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Carlos Delgado
Richard Feynman: “La naturaleza sólo utiliza los hilos más largos para hilar sus
telas, de suerte que cada pequeño fragmento revele la organización de todo el
tapiz”.
Comienzo estas breves reflexiones con la sutil frase de mi admirado Richard Feynman,
genial y díscolo físico que animaba el espíritu e intelecto de sus estudiantes y colegas en
las aulas y el campo del Instituto Tecnológico de California, CALTECH, en Pasadena,
California, para tratar de asomar un pequeño compendio de lo que ocurre actualmente
en el campo de la ciencia, aderezado con frases de otros notables pensadores.
Estos dos enfoques tan disímiles, uno mirando hacia lo más profundo del firmamento y
el otro hacia lo más recóndito del átomo, dejan a un lado lo que parece más obvio, lo
que está a nuestra vista y alcance, lo más cotidiano. Cuántas cosas se suceden
ininterrumpidamente a nuestro alrededor que no nos percatamos de ellas y que podrían
significar, quizá, la salvación de la especie humana, y la de nuestros parientes genéticos,
tanto animales como plantas, desde monos, macacos y bacterias hasta secuoyas,
araguaneyes y hongos, toda esa variedad de especies vivas que nos circundan, que
viven dentro de nosotros, en zoológicos, en arboledas, o que se encuentran en lo
profundo de la selva y de los océanos. A colación de ello, vale evocar y traer a
conciencia las palabras de Alfred North Whitehead: “Se necesita una mente muy
inusual para analizar lo que es obvio”, o a San Buenaventura, cuando narraba la vida
de San Francisco: “Cuando se acordaba de los primeros inicios de todas las cosas, le
inundaba una caridad todavía mayor y daba a los animales mudos, por pequeños
que fueran, los nombres de hermano y hermana, puesto que reconocía en ellos el
mismo origen que en sí mismo”.
Afortunadamente, y por raras paradojas que nos presenta la naturaleza, todo lo que se
estudia fuera de nuestras fronteras espaciales, en lo profundo del firmamento, tiene
repercusiones y aplicaciones en la vida terrenal, en lo día a día. Lo decía Jean Louis
Agassiz: “Los filósofos y los teólogos todavía no han aprendido que un hecho físico
es tan sagrado como un principio moral”. Los avances en medicina, agricultura,
comunicación, desarrollo de nuevos productos, son producto de cada milímetro que se
avanza en el conocimiento del espacio exterior y de las leyes universales que rigen el
funcionamiento de todo esto, supuestamente, creado por Dios. La especulación
científica es de tal envergadura que ya se supone, con cierta claridad, que las leyes de la
evolución propuestas por Darwin, también son aplicables a estas inextricables y otrora
inamovibles leyes, las cuales condicionan y rigen el funcionamiento de todo lo que
vemos y tocamos, lo imponderable y lo que imaginamos. Nos encontramos ante un
Universo en permanente evolución, que no es lo mismo que en expansión o contracción,
como lo sugería Empédocles, unos 450 años antes de Cristo. Las constantes físicas
universales, como la de Planck, la de Gravitación, la velocidad de la luz y otras, ya no
serán cantidades o factores inmutables y perpetuos sino parámetros que evolucionan en
función de un universo mejor, más armónico, más cerca de la utopía de que jamás
conoceremos el final, lo que supone ser Dios. Bien vale la pena, traer a colación lo que
aseveró Heráclito (535-484 ac): “Lo único constante es el movimiento” o lo que
afirmó el maravilloso Carl Sagan, el del romántico y casi esotérico Punto Azul: “Somos
producto de 4.500 millones de años de evolución fortuita, lenta, biológica. No hay
motivo para pensar que se ha interrumpido el proceso evolutivo. El hombre es un
animal transicional. No es el ápice supremo de la creación”.
Las paradojas serán cada día más numerosas y más inexplicables, más misteriosas y
hermosas, más parabólicas, si cabe decirlo. Tal como dijo Charles Percy Snow, con una
sensibilidad fuera de lo común, “Vi como una mezcolanza de hechos fortuitos
concordaba entre sí y se colocaban en orden pero, en verdad, me dije a mí mismo,
es muy hermoso y, además, es cierto”. El horizonte siempre será horizonte, el cielo
jamás cambiará de nombre, el infinito será más misterioso y Dios será más grandioso.
Lo inasible, lo inmarcesible, lo ignoto, lo mágico, crecerán en dimensión, en
complejidad, para presentársenos, al final, como una flor en su esplendor, que debemos
contemplar pero no tocar. La búsqueda del Santo Grial seguirá siendo una carrera hacia
la congruencia de la ilusión; en todas las direcciones y dimensiones, el mundo se tornará
asintótico, la imagen plasmada por Michelangelo, en la cúpula de la Sixtina, seguirá
siendo válida. Esas manos jamás se tocarán, no importando quien sea el Dios, si el de
los occidentales, el de los asiáticos, el de los árabes, el de los judíos, el de los africanos,
siempre será el mismo Dios, ese Dios que no se involucra con las cosas cotidianas, el
Dios de Spinoza.
Para concluir este primer asomo acerca de los intrincados caminos de la ciencia, de su
grandeza y repercusiones, quisiera regalarles tres “aderezos” de un trío de significativos
y puntuales hombres que han marcado el devenir de la humanidad.
James Lovelock (Creador de la Teoría de Gaia): “De entre todos los privilegios que se
le otorgan a uno cuando sobrevive más de cincuenta años, el mejor es el de la
libertad de ser excéntrico”.
William Shakespeare: “Es prerrogativa de un loco decir verdades que nadie más
dirá”. (En los tiempos de Bruno, pero los ingleses eran más civilizados o tolerantes).
Moraleja o conclusión: Lovelock es un inglés moderno que viene al pelo en esta época
de degradación ambiental global; Bruno fue un clarividente y testarudo romano que
tropezó con los intereses de la Iglesia y le salió la pira; Galileo, fue un pisano que tuvo
buen ojo, optó por ser prudente y se piró; Shakespeare, contemporáneo de los dos
últimos, no era tan loco.