen en peligro el ejercicio de la
constitución y de las autoridades creadas por ella; b) si, además, la restricción impuesta a la libertad corporal de
determinada persona, o a uno o más derechos distintos de la libertad corporal, resulta razonable en virtud de que:
b’) la libertad de la persona afectada, o el ejercicio del derecho restringido originan un peligro para los fines que
debe cumplir en cada caso situacional el estado de sitio entonces declarado.
Aplicando este esquema, la teoría finalista concluye afirmando que durante el estado de sitio sólo se pueden
afectar derechos y garantías cuyo ejercicio es susceptible de provocar en “cada caso” concreto un peligro real y
actual para el “fin” (conjurarlo) que se propone el estado de sitio que se ha puesto en vigor.
Este es el núcleo que los jueces deben someter a control judicial de razonabilidad en cada proceso (de habeas
corpus o de amparo) en el que se plantea una impugnación a medidas restrictivas.
43. — Las posibles restricciones que sobre los derechos y garantías se aplican en virtud del
estado de sitio son reputadas por la doctrina como medidas de seguridad, puesto que
expresamente el art. 23 prohibe al presidente condenar por sí o aplicar penas.
Es harto simple decir que el presidente nunca va a autocalificar como pena una medida restrictiva que él
ordena. Pero es probable que la magnitud, intensidad o duración de una medida restrictiva le asigne naturaleza real
de pena, aunque, por supuesto, no se la denomine así oficialmente.
Asimismo, tienen carácter de “penas” las clausuras prolongadas o sin término de imprentas, diarios, revistas,
etc.; las prohibiciones de una publicación periódica que van más allá del ejemplar que ofrece peligro. Se puede
impedir que circule un número peligroso y secuestrarlo, pero no que aparezcan los futuros, porque no se puede
presumir su contenido.
El derecho judicial de la Corte tiene dicho que, fuera de la afectación de la libertad en el proceso penal, la
única que prevé la constitución es ésta que deriva durante el estado de sitio de la facultad de arresto o traslado
concedida por el art. 23 al presidente de la república.
44. — El tema de la duración se desdobla en: a) duración de la vigencia del estado de sitio; b)
duración de cada medida restrictiva sobre la libertad corporal o sobre uno o más derechos.
Ambas cosas han de quedar sometidas a control judicial de razonabilidad.
La duración del estado de sitio no fue objeto de dicho control hasta 1985.
El derecho judicial de la Corte mostró, no obstante que, pese a no controlarse la duración del estado de sitio,
tal duración prolongada puede servir como un elemento de juicio para ejercer el control de razonabilidad sobre
una medida restrictiva, y hasta para descalificarla cuando por “durar” demasiado se la reputa arbitraria.
Con el fallo dictado por la Corte el 3 de diciembre de 1985 en el caso “Granada”, la fijación de plazo breve es
condición de validez del acto de suspensión de las garantías, e igual duración breve han de tener los arrestos, de lo
que surge una posible ampliación del control judicial cuando falta el plazo, o es indefinido, o muy extenso, tanto
respecto del estado de sitio como del arresto.
45. — El acto presidencial que dispone un arresto o traslado debe revestir la forma de decreto del poder
ejecutivo, explicitar adecuadamente los fundamentos en relación con la o las personas que quedan afectadas, y ser
susceptible de control judicial mediante la acción de habeas corpus.
La facultad del presidente para arrestar o trasladar personas no admite ser ejercida por otro funcionario, ni
transferida a uno o más dependientes del poder ejecutivo.
46. — La detención o el traslado pueden alcanzar a cualquier persona, incluso: a) a extranjeros que se hallan
asilados en nuestro país; b) a quienes se hallan bajo proceso judicial (detenidos, excarcelados, etc.). Pero no
pueden serlo los miembros del congreso en virtud de sus inmunidades parlamentarias (caso “Alem”, fallado por la
Corte en 1893).
El arresto o el traslado pueden también recaer en personas que se hallan sometidas a proceso judicial. La
competencia presidencial es distinta y ajena a la del poder judicial, y tiene causas y objetivos diferentes.
Lo que sí debemos puntualizar nosotros, como criterio personal, es que la facultad de arresto o traslado que
inviste el poder ejecutivo en razón del peligro que el estado de sitio se propone contener, no puede ejercerse para
investigar o descubrir delitos comunes que nada tienen que ver con la emergencia, y cuya represión pertenece al
poder judicial; ni siquiera a título de colaborador de los jueces puede reconocerse al presidente de la república la
atribución de detener personas presumidas de haber cometido hechos delictuosos ajenos a la situación de peligro.
Todas estas reglamentaciones, aun las más benignas, son a nuestro juicio inconstitucionales, porque la
operatividad del derecho de opción no tolera la más mínima sujeción a reglamentaciones. Unicamente el juez ante
el cual se deduce un habeas corpus (por opción denegada o demorada) puede establecer en su sentencia la forma
de hacer efectiva de inmediato la salida.
49. — El derecho judicial emanado de la Corte tiene dicho, acertadamente, que frente a la opción para salir
del país, el poder ejecutivo no tiene una facultad de concesión o denegatoria que pueda administrar a su arbitrio,
porque dicha opción resulta una verdadera garantía en resguardo de loa libertad corporal, que pone límite al
arresto o traslado dispuesto por aquel poder.
No obstante, el mismo derecho judicial ha registrado, durante épocas de reglamentación limitativa del
derecho de opción (concretamente, entre 1976 y 1983), pronunciamientos que no han reconocido la automaticidad
operativa de la opción; por una parte, ha sostenido que su suspensión “sine die” podía encontrar óbice
constitucional y configurar una pena; pero por otra ha admitido que, sin llegar a convertir el derecho de opción en
un mero derecho de petición, es posible someterlo a condicionamientos transitorios. (No obstante, la misma Corte,
en la época citada, ejerció control de constitucionalidad sobre opciones denegadas por el poder ejecutivo; así, en el
caso “Moya” del 15 de mayo de 1981, en el que hizo lugar a la opción).
50. — Se plantea el problema de si el detenido o trasladado que en uso de la opción ha salido del país, puede
volver a entrar.
La respuesta admite una doble situación: a) que el regreso esté tipificado como delito en la ley penal; b) que
no lo esté.
a) Si reingresar es delito, quien reingresa violando la prohibición penalizada es susceptible de proceso penal y
de condena.
b) Si el reingreso no está incriminado, la persona que hizo cesar un arresto o traslado saliendo del territorio en
uso de la opción, puede volver a entrar, pero: a) si la primitiva medida de arresto o traslado subsiste, puede ser
aplicada; b) si a raíz de la salida se la dejó sin efecto, el poder ejecutivo puede adoptar una nueva medida de
arresto o traslado.
En segundo lugar, tanto en la hipótesis a) como en la b), es posible interponer un habeas corpus contra la
primitiva medida subsistente, o contra la nueva, respectivamente.
En tercer lugar, en la hipótesis b) la persona que salió y volvió, y que es objeto de un nuevo arresto o traslado,
puede volver a optar para salir del territorio.
51. — Cabe analizar qué ocurre con el habeas corpus frente a quien salió del territorio en uso de la opción. En
el caso “Solari Yrigoyen Hipólito E.”, fallado el 11 de marzo de 1983, la Corte sostuvo que si subsiste la medida
privativa de libertad que dio origen a la opción para salir del país, la persona que se halla en el extranjero tiene
acción para impugnar aquella medida mediante el habeas corpus (en el citado caso, el tribunal dispuso, en
ejercicio del control de constitucionalidad, que debía cesar la restricción que impedía al beneficiario del habeas
corpus su regreso al país en condiciones de completa libertad ambulatoria).
52. — Cuando se dice que durante el estado de sitio se suspende el habeas corpus, la doctrina
y la jurisprudencia han interpretado tal suspensión de diversas maneras:
a) podría significar que no se puede interponer; o que
b) si se interpone, no hay judiciabilidad de la medida presidencial de arresto o traslado; o que
c) se puede interponerse, se debe tramitar, ha de habilitar el control judicial, y será o no
exitoso según se acredite la falta de razonabilidad —o no— del arresto o del traslado.
53. — Hasta promediar la década de 1970, el derecho judicial de la Corte consideró que, como principio, eran
irrevisables judicialmente (o sea, exentas de control judicial) las medidas de arresto o traslado de personas.
Solamente cabía la revisión judicial, según la Corte, si a) el presidente aplicaba una pena; b) demoraba o
denegaba la opción que el arrestado o trasladado había formulado para salir del país.
Actualmente, el derecho judicial de la Corte nos permite decir que: a) el habeas corpus puede interponerse
durante el estado de sitio; b) el proceso debe tramitarse con suficiente diligencia en su duración y en la amplitud
probatoria; c) el efecto será exitoso o no según que la sentencia, ejerciendo control de razonabilidad, resuelva que
la restricción de la libertad corporal ha sido arbitraria o no.
Conviene retener que la Corte Suprema tiene establecido que al momento de dictarse la sentencia de habeas
corpus debe subsistir el gravamen para la libertad del individuo, o sea que si la restricción —arresto o traslado—
ha cesado antes de la sentencia (aunque haya existido al tiempo de promoverse el proceso y durante su pendencia)
la cuestión se ha tornado “abstracta” y ha convertido en improcedente todo pronunciamiento sobre ella. Esta regla
general parece dikelógicamente aceptable, porque si el objeto del habeas corpus es remover la restricción a la
libertad, y tal restricción ha desaparecido cuando el juez va a sentenciar, en esa instancia procesal ya no hay
materia litigiosa a los fines del habeas corpus.
54. — Nos interesa detenernos en la jurisprudencia, ámbito del cual extraemos una sentencia de la Corte del
año 1989. Con los presupuestos argumentales en que sustenta su decisorio, el tribunal nos proporciona base para
inferir una pauta doctrinaria que aquí proponemos: el arresto a la orden del poder ejecutivo durante el estado de
sitio, según hayan sido los motivos, las circunstancias y el tiempo de detención, cuando (con opción del afectado
por salir del país, o sin ella, o con opción denegada) se acredita haber sufrido daño material o moral, hace
procedente la responsabilidad del estado y el consiguiente efecto indemnizatorio.
En el caso “Paz Francisco O. c/Poder Ejecutivo Nacional”, del 3 de octubre de 1989, una muy buena
sentencia de la Corte Suprema tuvo ocasión de revocar el fallo inferior en un juicio promovido en demanda de
daños y perjuicios contra el estado por la parte actora, que había sufrido ocho años de detención a la orden del
poder ejecutivo desde 1975 durante el largo lapso de estado de sitio inmediatamente anterior a 1983, y cuya
opción para salir del país había sido denegada oportunamente. Su privación de libertad fue calificada por el
pretensor como ilegítima.
Para rechazar esa pretensión, el tribunal inferior cuya decisión la Corte dejó sin efecto alegó que el actor no
había formulado planteo expreso de inconstitucionalidad ni había actuado eficazmente en su oportunidad contra la
medida que lo privó de su libertad.
La Corte, por su lado, despeja y desbarata esos supuestos óbices, y luego de reiterar doctrina constante acerca
de las limitaciones que la constitución impone al poder ejecutivo cuando ejerce facultades emergentes del art. 23,
sostuvo que: “en consecuencia, contrariamente a lo sostenido por el a quo, la actividad jurisdiccional enderezada a
consagrar la salvaguarda de esas garantías básicas, no se encuentra obstaculizada por la ausencia de un planteo de
inconstitucionalidad, pues de lo que se trata es de examinar —frente al pedido de indemnización en que consiste la
demanda— la razonabilidad de la medida que denegó la opción para salir del país en el caso concreto. Y es ésta
una facultad irrenunciable de los jueces, habida cuenta de que —como se ha planteado en el sub examine— la
continuación del arresto sine die pudo importar una verdadera pena por parte del presidente de la nación, acto que
expresamente le está vedado por imperio del art. 95 de la constitución nacional”.
En cuanto al argumento del mismo tribunal inferior, en cuanto excluyó la responsabilidad del estado por
atribuir inactividad procesal al actor durante el tiempo en que estuvo detenido, la Corte dijo que: “aquella
afirmación es grave, si se tiene en cuenta que conduce a sostener que el estado, mediante un acto de su sola
voluntad —ordenar la libertad del recurrente— quedaría exento de responder por los perjuicios causados por su
actuación ilegítima o que esa ilegitimidad quedaría borrada por la conducta del propio demandante, situación
imposible en el caso, ya que la causa directa e inmediata que en forma excluyente determinó la prolongación del
arresto del actor fue el empleo de la fuerza por el estado y no la falta de actividad del detenido. No lo es menos la
segunda alternativa, pues al tratarse de un reclamo por la reparación de daños y perjuicios provenientes de la
privación de la libertad, sólo podría verse afectado por las disposiciones atinentes a la prescripción”.
Del fallo de la Corte del 13 de junio de 1985 (Incidente de excepción de falta de acción promovido por el
doctor Alberto Rodríguez Varela en la querella criminal de Carlos S. Menem contra Jorge R. Videla y Albano E.
Harguindeguy) se puede inferir que: a) cuando un habeas corpus prospera contra el arresto dispuesto por el poder
ejecutivo, no necesariamente ha de tenerse como ilícita la conducta del presidente de la república que hizo uso de
sus facultades políticas; b) pero tampoco la naturaleza de éstas ha de volver impunes los delitos que al resguardo
de ellas se haya podido cometer.
Ello significa que, eventualmente, bajo la cobertura formal de un arresto dispuesto con invocación del art. 23
es posible que se consume —por ej.— el delito de privación ilegítima de la libertad.
55. — Sugerimos aplicar a los supuestos analizados la pauta que hemos expuesto en el cap. XVI, nº 23, y cap.
XXIV, nos. 37 y 38.
CAPÍTULO XXVI
I. LA ETAPA ANTERIOR A LA
REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994
El perfil garantista.
1. — Ha sido común conceptuar al amparo como la acción destinada a tutelar los derechos y
libertades que, por ser diferentes de la libertad corporal o física, escapan a la protección judicial
por vía del habeas corpus.
El paralelismo entre el amparo y el habeas corpus responde a la construcción de ambas garantías dentro del
derecho constitucional federal. No puede, sin em-bargo, acogerse con rigidez, desde que el derecho constitucional
provincial —pa-ra no incursionar en el derecho comparado— proporciona algunas diferencias.
Todas las etapas anteriores a 1994 podría parecer que han perdido interés después de la reforma, no obstante
lo cual integran un itinerario con muchos engranajes para interpretar lo que de novedoso encontramos hoy en el
orden de normas de la constitución escrita.
Un breve recordatorio se hace, por eso, conveniente.
4. — Al igual que la constitución formal, hasta el año 1957 nuestro derecho constitucional
material no solamente ignoró al amparo, sino que su admisibilidad fue expresamente negada por
la jurisprudencia.
El alegato en que se fundaba el rechazo de la acción y del procedimiento amparistas era el siguiente: los
jueces no pueden, a falta de ley procesal, crear vías ni procedimientos no previstos, porque deben atenerse a los
que la ley les depara.
La etapa de admisibilidad.
El párrafo más elocuente de la sentencia decía: “Las garantías individuales existen y protegen
a los individuos por el solo hecho de estar consagradas por la constitución, e independientemente
de las leyes reglamentarias...”
b) Al año siguiente —en 1958— el caso “Kot” añadía a la citada creación judicial nuevos
elementos de procedencia del amparo.
Se trataba de la ocupación de un establecimiento por parte del personal en conflicto con la patronal. La Corte
admite por vía de amparo la desocupación del local, en tutela de los derechos de propiedad y de ejercer la
actividad propia de la fábrica (o sea, el derecho de trabajar). La diferencia con el caso “Siri” radicaba en que ahora
el acto lesivo de un derecho subjetivo emanaba, no de autoridad, sino de particulares.
6. — Los precedentes “Siri” y “Kot” permiten una somera sistematización del lineamiento judicial posterior a
ellos, con las siguientes pautas: a) la ausencia de norma reglamentaria del amparo, tanto en la constitución como
en la ley, no obsta a su procedencia; pero b) el amparo tuvo carácter de vía excepcional, reservada para atacar
actos de autoridad y de particulares con perfil de arbitrariedad o ilegalidad manifiestas, en suplencia de otras vías
comunes menos idóneas; c) el proceso debe ser sumario y rápido para revestir eficacia; d) en su trámite ha de
respetarse el principio de bilateralidad, dando intervención al autor del acto lesivo para garantizar el debido
proceso y el derecho de defensa; e) el amparo no procede si la cuestión de hecho y de derecho ofrece dudas o
exige mayor amplitud de debate y de prueba; f) la acción puede interponerse tanto por personas físicas como por
personas jurídicas (en el caso “Kot” la parte actora era una sociedad comercial).
7. — De este modo, se produjo una mutación constitucional que dio ingreso a un nuevo
contenido en la constitución material. Se puede decir, doblemente, que se trata de una mutación
“por adición” (debido a la añadidura), y “por interpretación” (debido a que la añadidura surge de
una interpretación generosa de la constitución formal).
8. — En octubre de 1966 se dictó la ley 16.986, sobre amparo contra actos estatales.
En 1968, el Código Procesal Civil y Comercial de la Nación —ley 17.454— incorporó el
amparo contra actos de particulares, regulándolo como proceso sumarísimo.
Quiere decir que: a) entre 1957/58 y 1966/68 el amparo fue regido únicamente por el derecho
judicial; y b) a partir de 1966/68 (leyes 16.986 y 17.454) mereció regulación legal.
En su esquema básico, el instituto amparista fue legislado acogiendo en lo fundamental las pautas que había
anticipado la jurisprudencia, con muy pocas innovaciones.
9. — En cuanto al amparo que se denomina “sindical” para dar tutela también a la libertad sindical en favor
de determinada categoría de trabajadores y de asociaciones gremiales, entendemos que, más allá de cómo lo
previó la legislación (por ej., la ley 23.551), hubo de tener encuadre y curso dentro de la fisonomía genérica del
amparo, tanto en contra de actos estatales como de particulares.
Algo equivalente cabe decir en torno de otro tipo de amparos (electoral, fiscal, por mora de la administración,
etc.).
11. — El art. 43, en sus dos primeros párrafos dedicados a lo que llamaríamos el amparo más
clásico en nuestro sistema garantista, dice así:
“Toda persona puede interponer acción expedita y rápida de amparo, siempre que no exista
otro medio judicial más idóneo, contra todo acto u omisión de autoridades públicas o de
particulares, que en forma actual o inminente lesione, restrinja, altere o amenace con arbitrariedad
o ilegalidad manifiesta, derechos y garantías reconocidos por esta Constitución, un tratado o una
ley. En el caso, el juez podrá declarar la inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u
omisión lesiva.
Podrán interponer esta acción contra cualquier forma de discriminación y en lo relativo a los
derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al usuario y al consumidor, así como a los
derechos de incidencia colectiva en general, el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones
que propendan a esos fines, registradas conforme a la ley, la que determinará los requisitos y
formas de su organización.”
(La bastardilla es nuestra).
No obstante que para una mejor comprensión del art. 43 hayamos dicho que estos dos primeros párrafos
recién transcriptos diseñan el tipo de amparo más clásico, o tradicional en el derecho federal argentino, conviene
adelantar que ya en este sector aparecen novedades, y que el párrafo segundo ha hecho opinar a una parte de
nuestra doctrina que en él se acoge —o acaso se esboza— un tipo de amparo colectivo.
12. — La “acción” queda definida como expedita y rápida, cuando en verdad lo expedito y
rápido es el “proceso” que toma curso con la acción. Ello se corrobora cuando, a continuación, se
prevé la procedencia del amparo cuando no existe otro medio judicial más idóneo.
Es dable —y aconsejable— interpretar que cuando en esta referencia al medio judicial más
idóneo la norma omite aludir a vías administrativas, no se obstruye la procedencia del amparo por
el hecho de que existan recursos administrativos, o de que no se haya agotado una vía de
reclamación administrativa previa.
En este sentido, el art. 43 elimina una traba legal y jurisprudencial que, hasta ahora, solía entorpecer al
amparo, y que sólo se superaba —con dificultad— en el caso de entenderse que utilizar vías administrativas antes
de deducir la acción de amparo originaba daño irreparable al promotor.
13. — Se habilita la acción tanto contra actos estatales como contra actos de particulares, y
la índole de tales actos lesivos —comprensivos de la omisión— conserva lo que ha sido tradición
en el amparo argentino: lesión, restricción, alteración o amenaza, con arbitrariedad o ilegalidad
manifiesta, en forma actual o inminente.
14. — El acto lesivo que se acuse en el amparo podrá referirse a derechos y garantías
reconocidos por la constitución, por un tratado, o por una ley; y acá sí hay esclarecimientos
favorables a la holgura del proceso amparista.
Recordemos que no faltó jurisprudencia que lo reputara improcedente si la lesión dañaba derechos
emergentes de tratados internacionales, o de leyes. Ahora esas angosturas quedan superadas.
La declaración de inconstitucionalidad.
La prohibición del art. 2º inciso d) de la ley 16.986 no podrá ya prevalecer sobre la clarísima norma contraria
de la constitución. Habrá que decir que desde el 24 de agosto de 1994 ha quedado derogado por el art. 43, o que ha
quedado incurso en inconstitucionalidad sobreviniente.
Lo que deja duda es si una norma general directamente auto-ejecutoria que causa lesión sin
la intermediación de un acto individual aplicativo puede ser atacada a través del amparo. La duda
se resuelve, a nuestro parecer, afirmativamente. En efecto, cuando el art. 43 dice que el juez podrá
declarar la inconstitucionalidad de una norma cuando en ella “se funde” el acto o la omisión, deja
espacio suficiente para interpretar que una norma autoejecutoria que, por su sola vigencia, implica
consumar directamente un acto o una omisión, es la norma “fundante” de ese acto o de esa
omisión, y que éstos quedan configurados como lesivos en y por la norma misma.
17. — Mucho ha discurrido la doctrina acerca del rol directo o subsidiario del amparo
previsto en el párrafo primero del art. 43.
Si acaso el amparo fuera una vía procesal sustitutiva de las demás habría que decir que cada
persona estaría en condición de elegir la vía de su preferencia, lo que sin duda arrasaría con todos
los demás procesos, que quedarían transferidos en acumulación exorbitada al juicio de amparo.
No creemos que éste sea el alcance de la norma cuando hace procedente el amparo “siempre
que no exista otro medio judicial más idóneo”. En verdad, si este otro medio judicial más idóneo
existe en las leyes procesales, no es viable acudir al amparo.
Pero tampoco la cláusula recién citada admite interpretarse con el sentido riguroso de que el
amparo queda descartado por el mero hecho de que haya cualesquiera otras varias vías procesales
disponibles. Lo que la norma quiere decir es que si una o todas no son “más idóneas”, entonces
debe admitirse el amparo en reemplazo de cualquier otra “menos idónea”.
¿Y si las que hay son “igualmente” idóneas que el amparo? Acá sí nos atrevemos a afirmar
que, dada la equivalencia, y por no haber una “más idónea”, el sujeto puede optar por el amparo.
18. — Ahora bien, todo este esbozo teórico necesita un encuadre aclaratorio. Para calibrar la
mayor, o menor, o igual aptitud en la comparación del amparo con las demás vías procesales, se
hace indispensable analizar caso por caso para averiguar, en cada uno que se promueve mediante
la acción de amparo, si la situación concreta de ese caso conforme a sus circunstancias
particulares encuadra en el marco impuesto por el art. 43.
c) en tercer término, para saber si el amparo queda desplazado por otras vías judiciales más
aptas, hay que añadir la verificación de la simpleza y celeridad que para el mismo caso concreto
presenta alguna de esas otras vías, ya que la “mayor idoneidad” está directamente referida a la
eficacia que un determinado proceso es capaz de rendir para tutelar —en el caso— el derecho
supuestamente agredido por un acto lesivo arbitrario o manifiestamente ilegal;
d) la procedencia del amparo, cuando quedan abastecidos los recaudos que ya hemos
señalado, no se perjudica por el hecho de que sea menester aportar pruebas sobre el acto lesivo,
ni porque la cuestión de derecho resulte intrincada; ya no es posible rechazar el amparo con el
pretexto de que la cuestión exige mayor amplitud de debate y/o prueba, habiendo de tenerse por
derogada automáticamente la norma que así lo establecía en la ley 16.986 frente a lo que reza el
actual art. 43 de la constitución; precisamente, que la arbitrariedad o ilegalidad manifiesta del acto
lesivo hayan de tornarse bien visibles puede, según el caso, depender de los medios probatorios;
e) la coordinación del art. 43 con las pautas constitucionales que son fundamentales en todo tipo de proceso
nos hace sostener que debe mantenerse la bilateralidad que es propia del debido proceso y de la defensa en juicio,
y que reclama la participación útil del autor del acto lesivo impugnado.
19. — Del esbozo precedente surge que el diseño teórico y general que cabe efectuar en torno de los
parámetros contenidos en el primer párrafo del art. 43 debe adecuarse en su aplicación específica a las
características de cada caso concreto en el que se articula una acción de amparo. El amparo podrá ser procedente
en un caso según sus circunstancias, y no serlo en otro u otros. De ahí que no pueda eludirse tal flexibilización y
elasticidad con fórmulas como la que rígidamente enunciaría que “siempre el amparo sustituye al juicio ordinario
porque éste es menos idóneo que el amparo”. Tal enunciado recién cobra sentido cuando se analiza cómo es cada
caso concreto, para lo que ha de computarse el lineamiento que dejamos sugerido en los incisos a) a e) del nº 18.
Importa destacar que ya después de vigente la reforma de 1994, la Corte sostuvo en su fallo del 6 de junio de
1995 en el caso “Video Club Dreams c/Instituto Nacional de Cinematografía” que la existencia de otras vías
procesales que harían improcedente el amparo no es postulable en abstracto, sino que depende de cada situación
concreta en relación con el demandante.
20. — No es novedoso que el amparo regulado por el art. 43 mantenga su procedencia contra
omisiones, y que haya agregado que el juez se encuentra habilitado para declarar inconstitucional
la norma en la que se “funda” la omisión lesiva.
Lo que permanece en un cono de sombra es otra cosa parcialmente distinta: ¿También la
omisión en dictar leyes o normas cuya ausencia traba o bloquea la efectividad de una norma
superior es susceptible de impugnación a través del amparo? Si contestamos afirmativamente,
queda expedita la vía para remediar la inconstitucio-nalidad por omisiones normativas.
Para decir que no es posible se sostiene que si una norma superior manda dictar una norma
inferior, la omisión en que se incurre al no dictarla no está “fundada” en la norma superior, porque
incumplirla no es igual que aplicarla.
Para decir que sí sugerimos pensar que la inconstitucionalidad radica en la omisión misma, y
que ésta consiste en no dictar una normativa que el órgano tiene el deber de dictar porque una
norma superior lo obliga. Entonces, la omisión se “funda” en el deber incumplido que surge de la
norma superior que lo ha impuesto; es decir, la norma superior que obliga a dictar una norma
inferior de desarrollo es la norma en la cual se “funda” la inconstitucionalidad de la omisión.
21. — Parece concurrir razón a favor de la solución afirmativa. En efecto, si una norma inconstitucional
puede ser declarada inconstitucional cuando en ella se “funda” el acto o la omisión, queda la impresión de que
también corresponde declarar que es inconstitucional la no emisión de una norma que otra norma superior obliga
a dictar. De ser así, el amparo quedaría disponible para tutelar derechos que, reconocidos en la constitución, en un
tratado, o en una ley, permanecen indisponibles en su ejercicio porque el órgano que debe dictar la norma inferior
complementaria ha omitido hacerlo.
Para que sea viable, propiciamos que la legislación reglamentaria del amparo prevea su uso para atacar
omisiones normativas inconstitucionales.
22. — Para comparar el amparo previsto en el segundo párrafo del art. 43 con el genérico que
contempla el párrafo primero, vamos a reiterar la transcripción:
“Podrán interponer esta acción contra cualquier forma de discriminación y en lo relativo a los
derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al usuario y al consumidor, así como a los
derechos de incidencia colectiva en general, el afectado, el defensor del pueblo y las asociaciones
que propendan a esos fines, registradas conforme a la ley, la que determinará los requisitos y
formas de su organización”.
(La bastardilla es nuestra).
Lo primero que conviene decir es que el amparo del párrafo primero queda discernido a favor
de “toda persona”, en tanto el del párrafo segundo ya no emplea esa expresión, y en su reemplazo
legitima al “afectado”, al defensor del pueblo, y a las asociaciones.
El amparo del párrafo primero legitima a “toda persona” en la medida en que esa persona
sufra en un derecho suyo la violación que la norma define como acto lesivo.
El amparo del párrafo segundo también exige que exista un acto lesivo, pero circunscribe los
bienes jurídicos y los derechos protegidos por esa vía, y simultáneamente establece quiénes tienen
disponibilidad de acudir al amparo para lograr esa misma protección.
23. — Consigna el art. 43 que la acción puede ser interpuesta: a) contra toda forma de
discriminación; b) en lo relativo a derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al
usuario y al consumidor; c) en lo relativo a “derechos de incidencia colectiva en general”.
En este conjunto hallan recepción expresa —en buena hora— los intereses difusos, o
colectivos, o de pertenencia difusa, porque a ellos apunta, sin duda alguna, la expresión “derechos
de incidencia colectiva”, en cualesquiera de los aspectos posibles: el medio ambiente, la
competencia, los servicios públicos, el consumo, para no salirnos de las menciones explícitas que
trae la norma.
Acá aparece la diferencia con el párrafo primero que, al legitimar a “toda persona” víctima de
un acto lesivo, presupone el daño a un derecho subjetivo clásico.
Cuando —en cambio— al ámbito amplio del segundo párrafo se lo vincula con la
legitimación, la cita de sujetos investidos de ella se compone de otra manera; así: a) el afectado;
b) el defensor del pueblo; c) las asociaciones que propendan a los fines perjudicados por el acto
lesivo, y que están registradas conforme a la ley.
25. — La interpretación amplia del término “afectado” como sujeto con legitimación procesal para promover
el amparo no debe equipararse a la admisión lisa y llana de la acción popular.
En efecto, en tanto la acción popular legitima a cualquier persona, aunque no titularice un derecho, ni sea
afectada, ni sufra perjuicio, el amparo que ahora analizamos en cuanto a la legitimación del afectado presupone
que, para ser tal, el derecho o el interés que se alega al iniciar la acción de amparo tiene que presentar un nexo
suficiente con la situación personal del actor, que no requiere ser exclusiva de él. Tal nexo existe aunque sean
muchas las personas que se encuentran en una situación equivalente porque comparten un derecho o interés que
les es común a todas.
26. — Si la ley reglamentaria del amparo agrega calificativos al sustantivo “afectado” para identificarlo como
“personal” o “directo”, tales adjetivos (que no aparecen en el art. 43) no deben interpretarse como restrictivos de la
legitimación procesal que, a nuestro criterio, surge de la constitución a favor del afectado.
27. — En síntesis, correlacionando la legitimación que el párrafo primero del art. 43 adjudica
a “toda persona” con la que el párrafo segundo otorga al “afectado”, podemos interpretar que
“toda persona afectada” se halla habilitada para interponer la acción de amparo prevista en el
citado segundo párrafo.
28. — Además de la mención que el art. 43 hace del defensor del pueblo como sujeto
legitimado en el amparo del párrafo segundo, conviene recordar que el art. 86 reafirma
explícitamente que “el defensor del pueblo tiene legitimación procesal”.
Si su misión, conforme al mismo art. 86, es la defensa y protección de los derechos humanos
y demás derechos, garantías e intereses, resulta fácil entender que dispone de acción para acceder
a la justicia mediante el amparo de este párrafo segundo.
Sin embargo, la sentencia de la Corte Suprema del 12 de setiembre de 1996 en el caso “Frías Molinas Nélida
Nieves” le negó legitimación en el amparo que promovió para la defensa colectiva de jubilados y pensionados
cuyas causas se hallaban pendientes de decisión en el tribunal. La Corte invocó normas de la ley 24.284 —anterior
a la reforma de la constitución— para sostener que el defensor del pueblo no está autorizado para investigar la
actividad del poder judicial. En rigor, el amparo incoado en el caso no tenía por objeto “investigar” a la Corte, sino
reclamar por la demora en dictar sentencia. Además, si acaso la ley 24.284 revestía el alcance restrictivo que
invocó la Corte, se hacía necesario verificar que las nuevas normas constitucionales de los arts. 43 y 86 bien
podían considerarse derogatorias de normas legales anteriores incompatibles con la constitución reformada.
29. — En otro ensamble de los bienes, derechos e intereses con la legitimación procesal,
aparece la de las asociaciones cuyos fines propenden a la defensa de aquéllos. La norma las
habilita con la condición de que estén registradas conforme a la ley, pero mientras a falta de ley
no estén registradas, damos por cierto que basta que existan con alguna formalidad asociativa de
la que surjan sus fines para que su legitimación les sea reconocida judicialmente.
Resta añadir que si invisten legitimación para promover amparo, también se les ha de admitir cuando —de no
ser procedente el amparo— acuden a otra clase de vía judicial.
La pluralidad de legitimaciones.
30. — La triple legitimación del afectado, del defensor del pueblo, y de las asociaciones nos
induce a sostener que una no excluye a las otras, por lo que ninguno de los legitimados tiene el
monopolio de la acción.
De no darse un litisconsorcio activo ni acumulación de amparos en un solo proceso, resta prever el alcance de
los efectos de la sentencia, a fin de evitar decisiones opuestas que desvirtúen en una misma cuestión, resuelta por
sentencias dictadas en más de un caso, el objetivo tutelar del amparo.
Algunas relaciones entre los párrafos primero y segundo del art. 43.
31. — Si bien cada uno de los dos párrafos delinea los respectivos diseños de cada clase de
amparo que hemos explicado, conviene no incomunicarlos excesivamente.
Como principio general, cabe afirmar que —salvo las diferencias específicas que de modo
expreso contienen— hay pautas que han de tenerse como comunes, aun cuando figuran en el
párrafo primero.
a) Fundamentalmente, la habilitación del control judicial de constitucionalidad no se limita al
amparo de dicho primer párrafo, sino que se extiende al del segundo.
b) Igualmente, la procedencia del amparo en ambos existe tanto cuando el acto lesivo
proviene de autoridad pública como de particulares.
c) Los bienes, derechos e intereses cubiertos por el párrafo segundo también pueden derivar
de la constitución, de uno o más tratados, o de las leyes.
d) Por fin, la tipicidad de arbitrariedad o ilegalidad manifiesta del acto, o de la omisión
lesivos resulta exigible para el amparo del segundo párrafo, así como ha de darse por cierto que
también la amenaza es configurativa de lesión en el mismo caso.
Todo ello resulta de primordial importancia institucional cuando se postula, al modo como lo hacemos
personalmente, la holgura sin reduccionismos egoístas que debe presidir la interpretación del amparo regulado en
el segundo párrafo. Hemos de comprender que la constitución lo ha incluido para brindar cobertura a los derechos
e intereses que expresamente quedan remitidos a los arts. 41 y 42, así como a cualesquiera otros de fuente
constitucional, internacional o legal que merezcan reconocimiento, sea que cuenten con norma específica, sea que
se alojen en la cláusula de los implícitos, cada vez que ofrezcan el perfil de un derecho de incidencia colectiva en
general.
32. — La norma constitucional del art. 43 es directamente operativa, lo que significa que aun
en ausencia de ley reglamentaria surte su efecto tutelar y debe ser aplicada por los jueces. No
impide que la ley le confiera desarrollo razonable, pero no lo torna imprescindible.
Es fácil comprenderlo cuando se recuerda que sin norma constitucional alguna y sin ley reglamentaria la
Corte le dio nacimiento y curso al amparo desde los ya citados casos “Siri” y “Kot”, de 1957 y 1958. Ahora que la
constitución contiene una norma específica, es vano argumentar que para su aplicación hace falta que la ley la
reglamente.
33. — Huelga recordar que el art. 43 es una norma federal y, por ende, obliga a las
provincias. Ello significa que ni las constituciones ni las leyes provinciales pueden disminuir o
negar la garantía amparista en el contenido que surge de la constitución federal, que es el piso
mínimo al que sí pueden ampliar o mejorar. Nunca restringir.
34. — La sentencia que recae en el juicio de amparo hace cosa juzgada respecto del amparo, lo que significa
que la misma cuestión no puede volver a replantearse en un nuevo proceso amparista, pero deja abierta la
posibilidad de promover igual cuestión por una vía judicial diferente al amparo, si es que en el amparo se ha
rechazado la pretensión en él articulada por faltar algunos requisitos de procedencia.
35. — Durante el estado de sitio, la restricción que razonablemente pueden padecer los derechos y libertades
individuales es capaz de hacer decaer paralelamente la eficacia del amparo que como garantía los tutela.
Sabemos que el estado de sitio como instituto de emergencia hace viable una limitación más intensa y severa
del ejercicio de algunos derechos. Lo que no admitimos es que obture la procedencia formal del amparo, es decir,
la interposición de la acción y el trámite del proceso. Lo único posible es que el tribunal de la causa no haga lugar
en su sentencia a la pretensión del amparista, por entender que la restricción impuesta al derecho por él alegado no
configura, en la situación excepcional del estado de sitio en vigor, un acto lesivo de arbitrariedad o ilegalidad
manifiesta.
Los tratados internacionales de jerarquía constitucional.
36. — Aunque sin perfilar los rasgos típicos procesales del amparo, propios de cada derecho
interno, el Pacto de San José de Costa Rica alberga innominadamente un proceso judicial que da
cabida al amparo.
En efecto, dice que “toda persona tiene derecho a un recurso sencillo y rápido o a cualquier
otro recurso efectivo ante los jueces o tribunales competentes, que la ampare contra actos que
violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución, la ley o la presente
convención, aun cuando tal violación sea cometida por personas que actúen en ejercicio de sus
funciones oficiales” (art. 25.1). En el apartado 2 del mismo art. 25 prosigue: “Los estados partes
se comprometen: a) a garantizar que la autoridad competente prevista por el sistema legal del
estado decidirá sobre los derechos de toda persona que interponga tal recurso; b) a desarrollar las
posibilidades de recurso judicial, y c) a garantizar el cumplimiento, por las autoridades
competentes, de toda decisión en que se haya estimado procedente el recurso”.
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos también establece que toda persona
que sufra violación en sus derechos o libertades reconocidos en el tratado podrá interponer un
recurso efectivo, aun cuando la violación proviniera de personas que actuaron en ejercicio de
funciones oficiales.
37. — Las normas que en los restantes tratados de jerarquía constitucional contemplan garantías judiciales
presuponen la naturaleza y efectividad de las vías procesales, según la índole del caso en el cual se acude a ellas.
De todas maneras, la opción preferencial por la norma —internacional o interna— más favorable siempre obliga a
dispensar la acción y el proceso que en cada caso concreto proveen al justiciable la mejor tutela judicial eficaz.
CAPÍTULO XXVII
EL HABEAS DATA
El artículo 43. - El bien jurídico tutelado. - Las clases de habeas data: su objeto y sus finalidades. -Ambitos a
los que no cubre el habeas data. - El secreto periodístico. - La legitimación procesal activa. - La aplicación del
art. 43 al habeas data. - La eventual excepción a la arbitrariedad o ilegalidad. -
Los tratados internacionales y el habeas data implícito.
El artículo 43.
2. — Dada la fisonomía bien precisa y específica que en esta parte del art. 43 le asigna la
constitución al habeas data, hemos de sugerir que —aun sin independizarlo del resto del
artículo— se debe desligar al párrafo tercero de todo lo que no resulta razonablemente trasladable
a él (ver nos. 14 y 15).
3. — El art. 43 no utiliza ni menciona la expresión “habeas data”. La omisión se debe a que la declaración de
la necesidad de reforma constitucional no hizo referencia al habeas data, y solamente habilitó enmiendas para
incorporar el habeas corpus y el amparo. De ahí que el constituyente haya dado cauce al habeas data a través de la
acción de amparo.
No obstante, ontológicamente, es innegable que el bien jurídico y el objeto del amparo en el párrafo tercero
del art. 43 son los correspondientes específica-mente al habeas data.
4. — El habeas data significa, por analogía con el habeas corpus, que cada persona “tiene sus datos” (en vez
de “tiene su cuerpo”). No hay duda de que el objeto tutelado coincide globalmente con la intimidad o privacidad
de la persona, ya que todos los datos a ella referidos que no tienen como destino la publicidad, o la información a
terceros, necesitan preservarse.
6. — En cuanto a los datos archivados, creemos que el habeas data los tutela en relación con los servicios
informáticos, computarizados o no, y con toda clase de utilización, aunque no sea automatizada, si el soporte
material de los datos es susceptible de tratamiento automatizado. El derecho comparado ofrece ejemplos de estas
amplitudes que, sin duda, hallan cabida lógica y razonable en nuestro art. 43.
No es osado por eso hablar, cuando se encaran todas estas formas defensivas y protectorias,
de los derechos informáticos constitucionales de las personas. La realidad contemporánea obliga a
darles cabida y tutela.
9. — Si de esta pluralidad de casos y datos que quedan bajo cobertura a través del habeas data
confeccionamos un repertorio de verbos, nos encontramos con los siguientes:
El habeas data procede para: a) conocer (datos registrados, finalidad de los mismos, fuente de la cual fueron
obtenidos); b) suprimir o cancelar (datos de información sensible); c) corregir o rectificar o actualizar (datos
falsos, inexactos, incompletos, desactualizados); d) reservar (datos que pueden registrarse pero no difundirse
porque son confidenciales).
Cuando se hace un repaso al texto del art. 43 en su párrafo tercero es fácil abarcar este panorama integral.
10. — Entendemos que no deben resguardarse dentro del ámbito protegido por el habeas data
algunos datos que, con suficiente razonabilidad, son de interés público o general. Así, a título de
ejemplo:
a) La información colectada en registros o ficheros que se refiere a la actividad comercial,
empresarial o financiera de las personas, porque su conocimiento parece de acceso necesario a
terceros que también están insertos en la red de similares actividades;
b) La documentación histórica destinada a la consulta e información de investigadores,
estudiosos, científicos y personas en general —incluidos los periodistas—, porque la divulgación
que puedan hacer de esos datos con destino a la información pública a través de distintos medios
en el circuito social, bien se puede considerar —a más de ejercicio personal de la libertad de
expresión, de información, de creación cultural, etc.— como una forma de facilitar en el público y
de promover en la sociedad el acceso a la cultura y a la información; no en vano se habla de
información pública científica, información pública historiográfica, consulta documental histórica
y periodística, para cubrir tanto la búsqueda como la difusión de dicha información;
c) La defensa y seguridad del estado, siempre que realmente en un caso concreto resulte
razonable y excepcional el acceso a ciertos datos personales registrados, porque parece configurar
otro supuesto frente al cual no opera la protección del habeas data.
La seguridad y defensa del estado reclama precauciones para no desmandar su sentido y su alcance, y para
impedir que se convierta en un standard al que el estado acuda para violar los bienes jurídicos al que el habeas
data presta tutela. Evitando interpretaciones desmesuradas, podríamos proponer que “seguridad y defensa del
estado” es equiparable a lo que el preámbulo de la constitución denomina defensa común, siempre que el adjetivo
“común” aluda a una defensa de la comunidad; es decir, del interés que afecta a toda la sociedad o una parte de
ella.
11. — Muchos ejemplos pueden ayudar a comprender estas situaciones analizadas en el nº 10. No es alegable
la reserva de datos acerca de inhibiciones y embargos a efectos de una operación inmobiliaria, comercial o
crediticia. Tampoco la de datos de una persona pública con el fin de escribir su biografía o una obra de historia. A
los fines penales y penitenciarios es menester conocer si una persona registra determinados antecedentes, al igual
que para la expedición de pasaportes, documento de identidad, designación en determinados empleos, etc.
El secreto periodístico.
La reserva que esta cláusula formula a favor de las fuentes de información periodística reviste, a nuestro
criterio, un doble alcance:
a) en primer lugar, impide que mediante el habeas data se pretenda conocer qué datos personales figuran
registrados periodísticamente;
b) en segundo lugar, impide asimismo conocer de dónde fueron obtenidos (acá se protege la fuente —de
cualquier índole— de la cual es originaria la información que posee la fuente periodística).
Por fuente periodística se ha de entender la propia de todos los medios audiovisuales y escritos de
comunicación social. También de los informatizados.
La legitimación procesal activa.
13. — Ha de quedar bien en claro que la promoción del habeas data queda reservada, en
forma estrictamente personal, al sujeto a quien se refieren los datos archivados en el banco de que
se trate, siendo el único investido de legitimación procesal activa.
Con esta severa restricción, creemos que la legitimación pertenece no sólo a las personas
físicas, sino también a las entidades colectivas, asociaciones, organizaciones, etc., en la medida
en que, por igualdad con aquéllas, tengan datos registrados en los bancos públicos o privados.
Asimismo, frente a la internacionalización y transnacionalización de la información, debe
tenerse por legitimada a toda persona que, sin domicilio ni residencia en nuestro país, y cualquiera
sea su nacionalidad, está registrada en un banco de datos que se encuentra aquí. Ello tanto si la
circulación de la información acumulada se destina o queda abierta al exterior, como si se limita a
un uso puramente interno.
14. — a) Del párrafo tercero del art. 43 hemos de afirmar lo mismo que dijimos del amparo
regulado en los dos primeros párrafos (ver cap. XXVI, nº 32). La norma es operativa, y debe
funcionar y aplicarse aunque carezca de ley reglamentaria. Su naturaleza federal obliga a las
provincias (ver cap. XXVI, nº 33).
b) En otro orden de cuestiones, también en el habeas data queda habilitado el juez del proceso
para ejercer el control de constitucionali-dad de normas generales.
c) Durante el estado de sitio, ha de tomarse en cuenta lo que, genéricamente, hemos explicado
para la procedencia del amparo (ver cap. XXVI, nº 35).
La eventual excepción a la arbitrariedad o ilegalidad.
16. — Los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional no contienen disposiciones expresas
sobre el habeas data. No obstante, cada vez que en alguna norma de los mismos se hace referencia a derechos y
bienes jurídicos que guardan relación o se identifican con los que el habeas data protege, es muy claro comprender
que se les debe dispensar el recurso sencillo y rápido que, innominadamente, aparece en el Pacto de San José de
Costa Rica y en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. (Ver cap. XXVI, nº 36).
De esta manera, resulta simple dar por verdad que el párrafo tercero de nuestro art. 43 encuentra respaldo en
las aludidas normas internacionales comprendidas en el art. 75 inc. 22.
CAPÍTULO XXVIII
EL HABEAS CORPUS
I. LA ETAPA ANTERIOR A LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994. - El habeas corpus como garantía
constitucional de la libertad. - Sus clases. - La legislación sobre el habeas corpus. - El habeas corpus contra
actos de particulares. - El habeas corpus “de oficio”. - El habeas corpus contra sentencias militares. - El
habeas corpus, las sanciones privativas de libertad, y los recursos judiciales insuficientes. - La posible irrupción
del habeas corpus en un proceso ajeno. - El habeas corpus durante el estado de sitio. - II. LA ETAPA POSTERIOR
A LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994. - El artículo 43. - El habeas corpus contra actos de particulares. -
La tramitación rápida del proceso. - La operatividad de la norma. - El habeas corpus y el derecho provincial. -
Los
tratados internacionales de jerarquía constitucional.
1. — El habeas corpus es la garantía tradicional, que como acción, tutela la libertad física o
corporal o de locomoción, a través de un procedimiento judicial sumario, que se tramita en forma
de juicio.
Las dos palabras latinas “habeas” y “corpus” significan “tienes tu cuerpo” o “eres dueño de tu cuerpo”, y
denotan el objeto de esta garantía: traer el cuerpo de una persona —es decir, la persona misma— ante el juez.
Al decir que el habeas corpus protege la libertad física, queremos significar que es la garantía
deparada contra actos que privan de esa libertad o la restringen sin causa o sin formas legales, o
con arbitrariedad. Detenciones, arrestos, traslados, prohibiciones de deambular, etc., son los actos
que, arbitrariamente, pueden lesionar la libertad física cuando carecen de fundamento y de forma
—por ej.: si emanan de autoridad incompetente, o de autoridad competente pero sin forma debida,
o de autoridad competente o incompetente sin causa justa, etc.—.
2. — Hemos estado acostumbrados a radicar el meollo del habeas corpus en la tutela de la
libertad física y, por ende, a suponer que su procedencia requiere que alguien que se halla en
libertad la pierda, o la vea restringida o amenazada. Ahora ya no podemos ce-rrar allí el
perímetro, porque en el núcleo del habeas corpus hay algo más: también el que ya está
legítimamente o legalmente privado de su libertad (por arresto, prisión preventiva, condena penal,
etc.) tiene derecho a que las condiciones razonables en que cumple su privación de libertad no se
agraven de modo ilegal o arbitrario; si esto ocurre, el habeas corpus también procede, no para
recuperar una libertad de la que no se gozaba, sino para hacer cesar las restricciones que han
agravado la privación de libertad.
3. — El habeas corpus, comúnmente llamado “recurso”, no es un recurso sino una acción, con la que se
promueve un juicio o proceso de índole sumaria. La índole de la pretensión suscita la necesidad de que la vía
procesal sea idónea y apta por su celeridad para llegar a la sentencia útil con la menos demora posible.
Por todo ello vale decir que el habeas corpus es un proceso constitucional.
Tampoco es indispensable que una ley determine cuál es la autoridad competente para privar de la libertad,
porque entendemos con perfecta claridad constitucional que, como principio, sólo es autoridad competente la
autoridad judicial; toda otra autoridad solamente puede investir competencia para privar de la libertad en casos
excepcionales y urgentes, y con la carga inmediata de poner al detenido a orden y disposición de un juez.
Sus clases.
El habeas corpus no tiene por objeto investigar ni castigar el eventual delito que pueda haber cometido el
autor de la privación ilegítima de la libertad, pero ello no exime al juez del habeas corpus de realizar las
diligencias necesarias para conocer el hecho de la restricción a la libertad y obtener la reparación si resulta
procedente.
11. — Aun cuando el habeas corpus se sustancia sumariamente, el procedimiento es contradictorio, lo cual
significa que asegura la bilateralidad consistente en dar participación al autor del acto lesivo, y al amparado.
El llamado “auto” de habeas corpus no es lo mismo que la sentencia final que resuelve la pretensión de
fondo al término de la instancia en el proceso. El “auto” de habeas corpus es la orden emanada del juez que
entiende en la causa, requiriendo a la autoridad presuntamente autora del acto lesivo un informe acerca del mismo,
y conminándola en su caso a presentar a la persona detenida.
Es interesante advertir que en materia de recursos, cuando se apela una sentencia que hace lugar al habeas
corpus, el recurso no produce efectos “suspensivos” en cuanto a la libertad dispuesta, lo que significa que el
beneficiario recobra su libertad mientras se sustancia el recurso, sin perjuicio de lo que resulte en la instancia
superior.
12. — La jurisprudencia de la Corte entendió que, siendo sumario el procedimiento, debían ventilarse dentro
de él todos los hechos y todas las causas que le daban fundamento, sin sujeción a las formas dilatorias del juicio
ordinario, y sin otras reglas que las propias de la naturaleza misma —excepcional y privilegiada— del proceso.
13. — La ley 23.098 no previó, para el ámbito federal, el habeas corpus contra actos de particulares.
Expresamente remite tal supuesto a lo que establezca la ley respectiva. La circunstancia de que sólo enfoque el
habeas corpus contra actos lesivos emanados de autoridad pública no significa negarlo contra actos privados. Los
jueces que en el ámbito federal reciben una acción de habeas corpus contra actos lesivos emanados de particulares
deben imprimirle trámite sumario (como lo dispuso la Corte en materia de amparo a falta de ley que lo reglara, en
1957-1958).
14. — Como excepción a la regla según la cual los jueces no actúan “de oficio”, sino a requerimiento de
parte, la ley 23.098 previó en el orden federal un caso de habeas corpus “de oficio” —que ya existía en el derecho
público provin- cial—, y que procede sin promoción de demanda alguna cuando el tribunal tiene
conocimiento por sí mismo de la afectación grave de libertad padecida por una persona, con riesgo de sufrir
perjuicio irreparable o de ser trasladada fuera del territorio de la jurisdicción del tribunal.
El habeas corpus contra sentencias militares.
15. — Con la ley 23.042 (del año 1984) se habilitó excepcionalmente el uso del habeas corpus para revisar
sentencias firmes de condena aplicadas a civiles por tribunales militares.
El derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte siempre sostuvo la improcedencia del habeas
corpus para revisar sentencias firmes de tribunales miliatres. Una vez vigente la ley 23.042, creemos que la norma
del derecho judicial, acuñada con anterioridad, cedió su paso a la norma legal en los casos incluidos en sus
disposiciones.
El habeas corpus, las sanciones privativas de libertad, y los recursos judiciales insuficientes.
16. — Sabemos que toda actividad jurisdiccional a cargo de organismos que no forman parte del poder
judicial exige, para su validez constitucional, que la decisión sea susceptible de un recurso ante tribunal judicial
para quedar sometida a posible control ulterior suficiente.
Cuando aplicamos esta pauta inconmovible de nuestro derecho constitucional a sanciones privativas de
libertad impuestas por organismos no judiciales que están investidos de competencia para aplicarlas, tales
medidas sancionatorias tienen que disponer de posible recurso judicial para su revisión.
El tema del habeas corpus aparece en la medida en que nos hallamos ante sanciones no judiciales que privan
de la libertad. Como principio, debe decirse que se puede deducir un habeas corpus cuando la vía recursiva
judicial que la ley depara para apelar sanciones privativas de la libertad no apareja el necesario control judicial
ulterior suficiente.
Por esto de “suficiente”, la respuesta varía según los casos. Si, por ej., un recurso judicial cualquiera suspende
el cumplimiento de la sanción privativa de libertad mientras se tramita, el control es, como principio, suficiente.
Ha de usarse ese recurso, y no la acción de habeas corpus.
En cambio, si el recurso judicial existente no suspende el cumplimiento de la sanción privativa de libertad,
hay que sostener que el control que mediante él se puede verificar no es suficiente. Y entonces procede reemplazar
ese recurso (no usarlo) y en su lugar interponer una acción de habeas corpus.
17. — El derecho judicial de la Corte Suprema no ha trazado un lineamiento estable y seguro sobre el tema,
que registra fallos diversos con decisiones disímiles. Algunas consideraron suficientes los recursos legales
existentes, ateniéndose a que la sanción fue aplicada por autoridad competente y contaba con posibilidad de alzada
judicial (por ej., caso “Capranzo Pompeo P.”, de 1991, en el que la disidencia sostuvo que la autoridad policial no
aseguró asistencia letrada al sancionado con arresto y, al omitirlo, le impidió obtener la revisión judicial suficiente,
cuya obstrucción en la vía recursiva existente daba andamiento al habeas corpus).
Dentro del régimen de control judicial de las resoluciones dictadas por la justicia municipal de faltas de la
capital federal, la Corte consideró procedente el habeas corpus para impugnar sanciones privativas de la libertad
corporal cuando la vía recursiva existente ante el poder judicial no configuraba control suficiente por carecer de
efecto suspensivo con respecto al cumplimiento de la sanción durante el trámite del recurso (caso “Di Salvo”, del
24 de marzo de 1988).
18. —Resulta original un tema que, en el habeas corpus, ofrece un perfil especial. En cualquier proceso
judicial resulta normal y exigible que toda medida o acto emanados del tribunal que entiende en ese proceso no
puedan ser impugnados, ni revisados, ni controlados fuera del curso normal de ese mismo proceso. Habrá que
interponer en él las vías recursivas pertinentes siguiendo la línea de etapas e instancias que tal proceso tiene
asignadas. Por ende, no se puede sustraer de ese curso regular de la “autoridad natural” ninguna cuestión para
proponerla judicialmente ante otro tribunal.
En el caso “C., M.I.” del 9 de enero de 1987, la Corte Suprema sostuvo que el habeas corpus no configura una
vía apta para cuestionar detenciones o falencias procedimentales que son propias del tribunal que entiende en la
causa, si la privación de libertad proviene de un proceso seguido ante juez competente; y en aplicación de tal
criterio declaró nulas las actuaciones de trámite de un habeas corpus al que había hecho lugar un tribunal judicial
al disponer la libertad de un militar que tenía proceso penal pendiente ante la jurisdicción castrense.
En el habeas corpus hay una excepción y un supuesto, que surgen del art. 3º inc. 2 de la ley
23.098; cuando se agrava ilegítimamente la forma o la condición en que se cumple la privación de
libertad de una persona, la restricción agravante se independiza del proceso donde se dispuso la
privación de libertad, y la medida ilegítima adquiere singularidad propia para convertirse en
objeto posible de una acción y un proceso de habeas corpus ante un tribunal distinto de aquél en el
que la privación de libertad se dispuso.
El habeas corpus durante el estado de sitio.
El artículo 43.
c’) El art. 43 no prevé, sin embargo, que en el proceso de habeas corpus la declaración de
inconstitucionalidad proceda de oficio, al modo como lo hizo el art. 6º de la ley 23.098. La omisión deja duda
acerca del silencio de la norma constitucional en tal sentido, sobre todo porque en la Convención Constituyente
hubo algunas propuestas —que no prosperaron— para que se incluyera una norma similar a la ley citada. De todos
modos, y aunque la jurisprudencia de la Corte no admite hasta hoy el control constitucional de oficio ni la
declaración de inconstitucionalidad sin pedido de parte, creemos que la ley 23.098 retiene en este punto todo su
imperio y que, por ende, no cabe suponer que, en cuanto a él, se haya operado por el silencio del art. 43 ni la
derogación ni la inconsti-tucionalidad sobreviniente en el precepto legal.
d) También el art. 43 guarda silencio acerca del habeas corpus de oficio, pero la omisión no
alcanza para negar la subsistencia de su viabilidad (ver nº 14).
e) De modo análogo, damos por vigentes todas las amplitudes que para la procedencia del
habeas corpus hemos explicado con relación a la etapa anterior a la reforma de 1994 (ver acápite
I).
Si antes se pudo pensar —acaso— que la afectación a derechos distintos de la libertad física debía reclamarse
por vía de amparo cuando se trataba de personas privadas de su libertad, ahora el art. 43 corrobora lo que anticipó
la ley 23.098: la vía es el habeas corpus, porque lo accesorio sigue la suerte de lo principal; si lo principal es la
libertad de la que está privado el detenido, el agravamiento de sus condiciones de detención tiene que ser objeto de
la misma garantía reservada para su libertad —que es el habeas corpus— no obstante que los derechos afectados
en su privación de libertad sean otros diferentes.
La cuestión quedó esclarecida cuando la Corte Suprema decidió por vía de habeas corpus que
la autoridad penitenciaria no puede someter a revisión la correspondencia que los presos remiten
al exterior. (Ver la sentencia del 19 de octubre de 1995 en el caso “Dessy Gustavo Gastón,
s/habeas corpus”).
22. — En la medida en que garantías como el habeas corpus y el amparo tienen raigambre en
la constitución (explícita después de la reforma; implícita antes de ella) tenemos certeza de que el
habeas corpus procede no sólo contra actos de autoridad sino también contra actos de particulares
(ver nº 13).
El párrafo pertinente del art. 43 ha cuidado de omitir toda alusión al autor del acto lesivo de la
libertad física, con lo que nos ayuda a sostener la viabilidad del habeas corpus contra actos de
particulares, y la inconstitucionalidad de toda ley que lo prohibiera o restringiera, y de toda
interpertación que lo negara.
23. — Observamos que el párrafo del art. 43 sobre habeas corpus nada dice de la celeridad del
proceso, en tanto el primer párrafo dedicado al amparo hace referencia a la “acción expedita y
rápida” (ver cap. XXVI, nº 11 y 12).
Podemos hacer dos interpretaciones, con un resultado idéntico acerca de la sumariedad del
trámite procesal: a) que al incluirse el habeas corpus en la misma norma reguladora del amparo, el
constituyente dio por obvio que la naturaleza del proceso es igual en ambos casos en lo que atañe
a su duración muy breve; b) que la inveterada tradición acerca de la sumariedad del proceso de
habeas corpus explica la innecesariedad de consignarlo expresamente en el diseño de la garantía.
Es de sentido común suponer que si la tutela (mediante el amparo) de derechos diferentes de la libertad
corporal viene definida por el art. 43 como expedita y rápida, con igual o mayor razón debe considerarse que la
constitución exige tal recaudo cuando el acto lesivo afecta a la libertad corporal, que es un bien jurídico de
valiosidad prioritaria.
La operatividad de la norma.
24. — Si de los tres párrafos primeros del art. 43 predicamos su operatividad, es indudable
que lo mismo afirmamos de su párrafo cuarto sobre el habeas corpus. La ley lo puede
reglamentar, pero no restringir, ni coartar todo lo que de amplio ofrece cuando se lo interpreta
debidamente.
25. — Por su carácter federal, el fragmento del art. 43 sobre habeas corpus obliga a las
provincias, las que en su derecho local disponen de margen para: a) darle más amplitud; b) regular
el aspecto procesal de su trámite ante los tribunales provinciales.
Así lo previó, antes de la reforma, la ley 23.098 (ver nº 7).
26. — El art. 7 del Pacto de San José de Costa Rica, después de varias cláusulas de garantía
para la libertad, consagra el habeas corpus, sin denominarlo así, en el apartado 6, que dice: “Toda
persona privada de libertad tiene derecho a recurrir ante un juez o tribunal competente, a fin de
que éste decida sin demora sobre la legalidad de su arresto o detención y ordene su libertad si el
arresto o la detención fueran ilegales. En los estados partes cuyas leyes prevén que toda persona
que se viera amenazadas de ser privada de su libertad tiene derecho a recurrir a un juez o tribunal
competente a fin de que éste decida sobre la legalidad de tal amenaza, dicho recurso no puede ser
restringido ni abolido. Los recursos podrán interponerse por sí o por otra persona.”
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos contiene una norma equivalente en su
art. 9.4.
La Convención sobre Derechos del Niño prevé en su art. 37 el supuesto de privación de
libertad ilegal o arbitraria del niño (inc. b), y el derecho a impugnarla ante un tribunal u otra
autoridad competente, independiente e imparcial, así como a pronta decisión sobre dicha acción
(inc. d).
CAPÍTULO XXIX
I. EL “TREATY MAKING POWER”. - La convención de Viena sobre derecho de los tratados. - Los tratados. - La Comentado [CM16R15]:
ratificación en sede internacional. -La publicación de los tratados. - Las “reservas” en los tratados. - Los
acuerdos ejecutivos de tramitación simplificada. - La “denuncia” de los tratados. - La derogación por el
congreso de la anterior aprobación de un tratado. - La “prórroga” de los tratados. - II. LOS TRATADOS Y EL
DERECHO INTERNO. - Los tratados en infracción al derecho interno. - La ley “anterior” y el tratado “posterior”
discrepante. - El “ius cogens” - La creación de “derecho nuevo” por los tratados. - Los tratados como “ley
suprema” en el derecho argentino. -La naturaleza federal de los tratados. - Las leyes reglamentarias de los
tratados. - La interpretación de los tratados y del derecho internacional no escrito en el derecho interno. - El
derecho humanitario. - Remisiones. - III. LA INTEGRACIÓN SUPRAESTATAL. - La reforma constitucional de
1994. - El “tratado-marco” de integración. - El derecho comunitario. - Los tratados de integración con normas
parciales sobre derechos humanos. - Los mecanismos previstos para celebrar y denunciar los tratados de
integración. - El federalismo y los procesos de integración supraestatal. - IV. LOS “TRATADOS” PROVINCIALES.
- Su clasificación y sus perfiles. -La reforma constitucional de 1994. - La aplicación del derecho de los
tratados internacionales a los tratados provinciales.. - APÉNDICE. - Fórmulas de instrumentos relativos a
la ratificación de tratados.
1. — Este tratado internacional que regula el régimen de los tratados data de 1969 y entró en
vigencia por ratificación o adhesión de treinta estados el 27 de enero de 1980. Está incorporado al
derecho argentino, razón por la cual nos resulta de aplicación obligatoria en la integralidad de la
materia que es objeto de sus disposiciones.
Conviene hacer presente que por ley 19.865 del 3 de octubre de 1972, Argentina ha aprobado la Convención
de Viena, adoptada por la conferencia de las Naciones Unidas sobre el derecho de los tratados, y abierta a la firma
el 23 de mayo de 1969, fecha en que fue suscripta por nuestro país, que luego la ratificó el 5 de diciembre de 1972.
Los tratados.
3. — Luego de la aprobación por el congreso, el tratado necesita, para entrar en vigor en sede
interna, la ratificación en sede internacional, que es cumplida por el poder ejecutivo.
Si el tratado no es autoaplicativo o self-executing se hace necesaria una ley posterior, no para “incorporarlo”
sino para permitir su funcionamiento (porque el tratado por sí solo es incompleto).
4. — Creemos equivocado el criterio que surge del fallo de la Corte en el caso “Ferreyra Pedro c/Nación
Argentina” cuando sostuvo que la obligatoriedad de la ley aprobatoria de un tratado desde su publicación o desde
la fecha que ella determina, quiere decir que desde esa fecha el estado queda obligado legalmente a cumplir el
compromiso contraído. De ninguna manera es así, puesto que el estado no asume ningún compromiso
internacional hasta que el tratado se ratifica en sede internacional, por lo que la ley aprobatoria dictada como etapa
previa no obliga a ratificarlo, tampoco lo incorpora, y por ende no apareja contraer la obligación internacional de
cumplirlo. Su único efecto es habilitar la ratificación que posteriormente puede hacer el poder ejecutivo.
5.— Decir que la vigencia de un tratado comienza a partir de su ratificación —y no antes— significa que la
obligación internacional se asume en ese momento y que en él se consuma asimismo la “incorporación” del
tratado al derecho interno. Ello no impide que, a contar de la ratificación, los efectos del tratado se retrotraigan por
imperio de una norma expresa del mismo, lo que permite hablar de “vigencia retroactiva” o, lo que es igual, decir
que la vigencia que adquiere el tratado desde su ratificación cobra retroactividad.
6. — En el derecho internacional, el vocablo “ratificación” —que nosotros empleamos genéricamente— es
sinónimo de “aceptación”, “aprobación”, y “adhesión”, conforme lo estipula la Convención de Viena sobre
Derechos de los Tratados (art. 2.1,b), y significa el acto internacional por el cual un estado hace constar en el
ámbito internacional su consentimiento en obligarse por un tratado (ídem).
7. — Cuando el art. 75 inc. 22 prevé que el congreso puede conferir jerarquía constitucional a
otros tratados de derechos humanos distintos de los que allí mismo enumera e inviste
directamente con esa jerarquía, hemos de pensar que los tratados de derechos humanos que ya se
hallan incorporados sin tal jerarquía al derecho argentino y que después la reciben por decisión
especial del congreso, logran el nivel constitucional inmediatamente en virtud de dicha decisión.
En cambio, si tratados todavía no incorporados al derecho argentino reciben del congreso la
jerarquía constitucional antes de que el poder ejecutivo los ratifique, estamos seguros de que la
decisión del congreso no les da recepción en nuestro ordenamiento interno, y que la jerarquía
constitucional se posterga hasta que el poder ejecutivo, al ratificarlos internacionalmente, los hace
formar parte de aquel mismo ordenamiento.
8. — Una seria falencia omisiva ha sido, hasta 1992, la no publicidad de los tratados
internacionales ya ratificados. Fue práctica que se publicara en el Boletín Oficial la ley
aprobatoria de un tratado, pero como sabemos que en esa etapa congresional falta todavía la
ratificación y que, por ende, el tratado no se incorpora al derecho interno, se hacía dificultoso
tener conocimiento de la fecha y del instrumento ratificatorio, así como de la fecha de entrada en
vigor del tratado.
Esa anomalía resultaba grave no sólo institucionalmente, sino que comprometía un principio
elemental del sistema republicano, cual es el de la publicidad de los actos estatales. La cuestión se
agravaba con los tratados sobre derechos humanos que, por generar derechos para los particulares,
con sus obligaciones recíprocas, carecían de la mentada publicidad oficial.
En 1992, la ley 24.080 vino a subsanar la defectuosidad. Su texto dice así:
“Artículo 1º — Deben publicarse en el Boletín Oficial los siguientes actos y hechos referidos a tratados o
convenciones internacionales en los que la Nación Argentina sea parte: a) El texto del instrumento de ratificación
del tratado o convención con sus reservas y declaraciones interpretativas; b) El texto del tratado o convención al
que se refiere el inciso precedente, con la aprobación legislativa en su caso, más las reservas y declaraciones
interpretativas formuladas por las otras partes signatarias; c) Fecha del depósito o canje de los instrumentos de
ratificación o de adhesión; d) Características del cumplimiento de la condición o fecha de vencimiento del plazo al
cual pudiera hallarse supeditada su vigencia; e) Fecha de la suspensión en la aplicación del tratado o convención, o
de su denuncia.
Art. 2º — La publicación en el Boletín Oficial se efectuará dentro de los quince días hábiles siguientes a cada
acto o hecho indicados en el art. 1º de la presente ley.
Art. 3º — Los tratados y convenciones internacionales que establezcan obligaciones para las personas físicas
y jurídicas que no sea el estado nacional, son obligatorios sólo después de su publicación en el Boletín Oficial
observándose al respecto lo prescripto por el art. 2º del código civil.
Art. 4º — Comuníquese al poder ejecutivo nacional”.
Las “reservas” en los tratados.
9. — No vamos a analizar aquí el problema de las reservas en el campo del derecho internacional (están
previstas en los arts. 19 a 24 de la Convención de Viena sobre derecho de los tratados). Nos ocuparemos, en
cambio, de las reservas en el derecho interno argentino.
El problema principal que se nos plantea es el de qué órgano de poder tiene competencia para formularlas, y
ello ha de examinarse en una pluralidad de hipótesis.
a) Si conforme a la Convención de Viena la reserva se formula en el momento de “firmarse” el tratado por el
poder ejecutivo, es obvio que el congreso estará en condiciones de tomarla en cuenta cuando apruebe o deseche el
tratado, por lo que la ratificación que en su caso efectúe después el poder ejecutivo habrá de atenerse a la decisión
del congreso.
b) Si el congreso en la etapa optativa de aprobación o rechazo del tratado le introduce modificaciones (lo que
implica alterar unilateralmente el texto del tratado), tales modificaciones habrán de ser tomadas en cuenta por el
ejecutivo al ratificar el tratado, consignándolas como reservas (ello si las mismas modificaciones no hacen
retroceder a una renegociación del tratado).
c) Si el congreso al aprobar el tratado decide que la ratificación deberá hacerse con reservas, el ejecutivo está
obligado a formularlas si es que decide ratificar el tratado.
d) Si el congreso aprueba un tratado sin consignar modificaciones ni reservas, entendemos que al no prohibir
que se introduzcan, deja a cargo del poder ejecutivo la opción y la habilitación para que las formule por su propia
voluntad en la etapa de la ratificación.
Cae de su peso que todo el espectro de cuestiones propuestas supone que en el régimen de derecho
internacional que rige al tratado sea posible formular reservas, lo que remite ese punto a la citada Convención de
Viena (especialmente art. 19) y al texto del propio tratado.
10. — En las últimas décadas se ha consolidado —tanto internamente como en el derecho comparado— la
práctica de que el poder ejecutivo celebre “acuerdos” ejecutivos o simplificados sin someterlos a la aprobación del
congreso. Tal mutación constitucional, que escamotea la intervención congresional, no es en principio admisible
en el caso de compromisos internacionales que, cualquiera sea la denominación que se les confiera, configuran por
su esencia verdaderos tratados.
11.— En sede internacional, nuestro estado está obligado a subsumir la denuncia de los
tratados en las normas que contiene la Convención de Viena sobre derecho de los tratados
respecto a su terminación o extinción (arts. 54 y siguientes).
No obstante, es menester analizar el procedimiento que constitucionalmente adopta o exige
nuestro derecho interno para proceder a la denuncia.
La alternativa se plantea entre: a) considerar que la denuncia por el poder ejecutivo requiere la
previa aprobación de dicha denuncia por el congreso; b) considerar que tal aprobación no hace
falta, y que la denuncia la puede decidir por sí solo el poder ejecutivo, porque también fue él
quien resolvió ratificar internacionalmente el tratado que se denuncia.
Entre ambas posiciones, sugerimos la siguiente: a) si un tratado establece expresamente que el
poder ejecutivo podrá denunciarlo, creemos que no hace falta la intervención del congreso con
carácter previo a la denuncia, porque el congreso al aprobar ese tratado antes de su ratificación, ya
anticipó conformidad para que luego el poder ejecutivo lo denuncie por sí solo; b) si tal cláusula
no existe, parece que el “paralelismo de las competencias” demanda que en la denuncia converjan
la voluntad del congreso y la del poder ejecutivo, por cuanto la asunción de la obligación
internacional y la incorporación del tratado a nuestro derecho interno requirieron también esa
coincidencia de voluntades, por manera que para suprimir ambos efectos se torna necesario otra
vez que los órganos vuelvan a compartir una misma voluntad.
En suma, para nuestra opinión, el poder ejecutivo no puede denunciar tratados sin
intervención del congreso.
En la constitución material, la denuncia de los tratados ha sido efectuada, salvo alguna contada excepción,
por el poder ejecutivo sin concurrencia obligatoria del congreso.
12. — Para los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional, la constitución
incluye una previsión específica y obligatoria en el art. 75 inc. 22. Sólo se los puede denunciar por
el poder ejecutivo con la previa aprobación de las dos terceras partes de la totalidad de los
miembros de cada cámara.
Aunque esta cláusula figura a continuación del párrafo que enumera cuáles son los instrumentos
internacionales que por disposición directa de la constitución tienen jerarquía constitucional, nos parece lógico
interpretar que si otros tratados de derechos humanos pueden alcanzar esa misma jerarquía por decisión del
congreso, según el párrafo tercero del mismo inc. 22 del art. 75, la denuncia de esos tratados también exige la
misma aprobación del congreso por igual quorum de votos en cada cámara.
13. — Los tratados de integración supraestatal también requieren previa aprobación del
congreso para su denuncia por el poder ejecutivo (Ver nº 43).
14. — Cuando uno de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional queda
internacionalmente extinguido, o denunciado por nuestro país conforme al derecho internacional, la fuente
internacional desaparece. Cabría decir —a primera impresión— que esa modificación sobreviniente en las
“condiciones de su vigencia” lo eliminaría de nuestro derecho interno.
Sin embargo, la especial naturaleza de los tratados de derechos humanos, sobre todo en nuestra constitución,
obliga a repensar aquella conclusión y, haciéndolo, proponemos la tesis de que los tratados de derechos humanos
que se extinguen o se denuncian dejan subsistente su normativa en nuestro derecho interno. Ello por el principio
de irreversibilidad de los derechos humanos.
15. — Conforme a los principios del derecho internacional y a la buena fe que debe presidir la
interpretación y aplicación de los tratados, entendemos:
a) Que en un orden de coherencia lógica, el congreso no puede derogar —después de
ratificado un tratado— la ley que le dio aprobación anterior; b) que si acaso la deroga, persisten
no obstante los efectos del tratado, tanto en sede interna como internacional; c) que la derogación
sólo puede servir de antecedente para presumir que el congreso presta conformidad para que el
poder ejecutivo proceda a la denuncia internacional del tratado.
En el caso “Ekmekdjian c/Sofovich”, de 1992, la Corte Suprema sostuvo en su decisión por mayoría que la
derogación de un tratado por ley del congreso violenta la distribución de competencias impuesta por la
constitución, si es que mediante ley pudiera derogarse el acto complejo federal de celebración del tratado. Esta
afirmación no sólo implica negar con razón que el congreso no puede dictar una ley derogatoria de un tratado ya
incorporado al derecho argentino, sino además que tampoco puede derogar la ley a través de la cual le dio
aprobación antes de su ratificación internacional por el poder ejecutivo.
16. — La prórroga de un tratado implica renovar internacional e internamente la vigencia del tratado; o sea,
prolongar la obligación internacional en él asumida, y mantener asimismo su incorporación al derecho interno.
Como principio general, y salvo estipulación sobre la prórroga en el mismo tratado que se prorroga,
entendemos que la prórroga se ha de equiparar a la celebración de un tratado: es como si el tratado que se prorroga
fuera un nuevo tratado de igual contenido. Por ende, pensamos que hace falta otra vez la conformidad del
congreso (equivalente a la aprobación originaria) y el acto del poder ejecutivo en sede internacional que exprese la
voluntad de prorrogar el tratado (equivalente a la ratificación primitiva).
Hay antecedentes de leyes del congreso disponiendo la prórroga de tratados.
Frente a esta norma, es opinable decidir si —por ej.— la ratificación de un tratado sin la aprobación del
congreso configura una violación “manifiesta” del derecho interno argentino. Que tal violación resulta de
importancia fundamental en nuestro derecho interno (como que afecta gravemente a la constitución) parece
indudable. Pero dudamos de que la misma violación resulte “objetivamente evidente” para otro estado, como que
tal otro estado puede ignorar de buena fe si internamente se ha cumplido o no la etapa aprobatoria por nuestro
congreso. Como principio, entonces, nos inclinamos a considerar que cuando se ratifica un tratado habiéndose
omitido la aprobación del mismo por el congreso, Argentina no puede alegar internacionalmente el vicio; por
ende: a) la obligación y la responsabilidad internacionales subsisten; b) la inconstitucionalidad —y su eventual
declaración judicial— del tratado defectuoso limita su efecto a la ina-plicación en jurisdicción argentina, pero no
descarta la responsabilidad internacional.
El art. 27 de la Convención de Viena ha sido invocado por la Corte Suprema en sus sentencias del caso
“Ekmekdjian c/Sofovich”, del 7 de julio de 1992, y del caso “Fibraca Constructora SCA c/Comisión Técnica
Mixta de Salto Grande”, del 7 de julio de 1993.
19. — Hay otro punto conexo que se traba con el principio conocido con el nombre de “estoppel” —más allá
de discrepancias y disputas sobre este vocablo—.
El “estoppel” implica adoptar la teoría de los actos propios, conforme a la cual “venire contra factum
proprium non valet” (o sea, no se puede contradecir al propio acto anteriormente cumplido, mediante el cual se ha
inducido a terceros a comportarse de buena fe con el autor de aquel acto).
Aplicando el “estoppel”, la Convención de Viena sobre derecho de los tratados prevé, en su art. 45, la
preclusión en determinados casos para impedir que un estado invoque causales de nulidad con el propósito de
anular un tratado, o de darlo por finiquitado, o de retirarse de él, o de suspender su aplicación.
Frente a ello creemos que, en virtud del “estoppel”, nuestro estado no podría en el futuro alegar nulidades
respecto de los tratados que por el art. 75 inc. 22 tienen la misma jerarquía de la constitución, porque esa eventual
alegación posterior a la reforma configuraría una contradicción palmaria entre la conducta jurídica consolidada
por la Convención Constituyente, que les asignó aquella jerarquía “en las condiciones de su vigencia”, y
cualquiera otra reclamación o manifestación que acaso Argentina formulara después a favor de la nulidad.
20. — Cuando nuestro estado se hace parte en un tratado que discrepa con una ley anterior, nos hallamos ante
un caso típico de ley que, sin ser originariamente inconstitucional al tiempo de su sanción, se vuelve
inconstitucional posteriormente al entrar en contradicción con una norma ulterior (tratado), que para nosotros
reviste jerarquía superior a la ley. Hay quienes dicen, en ese caso, que más que de inconstitucionalidad
sobreviniente, hay que hablar en la hipótesis de “derogación” de la ley anterior por el tratado posterior que la hace
incompatible con sus disposiciones.
El “ius cogens”.
21. — El derecho internacional público tiene elaborada la figura del “ius cogens”, que consiste en el conjunto
de normas internacionales llamadas “imperativas”, recogidas en su ámbito con el rasgo de la inderogabilidad o
indisponibilidad (sea que su existencia provenga de tratados o del derecho consuetudinario —de gentes—). El “ius
cogens” no puede ser dejado de lado por normas opuestas o distintas de un tratado y, por ende, si echamos mano
del diseño piramidal, podemos decir que la pirámide del derecho internacional se encabeza en su vértice con el
“ius cogens”. El “ius cogens” está previsto en el art. 53 de la Convención de Viena sobre “derecho de los
tratados”.
En el actual derecho internacional de los derechos humanos la protección de esos derechos suele
considerarse integrativa del “ius cogens”, lo que en Argentina resulta de trascendencia institucional frente a los
tratados sobre derechos humanos (con o sin jerarquía constitucional) que forman parte de nuestro derecho interno,
y cuya filosofía coincide con el personalismo humanista de la constitución.
Después de la reforma de 1994, los tratados con jerarquía constitucional coinciden con nuestra constitución,
por lo que no se plantea problema alguno, dados los similares contenidos de ambos y la igual prelación compartida
que revisten en el derecho interno.
En cuando a los tratados que sólo son supralegales, la incompatibilidad entre el “ius cogens” internacional y
nuestra constitución siempre deja pendiente —para el caso de no aplicarse o cumplirse un tratado
inconstitucional— la responsabilidad internacional de nuestro tratado.
22. — En la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema se registra un interesante caso (“Cabrera Washington
c/Comisión Técnica Mixta de Salto Grande”, del 5 de diciembre de 1983) en que el tribunal declaró inválida una
norma del “Acuerdo de Sede” entre Argentina y la Comisión demandada por reputarla opuesta a una norma
imperativa del derecho internacional —“ius cogens”— (se trataba de la cláusula que eximía total y absolutamente
de jurisdicción a la Comisión demandada). Aparte de ello, también la declaró inconstitucional dentro de nuestro
derecho interno (el voto de la minoría solamente la reprobó por violación al derecho internacional imperativo).
23. — En el derecho interno que tiene origen en fuentes también internas (constitución, leyes, reglamentos,
sentencias, derecho no escrito), la ley del congreso ocupa el primer plano debajo de la constitución. Por eso
decimos que es una fuente que crea derecho nuevo u originario.
Cuando al derecho interno se le incorporan normas cuyo origen es la fuente internacional (externa o
heterónoma y, por ende, no intraestatal) los tratados que ingresan al derecho interno también disponen de espacio
para crear derecho nuevo u originario, al igual que la ley interna.
Se incurre por eso en error cuando se afirma que los tratados son “leyes nacionales”, o “ley de la nación”,
porque desde que la ratificación a cargo del poder ejecutivo los incorpora a nuestro derecho siguen manteniendo
en él su naturaleza de tratados oriundos de la fuente internacional, sin sufrir novación o cambio en esa naturaleza.
25. — Todo tratado internacional incorporado a nuestro derecho interno es una norma de
naturaleza federal, cualquiera sea la “materia” que regule y aunque dicha materia sea dentro de
nuestro derecho una materia propia del derecho común o local (por ej., de derecho civil, laboral,
penal, comercial, etc.). Reconocer naturaleza federal a los tratados no es cuestión puramente
teórica, porque tiene como efecto práctico el hacer judiciable por tribunales federales toda causa
que verse sobre puntos regidos por un tratado y hacer viable el recurso extraordinario ante la
Corte para su interpretación.
Esta opinión personal no concordaba, hasta 1995, con la jurisprudencia de la Corte Suprema.
Recién su fallo del 26 de diciembre de 1995, en el caso “Méndez Valles Fernando c/Pescio
A.M.”, dejó de lado el distingo que hasta entonces había hecho el tribunal, asimilando al derecho
común la materia de los tratados que en el derecho interno revestía tal naturaleza.
En el caso “Méndez Valles” —al contrario— afirmó, con acierto, que siempre los tratados
son normas federales cuya interpretación provoca la instancia final de la Corte por recurso
extraordinario.
De este modo completó el criterio que había sostenido en 1992 en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” al definir
a todo tratado como “orgánicamente” federal, atento que en su formación intervienen órganos del gobierno
federal (poder ejecutivo y congreso).
Ahora, además de ese carácter “orgánicamente federal”, todo tratado también es federal en cualquiera de las
materias que son objeto de su regulación normativa.
26. — No se nos hace difícil reputar que si todo tratado es orgánica y materialmente de naturaleza federal, la
competencia para desarrollar y reglamentar internamente sus normas a efectos de la aplicación en jurisdicción
interna cabe suficientemente entre las propias del congreso, con independencia de que en el reparto interno de
competencias entre el estado federal y las provincias la materia pueda pertenecer a las competencias provinciales.
La tesis que admite que el congreso reglamente por ley una o más normas de un tratado internacional con
vigencia para todo el territorio obliga a excepcionar algunos casos en los que, indudablemente, el congreso tiene
inhibida esa competencia. Así —por ej.— cuando el Pacto de San José de Costa Rica implanta la instancia doble
para el proceso penal, parece evidente que el congreso no puede crear por ley ni los tribunales provinciales de
alzada ni los recursos locales para acceder a ellos. De tal modo, la capacidad legislativa que, como principio, es
del congreso para reglamentar tratados internacionales, debe analizarse con precaución caso por caso.
27. — Aunque el tema de la interpretación del derecho internacional no nos pertenece estrictamente,
queremos dedicarle alguna reflexión, atento a que las fuentes internacionales penetran en el derecho interno y, por
ende, el derecho constitucional tiene que asumir el dato.
En primer lugar, resulta interesante comenzar con los principios generales. Se desdoblan así:
a) principios generales del propio derecho internacional, que son normas fundamentales del
derecho de gentes (no escrito) y acusan origen consuetudinario; b) principios generales del
derecho, que suelen considerarse de aplicación supletoria y tienen origen en el derecho interno de
los estados pero son reconocidos y aceptados por las llamadas “naciones civilizadas”.
Así, por ej., la protección de los derechos humanos es un principio general del derecho internacional; el de
cosa juzgada y el del “estoppel” (equivalente al “venire contra factum proprium non valet”) son principios
generales del derecho que, oriundos del derecho interno de los estados, han pasado a integrar el derecho
internacional.
Fundamentalmente, estando incorporada la Convención de Viena sobre derecho de los tratados a nuestro
derecho interno, afirmamos que hay obligación para los tribunales argentinos de acudir a su sección 3ª, artículos
31 a 33, que versa precisamente sobre interpretación de los tratados.
29. — Nos interesa insistir en el activismo judicial que nuestros tribunales —y sobre todo la
Corte Suprema y los superiores tribunales de provincia— deben desplegar en interpretación y
aplicación del derecho internacional, tanto contractual (tratados) como no contractual (no escrito).
Concordando la constitución con el derecho internacional es recomendable acoger un
repertorio de pautas:
a) tomar en cuenta la jurisprudencia de tribunales internacionales como orientación y guía,
sobre todo cuando: a’) se trata de un tribunal cuya jurisdicción ha sido consentida y acatada por
nuestro estado (como ocurre, en el sistema interamericano del Pacto de San José de Costa Rica,
con la Corte Interamericana de Derechos Humanos);
b) así como al derecho internacional se han ido incorporando nuevos principios (propios de él,
o generales del derecho transferidos a él) y como al mismo “ius cogens” se lo puede reputar
abierto a la asimilación de también nuevas normas, a la interpretación e integración
constitucionales se las debe elastizar para sintonizar, armoniosa y congruentemente, a la
constitución con el derecho internacional;
c) sobre todo en materia de derechos humanos, tanto los tratados incorporados a nuestro
derecho interno (tengan o no jerarquía constitucional) como el derecho de gentes, han de merecer
una interpretación que, también en coordinación con la constitución, acentúe la tendencia a la
maximización y optimización progresivas del plexo de derechos, asumiendo en el mismo nivel
constitucional (absorbidos en el art. 33) a todos los que provienen de cualquier fuente interna e
internacional, a tono con: c’) las reglas de interpretación que, por ejemplo, contiene el art. 29 del
Pacto de San José de Costa Rica.
30. — Los tratados de derechos humanos procuran establecer para los estados parte un orden público común,
que es “ius cogens” y se rige por el principio del “favor libertatis”. Sus normas han de interpretarse de manera
extensiva y amplia, en tanto las que limitan o suspenden derechos se deben interpretar de manera restrictiva.
31. — La Corte Suprema ha interpretado que cuando el art. 75 inc. 22 estipula que los tratados de derechos
humanos con jerarquía constitucional integran el derecho interno “en las condiciones de su vigencia”, ha
significado que rigen tal como cada tratado rige efectivamente en el ámbito internacional, considerando a la vez su
efectiva aplicación jurisprudencial por los tribunales internacionales competentes para su interpretación aplicativa
(ver, por ej., fallo del 12 de setiembre de 1996 en el caso “Bramajo Hernán Javier”).
32. — La jurisprudencia de nuestra Corte Suprema viene reiterando que en la aplicación e
interpretación de tratados de derechos humanos en los que es parte nuestro estado, los tribunales
han de tomar en cuenta la jurisprudencia internacional sobre los mismos.
Cuando después de la reforma de 1994 hay tratados con jerarquía constitucional conforme al
art. 75 inc. 22, y especialmente cuando Argentina ha consentido y acatado la jurisdicción
supraestatal del Pacto de San José de Costa Rica, la pauta antes indicada cobra suma relevancia
institucional. (Ver Tomo I, cap. IX, nos. 24/26).
33. — Con independencia del rango que un tratado tenga en nuestro derecho interno,
conviene dejar en claro que:
a) su interpretación y aplicaciónpor los tribunales argentinos es obligatoria de acuerdo con el
derecho internacional, debiendo sentenciarse las causas en que es aplicable de conformidad con el
mismo tratado;
b) se incurre en violación del tratado tanto cuando se aplica una norma interna que le es
incompatible o contraria, como cuando simplemente se omite aplicarlo;
c) todo incumplimiento de un tratado —por acción u omisión— por parte de nuestros
tribunales engendra para nuestro estado la responsabilidad internacional, y ello aunque acaso la
desaplicación de un tratado de rango infraconstitucional se sustente en su inconstitucionalidad.
El derecho humanitario.
34. — El derecho internacional humanitario forma parte del derecho argentino; nuestro estado ratificó los
cuatro convenios de Ginebra de 1949, y adhirió a los dos protocolos adicionales de 1977.
Ver Tomo I, cap. IX, nº 56.
Remisiones.
Las integraciones de un estado en una comunidad supraestatal han exigido y exigen muchas reformulaciones
en las doctrinas clásicas del derecho constitucional y del derecho internacional. No es éste el lugar para explayar el
tema, pero sí para alertar sobre previsiones mínimas que por la reforma de nuestra constitución se necesita
adoptar.
37. — El art. 75 inc. 24, referido a las competencias del congreso, dice así:
“Aprobar tratados de integración que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones
supraestatales en condiciones de reciprocidad e igualdad, y que respeten el orden democrático y
los derechos humanos. Las normas dictadas en su consecuencia tienen jerarquía superior a las
leyes.
La aprobación de estos tratados con Estados de Latinoamérica requerirá la mayoría absoluta
de la totalidad de los miembros de cada Cámara. En el caso de tratados con otros Estados, el
Congreso de la Nación, con la mayoría absoluta de los miembros presentes de cada Cámara,
declarará la conveniencia de la aprobación del tratado y sólo podrá ser aprobado con el voto de la
mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara, después de ciento veinte días
del acto declarativo.
La denuncia de los tratados referidos a este inciso, exigirá la previa aprobación de la mayoría
absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara”.
(La bastardilla es nuestra).
Esta cláusula era imprescindible, si se quería encarar con realismo un fenómeno universal
aperturista, favorable a las integraciones supraestatales y al derecho comunitario que es propio
de ellas.
La transferencia de competencias —que el texto denomina “delegación”— es un presupuesto
indispensable, una vez que se prevé la incorporación a sistemas de integración mediante los
tratados que los organizan.
Se impone, como es lógico y habitual en el derecho comparado, una serie de condiciones para
habilitar el ingreso del estado a uno de esos sistemas; la norma cita cuatro: a) reciprocidad; b)
igualdad; c) respeto del orden democrático; d) respeto de los derechos humanos.
El “tratado-marco” de integración.
El derecho comunitario.
Hay que fijarse muy bien en que el inc. 24, después de referirse a los tratados de integración
que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestatales, añade: “las normas
dictadas en su consecuencia tienen jerarquía superior a las leyes”.
Esta cita de “normas dictadas en su consecuencia” apunta a las que, como distintas del tratado
de integración, surgen —como “consecuencia”— de las organizaciones supraestatales creadas por
dicho tratado.
El inciso sólo les asigna prelación sobre las leyes.
Por tanto, vale reiterar lo mismo que hemos dicho en el nº 38 sobre la mera supralegalidad de los tratados de
integración.
41. — Una hipótesis eventual a contemplar puede ser la de un tratado de integración que contenga algunas
normas sobre derechos humanos.
Al respecto, hay que adelantar como mínimo tres reflexiones: a) los tratados de integración no son, por su
objeto o materia, tratados de derechos humanos; pero b) deben subordinarse al sistema de derechos que surge de
tratados sobre derechos humanos (lo que viene previsto en el inc. 24 de nuestro art. 75); y —acaso— c)
pueden incluir algunas normativas sobre derechos humanos.
Para el derecho argentino, la cuestión cobra importancia frente a la duda de si un tratado de integración (que
sólo es supralegal) que incluye alguna normativa parcial sobre derechos humanos, puede ser investido por el
congreso de jerarquía constitucional en la parte referida a esos derechos.
Dentro del margen de opinabilidad, sugerimos responder que, en uso de la competencia que al congreso le
asigna el inc. 22 del art. 75, dicho sector es susceptible de recibir jerarquía constitucional. No el resto del tratado
de integración.
42. — Los tratados de integración tienen diferente mecanismo de aprobación según se celebren con estado
latinoamericanos, o con otros estados que no forman parte del área. Los primeros necesitan la mayoría absoluta
sobre la totalidad de los miembros de cada cámara. Los demás, desdoblan dicho mecanismo: a) en una primera
etapa, el congreso declara la conveniencia de la aprobación del tratado, con la mayoría absoluta sobre los
miembros presentes de cada cámara, y b) en la segunda etapa lo aprueba con el voto de la mayoría absoluta de la
totalidad de miembros de cada cámara; entre una etapa y otra debe transcurrir un lapso no menor de ciento veinte
días.
43. — La denuncia de los tratados de integración, sea con estados de Latinoamérica o con otros estados,
exige la previa aprobación de la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara.
44. — Podemos observar que la reforma ha articulado con mayor severidad el trámite de tratados de
integración con estados ajenos al ámbito latinoamericano, pues impone un previo acto declarativo sobre la
conveniencia de su aprobación, todo con el voto favorable de miembros que para cada etapa se dispone. En
cambio, cuando se celebran con estados de Latinoamérica basta el acto aprobatorio con el quorum de votos
afirmativos, computados también del modo que para este caso viene prescripto.
La denuncia, en cambio, queda precedida por una aprobación congresional que es común para ambos
supuestos.
45. — El fenómeno de las integraciones comunitarias en organizaciones supraestatales por parte de estados
federales acumula un nuevo problema a los que ya, de por sí, se plantean al derecho constitucional
contemporáneo. La estructura federal afronta desafíos. En primer lugar porque el tratado de integración, como
todo tratado internacional, tiene primacía sobre todo el derecho provincial. De ahí en más, queda afectado el
reparto interno de competencias entre estado federal y provincias en virtud del ingreso directo y automático —y de
la consiguiente aplicación obligatoria en la jurisdicción interna— del derecho comunitario emanado de los órganos
supraestatales.
Cuando la integración incluye aspectos económicos, financieros, fiscales, aduaneros, etc., es posible que
provincias y regiones del estado se beneficien o se perjudiquen. En este último caso, el eventual perjuicio tiene
que ser abordado en la jurisdicción interna por el estado federal —mucho mejor si lo es mediante la concertación
con las provincias afectadas— pero de modo compatible con el tratado de integración y con el derecho
comunitario.
Es propuesta tentativa sugerir que si de esa manera no se alcanza una solución favorable, el estado federal
habría de asumir responsabilidad resarcitoria para las provincias perjudicadas, porque tal vía admite tener cabida
en la teoría —judicialmente admitida y aplicada por la Corte en favor de los particulares— de la responsabilidad
estatal por su actividad lícita.
46. — El tema de los tratados como propio del derecho internacional público no parece tener sitio dentro de
un mismo estado, pero cuando éste es —como en el caso argentino— un estado (federal) formado por varios
estados federados (provincias) puede resultarle aplicable, al menos analógicamente.
Por supuesto, se refiere acá a pactos con el estado federal, y su ejemplo histórico ha sido el Pacto de San José
de Flores, mediante el cual la provincia de Buenos Aires ingresó a la federación creada en 1853.
48. — Desde antes de la reforma constitucional de 1994, tanto un sector de la doctrina como
varias constituciones provinciales admitieron la competencia limitada de las provincias para
concertar cierta clase de compromisos internacionales. Personalmente, habíamos adherido con la
reserva de no interferir en el ejercicio de competencias federales exclusivas en materia
internacional.
Ahora, el art. 124 lo reconoce así:
“Las provincias... podrán también celebrar convenios internacionales en tanto no sean
incompatibles con la política exterior de la Nación y no afecten las facultades delegadas al
Gobierno federal o el crédito público de la Nación; con conocimiento del Congreso Nacional. La
ciudad de Buenos Aires tendrá el régimen que se establezca a tal efecto”.
El objeto de estos convenios internacionales, con la reserva de su cláusula prohibitiva, puede
versar sobre todas las materias que caben en la competencia de las provincias, comprendida
también la de naturaleza concurrente con el estado federal.
49. — Ahora bien, como tanto en el derecho interno cuanto en el internacional, los términos “tratados”,
“convenios”, “convenciones”, “pactos”, etc., a veces se tornan ambiguos, hay una cosa que juzgamos bien clara:
estos convenios provinciales con estados extranjeros, o con organizaciones internacionales, o con entidades
gubernamentales de estados extranjeros, etc., nunca son ni pueden ser “tratados internacionales” en el sentido y
con el alcance que les atribuye y demarca en la esfera internacional la Convención de Viena sobre derecho de los
tratados, de modo que, en lo que a la República Argentina se refiere, y a efectos de nuestro derecho interno, son
derecho intra-federal.
Si acaso las provincias celebran un tratado que para el derecho internacional encuadra en la Convención de
Viena como “tratado” internacional, habrá que someterlo —para su validez— al régimen propio de la constitución
federal.
50. — La ley de garantía de los intereses federales en la ciudad de Buenos Aires mientras sea
capital federal (nº 24.588) habilitó a la ciudad a celebrar los convenios previstos en el art. 124 de
la constitución federal; y el art. 104 inc. 3º del Estado Organizativo (o constitución) de la ciudad
da desarrollo a la mencionada competencia.
51. — Brevemente decimos que compartimos la tesis según la cual es aplicable a los tratados
interprovinciales previstos en los arts. 124 y 125 de la constitución, el derecho internacional de los tratados, por lo
menos en forma supletoria o subsidiaria cuando es menester integrar, en el punto de que se trate, una laguna de
nuestro derecho interno, o cuando hace falta interpretar el tratado provincial en su naturaleza de tal.
ÍNDICE GENERAL
CAPÍTULO XII
LA LIBERTAD DE EXPRESION
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
I. EL DERECHO AMBIENTAL:
El artículo 41: derecho al ambiente .............................. 83
Ambiente y ecología .................................................. 84
Las calificaciones del ambiente ..................................... 85
Los elementos que integran el ambiente .................... 85
El deber de preservación ............................................... 86
El deber de recomponer y reparar ............................. 87
La operatividad de la norma.......................................... 87
La información y educación ambientales ...................... 88
La tutela judicial amparista .......................................... 89
El reparto de competencias federales y provinciales:
legislación y aplicación.................................................. 89
Los tratados interjurisdiccionales .............................. 91
CAPÍTULO XVI
I. LA RADIOGRAFIA GENERAL:
Su encuadre, su riqueza y su desarrollo progresivo ...... 101
La doble implicitud: en los derechos innominados,
y en el contenido de los derechos.................................. 102
CAPÍTULO XVII
EL DERECHO DE PROPIEDAD
I. SU ENCUADRE GENERAL:
El concepto de propiedad .............................................. 115
La propiedad en la constitución argentina .................... 116
Qué es propiedad en sentido constitucional ............... 117
CAPÍTULO XVIII
LA EXPROPIACION
I. SU CONCEPTO Y NATURALEZA:
Su encuadre general ..................................................... 133
VIII. LA RETROCESION:
Su concepto .................................................................. 149
Los requisitos de procedencia ....................................... 150
La retrocesión en la ley 21.499 ................................. 150
CAPÍTULO XIX
I. SU ENCUADRE GENERAL:
La actividad financiera del estado y el poder
tributario ...................................................................... 155
La tributación ............................................................... 157
Las clases de gravámenes ............................................. 158
Los principios constitucionales que rigen la
tributación .................................................................... 159
La razonabilidad....................................................... 163
La política fiscal ........................................................ 163
La generalidad de los tributos ................................... 164
La relación y la obligación tributarias ........................... 165
La libertad fiscal ........................................................... 167
La retroactividad de la ley fiscal .................................... 167
La revisión judicial de los gravámenes .......................... 168
El “solve el repete” .................................................... 169
El pago bajo protesta ................................................ 170
La prueba del “empobrecimiento” .............................. 170
I. EL CONSTITUCIONALISMO SOCIAL:
Su surgimiento y contenido .......................................... 185
El constitucionalismo social en Argentina..................... 186
Remisiones ............................................................... 186
Los derechos “sociales” y “económicos”......................... 187
V. EL EMPLEO PUBLICO:
La aplicación parcial del art. 14 bis .............................. 205
La estabilidad del empleado público ............................. 205
El derecho judicial en materia de estabilidad del
empleado público .......................................................... 207
La estabilidad del empleado público en la
constitución material .................................................... 208
CAPÍTULO XXI
I. LOS GREMIOS:
El gremio y la asociación sindical ................................. 217
V. LA REPRESENTACION SINDICAL:
La garantía y sus efectos............................................... 229
CAPÍTULO XXII
LA SEGURIDAD SOCIAL
I. SU UBICACION CONSTITUCIONAL:
Su encuadre.................................................................. 233
La previsión social......................................................... 235
El seguro social, las jubilaciones y pensiones, y su
interpretación ............................................................... 235
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
I. LA SEGURIDAD:
Su concepto .................................................................. 285
Las garantías constitucionales...................................... 285
Las garantías y los derechos humanos ..................... 287
El derecho a la jurisdicción, hoy “derecho a la tutela
judicial efectiva” ............................................................ 287
La legitimación procesal ........................................... 291
Los tratados internacionales con jerarquía
constitucional ........................................................... 292
V. EL DEBIDO PROCESO:
Su concepto y alcance................................................... 327
La “duración” del proceso.......................................... 328
El “exceso ritual” ....................................................... 329
La defensa en juicio .................................................. 329
La sentencia.................................................................. 330
La segunda instancia, o pluralidad de instancias ......... 331
El debido proceso en sede administrativa ..................... 332
Aplicación de la garantía del debido proceso al
estado en juicio ............................................................. 333
CAPÍTULO XXV
EL AMPARO
CAPÍTULO XXVII
EL HABEAS DATA
CAPÍTULO XXVIII
EL HABEAS CORPUS
CAPÍTULO XXIX
LA PARTE ORGANICA
I. EL PODER. - Su encuadre. - El gobierno y los órganos. - La competencia. - Los órganos “extrapoderes”. - Los
“sujetos auxiliares”. - Las relaciones en los órganos del poder. - II. LA LLAMADA “DIVISIÓN DE PODERES”. - La
“tríada” de poderes y su finalidad. - El derecho judicial en materia de división de poderes. - Otros principios
“divisorios”. - La clasificación de las funciones del poder. - La gradación de las funciones del poder. - Una
nueva clasificación de las funciones del poder. - La “politicidad” de las funciones del poder. - El paralelismo
de las competencias. - La competencia y la zona de reserva. - El diagrama de la competencia. - La “delegación”
y la “imputación” de competencia y de funciones. - Los principales perfiles de la competencia. - Los tres
nuevos órganos extrapoderes de los artículos 85, 86 y 120. - Algunas otras puntualizaciones. - III. EL NUEVO
ESQUEMA DEL PODER EN LA REFORMA DE 1994. - Su diseño. - La participación de unos órganos en otros
ajenos. - La Comisión Bicameral Permanente del congreso. - El poder ejecutivo. - Los órganos de control. - El
poder judicial. - Los partidos políticos. - Los controles. - La descentralización política. - IV. EL ARTÍCULO 36 Y
EL PODER. - Su relación. - El bien jurídico penalmente tutelado. - Los actos de fuerza incriminados. - Las
sanciones penales. - La ética pública. - El delito doloso contra el estado. - V. EL PODER EN EL DERECHO
PÚBLICO PROVINCIAL Y EN LA CIUDAD DE BUENOS AIRES. - Los gobiernos locales son “Autoridades de la
Nación”. VI. EL REPARTO DE COMPETENCIAS DESPUÉS DE LA REFORMA DE 1994. - Estado federal, provincias,
municipios y ciudad de Buenos Aires. - Algunos deslindes específicos. - VII. EL PODER Y LAS ÉPOCAS DE
FACTO. - La emergencia revolucionaria. - El funcionamiento del poder. - VIII. LAS PRESIONES SOBRE EL
PODER. - Su descripción. - Los factores de presión y los factores de poder. - Su perma-
nencia. - Nuestra valoración.
I. EL PODER
Su encuadre
El poder es dinámico y, a través del gobierno que lo ejerce, imprime dina-mismo al estado que, por eso
mismo, equivale a régimen político; el estado o régimen transcurre en un proceso —el proceso político— y todo
ello es una reali-dad política juridizada. El “modo” de “estar constituido” el estado en su funcionamiento empírico
coincide con la constitución material.
Decir que es el poder el que, a través del gobierno que lo ejerce, imprime dinámica al estado permite aclarar
que todo el régimen político pende del poder, y no porque la sociedad y las personas que son parte de ésta resulten
espectadores pasivos sin protagonismo político, sino porque en la interconexión entre poder y sociedad el accionar
del poder es el que confiere al estado su estructura real y su modo efectivo de vigencia sociológica en la
constitución material.
El derecho constitucional del poder no es ni debe considerarse un compartimiento estanco. Por un lado, el
ejercicio del poder no se recluye ni clausura dentro de la estructura gubernamental que lo pone en ejercicio,
porque se expande y proyecta hacia la sociedad; por otro lado, la parte dogmática de la constitución no se
incomunica sino que guarda relación recíproca con la organización del poder. Por esta tangente, el sistema
axiológico integrado por valores, principios y derechos obliga y limita al poder que, en consecuencia, es un poder
limitado, repartido y controlado. Latamente, se trata de la reciprocidad entre “derechos de la persona” y “división
de poderes”.
Después de la reforma constitucional de 1994 hemos dicho que, desde nuestra perspectiva, se
da un fenómeno novedoso, cual es el de que en la parte orgánica de la constitución se disemina
una constelación de principios, valores y derechos que, sin duda alguna, remarca la interrelación
entre dicha parte orgánica y la tradicional parte dogmática —ahora extendida desde el art. 1º al
art. 43—. (Ver Tomo I, cap. IV, nos. 13 a 17).
3. — Aunque haya que emigrar hacia fuera del perímetro estricto del po-der estatal y de sus órganos y
funciones, el derecho constitucional del poder necesita auscultar zonas que le son aledañas. Por un lado, se ubica
la llamada tecnoburocracia, que cada día precisa profesionalizarse más para servir de apoyo a los gobernantes. Y
sin integrar los cuadros del poder, es indispensable prestar atención a la partidocracia, a los sujetos auxiliares del
poder, y a los factores de presión y de poder. Además, la misma sociedad —o, si se prefiere, “el pueblo”— va
asumiendo progresivamente protagonismos activos que la sustraen de la pasividad, de la neutralidad o de la
indiferencia, en buena proporción merced al contacto cotidiano que el hombre común toma con los asuntos
públicos a través de los medios de comunicación masiva.
4. — El poder del estado se ejerce por hombres. A los hombres que asumen esa tarea se les
llama órganos, y su conjunto compone el gobierno.
En los órganos estatales se acepta un doble enfoque: a) el “órgano-individuo”, que es la pesona física (una o
varias) que realiza la función o actividad del poder; b) el “órgano-institución”, como repartición con una
determinada esfera de competencia. El órgano-individuo se visualiza desde el orden de la realidad, porque hemos
dicho que es un hombre, o varios; el órgano-institución se visualiza desde el orden de normas que lo describe.
Así, el “congreso”, el “poder ejecutivo” y el “poder judicial” son órganos-institución, que el orden de normas
configura y describe, en tanto los diputados y senadores son los órganos-individuo del congreso; el presidente de
la república es el órgano-individuo del poder ejecutivo; y los jueces son los órganos-individuo del poder judicial.
El poder del estado como capacidad o energía para cumplir su fin es “uno” solo, con
“pluralidad” de funciones y actividades. Lo que se divide no es el poder, sino las funciones y los
órganos que las cumplen. Cuando el derecho constitucional habla de “poderes” —en plural—
quiere mentar los “órganos institución” con sus respectivas competencias.
Los órganos del poder no son personas jurídicas, no tienen personalidad; la persona jurídica con
“personalidad” es el estado. Por eso, ni los órganos de poder separadamente considerados (cada uno en particular),
ni el “gobierno” que integran en conjunto, pueden ser demandados en juicio; al que hay que demandar es al
“estado”. (Las excepciones son escasas).
La competencia
Este principio es aplicación de otro más genérico, que se refiere a todas las personas morales y jurídicas,
asociaciones o colectividades institucionalizadas, y que se puede llamar la regla de especialidad: mientras para el
hombre ocurre lo contrario —todo lo que no le está prohibido le está permitido— para aquellos entes sólo hay
competencia asignada en miras al fin específico para el cual existen y para cuyo logro se los reconoce
jurídicamente. De donde, en el derecho constitucional del poder la competencia de los órganos debe estar
atribuida, bien que en su área puedan existir los llamados “poderes implícitos”.
Cuando el art. 19 establece que nadie será obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella
no prohíbe, es errado hacerle decir que los órganos de poder pueden hacer lo que la ley no les prohíbe hacer. Y lo
es porque la cláusula citada no está dirigida al poder sino a las personas, y el poder necesita tener competencia
para hacer algo, de modo que debe omitir todo aquello para lo cual carece de competencia.
6. — La competencia condiciona la validez del acto, de modo que el emitido fuera de ella se
considera afectado de nulidad.
La competencia no constituye un “derecho subjetivo” del órgano. Como en principio el estado no es titular de
derechos, la competencia de sus órganos de poder tampoco ha de ser considerada un derecho.
7. — Así como decimos que la competencia no es un “derecho”, añadimos que tampoco es
una obligación, porque muchas competencias son de ejercicio optativo, o dejan espacio para elegir
el momento y los medios conducentes.
Cuando son de ejercicio obligatorio cabe hablar de obligaciones constitucionales del órgano
competente. (Ver nº 31).
8. — Para nuestro derecho constitucional del poder, nos va a ser muy útil el manejo de una
categoría especial de órganos a los que se denomina “órganos extrapoderes”.
La teoría clásica de Montesquieu ha elaborado una tríada o trinidad de poderes: ejecutivo,
legislativo y judicial, y ha incluido en esa tríada a todos los órganos y todas las funciones del
poder. No obstante, aparecen, a veces, otros órganos que no encajan en ninguno de los tres
poderes citados. El derecho constitucional del poder los coloca, entonces, al margen o fuera de
ellos, aunque en relación con los mismos. Por estar al margen o fuera, se les da el mencionado
nombre de órganos “extrapoderes”.
9. — Encontramos también fuera de los tres poderes clásicos, pero sin tener calidad de
órganos, una serie de sujetos auxiliares del poder. A estos sujetos los reputamos también
“extrapoderes” porque no forman parte de ninguno de los poderes de la tríada, pero no los
involucramos entre los “órganos” extrapoderes porque carecen de la naturaleza de órganos
estatales.
Así, serían sujetos auxiliares del estado: la Iglesia Católica, el cuerpo electoral, los partidos políticos, los
sindicatos, etc. Tales sujetos pueden ser, en su caso, personas públicas o entes “paraestatales” que, como auxiliares
del estado, están “al lado” de él, pero en ese caso hay que decir que tienen naturaleza de personas de derecho
público “no estatales”. Un ejemplo claro de estas últimas son las universidades nacionales, a las que el art. 75 inc.
19 párrafo tercero les reconoce autonomía y autarquía.
Resulta interesante tomar en cuenta que después de la reforma constitucional de 1994 hay
competencias que corresponden estrictamente a los órganos del poder estatal pero que intercalan
en el procedimento propio de su ejercicio la intervención, desde la sociedad, de un sujeto auxiliar
del poder que no es órgano de poder; lo vemos en la participación que le incumbe al cuerpo
electoral mediante iniciativa legislativa en la etapa de iniciativa para la formación de la ley (art.
39) y mediante consulta popular vinculante para convertir —o no— en ley a un proyecto que le es
sometido por el congreso (art. 40). Hay, además, posible consulta popular no vinculante (art. 40).
Para el desarrollo de este tema, remitimos al cap. XXXV).
10. — La actividad de los órganos del poder implica relaciones de muy variada especie, sea
dentro del mismo órgano, sea de éste en relación con otro, sea en relación con los gobernados.
Llamamos: a) relaciones interórganos, a las que se dan “entre” dos o más órganos; b)
relaciones intraórganos a las que se dan “dentro” de un órgano colegiado o complejo (si el
órgano es complejo, o sea, formado por más de un órgano, las relaciones intraórgano pueden ser
simultáneamente relaciones “entre” los órganos que componen al órgano complejo); por fin, c)
relaciones extraórganos son las que vinculan a los llamados sujetos auxiliares del estado con
órganos del poder o con órganos extrapoderes.
Esto no quita que reconozcamos la existencia de órganos creados por la propia constitución, a los que
colocamos fuera de la tríada y definimos como extrapoderes (ver nº 8).
13. — De este breve repertorio de pautas deducimos un eje inalterable que resumimos así:
a) la independencia de cada uno de los “poderes” con respecto a los otros;
b) la limitación de todos y cada uno, dada por: b’) la esfera propia de competencia adjudicada;
b”) la esfera de competencia ajena; b”’) los derechos de los habitantes; b””) el sistema total y
coherente de la constitución en sus dos partes —dogmática y orgánica— que deben interpretarse
de manera armónica y compatible entre sí con el contexto integral;
c) el control de constitucionalidad a cargo de los jueces, no como superioridad acordada a
éstos por sobre los otros poderes, sino como defensa de la constitución en sí misma cada vez que
padece transgresiones.
14. — En torno de la división de poderes, el derecho judicial derivado de la Corte Suprema ha sentado
numerosos principios:
a) “siendo un principio fundamental de nuestro sistema político la división del gobierno en tres grandes
departamentos, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, independientes y soberanos en su esfera, se sigue
forzosamente que las atribuciones de cada uno le son peculiares y exclusivas; pues el uso concurrente o común de
ellas haría necesariamente desaparecer la línea de separación entre los tres altos poderes públicos, y destruiría la
base de nuestra forma de gobierno”;
b) la doctrina de la limitación de los poderes es de la esencia de ese sistema de gobierno, que impone la
supremacía de la constitución y excluye la posibilidad de la omnipotencia legislativa;
c) ningún órgano puede invocar origen o destino excepcionales para justificar el ejercicio de sus funciones
más allá del poder que se le ha conferido;
d) ningún departamento del gobierno puede ejercer lícitamente otras facultades que las que le han sido
acordadas expresamente o que deben considerarse conferidas por necesaria implicancia de aquéllas;
e) “es una regla elemental de nuestro derecho público que cada uno de los tres altos poderes que forman el
gobierno de la nación aplica e interpreta la constitución por sí mismo cuando ejercita las facultades que ella les
confiere respectivamente”;
f) “para poner en ejercicio un poder conferido por la constitución a cualquiera de los órganos del gobierno
nacional es indispensable admitir que éste se encuentra autorizado a elegir los medios que a su juicio fuesen los
más conducentes para el mejor desempeño de aquéllos, siempre que no fuesen incompatibles con alguna de las
limitaciones impuestas por la misma constitución”;
g) el control de constitucionalidad que pertenece al poder judicial no debe menoscabar las funciones que
incumben a los otros poderes; por ende, ese control no alcanza a la conveniencia o inconveniencia, acierto o error,
justicia o injusticia, oportunidad o inoportunidad con que los otros poderes ejercen sus funciones y escogen los
medios para cumplirlas;
h) la tesis de las cuestiones políticas no judiciables —que nosotros rechazamos— ha sido construida,
precisamente, en torno del supuesto respeto a la división de poderes, para no interferir ni menoscabar la esfera de
los actos privativos que se consideran irrevisables, pese a la eventual infracción a la constitución que en su
ejercicio pueda ocasionarse.
15. — La clásica expresión “división de poderes” —como acabamos de ver— ha sido usada habitualmente
para aludir al reparto y a la distribución de órganos y funciones dentro del gobierno.
No obstante, es importante que tracemos otros lineamientos de “separación” adicionales.
a) Recurriendo a Maurice Hauriou, cabe hablar de tres separaciones ineludibles respecto del poder del estado,
que son: a’) el poder religioso —o espiritual— propio de las iglesias; a”) el poder militar, propio de las fuerzas
armadas; a”’) el poder económico, que tiene su sitio en la sociedad. Ninguno de estos tres poderes ha de
fusionarse, ni confundirse, ni entrar en maridaje con el poder estatal, como tampoco éste debe asumirlos para sí.
No obstante, el poder militar tiene que subordinarse al poder del estado en el estado democrático, y el poder del
estado tiene que ejercer rectoría y control respecto del poder económico —respetando razonablemente el ámbito
de libertad que corresponde al último dentro de la sociedad—.
b) Glosando a Pedro J. Frías decimos también que hay otra separación o división entre poder y sociedad,
porque el estado democrático deja fuera de su poder todo el espacio de libertad necesaria a favor de la sociedad,
sin intrusiones arbitrarias, para que quede a salvo el sistema de derechos de la persona y de las asociaciones.
c) Alberto A. Spota, por su parte, habla de tres divisiones: c’) una primera, entre poder constituyente y poder
constituido; c”) una segunda, entre estado federal y provincias, a la que personalmente agregamos, sobre todo
después de la reforma de 1994, los municipios de provincia y la ciudad autónoma de Buenos Aires; c”’) la tercera,
que es la clásica división de poderes dentro del gobierno federal y de los gobiernos locales.
d) Los añadidos que hemos incorporado en el inc. c.”) del anterior inc. c) dan lugar a una cuarta división
entre: d’) poder provincial y poder municipal.
Un tratado —por ej.—, pese a que su proceso de formación se ubica en el área del poder constituido (como
que intervienen el poder ejecutivo y el congreso), no traduce ejercicio de ninguna de las tres funciones clásicas de
dicho poder; no es legislación, ni administración, ni jurisdicción. Firmarlo, aprobarlo, y ratificarlo, son actos
esencialmente políticos. Pero, no obstante ser “tratado” y no “ley”, es susceptible de incorporarse al derecho
interno argentino.
18. — Al trasladar las nociones expuestas a la gradación o escala jerárquica de las funciones
del poder, la consecuencia es ésta: en esa serie de planos del ordenamiento jurídico interno, la
supraordenación y la subordinación tienen que limitarse dentro de la pirámide jurídica a las
fuentes y productos estatales (o internos). O sea, a las funciones específicas del poder estatal.
Si esto se acepta, el escalonamiento infraconstitucional coloca en el primer nivel a la
legislación, en el siguiente a la administración, y en el tercero a la administración de justicia.
Expresado en otros términos, se dice que la legislación solamente tiene por encima a la
constitución; la administración a la legislación; y la administración de justicia a la legislación y la
administración, de modo que administración y administración de justicia son “sub-legales”.
19. — Este esquema, que no toma en cuenta a las fuentes extraestatales, adquiere modalidades
diversas cuando relaciona dichas fuentes con las funciones del poder. Así, en nuestro
ordenamiento constitucional los tratados internacionales —con o sin jerarquía constitucional—
están por encima de las leyes y, por ende, de las otras dos funciones sublegales; los convenios
colectivos de trabajo que no pueden contrariar a las leyes de orden público, no pueden sin
embargo —en nuestra opinión— ser derogados por una ley, etc.
En consecuencia, la gradación de las fuentes internas y su respectiva producción jurídica
queda retocada al insertarse en nuestro ordenamiento interno una fuente extraestatal y su producto
normativo.
20. — El diseño piramidal que dentro del derecho interno da lugar al escalonamiento de las funciones del
poder no implica pronunciamiento sobre la mayor o menor valiosidad de cada una de esas funciones. Así, aun
cuando la de administrar justicia ha sido situada por debajo de la función legislativa y de la administrativa,
personalmente le reconocemos valiosidad más excelsa que a las otras dos. Tampoco implica ignorar que frente a la
legislación vienen ganando importancia otras fuentes (algunas estatales, como las sentencias y las resoluciones
administrativas; otras internacionales, como los tratados; y otras extraestatales, como los contratos).
Así, las leyes que dicta el congreso se derogan por otras leyes del mismo congreso; los decretos o
reglamentos del poder ejecutivo, por otros decretos o reglamentos del mismo poder ejecutivo, etc.
Sin embargo, este principio no es rígido ni absoluto, y admite excepciones, de las que sólo daremos algunos
ejemplos: a) Una sentencia declarativa de la inconstitucionalidad de una ley podría investir efecto invalidatorio
general (“erga omnes”) respecto de esa ley, que perdería vigencia sociológica (restando indagar doctrinariamente
si también podría quedar formalmente “derogada” con pérdida de su vigencia normológica); b) La derogación de
una ley apareja la pérdida de vigencia sociológica de su decreto reglamentario; c) Los jueces pueden “anular” (con
efecto extintivo) actos administrativos del poder ejecutivo, de su administración dependiente, y del congreso; d)
Un tratado internacional opuesto a una ley, al prevalecer sobre ésta, impide su aplicación (quedando a la doctrina
esclarecer si apareja la derogación formal de dicha ley, o su inconstitucionalidad).
25. — Hablar de la zona de reserva exige una breve aclaración. Hay pautas en la constitución,
especialmente las que se conectan con el sistema de valores, principios y derechos, que obligan a
todos los órganos de poder. Ello no autoriza a que uno invada las competencias de otros pero,
resguardadas las que son privativas de cada uno, también cada uno cuando ejerce las suyas
propias debe dar aplicación a las citadas pautas.
Así, por ej., cuando el art. 14 bis obliga al congreso a desarrollar mediante ley los derechos
allí consagrados, no impide que esos derechos reciban reconocimiento y efectividad en el
ejercicio de las competencias de los otros órganos distintos del congreso cuando actúan en el
ámbito que les corresponde.
El diagrama de la competencia
c) Cuando en el vértice del ordenamiento jurídico se coloca a la constitución y a los tratados de derechos
humanos que conforme al art. 75 inc. 22 tienen la misma jerarquía de la constitución, cada competencia —
conectada con la fuente internacional, que es extraestatal— se escalona en una gradación con planos subordinantes
y subordinados (por ej., la legislación tiene por sobre sí a los tratados que son supralegales; la administración, a los
tratados y a la legislación; la administración de justicia, a los tratados, la legislación y la administración); no se
trata de que unos órganos guarden dependencia respecto de los que cumplen funciones subordinantes, sino de que
la función de cada uno debe adecuarse a las normas y los actos de jerarquía superior;
27. — El principio divisorio encierra un reparto de competencias entre órganos separados. Tal
adjudicación obliga a plantearse la pregunta de si es válido que un órgano transfiera motu proprio
a otro esa competencia, total o parcialmente. Es lo que se denomina delegación de competencias,
facultades, o poderes.
La delegación que en nuestro derecho se da en llamar “propia”, consiste —según fórmula judicial
de la Corte Suprema— en que una autoridad investida de un poder determinado hace pasar el ejercicio de ese
poder a otra autoridad o persona, descargándolo sobre ella. Esta forma de delegación, a falta de norma habiltante
en la constitución, es violatoria de la constitución.
Conviene distinguir que no toda violación a la división de poderes supone como causa una delegación. En la
delegación, el órgano delegante transfiere por su propia voluntad a otro, una masa total o parcial de sus
competencias. En cambio, no hay delegación, pero sí vulneración a la división de poderes, cuando un órgano
ejerce competencias de otro sin que éste se las haya cedido, o cuando un órgano interfiere en la zona de reserva de
otro —con o sin consentimiento de éste—.
28. — La imputación de funciones, a diferencia de la delegación, implica que dentro del
ámbito de un mismo órgano de poder éste encomienda o atribuye parte del ejercicio de sus
competencias a otro órgano del mismo poder, o a personas físicas que lo integran, o a un órgano
“extrapoderes” con el que se relaciona; así, el congreso, o una de sus cámaras, a una comisión
investigadora o de seguimiento; el presidente de la república al jefe de gabinete, etc.
29. — Hay una categoría intermedia de delegación que se da en llamar delegación “impropia”, y que
analizaremos en el cap. XXXVIII, Nº 25.
30. — Con la reforma constitucional de 1994, debe aclararse que hay cláusulas severas que
prohíben la delegación legislativa (art. 76) o el ejercicio por el poder ejecutivo de competencias
que pertenecen al congreso (art. 99 inc. 3º); pero a renglón seguido se prevén excepciones (ver
acápite III).
31. — Hemos dicho antes que no es posible generalizar la afirmación de que la competencia
implica siempre su ejercicio obligatorio, porque hay algunas de ejercicio potestativo (ver nº 7).
Cuando su ejercicio es obligatorio estamos ante obligaciones constitucionales de naturaleza
estatal.
Hemos de agrupar algunos ejemplos.
a) Obligaciones globalmente imputadas al “gobierno federal”; así, las que surgen del art. 5º
(en cuanto a la garantía federal a las pro-vincias) y de los arts. 25, 27 y, en general, de las normas
que reco-nocen derechos que todos los órganos de poder deben hacer efectivos cuando ejercen su
propia competencia;
b) Obligaciones que se imputan al “estado”, sin determinar el órga-no, como la del art. 38
párrafo tercero;
c) Obligaciones que se imputan a las “autoridades”, sin determi-nar el órgano, como en los
arts. 41 y 42;
d) Obligaciones que se imputan al “congreso”; así —a nuestro cri-terio— las que emanan de
los arts. 14 bis y 24; y las del art. 75 inc. 2º (en cuanto a la coparticipación impositiva); inc. 6º,
inc. 8º; inc. 16; inc. 17; inc. 19; inc. 23; inc. 32.
e) Obligaciones que se imputan a “cada cámara” del congreso, co-mo las emergentes de los
arts. 63 a 67 (excluido, en el art. 66, el poder disciplinario, que es de ejercicio optativo).
f) Obligaciones que se imputan al “gobierno” (que corresponda), como la del art. 62.
g) Obligaciones que se imputan al “poder judicial”; implícitamente, entendemos que se trata
de las que incumben a los tribunales de justicia para tramitar y decidir las causas que son de su
competencia y que se promueven ante ellos, como asimismo las del Consejo de la Magistratura en
los incisos 1, 2 y 3 del art 114, y las del jurado de enjuiciamiento para dar trámite a la acusación
efectuada por el Consejo de la Magistratura (art. 115).
h) Obligaciones que se imputan al “poder ejecutivo”, como las del art. 99 incisos 1º, 8º, 10, y
12.
i) Obligaciones que se imputan al “jefe de gabinete”, como las que surgen del art. 100 incisos
1º, 5º, 6º, 7º, 8º, 10, 12 y 13; y las del art. 101.
j) Obligaciones que se imputan a los “ministros”; así, la del art. 104.
k) Obligaciones que se imputan a las “provincias”, como las de los arts. 122 y 123; y la del
art. 127 (en cuanto a someter las quejas contra otra provincia a la Corte Suprema).
l) Obligaciones que se imputan a los “gobernadores de provincia”, como la emanada del art.
128.
m) Hay obligaciones para cuyo cumplimiento la constitución fija un plazo; así, el art. 39 para
que el congreso trate los proyectos de ley surgidos de iniciativa popular; la del jefe de gabinete
que debe informar una vez por mes a cada cámara del congreso sobre la marcha del gobierno (art.
101); las referidas en cláusulas transitorias (6ª, para establecer el régimen de coparticipación; 13ª,
para el funcio-namiento del Consejo de la Magistratura; 15ª, parar elegir al jefe de gobierno de la
ciudad de Buenos Aires y para dictar la ley de garantía federal; todos estos plazos quedaron
incumplidos).
Esta enumeración no taxativa convoca a reflexionar sobre el modo de cumplir cada obligación y sobre la
responsabilidad derivada de su incumplimiento.
32. — Cuando las competencias de ejercicio obligatorio están impuestas con una imperatividad que no deja
margen para que el órgano obligado escoja y decida la oportunidad de hacer efectivo aquel ejercicio, y con el
incumplimiento se bloquean derechos personales, estamos ante una omisión inconstitucional o
inconstitucionalidad por omisión.
33. — En los tres nuevos órganos extrapoderes que han surgido de la reforma de 1994
(Auditoría General de la Nación, Defensor del Pueblo y Ministerio Público) concurren algunas
características interesantes que conviene mencionar por separado.
Aunque los dos primeros aparecen en la normativa de la constitución dentro de la sección
dedicada al “Poder Legislativo” (congreso), los arts. 85 y 86 consignan que ambos órganos tienen
autonomía funcional. Para el Defensor del Pueblo se añade que actuará “sin recibir instrucciones
de ninguna autoridad”.
a) La Auditoría ejerce una administración de las denominadas “consultivas”, y es obligación
del congreso que el examen a su cargo sobre el desempeño y la situación de la administración
pública se sustente en los dictámenes de la misma Auditoría. Hay, pues, competencias de ejercicio
obligatorio: la de la Auditoría, de dictaminar en los términos y con el alcance que surgen del art.
85, y la del congreso, de ejercer el control que la norma le asigna una vez que cuenta con el
dictamen previo.
b) El Defensor del Pueblo carga con la obligación de defensa y protección de los derechos
humanos conforme al art. 86, y tiene legitimación procesal, lo que proyecta hacia los jueces el
deber de reconocérsela.
c) Por fin, el Ministerio Público queda definido en el art. 120 como órgano independiente con
autonomía funcional, con la obligación de promover la actuación judicial en el marco de las
competencias que le quedan atribuidas.
Para los demás órganos de poder, estas tres nuevas figuras implican, sin duda alguna, la obligación clara de
no inmiscuirse ni interferir en las competencias distribuidas por los arts. 85, 86 y120, dado que cada una de estas
normas especifica la autonomía funcional de los tres órganos que venimos considerando como extrapoderes, y su
zona de reserva.
34. — El panorama competencial admite todavía otros comentarios adicionales sobre algunas
de sus modalidades. Así:
a) Hay competencias de ejercicio potestativo: el órgano las ejerce si quiere, o se abstiene. Por
ej.: el llamado poder tributario; las del art. 75 incisos 22 y 24; las de los arts. 125 y 126, etc.
b) Hay competencias para cuyo ejercicio la constitución parece conceder al órgano el plazo
que éste considere oportuno tomarse para usarla. Así interpretamos al art. 118 sobre juicio por
jurados.
c) Hay competencias que el órgano puede ejercer cuando pruden-cialmente considera que
debe hacerlo; por ej., declarar la guerra, o el estado de sitio, o intervenir una provincia.
d) Hay competencias que tienen marcado un condicionamiento expreso por la constitución y
que, si se ejercen fuera de él, violan la constitución; por ej.; el estado de sitio, la intervención
federal, el establecimiento de impuestos directos por el congreso, deben sujetarse al marco de
situaciones, causas y condiciones que claramente está trazado en los arts. 23, 6º y 75 inc. 2º,
respectivamente.
e) Hay competencias para cuyo ejercicio la constitución no señala condicionamientos ni
oportunidades. Por ej.: declarar la guerra.
f) Hay competencias que abren variedad de opciones en el momento en que son ejercidas con
suficiente margen de arbitrio para el órgano, pero que quedan orientadas y enderezadas por un
claro criterio constitucional de finalidad. Así, la cláusula del progreso del art. 75 inc. 18, y las
competencias de ejercicio obligatorio que encon-tramos en el inc. 19.
g) Hay competencias que, cuando se ejercen, imponen acatar una pauta inesquivable que
suministra la constitución. Por ej.: cuando el congreso dicta la ley de ciudadanía, debe
necesariamente acoger el principio de la nacionalidad “natural” (ius soli); cuando dicta las leyes
laborales (o código de trabajo) debe “asegurar” los derechos el art. 14 bis.
Este repertorio de ejemplos induce al esfuerzo de estudiar detenida y pormenorizadamente
cada una de las competencias, de agruparlas, de caracterizarlas, de interpretar su alcance y su
encuadre, etc.
35. — Si la división de poderes es, en sí misma, una garantía de las que se denominan amplias, veamos
también algunas de las precauciones especialmente dirigidas a contener al ejecutivo: a) el art. 29 fulmina la
concesión por parte del congreso al presidente (y por parte de las legislaturas a los gobernadores de provincia) de
facultades extraordinarias, de la suma del poder público, y de sumisiones o supremacías; b) el art. 109 prohíbe al
presidente ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de las causas pendientes o restablecer las
fenecidas; c) el art. 23 le veda condenar por sí o aplicar penas durante el estado de sitio.
Autorizada la reelección del presidente y vice por el art. 90, surgen dos prohibiciones: a) al limitar el
desempeño solamente a dos períodos, y b) los cuatro años del período hacen expirar el desempeño del cargo, “sin
que evento alguno que lo haya interrumpido pueda ser motivo de que se le complete más tarde” (arts. 90 y 91).
36. — Conviene también encarar otra división entre: a) obligaciones constitucionales que
deben cumplir los órganos de poder para satisfacer derechos personales de los habitantes, en cuyo
caso esas obligaciones gravan al estado como sujeto pasivo frente al titular de esos derechos; y, b)
obligaciones constitucionales que no reciprocan a derechos personales ni les son correlativas,
como la del poder ejecutivo de abrir las sesiones ordinarias del congreso el día 1º de marzo de
cada año.
37. — Una vez que tratados internacionales se incorporan al derecho interno, con o sin
jerarquía constitucional, surge la obligación constitucional de naturaleza internacional, referida al
cumplimiento del tratado, lo que paralelamente origina responsabilidad internacional si se
incumple o se viola —por acción u omisión—.
En el derecho internacional de los derechos humanos, los tratados que los reconocen engendran, doblemente,
la obligación constitucional interna de hacer efectivos esos derechos en jurisdicción argentina, y la simultánea
internacional de idéntico alcance que, incluso, puede dar lugar a quejas o denuncias por violación a tales derechos
ante órganos con jurisdicción supraestatal, como ocurre en el sistema interamericano del Pacto de San José de
Costa Rica.
Su diseño
39. — La reforma constitucional de 1994 modificó en mucho la estructura del poder si se la
compara con la histórica de la constitución fundacional de 1853-1860. Lo iremos detallando a
medida que hagamos las explicaciones referentes a cada uno de los órganos. Por ahora, basta un
lineamiento general.
Al hilo de las nuevas normas constitucionales surge el debate acerca de la efectiva fisonomía que esas normas
pueden —o no— alcanzar en la vigencia sociológica. Todo admite sintetizarse en una pregunta dual: ¿se ha
amortiguado el poder, o no?; ¿se ha atenuado el presidencialismo, o no?; ¿se ha dado mayor protagonismo al
congreso, o no?; ¿estamos ante un poder más controlado que antes, o no?
Las respuestas admiten surgir desde el exclusivo orden de las normas, o bien atendiendo a su funcionamiento.
Para lo último, hay que tener muy en claro que no todos los mecanismos añadidos en 1994 han empezado a
aplicarse, a ve-ces porque omisiones inconstitucionales no les han conferido el desarrollo infra-constitucional que
necesitan en el orden normativo.
40. — La trinidad originaria que siempre se tuvo por eje de distribución de órganos y
funciones subsiste con su tipología clásica: a) un congreso bicameral que tiene naturaleza de
órgano complejo (porque se compone de dos cámaras, cada una de las cuales es un órgano) y de
órgano colegiado (porque está formado por muchas personas físicas en su conjunto bicameral y
en cada cámara separadamente); b) un poder ejecutivo que para nosotros es un órgano
unipersonal porque lo forma una sola persona, que es el presidente de la república; c) un poder
judicial que se compone de varios órganos (Corte Suprema, tribunales inferiores, Consejo de la
Magistratura, y jurado de enjuiciamiento); algunos de estos órganos son unipersonales (jueces de
1ª instancia) y otros son colegiados (Corte, cámaras de ape-laciones, Consejo de la Magistratura,
jurado de enjuiciamiento).
Antes de la reforma de 1994 ubicábamos entre los órganos extrapoderes a dos: a) el
ministerio; b) el vicepresidente de la república, como órgano extrapoderes respecto del presidente
(formando parte —en cambio— del congreso como presidente nato del senado).
Esto se mantiene, pero se añaden otros órganos extrapoderes que son: a) la Auditoría General
de la Nación; b) el Defensor del Pueblo; c) el Ministerio Público.
Cuando hablamos del ministerio en su relación con el poder ejecutivo, hemos de decir que la
reforma ha dado perfil propio al jefe de gabinete de ministros como nuevo órgano extrapoder.
41. — Por de pronto, una característica que atañe a la división de poderes radica en que ahora
hay órganos de poder de la tríada originaria que tienen intervención en otros, que componen otros,
que participan en el ejercicio de competencias de otros.
Así, los “órganos políticos” resultantes de elección popular participan, conforme al art. 114,
en el ejercicio de las facultades que esa norma asigna al Consejo de la Magistratura, incluido en
el capítulo que la constitución destina al poder judicial. Ello porque tienen representación en la
integración de aquel Consejo. Asimismo, según el art. 115, el jurado de enjuiciamiento de jueces
de los tribunales inferiores a la Corte Suprema está parcialmente integrado por legisladores.
La Comisión Bicameral Permanente del congreso
42. — Sin que sea totalmente análogo al caso recién señalado, la Comisión Bicameral
Permanente institucionaliza dentro del congreso un órgano compuesto por legisladores de cada
cámara, que ha de integrarse respetando la proporción de las representaciones políticas (o sea,
partidarias) de cada una de ellas.
Tal Comisión tiene tres competencias: a) intervenir cuando el poder ejecutivo dicta decretos
de necesidad y urgencia, a modo de seguimiento y control antes de que los trate el congreso (art.
99 inc. 3º párrafo cuarto): b) controlar los decretos que por delegación del congreso (art. 76) dicta
el poder ejecutivo (art. 100 inc. 12); c) intervenir cuando el poder ejecutivo promulga
parcialmente una ley de acuerdo al art. 80, a efectos de considerar el decreto de promulgación
parcial (art. 100 inc. 13).
El poder ejecutivo
43. — El orden normativo ha moderado al presidencialismo al acotar al poder ejecutivo que,
hasta 1994, presentaba un perfil reforzado. No obstante, y de nuevo, en el tiempo transcurrido
desde la reforma la vigencia sociológica no muestra correspondencia con el modelo normativo.
Veamos algunos caracteres:
a) Dos prohibiciones enfáticamente expresas se atenúan en las mismas normas que las
contienen mediante excepciones; se trata de la que impide al ejecutivo emitir disposiciones de
carácter legislativo, salvo cuando se trata de decretos de necesidad y urgencia (art. 99 inc. 3º
párrafos segundo y tercero) y de la que veda al congreso la dele-gación legislativa en el ejecutivo
salvo en la hipótesis prevista en el art. 76.
b) La ley de convocatoria a consulta popular no puede ser vetada (art. 40).
c) El presidente retiene la “titularidad” de la administración ge-neral del país y es responsable
político de ella, pero es el jefe de gabinete quien “ejerce” esa administración (arts. 99 inc. 1º y 100
art. 1º).
d) El nombramiento de jueces federales queda modificado: d’) los miembros de la Corte
siguen siendo designados por el ejecutivo con acuerdo del senado, pero éste requiere un quorum
de decisión agra-vado y la sesión en que se presta el acuerdo tiene que ser pública (art. 99 inc. 4º);
d”) los jueces de tribunales inferiores son designados previa intervención del Consejo de la
Magistratura (art. 99 inc. 4º párrafo segundo, y art. 114).
e) El art. 100 inc. 2º, al prever las competencias del jefe de gabi-nete de ministros, hace
referencia a posible “delegación” de facultades que le haga el presidente; similar “delegación”
aparece en el inc. 4º.
f) Hay nombramientos de empleados de la administración que es-tán a cargo del jefe de
gabinete y no del presidente (art. 100 inc. 3º).
g) El congreso puede remover al jefe de gabinete (art. 101).
h) El presidente ha perdido la jefatura local e inmediata de la ca-pital federal (por supresión
del inc. 3º del que era art. 86, hoy art. 99).
Ver cap. XXXVII y XXXVIII.
44. — La reforma de 1994 ha institucionalizado constitucionalmente tres órganos de control sobre cuya
naturaleza discute la doctrina, pero que personalmente reputamos órganos extrapoderes. Son:
a) La Auditoría General de la Nación (art. 85);
b) El Defensor del Pueblo (art. 86);
c) El Ministerio Público (art. 120).
Remitimos a los capítulos XLI y XLIII.
El poder judicial
46. — A los partidos políticos se los inserta o toma en cuenta con especial protagonismo en algunos órganos
de poder, como son el senado, la Auditoría General de la Nación, la Comisión Bicameral Permanente, y en la
fórmula para la elección directa de presidente y vicepresidente. (Ver Tomo II, cap. XXIII, nos. 49 a 51).
Los controles
47. — Se desparrama en el texto constitucional reformado una serie de posibles controles, antes inexistentes,
algunos desde el mismo poder, y otros desde la sociedad. Podemos mencionar, además de los citados en el nº 44:
a) El organismo fiscal federal para controlar y fiscalizar la ejecución de las pautas que rigen la
coparticipación federal impositiva de acuerdo al art. 75 inc. 2º (conforme a su párrafo sexto).
b) Se prevé la existencia de organismos de control con participación de las provincias y de los usuarios y
consumidores para la tutela que a favor de los últimos obliga a discernir el art. 42.
c) El derecho de iniciativa legislativa popular (art. 39) y la consulta popular (art. 40) abren espacio a la
democracia participativa.
d) La acción de amparo para proteger derechos de incidencia colectiva en general en las cuestiones a que
alude el art. 43 párrafo segundo, y la triple legitimación procesal que reconoce, significan una ampliación
favorable en el control judicial. Lo mismo cabe decir del habeas data (párrafo tercero del citado artículo) y del
habeas corpus (párrafo cuarto).
e) El art. 85 incorpora controles a cargo del congreso y de la Auditoría General de la Nación sobre el sector
público nacional y la actividad de la administración pública, respectivamente.
La descentralización política
48. — En orden a la descentralización política, la reforma presenta dos matices: a) explícitamente reconoce la
autonomía de los municipios de provincia (art. 123), y b) establece el gobierno autónomo de la ciudad de Buenos
Aires, erigiéndola en un sujeto de la relación federal (art. 129).
Su relación
49. — Consideramos que en la introducción al estudio del poder halla ubicación el nuevo art.
39 surgido de la reforma constitucional de 1994, entre otras razones porque tiende a resguardar la
transmisión legal del poder y, con ella, la legitimidad de origen del poder mismo y de los
gobernantes que lo ponen en acción, así como la defensa en la constitución. (Ver nº 50).
Para las épocas de facto remitimos al acápite VII.
El art. 36 es el primero de los artículos nuevos y da inicio al capítulo segundo de la parte primera de la
constitución, que es la clásica parte dogmática. Este capítulo segundo viene titulado como “Nuevos Derechos y
Garantías”.
50. — Es sugestiva la ubicación del art. 36, que preserva al poder, dentro del rubro de los nuevos derechos y
garantías. Por eso, también lo ligamos al sistema de derechos.
En efecto, es fácil entender que el orden institucional y el sistema democrático hallan eje vertebral en dicho
sistema de derechos, y que atentar contra el orden institucional democrático proyecta consecuencias negativas y
desfavorables para los derechos. No en vano en el art. 36 también viene encapsulado, con definición expresa, el
derecho de resistencia dentro del marco genérico que incrimina las conductas que lesionan al bien jurídico
penalmente tutelado en forma directa por la constitución, para evitar la ruptura en la transmisión legal del poder.
(Ver nº 49).
Es algo así como una cobertura general, con bastante analogía respecto del clásico delito del art. 29 que, a su
modo, también tiende a preservar un similar bien jurídico, cuando da por cierto que la concentración del poder en
el ejecutivo, o en los gobernadores de provincia, al fisurar la división de poderes pone a merced del gobierno la
vida, el honor o la fortuna de las personas.
51. — El art. 36 exhibe un rostro docente y catequístico, porque procura enseñar que el orden institucional y
el sistema democrático deben ser respetados. Tiene también algo de prevención, de admonición y de disuasión
para que la continuidad constitucional no se interrumpa.
Es claro que la fuerza en lugar de la ley no siempre se detiene por el hecho de que haya normas como las del
artículo que comentamos, pero algo se adelanta con prevenir a quienes intentan usarla acerca de las consecuencias
de su conducta irregular, tipificada aquí como delictuosa.
Por supuesto que si, desgraciadamente, recayéramos en los actos de fuerza que la constitución descalifica, el
imperio —o la vigencia sociológica— de ella no subsistirían por la exclusiva circunstancia de que este artículo
exprese que tal imperio se mantendrá. De cualquier modo, contenida en la propia constitución la incriminación de
la conducta adversa, nos hallamos ante la situación de todas las normas penales: por sí mismas no impiden que los
delitos se cometan, pero prevén la sanción para quienes sean sus autores.
52. — Hay que tomar en cuenta otras cosas que surgen del mismo artículo; por ejemplo, la
nulidad del acto delictuoso, y las penas previstas.
En efecto, hay dos conductas tipificadas como delitos: a) las de quienes sean ejecutores de
actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático; b) la de quienes, como
consecuencia de tales actos, usurpen (es decir, ejerzan “de facto”) las funciones que la
constitución señala para las autoridades creadas por ella, supuesto para el cual se suma la
responsabilidad civil a la responsabilidad penal.
53. — A renglón seguido, el art. 36 consigna que las acciones penales para la persecución de
ambos delitos son imprescriptibles, después de haber establecido antes para los que los cometan la
inhabilitación a perpetuidad para desempeñar cargos públicos, y de haber excluido el beneficio
del indulto y de la conmutación de penas.
Se ha omitido mencionar el de amnistía, lo cual abre la duda acerca de si el congreso podría disponerla; desde
nuestro punto de vista ningún delito tipificado directamente por la constitución —aun cuando falte norma
constitucional prohibitiva del indulto, de la conmutación, o de la amnistía— puede merecer estos beneficios, por la
sencilla razón de que los órganos de poder constituido carecen de toda competencia para enervar el efecto penal de
las incriminaciones constitucionales.
El art. 36 no fija la sanción penal, pero hace una remisión clara: será la misma que tiene
prevista el viejo art. 29. Este artículo —sobre concesión de facultades extraordinarias y la suma
del poder público— reenvía a su vez a la pena de la traición a la patria, que se halla establecida en
el código penal.
La acción penal es de ejercicio obligatorio para el Ministerio Público, en la medida en que entendamos que
tal deber dimana directamente de la constitución en razón de estar también directamente tipificado el delito por sus
normas. Es válido, además, argüir que es titular posible de la acción cada ciudadano, ya que el párrafo cuarto del
artículo dispone que todos los ciudadanos tienen el derecho de resistencia contra quienes ejecutan los actos de
fuerza enunciados en él.
54. — Qué es este derecho de resistencia, no viene definido. Tal vez cabe ensamblarlo con el art. 21, que
obliga a todo ciudadano a armarse en defensa de la constitución. Diríamos que el derecho de resistencia —incluso
con armas— tiene un contenido mínimo y esencial que proviene directamente del art. 36, y que la defensa de la
constitución —que es el objetivo de la defensa— equivale a la del orden institucional y del sistema democrático
contenidos en ella.
La ética pública
55. — “Etica pública” y “función” (esta última sin adjetivo) puede traducirse en ética para el
ejercicio de la función pública. La redacción de la fórmula puede ser objeto de críticas
semánticas, pero su sentido se encuentra fuera de toda duda: la ley debe consignar los deberes que
la ética impone en y para el desempeño de la función pública, de modo de dar juridicidad
normativa a la ética política en el ámbito de las funciones públicas.
Que el orden normativo del mundo jurídico asuma a la ética en la forma que lo ordena este art. 36 no difiere
demasiado de lo que, habitualmente, encontramos en muchas otras normas jurídicas, cuando apelan a “la moral y
las buenas costumbres” y, todavía con más claridad, cuando el art. 19 de la constitución exime de la autoridad
estatal a las acciones privadas que no ofenden a “la moral pública”.
Hemos interpretado —además— que cuando la constitución abre el acceso a los empleos sin otra condición
que la idoneidad (art. 16), exige también y siem-pre la idoneidad ética o moral, a más de la que técnicamente
resulte necesaria según la naturaleza del empleo al que se aspira o que se va a discernir a una persona determinada.
La ética pública se relaciona con la corrupción y, por ende, con el delito al que dedicamos el siguiente
parágrafo.
56. — El penúltimo párrafo del art. 36 define como contrario al sistema democrático al grave
delito doloso contra el estado, que conlleve enriquecimiento para quien lo cometa.
La conducta “grave delito doloso” contra el estado requiere que la ley la tipifique, porque la constitución no
lo hace por sí misma, si bien marca como pauta para la incriminación legal que tal delito ha de aparejar
enriquecimiento.
Se deriva también a la ley fijar el tiempo de inhabilitación para ocupar cargos o empleos públicos, y aquí hay
otro parámetro: el congreso debe prever la inhabilitación temporal, y no puede dejar de adjudicar dicha sanción; le
queda a su discreción únicamente la duración de la misma.
57. — La parte orgánica de la constitución viene incorporada en el texto como “Segunda Parte”, y lleva el
título de “Autoridades de la Nación”. En nuestro léxico personal decimos “Autoridades del Estado”.
El título primero de esta segunda parte se encabeza con el nombre de “Gobierno Federal” y abarca del art. 44
al art. 120.
El título segundo se encabeza con el nombre de “Gobiernos de Provincia”, y abarca del art. 121 al art. 129. Es
en este sector donde el constituyente de 1994 ha incluido el nuevo régimen autonómico de la ciudad de Buenos
Aires, la que si bien no tiene categoría igual a la de las provincias, tampoco es un municipio común ni un territorio
íntegramente federalizado.
Del precedente diagrama divisorio y de las denominaciones empleadas surge claramente que para nuestra
constitución son “Autoridades de la Nación” tanto las que componen el gobierno federal como las que integran los
gobiernos de provincia, y el gobierno autónomo de la ciudad de Buenos Aires. No obstante, dada la autonomía de
las provincias, la propia constitución se encarga de no inmiscuirse en la organización de los gobiernos locales.
58. — No obstante la autonomía de las provincias, y la que surge del art. 129 para la ciudad
de Buenos Aires, ni las unas ni la otra disponen a su arbitrio de la organización gubernamental de
los res-pectivos poderes locales. La constitución les traza algunos parámetros; por ejemplo, la
tripartición del poder obliga a acoger el eje fundamental del principio divisorio; si para las
provincias así se entendió siempre con base en el art. 5º, también el nuevo art. 129 lo señala para
la ciudad de Buenos Aires al hacer mención de su jefe de go-bierno de origen electivo y de las
facultades de legislación y de jurisdicción; el sistema de derechos obliga, como piso mínimo;
asimismo, queda trasladada la forma republicana de gobierno y, en su esencia, el sistema
democrático.
59. — Para dar un ejemplo en que la disponibilidad de las provincias es amplia, citamos la opción que tienen
para organizar sus legislaturas con una sola cámara o con dos; o la que les permite organizar sus tribunales
judiciales con una sola instancia o con instancia múltiple (salvo en el proceso penal, para el cual el Pacto de San
José de Costa Rica las obliga a la doble instancia); o la que las habilita a establecer diferentes categorías de
municipios, algunos con competencia para dictar sus cartas municipales y otros no, etc.
60. — Al reparto de competencias entre el estado federal y las provincias ya hicimos referencias globales al
explicar el federalismo (ver Tomo I, cap. VIII, nos. 11 y 12). También en algunos otros temas específicos, pero al
abordar el poder creemos útil ciertos comentarios adicionales.
Por de pronto, sabemos que desde la reforma de 1994 la dualidad de estado federal y provincias muestra un
rostro parcialmente nuevo, porque aparecen las menciones expresas a los municipios provinciales y a la ciudad de
Buenos Aires, esta última como un sujeto de la relación federal. (Ver. Tomo I, cap. VIII, nos. 32 y 39).
Puede decirse, entonces, que la autonomía municipal surge de la constitucional federal, y que las provincias le
confieren desarrollo cuando organizan su estructura de poder.
B) 62. — Más complicado se vuelve el esquema con la ciudad de Buenos Aires (ver Tomo I,
cap. VIII, acápite V); por un lado, porque su autonomía no es interpretada pacíficamente; por otro
lado, porque también se discute si la rige el mismo principio de reserva de poder que el art. 121
consigna a favor de las provincias; en tercer lugar, porque el Estatuto Organizativo de la ciudad
definió una pauta equivalente a la del art. 121, y se debate acerca de si ello está o no de acuerdo
con la constitución federal, cuyo eje —para el caso— es el art. 129.
Respecto de las provincias, habíamos dicho siempre que el viejo art. 104 —hoy art. 121—
significa que la “delegación” de competencias al gobierno federal fue efectuada por las provincias
“a través” de (o mediante) la constitución federal.
Para la ciudad de Buenos Aires mientras sea capital federal, la duda se propone así: ¿la ciudad
inviste solamente las competencias que expresamente le son reconocidas de acuerdo con la
constitución federal y con la ley de garantías que el congreso dicta para los intereses federales o,
al contrario, la ciudad retiene todas las que razonablemente no le han sido deferidas al estado
federal?
El interrogante se puede formular también de otro modo: ¿el congreso posee todas las
competencias que expresamente no le son reconocidas a la ciudad o, a la inversa, el congreso tiene
únicamente las que taxativamente se retengan para él, quedando todo lo residual a la ciudad?
Para contestar hemos de computar dos datos: a) el art. 129 adjudica a la ciudad un régimen de
gobierno autónomo, con facultades de legislación y jurisdicción; pero, b) para resguardar los inte-
reses del estado federal mientras la ciudad sea capital, el congreso debe dictar una ley.
Ensambladas ambas pautas, preferimos decidir la respuesta a favor del margen más amplio de
autonomía posible para la ciudad de Buenos Aires, y por ende decimos que:
a) la ley que razonablemente sitúa en la órbita federal determinadas competencias para
garantía de los intereses federales implica que esas competencias federales quedan taxativamente
establecidas, y que el remanente favorece a la ciudad; así entendemos que se desprende de la
disposición transitoria séptima, cuando con relación al art. 75 inc. 30 dice que “el congreso
ejercerá en la ciudad de Buenos Aires, mientras sea capital de la nación, las atribuciones
legislativas que conserve con arreglo al art. 129”;
b) hay cierta analogía con el principio de reserva provincial del art. 121, pero concurre una
diferencia: b’) es la constitución federal por sí misma —y no la ciudad “a través” de la
constitución— la que ha efectuado la distribución de competencias a que nos hemos referido en el
precedente inc. a), por lo que la disimilitud con el art. 121 consiste en: b”) que las provincias han
delegado por medio de la constitución federal algunos poderes al gobierno federal, en tanto es
dicha constitución la que por sí misma deja a la ciudad todo el residuo que expresamente no
adjudica al gobierno federal a través de su art. 129 y de la ley de garantía federal.
63. — Hay que recordar que las leyes 24.588 y 24.620 están incursas en varias inconstitucionalidades al
privar a la ciudad de competencias que nada tienen que ver con la garantía de intereses federales. En esa medida,
tales normas conceden al gobierno federal ciertas competencias que deberían componer la masa de las que
corresponden a la ciudad.
64. — Los principios generales que, por ser tales, resultan comunes al reparto de
competencias cuando se aplican a una diversidad de cuestiones y materias, convidan a examinar
algunos aspectos.
a) En cuanto al sistema de derechos, la obligación que para las provincias se desprende del
art. 5º representa un piso y no un techo; por ende decimos que, sin alterar el reparto de
competencias y sin ejercer las que pertenecen al estado federal, las provincias pueden ampliar el
plexo de derechos.
b) Respecto del derecho a la educación y a cuanto le es aledaño, ya antes de la reforma de
1994 se reconocía a las provincias una serie de competencias para completar y adecuar la ley
general de educación a cargo del congreso; desde la reforma, creemos que el art. 75 inc. 19
párrafo tercero no ha innovado en la materia, máxime cuando el art. 125 diseña a favor de las
provincias y de la ciudad de Buenos Aires una competencia concurrente con la federal para
promover la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura.
c) En cuanto a la normativa vinculada con el derecho ambiental, el art. 41 desglosa las
competencias así: c’) al estado federal le corresponde dictar la de presupuestos mínimos de
protección, y c”) a las provincias, las necesarias para completarla.
d) En orden a la cláusula del art. 75 inc. 17 sobre los pueblos indígenas, su parte final
reconoce a las provincias el ejercicio de facultades concurrentes con las del congreso.
e) A las provincias se les confiere la facultad de crear regiones para el desarrollo económico
y social (art. 124).
f) Asimismo, las provincias pueden celebrar convenios internacionales con las limitaciones
consignadas en el art. 124 (la ley 24.588 extiende esta facultad también a favor de la ciudad de
Buenos Aires).
g) Para la materia referida al trabajo y la seguridad social, remitimos al Tomo II, cap. XX,
nos. 62, 65, 67 y 68.
i) Para la libertad de expresión, remitimos al Tomo II, cap. XII, acápite III.
j) Para el derecho de reunión, remitimos al Tomo II, cap. XIV, nº 31.
k) Para la libertad de transitar, remitimos al Tomo II, cap. XIV, nº 55.
l) Para la cláusula comercial y el poder impositivo, remitimos al Tomo II, cap. XIV, nº 35, y
cap. XIX, nos. 55 a 61.
m) Para la expropiación, remitimos al Tomo II, cap. XVIII, nos. 29 y 33.
n) Para el denominado “poder de policía”, remitimos al Tomo II, cap. XXV, nº 8.
o) Para otra variedad de materias, ver cap. XXXV, acápite V.
La emergencia revolucionaria
Tal ruptura acontece cuando se quiebra el orden de sucesión o transmisión del poder; la ruptura se produce en
el orden de normas de la constitución formal transgredido cuando el acceso al poder se opera al margen de lo que
las normas describen, pero no se produce en el orden de las conductas, cuya continuidad jamás se interrumpe: los
hechos que provocan la ruptura suceden en el orden de las conductas, en tanto la ruptura se refleja en el orden
normativo.
Suele distinguirse golpe de estado y revolución —por lo menos desde la óptica constitucional— en cuanto el
primero se limita a cambiar los titulares del poder dando lugar a la ocupación de éste por vías de fuerza no
previstas en la constitución o en las leyes, mientras la segunda involucra un cambio institucional que produce
alteraciones en la estructura constitucional.
El orden de la justicia solamente proporciona validez al golpe de estado y a la revolución, cuando traducen el
ejercicio del derecho de resistencia a la opresión, a condición de que exista habitualidad en dicha opresión,
imposibilidad de remediarla por otras vías, intento inexitoso de solución previa por recursos normales, y
posibilidad de éxito; (la resistencia a la opresión presupone tiranía o totalitarismo).
Para el “derecho de resistencia” en el art. 36, ver nº 54.
66. — La doctrina de facto integró nuestro derecho constitucional material, sobre todo a
través de fuentes de derecho espontáneo y de derecho judicial.
En la doctrina de facto argentina, recién después de concluido el período de facto de 1976-1983, se ha
comenzado con generalidad a tildar a los ocupantes del poder como “usurpadores”. (Ver nº 49). Hasta entonces,
siempre se los con-sideró casi pacíficamente como gobernantes “de facto”. (Ver Tomo I, cap. VII, nº 52).
Podemos hoy decir que el año 1983 marcó, sin duda, un hito importante en el proceso disuasorio de las
intervenciones militares, no obstante los alzamientos de algunos sectores castrenses producidos desde entonces.
Pero, en líneas generales, la recuperación institucional operada en la indicada fecha ha consolidado un amplio
consenso democrático, adverso a las interrupciones de la continuidad constitucional por golpes de estado.
Asimismo, los procesos incoados a partir de 1983 a los jefes militares que protagonizaron el golpe de estado
de 1976, a los responsables de los excesos antirrepresivos, y por la guerra de Malvinas, reforzaron la
subordinación de las fuerzas armadas al poder civil.
Los dos últimos períodos de facto fueron muy largos: de 1966 a 1973, y de 1976 a 1983.
En el siglo pasado, Mitre fue presidente de facto cuando, como gobernador de la provincia de Buenos Aires,
asumió la presidencia de la república después de disuelto el gobierno federal a raíz de la batalla de Pavón. En
1865, la Corte Suprema se pronunció sobre el ejercicio de sus facultades invocando el hecho de la revolución
triunfante y el asentimiento de los pueblos (caso “Martínez c/Otero”).
En 1930 y 1943, reconoció en sendas Acordadas el título de facto de los respectivos presidentes.
Del derecho judicial extraemos las pautas fundamentales, que son las si-guientes: a) el título de gobernante de
facto —o sea, su investidura irregular pero admisible— no puede ser judicialmente discutido —es decir,
impugnado—; b) el gobernante que dispone de las fuerzas militares y policiales para asegurar la paz y el
orden, y está en condiciones de proteger la libertad, la vida y la propiedad de los habitantes, es un gobernante de
facto susceptible de reconocimiento; c) ese gobernante debe prestar juramento de acatamiento a la constitución; d)
por razones de policía y necesidad, para mantener protegido al público, los actos del gobernante de facto deben ser
reconocidos como válidos; c) el poder judicial mantiene el control de constitucionalidad sobre dichos actos.
En 1955, 1966 y 1976 los jueces que integraban la Corte Suprema fueron destituidos, de modo que el tribunal
—en sus nuevas integraciones— no emitió pronunciamiento alguno acerca del reconocimiento en el título del
poder ejecutivo de facto.
68. — De una admisión muy estricta que en torno de la validez y la duración de las normas
legislativas emanadas del ejecutivo de facto en reemplazo del congreso disuelto efectuó la Corte
entre 1930 y 1947, se pasó a convalidaciones más amplias a partir de 1947, pudiendo separarse
después diferentes etapas jurisprudenciales con variantes; así, entre 1973 y 1976, y luego de 1990
en adelante.
Recientemente, en su sentencia del 27 de diciembre de 1996, en el caso “Herráiz Héctor
Eduardo c/Universidad de Buenos Aires”, la Corte sostuvo que las leyes de facto son válidas
mientras no se las deroga.
69. — No hemos de detallar el panorama completo de las épocas de facto porque actualmente
ha decaído el interés y la oportunidad de su análisis, pero en un simple balance queremos recordar
que:
a) el seguimiento que siempre hicimos de la doctrina de facto y de su reiterada aplicación en
la constitución material nunca nos llevó a admitir una supuesta “supraconstitucionalidad” de la
emergencia provocada por las interrupciones de la normalidad constitucional;
b) tampoco a considerar a los estatutos y las actas emitidos en los períodos 1966-1973 y 1976-
1983 como extraconstitucionales, o superiores a la constitución, o de su misma jerarquía;
c) la acumulación de poder y la arbitrariedad en su ejercicio se acentuaron progresivamente,
hasta alcanzar su punto máximo entre 1976 y 1983;
d) las épocas de facto causaron deterioro e ingobernabilidad en nuestro sistema político, y
habitualmente concluyeron fracasando en los fines y objetivos que fueron proclamados como
justificación inicial cada vez que las fuerzas armadas accedieron al poder;
e) en la constitución material se ejemplarizó desde 1930 la competencia de los gobernantes de
facto para remover a los jueces de sus cargos, llegándose a destituir a los de la Corte Suprema en
1955, 1966 y 1976;
f) aunque no fue pacífica la jurisprudencia sobre el status de los jueces que designaron los
gobernantes de facto para cubrir vacantes, siempre se reconoció intangibilidad a las sentencias
dictadas por los tribunales de justicia en los períodos de facto.
Su descripción
70. — El tema de las presiones que se ejercen o recaen sobre el poder es propio de la ciencia política y de la
sociología. No obstante, como fenómeno que acontece en la constitución material, no hemos de omitir unas breves
explicaciones.
Una frase de Alfredo Sauvy se vuelve para ello elocuente: la cons-titución dice con claridad
“quién” ejerce el poder, pero ignora las pre-siones que pueden ejercerse “sobre él”.
Esta afirmación nos hace sostener que:
a) cualesquiera sean las presiones y su intensidad, el gobierno siempre queda radicado en el
emplazamiento formalmente establecido por la constitución;
b) sin transferir sus competencias, ocurre que muchas veces los detentadores del poder
debilitan o disminuyen su capacidad de decisión propia, y las decisiones que adoptan quedan
condicionadas por las presiones, al extremo de que el contenido material de aquellas decisiones
puede venirles impuesto desde afuera a los gobernantes por los sujetos presionantes;
c) en ningún supuesto aceptamos decir que a raíz de este fenómeno exista un gobierno (o un
poder) oculto o paralelo, o un “poder de hecho”, frente al que se seguiría llamando “gobierno
oficial” o “gobierno visible”;
d) la expresión que parece más adecuada para resaltar la gravitación de las presiones, en
especial de las muy fuertes, nos parece ser la de “contrapoderes”.
En suma, concurre un fenómeno de sicología social, que permite graduar la dosis o el “quantum” de la
energía de que dispone el poder estatal, energía que es susceptible de fortalecerse, debilitarse o hasta extinguirse
en acto para un gobernante determinado en un momento también determinado. La decisión la adopta él, pero su
contenido queda parcial o totalmente influido —o hasta impuesto— por el sujeto presionante.
71. — Las presiones admiten contemplarse en la relación entre poder y sociedad, cuando provienen de
sujetos —individuales o plurales— que carecen formalmente de la condición de operadores gubernamentales.
Esto no significa que en muchos casos no haya también presiones ejercidas asimismo por unos operadores
gubernamentales sobre otros —por ej., el presidente o un ministro sobre los jueces o sobre los legisladores—.
Se demuestra así que no es exacto afirmar que las presiones son exclusivamente influencias que tienen como
único origen el accionar de sujetos que carecen de institucionalización formal en la constitución; si fuera verdad,
habría que ignorar las presiones derivadas de un partido político sobre cualquier funcionario oficial, o de la Iglesia
Católica, o de los sindicatos. Y con ello, se desperdiciaría el dato de que lo que importa a la constitución material
es la presión en sí misma, y sólo accesoriamente quién o quiénes son lo sujetos que la ejercen.
72. — Habitualmente hemos distinguido los factores de presión y los factores de poder. En
ambos ámbitos, preferimos hablar de “factores” y no de “grupos” (de presión o de poder), porque
los hay individuales y colectivos.
La diferencia entre factor de presión y factor de poder se nos hace clara y fácil: el factor de
presión es el que ejerce gravitación o influencia, en tanto el factor de poder es también una fuerza
política pero que en forma continua —aunque acaso sea latente— está presente —en acto o en
potencia— en la generalidad de las decisiones que adopta el poder político, porque posee una
visión o una posición política de conjunto que no se circunscribe a un único aspecto o contenido
de las posibles decisiones del poder.
Es posible entender, además, que tanto los factores de presión como los factores de poder en cuanto fuerzas
políticas (cuando provienen de la sociedad) operan de algún modo como un control sobre el poder, sea en un área
limitada de decisiones determinadas, sea en la generalidad de muchas o de todas.
Su permanencia
73. — Queremos aclarar debidamente por qué incluimos a los factores de presión y de poder
en la constitución material. Sencillamente, porque estamos convencidos de que hacen presencia
permanente —a veces sólo en forma latente y potencial— en la dinámica del poder sobre los
gobernantes que lo ejercen.
En forma muy simple: siempre hay presiones oriundas de aquellos factores; ello no significa
que siempre sean los mismos; en un momento preciso pueden ser unos, luego desaparecer, y luego
ser otros. Lo constante son las presiones y los sujetos, no cuáles son éstos y cómo son aquéllas. Lo
que, entonces, forma parte de la constitución material son las presiones, y “algunos sujetos” que
actúan como factores de presión o de poder, ejerciéndolas.
De modo análogo, cuando captamos que siempre hay partidos políticos queremos describir el fenómeno de su
presencia en la interacción con el poder; el espectro partidario es variable, porque algunos se eclipsan, o
desaparecen, o pierden protagonismo, mientras otros partidos entran a la escena y los reem-plazan o desplazan,
sin que la continuidad del fenómeno se interrumpa o deje de hacer presencia.
Nuestra valoración
74. — Globalmente podemos decir que en la medida en que el fin y los medios que emplean los factores de
presión y los factores de poder sean lícitos, las presiones significan un medio de gravitación o influencia que no
parece disvalioso. Las excepciones que nos merecen un juicio negativo de valor son, por ejemplo:
a) las presiones que se ejercen sobre el poder judicial, porque los jueces deben estar siempre exentos de
interferencias en el ejercicio de su función;
b) la excesiva concentración o acumulación de poder (social) en un determinado sector o grupo;
c) la corporativización que pulveriza a la sociedad con una atomización o fragmentación de grupos que, sin
solidaridad convergente al bien común público, pugnan por su propio interés sectorial y fracturan el consenso de
base;
d) la propensión o proclividad que por parte de los mismos operadores gubernamentales los lleva a veces a
congraciarse con determinados factores de presión o de poder, internos o internacionales, para lo cual la
complacencia los lleva a conferir a las decisiones del poder un contenido satisfactorio para aqué-llos y para sus
intereses.
CAPÍTULO XXXI
I. EL “ÓRGANO” CONGRESO. - El “poder legislativo”. - La reforma de 1994. - La representación política. - La Comentado [CM2R1]:
“representatividad”. - El bicamarismo. - El bicamarismo en las legislaturas provinciales. - La pertenencia de
las bancas del congreso. - Las bancas de los senadores. - La Auditoría. General y el Defensor del Pueblo. - II.
LA CÁMARA DE DIPUTADOS. - El número de diputa-dos. - La interpretación de los arts. 45 y 46: el mínimo de
“dos” diputados por jurisdicción. - La elección, los requisitos, y la duración de los diputados. - III. LA
CÁMARA DE SENADORES. - Su integración. - La elección, los requisitos y la duración de los senadores. - El
período transitorio posterior a la reforma de 1994. - El vicepresidente de la república. - IV. LAS
INCOMPATIBILIDADES Y
LA REMUNERACIÓN DE LOS LEGISLADORES.
I. EL “ORGANO” CONGRESO
El “poder legislativo”
La constitución ha querido denominar al congreso “poder legislativo”, con lo que la palabra “poder” aquí y
así empleada, más que connotar una “función” del poder, está mentando a un “órgano”. Ese órgano —llamado por
la misma constitución “congreso”— detenta con exclusividad la función legislativa en sentido material, pero no
agota en ella todo el cúmulo de sus competencias, en las que también aparece función administrativa,
ocasionalmente función jurisdiccional, y actividad política.
La representación política
5. — Nos parece que aunque el tema de la representación política, o de la forma representativa, ha sido y es
abordado dentro de un marco teórico que excede al del congreso, no queda desubicado cuando se lo reinserta
dentro del estudio del parlamento y, especialmente para el caso argentino, en relación con la cámara de diputados,
ya que la constitución alude en la norma de su art. 44 a los “diputados de la nación”, es decir: del “pueblo”, como
reza el art. 45.
El art. 1º de la constitución define la forma de gobierno —entre otros califi-cativos— como representativa. El
art. 22, por su parte, dice que el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes. Quiere decir
que en las normas de la constitución, la representación del pueblo por el gobierno queda enfáticamente afirmada.
Pero sabemos que el hecho de que una norma diga o enuncie algo, no significa que la realidad sea como la
norma la describe. Para nosotros, no hay tal representación del pueblo por el gobierno. Y si la típica
representación aludida se aloja paradigmáticamente en la cámara de diputados, reiteramos que los diputados no
son representantes del pueblo.
Ver Tomo I, cap. VII, nos. 60 y 61.
La “representatividad”
6. — Hay, en cambio, fuera del dogma mítico de la representación popular, un posible dato empírico, cuya
realidad —existente o inexistente— no depende de normas, ni es privativa del gobierno, sino extensiva a cuantos
son dirigentes de cualquier entidad, asociación o grupo humano. Se trata de la representatividad.
Aplicada al gobierno, a los gobernantes, y sobre todo a los diputados, repre-sentatividad quiere decir “dar
presencia”, “hacer presentes”. ¿A quién? A otros. Todo el que se encarga de asuntos ajenos o los tramita, tiene o
gana represen-tatividad cuando hace aproximadamente lo mismo que haría aquél al cual hace presente. Es decir,
cuando gestiona bien y a su satisfacción sus intereses. Es algo así como un nexo o ligamen entre uno y el otro. Se
trata de un fenómeno sociológico.
Atribuir o negar representatividad al gobierno equivale a considerar que sectores preponderantes de la
sociedad se identifican —o no— con él; distintos grupos sectoriales de la comunidad a cuyos intereses el
gobernante atiende o da presencia alcanzan a componer un mosaico de representatividades útiles. Cuando el
gobernante no es representativo para nadie, para ningún sector social, o sólo lo es para alguno en miniatura, hay un
déficit. De alguna manera, cabría afirmar que carece de consenso societario.
Depende, pues, de cómo sea la gestión del poder —que es gestión de cosa ajena, de esa cosa de la sociedad
que es la “res-pública”— el “cómo es” la repre-sentatividad del gobernante.
El bicamarismo
7. — La índole compleja del órgano congreso nos lleva al tema del bicamarismo o estructura
bicameral del órgano. En nuestro derecho constitucional, el bicamarismo no se apoya en una mera
división interna del órgano y del trabajo que la constitución le encomienda al asignarle sus
competencias. La discusión en torno de la bondad y utilidad de la división del congreso en dos
cámaras se aleja de nuestra interpretación para centrarse alrededor de la forma federal de nuestro
estado.
Nuestro congreso es bicameral porque el estado es federal: el bicamarismo federal tiene su
modelo en la constitución de los Estados Unidos, y responde a la teoría de que la cámara de
representantes (diputados) representa al “pueblo”, y la de senadores a los estados miembros o
provincias.
8. — Nuestro art. 45 establece que “un congreso compuesto de dos cámaras, una de diputados de la nación,
y otra de senadores de las provincias y de la ciudad de Buenos Aires, será investido del poder legislativo de la
nación”. La cámara de diputados, según la norma escrita, representa al “pueblo” (o a la nación). Es la dogmática
de la representación política en la teoría de la democracia popular.
La norma no tiene ni puede tener vigencia sociológica, porque no hay representación de todo el pueblo ni de
la nación. De la norma sólo tiene vigencia sociológica la existencia de una cámara de diputados, que no
representa al pueblo en su conjunto (a lo sumo, en la constitución material, los diputados —pero no la cámara—
representan a sus partidos políticos). La cámara de senadores representa, según la misma norma, a las provincias
respectivas y a la ciudad de Buenos Aires. Esta representación puede tener vigencia, porque las provincias sí son
representables en cuanto estados miembros con calidad de personas jurídicas; lo mismo la ciudad de Buenos
Aires.
9. — En razón de que las provincias deben, al dictar sus constituciones, guardar la subordinación y
coherencia de sus respectivos ordenamientos con el ordenamiento del estado federal, han de reproducir la división
de poderes y, por ende, organizar su “poder legislativo”, que se denomina “legislatura”. Pero no quedan obligadas
a reproducir el bicamarismo federal, porque no concurre la misma razón que preside la división del congreso en
dos cámaras.
Por ende, cuando las pautas de la constitución federal se proyectan a la organización local del poder hemos de
decir que el bicamarismo no es una parte esencial de nuestra estructura tripartita del poder.
10. — Se discute a quién pertenecen las bancas legislativas: si al legislador que es titular de
una de ellas o al partido político con cuyo patrocinio triunfó la candidatura del titular.
Pensamos que debe distinguirse la banca de los diputados, y la de los senadores. Las bancas
senatoriales, después de la reforma de 1994, abren dudas que proponemos resolver en el nº 12. En
cambio, los diputados (que en el orden normativo de la constitución se dice que representan al
pueblo) representan realmente a sus respectivos partidos. No hay dificultad doctrinaria, entonces,
para aceptar que las bancas de diputados son de pertenencia de los partidos que postularon las
candidaturas triunfantes.
Este criterio empírico conduce a propiciar que cuando un diputado se desvincula por cualquier causa del
partido que nominó su candidatura, debe perder su banca.
Si se implantara un sistema distinto al de monopolio partidario de las can-didaturas, el diputado electo sin
patrocinio partidario no sería representante de un partido, que tampoco titularizaría su banca.
12. — Después de la reforma de 1994 la banca de los senadores ofrece más dudas que antes.
En primer lugar, hemos de indagar el actual art. 54, que dice así:
“El senado se compondrá de tres senadores por cada provincia y tres por la ciudad de Buenos
Aires, elegidos en forma directa y con-junta, correspondiendo dos bancas al partido político que
obtenga el mayor número de votos, y la restante al partido político que le siga en número de
votos. Cada senador tendrá un voto.”
(La bastardilla es nuestra).
En segundo lugar, hay que observar que los senadores ya no son elegidos por las legislaturas
provinciales (salvo durante el régimen transitorio regulado en la disposición también transitoria
cuarta), sino por el cuerpo electoral.
En tercer lugar, no cabe duda de que el reparto de las tres bancas entre dos partidos refuerza la
postulación partidaria de candidatos al electorado (durante el régimen transitorio, también la
citada dis-posición transitoria cuarta consigna que los candidatos a senadores que elijan las
legislaturas serán propuestos por los partidos o las alianzas electorales).
La imagen que brinda ahora el senado posee un indudable perfil de representación partidaria
y, todavía más, nos hace detectar que acá sí aparece el monopolio partidario de las candidaturas
(que para otros cargos electivos entendemos que no queda impuesto por el art. 38).
La complicación surge cuando esta representación partidaria ha de conciliarse con la
tradicional, que damos por subsistente después de la reforma, y según la cual los senadores
representan a las provin-cias (y ahora también a la ciudad de Buenos Aires). ¿Es ello posible?
Intentamos sugerir que los senadores representan a las provincias y a la ciudad de Buenos
Aires a través del partido al que también representan. La mixtura parece rara, pero no hay por
qué rechazar la posible realidad de una doble representación.
De aquí en más, aunque el art. 54 no define explícitamente que las bancas de los senadores
pertenecen a los partidos a los que representan, hay espacio amplio para aseverarlo con certeza.
13. — Una cuestión más se añade después de la reforma, frente a constituciones provinciales sancionadas con
anterioridad a ella, cuando los senadores eran elegidos por las legislaturas, y las bancas no se distribuían
partidariamente como ahora.
En ese constitucionalismo provincial encontramos normas que prevén la competencia de las legislaturas
locales para dar instrucciones a los senadores federales a efectos de su gestión en el senado, cuando se trata de
asuntos que comprometen o afectan intereses de la provincia a la que representan. Así, las constituciones de San
Juan, Córdoba, y Tierra del Fuego.
Otras, como las de La Rioja y también Tierra del Fuego, agregan que la legislatura provincial puede solicitar
al senado federal que remueva al senador que no ha acatado las instrucciones impartidas por ella.
Todavía más: la de Tierra del Fuego establece que, con independencia de lo que decida el senado federal, el
senador que no acató las instrucciones de la legislatura queda inhabilitado para desempeñar cargos provinciales.
Para dilucidar el problema que estas normas locales plantean, hay que recordar que el status y el desempeño
de los senadores queda regido totalmente por la constitución federal, y que es el senado el único que detenta el
poder disciplinario sobre sus miembros, conforme al art. 66.
De todos modos, mientras las legislaturas provinciales no lleguen al extremo de conferir “mandato
imperativo” a los senadores federales, hacemos el esfuerzo —dentro de un ancho margen de opinabilidad— para
estimar que normas de constituciones provinciales como las citadas no son inconstitucionales, en la medida en que
sólo se apliquen y surtan efectos en jurisdicción de la respectiva provincia.
14. — Como síntesis, creemos que: a) las provincias no pueden condicionar la designación y permanencia de
los senadores federales con un mandato imperativo; ni, b) prever revocatoria o cesación en el cargo de senador
federal.
15. — Dentro de la misma sección que la constitución dedica al congreso aparecen dos órganos que, a nuestro
criterio, ya hemos dicho que consideramos extrapoderes. Son la Auditoría General de la Nación y el Defensor del
Pueblo.
La Auditoría es definida por el art. 85 como organismo de asistencia técnica del congreso para el control
externo del sector público.
El Defensor del Pueblo, al que el art 86 adjudica la categoría de órgano independiente instituido en el ámbito
del congreso, cumple una función de defensa y protección de los derechos humanos, y de control del ejercicio de
las funciones administrativas públicas.
16. — Hemos de aclarar por qué los dos órganos mencionados tienen, para nosotros, la naturaleza de
extrapoderes, aunque en el texto normativo cada uno viene regulado en su propio capítulo como parte de la
sección dedicada al poder legislativo. (Lo mismo ocurre con el jefe de gabinete y los demás ministros en relación
con el poder ejecutivo, no obstante que éste es unipersonal y aquéllos no lo integran).
Ni la Auditoría General ni el Defensor del Pueblo tienen a su cargo compe-tencias atribuidas al congreso. La
primera inviste la asistencia técnica del congreso y emite dictámenes. El segundo, defiende y protege los derechos
humanos. Ambos órganos tienen autonomía funcional; el Defensor del Pueblo, además, no recibe instrucciones de
ninguna autoridad.
Es muy claro que tales funciones de colaboración, por más anexas que acaso se reputen en relación con el
congreso, son independientes y tipifican muy bien la categoría “extrapoderes” de los dos órganos.
Remitimos al cap. XLI.
El número de diputados
18. — Los diputados son, de acuerdo con la letra y el espíritu de la constitución formal, representantes de la
“nación” (art. 44) o del “pueblo” (art. 45). Son elegidos por el pueblo; “pueblo” es, a este fin, el electorado activo
o cuerpo electoral.
El número de habitantes que sirve de índice básico para establecer el número de diputados debe computarse
incluyendo a los extranjeros; no es posible limitarlo a la población “argentina”, porque la norma habla de
“habitantes”, y habitantes son tanto los ciudadanos o nacionales como los extranjeros.
19. — La base de población de la que surge el número de diputados se reajusta periódicamente de acuerdo
con el censo general. Este censo —conforme al art. 47— “sólo podrá renovarse cada diez años”. Joaquín V.
González opina que es acertado afirmar que la constitución ha querido que cada diez años, por lo menos, se
renueve la operación del censo general; y González Calderón sostiene que el art. 39 es imperativo y prohibitivo: el
censo “debe” realizarse cada diez años, y “no puede” efectuarse con periodicidad menor. Esta obligación responde
al propósito de que el número de diputados refleje la cantidad de población de cada distrito electoral.
Si mantenemos firmemente la opinión de que una ley puede asegurar un mínimo de dos
diputados por cada provincia (aunque la base de población de alguna no alcance más que para
designar “uno” solo) (ver nos. 20 y21) también creemos con seguridad que es inconstitucional
“agregar” más diputados por sobre esos dos, porque los diputados adicionales vienen a ser
diputados “regalados”, en contradicción con la pauta rigurosa del art. 45, al no guardar relación
con la población.
La base de población fijada en el art. 45 puede ser aumentada pero no disminuida, de lo que resulta que el
número de diputados extraído de la población de cada provincia y de la capital puede ser inferior al que existe
antes de cada censo. El art. 45 dice que no podrá disminuirse, pero sí aumentarse, la base de población que
prescribe, o sea, uno por cada treinta y tres mil o fracción que no baje de dieciséis mil quinientos.
20. — Ha quedado dicho que el art. 45 impone a cada distrito el número de diputados que resulte de su
población. Si se toma en cuenta esta norma aislada, hay que afirmar que si acaso una provincia de escasa
población no alcanza más que a un diputado, sólo puede tener un diputado. (Ha de recordarse que, de acuerdo al
censo de 1947, muchas provincias de población reducida sólo tenían un diputado al tiempo de dictarse la ley
15.264 —de 1959— que les aseguró un mínimo de dos).
La conclusión que surge de la interpretación desconectada del art. 45 no es la más acertada, porque la
constitución se ha de interpretar en forma sistemática, coordinando todas las normas que, entre sí, guardan
relación suficiente. Es así como se debe acudir al art. 46. Este artículo es, en realidad, una norma “transitoria” que
el constituyente incluyó únicamente para determinar por sí mismo y directamente la composición de la cámara de
diputados y el número de sus miembros en la primera “legislatura”, pero pese a esa circunstancialidad temporal
es imprescindible observar que para la “primera vez”, ninguna provincia tenía menos de “dos” diputados. La
norma subsiste después de la reforma de 1994.
21. — Una interpretación coherente y relacionada de los arts. 45 y 46 lleva a sostener, con seguridad
suficiente, que después de 1853 ninguna provincia puede tener menos de dos diputados, porque ese mínimo lo
tuvo para formar el primer congreso. De ahí que, a nuestro criterio, la constitución autoriza a que el congreso
mantenga por ley ese mismo número mínimo de dos cuando, al reajustar la base de población después de cada
censo, una provincia queda con un solo diputado.
Para la primera legislatura, el art. 49 dispuso que las legislaturas provinciales reglarían los medios para hacer
efectiva la elección directa de los diputados, pero para el futuro del congreso debería expedir una ley general, y así
se hizo en diversas ocasiones.
Los diputados duran cuatro años, y son reelegibles, pero la cámara se renueva por mitad cada
bienio (a cuyo efecto, los nombrados para la primera legislatura debían sortear, luego que se
reunieran, los que habrían de salir en el primer período; el primer sorteo tuvo lugar el 13 de julio
de 1855).
Esta norma del art. 50 sufrió fractura en el orden de las conductas cuando el poder ejecutivo de facto en 1930,
1943, 1955, 1962, 1966 y 1976, disolvió las cámaras del congreso. A raíz de eso, al restablecerse la normalidad
constitucional y elegirse la totalidad de diputados, hubo cada vez que reaplicar la disposición originaria y
transitoria del sorteo para la renovación por mitad en el primer bienio.
Es inconstitucional que el diputado que cubre la banca dejada vacante por otro durante el plazo de cuatro
años, vea reducido el suyo por uno menor para sólo completar el período.
Su integración
24. — El senado se compone de tres senadores por cada provincia y tres por la ciudad de
Buenos Aires. Cuando los senadores votan en la cámara, la representación no se unifica, como
pudiera pensarse en razón de que los tres representan a un mismo ente, sino que cada senador
tiene un voto (art. 54).
25. — Los senadores de las provincias ya no son elegidos por sus legislaturas a pluralidad de
sufragios, conforme al anterior art. 46 de la constitución, sino por el cuerpo electoral; ahora,
pues, la elección es directa (art. 54). Para el período transitorio ver nº 27.
26. — Los requisitos para ser “elegido” senador (que deben reunirse, por eso, en el momento
en que la elección se realiza, y no en el que el senador se incorpora a la cámara) son: edad de
treinta años, haber sido seis años ciudadano de la nación, disfrutar de una renta anual de dos mil
pesos fuertes o entrada equivalente, y ser natural de la provincia que lo elige o con dos años de
residencia inmediata en ella. Así lo establece el art. 55.
Los senadores, de acuerdo con el art. 56, ya no duran nueve años en el ejercicio de su
mandato, sino seis, y son reelegibles indefinidamente (este adverbio no figura en la cláusula de
reelección de los diputados del art. 50). El senador se renueva a razón de una tercera parte de los
distritos electorales cada dos años.
Cuando vaca una plaza senatorial por muerte, renuncia u otra causa, el gobierno a que
corresponde la vacante hace proceder inmediatamente (este adverbio tampoco figura en la norma
análoga para la cámara de diputados, del art. 51) a la elección de un nuevo miembro.
La vacancia por renuncia no se opera por la presentación de la dimisión, sino recién a partir del momento en
que el senado la acepta. Por ende, no se puede designar nuevo senador antes de dicha aceptación, porque la banca
no está vacante. En caso de realizarse tal elección anticipadamente, queda afectada de nulidad e
inconstitucionalidad.
Cuando un senador deja vacante su banca mientras pende su período, estimamos inconstitucional que el
nuevo senador que lo reemplaza sea designado para completar dicho lapso, porque la constitución asigna a cada
senador y a todos un tiempo de desempeño de seis años que no es viable de reducción, de forma que esa especie
de “suplencia” permanente por un tiempo menor pugna abiertamente con el art. 56.
27. — Como el período senatorial que era de nueve años se ha reducido a seis, y además no se amputó el
lapso de desempeño de quienes en 1994 ocupaban su banca de acuerdo al texto anterior a la reforma, la
disposición transitoria cuarta de la constitución reformada establece, con relación al nuevo art. 54:
“Los actuales integrantes del Senado de la Nación desempeñarán su cargo hasta la extinción del mandato
correspondiente a cada uno.
En ocasión de renovarse un tercio del Senado en mil novecientos noventa y cinco, por finalización de los
mandatos de todos los senadores elegidos en mil novecientos ochenta y seis, será designado además un tercer
senador por distrito por cada Legislatura. El conjunto de los senadores por cada distrito se integrará, en lo posible,
de modo que correspondan dos bancas al partido político o alianza electoral que tenga el mayor número de
miembros en la Legislatura, y la restante al partido político o alianza electoral que le siga en número de miembros
de ella. En caso de empate, se hará prevalecer al partido político o alianza electoral que hubiera obtenido mayor
cantidad de sufragios en la elección legislativa provincial inmediata anterior.
La elección de los senadores que reemplacen a aquellos cuyos mandatos vencen en mil novecientos noventa
y ocho, así como la elección de quien reemplace a cualquiera de los actuales senadores en caso de aplicación del
artículo 62, se hará por estas mismas reglas de designación. Empero, el partido político o alianza electoral que
tenga el mayor número de miembros en la Legislatura al tiempo de la elección del senador, tendrá derecho a que
sea elegido su candidato, con la sola limitación de que no resulten los tres senadores de un mismo partido político
o alianza electoral.
Estas reglas serán también aplicables a la elección de los senadores por la ciudad de Buenos Aires, en mil
novecientos noventa y cinco por el cuerpo electoral, y en mil novecientos noventa y ocho, por el órgano legislativo
de la ciudad.
La elección de todos los senadores a que se refiere esta cláusula se llevará a cabo con una anticipación no
menor de sesenta ni mayor de noventa días al momento en que el senador deba asumir su función.
En todos los casos, los candidatos a senadores serán propuestos por los partidos políticos o alianzas
electorales. El cumplimiento de las exigencias legales y estatutarias para ser proclamado candidato será certificado
por la Justicia Electoral Nacional y comunicado a la Legislatura.
Toda vez que se elija un senador nacional se designará un suplente, quien asumirá en los casos del artículo
62.
Los mandatos de los senadores elegidos por aplicación de esta cláusula transitoria durarán hasta el nueve de
diciembre del dos mil uno.
(Corresponde al artículo 54.)”
El vicepresidente de la república
El art. 58 establece que el senado nombrará un presidente provisorio para que lo presida en caso de ausencia
del vicepresidente, o cuando éste ejerza las funciones de presidente de la nación.
A) 29. — Como disposición común a ambas cámaras, relacionada con el ejercicio del cargo
parlamentario, el art. 72 consigna que ningún miembro del congreso podrá recibir empleo o
comisión del poder ejecutivo, sin previo consentimiento de la cámara respectiva, excepto los
empleos de escala. Conviene, asimismo, vincular el tema de la incompatibilidad con la
disposición del art. 105, incluida en la parte de la constitución que se refiere a los ministros del
poder ejecutivo, y que dice que éstos no pueden ser senadores ni diputados sin hacer dimisión de
sus empleos de ministros (y, a contrario sensu, que los senadores y diputados tampoco pueden
acumular al cargo parlamentario el cargo de ministros del poder ejecutivo).
Las incompatibilidades de los artículos 72 y105 se fundan en varias razones: a) en un sistema de división de
poderes que quiere independizar al congreso del ejecutivo, y viceversa; b) en el propósito de obtener una
dedicación eficaz e integral al cargo parlamentario; c) en el principio ético de que dicho cargo exige una
independencia de criterio y de actuación que puede resentirse por el desempeño simultáneo de otras ocupaciones o
empleos oficiales o privados.
Cae de su peso que tampoco puede acumularse el desempeño de un cargo legislativo con la función judicial.
En cambio, nada dice la constitución de las actividades privadas; en principio, no están vedadas, pero la
incompatibilidad puede configurarse implícitamente (por ej.: un legislador no puede actuar privadamente como
abogado o agente de empresas e instituciones con las que el congreso tiene o puede tener relación a través de su
función legislativa, política o administrativa).
Los empleos de escala que se exceptúan de la incompatibilidad son los que constituyen un
estado o profesión habitual que no se reciben por favor o gracia del designante, y en los que se
asciende por antigüedad en forma graduada.
Por último, fuera del espíritu y las motivaciones que fundamentan las incompatibilidades
señaladas, el art. 73 estipula que los eclesiásticos regulares no pueden ser miembros del congreso,
ni los gobernadores de provincia por la de su mando.
La interdicción para los primeros se ha basado en la relación de dependencia que surge del voto de obediencia
de los religiosos que pertenecen a órdenes o congregaciones, conforme al derecho canónico. Es una prohibición
anacrónica, porque el legislador de cualquier partido político se encuentra más ligado (incluso por mandato
imperativo) a los comandos políticos y partidarios, que un eclesiástico regular al superior de la orden o comunidad
religiosas.
En cuanto a los gobernadores, la incompatibilidad es consecuencia de nuestra estructura federal, que establece
un gobierno federal y gobiernos locales; por otra parte, la residencia en la capital de provincia y en la capital
federal para el desempeño de ambos cargos simultáneamente, resulta prácticamente imposible.
Aunque el artículo se refiere a la incompatibilidad para ocupar la gobernación de una provincia y ser a la vez
legislador por la misma, creemos que ningún gobernador de provincia podría acumular el cargo de diputado o
senador por otra provincia distinta. Este alcance que asignamos al artículo se desprende de una interpretación
extensiva: la norma dice literalmente menos de lo que quiso decir la voluntad histórica del autor de la norma; por
eso hay que ensanchar o ampliar la norma, para hacerla coincidir con la voluntad de su autor.
B) 30. — Los miembros del congreso tienen prevista una remuneración en el art. 74 de la
constitución. Esa dotación debe ser fijada por ley, y pagada por el tesoro de la nación.
La retribución de los legisladores —que se conoce con el nombre de dieta— no es para nosotros un verdadero
privilegio parlamentario, y por eso no la incluimos en la materia propia del derecho parlamentario. Se trata de una
mera compensación por los servicios prestados. (Conviene comparar el art. 74 con el texto de los que se refieren a
la remuneración presidencial y ministerial, y a la de los jueces, y que contienen garantías de inalterabilidad,
ausentes en el art. 74, lo que demuestra que el estipendio previsto en éste es puramente salarial.)
La ética (ahora aludida en el art. 36 como “ética pública”) exige que siendo el propio congreso el que
establece el monto de la asignación se guarde la proporción debida para no incurrir en emolumentos odiosos y
diferenciales con respecto a los restantes de los empleos oficiales. Parece también aconsejable que la
remuneración se pondere teniendo en cuenta el período efectivo de sesiones (y no el receso) y la asistencia a las
reuniones. No debe establecerse un régimen especial que vulnere la igualdad —por ej.: creando exenciones
impositivas, o inembargabilidades que no existan en el sistema uniforme de sueldos—.
CAPÍTULO XXXII
EL DERECHO PARLAMENTARIO
I. SU CONTENIDO. - II. LAS SESIONES DEL CONGRESO. - Las sesiones “preparatorias”. - El juicio de la elección
por las cámaras. - Las sesiones ordinarias. - Las sesiones “de prórroga” y “extraordinarias”. - III. EL TRABAJO
PARLAMENTARIO. - El tiempo. - La forma. - La igualdad de ambas cámaras. - La simulta-neidad de las
sesiones. - La publicidad de las sesiones. - El quorum. - El dere-cho de la minoría. - Casos varios respecto del
quorum. - El quorum especial en la reforma de 1994. - Las comisiones del congreso. - IV. LOS PRIVILEGIOS E
INMUNIDADES. - Su significado. - Su clasificación. - A) El juicio de las elecciones. - B) El reglamento de cada
cámara. - C) El poder disciplinario. - El poder disciplinario frente a terceros extraños a la cámara. - El
derecho judicial en materia de poder disciplinario. - D) La inmunidad de expresión. - El derecho judicial en
materia de inmunidad de expresión. - Nuestra posición valorativa. - E) La inmunidad de arresto. - ¿Qué pasa
después del arres-to? - F) El desafuero. - Delito anterior a la elección. - El desafuero y el juicio político. - El
derecho judicial en materia de desafuero. - Nuestra posición valorativa. - Los privilegios en sede judicial. -
Los privilegios durante el estado de sitio. - Los privilegios que las constituciones provinciales acuerdan a sus
legisladores. - G) La llamada “interpelación”. - Las facultades de inves-
tigación de las cámaras y del congreso. - Las pautas básicas.
I. SU CONTENIDO
1. — El derecho parlamentario es la parte del derecho constitucional del poder que se refiere
a la constitución, los privilegios y el funcionamiento de los cuerpos parlamentarios —en nuestro
caso, del congreso y sus cámaras—. Parecen quedar fuera de su ámbito los problemas relativos a
la estructura del órgano —uni o bicamaris-ta—, a las condiciones de elegibilidad de sus
miembros, a la forma de designación de los mismos, a la duración de los cargos, a las
incompatibilidades y remuneraciones, y a la competencia del congreso y de cada una de sus
cámaras.
De este modo, el derecho parlamentario comprende solamente:
a) la constitución del congreso en sentido formal, o sea, desde las sesiones preparatorias hasta
la incorporación de los legisladores, abarcando el juicio sobre la validez de la “elección-derecho-
título” de los mismos, la aceptación de sus diplomas, el juramento, y la constitución de las
autoridades;
b) los llamados privilegios o inmunidades —individuales y colectivos—;
c) el funcionamiento del congreso: sesiones y sus clases, duración, modo de reunión, carácter
de las mismas, formas de emisión de los actos de su competencia, quorum, mayoría de votos,
etcétera.
Algunos de estos aspectos están regulados por la propia constitución formal; otros mediante el reglamento
interno de cada cámara, que ambas dictan por expresa competencia acordada por la constitución (art. 66); muchos
surgen de la práctica o costumbre (derecho espontáneo), especialmente por la intercalación de los partidos
políticos en la dinámica del derecho constitucional del poder.
3. — Las sesiones preparatorias tienen por objeto recibir a los electos que han presentado diploma expedido
por autoridad competente, y elegir las autoridades de cada cámara.
El juramento de diputados y senadores es exigido por el art. 67 de la constitución, y se presta en el acto de la
incorporación con objeto de desempeñar debidamente el cargo y de obrar en todo de conformidad a lo que
prescribe la constitución. Las cámaras han elaborado sus fórmulas, que pueden ser religiosas y laicas.
4. — También prevé la constitución una facultad de las cámaras, que es privativa de cada una
de ellas (competencia propia) y que suele incluirse entre sus “privilegios” colectivos.
Normalmente, se ejercita en las sesiones preparatorias para constituir la cámara. Es la que el art.
64 contiene en la fórmula de que “cada cámara es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus
miembros en cuanto a su validez”.
En primer término, cabe observar que el texto dice que cada cámara “es juez” pero no dice que sea juez
“exclusivo”. Esta acotación debe tenerse presente para el momento de analizar si es una facultad que admite o no
control judicial.
elecciones
de derechos de sus miembros
títulos
en cuanto a su validez
Nuestro punto de vista es el siguiente: a) el ser juez con el alcance antedicho se limita a
conferir el “privilegio” de examinar la validez de “título-derecho-elección”, y nada más (por ej., si
el electo reúne las condiciones que la constitución exige, y si las reúne en el momento que la
constitución determina); b) pero juzgar el acto electoral “in totum” —según expresión de
Vanossi— no significa que las cámaras juzguen los aspectos “contenciosos” del proceso electoral
(por ej.: la validez de los votos, su anulación u observación, los votos en blanco, la validez de las
actas del comicio o aprobación de listas, la personería de los partidos políticos, etc.); todo ello es
competencia extraparla-mentaria, y propia de otros órganos —especialmente de los órganos
judiciales en materia electoral—; c) aun en lo que hace al juicio sobre la validez de “título-
derecho-elección” de los legisladores por cada cámara, estimamos que en ciertas situaciones
especialísimas cabría el control judicial (y ello porque cada cámara es juez, pero no juez
“exclusivo”); por ej.: si una cámara, después de aceptar el diploma de un electo, desconociera su
validez y revocara la incorporación del miembro; o si obrara con arbitrariedad manifiesta,
etcétera.
6. — El planteo de las impugnaciones a los legisladores electos puede efec-tuarse en las sesiones
preparatorias, y en ellas puede decidirse la incorporación; pero creemos —con Bielsa— que en sesiones
preparatorias no puede rechazarse el diploma de un electo, porque ello implica la plenitud del juzgamiento de su
“elección-derecho-título” en cuanto a la validez, y tal competencia la tienen las cámaras en el período ordinario de
sesiones (y no en las preparatorias, que la constitución ignora).
Los reglamentos de ambas cámaras enfocan las causas de impugnación y los sujetos legitimados para
invocarlas, así como el mecanismo de sustanciación. Aparte de ello, deseamos dejar establecido que cada cámara
puede, de oficio —o sea, sin que sujeto alguno legitimado formule impugnación— ejercer la facultad de
juzgar la validez de “elección-derecho-título” con sus efectos consiguientes.
En ejercicio de la facultad que consagra el art. 64 las cámaras pueden —y deben— juzgar si el
electo reúne el requisito de la “idoneidad” para ser diputado o senador (conforme al art. 16). Inclusive, cuando el
art. 66 otorga a las cámaras el poder disciplinario para remover a sus miembros por inhabilidad física o moral
“sobreviniente” a su incorporación, fluye de la norma que si su similar inhabilidad es “anterior” a la incorporación
(y la cámara la conoce), el legislador electo no debe ser incorporado.
La propia constitución formal prevé la intermitencia en el ejercicio de las competencias del congreso y de sus
cámaras, lo cual revela que el poder legis-lativo no es el más importante, desde que la dinámica constitucional
puede sub-sistir durante el paréntesis de la actividad congresional, cosa que no ocurre con el poder ejecutivo ni
con la administración de justicia.
El art. 63 dice que ambas cámaras se reunirán en sesiones ordinarias todos los años desde el
1º de marzo hasta el 30 de noviembre.
Como el art. 99 inc. 8º menciona entre las facultades del presidente de la república la de
hacer anualmente la apertura de las sesiones del congreso, se suscita la duda de si es
imprescindible ese acto presidencial para que el congreso entre en funciones. Si lo fuera, la
omisión presidencial operaría como un arma ajena al congreso que podría paralizar o bloquear la
actividad del órgano parlamentario que, por la división de poderes, no tolera semejante obstáculo.
En resumen: el ejecutivo tiene la “obligación constitucional” de convocar las cámaras el 1º de
marzo y de abrir sus sesiones ordinarias; si no lo hace, el congreso tiene competencia para
reunirse de pleno derecho, y debe hacerlo.
En el derecho constitucional material, la fecha inicial del período ordinario no siempre ha sido respetada.
9. — El art. 63 agrega que “pueden ser convocadas (las cámaras) extraordinariamente por el
presidente de la nación, o prorrogadas sus sesiones”. Coordinando esta norma con la del inc. 9º
del art. 99, leemos en él que el presidente de la república “prorroga las sesiones ordinarias del
congreso o lo convoca a sesiones extraordinarias cuan-do un grave interés de orden o de progreso
lo requiera”.
Nos parece que algo es indiscutible en la exégesis de estos textos: a) que sólo el presidente
puede convocar a sesiones extraordinarias; b) que el presidente “puede prorrogar” las ordinarias;
c) a contrario sensu, que el congreso no puede autoconvocarse a sesiones extraordinarias.
Lo que admite duda es si el congreso puede prorrogar sus sesio-nes ordinarias; es decir, si se
trata de una facultad concurrente del congreso y del poder ejecutivo. La duda se plantea con la
prórroga de las ordinarias y no con la convocatoria a extraordinarias, porque en el art. 63 in fine,
la redacción dada al párrafo acusa una diferencia: dice que las cámaras pueden ser convocadas
extraordinariamente por el presidente, o prorrogadas sus sesiones (y acá no dice por quién). En
tal forma, la exclusividad de la convocatoria presidencial parece afectar sólo a las extraordinarias.
En cuanto a la prórroga de las ordinarias, la facultad del presidente (que para este caso no surge
del art. 63 sino del 99 inc. 9º) existe, pero no parece exclusiva, porque el art. 63 no lo dice.
En suma, nuestra interpretación es la siguiente: a) las sesiones extraordinarias deben siempre
ser convocadas por el poder ejecutivo, no pudiendo el congreso disponer por sí solo su
realización; b) la prórroga de las sesiones ordinarias puede ser dispuesta tanto por el presidente
de la república como por el mismo congreso.
El tiempo
12. — La fijación del período de sesiones ordinarias más la práctica de que el congreso no las prorroga por sí
mismo (porque la prórroga, así como la convocatoria a extraordinarias, la dispone el poder ejecutivo), ha
conducido a reducir el rol del congreso y a que, en suma, acrezca la preponderancia presidencial.
Entre tanto, y en el marco de la constitución formal, no faltan opiniones que para el ejercicio excepcional de
ciertas competencias consideran implícitamente habilitada la autoconvocatoria del congreso o de alguna de sus
cámaras (por ej.: para promover juicio político al presidente durante el receso parlamentario).
La forma
13. — Creemos que nuestra constitución formal no contiene ninguna norma general que
establezca de qué modo trabajan las cámaras para ejercer las competencias congresionales (o sea,
las que requieren el concurso de ambas cámaras).
Es cierto que hay una serie de normas —corroboradas, además, por la inveterada vigencia del
derecho espontáneo en la práctica constitucional— que hacen referencia a las sesiones separadas,
pero al lado de esta serie, otras normas que se refieren al congreso como cuerpo, y a algún acto
que él debe cumplir, no reseñan en esas opor-tunidades el modo de trabajo (por ej.: el art. 30). Por
fin, en alguna ocasión la constitución exige expresamente la reunión de ambas cámaras en sesión
conjunta —que se llama asamblea legislativa— (por ej.: art. 93 y art. 99 inc. 8º).
14. — Si nos fijamos en el mecanismo de sanción de las “leyes”, no cabe duda de que la
constitución ha previsto e impuesto el tratamiento de los proyectos de ley (deliberación y
aprobación) por cada cámara separadamente; una es cámara de origen, y otra es cámara revisora.
Ahora bien: como nosotros entendemos que no todos los actos del congreso tienen naturaleza de
ley, y que aquéllos que no lo son no deben emanarse con “forma de ley”, interpretamos que el
trabajo parlamentario separado está ordenado solamente para las leyes (entendiendo por tales los
actos con naturaleza material de ley y forma de ley). Para los casos en que la constitución no
arbitra ese procedimiento, creemos que reserva al congreso la opción del trabajo separado o
conjunto.
Para el trabajo de cada cámara por separado, existe la opción de aplicar, por analogía, el procedimiento de
sanción que la constitución establece para las leyes.
17. — Para cumplir los actos de su competencia, el congreso tiene parificadas a ambas cámaras. No hay, en
nuestro régimen, una cámara con status prevaleciente, como sí puede serlo la de los comunes en Gran Bretaña. Las
dos son iguales, y los actos del congreso son actos complejos en los que concurren dos voluntades también iguales
—la de la cámara de diputados y la del sena- do—.
Esta igualdad no quita que, en el mecanismo legislativo, no todas las leyes puedan tener origen en cualquiera
de las cámaras; o que la insistencia de una cámara acerca de un proyecto de ley pueda a veces asegurar la sanción;
o que el rechazo total de un proyecto por una cámara impida repetir su tratamiento en las sesiones de ese año.
De esta igualdad de ambas cámaras sólo puede hablarse en el caso de actos del congreso que requieren
(precisamente por ser del congreso) la aprobación de diputados y senadores. En las competencias privativas y
exclusivas de una sola de las cámaras, la comparación con la otra no es posible (y el senado tiene mayor cantidad
de esas competencias que la cámara de diputados).
18. — Ambas cámaras, reza el art. 65, empiezan y concluyen sus sesiones simultáneamente;
ninguna de ellas, mientras se hallen reu-nidas, podrá suspender sus sesiones más de tres días sin
consentimiento de la otra.
La coordinación del trabajo parlamentario parece haber exigido esa simul-taneidad y, dada la generalidad de
la norma, extendemos su aplicación: a) a todo tipo de sesiones constitucionales (ordinarias, de prórroga y
extraordinarias); b) tanto a los actos del congreso como a los privativos de cada cámara.
En la constitución material esta norma es incumplida normalmente.
19. — Ninguna norma constitucional impone con generalidad el principio de que las sesiones
deben ser públicas. Hay solamente algunas normas especiales que la prescriben, como el art. 59
para el juicio político en el senado, el art. 99 inc. 4º para el acuerdo del senado en el
nombramiento de jueces de tribunales federales inferiores y, según nuestra interpretación, también
el art. 83 para la insistencia de las cámaras en proyectos vetados por el poder ejecutivo.
Los reglamentos de ambas cámaras sí prevén la publicidad de las sesiones.
Se trata de un requisito elemental del principio republicano de publicidad de todos los actos
de gobierno, por lo que no vacilamos en sostener que las sesiones secretas son inconstitucionales,
salvo en casos excepcionalísimos de secretos de estado que realmente son tales objetivamente.
El quorum
20. — Quorum significa el número de miembros que se necesita para que un órgano
colegiado pueda constituirse, funcionar y adoptar decisiones.
Cuando el número de miembros que compone un órgano colegiado es elevado, resulta difícil la asistencia de
todos; de ahí que se arbitre un quorum para que, con número suficiente, pero inferior a la totalidad, el órgano
pueda ejercer su función.
Nuestra constitución contiene una disposición general y básica sobre quorum, sin perjuicio de
excepciones que ella misma introduce en casos particulares; el art. 64 dice que ninguna de las
cámaras entrará en sesión sin la mayoría absoluta de sus miembros.
Mayoría absoluta no es, como vulgarmente se sostiene, la “mitad más uno”, sino “más de la
mitad” de los miembros, que es cosa distinta, porque si —por ej.— suponemos 187 legisladores,
más de la mitad son 94, mientras la mitad más uno son 95.
El derecho de la minoría
21. — La imposibilidad de sesionar sin quorum parece dejar librado a la voluntad de los
legisladores el funcionamiento de las cámaras, porque si no asisten en número suficiente para
formar quorum, la cámara no puede sesionar. La constitución no ha ignorado esa hipótesis, y por
eso el mismo art. 64 añade que un número menor podrá compeler a los miembros ausentes a que
concurran a las sesiones, en los términos y bajo las penas que cada cámara establecerá.
No cabe duda de que la cámara puede compeler. Lo que no está claro es quién establece las formas de
compulsión y las penas: ¿puede hacerlo la minoría en cada caso?, o ¿la cámara (con quorum) ha de haber previsto
anticipadamente con carácter general las medidas compulsivas que podrá usar la minoría?
Se dirá que la alternativa se disipa porque el art. 64 consigna que la minoría podrá compeler “en los términos
y bajo las penas que cada cámara establecerá”. “Cámara” no es la minoría de la cámara, sino la cámara con
quorum.
No obstante, para que la norma no llegue a quedar bloqueada por imprevisión de cada cámara, nos inclinamos
por la posibilidad de que la minoría por sí misma (que para esta situación vendría a ser “cámara en minoría”)
disponga los términos y las penas de compulsión, a menos que la misma cámara (con quorum) o su reglamento ya
tuviera establecida la norma general pertinente, en cuyo caso la minoría no podría apartarse de esa norma para
reemplazarla por otra ocasional.
22. — Se dispersa en el articulado de la constitución una serie de normas sobre el quorum. A la general del
art. 64 sobre el que es necesario para que cada cámara se constituya en sesión, hay que añadir situaciones diversas.
Así:
a) a veces, si se prescribe para “decidir” un quorum de votos sobre los miembros presentes, este quorum de
votos se cuenta y extrae sobre los miembros que en el caso hacen falta para que la cámara “sesione”;
b) otras veces, si se establece para “decidir” un número de votos sobre el total de miembros que implica
quorum agravado (o sea, que no basta la mayoría de más de la mitad), es menester que el quorum de asistencia
también sea mayor que el normal a fin de que se pueda alcanzar el quorum de votos requerido;
c) como principio, entendemos que cuando una norma que exige un quorum de votos para “decidir” no dice
expresamente que se trata de los miembros “presentes”, aquel quorum de votos debe computarse sobre el total de
los que componen la cámara.
El quorum especial en la reforma de 1994
23. — Diversas normas han especificado en el nuevo texto un quorum especial o agravado para las decisiones
propias de las cámaras del congreso, tanto relativas a competencias privativas como a las comunes a ambas.
Así:
a) El art. 39 prevé que la ley reglamentaria del derecho de iniciativa popular legislativa (pero no cada
proyecto que en ejercicio del mismo se presenta) habrá de sancionarse con el voto de la mayoría absoluta de la
totalidad de miembros de cada cámara;
b) El art. 40 fija igual quorum de votos favorables para la sanción de la ley reglamentaria de la consulta
popular (pero no para cada ley por la que se somete un proyecto a consulta popular);
c) El art. 75 inc. 2º párrafo cuarto consigna que la ley-convenio en materia impositiva necesita aprobarse con
la mayoría absoluta de la totalidad de miem-bros de cada cámara;
d) El art. 75 inc. 3º prescribe igual quorum de votos favorables para establecer y modificar asignaciones
específicas de recursos coparticipables;
e) El art. 75 inc. 22 se diversifica así: e’) para denunciar uno o más instru-mentos internacionales de los que
taxativamente enumera como investidos de jerarquía constitucional, hace falta que con anterioridad a la denuncia
que le compete al poder ejecutivo el congreso la apruebe con dos terceras partes de la totalidad de miembros de
cada cámara; e”) igual quorum de votos favorables se necesita para que otros tratados y convenciones sobre
derechos humanos (fuera de los que directamente han recibido jerarquía constitucional) gocen en el futuro del
mismo rango de la constitución (debe recordarse que para esta hipótesis el inc. 22 también agrava el
procedimiento, porque es menester que primero el tratado sea aprobado, y luego se le otorgue jerarquía
constitucional — a menos que, según interpretamos, ya la aprobación alcance el quorum exigido para obtener esa
jerarquía—);
f) El art. 74 inc. 24 se diversifica así: f ’) los tratados de integración supraes-tatal con estados de
Latinoamérica han de aprobarse con el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
f ”) cuando tales tratados se celebren con otros estados no latinoamericanos, el mecanismo se desdobla: primero la
declaración de conveniencia ha de aprobarse por la mayoría absoluta de los miembros presentes en cada cámara,
y después de transcurridos ciento veinte días de ese acto declarativo el tratado tiene que ser aprobado por la
mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara; f ’”) la denuncia de cualquier tratado de
integración —que está a cargo del poder ejecutivo— requiere la aprobación previa por mayoría absoluta de la
totalidad de miembros de cada cámara;
g) Al haberse incorporado por ley 24.430 como segundo párrafo del art. 77 el que fue artículo “perdido” 68
bis, hay que añadir que las leyes modificatorias del régimen electoral y de partidos políticos deben aprobarse por
mayoría absoluta del total de miembros de las cámaras;
h) El art. 79 establece que: h’) después de aprobarse un proyecto en general en el congreso, cada cámara
puede delegar (debe decirse: imputar) en sus comisiones la aprobación en particular de ese proyecto, con el voto
de la mayoría absoluta del total de sus miembros; h”) con igual quorum cada cámara puede dejar sin efecto esa
delegación ; h”’) con igual quorum cada comisión aprueba el proyecto encomendado por la cámara de su
pertenencia.
i) El art. 81 prevé hipótesis de quorum de votos en el proceso común de sanción de las leyes que en su trámite
han tenido adiciones o correcciones; las mayorías allí fijadas son: i’) mayoría absoluta de los presentes, o i”) dos
terceras partes de los presentes, según las hipótesis que el artículo regula;
j) El art. 85 consigna que la ley reglamentaria de la Auditoría General de la Nación tiene que ser aprobada por
la mayoría absoluta de los miembros de cada cámara;
k) El art. 86 prescribe que la designación y remoción del Defensor del Pueblo a cargo del congreso ha de
efectuarse con el voto de dos terceras partes de los miembros presentes de cada cámara;
l) El art. 99 inc. 3º párrafo cuarto, al regular el trámite a que quedan sujetos los decretos de necesidad y
urgencia dictados por el poder ejecutivo, establece que la intervención final del congreso será reglamentada en su
trámite y en sus alcances por una ley que precisa ser aprobada con el voto de la mayoría absoluta sobre la
totalidad de miembros de cada cámara;
m) El art. 99 inc. 4º prevé que el acuerdo del senado para la designación de los magistrados de la Corte
Suprema de Justicia debe prestarse con el voto de dos tercios de miembros presentes de la citada cámara;
n) El art. 101 contempla dos situaciones respecto del jefe de gabinete de ministros: n’) para ser interpelado a
los fines de una moción de censura hace falta el voto de la mayoría absoluta sobre la totalidad de miembros de
cualquiera de las dos cámaras del congreso; n”) para ser removido es menester el voto de la mayoría absoluta de
miembros de cada una de las cámaras;
o) El art. 114 dispone que la ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura tiene que sancionarse con la
mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
p) En la misma ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura —y, por ende, con igual quorum de votos—
se determinará la integración y el procedimiento del jurado de enjuiciamiento para la remoción de los jueces
federales de instancias inferiores a la Corte Suprema.
Las comisiones del congreso
24. — La constitución formal no ha previsto con carácter general las comisiones legislativas
de asesoramiento de las cámaras (que no deben confundirse con las comisiones “permanentes”
para el receso del congreso, ni con las comisiones “investigadoras”) (ver nº 11).
Excepcionalmente, la reforma de 1994 ha incorporado la Comisión Bicameral Permanente
para seguimiento y control de los decretos de necesidad y urgencia que dicta el poder ejecutivo,
para los decretos dictados por delegación legislativa,y para la promulgación parcial de leyes
vetadas parcialmente (art. 99 inc. 3º, y art. 100, incs. 12 y 13).
Numerosas comisiones permanentes para diversas materias existen en virtud del reglamento
de cada cámara; hay otras especiales y transitorias, y algunas bicamerales creadas por ley para
asun-tos determinados.
26. — Otro mecanismo existente en el derecho constitucional material —pe-ro no en el formal— que refleja
la composición partidista de las cámaras, es la constitución de bloques de legisladores que pertenecen a un mismo
partido o a partidos afines, y que actúan como verdaderos frentes políticos dentro de las cámaras, dando lugar
tanto a alianzas como a antagonismos.
Su significado
27. — Tal vez el punto neurálgico del derecho parlamentario sea el de los llamados
“privilegios” parlamentarios. Estos privilegios —que son una constante en el derecho
constitucional del poder com-parado— se reputan establecidos en interés del parlamento o
congreso como órgano, y se alega que tienen como finalidad asegurar la independencia, el
funcionamiento y la jerarquía del mismo. Por eso se los llama también inmunidades, en cuanto
preservan al órgano.
Aunque la terminología “privilegios” o “inmunidades” tiene curso tradicional en el lenguaje
constitucional del derecho parlamentario, creemos más correcto el sustituto de “garantías de
funcionamiento”. Son garantías que se otorgan a un órgano de poder, tanto si tales garantías
cubren al “órgano-institución” como si protegen a los “órganos-individuo”, porque en ambos
casos tienden a resguardar al congreso y a sus cámaras, que actúan a través de las personas que
son sus miembros. “Garantías de funcionamiento” son, entonces, tutelas funcionales.
28. — Si están dadas para el buen funcionamiento del órgano y no para privilegio o beneficio
personal de quienes lo forman, parece que debe interpretárselas en el sentido de que no pueden ser
declinadas o renunciadas.
Así, un legislador no podría aceptar someterse a juicio por sus expresiones cuando éstas
estuvieran amparadas por la inmunidad del art. 68, ni admitir su procesamiento penal sin el previo
desafuero del art. 70, etcétera.
29. — Nuestra Corte Suprema, en el antiguo caso “Alem” —del año 1893— sostuvo que la constitución no
ha buscado garantizar a los miembros del congreso con una inmunidad que tenga objetivos personales, ni por
razones del individuo mismo a quien se hace inmune; son altos fines políticos —agregaba— los que se ha
propuesto, y si ha considerado esencial esa inmunidad es precisamente para asegurar no sólo la independencia de
los poderes públicos entre sí, sino la existencia misma de las autoridades creadas por la constitución.
Su clasificación
30. — Los privilegios parlamentarios suelen dividirse en dos grandes grupos: colectivos y
personales; los primeros atañen al cuerpo o cámara en conjunto y como “órgano-institución” para
facilitar el ejercicio de su función; los segundos se refieren a la situación o actuación individual
de cada hombre que es miembro del cuerpo o cámara, pero no en protección a su persona, sino a
la función que comparte integrándolo, para tutelar su libertad, su decoro y su independencia.
31. — Entre los privilegios colectivos se incluyen: a) el juzgamiento por cada cámara de la
validez de “elección-derecho-título” de sus miembros; b) la competencia de cada cámara para
hacer su reglamento; c) el poder disciplinario de cada cámara sobre sus propios miembros, y aun
sobre terceros extraños; d) el derecho de cada cámara de hacer comparecer a su sala a los
ministros del poder ejecutivo; e) se incluye también como privilegio el aceptar las renuncias que
voluntariamente hacen de sus cargos los legisladores.
La dieta o remuneración no es, a nuestro juicio, un privilegio, porque al no tener garantía de irreductibilidad
(como la tienen —por ej.— las retribuciones de los jueces en el art. 110) nos parece que sólo reviste el carácter de
una compensación por el servicio, sin naturaleza de garantía funcional, como mero salario. (Ver cap. XXXI, nº
30).
34. — La facultad de dictar el propio reglamento concede a cada cámara la competencia de establecer su
estatuto interno, por supuesto que sin exceder ni alterar las normas de la constitución.
C) El poder disciplinario
35. — Las cámaras disponen de poder disciplinario para corregir, remover y expulsar a sus
miembros. El art. 66 dispone que cada cámara podrá, con dos tercios de votos, corregir a
cualquiera de sus miembros por desorden de conducta en el ejercicio de sus funciones, o
removerlo por inhabilidad física o moral sobreviniente a su incorporación, o hasta excluirle de su
seno.
a) La corrección cabe por cualquier hecho que altere o perturbe el trabajo parlamentario de la cámara; (por
ej.: incurrir en insultos, agravios, interrupciones reiteradas, etc. La sanción puede ser un llamamiento al orden, un
pedido de que retire las expresiones ofensivas o las aclare, la privación del uso de la palabra, una multa, etcétera.
b) La remoción está prevista por causa de inhabilidad física o moral, posterior a su incorporación.
(Entendemos que si la causa es anterior, pero la cáma-ra la conoce después, la norma puede funcionar igualmente.)
Si bien el privilegio de la cámara se incluye entre sus facultades disciplinarias, cabe anotar que la medida —
aunque como disciplinaria tiende a preservar el buen funcionamiento del cuerpo— puede carecer del carácter de
sanción; por ej.: si se remueve a un legislador que ha sufrido una parálisis con privación de sus facultades
mentales que le imposibilita renunciar.
e) La exclusión no lleva asignación expresa de causa en el art. 66. Mientras la remoción requiere inhabilidad,
la exclusión queda librada a la discreción de la cámara, pero siempre, como todo ejercicio de competencias por los
órganos del poder, en forma razonable y no arbitraria.
Cualesquiera de las hipótesis de sanción disciplinaria parecen exigir que se resguarden el debido proceso y la
defensa, para asegurar la razonabilidad de la medida.
Pensamos que la remoción y la expulsión tienen carácter definitivo, o sea que el legislador removido o
expulsado deja de ser tal y pierde su banca; ello no sólo por la índole de la medida, sino porque es menester
proveer a la cobertura de la vacante, ya que las cámaras deben contar con la totalidad de sus miembros en forma
permanente.
37. — Nosotros desconocemos totalmente cualquier poder disciplinario del congreso para
imponer penas o sanciones a terceros, haya o no haya delito del código penal, haya o no haya
juzgamiento del hecho por el poder judicial, haya o no haya condena dispuesta por el mismo.
Sólo admitimos dos cosas: a) un poder disciplinario, limitado exclusivamente al
mantenimiento del orden de las sesiones —por ej.: expulsando de la barra a quien lo altere o
incurra en ofensa al cuerpo o a un legislador; impidiendo su posterior acceso, etc.—; b) un poder
para aplicar sanciones cuando existe una ley previa que tipifica el acto y concede al congreso la
facultad represiva, siempre que el hecho no sea a la vez delito del código penal, en cuyo caso ni
aun con la ley previa puede el congreso ejercer represión (la que sólo es privativa del poder
judicial).
38. — a) Nuestra Corte Suprema, al fallar en 1877 el caso “Lino de la Torre”, reconoció a las cámaras la
facultad de reprimir hechos ofensivos que no están tipificados como delitos en el código penal.
b) En cuanto a la facultad para castigar hechos que implican delitos penales cometidos en agravio del
congreso, la misma Corte en el caso “Eliseo Acevedo”, del años 1885, interpretó que al calificar la ley el hecho
como desacato y designar la pena con que debe ser castigado, entendió sin duda ninguna someterlo a la
jurisdicción de los tribunales ordinarios, como todos los demás delitos que ella comprende. “Siendo esto así, es
evidente que una sola de las cámaras no puede reasumir por acto exclusivamente suyo, una facultad que quedó
conferida al poder judicial en virtud de una sanción legislativa a que concurrieron, como a la formación de todas
las leyes, las dos ramas del congreso y el poder ejecutivo.”
c) En un fallo mucho más reciente recaído en el caso “Peláez Víctor”, del 15 de octubre de
1995, la Corte hizo lugar a un habeas corpus y consideró justiciable el arresto que había dispuesto
el senado contra quien había efectuado una publicación periodística que la cámara reputó ofensiva
para sus miembros. La Corte sentó doctrina que compartimos, conforme a la cual el poder
disciplinario contra terceros sólo procede cuando se entorpece u obstaculiza el cumplimiento de
las funciones de la cámara.
Similar criterio adoptó la Corte en el fallo del 11 de julio de 1996 en el habeas corpus promovido en favor de
Guillermo J. Cherashny (caso “Soaje Pinto José María”).
39. — Si el hecho ofensivo para el congreso constituye delito del código penal, y ha sido cometido por medio
de la prensa, la jurisdicción corresponde a los tribunales federales. Si tal fue la jurisprudencia excepcional en el
caso Calvete —en una época en que la Corte sostenía la incompetencia de la justicia federal cuando se trataba de
delitos cometidos por medio de la prensa (y en virtud de una particular interpretación del art. 32 constitucional)—,
parece no quedar duda después de la jurisprudencia sentada en 1932 en el caso “Ministerio Fiscal de la Provincia
de Santa Fe c/Diario La Provincia”, y en 1970 en el caso “Batalla Eduardo J.”.
D) La inmunidad de expresión
En doctrina penal, hay quienes consideran que la norma del art. 68 consagra no una “inmunidad” sino una
indemnidad. Las indemnidades “funcionales” son exclusiones de la ley penal, mediante las cuales una persona
queda eximida de responsabilidad penal.
Discursos y opiniones significan toda expresión oral o escrita vertida en el desempeño del cargo, con ocasión
del mismo y en cumplimiento de su función, aunque no sea en el recinto de sesiones —también, por ej.: en el seno
de las comisiones, en despachos escritos, en investigaciones parlamentarias, o por la reproducción en la prensa de
opiniones vertidas en el congreso—, pero siempre con suficiente conexidad funcional con el cargo de legislador.
Por esos discursos y opiniones no cabe: acusación, interrogatorio judicial, ni molestia. O sea, no cabe: a)
proceso judicial ni administrativo (pero sí el ejercicio de la facultad disciplinaria de la propia cámara para corregir
por desorden de conducta —por ej.: excesos verbales, injurias, expresiones indecorosas—); ni b) citación para
comparecer en juicio (ni como parte, ni como testigo); ni c) situación que origine molestia al legislador.
41. — El no ser “molestado” implica que tampoco el propio partido del legis-lador puede incomodarlo por
opiniones protegidas en el privilegio, y por ende el partido no puede aplicarle sanciones.
42. — La indemnidad del art. 68 no alcanza a excluir de la responsabilidad penal a los actos del legislador
que puedan quedar atrapados directamente por la incriminación constitucional del art. 29.
43. — La Corte Suprema manifestó, en el caso “Fiscal c/Benjamín Calvete”, del 19 de setiembre de 1864, que
esta inmunidad debe interpretarse en el sentido más amplio y absoluto, porque si hubiera un medio de violarla
impunemente, él se emplearía con frecuencia por los que intentaren coartar la libertad de los legisladores, dejando
burlado su privilegio y frustrada la constitución en una de sus más sustanciales disposiciones.
En 1960, al fallar el caso “Mario Martínez Casas”, la propia Corte reiteró y especificó su doctrina, que
creemos puede resumirse en las siguientes afirmaciones: a) la inmunidad del art. 68 (al tiempo del fallo era art.
60), destinada a garantizar la independencia funcional de las cámaras legislativas, integra en nuestro régimen el
sistema representativo republicano; b) el carácter absoluto de la inmunidad es requisito inherente a su concreta
eficacia; c) pero los posibles abusos deben ser reprimidos por los mismos legisladores sin afectar la esencia del
privilegio.
Con posterioridad, otros fallos han aclarado que el art. 68 no sólo consagra la inmunidad de sanción, sino la
inmunidad de proceso; así, por ej.: al fallar el caso “Savino Horacio”, el 24 de febrero de 1965, la Corte sostuvo
que las inmunidades de los arts. 69 y 70 no impiden la formación y progreso de las causas judiciales fundadas en
razones distintas de las contempladas en el art. 68, lo que, a contrario sensu, significa que en la hipótesis de la
inmunidad de opinión no es viable la formación y el progreso de la causa.
Interesa también destacar que en el caso “Varela Cid” de 1992 —provocado por una contienda de
competencia entre un juzgado federal de la capital y la cámara nacional de apelaciones en lo criminal y
correccional— la Corte dirimió el conflicto competencial de la siguiente manera: a) por las conductas expresivas
durante el desempeño del cargo legislativo no cabe enjuiciamiento; b) por las opiniones vertidas con anterioridad,
la competencia incumbe a la justicia nacional de primera instancia en lo correccional de la capital.
Nuestra posición valorativa
44. — La aplicación que la jurisprudencia de la Corte ha hecho del art. 68 es exacta, presupuesta la vigencia
de la norma constitucional. En cambio, dike-lógicamente dicha norma es criticable, porque la impunidad total y
absoluta con la que un legislador en ejercicio de su mandato puede injuriar, calumniar ofen-der, etc., no parece
éticamente sostenible, sino una irritante lesión de la igual-dad; una banca legislativa no puede proporcionar vía
libre para delinquir. La supuesta indemnidad que excluye la responsabilidad penal tampoco es necesaria para
garantizar el funcionamiento del congreso.
A efectos de atenuar la extensión y magnitud del privilegio, creemos útil, mientras la norma permanezca
vigente, interpretarla restrictivamente (como que es un principio de buena hermenéutica interpretar todo privilegio
en forma estricta). Así: a) la inmunidad no alcanza a opiniones vertidas con prescindencia del desempeño concreto
del cargo; b) la inmunidad no ampara el otorgamiento de facultades extraordinarias incriminado por la propia
constitución en el art. 29; c) la inmunidad no impide que el legislador tenga que declarar en causa —penal
o civil— de terceros, siempre que su deposición no verse sobre hechos relacionados con opiniones propias
cubiertas por el privilegio parlamentario.
45. — Cabe también preguntarse —con Néstor Pedro Sagüés— si el derecho a la honra y la
dignidad que reconoce y tutela el Pacto de San José de Costa Rica, que tiene la misma jerarquía
que la constitución, no viene a resultar incompatible con el art. 68, y si al serlo no habilita al
particular perjudicado por la libertad de expresión de un legislador al que dicho artículo hace
penalmente indemne, para tener acceso a la jurisdicción supraestatal que el Pacto prevé para
acusar la violación a su honor y reputación.
Sugerimos responder afirmativamente, ya que el art. 68 y las normas internacionales del
mismo rango de la constitución han de interpretarse buscando su compatibilización armónica, a
más de re-vestir dichas normas internacionales el carácter de complemen-tariedad respecto de las
de la constitución (aun cuando el art. 68 no figura entre los de la primera parte a los que alude el
art. 75 inc. 22 cuando asigna a los tratados esa función “complementaria”).
E) La inmunidad de arresto
46. — Para otros hechos distintos de la expresión, los arts. 69 y 70, aun consagrando
privilegios, admiten la procedencia de causa judicial.
El art. 69 dice que ningún senador o diputado, desde el día de su elección hasta el de su cese,
puede ser arrestado, excepto el caso de ser sorprendido “in fraganti” en la ejecución de algún
crimen que merezca pena de muerte, infamante u otra aflictiva, de lo que se dará cuenta a la
cámara respectiva con la información sumaria del hecho.
La norma extiende el privilegio, en el tiempo, desde la elección (y no desde la incorporación,
como interpretamos implícitamente para el art. 68) hasta el cese. Concluido el período de
mandato, el privilegio termina.
Se trata de inmunidad de detención o privación de la libertad corporal. El artículo abarca dos
supuestos: a) uno, que es el genérico, y se refiere a la imposibilidad de detención; b) otro, que es
su excepción, y que prevé la única hipótesis en que la detención es posible.
La inmunidad de arresto es solamente eso: exención de privación de la libertad corporal; no
es, por ende, “inmunidad de proceso”. Bien que no puede privarse de la libertad a un legislador
—salvo la hipótesis de excepción de sorprendérselo en la comisión “in fraganti” de delito—,
puede iniciarse contra él la causa penal y tramitarse mientras no se afecte su libertad corporal ni se
dispongan medidas de coerción personal.
47. — El art. 69, al enfocar la posibilidad excepcional del arresto, habla de “crimen”. Debe sorprenderse al
legislador en la ejecución “in fraganti” de un crimen que merezca pena de muerte, infamante, u otra aflictiva.
El uso de la palabra “crimen” no debe preocuparnos demasiado, ni llevarnos necesariamente a la tripartición
de las infracciones en “crímenes”, “delitos” y “contravenciones” (o faltas). Si nuestro derecho penal actual no
recepciona la dicotomía de “crimen” y “delito”, debemos omitir las interpretaciones gramatica-les o literales, y
más bien entender que donde el constituyente escribió “crimen” debe leerse simplemente “delito”. En cambio, al
correlacionar el vocablo “crimen” con las penas que enumera la norma (de muerte, infamante, o aflictiva) es fácil
comprender que el autor de la constitución apuntó con esas expresiones a incriminaciones de gravedad, cualquiera
sea su nombre en la legislación penal del momento.
48. — La expresión “in fraganti” admite tres interpretaciones; puede querer decir: a) solamente “en el
instante” de cometer el delito, de forma que, pasado ese momento, la detención no procede; b) también en la
“tentativa”; c) también “después de cometido” el delito si se descubre al legislador cuando huye o se oculta, o se
lo sorprende con instrumentos, efectos o armas que permiten presumir la comisión del delito inmediatamente
después de consumado.
Dado que nos inclinamos por una interpretación restrictiva de los privilegios parlamentarios, acogemos las
interpretaciones amplias que favorecen la posibilidad del arresto, y por eso creemos que en cualquiera de las tres
circunstancias antes referidas debe entenderse que se sorprende al legislador en la comisión “in fraganti” del
delito, porque en todas ellas hay evidencia instantánea del mismo.
49. — Es realmente difícil trasladar la tripartición de “pena de muerte”, “pena infamante”, y “pena aflictiva”,
a las sanciones del derecho penal vigente. Por exclusión, parece bastante sencillo afirmar que en el derecho penal
de hoy, no son aflictivas las penas que no privan de la libertad corporal. Pero, ¿lo son todas las privativas de esa
libertad? Como criterio orientador, y dentro de la complejidad de un tema opinable, es compartible la opinión de
Sebastián Soler cuando sólo considera aflictiva a toda pena que excede los cinco años de privación de libertad.
50. — Si admitimos que en el supuesto de delito “in fraganti” que se da por comprendido en
la norma, es posible la detención del legis-lador, hay que preguntarse qué ocurre después de la
detención, cuando se da cuenta de ella a la cámara.
Lo más verosímil es que la cámara, aplicando el art. 70, decida si mediante desafuero
suspende o no al legislador detenido, y si lo pone o no a disposición del juez penal para su
juzgamiento. Quiere decir, entonces, que la privación transitoria de libertad no puede prolongarse
después que la cámara decide no desaforar al legislador arrestado.
Si antes del desafuero el juez de la causa no ha resuelto la libertad del mismo, ésta se debe
producir con la resolución de la cámara que niega el desafuero, lo que no inhibe la prosecución
del proceso penal en tanto no se adopten en él medidas de coerción personal.
F) El desafuero
El término “querella” no debe interpretarse en un sentido procesal estricto, lo que queda demostrado por
emplear el mismo artículo, poco más adelante, el término sumario. La Corte tiene dicho que la verificación por la
cámara del propósito de juzgar al legislador en caso penal se satisface igualmente con el sumario o con la
acusación.
Sin necesidad de desafuero previo, el juez puede incoar la causa penal; ello surge con
evidencia del artículo, que comienza presumiendo la “formación de querella”, y prosigue
refiriéndose al examen del sumario, y a la puesta a disposición del acusado ante juez competente.
La cámara examina el sumario, incluso desde el punto de vista de la conveniencia política; si
no se dispone el desafuero, el juez no puede dictar sentencia. En esta competencia, la cámara ha
de actuar con ética, y no con prejuicios partidistas, tanto si concede como si niega el desafuero.
52. — Una vez que la cámara ha dispuesto el desafuero de un legislador, el privilegio queda allanado
solamente para la causa penal que da origen a la medida, y no es posible que en virtud de ese desafuero se
sustancien “otros” procesos judiciales por hechos distintos. Toda otra causa penal necesita que la cámara tome
conocimiento e información para que resuelva si, respecto a cada una, procede o no desaforar. De no ser así,
resultaría que dispuesto el desafuero por un hecho y para un proceso, ese desafuero se volvería “general”, sin que
se le diera a la cámara la oportunidad de decidir si pone o no al legislador a disposición del juez que entiende en
otro proceso.
53. — Sin embargo, la Corte Suprema decidió lo contrario en el caso “Balbín Ricardo”, con fecha 26 de junio
de 1950, estimando que la suspensión del acusado despoja al legislador de sus inmunidades, y, por ende, durante
todo el tiempo de la suspensión y hasta la reincorporación a la cámara, sus actos se rigen por el principio de la
igualdad de todos los habitantes ante la ley.
54. — El art. 70 enfoca dos facultades de ejercicio optativo —y no obligatorio— por la cámara; dice que ésta
podrá: a) “suspender” al acusado, y b) “ponerlo a disposición” del juez.
Cuando resuelve desaforar, cabe suponer que no necesariamente tiene que hacer ambas cosas; podría poner al
acusado a disposición del juez sin suspenderlo (a menos que, ordenada la privación de libertad, la detención del
legislador le impidiera desempeñarse como tal).
Asimismo, resulta dudoso que la cámara, al disponer el desafuero, lo “temporalice” mediante un plazo
determinado. A la opinión que lo considera inconstitucional podría oponerse otra, conforme a la cual pareciera que
si la cámara tiene opción para conceder el desafuero o para denegarlo, también al concederlo está en condiciones
de establecer su término de duración.
55. — Si al tiempo de la elección de un legislador ya está en curso un proceso penal por un presunto delito
cometido antes, la cámara no debería incorporarlo porque ella, como juez de la elección (art. 64), habría de
estimar que no reúne la condición de “idoneidad” del art. 16.
Si, además, el legislador ya estuviera privado de su libertad, la solución sería la misma.
En cambio, si por un delito anterior a la elección el legislador recién es sometido a proceso penal después,
debe aplicarse la inmunidad de arresto y el mecanismo del desafuero.
56. — El desafuero se asemeja en algo al juicio político, pero en tanto el juicio político implica un
“antejuicio” que mientras no concluye en destitución impide “promover” el proceso penal y significa inmunidad
de proceso, el desafuero no obsta a la iniciación y sustanciación el juicio penal sino sólo a que en él se prive de la
libertad al imputado.
58. — Si el art. 68 nos mereció crítica, los arts. 69 y 70, que responden en lineamientos generales a una
institución común del derecho constitucional comparado, también permiten un enjuiciamiento. No hallamos razón
suficiente para que, si cada cámara puede corregir, remover o expulsar a un legislador por hechos tal vez menos
graves que un delito, el poder judicial —que se supone independiente e imparcial, encargado de la administración
de justicia— no pueda condenar por delito sin previo desafuero parlamentario; supeditar la finalización de la causa
judicial mediante sentencia, al “permiso” de la cámara a que pertenece el legislador procesado, es menoscabar la
administración de justicia. De ahí que si bien la jurisprudencia también nos parece en este caso ajustada a lo que
prescriben los arts. 69 y 70, ambas normas constitucionales no satisfagan nuestro sentimiento de justicia.
Los privilegios en sede judicial
59. — Si el congreso ha merecido de la constitución toda una serie de garantías para su funcionamiento
normal e independiente, el poder judicial también merece igual protección al decoro y a la libre administración de
justicia; de ahí que las leyes le hayan acordado competencia para corregir los hechos que dañan su investidura o
traban el desarrollo de su función. Parece indudable, entonces, que cualquier legislador queda equiparado a los
particulares y a los profesionales cuando actúa en juicio, y sometido, por ende, a la facultad discipli-naria del juez
o tribunal de la causa.
Al fallar en 1912 el caso “Manuel Gascón (h)”, en el que un senador pro-vincial, actuando como letrado
defensor de un reo sufrió una medida disciplinaria de arresto impuesta por un tribunal judicial, la Corte Suprema
admitió con extensos fundamentos y exacto criterio la validez de la sanción, entre otras razones por la necesidad
de no quebrantar la igualdad de condiciones de todos los litigantes, sus apoderados y defensores en juicio.
60. — Los privilegios parlamentarios, aun los individuales, por estar acordados por la
constitución a favor del congreso como órgano del poder independiente y autónomo, no quedan
suspendidos durante el estado de sitio. Así lo declaró la Corte Suprema en el caso “Alem” de
1893, en el que dijo que si el estado de sitio ha sido previsto para garantir la existencia de las
autoridades creadas por la constitución, resultaría incongruente que el mismo art. 23 autorizara al
presidente de la república para destruir los poderes legislativo y judicial por medio del arresto o
traslado de sus miembros.
61. — El constitucionalismo provincial también prevé inmunidades para los legisladores locales. Como por
principio la constitución de una provincia se aplica en su jurisdicción territorial, dos cuestiones conexas aparecen
de inmediato: a) dentro de esa jurisdicción local, ¿los privilegios de los miembros de la legislatura son oponibles a
los jueces federales?; la Corte ha respondido afirmativamente; b) fuera de esa jurisdicción local la Corte ha dicho
que no: los privilegios con que las constituciones provinciales invisten a los miembros de sus legislaturas no
tienen la misma eficacia y alcance que los que otorga la constitución federal a los miembros del congreso. Por
ende, no rigen fuera de la provincia.
Personalmente, también entendimos durante mucho tiempo que los privilegios de los legisladores
provinciales no tenían extraterritorialidad. Desde hace algunos años, cambiando de opinión, sostenemos que
aquellos privilegios son oponibles en todo el territorio del país ante la jurisdicción federal y la jurisdicción de
otras provincias. El principio de lealtad federal y buena fe aporta una de las razones existentes para respaldar esta
nueva propuesta.
62. — Por último, queda por resolver si los privilegios e inmunidades que las constituciones provinciales
deparan a los legisladores locales, son extensibles a los miembros de los concejos municipales. Si la constitución
provincial omite toda norma al respecto, creemos que los concejales carecen de dichos privilegios (aunque una ley
local se los conceda). La Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires, en su fallo del 25 de abril de
1967, en el caso “Laferrere Fernando c/De Souza Martínez Leopoldo”, ha sostenido que los concejales
municipales pueden ser querellados por manifestaciones emitidas en el ejercicio de sus funciones y que la
disposición legal que les reconoce inmunidad de expresión excede la potestad legislativa y pugna con la
constitución provincial.
G) La llamada “interpelación”
63. — a) El art. 71 dispone que cada una de las cámaras puede hacer venir a su sala a los
ministros del poder ejecutivo para recibir las explicaciones e informes que estime conveniente.
En nuestro derecho constitucional del poder, siempre se denominó interpelación a este
llamado que efectúan las cámaras para hacer comparecer a los ministros.
b) Sin perjuicio de lo dispuesto en el art. 71, ahora el art. 101 hace obligatoria la concurrencia
del jefe de gabinete de ministros al menos una vez por mes, alternativamente, a cada una de las
cámaras. La finalidad es informar sobre la marcha del gobierno.
Asimismo, el jefe de gabinete puede ser interpelado según la misma norma a efectos de tratar
una moción de censura, y puede ser removido, todo ello con las mayorías previstas para el caso.
c) Finalmente, el art. 100 inc. 11 dispone que al jefe de gabinete le corresponde producir los
informes y explicaciones verbales o escritos que cualquiera de las cámaras solicite al poder
ejecutivo.
64. — Después de la reforma constitucional de 1994, que ha mantenido el art. 71 y ha
agregado el art. 101, hemos de diferenciar la interpelación a los ministros y la interpelación al jefe
de gabinete.
Parece que para los ministros, la interpelación posee únicamente una finalidad informativa,
que a nuestro criterio debe ser conducente para algo que le sea útil al congreso a efectos de ejercer
una com-petencia suya, o de cumplir su función de control. Por ende, tiene que recaer sólo en
cuestiones o materias que guarden conexidad funcional con una o más competencias del congreso
o de sus cámaras.
En cambio, el jefe de gabinete tiene responsabilidad política ante el congreso en virtud del
art. 100, de lo que inferimos que:
a) en su deber de informar a las cámaras en los términos del art. 101 sobre la marcha de
gobierno, pueden aquéllas requerirle puntualmente cualquier informe referido a materias propias
de cualquier ministro, o el panorama de conjunto, o la gestión personal del jefe de gabinete;
b) de esta información no cabe decir que limite su finalidad a un conocimiento de utilidad
para el congreso, ya que además puede derivar a una moción de censura y hasta a la remoción del
jefe de gabinete.
66. — La interpelación, si bien se dirige personalmente a un ministro o al jefe de gabinete, recae en el poder
ejecutivo, ya que los actos presidenciales llevan normalmente refrendo ministerial. Los ministros y el jefe de
gabinete no pueden negarse a concurrir, ni su presencia puede suplirse con la remisión de un informe escrito. Las
cámaras, por su parte, les deben en el trámite de la interpelación todas las garantías que exige el decoro de un
funcionario dependiente exclusivamente del poder ejecutivo. Entendemos que el ministro y el jefe de gabinete
interpelados gozan, en el seno de la cámara que los ha convocado, de todas las inmunidades propias de los
legisladores.
67. — En cuanto al posible requerimiento de informes al poder judicial, creemos que excepcionalmente
procedería si las cámaras los recabaran con un fin específico muy concreto, vinculado necesariamente a sus
competencias; por ej., para legislar en materia procesal, o en temas de organización judiciaria y, acaso, también en
cuestiones puntuales de legislación común; sin duda, cuando se moviliza un juicio político.
68. — Es posible dividir la facultad investigadora en dos: a) la del “congreso” como cuerpo
conjunto que reúne a ambas cámaras; b) la de “cada cámara” por separado. En ambos casos, lo
más frecuente y fácil es que la investigación no la haga el pleno del congreso ni de cada cámara
sino una “comisión” investigadora formada del seno de uno o de otra.
Si todo el congreso, o toda una cámara se constituyen en comisión investigadora, no hay problemas. Si se
forma una comisión, corresponde decir que estamos ante una “imputación de funciones”, que el pleno efectúa a
favor de dicha comisión para que investigue; luego, la comisión deberá informar al congreso o a la cámara para
que se expida.
En primer lugar, no es pacífico ni seguro que la facultad investigadora configura un “privilegio”. Sin duda, es
una competencia, que para muchos puede carecer de aquella naturaleza.
En segundo lugar, hay que buscar la base constitucional de la facultad de investigación. Si es que acaso la
facultad investigadora se reputa “implícita”, y si los “poderes implícitos” están reconocidos en el art. 75 inc. 32 al
“congreso” (y no a cada cámara por separado), no parece posible decir que los poderes “implícitos” que la
constitución atribuye al congreso puedan ser desglosados en un ejercicio separado y propio por cada cámara del
mismo; si se acude a poderes implícitos, mejor sería sostener que “cada cámara” posee, no los del art. 75 inc. 32
(que, son del “congreso”), sino los que ella precisa para ejercer sus competen-cias, aunque éstas acaso no le sean
privativas, sino que pertenezcan al congreso.
Otra cosa parcialmente distinta es la facultad investigadora que se pone a cargo de una comisión bicameral,
en cuyo caso decimos que, además de los poderes implícitos que el art. 75 inc. 32 otorga “para legislar”, también
los hay para todo otro fin que sea conducente al ejercicio de cualquiera otra competencia congresional (aunque
carezca de naturaleza legislativa, y aunque no se traduzca en legislación).
No descartamos, pues, la facultad investigadora del congreso, pero pensamos que una supuesta creencia en la
primacía del congreso no sirve de fundamento válido a dicha competencia.
CAPÍTULO XXXIII
I. LAS COMPETENCIAS DISPERSAS EN LA CONSTITUCIÓN. - La reforma de la constitución. - Los actos que deben
cumplirse con participación y consentimiento provinciales. - A) La sede de la capital federal. - B) Las nuevas
provincias. -C) ¿La “fijación” de límites de las provincias. D) La coparticipación federal impositiva. - E)
Otros casos. - Las competencias suprimidas en la revisión constitucional de 1860. - Otras competencias. - II.
LAS OBLIGACIONES DE OMISIÓN COMO LÍMITES A LA COMPETENCIA. - Las prohibiciones al congreso. - III. EL
ARTÍCU-
LO 85.
I. LAS COMPETENCIAS DISPERSAS EN LA CONSTITUCION
La reforma de la constitución
1. — En materia de reforma constitucional, bien que nuestra constitución es rígida y por eso la encomienda a
una convención “ad-hoc”, el congreso ejerce una competencia “precedente” en la primera etapa de la revisión. Al
congreso le incumbe privativa y exclusivamente la iniciativa de la reforma, no en la confección del proyecto sino
en la declaración de que la reforma es necesaria.
Remitimos al Tomo I, cap. VI, acápite II.
2. — Dada la estructura federal de nuestro régimen, el congreso cumple ciertos actos que son
de su competencia, con consentimiento o participación de las legislaturas provinciales. Es decir
que hace falta la concurrencia de un órgano provincial y de un órgano del gobierno federal.
Es interesante advertir que en la doctrina se ha elaborado la categoría de “facultades
compartidas” entre estado federal y provincias para connotar aquéllas cuyo ejercicio requiere un
acto integra-torio de los dos órdenes gubernamentales.
La “previa” cesión debe entenderse en el sentido de que tal cesión debe ser anterior a la radicación de la
capital federal, pero no significa que necesariamente la ley provincial de cesión tenga que dictarse antes que la ley
del congreso que declara el lugar de emplazamiento de la capital.
Interpretamos que para reintegrar a una o más provincias el territorio de la capital federal —o
sea, para “desfederalizarlo”— también hace falta (por analogía con la “federalización”) el
consentimiento provincial.
Se podría pensar que cuando una provincia (en 1880 la de Buenos Aires) cede un lugar para establecer en él
la capital federal y luego ésta se traslada a otro, aquel lugar debe volver a la provincia de origen. Nosotros no
compartimos ese criterio, y creemos que para que se produjera el reingreso automático al territorio provincial haría
falta que la ley local de cesión consignara expresamente que para el caso eventual de un ulterior traslado de la
capital a otro sitio, el lugar cedido y federalizado sería restituido a la provincia.
B) Las nuevas provincias
4. — El art. 13 determina que podrán admitirse nuevas provincias, pero no podrá erigirse una
provincia en el territorio de otra u otras, ni de varias formarse una sola, sin el consentimiento de la
legislatura de las provincias interesadas y del congreso. Por su parte, cuando el inc. 15 del art. 75
otorga al congreso la competencia de fijar los límites de las provincias, se refiere también a la de
“crear” otras nuevas.
Si nuestra federación puede definirse como unión indestructible de estados indestructibles, son viables las
adiciones por incorporación de nuevas provincias, pero no las sustracciones por secesión, ni por supresión de
provincias.
5. — La previsión de posible formación de una provincia con varias no creemos que pueda aplicarse a las
catorce provincias históricamente preexistentes, si es que seguimos apegados a una interpretación tradicional-
historicista de nuestra constitución; pero cabe pensar que la misma previsión puede prosperar con respecto a
provincias que adquirieron calidad de tales con posterioridad a 1853-1860. (Si bien entendemos que ninguna
provincia anterior a 1853-1860 puede desaparecer como tal para quedar absorbida o fusionada en otra u otras, una
de aquellas provincias puede consentir que con parte de ella se forme una nueva.)
La participación del consentimiento provincial en los supuestos del art. 13 revela, en común con similar
procedimiento en el art. 3º, que la constitución resguarda la integridad territorial de las provincias y que no
admite la disponibilidad del territorio provincial por decisión unilateral del gobierno federal. Es válido extraer y
proyectar de estas normas el principio general de que es menester el consentimiento provincial cuando una porción
del espacio geográfico de las provincias va a quedar sustraído totalmente del ámbito provincial o de su
jurisdicción.
6. — Hay doctrina que incluye entre los actos del congreso requeridos de participación
provincial a la “fijación” de límites interpro-vinciales.
No parece que pueda generalizarse esta interpretación.
Si bien la facultad del congreso no es absoluta, y para fijar los límites interprovinciales ha de
computar diversos antecedentes históricos, nos queda claro que hay supuestos en los que su
ejercicio no requiere el consentimiento de las provincias interesadas.
La delimitación admite hipótesis:
a) cuando hay una zona litigiosa entre provincias;
b) cuando el congreso considera razonablemente que hace falta un redimensionamiento
geográfico de las provincias a las que se afectaría, en cuyo caso estimamos que si se va a
desintegrar una parte sustancial del territorio de una o más hay que encuadrar la situación en el
marco de las facultades “compartidas” (ver nº 5).
De aceptarse que ciertos casos de fijación de límites de provincias se sub-sumen en esta clase de facultad
compartida y que, por ende, es necesario el con-sentimiento provincial, creemos que dichos casos se deben referir
tanto a las catorce provincias históricamente preexistentes al estado federal cuanto a los posteriores.
Al margen de lo que viene expuesto, también puede compartirse la tesis de que el congreso
tiene facultad de aprobar el tratado de límites interprovinciales que entre sí hayan celebrado dos o
más provincias.
7. — Cuando las constituciones provinciales contienen en alguno de sus artículos una definición de cuáles
son los límites de la provincia, la norma pertinente sólo debe interpretarse como declarativa del ámbito geográfico
respectivo, y no como sustitutiva de la competencia que el congreso tiene en la materia (porque aun concediendo
que sea una facultad “compartida”, está en claro que nunca puede ser una facultad unilateral de las provincias).
8. — Cuando el congreso fija los límites interprovinciales, cabe pensar en el límite marítimo de cada
provincia que tiene costa oceánica. El inc. 15 del art. 75 habla de fijar límites “de las provincias”, pero es
indudable que la frase apunta a los límites “entre” provincias, o sea de una con otra u otras. Los límites marítimos
no son límites “de” provincias ni “entre” provincias, sino límites internacionales. Por supuesto que el “arreglo” de
éstos incumbe también al congreso, pero entonces no resultaría posible que (so pretexto de fijar los límites
provinciales) el congreso estableciera límites marítimos diferenciales respecto de y entre las provincias lindantes
con el océano.
Asimismo, la competencia del congreso en materia de límites marítimos no incluye la de federalizar la
porción marítima que, integrando el territorio de las provincias, es definida por la ley como de dominio público.
E) Otros casos
10. — Hemos de analizar supuestos que caben en el listado de facultades compartidas, pero
con la modalidad de que a veces la com-petencia del congreso se ejerce después de ejercida una
competencia provincial.
Los ejemplos pueden ser éstos:
a) Con “conocimiento” del congreso federal (que para nosotros implica “aprobación” del
congreso) las provincias: a’) celebrar los tratados parciales a que ya se refería el ex art. 107, que
ahora subsiste como art. 125; a”) crear regiones para el desarrollo económico y social conforme al
art. 124; a”’) celebrar convenios internacionales con el marco y los límites fijados por el art. 124.
b) Con autorización del congreso federal, las provincias pueden establecer bancos con
facultad de emitir billetes. Ello surge del art. 126 que, en forma negativa, les prohíbe hacerlo sin
autorización del congreso.
c) Finalmente, si se acepta dentro del marco de un federalismo “concertado” la inclusión
como derecho intrafederal de convenios, acuerdos, tratados o normas (también “leyes-contrato”)
que son resultado de decisiones coincidentes del estado federal y de las provincias, es válido
agregar su ejemplo como uno más de facultades compartidas (aunque acaso sean compartidas
“voluntariamente” y no obligatoriamente).
11. — Hasta la reforma de 1860, el congreso revisaba las constituciones provinciales antes de su
promulgación (art. 5º del texto originario de 1853), pudiendo reprobarlas si no estaban conformes con los
principios y disposiciones de la constitución federal (art. 64 inc. 28 del mismo texto). En rigor, no se trataba en el
caso de un acto provincial (sanción de la constitución) que requiriera consentimiento, aprobación o autorización
del congreso; se trataba de un control de constitucionalidad de tipo político, intercalado entre la sanción de la
constitución provincial y su vigencia.
Otras competencias
12. — Si se pasa revista prolija a todo el articulado constitucional que queda fuera del art. 75,
es posible encontrar competencias que ejemplificativamente citamos en seguida.
Asimismo, ha de computarse en este rubro todo lo que bajo el nombre de “reserva de la ley”
(y latamente, “principio de legalidad”) implica una competencia para cuyo ejercicio la
constitución exige “ley” del congreso.
El art. 4º regula la formación del llamado “tesoro nacional” cuyos recursos enumera. Si bien
sólo menciona al congreso cuando le asig-na específicamente la competencia para imponer
“contribuciones” y decretar “empréstitos y operaciones de crédito”, todos los otros ingre-sos del
tesoro que prevé el mismo artículo implican ejercicio de facul-tades que, sin señalarse en él
expresamente, incumben al congreso y están incluidas en el art. 75.
El art. 7º otorga al congreso la facultad de dictar leyes generales que determinen la forma
probatoria de los actos públicos y procedimientos judiciales de cada provincia y los efectos
legales que producirán (atento que la misma norma dispone que gozan de entera fe en las demás
provincias).
El art. 9º asigna al congreso la facultad exclusiva de establecer las tarifas que regirán en las
aduanas nacionales.
El art. 14 reconoce los derechos individuales que se gozan conforme a las leyes que
reglamentan su ejercicio. El carácter relativo de tales derechos los somete a limitaciones
(razonables, a tenor del art. 28), que el congreso puede establecer a través de la legislación. Lo
mismo cabe decir con respecto a los derechos reconocidos a los extranjeros por el art. 20, y a los
incluidos en el art. 14 bis.
El art. 15 estipula que una ley especial reglará las indemnizaciones a que da lugar la abolición
de la esclavitud.
El art. 17 otorga al congreso la competencia exclusiva para declarar y calificar por ley la
utilidad pública en caso de expropiación.
También se requiere ley para exigir servicios personales e imponer contribuciones.
El art. 18, al estatuir que nadie puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al
hecho del proceso, ni sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa,
implica atribuir al congreso la competencia exclusiva para incriminar conductas que constituyen
delitos del código penal, y para establecer la organización estable y permanente del poder judicial;
lo primero vuelve a aparecer expresamente en el art. 75 inc. 12 —que prevé la sanción del código
penal— y lo segundo en el art. 108 y en el art. 75 inc. 20, que ordenan al congreso establecer los
tribunales inferiores.
Asimismo, el art. 18 determina que una ley establecerá en qué casos y con qué justificativos
podrá procederse al allanamiento y ocupación del domicilio, la correspondencia epistolar y los
papeles privados.
El art. 19 contiene (en su parte final) el enunciado del principio de legalidad.
El art. 21 contempla la obligación del ciudadano de armarse en defensa de la patria y la
constitución, conforme a las leyes que al efecto dicte el congreso (y, además, a los decretos del
ejecutivo nacional).
El art. 24 dispone que el congreso promoverá la reforma de la actual legislación en todos sus
ramos, y el establecimiento del juicio por jurados; esto último es insistido en el art. 75 inc. 12 (in
fine) y en el art. 118.
El art. 26 prevé la libre navegación de los ríos, con sujeción única a los “reglamentos” de
autoridad federal, que implican una posible legislación.
El art. 36 remite a la ley para: a) fijar el tiempo de inhabilitación para ocupar cargos o
empleos públicos en caso de delito doloso contra el estado que conlleve enriquecimiento; b)
reglamentar la ética pública para el ejercicio de la función.
El art. 37 prevé que las leyes de partidos políticos y régimen elec-toral garanticen la igualdad
real de oportunidades entre varones y mujeres.
El art. 38 abre el espacio para la legislación sobre partidos polí-ticos.
El art. 39 se refiere a la ley reglamentaria del derecho de iniciativa legislativa popular, y a la
competencia (obligatoria) del congreso para dar trámite y tratamiento expreso a los proyectos de
ley surgidos de aquella iniciativa.
El art. 40, sobre consulta popular, consigna la competencia del congreso para convocarla y
para dictar la ley reglamentaria de la misma.
El art. 41, sobre derecho ambiental, alude a la ley que establezca la obligación de recomponer
el daño ambiental, y a las normas que contengan los presupuestos mínimos de protección del
ambiente.
El art. 42, coordinado con el 43, requiere que la ley prevea la exis-tencia de las asociaciones
de consumidores y usuarios y su registración, requisitos y formas de organización.
El art. 45 menciona la fijación por el congreso de la representación que, después de cada
censo, compondrá la cámara de diputados de acuerdo con la población. El art. 49 remite al
congreso la expedición de una ley electoral para proveer a la elección de diputados después de la
instalación del primer congreso.
El art. 74 prevé la remuneración de los diputados y senadores de acuerdo con la dotación que
señale la ley.
El art. 85 prevé una ley para la Auditoría General de la Nación.
El art. 86 sobre el Defensor del Pueblo dice que “la organización y el funcionamiento de esta
institución serán regulados por una ley especial”.
El art. 88 asigna al congreso la facultad de determinar qué fun-cionario público ha de
desempeñar la presidencia, en caso de destitución, muerte, dimisión o inhabilidad del presidente y
vicepre-sidente.
El art. 92, al aludir al sueldo del presidente y vicepresidente, da por sentado implícitamente su
fijación por el congreso.
El art. 93 habilita al congreso en pleno (asamblea legislativa) para que el presidente y
vicepresidente de la república presten jura-mento constitucional en manos del presidente del
senado.
El art. 100 menciona a la ley que, con relación al jefe de gabinete de ministros y a los demás
ministros secretarios, debe establecer su número y competencia.
El art. 110 se refiere a la determinación por ley del sueldo de los jueces federales.
Los arts. 114 y 115 mencionan la ley que ha de regular el Consejo de la Magistratura y el
jurado de enjuiciamiento de los jueces federales de tribunales inferiores a la Corte.
El art. 117 depara la competencia de establecer reglas y excepciones a la jurisdicción apelada
de la Corte; en general, tanto del citado artículo como del 116 se desprende la facultad del
congreso de regular la competencia de los tribunales federales (con excepción de la originaria y
exclusiva de la Corte, que no puede ser ampliada ni disminuida por ley).
El art. 120 habilita a dictar la ley para el Ministerio Público.
El art. 127 contempla la represión por ley de las hostilidades entre provincias.
El art. 129 prevé una ley para garantizar los intereses del estado federal mientras la ciudad
autónoma de Buenos Aires sea capital federal, y la competencia para convocar al electorado de la
ciudad para elegir los representantes encargados de dictar el Estatuto Organizativo.
Los artículos que contienen incriminaciones (15, 22, 29, 36 y 119) no fijan las penas
correspondientes a los respectivos delitos, pero obligan al congreso a establecerlas dentro de la
legislación penal. El art. 119 lo consigna expresamente.
En los arts. 99 y 100 aparecen algunas competencias del poder ejecutivo y del jefe de gabinete que tienen
correspondencia con otras del congreso; asimismo en el art. 101 para la remoción del jefe de gabinete.
14. — Hay normas de la constitución que no admiten reglamentación alguna y, en consecuencia, implican
prohibir que el congreso dicte leyes reglamentarias de las mismas. Así, a solo título de ejemplo, el derecho de
opción que discierne automáticamente el art. 23 in fine; la competencia originaria y exclusiva de la Corte Suprema
otorgada por el art. 117; las condiciones que fija la constitución para determinados cargos (presidente, vice,
diputados, senadores), etc. Expresamente, el art. 75 inc. 2º prohíbe reglamentar la ley-convenio de coparticipación
federal impositiva.
15. — Nos interesa reafirmar por separado que, expresamente, la constitución prohíbe al congreso; a) alterar
los principios, garantías y derechos reconocidos por la constitución, cuando dicta las leyes que reglamentan su
ejercicio; se trata del principio o regla de razonabilidad formulada en el art. 28; b) conceder al ejecutivo nacional
facultades extraordinarias, y la suma del poder público, u otorgarle sumisiones o supremacías por las que la vida,
el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced del gobierno o persona alguna; se trata del delito
tipificado en el art. 29; c) dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta o establezcan sobre ella la jurisdicción
federal (sobre esta norma del art. 32 remitimos al Tomo II, cap. XII, acápite III); d) ejercer competencias que la
constitución atribuye a las provincias dentro del deslinde propio de nuestra estructura federal; las provincias
conservan todo el poder no delegado por la constitución al gobierno federal y el que expresamente se hayan
reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación (art. 121); pero hay poderes implícitos del congreso
que importan delegación de la misma índole, no obstante lo cual en nuestro régimen federal, el principio es la
competencia de las provincias y la incompetencia del estado federal (ergo: también del congreso).
16. — Reiteramos acá mucho de lo que en el tratamiento de diversos temas explicamos por separado. Por
ejemplo, el congreso no puede: a) interferir en la zona de reserva del poder ejecutivo ni del poder judicial; b)
prohibir a los jueces que en determinados casos o procesos judiciales ejerzan el control de constitucio-nalidad o
declaren inconstitucionalidades; c) inhibirles el ejercicio de su juris-dicción en causa judiciable; d) declarar la
inconstitucionalidad de una ley a cuya derogación procede, con el efecto de alterar o desconocer derechos
adquiridos; e) eximir a los actos que cumple el congreso o una de sus cámaras del control judicial de
constitucionalidad; f) exigir el acuerdo del senado para que el presi-dente de la república nombre funcionarios y
empleados para cuya designación la constitución no impone aquel requisito; g) establecer qué funcionarios no
incluidos en el art. 53 sólo podrán ser removidos de sus cargos mediante juicio político.
17. — El examen de las prohibiciones no reviste un mero interés teórico, sino práctico, en
cuanto hacer lo que ellas impiden irroga inconstitucionalidad en la actividad del congreso,
susceptible de ser atacada dentro del marco en que se moviliza el control judicial de
constitucionalidad en nuestro régimen.
III. EL ARTICULO 85
18. — Si siempre fue común destacar que el congreso cumple una función de control,
creemos que después de la reforma de 1994 el nuevo art. 85 ha incorporado fuera del art. 75 una
competencia explí-cita.
Dice el primer párrafo del art. 85: “El control externo del Sector Público Nacional en sus
aspectos patrimoniales, económicos, financieros y operativos, será una atribución propia del
Poder Legislativo”.
(La bastardilla es nuestra).
La norma intenta establecer un nuevo perfil de equilibrio entre el poder ejecutivo y el
congreso, ya que por “sector público nacional” se ha de entender: a) la administración pública
federal cuya titularidad pertenece al presidente y cuyo ejercicio incumbe al jefe de gabinete; b) las
empresas y sociedades del estado, comprensivas de toda otra entidad en la que el poder ejecutivo
posee participación mayoritaria de capital, o la ejerce en la toma de decisiones societarias; c) los
entes privados que prestan servicios al público.
En este ámbito, el control externo abarca al control patrimonial, económico y financiero, y al
control operacional o de gestión.
Es posible, asimismo que, aun sin formar parte orgánica o funcional del sector público federal, puedan quedar
sometidas al control las entidades de cualquier naturaleza que reciben y manejan fondos públicos federales (por
ej., las universidades nacionales autónomas, las provincias por la coparticipación federal impositiva, la Iglesia
Católica por el presupuesto de culto, etc.).
19. — El congreso cuenta con un órgano (extrapoderes) de asistencia técnica, que es la Auditoría General de
la Nación, en cuyos dictámenes es obligatorio que aquél sustente el examen y la opinión sobre el desempeño y la
situación general de la administración pública.
Remitimos al cap. XLI, acápite I, especialmente nos. 10 a 12.
CAPÍTULO XXXIV
LA COMPETENCIA DEL CONGRESO EN EL ARTICULO 75
I. EL SISTEMA AXIOLOGICO
3. — Se debate si la enumeración de recursos que efectúa el art. 4º es taxa-tiva o no. Si no lo es, pueden
agregarse otros no enunciados expresamente.
La discusión acerca de la constitucionalidad de la emisión monetaria sin respaldo metálico nos hizo sostener
antes de la reforma de 1994 que, pese a la diversidad de opiniones doctrinarias, no resultaba violatoria de la
constitución, más allá de la valoración que pudiera recaer sobre la conveniencia o no de la emisión monetaria
como recurso fiscal, y de sus proyecciones económicas.
Para encarar la cuestión después de la reforma conviene tomar en cuenta dos cosas: a) subsiste
la competencia del congreso para establecer y reglamentar un banco “federal” con facultad de
emitir moneda (art. 75 inc. 6º, que corresponde al anterior art. 67 inc. 5º, que se refería a un banco
“nacional” con facultad de emitir billetes); b) se ha agregado entre las competencias del congreso
la de “proveer lo conducente… a la defensa el valor de la moneda” (art. 75 inc. 19 párrafo
primero).
Queda la impresión de que esta nueva norma tiende a evitar la inflación causada por la
emisión monetaria sin encaje metálico y como recurso habitual y permanente. (Ver nº 20).
Sobre el fenómeno inflacionario en sí mismo nada dice la constitución reformada, pero cabe opinar que
aquella emisión monetaria como recurso fiscal quedaría implícitamente vedada cuando objetivamente fuera
contraria y dañina para defender el valor de la moneda (que el art. 75 inc. 19 obliga a resguardar); o sea, capaz de
originar índices de inflación que alteraran dicho valor.
Concomitantemente, el mismo art. 75 inc. 19 trae otras pautas obligatorias para el orden socioeconómico, que
conviene analizar a efectos de resolver el problema de la emisión monetaria sin encaje metálico, para no desvirtuar
ni dejar incumplidas dichas pautas.
De todos modos, y con cualquier opinión sobre el tema, no hay duda de que antes de la reforma de 1994 la
emisión monetaria sin respaldo significó una mutación constitucional por interpretación que algunos reputaron
inconstitucional y otros no.
Después de la reforma, la ley de convertibilidad 23.928, del año 1991, tuvo precisamente la intención y el
propósito de erradicar la praxis de la emisión monetaria como recurso fiscal.
4. — El inc. 1º del art. 75 ha sufrido modificaciones de redacción en la reforma del que antes
era inc. 1º del art. 67. Mucho más breve, ahora dice que: a) al congreso le corresponde legislar en
materia aduanera y establecer los derechos de importación y exportación, así como las
avaluaciones sobre las que recaigan; y b) serán uniformes en todo el territorio.
De otras normas surge que estos impuestos no son objeto de coparticipación (art. 75 inc. 2º), y que son de
competencia exclusiva del estado federal (por ej., art. 126, que prohíbe a las provincias establecer aduanas
provinciales, y arts. 10, 11 y 12).
6. — El inc. 2º del art. 75, mucho más extenso y objeto de sustan-cial reforma en el texto de
1994 con respecto al que era inc. 2º del art. 67, tiene como núcleo importante la coparticipación
federal impositiva. Para ello remitimos al Tomo II, cap. XIX, nos. 42 a 54.
Para el régimen tributario en general, ver Tomo II, cap. XIX, nos. 38, 40 y 42, y 55 al 57.
Los empréstitos, operaciones financieras, y correos
Cabe interpretar que la alusión constitucional expresa a la venta y locación de tierras “nacionales” proyecta la
respectiva competencia del congreso a toda venta o locación de cualquier otra clase de bienes que sean del estado
federal, como es el caso de sus empresas.
El inc. 14 del art. 75 reemplaza al que fue inc. 13 del art. 67 y consigna la competencia de
arreglar y establecer los correos generales (se ha suprimido la mención de “las postas”).
La norma se refiere a los correos federales y, por analogía, a los telégrafos, teléfonos y otros
medios de comunicación similares; pero no impide a las provincias tener, en jurisdicción local,
mensajerías y otros medios de comunicación.
Del texto constitucional no surge ningún tipo de monopolio a favor del estado federal en materia de correos,
pudiendo fácilmente inferirse que está habilitada la concesión del servicio a particulares, así como la posible
existencia de correos provinciales en jurisdicción local.
El empréstito “forzoso”
8. — Cuando la constitución se refiere al empréstito, se nos plantea el problema del empréstito forzoso o
compulsivo, en el cual el estado capta fondos de los particulares por tiempo determinado, bajo promesa de
reintegro, sin que los obligados puedan evadir el préstamo.
No es del caso entrar aquí al debate doctrinario sobre la real naturaleza de esta figura. Sin duda para nosotros,
cabe distinguirla del impuesto, porque en el empréstito forzoso hay devolución, en tanto en el impuesto no. En
cambio, se discute si la previsión del art. 75 inc. 4º para “contraer empréstitos” incluye la de los empréstitos
forzosos, bajo cualquier nombre que se les asigne.
Nuestra respuesta es la siguiente: a) como principio general, el empréstito forzoso no es necesariamente
inconstitucional; b) pero debe existir causa razonable, y ser asimismo de duración razonablemente transitoria; c) el
préstamo debe devengar intereses; d) si hay inflación, el crédito tiene que ser actualizado para que la suma
prestada recupere su valor real y actual al momento de la devolución; e) si el particular ha sufrido perjuicio (por
ej., porque ha debido obtener el dinero de terceros a mayor interés que el devengado en el empréstito forzoso) ha
de quedar legitimado para demandar al estado el resarcimiento del daño; f) salvo la hipótesis del anterior inciso,
no cabe indemnización.
10. — Con los fondos del tesoro nacional, cuya composición ya hemos anali-zado, el congreso puede acordar
subsidios a las provincias cuyas rentas no alcan-cen a cubrir sus gastos ordinarios, según sus presupuestos (art. 75
inc. 9º).
No nos parece constitucional la situación inversa, en que el gobierno federal obliga a las provincias a
otorgarle subsidios, porque la norma que faculta al congreso a conceder subsidios a las provincias no puede usarse
a la inversa, para que el estado federal exija a las provincias que contribuyan con aportes locales a favor del
gobierno federal.
El “arreglo” de la deuda
11. — Al congreso le incumbe por imperio del inc. 7º del art. 75 “arreglar” el pago de la
deuda interior y exterior del estado, pero el ejercicio de esta atribución se ha desplazado sin duda
hacia el poder ejecutivo, y ha decaído en el ámbito congresional.
Importantes opiniones acuden a justificar el fenómeno. Por un lado, se alega que la competencia congresional
de arreglar el pago de la deuda la asume y cumple el congreso al tratar la ley de presupuesto (porque en ésta se
incluyen los pagos, amortizaciones, e intereses), y al aprobar o desechar la cuenta de inversión, sin perjuicio de
que, asimismo, el congreso pueda reglamentar el inciso como lo ha hecho con la ley 24.156. Por otro lado,
también se supone —sobre todo en materia de deuda externa— que la intervención del congreso en la
aprobación de los acuerdos que celebra el poder ejecutivo equivale al arre-glo del pago (si es que tales acuerdos se
equiparan a tratados internacionales y se someten al trámite de éstos).
Por serias que resulten estas opiniones, no las compartimos. A nuestro criterio (de modo análogo a lo que
decimos en cuanto al arreglo de límites inter-nacionales), si el art. 75 enfoca y atribuye por separado dos
competencias del congreso (una, arreglar el pago de la deuda, y otra, dictar la ley de presupuesto y aprobar o
desechar la cuenta de inversión), resulta suficientemente claro que ambas no pueden identificarse, ni confundirse,
ni fusionarse, ni subsumirse una en la otra, porque si estuvieran identificadas sería estéril la mención doble e
independiente. Lo mismo cabe argüir si se pretende dar por cumplido el arreglo del pago cuando, acaso, el
congreso aprueba un acuerdo sobre el mismo.
Este inciso tiene independencia del art. 75 inc. 2º (porque se refiere al presupuesto y a la cuenta de inversión)
pero a su modo se conecta con el citado inc. 2º en cuanto la fijación anual del presupuesto viene ahora enmarcada
en una pauta que remite a su párrafo tercero. En éste se prevé el reparto en la coparticipación impositiva entre el
estado federal, las provincias y la ciudad de Buenos Aires, y entre éstas. Las directrices que dicho párrafo tercero
traza se convierten, entonces, en un lineamiento presupuestario inexorable.
Las demás alusiones al programa general de gobierno y al plan de inversiones públicas son
otro añadido que el inc. 8º incorpora respecto del que era 7º.
Para las inversiones públicas damos por cierto que, aun cuando el inciso 8º no hace alusión al inc. 19 del
mismo art. 75, hay que tomar en consideración las pautas que en él se estipulan, sobre todo en el párrafo segundo,
sin que deban obviarse las de los párrafos primero y tercero.
16. — Hemos de remitir asimismo al art. 100 inc. 7º, que otorga al jefe de gabinete la competencia de “hacer
recaudar las rentas de la nación y ejecutar la ley de presupuesto nacional”, más la del presidente de la república
en el art. 99 inc. 10 para supervisar el ejercicio de dicha facultad por parte del jefe de gabinete respecto de la
recaudación de aquellas rentas y de su inversión con arreglo a la ley o al presupuesto de gastos nacionales.
17. — Por todo lo expuesto nos convencemos actualmente que cuando se prepara el proyecto
del presupuesto y cuando el congreso dicta la ley respectiva, así como cuando se analiza la cuenta
de inversión (art. 75 inc. 8º) debe imperativamente tomarse en consideración la serie de
prioridades que implícitamente surgen del contexto integral de la constitución, para lo cual es
imprescindible acudir a su sistema axiológico, que ahora no está recluido en la parte dogmática de
los arts. 1º a 43, sino que a la vez se extiende a y en la parte orgánica; para lo último, el art. 75
condensa —aunque no él exclusivamente— una nutrida constelación de principios, valores y
derechos (ver Tomo I, cap. IV).
Lo que acabamos de sostener no es una simple orientación ni un consejo. De ahí que la ley de
presupuesto no sea una especie de “su-perley” que a su puro arbitrio y discrecionalidad pueda
prever el ordenamiento de los ingresos y los gastos, y las prioridades de éstos sin remisión alguna
a las pautas obligatorias que, también para el presupuesto, surgen de la constitución.
Sobre la actividad financiera pública y su subordinación a la constitución, remitimos al
Tomo II, cap. XIX, nos. 1 a 4.
La cuenta de inversión
21. — La ley de convertibilidad 23.928, del año 1991, dispuso la converti-bilidad de la moneda argentina
(entonces todavía el austral) en la equivalencia de diez mil australes (que ahora son un peso) por cada dólar
estadounidense. Dicha ley implicó el ejercicio de la competencia congresional de fijar el valor de la moneda.
22. — La moneda de curso legal es aquella moneda —metálica o papel— cuya aceptación es irrehusable y
obligatoria, y apareja poder cancelatorio o liberatorio; la moneda de curso forzoso es el papel moneda con curso
legal, que además no puede canjearse. El curso legal, que hace al dinero irrecusable, atiende a la relación
“acreedor-deudor”, porque el primero no puede rehusar recibir la moneda de curso legal; el curso forzoso apunta a
la relación “tenedor del billete- entidad emisora”, porque el primero no puede exigir al segundo la conversión del
billete. El billete investido de curso legal y curso forzoso suele llamarse “pa-pel moneda”.
23. — El ejercicio de las competencias del congreso del art. 75 incs. 6º y 11 ha estado sustancialmente
decaído en la constitución material, donde se registra una marcada mutación; ello obedece, en buena parte, a la
amplitud de facultades acumuladas por el Banco Central, cuyo origen, según parte de la doctrina, pro-viene de una
delegación completa de competencias por parte del congreso.
En la constitución material tampoco es difícil descubrir la mutación que ha sufrido la emisión de billetes de
curso legal, de curso forzoso, sin respaldo metálico, y también como recurso fiscal. Además, los billetes han
llegado a des-plazar a la moneda metálica, y ha decaído la facultad de “sellar” moneda (porque tal facultad no
existe cuando no hay moneda metálica, y no parece asimilable a ésta la moneda fraccionaria de insignificancia
cuantitativa, o la moneda metá-lica fiduciaria).
24. — El art. 126 prohíbe rotundamente a las provincias “acuñar moneda”, en alusión indudable a la metálica
(que queda reservada exclusivamente al congreso) en tanto se les prohíbe que establezcan bancos con facultad de
emitir billetes sin autorización del congreso, lo que, al contrario, supone que pueden emitirlos si el congreso da
autorización. ¿Qué son los “billetes”? Parece ser, según fundadas opiniones, el “papel moneda”, o sea, el billete al
que se le otorga fuerza cancelatoria o inconvertibilidad. De esto se induce que: a) las provincias pueden emitir —
sin necesidad de que el congreso las autorice— “billetes de crédito” que carezcan de aquellos efectos y
características; b) que con autorización del congreso pueden emitirlos con dichos efectos y características. En
suma, la emisión de billetes por las provincias está habilitada sin necesidad de que el congreso la autorice mientras
tales billetes no circulen legal y obligatoriamente como dinero, o sea, como papel moneda.
La moneda extranjera
25. — El congreso también fija el valor de las monedas extranjeras. Hasta la ley de 1881, varias monedas
extranjeras tuvieron curso legal en nuestro país; a partir de entonces quedó suprimido. Prohibida, pues, la
circulación legal de la moneda extranjera, las obligaciones de dar sumas de dinero en moneda extranjera se
consideraron hasta 1991 como de dar cantidades de cosas (principio del art. 617 del código civil para las
obligaciones de dar moneda que no sea de curso legal en la república); pero la ley 23.928, de 1991, modificó el
art. 617 del código civil estipulando que las obligaciones contraídas en moneda distinta de la argentina se deben
considerar como obligaciones de dar sumas de dinero.
Entendemos, con la jurisprudencia de la Corte, que la facultad congresional de fijar el valor de las monedas
extranjeras es exclusiva cuando se trata de admi-tirlas en la circulación con el carácter de moneda legal para los
pagos. Por ende, la facultad del art. 75 inc. 11 se refiere a la admisión de circulación de moneda extranjera como
de curso legal para los pagos internos, pero no obsta a que el poder ejecutivo fije el cambio de nuestra moneda con
relación a la de otros estados.
26. — El principio legal del “nominalismo” significa que el dinero se da y se recibe por su valor nominal, o
sea, por el valor legalmente fijado en una cifra numeraria.
Cuando sobrevino la inflación y hubo de reconocerse que la depreciación monetaria hacía procedente la
indexación —prohibida luego en 1991 por la ley 23.928— se supuso en alguna doctrina que los jueces no podían
disponerla para preservar el valor real del crédito y de la deuda, porque ello equivalía a “fijar” el valor de la
moneda, que era y es una competencia del congreso. Esa similitud resultaba equivocada, porque el juez que —
habiendo depreciación monetaria— ordena en su sentencia que se actualice a su valor real la suma debida, no está
“fijando” el valor (“nominal”) de la moneda en sustitución del congreso, sino la cantidad de dinero que, en su
valor real ya reajustado, tiene aptitud para cance-lar la obligación del deudor y preservar el derecho de propiedad
del acreedor.
El comercio
27. — En el inc. 13 del art. 75, el texto constitucional reconoce la competencia congresional
para reglar el comercio con los estados extranjeros, y de las provincias entre sí. O sea, el
comercio exterior y el comercio interprovincial (o comercio interjurisdiccional). En cuan-to al
primero, la norma juega en concordancia con el régimen adua-nero de carácter federal, también a
cargo del congreso.
Comercio no es sólo tráfico o intercambio, sino también comunicación; o sea, comprende el tránsito de
personas, el transporte, la transmisión de mensajes, la navegación, la energía eléctrica e hidroeléctrica, los
servicios telefónicos telegráficos, etc., alcanzando a cosas, productos, mercaderías, personas, pensamientos,
imágenes, noticias, etcétera.
Sobre la relación con la libertad económica, ver Tomo II, cap. XIV, nos. 36 a 40.
Sobre la “ley de tránsito” y la cláusula comercial, remitimos a lo explicado al tratar el derecho de entrar,
permanecer, transitar y salir, del art. 14. (Ver Tomo II, cap. XIV, nº 55).
Sobre la relación con el art. 42, ver Tomo II, cap. XV nos. 21 a 32.
28. — En nuestro derecho constitucional del poder, las provincias tienen prohibido dictar leyes sobre
comercio, o navegación interior o exterior (art. 126); en cambio, al congreso compete reglar el comercio
internacional o interprovincial, y dictar el código de comercio. Todo asunto concerniente al comercio con estados
extranjeros o de las provincias entre sí, así como el relativo a la navegación, es propio del estado federal a través
del congreso. Se trata plenamente de la jurisdicción federal (pero no del dominio). La jurisdicción sobre la
navegación exterior y de las provincias entre sí puede ejercerse por el congreso con toda amplitud y eficacia,
cualquiera sea el propietario de los ríos, porque la jurisdicción es independiente del dominio.
Aparece acá, conectado con la cláusula comercial, el inc. 10 del mismo art. 75, otorgando al congreso la
reglamentación de la libre navegación de los ríos interiores y la habilitación de puertos que considere
convenientes, con la limitación del art. 26, que declara libre para todas las banderas la navegación de los ríos
interiores, con sujeción únicamente a los reglamentos que dicte la autoridad nacional.
30. — Suele vincularse la facultad del congreso de adoptar un sistema uniforme de pesos y medidas (art. 75
inc. 11) con el comercio interjurisdiccional y con las transacciones.
La competencia ha sido ejercida estableciendo el sistema métrico decimal.
La hora oficial como “medida” del tiempo cronológico no es una de las “medidas” a que se refiere la norma.
Por consiguiente, el congreso puede fijar una medida horaria uniforme, pero también las provincias tienen facultad
para apartarse de ella en sus propios territorios.
IV. EL INCISO 12
Remisiones
31. — a) Para los códigos y leyes de derecho común, remitimos al cap. XXXV, nos. 62 a 69; 91; 103; y 112 b.
b) Parar el derecho federal, remitimos al cap. XXXV, nos. 60/61; 70; 87 a 89; 101; 104; 112 a; 113 y114.
c) En el inc. 12 hay una enumeración de leyes que la norma constitucional denomina “generales”. Cabe
asimismo asignarles doctrinariamente el nombre de “especiales”, en cuanto se las especifica particularizadas. Son
de naturaleza federal (ver el precedente inc. b).
c’) Para la ley de naturalización y nacionalidad, ver Tomo I, cap. VII, nos. 24 a 29.
c”) Para la ley de bancarrotas, ver cap. XXXV, nº 90.
c”’) La ley sobre falsificación de moneda y documentos públicos del estado tiene naturaleza también federal y
versa sobre materia penal.
c””) La ley sobre juicio por jurados ha de verse como una ley-marco a aplicarse en jurisdicción penal de
tribunales federales y locales, y de carácter federal. Deja margen reglamentario a la legislación provincial, y
actualmente podría incluirse en la categoría de la normativa propia del derecho procesal constitucional.
Para el juicio por jurados, remitimos al Tomo II, cap. XXIV, nº 40, y en este Tomo III al cap. XXXV, nº 97.
32. — Por la importancia que le asignamos al tema de los indígenas vamos a transcribir el inc.
17 del art. 75 que dice así:
“Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos.
Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural;
reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de
las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y sufi-cientes para el
desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o
embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás
intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones.”
(La bastardilla es nuestra).
El contexto de la norma trasunta un sentido humanista.
33. — Lo primero a destacar es la diferencia radical con el anterior inc. 15 en el que se atribuía al congreso la
competencia de “conservar” el trato pacífico con los indios y “promover” su conversión al catolicismo. Esto
devino anacrónico y desactualizado a medida que progresaron las valoraciones sociales en el contexto universal y
en el nuestro propio. La reforma de 1994 reemplazó íntegramente aquellas competencias por las actuales.
34. — Ante todo, hemos de enfatizar que el nuevo inc. 17 se hace cargo del derecho a la
diferencia, que es una expresión del derecho a la identidad personal y que se relaciona
íntimamente con él. (Ver Tomo I, cap. X, nº 23).
De inmediato, afirmamos que en nuestra interpretación esta nueva cláusula revestida del
alcance recién aludido para nada riñe ni pugna con la abolición y prohibición de las prerrogativas
de sangre y de nacimiento que mantiene el viejo art. 16. Acá no se otorgan privilegios ni
prerrogativas, sino que se asume una justa expresión del pluralismo democrático y del
mencionado derecho a la diferencia, imprescindibles en un estado democrático.
36. — No nos es difícil radicar en el inc. 17 un núcleo normativo operativo; por un lado, el
reconocimiento de la preexistencia de los pueblos indígenas y de la personería jurídica de sus
comunidades surge directa y automáticamente de la cláusula constitucional, por lo que su
aplicabilidad no demanda ley alguna, aunque deja sitio para el desarrollo legislativo.
De igual modo —y por otro lado— la posesión y propiedad comu-nitarias de tierras posee un
contenido esencial mínimo que, en lo necesario, implica que para su efectividad no obstan las
normas sobre el derecho de propiedad que resulten opuestas u omisivas, tanto en el código civil
cuanto en otros ámbitos legales y aun admi-nistrativos. No obstante, queda margen de
competencia para cuantas precisiones reglamentarias hagan falta.
37. — Estas nociones, que se hacen aplicables a todo el inciso, conducen a recordar que las
facultades para reglamentarlo son con-currentes entre el estado federal y las provincias, lo que
facilita distintas regulaciones que se hacen adaptables a la idiosincrasia especial de las
comunidades indígenas según el lugar donde están asentadas.
Tal pluralismo normativo en nada riñe con el derecho a la igualdad ante la ley ni con la uniformidad del
derecho común en todo el territorio, porque es la propia constitución la que —para el caso— habilita aquel
pluralismo. Sin embargo, todo cuanto dimana directa y operativamente de la constitución no admite que el estado
federal y/o las provincias lo alteren, o ignoren, o violen cuando ejercen sus respectivas competencias concurrentes.
No sería incongruente postular que el federalismo concertado suministra una vía para
encauzar la concurrencia competencial, y a lo mejor hasta cabría imaginar —por analogía con el
reparto que para el derecho ambiental establece el art. 41— que el estado federal dictara una ley
de presupuestos mínimos, y que las provincias adhirieran a ella con una legislación local
complementaria.
38. — El inc. 17 permite aseverar que, explícitamente, ahora la constitución se hace cargo de
los derechos de las minorías, lo que en el texto constitucional creemos que es una novedad
inusitada respecto del histórico y originario.
Por otra parte, hay simetrías con el plexo de derechos, lo que demuestra otra vez en la reforma
de 1994 la original conexión de la parte orgánica con la parte dogmática.
39. — El inc. 18 (que fue inc. 16 del art. 67, y se ha dado en llamar la cláusula del progreso) es de una
amplitud manifiesta y engloba en su enunciado una temática que, sin carácter taxativo, equivale a los contenidos
del bien común y de lo que hoy se denomina desarrollo.
Proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de “todas las provincias”, y al
progreso de la ilustración, abarca aspectos materiales y culturales, a tono con las grandes pautas del preámbulo.
Además, la extensión del progreso y del bienestar a “todas las provincias” otorga a la cláusula una dimensión
territorial y social que abarca a la integralidad geográfica y poblacional de todo el estado, sin exclusiones ni
marginamientos dentro de la federación.
A tenor del art. 125 constitucional, todo este cúmulo de competencias es concurrente con las provincias, que
pueden hacer lo mismo en sus respectivas jurisdicciones locales.
40. — Para el “progreso de la ilustración”, el inc. 18 concede al congreso la facultad de dictar “planes” de
instrucción general y universitaria. Esta terminología engloba el lineamiento y la estructura de la educación en
todos los niveles y ciclos, para la enseñanza en jurisdicción federal y provincial, y para la enseñanza privada (no
estatal).
El término “planes” admite doble acepción: a) en un sentido “técnico”-pedagógico, es sinónimo de plan de
estudios o listado de asignaturas; b) en un sentido “político”-pedagógico, equivale a planes de acción y
organización del sistema educacional (planeamiento de fines, niveles, ciclos, pautas de funcionamiento, títulos,
etc.). Creemos que la competencia del congreso en materia de “planes” debe entenderse referida al sentido
“político-pedagógico” y no al “técnico-pedagógico”.
41. — Cuando antes de la reforma de 1994 se atendía a competencias del congreso que el
entonces art. 67 señalaba para determinadas políticas especiales, lo común era ceñirse al inc. 16,
que se mantiene hoy en el texto actual como inc. 18.
Después de la reforma, ello es insuficiente, porque las pautas han crecido, y exhiben además
una relación estrecha con el sistema axio-lógico y con derechos de la parte dogmática.
Por un lado, la ya examinada cláusula sobre los pueblos aborígenes aglomera lineamientos
para políticas múltiples en cuestiones de educación y cultura, de propiedad, y de derechos de las
personas que los integran (ver acápite IV).
Por otro lado, una serie de incisos acumulan parámetros densos que el congreso debe tomar en
cuenta al ejercer las competencias con ellos vinculadas. Así, el inc. 19, el inc. 23, y todo lo que se
infiere del 22 y el 24.
Para no incurrir en repeticiones, remitimos muy especialmente al Tomo I, cap. IV, nos. 13/14 y
16/17.
El desarrollo
43. — El inc. 19 en sus párrafos primero in fine, tercero y cuarto apuntala y pormenoriza lo
que el inc. 18 comprime en su mención de la “ilustración” (ver nº 40).
Nuevamente por razón de brevedad remitimos:
a) para la educación, al Tomo II, cap. XIII, nos. 12 a 14;
b) para la educación, en relación con los derechos de los arts. 41 y 42 al Tomo II, cap. XIII, nº
15;
c) para la enseñanza estatal, al Tomo II, cap. XIII, nº 16;
d) para las universidades nacionales, al Tomo II, cap. XIII, nos. 17 y 18;
e) para la cultura, al Tomo II, cap. XIII, nos. 20 y 21;
f) en general, al Tomo II, cap. XIII, nº 3;
g) para las pautas económicas (comercio, industria, mercado, consumo, etc.), al Tomo II, cap.
XIV, nos. 36 a 40; g’) para el orden económico, especialmente nº 38.
La política demográfica
46. — No nos cabe duda de que la reforma de 1994 ha acentuado las pautas de política demográfica.
La política demográfica atiende a los fenómenos relacionados con la población dentro del territorio,
abarcando su crecimiento vegetativo, las migraciones, la distribución poblacional, etc.
El paisaje recién esbozado en los nos. 39, 44 y 45 lo acredita, para unirse con el art. 14 bis (en cuanto éste
alude a la protección integral de la familia).
47. — El inc. 18 del art. 75, después de armar el repertorio de competencias que hemos citado en el nº 39,
arbitra expresamente algunos medios para darles cumplimiento. A la mención de “leyes protectoras” de esos fines
añade las “concesiones temporales de privilegios y recompensas de estímulo”.
Esta alusión del inc. 18 puede servir para extenderla a favor de los fines que prevén otros incisos del art. 75;
por ej., el 19 y el 23. Es fácil consentirlo cuando se compara el verbo “proveer lo conducente a…”, que aparece en
el inc. 18, con el mismo verbo “proveer” y con el verbo “promover”, que el constituyente —antes y después de la
reforma de 1994— ha utilizado varias veces.
Estamos frente a privilegios de derecho público que tienen base en la misma constitución y que las leyes
están habilitadas a establecer en beneficio del interés general o público a favor de personas, empresas, etc. Por
supuesto que deben tener un contenido ético y ser interpretados restrictivamente. Su carácter tempo-ral está
prescripto explícitamente.
Los principales privilegios son la exclusividad, el monopolio, y la exención impositiva. Como además la
constitución habla de “recompensas de estímulo”, queda espacio para conceder otras ventajas o franquicias,
algunas de las cuales son más propias del derecho privado que del derecho público.
El marco global
48. — Quizá no pueda recluirse en un casillero el tema de las competencias del congreso en materia de
derechos humanos, porque en otras áreas que no se enderezan directamente a ese fin hay un tejido sutil que las
vincula; no hay ámbito ni competencia dentro de la finalidad del estado democrático que pueda escabullir la
conexión, porque tenemos harto dicho que la centralidad y mayor valiosidad de la persona humana se explaya por
toda la constitución, comprendiendo también su parte orgánica.
No obstante, el art. 75 contiene tres incisos claramente alusivos a los derechos humanos, que
hacen de eje a otras numerosas menciones del orden democrático y del sistema democrático. Son
los incs. 22, 23 y 24.
Para los tratados e intrumentos internacionales de derechos huma-nos del inc. 22, remitimos
al Tomo I, cap. IX, acápite IV, y al Tomo II, cap. XXIX, nº 35.
En cuanto a los tratados de integración del inc. 24, la constitución fija entre las condiciones
para que Argentina se haga parte de una organización supraestatal, la de respeto al orden
democrático y a los derechos humanos. (Ver Tomo II, cap. XXIX, acápite III).
49. — Finalmente, el inc. 23 condensa políticas específicas. Su texto es uno de los más
sugestivos e innovadores, al menos respecto de la “letra” de la constitución documental. Dice así:
“Legislar y promover medidas de acción positiva que garanticen la igualdad real de
oportunidades y de trato, y el pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos por esta
Constitución y por los tratados internacionales vigentes sobre derechos humanos, en particular
respecto de los niños, las mujeres, los ancianos y las personas con discapacidad.
Dictar un régimen de seguridad social especial e integral en protección del niño en situación
de desamparo, desde el embarazo hasta la finalización del período de enseñanza elemental, y de la
madre durante el embarazo y el tiempo de lactancia.”
(La bastardilla es nuestra).
Es harto evidente que en esta norma hay una remisión explícita a la parte dogmática, y al inciso 22 del
artículo 75, y que en el 23 se imprime una tónica indudable de constitucionalismo social.
Emplea dos verbos para señalar la competencia del congreso: legislar y promover. Promoción
es movimiento hacia adelante: se “pro-mueven” los derechos cuando se adoptan las medidas para
ha-cerlos accesibles y disponibles a favor de todos. Y eso exige una base real igualitaria, que
elimine, por debajo de su nivel, cuanto óbice de toda naturaleza empece a que muchos consigan
disfrutar y ejercitar una equivalente libertad real y efectiva.
El congreso queda gravado con obligaciones de hacer: legislar y promover medidas de acción
positiva.
Hay reminiscencias de normas que en el derecho comparado (caso de Italia y España, por ejemplo) y en
nuestro constitucionalismo provincial obligan al estado a remover obstáculos impeditivos de la libertad y la
igualdad de oportunidades y de la participación de todos en la comunidad.
50. — El segundo párrafo del mismo inciso, aun cuando alude a la seguridad social, puede
entenderse como una prolongación del párrafo primero recién glosado.
El régimen de seguridad social a dictar, que se califica como espe-cial e integral, está
destinado a proteger al niño en situación de desam-paro, desde el embarazo de la madre hasta
finalizar el ciclo de en-señanza elemental. Igual protección debe cubrir a la madre durante su
embarazo y el tiempo de lactancia. La cláusula especifica a la que el art. 14 bis dedica a la
seguridad social.
VIII. EL INCISO 20
Su contenido
51. — El inc. 20 del art. 75 se refiere a la organización del poder judicial. En el breve
enunciado que concede al congreso la competencia de “establecer tribunales inferiores a la Corte
Suprema de Justicia” (correlativo del art. 108) se prevén tres aspectos implícitos: a) establecer los
órganos de administración de justicia; b) distribuir la competencia entre los mismos, con sujeción
al art. 116; c) dictar las normas de procedimiento. Con ello se cumple la obligación estatal de
proveer a los justiciables del derecho a la jurisdicción.
El único órgano judicial directamente establecido por la constitución es la Corte Suprema, cuya composición
queda librada a la ley. Pero la ley no puede añadir nuevos requisitos, fuera de los exigidos por el art. 111, para ser
miembro de dicho tribunal, ni ampliar o disminuir la competencia originaria y exclusiva que le asigna el art. 117.
En lo demás, la organización de las instancias y de los respectivos órganos queda a discreción del congreso.
52. — El mismo inciso dice que corresponde al congreso crear y suprimir empleos, y fijar sus atribuciones.
Esta facultad no incluye la de crear entidades descentralizadas y autárquicas dentro de la administración
pública dependiente del poder ejecutivo, ya que a éste le pertenece en forma privativa.
53. — “Dar pensiones” se refiere, para nosotros, a los beneficios de carácter graciable, ya que las
jubilaciones y pensiones comunes, si bien derivan de las respectivas leyes de la materia, son concedidas por actos
de la administración.
54. — “Decretar honores” incluye, por práctica, la facultad de autorizar a los ciudadanos a aceptar
condecoraciones otorgadas por estados extranjeros; nos parece absurdo involucrar en esta cláusula constitucional
tal permiso. Que el congreso puede decretar honores significa, a nuestro juicio, que los honores “oficiales” los
concede “motu proprio” a quien le parece y cuando le parece, pero no que dependa de su arbitrio autorizar o no a
una persona para que a título personal y privado los reciba de otros gobiernos o entidades, nacionales o
extranjeros.
La amnistía
Tiene más amplitud y distintos alcances que el indulto (privativo del poder ejecutivo), ya que la amnistía
extingue la acción y la pena, y reputa inocentes a los autores del hecho, pudiendo asimismo disponerse antes del
proceso, pendiente el mismo, o después de concluido por sentencia firme.
La discrecionalidad del congreso debe moverse con prudencia y ética, y por razones de alto interés social.
Además, no puede amnistiarse por delitos que están tipificados en la misma constitución.
Se suele aceptar que la “amnistía general” sólo puede cubrir delitos políticos. Pese a las importantes
opiniones en tal sentido (de Joaquín V. González, por ej.), estamos en discrepancia. El texto de la constitución no
alude a esa restricción. Cuando los delitos políticos han querido excluirse de la pena de muerte, la constitución ha
insertado una cláusula expresa en tal sentido. En materia de amnistía no aparece la referencia, por manera que
queda librado al criterio, a la prudencia, y a la ética política del congreso, otorgarla o no por delitos comunes.
La amnistía es una competencia paralela a la de “incriminar” y “desincriminar”; por ende,
como ésta incumbe privativamente al congreso, pensamos que amnistiar es una facultad delegada
al estado federal en cabeza del congreso. De ahí que las amnistías provinciales sean, para
nosotros, inconstitucionales. (Cosa diferente ocurre con el indulto.)
56. — Las personas que quedan comprendidas y beneficiadas por una ley de amnistía titularizan y consolidan
automáticamente un derecho “adquirido” a gozar de esa amnistía, razón por la cual estimamos que la derogación
posterior de esa ley no puede retroactivamente privar de aquel derecho y hacer desaparecer los efectos de la
amnistía que se deja sin efecto. Solamente es posible que decaiga el beneficio si en causa judicial se declara
inconstitucional —y por ende inapli-cable— la ley de amnistía.
57. — Por el inc. 21 el congreso admite o desecha los motivos de la dimisión del presidente o vicepresidente
de la república, y declara el caso de proceder a una nueva elección. Las demás relaciones están fuera del art. 75.
58. — Suprimidas en la reforma constitucional de 1994 las anacrónicas normas regalistas sobre el patronato,
las órdenes religiosas, los documentos pontificios y conciliares, y la conversión de los indios al catolicismo, que
figuraban en el anterior inc. 67 y cuya vigencia sociológica había decaído por el Acuerdo de 1966 con la Santa
Sede, nada queda de ellas en el texto actual. (Ver Tomo I, cap. XI).
59. — El inc. 29 del art. 75 pone a cargo del congreso declarar en estado de sitio uno o varios puntos de la
república en caso de conmoción interior. También aprueba o suspende a posteriori el estado de sitio declarado
durante su receso por el poder ejecutivo. (Ver Tomo II, cap. XXV, nos. 25 a 31).
60. — El “arreglo de límites” previsto en el art. 75 inc. 15 parece que debe concluir siempre a
través de un tratado con el estado limítrofe, o de arbitraje acordado en común.
(Dejamos ahora de lado la competencia global del congreso en materia de tratados, porque la que le incumbe
cuando el tratado es de “límites” no difiere de la común a cualquier clase de tratados. Si el tratado es la vía final de
arreglo de los límites, la competencia congresional sobre ese tratado no es exclusiva, porque al presidente de la
república le pertenece la conclusión y firma del tratado.
61. — Cabe preguntarse si por ser el tratado la forma final y normal del arreglo de límites, la
competencia del congreso que aquí examinamos (“arreglar” los límites internacionales) sólo
consiste y se agota en intervenir en la etapa de aprobación de ese tratado.
Fijémonos que el art. 75 divide y distingue dos competencias: a) la general que le incumbe al
congreso para cualquier clase de tratado (sea para aprobarlo o para desecharlo), una vez que lo ha
firmado el poder ejecutivo y antes de que éste lo ratifique (en esta competencia se subsume la
correspondiente a aprobar o rechazar los tratados de límites); b) la específica de “arreglar” los
límites con otros estados. Si esta última queda absorbida en la primera, no se comprende bien que
la constitución contenga y mencione una facultad específica, propia y distinta para el “arreglo” de
los límites internacionales. Sobraría el enunciado expreso de tal competencia si ella sólo fuera una
atribución coincidente con la de aprobar los “tratados” de límites, por lo que estimamos que si el
texto desdobla las competencias ha de ser porque cada una es distinta de la otra y no se
identifican.
62. — De ser así, ¿qué puede hacer el congreso para “arreglar” los límites, antes de llegar al “tratado” de
límites que, una vez firmado, tendrá que some-terse a dicho órgano para que lo apruebe o lo deseche? Realmente
es difícil imaginar que aquel arreglo pueda llevarse a cabo (previamente al tratado) por un cuerpo formado por dos
cámaras y numerosas personas físicas. Sin embargo, si hemos de salvar el sentido y la intención de la norma,
suponemos que el mentado arreglo exige que las tratativas conducentes a un tratado de límites internacionales se
realicen con intervención del congreso, el que —por ej.— podría “imputar” a una comisión formada del seno de
sus cámaras el encargo de la gestiones diplomáticas, con supervisión, pautas y control del mismo con-greso. Y de
arribarse exitosamente al tratado, el congreso ejercería (después de suscripto) la facultad aprobatoria o
denegatoria.
63. — El problema más difícil de resolver se suscita si la gestión del congreso en el “arreglo” prospera, y
luego el ejecutivo se niega a firmar el tratado. No hallamos óbice en afirmar que el tratado que pone término al
“arreglo” efectuado por el congreso debe ser obligatoriamente firmado por el poder ejecutivo de acuerdo a las
pautas del arreglo alcanzado (o sea, se convierte en una “obligación constitucional” del ejecutivo); y el congreso,
que ya hizo el arreglo, tiene similar obligación de aprobar el tratado.
64. — Parar los límites con el mar libre, remitimos al Tomo I, cap. VII, nos. 13 a 17.
65. — También en relación con los límites, el inc. 16 obliga al congreso a proveer a la seguridad de las
fronteras como medida de defensa y de precaución, y si bien tal facultad se ejerce en el ámbito interno, por
referirse a las fronteras guarda conexión con la política internacional.
69. — Una última cuestión se suscita con tratados que no son de derechos humanos en su
contenido integral, pero que contienen alguna norma específica sobre derechos humanos. Es tema
opinable si a esa norma en particular se le puede conferir jerarquía constitucional, y en la duda
optamos por interpretar que el congreso está en condición de hacerlo; se trata de dar preferencia a
la verdad material por sobre la formal (ya que la verdad material radica en la naturaleza de la
norma que se refiere a derechos humanos, en tanto la formal se atendría al dato de que no todo el
tratado versa sobre tal materia).
Las represalias
70. — El inc. 26 sufrió modificaciones con la reforma de 1994. En primer lugar se eliminó la competencia
referida a las patentes de corso. En segundo lugar, la redacción actual alude a “facultar al poder ejecutivo para
ordenar represalias”, y mantiene la atribución de establecer reglamentos para las presas.
La guerra
71. — Remitimos al Tomo II, cap. XXV, nos. 19 a 24, y en este Tomo III, cap. XL, nº 8.
72. — La norma que alude a los límites interprovinciales usa el verbo “fijar” en el inc. 15 cuando atribuye la
competencia al congreso (en vez del verbo “arreglar”, que emplea al encarar los límites internacionales).
Remitimos al Tomo I, cap. VIII, nos. 20 y 21.
73. — Mientras no están fijados los límites interprovinciales, es posible que en zonas litigiosas se planteen
conflictos judiciales sobre cuestiones de diferente naturaleza (por ej., sobre descubrimiento y registro de
yacimientos mineros, o sobre reivindicación de tierras), en las cuales cuestiones judiciales sea difícil —por
no saberse a qué provincia pertenece ciertamente la zona— determinar cuál es el tribunal competente (si el de una
provincia o el de otra). Ante tales cuestiones de competencia, la indefinición del límite interprovincial no puede
impedir ni dilatar la radicación de causas judiciales ni el ejercicio del derecho a la jurisdicción como acceso a un
tribunal competente. En último término, la Corte ha de intervenir no para “fijar” el límite interprovincial, sino para
señalar al tribunal de qué provincia le compete conocer en la causa. (Ver en tal sentido el fallo de la Corte del 6 de
agosto de 1985 en el caso “Competencia Nº 366, Juez Int. de 1ª Instancia Civil y Comercial de Salta al Juez de
Minas y Paz Letrada de Catamarca”.) (Ver Tomo I, cap. VIII, nº 20 b).
75. — El nuevo inc. 31 vino a aclarar explícitamente la compe-tencia del congreso en materia
de intervención federal a las provincias o a la ciudad de Buenos Aires, atribuyéndosela con una
norma nueva, y añadiendo que aprueba o revoca la decretada durante su receso por el poder
ejecutivo.
De este modo se despeja toda duda en torno del art. 6º, que globalmente sigue consignando
que el “gobierno federal” interviene en el territorio de las provincias. (Ver Tomo I, cap. VIII,
acápite VII).
77. — Por fin, cerrando la enumeración del art. 75, su inc. 32 consagra los denominados
poderes implícitos. Al congreso compete “hacer todas las leyes y reglamentos que sean
convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes y todos los otros concedidos por la
presente constitución al gobierno de la Nación Argentina”.
La fórmula no deja lugar a dudas de que la constitución concede poderes implícitos, lo que equivale a afirmar
que en la distribución de competencias entre estado federal y provincias, hay “delegación” implícita a favor del
primero.
79. — Si la interpretación norteamericana ha sido favorable a la amplitud de los poderes implícitos, con mas
razón parece adecuada a nuestro derecho constitucional del poder, en el cual la norma utiliza un adjetivo —
“conveniente”— en vez de dos como en Estados Unidos —leyes “necesarias” y convenientes—. La regla de
Cooley funciona perfectamente: la concesión de lo principal incluye lo que incidentalmente resulta necesario y
conveniente, y sin lo cual esa concesión se tornaría ineficaz.
80. — Es indispensable advertir que al reconocerse los poderes implícitos para poner en
ejercicio los poderes “antecedentes” del congreso, y“todos los otros concedidos” por la
constitución al gobierno federal, la constitución no cercena la autonomía e independencia de los
demás poderes; o sea, no otorga al congreso una competencia que permita lesionar la división de
poderes ni intervenir en el área propia de competencia o en la zona de reserva de los otros.
Los poderes implícitos del congreso en relación con los gobiernos de provincia
81. — Como el inc. 32 otorga los poderes implícitos al congreso para poner en ejercicio los otros concedidos
por la constitución “al gobierno de la Nación Argentina”, queda algo por añadir porque, según las divisiones que
efectúa y menciona el texto constitucional, “Autoridades de la Nación” son también (además del gobierno federal)
los gobiernos de provincia. Quiere decir que para poner en ejercicio los poderes que el título segundo de la
segunda parte de la constitución reconoce a los gobiernos provinciales y al de la ciudad de Buenos Aires, el
congreso federal también inviste poderes implícitos.
Lo que hay que tener muy en claro es que tales poderes implícitos de un órgano del gobierno federal como es
el congreso jamás pueden invocarse y asumirse en detrimento de las autonomías provinciales, sino —al
contrario— en forma mesurada e indispensable para ayudar convenientemente a que los gobiernos de provincia
puedan hacer efectivas sus competencias —tanto las reservadas como las concurrentes y las compartidas—.
Con la peculiaridad que tiene la ciudad de Buenos Aires mientras sea capital (art. 129), corresponde
extenderle la misma afirmación.
Artículo 67 Artículo 75
Inc. 1º Reformado
Inc. 2º Reformado
Inc. 3º Pasa a ser 4º, reformado
Inciso 3: nuevo
Inciso 4: es el anterior inc. 3º, reformado
Inc. 4º Pasa a ser 5º, sin reforma
Inc. 5º Pasa a ser 6º, reformado
Inc. 6º Pasa a ser 7º, sin reforma
Inc. 7º Pasa a ser 8º, reformado
Inc. 8º Pasa a ser 9º, sin reforma
Inc. 9º Pasa a ser 10, reformado
Inc. 10 Pasa a ser 11, sin reforma
Inc. 11 Pasa a ser 12, reformado
Inc. 12 Pasa a ser 13, sin reforma
Inc. 13 Pasa a ser 14, reformado
Inc. 14 Pasa a ser 15, sin reforma
Inc. 15 Pasa parcialmente a ser 16, reformado
Inc. 17: nuevo
Inc. 16 Pasa a ser 18, sin reforma
Inc. 19: nuevo
Inc. 17 Pasa a ser 20, reformado
Inc. 18 Pasa a ser 21, reformado
Inc. 19 Pasa parcialmente, y con reforma a
integrar el 22 nuevo
Inc. 20 Suprimido
Inc. 22: nuevo
Inc. 23: nuevo
Inc. 24: nuevo
Inc. 21 Pasa a ser 25, sin reforma
Inc. 22 Pasa a ser 26, reformado
Inc. 23 Pasa a ser 27, reformado
Inc. 24 Suprimido
Inc. 25 Pasa a ser 28, sin reforma
Inc. 26 Pasa a ser 29, sin reforma
Inc. 27 Pasa a ser 30, reformado
Inc. 31: nuevo
Inc. 28 Pasa a ser 32, sin reforma
ARTICULO 75 ACTUAL
Inc. 1º Reformado (Corresponde al anterior inc. 1º
del art. 67)
Inc. 2º Reformado (corresponde al anterior inc. 2º
del art. 67)
Inc. 3º Nuevo
Inc. 4º Mantiene el anterior inc. 3º del art. 67
Inc. 5º Mantiene el anterior inc. 4º del art. 67
Inc. 6º Reformado (corresponde al anterior inc. 5º
del art. 67)
Inc. 7º Mantiene el anterior inc. 6º del art. 67
Inc. 8º Reformado (corresponde al anterior inc. 7º
del art. 67)
Inc. 9º Mantiene el anterior inc. 8º del art. 67
Inc. 10 Reformado (corresponde al anterior inc. 9º
del art. 67)
Inc. 11 Mantiene el anterior inc. 10 del art. 67
Inc. 12 Reformado (corresponde al anterior inc. 11
del art. 67)
Inc. 13 Mantiene el anterior inc. 12 del art. 67
Inc. 14 Reformado (corresponde al anterior inc. 13
del art. 67)
Inc. 15 Mantiene el anterior inc. 14 del art. 67
Inc. 16 Reformado (corresponde al anterior inc. 15
del art. 67)
Inc. 17 Nuevo
Inc. 18 Mantiene el anterior inc. 16 del art. 67
Inc. 19 Nuevo
Inc. 20 Reformado (corresponde al anterior inc. 17
del art. 67)
Inc. 21 Reformado (corresponde al anterior inc. 18
del art. 67)
Inc. 22 Nuevo (corresponde parcialmente y con reforma
al anterior inc. 19)
Inc. 23 Nuevo
Inc. 24 Nuevo
Inc. 25 Mantiene el anterior inc. 21 del art. 67
Inc. 26 Reformado (corresponde al anterior inc. 22
del art. 67)
Inc. 27 Reformado (corresponde al anterior inc. 23
del art. 67)
Inc. 28 Mantiene el anterior inc. 25 del art. 67
Inc. 29 Mantiene el anterior inc. 26 del art. 67
Inc. 30 Reformado (corresponde al anterior inc. 27
del art. 67)
Inc. 31 Nuevo
Inc. 32 Mantiene el anterior inc. 28 del art. 67
CAPÍTULO XXXV
LA LEY Comentado [CM3]: Hasta acá módulo 4 primera parte
I. LA SANCIÓN DE LA LEY EN SU ASPECTO SUSTANCIAL. - Su noción. - La etapa exclusivamente congresional en Comentado [CM4R3]:
el proceso de formación de la ley. - La ley. - La “forma” de ley en los actos del congreso. - Las previsiones de
la constitución. - II. LA SANCIÓN DE LA LEY EN SU ASPECTO PROCESAL. - Su ubicación en el proceso de
formación de la ley. - Los mecanismos constitucionales de la sanción de la ley. - La cámara de origen. - La
iniciativa popular. - La sanción en comisión. - La sanción mediante consulta popular vinculante. - El quorum
especial. - El control judicial de constitucionalidad sobre el procedimiento de sanción de la ley. - III. LAS
PROHIBICIONES Y SUS EXCEPCIONES. - El sentido del principio prohibitivo. - La delegación legislativa. - La
naturaleza de la norma dictada con forma de decreto en virtud de la delegación. - La delegación a organismos
administrativos. - ¿Subsiste la delegación llamada “impropia”? - El control judicial. - La caducidad. - La
sanción tácita. - El trámite legislativo. - A) La aprobación. - B) El rechazo. - C) Los proyectos adicionados o
corregidos. - D) Los proyectos vetados. - D’) La promulgación parcial de las leyes. - E) Qué es lo sancionado
por el congreso. - F) La fórmula de la sanción. - La derogación de las leyes. - IV. LAS FACULTADES
LEGISLATIVAS DEL CONGRESO. - Las clases de leyes que dicta el congreso. - Las leyes “federales” o
“especiales”. - Las leyes de “derecho común”. - El código penal. - El código de comercio. - La “federalización”
del derecho común. - Hipótesis de novación en la naturaleza de las leyes. - El inciso 12 del art. 75 y la
“reserva” de las jurisdicciones locales. - El art. 126 y la competencia provincial sobre el derecho común. - Las
leyes locales del congreso. - Las leyes cuyo contenido queda condicionado por la constitución. - Ejemplos de
“opciones” legislativas. - Las leyes “secretas”. - Las leyes retroactivas y diferidas. - La legislación “de facto”.
- La “ilegalidad” de leyes del congreso y la colisión entre ellas. - V. LA COMPETENCIA DEL CONGRESO SOBRE
DETERMINADAS LEGISLACIONES, Y SU NATURALEZA. - El código de derecho aeronáutico. - El código aduanero.
- La ley de navegación. - La ley de bancarrotas, quiebras o concursos. - El derecho del trabajo y de la seguridad
social. - Los tratados internacionales. - Las leyes “reglamentarias” de los tratados internacionales. - Las leyes
reglamentarias de los derechos personales. - La ley sobre derecho de réplica. - La ley sobre el jurado. - El
derecho ambiental. - El código rural. - El derecho de los recursos naturales. - La ley sobre partidos políticos y
sistema electoral. - La ley sobre comunidades religiosas y libertad religiosa. - Las leyes sobre entidades
colectivas. - La ley de educación. - La ley de universidades nacionales. - La legislación sobre los pueblos
indígenas. - La ley de tránsito. - Otras leyes. - El derecho procesal constitucional. - La re-
glamentación legal del acceso a la jurisdicción federal.
I. LA SANCION DE LA LEY EN SU ASPECTO SUSTANCIAL
Su noción
Después de la reforma de 1994, las disposiciones de carácter legislativo que con forma de decretos de
necesidad y urgencia dicta el poder ejecutivo, y los decretos también emanados de él por delegación legislativa,
vienen precedidos por prohibiciones en los arts. 99 inc. 3º, y 76, respectivamente, y rodeados de un severo marco
de excepcionalidad.
En tercer lugar, hoy se acentúa la necesidad de que el congreso, tanto en su función legislativa
como en la que no lo es, asuma en plenitud el rol de control sobre el poder ejecutivo.
La ley
3. — La doctrina constitucional habla de ley “material” y ley “formal”, utilizando los rótulos
que se suele adjudicar a las funciones del poder.
Para distinguir las funciones del poder se han intentado tres criterios: a) el orgánico, que
consiste en definir la función por el “órgano” que la cumple; b) el formal, que consiste en definir
la fun-ción por la “forma” del acto que exterioriza su ejercicio; c) el material o sustancial, que
consiste en definir la función por el “contenido” o la esencia del acto, prescindiendo del órgano
que lo emite y de la forma con que se reviste. Los dos primeros parecen, actualmente, demasiado
simples, y casi han sido abandonados totalmente. El tercero, en cambio, merece acogida
favorable.
La aplicación del criterio material a la legislación es la que permite distinguir la “ley” en
sentido material de la “ley formal”.
Es fácil decir que ley formal es todo acto al que el congreso le asigna el carácter y la
denominación de ley, cualquiera sea su contenido material. En cambio, no es pacífico el concepto
de ley material, porque los autores no coinciden en detectar la naturaleza propia que, por su
contenido, reviste la legislación.
Cuando se bucea en el reconocimiento de esa naturaleza, dos teo-rías por lo menos entran en
disputa: a) una dice que ley material es toda norma de carácter general y obligatorio; entonces,
incluye en la categoría de ley material a los reglamentos del poder ejecutivo, y a los fallos
plenarios; b) otra dice que ley material es solamente la creación normativa que da origen a un
derecho nuevo u originario, o sea, a un derecho cuyo contenido no está determinado ni
condicionado por otra producción jurídica superior dentro de las funciones del poder del estado
(aunque sí lo esté fuera de ese poder por la consti-tución, cuya supremacía proviene del poder
constituyente, o por los tratados internacionales, que son fuente extraestatal).
Por ende, la función legislativa consiste únicamente en la creación normativa de carácter
novedoso u originario, y está radicada en el congreso, porque no hay otro órgano de poder que la
tenga a su cargo. (Ver nos. 1 y 2).
5. — Definida la ley en sentido material como creación de derecho nuevo u originario, salta a la vista que no
coincide siempre con la ley formal, porque muchos actos del congreso emitidos con forma de ley no tienen
naturaleza o contenido material de ley.
Como síntesis, ha de quedar en claro que: a) solamente el congreso ejerce la competencia de legislar
materialmente; pero b) no todas las competencias a las que reviste con forma de ley son ley en sentido material.
Si pasamos revista al articulado de la constitución, dentro y fuera del art. 75, vamos a saber que algunas
normas imputan al congreso la función de “legislar”, y otras utilizan verbos diferentes. Así, encontramos:
a) “admitir” y “erigir” provincias (art. 13);
b) “declarar” la necesidad de reforma constitucional (art. 30);
c) “someter” y “convocar” a consulta popular (art. 40);
d) “imponer” contribuciones (art. 4º y art. 75 inc. 2º); “decretar” y “contraer” empréstitos (art. 4º y art. 75 inc.
4º, respectivamente);
e) “establecer” y “modificar” asignaciones específicas (art. 75 inc. 3º);
f) “disponer” el uso y la enajenación de tierras (art. 75 inc. 5º);
g) “establecer” y “reglamentar” un banco federal (art. 75 inc. 6º);
h) “arreglar” el pago de la deuda, los correos, y los límites internacionales (art. 75 incs. 7º, 14, y 15,
respectivamente);
i) “fijar” el presupuesto, los límites de las provincias, el valor de la moneda, y las fuerzas armadas (art. 75
incs. 8º, 11, 15 y 27, respectivamente);
j) “acordar” subsidios (art. 75 inc. 9º);
k) “reglamentar” y “hacer reglamentos” (art. 75 incs. 10, 26 y 32);
l) “reglar” el comercio (art. 75 inc. 13);
m) “reconocer”, “garantizar”, “regular”, “asegurar” todo lo referente a los pueblos indígenas (art. 75 inc. 17);
n) “proveer” y “promover” todo lo que señala el art. 75 incs. 16, 18 y 19;
ñ) “establecer” tribunales (art. 75 inc. 20);
o) “admitir o desechar”, “aprobar o desechar” cuando hace referencia a las competencias del art. 75 incs. 21,
y 22, respectivamente;
p) “autorizar” a declarar la guerra y hacer la paz (art. 75 inc. 25);
q) “facultar” para ordenar represalias (art. 75 inc. 26);
r) “permitir” la entrada de tropas extranjeras y la salida de las nacionales (art. 75 inc. 28);
s) “declarar” el estado de sitio, “aprobar o suspender” el declarado por el ejecutivo (art. 75 inc. 29);
t) “disponer” la intervención federal”, “aprobar o revocar” la decretada por el ejecutivo (art. 75 inc. 31).
8. — Este es sólo un muestrario ejemplificativo del que surge que abundan los verbos y los
sustantivos distintos a la mención expresa de la legislación.
Hay, en cambio, numerosas alusiones explícitas a la “ley” y a las “leyes”, o a la “legislación”,
o al verbo “legislar”, o a “dictar” las nor-mas.
Es verdad que en la serie de verbos distintos a “legislar” que hemos citado, hay normas en las
que se aclara que la competencia se ejercerá mediante una ley o legislación; pero asimismo hay
otras en las que se omite consignar que una determinada competencia deberá ejercerse dictando
una ley.
11. — Afirmar que el congreso no debería ejercer con forma de ley las competencias que carecen del
contenido material de la legislación, abre la duda de saber mediante qué procedimiento ejercería esas
competencias, ya que solamente —según anticipamos— la constitución prevé el de formación y sanción de las
leyes.
No hallaríamos inconveniente en que, por analogía, el congreso utilizara el mismo procedimiento de las leyes
cuando cumpliera competencias no legislativas con sus cámaras por separado, con lo que la diferencia sólo
radicaría en que el acto no se denominaría “ley” ni se revestiría de la forma de una ley.
También, para ese mismo caso, el congreso dispondría de la opción para trabajar con ambas cámaras reunidas
en conjunto.
13. — Cada cámara aprueba por sí el proyecto, siguiendo los mecanismos previstos en los
arts. 78 a 84. Lograda tal aprobación en las dos, el proyecto queda sancionado, usándose para la
sanción la fórmula establecida en el art. 84: “El Senado y Cámara de Diputados de la Nación
Argentina, reunidos en congreso … decretan o sancionan con fuerza de ley”. (Ver nº 56).
14. — La sanción del proyecto de ley es un acto complejo, porque requiere el concurso de dos órganos, que
son cada una de las cámaras. Acto complejo interno o intraórgano, porque concurren a formarlo las voluntades de
órganos —cámaras— que pertenecen a un mismo órgano —congreso—. Y todavía más: a este acto complejo de la
sanción de la ley se le añade, en la etapa de eficacia, la voluntad de otro órgano —poder ejecutivo con refrendo
ministerial— que promulga la ley, con lo que la ley también es un acto complejo interórganos o externo, ya que
concurren las voluntades del congreso y del poder ejecutivo.
En el caso de consulta popular, concurre desde la sociedad la decisión del cuerpo electoral participante, que
integra al acto estatal con una voluntad ajena al aparato gubernativo. (Ver nº 27).
I) Sanción + Promulgación
LEY
(Acto complejo externo)
II)
LEY
CONGRESO PODER
EJECUTIVO
(Presidente)
Cámara de Cámara de
Diputados Senadores
Ministerio
Ø
(refrenda)
sanciona promulga
Ø Ø
Acto complejo intraórgano Acto complejo interórganos
16. — Los esquemas con participación del electorado por consulta popular serían los siguientes:
LEY
III)
LEY
Ø Ø Ø
Acto de poder Participación social Acto de poder
18. — En el procedimiento de formación y sanción de las leyes que ahora regulan los
artículos 77 a 84, hay algunas innovaciones res-pecto de la constitución antes de su reforma. Las
encontramos en los artículos 77, 79, 80, 81, 82 y 84. Los actuales artículos 78 y 83 no han
modificado a los que eran 68 y 72.
Los cambios recaen desde el señalamiento de la cámara de origen, hasta el derrotero del
proyecto en su tránsito por las dos cáma-ras, y su promulgación o su veto, más el veto parcial y la
promulgación parcial.
Sin entrar al detalle en la explicación de las distintas etapas del procedimiento, cabe señalar
que el art. 81 imprime un trámite más acelerado que el que antes estaba en vigor; el 79 introduce
la novedad de la aprobación en particular del proyecto por comisiones de las cámaras; se prohíbe
la sanción tácita en el art. 82; y se ha reglamentado la posible promulgación parcial en el art. 80.
19. — La tónica que puede reconocerse tiende a proporcionar mayor eficacia y mayor
rapidez, en conexidad con la ampliación del período ordinario de sesiones, que el art. 63 ha fijado
entre el 1º de marzo y el 30 de noviembre, ampliando suficientemente el que existía entre el 1º de
mayo y el 30 de setiembre en cuatro meses más, y aclarando algo que siempre tuvimos por cierto
sin necesidad de reforma: que ambas cámaras pueden reunirse por sí mismas para comenzar el
período ordinario aunque acaso el presidente de la república no haga su apertura formal.
20. — Asimismo, ya vimos (nos. 2, 12, 22 y 27) que los arts. 39 y 40 han introducido en el
proceso de formación de la ley dos formas de participación social posible, que son la iniciativa
legislativa popular y la consulta popular. Ambas intercalan al cuerpo electoral —que no es
un órgano de poder— como sujeto auxiliar del estado para el mecanismo legislativo. (Ver Tomo
II, cap. XXIII, acápite VI).
La cámara de origen
El nuevo texto no consigna directamente la mención específica de esas excepciones, que ahora sobrepasan a
las dos tradicionales previstas en el art. 44 del texto anterior, mantenidas en el actual art. 52.
Es bueno entonces clarificar la norma de los arts. 52 y 77, y agrupar las leyes que en virtud de otros artículos
deben iniciar su tratamiento en una cámara determinada; o sea, las que no pueden tener a cualquiera de ellas
como cámara de origen para iniciar el tratamiento del proyecto.
La iniciativa popular
22. — Conviene también agregar que cuando el art. 77 reproduce en su comienzo la misma
frase que leíamos en el anterior art. 68 —“las leyes pueden tener principio… por proyectos
presentados por sus miembros o por el poder ejecutivo”— ha omitido remitirse al art. 39 que, al
consagrar el derecho de iniciativa de los ciudadanos para presentar proyectos de ley, añade una
tercera posibilidad a las otras dos, con tanto énfasis que, para el caso, impone la obligación al
congreso (que no existe cuando el proyecto tiene origen en legisladores del cuerpo o en el
ejecutivo) de dar tratamiento expreso al proyecto proveniente de iniciativa popular dentro del
plazo de doce meses. (Ver Tomo II, cap. XXIII, nos. 55 a 58).
CUERPO ELECTORAL + +
LEY
La sanción en comisión
La mal llamada “delegación” de una cámara en sus comisiones para la aprobación en particular de un
proyecto de ley —que por darse dentro de un mismo órgano no es delegación sino “imputación de funciones”—
ya había sido objeto de análisis por la doctrina, parte de la cual consideraba que con la constitución antes de la
reforma, y pese a su silencio, estaba habilitada.
24. — Un punto dudoso aparece en la norma cuando dice que la cámara delegante puede dejar sin efecto la
delegación y retomar el trámite ordinario, porque ha quedado en silencio la especificación del momento hasta el
cual la cámara está facultada para reasumir su competencia a efectos de tratar en el pleno el proyecto en particular.
Interpretamos con facilidad que la reasunción del trámite ordinario sólo es viable mientras el proyecto en
particular no ha tenido aprobación en la comisión a la que se le ha delegado; y si la delegación se ha efectuado a
varias, basta que una lo haya aprobado para que ya la cámara no pueda retomar el trámite para sí.
26. — Por último, el art. 79 estipula mediante qué quorum las comisiones pueden dar
aprobación al proyecto, lo que hace pensar qué ocurre cuando el proyecto es alguno de los que de
acuerdo con otras disposiciones de la constitución necesitan de un quorum agra-vado.
A nuestro criterio, el quorum de la mayoría absoluta del total de miembros de la comisión que
habilita el art. 79 es el que rige para proyectos comunes, pero cuando se trata de una ley que
requiere un quorum mayor por expresas cláusulas constitucionales, se ha de trasladar esa
exigencia al supuesto de la aprobación en comisión. De lo contrario, el agravamiento del quorum
que la constitución considera necesario para determinadas leyes se podría burlar fácilmente con
solo decidir las cámaras que la aprobación en particular quedara delegada a sus comisiones.
27. — En parágrafos anteriores ya aludimos a este mecanismo del nuevo art. 40, que queda
librado a la decisión del congreso, por iniciativa de su cámara de diputados, con la característica
de que la ley de convocatoria a consulta popular no puede ser objeto de veto.
Cuando en el acto electoral el cuerpo electoral —que no es un ór-gano del poder estatal—
vota afirmativamente el proyecto que se le ha sometido a consulta vinculante, ese proyecto queda
automática-mente convertido en ley, y también su promulgación es automática.
La novedad reside en que, a impulso del congreso, la sanción que es competencia suya en la
etapa constitutiva recibe, en caso de voto afirmativo, la participación que desde la sociedad le
adosa el electorado, con repercusión en la etapa de eficacia, ya que la promulgación es
automática.
El quorum especial
28. — Diversas normas han especificado en el nuevo texto un quorum especial o agravado
para las decisiones propias de las cáma-ras del congreso, tanto relativas a competencias privativas
como a las comunes a ambas.
Así:
a) El art. 39 prevé que la ley reglamentaria del derecho de iniciativa popular legislativa (pero
no cada proyecto que en ejercicio del mismo se presenta) habrá de sancionarse con el voto de la
mayo-ría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
b) El art. 40 fija igual quorum de votos favorables para la sanción de la ley reglamentaria de
la consulta popular (pero no para cada ley por la que se somete un proyecto a consulta popular);
c) El art. 75 inc. 2º párrafo cuarto consigna que la ley-convenio en materia impositiva necesita
aprobarse con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
d) El art. 75 inc. 3º prescribe igual quorum de votos favorables para establecer y modificar
asignaciones específicas de recursos copar-ticipables;
e) El art. 75 inc. 22 se diversifica así: e’) para denunciar uno o más instrumentos
internacionales de los que taxativamente enumera como investidos de jerarquía constitucional,
hace falta que con anterioridad a la denuncia que le compete al poder ejecutivo el congreso la
apruebe con dos terceras partes de la totalidad de miembros de cada cámara; e”) igual quorum
de votos favorables se necesita para que otros tratados y convenciones sobre derechos humanos
(fuera de los que directamente han recibido jerarquía constitucional) gocen en el futuro del mismo
rango de la constitución (debe recordarse que para esta hipótesis el inc. 22 también agrava el
procedimiento, porque es menester que primero el tratado sea aprobado, y luego se le otorgue
jerarquía constitucional —a menos que, según interpretamos, ya la aprobación alcance el quorum
exigido para obtener esa jerarquía—);
f) El art. 74 inc. 24 se diversifica así: f ’) los tratados de integra-ción supraestatal con estados
de Latinoamérica han de aprobarse con el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de
miembros de cada cámara; f ”) cuando tales tratados se celebren con otros estados no
latinoamericanos, el mecanismo se desdobla: primero la declaración de conveniencia ha de
aprobarse por la mayoría absoluta de los miembros presentes en cada cámara, y después de
transcurridos ciento veinte días de ese acto declarativo el tratado tiene que ser aprobado por la
mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara; f ”’) la denuncia de cualquier
tratado de integración —que está a cargo del poder ejecutivo— requiere la aprobación previa
por mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
g) Al haberse incorporado por ley 24.430 como segundo párrafo del art. 77 el que fue artículo
“perdido” 68 bis, hay que añadir que las leyes modificatorias del régimen electoral y de partidos
políticos deben aprobarse por mayoría absoluta del total de miembros de las cámaras;
h) El art. 79 establece que: h’) después de aprobarse un proyecto en general en el congreso,
cada cámara puede delegar (debe decirse: imputar) en sus comisiones la aprobación en particular
de ese pro-yecto, con el voto de la mayoría absoluta del total de sus miembros; h”) con igual
quorum cada cámara puede dejar sin efecto esa delegación; g’”) con igual quorum cada comisión
aprueba el proyecto encomendado por la cámara de su pertenencia (ver nos. 23 a 26);
i) El art. 81 prevé hipótesis de quorum de votos en el proceso común de sanción de las leyes
que en su trámite han tenido adiciones o correcciones; las mayorías allí fijadas son: i’) mayoría
absoluta de los presentes, o i”) dos terceras partes de los presentes, según las hipótesis que el
artículo regula;
j) El art. 85 consigna que la ley reglamentaria de la Auditoría General de la Nación tiene que
ser aprobada por la mayoría absoluta de los miembros de cada cámara;
k) El art. 86 prescribe que la designación y remoción del Defensor del Pueblo a cargo del
congreso ha de efectuarse con el voto de dos terceras partes de los miembros presentes de cada
cámara;
l) El art. 99 inc. 3º párrafo cuarto, al regular el trámite a que quedan sujetos los decretos de
necesidad y urgencia dictados por el poder ejecutivo, establece que la intervención final del
congreso será reglamentada en su trámite y en sus alcances por una ley que precisa ser aprobada
con el voto de la mayoría absoluta sobre la totalidad de miembros de cada cámara;
m) El art. 99 inc. 4º prevé que el acuerdo del senado para la designación de los magistrados
de la Corte Suprema de Justicia debe prestarse con el voto de dos tercios de miembros presentes
de la citada cámara;
n) El art. 101 contempla dos situaciones respecto del jefe de gabinete de ministros: n’) para
ser interpelado a los fines de una moción de censura hace falta el voto de la mayoría absoluta
sobre la totalidad de miembros de cualquiera de las dos cámaras del congreso; n”) para ser
removido es menester el voto de la mayoría absoluta de miembros de cada una de las cámaras;
o) El art. 114 dispone que la ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura tiene que
sancionarse con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada cámara;
p) En la misma ley reglamentaria del Consejo de la Magistratura —y, por ende, con igual
quorum de votos— se determinará la integración y el procedimiento del jurado de enjuiciamiento
para la remoción de los jueces federales de instancias inferiores a la Corte Suprema.
El control judicial de constitucionalidad sobre el procedimiento de sanción de la ley
30. — La constitución reformada ha incluido tres prohibiciones antes inexistentes pero, luego
de formularlas normativamente, ha añadido las respectivas excepciones.
Se trata de:
a) la delegación legislativa a favor del poder ejecutivo (art. 76);
b) la emisión por el poder ejecutivo de disposiciones de carácter legislativo (art. 99 inc. 3º
párrafo segundo);
c) la promulgación parcial de leyes por el ejecutivo (art. 80).
Hay otra prohibición diferente a estas tres, que se dirige exclusivamente al congreso, sin
relación alguna con el poder ejecutivo. Es la del art. 82 sobre la sanción tácita o ficta de las leyes.
31. — No vamos a discutir si ha sido mala técnica comenzar una norma consignando enfáticamente una
prohibición para, de inmediato, ablandar —mu-cho o poco— esa misma prohibición con excepciones que, a juicio
de algunos, la desvirtúan. En cambio, sí hemos de señalar que tales excepciones han de recibir una interpretación
sumamente estricta para no desvirtuar el principio general prohibitivo. Ello nos da pie, a la vez, para afianzar la
necesidad de que los controles políticos y el control judicial de constitucionalidad no se inhiban sino que, al
contrario, se ejerzan en plenitud e intensamente, a efectos de que las excepciones no se utilicen para burlar las
prohibiciones.
La delegación legislativa
En efecto, materias de “administración” viene a abrir un espacio amplísimo donde toda la doctrina
iuspublicística encuentra dificultades para demarcar con seguridad y caso por caso qué es y qué no es
“administración” —o, acaso, función administrativa— Por otro lado, la norma dice “materias determinadas de
administración”, y el adjetivo “determinadas” tampoco esclarece si es la ley la que debe señalar cuáles son esas
materias determinadas o si, en cambio, lo que se ha querido puntualizar es que no cabe una delegación “global” en
materia administrativa porque, al contrario, cada materia de administración que se delega exige una ley
independiente que la pormenorice.
Lo de “emergencia pública” tampoco exhibe claridad. La doctrina de las emergencias ha sido usada y
abusada en nuestra praxis constitucional, y guarda parentesco con las llamadas situaciones de excepción. ¿Será o
no afín a las “cicunstancias excepcionales” aludidas en el art. 99 inciso 3º cuando viabiliza los decretos de
necesidad y urgencia? Si acaso los artículos 76 y 99 inciso 3º están atendiendo a una misma situación para
excepcionar prohibiciones genéricas y para permitir, en el primero, la delegación del congreso en favor del
ejecutivo, y en el segundo para dejarle al ejecutivo la facultad de suplir directamente al congreso por sí mismo, la
cuestión se nos complica demasiado.
Por eso, creemos que no es razonable suponer que la constitución deja opción libre para usar
la delegación legislativa o los decretos de necesidad y urgencia en las mismas situaciones, ni para
imaginar que son remedios alternativos a emplear por las mismas causas.
34. — Tampoco se aclara en el art. 76 qué significa delegar “den-tro de las bases” que el
congreso establezca. Esas bases bien podrían surgir de una ley genérica que el congreso dictara
anticipadamente para todos los casos en reglamentación global al art. 76, o apuntar a la
obligación de que, de dictarse o no esa ley, siempre cada ley de delegación concreta hubiera de
cumplir con el señalamiento de bases determinadas para el caso concreto.
Las normas dictadas con habilitación del congreso por el poder ejecutivo han de adoptar la forma de decretos,
porque el inc. 12 del art. 100 otorga al jefe de gabinete de ministros la competencia de “refrendar los decretos que
ejercen facultades delegadas por el congreso”. A su vez, el inciso recién citado agrega que dichos decretos estarán
sujetos al control de la Comisión Bicameral Permanente del congreso, pero no se determina con qué alcance y
efectos se ejerce tal control. La alusión genérica que en el primer párrafo del art. 100 se hace a la ley especial
sobre número de ministros y su competencia, permite entender que el tema cabe dentro de las regulaciones a cargo
de esta ley especial, pero siempre queda intacta la caducidad automática que contempla el art. 76 in fine.
35. — Aun cuando la norma que por delegación dicta el poder ejecutivo tiene formalidad de
decreto, interesa saber cuál es su natu-raleza material. A nuestro juicio, tiene naturaleza material
de ley y es expresión de la función legislativa delegada, porque el decreto que dicta el ejecutivo
equivale a la ley que el congreso, al delegarle la función, se ha abstenido de dictar por sí mismo.
Una vez que se coincide en reconocer al decreto emanado por delegación legislativa la naturaleza material de
la ley, es preciso reconocer —a gusto o a disgusto de quien valora la cuestión— que el principio de división de
poderes ha venido a atenuarse con la reforma.
En resumen, el principio de “reserva de la ley” ha cobrado un matiz diferente al que le atribuíamos antes de
1994.
37. — Hasta la reforma constitucional, el texto histórico solía interpretarse como absolutamente prohibitivo
de la delegación legislativa porque, a tenor de una antigua fórmula, cuando la constitución asigna claramente una
competencia a un órgano determinado, prohíbe implícitamente a los restantes que ejerzan dicha competencia.
No obstante, desde tiempo atrás la Corte Suprema elaboró el standard de la delegación “impropia”, y la tuvo
por constitucionalmente válida en cuanto consideró que no era una transferencia lisa y llana de la competencia
legislativa del congreso a favor del poder ejecutivo, sino una reglamentación que éste hacía a una ley de marco
genérico, cuya pormenorización reglamentaria crecía en dimen-sión recíproca a la aludida generalidad de la ley.
(Ver cap. XXXVIII, nº 25).
Además, esta delegación impropia fue reconocida no sólo a favor del poder ejecutivo, sino a organismos
administrativos.
38. — Con este recordatorio previo nos preguntamos: ¿la delegación que el art. 76 habilita es
esa delegación “impropia” que el dere-cho judicial reputó compatible con la constitución de 1853-
1860?; ¿o la delegación que expresamente se autoriza es la delegación “plena” que antes se
reprochaba como inconstitucional? Y para cerrar el interrogatorio: ¿la delegación hasta 1994
calificada como impropia sigue subsistiendo implícitamente en el nuevo texto, o al preverse la
plena en el art. 76 la impropia queda vedada o, acaso, ha sido absorbida en dicho artículo y tiene
que regirse por él?
No es fácil que normas tan recientes permitan arriesgar opiniones definitivas sobre el tema, no
obstante lo cual nos atrevemos a responder.
39. — La delegación que prevé la nueva norma del art. 76 no es la que se llama impropia,
sino la que en el ámbito de la constitución antes de 1994 fue considerada vedada, e
inconstitucional, por representar una transferencia lesiva del principio divisorio. La delegación
impropia no es —ni era— delegación verdadera cuando se encuadra en su perímetro severo, que
debe —en primer lugar— merecer señalamiento de la política general que el congreso adopta y
traza para la materia específica en una ley marco o genérica y, además, implicar únicamente un
ensanchamiento de la facultad reglamentaria que es normal en el ejecutivo respecto de las leyes.
Con este contorno, la prohibición global de delegación legislativa del art. 76 no alcanza a
inhibir en el futuro la tradicional delegación impropia, que puede darse por subsistente después
de la reforma, y sin encuadre en dicho artículo nuevo.
El control judicial
41. — Adictos como somos al control judicial de constitucionalidad, hemos de añadir que en
orden a la delegación regulada por el art. 76 no debe retraerse. El hecho de que el art. 100 inciso
12 consigne que los decretos que se dictan en ejercicio de facultades delegadas por el congreso
quedan sujetos a control de la Comisión Bicameral Permanente —que es un control político— no
inhibe el control judicial.
Su campo es amplio; en primer lugar, el contenido material del decreto se somete a revisión judicial como el
de cualquiera otra norma jurídica, sea cual fuere su naturaleza y su autor; en segundo lugar, tiene que abarcar otros
aspectos para fiscalizar si la materia es de “administración” o de “emergencia pública”; si viene fijado el plazo de
la delegación —y si su transcurso ha producido la caducidad del decreto—; si la norma del ejecutivo respeta el
marco delimitado por el congreso al establecer las bases de la delegación; si la formalidad impuesta por el art. 100
inciso 12 se ha cumplido, etc.
La caducidad
42. — Fuera de la numeración del articulado nuevo, la reforma incluye en sus disposiciones transitorias la
señalada como octava, que dice así:
“La legislación delegada preexistente que no contenga plazo establecido para su ejercicio caducará a los
cinco años de la vigencia de esta disposición, excepto aquella que el Congreso de la nación ratifique expresamente
por una nueva ley.
(Corresponde al art. 76.)”
(La bastardilla es nuestra).
Atento la referencia que antes hicimos a la delegación impropia, hemos de interpretar que esta caducidad
prevista para la legislación delegada preexistente plantea como nueva duda la de si alcanza también a aquel tipo de
delegación, o sólo se circunscribe a la que inconstitucionalmente, como delegación plena, se hubiera efectuado
hasta el 24 de agosto de 1994.
En caso de contestarse que la normativa ya dictada por el poder ejecutivo en el margen de una delegación
impropia no fue ni es contraria a la constitución —tanto antes como después de la reforma— habrá que conceder
que esa normativa no caducará en 1999. Es nuestra tesis. Quienes estimen que la cláusula transitoria la abarca,
habrán de responder que el plazo de caducidad la destituirá de vigencia en esa fecha.
Con una posición y con otra, resta decir que toda normativa dictada inconstitucionalmente con antelación a la
reforma por habilitación de una delegación plena, ha adquirido validez por los cinco años posteriores a 1994 en
razón de que la cláusula transitoria octava implica consentir tal subsistencia temporal, lo que a nuestro criterio
significa que el vicio originario que la afectó hasta ahora queda transitoriamente purgado y desaparecido.
La sanción tácita
43. — El art. 82 dice: “La voluntad de cada Cámara debe manifestarse expresamente; se
excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta.”
Esta nueva norma exige, mediante la prohibición que consigna, que la sanción de cada cámara
sea expresa; o sea que mediante el silencio no puede presumirse que las cámaras prestan
aprobación a un proyecto de ley.
Es de notar que mientras se descarta la sanción tácita, la constitución admi-te en su art. 80 la promulgación
tácita por el poder ejecutivo, que se produce sin necesidad de acto presidencial alguno cuando el proyecto no es
vetado dentro de los diez días útiles de recibido.
El trámite legislativo
A) La aprobación
46. — El art. 78 mantiene sin reforma el texto del anterior art. 69, y dice así: “Aprobado un
proyecto de ley por la Cámara de su origen, pasa para su discusión a la otra Cámara. Aprobado
por ambas, pasa al Poder Ejecutivo de la Nación para su examen; y si también obtiene su
aprobación, lo promulga como ley.”
B) El rechazo
47. — El art. 81 dispone que ningún proyecto desechado totalmen-te por una de las cámaras
se puede repetir en las sesiones del año.
¿Qué significa que “no puede repetirse en las sesiones de aquel año”? ¿Se refiere al período
ordinario, a su prórroga, o también a las extraordinarias? Supongamos un proyecto desechado
totalmente en una cámara dentro del período ordinario de sesiones, en el mes de junio. ¿Podría
repetirse en sesiones de prórroga en diciembre? No. ¿Y en sesiones extraordinarias en febrero —
es decir, ya en otro año calendario—? Tampoco. Cuando la constitución dice que “no puede
repetirse en las sesiones de aquel año”, no está pensando en el año que corre del 1º de enero al 31
de diciembre. Quiere decir que no pue-de repetirse hasta el próximo período de sesiones
ordinarias que se abre el 1º de marzo siguiente.
Adoptando este temperamento, un proyecto totalmente rechazado en una cámara en el mes de febrero —sea
en sesiones prorrogadas o en extraordinarias— puede repetirse a partir del 1º de marzo de ese año (calendario),
porque es “otro” año legislativo (y a éste se refiere, según nuestro juicio, el texto constitucional del art. 81,
primera parte).
48. — Hay identidad de proyectos —y por ende, prohibición de repetirse— cuando se proponen los mismos
objetivos aunque el texto y las palabras estén redactados de modo distinto. Pero no hay identidad de proyectos, —
y por ende, puede tratarse el nuevo a pesar del rechazo total del anterior— aunque se propongan el mismo objeto,
si emplean medios diferentes para llegar a él.
49. — Parece acertada la interpretación que parte de la doctrina hace de la suspensión temporaria del proyecto
rechazado por la cámara revisora, en el sentido de que esa facultad paralizante no puede volver a ejercerse en
sucesivos períodos legislativos, lo que significa que se agota en el año parlamentario en curso y en una única vez.
De lo contrario, el rechazo renovado en años siguientes por la cámara revisora daría a ésta una predominancia
absoluta que podría frustrar el trabajo legislativo.
51. — Simplificando la norma, cabe decir que: a) si en las discrepancias entre una cámara y
otra ambas aprueban el proyecto con mayoría absoluta (más de la mitad), prevalece el texto de la
cámara de origen; b) si una cámara lo vota con mayoría absoluta y la otra con dos tercios,
prevalece esta última; c) si las dos cámaras aprueban con dos tercios, prevalece la cámara de
origen.
En suma, se advierten dos cosas: a) tiene importancia el quorum de votos aprobatorios
(mayoría absoluta, o dos tercios); b) tiene importancia preponderante la cámara de origen.
Asimismo, hay dos prohibiciones: a) la cámara de origen no puede adicionar o corregir
nuevamente las modificaciones introducidas por la revisora; b) ninguna cámara puede rechazar
totalmente un proyecto originario de ella que ha recibido adiciones o enmiendas en la revisora.
52. — El art. 83 conserva sin reforma el texto del anterior art. 72, y dice así: “Desechado en
el todo o en parte un proyecto por el Poder Ejecutivo, vuelve con sus objeciones a la Cámara de
origen; ésta lo discute de nuevo, y si lo confirma por mayoría de dos tercios de votos, pasa otra
vez a la Cámara de revisión. Si ambas Cámaras lo sancionan por igual mayoría, el proyecto es ley
y pasa al Poder Ejecutivo para su promulgación. Las votaciones de ambas Cámaras serán en este
caso nominales, por sí o por no; y tanto los nombres y fundamentos de los sufragantes, como las
objeciones del Poder Ejecutivo, se publicarán inmediatamente por la prensa. Si las Cámaras
difieren sobre las objeciones, el proyecto no podrá repetirse en las sesiones de aquel año.”
53. — Debe recordarse asimismo el art. 80, que ha venido a admitir excepcionalmente el veto
y la promulgación parciales.
Dice así: “Se reputa aprobado por el Poder Ejecutivo todo proyecto no devuelto en el término de diez días
útiles. Los proyectos desechados parcialmente no podrán ser aprobados en la parte restante. Sin embargo, las
partes no observadas solamente podrán ser promulgadas si tienen autonomía normativa y su aprobación parcial no
altera el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso. En este caso será de aplicación el
procedimento previsto para los decretos de necesidad y urgencia.”
55. — Lo que el congreso sanciona en la etapa constitutiva de formación de la ley es, en rigor,
un “proyecto” de ley. O sea, no es todavía “ley”. Para que haya “ley” debe añadirse la etapa de
eficacia, configurada por la promulgación y publicación que hace el poder ejecutivo.
Las excepciones a este principio que, con modalidades distintas, se insertan con el proceso de
formación de la ley están explícitamente previstas en la constitución. Por ejemplo:
a) por el art. 40, la ley mediante la cual el congreso convoca a consulta popular vinculante no
puede ser vetada por el poder ejecutivo que, no obstante, a nuestro criterio debe publicarla;
b) el mismo art. 40 establece que el proyecto de ley sometido a consulta popular vinculante
que obtiene voto favorable del cuerpo electoral se convierte en ley, y su promulgación será
automática; acá se excluye doblemente: b’) la sanción por el congreso; b”) el posible veto del
ejecutivo, que debe publicar la ley;
c) por el art. 83, de texto idéntico al anterior art. 72, la hipótesis de un proyecto vetado que, al
volver al congreso, es nuevamente sancionado por insistencia en las dos cámaras, hace decir a la
norma que “el proyecto es ley y pasa al poder ejecutivo para su promulgación”.
F) La fórmula de la sanción
56. — El art. 84 dice: “En la sanción de las leyes se usará de esta fórmula: El Senado y Cámara de Diputados
de la Nación Argentina, reunidos en Congreso, …decretan o sancionan con fuerza de ley.”
Cuando la norma alude al senado y la cámara de diputados “reunidos en congreso” no quiere significar que la
sanción de la ley se produzca mediante las dos cámaras reunidas conjuntamente en asamblea legislativa, sino más
bien que con la aprobación separada por cada una, las dos intervienen como parte que son del órgano congreso.
Tampoco el verbo “decretan” responde a la terminología clásica de nuestro derecho constitucional, porque el
congreso no decreta sino legisla. Sin embargo, no es la única vez que el verbo decretar es usado en el texto de la
constitución con referencia a competencias del congreso; el art. 4º —por ej.— habla también de operaciones de
crédito que “decrete” el congreso.
57. — Es obvio que el congreso tiene competencia para derogar las leyes por él dictadas, conforme al
principio general de paralelismo de las competencias: el órgano que es autor de una norma, debe ser autor de la
ulterior que la deja sin efecto. Inclusive, la razón de la derogación de la ley puede radicar en la
inconstitucionalidad que, según el criterio del congreso, afecta a dicha ley. Pero de inmediato conviene hacer
algunas advertencias, nada más que a título enunciativo de ejemplos.
a) La derogación de una ley no debe contener declaración de su inconstitucio-nalidad al modo y con los
efectos con que esa declaración se reviste cuando emana del poder judicial; b) la derogación de una ley deroga los
decretos dictados por aplicación de la ley que se deroga; c) la indebida derogación de la ley aproba-toria de un
tratado internacional que ya ha sido ratificado por el poder ejecutivo no alcanza a desobligar a nuestro estado del
compromiso internacional contraído (mientras el tratado no quede internacionalmente denunciado), ni a quitar
vigencia al tratado en el derecho interno (mientras no ocurra lo mismo); d) el eventual efecto derogatorio de una
ley que fuera declarada judicialmente inconstitucional por sentencia de la Corte Suprema no violaría ni la división
de poderes ni el paralelismo de las competencias.
Por supuesto que la ley que deroga a otra requiere promulgación del poder ejecutivo, y publicación.
Cuando enfrentamos en materia de derecho intrafederal las competencias que el congreso ejerce con
participación de las provincias entendemos que por tratarse de un acto al que ha concurrido la voluntad del
congreso y la de una o más provincias, la derogación de la ley del congreso no alcanza a dejar sin efecto el acto
compartido mientras la o las provincias intervinientes no procedan también a su derogación.
Para la ley de coparticipación federal impositiva, el art. 75 inc. 2º párrafo cuarto prohíbe su modificación
unilateral.
58. — Dado que por derecho consuetudinario el congreso aprueba los tratados internacionales con forma de
ley, insistimos en la afirmación de que las leyes aprobatorias de tratados que han recibido ratificación por parte del
poder ejecutivo no pueden ser derogadas por el congreso y, de serlo, tales leyes derogatorias no tienen el alcance
de sustraer del derecho interno al tratado que está incorporado a él por la ratificación internacional, ni de eximir al
estado de su responsabilidad interna e internacional por el eventual incumplimiento del tratado. La derogación de
una ley aprobatoria de un tratado sólo tendría el valor de un indicio conducente a promover la denuncia del tratado
por los mecanismos habilitantes a ese fin, en cuanto exteriorizaría la voluntad de uno de los órganos (el congreso)
que han intervenido en el acto complejo de formación del tratado.
La Corte Suprema, en su sentencia del 7 de julio de 1992 en el caso “Ek-mekdjian c/Sofovich” ha
interpretado, coincidentemente con ese criterio, que no cabe derogar leyes aprobatorias de tratados internacionales
incorporados al derecho interno por ratificación internacional.
59. — Entre las leyes que sanciona el congreso, nuestro derecho constitucional del poder
distingue categorías diferentes, cuya denominación acuñada por el uso, la doctrina y la
jurisprudencia, debemos emplear por razón de comodidad y comprensión, aunque a veces no sea
técnica ni científicamente ajustada.
Las tres clases de leyes que dicta el congreso son: a) leyes federales; b) leyes de derecho
común; c) leyes locales. Las federales y las de derecho común tienen ámbito de vigencia en todo
el territorio del estado. Las locales, sólo en la capital y territorios federales (actualmente no hay
territorios federalizados íntegramente). A las tres, parte de la doctrina las califica como leyes
“nacionales”. A las federales, a veces se las ha llamado también leyes “especiales” del congreso
(el art. 75 inc. 12 las menciona como leyes “generales”). A las de derecho común, leyes
“ordinarias”.
60. — Las leyes federales, de difícil conceptuación genérica, pueden serlo por razón de la
materia (por ej.: fiscal, electoral, partidos políticos, nacionalidad, administración de justicia, etc.);
de las personas (embajadores, ministros plenipotenciarios, etc.), y excepcionalmente de lugar
(fronteras).
Guastavino define así al derecho federal: “es el sancionado por el legislador nacional
tendiente a la consecución, de modo inmediato, de todos los fines que se atribuyeron al congreso
y al gobierno federal por el preámbulo y los preceptos de la constitución.”
Como principio, contiene normas de derecho público o institucional, sin excluir la posibilidad
referida a relaciones de derecho privado (para el derecho común que se federaliza, ver nº 70).
61. — Las leyes federales son aplicadas judicialmente en todo el país por los tribunales
federales.
62. — Las leyes nacionales u ordinarias de derecho común son las que sanciona el congreso
cuando, en el art. 75 inc. 12, se alude a los códigos llamados “de fondo”, que pueden dictarse en
cuerpos unificados o separados (civil, comercial, penal, de minería, y de trabajo y seguridad
social).
Con la reforma de 1994 quedó superada la controversia acerca de si los “códigos” que mencionaba el anterior
art. 67 inc. 11 —ahora art. 75 inc. 12— exigían ineludiblemente la codificación, o admitían una legislación
dispersa o adicional.
63. — Las leyes de derecho común son aplicadas judicialmente por tribunales federales o
provinciales según las personas o las cosas caigan en una jurisdicción o en otra (art. 75 inc. 12).
64. — Que el congreso invista competencia para dictar los códigos que cita el art. 75 inc. 12
no significa que les pueda asignar cual-quier contenido en el área de las materias propias de cada
uno. Ello quiere decir que la sola circunstancia de que el art. 75 inc. 12 le adjudique al congreso la
competencia de dictar los códigos no exime por sí sola de eventual inconstitucionalidad a las
normas de los mismos.
Así, es para nosotros equivocado el argumento utilizado por la Corte en el caso de la “Mina Cacheuta”, de
1979, y en el caso “Provincia de Mendoza c/Estado Nacional”, de 1988, considerando que la competencia del
congreso para dictar el código de minería era suficiente para reconocer validez constitucional a determinadas leyes
que “federalizaron” o “nacionalizaron” recursos mineros o hidrocarburos.
Con la reforma de 1994 tal argumento ha decaído, porque el art. 124 recono-ce que corresponde a las
provincias el dominio originario de los recursos natu-rales existentes en su territorio.
65. — La inserción formal de una determinada ley que pueda disponer el congreso rotulándola formalmente
como propia de las codificaciones que son competencia suya no basta para dar por satisfactorio el encuadre,
porque hay que verificar si, real y objetivamente, el contenido y la materia regulados por aquella ley pertenecen o
no al código o la legislación que el congreso indica. De ahí que corresponda a los jueces llevar a cabo el control de
constitucionalidad que, en cada caso, resulte pertinente.
El código penal
66. — El código penal considerado “en bloque”, es uno de los de “derecho común”, no obstante lo cual
“dentro” de su articulado (como también “fuera”, en leyes penales sueltas) hay normas de naturaleza federal que
se refieren a bienes jurídicos de naturaleza federal, y que por ende son aplicadas en todo el país por tribunales
federales cuando juzgan los delitos en ellas incriminados.
67. — También la codificación penal requiere otro comentario especial, esta vez porque la doctrina y la
jurisprudencia distinguen, en nuestro derecho, deli-tos por un lado, y faltas y contravenciones por otro.
El derecho judicial derivado de la jurisprudencia de la Corte afirma: a) que es innegable la competencia de las
provincias para legislar sobre faltas y contravenciones en ejercicio razonable de su “poder de policía”; b) que la
aplicación de sanciones de cierta entidad por comisión de faltas y contravenciones no puede quedar
exclusivamente a cargo de órganos administrativos con exclusión de ulterior control judicial.
De todos modos, la competencia local para crear faltas y contravenciones siempre parece exigir “ley”, por lo
que no son constitucionales —por ej.— los edictos policiales sobre esa materia (ver el caso “Mouviel”, fallado por
la Corte el 17 de mayo de 1957).
68. — Entendemos que es propio del contenido de la legislación penal —codificada o dispersa— lo
que atañe a la prescripción de la acción penal y del delito; a las reducción de penas; a la duración y eximición de la
prisión preventiva durante el proceso; a la excarcelación en ese lapso; y también lo referido a la eventual
protección de los derechos de las víctimas del delito y/o de sus familiares una vez que se ha extinguido la acción
penal.
El código de comercio
69. — El código de comercio es de derecho común, pero cuando a su contenido se le incorpora la legislación
de quiebras y la de navegación (que son de naturaleza federal), las normas sobre tales materias son federales pese
a su inserción en una sistematización de derecho común. (Ver nos. 89 y 90).
No obstante que la legislación sobre sociedades pertenece al congreso como derecho de fondo y es de
derecho común, la Corte ha reconocido carácter federal a ciertas normativas regulatorias de sociedades que, como
las de ahorro, captan dinero del público.
A los fines que aquí corresponde tratar, esta “federalización” excepcional de materias propias del derecho
común significa que las normas de derecho común “federalizadas” son aplicadas en todo el país por tribunales
federales; o sea, escapan a su aplicación por los tribunales provinciales y, por ende, a la reserva de las
jurisdicciones locales.
Hipótesis de novación en la naturaleza de las leyes
71. — Así como acabamos de encarar la excepcional federalización de normas de derecho común, hemos de
diferenciar alguna otra hipótesis de novación en la naturaleza de las leyes.
Una provincia, por ejemplo, puede dictar una ley local mediante la cual hace suya e incorpora una ley del
congreso al derecho provincial. En vez de dictar una ley idéntica, dicta otra por la cual establece que tal o cual ley
del congreso regirá en la provincia. La provincia de Chaco, en ese sentido, adoptó el régimen de la ley 23.298.
Este supuesto ha de diferenciarse, a nuestro criterio, del que se configura cuando una provincia adhiere a una
ley-convenio, o la aprueba mediante ley local, porque entonces estamos ante una norma de derecho intrafederal.
72. — El inc. 12 del art. 75 dispone que corresponde al congreso dictar los códigos que
enumera, sin que tales códigos alteren las jurisdicciones locales, correspondiendo su aplicación a
los tribunales federales o provinciales, según que las cosas o las personas cayeren bajo sus
respectivas jurisdicciones. Concordantemente, cuando el art. 116 regula la competencia del poder
judicial federal, incluye en ella las causas que versan sobre puntos regidos por las “leyes de la
nación”, pero añade de inmediato “con la reserva hecha en el inc. 12 del art. 75”.
El alcance y significado de la reserva constitucional que sustrae a los tribunales federales la
aplicación de las leyes nacionales de carácter “común” al decir que “su aplicación” corresponde a
los tribunales federales o provinciales según las cosas o las personas caigan bajo sus respectivas
jurisdicciones significa dos cosas: a) que las leyes nacionales de derecho común son aplicadas, en
jurisdicción provincial, por los tribunales de provincia; b) que para efectuar esa aplicación por
esos tribunales, las provincias dictan los códigos proce-sales, o de “forma”, o “adjetivos”.
Para el acceso final a jurisdicción federal de causas que están regidas por derecho común pero
albergan una cuestión federal, ver cap. XLVIII, nº 22.
La reserva que a favor de las jurisdicciones “judiciales” de las provincias hace el art. 75 inc. 12 en materia de
derecho común, es interpretada por buena parte de la doctrina, y como principio, también a favor de la
administración “local”. Esto significa que los órganos administrativos de aplicación del derecho común en las
provincias deben ser locales, o de otro modo, que el derecho común que en las provincias es aplicado en sede
administrativa ha de serlo por la administración provincial.
73. — El art. 126 prohíbe a las provincias legislar sobre las materias propias de los códigos de derecho común
allí enumerados, una vez que el congreso los dicta. Quiere decir que mientras el congreso no dicta tales códigos,
las provincias pueden legislar en materia de derecho común.
Cuando en vez de una codificación el congreso dicta una legislación dispersa, todo lo no regulado en las leyes
separadas sobre la materia también queda a disposición de la competencia de las provincias.
Remitimos al Tomo II, cap. XX nº 65.
74. — Desde la reforma de 1994 la legislación nacional “local” presenta un perfil distinto al
que revestía antes.
Fue normal decir que las leyes nacionales locales eran las que el congreso dictaba con ámbito de aplicación
en la capital federal (que era territorio federa-lizado íntegramente), en los territorios nacionales o gobernaciones
(que con la provincialización de Tierra del Fuego hoy ya no existen, y que estaban bajo jurisdicción federal), y
para los lugares del ex art. 67 inc. 27 (que se hallaban sujetos a jurisdicción federal, a veces total, a veces parcial,
según los virajes que registró la jurisprudencia de la Corte).
75. — Ahora el panorama es otro. Es cierto que la ciudad de Buenos Aires sigue siendo
capital federal, pero también lo es que por el art. 129 tiene autonomía y facultades de legislación
y jurisdicción (judicial). Por ende, la legislación que puede dictar el congreso para la ciudad se
restringe a lo razonablemente necesario a efectos de garantizar en ella los intereses del estado
federal. De este modo, la legislación “exclusiva” que para la capital sigue previendo el actual art.
75 inc. 30 queda acotada en la disposición transitoria séptima, a te-nor de la cual sólo ejerce,
mientras la ciudad de Buenos Aires man-tenga la capitalidad, las atribuciones legislativas que el
congreso “conserve” con arreglo al art. 129.
Es de advertir, entonces, que así como entendemos que la ciudad de Buenos Aires en tanto capital ya no es un
territorio federalizado, recíprocamente la legislación del congreso en ella se limita —y no es exclusiva— a la
garantía de los intereses federales.
Tal vez haya que sugerir, por eso, una curiosidad: esa legislación de garantía es local porque
se dicta para la ciudad de Buenos Aires como capital y se aplica en ella; pero si su objetivo es
preservar inte-reses del estado federal, parece que no obstante su naturaleza local tiene carácter
federal.
76. — Ya lo habíamos insinuado antes de la reforma con respecto a las leyes “locales”
destinadas a lugares regidos por el que fue art. 67 inc. 27, a las que reputábamos leyes federales.
Con la reforma de 1994, tales lugares sólo admiten una legislación “necesaria” para los fines
específicos de los establecimientos de utilidad nacional, conforme a la nueva fórmula que emplea
el actual art. 75 inc. 30, y no obstante ser una legislación “local” (porque es para un lugar) es
también fede-ral (por la índole del establecimiento allí ubicado).
77. — Las leyes locales que dicta el congreso no deben confundirse con las leyes “provinciales” que, por
reducir su vigencia al ámbito de una provincia, se llaman también, dentro de ese ámbito, leyes “locales”. Las del
congreso son leyes “nacionales locales”, y las de provincia son leyes “locales provinciales”.
También son leyes locales las propias de las competencias de la legislatura de la ciudad de Buenos Aires (art.
129), análogas a las de las legislaturas provinciales.
En muchos de estos casos se podrá decir, con verdad, que estos condiciona-mientos que la constitución señala
para la legislación no son más que expresión del deber que tienen los órganos del poder constituido de acatar
siempre la supremacía constitucional (mediante obligaciones de hacer o de omitir) cuando ejercen sus funciones.
No obstante, creemos que este deber genérico se especifica y concreta con precisión particularizada en los casos
que al azar hemos citado, y que a nuestro juicio muestran que, ocasionalmente, el constituyente ha querido trazar
un riel indicativo para el legislador, de forma que la habilitación discrecional de su competencia recibe
excepcionalmente un marco obligatorio de referencia, dado por la propia constitución.
79. — Los ejemplos anteriores toman en cuenta algunas pautas precisas que impone la
constitución. Hay que agregar que los tratados internacionales, con y sin jerarquía constitucional,
ofrecen otra gama de ejemplos cada vez que para la cuestión que regulan fijan también un canon
inesquivable, que la legislación de desarrollo tiene como techo de condicionamiento.
80. — a) En cuanto a la ley de divorcio, tenemos opinión formada en el sentido de que la constitución no
suministra pautas sobre el tema de la “disolubilidad” o la “indisolubilidad”, por lo que creemos que tanto es
constitucional la ley que consagra la indisolubilidad como la que acoge la disolución vincular.
b) La norma penal (art. 14 del código respectivo) que torna improcedente la libertad condicional en caso de
reincidencia, nos parece caber en la opción válida de la ley al regular el tema. Se trata de un criterio de política
legislativa crimi-nal, que no llega a ofender al principio de “non bis in idem”, por más que a éste se le reconozca
arraigo constitucional.
c) La elección de los bienes jurídicos a los que se les otorga tutela penal, dejando a otros sin ella, pertenece al
legislador, salvo para los delitos tipificados directamente en la constitución o en los tratados internacionales.
d) En general, la elección de los medios conducentes a satisfacer principios, pautas o fines señalados por la
constitución también es propia del legislador, el que —no obstante— tiene el deber de optar por los que con mayor
razonabilidad son mejores y más aptos.
81. — En principio son inconstitucionales por violar la regla de publicidad de los actos
estatales. Además, no obligan con el alcance del art. 19, porque si son secretas no se puede
conocer lo que mandan y lo que prohíben. (Ver cap. XXXVIII, nº 57).
Las leyes retroactivas y diferidas.
82. — La ley cobra vigencia “normológica” a partir de su promulgación y publicación, pero puede establecer
expresamente para su aplicación una fecha distinta. Si se retrotrae al pasado, es retroactiva. La retroactividad tiene
dos límites constitucionales que la impiden: a) uno explícito en materia penal (art. 18); b) otro implícito cuando
afecta el derecho de propiedad (art. 17). Si la ley difiere su aplicación por un plazo posterior a su promulgación y
publicación, se dice que durante ese plazo hay “vacatio legis”, lo que significa que su vigencia sociológica se
posterga. (Ver cap. XXXVIII, nos. 58 y 59).
Leyes derogadas pueden y deben, pese a su no vigencia normológica, ser aplicadas después de la derogación,
sin que la sentencia que así lo hace quepa considerarse arbitraria por fundarse en derecho no vigente (derogado).
Un ejemplo lo depara la ultraactividad de la ley penal más benigna. Otro caso se configura en preservación del
derecho de propiedad cuando para otorgar una jubilación o pensión hay que regir el derecho al beneficio por la ley
vigente a la fecha del cese en el trabajo, aunque esa ley esté ya derogada al tiempo de conceder la prestación
previsional.
83. — Las normas que en reemplazo del congreso disuelto han dictado los poderes de facto entre 1930 y 1983
(sea con el nombre de “decreto-ley”, o directa-mente de “ley”) han dado lugar a soluciones diversas en la doctrina
y la juris-prudencia.
Las tesis más extremas tachan a la legislación de facto de nulidad originaria, pero admiten su reconocimiento
en alguno de estos casos: a) si han logrado efectividad y aplicación (o sea, vigencia sociológica); o b) si el
congreso reinstalado posteriormente las mantiene (explícita o implícitamente).
(Ver cap. XXX, nº 68).
La “ilegalidad” de leyes del congreso y la colisión entre ellas
84. — Que las leyes del congreso pueden ser inconstitucionales está fuera de toda duda. Que en el
conglomerado de la legislación pueda haber leyes “ilegales” plantea interrogantes.
Ilegalidad significa que una norma o un acto tienen un vicio consistente en estar en contra de una ley, lo que
hace suponer que lo “ilegal” ha de ser infra-legal, o sea, situarse en un plano inferior al de la ley, a la cual lo
infralegal debe subordinarse.
Nos parece que para hablar de leyes ilegales es menester admitir que el bloque de la legislación se divide en
niveles supraordinantes y subordinados, y en el derecho constitucional argentino ello no es fácil de descubrir.
Es cierto que después de la reforma de 1994 encontramos leyes que para su sanción necesitan un quorum
agravado respecto de las demás, y que algunas pueden denominarse —en el ámbito de nuestra doctrina— leyes
“constitucionales” porque dan reglamentación directa y cierre definitivo a cláusulas constitucionales que la
reforma dejó muy abiertas (por ej., la ley sobre Consejo de la Magistratura, sobre iniciativa legislativa popular,
sobre consulta popular, sobre Ministerio Público, sobre coparticipación federal, etc.).
¿Es eso suficiente para que afirmemos que son superiores a las otras leyes? Por ahora no lo creemos.
85. — En cambio, el panorama cambia parcialmente si tomamos en consideración a las leyes del congreso de
carácter local —por ej., las que puede dictar en y para la ciudad de Buenos Aires mientras sea capital, de acuerdo
a las atribuciones legislativas que el congreso conserve con arreglo al art. 129 (disposición transitoria séptima) y,
sin duda, la ley que garantiza los intereses del estado federal en la misma ciudad y situación—.
A veces se ha supuesto que esta legislación local incurre en ilegalidad si se opone al derecho común o al
derecho federal. En todo caso, lo que podría ocurrir es que esas leyes locales fueran inconstitucionales, y no
ilegales. El vicio no surgiría, entonces, de un imaginado nivel inferior de la legislación local del congreso, sino de
una transgresión a la constitución —por ej., si al legislar para la ciudad de Buenos Aires la ley quebrara la unidad
territorial del derecho común otorgando a los habitantes de la ciudad capital distintos derechos que a los del resto
del país en materia sucesoria, de divorcio, de nombre, etc.—.
86. — Distinto se nos ocurre el caso en que una ley del congreso vulnerara a una ley-convenio o a cualquier
otra normativa de naturaleza intrafederal, pero el vicio tampoco encuadraría en la ilegalidad sino en la
inconstitucionalidad, una vez que se acepta que el derecho intrafederal ostenta jerarquía superior a las leyes.
87. — La competencia del congreso para dictar un código aeronáutico se suele fundar en varias razones: a) la
facultad de dictar el código de comercio (art. 75 inc. 12) parece incluir la de regular la navegación por aire; b) la
cláusula comercial (art. 75 inc. 13) permite reglar el comercio internacional e interpro-vincial, sabiéndose que las
comunicaciones se consideran, con sentido amplio, como “comercio” a los fines de esta cláusula; c) la norma del
art. 126, que prohíbe a las provincias legislar sobre “navegación” interior o exterior, implica que la capacidad
legislativa en esa materia es del congreso.
Del conjunto de estas razones se llega a la conclusión de que es competencia exclusiva del congreso legislar
(en forma codificada o no) sobre navegación aérea, también cuando tal navegación fuera, acaso, limitada al
ámbito local de una sola provincia.
El código aeronáutico es de naturaleza federal, y su interpretación y aplica-ción corresponde a los tribunales
federales.
El código aduanero.
88. — La norma del art. 75 inc. 1º, concordada con las demás que se refieren a las aduanas, da pie para una
legislación aduanera orgánica, más allá de lo estrictamente impositivo, y sea o no con forma codificada.
El código aduanero sistematizado unitariamente, o la legislación aduanera sin formalidad codificada, tienen
naturaleza federal, tanto por la competencia exclusiva del congreso para regular las aduanas y sus impuestos como
por la naturaleza intrínseca de la materia (más que por la propia de los lugares definidos como “aduanas”).
La ley de navegación
90. — Para nosotros, la ley de “quiebras” tiene naturaleza federal, y aun incorporada al
código de comercio, no es de derecho común ni puede ser aplicada por los tribunales locales. Lo
mismo las disposiciones sobre “concurso civil”; y ello porque el art. 75 inc. 12 confiere al
congreso la competencia para dictar la ley sobre “bancarrotas” como legislación específicamente
federal y distinta de los códigos comunes. La aplicación debe también ser propia de la justicia
federal.
No obstante, en la constitución material las leyes de quiebras y concursos son consideradas de derecho
común y no son aplicadas por tribunales de la justicia federal.
92. — Los tratados internacionales, en cuanto fuente internacional del derecho interno,
configuran una fuente que denominamos “extraestatal”. Por ende, puede parecer que no los
ubicamos debidamente en este acápite sobre competencias legislativas del congreso, sobre todo
porque al ingresar al derecho interno argentino no se convierten en “ley” sino que conservan su
naturaleza de tratados.
No obstante ello, existe razón suficiente para dedicarles acá una mención en virtud de que:
a) el congreso posee una competencia específica cuando nuestra constitución le impone
intervenir (para aprobarlos o desecharlos) antes de que se los ratifique internacionalmente por el
poder ejecutivo y, a veces, antes de que el ejecutivo proceda a denunciarlos en sede internacional
(ver art. 75 incs. 22 y 24);
b) el congreso está obligado a ajustar a ellos la legislación, sea derogando la que les es
opuesta, sea reformando la existente, sea dándoles desarrollo cuando es necesario o conveniente,
etc. (para esto, ver nº 93).
Al margen de estas afirmaciones, hay que recordar que todo tra-tado, cualquiera sea su
materia y su jerarquía, es de naturaleza federal, según recientemente lo ha definido la Corte
Suprema, y conforme con la opinión que desde antes de esa jurisprudencia veníamos sosteniendo.
93. — Al abordar el tema de los tratados internacionales sostenemos que, como principio
general, las normas de los mismos son susceptibles de desarrollo y reglamentación por ley del
congreso con vigencia para todo el territorio cuando requieren de tal reglamentación para
funcionar en el derecho interno, bien que a veces esta competencia legislativa del congreso admite
excepciones ante situaciones en las que claramente resulta que la ley del congreso implica
evidente invasión de la autonomía provincial. (Así, en reglamentación de un tratado internacional
que —como el Pacto de San José de Costa Rica— implanta la doble instancia en el proceso penal,
el congreso no puede crear por ley los tribunales provinciales de alzada ni los recursos para acudir
ante ellos, porque esa competencia en materia de administración de justicia local está
indudablemente reservada a las provincias.)
94. — En orden a los derechos personales, la reglamentación de los que están contenidos en la
constitución federal corresponde al congreso. La fórmula genérica de vieja data es la del art. 14.
Asimismo, es de su competencia el desarrollo de normas internacionales —con o sin
jerarquía constitucional— incorporadas a nuestro derecho interno (ver nº 93).
Respetada que sea la distribución de competencias entre estado federal y provincias para no
invadir las del primero, las provincias pueden ampliar en su derecho local el sistema de derechos
y garantías de la constitución federal, que es un piso y no un techo.
96. — Presupuesto que: a) para nada riñe con la constitución una legislación razonable sobre
el derecho de réplica, y b) el mismo cuenta con una norma internacional de jerarquía
constitucional que es el Pacto de San José de Costa Rica (cuyo art. 14 lo regula como derecho de
rectificación o respuesta) entendemos que hay competencia legislativa del congreso para la
reglamentación legal que prevé el citado Pacto, y que dicha reglamentación es susceptible de
dictarse para todo el territorio.
Entre las razones que militan a favor de esta competencia citamos: a) nuestra ya vertida interpretación sobre
el art. 32 de la constitución, que no inhibe una legislación reglamentaria de la libertad de imprenta, que sea
razonable y no restrictiva (debiendo tenerse presente que el derecho de réplica no se reduce a responder o
rectificar por medio de la prensa, sino por todo otro medio de comunicación social —televisión, radio, etc.—); b)
la circunstancia de que el Pacto de San José de Costa Rica se refiere, en su citado art. 14, al ejercicio de este
derecho “en la forma que establezca la ley”, lo que hace pensar que la necesidad de reglamentación legal interna
respecto de una norma de un tratado internacional confiere, en el caso, competencia al congreso para dictarla con
alcance para todo el país; c) el hecho de que en el mismo Pacto el derecho de réplica se limita a rectificar o
responder datos inexactos o agraviantes, lo que implica que su reglamentación atañe al derecho de las personas al
honor y a la dignidad (implícito en el art. 33 de la constitución), y al derecho a la información, así como al derecho
de defensa de uno y otro, por lo que advertimos que se trata de reglamentar derechos a tenor del art. 14 y que esa
reglamentación legal es de competencia del congreso; d) se puede agregar que la ley sobre réplica, en cuanto
reglamenta derechos civiles (al honor, a la información, etc.) es materia propia del congreso como “derecho
común”, según el art. 75 inc. 12.
97. — Las normas constitucionales que prevén la competencia del congreso para establecer
por ley el juicio por jurados (sobre todo la del art. 118 que alude a él para “todos” los juicios
criminales luego que se establezca “en la república” esta institución, y la del art. 75 inc. 12 que la
incluye en la nómina de leyes consideradas “especiales”), revelan que la naturaleza de aquella ley
es federal (aunque se repute que tiene naturaleza “procesal”).
Hay aquí una curiosidad, por cuanto el congreso no puede, como principio, dictar leyes procesales que
obliguen a su aplicación en las jurisdicciones provin-ciales. La del jurado sería la excepción, porque abarcaría
tanto los procesos penales ante tribunales federales como ante tribunales provinciales.
El derecho ambiental
98. — Habíamos adelantado que el derecho ambiental, con todo su amplio contenido, nos
suscitaba desde antes de la reforma de 1994 la propuesta de su regulación a través del federalismo
concertado entre estado federal y provincias.
Después de la reforma, el art. 41 atribuye a “la nación” (entendemos que al congreso) dictar
las normas (entendemos: las “leyes”) que contengan los presupuestos mínimos, y a las provincias
las nece-sarias para complementarlas.
Remitimos al Tomo II, cap. XV, acápite I.
El código rural
99. — La serie de dudas y la diversidad de opiniones que antes de la reforma recaían en orden al código rural
se intercalan, después de 1994, con el derecho ambiental, en la medida en que pueda haber coincidencia o
similitud de algunos contenidos de cada uno. Los del derecho rural no son demasiado precisos, y creemos que
varios parece que incumben a la legislación provincial.
El derecho de los recursos naturales
100. — Hay doctrina seria, fácil de compartir, que subsume actualmente en el derecho ambiental al derecho
de los recursos naturales, para lo cual remitimos al nº 98.
Ver, asimismo, Tomo II, cap. XV, nos. 3 y 5.
Por la reforma de 1994, el dominio originario de los recursos naturales existentes en territorio de las
provincias les corresponde a éstas (art. 124). La jurisdicción, que no va anexa al dominio, es en algunos casos
federal.
101. — Los arts. 37 y 38 dan base a la legislación del congreso sobre régimen electoral y de
partidos políticos. Las leyes respectivas son de naturaleza federal.
De aquí en más, sobrevienen dudas y dificultades. En efecto, cuando se trata de partidos provinciales que,
como tales, actúan sólo en jurisdicción provincial e intervienen en elecciones de autoridades también provinciales,
parece que la reglamentación que abarca tal ámbito local le pertenece a cada provincia en el suyo propio. No
obstante, no nos parece demasiado atrevido sostener que un marco genérico y elástico que trace pautas para
asegurar que esos partidos provinciales concilien su ideología, su programa, su estructura y su actividad con los
principios de la constitución federal, puede ser trazado por una ley del congreso.
Lo que la ley federal del congreso no puede válidamente regular es la inter-vención de los partidos en la
elección de autoridades provinciales (sean partidos provinciales, o nacionales, o de distrito) porque tampoco la
legislación del congreso puede interferir en el sistema electoral local en virtud del art. 122.
Cuando de acuerdo a la legislación del congreso un partido provincial está habilitado para participar por su
distrito en una elección de autoridades federales, debe sujetarse a ese fin a la legislación federal.
La ley sobre comunidades religiosas y libertad religiosa
102. — Hay sobrada competencia legislativa en la materia por concurrencia de diversas razones. Las
comunidades religiosas, incluida la Iglesia Católica Apostólica Romana, son asociaciones que, en cuanto tales,
necesitan el reconocimiento de un status cuya definición es propia de la legislación del congreso.
Además, conforme al art. 14, el derecho de asociación y el de libertad religio-sa convergen para suscitar su
reglamentación por ley del congreso.
a) También en ejercicio de su política criminal y de su competencia en materia penal, la libertad religiosa es
susceptible de recibir tutela penal en protección contra conductas gravemente lesivas que la dañan. Esto no sólo en
orden a la religión católica, sino a cualquier otra confesión religiosa.
b) La registración o el fichero de cultos, con cualquier denominación posible, y en cuanto su sistema respete
la regla de razonabilidad, parece caber en la competencia reglamentaria del congreso.
c) Propulsores como somos del reconocimiento constitucional de la objeción de conciencia, creemos que una
ley sobre libertad religiosa puede ser el marco para darle incorporación y garantía expresas.
103. — En materia de entidades colectivas, asociaciones, personas jurídicas, etc., los deslindes
competenciales son difíciles. En forma harto global, y como principio, puede consentirse la noción de que su
legislación incumbe al congreso, principalmente en el orbe del derecho civil, del derecho comercial y del derecho
laboral. O sea, como derecho común.
De ello se desprende que cuando el objeto o fin de una entidad es propio del derecho común previsto en el art.
75 inc. 12, la legislación respectiva le corresponde al congreso. Cuando una entidad queda segregada del derecho
común y alcanzada por el derecho administrativo, hay que hacer —en cambio— la divisoria competencial que el
derecho público exige entre legislación federal y legislación provincial según la jurisdicción correspondiente.
Para las comunidades indígenas, respetada su personería jurídica directamente reconocida por el inc. 17 del
art. 75, la competencia es concurrente entre el estado federal y las provincias. (Ver nº 110).
La ley de educación
104. — Ya antes de la reforma de 1994, el entonces inc. 16 del art. 67 —que se mantiene
ahora como inc. 18 del art. 75— daba sustento para interpretar que el congreso tiene competencia
para dictar una ley federal de educación, y para crear establecimientos de enseñanza en todos los
niveles y ciclos, tanto en jurisdicción federal como en territorio de las provincias.
105. — Después de la reforma, el inc. 19 del art. 75 es mucho más enfático y, además, fija
pautas precisas (para esto, remitimos al T. II, cap. XIII, nº 12).
Creemos que en cuanto a la enseñanza, las provincias poseen competencia para:
a) asegurar la educación primaria, porque el art. 5º les impone esta obligación;
b) sobre el eje de la ley federal de educación, dictar leyes complementarias para todos los
niveles y ciclos, porque el inc. 19 párrafo tercero obliga al congreso a respetar las particularidades
provinciales y locales;
c) crear establecimientos de enseñanza en todos los niveles y ciclos. En consecuencia, si en
este desdoblamiento competencial pue-de señalarse una competencia exclusiva del congreso, ésta
recae sola-mente sobre las “leyes de organización y de base” de la educación con los parámetros a
que alude el inc. 19.
106. — Para las competencias provinciales, ver Tomo II, cap. XIII, nº 19.
107. — Para el derecho a la cultura, remitimos al Tomo II, cap. XIII, nº 21.
No hay que olvidar que el art. 125 torna concurrentes algunas competencias federales, provinciales, y de la
ciudad de Buenos Aires cuando alude a promover la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura.
108. — Para los pueblos indígenas, el inc. 17 garantiza el derecho a una educación bilingüe e
intercultural.
109. — Para las pautas que fija el inc. 19 párrafo tercero, remitimos al Tomo II, cap. XIII,
nos. 17 y 18.
En atención a la autonomía de las universidades nacionales que la reforma de 1994 ha
consagrado explícitamente, la ley marco que las regula no puede interferir en la vida interna de las
mismas, y es de índole federal.
El fallo de la Corte Suprema en el caso “Monges Analía M. c/Universidad de Buenos Aires”, del 26 de
diciembre de 1996, dictado por mayoría de cinco jueces con la disidencia de cuatro, estranguló la autonomía al
convalidar el art. 50 in fine de la ley 24.521. Las disidencias lo declararon inconstitucional al interpretar que la
autonomía resguarda —entre otros aspectos de la vida universitaria— el sistema de admisión, permanencia y
promoción de los alumnos, que ha de quedar a cargo exclusivo de lo que cada universidad establezca, y exento de
toda reglamentación por las leyes del congreso.
110. — El inc. 17 del art. 75 atribuye competencia concurrente al congreso y a las provincias
para desarrollar la norma constitucional.
Ni uno ni otras pueden, al reglamentarla, prescindir del plexo de principios, valores y derechos en ella
contenido, ni frustrar su operatividad, ni violarla.
La ley de tránsito
Otras leyes
112. — a) El código de justicia militar es, para nosotros, una ley federal, por la índole de la
institución castrense, de la materia que regula, y de los bienes jurídicos que enfoca.
No obstante, hay jurisprudencia en contrario de la Corte, reputándolo derecho no federal. Pero tal criterio
queda descalificado desde que, en orden a las sentencias penales dictadas por tribunales militares en aplicación del
código de justicia militar, la revisión de las mismas en sede judicial se sitúa en jurisdicción de tribunales federales.
b) Las leyes de jubilaciones y pensiones que dicta el congreso son de derecho común (ver nº
91 e).
No creemos correcto interpretar que la naturaleza “común” de las leyes jubilatorias se transforme en federal
por el hecho de que se trate de leyes que rigen para personal de instituciones u órganos federales (no son federales
las leyes de previsión para personal militar, de empleados de la administración pública federal, del poder judicial
federal, aunque sean federales las normas que rigen al respectivo personal en servicio activo).
c) Las leyes procesales del congreso destinadas a ser aplicadas en cualquier clase de causas
judiciales ante los tribunales federales, tienen naturaleza federal.
113. — El llamado derecho procesal constitucional (que analizamos en el Tomo II, cap.
XXIV, acápite VII) presenta matices interesantes. En la medida en que normas de derecho
procesal constitucional desarrollan la sustancia de garantías y procesos constitucionales federales,
es fácil admitir que tales normas pertenecen a la competencia del congreso.
Puede decirse, aproximadamente, que el derecho procesal constitucional incumbe al congreso en todas
aquellas cuestiones que atañen al fondo y contenido mínimo de las instituciones garantistas fundamentales que
surgen de la constitución federal. Todas las garantías que emanan de la constitución federal confieren al congreso
la facultad de reglar los carriles sustanciales para su funcionamiento, aun cuando se entrecrucen matices
procesales.
A las provincias les incumbe: a) el desarrollo procesal local; y b) les permite ampliar y
mejorar el derecho federal garantista.
114. — No hay duda alguna de que la organización y el procedimiento que hacen a la administración
judiciaria de las provincias quedan reservados con exclusividad al ámbito de su derecho público provincial.
Pero cuando un proceso concluido en jurisdicción de las provincias ingresa en una última instancia a la
jurisdicción federal, las condiciones y los requisitos para que ello sea viable son propios de la legislación
exclusiva del congreso.
Concordantemente, la interpretación judicial aplicativa de esa legislación le pertenece a la Corte, como en
realidad la ha ejercicio desde el caso “Strada” de 1986, y los posteriores que lo especificaron (remitimos para esto
al cap. XL, nos. 60 y 61).
Nuestro argumento es éste: no significa interferencia del derecho federal en el derecho provincial exigir como
condición previa para usar el recurso extraordinario ante la Corte Suprema el agotamiento de las instancias
provinciales ante los superiores tribunales locales, no obstante que la organización procesal de la administración
de justicia provincial le está reservada a cada provincia. Y es así porque, hallándose en juego cuestiones
constitucionales federales que son propias de la jurisdicción apelada de la Corte (que es federal), no nos parece
excesivo que el derecho federal imponga los recaudos para provocar esa jurisdicción federal.
CAPÍTULO XXXVI
I. LAS COMPETENCIAS QUE EN PIE DE IGUALDAD POSEE CADA UNA DE LAS CÁMARAS. - Su noción. - Los
privilegios parlamentarios. - Los poderes implícitos. - II. LAS COMPETENCIAS DE LA CÁMARA DE DIPUTADOS. -
El artículo 52 de la constitución. - Los artículos 39 y 40 de la constitución. - III. LAS COMPETENCIAS DEL
SENADO. - Su concepto. - Los distintos casos. - El senado como cámara de origen. - IV. EL JUICIO POLÍTICO. -
Su encuadre constitucional. - La reforma constitucional de 1994. - La intervención de cada cámara en nuestro
régimen. - Los funcionarios enjuiciables, las causales y la tramitación del juicio político. - La naturaleza y el
procedimiento. - La no reiteración de un nuevo procedimiento por los mismos hechos. - El juicio político como
“ante-juicio” para habilitar el proceso penal. - Una teoría disidente. - El juicio político a ex-funcionarios. - El
control judicial sobre el juicio político. - El derecho judicial de la Corte Suprema sobre la justiciabilidad. -
Nuestra crítica valorativa al
juicio político.
I. LAS COMPETENCIAS QUE EN PIE DE IGUALDAD POSEE CADA UNA DE LAS CAMARAS
Su noción
1. — El congreso es un órgano complejo, formado por dos cámaras que tienen, asimismo, cada una
separadamente, la calidad de órgano. Por eso distinguimos entre competencia y actos “del congreso” (que
requieren la concurrencia conjunta de cada cámara, en sesión separada o en asamblea) y competencia y actos de
“cada cámara” (en forma privativa, sin el concurso de la otra).
Las facultades privativas de cada cámara se traducen, entonces, en actos que no son del congreso.
2. — Los llamados privilegios de las cámaras y de sus miembros encierran el ejercicio de una competencia
privativa cuando, para su aplicación y goce, es menester que la cámara haga algo sin el concurso de la otra.
Remitimos al cap. XXXII, acápite IV.
3. — En las competencias privativas del senado y de la cámara de diputados hay que incluir sus “poderes
implícitos”, existentes para ejercer competencias privativas, o competencias del congreso a cuyo ejercicio cada
cámara concurre en común con la otra.
Remitimos al cap. XXXIV, acápite XVII.
El artículo 52 de la constitución
5. — Conforme al art. 39, la cámara de diputados debe ser cámara de origen para que ante
ella se presenten los proyectos de ley que propone el cuerpo electoral en ejercicio del derecho de
iniciativa popular.
También por el art. 40 la cámara de diputados tiene la iniciativa para someter a consulta
popular un proyecto de ley.
III. LAS COMPETENCIAS DEL SENADO
Su concepto
6. — A pesar de la ya señalada igualdad de ambas cámaras, el senado tiene mayor número de competencias
privativas a través de una serie de actos que expide él solo.
La diferencia con la cámara de diputados radica en que ésta elige sus autori-dades de acuerdo con normas
infraconstitucionales (por ej.: las de su propio reglamento interno) en tanto el senado lo hace por concesión
expresa de la cons-titución.
El acuerdo del senado debe prestarse para un cargo determinado, y no indeterminadamente. Por ende, cada
vez que se opera un traslado o un ascenso es imprescindible un nuevo acuerdo.
Cuando el poder ejecutivo requiere el acuerdo sin cumplir con las determinaciones que entendemos
necesarias, el senado debe solicitar al ejecutivo las correspondientes precisiones y, entre tanto, no prestar el
acuerdo.
La sesión en que el senado trata acuerdos debe ser pública.
En los casos en que un funcionario federal debe ser nombrado por el presi-dente de la república en ejercicio
de la jefatura de estado y de gobierno que invis-te el poder ejecutivo, o por el jefe de gabinete de ministros, es
inconstitucional que la ley exija además el acuerdo del senado para su designación porque, entre otras razones,
viola la zona de reserva del ejecutivo.
Para los acuerdos del senado, ver cap. XXXVIII, nos. 83 a 88.
Su encuadre constitucional
10. — En forma muy sintética señalamos su incidencia en el ám-bito del juicio político.
a) En materia de funcionarios enjuiciables hay una reducción y una ampliación, porque: a’) en
el poder judicial, el juicio se reserva para los jueces de la Corte, y se suprime para los de
tribunales federales inferiores que, por los arts. 114 y115, quedan sometidos a acusación por el
Consejo de la Magistratura y a enjuiciamiento por un tribunal o jurado de enjuiciamiento; a”) en
el ministerio, se ha incorporado al jefe de gabinete.
b) En cuanto al procedimiento, el del juicio político en el congreso no ha sido modificado,
pero por lo que decimos en el precedente sub-inciso a’) se ha establecido un mecanismo
independiente de enjuiciamiento político para los jueces de tribunales federales inferiores en los
arts. 114 y 115 (ver cap. XLIV, acápite III).
c) De lo expuesto surge que actualmente el juicio político ha quedado reservado para las
magistraturas y cargos superiores del gobierno federal.
11. — Estudiamos el juicio político entre las competencias propias de cada cámara porque si
bien intervienen las dos cámaras, cada una lo hace a título de función privativa, y con alcances
distintos; o sea, no concurren —como en la sanción de la ley— a realizar un acto común, sino que
cumplen separadamente un acto especial: una “acu-sa” y la otra “juzga”.
a) La cámara de diputados declara haber lugar a la formación de causa, después de conocer
de la razón que se invoca para el juicio político. Necesita mayoría de dos terceras partes de los
miembros presentes (art. 53).
En la etapa acusatoria que se cumple en la cámara de diputados damos por cierto que, antes de la decisión que
a ella le incumbe, es necesario cumplir y respetar las reglas básicas del debido proceso. La omisión no quedaría
subsanada, a nuestro juicio, por el hecho de que en la etapa de juzgamiento por el senado se le diera al acusado la
oportunidad de defensa y prueba (ver nº 20).
b) El senado juzga en juicio público a los acusados por la cámara de diputados. Previamente,
los senadores prestan juramento para este acto. Para la declaración de culpabilidad también se
exige una mayoría de dos tercios de los miembros presentes (art. 59). El fallo del senado no tiene
más efecto que “destituir” al acusado (fin principal) y aun declararle incapaz de ocupar ningún
empleo de honor, de confianza, o a sueldo de la nación (fin accesorio) (art. 60). De tal modo, se
puede destituir sin inhabilitar, pero no inhabilitar sin des-tituir.
Además, para que el senado pueda destituir es necesario que el acusado esté en ejercicio de su
función; si renuncia mientras pende el juicio político —y la renuncia es aceptada— el juicio
político concluye ipso facto por falta de objeto —que es únicamente removerlo del cargo, y no
castigarlo—. Por eso, el art. 60 in fine dispone que la parte condenada quedará, no obstante, sujeta
a acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales ordinarios. (Ver nos. 24 y 26).
12. — Son pasibles de juicio político, conforme al art. 53: a) el presidente de la república; b)
el vicepresidente; c) el jefe de gabinete y los ministros; d) los miembros de la Corte Suprema.
Hasta la reforma de 1860, eran también susceptibles de juicio político: a) los miembros de ambas cámaras; b)
los gobernadores de provincia. Hasta la reforma de 1994 también los jueces de tribunales federales inferiores.
La serie de funcionarios pasibles de juicio político que trae el art. 53 no puede ser ampliada
por ley.
Tal vez alguien suponga que una ley puede establecer que otros funcionarios importantes no previstos en la
constitución sólo pueden ser removidos por juicio político, a efectos de asegurarles estabilidad, independencia, o
mayor responsabilidad. Pero no se trata de que estos propósitos estén o no en juego; se trata de que cuando una ley
consigna que un funcionario no es susceptible de remoción más que mediante juicio político, está impidiendo que
mientras se desempeña en su cargo sea sometido a proceso penal (porque después veremos que sin previa
destitución por juicio político ningún funcionario pasible de él puede ser objeto de proceso penal); y es evidente
que si ese resultado no viene dado como garantía funcional (o “privilegio”) a alguien por la propia constitución, la
ley no puede concederlo, porque de otorgarlo interfiere inconstitucionalmente en la administración de justicia y en
la zona de reserva del poder judicial, al privar a los jueces de su jurisdicción penal para procesar a una persona,
además de violar la igualdad de los justiciables.
13. — Las “causas” de responsabilidad —como las denomina el art. 53 constitucional— que
hacen viable la acusación y la destitución son tres: a) mal desempeño; b) delito en el ejercicio de
sus funciones; c) crímenes comunes.
Las dos últimas implican la comisión de hechos que el código penal vigente (y a veces aun la propia
constitución: arts. 15, 22, 29, 36 y119) tipifican como delitos; pero el juzgamiento de los mismos no se efectúa a
título de punibilidad o castigo, sino solamente de separación del cargo. Y tanto que —ya lo dijimos— el castigo
ordinario de tipo penal se deriva, después de la destitución por el senado, a los tribunales judiciales de acuerdo con
la ley.
14. — Se ha planteado la duda acerca de si la parte del art. 110 que garanti-za la inamovilidad de los jueces
“mientras dure su buena conducta”, puede significar que cuando incurren en “mala conducta” se configura una
causal para removerlos mediante juicio político, y si tal supuesta causal de “mala conducta” se viene a añadir —
por causa del mismo art. 110— como otra causal distinta e independiente a las otras tres (mal desempeño, delitos
en ejercicio de las fun-ciones, y crímenes comunes) que prevé el art. 53 cuando específicamente enfoca el
enjuiciamiento político.
Si se responde afirmativamente, habría una cuarta causal emanada del art. 110, es decir, con independencia y
con autonomía fuera del art. 53, que sería la “mala conducta”.
Esta interpretación no es, a nuestro criterio, correcta, porque la “mala conducta” a que apunta el art. 110 para
hacer cesar la garantía de inamovilidad judicial remite a los únicos tres casos de procedencia del juicio político
enumerados taxativamente en el art. 53, y se subsume en uno o más de ellos; en esta forma, la mala conducta del
art. 110 tiene necesariamente que equivaler a mal desempeño, a delitos en la función judicial, o a crímenes
comunes, con lo que cualquier otro tipo de “mala conducta” que no coincida con los anteriores queda extrañado de
las causales de juicio político.
15. — Reflexión similar nos merece el caso del presidente de la república que ahora, por el art. 99 inc. 1º, es
“responsable político de la administración general del país”. Esta responsabilidad “política” no da lugar, a nuestro
criterio, para promover juicio político, salvo que las conductas o los hechos de “irresponsabilidad política” que se
imputen puedan encuadrarse en una causal del art. 53.
En cuanto al jefe de gabinete de ministros, que también figura entre los funcionarios pasibles de juicio
político, y que por el art. 100 tiene “responsabilidad política” ante el congreso, hay que recordar que además de su
posible enjuiciamiento político, está sujeto a remoción por el congreso, de acuerdo al art. 101. Para tal remoción,
basta que las cámaras estimen razonablemente que ha actuado sin la debida responsabilidad política, en tanto que
para el juicio político creemos exigible que su conducta pueda subsumirse —al igual que en el caso del
presidente— en una causal del art. 53.
Por ello, estimamos que el mal desempeño puede no ser doloso ni culposo, y provenir —por ej.— de causas
ajenas a la voluntad del funcionario. Un presidente que perdiera el uso de la razón, o padeciera una hemiplejia, y
no renunciara o no pudiera renunciar, sería pasible de juicio político. El hecho de que la constitución hable de
responsabilidad, de acusación y de declaración de culpabilidad no tiene alcance subjetivo, sino objetivo —e
incluso, en casos como los ejemplificados, extraño a la propia voluntad del imputado—.
La diferencia con el mal desempeño se hace, por eso, notoria; el mal desem-peño no puede ser definido en
una reglamentación legal, en tanto cuando el art. 53 se refiere a “delito” y “crímenes” remite a conductas que
únicamente la ley penal puede convertir en criminosas y, por ende, para aplicar esta causal penal es indispensable
la ley incriminatoria (salvo para los delitos que tipifica la propia constitución).
17. — Cuando el acusado es el presidente de la república, el senado debe ser presidido por el
presidente de la Corte Suprema, y no por el vicepresidente; la precaución contenida en el art. 53
obedece a prevenir que el vicepresidente influya en la decisión para suceder en el cargo al
presidente en caso de destitución. Cuando el acusado es el vicepresidente, la constitución no dice
quién preside el senado; normalmente, se pensaría que debería hacerlo el presidente provisional
del senado, pero nos parece que también en este caso, por razones de cargo e imparcialidad, la
presidencia le incumbe al pre-sidente de la Corte Suprema.
18. — El juicio debe ser público. Se trata de una función jurisdiccional y, por ende, ha de
rodeársela de las garantías de defensa y debido proceso. El fallo debe ser motivado.
Si el período de sesiones concluye antes de la terminación del juicio, el senado debe continuar sus funciones
de tribunal, sin interrupciones, hasta la finalización del juicio político.
19. — La constitución no prevé la suspensión del funcionario ni después de la acusación por la cámara de
diputados, ni durante el juzgamiento por el sena-do. Creemos que ni una ni otro pueden disponerla. El funcionario
permanece en la plenitud del ejercicio de sus funciones —a menos que, tratándose de un ministro o de un juez de
la Corte el presidente de la república o el propio tribunal disponga, en ejercicio del poder disciplinario, la
suspensión a las resultas del juicio político—.
No es éste el criterio de la Corte. Así, por Acordada 67 del 20 de noviembre de 1990 el alto tribunal decidió
—por mayoría— que no procedía su intervención, que le había sido requerida por la cámara federal de apelaciones
de San Martín (provincia de Buenos Aires) para que propusiera al congreso la suspensión del juez federal de
Mercedes Miguel A. Zitto Soria hasta tanto se resolviera su juicio político.
Asimismo, la praxis constitucional muestra casos en los que el senado ha suspendido a jueces sometidos al
juicio político, y ello está previsto en su reglamento especial, incluso con similar suspensión en el pago de sus
remuneraciones.
La naturaleza y el procedimiento
20. — Ya dijimos que el juicio político no es un juicio penal (ver nº 9), pero la doctrina discrepa en torno a si
es realmente un “juicio” de naturaleza jurisdic-cional, o no; es decir, si tiene naturaleza exclusivamente política.
El vocabulario de la constitución acude en favor de la respuesta afirmativa del carácter jurisdiccional, porque
usa los vocablos “causa”, “juicio (público)”, “fallo”, a más del verbo “juzgar”. Todo ello en los arts. 53, 59 y 60.
Por cierto que la índole jurisdiccional del juicio político no lo convierte en un proceso judicial, porque se trata
de una actividad jurisdiccional a cargo de un órgano eminentemente político como es el senado. Por ende, la
naturaleza jurisdiccional no riñe con el carácter político.
Esa naturaleza jurisdiccional hace obligatoria la aplicación de las pautas viscerales del debido
proceso, y así lo tiene establecido el derecho judicial de la Corte Suprema. Asimismo, la
acusación que efectúa la cámara de diputados ante el senado impide a éste juzgar por hechos no
incluidos en ella, de modo que la vinculatoriedad que para el juicio tiene la acusación es una de
las razones por las cuales hemos dicho que también en su trámite ante la cámara de diputados se
debe garantizar el derecho de defensa (ver nº 11 a).
22. — El art. 60 estipula que después de la destitución por juicio político, la parte
“condenada” quedará sujeta a acusación, juicio y castigo conforme a las leyes ante los tribunales
ordinarios. Esto significa claramente que “antes” de la destitución por juicio político, es imposible
someterla a proceso penal ordinario, o lo que es igual, que “mientras” se halla en ejercicio de su
función está exenta de proceso penal. Primero hay que separar a la persona de su cargo mediante
el juicio político, y luego quedan habilitados los jueces competentes para el correspondiente
proceso penal.
Esta imposibilidad de juicio penal —cualquiera sea la valoración crítica que merezca— viene
impuesta por la propia constitución a favor de los funcionarios taxativamente enumerados en el
art. 53.
Se trata en realidad de un antejuicio, o privilegio procesal, que establece determinadas
condiciones extraordinarias para el proceso penal de una persona, y consiste en un impedimento
que posterga el proceso común hasta que se hayan producido ciertos actos —en el caso,
destitución por juicio político—. No es una inmunidad penal que derive de la persona, sino una
garantía de funcionamiento a favor del órgano, como inmunidad de proceso.
23. — El juicio político como “ante-juicio” del proceso penal es una garantía o inmunidad más amplia que el
desafuero de los legisladores, porque éste sólo significa que, mientras la cámara no lo otorga, el legislador no
puede ser privado de la libertad en un proceso penal (pero el proceso se puede iniciar y tramitar), en tanto el juicio
político implica que si mediante él no se llega a la destitución, ninguno de los funcionarios del art. 53 puede ser
sometido a proceso penal mien-tras desempeña sus funciones; es, por ende, una “inmunidad de proceso”, como
antes lo explicamos.
24. — Que el proceso penal no se puede sustanciar respecto de los funcionarios incluidos en el art. 45 quiere
decir que tampoco se los puede absolver o sobreseer durante el desempeño de su cargo, sencillamente porque para
llegar a ese resultado hace falta el proceso judicial que la constitución impide.
Del fallo de la Corte Suprema recaído con fecha 22 de setiembre de 1977 en el incidente de excepción de cosa
juzgada relativa a la ex presidenta María Estela Martínez de Perón se desprende el criterio de que: a) los jueces
carecen de jurisdicción para juzgar al presidente de la república mientras no sea destituido en juicio político; b)
tampoco tienen jurisdicción para “exculpar”, porque carecen de ella para dictar toda sentencia válida, tanto de
condena como de absolución; c) el juzgamiento judicial del presidente antes de su destitución por juicio político
lesiona una prerrogativa del poder ejecutivo cuanto la esfera de competencia específica del congreso, al anteponer
su veredicto decisorio al del antejuicio propio de las cámaras; d) la sentencia judicial dictada en esas condiciones
carece de la fuerza de la cosa juzgada; e) la actuación de los jueces se limita a atribuciones de investigación para
comprobar hechos presumiblemente delictuosos, pero no puede llegar a emitir con carácter decisorio y efectividad
de sentencia un pronunciamiento que implica juicio definitivo acerca de la con-ducta del presidente resolviendo
sobre su responsabilidad o su falta de culpa-bilidad en la comisión de un delito.
Sin embargo, en 1988 la Corte consideró admisible —en el caso “Zenón Cevallos”— que se iniciaran
actuaciones penales y se tomara lo que entonces se denominaba declaración informativa.
25. — La tesis de que el juicio político es, para los funcionarios pasibles de él, un ante-juicio ineludible
respecto de su sometimiento a proceso penal, es rebatida por Carlos A. Garber, a quien adhiere Humberto Quiroga
Lavié.
Con apoyo en jurisprudencia norteamericana y en su personal interpretación de nuestra constitución, Garber
sostiene rotundamente que el enjuiciamiento político y la destitución solamente son viables después de mediar
previa sentencia firme de condena penal dispuesta por un tribunal judicial. Ello es así en el caso de que la causal
sea la de delito en ejercicio de las funciones o la de crímenes comunes, pero no cuando la causal consiste en mal
desempeño.
Entre otros argumentos, se acude al de que nadie es responsable de un delito si un tribunal judicial no lo
declara responsable, para de ahí en más afirmar que la remoción en juicio político por causal delictuosa sin existir
una anterior condena judicial entraña para el juez destituido una violación de su derecho al debido proceso.
26. — Se ha discutido si el juicio político es viable después que el funcionario ha dejado de desempeñar su
cargo. Quienes responden afirmativamente, alegan que un ex-funcionario puede ser sometido a juicio político al
solo efecto de que el senado se pronuncie sobre su inhabilitación. Para fundar esta postura, sostienen que la
declaración de incapacidad para ocupar empleo de honor, de con-fianza, o a sueldo del estado, puede ser aplicada
con independencia de la destitu-ción, porque no es necesariamente un “accesorio” de ésta.
Entendemos que esta tesis es equivocada. El juicio político tiene como finalidad la destitución, y ésta sólo es
posible mientras el funcionario se encuentra en el cargo. La “inhabilitación” no es sino un accesorio eventual de la
remoción, que nunca puede disponerse si no se destituye. (Ver nº 11 b).
Que la declaración de incapacidad (inhabilitación) para ocupar empleo de honor, de confianza, o a sueldo del
estado, es un “accesorio” que sólo puede disponerse cuando se destituye al funcionario, surge claramente si se lee
atentamente el art. 60. Allí se dice que el fallo del senado “no tendrá más efecto que destituir al acusado, y aun
declararle incapaz de ocupar ningún empleo de honor, de confianza, o a sueldo de la nación”. El no tener “más
efecto” significa que la finalidad principal es remover. El “aun declararle incapaz” revela que, además de
destituir, y como accesorio, se puede inhabilitar. Repárese en que no se ofrece la alternativa de destituir “o”
inhabilitar.
27. — Tal como nuestro derecho constitucional del poder ha insti-tucionalizado el juicio
político, no cabe duda de que es competencia exclusiva de cada cámara del congreso, “acusar” y
“destituir”.
Nos estamos preguntando si después es posible algún recurso ante el poder judicial; en
principio parece que no, porque es al senado a quien incumbe ponderar la acusación de la cámara
de diputados, investigar los hechos, y resolver si el acusado debe o no ser destituido e
inhabilitado. Pero si aparte de ese juicio sobre el “fondo del asunto” —que parece irrevisable—
se incurre en algún vicio grave de forma en el procedimiento, el recurso extraordinario ante la
Corte Suprema de Justicia ha de quedar expedito, a efectos de preservar la garantía del debido
proceso.
La distinción es importante; ningún órgano, fuera del senado, puede juzgar los hechos, porque el fondo del
asunto es competencia exclusiva y excluyente de esa cámara; pero el aspecto puramente de forma —por ej.:
violación de la defensa— ha de ser revisable judicialmente, ya que con eso no se invade lo priva-tivo del senado,
sino que se controla el procedimiento; y el procedimiento jamás es privativo de ningún órgano cuando está
comprometida o violada una garantía constitucional.
28. — Hasta 1986 la Corte inhibía —con diversidad de argumentos— el control judicial sobre
las decisiones recaídas en los enjuiciamientos políticos.
El 19 de diciembre de 1986 admitió la procedencia del recurso extraordinario federal en el
juicio político a miembros de la Corte de Justicia de San Juan, y el 29 de diciembre de 1987 dejó
sentado el criterio de la justiciabilidad cuando media disputa sobre violación de garantías
constitucionales (caso “Magin Suárez”).
En otra serie de casos referidos a enjuiciamiento político de fun-cionarios provinciales (no
solamente jueces) consolidó el nuevo sesgo de la justiciabilidad, hasta que en 1993 ratifica esta
pauta por vez primera en el juicio político a un juez federal (caso “Nicosia”).
De la interpretación que efectuamos a partir del citado caso “Nicosia” surge que: a) la Corte
es competente en instancia originaria para verificar si en el enjuiciamiento político el órgano
actuante tiene competencia constitucional para intervenir, y para verificar si se han respetado las
condiciones y las formas de procedimiento y las garantías del debido proceso; pero b) no le
corresponde intervenir en lo que hace a la conducta o al desempeño que han sido puestos bajo
enjuiciamiento.
De ello inferimos que más que decir que la decisión final destitu-toria es “irrevisable” o “no
judiciable”, debemos afirmar que nos hallamos ante un caso excepcional en que la propia
constitución coloca fuera de la competencia judicial a una decisión final y definitiva de un
órgano de poder (en el caso “Nicosia”, el senado federal).
29. — El desdoblamiento del enjuiciamiento político en una etapa acusatoria y otra juzgadora nos permite
trasladar a la primera las pautas recién resumidas en la jurisprudencia de la Corte. Aun cuando ésta no ha hecho
justiciable la acusación, creemos que si en la instancia que con ella se cierra para dar paso al juzgamiento se
imputan irregularidades, hay cuestión judiciable suficiente. Las mismas no se pueden considerar remediables en la
etapa siguiente, máxime cuando producida la acusación se ha hecho irreversible el posterior enjuiciamiento
derivado.
Por ende, la competencia del órgano acusador, sus límites, sus formalidades y condiciones, y las garantías
elementales del debido proceso, han de someterse a posible control judicial de constitucionalidad, que no debe
retraerse por la circunstancia cierta de que sea el órgano juzgador el que inviste definitivamente la facultad de
emitir la decisión final en cuanto a la cuestión central que dio lugar a la acusación.
30. — Como crítica general, podemos comenzar afirmando que, de hecho, el juicio político ha sido un
aparato ineficaz, además de lento, que se utiliza so color de partidos, y que a veces hasta resulta de uso imposible
cuando el funcionario que puede ser objeto de él pertenece al mismo partido que domina una o ambas cámaras. En
nuestro régimen no se ha empleado jamás para acusar al presidente y al vice; sólo ha tenido aplicación con
relación a los jueces —y en este ámbito, cabe señalar la experiencia penosa del juicio político a los miembros de la
Corte Suprema, destituidos inicuamente durante el gobierno de Perón en 1947—.
El enjuiciamiento político de los gobernantes —no obstante ser “político”— no funciona cuando se lo asigna
al congreso. De mayor eficacia e imparcialidad parece la solución de incluirlo dentro de la competencia de un
órgano o tribunal judicial o especial, como para los jueces de tribunales inferiores a la Corte lo ha hecho la
reforma constitucional de 1994.
Por otra parte, la inmunidad penal que se consagra impidiendo el proceso judicial por delitos mientras el
funcionario no queda destituido previamente en juicio político, hiere la justicia, aunque se invoque razón de
garantizar el ejercicio del poder. Si el gobernante delinque, su condición de órgano del poder no puede dificultar el
ejercicio de la jurisdicción penal, igual para todos los habitantes. Exigir que previamente se lo remueva por juicio
político, cuando conocemos el mecanismo del proceso, es impedir lisa y llanamente la intervención judicial
común.
CAPÍTULO XXXVII
I. LA NATURALEZA DEL PODER EJECUTIVO. - El poder ejecutivo como poder originario. - La función a cargo del Comentado [CM6R5]:
poder ejecutivo. - II. LA DENOMINACIÓN Y EL CARÁCTER DEL PODER EJECUTIVO. - El “nombre” del poder
ejecutivo en nuestro derecho constitucional del poder. - La unipersonalidad de nuestro poder ejecutivo. - El
vicepresidente. III. EL PRESIDENCIALISMO EN LA REFORMA CONSTITUCIONAL DE 1994. - El juicio sobre su
moderación o su refuerzo. - Las competencias presidenciales y la inserción del jefe de gabinete. - El poder
reglamentario. - La “delegación”. - El refrendo. - Las competencias presidenciales en las relaciones
interórganos. - La Comisión Bicameral Permanente. - El balance. - IV. EL ACCESO AL CARGO Y LA
PERMANENCIA EN EL MISMO. - Las condiciones de elegibilidad. - A) La ciudadanía. - B) La religión. - C) La
renta. - D) Los otros requisitos exigidos para ser elegido senador. - Cuándo deben reunirse los requisitos. - La
duración en el ejercicio del cargo, y la reelección. - El sueldo. - La incompatibilidad. - El juramento. - V. LOS
PROBLEMAS VINCULADOS CON LA ACEFALÍA. - La acefalía del poder ejecutivo. - El artículo 88 de la
constitución. - Las causales de acefalía. - A) La inhabilidad. - B) La ausencia. - C) La muerte y la renuncia. -
D) La destitución. - La sucesión del vicepresidente. - La “determinación” del sucesor por el congreso. - La
interpretación del artículo 88. - La ley de acefalía Nº 20.972. - El juramento del sucesor. - A) Juramento del
vicepresidente. - B) Juramento de los otros funcionarios. - La vacancia de la vicepresidencia. - VI. LA
ELECCIÓN PRESIDENCIAL. - La elección directa. - El ballotage. - El cómputo de los votos
en blanco.
2. — El objetivo “ejecutivo” podría dar la pauta de que es un mero “ejecutor”, que se limita a aplicar las
decisiones proporcionadas por los otros órganos del poder. Y nada más lejos actualmente de la verdad y de la
realidad. El poder ejecutivo tiene el liderazgo del poder político, y es el motor primitivo y principal de la dinámica
estatal.
Su actividad suele descomponerse en dos rubros: a) la actividad política en su sentido más puro, o actividad
gubernamental, y b) la actividad administrativa. Ambas son actividades vitales, continuas y permanentes. Ambas
importan conducir y dirigir realmente la empresa estatal, y accionar sin paréntesis el poder político.
Para nosotros, el poder ejecutivo resume una triple actividad: 1º) la política gubernativa, vinculada a la
constitución, pero libre en su iniciativa y en su desarrollo; 2º) la administración, que tampoco es siempre
meramente de ejecución, porque si bien es sub-legal (o sea, que debe moverse en un plazo inferior, vinculado por
la ley) presupone también en amplias zonas un poder de iniciativa; 3º) la ejecución, o decisión ejecutoria, que
recae en la aplicación y el cumplimiento de una decisión, sea ésta emanada de otro órgano —congreso o
judicatura— o del mismo órgano ejecutivo.
3. — En la ciencia política se habla de liderazgo político. Aplicado al caso, significa que el órgano encargado
del poder ejecutivo acusa un acrecimiento de poder, y que la persona que es portadora de ese órgano se vale de tal
acrecimiento para acentuar su gravitación personal.
Tales los nombres que aparecen en el léxico del texto constitucional, tanto en el art. 87 como en el resto de
sus normas, con excepción del art. 23 que habla del “presidente de la república”. El lenguaje vulgar le asigna
también el título de primer magistrado, o primer mandatario.
El hecho de que el texto constitucional hable de “presidente” (en masculino) no debe llevar a una
interpretación literal o gramatical tan superflua como la que niega llamar “presidenta” (en femenino) a la mujer
que pueda acceder al poder ejecutivo. Mucho menos sirve para sugerir que, por figurar la palabra “presidente” en
masculino, las mujeres están inhabilitadas por la constitución para acceder al poder ejecutivo.
5. — El art. 87 de nuestra constitución enuncia que “el poder ejecutivo de la nación será
desempeñado por un ciudadano con el título de «Presidente de la Nación Argentina»”. Una
interpretación puramente gramatical de esta norma no dejaría lugar a dudas acerca del carácter
unipersonal o monocrático de nuestro poder ejecutivo. “Poder ejecutivo” es solamente “el
presidente” de la república.
Pero la interpretación constitucional no puede hacerse literalmente sobre una norma aislada,
como si estuviera desconectada del resto de la constitución. Por eso, lo que en el art. 87 parece
evidente, suscita dudas cuando se lo complementa con otras disposiciones de la misma
constitución referentes al jefe de gabinete y a los ministros del poder ejecutivo (cap. IV de la
sección 2ª, título 1º de la segunda parte) La propia constitución habla allí “del jefe de gabinete y
demás ministros del poder ejecutivo”, como si formaran parte de él.
Lo que decide la toma de posición acerca de la unipersonalidad o colegialidad del ejecutivo es
la interpretación del art. 100, que exige el refrendo y legalización ministerial de los actos del
presidente, por medio de la firma, sin cuyo requisito esos actos carecen de eficacia. a) Si el
presidente necesita del refrendo del jefe de gabinete y/o de uno o más ministros para cumplir las
funciones que le incumben como poder ejecutivo, parecería que ese poder ejecutivo fuera
colegiado. Así lo entendió Matienzo, y así lo afirma actualmente Marienhoff. b) En la tesis de la
unipersonalidad, en cambio, se afirma que el poder ejecutivo es monocrático, porque está a cargo
de un órgano-institución portado por un solo individuo, que es el presidente de la república. A
esta posición nos hemos sumado, interpretando que el ministerio es un órgano constitucional
auxiliar, pero al margen del ejecutivo, y por ende, también de la trinidad de poderes que la
constitución institucionaliza (extrapoderes).
6. — Los ministros son ministros “del” poder ejecutivo porque acompañan al titular del mismo en el ejercicio
de sus funciones, pero no porque estén “dentro” de él. Es decir que, aun fuera de la tríada de poderes, se asocian a
uno de esos tres poderes, que es el ejecutivo, y no a los otros (bien que con éstos puedan tener relaciones inter-
órganos). El refrendo es requisito de eficacia para el acto presidencial, como la promulgación del ejecutivo lo es
para la ley sancionada por el congreso. Y aun aceptando que los actos presidenciales refrendados por el ministerio
aparecen como actos complejos, resultantes del concurso de voluntades de varios órganos, el acto complejo es
desigual, porque prevalece la voluntad de uno de los órganos concurrentes —en el caso, la del presidente de la
república—. En efecto, pudiendo el presidente nombrar y remover por sí solo al jefe de gabinete y a sus ministros,
la negativa del refrendo le deja expedita la posibilidad de separar al ministro reticente y de reemplazarlo por otro,
con lo que la unipersonalidad se salva, porque la decisión originaria para realizar el acto pende de una voluntad
única (aun cuando para la eficacia del acto necesite conformar un acto completo con el refrendo ministerial).
El vicepresidente
7. — La situación del vicepresidente puede enfocarse desde dos perspectiva, que arrojan resultado diferente.
El vicepresidente como presidente del senado forma parte del órgano “congreso”, o sea, está dentro, y no fuera, de
uno de los tres poderes —el legislativo—. Pero nuestra constitución también contempla la situación del
vicepresidente en la parte dedicada al poder ejecutivo, y después de enunciar en el art. 87 que el poder ejecutivo es
desempeñado por el presidente, en el art. 88 regula la función del vicepresidente en caso de ausencia, enfermedad,
muerte, renuncia o destitución del primero; y dice que en tales situaciones el poder ejecutivo será ejercido por el
vicepresidente. Y luego los artículos 89 —sobre condiciones de elegibilidad—, 90 —sobre duración del cargo—,
92 —sobre sueldo—, 93 —sobre juramento— y 94 a 98 —sobre forma y tiempo de la elección— se refieren
conjuntamente al presidente y al vicepresidente.
Sin embargo, esta regulación que dentro de la parte dedicada al poder ejecutivo hace la constitución con
respecto al vicepresidente, y este tratamiento en común que para muchos aspectos utiliza refiriéndose al presidente
y vice, no significan que el vicepresidente forme parte del poder ejecutivo. Y acá sí, con respecto al ejecutivo
unipersonal, el vicepresidente es un órgano “extra-poder” porque está “fuera” del poder ejecutivo y no forma
parte de él.
10. — Por un lado, el presidente de la república retiene la jefatura del estado y la del
gobierno (art. 99, inc. 1º), pero la jefatura de la administración ha recibido un deslinde bastante
ambiguo: el presidente es responsable “político” de la administración general del país (art. 99,
inc. 1º) y el jefe de gabinete de ministros “ejerce” esa administración general (art. 100, inc. 1º).
¿Qué son una cosa y la otra, definidas del modo expuesto?
Es válido distinguir la titularidad de la competencia y el ejercicio de la misma; por eso, el
presidente podría ejercer esa jefatura en forma concurrente con el jefe de gabinete, a menos que se
tratara de facultades privativas del último. (Ver cap. XXXVIII, nº 3).
En suma, subsiste la relación jerárquica entre el presidente y el jefe de gabinete, al que
nombra y remueve por sí solo (art. 99 inc. 7º).
11. — El presidente ha perdido la jefatura local e inmediata de la capital; la supresión de la norma que se la
concedía nos lleva a decir que el decaimiento de esa jefatura no se limita transitoriamente al tiempo en que la
capital quede situada en la ciudad de Buenos Aires —que conforme al art. 129 tiene un régimen de gobierno
autónomo— sino que se extenderá también a un eventual período ulterior si es que la capital se traslada a otro
lugar distinto de la ciudad de Buenos Aires.
El poder reglamentario
12. — El presidente conserva el poder reglamentario de las leyes en forma igual a la descripta
en el viejo art. 86, inc. 2º (ahora art. 99, inc. 2º), pero el jefe de gabinete expide:
a) los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer las facultades que a él le atribuye
el art. 100, más
b) los que sean necesarios para ejercer las que le “delegue” (debería decir: “impute”) el
presidente, con el refrendo del ministro del ramo al cual se refiera el acto o el reglamento.
Tampoco hay aquí una clara división entre la competencia presidencial para reglamentar las leyes, y la del
jefe de gabinete para emitir actos y reglamentos relacionados con sus propias atribuciones. ¿Cuál es la frontera
para saber si una instrucción, un acto, o un reglamento se hacen necesarios para la “ejecución” de las leyes, o si
únicamente son necesarios para que el jefe de gabinete “ejerza sus competencias”? ¿Quién dirime la duda? ¿Y
cuáles son las facultades que el presidente puede “delegarle”? ¿No sigue habiendo actos privativos del presidente
que son insusceptibles de transferirse?
13. — Como respuesta mínima cabe decir que en la letra de la constitución el jefe de gabinete tiene algunas
facultades “privativas” o exclusivas, como: a) presidir las reuniones del gabinete de ministros cuando está ausente
el presidente (art. 100, inciso 5º); b) refrendar los decretos que dicta el presidente por delegación legislativa del
congreso (art. 100, inciso 12); c) tomar a su cargo la intervención y el refrendo en el mecanismo de los decretos de
necesidad y urgencia (art. 100, inciso 13, en correlación con el art. 99, inc. 3º) y de los que promulgan
parcialmente una ley (art. 100, inc. 13, en correlación con el art. 80).
Si en este tríptico se clausuran las facultades que solamente puede ejercer el jefe de gabinete,
parece que en toda la gama de las demás competencias que le atribuye el texto reformado hay
concurrencia con las del presidente, a condición de aceptar que éste inviste la “titularidad” en la
jefatura de la administración, y que el jefe de gabinete inviste únicamente su “ejercicio”. (Ver nº
10).
Un ejemplo de la relación jerárquica entre presidente y jefe de gabinete aparece en la facultad de este último
para “hacer recaudar las rentas de la nación y ejecutar la ley de presupuesto nacional” (art. 100, inciso 7º),
respecto de la cual el art. 99 inciso 10 otorga al presidente la facultad de supervisión.
La “delegación”
14. — En cuanto a la mal llamada “delegación” (que es “imputación” de funciones), hay que añadir que,
además de la facultad del jefe de gabinete para expedir los actos y reglamentos que sean necesarios para ejercer
las facultades que le son propias y las “delegadas” por el presidente (art. 100, inc. 2º), el mismo art. 100 inc. 4º le
concede competencia para ejercer directamente las facultades y atribuciones delegadas por el presidente. Y esto
no es lo mismo porque, en verdad, una cosa es expedir actos y reglamentos que son necesarios para ejercer
facultades delegadas, y otra es ejercer directamente facultades presidenciales por “delegación”.
15. — El jefe de gabinete también resuelve, en acuerdo de gabinete, sobre materias que el poder ejecutivo le
indica (¿se asemeja o no a las “delegaciones” antes mencionadas?) o sobre las que, por decisión propia, estima
necesarias por su importancia en el ámbito de su competencia. Así reza el mismo inc. 4º del art. 100. Todo vuelve
a girar en torno de las imprecisiones que el texto ofrece acerca de las competencias del jefe de gabinete en varios
de los numerales del art. 100.
El refrendo
16. — En el área presidencial, el inc. 3º del art. 99 contiene los decretos de necesidad y urgencia. Con ellos,
¿se le da al presidente mayor poder que antes, o se amortigua el que, sin tener previsión específica en la
constitución histórica, acumuló por el dictado de aquellos decretos, sobre todo desde 1989?
Añadimos, por ahora, que los decretos de necesidad y urgencia deben ser refrendados conjuntamente por el
jefe de gabinete y los demás ministros, y que igual refrendo precisan los decretos que promulgan parcialmente a
una ley (art. 100, inc. 13). Unos decretos y otros tienen que ser sometidos personalmente por el jefe de gabinete a
consideración de la Comisión Bicameral Permanente del congreso dentro de los diez días de sancionados (ídem).
17. — Asimismo, el jefe de gabinete refrenda los decretos presidenciales que se dictan en ejercicio de
facultades que han sido delegadas por el congreso al po-der ejecutivo conforme al art. 76; dichos decretos
también quedan sujetos a con-trol de la Comisión Bicameral Permanente. Todo ello surge del art. 100, inc. 12.
18. — Existe otra serie de paliativos posibles, en conexión con di-ferentes órganos de poder y
extrapoderes. Así:
a) En el poder judicial hacemos una subdivisión que presenta modificaciones respecto del
régimen anterior: a) los magistrados de la Corte Suprema mantienen el mismo mecanismo de
designación —por el poder ejecutivo con acuerdo del senado— pero el acuerdo ahora
requiere dos tercios de votos de sus miembros presentes, y la sesión debe ser pública; b) para los
jueces de tribunales federales inferiores, los nombramientos se efectúan con intervención
mediadora del Consejo de la Magistratura, y las remociones a través de un jurado de
enjuiciamiento.
b) Los órganos de control —como la Auditoría General de la Nación y el Defensor del
Pueblo— pueden ser valorados como elementos de equilibrio, fiscalización y contralor. Algo
similar cabe predicar del Ministerio Público, que ha logrado cortar amarras con el poder eje-
cutivo.
c) Si examinamos la relación interórganos “poder ejecutivo-congreso”, aparece la facultad
de cada cámara para interpelar (a efectos de tratar una moción de censura) al jefe de gabinete, por
el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cualquiera de las cámaras; y para
removerlo con el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de ellas, todo
conforme al art. 101.
El art. 101 obliga también al jefe de gabinete a concurrir al menos una vez por mes, alternativamente, a cada
una de las cámaras, para informar de la marcha del gobierno.
d) Las prohibiciones al ejecutivo para emitir disposiciones de carácter legislativo (art. 99 inc
3º), para promulgar parcialmente las leyes (art. 80), y para que el congreso le delegue
competencias legislativas (art. 76) tienen en las mismas normas impeditivas sus excepciones
habilitantes. (Ver nº 8).
e) El período de sesiones ordinarias del congreso se ha ampliado desde el 1º de marzo al 30
de noviembre (art. 63), pero esta formalidad no basta para afirmar, sin más, que el congreso se
halle en condición de fortificar sus competencias y, de ese modo, atemperar las presidenciales.
f) La competencia para intervenir a una provincia o a la ciudad de Buenos Aires queda ahora
explícitamente atribuida al congreso (art. 75 inc. 31), así como la de aprobar o revocar la que, de
acuerdo con el art. 99 inc. 20, dispone durante su receso el poder ejecutivo.
g) La ley de convocatoria a consulta popular sobre un proyecto de ley no puede ser vetada; el
voto afirmativo del cuerpo electoral la convierte en ley de promulgación automática (art. 40).
19. — La introducción de la Comisión Bicameral Permanente es una novedad que coloca en interacción al
poder ejecutivo, al jefe de gabinete de ministros, y al congreso. La ley debe reglamentar las relaciones previstas en
las respectivas cláusulas constitucionales para viabilizar su funcionamiento eficaz.
El balance
Lo señalado en los anteriores incisos c) y d) creemos que no tolera superarse mediante leyes,
porque aquí el silencio de la constitución equivale a la afirmación y la decisión de que no puede
haber censura constructiva ni disolución del congreso.
IV. EL ACCESO AL CARGO Y LA PERMANENCIA EN EL MISMO
22. — El actual art. 89 dice: “Para ser elegido presidente o vice-presidente de la Nación, se
requiere haber nacido en el territorio argentino, o ser hijo de ciudadano nativo, habiendo nacido
en país extranjero; y las demás calidades exigidas para ser elegido senador.”
A) La ciudadanía
23. — En primer lugar, se exige la ciudadanía argentina. Seguimos sosteniendo que para
nuestra constitución, “ciudadanía” y “nacionalidad” son la misma cosa. El presidente debe ser
ciudadano nativo, o hijo de ciudadano nativo.
Esta última posibilidad tiene el sentido de una liberalidad de claro sentido histórico, mediante la cual los
constituyentes de 1853 permitieron el eventual acceso a la presidencia de los hijos de argentinos nativos que
nacieron en el extranjero durante el exilio provocado por la tiranía de Rosas, pero la norma no agotó su viabilidad
de aplicación con la generación a la cual se destinaba concretamente, y podría resucitar una similar razón concreta
de funcionamiento con los nacidos fuera del país, de padres argentinos nativos que en determinadas épocas
emigraron también al extranjero.
Lo que debe quedar en claro es que el hijo de argentino nativo que ha nacido en el extranjero
y que accede a la presidencia, no queda investido por el art. 76 de la nacionalidad (o ciudadanía)
argentina. Es un extranjero a quien la constitución, sin convertirlo en argentino, le confiere
condición para ser presidente.
Esta clara interpretación personal nos lleva a decir que para el supuesto recién referido se
exime del requisito de tener seis años de ciudadanía, que figura entre “las calidades exigidas para
ser senador” del art. 55, al que remite el art. 89.
No es extravagante nuestro punto de vista porque tampoco tiene sentido im-ponerle al presidente el requisito
senatorial de “ser natural de la provincia que lo elija, o con dos años de residencia inmediata en ella”, desde que el
presidente no es electo por provincia alguna. (Ver nº 27).
B) La religión
24. — Antes de la reforma de 1994, el entonces art. 76 incluía entre las condiciones para ser elegido
presidente la de “pertenecer a la comunión católica apostólica romana”.
No vale ya escudriñar la “ratio” de la norma ni explicar lo que, para nuestra interpretación, significaba esa
“pertenencia”, cuándo se debía dar por reunida, cuándo y por qué causales se perdía. En su momento, eran útiles
las inevitables remisiones al derecho canónico.
Ahora, la reforma ha eliminado la aludida condición confesional, lo que en la contemporaneidad se adecua al
pluralismo religioso y democrático de carácter igualitario e, incluso, al propio ecumenismo prohijado por la Iglesia
Católica Romana. Desde antes de la reforma propiciábamos que, al llevarse a cabo, este requisito fuera suprimido.
Por su parte, nuestra sociedad valoraba —desde hace tiempo— en muchos de sus sectores que la condición
impuesta implicaba una discriminación religiosa.
25. — Volvemos a sostener que tal eliminación no se ha hecho en reciprocidad a la pérdida de vigencia
sociológica que, ya antes de la reforma, habían sufrido las normas constitucionales sobre patronato y pase que, por
otro lado, han sido también suprimidas. El requisito de confesionalidad para ser presidente y vice no venía exigido
por las competencias que la constitución asignaba al poder ejecutivo en relación con la Iglesia, sino por razones
que, a la época de la constitución, se tuvieron como respuesta a la composición cultural y religiosa de la sociedad,
y como expresión de reconocimiento tanto a ese fenómeno socio-lógico-espiritual cuanto a la confesionalidad de
la constitución misma.
C) La renta
26. — La renta de dos mil pesos fuertes a la época de la constitución tiene un significado que, desde el punto
de vista de la capacidad económica y de la riqueza personal, resulta considerable. Por un lado, cuando dos mil
pesos fuertes de 1853 se transforman a valor onza de oro y luego se convierte el resultado a dólares, y éstos a su
cotización en moneda argentina actual, se obtiene una suma cuantiosa, lo que —cuando por otro lado se advierte
que se trata de “renta”— permite comprender que el patrimonio necesario para devengarla era y es de valor muy
elevado.
El requisito de esta renta no parece provenir de un sentido económico, o de privilegio por riqueza. Creemos,
más bien, que el constituyente dio por supuesto, en 1853, que el requisito de “idoneidad” derivado de la educación
y la cultura se recluía, con criterio realista, en quienes por su “renta” habían tenido oportunidad de adquirir una
formación satisfactoria. O sea, estableció la renta como signo de que quien la poseía tenía idoneidad.
De todos modos, la constitución material ha operado, con el cambio de circunstancias logrado a raíz de la
alfabetización y la culturalización, una mutación por sustracción, por lo que la condición económica de la renta —
que hoy ya no revela idoneidad por sí sola— ha dejado de ser exigible, y en una próxima reforma debe suprimirse,
ya que en la de 1994 no se hizo, y resulta un requisito anacrónico.
28. — El art. 89 consigna que ellos hacen falta “para ser elegido presidente o vicepresidente”.
El art. 94 dice que ambos “serán elegidos directamente por el pueblo…”, de donde surge que el
momento de la elección del presidente y vice es el del acto electoral en el que el electorado vota
por la fórmula.
Al tratarse de elección directa por el cuerpo electoral se hace necesaria la previa registración
y oficialización de las candidaturas que van a postularse, por lo que no nos parece desatinado que
sea en esa instancia donde la autoridad electoral competente verifique si los aspirantes reúnen los
requisitos del art. 89, y exija que el tiempo de la oficialización sea a la vez el momento en que los
mismos candidatos deben tener cumplidos tales condiciones constitucionales.
Se podrá alegar que se es “elegido” presidente y vice recién cuando la fórmula triunfadora queda
oficialmente proclamada por la autoridad competente, y no antes, y que —por ende— es al momento de esa
proclamación cuando se han de cumplir los requisitos, pudiendo algún candidato no reunirlos todavía el día del
comicio.
En rigor, bien que el presidente y vice quedan “elegidos” cuando son procla-mados oficialmente como tales,
lo son porque el cuerpo electoral los eligió en la elección popular.
No obstante, con una postura intermedia, creemos que tratándose de requisitos objetivos como la edad, la
oficialización de la candidatura de un aspirante que no tuviera a esa fecha treinta años cumplidos debería
efectuarse si pudiera calcularse objetivamente que los cumpliría al tiempo de su proclamación (en caso de integrar
la fórmula triunfadora).
30. — Es importante escarbar cuál es el principio que preside a esta refor-ma: si el reeleccionista, o el no
reeleccionista. Quizá, a primera vista, se diría que al abolirse la rotunda prohibición del anterior art. 77 que exigía
el intervalo de un período seisenal para la reelección, la reforma ha escogido el principio reelec-cionista. No
obstante, si además de la tradición surgida de la constitución histórica añadimos la limitación que ha introducido la
reforma al autorizar la reelección inmediata sólo por un nuevo lapso de cuatro años, hay base para admitir que,
aun muy atenuado, y con nueva modalidad, subsiste el principio no reelec-cionista.
Parece confirmarlo la cláusula transitoria novena cuando estipula que el mandato del presidente en ejercicio
al tiempo de sancionarse la reforma deberá considerarse como primer período.
El sueldo
32. — El presidente y vice gozan por el art. 92 de un sueldo pagado por el tesoro nacional. Su
monto no puede “alterarse” en el período de sus nombramientos, o sea, ni aumentarse ni
disminuirse.
Una interpretación realista nos lleva a sostener que la inalterabilidad del sueldo presidencial impide que por
acto de los órganos de poder se disminuya o se aumente, pero que cuando la disminución no es nominal sino de
valor a causa de la depreciación monetaria, también se produce “alteración” y se “debe” restablecer la identidad
real del sueldo, aunque para eso la cantidad se eleve.
La incompatibilidad
33. — Durante el período de desempeño, agrega el art. 92, ni el presidente ni el vice pueden
ejercer otro empleo, ni recibir ningún otro emolumento nacional ni provincial.
Se trata de una incompatibilidad absoluta, que impone total dedicación al cargo, e impide no sólo percibir
remuneraciones, sino también ejercer otras actividades —aunque fuesen honorarias—. La prohibición de acumular
emolu-mentos nacionales o provinciales alcanza asimismo a retribuciones privadas y municipales. Sin embargo, la
rigidez no puede conducir hasta privar del goce y disfrute de derechos económicos fundados en leyes generales —
como sería, por ej.: la participación como socio en una empresa donde el presidente tuviera invertido capital
propio, la renta patrimonial, etc.—. De impedirse también esto, se convertiría al presidente en un sujeto destituido
de capacidad de derecho para contratar y ejercer una serie de actos jurídicos. Y tal incapacidad jurídica no puede
presumirse.
El juramento
34. — El art. 93 contiene la nueva fórmula del juramento que han de prestar el presidente y el
vicepresidente al tomar posesión de sus cargos.
Dice así: “Al tomar posesión de su cargo el presidente y vicepresidente prestarán juramento,
en manos del presidente del Senado y ante el Congreso reunido en Asamblea, respetando sus
creencias religiosas, de: desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente (o
vicepresidente) de la Nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación
Argentina”.
La comparación con el anterior art. 80 hace entender que el actual 93 se ha compatibilizado con la supresión
del requisito de confesionalidad en el art. 89. En la fórmula de juramento se prevé y respeta la convicción
religiosa del presi-dente y del vice que, de pertenecer a alguna confesión, o de profesar un culto, pueden incluir las
menciones de sus preferencias y, en caso contrario, omitirlas.
35. — El juramento es un requisito que hace a la validez del título de jure del presidente. Si se
negara a prestarlo, o si hiciera asunción del cargo antes de prestarlo, el título presidencial quedaría
viciado y, por ende, sería de facto.
El presidente lo presta una sola vez, y si por ausencia, enfermedad o cual-quier otra causa delega sus
funciones en el vicepresidente, o éste las asume, no debe prestarlo nuevamente al recuperar el ejercicio. En
cambio, el juramento que el vicepresidente presta como tal, lo presta al solo efecto de su función vicepresidencial,
por manera que cuando ejerce definitivamente el poder ejecutivo en reemplazo del presidente y de conformidad
con el art. 88 de la constitución, debe prestar nuevo juramento —esta vez para el desempeño del cargo de
presidente—. Pero no debe jurar cuando sólo asume el “ejercicio” del poder ejecutivo a título transitorio.
36. — La palabra acefalía, que proviene de la voz latina “acephalus” y de la griega “aképalos”, significa
privado de cabeza o sin cabeza. “Acefalía del poder ejecutivo” quiere decir que el poder ejecutivo queda sin
cabeza, o sea, sin titular; siendo el ejecutivo unipersonal, eso ocurre cuando falta el único titular que tiene, es
decir, el presidente. El poder ejecutivo está acéfalo cuando por cualquier causa no hay presidente, o si lo hay no
puede ejercer sus funciones.
Que haya quien lo suceda, es otra cosa; la acefalía desaparecerá tan pronto ese alguien reemplace al
presidente de la república.
El artículo 88 de la constitución
37. — El art. 88 —que mantiene el texto del anterior art. 75— enfoca dos supuestos: a) que
una causal de acefalía afecte únicamente al presidente de la república, en cuyo caso el poder
ejecutivo es ejercido por el vicepresidente (es lo que llamamos la “sucesión” del vicepresidente);
b) que tanto el presidente como el vice estén afectados por una causal de acefalía, en cuyo caso le
cabe al congreso “determinar” el funcionario público que ha de desempeñar la presidencia.
La primera parte del art. 75 dice: “en caso de enfermedad, ausencia de la capital, muerte,
renuncia o destitución del presidente, el poder ejecutivo será ejercido por el vicepresidente de la
nación”.
Observamos que aquí se enumeran taxativamente “cinco” causales de acefalía. La segunda
parte agrega: “en caso de destitución, muerte, dimisión o inhabilidad del presidente y
vicepresidente de la nación, el congreso determinará qué funcionario público ha de desempeñar la
presidencia, hasta que haya cesado la causa de la inhabilidad o un nuevo presidente sea electo”.
Observamos que aquí se menciona “cuatro” causales de acefalía.
Ver nº 39.
38. — Cuando el vicepresidente no puede reemplazar al presidente, estamos ante un impedimento en lo que
llamamos “la sucesión del vice”, pero no ante “acefalía del poder ejecutivo” porque como el vice no forma parte
del poder ejecutivo, la “causal” que le impide suceder al presidente no configura acefalía en el poder ejecutivo
(que es unipersonal). (Ver nº 36).
39. — Si se lee detenidamente el art. 88, se observa que en la primera parte, donde se refiere
al presidente de la república, habla de “enfermedad”, “ausencia de la capital”, “muerte”,
“renuncia” o “destitución” (cinco causales). En cambio, en la segunda parte, cuando se refiere al
presidente y al vicepresidente, habla de “destitución”, “muerte”, “dimisión” o “inhabilidad”
(cuatro causales).
Haciendo el cotejo, se mantienen dos causales con las mismas palabras: “muerte” y
“destitución”; se cambia la palabra de otra causal: “dimisión” en vez de “renuncia”; desaparece
una causal: la “ausencia” de la capital; y es dudoso si la palabra “inhabilidad” equivale a
“enfermedad”, lo que también convierte en dudoso si la causal “enfermedad” se suprime y se
sustituye por otra (inhabilidad), o si es la misma causal con nombre diferente.
Estamos ciertos de que, no obstante los matices diferenciales apuntados, para los dos
supuestos previstos en el art. 88 se trata siempre y solamente de “cinco” únicas causales, de
forma que las “cuatro” mentadas en la segunda parte son iguales (o equivalen) a las “cinco” del
vocabulario empleado al comienzo de la norma: a) enfermedad o inhabilidad (como
equivalentes), b) ausencia de la capital (y con más razón del país), c) muerte, d) renuncia o
dimisión, e) destitución.
En suma, interpretamos la lectura del art. 88 como si dijera: “En caso de enfermedad (o inhabilidad),
ausencia de la capital, muerte, renuncia, o destitución del presidente, el poder ejecutivo será ejercido por el
vicepresidente de la nación. En caso de destitución, muerte, renuncia, inhabilidad (o enfermedad) o ausencia de la
capital del presidente y vicepresidente de la nación, el congreso determinará…”.
De las cinco causas, tres adquieren constancia fehaciente e indudable: a) la muerte por sí sola; b) la renuncia,
una vez aceptada por el congreso; c) la destitu-ción, por juicio político. Las otras dos requieren comprobación: la
enfermedad o inhabilidad, y la ausencia de la capital (y del país) no siempre son evidentes y públicas y, aun
siéndolo, parece menester que alguien (algún órgano competente) constante y declare que la causal se ha
configurado.
A) La inhabilidad
Linares Quintana y González Calderón han opinado que nuestro término constitucional “enfermedad” se
refiere a todos los casos de incapacidad o inhabilidad: un presidente enfermo, demente, secuestrado, preso, etc., es
un presidente inhabilitado, porque tiene impedimento, imposibilidad, incapacidad para desempeñarse, aun cuando
el obstáculo sea ajeno a su voluntad (por ej.: secuestro), o a su propia conciencia cognoscente (por ej.: locura), o
provenga de su salud; y con más razón si la inhabilidad es culposa.
41. — Si el presidente no reconoce su inhabilidad, la doctrina puede pensar tres soluciones para dar por
comprobada y configurada la causal de acefalía, y para declarar que se ha producido a fin de abrir el reemplazo: a)
que el vicepresidente llamado a suceder al presidente declare que hay acefalía y acceda a la presidencia por su
propia decisión; b) que el congreso declare que hay acefalía; c) que el presidente sea destituido por juicio político.
La primera solución nos parece improcedente.
La tercera solución nos permite comentar que el juicio político puede ser una vía apta, si la inhabilidad
configura “mal desempeño”; pero no resulta imprescindible.
Nos queda, pues, la competencia del congreso para declarar —sin necesidad de juicio político— que se ha
configurado la causal de acefalía llamada “inhabilidad” (o enfermedad).
42. — Quienes exigen inexorablemente el juicio político para destituir por “inhabilidad”, no se dan cuenta de
que si ante la inhabilidad (o enfermedad) el congreso no puede hacer nada más que destituir mediante juicio
político, la causal “inhabilidad” (que aparece separada e independiente de la “destitución” en el art. 88) sería
totalmente inocua e inútil, porque no se podría hacer valer ni juzgar por sí misma, sino subsumida en otra (la
“destitución”). Por ende, creemos imposible e ilógico suponer que el constituyente previó la causal de
“inhabilidad” (o enfermedad) como separada de la “destitución”, pero que no articuló una vía y un órgano para
declarar que se ha producido.
B) La ausencia
43. — Ausencia de la capital. Esta causal ha de entenderse actualmente como ausencia del
país. Por un lado, si el constituyente configuró como causal de acefalía a la ausencia “de la
capital”, con más razón quiso prever dentro de ella a la ausencia del país. La norma escrita dice,
en el caso, menos de lo que quiso decir su autor, por lo que corresponde hacer interpretación
extensiva, ya que ir al extranjero es “más” que salir de la capital.
Por otro lado, la ausencia de la capital no puede ser hoy, en principio, una causal de acefalía, no obstante que
no fue suprimida en la reforma de 1994. Ha perdido vigencia sociológica por desuetudo o uso contrario, al
cambiar radicalmente la situación existente en 1853. Hacemos notar, en concordancia, que en el actual inc. 18 del
art. 99, la autorización del congreso está prevista para que el presidente se ausente del país, habiéndose reformado
el inc. 21 del anterior art. 86 que requería dicho permiso para salir de la capital.
44. — La ausencia presidencial es importante cuando se trata de salidas al exterior. Allí sí debe concurrir el
permiso del congreso, por imperio del art. 99, inc. 18, que no admite esquivamiento de su aplicación para viajar al
extranjero.
Hay doctrinas en el sentido de que el permiso debe ser conciso e individua-lizado, para “cada” oportunidad de
ausencia al extranjero, con lo que se rechaza la especie de autorizaciones “en blanco”, que dejan al criterio
exclusivo del presidente ponderar la oportunidad, la conveniencia y el país de cada viaje futuro.
Es verdad que estamos ante una relación entre poder ejecutivo y congreso que traduce control del segundo
sobre el primero, y tal control parece demandar que el permiso recaiga en cada situación especial y concreta. No
obstante, es nuestro propósito no endurecer las cláusulas constitucionales en demasía; por eso, si el congreso
dispone de la facultad amplia de conceder o no el permiso para ausentarse del país, y de evaluar las razones
políticas de cada viaje, puede dejársele al congreso el margen suficiente para otorgarlo en la forma que crea más
conveniente: con indicación del lugar, con fijación de tiempo, en blanco, etc. Al fin y al cabo, el que controla es el
que decide de qué modo, con qué alcance, en qué ocasión lo hace. Y si acaso el permiso se anticipa en bloque para
salidas futuras, el congreso no pierde por ello la facultad de cancelarlo, o de pedir explicaciones ante una salida
próxima o ya realizada.
C) La muerte y la renuncia
45. — La muerte y la renuncia son situaciones tan objetivas que no ofrecen duda. Pero la renuncia debe ser
aceptada por el congreso (el art. 75 inc. 21 se refiere a admitir o desechar los “motivos” de dimisión del presidente
o vicepresidente, lo que también revela que la renuncia debe ser fundada).
D) La destitución
La remoción por golpe de estado, revolución, o cualquier hecho de fuerza, es una causal extraconstitucional;
por eso, quien asume la presidencia es un presidente de facto y no de jure (aun cuando asuma la presidencia aquél
que señala la ley de acefalía).
47. — Cuando una causal de acefalía afecta al presidente, “el poder ejecutivo será ejercido
por el vicepresidente”, según reza la primera parte del art. 89. Hay acefalía, pero hay un sucesor.
a) Si la acefalía es definitiva, el presidente cesa y la vacancia debe cubrirse en forma
permanente: el vice ejerce el poder ejecutivo por todo el resto del período presidencial pendiente
y asume el cargo en sí mismo, y se convierte en presidente; no es el vice “en ejercicio del poder
ejecutivo”, sino “el presidente”; con eso, desaparece la acefalía, porque definitivamente el
ejecutivo tiene un nuevo titular.
Con la transformación del vicepresidente en presidente, el órgano vicepre-sidencial queda a su vez acéfalo; de
allí en adelante, habrá presidente y no habrá vice.
b) Si la acefalía no es definitiva —por ej.: por ausencia o enfermedad transitoria del
presidente— el ejercicio que el vicepresidente hace del poder ejecutivo es algo así como una
suplencia, hasta que el presidente reasuma sus funciones; en esos casos, el vice es sólo
vicepresidente en ejercicio del poder ejecutivo; el presidente sigue siendo tal, sólo que “es” pero
no ejerce, y por eso, cuando reasume, no presta nuevo juramento. El vice sigue siendo vice. O sea
que no sucede al presidente en el cargo, sino sólo lo reemplaza en las funciones del cargo.
Sea que el vice reemplace definitivamente al presidente, sea que lo supla interinamente “en el ejercicio” del
poder ejecutivo, tiene la plenitud de competencias constitucionales propias de dicho poder.
49. — Las posiciones interpretativas en torno de esta parte del art. 88 son dispares.
a) Parte de la doctrina ha considerado inconstitucional dictar una “ley” de acefalía que
preventivamente y en forma general y adelantada establezca el orden de sucesión al poder para
todos los posibles casos futuros, porque cree que dictar dicha “ley” no es determinar qué
funcionario ha de ocupar la presidencia, “determinación” que debe ser hecha en cada caso una vez
producido.
b) Otra parte, consiente que es válido hacer tal “determinación” de modo general y anticipado
mediante una “ley”.
Por ende, aceptamos cualesquiera de estas dos soluciones para determinar qué funcionario
público desempeñará la presidencia: a) que el congreso “determine” por ley (en forma general y
anticipada) quién será ese funcionario; b) que el congreso no dicte esa ley, y que “determine” el
sucesor en el momento en que se configure cada vez la ausencia del binomio presidente-vice, en
forma concreta y particular para ese caso; o sea, “cada vez” que ocurra la situación, el con-greso
hará la “determinación” para esa vez.
Como variante, también nos parece válido: c) que aun dictada la ley de acefalía, el congreso
puede en un caso particular hacer excepción al orden sucesorio previsto en la misma, y ejercer
plenamente la solución del inc. b).
50. — La primera ley de acefalía fue la 252, dictada en 1868. En 1975 fue derogada la ley
252 y sustituida por la Nº 20.972.
Esta ley dispuso dos etapas para cubrir la acefalía: una provisoria hasta que el congreso elija
el nuevo presidente, y otra definitiva a cargo del presidente electo por el congreso reunido en
asamblea. Si la causal de acefalía es transitoria, la segunda etapa no se cumple.
El texto de la nueva ley 20.972 es el siguiente: “Art. 1º — En caso de acefalía por falta de presidente y
vicepresidente de la nación, el poder ejecutivo será desempeñado transitoriamente en primer lugar por el
presidente provisorio del senado, en segundo por el presidente de la cámara de diputados y a falta de éstos, por el
presidente de la Corte Suprema de Justicia, hasta tanto el congreso reunido en asamblea, haga la elección a que se
refiere el artículo 75 (ahora 88) de la constitución nacional. Art. 2º — La elección, en tal caso, se efectuará por el
congreso de la nación, en asamblea que convocará y presidirá quien ejerza la presidencia del senado y que se
reunirá por imperio de esta ley dentro de las 48 horas siguientes al hecho de la acefalía. La asamblea se constituirá
en primera convocatoria con la presencia de las dos terceras partes de los miembros de cada cámara que la
componen. Si no se logra ese quorum, se reunirá nuevamente a las 48 horas siguientes constituyéndose en tal caso
con simple mayoría de los miembros de cada cámara. Art. 3º — La elección se hará por mayoría absoluta de los
presentes. Si no se obtuviere esa mayoría en la primera votación se hará por segunda vez, limitándose a las dos
personas que en la primera hubiesen obtenido mayor número de sufragios. En caso de empate, se repetirá la
votación, y si resultase nuevo empate, decidirá el presidente de la asamblea votando por segunda vez. El voto será
siempre nominal. La elección deberá quedar concluida en una sola reunión de la asamblea. Art. 4º — La elección
deberá recaer en un funcionario que reúna los requisitos del artículo 76 (ahora 89) de la constitución nacional, y
desempeñe alguno de los siguientes mandatos populares electivos: senador nacional, diputado nacional o
gobernador de provincia. Art. 5º — Cuando la vacancia sea transitoria, el poder ejecutivo será desempeñado por
los funcionarios indicados en el artículo 1º y en ese orden, hasta que reasuma el titular. Art. 6º — El funcionario
que ha de ejercer el poder ejecutivo en los casos del artículo 1º de esta ley actuará con el título que le confiere el
cargo que ocupa, con el agregado “en ejercicio del poder ejecutivo”. Para el caso del artículo 4º el funcionario
designado para ejercer la presidencia de la república deberá prestar el juramento que prescribe el artículo 80
(ahora 93) de la constitución nacional ante el congreso y en su ausencia, ante la Corte Suprema de Justicia. Art.
7º — Derógase la ley Nº 252 del día 19 de setiembre de 1868”.
51. — a) Cuando la vacancia del poder ejecutivo es transitoria y el vice no puede suceder al
presidente, la ley prevé el desempeño temporario del poder ejecutivo por alguno de los siguientes
funcionarios, en este orden: 1º) el presidente provisorio del senado; 2º) el presidente de la
cámara de diputados; 3) el presidente de la Corte Suprema de Justicia. El que asume, ejerce el
poder ejecutivo “hasta que reasuma su titular”.
Queda sin aclarar qué ocurre si ese funcionario asume por vacancia transitoria de la presidencia y de la
vicepresidencia, y si mientras el presidente está afectado por una causal temporaria de acefalía, desaparece el
impedimento también temporario del vicepresidente, y éste queda en condiciones de reemplazar al presidente.
¿Sigue ejerciendo el poder ejecutivo el funcionario aludido, o debe cesar para permitir que lo ejerza el
vicepresidente? La ley dice en su art. 4º que ese funcionario se desempeña “hasta que reasume el titular” (o sea, el
presidente). No obstante, creemos que cuando el vicepresidente transitoriamente impedido vuelve a estar en
condiciones de ejercer la presidencia, la ley no puede impedirlo, de modo que la fórmula de la ley 20.972 no es
correcta para este supuesto, y debería rezar así: “hasta que reasuma el presidente” o “hasta que el vicepresidente
esté en condiciones de reemplazarlo”.
52. — El presidente así electo por el congreso se convierte en presidente definitivo hasta
concluir el período de su antecesor, con lo que se burla el espíritu de la constitución, en cuanto su
art. 88 prevé la cobertura de la acefalía hasta que un nuevo presidente sea electo. No cabe duda
que riñe con la constitución la detentación del poder ejecutivo con carácter permanente por un
titular que no ha sido elegido mediante el procedimiento electoral arbitrado por la constitución. El
art. 88 es suficientemente claro cuando dice que el funcionario que el congreso determina para
desempeñar la presidencia, la ejercerá “hasta que haya cesado la causal de inhabilidad” (caso de
transitoriedad) “o un nuevo presidente sea electo” (caso de definiti-vidad). No se refiere a la
elección normal cuando finaliza cada perío-do de cuatro años, sino a una anticipada y especial
para poner tér-mino al interinato del presidente surgido de la hipótesis del art. 88.
Remitimos al nº 35.
54. — b) Juramento de los otros funcionarios
En el sistema sucesorio de la ley 20.972, creemos que: b’) cuando asume el ejercicio del poder ejecutivo
alguno de los funcionarios mencionados en el art. 1º (presidente provisorio del senado, presidente de la cámara de
diputados, presidente de la Corte Suprema) dicho funcionario debe prestar el juramento presidencial del art. 93 de
la constitución, porque aunque los tres han jurado al hacerse cargo de su respectiva función para el desempeño de
la misma, ninguno de ellos ha jurado con la fórmula constitucional a los fines de la sucesión presidencial; la ley
omite regular este punto; b”) cuando a continuación del interinato de uno de esos tres funcionarios asume como
presidente el funcionario que elige el congreso ( un senador, o un diputado, o un gobernador provincial), la ley
prevé que preste juramento constitucional como presidente, y tal es la solución correcta.
La vacancia de la vicepresidencia
55. — Puede no haber vicepresidente por dos circunstancias: a) porque habiendo presidente el
vicepresidente incurre en alguna de las causales del art. 88 —enfermedad o inhabilidad,
ausencia, renuncia, muerte o destitución—; b) porque afectado el presidente por una causal de
acefalía, quien es vicepresidente pasa a ejercer la presidencia. En cualquiera de ambas hipótesis,
la falta de vicepresidente puede ser definitiva o temporaria. Cuando falta definitivamente el
vicepresidente, el órgano-institución queda sin órgano-individuo que lo porte. ¿Qué cabe hacer
ante ese vacío?
En primer término, conviene advertir que la constitución supone y regula como situación
normal la existencia conjunta del binomio presidente-vice. O sea, que debe hacer un
vicepresidente; pero la constitución ha dejado un silencio constitucional (o laguna) que debe
llenarse por integración, y también en este extremo (como en tantos otros para los que la
constitución no ha impuesto una solución o descartado otra), se abren posibilidades, todas
igualmente válidas y, por ende, constitucionales:
a) la constitución no obliga expresamente a elegir nuevo vicepresidente; b) la constitución no
prohíbe elegirlo; c) parece mejor elegirlo, porque la constitución prevé la existencia y la función
del vicepresidente; aparte, la falta de vice desarticula las previsiones constitucionales sobre la
eventual sucesión en el poder ejecutivo.
56. — En el derecho constitucional material, cabe observar el uso de soluciones distintas según las hipótesis
de vacancia de la vicepresidencia.
a) Para los casos en que la vicepresidencia quedó vacante porque su titular sucedió al presidente al producirse
acefalía del poder ejecutivo, parece existir norma consuetudinaria (por práctica) en el sentido de no convocarse a
elecciones para elegir nuevo vicepresidente. (Esta norma no formulada por escrito tiene la vigencia sociológica
que le asigna el uso, pero no implica que en el futuro pueda cobrar vigencia la opuesta.)
b) Para los casos en que la vacancia vicepresidencial se produjo por muerte o renuncia, la constitución
material ha ejemplarizado el uso de una alternativa: elegir o no nuevo vice, según el caso; entre las dos, ha tenido
mucho mayor segui-miento la segunda.
VI. LA ELECCION PRESIDENCIAL
La elección directa
58. — Siempre tuvimos la sensación de que uno de los aspectos que mayor consenso tenía en la sociedad, si
en el futuro se realizaba una reforma de la constitución, era éste de la designación del presidente. Quizá la razón
radicaba en el hecho de que la mediación de los partidos políticos había significado una mutación constitucional
en la elección indirecta, cuyo funcionamiento operaba normalmente como si fuera directa. Ello en cuanto fue
habitual que el partido con mayor número de votos populares consiguiera un número de electores suficientes que,
en las juntas electorales, consagraba por sí mismo la fórmula auspiciada por ese partido.
No obstante, se hace hincapié ahora en que el nuevo sistema desequilibra en mucho el peso del voto popular
en toda la extensión del territorio, ya que son unas pocas provincias las que acumulan el porcentaje más elevado
de ciudadanos con derecho electoral activo y las que, por ende, gravitan en el resultado de la elección directa,
neutralizando el resultado que surja del resto de las provincias.
Ello ha sido señalado como un deterioro de nuestro federalismo, al opacarse el peso de la participación
ciudadana en un vasto espacio geográfico del país, que se constituye en un distrito único.
Con ser verdad el fenómeno así descripto, pensamos que guarda un cierto paralelismo con el número de
diputados que, conforme a la población de cada provincia, elige el electorado de las mismas para componer la
cámara baja. Y, sobre todo, juzgamos que en el reemplazo de la elección indirecta por la directa hay un
sinceramiento institucional que, asimismo, tiende a evitar los eventuales bloqueos en los colegios electorales, si es
que el partido con mayor caudal no suma el número de electores necesario o no consigue alianzas con los de otros
partidos.
Ha de tenerse en cuenta que las normas analizadas imponen el voto “por fórmula”, es decir, por el binomio
de candidatos que se postulan a la presidencia y a la vicepresidencia. No se vota por personas y, en consecuencia,
el escrutinio se tiene que realizar por fórmulas y no por personas.
El ballotage
60. — Con el sistema electoral a doble vuelta se supone y se suele decir que en el primer comicio el elector
opta libremente por la fórmula o los candidatos que realmente prefiere —“vota con el corazón”—, y que en
cambio en la eventual segunda vuelta reflexiona racionalmente para escoger una de entre dos fórmulas —“vota
con la razón”—.
Sin embargo, dados los porcentuales de sufragios con que se ha regulado el ballotage argentino, la situación
no coincide exactamente con la afirmación anterior. En efecto, cuando el elector reflexivo sabe que ya en la
primera vuelta puede triunfar una fórmula si supera el 45%de los votos —en vez de lo habitual en el derecho
comparado, que es más del 50%— ha de tener precaución con miras a la eventual segunda vuelta, que no se
realiza si la fórmula que consiguió por lo menos el 40% en la primera tiene una diferencia de más de diez puntos
porcentuales sobre la siguiente en cantidad de votos.
Estas perspectivas ya juegan desde la primera opción, de forma que no es tan cierto que en ella siempre vaya
a existir plena libertad de decisión a gusto de cada elector cuando escoge una fórmula determinada.
61. — Las normas sobre el ballotage también han dejado en silencio algunos aspectos cruciales. En efecto, al
referirse a “fórmulas”, creemos que no permite que en la segunda vuelta pueda haber sustitución de candidatos
respecto de las que se sometieron a elección en la primera, porque hablar de “fórmulas” más votadas presupone
que no puede alterárselas después.
No obstante, es viable que alguna vez ocurra una de las siguientes hipótesis que ejemplificamos:
a) que el partido que ha postulado la fórmula que debe competir en la segun-da vuelta, decida retirarse y
abstenerse;
b) que sean los candidatos de la fórmula —uno de ellos, o ambos— los que adoptan similar decisión, lo que
abre alternativas: b’) que el partido no acepte la declinación personal de los candidatos; b”) que la admita (con lo
que se vuelve a la hipótesis de a);
c) que un candidato fallezca;
d) que un candidato incurra en una causal de inhabilitación.
Cualesquiera de tales situaciones bloquea la segunda vuelta, y parece nece-sario que tal bloqueo encuentre la
vía de superación.
Como la constitución es en este punto lagunosa, consideramos necesario que la ley —aunque ninguno de los
artículos 94 a 98 se refiere a ella— contemple y reglamente razonablemente los casos que hemos destacado en los
ejemplos propuestos, porque entonces el reemplazo de candidatos o fórmulas no pugnaría con la prohibición de
alterarlas.
Todo ello significa que cuando la constitución prevé que debe haber segunda vuelta y ésta no puede realizarse
por alguna hipótesis similar a las ejemplificadas, hay que hallar una solución legal suficientemente razonable para
dejar expedita la viabilidad del segundo acto electoral.
62. — La ley 24.444, de 1994, modificatoria del Código Electoral Nacional, ha reglamentado las normas
constitucionales nuevas en la materia. Los artículos 148 a 155 encaran parcialmente algunas de las posibles
situaciones, no obstante lo cual dejan de satisfacernos en ciertos aspectos, por no prever deter-minadas hipótesis, o
por obviar la segunda vuelta electoral.
Los textos pertinentes son los siguientes:
“Artículo 148 — El Presidente y Vicepresidente de la Nación serán elegidos simultánea y directamente por el
pueblo de la Nación, con arreglo al sistema de doble vuelta, a cuyo fin el territorio nacional constituye un único
distrito.
La convocatoria deberá hacerse con una anticipación no menor de noventa (90) días y deberá celebrarse
dentro de los dos (2) meses anteriores a la conclu-sión del mandato del Presidente y Vicepresidente en ejercicio.
La convocatoria comprenderá la eventual segunda vuelta, de conformidad con lo dispuesto por el artículo
siguiente.
Cada elector sufragará por una fórmula indivisible de candidatos de ambos cargos.
Artículo 149 — Resultará electa la fórmula que obtenga más del cuarenta y cinco por ciento (45%) de los
votos afirmativos válidamente emitidos; en su defecto, aquella que hubiera obtenido el cuarenta por ciento (40%)
por lo menos de los votos afirmativos válidamente emitidos y, además, existiere una diferencia mayor de diez
puntos porcentuales respecto del total de los votos afirmativos válidamente emitidos, sobre la fórmula que le sigue
en número de votos.
Artículo 150 — Si ninguna fórmula alcanzare esas mayorías y diferencias de acuerdo al escrutinio ejecutado
por las Juntas Electorales, y cuyo resultado único para toda la Nación será anunciado por la Asamblea Legislativa
atento lo dispuesto por el artículo 120 de la presente ley, se realizará una segunda vuelta dentro de los treinta (30)
días.
Artículo 151 — En la segunda vuelta participarán solamente las dos fórmulas más votadas en la primera,
resultando electa la que obtenga mayor número de votos afirmativos válidamente emitidos.
Artículo 152 — Dentro del quinto día de proclamadas las dos fórmulas más votadas, éstas deberán ratificar
por escrito ante la Junta Electoral Nacional de la Capital Federal, su decisión de presentarse a la segunda vuelta. Si
una de ellas no lo hiciera, será proclamada la otra.
Artículo 153 — En caso de muerte o renuncia de cualquiera de los candidatos de la fórmula que haya sido
proclamada electa, se aplicará lo dispuesto en el artículo 88 de la Constitución Nacional.
Artículo 154 — En caso de muerte de los dos candidatos de cualquiera de las dos fórmulas más votadas en la
primera vuelta electoral y antes de producirse la segunda, se convocará a una nueva elección.
En caso de muerte de uno de los candidatos de cualquiera de la dos fórmulas más votadas en la primera vuelta
electoral, el partido político o alianza electoral que represente, deberá cubrir la vacancia en el término de siete (7)
días corridos, a los efectos de concurrir a la segunda vuelta.
Artículo 155 — En caso de renuncia de los dos candidatos de cualquier de las dos fórmulas más votadas en la
primera vuelta, se proclamará electa a la otra.
En caso de renuncia de uno de los candidatos de cualquiera de las dos fórmulas más votadas en la primera
vuelta electoral, no podrá cubrirse la vacante producida. Para el caso que la renuncia sea del candidato a
Presidente, ocupará su lugar el candidato a Vicepresidente.”
Antes de la reforma de 1994 la doctrina estuvo dividida entre quienes consideraban que situaciones de
excepción prestaban fundamento para que el poder ejecutivo dictara tales reglamentos, y quienes entendíamos que
nunca resultaba válido hacerlo por implicar, en cualquier caso, una violación al reparto de competencia efectuado
por la constitución y a la zona de reserva de la ley.
La reforma de 1994 los ha previsto para situaciones especiales.
El artículo 99 inciso 3º
36. — La norma habilitante no nos resulta totalmente satisfactoria por haber quedado abierta
a la reglamentación legal en lo que es la desembocadura trascendental para el destino último de
los decretos de necesidad y urgencia previstos por el art. 99 inciso 3º.
Sus párrafos tercero y cuarto encauzan y ordenan así su trámite:
a) solamente circunstancias excepcionales que imposibiliten seguir el procedimiento
legislativo ordinario, habilitan el dictado de decretos de necesidad y urgencia; pero:
a’) están absolutamente prohibidos en materia penal, tributaria, electoral, y en el régimen de
partidos políticos;
b) deben emanar del presidente de la república, por decisión adoptada en acuerdo general de
ministros, los que han de refrendarlos juntamente con el jefe de gabinete de ministros;
c) el jefe de gabinete de ministros tiene que someter personalmente, dentro de los diez días, el
decreto a consideración de la Comisión Bicameral Permanente del congreso;
d) dicha Comisión debe elevar su despacho en el plazo de otros días al plenario de cada una
de las cámaras para su expreso tratamiento;
e) las cámaras han de considerar ese despacho en forma inmediata.
Acá se interrumpe la previsión constitucional sobre el destino final que le cabe al decreto en
el congreso, y ésta es la aludida apertura que debe cerrar una ley especial que, por prescripción
del inciso, necesita sancionarse con la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cada
cámara, y que ha de regular el trámite y los alcances de la intervención congresional.
37. — Nos parece que queda suficientemente esclarecido que la ley reglamentaria del trámite
y los alcances de la intervención final del congreso nunca puede establecer que el silencio del
mismo significa aprobación tácita del decreto de necesidad y urgencia, ya que el art. 82 contiene
una norma, que reputamos general para todos los casos y para cualquiera, conforme a la cual la
voluntad de cada cámara debe manifestarse expresamente, agregando para disipar cualquier duda
que “se excluye, en todos los casos, la sanción tácita o ficta”.
La Comisión Bicameral
39. — Interpretamos la cláusula bajo comentario con sumo rigor, y ello por varias razones:
a) la división de poderes lo exige para no quedar desvirtuada en y con las excepciones que se
hacen a la regla;
b) si el art. 76 prohíbe —aunque también con excepciones— que la competencia legislativa
del congreso sea delegada al poder ejecutivo, con mayor fuerza hay que ser severo cuando éste
último, por sí y ante sí, y aun cuando sobre su decisión se prevea ulterior intervención del
congreso, emita decretos de necesidad y urgencia;
c) la práctica abusiva que en la cuestión exhibe el derecho constitucional material a partir de
1989 obliga a interpretar y aplicar el art. 99 inciso 3º con extremada severidad y excepcionalidad,
pese a la jurisprudencia complaciente de la Corte en el caso “Peralta”, de 1990;
d) la misma norma trae una formulación que respalda dicho rigor.
40. — Aun a riesgo de redundancia, retomamos los dos parámetros que traza el art. 99 inc. 3º;
a) circunstancias excepcionales que hacen imposible el trámite legislativo;
b) necesidad y urgencia de suplir dicho trámite mediante un decreto.
En el inc. b), los dos vocablos “necesidad” y “urgencia” califican una situación que excede al
voluntarismo subjetivista del presidente de la república y que descarta cualquier apremio basado
en su mero interés o conveniencia.
41. — Hay que diagnosticar con objetividad y buena fe cuándo hay, de verdad, una circunstancia excepcional
que torna “imposible” someter una norma al trámite ordinario de sanción de las leyes para sustituirlo por el
dictado de un decreto de necesidad y urgencia. El texto nuevo es en esto muy claro y elocuente; a la mención de la
excepcionalidad agrega palabras que no soportan tergiversaciones oportunistas; cuando dice que las
“circunstancias excepcionales” hacen “imposible” el seguimiento del procedimiento legislativo, hemos de
entender que esta imposibilidad no alcanza a alojar una mera inconveniencia, ni habilita a elegir
discrecionalmente, por un puro criterio coyuntural y oportunista, entre la sanción de una ley y la emanación más
rápida de un decreto. Además, debe sumarse la necesidad y la urgencia.
42. — Las “circunstancias excepcionales”, más la “imposibilidad” del trámite legislativo, más la “necesidad”
y la “urgencia”, componen un tríptico que puede parecer equivalente a las llamadas “situaciones de emergencia”.
El vocabulario a veces oscurece la interpretación porque en la doctrina, en el derecho comparado y en los
tratados de derechos humanos se suele utilizar la expresión “situaciones de excepción” como equivalente a
emergencia.
La dificultad no radica solamente en esta posible sinonimia si se toma en cuenta que también el nuevo art. 76
—que después de prohibir la delegación legislativa trae una previsión autoritativa —utiliza la frase “emergencia
pública”, bastante confusa por cierto.
Intentamos coordinar las ambigüedades del siguiente modo: cuando el art. 99 inciso 3º se
refiere a los parámetros ya aludidos que hacen de presupuesto para dictar decretos de necesidad y
urgencia, dice que debe existir: a) “circunstancias excepcionales” que b) hacen imposible recorrer
el procedimiento legislativo. Este doble encuadra-miento deja entender que debe ser imposible —
y no inconveniente o dificultoso— seguir el trámite de sanción de las leyes “porque hay” una o
varias “circunstancias excepcionales” que equivalen a una situación de “emergencia”; la
gravedad de esta emergencia, que es la que constituye circunstancia excepcional, debe requerir
una medida inmediata, y es la emergencia y la inmediatez de la medida la que hace imposible que
el congreso legisle, porque el trámite ordinario, por acelerado que pueda ser en el caso, no
proporciona la solución urgente.
Precisamente, el decreto se llama “de necesidad y urgencia” debido a que objetivamente es imprescindible la
medida destinada a encarar la emergencia sin demora alguna.
43. — Si esta emergencia coincide con la “emergencia pública” prevista en el citado art. 76, o no, no nos
parece demasiado importante ahora, porque aunque sean lo mismo creemos que entre la emergencia que hace
viable la delegación legislativa al ejecutivo, y la que autoriza a éste a dictar por sí sólo un decreto de necesidad y
urgencia, se interpone una diferencia: para el decreto es menester que la emergencia haga imposible legislar, en
tanto la “emergencia pública” que da fundamento a la delegación legislativa no está sujeta a ese requisito de
imposibilidad para seguir el trámite de la ley.
Además, los artículos 99, inciso 3º, y 76, no tienen el sentido de ofrecer una alternativa para elegir la vía que
se prefiera.
El control judicial
44. — El problema tampoco se clausura dentro de la rigidez del marco que originariamente exigimos para
hacer válida la emanación de decretos de necesidad y urgencia. Se proyecta mucho más, hasta tomar intersección
con el control judi-cial de constitucionalidad en la materia, control que apunta a verificar si concu-rre en cada
caso todo cuanto acabamos de describir como presupuesto de doble parámetro, y a fiscalizar también si el trámite
formal que debe seguir el decreto después de dictado, se ha cumplido correctamente.
Nos sentimos segurísimos para rechazar toda noción —doctrinaria o juris-prudencial— que divulgue el
criterio de que sólo al poder ejecutivo le incumbe, en decisión irrevisable judicialmente, ponderar en cada caso si
hay realmente una situación excepcional que vuelve imposible seguir el trámite de sanción de la ley.
Tal vez se alegará ahora que el control judicial se volverá innecesario una vez que, alcanzado el destino final
del decreto en el congreso, lo que éste decida en cualquier sentido conforme a la ley reglamentaria será definitivo:
o el decreto quedará sin efecto, o se habrá convertido en ley. Sin embargo, la cuestión no es tan simple ni clara.
45. — Si además de todo el marco de presupuestos que hemos explicado en los nos. 39 a 41
adelantamos nuestra convicción de que su esquivamiento, su ausencia o su violación no se
subsanan en el supuesto de que, finalmente, el congreso convierta en ley al decreto de necesidad y
urgencia, comprendemos que el espacio para el control judicial de constitucionalidad es amplio.
A nuestro juicio, puede recaer en:
a) la verificación de que ha existido la serie de recaudos que la constitución exige: a’)
circunstancias excepcionales, a”) que hacen imposible seguir el trámite legislativo, y a”’)
necesidad y urgencia en la emisión del decreto;
b) la verificación de que se ha cumplido en todas sus etapas el seguimiento ulterior a su
dictado por: b’) el jefe de gabinete, y b”) la Comisión Bicameral Permanente, hasta b”’) su
ingreso al congreso.
Cuando acaso no se ha cumplido la instancia final en la que el congreso rechaza o aprueba el
decreto, también consideramos viable el control judicial acerca de todo cuanto —hasta ese
momento— se le propone al juez en causa judiciable por parte interesada; incluso mediante una
medida cautelar.
46. — En la hipótesis de aprobación del decreto por ley del congreso, tampoco el respaldo
legislativo clausura toda impugnación posterior. En verdad, para que el congreso convalide
legislativamente un decreto de necesidad y urgencia, no basta que el presidente lo haya dictado
sobre la base primera de su propio juicio, y que después se haya cumplido y agotado el
procedimiento ulterior en todas las etapas necesarias. El punto de arranque que dio origen al
decreto, y el punto final de su eventual transformación en ley, sugieren proponer otra cosa:
cuando el congreso convierte en ley un decreto que, en su origen, fue inconstitucionalmente
emanado por el presidente de la república (sea por no existir circunstancias excepcionales, sea por
no resultar imposible seguir el trámite legislativo), el vicio no se purga, porque solamente puede
lograr el rango de ley constitucionalmente válida un decreto de necesidad y urgencia que “ab
initio” se ha ajustado estrictamente a todos los requisitos imperativamente impuestos por la
constitución. Por ende, sólo consideramos constitucionalmente válida la sanción legal cuando
inicialmente la sujeción al mecanismo excepcional del decreto se haya cumplido.
En suma, la aludida intervención aprobatoria del congreso no convierte en abstracta la cuestión que propone
la ulterior impugnación judicial, ni sustrae a dicha cuestión del control judicial de constitucionalidad, porque el
congreso no tiene competencia para convalidar legalmente un decreto dictado al amparo de la norma que lo prevé
como de necesidad y urgencia, si tal decreto ha carecido originariamente de real sustentación fáctica en la
tipología descriptiva de la misma norma, y/o no se ha sometido a todos los pasos ulteriores de seguimiento.
48. — Queda por indagar si fuera del control judicial se abre otra perspectiva que, de darse, estaría situada en
el ámbito del congreso. Nuestra propuesta es la siguiente:
a) Si la omisión en calificar y encauzar a un decreto dentro del régimen de necesidad y urgencia lo ha
sustraído al trayecto de seguimiento que prevé la constitución hasta desembocar en el congreso, éste puede tomar
intervención inmediatamente después de dictado y, remediando la evasión del poder ejecutivo, dejarlo sin efecto;
b) en tal supuesto, esta competencia que le reconocemos al congreso ha de ejercerse tanto si la ley
reglamentaria del art. 99 inc. 3º la tiene prevista, como si guarda silencio.
Alguien dirá que nada de esto es posible y que, a lo sumo, el congreso sólo estaría habilitado para exigir que
el decreto aludido retrocediera hasta transitar por el carril que tienen señalado los decretos de necesidad y
urgencia; pero es de pensar que si tramposamente el ejecutivo no se sujetó al trámite inexorable que fija la norma
constitucional, el congreso inviste competencia derogatoria directa sin necesidad de retomar el trámite que no
acató el órgano invasor.
49. — Vamos a imaginar finalmente otras eventuales omisiones anómalas, y a la vez inconstitucionales.
a) Podría ocurrir que el jefe de gabinete no sometiera el decreto a la Comi-sión Bicameral dentro del plazo
establecido, con lo que alguien supondría que el trayecto se corta. No es así, porque entendemos que la omisión
del jefe de gabinete ha de habilitar a la Comisión a asumir por decisión propia su competencia, que le está
reservada directamente por la constitución y, en ejercicio de aquélla, elevar su despacho a las cámaras del
congreso.
b) Si la Comisión Bicameral incumpliera su cometido —situación poco probable, ya que forma parte del
congreso y debe tener una composición partidariamente pluralista— esta omisión también tendría que superarse
para que, sin inhibición alguna, las cámaras emprendieran el tratamiento del decreto.
50. — En suma, cualquier salteamiento inconstitucional que se consume en las etapas a cargo del jefe de
gabinete y de la Comisión Bicameral ha de hacer viable el funcionamiento de la etapa ulterior. Y si, finalmente, el
congreso no asumiera el tratamiento del decreto, y ni lo rechazara ni lo convirtiera en ley, esta última omisión
debería equipararse al rechazo, con el efecto de que el decreto quedaría derogado.
51. — Atento que, según hemos explicado, los decretos de necesidad y urgencia tienen
prevista como exigencia en la constitución una serie de etapas posteriores a su sanción, a efectos
del seguimiento y control que debe culminar en el congreso (ver nº 36), somos enfáticos en
sostener que:
a) no podían dictarse mientras no existía el jefe de gabinete (o sea, antes del 8 de julio de
1995);
b) tampoco pueden dictarse después de esa fecha mientras no exista la Comisión Bicameral
Permanente y, b’) se dicte la ley regla-mentaria que defina la intervención final del congreso.
Es obvio que la imposibilidad de que opere la participación obli-gatoria y el trámite de
seguimiento y control a cargo de los órganos que la constitución determina, no solo impide dictar
decretos de necesidad y urgencia sino, además, acarrea la inconstitucionalidad de los ya
emanados al margen del itinerario hasta ahora inhibido de aplicación y funcionamiento.
Las fases del proceso legislativo en las que interviene el poder ejecutivo.
52. — El poder ejecutivo interviene en el proceso de formación de leyes. Se acostumbra atribuirle, por eso, el
título de “colegislador”. En realidad, si aquel proceso se analiza descompuesto en etapas, no parece plenamente
exacta la afirmación, porque la participación del presidente sólo tiene cabida en la etapa de iniciativa, y en la
posterior de eficacia (promulgación) pero no en la intermedia, que es la “constitutiva”, o de creación de derecho
nuevo, donde se centra la función legislativa. (Ver cap. XXXV, nº 2).
La última etapa es la de eficacia, con la que el proyecto de ley sancionado adquiere vigencia normológica de
ley y obligatoriedad; en ella, el poder ejecutivo juega con una opción entre: a) promulgarlo (expresamente, o en
forma implícita), o b) observarlo (o sea, “vetarlo” en todo o en parte); si no lo observa en el término de diez días
útiles —art. 80— queda promulgado automáticamente en forma tácita.
53. — El art. 99 inc. 3º primer párrafo consigna que el presidente “participa de la formación
de las leyes con arreglo a la constitución, las promulga y hace publicar”.
En primer lugar, el art. 77 le reconoce la facultad de presentar proyectos en cualquiera de las
cámaras, salvo las excepciones que establece la constitución.
Acá hay que hacer un desdoblamiento:
a) el presidente no puede presentar proyectos cuando a’) se trata de la iniciativa popular,
porque son “los ciudadanos” quienes lo hacen en la cámara de diputados (art. 39); a”) se trata de
someter a consulta popular vinculante un proyecto, porque si es el congreso el que debe decidir
hacerlo a iniciativa de la cámara de diputados (art. 40), parece claro que el presidente no puede
impulsar dicho proyecto;
b) el presidente no puede presentar un proyecto en cualquiera de las cámaras cuando b’) se
trata de proyectos sobre contribuciones y reclutamiento de tropas, porque los debe presentar en la
cámara de diputados (art. 52); b”) se trata de proyectos de ley-convenio en materia de
coparticipación federal (art. 75 inc. 2º) y de leyes para proveer al crecimiento armónico de la
nación, al poblamiento de su territorio, y a políticas diferenciadas que tiendan a equilibrar el
desigual desarrollo relativo de provincias y regiones (art. 75 inc. 19), porque los debe presentar en
el senado.
La fase de eficacia
55. — En tanto el art. 82 le prohíbe al congreso la sanción tácita o ficta de leyes, el art. 80 prevé que el poder
ejecutivo promulgue tácitamente un proyecto de ley, situación que se configura cuando no lo devuelve al congreso
en el plazo de diez días útiles.
En un margen de duda, nos parece admisible sostener que la promulgación tácita del art. 80 también se opera
si, conforme al art. 83, las dos cámaras han insistido en un proyecto antes vetado, que se convierte en “ley y pasa
al poder ejecutivo para su promulgación”, por lo cual suponemos que para el caso del art. 83 no es imprescindible
ni obligatoria la promulgación expresa.
57. — Aunque con carácter excepcional, a veces nuestro derecho constitucional material ha conocido las
leyes llamadas “secretas”.
La ley secreta es la que, no solamente no se publica, sino que además recibe expresamente el carácter de
“secreta” (o reservada), para que no sea conocida de manera alguna (una ley no es secreta por el solo hecho
defectuoso de que no se publique oficialmente, si pese a ello se da a conocimiento público por otros medios
suficientes de difusión).
Como principio, la ley secreta no se compadece con el sistema republicano (ver cap. XXXV, nº 81), por lo
que sólo resulta admisible en situaciones muy excepcionales de estados reales de necesidad o secretos de estado, y
cuando además su aplicación se reserva a la mera esfera “interna” del poder, sin alcanzar en su dispositivo a los
particulares.
58. — Los efectos jurídicos de la ley tienen como punto de partida el momento de su publicación, que es
cuando se la conoce y, por ende, se hace obligatoria. Lo normal es que aquellos efectos se produzcan “hacia
adelante”, es decir, para el futuro. Pero es posible que la ley establezca variantes a partir del momento
(publicación) en que es puesta en el orden normológico:
a) Puede dilatar su aplicación por un lapso que ella determina, durante el cual no se aplica, y al que se le
llama “vacatio legis” (por ej.: una ley que establece que entrará a regir noventa días después de su promulgación).
b) Puede ir hacia atrás en el tiempo, en cuyo caso es retroactiva, y ello acontece tanto si: b’) la ley dispone
que entrará a regir desde su promulgación (que normalmente es anterior a su publicación), salvo que se publique el
mismo día de promulgada, como si b”) dispone que rige desde una fecha anterior a la promulgación.
No es del caso un análisis doctrinario sobre el tema, y con mucha simplificación reducimos la cuestión a decir
que con la publicación la ley “es puesta” en el orden normológico con vigencia normológica, y que el instante y el
acto de “ponerla” puede adquirir efectos aplicativos temporalmente distintos: a) que se aplique a partir “de allí”; b)
que se aplique retroactivamente; c) que se aplique después de un cierto lapso.
Ver cap. XXXV, nº 82.
59. — Es sabido que la retroactividad es inconstitucional en dos situaciones: a) por expresa norma del art.
18, en materia penal; b) implícitamente, cuando altera, desconoce, suprime o viola derechos “adquiridos”.
Ver Tomo II, cap. XXIV, acápite VI.
60. — La vigencia sociológica, como fenómeno del orden de conductas, no depende de lo que la norma diga,
sino de su cumplimiento y eficacia.
El veto
61. — Nuestro derecho constitucional del poder reconoce al poder ejecutivo la facultad de
observar los proyectos de ley sancionados por el congreso. Regula dicha facultad en la parte
dedicada a la formación y sanción de las leyes, o sea, en la referente al congreso.
La constitución formal ignora la palabra veto que, sin embargo, es común en el lenguaje constitucional.
También se conoce en el derecho constitucional del poder el término reenvío, como concepto que señala la
devolución a las cámaras de un proyecto de ley observado por el ejecutivo.
63. — Si mientras transcurre el plazo constitucional para el veto el congreso entra en receso,
es indudable que la facultad presidencial de vetar y la devolución del proyecto no pueden quedar
trabadas, como tampoco la ocasión para que el congreso pueda insistir en su sanción. De ahí que
el receso parlamentario no suspenda el plazo para vetar, que también el veto pueda ser ejercido,
que asimismo el proyecto deba ser devuelto al congreso, y que éste haya de ser convo-cado a
sesiones extraordinarias a efectos del art. 83.
64. — ¿A quién debe enviar el ejecutivo el proyecto vetado: al congreso, o a la cámara de origen? El art. 83
dice que, desechado un proyecto, vuelve con sus objeciones a la cámara de su origen, lo que significa que la que
fue cámara de origen para la sanción debe ser la primera en el trámite de nueva discusión posterior al veto. Pero
esta imposición constitucional para el tratamiento parla-mentario del proyecto vetado no llega a definir por dónde
debe tener ingreso parlamentario la devolución de ese proyecto observado. Con criterio amplio, reputamos válida
cualquiera de estas dos soluciones: a) el ejecutivo devuelve el proyecto al congreso, y éste lo deriva a la que fue
cámara de origen, o b) el ejecu-tivo lo devuelve directamente a la cámara de origen. Lo que parece incorrecto es
que la remisión se haga a la cámara revisora, no obstante lo cual el defecto no invalidaría el veto, pero ciertamente
la cámara revisora no podría iniciar (por no haber sido la de origen) el tratamiento de las observaciones.
65. — Nuestra constitución no dice desde cuándo se computa el plazo de diez días útiles durante el cual el
poder ejecutivo puede observar el proyecto de ley, y transcurrido el cual sin haberlo observado, se reputa
aprobado.
Parece que sin la comunicación oficial del congreso al poder ejecutivo, éste carece de noticia sobre la
sanción, y no puede vetar ni promulgar. Sería, pues, indispensable contar el período de diez días útiles para que el
proyecto sancionado es presentado por el congreso al presidente de la república.
67. — Sin embargo, hay un supuesto especial: el veto parcial que, conforme al art. 80, va
acompañado por la promulgación parcial de la parte no vetada, tiene expresamente establecidos
en el art. 100 inc. 13 la formalidad de decreto, el refrendo conjunto por el jefe de gabinete y los
demás ministros, y el sometimiento a la Comisión Bicameral Permanente (para esto, ya el art. 80
hace aplicable el procedimiento que el art. 99 inc. 3º prevé para los decretos de nece-sidad y
urgencia).
68. — Una situación confusa se presenta en la correlación de los arts. 80 y 83. En efecto:
a) el art. 80 admite ahora el veto parcial y la promulgación también parcial del fragmento no vetado,
estableciendo que en ese caso hay que aplicar el procedimiento previsto en el art. 99 inc. 3º para los decretos de
necesidad y urgencia; pero
b) el art. 83 establece que tanto cuando el veto es total como cuando es parcial, el proyecto “vuelve con sus
objeciones a la cámara de origen”, lo que dejaría la impresión de que este reexamen del veto por el congreso
implicaría —cuando el veto ha sido parcial— el retorno integral de todo el proyecto, precisamente para deparar al
congreso la posibilidad de insistencia prevista en el propio art. 83.
Un sector de la doctrina entiende —sin embargo— que cuando hay veto y promulgación parciales, la parte
vetada no se ha de devolver al congreso, ya que está en vigor y, de acuerdo a la norma específica que regula esta
hipótesis en el art. 80, debe abrirse el mecanismo de seguimiento y control que la constitución reglamenta para los
decretos de necesidad y urgencia.
No es fácil tomar partido, pero parece razonable inclinarse por esta última interpretación, pues la norma
específica para el caso (art. 80) prevalecería sobre la genérica (art. 83) que se aplicaría solamente si no hubiera
promulgación parcial de la parte no vetada.
A primera vista, parecería que de aceptarse esta solución se volvería par-cialmente inoperante el art. 83, pero
en un intento de conciliarlo con el art. 80 cabría imaginar que el sometimiento de la promulgación parcial al ya
citado procedimiento arbitrado para los decretos de necesidad y urgencia siempre le conferiría al congreso —en su
última etapa— la oportunidad para confirmar o rechazar el desglose que el veto y la promulgación parciales
hicieron a la sanción de la ley.
70. — Fuera de la normativa constitucional expresa, podemos acumular un enfoque doctrinario adicional:
a) Si partimos del dato empírico y cierto de que el congreso cumple todas sus competencias dictando “leyes”,
y de que las “leyes” admiten veto, cabe inter-pretar que los actos congresionales con forma de ley quedan sujetos a
veto.
b) Si, en cambio, investigamos en cada competencia ejercida por el congreso cuál es su “naturaleza material”
(si actividad política, o administrativa, o legislativa), y ello en razón del “contenido” del acto y no de su “forma”
(que siempre se traduce en una “ley”), cabe decir que: b’) los actos con forma de ley que por su naturaleza no son
legislativos (sino por ej., políticos o administrativos), no admiten veto; b”) solamente las “leyes” que por su
materia, naturaleza o contenido implican ejercicio de función legislativa, son susceptibles de veto. Tal es la
solución que personalmente juzgamos correcta.
Como se advierte, la cuestión se simplificaría si el congreso abandonara su práctica de ejercer todas sus
competencias con forma de ley, y reservara la forma de ley únicamente para las que por su esencia fueran “ley
material”, porque entonces los actos sin forma de ley escaparían con más facilidad al veto del poder ejecutivo.
La innovación que ha introducido la norma encara un tema que antes fue objeto de discusión por la doctrina,
y que tuvo alguna definición esquemática en el derecho judicial de la Corte Suprema, además de soluciones no
ortodoxas en la vigencia sociológica del texto anterior a la reforma.
Si siempre se admitió que el veto parcial era posible, el problema devino de la promulgación de la parte no
vetada, que también siempre habíamos reputado inconstitucional, no obstante la praxis divergente.
72. — La Corte Suprema de Justicia tuvo ocasión de expedirse antes de la reforma de 1994
acerca de la viabilidad del veto parcial, y de la inconstitucionalidad de la promulgación parcial.
a) La primera sentencia (sobre veto parcial) data del año 1941, en el caso “Giulitta Orencio A. y otros
c/Gobierno Nacional”, y en ella el argumento de la parte actora, sobre el cual se pronunció la Corte, fue el
siguiente: cuando se veta parcialmente una ley y se promulga la parte no vetada, queda en vigencia toda la ley,
porque se ha omitido devolver al congreso el texto íntegro de la ley parcial-mente observada. Al decidir la
impugnación, el alto tribunal no acogió ese crite-rio, y estimó que lo cuestionado era exclusivamente la facultad de
vetar parcial-mente, y no el “efecto” producido por el veto parcial; y limitando su sentencia a ese aspecto, sostuvo
que el veto parcial era legítimo y constitucional a tenor del entonces art. 72, y que ejercido por el poder ejecutivo,
suspende la aplicación de la ley por lo menos en relación a la parte vetada, o sea, impide, el efecto de la
promulgación tácita. Expresamente añadió la Corte que no tenía, en esa opor-tunidad y en esa causa, por qué
pronunciarse sobre la posibilidad constitucional de promulgar fragmentariamente la parte no vetada de la ley, de
modo tal que la sentencia recaída en el caso Giulitta no puede invocarse como un precedente sobre la
constitucionalidad de la promulgación parcial de una ley vetada parcialmente.
b) La segunda sentencia, del año 1967, recayó en el caso “Colella Ciriaco c/Fevre y Basset S.A. y/u otro”. En
ella, la Corte consideró que la promulgación parcial de la ley 16.881 fue constitucionalmente inválida, pero lo
sostuvo des-pués de tomar en cuenta que el proyecto sancionado por el congreso era un todo indescindible, de
modo que no podía promulgarse la parte no observada sin detrimento de la unidad del texto; la promulgación
parcial que separó de él algunos artículos y los segregó de un cuerpo orgánico que configuraba una
reglamentación completa del contrato de trabajo, decidió a la Corte a declarar inconstitucional un procedimiento
que puso en vigor dichas normas en un ámbito que no fue el querido por el legislador.
Es importante el precedente, por la afirmación de la Corte acerca de la judiciabilidad del caso; el principio de
que sus facultades jurisdiccionales no alcanzan al examen del procedimiento adoptado en la formación y sanción
de las leyes cede ante el supuesto de demostrarse la falta de concurrencia de los requisitos mínimos e
indispensables que condicionan la creación de una ley, y ello ocurre si, en los términos del entonces art. 72 de la
constitución, el poder ejecutivo carece de la facultad de promulgación parcial.
c) En síntesis, la doctrina judicial de la Corte reconoció siempre la validez constitucional del veto y la
promulgación parciales, a condición de que las normas promulgadas pudieran separarse del texto total sin afectar
la unidad de éste. Vigente ya la reforma de 1994, y con la cláusula nueva del actual art. 80 (ver nº 73) el tribunal
siguió reiterando aquella jurisprudencia cuando hubo de encarar promulgaciones parciales de leyes anteriores a
dicha reforma (por ej., en el caso “Bustos Julio O. c/Servicios Especiales San Antonio SA.”, del 20 de agosto de
1996).
La reforma de 1994
73. — Con el actual art. 80 se ha consagrado el principio general de que las partes de la ley
que no son objeto de observación por el poder ejecutivo sólo pueden promulgarse si tienen
autonomía normativa y si su aprobación parcial no altera el espíritu ni la unidad del proyecto
que sancionó el congreso.
Es la pauta que sentó la Corte en el citado caso “Colella c/Fevre y Basset S.A.”, del año 1967. Vigente ya la
reforma, dio por aplicable el mismo criterio en la hipótesis del art. 80 al fallar la causa “Bustos Julio O.
c/Servicios Espe-ciales San Antonio S.A.”, el 20 de agosto de 1996.
Pero hay algo más: para la promulgación parcial así condicionada debe aplicarse el mismo procedimiento que
el art. 99 inciso 3º fija para los decretos de necesidad y urgencia.
Sin que la propuesta de un mejor control sea una sola, pensamos que pudo insertarse alguna otra solución en
la órbita del congreso y, recogiendo precedentes del constitucionalismo provincial —por ejemplo, de la
constitución de Córdoba— haber establecido que antes de la promulgación parcial que autoriza el art. 80 la cámara
de origen tiene que emitir decisión favorable.
74. — El artículo tal como está formulado deja un interrogante, cual es el de qué órgano
decide si la parte no vetada que se promulga parcialmente tiene o no autonomía normativa, y si se
altera o no el espíritu y la unidad de la ley.
No hay duda de que en el momento en que el poder ejecutivo veta una parte de la ley y
promulga el resto, es él quien adopta la decisión según su criterio. Decir esto, circunscripto
exclusivamente a ese mo-mento, es reconocer objetivamente que el criterio para hacerlo pertenece
al órgano al cual la constitución le discierne la competencia de vetar y de promulgar. Pero ahí
comienza un trayecto que, ulteriormente, puede demostrar que el ejercicio que el ejecutivo hizo de
su facultad excepcional de promulgación parcial es solamente provisorio.
Lo vemos así porque, en primer lugar, el art. 80 remite al proce-dimiento ya recordado que el
art. 99 inciso 3º prescribe para los de-cretos de necesidad y urgencia, conforme al cual el congreso
tiene capacidad de revisión y control. Todo dependerá de cómo sea la ley que reglamente esta
intervención del congreso.
En segundo lugar, queda pendiente el arduo tema de si será viable someter la decisión a
control judicial. El ya citado precedente del caso “Colella” puede servir de ejemplo, no obstante
su carácter excepcional, para que ahora digamos que si a falta de norma constitucional la Corte
afrontó la cuestión, la circunstancia de que ahora exista esa norma y prevea la promulgación
parcial dentro de un encuadre delineado conforme a aquella jurisprudencia, deja la impresión de
que, con igual y mayor razón aún, se refuerza la expectativa del posible control judicial se
mantiene.
Nuestra respuesta personal, dado que en el trámite último el art. 80 reenvía al que la constitución adjudica a
los decretos de necesidad y urgencia, es similar a la que dimos al abordarlos (ver acápite IV).
Su noción
77. — Dentro del marco competencial de cada órgano interviniente para la designación de magistrados
federales, el nuevo texto nos coloca ante un acto complejo con participación de los tres poderes: a) terna
vinculante del Consejo de la Magistratura, que forma parte del poder judicial; b) designación por b’) el poder
ejecutivo, b”) con acuerdo del senado.
79. — Hay que esclarecer qué significa ternas “vinculantes” cuan-do el apartado 2 del art.
114 le asigna al Consejo de la Magistratura la facultad de proponerlas para la designación de
jueces de los tribunales federales inferiores.
Todo lo que es vinculante obliga al órgano que queda vinculado por la decisión de otro. En el
caso, la terna vinculante que confecciona el Consejo de la Magistratura obliga a los órganos que, a
partir de allí, nombran a los jueces: el poder ejecutivo, y el senado.
No obstante, que la terna vinculante “obliga” puede alcanzar dos sentidos. Uno se nos hace
muy claro: a) ni el ejecutivo ni el senado pueden designar como juez a un candidato extraño a la
terna; o sea, a quien no está incluido entre los tres propuestos. El otro sentido se vuelve dudoso: b)
¿puede rechazarse la terna en bloque, y no designarse a ninguno de los comprendidos en ella?
80. — Entre las alternativas y para evitar los bloqueos, adherimos a la tesis que postula
comprender que la naturaleza vinculante de la terna apareja dos efectos: a) uno —indudable e
indiscuti- ble—, que prohíbe designar como juez a un candidato no incluido en la terna; b)
otro, que también impide rechazar la terna en bloque, con el resultado de que —entonces—
siempre deberá el poder ejecutivo elevar al senado el requerimiento de acuerdo para uno de los
tres.
Si ésta no fuera la interpretación a prevalecer, transaríamos con otra: a) la terna obliga a no nombrar un
candidato ajeno a ella, pero b) permite su rechazo total por única vez —a lo sumo por dos— en tanto una ley así lo
prevea.
81. — El tercer párrafo del inciso introduce una innovación carente de tradición en el régimen constitucional
del poder judicial federal. Se refiere a la inamovilidad vitalicia.
La lectura del actual art. 110, que mantiene sin reforma al que era art. 96, sigue garantizando esa
inamovilidad, pero la cláusula nueva que estamos analizando en el art. 99 la respeta sólo hasta que el juez cumple
la edad de setenta y cinco años, momento en el que cesa en el desempeño de su cargo.
No obstante, es susceptible de un nuevo nombramiento con acuerdo del senado —pero ya sin intervención
previa del Consejo de la Magistratura—, que tiene plazo de duración por cinco años y puede renovarse
indefinidamente mediante el mismo trámite.
La disposición transitoria undécima consigna que la caducidad de los nombramientos y la duración limitada
previstas en el art. 99 inciso 4º sólo entrará en vigencia a los cinco años de sancionada la reforma.
82. — La caducidad de la inamovilidad por edad plantea un serio problema, que no queda subsanado por el
hecho de que la norma no tenga aplicación inmediata sino diferida. Lo proponemos así.
Siempre hemos entendido que cualquier funcionario público que accede a un cargo mediante un
nombramiento efectuado de conformidad con la normativa vigente en ese momento, adquiere un derecho de
función que se rige por ella, y que no es susceptible de alterarse en su esencia durante el tiempo de desempeño;
una norma sobreviniente —así sea de la constitución— que reduce el período, es inconstitucional cuando se aplica
a quien, por su derecho de función, tenía asignado uno mayor. Por ende, para los jueces que tenían al entrar en
vigor la reforma de 1994 ya garantizada su inamovilidad sin límite temporal a la fecha de su designación y su
acceso al cargo por el anterior art. 96 de la constitución, la reforma resulta inconstitucional en la medida en que les
amputa el desempeño al alcanzar la edad de setenta y cinco años.
En cambio, para los jueces que no se hallaban en funciones al entrar en vigor la reforma, y cuyos
nombramientos son posteriores, la nueva normativa constitucional no ofrece reparo desde el punto de vista de su
constitucionalidad, por ser la vigente en el momento de la designación y del acceso al cargo.
83. — Para el acuerdo como competencia “privativa” de la cámara de sena-dores, remitimos al cap. XXXVI,
nº 7 c).
El senado, al prestar o negar el acuerdo, debe controlar en primer lugar si el candidato reúne los requisitos
constitucionales, en caso de estar éstos exigidos —como en el caso de los ministros de la Corte Suprema de
Justicia—; pero, en segundo lugar, el senado dispone del arbitrio de todo órgano que al nombrar una persona con
los requisitos exigibles, pondera la conveniencia y la oportunidad del nombramiento, no para exigir otros
requisitos, sino para actuar plenamente su capacidad de selección.
85. — Es obvio, para nosotros, que si el acuerdo y el nombramiento deben referirse a un cargo judicial
determinado y concreto, todo traslado a un cargo distinto al que se halla desempeñando un juez, necesita
doblemente el acuerdo y el nombramiento, por lo que no cabe que el poder ejecutivo traslade a otro cargo igual,
cambie la sede, el fuero, y menos el grado.
86. — Cuando el ejecutivo pide el acuerdo para nombrar como juez a una persona que no está
desempeñándose, o que lo está en un cargo distinto a aquél para el cual el acuerdo se solicita, entendemos que una
vez prestado ese acuerdo por el senado, hace falta el nombramiento presidencial para integrar el título completo.
87. — Si el ejecutivo pide el acuerdo respecto de un juez que está desempeñándose ya mediante un
nombramiento “en comisión” (propio del art. 99 inc. 19) entendemos que una vez prestado el acuerdo no hace
falta el posterior nombramiento del ejecutivo para perfeccionar el título, desde que el acuerdo se otorga sobre una
designación presidencial ya efectuada anteriormente.
Cuando el senado deniega el acuerdo, no hallamos óbice para que el ejecutivo reitere ulteriormente el pedido
para la misma persona (siempre que el cargo esté vacante); si el acuerdo denegado recae en un juez que está
desempeñándose en comisión, entendemos que debe cesar con la denegatoria y dejar vacante el cargo, lo que
tampoco impediría que para un posterior “nuevo nombramiento” posible, el ejecutivo volviera a insistir en el
pedido de acuerdo a favor de la misma persona.
88. — El nombramiento de jueces con acuerdo del senado confiere un status definitivo a favor del juez, que
se pierde únicamente por la destitución mediante enjuiciamiento político. La inamovilidad significa, entre otras
cosas, que el título obtenido por el nombramiento es perfecto y vitalicio.
Ver nos.81 y 82.
89. — En cuanto a la renuncia de los jueces, la práctica constitucional ha indicado que debe elevarse al poder
ejecutivo, no obstante que los miembros de la judicatura no integran dicho poder ni dependen de él.
No obstante, en el caso del presidente de la Corte Suprema, cabe distinguir un doble cargo: a) el de juez del
tribunal, y b) el de presidente del mismo. Como juez, su renuncia debe elevarse al poder ejecutivo; como
presidente, su renuncia debe elevarse a la misma Corte, que lo ha designado entre sus miembros para tal función.
90. — El poder ejecutivo nombra y remueve con acuerdo del senado a los embajadores,
ministros plenipotenciarios y encargados de negocios. Para el personal diplomático, observamos
que el acuerdo senatorial es requisito de designación y de remoción conforme al inc. 7º del art. 99.
Al igual que para los jueces, tanto el acuerdo del senado como la designación del poder ejecutivo deben
determinar concretamente cuál es el estado donde el diplomático va a desempeñar su función. Todo ascenso y todo
cambio de destino requieren asimismo de esa precisión.
Se discute si para ascender en el escenario de la actividad bélica, el presidente como comandante en jefe de
las fuerzas armadas debe estar presente, o si aun no estándolo, puede ejercer su facultad. El texto constitucional no
es claro, porque al exigir que el ascenso se haga “en campo de batalla” no dice si debe estar en campo de batalla el
favorecido, el presidente, o ambos. Que debe estar el primero no parece dudoso. Creemos que, actualmente, con la
rapidez de las informaciones, si el presidente no está en campo de batalla (sólo lo estuvieron Urquiza y Mitre) pero
toma conocimiento fehaciente de un acto de arrojo o mérito equivalente, puede conferir grado superior por sí solo
desde la sede de su cargo en cualquier parte en que se encuentre.
92. — El inc. 7º del art. 99 establece que el presidente nombra y remueve por sí sólo al jefe de
gabinete y a los ministros del despacho. Pensamos que no necesita refrendo de otro ministro. Es
un acto personalísimo.
La designación de otros agentes
93. — También el inc. 7º otorga la facultad presidencial de nombrar y remover a los oficiales
de sus secretarías, a los agentes consulares, y a los demás empleados de la administración cuyo
nombramiento no está reglado de otra manera por esta constitución.
El vocablo “empleados” involucra también a los agentes de jerarquía superior que el derecho administrativo
denomina “funcionarios”, siempre que se trate de la administración dependiente del poder ejecutivo.
94. — Es confusa la distribución que, con la reforma de 1994, ha hecho la constitución entre
el presidente y el jefe de gabinete en materia de los nombramientos aquí analizados. En efecto, el
art. 100 inc. 3º dice que al jefe de gabinete le corresponde “efectuar los nombramientos de los
empleados de la administración, excepto los que correspondan al presidente”.
¿Cuáles le quedan al jefe de gabinete, una vez que en el art. 99 se agrupan los que
incumben al presidente?
Parecería que solamente los del personal (jerarquizado y común) del elenco adminsitrativo
que, no obstante estar reglados en el inc. 7º del art. 99, no parece necesario personalizarlos en el
presidente.
Ver cap. XXXIX, nº 7.
95. — La ley que requiere el acuerdo senatorial para cargos que por la constitución no exigen
ese requisito es inconstitucional.
96. — No obstante la cláusula del inc. 7º que atribuye al presidente la facultad de nombrar y
remover, creemos que ni ésta ni la del art. 100 inc. 3º permiten prescindir de la garantía de
“estabilidad del empleado público” que contiene el art. 14 bis. Por ende, la facultad de remoción
no es discrecional, y debe tener en cuenta dicha garantía, y el desarrollo reglamentario que
razonablemente le asigne la ley.
97. — El inc. 19 del art. 99 prevé los nombramientos “en comisión”, que la propia
constitución denomina de esa manera.
Estas designaciones no deben confundirse con la “puesta en comisión” que, como práctica, ha cobrado curso
en nuestro derecho constitucional del poder, sobre todo en épocas de facto, y especialmente con los jueces, y que
implica suspender la inamovilidad, asumiendo el poder de facto la atribución de allanarla mediante destitución o
separación al margen de los procedimientos comunes.
El inc. 19 dice que el presidente tendrá facultad para llenar las vacantes de los empleos que
requieran el acuerdo del senado, y que ocurran durante su receso, por medio de “nombramientos
en comisión” que expirarán al fin de la próxima legislatura.
98. — El texto ofrece varias dudas e interpretaciones. En primer lugar, “vacantes que ocurran durante el
receso del senado” no significa, literalmente, que la vacancia debe acontecer estando en receso dicha cámara (con
lo que la designación en comisión no podría efectuarse si la vacante se produjo estando el senado en funciones y
no fue provista antes del receso); a nuestro criterio, es suficiente que el cargo o empleo esté vacante durante el
receso del senado —aun-que la vacancia se haya configurado antes—, para que el poder ejecutivo pueda actuar la
atribución que le confiere el inc. 19. En segundo lugar, si el acuerdo del senado no se presta o no se deniega
expresamente antes de finalizar el próximo período de sesiones del congreso (posterior al nombramiento en
comisión), la designación expira y el funcionario cesa; la expresión “próxima legislatura” abarca el período de
sesiones ordinarias y su prórroga, pero no las extraordinarias.
En su Resolución nº 1494 del 23 de noviembre de 1990, la Corte Suprema dispuso que debía tomarse el
juramento de ley a los jueces que habían sido designados por el poder ejecutivo para cubrir vacantes que se
produjeron durante el período ordinario de sesiones del congreso, con lo que convalidó la tesis que admite
designaciones en comisión durante el receso del congreso aunque el cargo haya vacado antes. (En disidencia,
véase el voto del doctor Belluscio.)
99. — Se nos ocurre que la misma norma del inc. 19 regula también el caso de nombramientos para cargos
“nuevos” que, por ser de creación reciente, se han de reputar vacantes.
Su noción
102. — Si bien ya estudiamos la participación del ejecutivo en el proceso de formación de las leyes —
participación que importa una relación interórganos— (ver acápite V) acá vamos a ocuparnos de las relaciones
con el congreso que son puramente “formales”, y que no significan aportar el concurso de la voluntad
presidencial para la realización de actos del congreso (actos que por esa concurrencia de voluntades consideramos
complejos).
103. — El inc. 8º del art. 99 establece que el presidente hace anualmente la apertura de las sesiones del
congreso.
En el acto de apertura el presidente da cuenta del estado del país con la lectura de un mensaje, en el que por
práctica engloba la memoria de cada ministerio (que conforme al art. 104 los ministros deben presentar al
congreso al abrirse sus sesiones anuales).
Remitimos al cap. XXXII, nº 7.
104. — El inc. 9º del art. 99 otorga al presidente la facultad de prorrogar las sesiones ordinarias del congreso
—que, como hemos visto ya, no impide al propio congreso disponerla por sí mismo (o sea se trata de un facultad
concurrente)—.
También convoca a sesiones extraordinarias cuando un grave interés de orden o de progreso lo requiera. Esta
sí es una facultad privativa del poder ejecutivo.
Remitimos al cap. XXXII, nos. 9 y 10.
La “ausencia” de presidente
105. — Según el inc. 18 el presidente puede ausentarse del país con permiso del congreso.
En receso del congreso sólo puede ausentarse sin licencia por razones justificadas de servicio público.
Ver cap. XXXVII, nos. 43/44.
La renuncia del presidente
106. — El art. 99 no habla de la renuncia del presidente. Pero el art. 75 en su inc. 21 prevé entre las facultades
del congreso, la de admitir o desechar los “motivos”’ de su dimisión (y de la del vicepresidente). La renuncia
presidencial es un acto personalísimo e indelegable, que se cumple sin refrendo ministerial —aunque la
constitución tampoco dice nada al respecto—. Pero como la norma consigna que el congreso admite o desecha los
“motivos” de la dimisión, parece que la renuncia debe ser fundada.
Si el congreso está en receso, creemos que la renuncia del presidente confi-gura uno de los casos de grave
interés que validan la inmediata convocatoria a sesiones extraordinarias.
IX. EL INDULTO
Su concepto
107. — El inc. 5º del art. 99 contiene la facultad del indulto y de la conmutación. Dice la
norma que el presidente puede indultar o conmutar penas por delitos sujetos a la jurisdicción
federal, previo informe del tribunal correspondiente, excepto en los casos de acusación por la
cámara de diputados. El indulto es conceptuado como el perdón absoluto de la pena ya impuesta;
y la conmutación, como el cambio de una pena mayor por otra menor.
La oportunidad de concederlo
108. — No cabe duda de que el indulto no puede concederse antes, sino después de la
comisión del delito, porque se indulta la “pena” adjudicada al delito; además, indultar antes de
perpetrado el hecho criminoso sería dispensar del cumplimiento de la ley. ¿Pero qué se entiende
por “después” de cometido? ¿Puede indultarse “antes” de iniciado el proceso judicial? ¿Puede
indultarse “durante” el proceso? ¿O debe haber recaído ya sentencia condenatoria firme?
Interpretamos que es menester no sólo la existencia de un proce-so, sino la sentencia firme
imponiendo una pena, porque la pena que se indulta no es la que con carácter general atribuye la
norma penal a un hecho tipificado como delito, sino la que un juez ha individualizado en una
sentencia, aplicándola a un reo. O sea que el indulto presidencial sólo puede recaer “después de la
condena”, y nunca antes.
Por otra parte, el indulto anticipado viola el derecho de toda persona —aun procesada— a la
presunción de su inocencia hasta ser convicto de delito por sentencia firme de juez competente.
109. — Concurren otros argumentos para descartar la viabilidad constitucional del indulto a procesados. Así,
cabe decir enunciativamente que la paralización del proceso penal por el indulto anticipado es claramente
violatoria de la tajante prohibición que el art. 109 dirige al presidente de la república impidiéndole ejercer
facultades judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas, lo que refracta la
paralela lesión a la división de poderes y a la zona de reserva del poder judicial.
Asimismo, y una vez que afianzamos la noción de que las víctimas de un delito invisten, doblemente, un
derecho a la jurisdicción y la consiguiente legitimación procesal para intervenir en el proceso penal respectivo, es
congruente opinar que el corte a su tramitación por efecto del indulto al imputado por el delito que las ha
damnificado, resulta violatorio de ese mismo derecho a la jurisdicción.
En tal sentido, el informe nº 28 del 2 de octubre de 1992 de la Comisión Interamericana de Derechos
Humanos ha considerado que el decreto 1002/92 (declarado constitucional por nuestra Corte pocos días después
de dicho informe, en el caso “Aquino Mercedes”, del 14 de octubre) es incompatible con normas de la Declaración
Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y del Pacto de San José de Costa Rica, por lesión al derecho de
acceso a la justicia y del dere-cho a la protección judicial, y por incumplimiento de la obligación asumida por
nuestro estado para hacer efectivos los derechos reconocidos en el citado pacto.
La Corte Suprema sostuvo, en un principio, que el indulto no puede disponerse antes de la condena, en
beneficio del procesado. Años más tarde, va-rió su criterio para afirmar que el indulto también puede dispensarse
al proce-sado, y, por fin, retomó su posición originaria, limitando la viabilidad del indulto al caso del condenado.
En 1992, por sentencia del 14 de octubre en el caso “Aquino Mercedes”, la Corte rechazó la impugnación de
inconstitucionalidad articulada contra indultos a procesados dispuestos por decreto 1002/89.
110. — El informe previo del tribunal correspondiente no es vinculatorio para el poder ejecutivo. Aunque el
tribunal opine que no procede el indulto, el presidente puede concederlo. El aludido informe puede “aconsejar”,
pero su verdadero sentido no consiste tanto en asesorar al presidente sobre el ejercicio de su facultad de indultar,
sino en proporcionarle los antecedentes del caso (circunstancias del delito, personalidad del condenado, pruebas
obrantes en el juicio y, sobre todo, la sentencia).
112. — El indulto que, como hemos dejado esclarecido, sólo puede recaer a favor de una persona bien
determinada cuya condena penal ha quedado firme judicialmente, extravía su sentido de medida beneficiosa para
el condenado cuando en un decreto “sábana” se indulta a un número elevado de personas. De ser así, se está
disfrazando con el ropaje del indulto un ejercicio de competencias que, como la de amnistiar, no pertenece al
presidente de la república sino al congreso.
114. — El indulto presidencial se limita a penas impuestas por tribunales federales; o sea, no alcanza a las
impuestas por tribunales provinciales.
Las constituciones provinciales pueden conceder a los gobernadores la facul-tad de indultar delitos por los
cuales exista sentencia condenatoria dictada por tribunales de la provincia de que se trate. (En cambio, la amnistía
nunca puede ser dispuesta por las provincias). El indulto es una competencia paralela a la de “juzgar” un delito y,
por ende, si el juicio cae en jurisdicción local, esa misma jurisdicción incluye la facultad del poder ejecutivo
provincial de indultar la condena impuesta a ese delito por un tribunal provincial.
115. — El presidente como jefe del estado asume la representación del estado como persona
jurídica en el ámbito internacional. Aunque muchas de las facultades en orden a las relaciones
exteriores las ejerce en concurrencia con el congreso, el poder ejecutivo conduce esas relaciones.
No parece dudoso, pues, que el presidente monopoliza la facultad de vincularse con los gobiernos
extranjeros.
El poder ejecutivo, asimismo, reconoce a los estados y gobiernos extranjeros, y según el inc. 11 del art. 99
también recibe los ministros y admite los cónsules de los estados extranjeros.
Los tratados
116. — El inc. 11 del art. 99 dispone que el presidente concluye y firma tratados, concordatos
y otras negociaciones requeridas para el mantenimiento de buenas relaciones con las
organizaciones internacionales y las naciones extranjeras. Según el art. 75 inc. 22 el congreso los
aprueba o los desecha. Cuando el congreso los aprueba, el poder ejecutivo tiene competencia
para ratificarlos en sede internacional.
Remisiones
117. — Para las etapas de formación de los tratados, ver Tomo I, cap. I, nº 35;
Para la denuncia de los tratados, ver Tomo II, cap. XXIX, nos. 11 a 13;
Para las reservas, ver Tomo II, cap. XXIX, nº 9;
Para la prórroga de los tratados, ver Tomo II, cap. XXIX, nº 16.
118. — Cuando el congreso asigna jerarquía constitucional a un tratado de derechos humanos que ya se halla
incorporado a nuestro derecho interno (o sea, que ya fue aprobado por el congreso y ratificado en su momento por
el poder ejecutivo), no corresponde una nueva ratificación internacional, ya que el efecto de aquella jerarquía
constitucional es propio exclusivamente de nuestro derecho interno.
Cuando el congreso atribuye dicha jerarquía a un tratado que todavía no ha ingresado al derecho interno (o
sea, que no ha sido ratificado en sede internacional por el poder ejecutivo), es menester aguardar tal ratificación
para que ingrese al derecho interno y para que dentro de su ordenamiento revista el mismo nivel de la constitución.
120. — El inc. 16 del art. 99 prevé la declaración del estado de sitio por el presidente de la república, con
acuerdo del senado, en caso de ataque exterior y por un término limitado. En caso de conmoción interior, añade la
norma, sólo tiene la facultad de declarar el estado de sitio cuando el congreso está en receso, porque es atribución
que corresponde a este cuerpo.
Para el tema de las facultades del poder ejecutivo durante el estado de sitio y de los efectos que produce,
remitimos al cap. XXV, acápite III.
121. — Así como vimos nucleado en el centro de la competencia del poder ejecutivo el ejercicio de la función
administrativa como diferente de la actividad política en sentido estricto, ahora debemos dedicar una referencia a
dicha actividad genuinamente política, que da lugar a los “actos políticos”, denominados —cuando los cumple el
presidente de la república— “actos de gobierno” (porque hay otros actos políticos que cumple el congreso, y que
en nuestro régimen no se llaman actos de gobierno).
Son ejemplo de actos de gobierno: a) la iniciativa de las leyes, su promulgación y su veto; b) la apertura del
período de sesiones del congreso, su prórroga, y la convocatoria a sesiones extraordinarias; c) todos los que hacen
a las relaciones internacionales, incluyendo la conclusión y ratificación de tratados; d) todos los que hacen uso de
los poderes militares y de guerra; e) la declaración de guerra y del estado de sitio, y el ejercicio de las facultades
que durante los mismos se efectúa; f) el indulto y la conmutación de penas; g) el nombramiento (y la remoción, en
su caso) de todos los funcionarios que requieren acuerdo del senado, del jefe de gabinete y de los ministros (el de
los demás empleados de la administración es acto administrativo); h) la expulsión de extranjeros; i) la intervención
federal (cuando la dispone el poder ejecutivo), etc.
El acto “institucional”
122. — No obstante que, por ahora, mantenemos como categoría genérica la del “acto político” y dentro de él
la del “acto de gobierno”, nos parece relevante aceptar dentro de ella un tipo específico de acto que se vincula
directamente con la organización y subsistencia del estado, o sea, que se localiza inmediatamente en el derecho
constitucional del poder y traduce relaciones interórganos o intraórganos sin ninguna relación directa e inmediata
con los particulares. A ese tipo de acto le deparamos la denominación asignada por Marienhoff, “de acto ins-
titucional”; pero lo seguimos considerando como una clase de acto político —el más elevado, por cierto, como
que afecta a la organización estatal misma—.
Se incluye entre los actos institucionales, a los siguientes: a) declaración de guerra; b) celebración de tratados
y concordatos, negociaciones con organismos internacionales; c) intervención federal; d) declaración de estado de
sitio; e) nombramiento de magistrados de la Corte Suprema de Justicia; f) actos que concretan las relaciones del
ejecutivo con el parlamento —citación para iniciar el período ordinario de sesiones, prórroga, convocatoria a
extraordinaria, promulgación y veto de proyectos de leyes—, etc.
La intervención federal
123. — El inc. 20 del art. 99 faculta al presidente a decretar la intervención federal a una provincia o a la
ciudad de Buenos Aires durante el receso del congreso, y lo debe convocar simultáneamente.
Remitimos al cap. XXXIV, acápite XV.
Artículo 86 Artículo 99
Inc. 1º Reformado
Inc. 2º Sin reformar
Inc. 3º: nuevo
Inc. 3º Suprimido
Inc. 4º Pasa con reforma a integrar el 3º nuevo
Inc. 5º Pasa a ser 4º, reformado
Inc. 6º Pasa a ser 5º, sin reforma
Inc. 7º Pasa a ser 6º, reformado
Inc. 8º Suprimido
Inc. 9º Suprimido
Inc. 10 Pasa a ser 7º, reformado
Inc. 11 Pasa a ser 8º, reformado
Inc. 12 Pasa a ser 9º, sin reforma
Inc. 13 Pasa a ser 10, reformado
Inc. 14 Pasa a ser 11, reformado
Inc. 15 Pasa a ser 12, reformado
Inc. 16 Pasa a ser 13, reformado
Inc. 17 Pasa a ser 14, reformado
Inc. 18 Pasa a ser 15, reformado
Inc. 19 Pasa a ser 16, sin reforma
Inc. 20 Pasa a ser 17, reformado
Inc. 21 Pasa a ser 18, reformado
Inc. 22 Pasa a ser 19, reformado
Inc. 20: nuevo
ARTICULO 99 ACTUAL
CAPÍTULO XXXIX
I. LA FISONOMÍA GENERAL. - II. EL JEFE DE GABINETE DE MINISTROS. - Las competencias del jefe de gabinete. -
La relación con el congreso. - Nuestra valoración. - III. EL MINISTERIO. - El jefe de gabinete y el ministerio. -
Organo colegiado y complejo - La ley de ministerios. - El nombramiento y la remoción. - La competencia
ministerial. - La responsabilidad ministerial. - Las incompatibilidades. - Las relaciones del ministerio con el
congreso. - Las inmunidades y los privilegios ministeriales. - Las secretarías de estado. - La relación del jefe de
gabinete con los ministros. - IV. OTROS ORGANISMOS. - V. LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA Y LOS
ADMINISTRADOS. - El por qué del tema. - El “procedimiento” administrativo. - Los principios que rigen el
procedimiento administrativo. - Los recursos administrativos. - La extinción de los actos administrativos. - La
inmutabilidad del acto administrativo que genera de-
rechos subjetivos. - La “cosa juzgada” administrativa.
I. LA FISONOMIA GENERAL
2. — Existe, asimismo, un funcionario —el Procurador del Tesoro— que tiene a su cargo el
asesoramiento jurídico del presidente, y que encabeza una repartición —la Procuración del Tesoro
de la Nación—, hoy regulada por ley 24.667 de 1996, que en su art. 2º la define como “un
organismo desconcentrado del poder ejecutivo nacional, cuya estructura administrativa y
presupuesto están contenidos en la estructura y presupuesto del ministerio de justicia de la
nación”.
El Procurador del Tesoro depende directamente del presidente y tiene jerar-quía equivalente a las de los
ministros; ejerce sus competencias con independencia técnica según el art. 1º de la ley citada, en tanto los
Subprocuradores del Tesoro tienen jerarquía equivalente a la de los secretarios del poder ejecutivo.
Los funcionarios y empleados de la Procuración del Tesoro tienen relación jerárquica y dependencia
funcional con el Procurador.
3. — Para las diversificaciones posibles en la administración que tiene jefatura en el poder ejecutivo, pero
cuyo ejercicio incumbe al jefe de gabinete, remitimos al cap. XXXVIII, nos. 3, 6, 7, 11 y 12. Asimismo, cap.
XXXVIII, nos. 13, 15 y 16.
4. — Con la reforma de 1994 ha aparecido el jefe de gabinete de ministros que, sin ser un
primer ministro, ha recibido competencias especiales y diferentes a las genéricas ministeriales en
el art. 100.
En las necesaria intersecciones entre el poder ejecutivo (presidente de la república) y el jefe de
gabinete, ya hemos adelantado algunas nociones (ver cap. XXXVII, nº 10; cap. XXXVIII, nos. 3 c,
6, 7, 11 y 12).
5. — Procurando reagrupar sus competencias, en especial a tenor del art. 100, podemos
intentar una rápida clasificación:
a) Expedición de actos y reglamentos necesarios para:
a’) ejercer las facultades que le acuerda el art. 100, y
a”) las que le delegue el presidente; todo ello conforme al inc. 2º;
b) Ejercicio (directo) de las funciones y atribuciones que le delegue el presidente, según el
inc. 4º;
c) Resolución, en acuerdo de gabinete, sobre materias que le indique el poder ejecutivo, y
c’) resolución por decisión propia en las materias que estime necesario por su importancia en
el ámbito de su competencia; todo ello conforme al inc. 4º;
d) Nombramiento de empleados de la administración, con excepción de los que correspondan
al presidente;
e) Coordinación, preparación y convocatoria de las reuniones de gabinete de ministros, y
e’) presidencia de las mismas en ausencia del presidente; todo ello conforme al inc. 5º;
f) Remisión al congreso de los proyectos de ley de ministerios y de presupuesto, una vez que
se han tratado en acuerdo de gabinete y han sido aprobados por el poder ejecutivo; todo ello
conforme al inc. 6º;
g) Hacer recaudar las rentas del estado y ejecutar la ley de presupuesto, según el inc. 7º;
h) Concurrir a las sesiones del congreso y participar, sin voto, en sus debates, según el inc. 9º,
y
h’) producir los informes y explicaciones verbales o escritos que sean solicitados por
cualquiera de las cámaras al poder ejecutivo, según el inc. 11;
h”) presentar junto a los demás ministros, al iniciarse las sesiones ordinarias del congreso, una
memoria detallada del estado de “la nación” en cuanto a los negocios de los respectivos
departamentos, según el inc. 10;
h”’) concurrir como mínimo una vez por mes al congreso, alternativamente a cada cámara,
para informar sobre la marcha del gobierno, conforme al art. 101;
i) Tomar intervención en el procedimiento inmediato al dictado de decretos de necesidad y
urgencia para someterlos a la Comisión Bicameral Permanente, conforme al inciso 13 en relación
con el art. 99, inc. 3º, y
i’) en el correspondiente a decretos de promulgación parcial de leyes, conforme al inc. 13 en
relación con el art. 80, y
i”) en el correspondiente a decretos dictados en ejercicio de facultades delegadas por el
congreso al poder ejecutivo, conforme al inc. 12 en relación con el art. 76, para control de la
Comisión Bicameral Permanente;
j) Refrendar los decretos del poder ejecutivo:
j’) que prorrogan las sesiones ordinarias del congreso, y
j”) que convocan a sesiones extraordinarias, todo ello conforme al inc. 3º;
j”’) que reglamentan leyes, según el inc. 8º;
j””) que ejerzan facultades delegadas por el congreso al poder ejecutivo, según el inc. 12;
j””’) que se dictan por razones de necesidad y urgencia, según el inc. 13;
j”””) que promulgan parcialmente una ley, según el inc. 13;
k) Refrendar los mensajes del presidente que promuevan la iniciativa legislativa, según el inc.
8º.
6. — Para el “ejercicio” de la administración por el jefe de gabinete, sin la “titularidad”, ver cap. XXXVII,
nº 10; cap. XXXVIII, nos. 6 y 7.
Para las facultades “privativas”, ver cap. XXXVII, nº 13.
Para el poder reglamentario y su relación con el poder ejecutivo, ver cap. XXXVII, nº 12, y cap. XXXVIII,
nos. 27 y 29.
Para la “delegación” de facultades por el poder ejecutivo, ver cap. XXXVII, nº 14.
Para el refrendo, ver cap. XXXVII, nos. 16 y 17.
Para los nombramientos, ver nº 7.
7. — El ejercicio de la administración general en relación con los nombra-mientos exige coordinarse con las
facultades que el art. 99 atribuye al presidente de la república. El inc. 7º de dicho art. 99 torna difícil la
distribución cuando se lo enlaza con el art. 100 inc. 3º, pero procurando conciliar ambas normativas, parece que al
jefe de gabinete le corresponde toda la serie de designaciones del personal de la administración en todos sus
niveles —jerarquizados y comu- nes—, con las excepciones siguientes:
a) no puede nombrar a los “oficiales superiores” de la “secretaría” de la presidencia (a que alude el art. 99 inc.
7º), que son los que integran la unidad administrativa propia del presidente;
b) tampoco efectuar nombramientos y ascensos en las fuerzas armadas;
c) tampoco los de miembros del cuerpo diplomático y consular;
d) ni —por supuesto— reemplazar al presidente en los nombramientos que, con acuerdo del senado, recaen
en los jueces federales.
Remitimos al cap. XXXVIII, nº 94.
8. — Si se enfocan las facultades que conectan con el congreso al poder ejecutivo y al jefe de gabinete, cabe
señalar las que en el nº 5 vienen citadas en los incisos f, h, h’, h”, h”’, i, i’, i”, todos los subincisos del inc. j, y el
inc. k.
La norma añade que tal asistencia obligatoria no obsta a lo dispuesto en el art. 71, conforme al cual cada
cámara puede solicitar la comparecencia de los ministros —por ende, la del jefe de gabinete— a los efectos de que
rindan explicaciones e informes.
Hasta aquí, no solamente por el sentido del deber informativo de concurrencia al congreso, sino por la
remisión que el art. 101 hace al art. 71, entendemos que ese deber se cumple y se agota en la información acerca
de la marcha del gobierno.
Quiere decir que, al igual que en la interpretación que siempre se dio al actual art. 71 antes de
la reforma de 1994, las cámaras pueden expresar conformidad o disconformidad sobre el informe
que reciben, pero carecen de toda otra competencia, de forma que una ex-presión adversa de
aquéllas no tiene efecto vinculante, ni para el jefe de gabinete, ni para el poder ejecutivo —
presidente de la repúbli-ca—.
11. — Ha de tenerse en cuenta que el mismo art. 101, después del párrafo hasta aquí
explicado, prosigue con un alcance diferente.
a) Por el voto de la mayoría absoluta de la totalidad de miembros de cualquiera de las
cámaras puede interpelarse al jefe de gabinete; cada cámara, separadamente de la otra, inviste
esta facultad, que la norma denomina “interpelación”, y que posee como objetivo el tratamiento
de una moción de censura;
b) Por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras (o sea, de
ambas) el jefe de gabinete puede ser removido de su cargo; aquí hace falta la coincidencia de las
dos cámaras en la remoción, con el quorum de votos indicado.
12. — De los dos incisos precedentes surge una interpretación posible, que formulamos de la
siguiente manera:
a) Para tratar una moción de censura como etapa previa a la remoción del jefe de gabinete es
menester que cualquiera de las cámaras alcance a votar favorablemente la interpelación ante sí,
con el voto de la mayoría absoluta —computada sobre la totalidad de miembros que la
componen—.
b) Si una sola cámara logra, con ese quorum de votos, interpelar al jefe de gabinete y
censurarlo, su voto de censura no surte efecto destitutorio, porque la remoción precisa decisión
concordante de las dos cámaras. En cambio, si la interpelación y el recíproco voto de censura se
producen en las dos cámaras, la remoción se opera cuando ambas así lo resuelven por mayoría
absoluta de sus miembros.
13. — Estaríamos así ante un desdoblamiento procedimental, porque no sería factible remover si antes no se
ha votado una moción de censura en cada cámara; cuando tal moción proviene solamente de una, y no de las dos,
ese voto de censura —que es parcial— no puede derivar a la ulterior remoción.
La censura de una sola cámara —preparatoria de la eventual remoción si se obtiene también similar censura
de la otra cámara— sólo significaría una desaprobación de la gestión a cargo del jefe de gabinete, más intensa que
la simple expresión de disconformidad que cabe después de recibido el informe obligatorio previsto en la parte
primera del art. 101, o del impuesto por el art. 71. Pero tampoco produce efecto vinculante.
En síntesis, la remoción sólo es viable cuando la ha precedido un voto de censura conjunto de ambas cámaras,
y cuando a continuación también las dos coinciden en la sanción destitutoria.
Reconocemos que esta segunda parte —bifurcada— del art. 101 no ofrece demasiada claridad para la
interpretación. Una posible es la que aquí dejamos propuesta.
Nuestra valoración
15. — La intermediación del jefe de gabinete entre el poder ejecutivo y el congreso es híbrida. Por supuesto,
no alcanza a asignar perfil parlamentarista al sistema, cuyo funcionamiento viene encadenado al tipo de
protagonismo y de personalidad del presidente, y a la composición partidaria de las cámaras; las mayorías que
responden al presidente disponen de la herramienta para hacer funcionar, o no, la moción de censura y la remoción
del jefe de gabinete. Como siempre, el sistema partidario se intercala a modo de árbitro para dar operatividad, o
para bloquear las normas constitucionales en la materia que, por lo demás, dijimos ya que eran bastante ambiguas.
Remitimos al cap. XXXVII, nos. 8 a 16, 18 y 20/21.
III. EL MINISTERIO
17. — Hablar del ministerio exige preguntarse si con esa palabra designamos a la totalidad de
los ministros, o a cada uno de ellos separadamente. Y nos parece que con el término mentamos las
dos cosas: el “conjunto”, y “cada uno” de sus componentes. El ministerio es un órgano de rango
constitucional, colegiado y complejo; no hay “primer ministro” al estilo de la forma parlamentaria
de gobierno, aunque con la reforma de 1994 el jefe de gabinete exige el esfuerzo de analizar si por
sus funciones reviste superioridad jerárquica res-pecto del resto de los ministros (ver nº 27).
Como órgano colegiado y complejo, el ministerio actúa junto al poder ejecutivo —presidente
de la república— en dos tipos de relaciones:
a) mediante el refrendo, que puede ser múltiple, o no; hay ahora normas que prevén el del jefe
de gabinete (por ej., art. 100, incisos 8º y 12), y otras el de éste en conjunto con los demás
ministros (art. 100, inc. 13);
b) mediante las reuniones de gabinete, ahora también previstas en el art. 100 inc. 4º, que
fueron práctica constitucional cuando, antes de la reforma de 1994, no contaban con norma
expresa, y que también se han denominado “acuerdo de ministros” o “acuerdo de gabinete”.
También cada ministro por sí tiene calidad de órgano, tanto como jefe de su ministerio —con
todo lo que un ministerio implica dentro de la administración pública— como en su relación
personal con el poder ejecutivo.
El jefe de gabinete ostenta, asimismo, la naturaleza de órgano.
La ley de ministerios
18. — La constitución en su texto reformado en 1898 —que fue art. 87— deslindó únicamente el número de
los ministros secretarios, fijándolos en ocho, y derivando a la ley establecer el respectivo despacho de cada uno.
En cambio, el texto de 1853 establecía cinco, y decía cuáles eran.
La reforma de 1994 prescribe en su art. 100 que el número y la competencia de los ministros
serán establecidos por una ley especial.
La ley de ministerios es, por su naturaleza o contenido, una ley de carácter materialmente
constitucional.
El congreso tiene competencia para dictar la ley de ministerios con el al-cance de fijar el número y repartir
entre los órganos ministeriales la competencia que les corresponde por materia, pero esa ley del congreso no puede
invadir la zona de reserva del poder ejecutivo y de la administración pública que depende de él.
La relación del presidente con los ministros deriva directamente de la constitución, y no es competencia del
congreso interferirla ni condicionarla; la ley de ministerios —por ej.— no tiene por qué autorizar al presidente a
imputar funciones a los ministros, porque tal imputación de funciones la puede efectuar el presidente sin
regulación legal alguna. Si por un lado, pues, la facultad del congreso de dictar la ley de ministerios no alcanza
para reglar aspectos y cuestiones que incumben a la zona de reserva del ejecutivo, la cláusula de los poderes
implícitos del art. 75 inc. 32 tampoco sirve de fundamento a esos efectos, porque la legislación que cabe dictar de
acuerdo a dicha norma lo es “para poner en ejercicio” los poderes concedidos por la constitución al gobierno
federal, pero no para lesionar la división de poderes que en la propia constitución ha efectuado el deslinde de las
competencias a favor de cada órgano.
El nombramiento y la remoción
19. — Tanto el jefe de gabinete como los demás ministros son nombrados y removidos por el presidente (art.
99 inc. 7º). Todos son, asimismo, susceptibles de ser destituidos mediante juicio político (acusación por la cámara
de diputados y juzgamiento por el senado, conforme a los arts. 53 y 59).
El jefe de gabinete, además, puede ser removido por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de cada
una de las cámaras del congreso (art. 101).
Esto último atisba una tímida dependencia del jefe de gabinete respecto de la confianza del congreso, pero
¿qué ocurriría si, después de destituido, fuera designado nuevamente jefe de gabinete por el presidente?
La competencia ministerial
20. — Frente al poder ejecutivo, cuyos actos refrendan, se acentúa el carácter político de los
ministros. Frente a sus respectivos ministerios, prevalece el aspecto administrativo: tienen la
jefatura, dirección, control y superintendencia de las oficinas, dictan circulares e instrucciones, y
manejan el régimen económico-financiero de sus departamentos.
El art. 103 dispone que no pueden por sí solos, en ningún caso, tomar resoluciones, a
excepción de lo concerniente al régimen económico y administrativo de sus respectivo
departamentos. De todo ello se deduce que los ministros, que carecen de competencia para
reglamentar las leyes, tampoco pueden suplir la ausencia de disposiciones reglamentarias con
resoluciones.
Para el jefe de gabinete, remitimos a los nos. 4 a 7, y 27.
21. — El presidente puede hacer “imputación de funciones” propias del poder ejecutivo a favor de los
ministros, siempre que no transfiera las que son de carácter personalísimo.
El derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte tiene establecido que el viejo art. 89, que
subsiste como art. 103, no obsta a que los ministros ejerzan atribuciones que pueden ser válidamente “delegadas”
por el presidente de la república, sin perjuicio de la facultad presidencial para dejar sin efecto, modificar o
convalidar los actos de los subordinados jerárquicos a quienes se ha conferido el ejercicio de esas facultades
“delegadas”. (En rigor, no cabe acá hablar de “delegación” sino de “imputación de funciones”.)
Para la llamada “delegación” de funciones y atribuciones que el presidente puede hacer al jefe de gabinete
(art. 100 inc. 4º) y los actos y reglamentos que puede expedir el jefe de gabinete para ejercer facultades delegadas
por el presidente (art. 100 inc. 2º), remitimos al cap. XXXVII, nº 14.
La responsabilidad ministerial
22. — El art. 102 dispone que cada ministro es responsable de los actos que legaliza; y solidariamente de los
que acuerda con sus colegas. Esta norma viene a disipar una posible duda: siendo el acto refrendado por el
ministro un acto del presidente de la república, podría pensarse que el ministro estuviera exento de
responsabilidad, la que recaería únicamente en el presidente. Y no es así, porque como lo aclaraba el antecedente
de la disposición en la constitución de 1826: “en los casos de responsabilidad, los ministros no quedarán exentos
de ella por la concurrencia de la firma o consentimiento del presidente de la república”.
El mismo artículo da pie para sostener que queda previsto el refrendo por más de un ministro, ya que habla de
los actos que cada uno acuerda con sus colegas, lo que ahora viene explícito en el art. 100 inc. 13.
Las incompatibilidades
23. — El jefe de gabinete no puede desempeñar a la vez otro ministerio (art. 100 in fine). Los ministros no
pueden ser senadores ni diputados sin hacer dimisión de sus cargos (art. 105).
24. — Acerca de las relaciones del ministerio con el congreso la constitución prevé tres fundamentales: a)
llamamiento de uno o varios ministros por cada cámara para que concurran a su sala, a efectos de proporcionar
explicaciones e informes (art. 71); b) concurrencia espontánea de los ministros a las sesiones del congreso, con
participación en los debates pero sin voto (art. 106); c) presentación obligatoria por cada ministro de una memoria
detallada del estado del país en lo relativo a los negocios de su departamento, luego que el congreso abre
anualmente sus sesiones (art. 104).
La concurrencia de los ministros cuando son llamados por las cámaras es obligatoria. Se la conoce con el
nombre de interpelación, por analogía con el sistema parlamentario, si bien sabemos que en nuestro derecho
constitucional del poder las cámaras no pueden censurar a los ministros ni emitir votos de desconfianza, porque la
permanencia (o el retiro) de los mismos no depende del respaldo congresional, sino únicamente de la confianza
personal del presidente de la república (que los designa y los remueve).
Para la situación especial del jefe de gabinete, ver nos. 9 a 15.
26. — El art. 100 habla de “ministros secretarios”, los que en lenguaje de la constitución formal permite que
a los ministros se les llame también “secretarios”. No obstante, el vocabulario se ha habituado, más bien, a
reservar el nombre de “secretario” de estado para los funcionarios que están a cargo de una “secretaría de
estado”, que no tiene naturaleza ministerial.
Las secretarías y sub-secretarías no tienen ni pueden tener rango de ministerios, ni quienes las ocupan pueden
equipararse a los ministros previstos en la constitución. No es que la ley —o el propio poder ejecutivo— no
puedan crear secretarías y sub-secretarías de estado dentro del organigrama ministerial; pueden hacerlo, pero no
pueden asimilarlas a un ministerio en cuanto al ejercicio de sus funciones. Esto quiere decir que un secretario de
estado no puede, constitucionalmente, ejercer competencias propias de los ministros, por lo que es obvio que no
dispone de la facultad de refrendar actos del presidente. La asignación de atribuciones ministeriales a los
secretarios de estado es, pues, inconstitucional.
El “procedimiento” administrativo
30. — Tanto quienes afirman que la administración puede desenvolver acti-vidad jurisdiccional, como
quienes lo niegan, suelen coincidir en la admisión de que la administración cumple su actividad a través de un
procedimiento, que es el procedimiento administrativo. De ahí deriva la diferencia con la actividad del poder
judicial: mientras los órganos de éste utilizan el “proceso (judicial)”, la administración se vale del
“procedimiento”.
En tanto el “derecho procesal administrativo” se refiere a los procesos judiciales en que es parte la
administración, el “procedimiento administrativo” (sea que se le reconozca o se le niegue naturaleza
jurisdiccional) se sustancia “dentro” de la esfera de la administración y no en sede judicial.
El procedimiento administrativo nos interesa dentro del derecho constitucional del poder, en cuanto importa
actividad de los órganos del poder en ejercicio de la administración, y en cuanto ciertos principios básicos del
derecho constitucional le son aplicables, especialmente en lo referente a la participación de los particulares en
aquel procedimiento.
El procedimiento administrativo procura mantener la legalidad y la justicia en el funcionamiento de la
administración; por eso el procedimiento administrativo está presidido por un notorio interés público.
Los recursos administrativos no requieren ley, e, incluso, son regulables sólo por decreto del poder ejecutivo,
en cuanto se trata de ordenar el procedimiento ante órganos dependientes de él y como ejercicio de la competencia
propia de la zona de reserva de la administración. Pero proceden también aun a falta de decreto o reglamentación
puramente administrativos, y es así como la doctrina y la práctica administrativa conocen los recursos “no
reglados”.
33. — Advertido que los recursos administrativos se deducen, tramitan y resuelven en el ámbito de la
administración a través del procedimiento administrativo, hace falta recalcar que son distintos de los recursos y
controles “externos” que, respecto de la administración, se movilizan en sede judicial ante tribunales judiciales.
Cuando una cuestión de derecho administrativo es llevada ante tribunales del poder judicial, cabe hablar de
“proceso” administrativo (y ya no de “procedimiento” administrativo). A las controversias judiciales en que la
administración es parte se las suele denominar “contencioso-administrativas”, y por lo expuesto se comprende que
se desarrollan y deciden “fuera” de la administración (en el poder judicial).
Hay que añadir además el control que la reforma de 1994 encomienda al Defensor del Pueblo en el art. 86, y
en el art. 85 al congreso y a la Auditoría General de la Nación.
34. — Si bien una obra de derecho constitucional del poder no incluye el contenido propio del derecho
administrativo, parece necesario no omitir una somera referencia a la extinción de tales actos, en cuanto los
órganos del poder que han sido sus autores comprometen o pueden comprometer a los gobernados al retirar del
mundo jurídico la actividad que han cumplido anteriormente.
Genéricamente, se llama extinción a ese “retiro” del acto que resuelve el órgano de la administración. La
extinción puede alcanzar a cualquier acto administrativo, sea general o individual, unilateral o bilateral, reglado o
discrecional, etc. Cuando el acto administrativo tiene carácter general —por ej.: reglamentos— su extinción se
produce en sede administrativa por derogación. Cuando tiene carácter individual o particular, la extinción se
produce por revocación en sede administrativa, y por anulación en sede jurisdiccional.
35. — Una parte de la doctrina señala como inherente a la esencia del acto administrativo el principio de su
revocabilidad. Otro sector estima que la revocación es lo excepcional, y la irrevocabilidad el “principio”, con lo
que la revocación no pertenece a la esencia del acto administrativo. Creemos que es lo cierto, porque el acto
administrativo se emite para ser cumplido y no para ser dejado sin efecto.
La revocación puede disponerse por razones de oportunidad o conveniencia, en orden al interés público
(aunque algunos autores sostienen que sólo son revocables por oportunidad los actos discrecionales, y no los
reglados), o bien por razones de legitimidad por vicios que afectan al acto. Pero el problema que nos importa
destacar es el de la inmutabilidad del acto administrativo que ha dado origen a derechos en favor de los
particulares.
La inmutabilidad del acto administrativo que genera derechos subjetivos
36. — Aun la doctrina que admite el principio amplio y general de revocabilidad introduce
una reserva importante a favor del acto que ha implicado “adquisición” de derechos por los
particulares. Para ese caso, la inmutabilidad del acto administrativo se ha considerado como una
garantía para el administrado, o sea, como una restricción contra la administración, que no puede
extinguir ni alterar sus actos cuando de éstos han surgido derechos a favor del primero. Parece,
entonces, que la inmutabilidad es oponible a la administración por el particular.
Sin embargo, la inmutabilidad juega también a favor de la administración “contra” el
administrado, en forma tal que a veces la administración puede invocar la inmutabilidad de sus
actos para negarse a retirarlos o modificarlos frente al particular que pretende su revisión después
que el acto ha quedado firme.
37. — La doctrina y la jurisprudencia han acuñado una expresión harto controvertida para
destacar esa inmutabilidad, utilizando el vocablo y el concepto de cosa juzgada “administrativa”.
El término “cosa juzgada” deriva del derecho procesal, en el que denota una cualidad y un efecto de la
sentencia. Trasladado al derecho administrativo, implica que la administración no puede extinguir por sí misma en
sede administrativa ciertos actos emitidos por ella.
38. — La Corte Suprema ha exigido una serie de recaudos para investir el acto administrativo de la
inmutabilidad equivalente a la “cosa juzgada administrativa”. Ellos son: a) que el acto sea individual y concreto, y
ello porque la inmutabilidad sólo resguarda actos que crean derechos subjetivos, y no derecho objetivo (por eso,
los reglamentos son derogables); b) que el acto proceda de la administración activa; c) que se haya emitido en uso
de actividades regladas (quedando excluido, en consecuencia, el que deriva de facultades discrecionales); d) que
del acto derive un derecho subjetivo a favor del particular; e) que el acto sea regular (y lo es, para la Corte, aunque
presente ciertos vicios que no sean graves; así, son regulares los actos afectados de nulidad relativa, pero son
irregulares los afectados de nulidad absoluta; se trata pues, del grado de invalidez del acto); f) que el acto cause
estado, lo que significa que sea definitivo e insusceptible de recurso administrativo alguno.
De la jurisprudencia de la Corte se desprende que el favor de la cosa juzgada administrativa no se reconoce a
actos cumplidos en uso de facultades discrecionales, ni a actos viciados de nulidad absoluta, todos los cuales
pueden ser extinguidos por la administración en sede administrativa.
Este lineamiento fue objeto de retoques en el caso “Villegas Andrés W.”, fallado por la Corte el 8 de agosto
de 1974. En él dijo que: a) sólo puede hablarse de “cosa juzgada” en relación con la actividad jurisdiccional de la
administración, y no cuando la administración cumple actos “de ejecución” (en el caso la Corte entendió que el
acto de otorgamiento de una jubilación era de ejecución y no jurisdiccional y que, por ende, no tenía la fuerza de
la cosa juzgada); b) el principio de la “cosa juzgada administrativa” no es absoluto ni tiene carácter de
irrevocabilidad definitiva; c) el poder administrador puede volver sobre lo ya “juzgado” por él cuando se trata de
corregir sus propios errores y lo que revisa no perjudica derechos de los particulares (diríamos nosotros que
puede revisar para beneficiar, pero no para perjudicar esos derechos).
CAPÍTULO XL
EL “PODER” MILITAR Comentado [CM7]: Hasta acá segunda parte del módulo 4
I. LAS FUERZAS ARMADAS. - El “órgano castrense”. - “Poder militar” y “poder civil”. - La abolición del fuero Comentado [CM8R7]:
militar como fuero “personal”. - La “defensa nacional” y la “seguridad interior”. - II. LOS “PODERES
MILITARES” DEL CONGRESO. - A) En caso de guerra. - B) Sobre las fuerzas armadas. - La jurisdicción militar. -
III. LOS “PODERES MILITARES” DEL PRESIDENTE. - Su concepto. - El poder disciplinario. - La naturaleza de los
actos en ejecución de los poderes militares. - IV. LA JURISDICCIÓN MILITAR PENAL Y LOS TRIBUNALES
MILITARES. - El fuero militar como fuero real. - El artículo 75 inciso 27. - La competencia “potestativa” para
crear tribunales militares. - Los delitos “militares”. - La naturaleza de los tribunales militares. - La revisión
judi-cial. - La naturaleza “federal” del código militar. - La coordinación entre la jurisdicción militar penal y el
art. 116. - V. LA JURISDICCIÓN MILITAR Y LOS CIVILES. - La sujeción de civiles a los tribunales militares. - El
deber militar
de los civiles.
El “órgano castrense”
1. — Doctrinariamente, se plantea una interesante cuestión en torno de la cual tomar partido: o las fuerzas
armadas son “órganos estatales”, o son meramente “sujetos auxiliares del estado” sin calidad de órganos. En
nuestro derecho constitucional no se ha trabajado la opción, bien que sin confrontar demasiado una postura con la
otra hay tendencia a ubicar a las fuerzas armadas en la categoría de órganos: “órgano castrense”; y así suele
aparecer en las obras de derecho administrativo.
Creemos seria esta posición. Pero veamos antes qué argumentos principales se han dado en su apoyo.
En primer lugar, se dice que son órganos estatales porque con ellos se organiza la defensa a que alude el
preámbulo y el art. 21 de la constitución. No juzgamos acertado atribuir a las fuerzas armadas el carácter de
órganos solamente por la “finalidad” defensiva que invisten, porque si tal finalidad cuadra dentro de la
competencia del estado, no necesariamente quien cumple dicha finalidad debe ser o es un órgano estatal; bien
podría ser un mero “sujeto auxiliar”; así, los partidos y el cuerpo electoral cumplen la finalidad de proveer de
gobernantes al poder, y ni unos ni otro son órganos.
En segundo lugar, que los órganos de poder intervengan en la provisión de empleos militares tampoco
alcanza para fundar la calidad del supuesto órgano castrense. Hasta el Acuerdo con la Santa Sede de 1966 también
aquellos órganos intervenían en la provisión de obispos para las iglesias catedrales mediante el patronato, y es bien
ponderada la tesis —por nosotros admitida— de que era totalmente impropio hablar de “órganos” eclesiásticos,
porque la Iglesia Católica nunca fue —ni es— una persona estatal con carácter de órgano.
En tercer lugar, las competencias reguladoras del congreso sobre las fuerzas armadas no son indicio de que
éstas poseen naturaleza de órganos estatales, porque el congreso regula muchas instituciones que no lo son
(asociaciones sindicales y de todo tipo, partidos, etc.).
En cambio, la jefatura que la constitución atribuye al poder ejecutivo sobre las fuerzas armadas parece
incardinar a éstas en el ámbito de los órganos estatales dependientes del presidente de la república, y lo más
probable es que, reconocida la naturaleza de “órganos castrenses”, éstos deban incluirse en el rubro de los órganos
“extrapoderes”.
2. — No es propio de esta obra incursionar en el tema de la relación entre el llamado “poder militar” (o la
fuerza armada), y el “poder civil” (o los órganos de poder del estado). De todos modos, hemos de afirmar que
nuestra constitución formal recoge la separación entre poder militar y poder civil, y subordina el primero al
segundo. (Ver cap. XXX, nº 15 a).
En la constitución material esta subordinación se ha deteriorado en alto grado, y se ha traducido en buena
parte en el frecuente intervencionismo militar, que no sólo debe computarse a través de los gobiernos militares en
épocas de facto —desde 1930 hasta 1983— sino en el evidente carácter de factor de poder que han detentado las
fuerzas armadas.
Si una sola razón hubiéramos de dar para propiciar la separación entre poder militar y poder civil, y para
fundar la negativa a que las fuerzas armadas ocupen a título propio el poder del estado, volveríamos a la noción
del poder político como poder “total” (“de” y “para” toda la sociedad), que no se compadece con su ocupación y
ejercicio por un “poder” (el militar) que es sectorial y que, marginando la participación social en la designación de
los gobernantes, asume por sí y para sí las funciones estatales.
De una vieja jurisprudencia de la Corte (por ej., casos “Mórtola” y “Espina”) surge el principio de que la
abolición de los fueros personales significa que ningún militar goza, por razón de “su estado”, del privilegio de ser
juzgado por tribunales militares en causas civiles por delitos que no violan las ordenanzas militares, y cuyo
juzgamiento incumbe a otros tribunales (los comunes o “civiles”) por la naturaleza de los hechos; pero la
supresión de los fueros personales no ha arrebatado a los tribunales militares la competencia para conocer y juzgar
infracciones a las leyes que rigen a las fuerzas armadas. Tal la pauta del derecho judicial más antiguo.
4. — Para reconocer carácter constitucional de fuero real a la jurisdicción militar no basta que los hechos que
juzga sean infracciones a la ley militar que rige a las fuerzas armadas, porque lo esencial y decisivo es que esa ley
militar que sanciona infracciones incluya en su categoría únicamente a los hechos que real y estrictamente dañan
a la organización castrense, límite que no se guarda cuando —por ej.— se califican como infracciones militares a
delitos comunes que, aunque puedan ser conexos con el servicio castrense, pertenecen al campo general del
derecho penal común. (Ver nos. 17/18).
6. — A nuestro juicio debe quedar en claro que ninguna ley puede inhibir o menoscabar la jefatura
presidencial sobre las fuerzas armadas, que otorga competencia al poder ejecutivo para recurrir a ellas y disponer
su intervención razonable en resguardo tanto de la llamada defensa nacional cuanto de la seguridad interna cuando
existe grave perturbación de ambas, imposible de superar por otros medios regulares. Tal competencia existe con
ley o sin ley, y ninguna ley puede impedir su ejercicio, porque proviene directamente de la constitución.
A) En caso de guerra
Hay que observar que la constitución no somete la declaración de guerra a condicionamientos o requisitos de
situación, como sí lo hace cuando prevé en qué casos procede la intervención federal o el estado de sitio; ello
significa que, respetada la competencia formal antes referida, depende del criterio, la discreción y la prudencia del
congreso y del poder ejecutivo declarar o hacer la guerra, y la paz. Esta advertencia es importante para
comprender que el hecho de la guerra en sí mismo no puede ser reputado inconstitucional, porque dispuesta la
guerra por los órganos competentes, la guerra queda habilitada por la constitución. Esto no quiere decir que en
ocasión de la guerra quede permitido violar la constitución, ni que los poderes de guerra sean superiores a ella, o
sean susceptibles de usarse de cualquier manera. Quede claro, entonces, que la guerra —o el “hecho de que haya
guerra”— no es inconstitucional, pero “lo que se hace” en la guerra en uso de poderes de guerra sí puede resultar
inconstitucional (si la constitución es vulnerada; por ej., violando derechos personales, confiscando propiedad
enemiga, etc.).
9. — El inc. 27 del art. 75 pone a cargo del congreso fijar las fuerzas armadas en tiempo de
paz y de guerra y dictar las normas para su organización y gobierno.
El inc. 28 le otorga permitir la introducción de tropas extranjeras en el territorio de la nación,
y la salida de fuerzas nacionales fuera de él.
Las provincias tienen prohibido por el art. 126 armar buques de guerra o levantar ejércitos, salvo el caso de
invasión exterior o de un peligro tan inminente que no admite dilación, dando luego cuenta al gobierno federal.
La jurisdicción militar
10. — Una ardua cuestión se plantea en torno de la llamada jurisdicción militar como fuero
real o de causa. En efecto, mientras la constitución concede al congreso la facultad de dictar
normas para la organización y el gobierno de las fuerzas armadas, asigna también al presidente de
la república el carácter de comandante en jefe de las fuerzas armadas. De ahí que se discuta si el
ejercicio de la jurisdicción militar significa la aplicación de los “poderes presidenciales” en virtud
de aquella investidura constitucional.
Nos parece necesario deslindar dos ámbitos: a) la jurisdicción militar meramente
disciplinaria; b) la jurisdicción militar penal. La primera es, sin lugar a dudas, propia y privativa
del presidente de la república como comandante en jefe de las fuerzas armadas. La segunda, no,
porque se trata de una “jurisdicción especial” —al margen del poder judicial— pero al margen
también del poder de mando militar del presidente. La jurisdicción militar “no disciplinaria” —o
sea, la penal— está a cargo de tribunales militares, y emana de la facultad congresional —y no
presidencial— de dictar normas para la organización y el gobierno de las fuerzas armadas; es una
jurisdicción creada por ley, en cumplimiento de competencias constitucionales, para establecer la
constitución, organización, competencia y procedimiento de los tribunales militares.
11. — El ejercicio de la jurisdicción militar penal por los tribunales militares que la ley establece, no tiene,
pues, ningún carácter de subordinación a la jefatura militar del presidente. Desde 1984, las sentencias militares son
susceptibles de recurso judicial ante tribunales federales distintos de la Corte, sin perjuicio del eventual recurso
extraordinario posterior. (Ver nº 21).
Por supuesto que el presidente de la república siempre dispuso de su facul-tad de indulto y conmutación de
penas respecto de las sentencias militares, pero nunca le hemos reconocido la atribución de revisarlas, reformarlas
ni alterarlas.
Su concepto
12. — El presidente es comandante en jefe de todas las fuerzas armadas (inc. 12 del art. 99).
Dispone de ellas y corre con su orga-nización y distribución según las necesidades de la nación,
dice el inc. 14. Declara la guerra y ordena represalias con autorización y aprobación del congreso
(art. 99 inc. 15).
De estas prerrogativas dimana una masa de atribuciones que se conoce con el nombre de
poderes militares y poderes de guerra.
El poder disciplinario
13. — Además del uso de la fuerza armada como auxiliar del poder civil, conviene resaltar la facultad que
como comandante en jefe asiste al presidente para ejercer el poder disciplinario en el ámbito del órgano castrense.
La sanciones aplicadas disciplinariamente no deben eximirse de revisión judicial, pero sólo han de
“descalificarse” judicialmente cuando exhiben arbitrariedad manifiesta
14. — No cabe duda de que los actos presidenciales que, tanto en tiempo de paz como de guerra, traducen el
ejercicio de los llamados poderes militares y de guerra, son —como principio— de naturaleza política, lo que, a
nuestro juicio, no los libera del control judicial cuando violan la constitución, y deben usarse con sujeción a la
misma, como que son una de las tantas competencias —o mejor, fragmentos de competencia— del poder
ejecutivo. De ahí que no admitamos en modo alguno la jurisprudencia de la Corte Suprema que ha reputado a los
poderes de guerra como preexistentes, anteriores y superiores a la constitución; y considerado que el uso
presidencial de dichos poderes, en la forma, por los medios y con los efectos que el poder ejecutivo ha creído más
conveniente en resguardo de los intereses del estado, queda exento de toda revisión judicial (caso “Merk Química
Argentina c/Nación Argentina”, fallado en 1948).
El poder disciplinario, salvo cuando se ejerce sobre las altas jerarquías militares, no parece traducir actividad
política, sino administrativa.
15. — A raíz de la guerra con Gran Bretaña por las Islas Malvinas, en 1982, se consideraron justiciables
conforme al código de justicia militar los delitos cometidos en acciones bélicas por quienes fueron responsables de
su conducción y realización a causa de su investidura castrense.
16. — Aceptamos el encuadre constitucional que se ha hecho del fuero militar como fuero real, subsistente,
por ende, pese a la supresión de los fueros personales. (Ver nº 3). El fuero real, de materia, o de causa, es una
jurisdicción que juzga a determinadas personas en razón de la cuestión o materia sobre la que versa el juicio, y no
en razón de la persona. El fuero real implica, entonces, que esa persona, en virtud de la “materia” no va a ser
juzgada por los tribunales comunes. Pero no es un privilegio personal otorgado a quien es así juzgado, ni se dirige
a diferenciarlo del resto de los justiciables.
Aquí radica el meollo de la cuestión, porque nos hemos dado cuenta de que la ley puede extralimitar el
sentido estrictamente constitucional del fuero real cuando atribuye competencia a los tribunales militares; o, lo que
es lo mismo, que puede incluir indebidamente en esta competencia cuestiones que no responden realmente a la
naturaleza excepcional del fuero real (materia militar).
El artículo 75 inciso 27
17. — Ya dijimos que el art. 75 inc. 27 confiere al congreso la facultad de dictar normas para
la organización y el gobierno de las fuerzas armadas (ley denominada “código de justicia
militar”). En primer lugar, hay que reparar bien en la frase “para” dichas fuerzas.
El “para” da idea del fin. Que la ley ha de tener ese fin significa, a los efectos de nuestro tema,
que solamente puede instituir el fuero militar como fuero real “para” tutelar bienes jurídicos de
específica y estricta naturaleza militar.
Si se extiende la jurisdicción militar más allá de esa finalidad precisa, el “plus” configura un fuero “personal”
opuesto a la constitución, y no un fuero real. No basta, entonces, para detectar al fuero real, con que la ley otorgue
competencia a los tribunales castrenses; hace falta que no la otorgue sobre hechos o cuestiones (y también lugares)
ajenos a aquella finalidad “para” las fuerzas armadas; si hay exceso, hay inconstitucionalidad. Y el “para” viene a
querer decir algo así como que “las afecte en cuanto institución” existente para la defensa y la seguridad.
18. — La naturaleza de la competencia que acuerda el art. 75 inc. 27 para dictar el código militar, y la forma
como está redactada la norma, nos llevan a afirmar que el congreso tiene una competencia “potestativa”, es decir,
que se halla habilitado para crear y establecer tribunales militares como fuero real, pero no está “obligado” a
hacerlo. En suma, la constitución permite establecer tribunales militares (con el alcance estricto del fuero real),
pero no impone el “deber” de exigirlos.
Si el congreso no los creara, podría derivar el juzgamiento de los delitos militares a la jurisdicción judicial.
(Ver nos. 23 y 24).
Los delitos “militares”
19. — Para nosotros, delitos militares son los que dañan bienes jurídicos de la institución armada, y nada
más. No basta que el delito se cometa en acto de servicio, o con ocasión de él, o en lugar militar; es menester que
afecte por su índole a las fuerzas armadas como tales. Solamente así queda respetado el “para” restrictivo que
enuncia el art. 75 inc. 27.
20. — La jurisdicción militar constitucionalmente ceñida como fuero real —si es que el
congreso la implanta— es una jurisdicción “especial” (pero no una “comisión especial” de las
prohibidas por el art. 18); lo de “especial” significa que es distinta de la jurisdicción judicial
común que es propia de los tribunales del poder judicial. En suma, también cabe decir que los
tribunales militares son órganos “extrapoderes”, que no integran el poder judicial, ni tampoco
dependen del poder ejecutivo.
Con tal característica, no hallamos óbice en decir que son tribunales de la constitución y
“jueces naturales” (bien que fuera del poder judicial). Incluso, admitimos la posibilidad
constitucional de que los tribunales militares funcionaran sin posible revisión de sus sentencias
por tribunales judiciales (pero sí con viabilidad de recurso extraordinario ante la Corte en
supuestos de procedencia de tal remedio federal).
Se puede tolerar que a la jurisdicción militar penal se la llame jurisdicción “administrativa”, si por
administrativa se quiere entender solamente que no pertenece al ámbito del poder judicial; pero nos negamos a
llamarla “administrativa” si con tal adjetivo se pretende insinuar erróneamente que es tal por depender del poder
ejecutivo (puesto que para nosotros no existe tal dependencia).
Las causas que tramitan ante la jurisdicción militar penal están sometidas a las pautas constitucionales del
debido proceso. Incluso se les aplica el principio de que no puede haber condena penal sin acusación fiscal. Por
eso, en el caso “González Hilario Ramón”, del 1º de setiembre de 1992, la Corte sostuvo que en jurisdicción
militar penal, cuando falta la acusación fiscal no puede haber proceso ni condena.
La revisión judicial
21. — A partir de la reforma al código militar por la ley 23.049 y de la nueva jurisprudencia
de la Corte, desde 1984 la validez constitucional de las leyes que organizan los tribunales
castrenses depende de la existencia de revisión judicial suficiente de los pronunciamientos que
dictan: sus sentencias han de ser susceptibles de un recurso ante un tribunal judicial (y ello porque
los tribunales militares no son tribunales del poder judicial, aunque sí de la constitución).
En el caso “Ortiz Dante G.”, del 2 de octubre de 1990, la Corte reiteró, con base en la ley 23.049, que el
legislador ha querido dotar al procedimiento militar de un recurso judicial amplio para la revisión de todas las
decisiones que en materia de delitos se dictan en el ámbito de los tribunales castrenses.
En el caso “Andrés G. Villalba”, fallado el 1º de noviembre de 1988, la Corte Suprema consideró que el
recurso judicial contra sentencias de los tribunales militares sólo es viable respecto de los delitos que son objeto de
condena, excluyéndose del alcance del recurso las sanciones disciplinarias.
22. — Para concluir este esbozo, añadimos que, a nuestro criterio, el código de justicia militar es una ley de
naturaleza federal. Si en vez de crear tribunales militares el congreso atribuyera competencia para juzgar los
delitos militares al poder judicial, tendría que asignarla a tribunales federales (y nunca provinciales). (Prueba de lo
que decimos se advierte en que la competencia de alzada que ha establecido la ley 23.049 contra decisiones de
tribunales militares se radica en la justicia federal.) Ver cap. XXXV, nº 112.
23. — Cuando se reconoce asidero a la jurisdicción militar penal en el art. 75 inc. 27 puede hacerse necesario
afrontar una objeción; ésta se formularía diciendo que la competencia del congreso es únicamente una
competencia legislativa (para “legislar”, o sea, para dictar el código de justicia militar), y no una competencia para
crear tribunales militares (o sea, no para establecer la jurisdicción militar penal que aplique el código de justicia
militar).
A tal objeción respondemos que cuando la constitución formula la competencia normada en el art. 75 inc. 27,
ha tomado en cuenta y dio recepción al derecho español vigente en 1853, que abarcaba tanto la legislación militar
cuanto la jurisdicción militar que le daba aplicación.
24. — El precedente argumento, al rescatar la doble competencia de dictar la legislación militar y de crear los
tribunales militares de aplicación, debe correlacionarse con el principio de la unidad de jurisdicción centrada en el
poder judicial (art. 116), lo que arroja la siguiente conclusión:
a) si para aplicar el código de justicia militar (que es legislación federal) es posible que el congreso establezca
tribunales militares como jurisdicción “especial”, no cabe decir que la existencia de tales tribunales pugna con el
principio de que la legislación federal debe ser aplicada por los tribunales federales del poder judicial (art. 116);
b) la unidad de jurisdicción ante el poder judicial tiene prevista en la constitución la eventual excepción a
favor de la jurisdicción militar penal, si es que el congreso decide establecerla (con o sin alzada judicial).
25. — El derecho judicial de la Corte Suprema ha admitido entre 1976 y 1983 el sometimiento de civiles a los
tribunales militares. Por supuesto que esa jurisprudencia se ha movido en un contexto severo: a) requería ley
expresa que atribuyera claramente a los tribunales militares la competencia para juzgar a civiles por delitos
determinados; b) exigía razones transitorias de grave emergencia (incluso, entre 1976 y 1983, hay jurisprudencia
que para admitir la jurisdicción militar en casos como los que analizamos, requería que los delitos civiles some-
tidos a ella tuvieran vinculación con la actividad subversiva); c) entendió que la jurisdicción militar era de
excepción y debía interpretarse restrictivamente; d) suavizó los recaudos formales (o procesales), o hasta eximió
de ellos, al recurso extraordinario para facilitar la revisión por la Corte de sentencias militares condenatorias,
dictadas sin que los procesados hubieran contado con asistencia letrada, a fin de resguardar al máximo la defensa y
el debido proceso.
Una fórmula bastante estereotipada en el derecho judicial que comentamos tiene dicho que,
suscitada una situación de emergencia, no se muestra incompatible con la constitución la regla
excepcional que sujeta a los civiles a juzgamiento por los tribunales militares.
26. — Quizás un precedente importante en las últimas décadas dentro de la jurisprudencia analizada sea el
caso “Rodríguez Juan Carlos y otros” (conocido asimismo como “Ruggero Conrado A. y otros”), fallado por la
Corte el 24 de octubre de 1962, donde se examinó y convalidó el recurso del poder civil a la ayuda de las fuerzas
armadas por razones suficientes de defensa.
A partir de allí, lo que más interesa destacar es, seguramente, el principio de que después de superado
definitivamente un episodio subversivo, no tiene justificación constitucional la exclusión de los jueces del poder
judicial en el juzgamiento y la decisión final de las causas criminales; como corolario de esta regla, la Corte ha
sostenido que, terminada la emergencia, las sentencias mili-tares de condena “legalmente impugnadas” no
pueden subsistir.
¿Qué significa que no pueden subsistir las condenas “impugnadas” legalmente?; ¿quiere decir que toda
sentencia condenatoria dictada contra un civil por tribunales militares se vuelve inválida —y por ende revisable
por el poder judicial— después de concluida la emergencia?; ¿o lo de “legalmente impugnadas” significa
únicamente que sólo son revisables las sentencias que al finiquitar la emergencia se hallan pendientes de recurso o
no están firmes?
Siempre hemos entendido lo último, y el análisis de los casos en que la Corte ha sostenido ese principio
corrobora nuestra tesis, porque esos casos versaban sobre fallos condenatorios que no estaban firmes. Por otra
parte, esta opinión se respalda en la jurisprudencia de la Corte que negó la procedencia del habeas corpus para
atacar sentencias militares de condena, y en el hecho de que la propia ley 23.042 —que en 1984 habilitó el habeas
corpus para impugnar tales sentencias recaídas en perjuicio de civiles— dio a entender que hacía falta una ley
especial de muy excepcionales razones para permitir una vía procesal contra sentencias firmes.
Para el habeas corpus de la ley 23.042, ver Tomo II, cap. XXVIII, nº 15.
27. — Nosotros entendemos que la sujeción de civiles a los tribunales militares siempre es
inconstitucional, aunque haya emergencia. Los argumentos acumulados son varios: la jurisdicción
castrense como fuero real es de excepción, y jamás puede alcanzar a quienes carecen de estado
militar (como son los civiles); implica una “comisión especial” prohibida por el art. 18, y una
sustracción de los justiciables (civiles) a sus jueces naturales (que son los del poder judicial);
significa violar la división de poderes, precisamente por inhibir la jurisdicción y competencia de
los tribunales civiles en las causas penales que se asignan a la jurisdicción militar; se agravia el
derecho a la jurisdicción del justiciable, en cuanto al someterlo a los tribunales militares se le
cercena el acceso a los tribunales del poder judicial.
Remitimos al Tomo II, cap. XXV, nº 24.
28. — Sostener la inconstitucionalidad del sometimiento de civiles a la jurisdicción militar no significa negar
que el poder civil pueda acudir al auxilio de las fuerzas armadas en uso de competencias constitucionales para
contener graves situaciones de desórdenes o conmoción interna.
(Para la seguridad interior, ver nº 5).
29. — El art. 21 de la constitución dice que “todo ciudadano” está obligado a armarse en
defensa de la patria y de la misma constitución, conforme a las leyes del congreso y a los decretos
del poder ejecutivo.
No inferimos de esta norma que el congreso esté obligado a implantar el servicio militar coactivo. De hecho,
durante un período suficientemente largo a partir de la constitución no existió ley en tal sentido. Tampoco existe
en la actualidad (ley 24.429). Siempre fuimos propensos a abolir el servicio obligatorio, y pensamos que su
subsistencia hasta hace poco tiempo —una vez desapa-recidos los motivos y fines con que razonablemente se lo
impuso a comienzos de siglo— hizo incurrir a la ley en inconstitucionalidad sobreviniente.
30. — La objeción de conciencia por razones religiosas o éticas, esté o no contemplada en la ley, debe
respetarse para eximir de la prestación del servicio; en tal sentido, cabe recordar que tuvo reconocimiento limitado
en el fallo de la Corte Suprema del 18 de abril de 1989 en el caso “Portillo Alfredo”, en el que se admitió que el
objetor cumpliera su deber militar sin portación de armas. (Ver Tomo I, cap. X, nº 13 b, y cap. XI, nº 18 in fine).
31. — Por más que se considere que el deber militar en tiempo de guerra impone a los civiles que cumplen el
servicio un esfuerzo exigido por la defensa, y que encierra un álea bélica, entendemos que el estado no puede
usufructuar irresponsablemente de la prestación que obliga a asumir a los civiles y, por ende, tiene que responder
por el daño que sufren en acto de servicio, o sea, por el que no hubieran padecido de no estar incorporados a las
fuerzas armadas. Así lo decidió la Corte en su fallo del 5 de agosto de 1986 en el Caso “Günther Fernando R.”.
Extendemos igual criterio para el caso de prestación voluntaria del servicio militar por los civiles.
CAPÍTULO XLI
Introducción. - I. LA AUDITORÍA GENERAL DE LA NACIÓN. - El diseño del órgano. - Las ambigüedades y las
dudas. - La naturaleza de la Auditoría. - El control desde un partido de oposición. - La competencia de la
Auditoría. - La denominación del órgano. - Las dos funciones en el art. 85. - Las áreas sujetas al control. - II.
EL DEFENSOR DEL PUEBLO. - El diseño del órgano. - Las competencias. - La legitimación procesal. - Las áreas
sujetas a control. - El control de “funciones administrativas públicas”. - El ámbito federal de ac-
tuación. - El juicio valorativo.
Introducción
2. — El art. 85 dice:
“El control externo del sector público nacional en sus aspectos patrimoniales, económicos,
financieros y operativos, será una atribución del Poder Legislativo.
El examen y la opinión del Poder Legislativo sobre el desempeño y situación general de la
administración pública estarán sustentados en los dictámenes de la Auditoría General de la
Nación.
Este organismo de asistencia técnica del Congreso, con autonomía funcional, se integrará del
modo que establezca la ley que reglamenta su creación y funcionamiento, que deberá ser aprobada
por mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara. El presidente del organismo será
designado a propuesta del partido político de oposición con ma-yor número de legisladores en el
Congreso.
Tendrá a su cargo el control de legalidad, gestión y auditoría de toda la actividad de la
administración pública centralizada y descentralizada cualquiera fuera su modalidad de
organización, y las demás funciones que la ley le otorgue. Intervendrá necesariamente en el
trámite de aprobación o rechazo de las cuentas de percepción e inversión de los fondos públicos.”
(La bastardilla es nuestra).
La norma comienza atribuyendo al congreso —al que llama “po-der legislativo”— la función
de control externo del sector público feder-al en diversos aspectos: patrimonial, económico,
financiero y opera-tivo.
Esta atribución se acopla a las que contienen los 32 incisos del art. 75. (Ver cap. nº XXXIV).
De inmediato aparece la Auditoría General de la Nación, en cuyos dictámenes se sustentarán
tanto el examen como la opinión del congreso sobre el desempeño y la situación general de la
administración pública.
3. — Ya antes de la reforma de 1994, la ley 24.156 había creado la Auditoría General, asignándole la
naturaleza de “ente de control externo del sector público nacional, dependiente del congreso nacional”, y con
calidad de “personería jurídica propia e independencia funcional”.
Este diseño institucional no concuerda con el que ahora impone el art. 85, porque esta norma no alude a
dependencia alguna de la Auditoría respecto del congreso, como tampoco define la personalidad del organismo
que, como ya lo hemos anticipado, exhibe para nosotros el perfil de un órgano extrapoderes.
Es obvio que la constitución prevalece sobre la ley, y la nº 24.156 —que es anterior a la reforma— muestra
rasgos en muchos casos incompatibles e inconciliables con el art. 85, por lo que ha de darse por inaplicable en
todo cuanto acusa divergencias insuperables.
Las remisiones que, por ende, puedan hacerse a la ley 24.156 solamente son útiles para señalar qué
disposiciones de la misma han de tenerse por derogadas automáticamente.
Queda pendiente, pues, una nueva ley de desarrollo del art. 85.
4. — No queda claro, a nuestro juicio, si las alusiones del art. 85 a “desempeño” y a “situación general de la
administración pública” hacen referencia exclusiva a los cuatro aspectos cuyo control externo pertenece al
congreso, o si pueden interpretarse como proyectando el “examen” y la “opinión” a otros distintos, que también
admiten considerarse como parte del desempeño y la situación general de la administración.
No hay que olvidar que el párrafo cuarto del mismo art. 85 habilita al congreso para conferir a la Auditoría
otras funciones en la ley reglamentaria.
Parece tolerable la sinonimia entre “control” y “examen-opinión”, porque al examinar y opinar se ejerce
control, pero en seguida vuelve el vocabulario distinto: empieza con “sector público nacional”, y luego continúa
con “administración pública”. ¿Se está, entonces, apuntando a la estructura orgánica de esa administración, o a la
administración como “función” administrativa?
Después de los dos párrafos primeros cuyo sentido acabamos de esbozar, se intercala otro, para luego retomar
en el cuarto el tema de la función y competencia que, según vimos, aparecía al comienzo del artículo.
Cuando luego dice que “tendrá a su cargo” no se comprende bien si alude al presidente de la Auditoría (cuya
designación ocupa la parte final del párrafo que antecede a éste) o al organismo en sí. Vuelve a usar la palabra
control (control externo figura en el primer párrafo de la norma) y lo especifica así: de legalidad, gestión y
auditoría, sobre toda la actividad de la administración pública centralizada y descentralizada, y con cualquier
modalidad organizativa. Pero en seguida deja abierta a favor de la ley las otras proyecciones posibles en la
asignación de funciones, a las que ya hicimos alusión.
Por fin, el art. 85 hace obligatoria la intervención del órgano (y emplea el adverbio “necesariamente”) para el
trámite de aprobación o de rechazo de las cuentas de percepción e inversión de fondos públicos.
Esta competencia se vincula con la que el inciso 8º del art. 75 le atribuye al congreso para aprobar o desechar
la cuneta de inversión.
La naturaleza de la Auditoría
Sabemos que la reforma ha incorporado —también fuera de los casos recién citados— la palabra “autonomía”
en otras normas —por ejemplo: art. 75 inc. 19 con referencia a las universidades nacionales; en el art. 123 en
relación con los municipios de provincia; en el 129 para calificar al gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
6. — Con un sentido político a favor de la independencia e imparcialidad del órgano, la norma prescribe que
el presidente del mismo debe ser designado a propuesta del partido político de oposición que cuente con el mayor
número de legisladores en el congreso; pero no prevé quién lo nombrará, ni cómo.
El partido político de oposición con mayor número de legisladores en el congreso debe “proponer” al
presidente de la Auditoría para que sea designado. La norma induce a reflexionar sobre algunos aspectos.
a) Partido con mayor número de legisladores en el congreso significa que hay que tomar en cuenta la
representación partidaria en las dos cámaras del congreso.
b) Cuando el art. 85 dice que el presidente “será designado a propuesta”, quiere decir que esa propuesta es
vinculante.
c) Por lo dicho, entendemos que ésta es una de las normas que enfatizan el protagonismo de los partidos y el
reconocimiento explícito que les ha asignado la reforma constitucional.
d) En lo que hace a la Auditoría como órgano de control independiente, la propuesta partidaria para designar
al presidente no alcanza, por sí sola, para asegurar que el órgano efectuará aquel control desde un partido opositor
al partido “oficial”, porque si la conducción de la Auditoría queda a cargo de un cuerpo colegiado, hay que saber
cómo y de qué manera se lo integrará, ya que si únicamente el presidente de ese cuerpo colegiado pertenece a un
partido de oposición, puede ocurrir que su gravitación sea muy escasa, tomando en cuenta al resto de funcionarios
que participen con él en la conducción y las decisiones del mismo órgano.
e) La referencia constitucional al presidente de la Auditoría, que según vimos, debe ser designado a propuesta
del partido de oposición con mayor número de legisladores en el congreso obliga a afirmar, con toda seguridad,
que cada vez que esa mayoría se modifique en favor de otro partido, el presidente nombrado a propuesta del que
dejó de serlo deberá cesar en su cargo, para hacer viable el desempeño de uno nuevo cuyo origen partidario
responda a la prescrip-ción constitucional.
En este aspecto, la norma del art. 85 es directamente operativa.
La competencia de la Auditoría
8. — Si se presta debida atención al art. 85 queda la impresión cierta de que divide en dos el
ámbito de competencias de la Auditoría:
a) por un lado, la asistencia técnica del congreso;
b) por el otro, el control de legalidad, gestión y auditoría en el ámbito demarcado por el
párrafo tercero del art. 85.
En el primer caso, la Auditoría dictamina; en el segundo, controla.
A ambos aspectos, la ley reglamentaria puede añadir otros, porque el art. 85 —según lo
dijimos ya— así lo tiene previsto.
La obligatoriedad que se le impone al congreso de sustentar su examen y opinión en los
dictámenes de la Auditoría surge imperativa y operativamente de la constitución, al igual que la
función de control que le imputa a la Auditoría como competencia propia.
Afirmar que tal competencia controladora es “propia” significa que sólo le pertenece a la
Auditoría, que es exclusiva de ella, y que el control externo que el párrafo primero del art. 85 le
asigna al congreso encuentra aquí una limitación en favor de la Auditoría. En otras palabras, el
control constitucionalmente atribuido a ésta en forma directa no puede ser compartido.
Una interpretación no restrictiva del art. 85 permite entender también que el control a cargo
de la Auditoría admite ser temporalmente amplio, por lo que la oportunidad para su ejercicio no
ha de ser solamente posterior a los actos que controla, sino además previa y simultánea.
10. — El art. 85 no ha perfilado con nitidez la totalidad de las áreas a las que coloca bajo
control del congreso y de la Auditoría. Vimos ya que el vocabulario utilizado en los distintos
párrafos de la norma apunta al “sector público nacional” y a la “administración pública”
(centralizada y descentralizada, cualquiera sea su modalidad organizativa).
El adjetivo “nacional” a continuación de “sector público” equivale, en nuestro lenguaje
personal, a federal. Y federal es tanto el congreso, como el poder ejecutivo, como el poder
judicial, más los órga-nos extrapoderes (jefatura de gabinete, Defensoría del Pueblo, y Mi-nisterio
Público).
De ser así, no queda para nada claro si el control se ha de expla-yar a todos esos ámbitos con
el alcance y las finalidades previstos en el art. 85.
“Administración pública”, en cambio, admitiría circunscribir su espacio al de la que
típicamente se tiene como tal; o sea, a la que depende del poder ejecutivo, con lo que ya no habría
sitio para la actividad administrativa o de administración en las esferas del congreso y del poder
judicial.
Este es el dilema que suscita el art. 85.
Repetimos nuevamente que frente a esta norma, lo establecido en la ley 24.156 anterior a la reforma sólo
puede, en el mejor de los casos, servir de indicio. La ley reglamentaria del art. 85 no ha sido dictada, y es verdad
que tanto para dar por vigente a la ley 24.156 como para sancionar la que se halla pendiente, siempre la prelación
de la constitución obliga a desentrañar hasta dónde alcanza el control y dónde —acaso— se retrae, más allá de lo
que los textos legales traigan consignado. De darse apartamiento o discrepancia de los mismos con la constitución,
deberá imputárseles inconstitucionalidad y negárseles aplicación.
Por eso, la dificultad interpretativa que el art. 85 coloca por delante no es fácil de disipar.
Un parámetro bastante razonable sería el que diera por cierto que en todo órgano de poder, en
todo órgano extrapoderes, en toda entidad —aun no estatal ni federal— que recibe o maneja
fondos públicos, el control del congreso y el de la Auditoría tendría materia suficiente para su
ejercicio. (Ver nº 12).
Hemos de dejar a salvo que hay doctrina conforme a la cual el art. 85 excluye al propio poder legislativo y al
poder judicial de los controles en él previstos.
11. — Cuando el ámbito de control toma en cuenta tanto el “sec-tor público” como la
“administración pública”, la doctrina viene enseñando que el control por la Auditoría recae con
amplitud sobre la administración pública en su totalidad, así como respecto de entes autárquicos,
empresas y entidades en las que hay participación estatal significativa o a las que el estado aporta
fondos públicos.
Creemos que no evaden dicho control las entidades privadas que, por causa de la
desregulación, prestan servicios al público.
12. — En cuanto a las universidades nacionales (autónomas por el art. 75 inc. 19) el control de la Auditoría
solamente queda habilitado en orden a la administración que efectúan de los recursos que derivan del tesoro
nacional. No puede explayarse más, porque la autonomía universitaria coloca a las universidades fuera de la
estructura estatal y/o de la administración pública.
Por analogía de razonamiento, el control posible de la Auditoría en relación con las provincias parece
también limitarse a la porción que coparticipan en la distribución de contribuciones conforme al art. 75 inc. 2º,
pero excluyendo —cálculo mediante— lo que en dicha coparticipación federal cada provincia
recaudaría como recursos propios de su competencia si la coparticipación no existiera.
Es claro que para proyectar el control al referido ámbito universitario y provincial es menester que las
expresiones “sector público” y “administración pública” (que apuntan a la esfera federal) cobren un sentido muy
amplio, y se interpreten como, aun al margen de lo “público” y de lo “federal”, abarcando todo uso y manejo de
fondos públicos federales. De esa manera, la conexión con lo público y con lo federal estaría dada, no por la
naturaleza de los ámbitos que se controlarían, sino por la participación de ellos en los mencionados fondos
públicos del tesoro nacional.
15. — Conviene adelantar que la “letra” de la constitución traza una fisonomía de órgano unipersonal, pero
entendemos que la ley habilitada y exigida por el último párrafo del art. 86, al referirse a la “organización” y al
“funcionamiento” de “esta institución” deja espacio más que amplio para que el Defensor del Pueblo cuente con
los colaboradores necesarios y convenientes en dependencia suya, a fin de que el aludido “funcionamiento” de la
Defensoría quede abastecido en plenitud.
Hay que tener muy en cuenta la vastedad funcional y territorial de sus competencias para comprender que un
único funcionario no estaría en condiciones mínimas suficientes para abarcar su ejercicio por sí solo y que, por
ende, le resulta imprescindible disponer de una infraestructura humana idónea, tanto en su dimensión cuanto en su
aptitud técnica y ética.
Las competencias
En el párrafo no aparece la mención de derechos emergentes de los tratados internacionales, pero no hay
duda de que, al menos los que gozan de jerarquía constitucional conforme al art. 75 inciso 22, han de considerarse
absorbidos por la cita referencial a los derechos tutelados por la constitución. Una interpretación amplia, implícita
en la función protectora que se le encomienda al Defensor del Pueblo, nos hace entender que cualquier derecho,
garantía o interés que surgen de un tratado incorporado al derecho argentino —aun cuando carezca de rango
constitucional— provoca la competencia del Defensor en caso de padecer las violaciones que especifica la norma.
18. — Si hubiéramos de agrupar sintéticamente las competencias del Defensor del Pueblo en
una sola función, diríamos que ésta consiste en fiscalizar, controlar y proteger todo cuanto queda
incluido en el ámbito que el art. 86 coloca bajo su órbita.
Para ello, entendemos que está habilitado a recibir y seleccionar denuncias y quejas, a
informar, a investigar, a criticar, a hacer propuestas y recomendaciones, a articular proyectos y,
especialmente, a acceder a la justicia en virtud de su legitimación procesal. En todo este conjunto
de posibilidades damos por cierto que su acción no se debe limitar a los actos u omisiones ya
consumados, sino que ha de tener a la vez carácter preventivo.
En ninguna de sus competencias posee facultades de decisión con naturaleza vinculante y
efectos obligatorios.
Aun cuando en muchas de sus intervenciones asuma la tutela de derechos o intereses que no
le son propios, sino de terceros, advertimos con claridad que siempre actúa a nombre propio y por
sí mismo en relación con el congreso, lo que sencillamente significa que esa actividad suya no es
imputable al congreso, frente al cual sabemos que goza de autonomía y de independencia
absolutas, hasta el extremo de que no recibe instrucciones de ninguna autoridad.
Ello no impide que en el congreso exista una Comisión Bicameral Permanente de la Defensoría del Pueblo,
cuya primera resolución dispuso que el Defensor es responsable de su gestión ante el congreso.
La legitimación procesal
19. — Hemos de alabar que el art. 86 confiera al Defensor la legitimación procesal en todo
cuanto hace a las cuestiones de su competencia.
En correspondencia con el art. 86, el art. 43 también se la confiere para promover la acción de
amparo prevista en su segundo párrafo, que es aquél donde aparecen mencionados los intereses
difusos o colectivos con el nombre de “derechos de incidencia colectiva en general” (ver Tomo II,
cap. XXVI, nº 28). Esta relación entre la legitimación específica del art. 43 y la genérica del art.
86 abre un espacio procesal muy amplio y digno de interpretación generosa.
De ahí que:
a) la legitimación del Defensor del Pueblo se entienda como ex-tendida a toda clase de
procesos judiciales, incluso para plantear mediante el recurso extraordinario una cuestión
constitucional a efectos de su resolución por la Corte Suprema;
b) similar legitimación lo habilita para acudir a instancias administrativas e intervenir en ellas
a efectos de plantear pretensiones en defensa de derechos e intereses, de modo equivalente a como
lo puede hacer ante los tribunales judiciales;
c) en ambas esferas —judicial y administrativa— no es menester que: c’) actúe por denuncia
o requerimiento de parte interesada; c”) si actúa en virtud de una denuncia o un requerimiento de
particulares, tampoco éstos han de ser necesariamente los titulares del derecho o del interés por
los que se recaba la intervención del Defensor del Pueblo;
d) en cuanto a la acción pública en materia penal, pensamos que tiene legitimación suficiente
para incoarla, sin necesidad de hacerlo a través del Ministerio Público;
e) la legitimación no inhibe ni margina la que también incumbe a la parte que —en virtud de
art. 43— dispone de su propia legitimación subjetiva, por lo que a la Defensor del Pueblo, a la del
afectado o de la víctima, y a la de las asociaciones, las damos por compartidas y no por
excluyentes recíprocamente (ver Tomo II, cap. XXVI, nº 30).
f) no descubrimos óbice alguno para que, en determinadas situaciones, la legitimación del
Defensor del Pueblo en su competencia de carácter tutelar de los derechos, se superponga —
acaso— con la del Ministerio Público.
20. — Por su legitimación procesal, el Defensor del Pueblo está en condiciones de facilitar el acceso a la
justicia de muchas personas que, por diversidad de causas (falta de recursos, desinterés, ignorancia, apatía, etc.),
nunca promoverían un proceso judicial.
21. — El control en sentido lato que el art. 86 confía al Defensor del Pueblo para la
protección de los derechos y sobre el ejercicio de las “funciones administrativas públicas” abre
un espacio amplio que suscita algunas dificultades.
El área tutelada se enmarca en la actividad —por hechos, acciones u omisiones— de la
administración. Damos por cierto que alude a la administración pública —centralizada o
descentralizada— que el art. 100 inciso 1º hace depender en su ejercicio del jefe de gabinete de
ministros, y que el art. 99 inciso 1º coloca bajo la responsabilidad política del presidente de la
república.
No dudamos de que también la actividad del congreso, en cuanto se despliega en el ámbito
administrativo, queda sometida a la compe-tencia del Defensor del Pueblo.
22. — Quizás el mayor punto de conflicto se radica en relación con el poder judicial, porque
sabemos que aun cuando su función central es administrar justicia, también despliega función
administrativa.
Por un lado, la independencia del poder judicial parecería inhibir todo control del Defensor
del Pueblo en el área de administración de dicho poder, incluida la del Consejo de la
Magistratura. Por otro lado, si a la expresión “funciones administrativas públicas” que utiliza el
art. 86 se la interpretara holgadamente, la objeción alcanzaría a disiparse, aunque sin eliminar
totalmente la duda.
Cuando de la actividad administrativa en el área del poder judicial nos trasladamos a lo que
estrictamente es su administración de justicia, hay que esclarecer algunas cuestiones:
a) la legitimación procesal del Defensor del Pueblo le otorga capacidad para a’) acceder a los
tribunales en cumplimiento de la función que la constitución se discierne y a”) para intervenir en
los procesos judiciales;
b) tal legitimación no se eclipsa cuando, frente a dilaciones procesales que aparecen como
lesivas de derechos de los justiciables en orden a la duración razonable del proceso, a la tutela
judicial eficaz, y a la sentencia oportuna y útil, el Defensor del Pueblo pre-tende impulsar y
acelerar la jurisdicción del tribunal, no como una forma de interferir en la función judicial propia
y exclusiva de los jueces, sino en auxilio de las partes para resguardar sus derechos en el proceso;
no obstante, la Corte Suprema rechazó una pretensión de esa naturaleza del Defensor del Pueblo,
negándole legitimación en la causa “Frías Molina”, de 1996 —ver Tomo II, cap. XXVI, nº 28—).
En el caso “Frías Molina Nélida c/Instituto Nacional de Previsión Social”, del 12 de setiembre de 1996, la
Corte Suprema negó legitimación al Defensor del Pueblo para ser tenido como parte en los juicios que se hallaban
pendientes ante el tribunal por reclamos de actualización de haberes de jubilación y pensión. Para ello, aplicó el
art. 16 de la ley 24.284 (anterior a la reforma constitucional de 1994) que exceptúa del ámbito competencial del
Defensor del Pueblo al poder judicial. En rigor, el nuevo art. 86 de la constitución no fue tomado en cuenta por la
Corte cuando, en verdad, es fácil sostener que la norma legal de 1993 no resulta aplicable frente a la cláusula
constitucional que le asig-na al Defensor del Pueblo la defensa y protección de los derechos humanos y que le
reconoce expresamente legitimación procesal.
No parece que la circunstancia de conferirle la aludida función ante “hechos, actos u omisiones de la
administración” sea suficiente para vedarle el acceso a la justicia en causas que llegan a la instancia judicial por
presuntas violaciones consumadas en sede administrativa.
23. — Fuera de la estricta función defensiva de los derechos, la institución del Defensor del
Pueblo tiene a su cargo, por imperio del mismo art. 86, el control del ejercicio de las funciones
administrativas públicas. Interpretamos que en este control no se fiscaliza la actividad señalada
para detectar directamente violaciones a los derechos ni para defenderlos, sino para verificar si el
ejercicio de las funciones administrativas presenta o no irregularidades, aun cuando no irroguen
violación a los derechos o no se proyecten a ellos.
En el debate en la Convención, se sugirió usar el calificativo de “públicas” en vez de “estatales”, porque se
alegó que referirse solamente al control de las funciones administrativas estatales significaba una limitación a la
competencia del Defensor del Pueblo, ya que muchos órganos y entidades que no son del estado cumplen, no
obstante, actividades públicas —por ejemplo, los colegios profesionales, las empresas privadas que prestan
servicios públicos, las entidades que se ocupan de la salud pública, etc.—.
En rigor, cuando se acepta que hay personas jurídicas públicas no estatales, se comprende que se incluya en el
orbe competencial del Defensor del Pueblo a la actividad de tales entes cuando ejercen prerrogativas públicas.
24. — Por último debemos decir que, también con una interpretación ajustada a todo el
contexto constitucional y a su espíritu, el Defensor del Pueblo, como órgano federal de control,
circunscribe su competencia al espacio exclusivamente federal, o sea, a las violaciones de autoría
federal y a la fiscalización de las funciones administrativas públicas de alcance federal. Si lo
enunciamos negativamente, queda claro que no puede intervenir en la zona que es propia de las
provincias.
Tal opinión no deriva solamente de la estructura constitucional de nuestro régimen federal, sino que toma en
cuenta asimismo, y en convergencia, que para desempeñar análoga función defensiva y controladora en
jurisdicción provincial son varias las constituciones locales que han previsto también la institución del Defensor
del Pueblo.
El juicio valorativo
25. — Con estilo propio, la constitución ha dado recepción analógica al tradicional “ombudsman”, y ha
despejado la duda que antes de la reforma pudo existir en algún sector doctrinario acerca de su posible
establecimiento mediante ley del congreso. Aun con respuesta afirmativa, el origen puramente legal del Defensor
del Pueblo podía suscitar reparos sobre su intervención en lo que la doctrina llama y considera zona de reserva de
los otros poderes; de ahí que la creación constitucional ya no deje margen para suponer que en algún supuesto
pueda esa misma intervención —mientras se mantenga dentro de su marco de competencia— significar lesión o
irrespetuosidad a la división de poderes.
CAPÍTULO XLII
EL PODER JUDICIAL
I. SU ESTRUCTURA Y CARACTER
1. — El llamado “poder judicial” se compone de una serie de órganos que forman parte del
gobierno federal y que ejercen una función del poder del estado, cual es la denominada
“administración de justicia”, “jurisdicción” o “función jurisdiccional”. A ello se añade ahora el
Consejo de la Magistratura y el jurado de enjuiciamiento (ver cap. XLIII).
Los órganos del poder judicial que genéricamente llamamos “tribunales de justicia”, son los jueces naturales
deparados a los habitantes por el art. 18 de la constitución. Así como desde la parte orgánica visualizamos a la
administración de justicia en cuanto función del poder, desde la parte dogmática descu-brimos que el derecho de
los habitantes a acudir en demanda de esa administración de justicia configura el derecho a la jurisdicción. Las
personas y entes colectivos en cuanto disponen de ese acceso al poder judicial se denominan “justiciables”.
En primer lugar, conviene advertir que el poder judicial se compone de varios órganos. Jueces
y tribunales de múltiples instancias, más el Consejo de la Magistratura y el jurado de
enjuiciamiento, integran una estructura vertical, que se corona en el órgano máximo y supremo,
que es cabeza del poder judicial: la Corte Suprema. A estos órganos, bien que componen el
gobierno y tienen a su cargo una función del poder, se los considera “no políticos”, por la
diferencia que acusan en relación con el órgano ejecutivo y con el congreso. Se habla también, por
eso, de independencia del poder judicial.
Con ello se apunta a remarcar la índole especial de la función judicial y de los jueces en orden a la
independencia e imparcialidad, respecto de todo parti-dismo político. Pero el poder judicial, que integra el
gobierno federal, también es un “poder político” porque ejerce una función del estado; las sentencias —to-das y
cualquiera, con independencia de cuál sea la materia que resuelven— son actos políticos porque emanan de
órganos del estado; también las decisiones del Consejo de la Magistratura y del jurado de enjuiciamiento.
2. — Sería difícil agotar en una enumeración todos los mecanismos de organización que,
sustrayendo a los órganos judiciales de ataduras a otros órganos y sujetos de la acción política,
asientan la independencia del poder judicial.
a) En primer lugar, el derecho constitucional del poder ha ordenado los órganos judiciales en
forma permanente mediante el establecimiento de los tribunales de justicia y la eliminación de los
tribunales de excepción, especiales o ad-hoc. A esos tribunales preestablecidos se los denomina
“jueces naturales”.
b) En segundo lugar, el estado reivindica para sí en forma privativa la función de administrar
justicia. Está abolida la justicia privada, porque hay interés público y legítimo en que los
individuos resuelvan sus conflictos y pretensiones dentro de la esfera del poder estatal.
Por justicia “privada” hay que entender la justicia por mano propia que cada uno se hace a sí mismo en sus
conflictos con otro, pero no las soluciones alternativas al proceso judicial que, de no estar comprometido el orden
público, son válidas cuando las partes en conflicto resuelven, de común acuerdo y con pleno consentimiento,
pactar en pie de igualdad un mecanismo sustitutivo del proceso judicial, como puede ser el sometimiento a
arbitraje; la ley puede también, razonablemente, implantar la etapa de mediación como previa al proceso judicial.
(Ver nos. 4 a 6).
c) En tercer lugar, la función de administrar justicia en forma privativa, que se asigna a los
órganos judiciales, excluye también totalmente su arrogación y ejercicio por el órgano ejecutivo y
por el órgano legislativo. Es una severa y tajante división de poderes, que encasilla a la
administración de justicia en el poder judicial, sin participación, delegación o avocación de
ninguna índole o hacia los otros dos poderes.
d) En cuarto lugar, no se admiten ni son constitucionales las influencias o presiones externas,
ni las instrucciones acerca del modo de ejercer la función. Sólo la constitución y las leyes
imponen obliga-ciones a los jueces. Ni siquiera los órganos judiciales de instancia superior
pueden intervenir en las sentencias o resoluciones de los de instancia inferior, como no sea
cuando la ley les da oportunidad mediante recursos revisores.
e) En quinto lugar, el juez —tanto de jurisdicción federal como local— tiene estabilidad en su
cargo; ello quiere decir que es inamovible —si no siempre vitaliciamente, sí durante el período
para el cual ha sido designado—. De este modo, la destitución sólo procede a título de excepción
y de acuerdo a un procedimiento también especial —por ej.: enjuiciamiento—.
f) En sexto lugar, el ejercicio de la función judicial apareja incompatibilidades casi totales con
toda otra actividad.
g) Cuando algún justiciable, disconforme con la actuación de la Corte durante algún período de nuestra
historia, ha alegado posteriormente ante dicho tribunal la nulidad de sus anteriores pronunciamientos firmes,
aspirando a que, fuera de oportunidad procesal, se declararan inválidos, la Corte ha rechazado la pretensión
extemporánea. Esto tiene importancia no sólo por la preservación de la cosa juzgada, sino por lo que significa en
orden a la permanencia y continuidad del poder judicial en cuanto “poder del estado”; la Corte, en suma, ha dado
a entender que no es posible, en ningún lapso histórico, considerar que no ha existido el poder judicial.
h) La Corte Suprema sostiene asimismo que su supremacía, cuando ejerce la jurisdicción que la constitución
y las leyes le confieren, impone a todos los tribunales, federales o provinciales, la obligación de respetar y acatar
sus decisiones, y por ende los jueces provinciales no pueden trabar o turbar en forma alguna la acción de los
jueces que forman parte del “poder judicial de la nación”.
Las normas de la constitución sobre el poder judicial
4. — Decir que el estado monopoliza la justicia pública y que da por abolida y prohibida la justicia privada (o
por mano propia) significa solamente que los particulares no podemos hacernos justicia directa (cada uno por sí
mismo frente a otro, salvo el supuesto extremo de legítima defensa). Por ende, la justicia pública no significa
imposibilidad de que los conflictos puedan resolverse fuera y al margen del poder judicial mediante métodos
alternativos. (Ver nº 2 b).
Es —por ejemplo— el caso del sometimiento por las partes en conflicto a un arbitraje o a
amigables componedores, en vez de acudir a un tribunal judicial.
Respecto de ello, hemos de destacar que:
a) tales soluciones extrajudiciales deben siempre ser voluntarias, o sea, acordadas y
consentidas por las partes en litigio; el estado no puede obligar a que los particulares sometan sus
controversias indi-viduales a un arbitraje sin dejarles opción alguna para elegir, alternativamente,
la vía judicial;
b) la “función” arbitral a cargo de árbitros o tribunales arbitrales no es una función estatal (o
función del poder) sino una actividad extraestatal;
c) el arbitraje obligatorio —descartado en los supuestos de los anteriores incisos a) y b)—
admite excepcionalmente ser establecido por ley para dirimir conflictos colectivos de trabajo,
conforme a una interpretación posible del art. 14 bis ( ver Tomo II, cap. XXI, acápite IV,
especialmente nº 23).
Hemos de recordar que, conforme a una pauta del derecho judicial, el arbitraje no puede ser impuesto
obligatoriamente por ley en las controversias individuales, porque ello importa privar compulsivamente a las
partes del acceso a los tribunales del poder judicial.
6. — Entre los denominados “métodos alternativos” para solucionar conflictos al margen del
poder judicial se conoce actualmente la mediación prejudicial obligatoria, porque si la mediación
logra un acuerdo entre las partes ya no se abre el proceso judicial.
Cuando la ley impone la obligación de acudir a mediación antes de iniciar determinados
juicios, nos parece que como mínimo se han de satisfacer dos exigencias:
a) que la etapa mediadora antes de un juicio no postergue demasiado tiempo la eventual
iniciación del proceso judicial, si es que la mediación fracasa sin llegar a un arreglo de partes,
porque una dilación extensa viola el derecho constitucional de acceso rápido a la justicia;
b) que los mediadores, y la propia instancia de mediación, no dependan de ni pertenezcan a la
esfera del poder ejecutivo, sino que su organización y funcionamiento se radiquen en la órbita
misma del poder judicial para asegurar la independencia y la imparcialidad en la mediación, y
para respetar la división de poderes que prohíbe al ejecutivo toda interferencia en las funciones
judiciales (art. 109), también —a nuestro criterio— en la que por mediación tiene carácter
preliminar para acceder a un tribunal.
(Remitimos al Tomo II, cap. XXIV, nos. 11/12).
7. — Personalmente, entendemos que no configura sometimiento voluntario, ni por ende válido, a un sistema
sustitutivo del proceso judicial, el que se opera cuando una persona ingresa a una asociación cualquiera que entre
sus cláusulas estatutarias contiene la prohibición de acudir a la justicia en las controversias recíprocas.
Reglamentaciones de ese tipo no constituyen, para quienes se afilian a la entidad en la que rigen, una renuncia
libremente pactada y son, por eso, inconstitucionales.
Es así porque, aun cuando el ingreso o la afiliación a la asociación sean libres y voluntarios, esa renuncia a la
justicia no queda consensuadamente convenida y pactada en pie de igualdad y con plena voluntad, sino impuesta
unilateralmente por la asociación: o se entra a ella acatando tal cláusula, o no se ingresa y, en este último caso, el
derecho de libre asociación queda inconstitucionalmente condicionado por la violación de otro derecho de similar
rango constitucional: el derecho a la jurisdicción, cuyo ejercicio no tolera ser impedido compulsivamente.
Los ocho años de ejercicio no deben interpretarse como de ejercicio de la profesión liberal correspondiente al
abogado; puede bastar el ejercicio en cualquier cargo, función o actividad —públicos o privados— que exigen la
calidad de abogado. Y aún más, sería suficiente la antigüedad constitucional, reunida desde la obtención del título
habilitante, aunque no existiera ejercicio de la profesión o de cargos derivados de ella.
9. — En la primera instalación de la Corte, sus miembros debían prestar juramento en manos del presidente
de la república, de desempeñar sus obligaciones bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la
constitución. En lo sucesivo, dice el art. 112, lo prestarían ante el presidente de la misma Corte.
Cada vez que se ha renovado íntegramente la composición de la Corte, ha vuelto a prestarse el juramento ante
el presidente de la república.
10. — La Corte es el órgano supremo y máximo del poder judicial. Es titular o cabeza de ese
poder, como el presidente lo es del ejecu-tivo, y el congreso del legislativo. Sólo que mientras el
ejecutivo es unipersonal o monocrático, y el congreso es órgano complejo, la Corte es: a) órgano
colegiado, y b) órgano en el cual —no obstante la titularidad— no se agota el poder judicial,
porque existe otros tribunales inferiores que juntamente con la Corte lo integran en instancias
distintas, además de órganos que no administran justicia pero forman parte del poder judicial
(Consejo de la Magistratura y jurado de enjuiciamiento).
11. — En el gobierno tripartito que organiza nuestro derecho constitucional del poder, la
Corte también gobierna, o sea, comparte dentro del poder estatal las funciones en que ese poder
se exterioriza y ejerce. Y las comparte reteniendo una de ellas, que es la administración de
justicia.
Por integrar el gobierno federal como titular del poder judicial, la Corte debe residir en la capital federal
conforme a lo prescripto por el art. 3º de la constitución.
La Corte gobierna, en el sentido de que integra la estructura triangular del gobierno, pero no en el de apoyar o
combatir hombres o ideas que ocupan el gobierno en un momento dado. La Corte toma a los otros departamentos
del gobierno impersonalmente, como órganos-instituciones y no como órganos-personas físicas. En este concepto
científico de la política, la Corte es tan política como políticos son el poder ejecutivo y el congreso; todos
gobiernan, y gobernar es desplegar política sobre el poder. Pero, en otro sentido, la Corte no es política porque a
ella no llegan ni deben llegar programas partidarios, como sí llegan a los poderes que surgen de la elección y de
los partidos. La inmunidad de la Corte en esta clase de política ha de ser total, y toda contaminación resulta nociva
para su función.
15. — Que la Corte se llame por imperio de la constitución Corte “Suprema” sólo significa que es el máximo
y último tribunal del poder judicial, al modo como el mismo texto constitucional denomina al presidente de la
república “jefe supre-mo” en cuanto jefe del estado. O sea que en el orden interno no hay otro tribunal superior.
Cuando se dice que el acatamiento que Argentina ha hecho de la jurisdicción supraestatal de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos cuando ratificó en 1984 el Pacto de San José de Costa Rica, es
inconstitucional porque nuestra Corte deja de ser “Suprema” en la medida en que un tribunal supraestatal como el
antes mencionado puede “revisar” sus sentencias, se incurre en error. En efecto, por un lado no interpretamos que
lo que puede hacer y hace la Corte Interamericana sea una “revisión” de lo decidido por la Corte argentina; (ver
cap. LI); por otro lado, el calificativo de “Suprema” que a ella le adjudica nuestra constitución debe entenderse
referido a la jurisdicción interna, como órgano máximo que en ella encabeza al poder judicial. (Ver nº 10).
16. — El principio acuñado en el derecho judicial de la Corte cuando sos-tiene que sus sentencias no son
susceptibles de recurso alguno porque son irrevisables ofrece dos perspectivas: a) en una, la propia Corte admite
con muy severa y estricta excepcionalidad que ella pueda revisar sus propias sentencias cuando se demuestra con
nitidez manifiesta un error que quien recurre esa sentencia pretende subsanar; b) en otra, hay que entender —a
nuestro criterio— que el principio de irrevisabilidad se ciñe a las sentencias únicamente, y no cabe extenderlo
generalizadamente a otra clase de decisiones que no son sentencias.
17. — Estando directamente establecido por la constitución un órgano judicial máximo como
Corte Suprema, y surgiendo su competencia también de la constitución, entendemos que la Corte
no puede ser dividida en salas. Ello equivaldría a que sus sentencias fueran dictadas por una sala,
y no por el tribunal en pleno.
Admitimos que la ley fije el número de miembros de la Corte —porque así lo permite
la constitución—; pero una vez fijado, el cuerpo así constituido es “la Corte de la constitución”, y
como tal cuerpo —o sea, en pleno— debe fallar las causas que por la constitución (y por la ley en
consecuencia de la constitución) le toca resolver dentro de su competencia.
Nada de lo dicho significa que la totalidad de sus miembros deba coincidir en una decisión única, porque
basta que ésta surja del quorum de más de la mitad (sobre cinco, tres; y —actualmente— sobre nueve, cinco).
18. — Dos veces hace referencia la constitución al presidente de la Corte Suprema: en el art. 112
(disponiendo que después de la primera instalación, los miembros de la Corte prestarán juramento ante el
presidente del tribunal), y en el art. 59 (disponiendo que cuando el acusado en juicio político sea el presidente de
la república, el senado será presidido por el presidente de la Corte).
Es obvio que ese presidente debe ser uno de sus miembros. Si bien, como “juez” que es, su designación de
juez emana del poder ejecutivo con acuerdo del senado, la constitución no dice, en cambio, quién le asigna el
cargo y el título de presidente de la Corte.
Su nombramiento
19. — Nuestra práctica constitucional ha conocido dos soluciones. Podemos observar que hasta 1930, esa
práctica ejemplarizó la designación del presidente de la Corte por el presidente de la república. Desde 1930, se
rompe con el largo precedente, y el presidente de la Corte es nombrado por la Corte misma, o sea, por designación
que deciden los jueces que la forman. Esta nos parece que es la solución correcta.
Su renuncia
20. — Si la designación de un juez de la Corte como presidente de la misma debe emanar del tribunal y no
del poder ejecutivo, la renuncia como presidente ha de elevarse a la propia Corte y debe ser resuelta por ella, sin
perjuicio del trámite diferencial que corresponde en caso de renuncia simultánea como miembro del cuerpo.
21. — Dentro de la estructura del poder judicial, la Corte Suprema inviste algunas atribuciones no judiciales.
La propia constitución le adjudica en el art. 113 la de dictar su reglamento interno y la de nombrar a sus
empleados subalternos.
Con la reforma de 1994, que al crear el Consejo de la Magistratura en el art. 114 le ha asignado algunas
competencias no judiciales hasta ahora ejercidas por la Corte, se plantean dudas e interrogantes que no siempre
resulta fácil esclarecer. Abordaremos el tema en el cap. XLIII.
22. — El derecho judicial de la Corte acuñó la pauta de que las decisiones adoptadas por ella en ejercicio de
facultades de superintendencia no son revisables judicialmente. En aplicación de esta jurisprudencia, la misma
Corte invocó el entonces art. 99 de la constitución (ahora art. 113) para decir que desde el punto de vista
institucional no convenía que jueces inferiores revisaran lo decidido por el alto tribunal en materia de
superintendencia.
Su alcance
23. — La constitución histórica de 1853-60 consagró para todos los jueces del poder judicial
federal la inamovilidad vitalicia mientras dure su buena conducta en el art. 96, que se mantiene
como art. 110.
A veces se interpreta que la inamovilidad ampara únicamente contra la “remoción”, que es la
violación máxima. Sin embargo, la inamovilidad resguarda también la “sede” y el “grado”. Un
juez inamovible no puede ser trasladado sin su consentimiento (ni siquiera dentro de la misma
circunscripción territorial), ni cambiado de instancia sin su consentimiento (aunque significara
ascenso). Y ello porque su nombramiento lo es para un cargo judicial determinado, y ese status no
puede ser alterado sin su voluntad.
De este modo, la inamovilidad vitalicia se integra y complementa con la inamovilidad en el
cargo ocupado y en el lugar donde se desem-peña.
24. — Cuando afirmamos que es necesario el consentimiento del juez para su promoción a un grado superior
o su traslado a una sede distinta, no queda todo dicho. Ese consentimiento es imprescindible, pero hace falta algo
más: que el senado preste acuerdo para el nuevo cargo.
Tenemos ya expuesto que el nombramiento de los jueces por el poder ejecutivo con acuerdo senatorial exige
que “cada” acuerdo acompañe a “cada” cargo. Quien está desempeñando uno con acuerdo del senado, y presta su
consentimiento para ser transferido a otro, requiere un nuevo acuerdo, porque la voluntad del juez no suple ni
puede obviar la intervención del senado. Si así no fuera, bastaría la concurrencia de la voluntad del ejecutivo y la
del juez, con salteamiento de la competencia senatorial. (Ver cap. XXXVI, nº 7 c), y cap. XXXVIII, nos. 84/85).
La constitución material ofrece discrepancias con nuestro criterio.
26. — Establecida en la constitución federal la inamovilidad de los jueces federales, hay que enfocar la
situación en las constituciones provinciales cuando, para sus respectivos jueces locales consagran, en vez de
inamovilidad permanente, designaciones temporales con inamovilidad limitada al lapso de esas designaciones.
Puede manejarse una doble perspectiva: a) hay quienes sostienen que la garantía de inamovilidad vitalicia que
para los jueces federales consagra la constitución federal es un “principio” de organización del poder que, en
virtud de los arts. 5º y 31, obliga a las provincias a adoptarlo en sus constituciones para los jueces locales; en esta
interpretación, las designaciones periódicas de jueces provinciales es reputada opuesta a la constitución federal y,
por ende, inconstitucional; b) hay quienes estiman que la inamovilidad implantada por la constitución federal se
limita a los jueces federales, y que la autonomía provincial para organizar los poderes locales permite a las
constituciones locales apartarse de ese esquema federal, y adoptar otro (por ej., el de designación temporal o
periódica, con inamovilidad restringida a la duración de tal designación).
Nuestro punto de vista es el siguiente: a) la inamovilidad vitalicia de los jueces provinciales no viene
impuesta por la forma republicana, ni por la división de poderes, ni por la independencia del poder judicial; b)
cuando aquella inamovilidad es establecida por la constitución federal para los jueces federales no cabe interpretar
que se trate de un principio inherente a la organización del poder que deba considerarse necesariamente trasladado
por los arts. 5º y 31 a las constituciones de provincia, ni que éstas deban necesariamente reproducirlo para su
poder judicial local; c) no obstante, una perspectiva dikelógica ha de reputar preferible y más valiosa la
inamovilidad vitalicia de los jueces provinciales que la inamovilidad durante períodos de designación temporaria o
periódica, por lo que vale recomendar que las provincias cuyas constituciones no prescriben la inamovilidad
vitalicia, reformen y sustituyan el mecanismo de los nombramientos temporales o periódicos.
El sueldo
27. — El art. 110 dispone que la remuneración de los jueces es determinada por la ley, y que
no puede ser disminuida “en manera alguna” mientras permanezcan en sus funciones.
Conviene comparar esta norma con las otras que en la propia constitución prevén las remuneración de los
legisladores, del presidente y vice, y de los ministros del poder ejecutivo. Para los legisladores, el art. 74 no
prohíbe que su dotación sea aumentada ni disminuida; para el presidente y vicepresidente, el art. 92 dice que su
sueldo no podrá ser “alterado” en el período de sus nombramientos (lo que impide aumentar y rebajar); para los
ministros, el art. 107 consigna que su sueldo no podrá ser aumentado ni disminuido en favor o perjuicio de los que
se hallen en ejercicio.
Sin conceder excesiva importancia a las palabras, ha de apreciarse que, para los jueces, el art. 110 estipula
que su remuneración (que la norma llama “compensación”) no podrá ser disminuida en manera alguna; esta
expresión no figura en las disposiciones mencionadas sobre otro tipo de retribuciones; tampoco aparece la
prohibición de “aumentar” el sueldo de los jueces, todo lo cual permite interpretar que, para el caso, el art. 110
acusa cierta diferencia de redacción respecto de los artículos similares.
a) En primer lugar, es indudable que si es la ley la que fija la retribución de los jueces, el no
poder disminuirla “en manera alguna” tiene el sentido de prohibir las reducciones nominales por
“acto del príncipe”, o sea, las que dispusiera una ley. Por supuesto que si la ley no puede hacer
tales reducciones, mucho menos puede hacerlas cualquier otro órgano del poder.
b) En segundo lugar, una interpretación dinámica de la constitución exige que la prohibición
de disminución “en manera alguna” se entienda referida no sólo a las mermas nominales o por
“acto del príncipe”, sino a toda otra que, proveniente de causas distintas, implica depreciación del
valor real de la remuneración —por ej., por inflación—. De tal modo, la garantía de
irreductibilidad resguarda también toda pérdida de ese valor real en la significación económica
del sueldo.
28. — La Corte Suprema ha establecido que la intangibilidad de los sueldos de los jueces es
garantía de independencia del poder judicial, y que no ha sido establecida por razón de la persona
de los magistrados, sino en mira a la institución de dicho poder.
En el caso “Bonorino Peró c/Estado Nacional”, fallado el 15 de noviembre de 1985, la Corte
interpretó que la prohibición de disminuir “en manera alguna” las remuneraciones, aparte de vedar
la alteración nominal por “acto del príncipe”, impone la obligación constitucional de mantener su
significado económico y de recuperar su pérdida cada vez que ésta se produce con intensidad
deteriorante.
Asimismo, sostuvo que la referida intangibilidad es una condición de la administración de
justicia que resulta exigible a las provincias a los fines del art. 5º de la constitución. (Ver nº 30).
En el citado caso, la Corte hizo lugar a la actualización de los sueldos, reclamada mediante acción de amparo
por jueces federales que alegaron disminución emergente de la depreciación monetaria.
29. — Queda por descifrar si la garantía de irreductibilidad de las remuneraciones impide que
éstas soporten deducciones por aportes jubilatorios, cargas fiscales, o cualquier otro concepto que,
con generalidad, obliga a los habitantes.
Estamos seguros de que ninguna de tales reducciones viola al art. 110, y que los jueces están
sujetos a soportarlas como cualquier otra persona, pues de lo contrario se llegaría al extremo
ridículo de tener que eximirlos de todo gasto personal para que su sueldo no sufriera merma —y,
por ej., hasta habrían de disfrutar de los servicios públicos sin abonar la tasa correspondiente—.
De ahí que reputemos equivocada la jurisprudencia que los ha exonerado de tributar el
impuesto a los réditos (o ganancias).
30. — La proyección de la garantía del art. 110 a favor de jueces provinciales surge del
derecho judicial de la Corte.
Esto no significa que el art. 110 se traslade con el rigor textual de su letra al ámbito
provincial, pero sí que el “principio de intangibilidad” de las retribuciones de los jueces no puede
ser desconocido en su contenido esencial por el derecho provincial, con independencia de lo que
cada constitución local establezca. La sustancia de aquel principio debe preservarse dentro de las
modalidades propias del derecho provincial.
Las incompatibilidades
31. — La constitución no contiene más disposición sobre incompatibilidad que la del art. 34, que prohíbe a
los jueces de las cortes federales serlo al mismo tiempo de los tribunales de provincia. Pero se encuentra tan
consustanciada la incompatibilidad de otras actividades con el ejercicio de la función judicial, que la ley no ha
hecho más que recepcionar una convicción unánime: los jueces no pueden desarrollar actividades políticas,
administrativas, comerciales, profesionales, etc., ni tener empleos públicos o privados. Por excepción, pueden
ejercer la docencia, y realizar tareas de investigación y estudios.
No hay que ver estas incompatibilidades como “prohibiciones” dirigidas a la persona de los jueces para
crearles cortapisas en sus actividades, sino como una “garantía” para su buen desempeño en la magistratura y para
el funcionamiento correcto e imparcial de la administración de justicia.
32. — El poder disciplinario de los jueces tiene múltiples perspectivas, que admiten diversidad de visiones.
a) Una abarca a los funcionarios y empleados del poder judicial;
b) otra se dirige a ejercerlo sobre las partes en el proceso, comprendiendo a los justiciables y a los
profesionales que intervienen en él;
c) otra atiende a la propia dignidad del juez, para sancionar las ofensas y faltas de respeto hacia él durante el
proceso.
34. — En cuanto al poder disciplinario de los jueces sobre los abogados, convendría efectuar un deslinde:
a) para lo que llamaríamos facultades disciplinarias “procesales” a efectos de sancionar inconductas de los
profesionales que intervienen en y durante un proceso, nos cuesta declinar su ejercicio por parte del juez o tribunal
ante el cual se desarrolla ese proceso; para privarlos de su poder disciplinario en este supuesto, haría falta una ley
que así lo dispusiera, pues de lo contrario parece configurar una facultad implícita de cada órgano judicial;
b) para lo que llamaríamos facultades disciplinarias “profesionales”, el poder disciplinario pertenecería a los
colegios de abogados en resguardo de la ética.
Todas las dudas en torno del problema provienen de la colegiación obligatoria de los abogados, conforme a la
cual el poder disciplinario sobre los matriculados quedaría monopolizado por el respectivo colegio conforme a la
ley de su creación.
No obstante, se nos hace difícil sustraer a los jueces el poder disciplinario que hemos denominado “procesal”
y que se limitaría a los casos en que el abogado participante en un proceso incurriera en malicia, temeridad o
irrespetuosidad, porque en tal hipótesis creemos que el juez ha de disponer de facultades disciplinarias para
resguardar la lealtad, la probidad, la buena fe y el orden procesales, así como su personal decoro frente a ofensas o
faltas del debido respeto.
Lo que queda pendiente de solución es el deslinde claro entre el poder disciplinario “procesal” de los jueces,
y el poder disciplinario “profesional” a cargo de los colegios profesionales.
Cuando sobre la misma conducta se ejercen ambos, se suscita también la objeción de que en el ámbito del
poder disciplinario es aplicable el “non bis in idem”, conforme al cual no sería posible que a la sanción aplicada
por un juez se le añadiera luego otra del colegio profesional, o viceversa.
35. — a) La Corte ha considerado que la corrección disciplinaria no importa el ejercicio de jurisdicción penal
propiamente dicha, ni del poder ordinario de imponer “penas”, como quiera que consiste en prevenciones,
apercibimientos, multas y, sólo por excepción, en detenciones. Esta facultad disciplinaria siempre se reputó
inherente a los jueces, porque sin ella quedarían privados de autoridad. Se concede para el mantenimiento del
orden y decoro en el trámite de los juicios, y es menester la existencia de precepto legal que autorice la medida
disciplinaria, sin requerirse tipificación concreta de las conductas.
b) La “sanción”, máxime si restringe la libertad corporal, requiere estar prevista en ley previa (principio de
legalidad). La Corte ha sido en esto tan exigente, que ha descalificado una sanción de arresto que en su “modo de
cumplimiento” (lugar de la detención) se apartó de lo prescripto en la ley (ver caso “Calomite”, fallado el 4 de
octubre de 1984). Ver nº 51.
c) La facultad disciplinaria de los tribunales judiciales alcanza también a los legisladores que actúan en el
proceso, cuyos privilegios e inmunidades ceden ante aquella facultad.
d) En el caso “Falcón Olivera Mario Aníbal”, del año 1991, la Corte Suprema se abstuvo de sancionar a un
letrado que en causa penal ante su instancia extraordinaria omitió fundar el recurso de queja y, en cambio, puso el
hecho en conocimiento del Colegio Público de Abogados de la capital federal que, con fecha 6 de agosto de 1993,
ejerció su poder disciplinario aplicando al letrado remiso una sanción. El criterio adoptado en este caso por la
Corte parece coincidir, anticipadamente, con el plenario del Tribunal de Disciplina del Colegio Público de
Abogados de la capital federal del 30 de abril de 1993 que resolvió, por mayoría, que la ley 23.187 de colegiación
obligatoria ha derogado todas las normas legales anteriores que contienen previsiones sobre el poder disciplinario
de los jueces sobre los abogados.
e) No obstante, en la sentencia del 4 de mayo de 1995 en el caso “Del Sel Percy Ramón”, la Corte deslindó
las facultades disciplinarias de los jueces y las del citado Tribunal de Disciplina del Colegio Público de Abogados,
sosteniendo que “las primeras tienen por objeto mantener el buen orden y el decoro en los juicios sometidos a la
dirección del juez interviniente, mientras que las segundas persiguen un objetivo más amplio que es el de asegurar
el correcto ejercicio de la abogacía en todos los ámbitos de la actuación profesional”.
Este criterio asume el que hemos postulado en el nº 34
f) La Corte tiene establecido que si bien es exigible una instancia judicial de revisión para el caso de
correcciones disciplinarias dispuestas por órganos ajenos al poder judicial cuando ejercen funciones
jurisdiccionales-adminitrativas, tal principio no se aplica si las facultades de referencia son ejercidas por tribunales
de justicia, a menos que se hayan adoptado sin sujeción a las formas regulares y básicas del debido proceso. Tal lo
que como excepción sostuvo en el caso “Rodríguez Varela Florencio” del 23 de diciembre de 1992, al acoger la
declaración de nulidad de una anterior resolución suya del año 1984 que había dispuesto el cese del actor como
secretario letrado del tribunal. (Ver nº 51).
Su alcance
36. — Nuestro derecho constitucional acoge el principio que, en Italia, Biscaretti llama de la
“unidad de jurisdicción”, que consiste en que: a) la administración de justicia está a cargo
exclusivamente, y para todos los justiciables, de los órganos (tribunales) del poder judicial; b) hay
una jurisdicción judicial única para todos; c) por ello, existe simultáneamente la igualdad de todos
los justiciables ante la jurisdicción (única y la misma para todos); d) esa jurisdicción judicial
“única” es ejercida por tribunales que deben revestir el carácter de jueces naturales.
37. — No obstante estar abolidos los jueces ex post facto o “ad personam”, pueden subsistir
con determinadas condiciones las llamadas “jurisdicciones especiales” (no judiciales) que aplican
su competencia a determinadas materias —por ej. fiscal, administrativa, militar, etc.—.
Admitir jurisdicciones “especiales” fuera del poder judicial parecería desmentir el principio
de unidad de jurisdicción, desde que la jurisdicción judicial no sería la única. Sin embargo, la
unidad de jurisdicción se salva en nuestro derecho constitucional porque las decisiones de las
jurisdicciones especiales deben contar con posibilidad de revisión (o control) judicial suficiente,
lo que en definitiva reenvía la última decisión posible a la jurisdicción judicial.
La jurisdicción militar
38. — Remitimos al capítulo XL dedicado al poder militar, especialmente nos. 3, 16 a 18, y 20.
39. — En nuestro derecho constitucional del poder, la problemática de la “jurisdicción administrativa” como
una jurisdicción especial —en el sentido de jurisdicción ejercida por órganos que no integran el poder judicial—
lleva como de la mano a una problemática harto complicada. Sintéticamente, la podemos plantear en torno de tres
aspectos principales: a) la posibilidad constitucional de que existan tribunales administrativos con ejercicio de
función jurisdiccional para resolver conflictos entre la administración y los administrados; b) la posibilidad de que
cualquier órgano de la administración (sin estructura de “tribunal” administrativo) ejercite, dentro de su
competencia, función jurisdiccional (que Marienhoff llama “administración jurisdiccional”, y que emita actos
administrativos con contenido jurisdiccional); c) la posibilidad de que existan tribunales administrativos con
ejercicio de función jurisdiccional para resolver conflictos entre particulares (y no ya entre la administración y los
administrados).
41. — Bielsa y Marienhoff admiten que la función jurisdiccional se desdobla en dos: función jurisdiccional a
cargo del “poder judicial” (jurisdicción judicial), y función jurisdiccional a cargo de la “administración”
(jurisdicción administrativa).
La función jurisdiccional a cargo de la administración —sea ejercida por cualquier órgano administrativo, o
por un órgano estructurado como cuerpo o “tribunal” administrativo (incluso separado y distinto de la
administración activa)— sitúa dentro de la competencia de la administración el ejercicio de funciones
jurisdiccionales que, según definición de nuestra Corte Suprema, son similares a las que cumplen los jueces del
poder judicial (o sea, las que en el orden normal de las instituciones incumben a los jueces).
43. — El control judicial suficiente significa: a) la posibilidad de interponer recurso ante los
jueces del poder judicial; b) la negación de la competencia administrativa para dictar
pronunciamientos fi-nales y definitivos de carácter irrevisable.
Existiendo opción inicial para escoger entre una vía administrativa y otra judicial, es constitucionalmente
válido que el uso de la vía administrativa por elección de instancia de parte cierre ulterior y totalmente el empleo
de la vía judicial.
Control “suficiente” quiere decir revisión que abarque no sólo el derecho aplicable, sino
también los “hechos” y la “prueba” del caso al que ese derecho se aplica.
44. — El principio constitucional que exige posibilidad de revisión judicial de las sentencias y
resoluciones jurisdiccionales de tribunales y organismos administrativos no se limita al ámbito
federal, sino que obliga también a que las provincias habiliten aquella revisión respecto de las
decisiones jurisdiccionales que en su ámbito dictan tribunales administrativos y organismos de la
administración provincial.
45. — Es importante destacar que la revisión por los tribunales judiciales rige con más razón
contra decisiones jurisdiccionales de la administración que aplican sanciones privativas de la
libertad corporal por faltas o contravenciones.
En tal sentido, la Corte ha dicho “que admitir que el poder administrador o sus dependencias puedan privar de
la libertad a las personas durante prolongado tiempo mediante resoluciones no revisibles por los tribunales de
justicia, importaría aceptar que se despoje a éstos de una facultad que la constitución nacional ha querido
reservarles especialmente”.
46. — La posible aplicación de sanciones en sede administrativa por faltas y contravenciones exige, además
del control judicial posterior, que: a) haya “ley” previa estableciendo la infracción y la sanción; b) en el
enjuiciamiento se respete el debido proceso.
47. — Para las sanciones de privación de libertad que aplican órganos administrativos, ver Tomo II, cap.
XXIV, nº 48 c), y cap. XXVIII, nos. 16/17.
Para el arresto dispuesto por las cámaras del congreso respecto de terceros, ver en este Tomo: cap XXXII, nº
38 c).
La objeción de que las causas en que es parte “la nación” deben asignarse al poder judicial de la nación
(según el art. 116 porque ser “parte” la administración parece equiparable a serlo “la nación”) se salva cuando ese
poder judicial interviene por lo menos una vez, con control suficiente, en la instancia de revi-sión o recurso (contra
el pronunciamiento de naturaleza jurisdiccional emitido por un órgano de la administración).
49. — Personalmente, compartimos los enfoques que desarrollamos en los nos. 41 a 46.
50. — Bien que el control judicial suficiente ha sido declarado necesario por la Corte respecto de la actividad
“jurisdiccional” de la administración, el principio tiene extensión —según su propia jurisprudencia— a todos los
actos administrativos (aunque no sean “jurisdiccionales”) que producen efectos jurídicos directos con relación a
los administrados o a terceros destinatarios de ellos.
52. — El auge del municipalismo autonómico incita a hacer una breve referencia a la justicia municipal de
faltas.
El novísimo constitucionalismo provincial acusa la tendencia a conferir a los municipios la competencia para
dictar códigos municipales de faltas y para crear la justicia municipal de faltas.
Somos partidarios de que la justicia municipal de faltas integre el poder judicial, o sea, que quede fuera de la
administración municipal y que esté a cargo de tribunales judiciales.
Para ello, pensamos estas alternativas: a) que la constitución provincial lo disponga directamente; o, b) que
deje a la legislación provincial la opción de organizar la justicia municipal de faltas en jurisdicción administrativa
o en jurisdicción judicial.
En cuanto a la ciudad autónoma de Buenos Aires, la ley 24.588 no ha definido con claridad la ubicación,
porque su art. 8º solamente señala que tendrá faculta-des propias de jurisdicción en materia contravencional y de
faltas, sin especificar si tal “jurisdicción” habrá de ser administrativa o judicial. Dada la ambigüedad normativa,
creemos que ha de ubicarse a tal jurisdicción en el área del poder judicial a que se refiere el título quinto del
Estatuto Organizativo de la ciudad.
53. — El poder judicial de la capital federal suscitó originariamente un problema: saber si por
la índole federal del territorio capitalizado los jueces integraban o no el poder judicial “de la
nación”, o sea, el poder judicial federal.
En un comienzo tuvo auge la noción de una dualidad: a) jueces “de la constitución” (o jueces
federales), y b) jueces “de la ley” (o jueces “ordinarios”). Se trasladaba así, a nuestro juicio
erróneamente, la división que siempre se aceptó en las provincias, donde hubo y hay jueces
federales con la competencia específica que deriva del ex art. 110 de la constitución (ahora art.
116), y jueces provinciales conforme a la constitución y las leyes de cada provincia, con
competencia que habitualmente se ha denominado “ordinaria” o común.
La razón de esa existencia en las provincias de una justicia propia de cada una de ellas y una justicia federal,
no concurría en la capital federal, que hasta la reforma de 1994 fue un territorio íntegramente federalizado y sujeto
a jurisdicción federal, por lo que sus jueces habían de considerarse jueces del poder judicial federal (aun cuando la
competencia se les distribuyera según la materia, y hubiera jueces con competencia similar a la de los jueces
federales en las provincias, y otros equivalentes a los propios de la justicia “ordinaria”).
54. — Posteriormente, se generalizó la tesis correcta de que todos los jueces de la capital
federal formaban parte del poder judicial federal, que contó con el respaldo de la jurisprudencia
de la Corte Suprema.
En el vocabulario, y sin quebrar esa unidad, se distinguió —no obstante— la categoría de una
justicia federal en sentido estricto, y la de una justicia “nacional”.
56. — La ciudad de Buenos Aires, en cuanto capital federal, ofrece dos caras: a) la propia de
la autonomía de la ciudad, y b) la propia de su capitalidad.
Ya no es un territorio federalizado, sino sometido parcialmente a jurisdicción federal en lo
necesario para la garantía de los intereses federales en la ciudad capital. (Ver Tomo I, acápite V,
especialmente nº 39, a y b).
Que ha de haber un poder judicial de la ciudad, es indudable. Lo dudoso es delimitar su competencia, para lo
cual la correlación del art. 129 —que prevé facultades de jurisdicción en favor de la ciudad de Buenos Aires— con
el art. 75 inc. 12 no es sencilla.
57. — En efecto, el art. 75 inc. 12 ha mantenido intacta la fórmula del que era art. 67 inc. 11,
conforme a la cual se reserva a las jurisdicciones “locales” la aplicación del derecho común. La
cláusula respectiva previó y prevé una justicia federal y una justicia provincial en cada provincia,
y consigna que los códigos de fondo (o derecho común) no alteran las jurisdicciones locales
“correspondiendo su aplicación a los tribunales federales o provinciales según que las cosas o las
personas cayeren bajo sus respectivas jurisdicciones”.
Es decir que al no haberse modificado este texto en el actual art. 75 inc. 12, la letra de la
constitución no incluye allí —de modo explícito— alusión alguna al poder judicial o a la
jurisdicción de la ciudad autónoma de Buenos Aires.
58. — Al entrar a regir la reforma de 1994, no tuvimos de inme-diato una visión personal
clara del problema como para hacer nuestra interpretación con suficiente certeza. Ahora creemos
habernos disipado la duda.
Pese a la ausencia en el art. 75 inc. 12 de toda mención a los tribunales de la ciudad, la ya
apuntada compatibilización coherente de dicho artículo con el art. 129 nos lleva a proponer que:
a) el espíritu (o filosofía) de la reserva que en favor de las jurisdicciones provinciales hizo
originariamente —y conserva— el ex art. 67 inc. 11 —hoy art. 75 inc. 12— significa que la
justicia federal es de excepción y recae en razón de lugar, de materia y de partes conforme al
actual art. 116, pero deja fuera de su ámbito al derecho común;
b) el art. 129 depara a la ciudad de Buenos Aires facultades de jurisdicción, para cuyo
ejercicio debe tener tribunales propios;
c) si como principio la materia de derecho común evade la jurisdicción de los tribunales
federales, no concurre razón para que en la ciudad de Buenos Aires subsistan tribunales federales
que la retengan (así se los siga llamando tribunales “nacionales” y no tribunales “federales”);
d) se refuerza el argumento de que solamente subsiste jurisdicción federal en la ciudad de
Buenos Aires (para legislar, administrar y juzgar) cuando hay que garantizar en ella intereses
federales mientras sea capital federal;
e) no existe ningún interés federal que quede comprometido si las cuestiones de derecho
común en la ciudad de Buenos Aires son juzgadas por tribunales de la ciudad, por lo que
retenerlas dentro de la jurisdicción de los tribunales federales conspira contra el carácter limitado
de la jurisdicción del gobierno federal en el territorio de la misma ciudad;
f) a los efectos de cuanto venimos afirmando, tiene más lógica y sentido común de
razonabilidad admitir en favor de la ciudad la analogía de la reserva que para la jurisdicción de los
tribunales provinciales contiene el art. 75 inc. 12;
g) sustraer a los tribunales de la ciudad tales cuestiones de dere-cho común configura una
desigualdad irrazonable entre sus habitantes y los de las provincias, aspecto éste que de alguna
manera roza el derecho de igualdad de todos los justiciables ante la jurisdicción judicial;
h) reducir la jurisdicción de los tribunales de la ciudad sin ningún interés federal que requiera
garantía, se nos hace incompatible con la amplitud de la jurisdicción que debe tener el poder
judicial de la ciudad si la coordinamos razonablemente con el régimen de gobierno “autónomo”
definido en el art. 129, porque “gobierno” (autónomo) es abarcativo de las tres funciones clásicas
del poder, también de la judicial; y “autónomo” quiere decir exento de interferencias ajenas
irrazonables.
59. — La ya citada ley de garantía de los intereses federales en la ciudad capital (nº 23.548)
estipuló en su art. 8º que “la justicia nacional ordinaria de la Ciudad de Buenos Aires mantendrá
su actual jurisdicción y competencia continuando a cargo del Poder Judicial de la Nación”, y que
“la Ciudad de Buenos Aires tendrá fa-cultades propias de jurisdicción en materia de vecindad,
contraven-cional y de faltas, contencioso-administrativa y tributaria locales”.
Tan exigua competencia local no se compadece con las interpretaciones que hemos hecho en
el nº 58.
No se entiende por qué han de ser jueces del poder judicial federal los que intervengan en la ciudad de
Buenos Aires en juicios de divorcio, en procesos penales por delitos comunes, en causas por indemnización de
daños, en juicios de filiación y de adopción, en un cobro de pesos, en una ejecución de hipoteca, etc. ¿Qué
intereses federales se tutelan? Evidentemente, ninguno, y la mejor prueba es que tales clases de procesos
corresponden en las provincias a sus tribunales locales.
61. — Al haberse desvirtuado esta distribución de justicia federal y justicia local por la ley 23.548, se ha
provocado una seria complicación, cual es la de saber si los tribunales “nacionales” subsistentes en la ciudad (que
forman parte del poder judicial federal) aplicarán —o no— el Estatuto Organizativo de la ciudad y las normas
inferiores emanadas de los órganos de poder locales.
62. — Cuando esta norma dice que mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital, el congreso ejercerá en
ella las atribuciones legislativas que “conserve” con arreglo al art. 129, nos parece lógico interpretar que
solamente puede ejercer las que, conforme a dicho art. 129, son necesarias para garantizar los intereses federales.
Por consiguiente, todo lo que “no conserve” el congreso en el marco de aquella limitación, queda
residualmente a favor de la autonomía de la ciudad (ver cap. XXX, nº 63), de forma que sus facultades de
jurisdicción han de ser amplias en todo cuanto no haga falta sustraerle para la citada garantía de los intereses
federales. Y vimos ya que la ley 23.548 no ha respetado ese marco en su art. 8º, por lo que ahora la cláusula
transitoria séptima nos ayuda a corroborarlo.
CAPÍTULO XLIII
I. SU UBICACIÓN CONSTITUCIONAL. - El órgano extrapoderes. - La teoría del “cuarto poder”. - II. LA Comentado [CM10R9]:
INDEPENDENCIA Y EL CONTROL. - Su significado. - Autonomía funcional y autarquía financiera. - La
composición del órgano. - La compe-
tencia. - Las garantías funcionales.
I. SU UBICACION CONSTITUCIONAL
El órgano extrapoderes
2. — La ausencia de norma constitucional siempre había sido objeto de dudas doctrinarias y prácticas. En el
derecho vigente hasta la reforma de 1994 las posiciones podían agruparse así: a) una sostenía que el ministerio
público era una “magistratura particular” que dependía del poder ejecutivo; b) otra sostuvo que formaba parte del
poder judicial, bien que su función no consistía en administrar justicia; c) una tercera la consideró una
magistratura que no formaba parte ni del poder judicial ni dependía del poder ejecutivo, o sea, que era un órgano
“extrapoderes” de naturaleza colegiada.
Estas ubicaciones presuntas no quedaron claras ni definitivamente definidas, y eran aproximaciones que en
torno de la interpretación del derecho vigente debía efectuar la doctrina. La jurisprudencia de la Corte no alcanzó
suficientemente a dilucidar el tema, bien que registró casos que parecían demostrar inclinación a no reconocer la
dependencia del ministerio público respecto del poder ejecutivo (así —por ej.— en el caso “Festorazzi” del 7 de
setiembre de 1982, la Corte levantó la suspensión que el ministerio de justicia había impuesto a un fiscal federal
de cámara).
En el caso “Virgolini, Julio”, del 16 de diciembre de 1986, la Corte Suprema sostuvo que los fiscales del
Ministerio Público no podían ser enjuiciados penal-mente por supuestos delitos contra el honor que acaso
derivaran del cumplimiento de funciones que la ley les atribuía específicamente, pues en caso de serlo quedarían
menoscabados los intereses generales encomendados como integrantes del citado Ministerio Público (en el caso,
un juez había iniciado querella contra un fiscal por estimar calumniosas las expresiones que el segundo había
vertido en una comunicación dirigida a la cámara del fuero en ejercicio de su cargo).
4. — El Ministerio Público es el único órgano que, fuera del poder legislativo, del poder
ejecutivo y del poder judicial, no aparece “den-tro” del sector normativo dedicado a cada uno de
esos tres poderes clásicos. Posee una sección normativa especial, no compartida, que es la cuarta,
contenida en la segunda parte del texto constitucional (parte orgánica o derecho constitucional del
poder).
De ahí que haya doctrina que, después de la reforma de 1994, hable de un “cuarto poder”, que
se agregaría a los otros tres sin insertarse de ninguno de ellos (legislativo, ejecutivo y judicial).
¿Es suficiente que el Ministerio Público cuente con una sección totalmente separada en la
“letra” de la constitución para afirmar que es un “cuarto poder” en nuestra estructura de órganos
del poder? Personalmente, estamos ciertos que no. Acá, como otras veces, ni la inserción de un
órgano dentro del fragmento normativo dedicado a uno de los tres poderes es indicio único para
decir que lo integra (y que no es “extrapoderes”), ni la ubicación “fuera” de los mismos tres
poderes da indicio infalible de que es “otro” poder (el cuarto).
5. — Para nosotros, el Ministerio Público, si bien no forma parte del poder judicial, es un
órgano auxiliar que se le adosa como órgano extrapoderes, de modo que después de la reforma
de 1994, con sección y norma propias, mantiene la naturaleza que habíamos preferido atribuirle
desde antes de la reforma. Así, la innovación es solamente normativa: ahora hay en la constitución
una norma expresa que regula al Ministerio Público, y es el art. 120; pero no ha cambiado su
fisonomía ontológica, ni en sentido orgánico, ni en sentido funcional: es un órgano extrapoderes
al lado del poder judicial. (Ver nº 6).
No en vano la Acordada 2/97 de la Corte Suprema estableció que el escalafón del poder
judicial es independiente del correspondiente al Ministerio Público.
Su significado
Esto tiene trascendencia, porque no es un secreto que el ejecutivo a veces tiene interés en algún proceso
judicial. Por ende, si carece de toda relación jerárquica o funcional respecto del Ministerio Público, los miembros
de éste disponen de independencia para cuanto guarde conexión con el control, y quedan exentos de recibir
instrucciones.
b) En un segundo sentido, las funciones tradicionales del Ministerio Público —si son bien
asumidas y ejercidas— le aparejan otro espacio para el control de constitucionalidad y de
legalidad.
c) Si a este aspecto, que podríamos llamar simplemente “institu-cional” —o sea, en resguardo
de las instituciones— se le acopla el control específico en cada proceso, cabe entender que
también se fiscaliza por esta vertiente el ejercicio de la administración judiciaria a cargo de los
tribunales en la particularidad y las circunstancias de un proceso determinado.
7. — La autonomía funcional traza, en primer lugar, una frontera externa que impide
cualquier injerencia de los otros poderes. En segundo término, implica internamente que las
relaciones dentro del organismo son conducidas por quien inviste su jefatura máxima, que es el
Procurador General, sin perjuicio de lo que sugerimos con el vínculo que, en subordinación hacia
él, se da en el Defensor General y el ministerio pupilar a su cargo (ver nos. 10/11).
De lo que estamos ciertos es de esto: la autarquía financiera no tolera que el Consejo de la Magistratura se
inmiscuya en el uso de los recursos pertenecientes al Ministerio Público, ni aun en el supuesto de que el
presupuesto de éste quede incluido en el del poder judicial.
En consecuencia, no ha de quedar sometido a ningún órgano como no sea él mismo. Tal sujeción se
produciría si el Consejo de la Magistratura fuera el que dispusiera la adjudicación de los fondos o, no siéndolo,
fuera el controlador de su destino.
10. — El art. 120 solamente menciona a dos de sus funcionarios: el Procurador General de la
Nación y el Defensor General de la Nación. Todo lo restante queda derivado a la ley. Es una de
las aperturas que debe cerrarse obligadamente por el congreso mediante su reglamentación.
Que el art. 120 individualice al Procurador General y al Defensor General no puede interpretarse como
definición de un órgano bicéfalo. Damos por cierto que la ley debe desglosar el ámbito propio de cada uno, y
considerar que la cabeza del Ministerio Público es única y se sitúa en el Procurador General de la Nación. El
Defensor General ha de depender de él, y tener a su cargo el área que hasta ahora conocíamos como propia de los
defensores oficiales —de pobres, de menores, de incapaces y de ausentes—.
11. — La doctrina predominante, en discrepancia con nuestro enfoque, considera que el Ministerio Público es
bicéfalo y que, por ende, hay en él dos líneas jerárquicas independientes. Por supuesto que el criterio que
subordina el Defensor al Procurador hace difícil coordinar tal jerarquía con la necesidad de que el ministerio
pupilar (con jefatura en el Defensor General) pueda desem-peñar sus funciones sin excesivas directrices del
Procurador General, pero pensamos que no es imposible aunar en unas pocas instrucciones —generales, o
particulares para uno o más casos determinados— la unidad de criterio lineal, de forma que el Defensor disponga
del mayor espacio propio para presidir al conjunto, también jerárquico, de asesores y defensores del ministerio
pupilar.
De todos modos, al no estar tajantemente definido el problema en el art. 120, nuestra sugerencia no alcanza
para hacer oposición rotunda a una posible solución diferente en la ley de desarrollo del organismo.
La competencia
12. — Del art. 120 cabe inferir una división en las funciones del Ministerio Público. Estas
serían:
a) promover la actuación de la justicia, lo que a su vez admite desdoblarse en: a’) para incitar
la persecución penal en los delitos de acción pública; a”) para iniciar procesos no penales cuando
—usando el vocabulario que emplea la norma— es necesario hacerlo en defensa de la legalidad o
de los intereses generales de la sociedad;
b) defender la legalidad en cada proceso judicial que promueve o en el que interviene;
c) defender los intereses generales de la sociedad en iguales oportu-nidades;
d) controlar, desde el ejercicio de las funciones señaladas, a los otros órganos del poder y a
los del poder judicial, todo ello en la medida y en el marco que le traza y le delimita su
intervención en los procesos judiciales donde la cuestión que se ventila guarda relación con actos
u omisiones de dichos órganos o de los particulares; d’) ejercer el control de constitucionalidad de
leyes, normas infralegales, actos y omisiones del poder y de los particulares con igual perfil que el
recién descripto;
e) asumir judicialmente las funciones tradicionales del ministerio pupilar (defensa oficial de
pobres, menores, incapaces, ausentes, etc.; y, en su caso, representación de los mismos).
13. — Por supuesto que el diagrama antecedente deja lugar en su somero lineamiento para
muchas especificaciones. Así, entendemos que en defensa de la legalidad y de los intereses
generales de la sociedad el Ministerio Público está habilitado para actuar judicialmente en
representación institucional del estado; para tutelar el interés público y para velar por el orden
público.
En sentido análogo, y por la referencia que hace el art. 120 a la coordinación con las demás
autoridades cuando alude a la función de promover la actuación de la justicia, cabe afirmar que:
a) esa coordinación no supone recibir instrucciones de ningún otro órgano, sino acordar con
los otros poderes las políticas generales o particulares a desplegar en la variedad de funciones que
incumben al Ministerio Público;
b) por ende, lo que de superposición puede haber entre las suyas y las del Defensor del Pueblo
no merece objeción de nuestra parte;
c) se le ha de reconocer legitimación procesal, aun sin norma expresa en la constitución o en
la ley, a los efectos de todo proceso en el que deba defender la legalidad o los intereses generales
de la sociedad, lo que abarca: c’) la legitimación para interponer la acción de amparo prevista en
el art. 43 párrafo segundo, aun cuando allí no se lo consigne expresamente, porque en toda la
descripción que hace ese segmento de la norma se alude claramente a intereses generales de la
sociedad —como, por ejemplo, es el caso de los derechos de incidencia colectiva—.
14. — Hemos de aclarar que cuando se interpreta que el Ministerio Público queda habilitado para actuar en
juicio en “representación del estado”, se debe entender que:
a) no se compatibiliza con la autonomía funcional que le asigna el art. 120 la representación del estado como
“fisco” en orden a intereses patrimoniales del mismo estado y, muchos menos, a’) que a ese fin el poder ejecutivo
le imparta instrucciones o mandato, porque el Ministerio Público no depende de él;
b) los “intereses del estado” cuya defensa le incumbe son solamente los de naturaleza institucional, en cuanto
se conjugan con los de la sociedad para cuyo bien común público como fin del estado también ha de coadyuvar el
Ministerio Público; pero tampoco en este caso puede recibir instrucciones ni mandato del poder ejecutivo.
15. — En cuanto a la titularidad del ejercicio de la acción pública en material penal, queda margen para que
el Ministerio Público actúe adoptando criterios razonables de oportunidad para la promoción de dicha acción.
Las garantías funcionales
16. — El último párrafo del art. 120 impone a la ley el deber de respetar las inmunidades
funcionales y la intangibilidad de las remuneraciones de los miembros de la institución. Nada se
dice acerca de qué órgano los designa ni del período de desempeño.
Si independencia funcional significa “no-dependencia” de subordinado a superior jerárquico,
es indudable que el nombramiento, la destitución y las inmunidades funcionales e intangibilidad
salarial se conectan indisolublemente entre sí para componer un perímetro de pautas que el
congreso tiene que computar ortodoxamente en la ley reglamentaria.
18. — Cuando con verdad se afirma que no puede haber órgano alguno sin control, se advierte que el
procedimiento destitutorio permite hacerlo efectivo en pie de igualdad con el que se ejerce sobre los jueces. Aparte
de ello, la autarquía financiera no elude los controles impuestos por el art. 85 (para esto último, ver nº 8).
CAPÍTULO XLIV
EL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA Y EL
JURADO DE ENJUICIAMIENTO
I. LOS NUEVOS ÓRGANOS. - Su diseño en los artículos 114 y 115. - La ubicación orgánica y funcional, y la
naturaleza de ambos órganos. - II. EL CONSEJO DE LA MAGISTRATURA. - Su composición. - El “equilibrio”. -
Las competencias. - La división del Consejo en salas. - La sustracción de competencias a la Corte Suprema. -
El poder reglamentario. - El juicio valorativo sobre las innovaciones en el artículo 114. - El período de “vacatio
legis”. - Las relaciones entre la Corte Suprema y el Consejo de la Magistratura. - III. EL JURADO DE
ENJUICIAMIENTO Y LA REMOCIÓN DE LOS JUECES. - El artículo 115. - Los diversos aspectos en el
procedimiento enjuiciador. - La competencia para suspender al juez. - El plazo para juzgar. - El archivo de las
actuaciones y su efecto. - La reposición del juez suspendido. - El fallo irrecurrible. - El sentido de la
irrecurribilidad. - Las cláusulas transitorias sobre la instalación del Consejo de la Magistratura, y las causas
por enjuiciamiento político. - La ga-
rantía del juez natural.
Ante todo, se hace alusión a la ley especial que debe regularlo. Es la misma a la que después remite el art. 115
para la determinación de la integración y el procedimiento del jurado de enjuiciamiento al que se encomienda la
competencia destitutoria de los jueces federales de los tribunales inferiores.
Esta ley requiere sancionarse por mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada cámara.
No obstante, de la Auditoría General, del Defensor del Pueblo, del jefe de gabinete y de los ministros hemos
sostenido que, no obstante el sector donde los regulan las normas de la constitución, son órganos extrapoderes.
Del Consejo de la Magistratura ¿cabe afirmar lo mismo, o no?
Una primera respuesta nos diría que no forma parte del poder judicial —y que, por ende, bien
podría considerarse también un órgano extrapoderes— porque el art. 108 es terminante cuando
establece que “el poder judicial de la nación será ejercido por una Corte Suprema de Justicia y
por los demás tribunales inferiores que el congreso estableciere en el territorio de la nación”. Esta
norma, que no tuvo enmienda alguna en la reforma de 1994, parecería dejar fuera del “poder
judicial” al Consejo de la Magistratura que, seis artículos más abajo, coloca en el capítulo donde
el texto constitucional describe la “naturaleza y duración” del poder judicial.
4. — Nuestra respuesta es ésta: cuando el art. 108 afirma que “el poder judicial será ejercido
por una Corte… y los demás tribunales inferiores…” cabe entender que allí la alusión al “poder
judicial” no se refiere a la estructura de órganos que lo componen y hacen parte de él, sino a la
“función de administrar justicia” en las causas que otros artículos asignan a la competencia
exclusiva del poder judicial (es decir, de sus tribunales).
Esto nos conduce a reafirmar que el Consejo de la Magistratura no es un órgano
“extrapoderes” que esté fuera del poder judicial, sino que “orgánicamente” lo integra. No
obstante, la “función de administrar justicia” en causas de competencia del poder judicial sigue
privativamente reservada a la Corte y los tribunales inferiores, según surge del art. 108.
Cuando se repasa cuáles son las competencias de los otros órganos que, como extrapoderes, se hallan insertos
en la parte de la constitución que se refiere al congreso y al poder ejecutivo, notamos alguna diferencia, porque
carecen de la fisonomía que adjudicamos al Consejo de la Magistratura.
En efecto, este último —si bien no posee competencias judiciales— inviste otras no judiciales
(pero inherentes a las judiciales) que, detalladas en el art. 114, pertenecían parcialmente a la Corte
y a los restantes tribunales; por ej., la administración de los recursos, las facultades disciplinarias,
el dictado de reglamentos.
Tal desglose nos marca las ya referidas diferencias con lo que acontece respecto de órganos
que consideramos extrapoderes en relación con el congreso y el poder ejecutivo (Auditoría
General, Defensor del Pueblo, jefe de gabinete, y ministros), por lo que seguimos sosteniendo —
como lo hicimos en nuestra primera interpretación posterior a la reforma de 1994— que el
Consejo de la Magistratura es un órgano integrado dentro del poder judicial, con competencias
(no judiciales) que son propias de dicho poder, y que antes de la reforma incumbían a los órganos
judiciales.
5. — Similar argumentación aplicamos al jurado de enjuiciamiento (art. 115) que ha venido a
sustituir el enjuiciamiento político por el senado para los jueces de tribunales federales inferiores
a la Corte.
6. — De todas maneras, si cabe hablar de una “jefatura” o cabeza del poder judicial, ella sigue a cargo de la
Corte Suprema. El Consejo de la Magistratura —dentro del mismo poder judicial— no viene a ser un órgano que,
al estilo de los que son “extrapoderes”, se le aproxima, lo auxilia, y coopera, sino un órgano “dentro” del poder
judicial con funciones “no judiciales” que —no obstante— pertenecen también al poder judicial.
Lo opinable y difícil de este diseño se advierte no bien se toma en cuenta la pluralidad de enfoques —muchos
dispares— que la doctrina viene haciendo desde la reforma de 1994.
Su composición
7. — El primer párrafo del art. 114 diseña la competencia del Consejo con una bifurcación: a)
seleccionar a los magistrados, y b) administrar el poder judicial. Luego vendrá el desglose de las
atribuciones, todas vinculadas a esos dos ejes (ver nº 11).
El párrafo segundo traza el lineamiento que ha de tomar en cuenta el congreso al dictar la ley
reglamentaria del Consejo de la Magistratura en lo referido a su composición.
En primer lugar, el desempeño de sus miembros es temporario, ya que la norma habla de
integración periódica. En segundo lugar, ordena procurar un equilibrio entre las representaciones
que invisten los funcionarios del Consejo:
a) representantes de los órganos políticos resultantes de elección popular —o sea, del
congreso y del poder ejecutivo—;
b) representantes de los jueces federales de todas las instancias;
c) representantes de los abogados de la matrícula federal; y
d) otras personas del ámbito académico y científico.
El número y la forma han de surgir de la ley.
Queda la duda de lo que significa “representantes de los órganos políticos” (congreso y poder ejecutivo).
Puede pensarse que la “representación” no exige indefectiblemente que el Consejo se integre con diputados,
senadores, ministros o secretarios del poder ejecutivo, porque también pueden investir calidad de “representantes”
otras personas que los órganos políticos designen para ser miembros del Consejo de la Magistratura, desde que el
art. 114 no habla de “miembros” de esos órganos.
Cualquiera de las dos soluciones parece aprobar el test de razonabilidad si la ley reglamentaria opta por ella.
El “equilibrio”
8. — La mención del “equilibrio entre tales representaciones” es muy importante. El art. 114
dice que el Consejo “será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio” entre
las representaciones de sus integrantes. Es la ley especial la que tiene que determinar ese
equilibrio.
Lo primero a aclarar es que el equilibrio no debe ser “periódico” sino permanente; si fuera
periódico significaría que durante un lapso podría prevalecer la representación de los órganos
políticos, en el siguiente la de los jueces, en el posterior la de los abogados, para recomenzar de
nuevo. Tal supuesto equilibrio no sería equilibrio, porque en cada período habría predominancia
de un sector sobre los otros. Equilibrio en la composición quiere decir que siempre tiene que
existir en la representación temporaria de los sectores componentes del cuerpo.
9. — Cuanto se advierte que en la composición del Consejo hay integrantes de otros poderes (ejecutivo y
congreso) se ha de dar por cierto que acá la división de poderes anterior a la reforma de 1994 cobra un perfil
nuevo, porque ya no se trata de que órganos ajenos al poder judicial invistan alguna competencia que significa una
relación interórganos con el poder judicial (por ej., cuando antes el juicio político de los jueces estaba a cargo de
las cámaras), sino que en la com-posición de un órgano perteneciente al poder judicial hay una presencia de
representantes de otros órganos. (Ver cap. XXX, nº 41).
Por eso, la noción de equilibrio es relevante, y este equilibrio quedaría roto si por la cantidad de miembros de
los órganos políticos de origen popular quedara a merced de ellos una predominancia que neutralizara la
representación de los jueces y de los abogados.
10. — Para aproximarnos al sentido del “equilibrio” y superar la ambigüedad del texto
constitucional debemos asimismo entender que el equilibrio no depende solamente del número de
representantes de cada sector, sino además de quién es el designante de ellos. Si a las personas del
ámbito científico y académico las nombrara el congreso o el poder ejecutivo, el equilibrio
quedaría perturbado, cosa que no ocurriría si la designación proviniera de las universidades o de
las academias nacionales.
Estamos, pues, ante un “equilibrio institucional” para el mejor funcionamiento del poder
judicial, según las competencias atribuidas al Consejo; y como entre ellas las hay de
administración, disciplinarias, de selección y remoción de los jueces, y de reglamentación, quedan
en claro por lo menos dos cosas: a) que el equilibrio entre las cuatro representaciones no equivale
a la igualdad en la cantidad de cada una; y b) que ese mismo equilibrio impide que por el número
y/o el modo de designación de las representaciones políticas la integración y el ejercicio de las
competencias del Consejo queden a merced del predominio del ejecutivo, del congreso, o de los
partidos políticos.
El Consejo exige independencia, y no la tendría si se convirtiera en un organismo
instrumentado política o partidariamente para subordinar el poder judicial a los poderes políticos.
Las competencias
11. — Las competencias del Consejo de la Magistratura exhiben diferencias entre sí; tres se
refieren directamente a la formación de los cuadros judiciales; una al poder disciplinario; otra al
poder reglamentario; y otra a la administración de los recursos económicos.
a) En cuanto a la formación de los cuadros judiciales, posee dos atribuciones: a’) realizar los
concursos públicos para cubrir los cargos de jueces en todas las instancias inferiores a la Corte, y
seleccionar a los candidatos; a”) formular ternas vinculantes para proponer el nombramiento; a”’)
la tercera facultad que relacionamos con las dos anteriores es la de promover el enjuiciamiento
político de los jueces de instancias inferiores a la Corte.
El sistema de nombramiento de los jueces ha variado fundamentalmente respecto del anterior a la reforma.
Ahora, con carácter previo a la designación por el poder ejecutivo con acuerdo del senado, se ha insertado la
intervención del Consejo en una importante relación interórganos. Esta intervención de un órgano que, como el
Consejo, integra el poder judicial, queda dividida en dos etapas: a) el concurso público para los postulantes y b) la
terna que el Consejo debe confeccionar para que el poder ejecutivo, con acuerdo del senado, realice el
nombramiento; dicha terna es vinculante, lo que implica que no puede designarse a una persona no incluida entre
los tres candidatos (ver cap. XXXVIII, nos. 79/80).
b) En lo que hace al poder disciplinario, el Consejo tiene su ejercicio sobre los magistrados.
c) El poder reglamentario recae sobre una triple materia: c’) para la organización judicial; c”)
para asegurar la independencia de los jueces; c”’) para lograr la eficaz prestación del servicio de
justicia.
d) Por fin, en lo administrativo-económico, administra los recur-sos y ejecuta el presupuesto
que la ley respectiva dedica al poder judicial.
12. — Se ha de tener muy presente que no tiene competencia para: a) intervenir en la designación de los
jueces de la Corte; ni b) para promover el juicio político contra ellos; ni c) para ejercer sobre ellos el poder
disciplinario; ni d) para ejercer poder disciplinario sobre el personal del poder judicial.
La división del Consejo en salas
13. — Todas las atribuciones que conforman la competencia del Consejo pertenecen al cuerpo
como tal, por lo que si se lo divide en secciones o salas, es imposible e inconstitucional que la ley
asigne el ejercicio de determinadas facultades a uno de esos sectores, exclu-yendo la participación
de los otros. Por ende, ninguna de las facultades del Consejo puede ser cumplida por una sola sala
del mismo; estas eventuales divisiones sólo son constitucionales si se limitan a repartir
internamente entre ellas la elaboración de informes, la preparación del trabajo, o el asesoramiento
en una determinada cuestión para que, luego, el cuerpo en pleno adopte las decisiones que sólo a
él incumben, con el quorum que consigne la ley, sin excluir la participación de ninguno de sus
integrantes.
14. — El cúmulo de atribuciones conferidas al Consejo produce un vaciamiento en las competencias que
venían hasta ahora encapsuladas en la Corte y en los tribunales inferiores; abre la duda —y el debate— acerca de
si es bueno en nuestro ambiente, computadas sus tradiciones, sustraer su ejercicio a los órganos judiciales.
Para decir que sí, es frecuente echar mano del argumento del alivio y la descongestión a favor de ellos, con el
paralelo efecto de circunscribir su espacio a lo que, en verdad, es consustancial a la administración de justicia
como función estrictamente jurisdiccional.
Para decir que no, se alega una serie de razones: la conexión que —por ejemplo— existe entre la función
propia de los tribunales de justicia y el poder disciplinario que los de alzada investían respecto de los inferiores de
su mismo fuero; la equivalente relación entre esa misma función y la emanación de reglamentos —a los que de
inmediato haremos referencia—; y, por fin, al manejo de los recursos según criterios de conveniencia,
oportunidad, prioridades, etcétera.
Si los argumentos desfavorables a esta índole de competencias que la norma amputa a los jueces y transfiere
al Consejo quedan en adelante avalados por la experiencia que surgirá de su funcionamiento, habrá que criticar a
la reforma. De cualquier modo, será difícil restablecer la situación anterior a ella, porque hará falta una nueva
enmienda constitucional.
El poder reglamentario
15. — Entre las diversas materias y finalidades que prevé la norma cuando otorga al Consejo la competencia
de dictar reglamentos, quizá no merezca duda intensa la facultad para dictar los que hacen estrictamente a la
organización judicial, si por tal se entienden los aspectos estructurales; por ejemplo, el lugar de instalación y el
funcionamiento de los tribunales; los servicios de apoyo (notificadores, personal administrativo, etc.). En cambio,
los reglamentos para la “prestación eficaz de los servicios de justicia” dejan la sensación de que guardan un nexo
muy estrecho con la función jurisdiccional, y que los órganos (judiciales) que la tienen a su cargo son los que con
más inmediatez y experiencia disponen del conocimiento indispensable para dictarlos. Entre medio, los
reglamentos para preservar la “independencia de los jueces” no nos merecen, por ahora, reparos.
16. — Por la importancia de este poder reglamentario, nos queremos detener en los reglamentos
“relacionados con la eficaz prestación de los servicios de justicia” —a tenor textual de la fórmula acuñada en el
art. 114— que nos presenta una novedad difícil de desentrañar.
Citando a Bielsa y Lozano, dirimir que el Consejo de la Magistratura no tiene funciones judiciales y por ello
no puede emitir reglamento ni acto alguno que interfiera en un proceso.
Los reglamentos generales, o dicho en otros términos, los que contienen normas generales para la tramitación
de los procesos —en plural— interfieren en la función propia de cada tribunal. Es verdad que un órgano ajeno al
poder judicial como es el congreso, dicta normas procesales para la tramitación de los procesos, pero hay
diferencia sustancial entre las leyes de procedimiento, y los reglamentos para la administración judiciaria que
dictara el Consejo de la Magistratura.
Pesa la tradición, porque el “Reglamento para la Justicia Nacional” ha tenido autoría en la Corte Suprema.
El vocabulario del art. 114 incita a contestar que ya no podría dictarlo ahora, porque la “eficaz prestación de
los servicios de justicia” deja la sensación de que lo abarca, ya que ese servicio de justicia viene a ser la materia y
la finalidad de aquel Reglamento. No obstante, no es fácil consentir tal sustracción. (Ver nº 22 c).
17. — Queda en claro, a la inversa, coordinando el art. 114 con el 113 que la Corte retiene la competencia
para dictar su propio reglamento interno, porque el art. 113 reproduce en este punto lo que decía el anterior art.
99.
21. — Cuando se comparte la tesis de que el Consejo de la Magistratura es un órgano que forma parte del
poder judicial es menester reiterar que no por ello ha decaído la jefatura que respecto de dicho poder inviste la
Corte. Sigue siendo “suprema” como cabeza y vértice del poder judicial. Esta calidad no la comparte (ver nº 6).
22. — En contra del recurso, quizá se alegue que estaría dado respecto de decisiones que no emanan de un
tribunal, y que —además— algunas de esas decisiones carecen de naturaleza jurisdiccional, como es el caso de los
reglamentos.
Sintetizando nuestra posición, decimos que:
a) las decisiones jurisdiccionales, como son las sanciones disciplinarias, han de ser susceptibles de recurso
judicial; a’) por analogía, también las decisiones sobre acusación para dar paso al enjuiciamiento político;
b) también han de serlo las que recaen en la selección y confección de ternas de postulantes para cargos
judiciales a fin de remediar irregularidades graves en el mecanismo respectivo cuando causan perjuicio a los
eventuales candidatos —incluidos o excluidos—;
c) los reglamentos que interfieren en la tramitación de los procesos judiciales deben quedar sujetos a control,
sea por la Corte, sea por cualquier tribunal, en la medida en que a una y a otros les resulten aplicables en una o
más causas de su competencia que se sustancien ante ellos; este control podría ejercerse sin recurso y de oficio en
cada causa;
d) en cambio, todo lo referente a la administración de los recursos presupuestarios parece no ofrecer materia
que caiga bajo posible revisión judicial.
23. — Podría pensarse además que en algunos supuestos se tipificarían los requisitos para la procedencia del
recurso extraordinario, y que en otros la ley habría de prever un recurso ordinario. Tanto un caso como el otro
necesitan una ley del congreso, porque la jurisdicción apelada de la Corte lo exige a tenor del art. 117, ya que la
Corte la ejerce “según las reglas y excepciones” que establece la ley. No obstante, el recurso no habilitado en ley
se haría precedente si se tuviera certeza de que su inexistencia viola el derecho de acceso a la justicia e incurre en
inconstitucionalidad.
De todos modos, coincidimos con Alberto Bianchi en que la solución de recurribilidad ante la Corte genera
problemas, y habrá que ver si el modo como se encara aprueba el test de constitucionalidad. La originalidad de
incorporar dentro del poder judicial a un órgano cuyas competencias no son judiciales, y que tampoco es un
tribunal de justicia, deja pendientes muchas situaciones dubitativas de difícil encuadre en lo que, tradicionalmente,
perfila al sistema de control judicial argentino, sobre todo el que le está deparado a la Corte.
El artículo 115
25. — El juicio político arbitrado en el texto anterior a la reforma, ahora sólo se mantiene para destituir a los
jueces de la Corte Suprema de Justicia.
27. — El art. 115 solamente esboza en su párrafo primero la inte-gración de los jurados de
enjuiciamiento con una triple composición: legisladores, magistrados y abogados de la matrícula
federal. El detalle —muy importante por cierto, sobre todo en orden a la pro-porción numérica de
cada sector— queda derivado a la ley prevista en el art. 114, que es la relativa al Consejo de la
Magistratura. Dicha ley ha de reglamentar el modo concreto de integración del jurado, y el
procedimiento a seguir por él para la remoción de los jueces.
El segundo párrafo asevera drásticamente que su fallo será irrecurrible, y no tendrá más
efecto que el destitutorio. Se ha suprimido la “accesoria” que estaba incorporada al anterior art.
52, y que consistía en la posible imposición por el senado de la inhabilitación, declarando al juez
removido como incapaz de ocupar empleo de honor, de confianza, o a sueldo del estado.
En lo demás, la norma actual mantiene la previsión del anterior art. 52 para el sometimiento
eventual del destituido al proceso penal ordinario.
28. — La apertura y la sustanciación del procedimiento de remoción nos colocan ante dos situaciones: a) una,
es la posibilidad de que el órgano que tiene a su cargo la competencia para decidir la apertura —Consejo de la
Magistratura— suspenda al juez cuyo trámite de destitución incita mediante acusación; b) otra, a contar desde la
misma resolución de apertura, es el plazo para que el órgano juzgador —jurado de enjuiciamiento— dicte su
resolución. Cada uno de estos aspectos aporta innovaciones respecto de las normas constitucionales anteriores, en
su aplicación a los magistrados judiciales.
29. — Que el Consejo está habilitado a suspender, queda fuera de toda duda; en cambio, es
útil preguntarse si en caso de no disponer la suspensión y pasar la acusación al jurado de
enjuiciamiento, éste tiene competencia para hacerlo.
La respuesta negativa alegaría que si el art. 114 adjudica la facultad de suspensión al Consejo,
le quede negada al jurado porque, como principio, adjudicar una competencia expresa a un órgano
implica impedir su ejercicio a otro que no sea ése.
30. — Es bueno recapitular qué ocurría antes de la reforma de 1994, cuando la constitución carecía de
previsión expresa a favor de la posible suspensión. Entonces decíamos que cuando el funcionario sometido a
juicio político tenía un superior jerárquico, este superior podía suspenderlo en ejercicio del poder disciplinario. En
cambio, negábamos que la cámara de diputados y el senado invistieran esa atribución.
Ante el art. 114 inc. 5º en combinación con el art. 115, un punto de vista en cierto modo
analógico nos llevaría a proponer que si el Consejo de la Magistratura —que tiene poder
disciplinario sobre los jueces— no decide en uso de su competencia explícita suspender al
magistrado cuyo enjuiciamiento promueve, el otro órgano llamado a intervenir en el juzgamiento
—que es el jurado— no parece que detente una igual atribución implícita de suspender a quien no
ha sido suspendido por el órgano con competencia explícita para hacerlo. Ello, aunque ambos
órganos sean parte de un mismo poder, que es el judicial.
31. — El art. 115 contiene otra previsión institucionalmente importante. A contar desde la
decisión que dispone abrir el procedimiento de enjuiciamiento, el jurado tiene ciento ochenta días
para dictar su fallo. Si en ese lapso no lo hace, deben archivarse las actuaciones y, en su caso,
hay que reponer al juez suspendido.
Es un buen dispositivo de celeridad, para urgir al jurado, porque la naturaleza del enjuiciamiento político no
admite dilaciones, no sólo en cuanto está comprometido el aspecto personal o subjetivo del magistrado sujeto a
dicho enjuiciamiento, sino también en razón de hallarse en juego el funcionamiento institucional del poder
judicial.
Dos consecuencias derivan del vencimiento del plazo: a) una el archivo de las actuaciones; b)
otra, la reposición del juez que se encontraba suspendido durante el trámite de su enjuiciamiento.
32. — Si pasan ciento ochenta días sin que se haya fallado la causa, las actuaciones se
archivan. Esto significa que, al haberse agotado la competencia del jurado, la misma cuestión ya
no podrá renovarse o reabrirse en el futuro. Es algo así como un efecto de cosa juzgada.
Este efecto, sumado a la reposición del juez que pudo haber estado suspendido durante el enjuiciamiento,
muestra claramente que, de ahí en más, es inviable someterlo a otro ulterior por la misma conducta.
34. — Los dudosos interrogantes planteados nos animan a contestar así: como el juzgamiento
le está deparado al jurado, cuando caduca el término temporal en que necesariamente debe
expedirse y no lo hace, es el mismo jurado el que ha de archivar las actuaciones y, juntamente
con el archivo, resolver la reposición.
Es claro que en esta solución no coincidiría la competencia para “reponer” con la antecedente competencia
ejercida para “suspender”, porque los órganos no son los mismos y, entonces, el principio del paralelismo de las
competencias quedaría comprometido. Pero como tal principio es sólo un principio, y tiene excepciones, la
cuestión dudosa admitiría darse por superada.
35. — No obstante, ¿qué ocurre si el juez suspendido no es re-puesto? ¿A qué órgano debe el
juez requerir su reposición?
En caso de admitirse —como es nuestra opinión— que el que debe reponerlo es el jurado, ha
de solicitarla a él. Si no obtuviera satisfacción, o no se le diera inmediata respuesta favorable,
sería viable suponer que le ha de quedar expedito el acceso al Consejo de la Magistratura, por
haber sido este órgano el autor de la suspensión que el jurado se ha negado a dejar sin efecto.
Por fin, es muy probable que —además— nos hallemos ante una hipótesis configurativa de
cuestión constitucional justiciable y, de ser así, que la instancia final esté abierta por recurso
extraordinario ante la Corte Suprema.
El fallo irrecurrible
36. — Nos queda la irrecurribilidad del fallo destitutorio. La nor-ma lo enuncia tajantemente,
y hay que aventurar una opinión sobre su alcance.
Hasta promediar la década de los años ochenta, la Corte siempre consideró que el fallo destitutorio del senado
—y los equivalentes emanados de órganos diversos en jurisdicción de las provincias— no podían ser sometidos a
revisión de ella mediante recurso extraordinario.
La jurisprudencia de la Corte cambió diametralmente después, y en los últimos diez años ha admitido y
reafirmado el posible sometimiento de los fallos destitutorios —tanto los dictados en sede federal como en el
ámbito provincial— a revisión y control del poder judicial. Esta recurribilidad se limita a verificar si en el
procedimiento de enjuiciamiento se respetó o se violó el debido proceso a que debe atenerse, a fin de preservar las
garantías emergentes de la constitución federal. Pero no alcanza para que el tribunal judicial revea el criterio que
el órgano de enjuiciamiento político ha empleado en el encuadre que de las conductas imputadas al funcionario
acusado ha hecho aquel órgano para tener por configuradas una o más causales de destitución. (Tal lo que
definitivamente surge del fallo de la Corte del 9 de diciembre de 1993 en el caso “Nicosia”, el primero que la
misma Corte resolvió respecto de la remoción de un juez federal, que recurrió ante ella en instancia
extraordinaria.) (Ver cap. XXXVI, nos. 27 /28).
El sentido de la irrecurribilidad
37. — Se torna complicado afrontar el sentido y alcance de la norma que estipula
enfáticamente la irrecurribilidad.
Si se la interpreta literalmente, no hay duda de que entra en pugna con el derecho judicial de
la Corte Suprema, que aceptó la revisión judicial cuando el anterior art. 52 omitía definir el punto.
En tal caso, es razonable suponer que una vez incorporada la admisibilidad de aquella revisión
por la jurisprudencia de la Corte en el derecho constitucional material, hay que dar por cierto que
nos hallamos ante un requisito constitucional inalterable e inamovible del sistema garantista, que
ni siquiera una reforma de la constitución puede desconocer, so pena de violar un principio
fundamental del sistema axiológico de la misma constitución.
Tal es nuestro punto de vista, por lo que a la irrecurribilidad que impone el art. 115 le
asignamos únicamente el mismo sentido que la Corte fijó en el caso “Nicosia”: escapa a la
competencia judicial el encuadre y la valoración que el jurado hace de las conductas que toma de
base para la remoción, y la decisión misma de remover; pero sigue siendo revisable todo lo que
atañe a la competencia del órgano y las formalidades de su ejercicio, así como a las garantías del
enjuiciado en orden al debido proceso y el derecho de defensa. (Ver nº 36).
Este principio no ha desaparecido ni decaído con la reforma, y hace parte de las implicitudes más valiosas de
la constitución. Y ello porque un adjetivo (“irrecurrible”), por más que esté incorporado a la constitución, carece
de fuerza para oponerse al arsenal principista-valorativo en que ella se apoya.
38. — En su voto emitido en el caso “Nellar Juan C.” fallado por la Corte el 30 de abril de
1996, el doctor Fayt sostuvo con énfasis que la irrecurribilidad de la decisión destitutoria que
establece el art. 115 es abiertamente contradictoria con los fines de la constitución vigente (o sea,
la reformada en 1994) y con lo que había dispuesto la ley 24.309 (declarativa de la necesidad de la
reforma), ya que al haber quedado prohibida toda enmienda a los 35 primeros artículos de la
constitución, es evidente que no podría privarse de garantías fundamentales de control judicial de
constitucionalidad a cargo de la Corte a los jueces federales removidos mediante el enjuiciamiento
político regulado por el citado art. 115 nuevo.
Las cláusulas transitorias sobre la instalación del Consejo de la Magistratura, y las causas
por enjuiciamiento político
Es menester relacionar las dos cláusulas para también relacionar, en consecuencia, las competencias del
Consejo y las del jurado, porque de su ensamble surge el plazo de 360 días a contar desde el 24 de agosto de 1994.
40. — El comentario que nos provocan estas cláusulas es el si-guiente: se respeta al senado
como juez natural cuando ya tiene ingresada la causa por acusación de la otra cámara; en cambio,
cuando una causa se halla en trámite en la cámara de diputados, y por ende ésta no ha ejercido
todavía su función de acusar, la causa se debe girar al Consejo de la Magistratura.
Para nosotros, hay sustracción al juez natural.
Es claro que si se valora el caso a la luz del derecho judicial de la Corte —que ha reputado
constitucionalmente válido aplicar nuevas leyes de procedimiento a los juicios pendientes en tanto la causa no
haya quedado “radicada” ante el tribunal competente— la respuesta es negativa. Pero nuestra tradicional
discrepancia con este criterio nos lleva aquí a mantenerla.
41. — El juicio político tal como lo organiza la constitución en sus artículos actualmente
numerados como 53, 49 y 60 (que se mantienen intactos, salvo para los jueces de tribunales
inferiores) establece dos etapas: la acusación por la cámara de diputados, y el juzgamiento por la
de senadores. Y regula el procedimiento. Ambas cámaras, cada una en la órbita de su
competencia, son el juez natural para el enjuiciamiento político, y una vez que éste se ha iniciado
porque la de diputados ha abierto el trámite, creemos que no es constitucionalmente viable, ni
siquiera por reforma constitucional, sustituir al órgano que, por la constitución vigente al tiempo
de comenzar su intervención, debía agotar su función —acusando o no acusan- do—.
Los jueces de instancias inferiores a la Corte, cuyo enjuiciamiento había tenido inicio en la cámara de
diputados, invisten por eso un derecho —adquirido por la constitución en vigor a esa fecha— a mantener como
juez natural al entonces competente. O sea, no pudo sustraerse a aquella cámara la competencia que, en papel de
juez natural, debía conservar hasta la culminación de la etapa acusatoria.
42. — La constitución previó la instalación del Consejo de la Magistratura dentro del plazo ya mencionado en
el nº 39, que se venció ampliamente, por lo que en la constitución material ha seguido aplicándose el
enjuiciamiento establecido en los arts. 53, 59 y 60 (acusación por la cámara de diputados y juzgamiento por el
senado), al no estar en funcionamiento los órganos que los nuevos arts. 114 y 115 tienen impuestos para su
trámite.
CAPÍTULO XLV
LA ADMINISTRACION DE JUSTICIA
La denominación de la función
No adherimos a los enfoques que por administración de justicia entienden la que “administran” los tribunales
en aquellos sistemas donde no cabe hablar rigurosamente de un “poder judicial”, con lo que la justicia a cargo de
tribunales que realmente componen un “poder” (el judicial) no sería “administración de jus-ticia”, sino algo
distinto que merece otro nombre; pero ¿cuál habría de sustituirlo?
En los sistemas continentales europeos se suele afirmar por parte de cierta doctrina que juzgar (resolver
causas judiciales) no es, en verdad, algo funcio-nalmente distinto de la administración a secas, con lo que la
administración pública y la administración de justicia no mostrarían entre sí diferencias sustan-ciales. Por detrás,
ronda la impresión de que —entonces— el “gobierno” viene a ser un bloque dentro del cual no existe un “poder
judicial”, sino sólo una fun-ción: “administrar justicia”.
Nuestro poder judicial es, en verdad, un poder, cuya función nuclear en lo que hace a lo
estrictamente judicial es administrar (o impartir) justicia, a lo que se suma —ahora— las otras
funciones “no judiciales” a cargo del Consejo de la Magistratura y el jurado de en-juiciamiento,
introducidos por la reforma de 1994 dentro del mismo poder judicial (para esto último, remitimos
al cap. XLIV, especialmente nos. 3 a 6).
2. — La administración de justicia como función del poder que ejercen los órganos judiciales
se enmarca y transcurre a través de causas (o procesos) judiciales.
Durante el curso de éstos, el órgano judicial (juez o tribunal) cumple nume-rosos actos procesales. Las
resoluciones que dicta en las diversas etapas del proceso pueden recibir distintos nombres, pero a los fines
constitucionales es aceptable denominar genéricamente como “sentencia” a estos diversos pronunciamientos. (No
obstante, se suele emplear la palabra “sentencia” para mentar la decisión que en cada instancia pone fin al proceso
ante el órgano que corresponde a dicha instancia.) De ahí que quepa decir que el acto que traduce el ejercicio de la
función de “administrar justicia” es la sentencia.
(Por supuesto que aquí encaramos solamente la función de “administrar justicia”, y no la función
“administrativa” que también tiene a su cargo el poder judicial en la medida requerida para ejercer la
administración de justicia.)
Alguna excepción al principio de que la función judicial requiere ser activada encontramos tanto en la ley
sobre habeas corpus, cuanto en el derecho público provincial, cuando se legitima a los jueces a emanar, sin que
parte alguna promueva su jurisdicción (o sea, “de oficio”), un “auto de habeas corpus” en casos de extrema
necesidad para proteger la libertad ambulatoria de personas cuya privación o restricción ilegítimas le constan al
juez por cualquier vía ajena a una denuncia judicial, o a una demanda.
También la justicia electoral —que integra el poder judicial federal— ha recibido por ley varias
competencias para actuar de oficio, o sea, sin impulso de parte.
Asimismo, la Corte Suprema en ciertos casos de excepción y cuando ha debido cumplir algún acto propio de
su competencia, ha verificado previamente si tal acto (o la norma que imponía cumplirlo) era constitucional o no,
y ha emitido fuera de causa judicial y sin petitorio de parte un pronunciamiento acerca del punto. Lo que no queda
claro es si tal pronunciamiento (en el que ejerce control constitucional pero que recae fuera de un proceso judicial)
traduce función jurisdiccional propiamente dicha. (Ver nº 5).
Las formas habituales de incitar la jurisdicción son: a) originariamente (en primera instancia)
para acceder al proceso mediante acción (o demanda); b) en instancia de revisión (sea ante la
misma instancia originariamente provocada, o ante otra superior) mediante recurso.
b) Todo pronunciamiento judicial que implica administrar justicia recae en una “causa”
judiciable, y la forma de resolver esa causa es la sentencia.
c) En consecuencia, se detrae al juez la consulta, la declaración teórica o general, y las
cuestiones abstractas, porque todo ello im-porta un pronunciamiento sin causa judiciable, o al
margen de la misma.
Por excepción, hay algunas leyes que para determinados supuestos establecen la elevación en consulta a un
tribunal de alzada por el tribunal inferior, pero lo que la alzada resuelve lo hace dentro —y no al margen— de una
causa judicial.
5. — Sin embargo, y sin ser costante ni uniforme la jurisprudencia de la Corte, hay precedentes en los que
sostuvo que ella es competente para producir aquellos actos de gobierno que, como cabeza de poder y órgano
supremo de la organización judicial argentina son necesarios para garantizar la investidura de los jueces
“nacionales”, incluido el juicio sobre la existencia de dicha investidura, en la medida en que ella ineludiblemente
lo requiera (en tal sentido, y en época reciente, puede verse el caso “Aramayo, Domingo R.”, resuelto el 14 de
febrero de 1984).
No interesa demasiado, en tales supuestos, hacer exceso de doctrina acerca de si tales casos configuran lo que
estrictamente se puede denominar “causa” judicial o judiciable, sino más bien detectar que, sean o no sean
“causas”, provocan la actividad y el pronunciamiento de la Corte. Y más allá de que tales casos sean resueltos
mediante “sentencia” o mediante “acordada” se demuestra que no encuadran en el tipo clásico del proceso
judicial. Tampoco interesa esclarecer aquí si la resolución que en ellos dicta la Corte emana de sus poderes de
superintendencia, o acaso de lo que ella llama sus poderes “implícitos”. Lo importante es atender a esta especie de
decisiones emanadas del más alto tribunal, fuera de los cauces comunes y habituales en que se enmarca la admi-
nistración de justicia.
Asimismo, debe tenerse presente que en defensa de las prerrogativas que a la Corte le confiere el art. 113 de
la constitución, dicho tribunal tiene también competencia para emitir pronunciamientos y decisiones al margen de
lo que estrictamente puede considerarse “causa” judicial.
7. — Un perfil descriptivo a título de síntesis conceptual surge del siguiente standard de la Corte: “…esta
Corte tiene establecido que el desempeño judicial no se agota con la remisión a la letra de los textos, y ha
desechado la admisión de soluciones notoriamente injustas que no se avienen con el fin, propio de la labor de los
jueces, de determinar los principios acertados para el reconocimiento de los derechos de los litigantes en las causas
concretas a decidir (Fallos, 253-267 y 271-130). Asimismo, la ley acuerda a aquéllos la facultad de disponer las
medidas necesarias para esclarecer los hechos debatidos, y tal facultad no puede ser renunciada cuando su eficacia
para determinar la verdad sea indudable (Fallos, 238-550)”.
II. LA SENTENCIA
La Corte tiene establecido que la elaboración del derecho que incumbe a los jueces no llega hasta la facultad
de instituir la ley misma: la afirmación que la Corte hace acerca de que la organización del estado reposa en la
“ley” excluye la creación “ex nihilo” (“de la nada”) de la norma legal por parte de los órganos encargados de su
aplicación.
Para el tema, remitimos al Tomo II, cap. XXIV, nos. 108 a 111.
La motivación y la fundamentación
10. — La sentencia no es mera aplicación automática de una norma general. Subsumir el caso judiciable en el
orden jurídico vigente no es componer un silogismo. La aplicación supone interpretación —de la norma y del
caso— y ello aun cuando el juez en “su” interpretación deba acatar acaso la interpretación obligatoria de un
órgano judicial superior (por ej.: en los casos de casación, de fallos plenarios, de jurisprudencia vinculatoria, etc.),
porque nunca deja él mismo de interpretar para poder aplicar la norma general al caso.
La constitución alude a “sentencia fundada en ley” en algunos artículos (17 y 18) para determinadas materias
(condena penal, privación de la propiedad). El principio se extiende a todas las decisiones judiciales, bien que el
fundamento no necesite siempre ser “legal”, porque también puede arraigar en otras normas del derecho vigente
que no son ley, e incluso en jurisprudencia. Cuando el orden normativo presenta lagunas o vacíos, la integración
que hace el juez para colmar la carencia de norma siempre debe basarse en el derecho vigente (acudiendo a la
analogía, los principios y los valores). (Ver Tomo I, cap. III, acápite II).
La arbitrariedad de sentencia
13. — Nuestra Corte Suprema ha elaborado toda una rica teoría acerca de los casos en que
falta la verdadera calidad de acto jurisdiccional (o sentencia) a un pronunciamiento judicial. Es la
teoría de la arbitrariedad de sentencia, o de la “sentencia arbitraria”. Tal descalificación implica,
para nosotros, un vicio o defecto de incons-titucionalidad, que nos permite hablar de sentencias
“inconstitucionales”.
Cuando la Corte ha señalado que la defensa en juicio incluye también la posibilidad de obtener en el proceso
una sentencia que sea derivación razonada del derecho vigente, ha dado pie para considerar que cuando, por no
serlo, la sentencia resulta arbitraria, la arbitrariedad implica “inconstitucionalidad” por lesión a la garantía
defensiva del art. 18. Hay fallos de la propia Corte que, al considerar arbitraria una sentencia, han sostenido
expresamente que ella violaba las garantías de la defensa en juicio y del debido proceso de ley del art. 18.
14. — Como modelo de norma judicial que describe la figura de la sentencia arbitraria, reproducimos esta
formulación tomada de un fallo de la Corte: “en forma reiterada ha resuelto esta Corte que es requisito de validez
de las sentencias judiciales que ellas sean fundadas y constituyan derivación razonada del derecho vigente, con
aplicación a las circunstancias comprobadas de la causa, criterio que ha permitido descalificar por arbitrarias
aquellas decisiones que se apartan en forma inequívoca de la solución normativa prevista para el caso o que
padezcan de una carencia absoluta de fundamentación, así como también las que se fundan en afirmaciones
meramente dogmáticas u omiten pronunciarse sobre cuestiones planteadas por las partes y conducentes para la
resolución del caso”.
16. — En cambio, una sentencia no es arbitraria —y por ende, tampoco susceptible de recurso
extraordinario— porque sea errónea, o pueda discutirse en sus fundamentos; el recurso extraordinario fundado en
la arbitrariedad no tiene por objeto remediar decisiones supuestamente erróneas, sino sólo omisiones o desaciertos
de gravedad extrema que descalifican a la sentencia como acto jurisdiccional, y reparar la anomalía de que la
decisión no sea una verdadera sentencia sino una mera expresión de la voluntad del juez sin apoyo en la ley y en
los hechos que deben servir para resolver la causa.
17. — Cuando mediante recurso extraordinario la Corte anula o deja sin efecto una sentencia a la que
descalifica por arbitrariedad, el efecto puede variar en dos formas fundamentales: a) puede ocurrir que el vicio de
arbitrariedad invalida a la sentencia íntegra, y que entonces no subsista como firme ninguna parte de ella; b) pero
puede ocurrir —admitiendo, como lo hace la Corte, la “divisibilidad” de la sentencia— que el vicio de
arbitrariedad afecte sólo a una parte de la sentencia, que es la que se deja sin efecto, manteniéndose con fuerza de
cosa juzgada la parte o las partes no descalificadas; esta anulación o revo-cación parciales resultan viables en los
casos en que no se malogra con ello los efectos del resto de la sentencia.
El derecho judicial tiene formulada la norma de que ocasiona agravio a la garantía de la defensa la posibilidad
de que las sentencias dilaten sin término la decisión de las cuestiones llevadas a los estrados judiciales. Ello
configura una forma de “denegación de justicia”. (Ver nos. 53 y 54 b).
21. — El “derecho a ser oído dentro de un plazo razonable”, que describe el art. 8,1 del Pacto de San José de
Costa Rica, no requiere de reglamentación interna para ser aplicado en los procesos judiciales, conforme a lo así
definido por nuestra Corte Suprema en el caso “Microómnibus Barrancas de Belgrano S.A.”, del 21 de diciembre
de 1989.
22. — Las leyes que disponen la suspensión de procesos judiciales, o que transitoriamente impiden su
promoción, resultan —como principio— violatorias del derecho a la jurisdicción y, por ende, inconstitucionales,
salvo que se trate de juicios iniciados por el estado, en los que es él mismo quien declina la juris-dicción.
Igual tacha merecen las leyes que postergan la ejecución de sentencias firmes. Solamente situaciones de muy
grave emergencia podrían prestar fundamento excepcional y muy breve una medida de este tipo. Todas estas
paralizaciones son, además, lesivas a la división de poderes, en cuanto uno de ellos (el congreso) inhibe por ley a
otro (el poder judicial) impidiéndole que ejerza la función de administrar justicia que le asigna la constitución.
(Ver nº 35).
Son también inconstitucionales las leyes que, respecto de sentencias pasadas en cosa juzgada, modifican o
alteran el modo de cumplimiento que dichas sen-tencias tienen establecido.
Huelga decir que si medidas como las mencionadas no pueden disponerse por ley, mucho menos resultan
viables a través de decreto del poder ejecutivo.
Remitimos al cap. XLVIII, nos. 41 y 46.
El derecho judicial de la Corte ha acuñado la norma que ordena alcanzar en cada sentencia la solución
“objetivamente justa” para el caso (lo justo en concreto) y ha dicho que una solución notoriamente disvaliosa o
injusta riñe con el adecuado servicio de la justicia, y con el fin propio de la legislación y de la administración
judicial. Todo ello deriva de la obligación de afianzar la justicia, que prescribe el preámbulo. (Ver Tomo II, cap.
XXIV, nº 111).
La imparcialidad es uno de los principios supremos del proceso. La imparcialidad consiste en que la
declaración o resolución se orienta en el deseo de decir la verdad con exactitud, y de resolver justa o legalmente.
(Ver Tomo II, cap. XXIV, nº 111).
En torno del tema, es norma del derecho judicial de la Corte “que no cabe conducir el proceso en términos
estrictamente formales con menoscabo del valor justicia y de la garantía de la defensa en juicio; y por ello no debe
desatenderse a la verdad jurídica objetiva de los hechos que de alguna manera aparecen en la causa como de
decisiva relevancia para la pronta decisión del litigio”.
La Corte tiene asimismo expresado que, en su misión de velar por la vigencia real y efectiva de los principios
constitucionales, le incumbe evitar que la interpretación literal e indiscriminada de las normas procesales
conduzca a vulnerar el derecho sustancial, a desinteresarse de la consideración de una prueba que se muestra como
decisiva para la solución del caso, y a prescindir de la preocupación por llegar a una decisión objetivamente justa
en el mismo caso, porque todos esos efectos (que ella debe impedir) van en desmedro del afianzamiento de la
justicia, que impone el preámbulo de la constitución.
25. — Lo que ahora queremos reiterar es que, por detrás de la sentencia en sí misma, se sitúa el problema de
la “justicia” o la “injusticia” de las normas con que se tiene que manejar el juez para aplicarlas en su sentencia,
problema que para nada es ajeno al logro de la solución justa “del caso”. En efecto, parece cierto que si la norma
general que el juez tiene que aplicar en su sentencia es notoriamente injusta, la sentencia que la individualice para
“el caso” se contagiará y participará de la misma injusticia, con lo que no llegará a alcanzar “lo justo en concreto”.
Acerca de si los jueces pueden o deben desaplicar las leyes injustas, decla-rándolas inconstitucionales,
remitimos al Tomo I, cap. III, nos. 13 a 15.
En suma, “con” ley, “sin” ley, o “contra” ley (cuando ésta es inicuamente injusta, o inconstitucional) los
jueces deben dictar sentencias justas; cuando para ello les es menester prescindir de una ley (sentencia “contra”
ley) la deben declarar inconstitucional y desaplicarla al caso que resuelven. Es así porque la supremacía de la
norma superior (constitución y tratados con jerarquía constitucional) la hace prevalecer sobre la norma inferior
(infraconstitucional).
26. — El principio republicano de publicidad de los actos estatales rige también respecto de las sentencias
que emanan del poder judicial. Ello significa que no puede haber secreto en las decisiones judiciales; que hay
derecho a infor-marse respecto de ellas; y que los procedimientos judiciales tampoco se eximen de aquella
publicidad, salvo reserva en situaciones excepcionales razonables.
En los casos “Pérez Arriaga c/Arte Gráfica Editorial Argentina S.A.” y “Pérez Arriaga c/Diario La Prensa”,
del 2 de julio de 1993, la Corte —por mayoría— eximió de responsabilidad a los periódicos que habían publicado
información sobre una sentencia dictada en un juicio en que el actor había sido parte y cuyo nombre se consignaba
en la crónica, pese a que se trataba de un asunto de familia. Podemos inferir que, como principio, estos dos
decisorios aco-gieron el derecho de los medios de comunicación social a difundir las resoluciones judiciales,
incluso con la identidad de las partes, mientras el tribunal que las ha dictado no haya limitado la publicidad íntegra
de su fallo.
La obligación de sentenciar
28. — El juez no puede: a) negarse a fallar; b) dilatar sin término o demorar arbitrariamente
la sentencia. (Remitimos al nº 54 a y b).
La cosa juzgada
29. — La sentencia pasada en autoridad de “cosa juzgada” no puede ya revisarse en el futuro.
(Remitimos a lo explicado al tratar los contenidos del derecho de propiedad en el Tomo II, cap.
XVII, nº 10 G, y cap XXIV, nº 105).
Lo fundamental que interesa para tipificar la cosa juzgada, e impedir que se renueve el tratamiento de la
misma cuestión en otro juicio, es la conexión jurídica existente en la materia que constituye el objeto litigioso del
proceso.
Para focalizar el alcance de la cosa juzgada, la Corte ha dicho en el caso “Industrias Metalúrgicas Pescarmona
c/Agua y Energía Eléctrica Sociedad del Estado”, del 20 de febrero de 1986, que “toda sentencia constituye una
unidad lógico-jurídica cuya parte dispositiva es la conclusión necesaria del análisis de los presupuestos fácticos y
normativos efectuados en sus fundamentos”, por eso, “no es sólo el imperio del tribunal ejercido concretamente en
la parte dispositiva lo que da validez y fija los alcances del pronunciamiento: estos dos aspectos dependen también
de las motivaciones que sirven de base a la decisión”.
30. — En virtud del principio de “inmutabilidad de la sentencia”, parece que constitucionalmente se debe
sostener que la “aclaratoria” que (de oficio o por recurso de parte) formula el mismo juzgador respecto de un
pronunciamiento suyo, no puede alterar lo sustancial de la decisión que se aclara.
31. — La intangibilidad de la cosa juzgada está condicionada por la regularidad del proceso
en que la sentencia se ha dictado.
Los casos en que, a nuestro juicio, se han desarrollado con mayor notoriedad estos principios son: “Tibold”
—del año 1962—, “Kaswalder de Bustos” — de 1970— y “Campbell Davidson” — de 1971—.
32. — La cosa juzgada írrita o nula proporciona ocasión para ser atacada por vía judicial,
cualquiera sea la solución que arbitren las leyes procesales.
(Un ejemplo de vía procesal para el fin indicado encontramos en la ley 23.042 que habilitó el uso del habeas
corpus para impugnar sentencias militares de condena en perjuicio de civiles sometidos inconstitucionalmente a la
jurisdicción militar, sin perjuicio de que similar impugnación pudiera llevarse a cabo mediante recurso ante
tribunales judiciales.)
Para la revisión de las sentencias penales de condena, ver Tomo II, cap. XXIV, nº 22, y este
Tomo III, cap. XLVI, nos. 8 y 11.
Para la responsabilidad del estado por error judicial, ver Tomo II, cap. XXIV, nos. 37 a 39 y
en este Tomo III los nos. 60 y 61 del presente capítulo.
33. — La prohibición constitucional implícita de que los tribunales de alzada resuelvan cuestiones que,
incluidas en la sentencia apelada, no han sido propuestas en el recurso por parte interesada (es decir, que no han
sido apeladas), encuentra una de sus bases en el principio de la “cosa juzgada”, que preserva la inmutabilidad de la
cuestión (o parte) de la sentencia que no fue incorporada al recurso ni, por ende, propuesta al tribunal de alzada
para su revisión. Si el tribunal de alzada resuelve una cuestión ajena al recurso que habilita su jurisdicción, viola la
cosa juzgada del fallo inferior, en cuanto decide sin jurisdicción sobre un aspecto del mismo que quedó firme por
no haber sido apelado.
34. — La supervivencia de la cosa juzgada no cesa respecto de las sentencias dictadas en épocas de facto, ni
de las recaídas en períodos que se consideran afectados por defectuosidades en el funcionamiento del poder
judicial, todo ello conforme a jurisprudencia de la Corte. (Ver cap. XLII, nº 2 g).
35. — Son inconstitucionales las leyes que, en relación con sentencias pasadas en autoridad de cosa juzgada,
dilatan en demasía la posibilidad de su cumplimiento o su ejecución, como asimismo las que establecen un modo
de cumplimiento diferente al que surge de la propia sentencia (así, las que en caso de sumas de dinero, sustituyen
su pago por medios distintos, o disponen entre-gas monetarias en cuotas, etc.).
Ver nº 22.
La justicia pública
36. — El estado moderno asume y reivindica para sí la administración de justicia; los particulares no pueden
dirimir sus conflictos y resolver sus pretensiones por mano propia. El régimen moderno es un sistema de justicia
pública, donde está abolida la justicia privada. Desde que se prohíbe a las personas ha-cerse justicia por mano
propia, dice Alsina, el estado asume la obligación de administrarla.
37. — Para los métodos llamados “alternativos” ver cap. XLII, nos. 4 a 6.
La jurisdicción
38. — Se debe a Podetti la elaboración de lo que él mismo llamó la trilogía estructural del
derecho procesal: jurisdicción, acción y proceso.
La jurisdicción integra el poder estatal como una función del mismo. Se define como la
potestad conferida por el estado a determinados órganos para resolver mediante la sentencia las
cuestiones que les son sometidas por los justiciables. En forma más breve, se dice que es la
capacidad de administrar justicia. (Ver nº 47 b).
La acción
39. — Podetti dice que el elemento fundamental del derecho de acción es la facultad de pedir
protección jurídica.
La pretensión de protección o tutela jurídica no significa que el juez deba acoger favorablemente el petitorio
de la parte, sino que debe tomarlo en cuenta y resolverlo con justicia.
Alsina enseña que la acción es un derecho público subjetivo me-diante el cual se requiere la
intervención del órgano jurisdiccional para la protección de una pretensión jurídica.
La acción no debe ya considerarse como el “mismo derecho subjetivo en ejercicio”, o como la
faz dinámica y procesal del derecho subjetivo. La autonomía de la acción hace decir que con su
ejercicio se pretende por el justiciable la tutela de un “derecho” que él alega o supone ser suyo,
pero que puede no existir, y cuyo eventual reco-nocimiento —o su denegatoria— sólo surgirán al
término del proceso con la sentencia.
40. — Debemos, entonces, distinguir dos cosas: a) la pretensión “material”, o sea, lo que se
pide al juez que resuelva; si el proceso es contradictorio, la pretensión material se da “contra la
parte adversaria”; b) la pretensión “formal”, que se da “frente al estado” (en cabeza del juez que
entiende en el proceso) para que dicte sentencia acerca de la pretensión material.
La acción como pretensión formal es el derecho a una prestación que debe el estado: la
actividad jurisdiccional o administración de justicia, que culmina con la sentencia.
41. — Para el importante tema de la legitimación procesal como “llave” de acceso al proceso
a disposición del justiciable, ver Tomo II, cap. XXIV, nº 14, y Tomo I, cap. V, nos. 58/59, y cap.
IX, acápite VI.
42. — Se hace conveniente, desde el punto de vista constitucional, reconocer el acogimiento de las llamadas
acciones “de clase” y de la recíproca legitimación para hacer uso de ellas. Se trata de la acción que a través de un
representante (persona física o asociación) intenta un grupo o una “clase” de personas con un interés común y
compartido, en defensa del mismo. A la inversa, ese grupo o “clase” puede ser demandado.
La acción para defensa de los intereses difusos y los derechos de incidencia colectiva.
43. — Cuando se admiten las categorías a que alude este subtítulo (ver Tomo I, cap. IX, nos.
45 a 47) y se recuerda que el nuevo art. 43 en su párrafo segundo depara para su tutela la acción
de amparo, hay que dar por cierto que quedan inexcusablemente reconocidas por la constitución la
acción y la legitimación (ver Tomo II, cap. XXVI, nos. 22 a 30).
El proceso
44. — La actividad jurisdiccional que se moviliza a través del proceso tiene un fin público,
que es, precisamente, hacer justicia a los justiciables. El proceso no es un asunto puramente
privado, sino un instituto publicístico con participación concurrente del juez y de las partes.
Puestos frente a frente el derecho de los justiciables a la jurisdicción, y la obligación de administrar justicia, la
acción procesal nos interesa en cuanto da origen al proceso en el cual se ejercita la función jurisdiccional a
instancia de parte —o en cuanto lleva a una persona a ingresar al proceso iniciado por otra—. Con ello queda
satisfecho el principio de la autonomía de la acción, que ve en la acción la pretensión formal incoada ante el
órgano jurisdiccional para que desarrolle y tramite el proceso, donde se plantea la pretensión material, y donde se
resuelve por la sentencia.
El derecho a la jurisdicción, movilizado en la acción y en el proceso, obliga al estado a deparar la
jurisdicción, a prestar la función de administración de justicia, y a dictar la sentencia.
La sentencia encierra siempre —aunque no haga lugar a lo peticionado— una tutela a la pretensión material,
desde que se supone y se exige que la resuelva con justicia.
45. — Para el “debido” proceso, remitimos al Tomo II, cap. XXIV, acápite V.
El derecho a la jurisdicción
Se dice que la jurisdicción y la competencia del tribunal que se crea por ley como “juez natural” deben ser
establecidas por ley anterior al “hecho” del cual conocerá ese tribunal en un proceso. (Para el tema de los “jueces
naturales” remitimos al Tomo II cap. XXIV, acápite III).
c) Por fin, hay que dotar de las normas procesales a que deben atenerse el juez y las partes.
La ausencia de normas procesales no es un obstáculo insalvable para que se sustancie un proceso. La Corte
dio curso al proceso de amparo en 1957-1958 sin ley procesal que lo previera, por las razones que se explican al
tratar el tema del amparo.
El juez en el proceso
48. — Normalmente, el proceso no se inicia de oficio —no hay juez sin actor—. El derecho a la jurisdicción
se pone en movimiento con la acción procesal. El tribunal o juez no puede ir más allá de lo que la voluntad de las
partes le permite. Por eso, nuestro derecho judicial ha consagrado el principio de que lo peticionado limita el poder
del juez, que no puede conceder un derecho más amplio que el postulado por las partes.
El llamado “principio de congruencia” señala, precisamente, la correspondencia que debe guardar la
sentencia con las cuestiones y pretensiones propuestas por las partes.
Pero si bien el juez no puede extralimitarse en la sentencia más allá del petitorio de los justiciables, puede
suplir el error en el derecho invocado por los mismos: “Iura novit curia”. O sea, debe fundar la sentencia en el
derecho aplicable, prescindiendo de la calificación jurídica equivocada que le han hecho las partes (o supliéndola
si la han omitido directamente). (Ver Tomo II, cap. XXIV, nº 110).
El juez no puede modificar el “objeto” de la acción, ni apartarse de los “hechos” que las partes le alegan;
pero respetado eso puede prescindir de la calificación efectuada por las partes y realizar su propia calificación
jurídica (de los hechos y de la relación jurídica) en virtud del citado principio “iura novit curia”.
49. — La frontera que para los jueces trazan las partes en materia de hechos y de prueba no es tan rígida
como para sustraerlos del deber de esclarecer la verdad objetiva, y de arribar a la solución objetivamente justa del
caso. Se dice con razón que en materia de “hechos” el juez debe orientar su actividad en búsqueda de la “verdad”,
y en materia de “derecho” aplicable ha de dirigirla a la “justicia”.
En la valoración de los elementos probatorios acumulados en el proceso, rinde utilidad aplicar la teoría
egológica en cuanto enseña que el juez interpreta la conducta humana “mediante la ley”.
Sin caer en el informalismo total, los jueces deben superar el formalismo ritual y estéril que bien cabe
descalificar como “exceso ritual manifiesto”, según vocabulario acuñado por la Corte para tipificar una posible
causa de arbitrariedad de la sentencia.
Por supuesto que, por más avance que se admita respecto de las facultades y deberes indagatorios del juez,
unas y otros han de ceñirse al marco que los principios de bilateralidad, defensa, e imparcialidad le ponen al
proceso.
Debe tenerse también muy en cuenta la serie de garantías en torno del debido proceso, y la fisonomía que
adquiere cada una de ellas en el proceso penal y en el proceso civil.
50. — Se discute también dos cosas: a) si el tribunal puede cambiar el “nombre” (o la calificación) de la
acción deducida; b) si puede cambiar la “acción” deducida y reemplazarla por otra distinta.
Más allá del problema doctrinario, la Corte ha considerado (en un juicio de amparo iniciado por una
provincia contra el estado federal y/o Yacimientos Petrolíferos Fiscales) que cabía prescindir del “nomen iuris”
(nombre de la acción) utilizado por la provincia (acción de amparo) y sustituirlo por otro (acción declarativa de
certeza), pero sin alterar la real sustancia de la solicitud (o pretensión deducida en la acción). En rigor respetó la
pretensión, pero cambió no sólo el nombre de la acción, sino la acción misma y la clase del proceso, ya que
concedió a la provincia actora el plazo para encauzar su demanda por la vía y el trámite de la acción declarativa de
certeza (en vez de la de amparo) (ver caso “Provincia de Santiago del Estero c/Estado Nacional y/o Y.P.F.”,
fallado el 20 de agosto de 1985).
En cambio, si la parte actora no ha incurrido en error al calificar la acción, los jueces no están habilitados para
reemplazar el proceso que aquélla quiso tramitar, por otra vía procesal distinta que consideren más adecuada o
expeditiva. (Para esto último, ver el fallo de la Corte del 19 de junio de 1990, en el caso “Provincia de Neuquén
c/YPF s/cobro de australes —sumarísimo—”).
El activismo judicial
52. — Augusto M. Morello ha denominado activismo judicial al protagonismo que asume el juez en el
proceso con participación directa, intensa y continuada, sobre todo cuando se trata de la Corte Suprema o de los
superiores tribunales de provincia. Un signo, entre otros, es la profundidad creativa que adquiere la interpretación
normativa y la integración de las carencias de norma, incluso en el campo del control de constitucionalidad.
Es en la destreza para movilizar los parámetros reseñados donde tiene que desplegarse el activismo judicial.
La denegación de justicia
54. — a) Una situación que configura “denegación de justicia” se tipifica cuando el juez no
cumple su obligación de dictar sentencia, con lo que viola el derecho a la jurisdicción del
justiciable, y declina ejercer la función de administrar justicia.
b) Como el proceso debe tener una duración razonablemente acelerada en relación con la
naturaleza de la pretensión, y como la sentencia debe dictarse en tiempo oportuno, la demora en
dictarla también compromete, de alguna manera, la “obligación” de sentenciar, si es que dicha
obligación significa decidir no en cualquier mo-mento ni tardíamente, sino en una ocasión
“oportuna” que permita a la sentencia rendir utilidad y eficacia para la pretensión del justiciable.
c) La forma primera y tradicional de la privación de justicia se ha dado por tipificada cuando
el justiciable no halla juez competente para que le resuelva su pretensión. En lenguaje de la Corte,
producida esa situación anómala, la persona “vendría a quedar sin jueces”, o sea, se frustraría el
acceso al tribunal, que es la primera etapa del derecho a la jurisdicción; y, a la par, el estado
abdicaría de su función de administrar justicia.
Cuando el justiciable no halla juez alguno ante el cual ejercitar su derecho a la jurisdicción, la
Corte interviene para decidir cuál tribunal debe conocer de la causa. La Corte no resuelve la
pretensión, pero señala cuál es el tribunal competente para ello.
d) Hay otra situación que la Corte ha equiparado a la privación de justicia. La dio por
configurada cuando en los habeas corpus interpuestos durante el estado de sitio, los jueces no
pueden dictar sentencias “eficaces” porque la autoridad a la que se requiere informe sobre la
situación de las personas en cuyo favor se deduce la acción, responden que no se hallan detenidas.
Enfocando el caso, en “Pérez de Smith Ana y otros”, con fecha 21 de diciembre de 1978, la Corte sostuvo que
la privación de justicia no se configura solamente cuando los personas se encuentran en la imposibilidad de acudir
a un tribunal judicial o cuando la decisión se aplaza en forma irrazonable o indefinida, “sino también cuando no se
dan las condiciones necesarias para que los jueces puedan ejercer su imperio jurisdiccional con la eficacia real y
concreta que, por su naturaleza, exige el orden jurídico, de manera que éste alcance su efectiva vigencia en el
resultado positivo de las decisiones que la constitución nacional ha encomendado al poder judicial”.
55. — Por inmunidad absoluta se entiende el privilegio de un estado para no ser llevado ante
los tribunales de otro estado, si el primero no consiente (en cuanto demandado) la jurisdicción de
ese estado extranjero.
Por inmunidad relativa se entiende que ese privilegio solamente existe en determinada clase
de procesos judiciales, pero no en todos. Precisamente, si en alguna clase de procesos fuera
indispensable que un estado extranjero diera conformidad a la jurisdicción de los tribunales de
otro estado para ser juzgado por ellos y la negara, se consumaría —para esos casos— una
situación de privación de justicia para el justiciable que fuera demandante de ese estado
extranjero.
La inmunidad jurisdiccional de los estados extranjeros se ha mitigado actualmente en su rigor
originario. Hoy ya no es absoluta y total, porque se la reputa restringida y relativa, al solo efecto
de dar cobertura a los llamados “actos de imperio” del estado extranjero, para de ahí en más
someter a judiciabilidad, sin necesidad del consentimiento del estado extranjero, las cuestiones y
relaciones que responden a la naturaleza de los actos “iure gestionis”.
56. — Nuestra Corte Suprema, en su fallo del 22 de diciembre de 1994 en el caso “Manauta Juan José y otros
c/Embajada de la Federación Rusa”, hizo apelación a la amplitud del derecho del justiciable a la jurisdicción (o
sea, a su tutela judicial efectiva) para decidir que había de darse curso judicial a la acción interpuesta por la parte
actora contra la representación diplomática de Rusia en Argentina, pretendiendo de dicha embajada el
cumplimiento de sus obligaciones laborales y previsionales en favor de personal suyo. Es posible asignar a esta
sentencia el carácter de ejemplaridad —o leading case— que le asegurará reiteración futura en causas análogas.
Ello, más la reforma introducida por la ley 24.488 a los supuestos de inmunidad de los estados extranjeros,
torna viable que los tribunales argentinos queden en situación de calificar si un asunto que se les somete a decisión
judicial requiere la previa aceptación de la jurisdicción argentina por parte de un estado extranjero o si, al
contrario, el trámite del proceso queda expedido sin sujeción a dicho acatamiento.
57. — La inmunidad total y absoluta de jurisdicción (en cualquier parte del mundo y en todas) de organismos
intergubernamentales que son sujetos de derecho internacional, presenta un doble y grave defecto: en jurisdicción
argentina es inconstitucional, por cuanto frustra el derecho a la jurisdicción que no puede ser ejercido tampoco
fuera de nuestro estado; desde el punto de vista internacional, viola una “norma imperativa” (ius cogens) del
derecho internacional general (cual es la de que la inmunidad de jurisdicción debe ser limitada), que no puede ser
dejada sin efecto por acuerdo en contrario, según el art. 53 de la Convención de Viena sobre Derecho de los
Tratados (ver fallo de la Corte Suprema del 5 de diciembre de 1983 en el caso “Cabrera W. c/Comisión Técnica
Mixta de Salto Grande”).
58. — Cuando conforme al derecho internacional privado un caso iuspriva-tista con elementos extranjeros
debe ser juzgado por tribunales de otro estado, la falta de jurisdicción y competencia en los tribunales argentinos
no puede considerarse como privación de justicia. Solamente por excepción, si el justiciable no encontrara juez
competente tampoco en el extranjero, podría asimilarse su situación a la de quien se ve privado de justicia en
jurisdicción argentina.
Para controlar si está bien o mal declinada la jurisdicción de los tribunales argentinos en favor de tribunales
extranjeros, la Corte entiende que debe abrir el recurso extraordinario; en el caso “Narbaitz, Guillermo y otra
c/Citibank N.A.” del 17 de setiembre de 1987, el tribunal consideró (a los efectos de declarar procedente el
recurso extraordinario) que es sentencia definitiva la que priva al recurrente de la jurisdicción de los tribunales
argentinos para hacer valer sus presuntos derechos y obtener el acceso a la jurisdicción federal por cuestiones de
índole constitucional.
59. — Ya fuera del diseño jurisprudencial que es habitual en la fisonomía de la privación de justicia, nuestra
personal opinión propone añadiduras.
Hay por lo menos dos primeras hipótesis en las que, aunque el tribunal dicte sentencia, cabe hacer parangón
con el caso de la negativa a dictarla; los propo-nemos así, a título de ejemplo:
a) cuando según el derecho judicial de la Corte una cuestión política no debe ser juzgada (y se vuelve no
justiciable), la sentencia que deja de resolverla incurre en una omisión muy parecida a la del juez que se niega a
fallar; aquí dicta sentencia, pero la dicta para decir enfáticamente que no puede resolver la cuestión política; y eso
es “no juzgar”;
b) cuando ante una omisión legislativa reglamentaria, la sentencia alega que no puede suplirla porque de
hacerlo el juez se convertiría en legislador y violaría la división de poderes, se configura otra situación harto
parecida: aquí dicta sentencia, pero la dicta para decir que no puede cubrir la laguna legal porque si el legislador
no le ha proporcionado la norma reglamentaria de una cláusula constitucional programática, la omisión es
judicialmente irremediable;
c) Una tercera cuestión es ésta: la negación de legitimación procesal, cuando es inconstitucional, también
configura denegación de justicia, porque priva al justiciable de la “llave” o herramienta procesal para hacer valer
judicialmente su pretensión jurídica razonable.
No obstante, ha de tomarse en cuenta una noción elemental previa como pauta general que, no obstante,
admite excepciones en algunos casos. Cuando se imputa responsabilidad al estado por sus sentencias, parece
indispensable conciliarla con el principio de la cosa juzgada; una sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada
no presta sustento a la pretensión de responsabilizar al estado por haberla dictado. Hace falta que previamente la
sentencia por la que se responsabiliza al estado sea dejada sin efecto.
Este criterio ha sido señalado por la Corte Suprema en su fallo del 14 de junio de 1988 en el caso “Vignoni
Antonio S. c/Estado de la Nación Argentina”, a tenor de la siguiente doctrina: “…en principio cabe señalar que
sólo puede responsabilizarse al estado por error judicial en la medida en que el acto jurisdiccional que origina el
daño sea declarado ilegítimo y dejado sin efecto, pues antes de ese momento el carácter de verdad legal que
ostenta la sentencia pasada en autoridad de cosa juzgada impide, en tanto se mantenga, juzgar que hay error. Lo
contrario importaría un atentado contra el orden social y la seguridad jurídica, pues la acción de daños y perjuicios
constituiría un recurso contra el pronunciamiento firme, no previsto ni admitido por la ley”.
61. — La responsabilidad del “estado-juez” no necesita, en nuestra opinión, de ley alguna que
le preste reconocimiento, porque encuentra fundamento en la propia constitución, en cuanto ésta
prioriza el afianzamiento de la justicia y los derechos personales.
Actualmente, la indemnización por error judicial en caso de condena penal, cuenta con norma
expresa en el derecho argentino, porque la prevén el Pacto Internacional de Derechos Civiles y
Políticos (art. 14.6) y el Pacto de San José de Costa Rica (art. 10), que tienen jerarquía
constitucional.
CAPÍTULO XLVI
EL DERECHO JUDICIAL
I. LA “CREACIÓN DE DERECHO” POR LOS ÓRGANOS JUDICIALES. - Su noción. - Las sentencias con generalidad
normativa. - A) La jurisprudencia vinculatoria. - B) El sistema del “stare decisis”. - C) La sentencia “modelo”
y su imitación ulterior espontánea. - II. LA UNIFORMIDAD DE LA JURISPRUDENCIA EN SU ENCUADRE
CONSTITUCIONAL. - Igualdad “de ley” e igualdad “de interpretación”. - La variación sucesiva del derecho
judicial. - La interpretación “uniforme”. - III. LA NORMA GENERAL Y LA INTERPRETACIÓN JUDICIAL. - Su
concepto. - “Aplicación” y “creación”. - La “individualización” de la norma general en la sentencia. - La
interpretación judicial de la constitución. - El derecho judicial en materia de interpretación constitucional. - La
jurisprudencia “uniforme” y el recurso extraordinario federal. - La constitucionalidad de la jurisprudencia
vincu-
latoria.
Su noción
1. — Parece imposible negar que el derecho se crea u origina también por vía judicial, o sea, por la
jurisprudencia de los tribunales. Si a esta creación le asignamos el tradicional título de “fuente”, la jurisprudencia
o el derecho judicial son fuente del derecho.
Para el tema del derecho judicial como fuente, remitimos al Tomo I, cap. I, nos. 27 a 29.
2. — Son diversos los sistemas que traducen visiblemente una creación generalizadora de
derecho judicial, o sea, no sólo para el caso, sino para otros casos análogos, futuros o posteriores.
Para el caso concreto sentenciado, toda sentencia crea derecho: el derecho “del caso”. La sentencia siempre
es norma individual creadora de derecho.
Pero, además de esa situación, y sin dejar de ser nunca una norma indivi-dual para el caso resuelto, la
sentencia puede tener o adquirir generalización, en la medida que crea un derecho extensivo a otros casos, o a
terceros ajenos al proceso en que recayó.
Proponemos considerar al derecho judicial como fuente del derecho constitucional sólo en el caso de
producirse la referida generalización de la sentencia.
A) La jurisprudencia vinculatoria.
4. — En segundo lugar, encontramos el sistema del stare decisis, conforme el cual los jueces
deben fallar las causas ateniéndose a los precedentes en casos análogos.
La sentencia como norma individual, sin perder el carácter de la cosa juzgada, alcanza generalidad normativa
para futuros casos similares, “porque es una norma establecida cumplir con los precedentes anteriores cuando los
mismos puntos vuelven a ser controvertidos” (Blackstone).
La virtud operante del stare decisis —dice Cueto Rúa— se encuentra en la circunstancia de que él atribuye
valor de fuente normativa a las sentencias precedentes.
Esta tercera forma del derecho judicial puede mostrarnos dos variantes fundamentales:
a) la sentencia modelo se ejemplariza con carácter general, originando seguimiento futuro por el mismo
tribunal en casos análogos, o por tribunales distintos;
b) la sentencia modelo es aceptada como pauta normativa por otros órganos del poder, fuera del poder
judicial.
En el caso del inc. a) la ejemplaridad de la sentencia circula en el ámbito del poder judicial y del derecho
judicial; en el caso de inc. b) la proyección se desliza a órganos de poder ajenos al judicial, y lo hemos
comprobado cuando el autor de una norma declarada inconstitucional por la Corte la deroga o modifica para
ajustarse a la pauta del derecho judicial.
II. LA UNIFORMIDAD DE LA JURISPRUDENCIA EN SU ENCUADRE CONSTITUCIONAL
Sabemos que nuestra constitución consagra la igualdad ante la ley; pero la ley igual para todos es una norma
general, cuyo destino intrínseco es indi-vidualizarse a través de normas más concretas en casos singulares; o sea,
recaer sobre situaciones particulares. Y si en esa aplicación individualizada se la interpreta de modo contradictorio
en situaciones análogas “simultáneas” la igualdad padece porque, para cada justiciable en cada caso sentenciado,
la ley es lo que el tribunal que la aplica dice que es. De donde la igualdad ante la ley —mantenida en la igual
norma general para todos— requiere completarse con la igualdad jurídica, que es más amplia, porque incluye
también la igual aplicación de esa ley en casos semejantes simultáneos, a través de las normas individuales.
8. — No obstante, en materia penal hay que hacer una reserva: todas las personas que han cometido un
mismo delito durante el lapso en que el derecho judicial de la Corte ha considerado inconstitucional a la ley penal
incriminatoria, deben ser tratadas igualitariamente, aunque la sentencia que se dicte para una o más de ellas
recaiga en un tiempo ulterior durante el cual, con un cambio en la jurisprudencia anterior, la Corte sostenga que la
ley antes declarada inconstitucional no lo es. O sea que la primera jurisprudencia debe ser ultraactiva.
Si, a la inversa, la variación temporal de la jurisprudencia se desplaza desde una primera etapa en que la ley
es declarada constitucional a otra posterior en que se la declara inconstitucional, los condenados en la primera
etapa han de merecer la revisión de su sentencia condenatoria y ser absueltos en virtud de la jurisprudencia
posterior. Ello por la debida opción en favor de la mayor benignidad de la primera interpretación judicial (por
analogía con el principio de la ley penal más benigna, dando por cierto que la ley es “la norma legal más su
interpretación judicial”). O sea, la nueva jurisprudencia ha de ser retroactiva.
Remitimos al Tomo I, cap. X, nº 42.
9. — Hemos de ampliar ahora una reflexión adicional acerca de ese efecto que en el tiempo
produce el fenómeno de la variación sucesiva del derecho judicial emergente de la Corte
Suprema, cuando ésta interpreta la misma ley de manera diferente en etapas evolutivas de su
jurisprudencia. Lo que cambia, entonces, no es la “letra” de la ley, sino el “sentido” que esa
interpretación judicial le asigna al aplicarla a casos similares. ¿El cambio surte —o ha de surtir—
efectos a partir del momento en que se opera (o sea, hacia adelante, o hacia el futuro) o los
produce —o debe producirlos— retroactivamente?
10. — Los cambios en las interpretaciones judiciales de una misma norma que se registran en la
jurisprudencia de la Corte son numerosos, así como las oscilaciones sucesivas que, respecto de ciertas leyes, han
alternado declaraciones de inconstitucionalidad y constitucionalidad.
Para detectar si cada sentencia que modifica a la jurisprudencia anterior tiene efecto a partir del cambio o, en
algunos casos, lo surte retroactivamente, es bueno tomar un ejemplo.
En 1986 la Corte sostuvo en el caso “Strada” que los juicios tramitados ante tribunales de provincia que —a
su término— se pretendían llevar por recurso extraordinario federal ante ella, debían agotar antes la instancia
provincial y lograr decisión del superior tribunal de la provincia sobre la cuestión constitucional federal.
Inmediatamente, en un fallo posterior aclaró que ese nuevo criterio judicial solamente se haría aplicable a los
recursos que se interpusieran contra sentencias provinciales que fueran notificadas a las partes después de la fecha
en que se resolvió el caso “Strada” (8 de abril de 1986).
Estamos, pues, ante un efecto hacia el futuro —y no retroactivo— de una jurisprudencia que innovó respecto
de la precedente.
11. — Para una hipótesis opuesta en materia penal, ver en el nº 8 cómo hay casos en los que personalmente
asignamos a una innovación jurisprudencial el efecto ultraactivo (de una jurisprudencia anterior para aplicarse a
procesos que se sentencian después de su cambio) y a otra innovación el efecto retroactivo (de una jurisprudencia
posterior para aplicarse en revisión de sentencias dictadas antes).
La interpretación “uniforme”
Su concepto
13. — Aclarado el carácter creador de la jurisprudencia como fuente del derecho, hay que
analizar en qué orden de prelación se ubica la jurisprudencia constitucional dentro del mundo
jurídico.
Nuestra Corte ha afirmado que la jurisprudencia tiene un valor análogo al de la ley, porque
integra con ella una realidad jurídica; no es una norma nueva sino la norma interpretada
cumpliendo su función rectora en el caso concreto que la sentencia decide.
La ley, dice García Pelayo, no es sólo lo que el congreso quiso, sino también lo que resultó de
ella después de pasar por la interpretación judicial. No es de asombrar, entonces, que Woodrow
Wilson haya sostenido en Estados Unidos que la Corte Suprema es una especie de convención
constituyente en sesión continua, porque la creación judicial en aplicación de la constitución es el
verdadero derecho constitucional positivo, incorporado a la constitución material.
14. — Cuando la Corte ha reiterado que la interpretación judicial tiene un valor análogo al de la ley porque
integra con ésta una realidad jurídica, ha aplicado este criterio también en materia penal para sostener que no son
inconstitucionales los fallos plenarios que interpretan normas del código penal, porque en tanto se limitan a
interpretarlas para determinar su aplicabilidad a un caso, no introducen elementos extraños al tipo penal descripto
por la ley, sino que determinan su alcance (ver, por ej., el fallo del 8 de setiembre de 1992 en el caso “Gómez José
Marciano”).
“Aplicación” y “creación”
15. — El derecho sociológicamente vigente es la norma “más” la interpretación judicial; todo órgano del
poder —y también, por ende, el órgano judicial— dispone de cierto margen de arbitrio en el ejercicio de sus
competencias. En un orden jurídico escalonado y graduado, toda creación jurídica que hace un órgano está, en la
forma y en el contenido, subordinada a planos jurídicos superiores; si la creación judicial es sublegal (y aun
subadministración, porque también la obligan los decretos, reglamentos, etc.), su creación jurídica opera con un
“arbi-trio limitado”: el juez no es mero aplicador de normas mediante formulación au-tomática de silogismos, pero
tampoco un creador de “derecho nuevo” porque en el uso de aquel arbitrio crea un derecho —la sentencia— en
función de planos superiores que condicionan la creación.
Aun así, tampoco nos plegamos a la Corte cuando dice que la jurisprudencia no crea una norma “nueva” (ver
nº 13), porque la sentencia —aunque condicionada por el derecho vigente— es una norma nueva creada por el
juez que la dicta. Lo que sí es cierto es lo siguiente: la norma aplicada en la sentencia “más” la sentencia
componen una misma realidad jurídica.
16. — Nos damos cuenta de que la norma general está convocada a su aplicación singular, o
sea, a individualizarse. Una forma de esta individualización es la sentencia. En la sentencia que
interpreta y aplica normas constitucionales está la constitución individualizada, y la constitución
individualizada es la sentencia. Por eso, en el plano constitucional, se ha dicho en Estados Unidos
que la constitución “es” lo que “los jueces dicen que es”.
La sentencia, entonces, es la norma “individual” del caso resuelto (creación judicial de
derecho para el caso); y el derecho judicial (que es “fuente” del mundo jurídico) es la norma
general (no escrita) que se proyecta (o generaliza) desde la sentencia “modelo” por la ejempla-
ridad que induce a imitarla en casos posteriores análogos.
17. — La sentencia como norma individual del caso es una norma expresamente formulada (escrita), en tanto
las normas del derecho judicial (proyectadas por generalización de la sentencia-modelo) no están escritas en
cuanto normas generales, sino que son captadas como tales por el observador, de modo análogo a las normas del
derecho “no escrito” (consuetudinario y espontáneo).
De ese modo, la norma general que surge como proyección de la sentencia y que es derecho judicial
generalizado, se adosa o adhiere a la norma general aplicada e interpretada en la sentencia, para convertirse en la
norma general vigente sociológicamente.
La interpretación judicial de la constitución
18. — Todo esto significa que la interpretación jurisprudencial que la Corte hace de la
constitución, integra el derecho federal con el mismo rango de la constitución. O sea que el
derecho judicial acompaña, como “fuente”, a la misma fuente (constitución formal) que interpreta
y aplica; la creación por vía de jurisprudencia se coloca al lado de la norma interpretada, porque
es la misma norma que ha pasado por la interpretación judicial. Y la interpretación
jurisprudencial de la constitución integra la propia constitución con su misma jerarquía dentro
del derecho federal, cuando aquella interpretación emana de la Corte Suprema. (Ver Tomo I,
cap. V, nº 35).
Por eso creemos que los tribunales inferiores (los federales y también los provinciales) deben
ajustar a la jurisprudencia de la Corte las decisiones que dictan sobre puntos regidos por la
constitución. Cuando esos tribunales son provinciales, tal subordinación responde al esquema de
la estructura federal de nuevo régimen, expresado en los arts. 5º y 31 de la constitución, porque el
derecho federal (en el cual ubicamos a la jurisprudencia de la Corte en materia constitucional)
prevalece sobre los ordenamientos jurídicos provinciales.
19. — Es verdad que ninguna norma escrita consagra la obligación formal de los tribunales inferiores de
acatar la jurisprudencia de la Corte, pero ésta ha reiterado que carecen de fundamento las sentencias de los
tribunales inferiores que se apartan de los “precedentes” de la Corte sin aportar nuevos argumentos que justifiquen
modificar la posición sentada por el alto tribunal en su carácter de intérprete supremo de la constitución y de las
leyes dictadas en su consecuencia.
En su voto al fallo de la Corte del 13 de agosto de 1992 en el caso “Carpineti de Goicochea Nélida s/quiebra”,
el doctor Fayt sostuvo que “la eficacia y uniformidad del control de constitucionalidad ejercida por los jueces
también requiere la existencia de un tribunal supremo encargado de revisar las decisiones dictadas al respecto. En
el régimen de la constitución, tal órgano no es otro que la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Por
consiguiente, el carácter supremo que la ley fundamental ha concedido al tribunal determina que la doctrina que
éste elabore con base en la constitución, resulte el paradigma del control de constitucionalidad en cuanto a la
modalidad y alcances de su ejercicio (conforme lo establecido in re D-309.XXI. “Di Mascio Juan R., interpone
recurso de revisión en expediente 40.779” de diciembre 1-1988)”.
20. — Este criterio no es reciente. Nos interesa destacar que re-gistra precedentes, entre los
que citamos uno de hace ya muchos años. El 6 de octubre de 1948, al fallar el caso “Santín
Jacinto” (todavía vigente la constitución de 1853 antes de su reforma de 1949), la Corte sostuvo
que “tan incuestionable como la libertad de juicio de los jueces en ejercicio de su función propia,
es que la interpretación de la constitución nacional por parte de esta Corte Suprema tiene, por
disposición de aquélla y de la correspondiente ley reglamentaria, autoridad definitiva para la
justicia de toda la república (arts. 100 de la constitución y 14 de la ley 48)”. Y por eso, seguía
diciendo el fallo, “apartarse de esa jurisprudencia, mencionándola pero sin controvertir sus
fundamentos… importa desconocimiento deliberado de dicha autoridad”. Y ello era suficiente
para apercibir a los jueces que incurrieron en esa actitud, como lo entendió y lo hizo la Corte en
aquella ocasión.
Podemos considerar al principio expuesto como norma general vigente en el derecho judicial
actual.
21. — Volvemos a advertir que actualmente, sin reforma legal alguna, el recurso
extraordinario puede y debe servir de cauce pro-cesal para llevar ante la Corte Suprema la
revisión de sentencias que, por contradicción de jurisprudencia, violan la igualdad jurídica. La
“cuestión constitucional” que daría andamiento al recurso extraordinario sería la invocación de
esa igualdad jurídica, lesionada en cualquier sentencia que, comparada con otra u otras dictadas
por el mismo tribunal o por otros, acusara interpretación divergente simultánea de una misma
norma (de cualquier naturaleza) de casos semejantes. (Ver Tomo I, cap. X, nº 41).
22. — Vale recordar que la constitución de 1949 —abrogada en 1956— estableció en su art. 95 que “la
interpretación que la Corte Suprema de Justicia haga de los artículos de la constitución por recurso extraordinario,
y de los códigos y leyes por recurso de casación, será aplicada obligatoriamente por los jueces y tribunales
nacionales y provinciales. Una ley reglamentará el procedimiento para los recursos extraordinarios y de casación,
y para obtener la revisión de la jurisprudencia”. (Dicha ley nunca fue dictada entre 1949 y 1956.)
23. — Un fallo aislado de nuestra Corte, que data del 30 de noviembre de 1953 (durante la
vigencia de la constitución de 1949) en el caso “Goeschy Alejandro c/Astengo Enrique S.A.”,
consideró procedente el recurso extraordinario para tutelar la garantía constitucional de la
igualdad comprometida por la jurisprudencia contradictoria.
Este criterio, al cual adherimos, no ha contado después con aco-gida favorable, y ha quedado
descartado por la misma Corte poste-riormente. Como indicio de ello, la sentencia dictada el 7 de
diciembre de 1955 en el caso “Rovegno Pedro Jorge c/Ducilo S.A.”, sostuvo que la igualdad
asegurada por la constitución es la igualdad “ante la ley”, y que la desigualdad derivada de la
existencia de fallos contradictorios no viola la garantía de la igualdad, que no obsta a la
desigualdad de hecho cuando ésta es producto de la interpretación de la ley en una similar
situación jurídica, porque la potestad de juzgar incumbe a los diversos tribunales al aplicar la ley
conforme a su propio criterio.
Como consecuencia de ello, el recurso extraordinario no es actualmente hábil, según la
Corte, para lograr la unificación de jurisprudencia divergente.
24. — Cuando reivindicamos que en determinados casos una sentencia debe ser de aplicación obligatoria con
carácter general (ver para las modalidades posibles los nos. 2 a 5) surge en seguida un argumento que no nos
convence. Se suele decir que aquel efecto general viola la división de poderes, porque solamente las leyes tienen
carácter de normas “generales y obligatorias”; una sentencia, por ende, no podría imitar la naturaleza material de
la ley.
Como ya en el cap. XXXV expusimos nuestro criterio sobre la naturaleza o sustancia de la función legislativa
(nos. 3/4), ahora nos limitaremos a afirmar que:
a) si acaso una sentencia reviste carácter de norma general y obligatoria, tal generalidad obligatoria es
solamente un efecto o consecuencia de la sentencia, que no hace a su esencia y que no altera ni desvirtúa la
naturaleza que toda sentencia tiene como norma individual; a) por ende, tal sentencia no implica ejercicio de la
función legislativa, ni vulnera la división de poderes; no hay, pues, inconstitucionalidad;
b) de ahí que los fallos llamados “plenarios” no sean inconstitucionales.
CAPÍTULO XLVII
I. LA JURISDICCION CONSTITUCIONAL
Su concepto
En forma cuasi paralela, la primera postura admite que el llamado “proceso constitucional” es el que tiende,
materialmente, a resolver cuestiones constitucionales (inconstitucionalidad, amparo, habeas corpus, etc.), sin que
importe qué órganos son los competentes; en tanto la segunda posición define al “proceso constitucional” como
aquél que está exclusivamente a cargo de órganos especiales dotados de competencia en materia constitucional.
4. — A nuestro juicio, cada vez que en un proceso judicial se inserta y hay que decidir una cuestión
constitucional, hay en juego, en ese aspecto y en su recíproca medida, jurisdicción constitucional, proceso
constitucional, y derecho procesal constitucional. Por ende, cualquier clase de proceso (civil, comercial, laboral,
penal, etc.) puede albergar en su seno un perfil de proceso constitucional, como también acaso, desde cualquier
proceso, puede abrirse a su término una vía recursiva que merece a la vez el nombre de proceso constitucional —
como lo es, por ejemplo, en nuestro régimen, el recurso extraordinario en el orden federal, y los que le resultan
equivalentes en las administraciones judiciarias provinciales—.
Creemos aproximarnos, de este modo, a María Mercedes Serra cuando al definir al derecho procesal
constitucional apunta a la instrumentación jurisdiccional de la supremacía constitucional.
De tal encuadre surge que el proceso constitucional es el que tiene por objeto la “materia” constitucional, de
forma que cuando tal materia hace parte de un proceso, total o parcialmente, el proceso es constitucional.
5. — A las sentencias que ponen término a un proceso total o parcialmente constitucional se las llama
sentencias constitucionales. Sin duda, el adjetivo que se usa para calificar al proceso y a la sentencia obedece —
otra vez— a la materialidad de la cuestión que hace de objeto a uno y a otra.
No cabe duda de que la expresión más alta y acabada de las sentencias cons-titucionales viene dada por las
que provienen del tribunal superior en cada administración judiciaria y del Tribunal o Corte que monopoliza el
control de constitucionalidad cuando el sistema es concentrado.
En nuestro sistema, pues, la referencia queda hecha a la Corte Suprema y, en las jurisdicciones provinciales, a
los superiores tribunales locales.
A estos dos aspectos parece aludir la Corte cuando en su jurisprudencia dice que “el control de
constitucionalidad de las leyes que compete a los jueces, y especialmente a la Corte Suprema, en los casos
concretos sometidos a su cono-cimiento en causa judicial, no se limita a la función en cierta manera negativa, de
descalificar una norma por lesionar principios de la ley fundamental, sino que se extiende positivamente a la tarea
de interpretar las leyes con fecundo y auténtico sentido constitucional, en tanto la letra o el espíritu de aquéllas lo
permita”.
8. — Bianchi considera, con razón, que la jurisdicción constitucional en nuestro orden federal derivó de un
poder implícito del poder judicial, ya que la constitución histórica no asignó expresamente —ni siquiera en sus
arts. 116 y 117— dicha jurisdicción a los tribunales federales. Después de la reforma de 1994, el art. 43 ha
incorporado una alusión al control judicial de constitucionalidad (ver Tomo II, cap. XXVI, nº 16).
9. — Cuando se lee detenidamente el art. 31, se infiere de su letra que el espíritu y la “ratio” de la supremacía
federal que reafirma, provienen de la norma análoga de la constitución federal de los Estados Unidos de 1787.
El objetivo básico originario radicaba en impedir la disgregación y la desintegración de la unidad federativa
mediante el reaseguro de la supremacía federal respecto del derecho provincial. Por ende, lo que importaba era
que el derecho provincial no transgrediera el bloque federal de “constitución-leyes del congreso-tratados”.
De ahí que si en jurisdicción provincial se resolvía judicialmente un conflicto entre aquel bloque federal y el
derecho local a favor del primero, declarándose la inconstitucionalidad de las normas provinciales opuestas, no
estuviera en juego la necesidad de hacer llegar la cuestión a la jurisdicción federal. Esta debía reservarse para la
hipótesis inversa.
Quizá por eso, y como un resabio, la ley 48 puso como requisito para el recurso extraordinario ante la Corte
que la resolución provincial apelada fuera “contraria” al derecho federal.
Por supuesto que, posteriormente, y con mayor razón ahora, aquel panorama primitivo haya debido y deba ser
ampliado en mucho para abastecer íntegramente al sistema garantista de defensa de la constitución en todo su
vasto espectro.
Lineamiento de los fines y del contenido de la jurisdicción constitucional
10. — La jurisdicción constitucional en Argentina dentro del ámbito federal admite diseñar
sus finalidades y su contenido de la siguiente manera:
a) En la medida en que todos los tribunales de justicia, tanto federales como provinciales,
tienen a su cargo el control constitucional federal de modo obligatorio, deben asegurar:
a’) la supremacía del bloque constitucional del art. 31 compuesto por “constitución federal-
leyes del congreso-tratados internacionales” por sobre el derecho provincial;
a’’) la estructura jerárquicamente escalonada del orden constitucional (constitución y
tratados con jerarquía constitucional, tratados solamente supralegales, leyes, reglamentos
administrativos y actos administrativos de contenido individual, sentencias);
a’’’) la tutela de los derechos personales contenidos en todo el plexo constitucional;
a’’’’) el seguimiento de la interpretación constitucional emanada del derecho judicial de la
Corte Suprema de Justicia.
b) En la medida en que la Corte Suprema de Justicia, tanto en su jurisdicción originaria y
exclusiva, cuanto en su jurisdicción apelada (ordinaria y extraordinaria), es el guardián y el
intérprete final de la constitución federal, el control constitucional federal a su cargo en las
respectivas instancias debe asegurar:
b’) en cualesquiera de ellas, la supremacía constitucional federal por sobre el derecho
provincial; la estructura jerárquicamente escalonada del orden constitucional; la tutela de los
derechos personales contenidos en el plexo constitucional;
b’’) en instancia apelada extraordinaria, a través del recurso extraordinario, todo lo señalado
en el anterior inc. b’) más el ejercicio de la casación constitucional y federal.
b’’’) en instancia originaria y en ejercicio de su jurisdicción diri-mente del art. 127, la
solución de los conflictos y quejas entre provin-cias, para preservar la paz interior y la “unión
nacional” aludidas en el preámbulo.
c) En la medida en que se moviliza el control diseñado en los precedentes incisos a) y b), es
posible que, según el caso de que se trate, se dirija a resolver:
c’) cuestiones vinculadas al reparto constitucional de competencias que surge de la división
de órganos y funciones del gobierno fede-ral;
c’’) cuestiones vinculadas al reparto constitucional de competencias entre el estado federal y
las provincias;
c’’’) conflictos de competencia entre órganos del poder judicial que no tienen un superior
común;
c’’’’) controversias judiciales en las que la presunta lesión de derechos personales se imputa a
actividad de los particulares.
11. — La cuestión constitucional es siempre una cuestión de derecho, porque en ella está en juego la
interpretación o la supremacía de normas federales, y no deja de ser así cuando y porque en la misma cuestión
constitucional se alojen eventualmente cuestiones “de hecho” o “de prueba”, ya que en este caso el aná-lisis de los
hechos y la prueba se hace a la luz de su vertiente de constitucionalidad o inconstitucionalidad, que es
eminentemente una cuestión de derecho. Saber, por ejemplo, si un allanamiento es o no violatorio de la
constitución no difiere, en cuanto cuestión constitucional de derecho, de saber si una ley del congreso o de una
provincia colisiona o no con la constitución.
Ver Tomo I, cap. V, nº 60.
12. — Remitimos al Tomo I, cap. V, nos. 61/62. Para la legitimación, ídem, nos. 58/59.
14. — Cuando en procesos ante tribunales provinciales está en juego la supremacía de la constitución federal,
ningún sistema provincial puede impedir o cohibir que a través de la vía incidental o indirecta se plantee ante sus
tribu-nales locales una cuestión constitucional federal. Como dice Emilio A. Ibarlucía, el sistema jurisdiccional
difuso, que es propio del orden federal, no significa que solamente se aplica en causas que tramitan ante el poder
judicial federal, sino también en orden a la supremacía constitucional federal en cualquier causa pendiente ante
tribunales provinciales.
Por ende, cuando una provincia adopta en su jurisdicción un sistema de control directo por vía de acción, o
acaso un sistema de jurisdicción concentrada, no puede inhibir el planteo de cuestiones constitucionales federales
por vía indirecta y por sistema difuso ante sus tribunales locales.
15. — Es elocuente citar la nueva constitución de San Juan, que en su art. 208, inc. c) apartado 6º dispone
que todo tribunal provincial tiene competencia y obligación en cualquier tipo de causa para resolver las cuestiones
constitucionales de naturaleza federal incluidas en las mismas.
16. — Hay un punto conexo con lo antes explicado, que también merece atención.
Si está suficientemente claro que los tribunales provinciales no pueden omitir la decisión de cuestiones
federales en los procesos en los que quedan inte-gradas, hay que ver ahora si pueden —o no— omitir la decisión
de cuestiones constitucionales estrictamente provinciales.
Existe la tentación de afirmar que, al no estar comprometida en ellas una cuestión federal, aquella obligación
decisoria no existe o, más bien, queda reservada únicamente a lo que dispone el derecho provincial.
Tal respuesta generalizada no es correcta. Lo decimos con el respaldo de la jurisprudencia de la Corte
Suprema. Por ello, cuando los tribunales provinciales declinan decidir cuestiones constitucionales alojadas en un
proceso —tanto sean puramente locales cuanto federales o, acaso, con mixtura de ambas— cabe sostener que el
problema se vuelve constitucional federal en la medida en que la denegatoria de juzgamiento configure privación
de justicia o, lo equivalente a ella: violación del derecho de acceder a un tribunal judicial (derecho a la jurisdicción
que, aun cuando se pretenda ejercer en cuestiones exclusivamente provinciales, emana de la constitución federal).
18. — A partir de 1986 en el caso “Strada” el derecho judicial de la Corte ha establecido que
para acceder desde las jurisdicciones pro-vinciales a la jurisdicción federal en instancia
extraordinaria ante la Corte Suprema en las causas que contienen una cuestión constitucional
federal, es inexorable que, previamente, se agoten las instancias provinciales ante el superior
tribunal de justicia local, con independencia de que la organización y legislación provinciales
tengan o no previsto en la causa respectiva un medio procesal para provocar la intervención y la
competencia de dicho superior tribunal.
19. — Sabido que el sistema de derechos y garantías reviste centralidad y mayor valor en el contexto
normativo de la constitución, parece que el control y la defensa de los derechos y garantías hace de núcleo
fundamental en el control constitucional.
Las causas judiciales en las que se hallan comprometidos derechos y garan-tías no pueden excluirse
compulsivamente de la decisión del poder judicial, y exigen que al justiciable agraviado se le reconozca la
legitimación procesal para alegar el derecho o la garantía que supone violados.
B) La razonabilidad
20. — Sobre el principio de razonabilidad, remitimos al Tomo I, cap. IX, nos. 73 a 78.
21. — Una norma cualquiera puede ser inconstitucional “en sí misma”, pero a veces normas que no son
inconstitucionales “en sí mismas” pueden aparejar una interpretación y/o una aplicación inconstitucionales en un
caso determinado, según cómo las interpreta y/o aplica un tribunal en las “circunstancias particulares” del proceso
que resuelve.
En tal hipótesis, ha de ser procedente el control constitucional de ese resultado inconstitucional que provoca
la interpretación y/o aplicación judicial de la norma que no es inconstitucional “en sí misma”. (Ver nº 24).
22. — El derecho judicial de la Corte dice que la declaración de inconsti-tucionalidad es una “última ratio”
del orden jurídico, o sea, un recurso o remedio extremo, que debe usarse con suma cautela. Esta pauta rectora debe
conciliarse con otra, vinculada al juicio de previsibilidad sobre los efectos de la sentencia. Para ello recordemos
que en el campo de la interpretación que hacen los jueces hay una regla enunciada por la Corte según la cual debe
tomarse en cuenta (prever) el resultado axiológico (que es el del valor), de manera que el juez necesita imaginar
las consecuencias naturales que derivarán de su sentencia. La consideración de dichas consecuencias es un índice
que le permite verificar si la interpretación que lleva a cabo para dictar la sentencia es o no es razonable, y si la
misma interpretación guarda congruencia con el orden normativo al que pertenece la disposición que trata de
aplicar en la misma sentencia.
Si la interpretación constitucional le abre opciones y alternativas, debe preferir y elegir la que previsoramente
resulte más aconsejable (y menos perju-dicial) en cuanto a los efectos de la sentencia; pero si topa con un conflicto
ine-ludible de constitucionalidad, y como última “ratio” cree necesario declarar la inconstitucionalidad, debe
hacerlo aunque prevea un resultado o efecto susceptible de originar perjuicios.
23. — La regla sobre la previsibilidad del resultado es, sin duda, bastante ambigua, porque en esa proyección
de los efectos que surtirá la sentencia el juez no puede decidir —por ejemplo— sobre derechos de terceros que no
son parte en el juicio. No obstante, sí debe prever las consecuencias que su fallo será capaz de provocar sobre
aquéllos, así como las derivaciones institucionales de carácter general que podrán seguirse para el sistema político.
Por ejemplo, cuando está en juego la libertad de expresión ha de prever la relevancia institucional de dicha libertad
en orden a personas afectadas por su ejercicio, tanto como a la necesaria expansión que para el régimen
democrático requiere aquella libertad cuando se trata de funcionarios públicos a los que se critica o apoya.
24. — No compartimos la pauta judicial de la Corte según la cual el control constitucional debe recaer
solamente sobre la norma “en sí misma”, y no extenderse a los resultados que derivan de la aplicación de esa
norma.
En verdad, si para cada justiciable la norma que se le aplica produce para él un efecto o un resultado —
favorable o desfavorable— según como es la senten-cia que la interpreta y/o aplica, nos parece imposible que la
individualización que alcanza la norma en la sentencia haga eludir el “efecto” proyectado sobre el justiciable;
estamos seguros de que ese “efecto” debe caer bajo control judicial de constitucionalidad y de razonabilidad.
Nos valemos de parámetros elaborados por el propio derecho judicial de la Corte para afirmar que no es
exacta ni ortodoxa esta otra regla incompatible que ella invoca al sostener que el control tiene por objeto exclusivo
el enunciado normativo, pero no los resultados que surgen de su aplicación. (Ver nº 27, y lo que dijimos en el nº
21).
25. — Las normas legales que en alguna clase de procesos judiciales inhiben el control de
constitucionalidad, son inconstitucionales porque, provocada la jurisdicción y competencia de un
tribunal en causa judicial, es inherente e inescindible a su ejercicio la función de control
constitucional sobre las normas y los actos relacionados con esa causa y/o con las pretensiones de
las partes. Ello porque todo tribunal judicial, en cualquier tipo de proceso, puede y debe resolver
una cuestión constitucional vinculada con la causa. (Ver Tomo I, cap. V, nº 64 k).
26. — Es sabido que el control de constitucionalidad en nuestro régimen requiere como base un proceso o
una causa judiciales en los que, al tenerse que dictar sentencia, se hace necesario efectuar aquel control y,
eventualmente, declarar la inconstitucionalidad de una norma o de un acto relacionados con la materia de la causa.
De acá en adelante surgen los interrogantes y las discrepancias: ¿es menester que en esa causa
exista “petición” de parte impetrando el control mediante tacha de inconstitucionalidad?; o, al
contrario, ¿aunque falte esta petición, el juez puede declarar la inconsti-tucionalidad?; o, todavía
más, ¿aun sin petición debe declararla?
En general, la jurisprudencia de la Corte Suprema exige que medie solicitud de
inconstitucionalidad, lo cual significa que: a) la cuestión de inconstitucionalidad debe articularse
en el petitorio, o en la primera oportunidad posible y previsible en que aparezca la cuestión
constitucional comprometida en la causa; b) la cuestión de constitucionalidad debe formar parte
expresamente de la materia sometida a la jurisdicción del juez de la causa.
Se interpreta que si la parte no alega la inconstitucionalidad, ésta no integra la causa judiciable y, por ende, el
juez no la puede incluir en la sentencia sin incurrir en decisión “extrapetita”.
La primera conclusión (heterodoxa, por cierto) que a nuestro criterio deriva de este principio
jurisprudencial es que el control de constitucionalidad por los jueces pende de la voluntad de las
partes en el proceso, o dicho en otros términos, que el juez no lo ejerce “de oficio”; la segunda
conclusión: que no pedir la declaración de inconsti-tucionalidad implica una renuncia de parte; la
tercera conclusión: que si el juez no puede conocer “de oficio” la inconstitucionalidad en una
causa, y si las partes pueden renunciar a pedir la declaración judicial, la supremacía de la
constitución no es de orden público. Todo esto es equivocado.
El juez y las partes en el caso judiciable: el “iura novit curia”
27. — Las partes en el proceso suelen alegar e invocar el derecho que creen asistirles, y lo encuadran en el
orden jurídico vigente; pero puede ocurrir que “equivoquen” esa fundamentación. Aunque no es frecuente, puede
ser también que “omitan” toda fundamentación.
La función del juez ante el derecho aplicable que usa de fundamentación en su sentencia se
enuncia con el adagio latino del “iura novit curia” (o “iura curia novit”), que significa: “el juez
suple el derecho que las partes no le invocan o que le invocan mal”.
El juez depende de las partes en lo que “tiene” que fallar, pero no en “cómo” debe fallar.
Para esto último, el juez tiene que tomar en cuenta la estructura piramidal, jerárquica y
escalonada del orden jurídico, que presupone dos cosas: a) que la producción de normas inferiores
debe hacerse de acuerdo con el procedimiento establecido por las superiores; b) que el contenido
de la producción jurídica inferior debe ser compatible con el contenido de la superior.
Al manejarse con este esquema, el juez debe seleccionar el derecho aplicable, prefiriendo la
norma superior frente a la inferior que la ha transgredido.
Negar aplicación a una norma inconstitucional sin petición de parte es sólo y exclusivamente
cumplir con la obligación judicial de decidir un “conflicto de derecho” entre normas antagónicas
y rehusar la utilización de la que ha quebrado la congruencia del orden jurídico.
29. — Nuestra jurisprudencia, excepcionando la regla de que la inconsti-tucionalidad no puede ser declarada
por los jueces si no media petición de parte, ha admitido sin ella el control de oficio cuando se ha tratado de la
distribución de competencias dentro del poder político, salvaguardando así la jurisdicción, el orden público, las
facultades privativas del tribunal de la causa, etc. La propia Corte lo ha hecho cuando debió mantener los límites
de su jurisdicción originaria.
Asimismo, la propia Corte ha ejercido control de oficio (inclusive fuera de causa judiciable) cuando para
negarse a tomar juramento a un juez verificó si tanto su designación como la creación del tribunal al que se lo
destinaba eran o no constitucionales. Igualmente, cuando en acordada del 7 de marzo de 1968 —y antes de sortear
a uno de sus miembros para integrar tribunales de enjuiciamiento creados por ley 17.642— declaró que el sistema
era inconstitucional por contradecir al régimen federal. Más recientemente, puede colacionarse la acordada del 9
de febrero de 1984 acerca del Tribunal de Ética Forense.
30. — En el viejo caso “Los Lagos c/Gobierno Nacional” (del año 1941), la Corte alegó que
el control constitucional sin pedido de parte vendría a significar que los jueces pueden controlar
por propia iniciativa (de oficio) los actos legislativos o los decretos de la administración, lo que a
su criterio rompe el equilibrio de poderes por la absorción del poder judicial en desmedro de los
otros dos.
El argumento es descartable, pues no se entiende por qué el con-trol a pedido de parte no
rompe aquel equilibrio, y el que se verifica de oficio sí lo rompe. O se rompe siempre por el
control en sí mismo (en ambos casos), o no se rompe nunca.
En su integración posterior a 1983, la Corte registra una importante disidencia de los jueces Carlos S. Fayt y
Augusto J.C. Belluscio, de fecha 24 de abril de 1984, en la causa “Inhibitoria planteada por el juzgado de
instrucción militar Nº 50 de Rosario”. En dicha disidencia, la citada minoría sostuvo que el deber de aplicar el
derecho vigente por parte de los jueces no puede supeditarse al requerimiento de parte, lo que justifica el control
constitucional de oficio. El control constitucional sin pedido de parte —reza la mentada disidencia— no
desequilibra a los otros poderes en favor del judicial, ya que si ese avance se produjera, también se configuraría
cuando el control se lleva a cabo a solicitud de parte. Por último, el control de oficio no transgrede el derecho de
defensa, pues si así fuera se descalificaría asimismo toda aplicación de oficio de cualquier norma no invocada por
las partes.
31. — La doctrina de los autores y de la jurisprudencia que enuncia la pre-sunción de legitimidad de los actos
estatales —y por ende, su constitucionalidad— nada tiene que ver a nuestro juicio con el control de oficio. Que los
actos ema-nados de los órganos de poder se presuman legítimos, válidos y constitucionales, es una cosa; si tales
actos se pueden controlar judicialmente cuando media pedido de parte en causa judicial, y si en ese supuesto la
declaración de inconsti-tucionalidad hace ceder la presunción de legitimidad, es evidente que esta misma
presunción (solamente provisoria, relativa, o “juris tantum”) puede igualmente ceder ante similar declaración de
inconstitucionalidad emitida sin pedido de parte. Si la presunción es capaz de caer en un caso, no vemos la razón
de que no pueda caer en el otro. O en ambos, o en ninguno.
32. — El principio de congruencia, según el cual el juez debe fallar sobre el objeto o materia del proceso (o
de la litis) y no puede reducirlo ni excederlo, no impide que en la selección del derecho que resulta aplicable a las
mismas pretensiones el juzgador se mueva con independencia de las partes, por lo que el control de oficio no
transgrede al principio de congruencia.
Al no quedar éste herido, no concurre la hipótesis de arbitrariedad de sentencia que se tipifica cuando el juez
resuelve “extrapetita” cuestiones no propuestas por las partes, ya que el derecho que debe ser aplicado al caso no
necesita ser objeto de propuesta por parte del justiciable ni, por ende, la cuestión de constitucionalidad requiere ser
introducida por él en el proceso.
33. — El argumento de que el control constitucional sin pedido de parte significa que el juez
por sí solo introduce y decide en el proceso una cuestión (constitucional) que es ajena al proceso y
que las partes no han previsto ni alegado, se usa para sostener que de ese modo se las coloca en
indefensión. Primero, frente al derecho aplicable no cabe argüir el derecho de defensa; segundo,
si las partes no “prevén” dentro del derecho aplicable la cuestión constitucional, la imprevisión o
la negligencia son imputables a ellas; tercero, siempre es posible que cuando el juez advierte en el
proceso una cuestión constitucional que no ha sido expresamente introducida por petitorio de las
partes, corra vista o traslado a éstas para que la tomen en cuenta con miras a la futura inclusión
“de oficio” de dicha cuestión constitucional en la sentencia que abarcará el control sin pedido de
parte.
Así se remediaría, sin duda, el escrúpulo de quienes esgrimen el argumento de la indefensión.
34. — Presupuesta la vigencia de la norma judicial que, por fuente de jurisprudencia de la Corte Suprema,
impide a los jueces el control constitucional sin petitorio de parte, se nos abre el problema de extender o no dicha
prohibición a los tribunales provinciales.
No hay una única respuesta porque la diversidad de hipótesis obliga a dar más de una. Para cualesquiera de
las posibles, parece necesario acumular una serie de pautas; así:
a) la jurisprudencia de la Corte que repele el control de oficio implica —únicamente— una
interpretación que se circunscribe a la constitución federal;
b) con ese alcance, tal interpretación debe ser acatada por todos los tribunales federales y provinciales;
c) por lo dicho en el inc. a) no parece que la prohibición del control de oficio configure un principio esencial
de la división de poderes que las provincias deban trasladar sin más a la organización de sus gobiernos locales;
d) la regla según la cual es arbitraria toda sentencia que deja de aplicar el derecho vigente no invalida a la
que, emanada de tribunales provinciales, pres-cinde de esa aplicación cuando sin pedido de parte declara
inconstitucional una norma local.
35. — Este manojo de lineamientos nos lleva a componer nuestra argumentación de la manera
siguiente:
La Corte ha interpretado que el control de oficio quiebra el equi-librio tripartito de los tres
poderes, por la supuesta absorción del poder judicial en detrimento de los demás. Entendemos que
ha que-rido referirse al organigrama del gobierno federal y que, por ende, las provincias pueden
—sin romper el esquema divisorio— asignarle una fisonomía distinta en el marco del gobierno
local.
De aquí derivamos una consecuencia:
a) cuando el derecho provincial habilita expresamente a los tribunales provinciales a efectuar
el control de oficio, se exterioriza la decisión de que en dicha provincia se adopta un perfil
divisorio parcialmente diferente del federal;
b) cuando no hay norma provincial habilitante, el silencio permite presumir que la provincia
adhiere al mismo perfil divisorio del orden federal, por lo que:
c) cuando la provincia habilita el control de oficio, la jurisprudencia prohibitiva de la Corte no
se proyecta en su aplicación al ámbito provincial;
d) cuando no lo habilita, la prohibición de la Corte obliga a los tribunales locales.
De todos modos, siempre hay un límite a observar: el control de oficio habili-tado por el derecho provincial
sólo puede recaer sobre normas y actos provinciales, y nunca sobre normas y actos emanados del gobierno
federal, porque para éstos rige el óbice derivado de la jurisprudencia de la Corte.
36. — En el derecho público provincial no es demasiado novedoso que se admita el control constitucional sin
pedido de parte, que constituciones del novísimo ciclo abierto en 1985 consignan de modo explícito —por
ejemplo, La Rioja, San Juan, Río Negro, San Luis, Tierra del Fuego—.
37. — Debe tenerse en cuenta que con fecha 13 de setiembre de 1988, en el “Recurso de
hecho deducido por Félix Antonio Riverto y Hugo Horacio Maldonado en la causa Fernández
Valdez, Manuel Guillermo s/contencioso administrativo de plena jurisdicción c/ decreto nº 1376
del P. E. Provincial”, la Corte Suprema resolvió que no mediaba arbitrariedad susceptible de
recurso extraordinario ante ella contra el fallo del Tribunal Superior de Justicia de La Rioja que,
con base expresa en la constitución provincial, declaró la inconsti-tucionalidad de una norma
provincial sin petición de parte, y tuvo en cuenta que conforme a dicha constitución los jueces
provinciales tienen la obligación de pronunciarse a requerimiento de parte o de oficio sobre
cuestiones constitucionales locales.
38. — Nuestra tesis de que en toda causa judicial el juez debe resolver de oficio la eventual cuestión
constitucional implicada en ella, vuelve interesante analizar el principio del control de oficio (sin pedido de parte)
en relación con las vías y las instancias procesales. Algunas situaciones especiales pueden ser las siguientes, de
acuerdo a nuestra opinión personal.
a) Si acaso existe vía directa de control constitucional, se interpone una acción o demanda de
inconstitucionalidad, en la que el petitorio de la parte legitimada para accionar plantea expresamente la cuestión
constitucional. No aparece entonces, en el caso, el problema del control sin solicitud de parte.
No obstante, es factible que, además de la cuestión constitucional que com-pone el proceso promovido
mediante acción de inconstitucionalidad, haya otra cuestión constitucional anexa o conexa a la expresamente
articulada, que el tribunal habrá de resolver de oficio.
b) Si la vía es indirecta o incidental —como en el orden federal del derecho constitucional argentino—, toda
cuestión constitucional involucrada en la causa debe ser resuelta por el juez, concurra o no el petitorio de parte.
c) Ante los tribunales de alzada, que limitan su competencia a la materia recurrida ante ellos, decimos que si
tal materia incluye una cuestión constitucional, ésta tiene que ser resuelta, tanto si el recurso deducido contiene el
planteo de constitucionalidad como si lo omite. Este criterio presupone recursos comunes u ordinarios, o sea, que
no son específicamente recursos de inconstitu-cionalidad.
d) Cuando se trata de un recurso específico de inconstitucionalidad, ocurre algo similar a la vía directa: el
recurso que abre la jurisdicción del tribunal de alzada contiene expresamente el pedido de control constitucional,
no obstante lo cual, si dentro de la materia así recurrida aparece otra cuestión constitucional conexa, el tribunal
debe resolverla pese a la ausencia de petitorio expreso sobre ese punto.
e) Cuando el nuevo art. 43 regula el amparo y en su primer párrafo dice que “en el caso, el
juez podrá declarar la inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u omisión lesiva”,
no condiciona esa competencia al requisito de petitorio de parte, lo que deja pen-diente de
dilucidación si está habilitando el control de oficio; el esfuerzo por responder afirmativamente
abriría, a su vez, la duda acerca de si esa modalidad de control se limitaría a los supuestos del art.
43, o se extendería a toda clase de proceso judicial; si fuera lo último, se llegaría a dar por
eliminada en virtud de la propia consti-tución la exigencia de que el control requiere pedido de
parte inte-resada y, por ende, como derogada la pauta judicial de la Corte que así lo tiene
establecido.
39. — Vamos a referirnos brevemente a algunas posibles interpretaciones que permiten ampliar y elastizar las
vías y el margen del control constitucional en nuestro régimen, sin necesidad de reforma alguna de la constitución
formal y dentro de la ortodoxia de su marco tradicional, con sólo abandonar algunas pautas doctrinarias, legales, o
jurisprudenciales que consideramos a veces estrechas, y otras veces equivocadas.
“Causa” judicial y “caso contencioso”
40. — Causa judicial o proceso, en el sentido y en la terminología del art. 116 de la constitución, no es ni
puede ser única y exclusivamente el juicio contradictorio que la ley 27 llama “caso contencioso”. Hay causa
judicial también cuando no existe disputa ni pretensiones contradictorias entre partes que controvierten entre sí.
Seguros como estamos de esta afirmación, reivindicamos que en toda causa judicial —aunque no sea
contenciosa— hay marco para el ejercicio del control de constitucionalidad (por ej., en un proceso de los que
polémicamente se llaman de jurisdicción “voluntaria”, en el que el derecho aplicable a la pretensión de la parte
interviniente se repute contrario a la constitución). (Ver cap. XLVII, nos. 12 a 14).
41. — Es un dato ya objetivo e indiscutible que en nuestro siste-ma de control difuso existe la
vía indirecta o incidental para promover el control judicial de constitucionalidad. Hasta el año
1985, se decía que era la única vía acogida en el orden federal, pero a partir de esa fecha hubo de
revisarse esa aseveración, porque la propia jurisprudencia de la Corte induce a ello, una vez que se
recorre un itinerario de sentencias de las que, tanto en la terminología empleada como en el
contenido de la decisión misma, surgen innovaciones.
En el año citado, colacionamos dos casos: “Provincia de Santiago del Estero c/Gobierno Nacional”, y
“Constantino Lorenzo c/Nación Argentina”. En 1987, el caso “Gomer S.A. c/Provincia de Córdoba”, y entre
medio el caso “Fábrica Argen-tina de Calderas S.R.L. c/Provincia de Santa Fe”, de 1986, en el que la Corte
declaró inconstitucional una ley provincial.
42. — De acuerdo a nuestra personal interpretación del derecho judicial actual, decimos que:
a) ahora se tiene por cierto que hay acciones de inconstitucionalidad; pero b) no hay acciones
declarativas de inconstitucionalidad “pura”.
Si a la altura de la jurisprudencia vigente aspiramos a actualizar tanto lo que de ella tenemos
como derecho judicial, cuanto nuestro propio punto de vista, intentamos una categorización
aproximada, del siguiente modo:
a) acciones de inconstitucionalidad que se dirigen contra actos individuales que se atacan por
violatorios de la constitución, como en el caso del habeas corpus y del amparo; también, en
algunos supuestos del habeas data (para esto último, ver Tomo II, cap. XXVII).
b) acciones de inconstitucionalidad articuladas a través de la acción declarativa de certeza del
art. 322 del código procesal;
c) acciones que, ubicadas en alguna de las categorías de los prece-dentes incisos a) y b), se
utilizan para impugnar normas generales (en tal sentido, no debe olvidarse que desde el caso
“Peralta”, de 1990, la Corte admite —por ejemplo— que la acción de amparo es hábil a ese fin);
d) el juicio sumario de inconstitucionalidad;
e) el incidente de inconstitucionalidad como anexo a una denuncia penal para impugnar
normas inconstitucionales conexas.
Podría haber, pero no hay, acciones declarativas de inconstitucio-nalidad pura. Tampoco
hay acción popular de inconstitucionalidad, pero podría haberla.
Ver Tomo I, cap. V, nos. 48 a 50.
43. — No es demasiado fácil trazar el perfil de lo que, al menos en el marco de nuestro sistema, cabe
denominar y tipificar como acción declarativa de inconstitucionalidad pura.
La conceptuamos así: es una: a) acción de inconstitucionalidad (o vía directa) con la que de modo directo b)
se impugna una norma “general” tildada de inconstitucional, y en la que c) tiene legitimación para interponerla
todo sujeto que sufre agravio a un derecho o un interés suyos, aunque d) no haya recaído sobre él un acto concreto
de aplicación de aquella norma, y e) sin necesidad de acreditar ningún otro requisito, para f) lograr una sentencia
declarativa sobre su pretensión.
Si acaso en algunas de las acciones de inconstitucionalidad que hasta ahora la Corte califica como tales se
diera coincidencia con el esbozo que a nuestro jui-cio caracteriza a la acción declarativa de inconstitucionalidad
pura, diríamos que esta última habría funcionado (en el caso concreto) subsumida en alguna de aquellas otras
citadas al comienzo.
44. — La acción declarativa de inconstitucionalidad pura que acabamos de describir se diferencia de la acción
popular porque entre sus requisitos se halla la titularidad de un derecho o un interés propios de quien la deduce,
cuando entiende soportar lesión en ellos a causa de la norma general cuya inconstitu-cionalidad ataca. En cambio,
en la acción popular de inconstitucionalidad la legitimación para interponerla no necesita dicho recaudo, porque
cualquier persona de “el pueblo” queda legitimada, sin necesidad de sufrir daño en un derecho suyo.
De todos modos, teóricamente, la acción popular de inconstitucionalidad bien cabe como una versión o
modalidad ampliatoria de la acción declarativa de inconstitucionalidad pura.
45. — Cuando la legitimación se reconoce a todos y a cualquiera no por ser “uno” del conjunto social sino
por investir titularidad de un interés propio en la porción subjetiva de un interés colectivo compartido con otros,
no estamos ante una acción popular, sino simplemente ante una legitimación que pertenece a todos, en cuanto el
interés para cuya tutela esa legitimación se confiere, también es titularizado y compartido por todos.
Tal es el caso de los derechos de incidencia colectiva que en el art. 43 párrafo segundo habilitan la
legítimación del afectado para promover la acción de amparo (ver Tomo II, cap. XXVI, nº 25).
46. — La acción declarativa de inconstitucionalidad pura que merece nuestro impulso, bien
podría encontrar fuente: a) en una ley que expresamente la previera, o, b) en una creación
jurisprudencial de la Corte Suprema, al modo como lo ejemplifica la acción de amparo en 1957-
58.
49. — En el nº 41 adelantamos citas de algunas sentencias de la Corte que encauzaron por esta vía al control
de constitucionalidad en relaciones de derecho público.
Así, la Corte Suprema, en fallo del 20 de agosto de 1985, en el caso “Provincia de Santiago del Estero
c/Gobierno Nacional” (promovido por la provincia actora mediante acción de amparo) dispuso prescindir del
“nomen juris” usado para interponer la demanda, y reconvertir la “acción de amparo” en una “acción declarativa
de certeza” conforme al art. 322 del código procesal civil y comercial. Es interesante advertir que en el caso se
trataba de una causa judicial (un planteo de inconstitucionalidad contra una ley provincial) que la Corte admitió
como propia de su competencia originaria y exclusiva, lo que demuestra que la acción declarativa de certeza,
cuando en ella hay cuestión constitucional federal, es propia de los tribunales federales y de la misma Corte.
50. — En el derecho constitucional juega el principio del “paralelismo de las competencias”, conforme al cual
el órgano de poder que es autor de una norma o de un acto, es el que puede retirarlos o dejarlos sin efecto en el
mundo jurídico. Según este principio, el congreso que dicta la ley es el órgano competente para derogarla.
Cuando se inviste a una sentencia de efecto derogatorio respecto de una ley (o norma infralegal) a la que
declara inconstitucional, parece que aquel principio se turba o se frustra. Y no es así, porque aquí concurre una
excepción, cual es la de que una constitución suprema y rígida no consiente que en el orden jurídico haya o
sobrevivan normas opuestas a ella.
Por ende, si los tribunales judiciales con jurisdicción constitucional tienen competencia para el control y la
declaración de inconstitucionalidad, la tienen también para desaplicar la ley a la que descalifican, y para privarla
de efectos. Que eso ocurra con efecto de desaplicación solamente “en” y “para” el caso —como en
nuestro orden federal—, o que la invalidación revista carácter general y derogatorio, es solamente una cuestión de
“efecto” o resultado, que en nada varía la naturaleza de la función declarativa de inconstitucionalidad.
Por ende, si se puede desaplicar “en” y “para” el caso una ley que se declara inconstitucional (efecto
restringido o “inter-partes”) se puede también “derogar” o abrogar la ley como “efecto” de la sentencia declarativa
de su inconstitucionalidad (efecto general o “erga omnes”). En un supuesto y en otro el tribunal judicial ha hecho
lo mismo: controlar la constitucionalidad de la ley y declararla inconstitucional; lo diferente es el “efecto” —en un
caso, “inter-partes”; y en otro, “erga omnes”—.
51. — Por ende, si nuestras leyes han conferido a las sentencias declarativas de inconstitucionalidad en el
orden federal sólo el conocido efecto limitado o inter-partes (“en” y “para” el caso en el cual se “desaplica” la
norma), no media obstáculo constitucional alguno para que puedan en el futuro preferir el otro (amplio o
derogatorio), como lo han hecho muchas constituciones provinciales.
Por supuesto que el efecto derogatorio sólo puede implantarse en favor de sentencias declarativas de
inconstitucionalidad que emanan del órgano judicial superior o supremo de una estructura judiciaria, lo que en
orden federal argentino llevaría a adjudicarlo únicamente a las sentencias dictadas por la Corte Suprema de
Justicia.
52. — Somos partidarios de que se establezca por ley en el orden federal el efecto derogatorio
de normas generales cuando una sentencia de la Corte Suprema las declare inconstitucionales.
(Ver Tomo I, cap. V, nº 64,l).
La teoría del legislador negativo
53. — Se ha hecho corriente la teoría que, al enfocar el efecto derogatorio de leyes inconstitucionales a través
de las correspondientes sentencias, equipara el papel del tribunal que las dicta a la de un legislador “negativo”.
Para ello, el imaginario jurídico supone que si bien quien coloca a la ley en el ordenamiento es el legislador
(positivo), el tribunal que la retira al declararla inconstitucional hace —como a la inversa— las veces de legislador
“negativo”.
La comparación merece todo nuestro rechazo, porque nos parece errado buscar analogías con el legislador,
como suponiendo que todo gira en derredor de él, a más de desmerecer y privar de su propia función a la
jurisdicción constitucional. No hay anverso y reverso. Cuando en ella se emite un pronunciamiento que al declarar
inconstitucional a una ley produce su derogación, no se ejerce una función similar a la del legislador que la dictó,
sino una que es propia y exclusiva de la jurisdicción constitucional, sin ninguna semejanza con la de los órganos
políticos.
54. — El efecto erga omnes de las sentencias declarativas de inconstitu-cionalidad es asumido en varias
constituciones provinciales, aun anteriores al novísimo ciclo constituyente iniciado en 1985. Cuando lo prevén, lo
limitan a las sentencias emanadas del superior tribunal de justicia local.
También interesa recordar que en el mismo constitucionalismo provincial hay ejemplos de aplicación
obligatoria de la jurisprudencia sentada por los superiores tribunales, que debe ser acogida por los tribunales
inferiores. Así, por ejemplo, la constitución de La Rioja en su art. 143 establece: “La interpretación que efectúe el
Tribunal Superior en sus pronunciamientos sobre el texto de esta constitución, leyes, decretos, ordenanzas,
reglamentos y resoluciones, es de aplicación obligatoria para los tribunales inferiores. La ley establecerá la forma
y el procedimiento para obtener la revisión de la jurisprudencia”.
De acuerdo a nuestra opinión, si el efecto erga omnes y la vinculatoriedad de la jurisprudencia no son
inconstitucionales en el orden federal, tampoco lo son —por supuesto— en el orden provincial. Pero aun cuando
se dijera que la constitución federal no los admite, estimamos que no es posible, sin más, trasladar el mismo
criterio al constitucionalismo provincial que les da acogida, porque nunca se trataría de un principio que por virtud
del art. 5º pudiera considerarse impuesto obligatoriamente a las constituciones locales.
55. — Es casi sacral la fórmula acuñada por el derecho judicial de la Corte en el sentido de
que quien se somete voluntariamente a un determinado régimen jurídico, no puede después
impugnarlo judicialmente de inconstitucional.
La laxitud con que la Corte ha aplicado muchas veces este prin-cipio compromete seriamente
el control constitucional. Hay que tener sumo cuidado en no presumir “renuncias” tácitas al
derecho propio y al control de constitucionalidad, para no suponer que quien se ha sometido al
cumplimiento o a la aplicación de una norma queda, desde allí y para siempre, inhibido de discutir
su constitu-cionalidad.
El mero hecho de que una persona pague durante varios períodos fiscales un impuesto sin protesta y sin
posterior demanda judicial, no debe presumirse como renuncia a tachar posteriormente de inconstitucional el
mismo impuesto que deba satisfacerse en el futuro. Quien para poder trabajar se ha asociado a una entidad gremial
o profesional porque la ley lo obliga compulsivamente, no ha de quedar trabado para impugnar después la
constitucionalidad de esa ley si la considera violatoria de su derecho de libre asociación. El que se incorpora
voluntariamente a las fuerzas armadas no ha de perder la posibilidad de discutir judicialmente la
constitucionalidad de la jurisdicción militar en el momento en que acaso se vea sometido a ella.
En cambio, advertimos que media diferencia notoria entre los casos expuestos y el de quien, ante un sistema
legal que le permite optar entre acudir a un juez o a un arbitraje (sin revisión judicial ulterior) para dirimir una
controversia, decide acudir al arbitraje que le cierra todo acceso al poder judicial, porque en tal caso el uso de la
alternativa válida ha significado realmente una elección libre y voluntaria con todos sus resultados previsibles, de
forma que después no será posible alegar que el arbitraje ha significado lesión del derecho de acceder a la
jurisdicción judicial.
57. — El derecho judicial de la Corte registra en 1927 un pronunciamiento en el caso “The South American
Stores & Gath Chaves c/Provincia de Buenos Aires”, en el que consideró que el pago de un impuesto sin protesta
formulada en el acto de oblarlo comportaba renuncia al derecho de impetrar luego la declaración de
inconstitucionalidad de la ley en cuya virtud el impuesto fue satisfecho.
Si con posterioridad el mismo criterio fue aplicado en casos en que se trataba de derechos patrimoniales, ha
de reconocerse que en otros la Corte lo ha hecho jugar respecto de cuestiones de índole distinta (no patrimonial),
de donde inferimos que la renuncia que ella presume cuando alguien incurre en lo que su jurisprudencia llama
“sometimiento voluntario” a un régimen jurídico se tiene por consumada aunque no verse sobre derechos
patrimoniales.
58. — La fórmula estereotipada en el derecho judicial esconde flancos muy objetables, porque: a) una cosa es
renunciar a un derecho (supuesta la procedencia de la renuncia) que ya está adquirido, o que el titular declina
ejercer; y otra muy distinta es renunciar anticipadamente a la garantía de defenderlo judicialmente; b) el control de
constitucionalidad no es renunciable por anticipado; c) consentir la aplicación de una ley, o cumplirla, no significa
sin más —aunque falte la protesta o la reserva— renunciar a impugnar luego su constitucionalidad; d) no
corresponde hacer jugar la tesis de que quien acata una norma no puede después desconocer su validez (teoría
asimilable a la del “acto propio”), porque cuando se admite que nadie puede ponerse en contradicción con sus
propios actos ni ejercer una conducta incompatible con otra anterior, se está preservando la confianza y la
seguridad de los terceros que quedaron vinculados de buena fe a la primera conducta, cosa que nada tiene que ver
con el control de constitu-cionalidad cuya renuncia anticipada esconde, para nosotros, vicio de nulidad absoluta; e)
la renuncia no se presume; f) la interpretación de los actos que im-portan renuncia o que tienden a probarla debe
ser restrictiva; g) suscitada una causa judicial, la obligación del control de constitucionalidad (aun de oficio) no
puede ceder a una supuesta renuncia tácita que, por anticipado, se presume indebidamente en quien acató o
cumplió una ley; h) el control de constitu-cionalidad, aunque en cada caso beneficie a parte determinada, está
arbitrado más en miras al orden público de la constitución que al interés particular, por lo que menos todavía
puede presumirse su renuncia tácita anticipada; i) el mismo deber de cumplir la ley jamás puede equipararse a un
“sometimiento voluntario”, porque si hay obligación de cumplirla, no vale la voluntad libre de cumplirla o
violarla.
59. — En su sentencia del 7 de julio de 1987 en el caso “Banco Comercial del Norte S.A. c/Banco Central de
la República Argentina” la Corte Suprema sostuvo que no debía excluirse la posibilidad de impugnar como
inconstitucional una medida cuestionada en autos con base en el argumento de que la parte se había sometido
voluntariamente al régimen jurídico disputado, si se prescindió de considerar que había carecido de opciones para
no realizar los actos implicados en aquel régimen.
El control constitucional “en” los fallos plenarios y “de” los fallos plenarios
60. — En cuanto a la posibilidad de que un fallo plenario ejerza control constitucional hay tesis que niegan
rotundamente la posibilidad de que los fallos plenarios declaren la inconstitucionalidad de normas, porque acogen
el argumento de la Corte Suprema en el sentido de que un planteo de inconstitucionalidad es materia que resulta
ajena a la competencia del tribunal en pleno, que por esa vía vendría a crear una interpretación general obligatoria
de orden constitucional, ajena a las atribuciones naturales del referido tribunal.
El tema plantea graves implicancias. En efecto, si un tribunal plenario no puede declarar
inconstitucionalidades, es porque no puede ejercer control de constitucionalidad, con lo que estaríamos ante un
caso irregular de administración de justicia a la que se le detrae absolutamente aquel control —inherente a ella— y
se la obliga a aplicar eventualmente normas inconstitucionales, con evidente alzamiento contra el orden jerárquico
que la constitución implanta.
Nuestra tesis discrepa con la jurisprudencia de la Corte, y reafirma que un fallo plenario —como toda
sentencia— está habilitado obligatoriamente a controlar la constitucionalidad de las normas que aplica e
interpreta con alcance general.
61. — En cuanto al “efecto” del plenario que emite un pronunciamiento de inconstitucionalidad, no hallamos
óbice para que en ese punto surta —como es propio de todo plenario— la obligatoriedad general que le confiere la
ley.
Su encuadre constitucional
62. — Es sabido que en nuestro derecho constitucional del poder se denominan cuestiones
políticas aquéllas que no son judiciables.
Un concepto poco preciso, que suele utilizarse, es el que considera cuestión política a la que se configura por
el ejercicio de facultades privativas y exclusivas de un órgano del poder: el acto por el cual ese órgano ejercita una
facultad privativa y propia, no es revisable judicialmente.
No ser revisable, o sea, escapar del control judicial, significa que la violación constitucional
en que puede incurrir un acto político de tal naturaleza, carece de remedio: el órgano que ha
emitido ese acto contrario a la constitución, no es pasible de que un órgano judicial lo nulifique o
invalide declarándolo inconstitucional.
El aspecto fundamental de las cuestiones políticas radica, entonces, en que la exención de
control judicial involucra exención de control de constitucionalidad.
63. — La retracción del control judicial en las cuestiones políticas importa, para nosotros, una
construcción defectuosa que tiene vigencia en nuestra constitución material por obra del derecho
judicial derivado de la Corte. En torno del punto, afirmamos que:
a) El no juzgamiento de las cuestiones políticas viola el derecho a la jurisdicción de la parte
afectada, en cuanto le impide obtener una sentencia que resuelva la cuestión política propuesta o
comprometida en la causa; la sentencia que se dicta no lo hace, porque se limita a decir que sobre
aquella cuestión el juez no puede pronunciarse.
b) El no juzgamiento de las cuestiones políticas implica también declinar el ejercicio pleno de
la función estatal de administrar justi-cia.
c) Con ello se impide asimismo remediar la eventual inconstitucio-nalidad de las actividades
que, por configurar cuestiones políticas, quedan exentas de control judicial.
d) Si el estado no es justiciable cuando algunas de sus actividades se escudan tras la pantalla
de las cuestiones políticas, la “responsabilidad” estatal se esfuma, pese a la eventual infracción
constitucional en que incurra.
e) Se obstruye un área del sistema garantista para la defensa de la constitución y de su
supremacía.
64. — El derecho judicial de la Corte permite atisbar actualmente un sesgo en la reducción del catálogo de las
cuestiones no judiciables. Ejemplo palpable lo encontramos en ámbitos como el del enjuiciamiento político, y el
de algunas cuestiones electorales y partidarias.
65. — El art. 116 determina la competencia de la justicia federal, incluyendo en ella “todas
las causas que versen sobre puntos regidos por la constitución”. Cuando se dice “todas” las
causas, es imposible interpretar que haya “algunas” causas (las “políticas”) que escapen al
juzgamiento.
66. — Se arguye que el juzgamiento constitucional de actos políticos cumplidos por el poder ejecutivo o por
el congreso, significa la invasión de las competencias de estos últimos por parte del poder judicial, que de ese
modo vulnera la línea separativa y la división de poderes.
La aparente gravedad de la objeción se desvanece tan pronto como se observa que la división de poderes
demarca zonas de competencia a cada órgano, sustrayéndolas a la interferencia de otros, pero dando por
presupuesto indispensable que esas competencias se ejercen válidamente sólo cuando están de acuerdo con la
constitución. El abuso o exceso de poder ya no está dentro de la competencia constitucional del órgano; o sea, la
actividad que se ejerce en contra o en violación de la constitución no es la competencia reservada en forma intan-
gible, y acreedora al beneficio de la división frente a los demás órganos.
Cuando un juez revisa un acto del poder ejecutivo o del congreso, y lo descubre como lesivo de la
constitución (aunque ese acto sea “político”), no está penetrando en el ámbito de otro poder para violar la división,
sino todo lo contrario, controlando la supremacía constitucional para volver a su cauce la actividad que se evadió
de él en detrimento de la constitución.
67. — Cuando se interviene una provincia, se declara la utilidad pública para expropiar, o se pone en vigor el
estado de sitio, etc., se dice que el órgano respectivo ha cumplido un acto privativo, y que el uso de facultades
“privativas” por el órgano a quien corresponden, configura una cuestión política no judiciable, dice la
jurisprudencia.
En cambio, fuera del reducto de las cuestiones políticas, se admite el control judicial de las demás
actividades. Y acá es donde nos preguntamos: ¿por qué se acepta el contralor de la “ley”, si el “legislar” es
también una facultad privativa del congreso, tan privativa como declarar la utilidad pública de un bien?
El rótulo de privativa no sirve, pues, para conferir inmunidad a esa catego-ría de cuestiones que, por políticas,
se reputan no judiciables.
Sólo si la constitución establece expresamente que una actividad es judicialmente incontrolable, o que una
decisión final queda totalmente a discreción del órgano competente, puede admitirse la retracción de la judicatura;
pero entonces es el propio poder constituyente el que ha sustraído la cuestión al control judi-cial, o la ha asignado
a la competencia definitiva de un órgano determinado.
Ver Tomo I, cap. V, nº 32. Asimismo, nº 31.
68. — Para los reajustes que en orden al control sugerimos en el ámbito de la doctrina
constitucional, y en nuestro ordenamiento jurídico después de la reforma de 1994, remitimos al
Tomo I, cap. V, nos. 15 a 18, y 26/27.
CAPÍTULO XLVIII
Su concepto
1. — La jurisdicción federal es definida por Hugo Alsina como la facultad conferida al poder
judicial de la nación (dígase del estado federal) para administrar justicia en los casos, sobre las
personas y en los lugares especialmente determinados por la constitución.
Esta jurisdicción (judicial) federal es ejercida por órganos que se llaman tribunales de justicia (o judiciales),
cuyo conjunto integra el poder judicial federal (o “de la nación”).
Además de la Corte Suprema como “cabeza” del poder judicial, hay por creación de la ley tribunales
federales de primera instancia (juzgados) y de segunda instancia (cámaras de apelaciones).
La Corte, con ser “suprema” como cabecera del poder judicial, no tiene una jurisdicción omnicomprensiva ni
es depositaria originaria de la administración de justicia, porque si así fuera los tribunales inferiores ejercerían su
competencia como desglose o delegación de la jurisdicción de la Corte, cuando la verdad es que la ejercen
conforme a la ley por imperio directo de la constitución. Es decir, que la constitución se las adjudica a través de
la ley.
2. — Conviene también recordar que nuestra jurisdicción judicial no incluye la que en la constitución de
Estados Unidos se llama la jurisdicción “de equidad”, que habilita una creación judicial libre y sin sujeción al
derecho vigente.
3. — A diferencia de los otros dos órganos del gobierno federal —poder ejecutivo y congreso— que están
radicados en la capital federal, el poder judicial federal no circunscribe el asiento (o la sede) de la totalidad de sus
tribunales a la capital federal. Además de tribunales federales en la ciudad de Buenos Aires los hay en territorio de
provincias, para ejercer jurisdicción en los casos que, por razón de materia, personas o lugar, son de su
competencia federal.
Federal
a) Provincial (tantas
Administración como provincias hay)
de Justicia Local
b) De la ciudad autó-
noma de Buenos Aires
(única)
5. — Así como en el gobierno federal hay un poder ejecutivo (presidente) y un poder legislativo (congreso), y
en los gobiernos provinciales similar dualidad de un poder ejecutivo local (gobernador) y un poder legislativo
local (legislatura), también hay en el gobierno federal un poder judicial federal y en los gobiernos provinciales un
poder judicial provincial, que completan la tríada, más el poder judicial de la ciudad autónoma de Buenos Aires.
6. — La jurisdicción federal está atribuida a los órganos del poder judicial del estado federal
por los arts. 116 y 117 de la constitución, y regulada en diversas leyes.
La justicia federal divide su competencia por razón de materia, de personas (o “partes”), y de
lugar.
Ofrece como características principales las siguientes:
a) Es limitada y de excepción, lo que quiere decir que sólo se ejerce en los casos que la
constitución y las leyes reglamentarias señalan.
b) Es privativa y excluyente, lo que significa que, en principio, no pueden los tribunales
provinciales conocer de las causas que pertenecen a la jurisdicción federal.
En términos generales, cabe afirmar que: b’) la jurisdicción federal admite que la ley del congreso regule los
casos de su competencia, sin que se oponga a ello la generalidad de los términos del art. 116, atento que el art. 75
inc. 20 presupone que la organización de los tribunales federales por ley del congreso incluye la de atribuirles
jurisdicción y competencia; b”) además de esta regulación legal, hay casos en que las “partes” a cuyo favor está
discernida la jurisdicción federal pueden prorrogarla a favor de tribunales no federales, lo que significa que en el
proceso en que acontezca tal prórroga intervendrán tribunales no federales en vez de tribunales federales.
No es suficiente que una ley determine la inclusión de determinadas causas en la jurisdicción federal; por eso
el tribunal que deba aplicarla tendrá que verificar si existe verdadera y real sustancia o cuestión federal en relación
con la materia, las personas, o el lugar, conforme a la letra y al espíritu del art. 116, ya que si bien la enumeración
de causas en dicha norma no es taxativa, la ampliación debe responder esencialmente a la misma razón de las
enumeradas (igualmente la disminución).
El artículo 116
9. — El art. 116 abarca genéricamente la jurisdicción federal, en cuanto señala qué “causas” y
“asuntos” corresponde conocer y decidir a la “Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la
nación”, sin hacer división de instancias ni adjudicar competencias a favor de tribunales de
primera instancia o de alzada.
Es muy útil e interesante trazar un paralelo entre el art. 116 y su análogo norteamericano.
Artículo 116
(ex artículo 100)
Corresponde a la Corte Suprema y a los tribunales inferiores de la nación el conocimiento y decisión de todas
las causas que versen sobre puntos regidos por la constitución, y por las leyes de la nación con la reserva hecha en
el inc. 12 del art. 75; y por los tratados con las naciones extranjeras; de las causas concernientes a embajadores,
ministros públicos y cónsules extranjeros; de las causas de almirantazgo y jurisdicción marítima; de los asuntos en
que la nación sea parte; de las causas que se susciten entre dos o más provincias; entre una provincia y los vecinos
de otra; entre los vecinos de diferentes provincias; y entre una provincia o sus vecinos contra un estado o
ciudadano extranjero.
Constitución norteamericana
El poder judicial se extenderá a todos los casos, en derecho y equidad, que emanan de esta constitución, de
las leyes de los Estados Unidos, y de los tratados hechos o que se hicieren bajo su autoridad; a todos los casos
concernientes a embajadores, otros ministros públicos y cónsules, a todos los casos de almirantazgo y jurisdicción
marítima; a las controversias en que los Estados Unidos sea una de las partes; a las controversias entre dos o más
estados; entre un estado y ciudadanos de otro estado; entre ciudadanos de diferentes estados; entre ciudadanos del
mismo estado reclamando tierras bajo concesiones de diferentes estados; y entre un estado o los ciudadanos de
éste y estados extranjeros, ciudadanos o súbditos extranjeros. (Modificado por la enmienda XI).
(La bastardilla es nuestra.)
10. — Dice el art. 116 que a la Corte y a los tribunales inferiores les corresponde el
conocimiento y la decisión de “todas las causas” que versen sobre puntos regidos por la
constitución, por leyes de la nación (con la reserva del art. 75, inc. 12) y por los tratados con las
naciones extranjeras.
De aquí en más, siguiendo la enumeración de las “demás” causas y asuntos, el artículo ya no
vuelve a emplear la palabra “todas”, sino que se circunscribe a agregar: “de las causas...; de los
asuntos...”, etc. El uso y el no uso de la expresión “todas” tiene doble alcance:
a) en primer término, “todas las causas” quiere decir que entre las allí incluidas no se
exceptúa ninguna, lo cual sirve para impugnar la construcción jurisprudencial de las cuestiones
políticas no judi-ciables (que elimina el juzgamiento de ciertas causas, no obstante versar sobre
cuestiones constitucionales);
b) en segundo término, “todas las causas” quiere decir que dichas causas deben
necesariamente atribuirse a los tribunales federales (al menos en su instancia final), mientras las
“demás” causas que el art. 116 individualiza sin precederlas del adjetivo todas (salvo las de
competencia originaria y exclusiva de la Corte que deslinda el 117), pueden ser excluidas de la
jurisdicción federal por ley del congreso, en caso de no existir el propósito que informa a dicha
jurisdicción.
12. — El art. 116 utiliza los vocablos causa y asunto, que en el lenguaje constitucional y
procesal han sido asimilados también a caso, proceso, juicio, pleito, cuestión, etc.
Para explicarlo, Joaquín V. González dice: “Significa que (el poder judicial) no puede tomar por sí una ley o
una cláusula constitucional, y estudiarlas e interpretarlas en teoría, sin un caso judicial que provoque su aplicación
estricta. No pueden, pues, los jueces de la Corte y demás inferiores, hacer declaraciones generales ni contestar a
consultas sobre el sentido o validez de las leyes; su facultad para explicarlas o interpretarlas se ejerce sólo
aplicándolas a las cuestiones que se suscitan o se traen ante ellos por las partes, para asegurar el ejercicio de los
derechos o el cumplimiento de las obligaciones”.
Como se aprecia, se trata meramente de que el juez no actúa fuera de un proceso, ni ejerce jurisdicción si la
misma no es provocada por parte, ni dicta sentencia sin ambos requisitos.
13. — Sin embargo este concepto lato aparece restringido y desfigurado en el art. 2º de la ley 27, donde se
dice que la justicia federal nunca procede de oficio (lo cual está bien) y que sólo ejerce jurisdicción en los “casos
contenciosos” en que es requerida a instancia de parte (lo cual está mal, porque puede haber “causas” no
contenciosas). De allí que sea preferible siempre hablar de proceso, porque proceso comprende asimismo las
actuaciones en las que no existe controversia. O sea que, en definitiva, la jurisdicción acordada para conocer y
decidir causas y asuntos tiene un sentido negativo y excluyente: el poder judicial no puede conocer ni decidir
cuestiones abstractas o teóricas. Pero cada vez que alguien lleve al órgano judicial una cuestión incitando su
jurisdicción en forma de proceso, habrá caso, causa o asunto judiciable que, en los supuestos del art. 116
constitucional, será propio de los tribunales federales.
Ver Tomo I, cap. V, nº 60; este Tomo III, cap. XLVII, nº 40.
14. — Una cierta elastización del originario perfil de la causa “contenciosa” puede darse por operada desde
que la Corte admitió la acción declarativa de certeza para promover causas en jurisdicción federal e, incluso, en
su propia instancia originaria, también en cuestiones de derecho público y en cuestiones constitucionales. (Ver
este tomo III, cap. XLVII, nos. 41, 48/49).
La jurisdicción federal “apelada” y su relación con la instancia única o múltiple
15. — Nuestra constitución alude a la Corte Suprema y a los demás tribunales inferiores cuya
creación es competencia del congreso, pero no divide ni multiplica instancias. La única
adjudicación directa de competencia que efectúa es la originaria y exclusiva de la Corte en el art.
117.
Como tampoco la constitución prescribe explícitamente que en la administración de justicia
deba existir la doble instancia o la instancia múltiple, conviene efectuar algunas aclaraciones de
suma trascendencia institucional.
a) Desde el bloque de constitucionalidad federal, tratados internacionales de derechos
humanos con jerarquía constitucional obligan a la doble instancia en el proceso penal, y ello
tanto cuando los procesos tramitan ante tribunales federales como locales (ver Tomo II, cap.
XXIV, nos. 43/44);
b) la coordinación de los arts. 116 y 117 de la constitución conduce a advertir que ella esboza
linealmente dos clases de causas: b’) las que desde el art. 116 pueden llegar a la jurisdicción
apelada de la Corte “según las reglas y excepciones que prescriba el congreso” (a tenor de la
fórmula que usa el art. 117); b”) las de jurisdicción originaria y exclusiva de la Corte,
taxativamente señaladas en el art. 117;
c) tomado en cuenta tal diseño, las causas de jurisdicción federal pueden ser reguladas por ley
con instancia única o con instancia múltiple, pero
d) si el art. 117 prevé la jurisdicción apelada de la Corte “según las reglas y excepciones que
prescriba el congreso”, es indudable que entre las causas comprendidas en el art. 116, “algunas”
han de disponer por ley de un recurso que les proporcione acceso a la jurisdicción apelada de la
Corte, lo que nos demuestra que
e) el congreso no tiene facultad para suprimir totalmente la jurisdicción apelada de la Corte
porque, conforme al art. 117 de la constitución, debe existir (no en todos los casos, pero sí en
algunos) (ver nº 101).
16. — Al margen del esquema precedente, y completándolo, hemos de reiterar que, conforme
a la interpretación constitucional efectuada por la Corte, es indispensable que exista una vía
recursiva de acceso a la jurisdicción federal en los siguientes casos:
a) respecto de decisiones emanadas de tribunales administrativos y organismos
administrativos federales que ejercen función jurisdiccional (ver este Tomo III, cap. XLII, nos.
42/43), incluso para satisfacer la competencia de los tribunales federales en las causas en que “la
nación” es parte);
b) respecto de decisiones de los tribunales militares (ver este Tomo III, cap. XL, nos. 18 y 21);
c) respecto de las decisiones que en procesos tramitados ante tri-bunales provinciales deben
dictar los superiores tribunales de provincia para abrir la jurisdicción apelada de la Corte cuando
las causas contienen una cuestión constitucional federal (ver este Tomo III, cap. XLVII, nº 18).
Este triple conjunto de causas permite afirmar que en ellas debe existir un mínimo de dos
instancias disponibles (en el inc. a, la administrativa; en el inc. b, la militar; en el inc. c, la
provincial, todas ellas abiertas a la ulterior instancia federal).
17. — Vamos a referirnos ahora a otro supuesto en que constitucionalmente es indispensable que exista una
instancia apelada en jurisdicción federal. Por su importancia, tratamos este caso en forma independiente de los
analizados anteriormente.
El art. 116 estipula que son de conocimiento y decisión de los tribunales federales “todas” las
causas que versan sobre puntos regidos por la constitución, las leyes federales, y los tratados
internacionales (ver nº 18).
La competencia de los tribunales federales surge acá por razón de materia (federal), pero:
a) dicha competencia sólo es inicialmente federal y sólo obliga a radicar el proceso ante un
tribunal federal cuando la causa queda “directamente” e “inmediatamente” regida por el derecho
federal; y
b) cuando no queda “directamente” ni “inmediatamente” regida por el derecho federal, pero
guarda relación con él, la causa no es inicialmente de competencia de los tribunales federales por
su materia, y debe tramitar (si así corresponde) ante un tribunal provincial;
c) el supuesto del inc. b) obliga a que haya una instancia apelada en jurisdicción federal.
Porque si “todas” las causas de materia federal comprendidas en la trinidad analizada (por versar
sobre pun-tos regidos por la constitución, las leyes federales, y los tratados) tienen que ser
conocidas y decididas en jurisdicción federal, es consti-tucionalmente improcedente que cuando
se radican inicialmente en jurisdicción provincial carezcan de la posibilidad de llegar, por lo
menos una vez en última instancia, ante un tribunal federal.
Remitimos en este Tomo III al cap. XLVII, nº 17 b), d) y f).
En la trilogía aludida no se agotan las causas federales por razón de “ma-teria”; el propio art. 116 trae
expresamente a continuación las de almirantazgo y jurisdicción marítima, que también son federales por su
materia. Las leyes del congreso han podido asignar asimismo a la jurisdicción federal otras causas por razón de su
“materia”, como por ej.: las regidas por el derecho aeronáutico, por el derecho aduanero, etc.; pero, en rigor, los
“añadidos” que por razón de materia introduce el congreso responden a la naturaleza federal de las respectivas
leyes, y se subsumen en los casos regidos por “leyes federales”.
19. — Para su radicación inicial ante un tribunal federal, ver lo que decimos en el nº 17. Idem
para la instancia federal apelada.
Para la obligación de resolver las cuestiones federales que tienen los tribunales provinciales,
ver este Tomo III, cap. XLVII, nº 17 f).
B) Las causas que versan sobre puntos regidos por las leyes del congreso
20. — Las causas que versan sobre puntos regidos por las leyes del congreso obligan a
repasar las categorías de leyes que el congreso sanciona: a) leyes federales o especiales; b) leyes
nacionales ordinarias o de derecho común; c) leyes locales.
La parte del art. 116 que estamos examinando excluye expresamente de la jurisdicción federal a las causas
que versan sobre puntos regidos por el derecho común (inc. b), y que quedan resguardadas con la reserva del art.
75 inc. 12, que confiere a los tribunales provinciales la aplicación del derecho común (básicamente constituido por
los códigos de fondo —civil, penal, comercial, de minería, de trabajo y seguridad social—).
Ver las remisiones indicadas en este Tomo III, cap. XXXIV, nº 31, y cap. XXXV, nº 72.
21. — a) Para el derecho federal, ver este Tomo III, cap. XXXV, nos. 60/61, y para el derecho
común federalizado, el nº 70.
b) Para la radicación inicial ante un tribunal federal de las causas regidas por derecho federal,
ver lo que decimos en el nº 17. Idem para la instancia federal apelada.
c) Para las leyes de derecho común, ver este Tomo III, cap. XXXV, nos. 62, 63 y 65.
d) Para las leyes locales, ver este Tomo III, cap. XXXV, nos. 74 a 77.
22. — Vale reiterar asimismo que si en una causa regida por el derecho común se inserta una
cuestión federal, la jurisdicción federal apelada debe quedar disponible para resolverla.
A nuestro criterio, y aunque no se compadece con la jurisprudencia de la Corte, la jurisdicción
federal apelada debería asimismo cobrar curso cuando en la interpretación y aplicación del
derecho común hay jurisprudencia contradictoria en casos análogos; ello para salvar la
uniformidad requerida en resguardo del derecho a la igualdad (ver cap. XLVII, nos. 12 y 21).
C) Las causas que versan sobre puntos regidos por los tratados internacionales
23. — Estas causas versan sobre puntos regidos por tratados con los otros estados y,
genéricamente, por el derecho internacional. De ahí que este tipo de causas involucra también las
reguladas por derecho internacional consuetudinario (o derecho de gentes).
Ya la ley 48 en su art. 21, al enumerar en orden de prelación las normas que debían aplicar los tribunales
federales, citaba separadamente los tratados con naciones extranjeras y los principios del derecho de gentes, con
lo que entendía que no eran la misma cosa porque, de serlo, no hubiera desdoblado la mención. Al mismo tiempo,
el art. 1º inc. 3º de la citada ley 48, al disponer que la Corte conocería en primera instancia de las causas
concernientes a embajadores, etc., añadió “del modo que una Corte de Justicia puede proceder con arreglo al
derecho de gentes”.
Los tratados internacionales, cualquiera sea la materia que regulan, siempre tienen naturaleza
y carácter de derecho federal, también cuando abarcan materias que en nuestro derecho interno
son propias del “derecho común” (civil, penal, comercial, etc.) o pertenecen a la competencia de
las provincias (por ej., procesal). Tal es la reciente jurisprudencia de la Corte Suprema (ver Tomo
II, cap. XXIX, nº 25).
No obstante, en las causas que versan sobre puntos regidos por tratados o por derecho internacional
consuetudinario, hay que hacer el mismo desdobla-miento que en las que versan sobre puntos regidos por la
constitución o las leyes federales: a) la jurisdicción federal se abre inicialmente sólo si la causa está
“directamente” y “especialmente” regida por un tratado; b) si no lo está, tramita ante tribunales provinciales, pero
debe quedar expedita en última instancia la posible jurisdicción federal apelada.
24. — En el residuo que queda fuera de las causas regidas por el derecho federal hay que incluir al derecho
provincial, lo que significa que las causas que versan sobre su aplicación corresponden a los tribunales
provinciales, con las salvedades siguientes: a) pueden alguna vez ser de jurisdicción federal por razón de personas
(si por ej., litigan vecinos de distintas provincias); en ese caso, la aplicación del derecho provincial corresponderá
al tribunal federal que deberá entender en la causa (ver nº 26); b) pueden anidar una cuestión federal conexa y, en
ese caso, la causa radicada y resuelta en jurisdicción provincial debe poder llegar finalmente a la jurisdicción
federal apelada, una vez resuelta por el superior tribunal local.
El derecho “intrafederal”
25. — Indagar ahora si lo que se denomina derecho “intrafederal” (ver Tomo I, cap. VIII, nº 5 b), integra o
no el derecho federal a los efectos de las causas que por razón de “materia” corresponden a la jurisdicción federal,
resultaría demasiado extenso y obligaría a desmenuzar una variedad de normas intrafe-derales (leyes-contrato,
convenios entre el estado federal y las provincias trata-dos interprovinciales, etc.). Tal vez, como esquema general,
diríamos que: a) la intervención concurrente de órganos federales y provinciales en la producción de normas
intrafederales permite catalogarlas como derecho federal, pero: b) para que surja inicialmente la jurisdicción
federal en una causa regida por ellas hace falta que: b’) dicha causa se funde directamente y especialmente en una
de esas normas, o: b”) la norma regule materia propia del derecho federal (por ej., una ley-contrato sobre
impuestos) y no de derecho común (por ej., una ley-contrato sobre previsión social); c) si no ocurre nada de lo
expuesto en el inc. b), la causa habría de radicarse en jurisdicción provincial, pero ser susceptible de decisión final
en jurisdicción federal apelada.
Las causas regidas por derecho “no federal” que corresponden a la jurisdicción federal por
razón de personas o de lugar
26. — Las causas que por razón de “materia” (no federal) se sustraen a la jurisdicción
federal, pueden llegar a pertenecer a dicha jurisdicción por razón de “personas” (o partes) o por
razón de “lugar”, pese a que su materia sea de derecho común, o de derecho provincial.
Por ende, la jurisdicción federal está habilitada a aplicar normas de derecho “no federal” (que no
corresponden a sus tribunales por razón “de materia”) cuando la competencia federal procede por razón “de
personas” (o partes). (Así, en una causa entre un vecino de la provincia de Santa Fe y un vecino de la provincia de
Entre Ríos —que es de jurisdicción federal por razón “de las personas”— debe entender un tribunal federal,
aunque la causa verse sobre un contrato de locación regido por el código civil, que es derecho común).
27. — Por razón de la “materia”, son de competencia de los tri-bunales federales las causas de
almirantazgo y jurisdicción marítima.
La voz “almirantazgo” proviene del derecho inglés, y se refiere a los hechos que acontecen en
el mar, más allá de las líneas de alta y baja marea.
Aun cuando en materia legislativa es competencia del estado federal a través del congreso reglar el comercio
con los estados extranjeros y el de las provincias entre sí (art. 75 inc. 13), la jurisdicción federal en cuestiones
marítimas no es una mera consecuencia de aquella atribución, porque su objeto radica en “poner bajo control
nacional al tráfico de cualquier clase y objeto que se realice en aguas que se hallan abiertas a todas las banderas”
(Gondra).
Genéricamente, la Corte Suprema ha conceptuado que la materia está dada por “la navegación
y el comercio marítimos”, y cir-cunscripta de la siguiente manera: “La navegación que se
relaciona con el comercio marítimo es la que se hace de un puerto de la repú-blica a otro
extranjero, o entre dos provincias por los ríos interiores declarados libres para todas las banderas
por el art. 26 de la cons-titución nacional...”. Quedan excluidos los servicios de transporte,
lanchaje u otras operaciones dentro de puertos por embarcaciones menores.
Además de la jurisdicción federal para casos acontecidos en alta mar a bordo de buques argentinos, debemos
comprender en principio los casos relativos a comercio y navegación en el mar territorial, en los ríos navegables,
en los lagos navegables, en las islas, en las playas y riberas de mares y de ríos navegables, en los puertos, etcétera.
28. — Entre los diversos casos que, por referirse a navegación y comercio marítimos, encuadran en la
competencia federal atribuida en razón de materia para las cuestiones de almirantazgo y jurisdicción marítima, se
ha podido señalar: a) apresamiento o embargos marítimos en guerra; b) choques, averías de buques, abordajes,
etc.; c) asaltos hechos o auxilios prestados en alta mar, o en puertos, ríos y mares donde el estado tiene
jurisdicción; d) arribadas, forzo-sas; e) hipoteca naval; f) seguro marítimo; g) contrato de fletamento; h)
nacionalidad del buque; i) construcción y reparos del buque; k) indemnizaciones por accidentes ocurridos a bordo
a raíz de su carga o descarga, o a raíz de las obligaciones del capitán y tripulación con relación a la navegación y
al comercio marítimo; l) despidos por servicios prestados a bordo de buques de apreciable porte, etcétera.
29. — Dentro de las causas de almirantazgo y jurisdicción marítima se incluyen no sólo las
relativas a actividad marítima, sino también a la aeronáutica, conforme al código aeronáutico.
El alcance de la norma
30. — El art. 116 señala como competencia de la justicia federal los asuntos en que la
“nación” sea parte.
La constitución sigue utilizando erróneamente el término nación cuando se refiere al estado federal, en una
evidente confusión de conceptos, ya que uno es sociológico, y el otro político. Por ende, donde el artículo suscita
jurisdicción fede-ral cuando “la nación” es parte, debemos leer: cuando “el estado federal” es parte.
La jurisdicción federal procede tanto cuando el estado federal es parte actora como cuando es
parte demandada. Además, por “nación” (equivalente a estado federal) no se entiende solamente
el estado federal, sino también algunas entidades autárquicas y empresas del estado que,
autorizadas por las disposiciones que las rigen para actuar directamente en juicio, pueden
comprometer la eventual responsabilidad del estado.
Conforme al derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte Suprema el estado (la “nación”) no
puede ser llevado a juicio por las controversias entre sus reparticiones, las que deben ser resueltas por el
Procurador del Tesoro (ley 19.983), y por ello en tales controversias no se suscita caso judicial, correspondiendo
decidir la incompetencia de la justicia federal.
32. — La constitución no menciona estas causas en el art. 116, pero son de competencia de los tribunales
federales por razón de “materia”, en cuanto están regidas por el derecho administrativo. Suele confundirse en ellas
la competencia “ratione materiae” ya aludida con la competencia “ratione personae” porque normalmente resulta
parte el estado federal (la “nación”).
Por supuesto, nos referimos a las causas regidas por el derecho administra-tivo federal, porque las
contenciosoadministrativas provinciales pertenecen a la respectiva jurisdicción provincial por razón de “materia”
local. (Pueden ser fede-rales por razón de “personas”).
Los tribunales administrativos en relación con la jurisdicción federal
33. — Remitimos en este Tomo III, al cap. XLII, nos. 39 a 43, y 48.
34. — En el derecho constitucional del poder cabe como tema perteneciente a la administración de justicia el
de la justiciabilidad del propio estado. A nadie se le escapa que el problema tiene un trasfondo doctrinario
vinculado con la subordinación del estado al derecho y con la responsabilidad del estado.
Por la imputación que al estado se hace de la conducta de los gobernantes, que son órganos suyos, podemos
obtener la versión moderna del principio: el estado no escapa a la obligación de que los actos que cumplen sus
órganos de poder se ajusten al derecho vigente, en primer lugar, a la constitución; el control de constitucionalidad
es una de las formas de asegurar ese ajuste.
Este sometimiento del gobernante y del estado al derecho no se ha conformado con la pura afirmación
doctrinaria, sino que ha buscado eficacia en garantías concretas de la técnica jurídica, y ha procurado que el
custodio último y defini-tivo —donde la coerción concluye su ciclo posible— sea el que mayor seguridad y
confianza depara y merece: un tribunal de justicia. Por eso el estado ha sido considerado como eminentemente
justiciable, es decir, susceptible de ser llevado a los tribunales a través de un proceso judicial.
El art. 116 da recepción a la justiciabilidad del estado (ver nº 36) pero el “principio” de que el estado es
justiciable no deriva de ese reconocimiento norma-tivo, sino del sistema axiológico que es propio del estado
democrático.
35. — En primer lugar, se usó la doctrina de la “doble personalidad” del estado, es decir, la persona jurídica
“estado” se desdobló en: a) una persona de “derecho público”; b) otra persona de “derecho privado”.
La duplicación de personalidades del estado, bien que doctrinariamente inaceptable y superada (porque la
única personalidad estatal es siempre de derecho público, aunque el estado actúe en ámbitos del derecho privado),
per-mitió que el estado, originariamente no justiciable ni responsable, fuera justiciable y responsable cuando
actuaba como persona de derecho privado; y, además, también desde hace tiempo, el estado cayó bajo
jurisdicción de los jueces cuando actuaba en el campo patrimonial como “fisco” (la máscara del “fisco” se usó
para poder demandar al estado judicialmente).
Actualmente, la única (o unitaria) personalidad pública del estado lo hace justiciable y responsable, sea que
actúe en el área del derecho público, sea que actúe en el área del derecho privado. Sólo permanece como no
justiciable en el reducto de las llamadas “cuestiones políticas” que, por reputarse tales, se deno-minan también “no
judiciables”.
36. — En nuestro derecho constitucional del poder, nunca pudo ser dudoso que el estado
federal es justiciable, porque el art. 116 de la constitución incluye entre las “causas judiciales”
que son de competencia del poder judicial federal, aquellas en que la “nación” (léase “el estado”)
es parte. Afirmar que el estado “es parte” en una causa judicial significa presuponer que es
justiciable.
No obstante, cierto sector de la doctrina, y la jurisprudencia —hoy ambos superados— sostuvieron que la
jurisdicción federal en causas contra el estado era una delegación legal del congreso a favor de los tribunales
federales. La propia Corte, en el caso “Adrogué c/P.E.N.”, del año 1881, afirmó que tales tribunales no tenían
jurisdicción porque el estado no podía ser demandado sin consentimiento del congreso.
Posteriormente, se evoluciona en un doble aspecto: a) admisión de la justi-ciabilidad del estado; pero, b): con
venia legislativa previa. O sea, el estado era justiciable, una vez que el congreso daba el “permiso”
correspondiente para que se lo demandara.
37. — En 1900 se dicta la ley 3952, llamada de demandas contra la nación (léase contra el
estado) donde no aparece el requisito de la venia legislativa; pero una interpretación estricta
pretendió encontrar subterfugios y sostuvo que si bien no se precisaba venia para demandar al
estado como “persona de derecho privado”, dicha venia era en cambio necesaria cuando se lo
demandaba como “persona de derecho público”. Para obviar toda duda, la ley 11.634, del año
1932, redactó el artículo cuestionado (1º) en la siguiente forma: “Los tribunales federales y los
jueces letrados de los territorios nacionales conocerán de las acciones civiles que se deduzcan
contra la nación, sea en su carácter de persona jurídica o de persona de derecho pú-blico, sin
necesidad de autorización previa legislativa; pero no podrán darles curso sin que se acredite
haber producido la reclamación del derecho controvertido ante el poder ejecutivo y su denegación
por parte de éste”.
Actualmente, la ley de procedimientos administrativos nº 19.549, modificada por la ley
21.686, regula la reclamación administrativa previa y sus excepciones.
38. — Sin entrar al detalle de las leyes que regulan las demandas contra el estado, creemos que no es
inconstitucional prever en ellas que antes de promover juicio contra el estado haya que efectuar en determinados
casos una reclamación administrativa previa.
Las provincias que demandan al estado federal no quedan sometidas, sin embargo, a observar el requisito de
la reclamación administrativa previa ante él (ver doctrina del fallo de la Corte en el caso “Provincia de Salta
c/Estado Nacional”, del 25 de julio de 1985).
39. — La normativa de la ley 3952 se aplica sólo cuando el estado es “parte”, y no rige en los casos en que
son demandadas otras personas jurídicas “estatales”, como por ej. las entidades autárquicas, que tienen
personalidad propia y distinta a la del estado.
Cuando los entes descentralizados carecen de personalidad jurídica para actuar en juicio y ser directamente
demandables, la acción debe dirigirse contra el estado, siéndole aplicable la ley 3952.
40. — No se puede demandar al poder ejecutivo, ni al congreso, ni al poder judicial, porque no son personas
jurídicas. La demanda debe entablarse contra “el estado” (ver nº 49).
41. — Si reales razones de emergencia pueden, excepcionalmente, dar base a leyes que difieran por un tiempo
breve, y con razonabilidad suficiente, el cumplimiento de las sentencias de condena contra el estado (ver nº 46),
entendemos —como principio— que ninguna emergencia presta sustento constitucional suficiente a normas que,
aun por plazos cortos, impidan iniciar o tramitar juicios contra el estado, así tengan éstos como objeto el cobro
de sumas de dinero.
La diferencia entre admitir excepcionalmente la suspensión temporalmente limitada del cumplimiento de las
sentencias, y no admitir suspensiones en la promoción o trámite de los procesos, radica en que la secuela de un
juicio no incide sobre una situación de emergencia, ni la agrava, ni la perjudica, ni alivia sus efectos, ni coadyuva
a superarla.
No obstante, este criterio no ha tenido reflejo en el derecho judicial de la Corte.
Asimismo, cuando el avance del derecho judicial extiende cada vez más la responsabilidad del estado —
inclusive por su actividad lícita—, resulta discordante que las sentencias que lo condenan no surtan efecto
ejecutorio y esquiven la asunción plena y cabal —hasta coactiva— de esa misma responsabilidad, que en este caso
implica además responsabilidad en el cumplimiento de las sentencias pasadas en autoridad de cosa juzgada.
44. — No es atendible el argumento que, a favor de la “no ejecutoriedad”, alega que para la procedencia y
efectividad del pago condenatorio de una suma de dinero por el estado debe existir previsión presupuestaria; desde
que se promueve un juicio contra el estado —máxime si debe precederlo la reclamación administrativa— el estado
está en condiciones aptas para prever y adoptar anticipadamente las medidas del eventual pago ulterior, como
asimismo para conocer cuáles son los juicios en su contra.
Tampoco es coherente el argumento de que el efecto ejecutorio es innecesario porque el estado siempre es
solvente; precisamente si lo es, está en mejor condición que nadie para afrontar el pago condenatorio.
45. — Toda norma —legal o reglamentaria— que enfoque las modalidades para hacer efectivo el
cumplimiento de las sentencias de condena que obligan al estado debe, necesariamente, para satisfacer la
razonabilidad y para respetar la cosa juzgada, evitar tramitaciones administrativas burocráticas y dilaciones que
desvirtúen la esencia de la decisión judicial.
Si partimos del principio de que solamente el tribunal de la causa tiene disposición sobre el modo y la ocasión
de cumplir y hacer cumplir su fallo, es fácil aceptar que ni las leyes ni las reglamentaciones del poder ejecutivo
están habilitadas para complicar y demorar el cumplimiento de las sentencias condenatorias del estado.
Cuando lo hacen, violan: a) el derecho a la jurisdicción del justiciable ganancioso, que comprende el de
lograr eficacia y utilidad en la sentencia que le ha sido favorable; b) la división de poderes, la zona de reserva del
poder judicial, y la cosa juzgada, porque el cumplimiento de la sentencia no puede supeditarse a la intervención
ulterior y discrecional (por más que esté normada) de órganos ajenos al poder judicial; c) la igualdad de los
justiciables, por el privilegio que se dispensa al estado condenado en juicio para autofijarse el modo y el tiempo de
cumplir la sentencia.
Al contrario, carecen de razonabilidad y son inconstitucionales leyes como la de consolidación de deudas del
estado nº 23.982, del año 1991, que abarcó las deudas estatales de carácter dinerario provenientes de sentencias
judiciales, fijándoles plazos de pago que, según la naturaleza de la deuda, se extienden desde los diez a los
dieciséis años y requieren, a efectos de dicho pago, una solicitud de trámite sumamente complicado y burocrático.
Como principio general del derecho judicial vigente, citamos el que surge de la jurisprudencia de la Corte en
el caso “Chiodetti Remo J. y otros c/Gobierno Nacional” —del año 1967—: el carácter declarativo de las
sentencias contra el estado no significa, en modo alguno, una suerte de autorización al estado para que no las
cumpla, porque ello importaría tanto como colocarlo fuera del orden jurídico, cuando es precisamente quien debe
velar por su respeto; por ello, el art. 7º de la ley 3952 no descarta una pertinente intervención judicial tendiente al
adecuado acatamiento del fallo cuando se dilata irrazonablemente su cumplimiento.
49. — Cada uno de los órganos de poder del gobierno federal (y, por analogía, cada uno de los órganos de los
gobiernos provinciales) no resulta demandable, porque los órganos de poder carecen de personalidad jurídica
propia, como igualmente carece de ella el conjunto de todos los que componen el “gobierno”. La actividad de
dichos órganos se imputa al “estado” cuyo poder ejercen y al cual —en cuanto persona jurídica— representan. De
ello inferimos que la demanda que versa sobre alguna actividad cumplida por cualquiera de esos órganos en
ejercicio del poder estatal, debe dirigirse contra el estado.
La improcedencia de demandas contra los órganos de poder encuentra alguna excepción en los juicios de
amparo y de habeas corpus, cuando el régimen legal de tales procesos judiciales establece que en los mismos se
hace “parte” la autoridad contra cuyo acto se entabla la acción de amparo o de habeas corpus.
51. — El art. 116 —entre las causas que incluye dentro de la jurisdicción federal de nuestros
tribunales— prevé algunas en que es “parte” un estado extranjero; o sea, admite como posible
que un estado extranjero litigue ante tribunales argentinos. (Otra cosa es que por fuente de
derecho internacional y de ley interna la justicia-bilidad de los estados extranjeros en Argentina se
supedite al acatamiento de nuestra jurisdicción por parte de ellos, a efectos de respetar la
inmunidad.) (Ver nos. 84, 86 y 87).
De aquí en más inferimos que si los estados extranjeros son justiciables por nuestra
constitución en jurisdicción argentina, la elemental regla de igualdad, reciprocidad y coherencia
conduce a afirmar que, a la inversa, la constitución permite implícitamente que nuestro estado sea
justiciable ante tribunales extranjeros.
Presupuesto que es constitucional la justiciabilidad de nuestro estado por tribunales
extranjeros, hay que decidir si puede serlo forzosamente (“sometimiento” a extraña jurisdicción) o
sólo voluntariamente (“sumisión”).
53. — No obstante, hemos de formular una reserva personal: cuando la causa en que es parte nuestro estado
es una de las que, por razón de materia, el art. 116 engloba con la palabra “todas” para adjudicarlas a la
jurisdicción de los tribunales federales, la jurisdicción argentina es improrrogable (causas regidas por derecho
federal: constitución, leyes, y tratados).
De ello inferimos que si la “materia” de la causa no queda incluida en la trilogía de causas regidas por la
constitución, las leyes federales y los tratados, nuestro estado puede prorrogar la jurisdicción a favor de tribunales
de un estado extranjero.
54. — En la doctrina, aparecen otros tipos de causas que se reputan insuscep-tibles de prórroga:
a) así, aquéllas en que la cuestión litigiosa afecta a nuestro estado como poder público (no obstante, del fallo
de la Corte en el caso “Manauta”, de 1994, surge que para la justiciabilidad de un estado extranjero por tribunales
argentinos nuestra jurisdicción no se retrae en el caso de cuestiones en que dicho estado ha actuado como poder
público si la jurisdicción argentina es consentida, lo que revela que, a la inversa, bien podría nuestro estado ser
llevado a juicio con su consentimiento ante un tribunal extranjero aunque se tratara de actos cumplidos “iure
imperii” como poder público);
b) también hay doctrina que se opone a la prórroga cuando nuestro estado debe litigar con un estado
extranjero ante tribunales de éste; o sea, que los juicios en que fueran parte nuestro estado y un estado extranjero
no podrían someterse a la jurisdicción del otro estado parte.
55. — Ahora hay que enfocar cuál es el procedimiento a seguir para formular la prórroga y acatar la
jurisdicción extranjera, lo que implica señalar qué órgano de poder está constitucionalmente habilitado.
En el derecho argentino, la prórroga con la consiguiente sumisión a jurisdicción extranjera se ha llevado a
cabo alguna vez por decreto del poder ejecutivo, y otras veces por ley.
La exigencia ineludible de la autorización de la prórroga por ley nos parece, por lo menos, dudosa, porque
queremos decir que si el poder ejecutivo es el órgano que representa internacionalmente (y también internamente)
a nuestro estado, y el que tiene a su cargo la conducción de las relaciones internacionales, hay suficiente base para
pensar que la prórroga de jurisdicción a favor de tribunales extranjeros en juicios en que el nuestro es parte entra
en la competencia del poder ejecutivo.
Confrontado este criterio personal con el saldo que arroja el derecho constitucional material, cabe reconocer
la posible prórroga como competencia concurrente del congreso y del poder ejecutivo.
La prórroga de la jurisdicción federal a favor de tribunales no federales en juicios en que es
parte el estado
56. — La prorrogabilidad a favor de tribunales extranjeros de la jurisdicción federal en causas en que es parte
el estado, sirve para trasladarse de modo similar al caso de prórroga a favor de tribunales arbitrales —argentinos o
extranjeros—.
a) Cuando la competencia de la justicia federal surge únicamente porque el estado es parte (o sea, por razón
de la persona que litiga), la jurisdicción es prorrogable a favor de tribunales arbitrales en los casos en que: a’) la
ley lo autoriza, o a”) el estado lo pacta;
b) La prórroga expuesta en el inciso anterior tiene un límite impeditivo, en los casos en que la cuestión
litigiosa afecta al estado como poder público;
c) Cuando la competencia de la justicia federal surge no sólo porque el estado es parte (o sea, por razón de la
persona que litiga), sino también en razón de la materia porque la causa versa sobre puntos regidos por la
constitución, las leyes (federales) o los tratados, la jurisdicción es improrrogable.
d) Finalmente, no habría razón para dejar de aplicar igual esquema al supuesto de prórroga a favor de
tribunales provinciales.
58. — Analizadas ya las causas en que el estado es parte (donde la jurisdicción federal surge
por razón de la “persona”) resta otro cúmulo en que también dicha jurisdicción está dada por el
art. 116 en virtud de (o en razón de) las personas o partes, es decir, de quien (o quienes)
intervienen en el juicio, con independencia de cuál sea la “materia” o el derecho (federal o no) que
rige la causa.
Este nuevo conjunto de causas viene enunciado con precisión en la parte final del art. 116. Si
se lo lee atentamente, se advierte una diferencia con el enunciado de las causas (o los asuntos) en
que “la nación” (el estado) es parte, sin indicarse cuál es —o debe ser— la otra parte; es decir,
basta que el estado sea parte. En cambio, en las causas que ahora hemos de enunciar se emplea
otra terminología, porque se habla de causas “que se susciten entre...” o “contra” tales y cuales
partes; es decir, aquí viene indicado cuál es —o debe ser— la parte actora y la parte demandada,
de forma que la jurisdicción federal por razón de “personas” encuentra una indicación de quiénes
deben intervenir como partes contrarias (actora y demandada): “quién” con “quién”, o “quién”
contra “quién”, o entre “quienes”.
Entre estos “quienes” (partes o personas) hallamos “provincias”, “vecinos de diferentes
provincias”, “ciudadanos extranjeros”, “estados extranjeros”.
60. — La enumeración de las causas del art. 116 por razón de partes podría sugerir, si nos ciñéramos a una
interpretación rígidamente literal, que las limita a procesos estrictamente contenciosos en el sentido más clásico de
la ley 27. En efecto, expresiones como “causas entre...” y causas “contra…” dejarían fuera de la lista a muchas
que personalmente damos como integrándolo.
Por un lado, la terminología aludida sólo reviste el alcance de señalar la bilateralidad de partes que han de
intervenir en un proceso para que quede comprendido en el art. 116.
Por otro lado, cuando menciona las causas “entre una provincia o sus vecinos contra un estado o ciudadano
extranjero” no creemos que las reduzca a las que tienen como parte demandada a un estado extranjero o a un
ciudadano extranjero; bien pueden éstos ser parte actora, y ser parte demandada una provincia o sus vecinos, de
forma que ambas hipótesis queden absorbidas por la norma.
Recordemos, al efecto, que el texto originario de 1853 enfocaba el caso sin usar la palabra “contra”, y hablaba
de causas “entre una provincia y un estado o ciudadano extranjero”, al modo como en la ley 48 y el decreto-ley
1285/58 se ha sustituido asimismo el vocablo “contra” por la palabra “y”.
61. — Desglosando la serie de causas por razón de partes que aquí analizamos obtenemos las
siguientes:
a) “provincia” (una o más) con “provincia” (una o más);
b) “provincia” con “vecinos de otra provincia”;
c) “provincia” con “estado extranjero”;
d) “provincia” con “ciudadano extranjero”;
e) “vecinos de una provincia” con “vecinos de otra provincia”;
f) “vecinos de una provincia” con “estado extranjero”;
g) “vecinos de una provincia” con “ciudadano extranjero”.
62. — Si pretendiéramos alargar las causas por razón de partes, incluyendo aquéllas en que es
parte el estado federal , cabría añadir a los incisos a) a g) las causas entre:
h) el “estado” y los “vecinos de una provincia”;
i) el “estado” y un “ciudadano extranjero”;
j) el “estado” y un “estado extranjero”;
k) el “estado” y una “provincia”.
63. — Es bueno anticipar también desde ahora, para posteriores explicaciones, que la lectura del art. 116 nos
hace ver que en él no figura una causa que, en cambio se hallaba comprendida entre las de jurisdicción federal en
el primitivo art. 97 del texto constitucional originario, y que fue suprimida en el texto de 1860. Es la causa que se
suscita entre “una provincia y sus propios vecinos” (que sólo puede ser de jurisdicción federal por “razón de
materia”).
64. — Las provincias son personas jurídicas “estatales”, o sea, son “estados” con
personalidad de derecho público.
La justiciabilidad de las provincias merece un desdoblamiento, conforme al cual una
provincia puede —según los casos— estar en juicio ante: a) tribunales federales (jurisdicción
federal); b) tribunales provinciales (jurisdicción provincial o local).
Esta dualidad —según la provincia enfrente a la jurisdicción federal o a la provincial— hace observar que una
misma ley provincial (la que condiciona y reglamenta la justiciabilidad de la provincia), puede ser a la vez
constitucional (cuando se la aplica para los juicios en que la provincia es parte ante sus propios tribunales) e
inconstitucional (si se la pretende aplicar a los juicios en que la provincia es parte ante tribunales federales). (Ver
Tomo I, cap. V, nº 37 b).
66. — Para la ejecución de sentencias de condena contra las provincias, ver nº 48.
Los casos en que la jurisdicción federal surge porque es parte una provincia
67. — Las posibles cuatro causas de jurisdicción federal por razón de “personas” en que
aparece una provincia como parte a tenor del art. 116, son:
a) una “provincia” con otra u otras;
b) una “provincia” y vecinos de otra;
c) una “provincia” y un estado extranjero;
d) una “provincia” y un ciudadano extranjero.
Estos cuatro tipos de causas son, además, de competencia originaria y exclusiva de la Corte
en virtud del art. 117, según lo expresado en el cap. XLIX.
Desde ya adelantamos que, a nuestro criterio, el art. 116 condiciona esa competencia de la
Corte a la concurrencia de dos condiciones: a) que una provincia sea parte (actora o demandada),
pero b) que la “otra parte” en el juicio sea alguna de las que prevé dicha norma cuando arma estas
cuatro causas, es decir: b’) otra provincia; b”) vecinos de otra provincia; b”’) un estado
extranjero; b””) un ciudadano extranjero.
Estas son las únicas causas que, en razón de personas, el art. 116 atribuye a la jurisdicción federal por ser
parte una provincia. Si, eventualmente, otra causa en que es parte una provincia corresponde a la jurisdicción
federal, la competencia de ésta no surge porque sea parte una provincia, sino por otro motivo —por ej.: por ser
parte el estado (la “nación”) o por razón de la materia federal—.
68. — Queda claro, entonces, que hay dos causas en que, pese a ser parte una provincia, es
improcedente su agregación a las únicas cuatro antes citadas. Esas dos son:
a) Entre “una provincia y el estado federal” (la “nación”), que son de jurisdicción federal
porque es parte el estado (y no porque lo sea una provincia) (y a nuestro criterio, no son de
competencia originaria de la Corte);
b) Entre “una provincia y sus vecinos” (que no son de jurisdicción federal por razón de
personas, aunque puedan serlo por razón de materia) (y en caso de serlo por razón de materia,
tampoco son de competencia originaria de la Corte).
Remitimos al cap. XLIX, nos. 12 y 16.
69. — Cuando una causa en que es parte una provincia corresponde a la competencia
originaria y exclusiva de la Corte por el art. 117, el derecho judicial exige inexorablemente que la
provincia sea “parte” en sentido nominal y en sentido sustancial. Este requisito será analizado en
oportunidad de desarrollar el art. 117. (Ver cap. XLIX, nº 17).
Qué significa “causa que se suscite entre...” y “contra…”, y el problema de las causas penales
70. — Las expresiones “causas que se susciten entre…” y “contra…” sólo tienen, a nuestro criterio
interpretativo, el sentido de presuponer la bilateralidad de partes que intervienen en el proceso con pretensiones
distintas u opuestas. Eso, y únicamente eso.
Remitimos a los nos. 12 a 14, y 60.
71. — El problema se suscita cuando se encara la posibilidad de una causa penal, como ha ocurrido en el
caso de una provincia que dedujo querella penal contra personas presuntamente autoras de defraudación en su
perjuicio (autos “Provincia de Salta c/Wollner y otros”), fallo en el que, con fecha 8 de octubre de 1968, la Corte
consideró que la provincia querellante no resultaba dueña de la acción penal pública y, por ende, no acreditaba el
requisito de ser parte “sustancial” (sino eventual) en el proceso penal, razón por la cual la causa no era de su
competencia originaria (el dictamen del entonces Procurador General, doctor Eduardo H. Marquardt, sostuvo la
posición contraria).
72. — La conclusión que personalmente extraemos para la competencia originaria de la Corte en causas
penales en alguno de los cuatro supuestos del art. 116, es la siguiente: como principio, se excluyen de aquella
competencia, porque lo normal es que la provincia no resulte en ellas parte “nominal” y “sustancial” a la vez; pero
si, acaso, esa doble condición se cumple, y la otra parte es alguna de las que, por litigar con una provincia,
provocan la competencia originaria de la Corte, tal competencia procede excepcionalmente no obstante tratarse de
un proceso penal (sin que importe la naturaleza federal o común del delito, porque aquí tampoco hay que
introducir la “materia”).
Por ende, salvo esa rara y excepcional configuración de una causa penal que resulta propia de la competencia
originaria de la Corte, se puede enunciar el principio de que, normalmente, las causas penales no le corresponden.
De ahí, si por oposición a causa “penal” llamamos a las causas “no penales” causas “civiles”, se deriva como
aceptable la pauta de que las cuatro causas “entre…” y “contra…” del art. 116 deben ser causas civiles en las que
una provincia —como actora o como demandada— sea parte con carácter nominal y sustancial.
El derecho judicial de la Corte también tiene dicho que no es causa civil aquélla en que a pesar de pretenderse
restituciones, compensaciones o indemnización de carácter civil, se tiende al examen y revisión de actos
administrativos, legislativos o judiciales de las provincias, en los cuales éstas han procedido dentro de sus
competencias propias.
Así enmarcado el perfil jurisprudencial de la “causa civil”, es bueno saber que, por exclusión,
no son tales las que se refieren a: a) derecho público provincial; b) derecho provincial de
cualquier otra índole; b’) actos de imperio, o legislativos, o administrativos, o judi-ciales de las
provincias, que se derivan de la autonomía provincial; c) las ya explicadas causas penales.
La exclusión de estas causas por razón de “materia”, que se sustraen al grupo de las cuatro causas en que la
jurisdicción federal (y la competencia originaria de la Corte) surge en los arts. 116 y 117 por razón de “personas”
(o partes) implica, para nosotros, una retracción indebida e inconstitucional, como en seguida lo explicaremos en
el nº 75.
74. — Hecha esta acotación, volvemos a la jurisdicción federal por razón de “personas” —en
nuestro caso, por ser parte una provincia—y la relacionamos con la jurisdicción federal por razón
de la “materia”, tal como surge de la ley y del derecho judicial.
a) Entre dos o más provincias, no interesa la materia de la causa, ya que el art. 127 obliga a
someter las quejas entre ellas a la Corte, cualquiera sea su índole (excepto las que versan sobre
fijación de límites, que incumben al congreso —art. 75 inc. 15—).
b) Entre una provincia y vecinos de otra. Acá ya no caben todos los asuntos, sino sólo las
causas “civiles”, y cualquier otra de las que, por razón de materia, surten la jurisdicción federal.
c) Entre una provincia y un estado extranjero, tampoco interesa la materia.
d) Entre una provincia y un ciudadano extranjero, ídem al inc. b).
75. — Nuestra crítica es la siguiente: cuando por ley y/o por derecho judicial se exige una
determinada “materia” de la causa (“civil”) en algunas de las cuatro causas anteriores en que es
parte una provincia, y en caso de tratarse de otra materia distinta (por ej., derecho provincial) la
causa se excluye de la competencia originaria de la Corte estamos ciertos de que se configura
inconstitucionalidad, por las siguientes razones:
a) Como en estas cuatro causas se trata de competencia por razón de “personas”, no hay que
introducir ni mezclar la “materia” de la causa (o el derecho que la rige);
b) Como estas cuatro causas son de competencia originaria y exclusiva de la Corte, y tal
competencia no puede ampliarse ni dismi-nuirse (ni por ley ni por jurisprudencia de la Corte),
toda reglamentación y todo derecho judicial que la alteran en virtud de la “materia” frustran lo
dispuesto en los arts. 116 y 117.
En suma, la competencia originaria de la Corte por razón de “personas” (partes) siempre es
constitucionalmente insusceptible de condicionarse por la índole de la “materia” de la causa.
76. — La doctrina y la jurisprudencia que dejan fuera de las “causas civiles” a las regidas por el derecho
provincial, alegan a su favor que la jurisdicción federal debe coordinarse con el principio de autonomía provincial,
en virtud del cual son los tribunales provinciales los que deben conocer y decidir de las causas regidas por el
derecho local.
El argumento no nos convence, porque precisamente si los arts. 116 y 117 abren un tipo de jurisdicción
federal por razón de “personas” sin referirse para nada a la “materia”, ha de entenderse que, en todo caso,
excepcionan el principio que la doctrina y la jurisprudencia pretenden inferir de la autonomía provincial.
77. — Se admite pacíficamente que hay una cuestión entre provincias que no puede llevarse a
juicio, o sea que no es justiciable, y se configura cuando la controversia interprovincial requiere
que se “fijen” los límites entre provincias.
Ello es así porque la fijación de tales límites está exclusivamente encomendada al congreso
por el art. 75 inc. 15, de forma que si dos o más provincias discuten entre sí los límites
interprovinciales que no están “ya” fijados por el congreso, el diferendo no puede ser resuelto
judicialmente. Por ende, en tal supuesto se excepciona la jurisdicción que el art. 127 le atribuye a
la Corte para dirimir las “quejas” entre provincias y la competencia que el art. 117 le otorga para
decidir las causas entre dos o más provincias.
Por excepción, la Corte ha actuado como árbitro en cuestiones de límites pendientes.
Ahora bien, cuando la causa entre provincias, a pesar de referirse a una cuestión de límites, no requiere
fijarlos o modificarlos, sino solamente juzgar relaciones derivadas de los límites ya legalmente establecidos por el
congreso, la competencia de la Corte es plena. Asimismo, el hecho de no estar fijados todavía los límites no
impide la judiciabilidad de cuestiones vinculadas con la zona fronteriza litigiosa, que no requieren “fijación” de
límites (por ej., un juicio de mensura de un inmueble situado en esa zona).
Remitimos al cap. XXXIV, nos. 69 y 70.
La jurisdicción “dirimente” de la Corte en las quejas entre provincias
78. — Se denomina jurisdicción dirimente de la Corte la que ejerce en virtud del art. 127 de la
constitución cuando las provincias le someten las “quejas” que tienen entre sí.
Remitimos al Tomo I, cap. VIII, nº 20 b, y 21.
79. — El art. 116 establece la jurisdicción federal para las causas que se suscitan:
a) entre “vecinos” de diferentes provincias;
b) entre “vecinos” de una provincia y un estado extranjero;
c) entre “vecinos” de una provincia y un ciudadano extranjero;
d) entre una provincia y “vecinos de otra”.
80. — Nos queda un supuesto que literalmente no figura en el art. 116 y que se configura cuando en una
causa litigan ciudadanos extranjeros entre sí. Conforme al derecho judicial de la Corte, las causas entre
extranjeros no surten jurisdicción federal en lo que atañe a la distinta vecindad de aquéllos.
Vamos a desdoblar la hipótesis: a) causa entre extranjeros que son vecinos de una misma provincia; b) causa
entre extranjeros que son vecinos de distintas provincias. En el primer caso, juzgamos que si la misma vecindad
provincial de partes argentinas contrarias no suscita jurisdicción federal, tampoco debe sur-tirla la de partes
extranjeras contrarias. En el segundo caso, se puede pensar que si la distinta vecindad provincial de partes
argentinas contrarias requiere la jurisdicción federal, tiene bastante fundamento la tesis que sugiere la nece-sidad
de la jurisdicción federal también cuando la distinta vecindad provincial atañe a partes extranjeras que litigan entre
sí (por ej., un extranjero vecino de la provincia de Córdoba con un extranjero que es vecino de la provincia de
Santa Fe).
La reglamentación de la vecindad
81. — La distinta vecindad a los efectos de la jurisdicción federal es suscep-tible de regulación legal
razonable. Queremos decir que la ley puede establecer qué requisitos debe reunir una persona para que, a efectos
de aquella jurisdicción, se la tenga como “vecino” de una provincia.
Estimamos razonable equiparar la ciudad autónoma de Buenos Aires a una provincia a efectos de la distinta
vecindad (vecino de la ciudad con vecino de una provincia), sea por ley o por derecho judicial.
82. — La ley y el derecho judicial deben también por eso contemplar razona-blemente —y lo han hecho— la
vecindad de las personas “no físicas” (llámenselas personas jurídicas, o de existencia ideal, o corporaciones, etc.).
Ya Joaquín V. González enseñaba que las municipalidades y demás corporaciones como personas jurídicas
quedaban comprendidas en el término “vecinos”. Involucramos a dichas personas jurídicas tanto cuando lo son de
derecho público (estatal o no), como en caso de serlo de derecho privado.
La reglamentación de la vecindad de estas entidades debe ser razonable.
La prórroga de la jurisdicción
83. — La jurisdicción federal por razón “de partes” es prorrogable, de forma que el principio cubre los
supuestos en que tal jurisdicción se depara por vecindad distinta.
84. — Son también de jurisdicción federal las causas en que son parte una provincia o sus
vecinos con un ciudadano extranjero.
Se reputa tal no sólo al habitante extranjero, sino también a quien, sin ser habitante ni tener
domicilio en territorio argentino, litiga ante sus tribunales.
La extranjería debe probarse.
De la última parte del art. 116 surge que las causas posibles en que es parte un ciudadano
extranjero se suscitan entre: a) una provincia y un ciudadano extranjero (ver cap. XLIX, nº 16 a’);
b) ve-cinos de una provincia y un ciudadano extranjero (cualquiera sea la vecindad de éste).
Podemos añadir: c) el estado (federal) y un ciuda-dano extranjero (caso en el que la jurisdicción
federal surge por ser parte el estado).
Queda pendiente: d) un estado extranjero y un ciudadano extranjero, a la que nos referiremos
más adelante (ver nº 91).
85. — Como a la jurisdicción federal se le llama también “fuero” federal, el adjetivo “aforada” se refiere y
aplica a las partes (o personas) a quienes la constitución les depara el fuero federal, o sea, les da acceso a la
jurisdicción federal cuando la competencia depende de las partes (por razón de personas), y cuando hay que
encarar la nacionalidad o la vecindad de las mismas. Así, por ejemplo:
a) No es aforada la persona —física o jurídica— que se ha avecindado circunstancialmente, o sólo con miras
a promover juicio en jurisdicción federal, o de manera ficticia;
b) A los efectos del fuero federal por extranjería (nacionalidad) o por vecin-dad, debe probarse por quien lo
alega la nacionalidad extranjera o el domicilio, respectivamente.
c) A los efectos del fuero federal para las personas jurídicas, cuando tienen establecimientos o sucursales en
distintas provincias, la vecindad se individualiza por el establecimiento local en que la sociedad actúa, pero sólo
para los juicios vinculados a él;
d) no debe reputarse aforada por extranjería a la persona que, siendo ex-tranjera, ha obtenido nacionalidad
argentina por naturalización. En cambio, entendemos que es aforado (por distinta vecindad) el argentino
naturalizado extranjero al que nuestro derecho no le reconoce la extranjería adquirida;
e) El cónyuge argentino casado con cónyuge extranjero no merece ser afora-do en virtud de la extranjería del
otro, porque el matrimonio no confiere ninguna nacionalidad distinta a la propia de cada uno a los efectos del
fuero federal.
86. — Por lo expuesto en el cap. XLV, nos. 55 y 56 podemos decir que, actualmente, en el
derecho argentino se acepta:
a) La judiciabilidad de un estado extranjero ante nuestros tribunales, a condición de que
b) dicho estado la consienta, expresa o tácitamente (ver nº 88); pero
c) si no la consiente y el acto por el cual se pretende someterlo a juicio no tiene naturaleza de
acto del poder público (iure imperii), la judiciabilidad procede directamente.
87. — La inmunidad de jurisdicción que nuestro derecho admite respecto de los estados extranjeros ante los
tribunales argentinos no viola el derecho a la jurisdicción que nuestra constitución acuerda a los justiciables
cuando queda expedito el acceso a la jurisdicción ante los tribunales locales del estado extran-jero que declina su
justiciabilidad ante los nuestros.
Cuando un estado extranjero no admite su juzgamiento ante tribunales ar-gentinos, y quien pretende
demandarlo tampoco puede hacerlo ante los propios tribunales de ese país extranjero, se consuma una situación de
privación de justicia que resulta doblemente violatoria de: a) nuestra constitución en el derecho interno, y b) el
derecho internacional en su ámbito.
88. — La judiciabilidad de un estado extranjero ante nuestros tribunales exige, cuando se trata
de actos de poder público (iure imperii), que el acatamiento de la jurisdicción argentina sea
expresado por el gobierno de ese estado extranjero a través de su agente diplomático.
Tal inmunidad de jurisdicción del estado extranjero quedó condicionada —para el respeto que
le debe el nuestro— a la necesidad de trato recíproco por el estado extranjero (decreto-ley 9015,
incorporado por ley 21.708 al art. 24 del decreto-ley 1285/58).
89. — En el caso “Manauta”, de 1994, la Corte añadió un distingo: a) para hacer justiciable a
un estado extranjero por “actos de imperio” hace falta que ese estado consienta la jurisdicción de
los tribunales argentinos; b) si se trata de actos que no son de imperio (“iure gestionis”) ese
consentimiento no hace falta (ver cap. XLV, nº 56).
90. — El art. 116 prevé expresamente la jurisdicción federal cuando es parte un estado
extranjero para los casos que se susciten:
a) entre una provincia y un estado extranjero;
b) vecinos de una provincia y un estado extranjero, sin que importe cuál de ambos es parte
actora o parte demandada.
Implícitamente, como los asuntos en que nuestro estado (la “na-ción”) es parte, también
provocan la jurisdicción federal, podemos incluir como inciso c): los asuntos en que es parte el
estado argentino con un estado extranjero.
De estas causas, la primera (inc. a) “entre una provincia y un estado extran-jero” es de competencia
originaria y exclusiva de la Corte Suprema por el art. 117, de donde la jurisdicción federal no es prorrogable, ni
susceptible de alte-ración.
Las otras dos van originariamente a la primera instancia federal, y por ello la jurisdicción federal puede ser
regulada por ley, o prorrogada por las partes (salvo que la causa verse sobre puntos regidos por la constitución, las
leyes o los tratados internacionales).
91. — Queda la hipótesis de otro caso posible en que sea parte un estado extranjero, cuando: d) la causa se
suscita entre un estado extranjero y un ciuda-dano extranjero.
Las causas entre un ciudadano extranjero y un estado extranjero no están previstas en el art. 116 como de
jurisdicción federal. Sin embargo, como aquí no se trata de competencia originaria de la Corte (insusceptible de
ampliación o disminución legal), creemos que la ley o la interpretación judicial pueden conducir a la seria
conclusión de que tales causas pertenecen también a la jurisdicción federal, máxime si se atiende a la posible
diferente extranjería de las partes mencionadas.
92. — Los organismos o entes internacionales con personalidad internacional deben asimilarse a los estados
extranjeros a efectos de suscitar la jurisdicción federal cuando litigan en nuestro estado, y si están investidos de
inmunidad de jurisdicción debe reconocérseles la exención, de modo análogo a como se les reconoce a los estados
extranjeros y a los diplomáticos extranjeros.
No obstante, si la inmunidad de jurisdicción de los organismos internacionales fuera absoluta (o sea, si no
pudiera hacérselos justiciables en ningún estado ni ante ningún tribunal) habría que decir que tal inmunidad resulta
inconstitucional por violar el derecho a la jurisdicción (interno) y que, simultáneamente, queda transgredido el
“ius cogens” (internacionalmente), lo que derivaría a allanar la inmunidad inválida sin necesidad de
consentimiento y a hacer justiciable al organismo exento por parte de los tribunales argentinos (ver para esto
último lo que decimos al tratar la privación de justicia en el capítulo XLV, nº 57).
VII. LAS CAUSAS CRIMINALES
Su concepto
93. — Nos resta decir algo sobre la competencia de la justicia federal en causas penales. Ella
puede surgir: a) en razón de materia (federal) por la naturaleza (federal) del hecho criminoso; b)
en razón del lugar donde se ha cometido; c) en razón de materia y de persona, por la naturaleza
del hecho y la calidad del autor.
La competencia en materia penal o criminal no está prevista expresamente en el art. 116 de la constitución.
Como primera aclaración conviene resaltar que una causa penal nunca suscita jurisdicción federal por razón
exclusiva de las “personas” a quienes se imputa el delito, o que pueden resultar víctimas de él, salvo que se trate
de causas criminales concernientes a embajadores, ministros públicos y cónsules extranjeros (porque las causas
concernientes a ellos siempre son de competencia originaria y exclusiva de la Corte en razón de las “personas” y
con prescindencia de la “materia”).
94. — En “razón de materia y de personas” (por naturaleza del hecho y la calidad del autor,
simultáneamente), la jurisprudencia ha considerado propios de la jurisdicción federal los delitos de abuso de
autoridad, violación de deberes del funcionario público, cohecho, malversación de caudales, etc., siempre que
quien los cometa sea funcionario público del gobierno federal (aunque su actua-ción se desarrolle en territorio de
provincia), o funcionario provincial que actúe por orden de autoridad federal. Asimismo, la responsabilidad penal
de los inter-ventores federales a raíz de actos cumplidos en ejercicio o con motivo de sus funciones, suscita
competencia de la justicia federal en los juicios en que se dis-cute; por analogía, ese principio del derecho judicial
ha sido extendido por la Corte a los “gobernadores” designados con este título por el poder ejecutivo de facto para
desempeñarse a su nombre como autoridades provinciales.
95. — La competencia en materia penal “por razón el lugar” exige que, después de la reforma de 1994, se
tome en cuenta el inc. 30 del art. 75. En los “establecimientos de utilidad nacional” en el territorio de provincias la
jurisdicción federal sólo subsiste para evitar que los poderes locales interfieran en el cumplimiento de los fines
específicos de tales establecimientos. Por ende, los delitos sólo son judiciables por tribunales federales “por razón
del lugar” cuando la conducta incriminada guarda relación suficientemente razonable con el fin federal de ese
lugar.
Para los delitos cometidos en la ciudad de Buenos Aires mientras sea capital entendemos que por no ser ya un
territorio federalizado debe tomarse en consi-deración lo que decimos en el cap. XLII, acápite VII.
Por ende, y de alguna manera, sugerimos que actualmente la jurisdicción federal “por razón del lugar” se
mezcla en las causas criminales con la “materia”, porque los delitos caen bajo aquella jurisdicción sólo cuando
dañan bienes o intereses federales.
96. — Del art. 118 de la constitución, que prescribe la radicación de los juicios criminales ordinarios en la
provincia donde se hubieran cometido, se desprende el principio de improrrogabilidad territorial de la
competencia en materia penal. (Ver Tomo II, cap. XXIV, nº 41).
Su concepto
97. — El art. 116 no contiene referencia explícita alguna a la jurisdicción federal por razón del lugar. No
obstante ese silencio, tal jurisdicción existe.
En torno de ella cabe una breve formulación:
a) Los tribunales federales se hallan dispersos en todo el territorio del estado, y tienen asignada por ley una
competencia territorial, lo que equivale a decir que la jurisdicción que ejercen en las causas sometidas a ellos está
geográficamente demarcada por un perímetro territorial que, incluso, puede prescindir de los límites provinciales y
abarcar más de una provincia.
b) Por lo que dijimos en relación con las causas criminales, su adjudicación a los tribunales federales ofrece
aspectos vinculados al lugar de comisión del delito, lo que presenta cierto matiz de territorialidad.
c) Bien que la jurisdicción en las causas de almirantazgo y jurisdicción marítima debe considerarse federal
por razón de materia, conviene visualizarla, de modo análogo a lo dicho en el anterior inc. b), parcialmente
vinculada al lugar en virtud de las alusiones al mar, a los ríos, a los puertos, etc. Lo mismo la jurisdicción en
materia de derecho aeronáutico.
d) Por último, los lugares del art. 75 inc. 30 de la constitución guardan relación con la jurisdicción federal
por razón del lugar. (Para esto, remitimos al Tomo I, cap. VIII, acápite VI).
IX. LAS CAUSAS SUPRIMIDAS EN 1860
98. — En el texto originario de 1853, el artículo que después de la reforma de 1860 llevó número 100 (y
entonces era el 97) contenía algunos asuntos y causas como propios de la jurisdicción federal, que fueron
suprimidos en la mencionada enmienda.
Eran los siguientes:
a) los “recursos de fuerza” (que eran apelaciones contra resoluciones y procedimientos de los tribunales
eclesiásticos);
b) los “conflictos entre los diferentes poderes públicos de una misma provincia”;
c) las causas que se suscitaren “entre una provincia y sus propios vecinos”.
Aun cuando sea cierto que los conflictos entre poderes públicos de una provincia no provocan —en cuanto
conflictos de competencia provinciales— la jurisdicción federal, adherimos a la doctrina que sostiene que sí la
provocan si de alguna manera originan distorsiones violatorias del sistema republicano o repercuten en lesión a
derechos personales.
Un caso con algún parentesco y proximidad respecto de este tema fue resuelto por la Corte en su fallo del 4
de octubre de 1994 en autos “Seco Luis A. y otros” referido a una situación en la provincia de Catamarca.
X. LA JURISDICCION Y LA COMPETENCIA DE LA
CORTE SUPREMA
99. — La jurisdicción federal estipulada en el art. 116 determina globalmente las causas y los
asuntos que, en términos generales, son de jurisdicción de los tribunales federales, sin dividir
instancias ni competencias.
La constitución sólo especifica luego —en el art. 117— los casos en que esa competencia es
originaria y exclusiva de la Corte Suprema de Justicia. Y el propio art. 117 aclara que, salvo
“estos casos”, en todos los demás el congreso puede establecer las “reglas y excepciones” que
regirán la jurisdicción “apelada” de la Corte.
De ello surge que se prevén dos clases de instancias para la Corte: a) originaria y exclusiva,
en la que conoce como tribunal de instancia única; b) apelada, en la que conoce causas que le
llegan de un tribunal inferior, donde han sido juzgadas (a veces en más de una instancia, e
inclusive por tribunales provinciales, o por tribunales ajenos al poder judicial, como los militares
y los administrativos).
101. — Es bueno transcribir el art. 117 en su primera parte. El texto dice, a continuación de la
enumeración de causas federales del art. 100:
“En estos casos (los del 116) la Corte Suprema ejercerá su jurisdic-ción por apelación según
las reglas y excepciones que prescriba el con-greso; pero...” (y aquí aparece la jurisdicción
originaria y exclusiva).
De esta breve fórmula inferimos:
a) Que las causas en que resulta competente la Corte en jurisdicción apelada dependen de lo
que establezca la ley que dicta el congreso reglamentando esa jurisdicción, de forma que: a’) no es
imposición constitucional que “todas” las causas del art. 116 puedan acceder en apelación a la
Corte; pero a”) estando previsto en la constitución que debe existir la jurisdicción apelada de la
Corte, “algunas” de esas causas han de poder llegar a tal jurisdicción, a criterio de la ley del
congreso;
b) Que por lo dicho, la jurisdicción apelada de la Corte puede ser mayor o menor, según lo
disponga la ley del congreso con “reglas y excepciones”;
c) Que esa jurisdicción no es totalmente suprimible, de forma que sería inconstitucional su
inexistencia y la ley del congreso que elimi-nara en forma absoluta la jurisdicción apelada de la
Corte (ver nº 15 d y e);
d) Que la primera parte del art. 116, en cuanto prescribe que son de jurisdicción federal
“todas las causas que versan sobre puntos regidos por la constitución, las leyes del congreso —
excepto las de derecho común— y los tratados internacionales, obliga a que tales causas puedan
llegar por lo menos una vez en última instancia a jurisdicción federal apelada (si es que
inicialmente no se radican en jurisdicción federal), pero de ninguna manera significa que
necesariamente esa jurisdicción federal apelada deba abrirse ante la Corte, pudiendo la ley del
congreso optar porque: d’) se abra ante la Corte, o d”) se abra ante un tribunal federal inferior a
ella.
102. — La ley ha regulado, dentro de su margen elástico, los diversos supuestos de acceso a la Corte que son
ajenos a su jurisdicción originaria, entre los que citamos las vías recursivas en: a) causas en que el estado es parte
(de acuerdo al monto); b) causas de extradición de criminales; c) causas de jurisdicción marítima; d) supuestos de
revisión, aclaratoria, y queja (por retardo de justicia); d’) supuestos de apelación denegada; e) las cuestiones de
competencia y los conflictos que en juicio se planteen entre jueces y tribunales del país que no tengan un órgano
superior jerárquico común que deba resolverlos; f) casos en que debe decidir sobre el juez competente cuando su
intervención sea indispensable para evitar una efectiva privación de justicia; g) la vía extraordinaria de apelación
consistente en el clásico recurso extraordinario del art. 14 de la ley 48, que se llama también “remedio federal”.
103. — Los conflictos de poderes en sentido estricto no tienen previsión específica, pero cuando
excepcionalmente la Corte ha entendido que un tribunal judicial ha “invadido” la zona reservada a otro poder del
estado, ha tomado intervención en el caso con salteamiento de instancias procesales intermedias (caso “Unión
Obrera Metalúrgica”, de 1996, que citamos en el nº 118).
104. — El derecho judicial emanado de la jurisprudencia de la Corte sostiene que el tribunal tiene, como
órgano supremo del poder judicial y cabeza de uno de los poderes del estado, poderes implícitos que le son
connaturales e irrenunciables para salvaguardar la eficacia de la administración de justicia.
La interpretación, el uso y la aplicación de estos poderes implícitos depende de la prudencia razonable del
propio tribunal en cada caso.
106. — Ha quedado claro que la jurisdicción de la Corte es una jurisdicción reglada (por la constitución y por
la ley), y que no existe una jurisdicción de equidad.
Con ambos presupuestos, hay que dar por cierto al día de hoy que —no obstante el marco dentro del cual
ejerce su función judiciaria— la jurisdicción de la Corte ha ido cobrando perfiles de discrecionalidad.
Jurisdicción “discrecional” no significa que la Corte la ejerza a su puro arbitrio voluntarista. Más bien quiere
decir que en las causas que son de su competencia, ella misma dispone de un margen que, habilitado por la ley o
por su propia interpretación constitucional, le permite seleccionar las causas a decidir y las causas cuya decisión
declina.
107. — No es totalmente exacto afirmar que el afianzamiento de la jurisdicción discrecional ha tenido como
único norte el propósito de aliviar cuantita-tivamente la carga de causas que llegan a la Corte para su conocimiento
y reso-lución. A la inversa, muchos casos asumidos por ella le han reportado un incre-mento de trabajo.
108. — Si hubiéramos de esbozar cuáles han sido los cauces a través de los cuales cobró
perfil la jurisdicción discrecional de la Corte, citaríamos ejemplificativamente:
a) la doctrina de las cuestiones políticas no judiciables, con cuya aplicación ha retraído el
control judicial de constitucionalidad en los asuntos que, con ciertas variaciones, incluyó en el
listado ajeno a su competencia;
b) la doctrina de las competencias que, por considerar atribuidas en su decisión final y
definitiva a los órganos políticos, ha reputado extrañas a su decisión judicial (ver, para el
enjuiciamiento político, cap. XXXVI, nos. 27/28);
c) la doctrina de la arbitrariedad de sentencias, con la que a partir de 1909 incorporó en las
causales habilitantes del recurso extraordinario la de sentencias arbitrarias, incluso para abrir su
jurisdicción en causas regidas por derecho común o derecho provincial;
d) la doctrina de la gravedad institucional (bajo esa denominación o sus equivalentes de
trascendencia institucional, interés insti-tucional, trascendencia constitucional), en cuya aplicación
—sobre todo a partir de 1960— hizo procedente el recurso extraordinario, sea aliviando requisitos
formales de admisibilidad, sea llegando a crear una causal independiente al margen de toda
cuestión federal como sustitutiva de ésta;
e) la aceptación excepcional del “per saltum” para avocarse a la decisión de causas con
salteamiento de instancias intermedias (ver acápite XII).
f) el empleo del “certiorari” a partir de la reforma al art. 280 del código procesal en 1990,
tanto para rechazar a su “sana discreción” el recurso extraordinario como, a la inversa, para
seleccionar los casos que consideró requeridos de su jurisdicción extraordinaria;
g) a lo mejor, no fuera osado aseverar que también la invocación y el empleo de sus poderes
implícitos le ha servido a la Corte para disponer discrecionalmente de su jurisdicción.
109. — Para comprender por qué los ejemplos dados en el nº 108 han coadyuvado a la jurisdicción
discrecional de la Corte, es útil añadir que conceptos como “cuestiones políticas”, “sentencia arbitraria”,
“gravedad institucional”, “poderes implícitos”, así como la elaboración y la praxis del “per saltum” y el
“certiorari”, remiten a pautas muy abiertas, elásticas e indeterminadas, con buena carga de ambigüedades.
111. — No dudamos de que las sentencias de nuestra Corte son definitivas, y de que la Corte
es “Suprema” en cuanto cabeza de nuestro poder judicial. Pero en seguida hemos de aclarar que
ello es así en jurisdicción interna.
Esta afirmación vale para no suponer algunas cosas que parte de nuestra doctrina sostiene, y
con la que discrepamos totalmente. Per-sonalmente decimos: a) no se desvirtúa ni transgrede la
definitividad de las sentencias de la Corte ni su carácter de “Suprema” por el hecho de que en
virtud de tratados internacionales (concretamente, el Pacto de San José de Costa Rica), se abra el
acceso a la jurisdicción supraestatal de la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos
Humanos denunciando violaciones que se imputan al estado argentino; b) en tal supuesto, no es
correcto decir que los órganos supraestatales “revisan” las sentencias de nuestra Corte; c) tampoco
lo es aseverar que son las sentencias dictadas en la última instancia interna las que se “impugnan”
ante la jurisdicción supraestatal.
112. — En suma, la instancia supraestatal, bien que normalmente requiere haber agotado
previamente las vías judiciales existentes en jurisdicción interna del estado y, por ende, también
normalmente que haya recaído sentencia de nuestra Corte, no implica una revisión de la sentencia
argentina,
A la jurisdicción supraestatal no le interesa que la violación a derechos del Pacto sea —en
nuestro derecho interno— constitucional o inconstitucional; lo que verifica es si nuestro estado
incurrió, por acción u omisión, en incumplimiento del Pacto y en responsabilidad internacional.
Por ello, la Corte Interamericana no es una instancia más que prolongue las internas, ni tampoco
actúa como alzada del tribunal argentino cuya sentencia agotó las vías internas; la jurisdicción
supraestatal no se provoca mediante recurso contra la sentencia argentina, sino que es una nueva
instancia independiente.
En consecuencia, desde nuestro punto de vista no corresponde sostener que las sentencias de
la Corte Suprema quedan eventual-mente sujetas a la jurisdicción supraestatal del Pacto de San
José de Costa Rica.
Ver el cap. LI.
Su concepto
Tal forma de abreviar las etapas y la duración del proceso es siempre reputada excepcional, porque responde
a situaciones de urgencia y gravedad institucional de alta intensidad en la causa en que el salteamiento se
produce.
Al certiorari se le llama “by pass” porque hace de puente hacia la Corte desde el tribunal cuya decisión llega a
ella con salteamiento de instancias intermedias.
114. — El leading case del “per saltum” es el fallo de la Corte Suprema del 6 de setiembre de
1990 en el caso “Dromi José R., ministro de Obras y Servicios Públicos de la Nación, s/avocación
en autos: Fontela Moisés E. c/ Estado Nacional”, que versaba sobre el trámite de licitación para
privatizar la empresa Aerolíneas Argentinas.
El diputado Fontela había promovido en 1ª instancia un amparo contra esa licitación, y ya con fecha 13 de
julio del mismo año 1990 la Corte había resuelto suspender los efectos de la sentencia que había acogido aquella
pretensión. El ministro de Obras y Servicios Públicos había requerido la avocación de la Corte mediante
presentación directa ante ella, efectuada antes del decisorio de 1ª instan-cia; y una vez dictado éste, reiteró su
petición mediante un recurso de apelación.
Este segundo reclamo fue el que originó la resolución de la Corte del 13 de julio suspendiendo los efectos de
la sentencia de 1ª instancia.
115. — En la sentencia del 6 de setiembre intervinieron solamente siete jueces de la Corte; uno de ellos —el
doctor Fayt— votó en disidencia, con la que para nosotros es la doctrina constitucional ortodoxa: el “per saltum”
no puede prosperar sin ley que lo prevea y reglamente. De los seis que compusieron la mayoría, un grupo de
cuatro perfiló el “per saltum” y lo acogió; otros dos —los doctores Nazareno y Moliné O’Connor— sostuvieron
que la intervención de la Corte en el caso no venía incitada por un “per saltum”, ni siquiera articulado como
modalidad atípica del recurso extraordinario, sino por otra razón distinta, cual era un virtual conflicto suscitado por
la indebida intervención del juzgado de 1ª instancia en una causa que se hallaba claramente fuera de toda potestad
judicial y que, al haber sido resuelta, significó un apartamiento abierto de la competencia del poder judicial, y
alteró el equilibrio de funciones inherente a la forma republicana de gobierno.
116. — El diseño que inferimos del voto cuatripartito que dio curso al “per saltum” se mueve
dentro de un parámetro de excepciona-lidad y gravedad. En primer lugar, entiende que el “per
saltum” sólo es viable dentro de la jurisdicción de los tribunales federales, descartando que se
pueda aplicar en procesos en trámite ante tribunales provinciales. Recluido en ese marco, el “per
saltum” requiere una situación excepcional, de suma gravedad inequívoca, que exija definitiva
solución expedita en el caso, y justificación de que el recurso extraordinario sea el único medio
eficaz para proteger el derecho federal comprometido en la causa donde el “per saltum” incita la
jurisdicción de la Corte.
Conviene recordar que la Corte resolvió el caso ante la interposición del recurso ante ella misma, y no ante el
tribunal inferior que había dictado la decisión apelada.
117 — ¿Es exacto que con el caso “Dromi” ha sido creado de esa manera el “per saltum”?
La respuesta depende de cómo se interprete la sentencia. En efecto, dijimos que por decisión mayoritaria de
seis jueces la Corte intervino en la causa. Pero como de esos seis jueces cuatro sostuvieron que la intervención se
fundaba en un “per saltum” articulado en el circuito del recurso extraordinario, y otros dos dijeron que no se
trataba de un “per saltum” a la instancia extraordinaria sino de una intervención de la Corte en un conflicto de
competencias, es válido sostener que el “per saltum” sólo contó con cuatro votos (sobre un total de nueve jueces
que componen el tribunal, bien que dos no intervinieron, y otro votó en disidencia), lo que no acusa la mayoría
mínima de cinco votos coincidentes. Con otro enfoque, cabe asimismo aseverar que, aun a falta de esa mayoría
adicta al “per saltum”, la asunción y decisión de la causa por la Corte implicó realmente salteamiento de
instancias.
118. — Después del caso “Dromi” la Corte no admitió el “per saltum” en otras oportunidades, hasta que en
1994 intervino con el perfil de dicha modalidad para impedir la libertad de personas que había sido dispuesta por
un juez de 1ª instancia en una causa por contrabando y tráfico de drogas (caso “Reiriz M. y Casal E., s/recurso
extraordinario en Alonso Jorge y otros”), y en 1996 en el caso “Unión Obrera Metalúrgica c/Estado Nacional”, por
estimar que el juez inferior había actuado sin jurisdicción.
Aun cuando en los dos casos citados el encuadre formal no haya sido el del “per saltum”, resulta cierto que la
Corte asumió la decisión de ambos sin que se agotaran instancias intermedias.
119. — Estamos rotundamente convencidos de que el “per saltum” sin ley del congreso que
lo prevea es inconstitucional.
Puede parecer curioso que después de sostener personalmente muchas veces en casos muy distintos que el
activismo de los jueces en aplicación de la constitución los habilita a arbitrar vías procesales sin ley y, a veces,
hasta “contra ley”, ahora encadenemos el “per saltum” al requisito inexorable de la ley que lo autorice.
CAPÍTULO XLIX
I. SU ENCUADRE. - El artículo 117 de la constitución. - El artículo 117 extraído del artículo 116. - Los
caracteres de “originaria” y “exclusiva”. - En el art. 117 no interesa la “materia” de la causa. - En el art. 117
no interesa que el caso sea contencioso. - Los juicios de habeas corpus y amparo. - La intervención “directa”
de la Corte en casos excepcionales que no son procesos judiciales. - El derecho judicial en materia de
competencia originaria y exclusiva. - II. LAS CAUSAS EN QUE ES PARTE UNA PROVINCIA. - Su noción. - Las
cuatro únicas causas incluidas en el art. 117 por ser parte una provincia. - El supuesto del art. 127 de la
constitución. - Las causas en que es parte una provincia y que quedan excluidas del art. 117. - Los requisitos
para que una provincia sea considerada “parte”. - La intervención en juicio de otras partes no aforadas. - El
derecho judicial. - III. LAS CAUSAS “CONCERNIENTES” A EMBAJADORES, MINISTRO PÚBLICOS Y CÓNSULES
EXTRANJEROS. - La inmunidad diplomática. - La recepción constitucional de los principios del derecho
internacional público. - El alcance de la inmunidad de jurisdicción. - La relación entre la inmunidad de
jurisdicción y la competencia de la Corte. - El acatamiento de la jurisdicción argentina, la renuncia y la
duración de la inmunidad de jurisdicción. - Qué es causa “concerniente”. - Qué personas quedan abarcadas, y
qué personas no abarcadas pueden convertir un juicio en causa “concerniente”. - Los diplomáticos “no
extranjeros”. - Los diplomáticos extranjeros de nacionalidad argentina. - Los diplomáticos en tránsito. - Los
diplomáticos extranjeros acreditados ante organismos internacionales. - Las demandas contra embajadas
extranjeras. - Las causas concernientes a cónsules extranjeros. - IV. LA JURISDICCIÓN ORIGINARIA Y
EXCLUSIVA DE LA CORTE
EN LA CONSTITUCIÓN MATERIAL.
I. SU ENCUADRE
1. — Sabido que la Corte Suprema divide su jurisdicción en “originaria” y “apelada”, nos toca
referirnos a la primera, que aparece regulada en el art. 117 de la constitución.
Después de enunciar en el art. 116 las causas y los asuntos que globalmente corresponden a la
jurisdicción federal, dice el 117: “En estos casos, la Corte Suprema ejercerá su jurisdicción por
apelación según las reglas y excepciones que prescriba el congreso; pero en todos los asuntos
concernientes a embajadores, ministros y cónsules extranjeros, y en los que alguna provincia
fuese parte, la ejercerá origi-naria y exclusivamente”.
Nos hemos permitido subrayar parte del texto para llamar la atención sobre lo siguiente:
a) “en estos casos” quiere decir: en los que globalmente mencionó el anterior artículo 116;
b) “reglas” y “excepciones” quiere decir que en la jurisdicción apelada el congreso puede
regular, condicionar, y sustraer por ley las causas de conocimiento de la Corte (ver cap. XLVIII,
nº 8), pero sin suprimir totalmente la jurisdicción apelada (ver cap. XLVIII, nº 15 e);
c) “pero” implica una salvedad que, entre otros significados, quie-re decir que ya acá no caben
excepciones a introducirse por ley del congreso en la jurisdicción originaria (ver cap. XLVIII, nº
8);
d) “originaria y exclusivamente” quiere decir que las causas le incumben a la Corte en
instancia única, con exclusión de cualquier otro tribunal (federal o provincial) y de cualquier otra
causa (ver nº 3).
3. — El texto de nuestro art. 116 se separa del modelo norteamericano, que sólo habla de
jurisdicción “originaria”. Que además de originaria, esa competencia es “exclusiva”, importa para
nosotros lo siguiente:
a) Que dentro de la jurisdicción federal, “únicamente” la Corte conoce de esas causas;
b) Que, por ser norma inmediatamente operativa de la constitución, el congreso no puede
ampliar ni restringir esa competencia, añadiendo otras causas o retaceando las enumeradas en el
art. 117; es decir, que la Corte sólo puede conocer exclusivamente de esas causas, que no puede
dejar de conocerlas, y que tampoco puede conocer originaria y exclusivamente de otras distintas;
c) Que la exclusión de cualquier otro tribunal distinto de la Corte rige no sólo dentro de la
jurisdicción federal, sino también con respecto a la jurisdicción provincial, por manera que las
causas de competencia originaria y exclusiva de la Corte jamás pueden radicarse en tribunales
provinciales;
d) Que si esa competencia es intangible para el congreso, es asimismo improrrogable por las
partes;
e) Que la propia Corte no puede declinarla, disminuirla ni ampliarla, lo que significa que el
derecho judicial es aquí tan impotente como la ley;
f) Que por ello, la Corte controla de oficio (o sea, sin petición de parte) la integridad de su
competencia originaria y exclusiva, para impedir que se aumente o se restrinja.
En el art. 117 no interesa la “materia” de la causa
4. — Conviene advertir de entrada que si se lee detenidamente el art. 117 —y si, además,
como lo hemos resaltado, es un desprendimiento del art. 116 que reenvía a causas ya enumeradas
e incluidas en el mismo 116— se comprende que la fórmula “asuntos concernientes a
embajadores, ministros y cónsules extranjeros” y “en los que alguna provincia fuese parte”, no
hace —ni permite hacer— alusión de ninguna naturaleza a la “materia” de la causa (o al
derecho que la rige). Latamente, podríamos aseverar que, excluida la competencia por razón de
“materia”, estamos ante competencia por razón “de personas” (o partes).
Esto resulta para nosotros importantísimo, ya que la jurisdicción originaria y exclusiva jamás puede depender
de la “materia” de la causa, sino únicamente de las “personas” (o partes) a las que concierne la causa, o que como
partes intervienen en ella, resultando inconstitucional mezclar en la jurisdicción origi-naria la “materia” de la
causa para ampliar o para disminuir esa jurisdicción. La “materia” no sirve para hacer entrar o salir de él una
causa que es “ratione personae” y que en el 117 se halla enumerada por extracción del 116.
6. — Como principio, los juicios de habeas corpus y de amparo quedan excluidos de la competencia
originaria de la Corte, salvo que —como lo tiene señalado el tribunal en jurisprudencia bastante reciente—
concurra excepcionalmente alguno de los supuestos previstos en el art. 117. Tal es, a nuestro juicio, el criterio
correcto, pues no hay razón para marginar de aquella competencia originaria causas que encuadran en el art. 117
por el mero hecho de que se trate de juicios de habeas corpus o de amparo.
7. — Cuando la Corte recibe directamente un petitorio de jueces y lo resuelve (con cualquier alcance) por vía
de superintendencia, o como órgano cabeza del poder judicial, o en virtud de sus poderes implícitos, porque está
en juego la investidura o la estabilidad de los jueces, no debe entenderse que actúa en ejerci-cio de la jurisdicción
originaria y exclusiva que regula el art. 117. Si se interpretara tal cosa, habría exceso en la competencia, porque
sabemos que la del art. 117 no puede ser ampliada. Lo que ocurre es que, más allá de la discusión acerca de si tales
situaciones configuran o no “causa judicial”, es indudable que no se encarrilan por el cauce de un “proceso”
judicial de los previstos en la citada norma, y que la Corte no las resuelve del modo como decide los procesos
judicia-les. De ahí que estas hipótesis no añaden nada a la competencia originaria prevista en el art. 117, y por
ende no son inconstitucionales” pese a que —rei-teramos— son cuestiones que se llevan “directamente” ante la
Corte y que ésta decide también directamente, sin sustanciación previa en una instancia inferior.
Su noción
10. — El art. 117 dice que corresponde a la Corte ejercer su jurisdicción originaria y
exclusivamente en los asuntos (causas) en los que fuese parte una provincia. Esta fórmula
permitiría, a primera vista, una de estas dos conclusiones:
a) siempre que en una causa es parte una provincia, hay competencia originaria de la Corte,
sin que interese cuál sea la otra parte en el juicio; o,
b) sólo procede esa competencia originaria cuando en una causa es parte una provincia con
alguna “otra parte” de las cuatro que men-ciona el art. 116. Adoptamos la última postura, de
forma que no siempre que en un juicio “es parte una provincia” debe abrirse la competencia
originaria de la Corte, sino únicamente cuando, según cuál sea la “otra parte”, la causa en que
es parte una provincia está asignada a la jurisdicción federal “por razón de personas” en el art.
116.
Las cuatro únicas causas incluidas en el art. 117 por ser parte una provincia
12. — Valga, entonces, repetir cuáles son las cuatro únicas causas del art. 116 a que nos
venimos refiriendo:
a) “provincia” con “provincia”;
b) “provincia” con “vecinos de otra provincia”;
c) “provincia” con ciudadano extranjero;
d) “provincia” con “estado extranjero”.
Y nada más.
En el art. 116 no aparecen las causas:
a) de “provincia” con el “estado federal” (la “nación”);
b) de “provincia” con “sus propios vecinos”.
Por eso no se trasladan a la jurisdicción originaria y exclusiva del art. 117. (Ver cap. XLVIII,
nº 68, y en el presente capítulo el nº 16).
13. — Para las causas en que es parte una provincia que litiga con un ciudadano extranjero. Ver nº 16 a’.
14. — A tenor de nuestro punto de vista, la coordinación de los arts. 116 y 117 lleva a
sostener que la parte del segundo que enfoca la jurisdicción originaria y exclusiva de la Corte
cuando una provincia es parte, remite a las cuatro únicas causas en que, por serlo, el art. 116
confiere jurisdicción a los tribunales federales.
Si buscamos una fórmula explicativa del art. 117, podemos adop-tar la siguiente: “La Corte
Suprema ejercerá su jurisdicción originaria y exclusivamente cuando sea parte una provincia en
alguna de las cuatro causas en que, por serlo, procede la jurisdicción federal ratione personae
acordada por el art. 116”.
15. — La jurisdicción originaria y exclusiva de la Corte que prevé el art. 127 de la constitución con carácter
de dirimente para resolver las quejas entre provincias, no configura —pese a su naturaleza peculiar— una
hipótesis ajena a la de las causas de una provincia con otra, tanto que las referidas quejas interprovinciales deben
proponerse con forma de demanda judicial.
Remitimos al Tomo I, cap. VIII, nº 20 b, y 21.
Las causas en que es parte una provincia y que quedan ex-cluidas del art. 117
16. — Para nosotros, no son de competencia originaria y exclusiva de la Corte las causas en
que litigan: a) provincia con sus propios vecinos (salvo que el avecindado sea extranjero); b)
provincia con el estado federal (la “nación”).
a) Para el primer caso, es menester recordar que la reforma de 1860 eliminó del que ahora es art. 116 (y
entonces art. 97) las causas “entre una provincia y sus propios vecinos”. Suprimida esta clase de asuntos “por
razón de las perso-nas”, no parece posible que quepa incluir por razón de “materia” el caso en que una provincia
litiga con sus vecinos sobre un asunto de naturaleza federal. Por razón de “materia” (federal) ese caso corresponde
a la jurisdicción federal, pero la causa le pertenece entonces a los tribunales federales de primera instancia.
a’) la causa entre provincia y ciudadano extranjero —individualizada en el art. 116— ingresa al art. 117
como de jurisdicción originaria de la Corte, aunque ese extranjero esté avecindado en la misma provincia con la
cual litiga. De esta forma, la exclusión de las causas entre provincia y sus propios vecinos sólo fun-ciona si el
“vecino” es argentino, y no funciona si el “vecino” es extranjero.
b) Respecto del segundo caso excluído del art. 117 (que es el de causas entre “la nación” y una provincia) se
dirá que el art. 116 posibilita como de jurisdicción federal las causas entre el estado (la “nación”) y una provincia.
Es cierto, pero allí prevé la jurisdicción federal —por “razón de personas”— en cuanto es parte el estado (la
“nación”), y no en cuanto es parte una provincia. Por ende, las causas entre estado federal y provincias son de
jurisdicción federal, pero no deben radicarse originariamente ante la Corte, sino ante tribunales federales de pri-
mera instancia.
17. — A los efectos de su competencia originaria la Corte exige que para que una provincia
pueda ser tenida por “parte” en la forma prevista por el art. 117, la provincia debe ser parte
“nominal” y “sus-tancial” (ver cap. XLVIII, nº 69).
En forma simple, podemos decir que es “parte nominal” cuando la provincia figura expresamente como tal en
el juicio (o expediente judicial), y que es “parte sustancial” cuando en el mismo juicio tiene un interés directo que
surge manifiestamente de la realidad jurídica, más allá de las expresiones formales que puedan utilizar las partes.
Si acaso la provincia es “parte nominal” y no “parte sustancial”, o viceversa, la causa no es admitida por la Corte
como de su compe-tencia originaria. Incluso, en la necesaria concurrencia de ambos recaudos (no-minalidad y
sustancialidad), el segundo aparece como tal a partir de que la pro-vincia figure como “parte nominal” en el
expediente. (Estos principios han sido reiterados en el caso “Marresse c/Cámara de Diputados de la provincia de
Santa Fe”, del 28 de noviembre de 1985).
La intervención en juicio de otras partes no aforadas
18. — La competencia originaria y exclusiva de la Corte en los cuatro casos en que es parte
una provincia, no desaparece por el hecho de que al juicio concurran otros litisconsortes o terceros
no aforados.
Durante mucho tiempo, la Corte interpretó rígidamente que la intervención en juicio de partes no aforadas, en
litisconsorcio con otras que sí lo eran, impedía abrir su competencia originaria. Más recientemente, su derecho
judicial acepta que si juntamente con provincias aforadas concurren al juicio terceros no afora-dos, aquella
competencia es procedente (ver, por ej., los casos “Y.P.F. c/provincia de Mendoza”, de 1973, y “Centurión de
Vedoya c/provincia de Misiones”, de 1983). Concordantemente, la Corte ha aceptado su competencia originaria
por el hecho de ingresar al juicio una provincia como tercero.
19. — A nuestro juicio, la tesis debe formularse así: cuando en-frentamos una de las “cuatro”
únicas causas que la coordinación de los arts. 116 y 117 ubican dentro del fuero federal y de la
jurisdicción originaria de la Corte (ratione personae, sin que importe la “materia”) la presencia de
una provincia como parte nominal o substancial no retrae a la jurisdicción originaria por el hecho
de que concurra al juicio otro sujeto no aforado.
Si por el hecho de entrar a la relación procesal otros sujetos no aforados, la jurisdicción originaria quedara
impedida, resultaría que habría “algunas” causas entre aquellas cuatro en que, a pesar de ser parte una provincia, el
art. 117 no se aplicaría. Y eso está mal, porque el art. 117 no dice que habrá jurisdicción originaria, únicamente
cuando una provincia intervenga “ella sola” en el juicio; la ratio del art. 117 subsiste aunque concurran otras
partes no aforadas, y obliga a mantener la jurisdicción originaria.
El derecho judicial
La inmunidad diplomática
21. — Los agentes diplomáticos —al igual que los estados extranjeros— están investidos por
las normas del derecho internacional público de un privilegio de inmunidad frente a la
jurisdicción del estado en que actúan como representantes del propio. Esa inmunidad los exime de
la jurisdicción de los tribunales de justicia del estado ante el cual ejercen su función. La violación
del privilegio origina responsabilidad internacional del estado que lo ha infringido.
Por agentes diplomáticos, Podestá Costa entiende las personas que ejercen la representación oficial de un
estado en otro estado, ya sea de modo general y permanente, o bien con carácter ad hoc, esto es, para determinado
asunto.
Los cónsules, según Podestá Costa, son funcionarios oficiales de un estado que actúan en territorio de otro,
con previo consentimiento de éste, ejerciendo (en lo que respecta al tráfico comercial y a las transacciones
privadas con su país, así como a sus nacionales domiciliados, residentes o transeúntes), ciertos actos
administrativos que surten efecto en su propio país; además, trabajan a favor del intercambio entre los estados
respectivos, informan sobre el particular a su gobierno y auxilian a dichos nacionales en ciertas circunstancias
personales extraordinarias.
Por la Convención de Viena sobre relaciones consulares, de 1963, de la que Argentina es parte, se reconoce a
los cónsules una inmunidad de jurisdicción restringida.
24. — La Corte debe conocer del modo como puede hacerlo un tribunal con arreglo al
derecho de gentes. Norma tan antigua en nuestro régimen presupone que la causa no es judiciable
por la Corte sin previa renuncia al privilegio de exención de jurisdicción (si existe para el caso).
Esa renuncia importa habilitar la jurisdicción argentina, y puede ser, según alguna doctrina,
expresa o tácita.
Entendemos que no basta la conformidad personal del embajador o ministro, sino que es
necesaria la del estado extranjero cuya representación diplomática ejercen. Ello viene impuesto,
además, por el art. 32 de la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas.
Estimamos que una vez que se ha prestado conformidad para allanar la inmunidad, el respectivo estado no
puede retractarse.
25. — Consentida la jurisdicción argentina para tramitar la causa judicial, el art. 32 de la Convención de
Viena sobre relaciones diplomáticas exige, no obstante, una nueva renuncia a la inmunidad de jurisdicción para
ejecutar la sentencia.
26. — La inmunidad diplomática dura mientras el agente ejerce las funciones correlativas. Ello puede dar
lugar a situaciones varias:
a) cuando el agente diplomático se ve afectado en una causa que le concierne por un hecho anterior a su
desempeño, la inmunidad lo cubre;
b) si el hecho que origina la causa se produce mientras ejerce su función, pero el juzgamiento es posterior a su
cese, ya no hay inmunidad;
c) si la Corte está conociendo de una causa concerniente al agente diplomático y mientras pende el proceso
cesa en su función, la Corte se ha de desprender de la causa;
d) una ausencia transitoria de nuestro país no hace decaer la competencia de la Corte.
27. — Conviene dejar sentado que en el caso de inhibirse la jurisdicción argentina para conocer en la causa
concerniente a un embajador o ministro, le queda a nuestro estado un recurso diplomático (de tipo político)
conforme al derecho internacional público, siempre que la persona del agente extranjero resulte indeseable —por
ej.: por existir sospecha o indicio de la autoría de un delito—. Ese recurso es solicitar su retiro o entregarle las
credenciales para que abandone la misión diplomática y el territorio argentino. (La declaración de persona “no
grata” está prevista a favor del estado receptor en el art. 9º de la Convención de Viena de 1961 sobre relaciones
diplomáticas.)
28. — La inmunidad de jurisdicción que nuestro derecho admite respecto de los diplomáticos ante los
tribunales argentinos no viola el derecho a la jurisdicción que nuestra constitución acuerda a los justiciables,
porque queda abierto a favor de éstos el acceso a la jurisdicción ante los tribunales locales del estado extranjero al
cual representa el diplomático.
Si en su propia jurisdicción tampoco resultara justiciable, el caso se asimilaría al de privación de justicia.
30. — El derecho judicial de la Corte exige, normalmente, que la persona aforada tome intervención directa
en el juicio —si éste es civil, como actora o como demandada, y si es penal, como querellante o como
procesada—. Este crite-rio sólo puede ser un principio de guía, pero no ha de adoptárselo con rigidez, porque los
art. 116 y 117 hablan de causas “concernientes” y no de causas en que “sean parte” los embajadores, ministros, o
cónsules; lo importante es que la causa les “concierna”, más allá de la intervención nominal y formal como parte.
Prueba de esto es que la Corte ha intervenido en la causa por muerte dudosa de un embajador, en la que
precisamente por haber fallecido no podía actuar como parte; como asimismo ha establecido que corresponden a
su instancia originaria las causas concernientes a agentes diplomáticos que afectan su de-sempeño en las funciones
propias, aunque ellos no se hagan parte en el proceso.
En cambio, discrepamos con la jurisprudencia que en causas criminales que no perjudican el ejercicio de la
función diplomática, ha desechado la competencia originaria de la Corte cuando la persona aforada que resulta
víctima de un delito no actúa como querellante.
Qué personas quedan abarcadas, y qué personas no abarcadas pueden convertir un juicio en
causa “concerniente”
31. — a) Para saber qué son “embajadores”, “ministros” y “cónsules” (a quie-nes debe “concernirles” la
causa), estamos ciertos de que la interpretación de la norma constitucional debe necesariamente remitirse a las
definiciones del de-recho internacional público, de forma que a los efectos del correspondiente texto de la
constitución, son “embajadores”, “ministros”, y “cónsules” extranjeros aquellos agentes diplomáticos y consulares
a los que el derecho internacional considera de ese rango.
Por ende: a) ni la ley ni el derecho judicial pueden convertir en causas concernientes a embajadores, ministros
públicos y cónsules extranjeros, a las causas que conciernen a (o en que son parte) otras personas que carecen de
esa investidura y de esa función, aunque acaso gocen de inmunidad diplomática; a’) si algunas de esas otras
personas gozan de inmunidad diplomática, la inmunidad deberá serles respetada por el tribunal que deba entender
en la causa, pero ese tribunal no debe ser la Corte en instancia originaria.
b) Deben equipararse a embajadores extranjeros acreditados ante nuestro gobierno los que, sin estarlo
formalmente, se hallan cumpliendo transitoriamente ante él una misión o gestión oficial del estado al que
pertenecen.
c) Implícitamente, damos por cierto que la norma incluye también a los jefes de estado extranjeros cuando
están en territorio de nuestro estado, a título oficial o privado.
d) Causas referidas a personas sin status diplomático, o que poseyéndolo no tienen inmunidad en algunos
casos, pueden ser causas “concernientes” al embajador, al ministro, o al cónsul, no porque en ellas intervengan
aquellas personas, sino porque la dependencia funcional (aunque sea privada y no oficial) de las mismas con los
nombrados agentes diplomáticos o consulares hace que la causa les “concierna” a éstos.
32. — No hay duda de que los arts. 116 y 117 se refieren a agentes diplomáticos extranjeros,
o sea, acreditados por otro estado ante el nuestro, lo que significa que las causas concernientes a
agentes diplomáticos que nuestro estado acredita en otro, escapan a la previsión especial de estas
normas.
La “extranjería” de los diplomáticos no depende, pues, de su nacionalidad personal, sino de la “función” que
desempeñan en representación de un estado extranjero.
34. — Los diplomáticos extranjeros acreditados ante un estado que no es el nuestro, y que por cualquier causa
se hallan en tránsito en territorio argentino no deben equipararse a diplomáticos “extranjeros” a los fines del art.
117, porque tanto éste como el art. 116 presuponen la hipótesis de función desempeñada ante nuestro gobierno.
Tampoco deben equipararse los diplomáticos acreditados en Argentina que, después de cesar en el cargo,
permanecen en el país para volver al propio o para ir a asumir otro cargo diplomático en otro estado. No
compartimos, por ende, la jurisprudencia que ha asimilado estas situaciones para abrir la competencia originaria
de la Corte.
35. — Una cuestión novedosa en relación con las previsiones con que pudo manejarse el constituyente en
1853 la configura el caso de diplomáticos que pertenecen a organismos internacionales y que cumplen funciones
en nuestro estado; tales funcionarios no están acreditados por un estado extranjero ante el nuestro, sino que
pertenecen a aquellos organismos.
Podemos subdividir la hipótesis en dos: a) simples agentes que, investidos de inmunidad diplomática,
integran delegaciones u oficinas de organismos internacionales con sede en nuestro país; b) embajadores
acreditados ante esos organismos, con la condición de que éstos tengan sede u oficinas en Argentina, y que el
embajador sea residente, o se encuentre en nuestro país.
El segundo caso es diferente, porque atañe a un embajador acreditado ante un organismo internacional con
sede en Argentina. Aparte del problema de su inmunidad de jurisdicción, acá nos importa determinar si en esa
causa resulta competente la Corte en forma originaria. Vamos a presuponer la concurrencia de tres requisitos: a)
que el organismo internacional ante el que está acreditado ese embajador tiene sede (u oficinas o delegaciones) en
nuestro estado; b) que Argentina forma parte del mismo organismo; c) que el embajador cumple fun-ciones en
Argentina.
Con mucho margen de opinabilidad, pensamos que no sería extravagante suponer que el espíritu de la
constitución permite considerar la causa concerniente a uno de dichos embajadores como comprendida en la que
se refiere a los embajadores y ministros extranjeros, y, por ende, reputarla propia de la competencia originaria de
la Corte.
36. — Las demandas que se promueven contra “embajadas” extranjeras están mal enfocadas:
una embajada carece de personería y legitimación para estar en juicio y no es demandable. Las
demandas deben dirigirse contra el titular de la embajada (embajador extranjero) o contra el
respectivo estado extranjero, según proceda en cada caso.
37. — Con respecto a los cónsules extranjeros debemos comenzar recordando que: a) los arts.
116 y 117 los colocan en paridad de condiciones con los embajadores y ministros públicos a
efectos de hacer surtir la competencia originaria y exclusiva de la Corte en causas o asuntos que
les conciernen; b) pero según el derecho inter-nacional público, no ostentan carácter de agentes
diplomáticos.
Sin embargo, hay vieja jurisprudencia de la Corte que restringe su competencia originaria al caso en que están
afectados privilegios y exenciones de los cónsules en su carácter público, en mérito “al concepto corriente en la
doctrina internacional, según la cual los cónsules carecen de carácter diplomático y, por consiguiente, no gozan de
las exenciones e inmunidades que acuerdan a los embajadores, ministros, etc., pero en razón de ejercer la
representación del país que los envía, de que reciben delegación de poder para el desempeño de las funciones que
les están confiadas, les son acordados ciertos privilegios indispensables para llenar su misión, por ser inherentes al
ejercicio de la jurisdicción atribuida”.
40. — En la medida en que a través de todas nuestras opiniones hemos encontrado casos en que la ley o el
derecho judicial amplían o disminuyen la jurisdicción originaria de la Corte interpretada a la luz del art. 117,
hemos de reconocer simultáneamente que la extensión o la detracción en el derecho constitucional material
configuran una mutación constitucional por interpretación que desfigura y viola a la citada norma de la
constitución formal.
CAPÍTULO L
I. EL RECURSO EXTRAORDINARIO. - Su perfil y naturaleza. - La ley 48. - Su objeto o materia. - El carril previo
del recurso extraordinario: “sentencia - juicio - tribunal judicial”. - Los requisitos del recurso extraordinario. -
Los ámbitos excluidos del recurso extraordinario. - El caso de opción entre vía “no judicial” y vía “judicial”. -
II. LA “CUESTIÓN CONSTITUCIONAL”. - Su concepto. - Las clases de cuestión constitucional. - Aproximación
ejemplificativa a una tipología. - Las cuestiones ajenas. - ¿Cuestiones constitucionales “mixtas”? - Las
cuestiones “insustanciales” y las “insuficientes”. - Las sentencias de la Corte Suprema y el recurso
extraordinario. - La arbitrariedad de sentencia como cuestión constitucional. - La tipología de la arbitrariedad.
- La gravedad o el interés institucional. - La cuestión constitucional como “cuestión de derecho”. - El recurso
extraordinario y el control constitucional “de oficio”. - El “iura novit curia”. - La relación “directa” de la
cuestión constitucional con el juicio. - El gravamen o agravio, y su titularidad. - La legitimación procesal. - La
titularidad de un derecho y el perjuicio sufrido. - Algunas aplicaciones. - La interpretación constitucional
favorable. - La resolución “contraria”. - La articulación procesal de la cuestión constitucional. - III. LA
SENTENCIA “DEFINITIVA” DEL “TRIBUNAL SUPERIOR DE LA CAUSA”. - El “juicio”. - La sentencia “definitiva”. -
Las sentencias extranjeras. - El “tribunal superior de la causa”. - Los superiores tribunales de provincia ahora
son necesariamente el “tribunal superior de la causa”. - El derecho judicial de la Corte. - La perspectiva
federalista en orden a la “sentencia definitiva” de los superiores tribunales de provincia. - IV. EL
PROCEDIMIENTO EN LA INSTANCIA EXTRAORDINARIA. - Las competencias federales y provinciales, y el recurso
extraordinario. - El recurso de queja. - El “per saltum” en el carril del recurso extraordinario. - V. LA
JURISDICCIÓN EXTRAORDINARIA DE LA CORTE Y EL “CERTIORARI”. - Su recepción en la ley 23.774. - Nuestra
interpretación
de la ley 23.774.
I. EL RECURSO EXTRAORDINARIO
Su perfil y naturaleza
1. — Como primera descripción, cabe decir que el recurso extraordinario es un recurso, o sea
una vía de acceso a la Corte que no es originaria, sino posterior a una instancia previa o anterior.
En este sentido, responde a la previsión constitucional de que haya una jurisdicción no originaria
(apelada) de la Corte según el art. 117.
Se discute si es un recurso “de apelación”. En tanto el acceso a la Corte que por él se obtiene no es originario,
cabe responder que sí, aun cuando no habilita una revisión total del fallo inferior.
De todos modos, sus características son especiales. Por algo se lo llama “extraordinario”, o
sea, “no ordinario”.
Esa naturaleza extraordinaria consiste en que no es un recurso de apelación “común”, sino
excepcional, restringido y de materia federal. En este aspecto, puede decirse que es “parcial”
porque recae sobre la “parte” federal (constitucional) exclusivamente.
No faltan opiniones que ven en la vía que analizamos una especie de “casación”
constitucional o federal, que procura mantener la supremacía de la constitución y del derecho
federal, así como lograr la aplicación uniforme del derecho constitucional federal. Seguramente,
luce aquí el papel de la Corte como intérprete último o final de la constitución federal.
2. — Diseñado lo que “es” el recurso extraordinario, la doctrina y el derecho judicial se ocupan de señalar lo
que “no es”. No es —se suele decir— una “tercera instancia”. Lo que con ello se quiere señalar es que no
configura una instancia “más” (ordinaria) que se agregue a las propias de cada juicio (una, dos, o tres); y si se
recuerda que “instancia” significa normalmente el “grado” de jurisdicción de los tribunales judiciales, lo que
conviene afirmar es que el recurso extraordinario no funciona como una instancia que se añade a las propias de
cada juicio, sino como una instancia “nueva” pero reducida y parcial (extraordinaria) que se limita a la materia
federal encapsulada en la sentencia inferior.
La ley 48
3. — Los artículos clave del recurso extraordinario son el 14, el 15 y el 16 de la ley 48.
El art. 14 dice: “Una vez radicado un juicio ante los tribunales de provincia, será sentenciado y fenecido en la
jurisdicción provincial, y sólo podrá apelarse a la Corte Suprema, de las sentencias definitivas pronunciadas por
los tribunales superiores de provincia, en los casos siguientes:
1º Cuando en el pleito se haya puesto en cuestión la validez de un tratado, de una ley del congreso, o de una
autoridad ejercida en nombre de la nación, y la decisión haya sido contra su validez;
2º Cuando la validez de una ley, decreto o autoridad de provincia se hayan puesto en cuestión bajo la
pretensión de ser repugnante a la Constitución nacional, a los tratados o leyes del congreso, y la decisión haya sido
en favor de la validez de la ley o autoridad de provincia;
3º Cuando la inteligencia de alguna cláusula de la constitución o un tratado o ley del congreso, o una
comisión ejercida en nombre de la autoridad nacional, haya sido cuestionada y la decisión sea contra la validez del
título, derecho, privilegio o exención que se funda en dicha cláusula y sea materia del litigio”.
El art. 15 dice: “Cuando se entable el recurso de apelación que autoriza el artículo anterior, deberá deducirse
la queja con arreglo a lo prescripto en él, de tal modo que su fundamento aparezca de los autos y tenga una
relación directa e inmediata a las cuestiones de validez de los artículos de la constitución, leyes, tratados o
comisiones en disputa, quedando entendido que la interpretación o aplicación que los tribunales de provincia
hicieren de los códigos civil, penal, comercial y de minería, no dará ocasión a este recurso por el hecho de ser
leyes del congreso, en virtud de lo dispuesto en el inciso 11, artículo 67 de la consti-tución”.
El art. 16 dice: “En los recursos de que tratan los dos artículos anteriores, cuando la Corte Suprema revoque,
hará una declaratoria sobre el punto disputado y devolverá la causa para que sea nuevamente juzgada; o bien
resolverá sobre el fondo, y aun podrá ordenar la ejecución, especialmente si la causa hubiese sido una vez devuelta
por idéntica razón”.
Su objeto o materia
4. — El objeto del recurso extraordinario consiste, lato sensu, en asegurar en última instancia
ante la Corte el control de la supremacía constitucional.
Puede desglosarse este “control” en dos: a) interpretación constitucional; b) conflicto de
constitucionalidad.
Ambos aspectos merecen agruparse como “control”, en cuanto la interpretación constitucional es, de algún
modo, una especie de control acerca del sentido de las normas que se interpretan. Y cuando ello cae bajo
competencia de la Corte por su rol de intérprete final que unifica y pacifica las interpretaciones inferiores, se
entiende que “controlar” implica—al estilo de un tribunal de casación consti-tucional— revisar y definir en última
instancia el sentido de las normas consti-tucionales (la constitución “es” lo que la Corte dice que “es”).
Reiteramos que la jurisdicción constitucional de la Corte no ha de verse solamente en su función “negativa”
de declarar la inconstitucionalidad, sino en la “positiva” de efectuar interpretaciones constitucionales.
6. — En primer lugar, puede hacerse una distinción entre la finalidad concreta que el recurso
tiene para quien lo utiliza en un proceso, y la finalidad institucional que, más allá del interés del
justiciable, es propia del instituto. Para quien como justiciable inter-pone el recurso, la finalidad
radica en la solución justa de “su” caso y la protección de los derechos, garantías y/o intereses que
en ese caso están en juego. Para el sistema institucional, la finalidad con-siste en el control de
constitucionalidad y la casación constitucional, con todo el bagaje de cuestiones que allí se
involucran.
Es posible, entonces, imaginar que se concilian fines subjetivos o concretos y fines
institucionales u objetivos.
En la diversidad de finalidades institucionales que, más allá de lo concreto de cada caso, cumple el recurso,
cabe citar: a) el aseguramiento del bloque trinitario federal de constitucionalidad (constitución y tratados con
jerarquía constitucional, leyes del congreso, tratados internacionales) frente al derecho provincial, para evitar la
disgregación de la unidad federal; b) la supremacía de las autoridades federales; c) la guarda de la supremacía
constitucional más allá de la relación con el derecho provincial, extendiendo dicha supremacía de cara al mismo
derecho infraconstitucional y también a los particulares; d) la tutela de los derechos personales frente al estado
federal, a las provincias, y a los particulares; e) la casación constitucional y federal que tiende a lograr la
aplicación uniforme de las normas constitucionales; f) el afianzamiento del valor justicia en la administración
judicial.
Ver cap. XLII, nos. 10 a 13.
Apelable
2º) por
10. — Conforme al derecho vigente, el recurso extraordinario no procede (o no sirve para la revisión por la
Corte):
a) en el ámbito del poder judicial contra:
a’) las sentencias de la propia Corte Suprema;
a’’) las sentencias que no son “definitivas” y que no han emanado del “tribunal superior de la causa”;
a’’’) las decisiones adoptadas en actuaciones o procedimientos de superinten-dencia (hay excepciones cuando
revisten carácter particular y concurren los requisitos del recurso);
a’’’’) las resoluciones que tienen alcance normativo general (salvo que se discuta su aplicación a un caso
concreto o particular, y concurran los requisitos del recurso);
a’’’’’) las medidas disciplinarias que aplican los jueces (salvo que resulten ilegales o arbitrarias, y concurran
los requisitos del recurso);
a’’’’’’) los fallos plenarios cuando no implican resolver en concreto el caso;
b) en el ámbito del congreso (poder legislativo) contra:
b’) las decisiones en materia de art. 64 (juzgamiento por las cámaras de la validez de elección-derecho-título
de sus miembros) y del art. 66 (poder disciplinario de las cámaras sobre sus miembros: corrección, remoción,
expulsión);
b’’) la actividad administrativa (salvo que se configure la misma situación que explicamos en orden a dicha
actividad cumplida en el ámbito del poder ejecutivo);
c) en el ámbito del poder ejecutivo contra:
c’) la actividad administrativa (salvo cuando tenga naturaleza jurisdiccional y la decisión no se puede revisar
ni por vía de recurso ni por vía de acción);
d) en ámbito ajeno a los tres poderes del estado contra:
d’) los laudos dictados en juicios arbitrales o periciales (salvo que en juris-dicción arbitral impuesta por la ley
se alegue apartamiento de los puntos some-tidos a arbitraje y haya que tutelar garantías constitucionales; ver en tal
sentido excepcional el fallo de la Corte del 11 de setiembre de 1970 en el caso “Cantiello, Emilio C. c/Compañía
Petroquímica Argentina”).
e) en ningún ámbito cuando:
e’) no hay “cuestión constitucional” o “federal” (ni simple ni compleja, salvo que la Corte prescinda de ella
por “gravedad institucional”);
e’’) la cuestión se reputa “no judiciable” por ser “política”;
e’’’) no concurren los demás requisitos del recurso (salvo que la Corte los exima o alivie por “gravedad
institucional”).
11. — Cuando se ofrece al interesado la opción entre acudir a una vía “judicial” o a una vía “administrativa”
que carece de revisión ulterior judicial, el principio común establece que una vez elegida la segunda es imposible
tacharla de inconstitucional por no deparar revisión judicial. En aplicación de tal regla, el uso voluntario de la vía
administrativa apareja abandono simultáneo de un eventual recurso extraordinario contra la decisión que recaiga
en sede administrativa.
Su concepto
13. — Para las cuestiones constitucionales provinciales que son a la vez federales o tienen una mixtura con
las federales, ver cap. XLVII, nos. 13 y 17 d) y f).
Para quienes entendemos que la “sentencia arbitraria” es una sentencia inconstitucional (por violación a
aspectos del derecho a la jurisdicción: debido proceso, defensa, necesidad de debida fundamentación de la
sentencia, etc.), el recurso extraordinario por sentencia arbitraria encuadra en el supuesto de cuestión
constitucional compleja directa que se configura por “conflicto” entre: a) la constitución federal y b) la sentencia
arbitraria.
En todos estos casos, se advierte que la incompatibilidad entre una norma o un acto jerárquicamente
superiores y una norma o un acto inferiores (por ej., entre una ley y su reglamentación, o entre una ley federal y
otra provincial) afecta indirectamente a la constitución federal, porque de ésta proviene la gradación jerárquica o
la superioridad transgredidas por la norma o el acto inferiores.
17. — Queda excluido el recurso extraordinario cuando se discute la incompatibilidad de normas provinciales
entre sí, o de actos provinciales entre sí, aun cuando esté de por medio en el conflicto la constitución provincial,
salvo que indirectamente se origine un conflicto también indirecto con la constitución federal (ver cap. XLVII, nº
17 c y e), o que la negatoria a resolver la cuestión constitucional signifique privación de justicia (ver cap. XLVII,
nº 16).
18. — Hay que tener en cuenta que la cuestión constitucional que se afronta por vía del recurso extraordinario
cuando hay conflicto de constitucionalidad es susceptible de encararse desde una doble perspectiva: a) para
controlar la norma que se reputa inconstitucional “en sí misma”; b) para controlar la “interpretación” y la
“aplicación” que hizo de ella la sentencia recurrida al aplicarla al caso resuelto (nº 19 a y c).
19. — Las cuestiones constitucionales federales admiten alguna tipología que, a esta altura de la evolución en
la doctrina y en el derecho judicial, no puede llamar la atención por su originalidad. Así, hay:
a) Cuestión constitucional por inconstitucionalidad absoluta, cuando una norma cualquiera resulta siempre y
en sí misma (o sea, en cuanto norma) opuesta a la constitución;
b) Cuestión constitucional por inconstitucionalidad relativa, cuando una norma es inconstitucional en su
aplicación a un caso determinado, y no lo es en otro (ver Tomo I, cap. V, nº 37 b);
c) Cuestión constitucional por causa de la interpretación o aplicación inconstitucional que se hace de una
norma que no es inconstitucional en cuanto norma;
d) Cuestión constitucional por inconstitucionalidad sobreviniente, cuando una norma que hasta un momento
determinado no es inconstitucional se convierte en inconstitucional (ver Tomo I, cap. V, nº 37 a).
21. — a) El derecho común y local (comprensivo el último del derecho pro-vincial) es ajeno al recurso
extraordinario solamente cuando se trata de su pura “interpretación”. Pero si hay “conflicto de constitucionalidad”
con normas de derecho común o local, el recurso es viable, porque aparece cuestión constitucional “compleja”
(directa o indirecta).
a’) Además, a nuestro juicio, el recurso debería abrirse también cuando en materia de derecho común y local
existe jurisprudencia contradictoria que lo interpreta de manera distinta en casos semejantes, porque en tal
supuesto se consuma violación de la igualdad jurídica (ver cap. XLVI, nº 21).
a”) Por otra parte, el principio de que las cuestiones de derecho común o local son ajenas al recurso
extraordinario, sufre una importante excepción cuando se trata del recurso extraordinario por sentencia arbitraria.
b) Que las cuestiones de “hecho y prueba” se apartan del recurso extraordinario tampoco nos parece un
dogma verdadero.
Por de pronto, hay cuestiones constitucionales que las incluyen (para el caso de sentencia arbitraria, ver nº 26,
2 b) y para las cuestiones “mixtas”, ver nº 32 b).
c) Cuando la Corte sostiene como principio general que lo relativo a la existencia o inexistencia de cosa
juzgada no reviste carácter federal para su revisión mediante el recurso extraordinario, está contradiciendo —en
realidad— su propio criterio afirmativo de que la preservación de la cosa juzgada reviste entidad constitucional en
cuanto afecta derechos y garantías constitucionales (seguridad jurídica, derecho de propiedad, defensa en juicio,
etc.).
d) En cuanto a que no procede como principio el recurso extraordinario contra resoluciones sobre
competencia de los tribunales judiciales (salvo en el caso de mediar denegatoria de la jurisdicción de los
tribunales federales) adver-timos que, en realidad, detrás de la cuestión de competencia subyace directamente una
cuestión constitucional muy importante, a ser dirimida siempre por la Corte en instancia extraordinaria, cual es la
garantía del “juez natural”.
e) El derecho judicial de la Corte retrae asimismo de la cuestión constitucional simple a la interpretación de
las leyes federales de naturaleza procesal, porque considera que normas de tal naturaleza no comprometen el
fondo de las instituciones fundamentales que el recurso extraordinario tiende a tutelar.
El principio no nos convence, porque no llegamos a entender que entre la serie de normas federales cuya
interpretación surte cuestión constitucional, se fabrique un grupo aparte con las normas procesales que, cuando
son federales, son tan federales como las que regulan materias de otra naturaleza federal.
Además, en la actualidad el derecho procesal se halla entrañablemente anclado en el sistema garantista de
la constitución (ver Tomo II, cap. XXIV, nos. 135/136).
22. — a) Si es verdad que una “interpretación” aséptica (lisa y llana) del derecho común o del
derecho provincial no cabe en la cues-tión federal simple, tenemos que añadir que hay
situaciones, tanto de “caso federal simple” como de “caso federal complejo”, en las que el
derecho común se introduce “en” o se liga “con” una cuestión consti-tucional inesquivable; el
recurso extraordinario habilita y obliga a interpretar el derecho no federal para insertarlo en una
coordinación coherente dentro del marco constitucional.
Así, si se discute en juicio una norma que, en materia de huelga, priva del salario al personal que se ha
abstenido de trabajar, hay cuestión constitucional porque están en juego el alcance y los efectos del derecho de
huelga consignado en el art. 14 bis de la constitución, de forma que aunque la norma sobre salarios caídos sea de
derecho no federal hay que interpretarla para decidir si su aplicación al caso es coherente con la cláusula
constitucional a la que se vincula con conexidad íntima, y para no desvirtuarla.
b) Algo semejante hemos de decir para las cuestiones de hecho y prueba, que se declaran
como principio extrañas a la revisión en instancia extraordinaria. Si los hechos y la prueba están
tan adheridos y adentrados con la cuestión constitucional que se hace poco menos que imposible
separarlos de ella, no debe haber óbice para que la Corte los afronte.
Así, si para dirimir una violación a la intimidad del domicilio, o de la correspondencia, hace falta que la Corte
indague e interprete si tal o cual hecho, o tal o cual prueba, tipifican infracciones inconstitucionales, ha de hacerlo
sin cortapisa alguna.
23. — Hay cuestiones constitucionales que el léxico de la jurisprudencia de la Corte apoda como
insustanciales o baladíes. Ellas no alcanzan a sustentar el recurso extraordinario.
Tales cuestiones anodinas se perfilan en algunos ejemplos. Así, cuando sobre la materia constitucional
decidida en el juicio existe jurisprudencia pacífica y constante de la Corte, la sentencia de cualquier tribunal que
coincide con ella no es revisable en instancia extraordinaria, a menos que se planteen argumentos serios y
convincentes que conduzcan a la posible modificación del criterio judicial imperante.
Con estrecha ligazón aparece el caso de la cuestión constitucional que se acostumbra a llamar “insuficiente”.
El vocabulario jurisprudencial ha usado a menudo las expresiones “cuestión federal bastante” (o suficiente) y “no
bastante” (o insuficiente). La dosis mayor o menor de la cuestión constitucional depende, a la postre, de lo que la
propia Corte en cada caso considera apto para revisar en instancia extraordinaria. Cabría preguntarse si esta
válvula de “lo bastante” y “lo insuficiente” no se ha estereotipado ahora —con la ley 23.774— en el certiorari
(ver acápite V del presente capítulo).
24. — a) La Corte no acepta el recurso extraordinario contra sus propios fallos, por grave que sea la
supuesta violación alegada. Es el corte final que necesariamente hay que dar en la serie de instancias, cuando se
alcanza una que ya no tiene alzada.
b) Dentro de un mismo juicio en el que ya ha intervenido la Corte en instancia apelada, cabe el recurso
extraordinario cuando el tribunal inferior al que fue devuelta la causa para que dictara nuevo fallo (conforme con
las pautas que dio la sentencia de la Corte), lo dicta apartándose del anterior fallo de la Corte, o malográndolo, o
malinterpretándolo, o frustrándolo.
El nuevo recurso extraordinario tiene, en esas condiciones, el objeto de: b’) mantener y dar eficacia al
pronunciamiento anterior de la Corte; b’’) salvaguardar y consolidar la irrevisabilidad de las sentencias de la
Corte.
c) Fuera de uno o más juicios en los que la Corte ya ha dictado sentencia (o sea, en juicios distintos),
procede el recurso extraordinario cuando en un juicio cualquier tribunal dicta una sentencia que se aparta de
jurisprudencia sentada por la Corte en casos análogos (fuera de ese juicio), o prescinde de ella, sin dar suficiente
razón argumental del por qué aquel tribunal decide en sentido diferente u opuesto a la mencionada jurisprudencia
de la Corte. (Ver cap. XLVI nos. 18 a 20).
A nuestro fin, basta decir que en la evolución habida en la jurisprudencia de la Corte desde el caso “Rey
c/Rocha”, de 1909, se acude a la fórmula de la descalificación como acto jurisdiccional válido cuando la sentencia
presenta vicios de inconstitucionalidad, aunque la materia resuelta en ella sea de derecho no federal, o de hecho y
prueba.
Cuando la sentencia que versa sobre derecho común o sobre cuestiones de hecho y prueba es descalificada
por la Corte como arbitraria, la inconstitucio-nalidad implicada en la arbitrariedad hace que la materia no federal
que resolvió esa sentencia se trueque o convierta en cuestión federal.
26. — Nos parece importante hacer sumariamente la enumeración de supuestos que tipifican
arbitrariedad de sentencia.
1) Sentencias arbitrarias con relación al derecho aplicable:
a) la que decide contra-legem (en contra de la ley);
b) la que carece de fundamento normativo;
c) la que sólo se basa en afirmaciones dogmáticas del juez que revelan apoyo en su mera
voluntad personal;
d) la que se funda en pautas demasiado latas o genéricas;
e) la que prescinde del derecho aplicable;
f) la que se aparta del derecho aplicable;
g) la que aplica una norma que no se refiere al caso;
h) la que aplica derecho no vigente;
i) la que invoca jurisprudencia que no se refiere al caso;
j) la que aplica una norma referida al caso, pero la desvirtúa y distorsiona en la interpretación
que de ella hace para el mismo caso;
k) la que efectúa una interpretación irrazonable o arbitraria de la norma que rige el caso.
2) Sentencias arbitrarias con relación a las pretensiones de las partes:
a) en orden al principio de congruencia: a’) la que omite decidir pretensiones articuladas; a’’)
la que excede las pretensiones de las partes, decidiendo cuestiones no propuestas (el inc. a’
implica defecto y el inc. a” implica demasía);
b) en orden a la prueba referente a las pretensiones: b’) la que omite considerar pruebas
conducentes a la decisión, que se han rendido en el proceso; b’’) la que considera probado algo
que no está probado en el proceso; b’’’) la que se dicta sin que el juez haya adoptado las medidas
conducentes para descubrir la verdad material a través de los hechos y la prueba; b’’’’) la que
valora arbitrariamente la prueba; b’’’’’) la que carece de la motivación suficiente en orden a los
hechos y la prueba; b’’’’’’) la que no toma en cuenta hechos notorios que es innecesario probar.
3) Sentencias arbitrarias en relación a la irrevisabilidad o inmuta-bilidad de resoluciones o
actos procesales:
a) la que viola la cosa juzgada;
b) la que incurre en exceso de jurisdicción, reviendo en la alzada cuestiones que, por no
integrar la materia del recurso, adquirieron fuerza de cosa juzgada en la instancia inferior; c) la
que viola la preclusión procesal; d) la que en el proceso penal incurre en “reformatio in pejus”.
4) Sentencias arbitrarias por exceso ritual manifiesto:
a) la que desnaturalizando las formas procesales en desmedro de la verdad objetiva o material,
utiliza excesivo rigor formal en la interpretación de los hechos o del derecho aplicable (ver cap.
XXIV, nº 102);
5) Sentencias arbitrarias por autocontradicción:
a) la que usa fundamentos contradictorios o incomprensibles entre sí;
b) la que en su parte dispositiva resuelve en contra de lo razonado en los considerandos que le
sirven de fundamento.
27. — Otro agrupamiento con criterios parcialmente diferenciables puede ser el siguiente:
a) en cuanto al tribunal:
a’) por renunciar conscientemente a la verdad material u objetiva;
a’’) por despreocuparse evidentemente del adecuado servicio de la justicia;
a’’’) por convertirse en legislador;
a’’’’) por exceso en su jurisdicción.
b) en cuanto al derecho:
b’) por apartarse inequívocamente del derecho vigente en relación con la causa;
b’’) por no ser la sentencia una derivación razonada del derecho vigente en relación con las circunstancias de
la causa;
b’’’) por decidir dogmáticamente sin el debido sustento normativo;
b’’’’) por aplicar derecho no vigente;
b’’’’’) por incurrir en exceso ritual manifiesto.
c) en cuanto a la prueba:
c’) por omitir la ponderación de prueba decisiva;
c’’) por dar como probado lo que no lo está;
c’’’) por afirmar erróneamente que no hay prueba.
d) en cuanto al juicio (o proceso):
d’) por violar el debido proceso;
d’’) por omisión o por exceso en la decisión respecto de las pretensiones y cuestiones propuestas, y de la
relación procesal.
Las distintas causales incluidas en los agrupamientos de los nos. 26 y 27 pueden muchas veces conectarse o
combinarse entre sí; o sea, una causal puede implicar otra u otras citadas en forma independiente.
28. — Es importante una somera alusión a los casos en que la Corte abre el recurso
extraordinario en cuestiones que ella denomina “de interés o gravedad institucional”.
En este supuesto de excepción los requisitos formales (o “ápices” procesales —como algunas
veces los ha llamado la Corte—) son dejados de lado.
A criterio de la Corte, una cuestión es de interés o gravedad institu-cional “cuando lo
resuelto en la causa excede el mero interés individual de las partes y atañe a la colectividad”.
La pauta es muy elástica, y cubre supuestos variados, que se vinculan con la jurisdicción
discrecional de la Corte (ver cap. XLVIII, nos. 106 a 110).
La teoría jurisprudencial de la gravedad institucional ha servido para suavizar requisitos de admisibilidad del
recurso extraordinario (ápices procesales) y hacer procedente el recurso; también para disponer la suspensión de la
sentencia inferior recurrida ante la Corte.
30. — La cuestión constitucional que se juzga en instancia extraordinaria es siempre una cuestión de derecho
(derecho aplicable al caso), aunque acaso verse o avance sobre las llamadas cuestiones de hecho y prueba.
Ver cap. XLVII, nº 11.
31. — No parece existir contradicción entre las teorías que, como la nuestra, postulan el control
constitucional de oficio (sin pedido de parte), y la exigencia de que en el régimen del recurso extraordinario la
parte interesada deba articu-lar expresamente la cuestión constitucional para que pueda ser resuelta por la Corte.
Es así porque la jurisdicción extraordinaria de la Corte requiere ser provocada por recurso como toda
jurisdicción de alzada, y para instarla hay que proponer la cuestión constitucional que habilita su cauce y sobre la
cual ha de versar la decisión de la Corte. (Ver cap. XLVII, nº 38).
32. — No obstante agregamos algo importante: si una determinada cuestión constitucional planteada
mediante recurso extraordinario (con todas las exigencias propias de éste) está conectada con otra que no ha sido
objeto de planteo, y si una no puede ni debe resolverse sin la otra, la no planteada debe ser objeto de control
constitucional “de oficio” por la Corte (por ej., si por recurso extraordinario se tacha de inconstitucional una ley
fiscal que se arguye de confiscatoria y se omite impugnarla porque fue dictada por decreto de necesidad y
urgencia, la cuestión constitucional propuesta en el recurso —confiscatoriedad de la ley— se enlaza con otra no
propuesta —origen de la norma—; la Corte debe resolver también la última, porque debe ejercer control de oficio
sobre la norma cuya aplicación rige el caso, tanto en los aspectos propuestos como en los omitidos).
33. — Cuando la Corte debe resolver un caso en el que ella tiene que decidir el alcance de una norma federal,
su jurisprudencia sostiene que el tribunal no queda limitado por los argumentos de las partes o de la sentencia
recurrida, pudiendo efectuar una interpretación propia. Afirma también que en materia de derecho federal está
habilitada para aplicar ampliamente el “iura novit curia” y considerar que la cuestión queda sometida a normas
diferentes de las que han sido invocadas en el proceso.
Limitar rígidamente tal capacidad operativa de la Corte a los casos que versan sobre derecho federal nos
resulta ambiguo porque, en definitiva, si en la instancia extraordinaria siempre debe existir cuestión “federal”, y si
las cuestiones federales admiten categorías en las que se intercalan normas no federales, creemos que por lo que
de “federal” hay necesariamente siempre en el recurso extraordinario, la Corte podría acudir sin distinción de
situaciones a sus propias interpretaciones y manejar —como lo debe hacer cualquier tribunal de justicia— el “iura
novit curia”.
34. — La cuestión constitucional debe guardar relación directa e inmediata con la materia del juicio. Si la
Corte estima que aquella relación directa no concurre, la cuestión constitucional se margina y no resulta objeto de
decisión.
Relación directa o estrecha significa que —al revés de relación “indirecta”— el juicio no puede ser
sentenciado válidamente si se desprecia y no se resuelve la cuestión constitucional. La razón de esta exigencia
proviene del hecho que, si bastara solamente una relación indirecta o lejana entre tal cuestión y la materia del
juicio, seguramente todos o casi todos los procesos tendrían aptitud de llegar finalmente a la Corte por recurso
extraordinario.
No obstante, el requisito de relación directa o estrecha entre la materia del proceso y la cuestión federal que
en él se aduce no ha de servirle a la Corte para escamotear cuestiones constitucionales que, debidamente
planteadas y fundadas, se insertan en el juicio y se cuelan a la materia propia de éste. Para nosotros, no deja de
haber “relación directa” entre la cuestión constitucional y la materia del juicio por el mero hecho de que una y otra
estén intermediadas por derecho no federal, porque la norma o el acto federales que rigen la causa no pierden su
inmediatez con ésta aunque los interfiera el derecho común o local. (Puede verse, por conexidad, lo que decimos
al tratar las cuestiones mixtas en el nº 22 a).
36. — Por excepción, el gravamen puede no ser personal cuando: a) la ley o el derecho judicial permiten a
una persona litigar sin poder en beneficio de otra (por ej., en el habeas corpus); b) un tercero está legitimado para
plantear la cuestión constitucional (por ej., el Ministerio Público, el Defensor del Pueblo, una asociación que
propende a la defensa de intereses colectivos).
37. — No compartimos, como principio general, el que tiene elaborado el derecho judicial de la Corte cuando
sostiene que el prófugo que se sustrae voluntariamente a la jurisdicción de los jueces, carece de legitimación para
deducir el recurso extraordinario. La Corte dice que no puede invocar a su favor la protección de garantías
mediante recursos, aquél que con su propia conducta discrecional ha desconocido el sistema que las confiere.
38. — Si no subsiste el gravamen ni sus efectos perjudiciales al tiempo de la sentencia de la Corte, el derecho
judicial estima que el caso se ha vuelto “abstracto” porque ha perdido la “materia” justiciable.
39. — Al contrario, la presencia de un agravio que se juzga “irreparable” puede conducir a la apertura del
recurso extraordinario en casos donde, como principio, la jurisprudencia lo considera improcedente. Así, el
“agravio irreparable” es una válvula que permite equiparar a sentencia definitiva una decisión judicial que no lo es
pero que provoca aquel tipo de gravamen.
La legitimación procesal
40. — Cuando la Corte nos dice que si existe un recurso y una instancia disponibles, el
justiciable tiene derecho a utilizarlos y no puede impedírsele que lo haga, nos está proporcionando
argumento para aseverar que, existiendo la vía del recurso extraordinario, ha de reconocerse con
amplitud la legitimación de quien pretende acceder a ella para proponerle a la Corte una cuestión
constitucio- nal.
Para la legitimación, ver Tomo I, cap. V, nos. 58/59 y cap. IX, acápite VI; Tomo II, cap.
XXIV, nº 14).
41. — Reduciendo el esquema al mínimo cabe afirmar que para que haya legitimación
procesal y para que ella sea judicialmente reconocida, hace falta —como principio— la
concurrencia de dos elementos: titularidad de un derecho, y perjuicio originado por su negación o
violación. Cada vez que concepciones egoístas limitan o estrangulan el concepto de lo que es
derecho subjetivo, y de lo que es el daño a él inferido, la legitimación sufre desconocimiento o
negación y, con ello, el acceso a la justicia —y a la Corte en instancia extraordinaria— queda
cercenado.
Algunas aplicaciones
42. — a) No juzgamos inconstitucional que, por inexistencia de la acción popular en el orden federal,
tampoco haya sujetos legitimados para interponerla.
b) Por igual razón, no es inconstitucional la ausencia de sujetos legitimados para deducir acción declarativa
de inconstitucionalidad pura a causa de su inexistencia (ver cap. XLVII, nº 46).
Sin embargo, cuando un justiciable pretende ejercer dicha acción en defensa de un derecho suyo porque
carece de toda otra vía en el caso concreto, no cabe negarle la legitimación para acceder a la justicia y para
interponer el recurso extraordinario a fin de lograrlo. De negársele, se consuma privación inconstitucional de
justicia (ver cap. XLVII, nº 47).
45. — Quizá algunos no llegan a comprender que muchos de esos déficits se superan con una
interpretación y una integración constitucionales adecuadas, dinámicas, holgadas y justicieras
que, sin traspasar los parámetros de la constitución, saben bucear en ella.
Para eso, es recomendable el activismo judicial razonablemente desplegado en el marco del
derecho vigente (ver cap. XLV, nº 52).
Pensamos que el derecho judicial de la Corte no ha alcanzado todavía en plenitud —y que
debe alcanzarlo— el nivel de interpretación e integración constitucional necesario para
descomprimir una serie de trabas y bloqueos a la legitimación.
La resolución “contraria”
46. — Los tres incisos del art. 14 de la ley 48 condicionan el recurso extraordinario a que la
sentencia definitiva que por él se apela ante la Corte contenga “resolución contraria” al derecho
federal que invoca el apelante.
Seguramente la razón de no discernir la vía recursiva cuando la sentencia favorece ese derecho federal
proviene del derecho norteamericano, en el que pareció que si la sentencia era favorable al derecho federal
desaparecía el objeto esencial de la revisión extraordinaria. (Ver cap. XLVII, nº 9).
47. — Nuestra visión del recurso extraordinario, incluso al hilo de las evoluciones que ha ido
registrando en su funcionamiento, difiere bastante. En efecto, cuando el art. 116 incluye en la
jurisdicción de los tribunales federales “todas las causas” que versan sobre puntos regidos por la
constitución, las leyes del congreso (federales) y los tratados, obliga a que tales causas siempre
dispongan de un acceso final a la jurisdicción federal (que conforme a la ley 48 es la
extraordinaria de la Corte). Ello debe ser así, sin que importe que en la instancia inferior un
tribunal provincial haya dictado su sen-tencia “en favor” o “en contra” del derecho federal, ya que
en ambos casos la causa ha versado sobre uno de los aspectos que, por razón de la materia federal,
no toleran exceptuarse.
48. — Por eso, enfocando los tres incisos del art. 14 de la ley 48, afirmamos que es menester
su reforma a tenor de la siguiente alternativa: a) suprimir lisa y llanamente la referencia a la
resolución “contraria” y a la resolución “favorable”, según el supuesto; o b) man-tener el
requisito, pero con un agregado en párrafo independiente a tenor del siguiente principio: cuando la
cuestión constitucional a que se remiten los tres incisos se articula en una causa que tramita fuera
de la jurisdicción federal, el recurso extraordinario procederá aunque la decisión impugnada no
resulte contraria al derecho federal invocado (o sea, procederá siempre).
De no acogerse una de ambas sugerencias, el art. 116 sufre desmedro, porque la ley que regula la jurisdicción
apelada de la Corte no puede retacearle las causas que albergan cuestión constitucional (a menos que
eventualmente, una vez modificado el sistema del recurso extraordinario, se las derive a un tribunal federal
inferior a la Corte).
49. — Introducir o articular la cuestión constitucional significa plantearla, formularla, o proponerla, de modo
inequívoco, claro, explícito, concreto, y con relación al juicio. Esa introducción de la cuestión constitucional en el
juicio debe hacerse en la primera oportunidad en que la misma cuestión es previsible y en que resulta posible su
planteo.
El mantenimiento implica reiteración oportuna de la cuestión constitucional oportunamente planteada. Sin
caer en exceso ritual o formalismo sacramental, el mantenimiento debe exteriorizarse en todas las instancias
(aunque no en cada acto procesal); la omisión se equipara a abandono o desistimiento de la cuestión
constitucional.
50. — Para los requisitos mencionados y el problema del control de oficio, ver nos. 31/32.
El “juicio”
51. — Conviene ahora abordar el requisito de que el tribunal contra cuyo fallo se recurre ante
la Corte haya dictado sentencia en un “juicio”, que podemos equiparar a proceso judicial.
En el derecho judicial de la Corte, y a los efectos del recurso extraordinario, juicio es “todo
asunto susceptible de ser llevado ante los tribunales de justicia mediante alguno de los
procedimientos establecidos a ese efecto”.
La Corte usa como sinónimos los vocablos “juicio”, “caso”, o “plei-to”.
No es indispensable que el “juicio” sea contencioso o contradictorio, pese a que la regla
(equivocada para nosotros) del derecho judicial enuncia que por imperio de la ley 27 la
jurisdicción federal sólo puede decidir casos “contenciosos”.
El “juicio” puede haber tramitado ante tribunales federales o provinciales.
El requisito de “juicio” se inserta en la trilogía “tribunal judicial-juicio-sentencia definitiva”.
Ello significa que en el “juicio” debe ha-berse dictado “sentencia definitiva” por el “tribunal
judicial” inter-viniente; y este tribunal debe haber sido “el tribunal superior de la causa”.
52. — Debemos destacar que, progresivamente, el derecho judicial fue asimilando de modo
excepcional a “juicio”, a “tribunal judicial”, y a “sentencia definitiva”, algunos “procedimientos”
seguidos ante “organismos” que no son tribunales judiciales, y en los que la “decisión” no es una
sentencia judicial.
La asimilación se ha hecho porque la Corte ha entendido que a través de tales procedimientos,
esos organismos emiten decisiones que, por su naturaleza, se equiparan a las sentencias de los
tribunales judiciales en un juicio.
Así: a) hasta que los tribunales militares tuvieron (en 1984) alzada judicial, sus sentencias fueron susceptibles
de recurso extraordinario; b) cuando las decisiones de tribunales administrativos y de organismos jurisdiccionales
de la administración no tienen habilitada una instancia judicial posterior para su revisión, también procede el
recurso extraordinario; c) desde 1986, la Corte admite con muy buen criterio el recurso extraordinario en los
procedimientos de enjuiciamiento político (juicio político) cuando se hallan comprometidos derechos y garantías
constitucionales.
La sentencia “definitiva”
53. — Para estar en condiciones de abrir el recurso extraordinario, es menester que el mismo
se interponga contra una “sentencia definitiva”, que en el respectivo juicio debe haber dictado el
“superior tribunal de la causa”. ¿Qué es sentencia “definitiva”?
a) Más allá de las distintas connotaciones que busca la doctrina, podemos adoptar la pauta del
derecho judicial, para el cual tiene naturaleza de sentencia definitiva la decisión que pone fin a la
cuestión debatida en el juicio, de forma que tal cuestión no pueda ya renovarse o replantearse ni
en ese juicio ni en otro posterior.
b) Hay que agregar que la Corte considera también como sentencias definitivas a todas las
decisiones judiciales que en cualquier etapa del juicio impiden su continuación, o que causan un
agravio de imposible, difícil o deficiente reparación ulterior.
c) El requisito de sentencia definitiva puede asimismo ser eximido cuando sobre la cuestión
constitucional anidada en el juicio se dicta una resolución que, sin ser sentencia definitiva, reviste
“gravedad institucional”.
Es fácil advertir que no son sentencias definitivas las que admiten un recurso para ser revisadas; las que no
concluyen el proceso ni traban su continuación; las que permiten proseguir la causa judicial por otra vía, etcétera.
La sentencia “definitiva” de cada juicio ha de haber abarcado y resuelto (o “ha debido” abarcar y resolver,
aunque lo haya omitido) la “cuestión constitucional” inserta en el juicio, que es la materia propia del recurso
extraordinario.
54. — Como principio, todo tribunal (federal o provincial) que es competente para dictar la
última sentencia en un juicio, está obligatoriamente habilitado a decidir en esa sentencia la
cuestión constitucional federal articulada en ese juicio.
Cuando se trata de procesos tramitados ante tribunales provinciales, el derecho judicial de la Corte sólo
considera sentencia definitiva a la que emana del superior tribunal de justicia de la provincia (ver nos. 60/61).
55. — Las decisiones judiciales posteriores a la sentencia definitiva pueden, a su vez, revestir carácter de
sentencias definitivas si resuelven un punto o una cuestión que, por “nuevos”, son ajenos a la anterior sentencia, o
si se apartan de ésta. No son, en cambio, sentencias definitivas si se limitan sólo a hacer efectiva la anterior
sentencia (definitiva) o a interpretar y determinar su alcance de modo razonable.
56. — Conviene decir algo sobre el recurso extraordinario contra sentencias de tribunales extranjeros. Es
obvio que nuestra Corte carece de jurisdicción para revisarlas o controlarlas. Lo que ocurre es que sentencias
extranjeras son susceptibles de reconocimiento o de exequatur en jurisdicción argentina mediante decisión judicial
de un tribunal argentino.
Pues bien, la sentencia de tribunal argentino que concede —o no— reconocimiento o exequatur a una
sentencia extranjera es susceptible de recurso extraordinario si en el caso concurre la serie de requisitos que se
exigen para el remedio federal. O sea que, en rigor, en el supuesto propuesto lo que se impugna mediante la vía
recursiva extraordinaria es la sentencia argentina que ha otorgado o denegado el reconocimiento o el exequatur a
una sentencia extranjera.
57. — En primer lugar, hay que advertir que el texto de la ley 48 no usa la expresión “tribunal superior de la
causa”, sino otra: la de “superior tribunal de la provincia”.
Decir “superior tribunal de la causa”, en vez de “superior tribunal de provincia” fue una mutación lingüística
que derivó del derecho judicial y de la doctrina, pero que más allá del cambio de palabras apuntó a un concepto: el
de que “cada” causa (cada juicio) tenía “su” tribunal superior (último), y que no siempre ese tribunal superior era
necesariamente el máximo (o último) de una determinada administración judiciaria, porque para una causa “su”
tribunal superior podía ser uno, y para otra causa podía ser otro, según la regulación.
¿Cuál era el tribunal superior “propio” de cada causa a efectos del recurso extraordinario?
Conceptualmente, aquel tribunal que según las instancias procesales de cada juicio o cada causa, tenía
competencia para decidir finalmente y por última vez (dentro de la administración judiciaria a la que per-tenecía)
la cuestión constitucional federal que se hallaba involucrada en esa causa (antes de dar el salto a la Corte Suprema
de Justicia mediante recurso extraordinario).
Obsérvese que venimos hablando en tiempo pasado. Es así porque a partir de 1986, con el caso “Strada”, la
Corte comenzó un itinerario en su derecho judicial que difiere mucho del recorrido habitualmente hasta entonces
en su jurisprudencia anterior relativa al recurso extraordinario contra sentencias de tribunales provinciales. (Ver
nos. 60 y 61).
59. — La conclusión es ésta: en “todos” los procesos que tramitan ante tribunales
provinciales y en los que existe una cuestión federal, el superior tribunal de cada provincia tiene
jurisdicción y competencia de ejercicio obligatorio (aunque el derecho provincial lo prohíba, o
no suministre recursos) para decidir esa cuestión federal con carác-ter previo al recurso
extraordinario ante la Corte Suprema.
Hasta aquí hubo un paso adelante. Consistió en que la Corte Suprema obligó a los superiores tribunales de
provincia a decidir las cuestiones federales, pero solamente en la medida en que de acuerdo al derecho provincial
el superior tribunal fuera competente en el caso y el justiciable pudiera llegar hasta él mediante un recurso
procesalmente previsto, cualquiera fuera su naturaleza.
b) Desde aquí, una serie de sentencias posteriores de la Corte Suprema fueron agravando
severamente el requisito de la intervención previa de los superiores tribunales, a partir del caso
“Di Mascio” —de 1988—.
Podemos sintetizarlo así: tanto en el caso en que un superior tribunal de provincia es
competente de acuerdo al derecho provincial para recibir y decidir, desde instancias provinciales
inferiores, un proceso mediante cualquier clase de recurso, como en el supuesto de inexistencia
de recurso para incitar su jurisdicción apelada, el superior tribunal de la provincia tiene
obligación de dictar sentencia sobre la cuestión federal incluida en ese proceso.
Si falta esa sentencia, no es posible cruzar el puente hasta la Corte Suprema mediante el
recurso extraordinario.
62. — Una regla que —según el lineamiento del nº 61— nos parece apropiada para incorporar al derecho
público provincial podría tentativamente sugerirse así: “Todo tribunal provincial tiene competencia obligada, en
cualquier tipo de causa judicial, para decidir las cuestiones constitucionales de naturaleza federal incluidas en la
misma; el superior tribunal de justicia de la provincia es, en su jurisdicción, y a los fines de las referidas
cuestiones, el tribunal superior de toda causa para dictar sentencia en ella”.
La norma equivalente de la constitución de San Juan puede verse en el cap. XLVII, nº 15.
63. — Hay doctrina valiosa que considera una interferencia inconstitucional en las autonomías provinciales, y
una paralela invasión a la competencia reservada que tienen las provincias para establecer su propio sistema
judiciario y procesal, todo este arsenal de pautas que, a partir de 1986, se ha establecido desde el nivel federal por
el derecho judicial de la Corte Suprema.
Hace muchos años, habíamos compartido ese punto de vista. Ahora ya no, y seguramente fue el caso “Strada”
el que nos hizo repensar el tema. Con esa jurisprudencia actual de la Corte Suprema, el federalismo resulta
tonificado y reforzado.
En verdad, la unidad federal que componen e integran las provincias requiere que éstas participen en una
cuestión visceral para esa misma unidad, como es toda cuestión constitucional federal que se inserta en un proceso
judicial cuyo trámite pertenece, por la autonomía de las provincias, a los tribunales provinciales.
Seguramente, también los principios de participación federal y de lealtad federal convocan a que los
tribunales de provincia compartan con los tribunales federales la defensa de la constitución federal. Es bueno —
por eso— que con carácter previo a la decisión final de la Corte Suprema en las cuestiones constitucionales
federales, sea el tribunal superior de cada provincia el que asuma su conocimiento y decisión. De este modo, es la
provincia a través del órgano máximo de su administración judiciaria local, la que en ejercicio de su autonomía
aporta su cooperación y coadyuva a tonificar el federalismo autonómico de nuestros estados provinciales.
65. — ¿Quién decide si una sentencia recurrida en instancia extraordinaria es o no la “sentencia definitiva”
dictada por el “superior tribunal de la causa”? Sin abdicar de que serlo o no serlo depende de que haya sido
dictada por el superior tribunal de la provincia, y no de lo que establezca el derecho provincial (cuando el juicio
adviene a la Corte desde jurisdicción provincial) estamos seguros de que es la Corte Suprema la que, al abordar el
recurso extraordinario, tiene siempre competencia común (y no excepcional) para resolver si la sentencia ante ella
recurrida es o no definitiva, y emanada o no del superior tribunal de la causa.
El recurso de queja
66. — Si la concesión del recurso extraordinario es denegada por el tribunal ante el cual se
debe interponer —que tiene que ser el “tribunal superior de la causa” en la que recayó la sentencia
“definitiva” que se apela y, en las provincias, el superior tribunal de justicia local— se puede
acudir en “queja” directamente ante la Corte Suprema. El recurso de queja —que también se ha
denominado recurso “de hecho”— debe reproducir el fundamento del recurso extraordinario
denegado y, además, atacar el fundamento de la resolución por la cual lo denegó el tribunal
inferior (“superior tribunal de la causa”).
67. — Para el “per saltum” como acceso a la instancia extraordinaria de la Corte salteando
instancias inferiores, remitimos al cap. XLVIII, acápite XII.
68. — La ley 23.774, del año 1990, incorporó el certiorari en el art. 280 del código procesal
civil y comercial, al que —para el caso de queja por denegación del recurso extraordinario—
remite el art. 285.
Según la nueva norma, la Corte puede, según su sana discreción y con la sola invocación del
art. 280, rechazar el recurso extraordinario en tres supuestos, que están tipificados así:
a) cuando falta agravio federal suficiente;
b) cuando las cuestiones planteadas son insustanciales;
c) cuando esas mismas cuestiones carecen de trascendencia.
Un agrupamiento de vocablos afines a los que emplea el art. 280 cuando tipifica las tres causales, y que ha
sido de uso en el léxico propio del recurso extraordinario tradicional, puede ser el siguiente: cuestiones
insustanciales, insuficientes, baladíes, no bastantes, inatendibles, anodinas, intrascendentes, etc. (ver nº 23).
b) En ese ámbito discrecional, la opción de la Corte nos permite sostener con suficiente seguridad que aun
cuando el agravio sea insuficiente, o la cuestión sea insustancial o intrascendente, si la Corte entiende que le cabe
intervenir está habilitada para hacerlo. Ello en razón de que el art. 280 no dice que “deberá” rechazar el recurso en
los supuestos que enuncia, sino que “podrá”, lo que apunta al margen de voluntariedad que acabamos de
reconocer.
c) Asimismo, aun cuando quepa interpretar que la “ratio legis” de la reforma introducida por la ley 23.774 ha
sido la de atribuir discrecionalidad a la Corte para rechazar causas que reputa carentes de agravio suficiente, o de
sustan-cialidad o trascendencia, nos parece difícil inferir que la Corte tenga obligación de conocer en recursos
cuyo agravio es suficiente, o cuya cuestión es sustancial o trascendente.
En suma, no tiene el deber de excluir su intervención en las hipótesis en que el art. 280 le da la facultad de
hacerlo, ni el de asumir necesariamente las con-trarias.
d) La discrecionalidad que el art. 280 del código procesal depara a la Corte se ha de entender abarcativa de
dos cosas: una es la determinación de excluir una causa; otra, la de hacerlo invocando únicamente la facultad que
le discierne la citada norma o, si prefiere, fundando el por qué de la exclusión.
e) La inexistencia de agravio federal suficiente, o de sustancialidad o trascendencia de la cuestión, solamente
es evaluada por la propia Corte, de forma que no incumbe al tribunal “a quo” ante el cual se interpone el recurso
expedirse sobre tales aspectos cuando dicta la resolución que concede o niega dicho recurso.
70. — No cabe duda de que, tanto si la Corte emplea el certiorari para restringir como para
asumir el acceso de una causa, el certiorari argentino es un instrumento procesal discrecional en
manos de la Corte. (Ver cap. XLVIII, nos. 106 a 109).
CAPÍTULO LI
c) eventualmente, ello se refuerza al tomar en cuenta que ahora el Pacto de San José de Costa
Rica tiene jerarquía constitucional por la reforma de 1994, y que en las “condiciones de su
vigencia” a que se refiere el art. 75 inc. 22 de la constitución ha de darse por incluido —para
Argentina— el acatamiento a la jurisdicción supraestatal que colacionamos en el nº 2.
4. — Si un proceso judicial concluido en jurisdicción argentina (inclusive con sentencia de la Corte) deja
abierta la posibilidad de que después se provoque la jurisdicción de la Corte Interamericana en razón de estar en
debate que nuestro estado violó un derecho o una libertad consagrados en el Pacto de San José de Costa Rica, cabe
preguntarse: ¿se trata de una “revisión” internacional semejante a una instancia de apelación?; ¿se despoja al fallo
del tribunal argen-tino de su carácter de “definitivo”?; ¿se enerva la cosa juzgada interna?
De todos modos, aunque el proceso internacional resulte autónomo, hay que saber si se vuelve a juzgar “de
nuevo” lo mismo que “ya se juzgó” en el anterior proceso interno ante tribunales argentinos. A ello dedicamos el
nº 6.
6. — En primer lugar, lo que la Corte Interamericana decide con fuerza de cosa juzgada versa
sobre la interpretación y aplicación de la Convención (Pacto de San José), en orden a establecer si
el estado parte (en el caso, Argentina) ha violado o no un derecho o una liber-tad contenidos en la
misma Convención.
En segundo lugar, si bien es cierto que el Pacto de San José de Costa Rica forma parte de
nuestro ordenamiento interno, la Corte Interamericana lo interpreta y aplica en cuanto tratado
internacional que obliga a nuestro estado tanto en jurisdicción interna como en jurisdicción
internacional, y cuando verifica y falla que ha sido violado no toma en consideración los mismos
argumentos ni la misma “materia” que han juzgado previamente los tribunales argentinos
(incluida nuestra Corte Suprema).
Decir esto significa recordar que la Corte Interamericana no entra al análisis de la
constitucionalidad o inconstitucionalidad que de acuerdo al derecho interno pueden afectar al
acto o la omisión acusa-dos de violatorios al Pacto ante la jurisdicción supraestatal, lo que
demuestra que no hay identidad total de “materia” entre lo juzgado en sede interna y lo que se
juzga en sede internacional.
Por ende, tampoco se afecta la cosa juzgada de la sentencia argentina que, en última instancia,
hay que obtener —como principio— para luego poder acudir a la jurisdicción supraestatal.
El supuesto de una sentencia internacional opuesta a una previa sentencia argentina
La oposición referida no significa, para nosotros, óbice alguno. Ya anticipamos en el nº 6 que lo que se juzga
en jurisdicción interna primero y previamente, y lo que se juzga a posteriori en jurisdicción internacional, no es la
“misma” cuestión en su total dimensión, atento fundamentalmente a la diferencia parcial del derecho aplicable.
Es útil insistir en que la sentencia que eventualmente puede dictar la Corte Interamericana afirmando que
Argentina violó un derecho reconocido en el Pacto de San José no se ocupa ni preocupa por saber si, internamente,
esa misma violación ha implicado o no una inconstitucionalidad, porque la Corte Interame-ricana no confronta las
normas del Pacto con las de nuestro derecho interno. Y esto es lo que interesa una vez que, consentida la
jurisdicción supraestatal por nuestro país, se asume el riesgo de que una sentencia de la Corte Interamericana sea
susceptible de resultar opuesta a la que, en instancia final, se ha dictado anteriormente en jurisdicción interna.
9. — En consecuencia, hay que afirmar que: a) contra las sentencias de la Corte Interamericana no procede en
jurisdicción argentina ningún recurso, ni siquiera el extraordinario ante nuestra Corte Suprema; b) la eventual
discrepancia entre una sentencia de tribunal argentino y la posterior de la Corte Interamericana no tiene ninguna
instancia ante la cual plantearse; c) la sen-tencia de la Corte Interamericana hace obligatorio su cumplimiento en
jurisdicción argentina.
CAPÍTULO LII
I. LOS ARTÍCULOS 121 A 129. - Su significado e inventario. - El vocabulario. - El articulado. - II. EL ESTATUTO
ORGANIZATIVO DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES. -
Su naturaleza y contenido. - Remisiones.
Su significado e inventario
2. — a) Para el poder en el derecho local, ver este Tomo III, cap. XXX, acápite V.
b) Para los gobiernos locales como “Autoridades de la Nación”, este Tomo III, cap. XXX, nº
57.
c) Para la entidad político-jurídica de las provincias en general, ver Tomo I, cap. VIII, nos. 13
a 19.
d) Para el federalismo en la reforma de 1994, ver Tomo I, cap. VIII, acápite IX.
El vocabulario
El articulado
4. — Art. 121:
a) Para los poderes no delegados por las provincias al gobierno federal, ver Tomo I, cap.
VIII, nos. 7 a 12.
b) Para la ciudad autónoma de Buenos Aires, ver este Tomo III, cap. XXX, nos. 62 y 63.
c) Para el reparto de competencias, ver Tomo I, cap. VIII, nº 10; este Tomo III, cap. XXX, nº
64.
El art. 121 se liga a la prohibición que enuncia el art. 126 cuando dice que “las provincias no ejercen el poder
delegado a la nación”.
6. — Art. 123:
a) Para la supremacía federal, ver Tomo I, cap. VIII, nos. 4 a 6 y 8; cap. IX, acápite V.
b) Para la autonomía municipal, ver Tomo I, cap. VIII, acápite III.
c) Para la competencia tributaria de los municipios, ver Tomo II, cap. XIX, acápite III.
7. — Art. 124:
a) Para la regionalización, ver Tomo I, cap. VIII, acápite IV.
b) Para los convenios internacionales, ver Tomo II, cap. XXIX, nos. 48 a 51.
c) Para los recursos naturales, ver Tomo I, cap. VIII, nos. 25 a 28.
8. — Art. 125:
El primer párrafo, que mantiene el texto del anterior art. 107, se liga al viejo art. 67 inc. 16 —
hoy art. 75 inc. 18— y agrega competencias concurrentes sin usar tal denominación.
a) Para los tratados parciales, ver Tomo II, cap. XXIX, nos. 46 y 47.
b) El nuevo segundo párrafo del art. 125 puede desdoblarse:
b’) Para las competencias locales en materia de seguridad social, ver Tomo II, cap. XXII, nos.
24 a 26.
b”) Para el progreso económico, hay que destacar una competencia concurrente entre estado
federal, provincias y ciudad de Buenos Aires, relacionando la norma de este art. 125 con la
análoga que en el art. 75 inc. 19 primer párrafo, atribuye al congreso “proveer la conducente al
progreso económico con justicia social”.
b”’) Para el desarrollo humano, ídem. Ver también Tomo II, cap. XVI, nº 22 a), a’), a”), a”’);
este Tomo III, cap. XXXIV, nº 42.
b””) Para la generación de empleo, ídem al inc. b”).
b””’) Para la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura, ídem. Ver también Tomo II,
cap. XIII, nos. 12 a 21; este Tomo III, cap. XXXIV, nº 43, incisos a) a f).
b”””) En general, ver también Tomo II, cap. XIV, nº 38.
9. — Art. 126:
a) Para su interpretación, ver Tomo II, cap. XX, nº 65.
b) Para las prohibiciones:
b’) Sobre el ejercicio de poderes delegados al gobierno federal, ver Tomo I, cap. VIII, nº 12
a);
b”) Sobre competencias en materia de comercio y navegación, Tomo II, cap. XIV, nº 35, y
cap. XIX, nos. 58 a 61;
b”’) Sobre aduanas, Tomo II, cap. XIX, acápite IV;
b””) Sobre materia bancaria y monetaria, este Tomo III, cap. XXXIV, nos. 20 y 24.
Su naturaleza y contenido
13. — El art. 129 dio la denominación de “Estatuto Organizativo” al ordenamiento que debía
dictar —y que dictó en 1996— el órgano de origen electivo convocado al efecto.
Arduo debate se suscitó en torno de esa denominación. ¿El Estatuto era o no era una “constitución” para la
ciudad autónoma?
No es propio de este Manual terciar en la disputa que, por otra parte, nos parece estéril, como tampoco lo es el
análisis de su contenido. Le dedicamos tan sólo un sucinto comentario por la novedad que en nuestra estructura
federativa ha significado la introducción de este nuevo ente político como sujeto de la relación federal.
Más allá de la discusión de vocabulario, recordemos que el preámbulo del Estatuto concluye
afirmando que los representantes del pueblo de la ciudad “sancionamos y promulgamos la
presente constitución como Estatuto Organizativo de la ciudad de Buenos Aires”.
El texto del Estatuto es sumamente extenso; tiene 140 artículos y 24 cláusulas transitorias. El
contenido abarca principios generales; una detallada declaración de derechos y garantías; una
serie de políticas especiales que cubren un arco amplio de materias y cues-tiones, para luego
entrar al detalle de la estructura orgánica y fun-cional del poder.
Que acaso la primera cuestión quede silenciada en la implicitud, no desmiente nuestra convicción. Nunca una
convivencia social afincada geográficamente deja fuera de su organización jurídico-política la materia referida al
modo como los seres que comparten aquella convivencia quedan instalados en sus relaciones con el poder y entre
sí mismos.
Remisiones
16. — Reiteramos las siguientes:
a) Tomo I
cap. VI, nos. 27 a 29;
cap. VIII, acápite V, nos. 43 y 46; y nº 66;
b) Tomo II
cap. XVIII, nº 27;
cap. XIX, nos. 46, 50, 52 y 53;
cap. XXII, nº 26;
cap. XXIX, nº 50;
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—García Pullés, Fernando Raúl, “Vías procesales en la protección de los derechos al ambiente”, La Ley, 15/II/95.
—Walsh, Juan Rodrigo, “El medio ambiente en la nueva constitución argentina”, La Ley, Suplemento de derecho
ambiental, nº 1, 6/XII/94.
—Valls, Mario F., “Primeras reflexiones sobre las cláusulas ambientales y la constitución”, El Derecho,
24/VIII/94.
—Mosset Iturraspe, Jorge, “Daño Ambiental”, Revista Instituta. Colegio de Abogados de Junín, año 1, nº 5.
—Sabsay, Daniel Alberto, “La protección del medio ambiente a través del llamado amparo colectivo, a propósito
de un fallo de la justicia entrerriana”, El Derecho, 16/IX/96.
—Bloy René, “Los delitos contra el medio ambiente en el sistema de la protección del bien jurídico”, La Ley
Actualidad, 7/III/95.
—Bustamante Alsina, Jorge, “El orden público ambiental”, La Ley, Suplemento especial, 15/XI/95.
—Vázquez Ferreyra, Roberto A., “Las medidas autosatisfactivas en el derecho de daños y en la tutela del
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—Trigo Represas, Félix A., “Protección de consumidores y usuarios”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias
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—Coria, Silvia, Devia, Leila, Gaudino, Erica, “Integración, desarrollo sustentable y medio ambiente”, Ed. Ciudad
Argentina. Bs. As., 1997.
—Stiglitz, Gabriel A., “Protección jurídica del consumidor”, Ed. Depalma, Bs. As., 1986.
—Sabsay, Daniel Alberto y Tarak, Pedro, “El acceso a la información pública, el ambiente y el desarrollo
sustentable”, FARN, Manual nº 3, 1997.
—Toricelli, Maximiliano, “Los alcances del artículo 43 párrafo 2º: ¿Una doctrina consolidada?”, La Ley,
Suplemento de Derecho Constitucional, 8/IX/97.
CAPÍTULO XVI
—Sagüés, Néstor Pedro, “Los derechos no enumerados en la constitución nacional”, Anales de la Academia
Nacional de Ciencias Morales y Políticas, T. XIV-1985, Bs. As., 1986.
—Cifuentes, Santos, “Los derechos personalísimos”, Bs. As.-Córdoba, 1974.
—“Derechos personalísimos”, El Derecho, 13/X/83.
—Trigo Represas, Félix A., “Protección constitucional de los derechos personalísimos”, Academia Nacional de
Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XL, 2ª época, nº 33, Bs. As., 1996.
—Bidart Campos, Germán J., “Interpretación constitucional y legal. Vida, integridad corporal, familia y justicia”,
El Derecho, T. 91, p. 264.
—De autores varios, “Derecho al desarrollo”, Instituto de Investigaciones jurídicas y Sociales Ambrosio L. Gioja -
Depto. de Publicaciones, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales - UBA, Bs. As., 1997.
—Puccinelli, Oscar Raúl, “¿Derecho constitucional a la reparación?”, El Derecho, 25/IV/96.
—Andruet, Armando S. (h.), “Dignidad humana. Intimidad personal y Sida”, El Derecho, 13/V/97.
—Zavala de González, Matilde, “El derecho de daños. Los valores comprometidos”, La Ley, 22/XI/96.
—Jiménez, Eduardo Pablo, “Los derechos implícitos de la tercera generación. Una nueva categoría expansiva en
materia de derechos humanos”, El De-recho, 6/V/96.
—Gelli, María Angélica, “El derecho a la vida en el constitucionalismo argentino: problemas y cuestiones”, La
Ley, 1º/III/96.
—Lemon, Alfredo, “La dignidad de la persona desde la constitución nacional”, El Derecho, 24/VI/96.
—Bustamante Alsina, Jorge, “Responsabilidad civil por violación del derecho a preservar la propia imagen”, El
Derecho, 10/II/97.
—López Alfonsín, Marcelo A., “La constitucionalidad de un nuevo paradigma: el desarrollo humano”, Boletín
informativo de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional, año XI, nº 116, diciembre 1995.
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
—Valiente Noailles, Carlos, “Inaplicabilidad de la ley 24.823 a las indemnizaciones por expropiación”, El
Derecho, 5/VII/96.
—Marienhoff, Miguel S., “La nueva ley nacional de expropiación”, J.A., 23/III/77.
—“La nueva ley nacional de expropiación: su contenido”, J.A., 4/V/77.
—Maiorano, Jorge Luis, “La expropiación en la ley 21.499”, Bs. As., 1978.
—de Jesús, Marcelo Octavio, “Sistemas alternativos al dinero como compensación por expropiaciones (La
expropiación de dinero)”, El Derecho, T. 142, p. 877.
—Bianchi, Alberto, “La declaración de utilidad pública como causa de la expropiación irregular”, El Derecho,
29/II/84.
—Bidart Campos, Germán J., “Expropiación irregular o inversa y abandono de la expropiación”, El Derecho,
8/XII/82.
CAPÍTULO XIX
—García Vizcaíno, Catalina, “Los tributos frente al federalismo”, Bs. As., 1975.
—Spisso, Rodolfo R., “Tutela judicial efectiva en materia tributaria. La Corte Suprema y el abandono de la buena
doctrina”, El Derecho, 19/IV/95.
—“Derecho constitucional tributario”, Ed. Depalma, Bs. As., 1991.
—“Tutela judicial efectiva en materia tributaria”, Ed. Depalma, Bs. As., 1996.
—García Belsunce, Horacio A., “El nuevo régimen constitucional tributario”, Academia Nacional de Derecho y
Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XL, 2ª época, nº 33.
—“Tributación y confiscación”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de
“Anales”, año XXXIV, 2ª época, nº 27.
—“La interpretación en el derecho tributario”, Anales de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias
Sociales de Bs. As., 2ª época, año XXIX, nº 22.
—“La autonomía del derecho tributario frente a la legislación tributaria provincial”, El Derecho, 8-9/IV/80.
—Decia, Guillermo C., “Exenciones fiscales federales y competencias esenciales de los municipios”, El Derecho,
26/X/93.
—Martínez Ruiz, Roberto, “La acción de repetición de pago y el derecho tributario”, La Ley, 9/VI/77.
—Bulit Goñi, Enrique, “Reflexiones en torno de la acción declarativa de inconstitucionalidad en materia
tributaria, el principio ‘solve et repete’ y el Tratado de San José de Costa Rica”, “Rentas”, año IX, nº 1.
—Zarza Mensaque, Alberto, “Recursos financieros municipales”, Apartado de la Facultad de Derecho y Ciencias
Sociales, Universidad Nacional de Córdoba, 1982/83, años XLVI y XLVII.
—De autores varios (Coordinador: Horacio A. García Belsunce), “Estudios de derecho constitucional tributario”,
Ed. Depalma, Bs. As., 1994.
CAPÍTULO XX
—Frías Pedro J., “La justicia social, mandato constitucional”, El Derecho, 11/VIII/95.
—“Estado social de derecho o catálogo de ilusiones”, La Nación, 25/IV/87, p. 7.
—Spota, Alberto Antonio, “Nueva dimensión política de lo económico”, La Ley, 3/V/95.
—Lloveras, Nora, y Servent, Marcela, “El derecho constitucional y las políticas sociales básicas”, La Ley,
29/VII/97.
—Bidart Campos, Germán, J., “La re-creación del liberalismo”, Ed. Ediar, Bs. As., 1982.
—“Los equilibrios de la libertad”, Ed. Ediar, Bs. As., 1988.
—Vanossi, Jorge Reinaldo A., “El estado de derecho en el constitucionalismo social”, Ed. Eudeba, Bs. As., 1987.
—Alvarez Magliano, M. Cristina, “Los principios rectores del derecho del trabajo en la jurisprudencia de la Corte
Suprema”, Revista Trabajo y Seguridad Social, nº 9, setiembre 1993.
—Vázquez Vialard, Antonio, “Los recientes cambios normativos y culturales en materia de derecho del trabajo en
la Argentina”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año
XLI, 2ª época, nº 34, Bs. As., 1997.
—“El trabajo humano”, Bs. As., 1970.
CAPÍTULO XXI
—De la Fuente, Horacio Héctor, “Estudio de derecho comparado acerca de la intervención del estado en la
negociación colectiva”, La Ley, 26/V/95.
—Goldín, Adrián O., “Representatividad sindical y sindicato único en la Argentina”, Trabajo y Seguridad Social,
nº 6, junio 1996.
—Ramírez Bosco, Luis, “Diversificación de niveles y sujetos de la negociación colectiva”, Trabajo y Seguridad
Social, nº 12, diciembre 1995.
—Izquierdo, Roberto, “Reflexiones sobre el deber de negociar y la ultraactividad del convenio a propósito de la
intervención del estado en la negociación colectiva”, Trabajo y Seguridad Social, nº 8, agosto 1995.
—Carcavallo, Hugo R., “Derogación por ley de las normas de los convenios colectivos”, El Derecho, 18/VIII/95.
—“La invalidación judicial de los decretos sobre la negociación colectiva”, Trabajo y Seguridad Social, nº 3,
marzo 1997.
—López Justo, “Autonomía privada colectiva”, J.A., 5/X/70.
—Bidart Campos, Germán, J., “El convenio colectivo de trabajo, y su derogación por el poder ejecutivo en virtud
de delegación legislativa”, El Derecho, 16/III/94.
—“El convenio colectivo de trabajo como fuente contractual y extraestatal”, El Derecho, T. 45, p. 815.
—Méndez, María del Rosario, “Relación entre norma estatal y autonomía colectiva”, Trabajo y Seguridad Social,
nº 9, setiembre, 1994.
—Mercado Luna, Ricardo, “Estabilidad del empleado público”, Bs. As., 1974.
CAPÍTULO XXII
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “Carácter de derecho común de las normas de seguridad social”, J.A., 21/VII/76.
—Carnota, Walter F., “El amparo previsional en el contexto de la reforma constitucional”, El Derecho, 2/III/95.
—“Los poderes públicos y la seguridad social”, Suplemento de Derecho Constitucional, La Ley, 16/VIII/96.
—Rouzaut, Adolfo R., “Fundamento constitucional de la seguridad social”, Santa Fe, 1962.
—Bidart Campos, Germán, J., “El mandato constitucional del art. 14 bis no se limita al legislador”, El Derecho, T.
127, p. 326.
—“La inicua ley de ‘insolidaridad’ economicista nº 24.463”, El Derecho, 31/X/95.
CAPÍTULO XXIII
—Corcuera, Santiago H., Dugo, Sergio O., y Lugones, Narciso Juan, “Actualidad en la jurisprudencia sobre
cuestiones electorales”, La Ley, 28/V/97.
—Alice, Beatriz L., “La nominación de candidatos para cargos públicos electivos: artículo 38 de la constitución
nacional”, La Ley, 8/IV/97.
—Comadira, Julio Rodolfo y Muratorio, Jorge I., “La constitucionalización de los partidos políticos”, La Ley,
25/IX/95.
—Mercado Luna, Ricardo, “Iniciativa popular: ¿Cláusula declarativa o real instrumento de democracia
participativa?”, La Ley Actualidad, 13/VII/95.
—Zolezzi, Daniel, “Los cargos electivos y un monopolio constitucional”, El Derecho, 28/VIII/95.
—Frías, Pedro J., “La emancipación del elector y sus opciones”, La Nación, 5/V/92, p. 9.
—Bidart Campos, Germán J., “El ligamen constitucional-federal de las candidaturas provinciales”, El Derecho,
2/II/96.
—“La legitimación de los ciudadanos y de los partidos para ser parte en procesos judiciales sobre cuestiones
electorales”, El Derecho, 21/VIII/90.
—“Legitimidad de los procesos electorales”, Centro de Asesoría y Promoción Electoral, San José, Costa
Rica, 1986.
—Albanese, Susana, “Ley de cupos femeninos para los cargos electivos: resarcimiento histórico”, El Derecho,
9/XII/91.
—Sabsay, Daniel Alberto, “Consideraciones en torno al sistema electoral”, Revista Propuesta y Control, II época,
año XVI, Bs. As., 1992, nº 21.
—Loñ, Félix R., “La iniciativa popular”, J.A., 18/VI/97.
CAPÍTULO XXIV
—Morello, Augusto M., “El proceso justo en el marco del modelo del acceso a la justicia”, El Derecho, 31/III/95.
—“La persona y el derecho procesal”, El Derecho, 18/VII/96.
—“Renovación del derecho procesal civil”, El Derecho, 26/III/96.
—“La tutela anticipatoria ante la larga agonía del proceso ordinario”, El Derecho, 18/X/96.
—Morello, Augusto Mario y Stiglitz, Gabriel A., “Hacia un ordenamiento de tutela jurisdiccional de los intereses
difusos”, J.A., 16/X/85.
—Bidart Campos, Germán J., “El Pacto de San José de Costa Rica y el acceso fácil a la justicia”, El Derecho,
17/V/90.
—“El juez natural en los recursos judiciales”, El Derecho, 1º/IX/78.
—“La duración razonable del proceso penal y la prisión preventiva (Pacto de San José de Costa Rica y ley
24.390)”, El Derecho, 28/III/95.
—“La doble instancia en el proceso penal”, El Derecho, 5/VII/95.
—“La condena penal y la inviolabilidad de la correspondencia de los presos”, El Derecho, 18/XII/95.
—“La retroactividad de la ley penal más benigna rige en Argentina en forma imperativa por fuente de
tratados internacionales”, El Derecho, 27/IX/91.
—Fernández Segado, Francisco, “Los nuevos desafíos de nuestro tiempo para la protección jurisdiccional de los
derechos”, Revista Vasca de Administración Pública, nº 39, mayo-agosto 1994.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Seguridad jurídica y confiabilidad en las instituciones judiciales”, El Derecho, 6/XI/96.
—“El juicio penal oral y el juicio por jurados en la constitución nacional”, El Derecho, T. 92, p. 905.
—“La instancia judicial plural penal en la constitución argentina y en el Pacto de San José de Costa Rica”, La
Ley, 21/X/88.
—Bielsa, Rafael A. y Graña, Eduardo R., “El tiempo y el proceso”, La Ley, 27/II/95.
—Bianchi, Alberto B., “Apuntes en torno al concepto de juez natural, con particular referencia a los jueces
administrativos”, El Derecho, 20-23/V/88.
—Vitale, Gustavo L., “La prisión de presuntos inocentes”, Revista de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales,
Universidad Nacional del Comahue, año 1, nº 1, 1993.
—Vicente, Daniel Eduardo, “Personas privadas de la libertad. Sus derechos de jerarquía constitucional federal”,
La Ley, 15/X/96.
—De Luca, Javier Augusto y Manríquez, Gloria, “Condena sin acusación”, La Ley, 22/III/95.
—De autores varios (Coordinador: Augusto M. Morello), “Tutela procesal de las libertades fundamentales”, JUS,
La Plata, 1988.
—De autores varios (Coordinador: Eduardo Pablo Jiménez), “Garantías constitucionales”, Ediciones Suárez, Mar
del Plata, 1997.
—Carrió, Alejandro D., “Violaciones constitucionales en materia penal y la doctrina del fruto del árbol venenoso”,
La Ley, 28/IV/88.
—“Garantías constitucionales en el proceso penal”, Bs. As., 1984.
—Spota, Alberto Antonio, “Juicios por jurados”, El Derecho, T. 170, p. 1217.
—Madariaga, Rodolfo E., “Inserción del juicio por jurados en el ordenamiento procesal penal argentino”, El
Derecho, 29/VII/97.
—Salvadores de Arzuaga, Carlos I., Miranda, Verónica y Mardones, Anahí, “El juicio por jurados”, El Derecho,
15/V/97.
—Battaglia, Alfredo, “Carácter penal de la sanción administrativa”, El Derecho, 12/II/97.
—Bertolino, Pedro J., “Interés público, garantías individuales y crisis del proceso penal”, La Ley, 19/XI/87.
—“El exceso ritual manifiesto”, La Plata, 1979.
—Hooft, Pedro Federico, “Sistemas penales y derechos humanos: El control judicial suficiente en la ejecución de
la pena”, El Derecho, 29/IV/92.
—Moscato de Santamaría, Claudia B., “El principio de congruencia en el ordenamiento procesal penal de la
nación”, La Ley, 12/IX/97.
—Rizzo Romano, Alfredo H., “Responsabilidad civil de los jueces y funcionarios judiciales. El punto de vista de
un juez”, La Ley, 19/IV/95.
—Raspi, Arturo Emilio, “La responsabilidad del estado por error judicial en materia penal; el indulto y el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos”, El Derecho, 25/VII/97.
—Sagarna, Fernando Alfredo, “La responsabilidad del estado por daños por la detención preventiva de personas”,
La Ley, 30/X/96.
—Colautti, Carlos E., “El derecho a indemnización por error judicial en la constitución nacional”, La Ley,
12/IV/95.
—González Novillo, Jorge A. y Figueroa, Federico G., “El recurso extraordinario federal y el tribunal
intermedio”, El Derecho, 13/XI/96.
—Hitters, Juan Carlos, “El derecho procesal constitucional”, Revista “Ius et Praxis”, Universidad de Lima, n os. 21-
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—“Algo más sobre el proceso transnacional”, El Derecho, 4/V/95.
—“Imposibilidad de empeorar la situación del recurrente. Prohibición de la ‘reformatio in peius’”, El
Derecho, 26/XII/84.
—Blanco, Luis Guillermo, “Sobre la magnitud de las penas”, El Derecho, 10/XI/92.
—Gambier, Beltrán, “El procedimiento administrativo: algunas cuestiones que suscita el principio del
informalismo”, J.A., 8/VII/92.
—Gozaíni, Osvaldo Alfredo, “El proceso transnacional”, Bs. As., 1992.
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
—Spota, Alberto Antonio, “Análisis de la acción de amparo en los términos del artículo 43 de la constitución
nacional”, El Derecho, Temas procesales, 31/VIII/95.
—Morello, Augusto M., “El derrumbe del amparo”, El Derecho, 18/IV/96.
—“El amparo después de la reforma constitucional”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de
Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XL, 2ª época, nº 33.
—Gelli, María Angélica, “La silueta del amparo después de la reforma constitucional”, La Ley, Suplemento
especial, 15/XI/95.
—Palacio, Lino Enrique, “La pretensión de amparo en la reforma constitucional de 1994”, La Ley, 7/IX/95.
—Dalla Vía, Alberto Ricardo, “¿Amparo o desamparo? (En la reforma constitucional de 1994)”, El Derecho,
Temas procesales, 31/VIII/95.
—Rivas, Adolfo A., “Pautas para el nuevo amparo constitucional”, El Derecho, Temas de Reforma
Constitucional, 29/VI/95.
—“El amparo”, Ed. La Rocca, Bs. As., 1987.
—Gozaíni, Osvaldo Alfredo, “La legitimación para obrar y los derechos difusos”, Revista Voces Jurídicas,
Mendoza, T. 3, agosto 1996.
—“La noción de ‘afectado’ a los fines de acreditar la legitimación procesal en el amparo”, La Ley, 6/VIII/96.
—“El derecho de amparo”, Ed. Depalma, Bs. As., 1995.
—Gordillo, Agustín, “Un día en la justicia: Los amparos de los artículos 43 y 75 inciso 22 de la constitución
nacional”, La Ley, Suplemento especial, 15/XI/95.
—Morello, Augusto M., y Vallefin, Carlos A., “El amparo. Régimen procesal”, Librería Editora Platense SRL, La
Plata, 1992.
—Jiménez, Eduardo Pablo, “Evaluación de algunos matices conflictivos respecto de la legitimación para obrar en
el amparo en procura de la defensa de los derechos humanos de la tercera generación”, El Derecho, 23/I/97.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Nuevamente sobre el rol directo o subsidiario de la acción de amparo”, La Ley, 9/X/95.
—“Derecho constitucional procesal - Acción de amparo”, Ed. Astrea, Bs. As., 1995.
—Quiroga Lavié, Humberto, “Actualidad en la jurisprudencia sobre amparo”, La Ley, 14/XI/96.
—Palacio de Caeiro, Silvia B., “El amparo y la acción declarativa de inconsti-tucionalidad en la realidad jurídica
argentina”, La Ley, 7/XI/95.
—“La acción de amparo, el control de constitucionalidad y el caso concreto judicial”, El Derecho, 1º/VIII/97.
—Vallefin, Carlos A., “El amparo: desde la constitución a la jurisprudencia”, J.A., 18/VI/97.
—Bertolino, Pedro J., “La cosa juzgada en el amparo”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1968.
—Lazzarini, José Luis, “El juicio de amparo”, La Ley, Bs. As., 1987.
—Carrió, Genaro R., “Recurso de amparo y técnica judicial”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1959.
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
—Sagüés, Néstor Pedro, “Nuevo régimen del habeas corpus (ley 23.098)”, La Ley, 8-17-18/IV/85.
—“Habeas corpus”, Ed. Astrea, Bs. As., 1988.
—Sinópoli, Santiago M., “Habeas corpus y justicia militar”, El Derecho, 14/V/87.
—Bidart Campos, Germán J., “Edictos policiales y habeas corpus”, El Derecho, 23/II/87.
—“Estrecheces y holguras del habeas corpus en un fallo de la Corte Suprema (¿Y el valor libertad?)”, El
Derecho, 6/XII/91.
CAPÍTULO XXIX
—Moyano Bonila, César, “El principio de primacía del derecho internacional”, El Derecho, 16/VIII/94.
—“La interpretación de los tratados internacionales”, Montevideo, 1985.
—Legarre, Santiago, “El tratado internacional y su ley aprobatoria en el derecho argentino”, La Ley, 20/XII/95.
—González, Flavio Floreal, “Convenios internacionales de los estados subnacionales”, La Ley, 29/VIII/96.
—Rey Caro, Ernesto, “Los tratados interjurisdiccionales y la aplicación de normas internacionales”, Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba, Separata de Cuaderno de Federalismo III-IV, Córdoba,
1991.
—Midón, Mario A. R., “El tratamiento constitucional de la integración entre los signatarios del Mercosur”, La
Ley, 24/III/97.
—Masnatta, Héctor, “Bases constitucionales del proceso de integración”, La Ley, 16/VIII/96.
—Ekmekdjian, Miguel Angel, “Un fallo de la Corte Suprema de Justicia que apuntala el proceso de integración
regional latinoamericana”, El Derecho, T. 160, p. 246.
—Oteiza, Eduardo, “Mercosur: diagnóstico provisional sobre el proceso transnacional”, El Derecho, 29/IV/96.
—Zuppi, Alberto Luis, “El derecho imperativo (‘ius cogens’) en el nuevo orden internacional”, El Derecho,
7/VII/92.
—De autores varios (Directores: Vega, Juan Carlos y Graham, Marisa Adriana), “Jerarquía constitucional de los
tratados internacionales”, Ed. Astrea, Bs. As., 1996.
—Travieso, Juan Antonio, “La jurisprudencia en el derecho internacional”, La Ley, 8/VII/97.
—“Derechos humanos - Fuentes e instrumentos internacionales”, Ed. He-liasta, Bs. As., 1996.
—Martínez Vivot, Julio J., “Vigencia de los convenios OIT legalmente ratificados en Argentina”, Trabajo y
Seguridad Social, nº 10, octubre 1994.
—López, Justo, “Primacía de los convenios internacionales de la OIT”, Revista “Verba Iustitiae”, Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Morón, año I, nº 2, 1996.
—Ramírez Bosco, Luis, “Los tratados internacionales en materia laboral”, Trabajo y Seguridad Social, nº 10,
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—Vanossi, Jorge Reinaldo A., “Régimen constitucional de los tratados”, Ed. El Coloquio, Bs. As., 1969.
—De autores varios (Compiladores: Martín Abregú y Christian Courtis), “La aplicación de los tratados sobre
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—De la Guardia, Ernesto, “Derecho de los tratados internacionales”, Ed. Abaco, Bs. As., 1997.
—Barberis, Julio A., “La Convención de Viena sobre el derecho de los tratados y la constitución argentina”,
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—Amadeo, José Luis, “Los tratados internacionales con jerarquía constitucional”, J.A., 18/VI/97.
—Hitters, Juan Carlos, “La jurisprudencia de la Corte Interamericana como guía para la interpretación de la
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—“Derecho Internacional de los Derechos Humanos”, Ed. Ediar, Bs. As., 1991.
—Centurión Morinigo, Ubaldo, “El orden jurídico supranacional”, Asunción, Paraguay, 1994.
—Rey Caro, Ernesto J., Salas, Graciela y Drnas de Clément Zlata, “Los tratados internacionales y la constitución
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—Carrizo Adris, Mario Gustavo, “La primacía del derecho comunitario en la jurisprudencia del Tribunal de
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—Alvarez, Gladys S. y Highton, Elena I., “¿Un tribunal transnacional para el Mercosur? Carta de Ouro Preto
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—Sola, Juan Vicente, “La jerarquía de las leyes y reglamentos nacionales con las normas del Mercosur”, La Ley,
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—Masnatta, Héctor, “Bases constitucionales del proceso de integración”, La Ley, 16/VIII/96.
—Palacio de Caeiro, Silvia B., “La cuestión federal, la competencia federal y los tratados internacionales”, El
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—Piombo, Horacio Daniel, “Teoría general y derecho de los tratados interjurisdiccionales internos”, Ed. Depalma,
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—Castorina de Tarquini, María Celia, “Federalismo e integración”, Ed. Ediar, Bs. As., 1997.
—Kemelmajer de Carlucci, Aída, “Integración y jurisprudencia”, Revista “Voces Jurídicas”, Mendoza, febrero
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—“El juez frente al derecho comunitario”, El Derecho, 18/VIII/92.
CAPÍTULO XXX
—Gordillo, Agustín, “El nuevo sistema constitucional de control”, Separata del nº 62 de la Revista “Lecciones y
Ensayos”, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.
—Salvadores de Arzuaga, Carlos I., “Los controles institucionales en la constitución reformada”, J.A., 28/II/96.
—Spota, Alberto Antonio, “En el estado de derecho los poderes constituidos son y deben ser limitados”, El
Derecho, 17/III/97.
—“Legalidad y legitimidad en el estado de derecho”, Boletín informativo de la Asociación Argentina de
Derecho Constitucional, año XI, nº 116, diciembre 1995.
—“El poder político y los grupos de fuerza y de presión en la crisis contemporánea de la representación
política”, Revista Lecciones y Ensayos, 1959, nº 13.
—“La división de poderes en la emergencia”, La Ley, 13/II/92.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “El asiento de la decisión política en el régimen de la democracia constitucional”,
Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Bs. As., 1996.
—Bidart Campos, Germán J., “Las obligaciones en el derecho constitucional”, Ed. Ediar, Bs. As., 1987.
—Snow, Peter G., “Fuerzas políticas en la Argentina”, Bs. As., 1983.
—Jiménez, Eduardo Pablo, “Corrupción y ética pública”, El Derecho, 21/VII/97.
—Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, “Etica pública según el artículo 36 de la constitución
nacional, texto de 1994”, Bs. As., 1996.
—De autores varios (Coordinadores: H. R. Sandler y B. Rajland), “Corrupción. Una sociedad bajo sospecha”, Bs.
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—Romero, César Enrique, “Estructuras reales de poder en la República Argentina”, Ed. Depalma, Bs. As., 1976.
CAPÍTULO XXXI
—Pérez Guilhou y otros (libro colectivo), “Atribuciones del congreso argentino”, Ed. Depalma, Bs. As., 1986.
—Pellet Lastra, Arturo, “El poder parlamentario”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1995.
—Ekmekdjian, Miguel Angel, “Reflexiones acerca de la representación política”, El Derecho, 24/XI/92.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Un enfoque tridimensional de la representación política: el orden de las realidades”, El
Derecho, T. 45, p. 385.
—Castagno, Antonio, “Las bancas parlamentarias. Su pertenencia”, Bs. As., 1972.
—Durante, Alfredo L., “La retribución (‘dietas’ o ‘indemnizaciones’) de los representantes del pueblo”, El
Derecho, 7/X/87.
CAPÍTULO XXXII
—Ekmekdjian, Miguel Angel, “Una interesante decisión judicial sobre las inmunidades legislativas”, El Derecho,
21/XII/94.
—“La extraterritorialidad de los privilegios parlamentarios de los legisladores provinciales y el federalismo”,
La Ley, 1º/VIII/86.
—“Las llamadas ‘facultades disciplinarias’ de las cámaras del congreso nacional por violación a sus fueros
(el arresto congresional)”, El Derecho, 10/VII/97.
—Rimoldi de Ladmann, Eve I., “Las comisiones parlamentarias permanentes”, La Ley, 3/IV/86.
—D’Albora, Francisco J. (h.), “Los legisladores y la ley penal”, La Ley, 15/X/85.
—Frías, Pedro J., “Condiciones y límites de la investigación parlamentaria”, Debate Parlamentario, n os. 37/38, 17-
24/IX/84.
—Bianchi, Alberto B., “Los poderes de investigación del congreso - Fundamento constitucional, contenido y
límites”, La Ley, 3/X/84.
—Colautti, Carlos E., “Las facultades de investigación del poder legislativo y la división de poderse”, La Ley,
3/X/83.
—Bidart Campos, Germán J., “Los ‘privilegios’ personales de los legisladores no son renunciables”, El Derecho,
15/III/93.
—Seisdedos, Felipe, “Algo acerca de la inmunidad de opinión”, El Derecho, 10/VII/85.
—Martínez Peroni, José Luis, “El poder disciplinario del senado sobre terceros”, El Derecho, Temas de Reforma
Constitucional, 22/IX/95.
—Gentile, Jorge H., “Derecho parlamentario argentino”, Ed. Ciudad Argentina, Bs. As., 1997.
CAPÍTULO XXXIII
—Albanese, Suana, “Atribuciones del congreso en la fijación de los límites interprovinciales”, La Ley, 21/XII/84.
—Frías, Pedro J., “Facultades de las provincias en materia de tratados interjurisdiccionales”, Revista Notarial,
1985, nº 882.
CAPÍTULO XXXIV
—García Belsunce, Horacio A., “El papel moneda como recurso del estado”, Revista Lecciones y Ensayos, 1959,
nº 13.
—“El ahorro obligatorio”, Información Empresaria, noviembre 1985, nº 214.
—Perdomo, Hugo Enrique, “Emisión monetaria y constitución nacional”, La Ley, 24/XI/84.
—Olarra Jiménez, Rafael, “El dinero y las estructuras monetarias”, Madrid-Bs.As.-México, 1965.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Tarifas aduaneras uniformes y diferenciales en el derecho constitucional argentino”, La
Ley, 24/V/84.
—“Cuestionamiento constitucional del régimen de ahorro forzoso”, La Ley, 27/VIII/85.
—Padilla, Miguel M., “Un mecanismo de control parlamentario: el examen y aprobación de la cuenta de
inversión”, La Ley, 21/XII/84.
—Dromi, José Roberto, “Presupuesto y cuenta de inversión”, Bs. As., 1988.
—Molinelli, N. Guillermo, “Presidentes, congresos y leyes de presupuesto”, La Ley, 15/IX/88.
—Thompson, Roberto, “El presupuesto y su control de constitucionalidad”, El Derecho, 17/IX/84.
—Reig, Enrique Jorge, “Los recursos del tesoro nacional en la constitución argentina”, Academia Nacional de
Ciencias Económicas”, Bs. As., 1991.
—Rotman, Rodolfo B., “Corresponde al congreso arreglar la deuda exterior de la nación”, La Ley, 29/II/84.
—Ray, José Domingo, “Condicionamiento económico jurídico de un orden monetario”, Academia Nacional de
Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XXXIV, 2ª época, nº 27.
—Bruzzon, Juan Carlos, “Algunas implicaciones del fallo ‘Horvath’ de la Corte Suprema, que declara la
naturaleza de la exacción impuesta por la ley 23.256 de ahorro obligatorio”, El Derecho, 12/IX/96.
—Rougés, Jorge Luis, “Bloque constitucional federal del progreso. Cláusula de la prosperidad”, La Ley
Actualidad, 26/IX/96.
—Schafrik, Fabiana Haydée y Barraza, Javier Indalecio, “Algunas reflexiones relativas a la atribución del
congreso de la nación de aprobar o desechar la cuenta de inversión. Su naturaleza jurídica y evolución
legislativa en la materia”, El Derecho, 14/VI/95.
—“Breves reflexiones acerca de los denominados Pactos Fiscales I y II. Análisis de su incidencia en la ley de
coparticipación federal de impuestos. Vigencia de los mismos”, El Derecho, 21/VIII/96.
—Montbrun, Alberto, “Criterios de distribución de la coparticipación federal en la constitución nacional”, La Ley,
18/VII/97.
—Barraza, Javier Indalecio y Schafrik, Fabiana Haydée, “La reforma constitucional de 1994 y la coparticipación
federal de impuestos. Análisis comparativo de los distintos sistemas de distribución de facultades tributarias”,
El Derecho, 16/XI/95.
—Bulit Goñi, Enrique G., “La coparticipación federal en la reforma constitucional de 1994”, La Ley, 7/VIII/95.
—Mertehikian, Eduardo, “Las leyes de presupuesto del estado y la modificación del orden jurídico en un
auspicioso fallo”, Suplemento de jurisprudencia de derecho administrativo, La Ley, 31/III/97.
—Gelli, María Angélica, “La coherencia del ordenamiento jurídico y el principio de legalidad en la construcción
de la seguridad jurídica”, La Ley, 2/VI/97.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “Los límites de la regulación estatal y los límites de la libertad en la actividad
financiera. Problemas de derecho público del sistema financiero”, J.A., 1º/V/85.
—“La gestión constitucional de la deuda pública externa”, La Nación, 25-27/V/85.
—Colautti, Carlos E., “Problemas constitucionales de la revalorización de las obligaciones monetarias”, La Ley,
6/XII/76.
—Ibarlucía, Emilio Armando, “La responsabilidad del estado y las devaluaciones monetarias”, El Derecho,
5/X/83.
—Peyrano, Jorge W. y Chiappini, Julio O., “Desindexación y ‘desagio’”, La Ley, 8/VIII/85.
—Gil Domínguez, Andrés, “Autonomía universitaria: la evanescencia consumada”, La Ley, 14/V/97.
—“Dimensión constitucional de los principios de gratuidad y equidad de la educación“, Boletín Informativo
de la Asociación Argentina de Derecho Constitucional, año XII, nº 121, mayo 1996.
—Altabe, Ricardo, Braunstein, José y González, Jorge A., “Derechos indígenas en la Argentina”, El Derecho,
19/X/95.
—Frías, Pedro J., “La igualdad de oportunidades”, La Nación, 28/V/95.
—Travieso, Juan Antonio, “La protección de los derechos de los ancianos (Aspectos nacionales e
internacionales)”, La Ley Actualidad, 6/VII/95.
—Aja Espil, Jorge A., “Constitución y poder”, Ed. TEA, Bs. As., 1987.
CAPÍTULO XXXV
—Ubertone, Fermín Pedro, “Reglas de técnica legislativa en Argentina”, El Derecho, Legislación Argentina,
Boletín nº 35, 23/VIII/96.
—Rosatti, Horacio, “Fisiología de la ley”, Santa Fe, 1987.
—Torres Molina, Ramón, “El ejercicio de facultades legislativas por el poder ejecutivo”, La Ley, 22/VII/97.
—Midón, Mario A. R., “Los inciertos límites de la legislación delegada”, El Derecho, Temas de Reforma
Constitucional, 22/IX/95.
—Colautti, Carlos E., “Nuevas precisiones acerca de la promulgación parcial de las leyes”, La Ley, 12/V/97.
—Bianchi, Alberto B., “La delegación legislativa luego de la reforma constitucional de 1994”, J.A. 6/XI/96.
—“La delegación legislativa”, Ed. Abaco, Bs. As., 1990.
—Quiroga Lavié, Humberto, “La potestad legislativa”, Ed. Zavalía, Bs. As., 1993.
—Salvadores de Arzuaga, Carlos I., “Formulaciones, proposiciones y anotaciones para interpretar la delegación
legislativa”, La Ley, 24/II/97.
—Cuadros, Oscar, “La delegación legislativa frente al principio de legalidad tributaria: breve análisis acerca de la
constitucionalidad de los arts. 2, 3 y 4 de la ley 24.631”, Revista “Entre Abogados”, Foro de Abogados de
San Juan, año IX, nº 9.
—Gil Domínguez, Andrés, “Potestades legislativas del poder ejecutivo: en búsqueda de una interpretación
constitucional”, La Ley, 3/X/96.
—Bidart Campos, Germán J., “La publicación oficial de las leyes con promulgación tácita”, El Derecho, 27/IV/95.
—Sagüés, Néstor Pedro, “El código aeronáutico ante la constitución nacional”, Revista del Colegio de Abogados
de Rosario, 1981/82, nº 14.
—Ciuro Caldani, Miguel Angel, “Aspectos iusfilosóficos del derecho ecológico”, Revista Investigación y
Docencia, Universidad Nacional de Rosario, 1992, nº 20.
—Cano, Guillermo J., “Génesis y evolución del derecho de los recursos naturales y del derecho ambiental”, El
Derecho, 15/II/93.
—Cueto Rúa, Julio C., “Sanción de normas procesales por la Corte Suprema de Justicia Nacional”, La Ley, 1988-
B.
CAPÍTULO XXXVI
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “La posibilidad constitucional del juicio político a los ex-funcionarios”, J.A.,
28/VIII/85.
—Luna, Eduardo Fernando, “Juicio político a ex-funcionarios”, El Derecho, 20/I/86.
—Bidart Campos, Germán J., “Dos caras del enjuiciamiento político: lo que es decisión definitiva del órgano
competente y lo que es judicialmente controlable”, Suplemento de Derecho Constitucional, La Ley,
12/VII/96.
CAPÍTULO XXXVII
—Bidart Campos, Germán J., “Acefalía del poder ejecutivo, inhabilidad y juicio político”, El Derecho, T. 100, p.
896.
—Dalla Vía, Alberto R., “El presidencialismo argentino”, J.A., 11/VI/97.
CAPÍTULO XXXVIII
—Pérez Guilhou y otros (libro colectivo), “Atribuciones del presidente argentino”, Ed. Depalma, Bs. As., 1986.
—Bianchi, Alberto B., “Anotaciones sobre los conceptos de administración pública y función administrativa”, El
Derecho, 2/VIII/88.
—“El control de los reglamentos de ejecución por medio del recurso extraordinario”, El Derecho, 10/V/84.
—Linares, Juan Francisco, “Los reglamentos autónomos en el orden federal”, La Ley, 11/XI/81.
—Pérez Hualde, Alejandro, “Decretos de necesidad y urgencia”, Ed. Depalma, Bs. As., 1995.
—“Decretos de necesidad y urgencia: a dos años del artículo 99 inciso 3 de la constitución nacional”, La Ley,
24/VII/97.
—Gelli, María Angélica, “Amparo, legalidad tributaria y decretos de necesidad y urgencia”, Suplemento de
jurisprudencia de derecho administrativo, La Ley, 4/IX/95.
—Comadira, Julio Rodolfo, “Los decretos de necesidad y urgencia en la reforma constitucional”, La Ley,
24/III/95.
—Albanese, Susana, “El amparo y los decretos de necesidad y urgencia en materia laboral”, El Derecho,
14/IX/94.
—Cassagne, Juan Carlos, “Los decretos de necesidad y urgencia en la constitución reformada”, Academia
Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XL, 2ª época, nº 33, Bs. As.,
1996.
—Ferreira Rubio, Delia y Goretti, Mateo, “Cuando el presidente gobierna solo”, Desarrollo Económico, vol. 36,
nº 141, abril-junio 1996.
—Lugones, Narciso J., Garay, Alberto F., Dugo, Sergio O., Corcuera, Santiago H., “Leyes de emergencia -
Decretos de necesidad y urgencia”, La Ley, Bs. As., 1992.
—Midón, Mario A. R., “La ‘suprema’ emergencia y los decretos de necesidad y urgencia”, El Derecho, 4/VI/92.
—Sola, Juan Vicente, “El manejo de las relaciones exteriores”, Ed. de Belgrano, Bs. As., 1997.
CAPÍTULO XXXIX
—Barraza, Javier Indalecio y Schafrik, Fabiana Haydée, “El Jefe de Gabinete de ministros y su relación con el
poder ejecutivo nacional, los demás ministros secretarios y el congreso nacional”, El Derecho, 23/XII/96.
—Comadira, Julio Rodolfo y Canda, Fabián Omar, “Administración general del país y delegaciones
administrativas en la reforma constitucional”, El Derecho, 7/VII/95.
—Lozano, Luis Francisco, “El Jefe de Gabinete”, La Ley, 4/X/95.
—García Lema, Alberto M., “La jefatura de gabinete de ministros en el proyecto de ley de ministerios”, La Ley,
7/XII/95.
—Raspi, Arturo Emilio, “La jefatura de la administración general del país en la constitución”, La Ley, 18/X/96.
—Fleitas Ortiz de Rozas, Abel, “El jefe de gabinete de ministros: Perfiles e interrogantes”, La Ley, 28/VI/95.
—Bellardinelli, Pablo y Corti, Horacio G., “Funciones financieras del Jefe de Gabinete de Ministros”, La Ley,
12/IX/96.
CAPÍTULO XL
—Bidart Campos, Germán J., “Los tribunales militares y la constitución”, Ed. Ediar, Bs. As., 1985.
—Palombo, Guillermo, “Breves observaciones críticas sobre la arquitectura de los principios fundamentales de la
reciente ley 23.409 de reformas al código de justicia militar”, El Derecho, 16/III/84.
—Ramayo, Raúl Alberto, “El poder judicial y la justicia militar”, El Derecho, 14/X/86.
—Ekmekdjian, Miguel Angel, “La jurisdicción disciplinaria militar y la instancia judicial plena de revisión de los
actos jurisdiccionales de la administración”, El Derecho, 9/V/89.
—Vanossi, Jorge Reinaldo A., “El sometimiento de los civiles a los tribunales militares (estado actual de la
cuestión en la jurisprudencia constitucional)”, El Derecho, 2/VI/81.
CAPÍTULO XLI
—Seville Salas, Viviana, “La Auditoría General de la Nación después de la reforma constitucional de 1994”, La
Ley, 16/IV/97.
—Gozaíni, Osvaldo Alfredo, “El Defensor del Pueblo”, Ed. Ediar, Bs. As., 1989.
—Spota, Alberto Antonio, “El Defensor del Pueblo”, El Derecho, 9/XII/96.
—Maiorano, Jorge Luis, “La UNESCO y el Defensor del Pueblo”, La Ley, 9/X/96.
—Carnota, Walter F., “El Ombudsman, los jubilados y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, El
Derecho, 10/XII/96.
CAPÍTULO XLII
—Palacio, Lino Enrique, “En torno al efecto de la llamada acción de nulidad deducida contra el laudo de los
amigables componedores”, El Derecho, 11/XI/97.
—Chaumet, Mario E., “La posmodernidad y las técnicas alternativas de resolución de conflictos”, El Derecho,
4/V/94.
—Ray, José Domingo, “Los medios de solución de conflictos en el derecho privado”, El Derecho, 15/VIII/97.
—F. de Cárdenas, Sara y Leonardi de Herbón, Hebe, “Tribunal de arbitraje general y mediación”, Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales, UBA., s/f.
—Leonardi de Herbón, Hebe y Feldstein de Cárdenas, Sara, “Arbitraje interno e internacional”, Ed. Abeledo-
Perrot, Bs. As., 1994.
—Anaya, Jaime Luis, “Recursos contra los laudos arbitrales”, El Derecho 22/III/95.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Poder judicial: ¿inamovilidad permanente o inamovilidad transitoria?”, La Ley,
22/III/82.
—“La desvalorización monetaria y el principio constitucional de irreductibi-lidad de las compensaciones
judiciales”, J.A., 14/XII/77.
—“Sobre la intangibilidad de las remuneraciones de los jueces provinciales”, La Ley, 16/VIII/88.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “Los llamados tribunales administrativos ante el derecho constitucional argentino”, El
Derecho, 23/III/83.
—Linares, Juan Francisco, “El recurso extraordinario contra decisiones administrativas”, La Ley, 21/XI/68.
—Morello, Augusto Mario, “La Corte Suprema en acción”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1989.
—Fayt, Carlos S., “Nuevas fronteras del derecho constitucional - La dimensión político-institucional de la Corte
Suprema de la Nación”, La Ley, Bs. As., 1995.
—Carrió, Alejandro, “La Corte Suprema y su independencia”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1996.
—Oyhanarte, Julio, “La visión universalista de la Corte Suprema”, La Nación, 25/VI/95, sección 7, p. 3.
—Bianchi, Alberto B., “La Corte dividida en salas (¿Una Corte o muchas Cortes?)”, El Derecho, 22/II/88.
—“Una meditación acerca de la función institucional de la Corte Suprema”, La Ley, 19/III/97.
—Canosa, Armando N., “La actividad materialmente administrativa en la justicia”, El Derecho, 28/VII/93.
—Bidart Campos, Germán J., “Actividad no judicial en la competencia de la Corte Suprema”, El Derecho,
28/VII/93.
—“La remuneración de los jueces como hecho imponible”, Suplemento de Derecho Constitucional, La Ley,
16/VIII/96.
—Hutchinson, Tomás, “La función administrativa del poder judicial y su revisión jurisdiccional”, El Derecho, T.
84, p. 84.
—Spisso, Rodolfo R., “Los tribunales administrativos y el control de constitucionalidad”, El Derecho, 18/XI/88.
—Ekmekdjian, Miguel Angel, “La instancia judicial plena de revisión de actos jurisdiccionales administrativos: su
alcance y naturaleza”, La Ley, 9/XI/78.
—Lozano, Luis F., “Transferencia de funciones jurisdiccionales a la ciudad autónoma de Buenos Aires”, La Ley,
30/IV/97.
—Colautti, Carlos E., “Reflexiones preliminares acerca de la transferencia de la justicia nacional de la capital
federal a la ciudad de Buenos Aires”, La Ley, 10/IV/97.
—Bielsa, Rafael A. y Garber, Carlos A., “La transferencia a la ciudad de Buenos Aires de la función judicial de
los tribunales nacionales con competencia ordinaria”, La Ley, 26/II/97.
—“Los futuros jueces de la ciudad de Buenos Aires”, La Ley, 3/II/95.
—“Poder Judicial y autonomía de la Ciudad de Buenos Aires”, Ed. Ad-Hoc, Bs. As., 1995.
—Gallardo, Roberto Andrés y López, Mario Justo (h.), “El poder judicial y la constitución de la ciudad de Buenos
Aires”, El Derecho, 18/II/97.
—Losa, Néstor Osvaldo, “El problema doctrinario y jurisprudencial de la justicia argentina. Los municipios y
Buenos Aires”, La Ley Actualidad, 18/VII/96.
—Bosch, Juan, “La actividad jurisdiccional de la administración pública y la garantía del debido proceso”, La
Ley, 6/XII/96.
—Vicent, Jorge J. P., “La administración de justicia y el Estatuto Organizativo de la ciudad de Buenos Aires”, El
Derecho, 18/IX/96.
CAPÍTULO XLIII
—Bianchi, Alberto B., “El Ministerio Público: ¿un nuevo poder? (Reexamen de la doctrina de los órganos
extrapoderes)”, El Derecho, 21/IV/95.
—Obarrio, Felipe Daniel, “El Ministerio Público: Cuarto poder del estado”, La Ley, 31/V/95.
—Sáenz, Ricardo O., “El Ministerio Público”, La Ley, 17/VIII/95.
—Roncoroni, Marta Susana, “Ministerio Público: representante del estado - Organo de control del poder judicial”,
J.A., 16/III/95.
—Carnota, Walter F., “El enclave constitucional del personal del Ministerio Público”, Suplemento de
jurisprudencia de derecho administrativo, La Ley, 27/VI/97.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “El Ministerio Público según la reforma constitucional de 1994”, Academia Nacional
de Derecho y Ciencias Sociales de Bs. As., Anticipo de “Anales”, año XL, 2ª época, nº 33.
CAPÍTULO XLIV
CAPÍTULO XLV
—Gozaíni, Osvaldo Alfredo, “Teoría general del derecho procesal - Jurisdicción, acción y proceso”, Ed. Ediar, Bs.
As., 1996.
—Jiménez Meza, Manrique, “Principios rectores y definitorios del derecho de acción, la acción popular y la ‘class
action’”, Revista Iustitia, San José, Costa Rica, año 5, nº 49, enero 1991.
—Hitters, Juan Carlos, “Revisión de la cosa juzgada”, La Plata, 1977.
—Berizonce, Roberto O., “Medios de impugnación de la cosa juzgada”, Revista Argentina de Derecho Procesal,
abril-junio 1971, nº 2.
—Arazi, Roland, “Potestad y deberes de los jueces en el proceso civil”, La Ley, 17/II/81.
—Goicoa, Martín N., “La indispensable intervención de la Corte Suprema para evitar una efectiva privación de
justicia”, Revista Jurídica de Buenos Aires, 1962, I-II.
—Bidart Campos, Germán J., “Un notable avance en la jurisprudencia de la Corte sobre inmunidad de los estados
extranjeros”, El Derecho, 18/IV/95.
—Zuppi, Alberto Luis, “La inmunidad jurisdiccional de los estados extranjeros ante los tribunales argentinos
conforme a la ley 24.488”, El Derecho, 14/II/96.
—“La impenetrable inmunidad de los estados extranjeros en Argentina, o ¿quién mató al art. 24 del decreto-
ley 1285/58?”, El Derecho, 22/II/94.
—Feldstein de Cárdenas, Sara L., Leonardi de Herbón, Hebe, “Demandas contra el estado extranjero”, El
Derecho, Temas de Derecho Internacional, 14/XI/95.
—Mihura Estrada, Gabriel, “La inmunidad y el derecho a la jurisdicción - El caso Boskalis”, El Derecho, Temas
de Derecho Internacional, 14/XI/95.
CAPÍTULO XLVI
—Ghirardi, Olsen A., Fernández Raúl E., Andruet, Armando S. (h.), Ghirardi, Juan C., “La naturaleza del
razonamiento judicial”, Alveroni Ed., Córdoba, 1993.
—Cueto Rúa, Julio César, “Las razones del juez”, Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales, Anales,
año XXVI, 2ª época, nº 19.
—Sagüés, Néstor Pedro, “El recaudo de la motivación como condición de la sentencia constitucional”, El
Derecho, 4/III/82.
—Morello, Augusto M., “La casación”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1993.
—De la Rúa, Fernando, “El recurso de casación”, Ed. Zavalía, Bs. As., 1968.
CAPÍTULO XLVII
CAPÍTULO XLVIII
—Haro, Ricardo, “La competencia federal”, Ed. Depalma, Bs. As., 1989.
—Oteiza, Eduardo, “La Corte Suprema”, Librería Editora Platense SRL, La Plata, 1994.
—Morello, Augusto Mario, “Las Cortes Supremas al final de la centuria”, El Derecho, 11/IX/97.
—Fayt, Carlos S., “Supremacía constitucional e independencia de los jueces”, Ed. Depalma, Bs. As., 1994.
—“Los poderes implícitos de la Corte Suprema”, La Nación, 29/VIII/95.
—Bidart Campos, Germán J., “La importante sentencia de la Corte en el ‘per saltum’ por la licitación de
Aerolíneas Argentinas”, 16/X/90.
—“La suspensión por decreto de los juicios contra el estado”, El Derecho, 5/IV/91.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Conflicto de poderes y recurso extraordinario ‘per saltum’”, La Ley, 1º/IV/91.
—“Derecho constitucional federal y derecho convencional interestadual (interprovincial)”, Revista Notarial,
1985, nº 880.
—Simone, Osvaldo Blas, “Jurisdicción marítima (‘Causas de almirantazgo y jurisdicción marítima’)”, El Derecho,
22/VII/87.
—de Estrada, Juan Ramón, “Juicios entre el estado nacional y las provincias: aplicación de las leyes 3952 y
19.549”, El Derecho, 20/IX/85.
—Bianchi, Alberto B., “Inconstitucionalidad sobreviniente del artículo 7º de la ley de demandas contra la nación”,
El Derecho, 25/III/86.
—“¿Ha llegado la Corte Suprema al final de su lucha por una jurisdicción discrecional?”, La Ley, 22/V/97.
—Bosch, Jorge Tristán, “Las sentencias contra la nación”, La Ley, 18/VIII/88.
—Marienhoff, Miguel S., “La jurisdicción originaria de la Corte Suprema de Justicia y los juicios de
expropiación”, J.A., 10/VI/75.
—Goldschmidt Werner, “Sometimiento y sumisión de estados a extraña jurisdicción”, La Ley, 14/X/74.
—“Juicios contra estados extranjeros”, El Derecho, T. 76, p. 409.
—Ramayo, Raúl Alberto, “El art. 100 de la constitución nacional y la nación como parte ante los tribunales de
otro país”, La Ley, 16/VI/76.
—Trusso, Francisco Eduardo, “Competencia de la Corte Suprema Nacional en los conflictos de poderes
provinciales”, J.A., 1º/II/78.
—Tawil, Guido S., “Recurso ordinario de apelación ante la Corte Suprema de Justicia”, Bs. As., 1990.
CAPÍTULO XLIX
—Bielsa, Rafael A. y Graña, Eduardo R., “La competencia originaria de la Corte Suprema de Justicia y el derecho
público provincial”, La Ley, 28/XI/96.
—Tacca, Carlos H., “Introducción al estudio de la competencia originaria y exclusiva de la Corte Suprema de
Justicia”, Cuadernos de la Universidad Católica de Cuyo, San Juan, 1981, nº 14.
—Garay, Alberto F., “Competencia originaria de la Corte Suprema: competencia por la materia”, La Ley,
12/X/78.
—Bianchi, Alberto B., “Las provincias argentinas ante la jurisdicción originaria de la Corte Suprema de Justicia
de la Nación”, El Derecho, 4-5/III/86.
—Palacio, Lino Enrique, “La competencia originaria de la Corte Suprema frente a la citación al juicio de terceros
no aforados”, La Ley, 25/VII/73.
—Ramayo, Raúl Alberto, “La acreditación del status diplomático y la inmunidad de jurisdicción”, El Derecho,
5/III/97.
CAPÍTULO L
—Morello, Augusto M., “Actualidad del recurso extraordinario”, Librería Editora Platense, Abeledo-Perrot, 1995.
—“El recurso extraordinario”, Librería Editora Platense, Abeledo-Perrot, 1987.
—“La nueva etapa del recurso extraordinario. El ‘certiorari’”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1990.
—“La doctrina de la arbitrariedad de sentencia ante la barrera del certiorari negativo”, El Derecho, 8/IV/97.
—Lugones, Narciso Juan, “Recurso extraordinario”, Ed. Depalma, Bs. As., 1992.
—“Una nueva articulación entre ‘relación directa’ y ‘cuestión federal’ en el recurso extraordinario y su
incidencia en las sentencias arbitrarias”, La Ley, 20/XII/83.
—Barrancos y Vedia Fernando, “Recurso extraordinario y ‘gravedad institu-cional’”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As.,
1969.
—Sahab, Ricardo J., “El recurso extraordinario por gravedad institucional”, Ed. Ediar, Bs. As., 1978.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “Aspectos del recurso extraordinario de inconstitucio-nalidad“, Ed Abeledo-Perrot,
Bs. As., 1966.
—“Recurso extraordinario federal”, Ed. Universidad, Bs. As., 1984.
—Amadeo, José Luis, “Procedimiento del recurso extraordinario por sentencia arbitraria - Modificación de las
decisiones de la Corte Suprema”, Ed. Pierre Menard, Bs. As., 1993.
—Sagüés, Néstor Pedro, “Recurso extraordinario”, Ed. Astrea, Bs. As., 1984.
—“El recurso extraordinario y la obligación de las Cortes Supremas provinciales de conocer en los recursos
locales”, La Ley, 24/IV/89.
—Bidart Campos Germán J., “La resolución ‘contraria’ en el recurso extraordinario”, El Derecho, 12/IX/84.
—Legarre, Santiago, “El requisito de la trascendencia en el recurso extraordinario”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As.,
1994.
—Palacio de Caeiro, Silvia B., “La cuestión federal, la competencia federal y los tratados internacionales”, El
Derecho, 17/IX/96.
—Palacio, Lino Enrique, “Algunas reflexiones acerca del recurso extraordinario federal frente a la aplicación de
tratados internacionales”, El Derecho, 1º/IV/97.
—“El recurso extraordinario federal”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1992.
—Ramayo, Raúl Alberto, “Nueva doctrina de la CSJN y sus potenciales consecuencias institucionales en el
ámbito de las jurisdicciones internacional, nacional y provincial”, El Derecho, 9/IV/96.
—Carrió, Genaro, “El recurso extraordinario por sentencia arbitraria”, Ed. Abeledo-Perrot, Bs. As., 1967.
—Bianchi, Alberto, “El recurso extraordinario por sentencia arbitraria”, El Derecho, T. 99, p. 835.
—“El apartamiento notorio de la realidad económica como causa de arbitrariedad en las sentencias”, El
Derecho, 18/IX/85.
—“El certiorari before judgement o recurso per saltum en la Corte de los Estados Unidos”, El Derecho,
11/XI/92.
—Guastavino, Elías P., “Recurso extraordinario de inconstitucionalidad”, Ed. La Rocca, Bs. As., 1992.
CAPÍTULO XI
—Bidart Campos, Germán, J., “El agotamiento de los recursos internos antes de acceder a la jurisdicción
supraestatal organizada por el Pacto de San José de Costa Rica”, El Derecho, 12/XII/90.
—Albanese, Susana, “El agotamiento de los recursos internos y algunas excepciones enunciativas en los sistemas
de protección internacional de los derechos humanos”, J.A., 19/VI/96.
CAPÍTULO LII
—Collautti, Carlos E., “Los intereses del estado nacional y el artículo 129 de la constitución”, La Ley, 11/VII/97.
—“Constitución de la ciudad autónoma de Buenos Aires”, Ed. Universidad, Bs. As., 1996.
—Bidart Campos, Germán J., “La primera elección de legisladores de la Ciudad de Buenos Aires”, La Ley,
12/VI/97.
—Frías, Pedro J., “¿Qué autonomía para Buenos Aires?”, La Ley, 26/VI/95.
—Spota, Alberto Antonio, “Naturaleza político-institucional de la ciudad de Buenos Aires en el texto de la
constitución vigente a partir de agosto de 1994”, La Ley, 28/II/95.
—Sabsay, Daniel Alberto, “La Ciudad de Buenos Aires y la reforma constitucional”, La Ley Actualidad, 9/V/95.
—Ezquiaga, Marcelo Gabriel, “Buenos Aires, ciudad autónoma permanente, capital federal transitoria”, La Ley
Actualidad, 4/V/95.
—Creo Bay, Horacio D., “Nuevo régimen jurídico institucional de la ciudad de Buenos Aires”, La Ley, 7/XI/94.
—De la Rúa, Jorge, “El nuevo status jurídico de la ciudad de Buenos Aires”, La Ley, 17/XI/94.
—Masnatta, Héctor, “La autonomía de la ciudad de Buenos Aires”, La Ley, 19/IX/96.
—Ferreyra, Raúl Gustavo, “La constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, Ed. Depalma, Bs. As.,
1997.
—De autores varios (Compiladora: Hilda María Herzer), “Ciudad de Buenos Aires - Gobierno y
descentralización”, Colección CEA-CBC, Bs. As., 1996.
—Argüello, Jorge, “Autonomía de la Ciudad de Buenos Aires. Aportes para la discusión sobre sus alcances
constitucionales”, La Ley, 8/II/95.
—Marienhoff, Miguel S., “La ‘autonomía’ de la ciudad de Buenos Aires y la constitución nacional de 1994”, El
Derecho, 19/IX/95.
—Quiroga Lavié, Humberto, “La constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, La Ley, 17/II/97.
—Bazán, Víctor, “La constitución de la ciudad de Buenos Aires, ¿Estatuto de avanzada o catálogo de deseos?”,
Revista “Entre Abogados”, Foro de Abogados de San Juan, año IV, nº 9.
—“Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, comentada por Marcelo Alberto López Alfonsín.
Comentario preliminar de Félix Roberto Loñ, Ed. Estudio, Bs. As., 1997.
—Gil Domínguez, Andrés, “Constitución de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, Ed. Eudeba, Bs. As., 1997.
—Vanossi, Jorge Reinaldo, “Régimen político de la ciudad de Buenos Aires, la autonomía municipal y sus
limitaciones. Controversias”. Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, Bs. As., 1995.
INDICE GENERAL
CAPÍTULO XXX
LA PARTE ORGANICA
I. EL PODER:
Su encuadre.................................................................. 9
El gobierno y los órganos .............................................. 11
La competencia............................................................ 11
Los órganos “extrapoderes” ........................................... 12
Los “sujetos auxiliares” ................................................. 13
Las relaciones en los órganos del poder ........................ 13
CAPÍTULO XXXI
EL CONGRESO
I. EL “ORGANO” CONGRESO:
El “poder legislativo” ..................................................... 47
La reforma de 1994..................................................... 48
La representación política ............................................. 49
La “representatividad” ................................................ 49
El bicamarismo ............................................................. 50
El bicamarismo en las legislaturas provinciales ......... 51
La pertenencia de las bancas del congreso ................... 51
Las bancas de los senadores ...................................... 52
La Auditoría. General y el Defensor del Pueblo ............. 53
CAPÍTULO XXXII
EL DERECHO PARLAMENTARIO
I. SU CONTENIDO .............................................................. 63
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO XXXIV
LA COMPETENCIA DEL CONGRESO EN EL ARTICULO 75
I. EL SISTEMA AXIOLOGICO:
El art. 75 y la parte dogmática ...................................... 105
CAPÍTULO XXXV
LA LEY
CAPÍTULO XXXVI
CAPÍTULO XXXVII
EL PODER EJECUTIVO
CAPÍTULO XXXVIII
IX. EL INDULTO:
Su concepto .................................................................. 276
La oportunidad de concederlo ....................................... 276
Los casos en que no procede......................................... 278
El indulto en jurisdicción provincial............................. 278
CAPÍTULO XXXIX
III. EL MINISTERIO:
El jefe de gabinete y el ministerio.................................. 293
Organo colegiado y complejo ......................................... 293
La ley de ministerios ..................................................... 294
El nombramiento y la remoción .................................... 295
La competencia ministerial ........................................... 295
La responsabilidad ministerial.................................... 296
Las incompatibilidades ............................................... 296
Las relaciones del ministerio con el congreso................ 296
Las inmunidades y los privilegios ministeriales ......... 297
Las secretarías de estado .............................................. 297
La relación del jefe de gabinete con los ministros ......... 297
CAPÍTULO XL
EL “PODER” MILITAR
CAPÍTULO XLII
EL PODER JUDICIAL
EL MINISTERIO PUBLICO
I. SU UBICACION CONSTITUCIONAL:
El órgano extrapoderes ................................................. 359
La teoría del “cuarto poder” ........................................ 360
II. LA INDEPENDENCIA Y EL CONTROL:
Su significado ............................................................... 361
Autonomía funcional y autarquía financiera ............... 362
La composición del órgano ............................................ 363
La competencia ............................................................. 364
Las garantías funcionales ............................................. 366
CAPÍTULO XLIV
CAPÍTULO XLV
LA ADMINISTRACION DE JUSTICIA
CAPÍTULO XLVI
EL DERECHO JUDICIAL
CAPÍTULO XLVII
I. LA JURISDICCION CONSTITUCIONAL:
Su concepto .................................................................. 426
Las sentencias constitucionales ................................ 428
La jurisdicción constitucional en el derecho
constitucional argentino ............................................... 428
El sentido histórico de la jurisdicción constitucional
y el art. 31 de la constitución .................................... 428
Lineamiento de los fines y del contenido de la
jurisdicción constitucional ......................................... 429
La cuestión constitucional (federal, provincial y
mixta)............................................................................ 430
La titularidad de un derecho y la legitimación
procesal .................................................................... 431
Las cuestiones constitucionales provinciales conexas
con una cuestión federal ........................................... 431
La denegatoria de juzgamiento de cuestiones
constitucionales (federales o provinciales) en
jurisdicción provincial................................................ 432
La jurisdicción federal y la provincial en la decisión
de las cuestiones constitucionales ................................ 432
Algunos aspectos trascendentes del control
constitucional:
A) Los derechos humanos.......................................... 433
B) La razonabilidad................................................... 434
C) La inconstitucionalidad consumada en la
“interpretación” y “aplicación” de una norma ............ 434
D) El juicio de previsibilidad sobre los efectos del
control constitucional................................................. 434
E) Los “efectos” de las normas .................................. 435
La prohibición legal del control constitucional .............. 435
CAPÍTULO XLVIII
CAPÍTULO XLIX
I. SU ENCUADRE:
El artículo 117 de la constitución ................................. 503
El artículo 117 extraído del artículo 116....................... 504
Los caracteres de “originaria” y “exclusiva” ................... 505
En el art. 117 no interesa la “materia” de la causa.... 506
En el art. 117 no interesa que el caso sea
contencioso ............................................................... 506
Los juicios de habeas corpus y amparo ..................... 507
La intervención “directa” de la Corte en casos
excepcionales que no son procesos judiciales ............... 507
El derecho judicial en materia de competencia
originaria y exclusiva .................................................... 507
CAPÍTULO L
I. EL RECURSO EXTRAORDINARIO:
Su perfil y naturaleza.................................................... 521
La ley 48................................................................... 522
Su objeto o materia ....................................................... 523
El carril previo del recurso extraordinario: “sentencia -
juicio - tribunal judicial” ............................................... 524
Los requisitos del recurso extraordinario ...................... 525
Los ámbitos excluidos del recurso extraordinario ......... 526
El caso de opción entre vía “no judicial” y vía
“judicial” ....................................................................... 527
CAPÍTULO LI
CAPÍTULO LII
BIBLIOGRAFIA.............................................................. 569