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Texto 1 El MEJOR AMIGO DE UN MUCHACHO

Isaac Asimov

-Querida, ¿dónde está Jimmy? -preguntó el señor Anderson.


-Afuera, en el cráter -dijo la señora Anderson-. No te preocupes por él. Está con Robutt… ¿Ha llegado ya?
-Sí. Está pasando las pruebas en la estación de cohetes. Te juro que me ha costado mucho contenerme y no ir a verlo.
No he visto ninguno desde que abandoné la Tierra hace ya quinceaños, dejando aparte los de las películas, claro.
-Jimmy nunca ha visto uno -dijo la señora Anderson.
-Porque nació en la Luna y no puede visitar la Tierra. Por eso hice traer uno aquí. Creo que es el primero que viene a la
Luna.
-Sí, su precio lo demuestra -dijo la señora Anderson lanzando un suave suspiro.
-Mantener a Robutt tampoco resulta barato, querida -dijo el señor Anderson.
Jimmy estaba en el cráter, tal y como había dicho su madre. En la Tierra le habrían considerado delgado, pero estaba
bastante alto para sus diez años de edad. Sus brazos y piernas eran largos y ágiles. El traje espacial que llevaba hacía
que pareciese más robusto y pesado, pero Jimmy sabía arreglárselas en la débil gravedad lunar como ningún terrestre
podía hacerlo nunca. Cuando Jimmy tensaba las piernas y daba su salto de canguro su padre siempre acababa
quedándose atrás.
El lado exterior del cráter iba bajando en dirección sur y la Tierra -que se hallaba bastante baja en el cielo meridional, el
lugar desde donde siempre podía ver desde Ciudad Lunar-, ya casi había entrado en la fase de llena, por lo que toda la
ladera del cráter quedaba bañada por su claridad.
La pendiente no era muy empinada, y ni tan siquiera el peso del traje espacial podía impedir que Jimmy se moviera con
gráciles saltos que le hacían flotar y creaban la impresión de que no había ninguna gravedad contra la que luchar.
-¡Vamos, Robutt! -gritó Jimmy.
Robutt le oyó a través de la radio, ladró y echó a correr detrás de él. Jimmy era un experto, pero ni tan siquiera él podía
competir con las cuatro patas y los tendones de Robutt, que además no necesitaba traje espacial. Robutt saltó por
encima de la cabeza de Jimmy, dio una voltereta y terminó posándose casi debajo de sus pies.
-No hagas tonterías, Robutt, y quédate allí donde pueda verte -le ordenó Jimmy.
Robutt volvió a ladrar, ahora con el ladrido especial que significaba “Sí”.
-No confío en ti, farsante -exclamó Jimmy.
Dio un último salto que lo llevó por encima del curvado borde superior de la pared del cráter y le hizo descender hacia la
ladera inferior.
La Tierra se hundió detrás del borde de la pared del cráter, y la oscuridad cegadora y amistosa que eliminaba toda
diferencia entre el suelo y el espacio envolvió a Jimmy. La única claridad visible era la emitida por las estrellas.
En realidad Jimmy no tenía permitido jugar en el lado oscuro de la pared del cráter. Los adultos decían que era peligroso,
pero lo decían porque nunca habían estado allí. El suelo era liso y crujiente, y Jimmy conocía la situación exacta de cada
una de las escasas piedras que había en él.
Y, además, ¿qué podía haber de peligroso en correr a través de la oscuridad cuando la silueta resplandeciente de Robutt
le acompañaba ladrando y saltando a su alrededor? El radar de Robutt podía decirle dónde estaba y dónde estaba
Jimmy aunque no hubiera luz. Mientras Robutt estuviera con él para advertirle cuando se acercaba demasiado a una
roca, saltar sobre él demostrándole lo mucho que le quería o gemir en voz baja y asustada cuando Jimmy se ocultaba
detrás de una roca aunque Robutt supiera todo el tiempo dónde estaba Jimmy, jamás podría sufrir ningún daño. En una
ocasión Jimmy se acostó sobre el suelo, se puso muy rígido y fingió estar herido, y Robutt activó la alarma de la radio
haciendo acudir a un grupo de rescate de Ciudad Lunar. El padre de Jimmy castigó la pequeña travesura con una buena
reprimenda, y Jimmy nunca había vuelto a hacer algo semejante.
La voz de su padre le llegó por la frecuencia privada justo cuando estaba recordando aquello.
-Jimmy, vuelve a casa. Tengo que decirte algo.
Jimmy se había quitado el traje espacial y se había lavado concienzudamente después de entrar en casa; e incluso
Robutt había sido meticulosamente rociado, lo cual le encantaba. Robutt estaba inmóvil sobre sus cuatro patas con su
pequeño cuerpo de no más de treinta centímetros de longitud estremeciéndose y lanzando algún que otro destello
metálico, y su cabecita desprovista de boca con dos ojos enormes que parecían cuentas de cristal y la diminuta
protuberancia donde se hallaba alojado el cerebro no dejó de lanzar débiles ladridos hasta que el señor Anderson abrió
la boca.
-Tranquilo, Robutt -dijo el señor Anderson, y sonrió-. Bien, Jimmy, tenemos algo para ti. Ahora se encuentra en la
estación de cohetes, pero mañana ya habrá pasado todas las pruebas y lo tendremos en casa. Creo que ya puedo
decírtelo.
- ¿Algo de la Tierra, papi?
-Es un perro de la Tierra, hijo, un perro de verdad… un cachorro terrier escocés para ser exactos. El primer perro de la
Luna, ya no necesitarás más a Robutt. No podemos tenerlos a los dos, ¿sabes? Se lo regalaremos a algún niño.
-El señor Anderson parecía estar esperando que Jimmy dijera algo, pero al ver que no abría la boca siguió hablando-. Ya
sabes lo que es un perro, Jimmy. Es de verdad, está vivo, Robutt no es más que una imitación mecánica, una copia de
robot.
Jimmy frunció el ceño.
-Robutt no es una imitación, papi. Es mi perro.
-No es un perro de verdad, Jimmy. Robutt tiene un cerebro positrónico muy sencillo y está hecho de acero y circuitos. No
está vivo.
-Hace todo lo que yo quiero que haga, papi. Me entiende. Te aseguro que está vivo.
-No, hijo. Robutt no es más que una máquina. Está programado para que actúe de esa forma. Un perro es algo vivo. En
cuanto tengas al perro ya no querrás a Robutt.
-El perro necesitará un traje espacial, ¿verdad?
-Sí, naturalmente, pero creo que será dinero bien invertido y muy pronto se habrá acostumbrado a él… Y cuando esté en
la ciudad no lo necesitará, claro. Cuando lo tengamos en casa enseguida notarás la diferencia.
Jimmy miró a Robutt. El perro robot había empezado a lanzar unos gemidos muy débiles, como si estuviera asustado.
Jimmy extendió los brazos hacia él y Robutt salvó la distancia que le separaba de ellos de un solo salto.
- ¿Y qué diferencia hay entre Robutt y el perro? -preguntó Jimmy.
-Es difícil de explicar -dijo el señor Anderson-, pero lo comprenderás en cuanto lo veas. El perro te querrá de verdad,
Jimmy. Robutt sólo está programado para actuar como si te quisiera, ¿entiendes?
-Pero papi… No sabemos qué hay dentro del perro ni cuáles son sus sentimientos. Puede que también finja.
El señor Anderson frunció el ceño.
-Jimmy, te aseguro que en cuanto hayas experimentado el amor de una criatura viva notarás la diferencia.
Jimmy estrechó a Robutt en sus brazos. El niño también tenía el ceño fruncido, y la expresión desesperada de su rostro
indicaba que no estaba dispuesto a cambiar de opinión.
-Pero si los dos se portan igual conmigo, entonces tanto da que sea un perro de verdad o un perro robot -dijo Jimmy-.
¿Y lo que yo siento? Quiero a Robutt, y eso es lo que importa.
Y el pequeño robot, que nunca se había sentido abrazado con tanta fuerza en toda su existencia, lanzó una serie de
ladridos estridentes, ladridos de pura felicidad.
Texto 2 LA PATA DE PALO
José de Espronceda

Voy a contar la historia más horrible y asombrosa que se pueda imaginar, que hará erizar el cabello y acobardar el
corazón al más valiente.
¡Oh, cojos!, aprendan en pierna ajena y lean con atención esta historia, que es a la vez tan verdadera y tan lastimosa.
Con ustedes hablo, y mejor diré que hablo con todos, porque todos en el mundo, aunque tengan las dos piernas, están
expuestos a perderlas. Vivían en Londres, hace menos de medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo.
Eran famosos los dos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por la gran habilidad que tenía para realizar su trabajo.
Realmente esta habilidad era tan notable, que hasta los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que él hacía de
madera. Y esto sucedía hasta el punto que se habían puesto de moda las piernas de palo, con grave perjuicio de las
naturales. En este tiempo nuestro comerciante se rompió una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos
decidieron que el mejor remedio era cortársela. Y aunque el dolor de la operación casi lo mata, después de que se
recuperó y se encontró sin pierna, se alegró pensando en qué artífice, con una pata de palo, lo libraría para siempre de
semejantes percances.
Mandó llamar a Mr. Wood al momento (que este era el nombre del estupendo maestro pernero), imaginándose ya con su
bien arreglada y maravillosa pierna. Y es que a pesar de que nuestro protagonista era hombre grave, gordo y de más de
cuarenta años, el deseo de sentir en sí mismo la habilidad del artista lo tenía muy emocionado. Este no se demoró en
llegar, y fue seguramente por la fama de rico que tenía quien lo llamaba, y de que pagaba generosamente los servicios.
— Mister Wood —le dijo al comerciante—, felizmente necesito de su trabajo. — Mis piernas —repuso Wood— están a
disposición de quien quiera las necesite y las quiera. — Mil gracias; pero no son las piernas de usted, sino una de palo lo
que necesito. — Esas son las que ofrezco yo —replicó el artífice—. Le aseguro que las mías, aunque son de carne y
hueso, no dejan de hacerme falta. — Por cierto, que es raro que un hombre como usted que sabe hacer piernas tan
excelentes, use todavía las mismas con que nació. — En eso hay mucho que hablar; pero para no alargarnos: usted
necesita una pierna de palo, ¿no es eso? — Eso está claro —replicó el rico comerciante—. Pero no vaya usted a creer
que la que yo necesito es una pierna cualquiera, sino que tiene que ser una obra maestra, un milagro del arte. — Un
milagro del arte, ¡eh! – repitió mister Wood. — Sí, señor, una pierna que reemplace en todo la que usted ha perdido. —
No, señor; es preciso que no solo la reemplace, sino que sea mejor todavía. — Muy bien. — Que encaje bien, que no
pese nada, ni tenga yo que llevarla a ella, sino que ella me lleve a mí. — Será usted servido. — En una palabra, quiero
una pierna... (vamos, ya que puedo y tengo que elegir una) quiero una pierna que ande sola. — Como usted guste. —
Entonces está todo claro. — De aquí a dos días —respondió el pernero— tendrá usted la pierna en casa, y le prometo
que esta será tal y como usted la ha pedido. Después de esto se despidieron, y el comerciante quedó entregado a sus
sueños e imaginaciones, pensando que de allí a tres días se vería provisto de la mejor pierna de palo que hubiera en
todo el Reino Unido de la Gran Bretaña. Entretanto, nuestro ingenioso artífice se ocupaba ya en la construcción de su
máquina con tanto empeño y atención que, de allí a tres días como había prometido, estaba acabada su obra. Era una
mañana de mayo y empezaba a aclarar el día feliz en que se cumplirían las mágicas ilusiones del despernado
comerciante, que yacía en su cama muy alejado de la desventura que lo esperaba. No podía soportar la ansiedad de la
espera de ponerse la nueva pierna, y cada golpe que sonaba a la puerta de la casa retumbaba en su corazón. «Ese
será», se decía a sí mismo cada vez; pero no pasaba nada, porque antes que su pierna, llegaron la lechera, el cartero, el
carnicero, un amigo suyo y otros mil personajes insignificantes, creciendo por instantes la impaciencia de nuestro héroe.
Pero nuestro artífice era un buen cumplidor de palabras, y ¡ojalá que no la hubiese cumplido entonces! Llamaron, en fin,
a la puerta, y en poco rato entró en la habitación un oficial de la tienda del artífice, con una pierna de palo en la mano,
que parecía que se le iba a escapar. — ¡Gracias a Dios! —exclamó el banquero—, veamos esa maravilla del mundo. —
Aquí la tiene usted —replicó el oficial—, y créame que mejor pierna no ha hecho mi amo en su vida. — Ahora veremos—
y enderezándose en la cama, pidió que le trajeran su vestimenta, y apenas se cambió la ropa interior, mandó al oficial de
piernas que le acercase la suya de palo para probársela. No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí empieza la
parte más lastimosa. No bien se la colocó y se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes para
detenerla, echó a andar la pierna por sí sola con tanta seguridad y rapidez, que detrás de ella tuvo que seguirla el obeso
cuerpo del comerciante. Inútiles fueron las voces que este daba llamando a sus criados para que le detuvieran.
Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando los criados alcanzaron a llegar, ya estaba el pobre hombre en la
calle. Y cuando la pierna se vio en ella, se hizo imposible contener su ímpetu. No andaba, sino que volaba; parecía que
iba envuelto por un torbellino, que iba arrastrado por un huracán. Inútil era echar atrás el cuerpo cuanto podía, tratar de
engancharse a una reja, gritar para que lo socorrieran y detuvieran. Temía estrellarse contra alguna tapia, puesto que el
cuerpo seguía a remolque el impulso de la alborotada pierna; si se esforzaba a cogerse de alguna parte, corría peligro de
perder allí el brazo, y cuando las gentes llegaban al oír su pedido de auxilio, hacía rato que el pobre banquero había
desaparecido. Tanta era la violencia y rebeldía de la extremidad postiza. Lo único que lograba si se encontraba con
algunos amigos, era que estos lo llamaran y le aconsejaran que se parara, lo que era para él tan imposible como tocar
con la mano al cielo. — ¡Un hombre tan formal como usted! —le gritaba uno— ¡en calzoncillos y a escape por esas
calles! Y el hombre, maldiciendo, hacía señas con la mano de que absolutamente no podía pararse. Algunos lo tomaban
por loco, otros que intentaban detenerlo poniéndose delante caían atropellados por la furiosa pierna, lo que valía al
desdichado andarín mil insultos. El pobre lloraba, desesperado, y se le ocurrió la idea de ir a casa del maldito fabricante
de piernas que en este estado lo había dejado. Llegó, llamó a la puerta al pasar; pero ya había cruzado la calle cuando el
maestro se asomó a ver quién era. Este solo pudo divisar a lo lejos un hombre arrebatado por un huracán que lo
insultaba haciendo gestos con la mano. Al caer la tarde, el apurado varón notó que la pierna, en vez de aflojar el ritmo,
aumentaba en velocidad por instantes. Salió al campo y, casi exánime y jadeando, logró tomar un camino que llevaba a
la quinta de una tía suya que allí vivía. La respetable señora, que tenía más de setenta años, se encontraba tomando el
té junto a la ventana y como vio a su sobrino venir corriendo tan extraño y apurado, empezó a sospechar si habría
llegado a perder la cabeza, y mucho más lo pensó cuando vio que andaba solo en ropa interior. Al pasar el desdichado
cerca de su ventana, la llamó y, ella muy seria, empezó a echarle un discurso muy grave acerca de lo indecente que era
en un hombre de su edad andar de aquella manera. — ¡Tía!, ¡Tía! ¡También usted! — respondió con lamentos su sobrino
perniligero. No se le volvió a ver más desde entonces, y muchos creyeron que se había ahogado en el canal de la
Mancha al salir de la isla. No obstante, hace algunos años que unos viajeros recién llegados de América afirmaron
haberlo visto atravesar los bosques del Canadá con la rapidez de un relámpago. Y hace poco se vio un esqueleto
desarmado que, sostenido por una pierna de palo, andaba vagando por las cumbres de los Pirineos, para notable
espanto de los vecinos. Y así continúa dando la vuelta al mundo llevado por la increíble rapidez de la prodigiosa pierna,
que no ha perdido aún nada de su primer arranque, furibunda velocidad y movimiento perpetuo.

TEXTO 3 UN SEÑOR MUY VIEJO CON ALAS ENORMES


GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado
para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la
pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la
playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La
luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó
trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era
un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse,
porque se lo impedían sus enormes alas. Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer,
que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído
con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo
pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda
grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal.
Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron
por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una
buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio
que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera
a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error. -
Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia. Al día
siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la
vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no
habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un
garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero
alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el
niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una
balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio
con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción
y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un
animal de circo. El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya
habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir
del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían
que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que
fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran
cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas
repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de
lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón,
secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los
madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su
dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera
sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó
que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado
de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba
de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los
curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios
de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las
diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo,
prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final
viniera de los tribunales más altos. Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con
tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con
bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto
barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al
ángel. Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando
varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de
murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde
niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir
porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas
que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía
temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata
los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido
prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las
alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina
sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos
papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que
papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando
le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban
plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara
para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de
marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de
estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron
que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría
entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo. El padre
Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un
juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El
tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber
muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia
habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las
tribulaciones del párroco. Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe,
llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La
entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de
preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad
del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más
desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia:
siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque
después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella
grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las
almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible
escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los
mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del
ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a
punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de
consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la
mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el
patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por
los dormitorios. Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una
mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del
invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un
criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró
unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más
codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo
lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar
la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al
principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron
olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar
dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el
resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos
contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y
encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que
más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente
humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres. Cuando el niño fue a la escuela, hacía
mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá
como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la
cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí
mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno
lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando
con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta
y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas
delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban
que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos. Sin
embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos
días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las
alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la
decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de
que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba
cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina.
Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió
con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos
indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un
suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier
modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo
hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto
imaginario en el horizonte del mar.
TEXTO 4 EL CONTADOR DE HISTORIAS
SAKI

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una
hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también
pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado
opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño
pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero
persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la
tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con
cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo
hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera
llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro
y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Solo sabía la
primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora,
pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz
de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la
apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de
alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su
reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los
oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena,
que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos
rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera
gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición
de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían
terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera
tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la
favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido.
Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes
de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas
tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería
tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy
bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder
entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era
asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas
en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos
modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos
eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del
parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no
arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió
tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al
príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con
hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del
día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me
habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas
chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel
momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable
ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que
podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le
hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella
consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó
olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba
terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad».
Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos
eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era
mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que
la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el
sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él.
Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el
último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa
enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero, cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos
durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos
niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»
TEXTO 5 KENOS, CREADOR DE LOS HOMBRES

LA LLEGADA DE KENOS

Kenos, nacido de la cúpula celeste y enviado de Timáukel, bajó a la Tierra deslizándose por una cuerda. Cuentan que la
cuerda se rompió justo en el momento en que Kenos se posó en la Tierra y que ése fue el motivo de que no se volviera al
Cielo de inmediato. Porque, aunque venía con una gran misión, no le gustó lo que vio al echar el primer vistazo. La Tierra
era chata e informe y estaba rodeada por Kox, el Mar. Entonces Kenos creó las montañas y los barrancos y los distribuyó
por el mundo.La luz era escasa y uniforme, y todas las horas pasaban en un alba perpetua. Entonces Kenos inventó al
Sol y a la Luna. Ordenó a Krren que brillara más fuerte a mediodía y que se retirara por la tarde para ser reemplazado
por la blanca luz de Krah. Los árboles eran muy bajos y achaparrados porque el Cielo los aplastaba en su magnificencia.
Entonces Kenos empujó la cúpula hacia arriba y la dejó allí, para que los bosques crecieran altos y hermosos. Así fue
como Kenos puso orden en la naturaleza y cumplió con la primera parte de su misión.

KENOS, CREADOR DE LOS HOMBRES

Cuentan que un día Kenos se hallaba cerca de un pantano, contemplando distraído su maravillosa obra. De pronto tomó
un poco de barro, lo exprimió hasta quitarle el agua y modeló con él los genitales masculinos, que puso con cuidado en el
suelo. Del mismo modo formó enseguida los genitales femeninos y los colocó suavemente al lado de los otros. Al caer la
noche, Kenos se retiró y, en medio de la oscuridad, los genitales se acoplaron durante un rato. A la mañana siguiente,
cuando Kenos volvió al 1ugar, se encontró con que un nuevo ser se encontraba junto a las figuras que él había
modelado. Y ese hombre fue el primer antepasado de los onas. Lo mismo pasó la noche siguiente, y los hombres fueron
dos. Cada vez que se ponía el sol, los genitales se unían y un nuevo ser humano aparecía en el mundo. Pronto la región
estuvo llena de hombres y mujeres, que se reconocieron como tales cuando vieron que había dos clases diferentes de
seres, que en cierta parte de sus cuerpos se parecían a los modelos creados por Kenos. Ellos fueron los primeros onas,
de piel oscura como el barro del pantano con que Kenos los había creado. Más al Norte, Kenos encontró arcilla blanca,
con la que formó hombres de cutis claro, que también se distribuyeron por la Tierra. Entonces Kenos, para que reinara la
justicia entre sus criaturas, otorgó a cada grupo un haruwen, un territorio que pudieran recorrer en busca de caza y de
frutos, un sitio de donde nadie pudiera echarlos. Dicen los que saben que lo mejor de todo el ancho mando les tocó a los
onas, los primogénitos de Kenos.

LAS ENSEÑANZAS DE KENOS

Cuando algún desprevenido pregunta el por qué de las conductas de los hombres, los onas contestan simplemente:
“Kenos los hizo así”. Y ésa es la verdad, porque el enviado de Timáukel les dio los dones más preciosos y les enseñó a
vivir con felicidad. Cuentan que a Kenos le gustaba mucho conversar y que, sin pensar que los hombres no podían
contestarle, se puso a parlotear. Pero como hablar solo le resultaba muy aburrido, los instruyó a todos en la maravilla del
lenguaje. Enseguida los onas se entusiasmaron, comenzaron a conversar unos con otros y ya nunca dejaron de hacerlo.
Otra vez, Kenos enseñó a los onas cómo hacer para que hubiera niños. Les explicó que hombres y mujeres debían
unirse y estableció normas al respecto. Ordenó a los hombres que no tomaran la mujer de otro y a las mujeres que no se
acoplaran con ningún varón que no fuera su marido. Después, Kenos determinó las distintas tareas de las que se
ocuparían los hombres y las mujeres para vivir en armonía, aleccionó a los onas para que trataran a los ancianos con
respeto y educaran a los hijos en las buenas costumbres, de modo que ellos, a su vez, las transmitieran a sus hijos.Y así
fue cómo Kenos cumplió con la segunda parte de su misión.

LA DESPEDIDA
Un día, Kenos, al que acompañaban tres ancianos, se sintió cansado: había ordenado la naturaleza, había inventado a
los humanos y creado una civilización. Entonces se acostó para recuperar fuerzas y se quedó dormido. Dicen que Kenos
durmió muchísimo tiempo; que sus acompañantes trataron de despertarlo pero no lo lograban. Entonces se dieron
cuenta de que Kenos se había convertido en un viejo como ellos y que tal vez les hubiera llegado a los cuatro la hora de
la muerte. Por lo tanto, se echaron en el suelo y yacieron por edades y edades, esperando la muerte, pero ésta no llegó.
Por fin, Kenos se despertó y decidió ir hacia el Norte, a una tierra muy lejana adonde tal vez conseguiría morir. De modo
que partió, seguido por los tres ancianos. El camino era muy largo y los cuatro caminaban con el paso lento de quienes
están por abandonar la vida. Cuando llegaron a destino vieron que se trataba de un lugar lleno de gente. Los recién
venidos pidieron que, una vez que los cuatro se acostaran en el suelo, los envolvieran en sus capas de piel y los dejaran
descansar. Así ocurrió y de tal forma por fin los encontró la muerte. Pero la muerte no era eterna, de modo que después
de yacer un largo tiempo todos vieron que Kenos y los demás comenzaban a suspirar y a recuperar los movimientos.
Entonces se irguieron, se miraron unos a otros y comprendieron que eran jóvenes otra vez. De modo que todos los onas
decidieron hacer lo mismo que Kenos. El que se
sentía tan viejo que había perdido las ganas de vivir se envolvía en su capa y se tendía en el suelo, como si estuviera
muerto. Los que tenían la suerte de rejuvenecer iban entonces hasta la choza de Kenos, que se apuraba a darles
un baño para quitarles el desagradable olor del que estaban impregnados, de la misma manera que él lo había hecho,
dejando en el agua los restos de su vida anterior y alistándose para recomenzar. Pero con el tiempo la vejez se
adueñaba de nuevo de los cuerpos y de los corazones y a veces sucedía que alguien ya no se levantara más. Sin
embargo, no desaparecía, sino que se transformaba en un cerro, en un pájaro, en una cascada... Cuando a Kenos le
llegó la hora de volver por fin a su casa celeste, los que tuvieron el privilegio de acompañarlo se convirtieron en las
estrellas y los planetas que pueblan el luminosa cielo de la Tierra del Fuego.
Texto 6

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías
de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la
calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses —se habían casado en abril—
vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y
estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más
leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los
pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus
antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se
reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De
pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los
brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los
sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la
examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y
sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable.
Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces
prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala,
también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pesos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su
mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo.
La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la
cama.
Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de
sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo
aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en
ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a
hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose
de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas.
Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que
únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar
desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más.
Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores
crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente
encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía
de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había
dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué,
Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y
envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta,
llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas
velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la
boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho—
a las sienes de aquélla, chupándole la sangre.
La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones
enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de
pluma.

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