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Cultura y verdad

Nueva propuesta de análisis social

Renato Rosaldo

Grijalbo

México, 1991

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE

Prefacio ................................................................................................................................................ 11
Introducción. Aflicción e ira de un cazador de cabezas ....................................................................... 15

Parte Uno. Crítica


1 La erosión de las normas clásicas ...................................................................................................... 35
2 Después del objetivismo .................................................................................................................... 53
3 Nostalgia imperialista ........................................................................................................................ 71

Parte Dos. Reorientación


4 Poniendo en marcha a la cultura ........................................................................................................ 91
5 Improvisaciones ilongote ................................................................................................................. 107
6 Análisis de la narrativa .................................................................................................................... 123

Parte Tres. Renovación


7 Las cambiantes narrativas chicanas ................................................................................................. 139
8 Subjetividad en el análisis social ..................................................................................................... 157
9 Cruce de fronteras ............................................................................................................................ 191

Epilogo ............................................................................................................................................... 199

Índice temático ................................................................................................................................... 223


Índice onomástico ............................................................................................................................... 227

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INTRODUCCIÓN. AFLICCIÓN E IRA DE UN CAZADOR DE CABEZAS

Si le pregunta a un hombre mayor, ilongote del norte de Luzón, Filipinas, por qué corta cabezas
humanas, su respuesta es breve y ningún antropólogo podría explicarla con prontitud: Dice que la ira, nacida
de la aflicción, lo impulsa a matar a otro ser humano. Afirma que necesita un lugar "a donde llevar su rabia".
El acto de cortar y arrojar la cabeza de la víctima le permite ventilar y desechar la ira de su pena, explica.
Aunque la labor de un antropólogo es aclarar otras culturas, no puede encontrar más explicaciones a la
declaración concisa de este hombre. Para él, aflicción, ira y cazar cabezas van unidas de forma evidente por
sí misma. Entienda o no. De hecho, por mucho tiempo yo no entendí.
En lo que sigue, quiero hablar sobre cómo hablar de la fuerza cultural de las emociones. La fuerza
emocional de una muerte, por ejemplo, deriva menos del hecho, en bruto abstracto, que de la ruptura
permanente de una relación íntima particular. Se refiere al tipo de sentimientos que uno experimente al
enterarse de que el niño que acaban de atropellar es propio y no de un extraño. Más que hablar de la muerte
en general, debe considerarse la posición del sujeto dentro del área de relaciones sociales, para así
comprender nuestra experiencia emocional.
Mi esfuerzo por demostrar la fuerza de una declaración simple y literal, va contra las normas clásicas
de la antropología, que prefiere explicar la cultura a través del engrosamiento de telarañas simbólicas de
significado. En conjunto, los analistas culturales no usan la palabra fuerza, sino términos como descripción
densa, multidicción, polisemia, riqueza y textura. La noción de fuerza, entre otras cosas, cuestiona la
suposición antropológica común de que el mayor sentido humano reside en el bosque más denso de símbolos
y que el detalle analítico o "profundidad cultural" es igual a la explicación aumentada de una cultura, o
"elaboración cultural". ¿En verdad la gente siempre describe densamente lo que más le importa?

LA IRA EN LA AFLICCIÓN ILONGOTE

Permítanme hacer una pausa para presentarles a los ilongotes, con quienes mi esposa, Michelle
Rosaldo, y yo vivimos y dirigimos investigaciones de campo durante treinta meses (1967-69, 1974). Son
alrededor de 3 500 y residen en una meseta, 145 kilómetros al noreste de Manila, Filipinas. Subsisten
mediante la caza de venado y cerdo salvaje, y con el cultivo de huertos regados por la lluvia (de temporada),
de arroz, patatas, dulces, mandioca y verduras. Sus relaciones familiares (bilaterales) se suponen por
hombres y mujeres. Después del matrimonio, los padres con sus hijas casadas viven en la misma casa o en
una adyacente. La unidad más grande dentro de la sociedad, un grupo descendiente de amplio dominio
territorial, llamado el bertan, se hace patente sobre todo en el contexto del feudo. Para ellos, sus vecinos y
sus etnógrafos, la cacería de cabezas persiste como la práctica cultural más prominente.
Cuando los ilongotes me explicaron cómo la ira en la aflicción podía impulsar a los hombres a cazar
cabezas, descarté sus narraciones lineales como demasiado simples, débiles, opacas, improbables. Tal vez
confundí, inocentemente, la aflicción con la tristeza. Era cierto que no poseía experiencia personal que me
permitiera imaginar la ira poderosa que los ilongotes encontraban en la pena. Mi propia incapacidad para
concebir esto me llevó a buscar otro nivel de análisis que pudiera ofrecer una explicación para el deseo de los
hombres mayores de cazar cabezas.
Sólo catorce años después de mí grabación sobre la aflicción y la ira de un cazador de cabezas,
empecé a comprender su fuerza abrumadora. Durante años creí que una elaboración más verbal (que no era
venidera) u otro nivel analítico (que siguió siendo elusivo) podrían explicar mejor los motivos de estos
hombres para la caza de cabezas. Hasta que yo mismo sufrí una pérdida devastadora, pude entender mejor
que los hombres ilongotes significaban exactamente lo que describían de la ira en la aflicción como fuente de
su deseo por cortar cabezas. Considerando su valor nominal y otorgándole toda su importancia, su
declaración revela mucho sobre lo que obliga a estos hombres a cazar cabezas.
En un esfuerzo por obtener una explicación "más profunda" sobre dicha cacería, exploré la teoría del
intercambio, quizá porque había informado sobre tantas etnografías clásicas. Un día en 1974, expliqué el
modelo de intercambio de los antropólogos a un hombre mayor ilongote llamado Insan. Le pregunté qué
pensaba de la idea de que la cacería de cabezas resultara de que una muerte (la víctima decapitada) revocara
otra (la próxima en la casta). Parecía confundido, así que procedí a describirle que la víctima de la
decapitación era intercambiada por la muerte de una de su propia casta y así se compensaba la balanza. Insan
reflexionó un momento y contestó que suponía que alguien podía pensar algo así, pero que los demás

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ilongotes no creían eso. Tampoco existía una prueba directa para mi teoría del intercambio en rituales,
alardes, canciones o en la conversación casual.
En retrospectiva, pues, estos esfuerzos por imponer la teoría del intercambio sobre un aspecto de la
conducta de los ilongotes, resultaron infundados. Supongan que hubiera descubierto lo que buscaba. Aunque
la noción de equilibrar la balanza posee una coherencia elegante, uno se pregunta cómo podría ese dogma
teórico inspirar a un hombre para quitarle la vida a otro con el riesgo de perder la suya.
Mi experiencia todavía no me proporcionaba los medios para imaginar la ira que puede surgir por
una pérdida devastadora. Por lo mismo, no podía apreciar en su totalidad el problema exacto de significado a
que los ilongotes se enfrentaron en 1974. Poco después de que Ferdinand Marcos declaró la ley marcial en
1972, los rumores de que el fusilamiento era el nuevo castigo para la cacería de cabezas, llegaron a las
colinas de los ilongotes. Los hombres decidieron entonces suspender tal cacería. En épocas pasadas, cuando
la caza de cabezas se hizo imposible, los ilongotes permitieron que su ira se fuera disipando, como mejor
pudiera, en el transcurso de su vida diaria. En 1974 se les presentó otra opción; empezaron a considerar la
conversión evangélica al cristianismo como un medio para controlar su aflicción. La gente dijo que si
aceptaban la nueva religión, tendrían que abandonar sus métodos antiguos, incluyendo la cacería de cabezas.
También podrían arreglárselas con su pena de una forma menos agonizante, ya que podían creer que el
difunto partió a un mundo mejor. Ya no tenían que enfrentarse con la terrible finalidad de la muerte.
La fuerza del dilema enfrentado por los ilongotes se me escapó entonces. Aun cuando grabé sus
declaraciones sobre la aflicción y la necesidad de desechar su ira, no comprendí la importancia de sus
palabras. En 1974, por ejemplo, cuando Michelle Rosaldo y yo vivíamos entre ellos, un bebé de seis meses
murió, quizá de neumonía. Esa tarde visitamos al padre y lo encontramos desecho. "Sollozaba y miraba
fijamente con sus ojos vidriosos e inyectados de sangre, la manta de algodón que cubría a su bebé." El
hombre sufría intensamente ya que era el séptimo hijo que perdía. Sólo unos años antes, tres de sus hijos
murieron uno tras otro en cuestión de días. En ese entonces, la situación era sombría ya que la gente presente
hablaba tanto de la cristiandad evangélica (la posible renunciación a cortar cabezas) como de sus rencores
contra los llaneros (la contemplación de las incursiones de caza de cabezas en los valles circundantes).
En los días y semanas subsecuentes, la aflicción del hombre lo afectó de manera no anticipada. Poco
después de la muerte del bebé, el padre se convirtió a la cristiandad evangélica. Salté a la conclusión
apresurada de que el hombre creía que la nueva religión de alguna forma evitaría más muertes en su familia.
Cuando expresé mis pensamientos a un amigo ilongote, me reprendió diciendo que me había equivocado:
"Lo que el hombre busca en realidad en la nueva religión no es la negación de nuestra muerte inevitable, sino
una forma de superar su aflicción. Con el advenimiento de la ley marcial, la cacería de cabezas no da una
posibilidad para ventilar su ira y con ello reducirla. Si continuara con su forma de vida ilongota, el dolor de
su pena sería insoportable". Mi descripción de 1980 ahora me parece tan apta, que me pregunto cómo pude
escribir las palabras y fracasar en la apreciación de la fuerza del penoso deseo del hombre por ventilar su ira.
Otra anécdota representativa resalta más mi falla en imaginarme la ira posible en la desdicha de los
ilongotes. En esta ocasión nuestros amigos ilongotes nos urgieron a que tocaramos la cinta de una
celebración de cacería de cabezas que habíamos presenciado cinco años atrás. Tan pronto la pusimos y
escuchamos el alarde de un hombre que había muerto en los años intermedios, la gente nos dijo que
apagáramos la grabadora. Michelle Rosaldo informó sobre la tensa conversación que siguió:

Mientras Insan cobraba ánimo para hablar, la habitación se cargó de una electricidad un tanto sobrenatural. Las
espaldas se irguieron y mi ira se convirtió en nerviosismo y algo parecido al miedo cuando vi que los ojos de
Insan estaban rojos. Entonces, Tukbaw, el "hermano" ilongote de Renato, rompió el quebradizo silencio,
diciendo que él podía aclarar las cosas. Nos explicó que les lastimaba escuchar una celebración de cacería de
cabezas porque la gente sabía que nunca más habría otra. Expresó: "La canción nos desgarra, nos arranca el
corazón, nos hace pensar en nuestro tío muerto. Serla mejor si hubiera aceptado a Dios, pero sigo siendo un
ilongote de corazón; cuando escucho la canción, mi corazón se oprime como cuando pienso en esos donceles
incompletos a quienes nunca llevaré a cortar cabezas." Entonces Wagat, la esposa de Tukbaw, expresó con la
mirada que todas mis preguntas le dolían, y me dijo: "Detente, ¿no es suficiente? Hasta yo, una mujer, no
puedo soportar lo que siento en el corazón."

Desde mi posición actual, es evidente que la grabación del alarde del hombre muerto evocaba
poderosos sentimientos de aflicción, sobre todo ira y el impulso de cazar cabezas. En ese entonces sólo pude
sentir aprehensión y percibí difusamente la fuerza de las emociones que experimentaban Insan, Tukbaw,
Wagat y los otros.
El dilema para los ilongotes se originaba en un conjunto de prácticas culturales con las que resulta
una agonía vivir cuando se bloquean. La suspensión de la cacería de cabezas requería de ajustes dolorosos a

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otras formas de superar la ira que encontraban en la desdicha. Uno puede comparar su dilema con la noción
de que el impedimento para realizar rituales puede crear ansiedad. En el caso ilongote, la noción cultural de
que arrojar una cabeza humana también desecha la ira, crea un problema de significado cuando el ritual de
cacería ya no puede llevarse a cabo. Ciertamente el problema clásico de significado de Max Weber en The
Protestant Ethic and the Spirit of Capitalism (La ética protestante y el espíritu del capitalismo) es
precisamente de ese tipo. En un plano lógico, la doctrina calvinista de la predestinación parecía impecable:
Dios ha escogido al elegido, pero los mortales no pueden conocer su decisión. Entre aquellos cuya
preocupación principal es la salvación, la doctrina de predestinación es tan fácil de comprender
conceptualmente, así como es difícil de sobrellevar en la vida cotidiana (a menos que uno resulte ser un
("virtuoso religioso"). Para los calvinistas e ilongotes, el problema de significado reside en la práctica, no en
la teoría. El conflicto para ambos grupos involucra el asunto práctico de cómo vivir con las creencias de uno,
más que el enredo lógico que resulta de una doctrina oscura.

CÓMO ENCONTRÉ LA IRA EN LA AFLICCIÓN

Un aspecto esencial de esta introducción es el hecho de que me tomó catorce años comprender lo que
los ilongotes me dijeron sobre la aflicción, la ira y la cacería de cabezas. Durante todos esos años no me
encontraba en posición de entender la fuerza de una ira posible en la aflicción; ahora, sí. Para adentrarme en
esta narración, titubeé, tanto por el tabú de la disciplina como por su violación cada vez más frecuente
mediante ensayos sujetos por amalgamas de filosofía continental y retazos autobiográficos. Si el vicio de la
etnografía clásica era el desprendimiento del desinterés ideal a la indiferencia verdadera, el vicio de la
reflexividad actual es la tendencia para que el Yo abstraído, pierda la objetividad del Otro culturalmente
diferente. A pesar de los riesgos que supone, como etnógrafo debo abrir la discusión en este punto para
aclarar ciertos aspectos del método.
El concepto clave en lo subsecuente es el sujeto ubicado (y reubicado). Según la metodología de la
hermenéutica, en el procedimiento interpretativo de rutina, uno puede decir que los etnógrafos se reubican en
tanto van comprendiendo otras culturas. Los etnógrafos comienzan la investigación con un grupo de
preguntas, las revisan en el transcurso de la encuesta y al final resultan con preguntas diferentes a las
primeras. En otras palabras, la sorpresa que provoca la respuesta a una pregunta nos obliga a enmendar esta
última hasta que las sorpresas menores o respuestas muy breves nos indiquen un término. Clifford Geertz
introdujo este enfoque interpretativo en la antropología.
Por lo general el método interpretativo se apoya en el axioma de que los etnógrafos dotados
aprenden su ocupación, preparándose lo mejor posible. Para seguir el camino sinuoso de la encuesta
etnográfica, los trabajadores de campo requieren de capacidades teóricas de amplio rango y sensibilidades
bien sintonizadas. Después de todo, uno no puede predecir lo que se encontrará en el campo. Un antropólogo
influyente, Clyde Kluckhohn, llegó al grado de recomendar una iniciación doble: primero, la prueba severa
del psicoanálisis y después la del trabajo de campo. Sin embargo, muy frecuentemente este punto de vista se
extiende hasta que ciertos prerrequisitos de la investigación de campo pueden garantizar una etnografía
contundente. El conocimiento del libro ecléctico y un número de experiencias vitales, junto con la lectura
incitante y el conocimiento de sí mismo, deberían derrotar los vicios de la ignorancia y la insensibilidad.
Aunque la doctrina de preparación, conocimiento y sensibilidad es admirable, uno debería esforzarse
para minar la comodidad falsa que transmite. ¿En qué punto la gente puede decir que ha completado su
aprendizaje o su experiencia vital? El problema con la adopción de esta forma de preparar al etnógrafo muy a
pecho es que puede provocar un aire falso de seguridad, una afirmación autoritaria de certidumbre y
finalidad que nuestros análisis no pueden tener. Todas las interpretaciones son provisionales; las realizan
sujetos ubicados que están preparados para saber ciertas cosas y no otras. Aun si son inteligentes, sensibles,
de lenguaje fluido y capaces de moverse con facilidad en una cultura extraña, los buenos etnógrafos tienen
sus límites y sus análisis siempre son incompletos. Así, comencé a desentrañar, por medio de mi propia
pérdida, lo que los ilongotes me decían sobre sus pérdidas, y no mediante una preparación sistemática para la
investigación de campo.
Mi preparación para comprender una pérdida severa empezó en 1970 con la muerte de mi hermano,
poco después de cumplir veintisiete años. Al experimentar esta severa prueba junto con mis padres, adquirí
cierta retrospectiva en el trauma de la pérdida de un hijo. Este punto de vista da cuenta de mi relato, descrito
antes de forma parcial, sobre las reacciones de un hombre ilongote a la muerte de su séptimo hijo. Al mismo
tiempo, mi pena era menor a la de mis padres, no podía imaginar la fuerza abrumadora de la ira posible en tal
aflicción. Quizá mi posición previa es similar a la de muchos en la disciplina. Uno debería aceptar que el
conocimiento etnográfico tiende a poseer la fuerza y limitaciones otorgadas por la relativa juventud de los

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trabajadores de campo que, en su mayor parte, no han sufrido pérdidas serias y que no podrían tener
conocimiento personal de lo devastadora que puede ser, para el que se queda, la pérdida de un compañero.
En 1981, Michelle Rosaldo y yo comenzamos una investigación de campo entre los ifugaos del norte
de Luzón, Filipinas. El 11 de octubre de ese año, ella caminaba por un sendero junto con dos compañeros
ifugaos cuando sufrió una caída mortal de unos 20 metros hasta un río caudaloso por un precipicio. Cuando
encontramos su cuerpo me encolericé. ¿Cómo podía abandonarme? ¿Cómo pudo ser tan tonta para caerse?
Traté de llorar. Sollocé, pero la ira bloqueaba mis lágrimas. Poco menos de un mes más tarde, describí ese
momento en mi diario: "Me sentía como en una pesadilla, todo el mundo se expandía y contraía, se henchía
visual y hondamente. Bajé y encontré a un grupo de hombres, siete u ocho, de pie, quietos, callados, y me
convulsioné y sollocé, pero no hubo lágrimas." Una experiencia anterior, en el cuarto aniversario de la
muerte de mi hermano, me enseñó a reconocer a los sollozos convulsivos sin lágrimas, como una forma de
ira. Esta ira me ha invadido en diversas formas y en varias ocasiones desde entonces; podía durar horas y en
una ocasión varios días. Los rituales pueden despertar estos sentimientos, pero por lo general surgen de
recordatorios inesperados (como el encuentro exasperante de los ilongotes con la voz de su tío muerto en la
grabación).
Que quede claro que la aflicción no debe reducirse a ira, ni por mí ni por nadie. Los estados de
emociones profundas y poderosas me abrumaron a veces juntas, a veces separadas. Experimenté el profundo
dolor desgarrador de la pena casi insoportable, el frío cadavérico al percatarme de la finalidad de la muerte,
el comienzo trémulo en mi abdomen que después se extendía a todo mi cuerpo, los lamentos tristes que
salían sin quererlo y los frecuentes sollozos. Es por esto que mi propósito actual de revisar las comprensiones
previas sobre la cacería de cabezas de los ilongotes y no un punto de vista general de la pena, se enfoca en la
ira más que en otras emociones en la aflicción.
Los escritos en inglés necesitan especialmente enfatizar la ira en la aflicción. Aunque los terapeutas
de la aflicción alientan por lo general a ser conciente de la ira entre el afligido, la cultura angloamericana de
clase media superior tiende a ignorar la ira que pueden provocar las pérdidas devastadoras. Paradójicamente,
este conocimiento convencional de la cultura, niega casi siempre la ira en la aflicción al mismo tiempo que
los terapeutas alientan a los miembros de la comunidad invisible del afligido a hablar en detalle sobre la ira
que sienten por sus pérdidas. La muerte de mi hermano, en combinación con lo que aprendí de la ira con los
ilongotes (para ellos es un estado emocional que se celebra públicamente en vez de negarse), me permitió
reconocer la experiencia de la ira.
La ira ilongote y la mía se traslapan, más bien como dos círculos en parte sobrepuestos y en parte
separados. No son idénticos. Junto con las similitudes asombrosas, las diferencias importantes en tono, forma
cultural y consecuencias humanas distinguen la "ira", animando nuestras respectivas formas de afligirnos.
Mis vívidas fantasías, por ejemplo, sobre un agente de seguros de vida que se negó a reconocer que la muerte
de Michelle estaba relacionada con su trabajo, no me llevó a matarlo, a cortarle la cabeza y celebrar después.
De esta forma ilustro la precaución metodológica de la disciplina contra la atribución temeraria de las
experiencias y categorías de uno mismo con los miembros de otra cultura. No obstante, dichas advertencias
contra las nociones superficiales de la naturaleza humana universal puede llevarse demasiado lejos y
endurecerse en la doctrina también perjudicial de que todo ser humano me es ajeno, excepto por mi propio
grupo. Uno espera alcanzar un equilibrio entre reconocer diferencias humanas grandes y el modesto axioma
de que dos grupos humanos cualesquiera deben tener ciertas cosas en común.
Sólo una semana antes de terminar el borrador inicial de una primera versión de esta introducción,
encontré la anotación en mi diario, escrita unas seis semanas después de la muerte de Michelle, en la que me
juré que si volvía a escribir sobre antropología, lo haría empezando con "Aflicción e ira de un cazador de
cabezas..." Mi diario continuaba con una reflexión más amplia sobre la muerte, la ira y la cacería de cabezas,
mediante mi "deseo por una solución ilongote; se encuentran más en contacto con la realidad que los
cristianos. Por ello, necesito encontrar un lugar para mi ira... y ¿podemos decir que una solución nuestra es
mejor que la de ellos? ¿Podemos condenarlos cuando nosotros bombardeamos ciudades? ¿Es nuestra razón
de ser más fuerte que la de ellos?" Todo esto fue escrito con desesperación e ira.
Alrededor de quince meses después de la muerte de Michelle, pude volver a escribir sobre
antropología. Escribir la versión inicial de "Aflicción e ira de un cazador de cabezas" fue en verdad catártico,
aunque no en la forma que uno imaginaría. La catarsis ocurrió antes, no después del término de la
composición. Cuando la versión inicial de esta introducción se hallaba en mi mente, durante el mes anterior
de comenzar a escribir, me sentía difusamente deprimido y enfermo con fiebre. Entonces, un día, una niebla
casi literal se levantó y las palabras fluyeron. Parecía más bien que las palabras se escribían solas a través de
mí.

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El uso de mi experiencia personal sirve como vehículo para hacer que la calidad e intensidad de la
ira en la aflicción ilongote sean más accesibles al lector que ciertos modos de composición más indiferentes.
Al mismo tiempo, si se invoca la experiencia personal como una categoría analítica, se corre el riesgo de
perder el interés. Los lectores hostiles podrían reducir esta introducción a un acto de duelo o un simple
informe de mi descubrimiento sobre la ira posible en la aflicción. Francamente, esta introducción es eso y
más. Un acto de duelo, un informe personal y un análisis crítico del método antropológico; al mismo tiempo
abarca un número de procesos distinguibles que no pueden cancelarse entre sí. De igual forma, en la
siguiente parte argumento que el ritual, en general, y la cacería de cabezas ilongote, en particular, forman la
intersección de procesos sociales múltiples coexistentes. Además de revisar el informe etnográfico, la
afirmación principal que se hace aquí trata de cómo mi propio duelo y la consecuente reflexión sobre la
aflicción, ira y cacería de cabezas de los ilongotes suscitan problemas metodológicos de interés general en la
antropología y en las ciencias humanas.

LA MUERTE EN ANTROPOLOGÍA

La antropología favorece las interpretaciones que igualan a la "profundidad" analítica con la


"elaboración" cultural. Muchos estudios se enfocan en las arenas en donde uno puede observar eventos
formales y repetitivos, como ceremonias, rituales y juegos. De igual forma, los estudios de juegos de
palabras se dirigen más a las bromas como los monólogos programados que a los intercambios libres e
improvisados de chistes ingeniosos. La mayoría de los etnógrafos prefieren estudiar eventos que tengan
espacios definidos, con centros marcados y orillas limitadas. A veces también tienen mitades y extremos.
Históricamente parecen repetir estructuras idénticas, haciendo las cosas como se hacían ayer. Sus calidades
de definición fija liberan a dichos eventos del desorden de la vida diaria, de forma que puedan "leerse" como
artículos, libros o, como ahora los llamamos, textos.
Guiados por su énfasis en entidades autónomas, las etnografías escritas según las normas clásicas,
consideran a la muerte como un ritual en vez de una desdicha. Incluso, los subtítulos de ciertas etnografías
recientes sobre la muerte hacen énfasis en el ritual. Death in Murelaga (Muerte en Murelaga), de William
Douglas, se subtitula Funerary Ritual in a Spanish Basque Village (Ritual funerario en un pueblo vasco
español); Celebrations of Death (Celebraciones de la muerte), de Richard Huntington y Peter Metcalf, tiene
por subtítulo The Antropology of Mortuary Ritual (La antropología del ritual funerario); A Borneo Journey
into Death (Un viaje Borneo a la muerte), de Peter Metcalf, se subtitula Berawan Eschatology from Its
Rituals (Escatología berawan de sus rituales). El ritual en sí se define por su formalidad y rutina; bajo dichas
descripciones, más bien se parece a una receta, un programa fijo o un libro de buenas maneras, que un
proceso humano abierto.
Las etnografías que de esta forma eliminan las emociones intensas, no sólo distorsionan sus
descripciones, sino que también descartan variables clave potenciales de sus explicaciones. Cuando el
antropólogo William Douglas, por ejemplo, anuncia su proyecto en Death in Murelaga, explica que su
objetivo es usar a la muerte y al ritual funerario "como un dispositivo heurístico para abordar el estudio de la
sociedad rural vasca". En otras palabras, el objetivo principal de estudio es la estructura social, no la muerte
y por lo tanto la aflicción tampoco. El autor comienza su análisis diciendo: "La muerte no siempre es fortuita
e impredecible". Continúa describiendo cómo una vieja mujer, aquejada por las dolencias de su edad, recibe
de buena gana a la muerte. La descripción carece de la perspectiva de los sobrevivientes más afligidos, y
vacila en cambio entre aquellos de la vieja mujer y un observador indiferente.
Sin duda, algunas personas llevan una vida plena y sufren tanto en su senectud, que aceptan con
gusto el alivio que la muerte puede proporcionarles. Sin embargo, el problema en la creación del estudio de
un caso principal en una etnografía, concentrado en "una muerte muy fácil" (empleo el título de Simone de
Beauvoir con ironía, al igual que ella) no es sólo la falta de exposición, sino que también hace que la muerte,
en general, parezca como una rutina para los sobrevivientes como supuestamente lo fue para el difunto. ¿Los
hijos e hijas de la vieja mujer no se conmovieron con su muerte? El estudio del caso muestra menos sobre
cómo se enfrenta la gente con la muerte, que cómo la muerte puede parecer un ritual; por lo tanto se ajusta al
punto de vista del autor respecto de ritual funerario como un despliegue mecánico programado de actos
prescritos. "Para el vasco", dice Douglas, "el ritual es orden y la orden es ritual".
Douglas captura sólo un extremo en el rango de posibles muertes. Si acentuamos los aspectos
rutinarios del ritual se encubre de forma conveniente la agonía de muertes inesperadas, como los padres que
pierden a un hijo o una madre que muere durante el parto. En esas descripciones se esconden las agonías de
los sobrevivientes que salen de la confusión, cambiando poderosos estados emocionales. Aunque Douglas
reconoce la distinción entre los miembros afligidos del grupo familiar del difunto y el grupo ritualista más

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público, escribe la narración, en su mayor parte, desde el punto de vista de este último. Encubre la fuerza
emocional de la aflicción, reduciendo el ritual funerario a una rutina de orden.
Con seguridad los seres humanos se duelen tanto en escenas rituales como en marcos informales de
la vida cotidiana. Consideremos la prueba clara y contundente en el relato antropológico clásico de Godfrey
Wilson sobre "convenciones de sepultura" entre los nyakyusa de Sudáfrica:

Por lo menos algunos de los que asisten a una sepultura nyakyusa están conmovidos por la aflicción. He
escuchado a la gente lamentarse de la muerte de un hombre en la conversación ordinaria; he visto a un hombre,
cuya hermana acaba de morir, caminar hacia su tumba y llorar en silencio sin ninguna demostración de
aflicción; y escuché de un hombre que se suicidó por su aflicción ante un hijo muerto.

Vea que todos los casos que Wilson presenció o escuchó, suceden fuera de la esfera limitada del
ritual formal. La gente conversa entre sí, camina sola y llora en silencio, o en un impulso comete suicidio. La
labor de afligirse, quizá universal, ocurre dentro de actos rituales obligatorios, así como en marcos más
cotidianos donde la gente se halla sola o con parientes cercanos.
En las ceremonias de sepultura nyanyusa, los estados de emociones fuertes se presentan también en
el ritual en sí, que es más que una serie de actos obligatorios. Los hombres dicen que bailan las pasiones de
su desdicha, la cual incluye una mezcla compleja de ira, temor y aflicción:

"Esta danza de guerra (ukukina)", dice un viejo, "es un duelo; nos lamentamos por el hombre muerto. Bailamos
porque hay una guerra en nuestros corazones. Una pasión de aflicción y miedo nos exaspera (ilyyojo
likutusila)"... Elyojo significa pasión o aflicción, ira o miedo; ukusila quiere decir molestar o exasperar de
manera insoportable. Un hombre explicó de esta forma el ukusila: "Si un hombre me insulta continuamente,
me exaspera (ukusila), de modo que quiero pelear con él". La muerte es un evento espantoso y doloroso que
exaspera a los hombres relacionados y les infunde el deseo de pelear.

Las descripciones de la danza y las peleas subsecuentes, incluso asesinatos, proporcionan amplia
evidencia de la intensidad emocional involucrada. El testimonio claro de los informantes de Wilson pone de
manifiesto que los etnógrafos pueden estudiar aun los sentimientos más intensos.
A pesar de excepciones como Wilson, la regla general parece ser que uno debería ordenar las cosas,
secando las lágrimas e ignorando los berrinches. La mayoría de los estudios antropológicos sobre la muerte
eliminan las emociones, asumiendo la posición de observadores indiferentes. Por lo general esos estudios
fusionan el proceso ritual con el proceso del duelo, igualan el ritual con lo obligatorio e ignoran la relación
entre ritual y vida diaria. La inclinación que favorece al ritual formal pone en riesgo la suposición de
respuestas a preguntas esenciales. Por ejemplo, ¿los rituales siempre revelan la profundidad cultural?
La mayoría de los analistas que ponen al mismo nivel la muerte con el ritual funerario, asumen que
los rituales almacenan sabiduría encerrada como si fuera un microcosmos de su macrocosmos cultural
envolvente. Un estudio reciente de la muerte y el duelo, por ejemplo, comienza por afirmar con seguridad
que los rituales engloban "la sabiduría colectiva de muchas culturas". Aun así, esta generalización debe
requerir una investigación detallada contra un rango más amplio de hipótesis alternas.
En extremos opuestos, los rituales muestran ya sea profundidad cultural o se desbordan en
trivialidades. En el primer caso, los rituales sí encierran la sabiduría de una cultura; en el segundo, actúan
como catalizadores que precipitan procesos cuya exposición ocurre en meses subsecuentes y hasta años.
Muchos rituales, por supuesto, logran los dos aspectos, combinando cierta sabiduría con una dosis similar de
trivialidad.
Mi experiencia con la aflicción y los rituales encaja con el modelo de trivialidades y catálisis, más
que con el de la cultura profunda microcósmica. Hasta un análisis cuidadoso del lenguaje y la acción
simbólica durante dos funerales en los que fui doliente principal, revelarían muy poco sobre la experiencia de
la aflicción Claro, esta declaración no debe llevar a alguien a establecerlo como universal sólo por el
conocimiento personal de alguien más. En cambio debe alentar a los etnógrafos a cuestionarse si la sabiduría
de un ritual es profunda o convencional, y si su proceso es transformador o sólo un simple paso en una serie
prolongada de rituales y eventos cotidianos.
En el intento por comprender la fuerza cultural de la ira y otros estados emocionales poderosos, tanto
el ritual formal como las prácticas informales de la vida cotidiana, nos proporcionan un discernimiento
crucial. Así, las descripciones culturales deberían seleccionar la fuerza y la densidad; deberían ampliarse de
rituales bien definidos a innumerables prácticas menos circunscritas.

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AFLICCIÓN, IRA Y CACERÍA DE CABEZAS ILONGOTE

Cuando se trata de la cacería de cabezas ilongote, la perspectiva del ritual como almacén de sabiduría
colectiva, la alinea con un sacrificio expiatorio. Los incursores llaman a los espíritus de las víctimas
potenciales, realizan sus despedidas rituales y buscan presagios favorables a lo largo del camino. Los
hombres ilongotes recuerdan muy bien el hambre y las privaciones que soportan durante días y a veces
semanas, necesarias para mudarse cautelosamente al lugar donde preparan la emboscada y esperan a la
primera persona que pase. Una vez que los incursores matan a sus víctimas desechan la cabeza en vez de
conservarla como trofeo. Al arrojarla, por analogía, descartan también las cargas de su vida, incluyendo la ira
en su aflicción.
Antes de una incursión, los hombres describen su estado vital, diciendo que las cargas de la vida los
han hecho pesados y enmarañados, como un árbol con enredaderas. Explican que una incursión exitosa los
hace sentir ligeros de paso, y vigorosos de complexión. La energía colectiva de la celebración con sus
canciones, música y danzas les proporciona a los participantes una sensación de bienestar. El ritual
expiatorio incluye la depuración y catarsis.
El análisis que se esbozó considera el ritual como un proceso autónomo infinito. Sin negar el
discernimiento en este enfoque, también deben considerarse sus límites. Imagine por ejemplo rituales de
exorcismo descritos como si se completaran en sí, en vez de estar unidos a procesos mayores que se
desarrollan antes del periodo ritual y después de éste. ¿Por medio de qué procesos la persona afligida se
recupera o sigue afligida después del ritual? ¿Cuáles son las consecuencias sociales de recuperación o de
ausencia de ésta? Si no se consideran estas cuestiones, se disminuye la fuerza de dichas aflicciones y terapias
para las que el ritual formal es sólo una fase. Otras preguntas se aplican a sujetos de diferente ubicación,
incluyendo a la persona afligida, el curador y la audiencia. En todos los casos, el problema abarca el
delineamiento de procesos que ocurren antes, durante y después del momento del ritual.
Llamemos a la noción de la estera autónoma de la actividad cultural profunda, el punto de vista
microcósmico, y a un punto de vista alterno, el ritual como una intersección transitada. En el segundo caso,
el ritual aparece como un lugar en el que se intersectan un número de procesos sociales distintos. Las
encrucijadas sólo proporcionan un espacio para recorrer distintas trayectorias, en vez de contenerlas en una
forma de encapsulación total. Desde esta perspectiva, la cacería de cabezas ilongote permanece en la
confluencia de tres procesos analíticamente separables.
El primer proceso se ocupa de discernir la ocasión oportuna para la incursión. Las condiciones
históricas determinan las posibilidades para una cacería, que varían de frecuentes a probables, improbables e
imposibles. Estas condiciones incluyen los esfuerzos pacíficos coloniales americanos, la gran depresión, la
segunda guerra mundial, los movimientos revolucionarios en planicies circundantes, feudos entre grupos
ilongotes y la declaración de la ley marcial en 1972. Los ilongotes usan la analogía de cazar, para hablar de
esas vicisitudes históricas. Así como los cazadores ilongotes dicen que no pueden saber cuándo se cruzará un
animal en su camino o si sus flechas darán en el blanco, así también ciertas fuerzas históricas que
condicionan su existencia, están fuera de su control. Mi libro Ilongot Headhunting 1883-1974 (Cacería de
cabezas ilongote) explora el impacto de factores históricos en su cacería.
Segundo, los jóvenes que entran en edad sufren un periodo largo de turbulencia personal en el que no
desean nada tanto como cortar una cabeza. En este lapso problemático, buscan a la compañera de su vida y
contemplan el trastorno traumático de separarse de sus familias originales y entrar a la de su esposa como
extraños. Los jóvenes lloran, cantan y estallan en ira por su violento deseo de cortar una cabeza y usar los
codiciados aretes de calao rojo que adornan las orejas de los hombres que, como dicen los ilongotes, ya han
llegado (tabi). Volátiles, envidiosos, apasionados (por lo menos según su propio estereotipo cultural para el
joven soltero [buintaw]), constantemente anhelan cortar una cabeza. Michelle y yo comenzamos el trabajo de
campo entre los ilongotes sólo un año después de que abandonamos a nuestros hijos solteros: de ahí nuestra
pronta empatía con la turbulencia juvenil. El libro de Michelle sobre las nociones ilongotes de identidad,
explora la ira apasionada de los jóvenes que llegan a la mayoría de edad.
Tercero, los hombres mayores se ubican de forma diferente que sus contrapartes más jóvenes.
Debido a que ya han decapitado a alguien, pueden usar los aretes de calao rojo que tanto ambicionan los
jóvenes. Su deseo por cazar crece menos que el torbellino crónico adolescente, es por agonías intermitentes
de pérdida. Después de la muerte de alguien cercano, los hombres mayores a menudo se imponen votos de
abstinencia, que se anulan el día en que participan en una cacería exitosa. Estas muertes pueden cubrir una
variedad de casos, desde la muerte literal, ya sea por causas naturales o decapitación, hasta la muerte social
donde, por ejemplo, la esposa de un hombre escapa con otro. En todos los casos, la ira nacida de una pérdida
devastadora anima el deseo de los hombres mayores por cazar. Esta ira en el abandono, es irreductible

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porque no se puede explicar en un nivel más profundo. Aunque ciertos analistas discuten este punto de vista,
la unión de aflicción, ira y cacería de cabezas no tiene otra explicación.
Mi primer entendimiento sobre la cacería de cabezas ilongote careció del significado total de cómo
experimentan la pérdida y la ira los hombres mayores. Estos hombres se mostraron difíciles en este contexto
porque son ellos, y no la juventud, quienes marcan la pauta en la cacería. Su ira es intermitente, mientras que
en los jóvenes es continua. En la ecuación de la cacería de cabezas, los hombres mayores son la variable, y
tos jóvenes, la constante. En el aspecto cultural, los hombres mayores están dotados de conocimiento y vigor
que los jóvenes aún no adquieren; por lo tanto cuidan (saysay) y guían (bukur) a los jóvenes durante la
incursión.
En un estudio preliminar de la literatura sobre cacería de cabezas, encontré que el alza de las
prohibiciones de duelo ocurre con frecuencia después de cortar una cabeza. La noción de que la ira de estos
hombres los impulsa a cortar cabezas, es más pausible que aquellas "explicaciones" frecuentes respecto de la
cacería de cabezas como la necesidad de adquirir "cosas del alma" místicas o nombres personales 1 Debido a
que la disciplina rechaza correctamente los estereotipos del "salvaje sanguinario", debe investigar cómo los
cazadores de cabezas crean un deseo intenso por decapitar a otros seres humanos. La ciencias humanas
deben explorar la fuertes cultural de las emociones para delinear las pasiones que provocan ciertas formas de
conducta humana.

RESUMEN

El etnógrafo, como sujeto ubicado, comprende ciertos fenómenos humanos mejor que otros. Él o ella
ocupa un puesto o lugar estructural y observa desde un ángulo particular. Hay que considerar, por ejemplo,
que la edad, género, su condición de extraño y la asociación con el régimen neocolonial, influyen lo que el
etnógrafo aprende. El concepto de ubicación también se refiere a la forma en que las experiencias cotidianas
permiten o inhiben ciertos tipos de discernimiento. En el caso inmediato, ninguna experiencia me preparó
para imaginarme una ira en la aflicción, sino hasta después de la muerte de Michelle Rosaldo en 1981. Sólo
entonces me encontré en posición de entender la fuerza de las declaraciones repetidas por los ilongotes
respecto de la aflicción, ira y cacería de cabezas. De la misma forma, los susodichos nativos también son
sujetos ubicados que poseen una mezcla distintiva de perspicacia y ceguera. Considere las posiciones
estructurales de los viejos contra los jóvenes, o las posiciones diferentes de los dolientes principales contra
aquellos que no los son. Mi discusión de los escritos antropológicos sobre la muerte a menudo logra sus
efectos, invirtiendo las posiciones.
La profundidad cultural no siempre es igual a la elaboración cultural. Pensemos simplemente en el
orador que piratea. El lenguaje usado puede parecer elaborado cuando apila palabra tras palabra, pero no es
profundo. La profundidad debería separarse de la presencia o ausencia de elaboración. De igual forma, las
explicaciones de una línea pueden ser vacías o medulares. El concepto de fuerza da lugar a una intensidad
resistente en la conducta humana que puede suceder con la elaboración densa asociada convencionalmente
con la profundidad cultural o sin ella. Aunque sin la elaboración del discurso, canción o ritual, la ira de los
ilongotes mayores que sufrieron pérdidas devastadoras puede tener fuertes consecuencias, los impulsa a
decapitar a otros seres humanos. Así, la noción de la fuerza involucra tanto la intensidad afectiva como
consecuencias importantes que se despliegan después de mucho tiempo.
Así mismo, los rituales no siempre encierran una sabiduría cultural profunda. A veces contienen la
sabiduría de Polonio. Aunque ciertos rituales reflejan y crean valores fundamentales, otros sólo acercan a la
gente y proporcionan trivialidades que les permiten continuar con sus vidas. Los rituales sirven como
vehículos para procesos que ocurren tanto antes como después del periodo de su realización. Los rituales
funerarios, por ejemplo, no "contienen" todos los procesos complejos de la aflicción. El ritual y la aflicción
no deben chocar uno contra otro porque ni se encierran ni se explican por completo. En cambio, los rituales
son a menudo puntos a lo largo de un número de trayectorias procesales más largas; de ahí mi imagen del
ritual como una encrucijada donde se intersectan los distintos procesos de la vida.
La noción de ritual como una intersección transitada, anticipa el avalúo crítico del concepto de
cultura desarrollado en los siguientes capítulos. En contraste con el punto de vista clásico, que ubica a la
cultura como un todo autónomo constituido de patrones coherentes, la cultura también puede ser concebida
como una formación más poderosa de intersecciones donde los procesos se entrelazan dentro de los límites o
más allá de éstos. Dichos procesos heterogéneos derivan con frecuencia de las diferencias de edad, género,
clase, raza y orientación sexual.
Este libro argumenta que una transformación en los estudios culturales ha desgastado las
concepciones, antes dominantes, de la verdad y la objetividad. La verdad del objetivismo —absoluto,

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universal y eterno— ha perdido su status de monopolio. Ahora compite en términos más parejos con las
verdades de estudios de casos que están más incrustados en contextos locales, configurados por intereses
locales y coloreados por percepciones locales. La agenda del análisis social ahora incluye no sólo verdades
eternas y generalizaciones de aspecto legal, sino también procesos políticos, cambios sociales y diferencias
humanas. Términos como objetividad neutralidad e imparcialidad se refieren a las ubicaciones del sujeto
una vez que se le ha dotado de gran autoridad constitucional, aunque se discute que no son ni más ni menos
válidos que los de actores sociales más comprometidos pero igual de perceptivos. El análisis debe aceptar
que sus objetivos de análisis también son sujetos analizantes que interrogan de forma crítica a los etnógrafos
—sus escritos, su ética y política.

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9. CRUCE DE FRONTERAS
La doctrina antropológica oficial sostiene que cada cultura humana es tan única que ninguna vara
puede medir una contra otra. Ninguna está más arriba o más abajo, ni es más rica o más pobre, superior o
inferior que otra. Por ejemplo, uno no puede decir que el balinés tiene una forma de vida mejor o peor que
los navajos. De igual forma, el dogma oficial afirma que toda conducta humana se mide a través de la
cultura. Ningún dominio de vida es más o menos cultural que otro. La cultura moldea las formas en que la
gente come sus alimentos, hace política y comercia en el mercado, así como también da forma a sus modos
de escribir poesía, cantar corridos y representar dramas wayang. La gente no sólo actúa en relación a la
realidad percibida, sino que no tiene sentido referirse a la independiente realidad "bruta" de la cultura. Los
innumerables modos de percibir y organizar la realidad son específicos de la cultura, y no panhumanos.
Aunque la perspectiva oficial asegura que todas las culturas son iguales, un sistema informal de
archivo que se encuentra con mayor frecuencia en la plática en un pasillo que en un escrito publicado,
clasifica a las culturas en términos cuantitativos, desde mucho a poco, de rico a pobre, de denso a escaso y de
elaborado a simple. Las variables como complejidad institucional, embrollo de parentesco y densidad
cosmológica definen los "grados" mayores y menores de la cultura de manera que deriva tácitamente en las
nociones de "alta cultura", como se mide en la ópera, museos de arte y listas canónicas de grandes obras.
Permítanme concretar más el problema de la invisibilidad cultural, diciendo lo que sucedió cuando
era estudiante graduado que contemplaba el trabajo de campo en las Filipinas. Un maestro me advirtió que
los filipinos eran "gente sin cultura" con deseos de ser útil: me sugirió que hiciera un trabajo de campo en
Madagascar porque los pueblos de allá tenían culturas "ricas". Una vez, en Manila, me encontré con que su
profesía se confirmaba con las bromas del filipino estándar sobre su cultura "pobre." Explican que, a
diferencia de Indonesia, los filipinos nunca tuvieron templos indobudistas y otros signos de alta cultura
ancestral. ¿Qué podía esperar uno, añadían con un leve guiño, de la gente que había pasado más de
trescientos años en un monasterio (la regla colonial estadunidense)? Mi primer encuentro con los ilongotes
fue como se predijo. Parecían "gente sin cultura". Carecían de elementos fundamentales etnográficos del día:
linaje, aldeas, casa de los hombres, rituales elaborados y el matrimonio matrilateral híbrido.
Michelle Rosaldo y yo sí sabíamos. Sabíamos que las nociones de "gente sin cultura", o con "más" o
"menos" cultura que otros, no tenían sentido. Sin embargo, continuamos refiriéndonos como si tanto los
filipinos "civilizados" de tierra baja como los ilongotes "salvajes" fueran iguales respecto de que no
requieren un análisis cultural más allá del que ofrecen "nuestras" categorías de sentido común. La grieta
entre las normas disciplinarias explícitas y tácitas ocasionó la inconsistencia entre la teoría antropológica y
las prácticas de la realización del trabajo de campo. En un plano práctico, ciertos fenómenos humanos
parecen más amenos para el análisis cultural, que otros. A pesar de la doctrina oficial, el concepto de cultura
se sostiene en una base tan estrecha que excluye de su competencia a un número de grupos humanos.
Este libro argumenta que la reconstrucción del análisis social ha creado no sólo nuevos métodos,
sino también nuevos temas de estudio. La recapitulación ambigua de este capítulo sobre mi discusión más
grande intentará demostrar cómo las zonas que las normas clásicas difinieron como "culturalmente
invisibles", ahora se les ha puesto tanta atención que constituyen los problemas principales del análisis
social. Lo que sigue se basa en la noción de que la práctica del objetivismo para usar al "observador
indiferente" para hacer que "nosotros" seamos invisibles a nosotros mismos se ha ido debilitando.
Permítanme comenzar, considerando la clase estática de la "gente sin cultura", y después pasaremos a la
categoría más dinámica de la "gente entre culturas".

VISIBILIDAD E INVISIBILIDAD CULTURAL

Uno puede trazar con facilidad las zonas de visibilidad e invisibilidad cultural en la organización
espacial de México, las Filipinas y los Estados Unidos. A "nuestros" ojos, "nosotros" parecemos "gente sin
cultura". Por cortesía, "nosotros" ampliamos este estatus no cultural a la gente que ("nosotros" creemos) se
parece a "nosotros". ¿Cuáles son las consecuencias analíticas de hacer invisibles "nuestras" identidades
culturales? ¿Qué política cultural borra el "yo" sólo para realzar al "otro"? ¿Qué conflictos ideológicos
documentan el juego de visibilidad e invisibilidad cultural?
En las naciones bajo discusión, la ciudadanía y la visibilidad cultural parecen estar relacionadas a la
inversa. Cuando uno crece, la otra decrece. Los ciudadanos titulares carecen de cultura y aquéllos que están
más envueltos en ésta carecen de ciudadanía plena. En México los indígenas poseen cultura y los "ladinos"
no. En las Filipinas las "minorías culturales" tiene cultura y los abajeños no. Los ladinos y abajeños, por otro
lado, son ciudadanos plenos del estado-nación. Trabajan por salarios, pagan impuestos y venden sus artículos

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en el mercado local. La gente de centros metropolitanos los clasifica como civilizados en contraste con los
indígenas y las minorías culturales, que son culturales, no "racionales". Desde el punto de vista etnográfico,
la gente "civilizada" es demasiado transparente para estudiarse; se parecen a "nosostros" — materialistas,
avaros y prejuiciosos. Debido a que "sus" mundos son tan realistas y prácticos "nuestras" categorías de
sentido común en apariencia bastan para hacer que sus vidas tengan sentido.
Las personas que tienen cultura también ocupan puestos subordinados dentro del estado-nación. En
México los indígenas habitan en zonas geográficas a las que el antropólogo mexicano Gonzalo Aguirre
Beltrán llama regiones refugio. En otras palabras, la gente con cultura se ha encerrado en tierras marginales.
Su diferencia cultural deriva de un proceso histórico prolongado de dominación colonial; sus costumbres
pintorescas son señal del aislamiento y subordinación dentro del estado-nación.
En el caso de las Filipinas la "gente sin cultura" ocupa los dos extremos de la jerarquía social.
Hablando con brusquedad diríamos que los grupos cazadores negritos se hallan en el fondo y los abajeños en
la cima. La diferencia entre los dos lados del espectro es que los negritos son preculturales y los abajeños son
postculturales. El caso de las Filipinas difiere del de México sobre todo en su claridad total. Los esquemas
que se cristalizaron durante la época colonial norteamericana y en curso aun en la cultura popular filipina,
ordenan a los pueblos de la nación en una escala dispuesta de menor a mayor: negritos, cultivadores de arroz
seco-cazadores, cultivadores de arroz seco, cultivadores de arroz mojado y abajeños. En términos espaciales,
los cultivadores-cazadores negritos ocupan la tierra más marginada; los cultivadores de arroz seco y mojado
tienden a estar en tierras altas, río arriba, o en el interior; los abajeños, como su nombre sugiere, residen en
los valles. En esta escalera seudoevolutiva la gente comienza sin cultura y progresivamente se cultiva hasta
que alcanzan ese punto en donde se transforman en postculturales y, por lo tanto, son transparentes para
"nosotros".
Dentro de este esquema, los ilongotes se hallan sólo un peldaño arriba de los negritos y de ahí su
relativa "falta" de cultura. Debo añadir que, hasta cierto grado, los ilongotes y sus vecinos comparten la
percepción ideológica de grados de cultura. Por ejemplo, cuando los ifugaos, un grupo de cultivadores de
arroz mojado en terrazas, entraron al territorio ilongote como pobladores, proclamaron con orgullo su
superioridad cultural a la gente a quienes les quitaban la tierra. Los ifugaos, que medían su grado mayor de
cultura en los rituales elaborados, cultura material y agricultura de arroz mojado en terrazas, clamaban que
los ilongotes carecían de cultura. Los ilongotes, que no compartían este esquema en su totalidad, estaban más
impresionados con las proezas físicas en la pesca y la caza que con sus logros culturales en los rituales y
agricultura.
En contraste, los abajeños, que están unidos a instituciones políticas y educativas, forman una fuerza
de trabajo (formalmente) que realiza elecciones "racionales" para ir a donde se encuentran los trabajos. Los
han educado; toman sus decisiones sobre el salario de acuerdo con un cálculo económicamente racional. Se
hayan más enraizados a su trabajo que a su territorio. Como los ladinos mexicanos, parece que los abajeños
filipinos han adoptado un sistema que "nosotros" comprendemos porque se trata de "nuestro" propio
capitalismo avanzado. Su herencia colonial ha hecho que los abajeños parezcan transparentes a "nosotros".
Su experiencia colonial (inicialmente los evangelizaron los españoles y después los educaron los
estadunidenses) los ha disciplinado y los ha adecuado, como a "nosotros" para vivir en una ciudad, trabajar
en una fábrica, servir en una penitenciaria, o sufrir el aislamiento en un asilo.
Aunque en apariencia estas jerarquías sociales permanecen estáticas, están enlazadas a nociones
tácitas de movilidad social. Este modelo, clásico de estructura social afirma que, aunque los grupos sociales
o individuos pueden moverse arriba y abajo, los peldaños de la escalera social siguen siendo los mismos. En
ese aspecto, los que están más abajo y afuera, como los negritos e ilongotes, carecen aparentemente de
cultura. La movilidad social desde el "fondo" lleva a la gente a zonas en donde florece la cultura, como las
regiones refugio mexicanas y las áreas altas y río arriba de las Filipinas. En tanto uno se va aproximando a
los peldaños superiores de la escalera de la movilidad social el proceso se invierte. En este punto comienza
un proceso de despojo cultural, en el que los indígenas mexicanos y minorías culturales filipinas se
incorporan al estado-nación como campesinos y obreros. Es curioso que la movilidad hacia arriba parezca
estar en desacuerdo con la identidad cultural distintiva. Uno alcanza la ciudadanía plena en el estado-nación
cuando se convierte en una pizarra culturalmente en blanco.
Vistas desde un ángulo distinto, aunque relacionado, las dificultades conceptuales que han creado
zonas de visibilidad e invisibilidad cultural relativa derivan en gran parte de las normas metodológicas tácitas
que fusionan la noción de cultura con la idea de diferencia. En este sentido, el término diferencia cultural es
tan redundante como el de orden cultural, que se discute en el capítulo 4. Examinemos el caso del trabajador
de campo que sigue las normas clásicas y va por medio mundo para registrar mundos culturales coherentes y
modelados encerrados dentro de territorios discretos, lenguas y costumbres. Cuando están de mal humor,

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esos etnógrafos refunfuñan que no arriesgaron su salud a la disentería y malaria sólo para descubrir que la
gente en Tahití y Des Moins es igual, en ciertos aspectos. Desde esta perspectiva, perseguir una cultura es
buscar sus diferencias, y después demostrar que tienen sentido en sus propios términos, como ellos dicen.
El problema de la pureza cultural hace pensar en la historia que un notable filólogo español le contó
a un colega germano que rechazaba a la mayoría de sus informantes lingüísticos de Galicia porque no
hablaban el dialecto "puro" del portugués-gallego. Más bien como turistas que buscan lo exótico y lo llaman
galiciano típico, el filólogo afirmaba que sólo una ínfima minoría de los habitantes de la región hablaba el
dialecto auténtico. El suponía que la mayoría de los gallegos fueron lingüísticamente "corrompidos" por el
castellano. En otras palabras, cuanto menos se pareciera al de sus vecinos, cuanto mejor la pureza y
autenticidad del dialecto. Así como la cultura, esta comunidad hablante fue definida tanto por su
homogeneidad interna como por su diferencia con otros.
Aunque la noción de "diferencia" posee la ventaja de hacer que la cultura parezca muy visible a los
observadores ajenos, constituye un problema porque esas diferencias no son absolutas. Son relativas a las
prácticas culturales de los etnógrafos y sus lectores. Esos estudios realzan las formas culturales que divergen
de las formas profesionales de la clase media superior estadunidense (tácitamente normativas). Por lo general
los analistas sociales hablan, por ejemplo, como si "nosotros" tuviéramos la psicología y "ellos" la cultura.
Las discusiones actuales sobre las razones culturales de que otras culturas "somaticen" (experimentes "sus"
aflicciones de formas corporales) debe entenderse en relación a la norma no declarada de que los seres
humanos deben "explicarse por medios sicológicos" (como supuestamente lo hacen los angloamericanos o,
en todo caso, sus terapeutas). La tentación de dirigir el propio "conocimiento local" de uno, sobre ya sea la
variedad popular o la profesional que se viste a la vez con un traje "universal" y "culturalmente invisible"
para sí mismo, parece abrumadora.
En la práctica, el énfasis sobre la diferencia resulta en una proporción particular: en tanto el "otro" se
hace culturalmente más visible, el "yo" se hace menos. Los analistas sociales, por ejemplo, a menudo
afirman que los grupos subordinados poseen una cultura auténtica, y al mismo tiempo se burlan de su propia
cultura profesional de clase media-superior. En esta perspectiva, los grupos subordinados hablan de maneras
vibrantes y fluidas, pero la gente de la clase media-superior se expresa como académicos anémicos. Sin
embargo, rara vez los analistas permiten que la proporción de clase y cultura incluya al poder. Así, esconden
el lado más oscuro de la proporción: cuanto más poder tenga uno de menos cultura se goza, y cuanto más
cultura tiene uno menos poder se posee. Si "ellos" tienen un monopolio explícito sobre la cultura auténtica,
"nosotros" tenemos una implícita en el poder institucional. Este lado oscuro de la proporción estima la
urgencia de reconstruir el análisis social en una forma en que se considere la interacción de cultura y poder, y
a la vez hacer que "nosotros" seamos más visibles culturalmente hablando.
La invisibilidad cultural dentro de la que se esconde a sí misma la clase media superior
estadunidense fue vívidamente retratada por la periodista Frances Fitzgerald. Su reciente libro sobre las
comunidades intencionales muestra cómo cuatro grupos bien diferentes intentaron hacer que sus vidas
conformaran una versión particular del "sueño norteamericano". Estas comunidades comparten fantasías
utópicas sobre la creación de nuevos comienzos y la vida en un mundo sin precedentes. La villa de retiro de
Sun City, por ejemplo, se presenta más por la homogeneidad pasada y presente de sus residentes que por su
éxito en borrar la diversidad cultural. "Los habitantes de Sun City — escribe Fitzgerald — , son un grupo
muy homogéneo; en particular aquellos que viven en Sun City ocupan una banda más estrecha en el espectro
de la sociedad norteamericana que la economía dictaría... En conjunto los hombres son profesionales
retirados... La mayoría de las mujeres fueron amas de casa... La mayor parte de estos habitantes son
protestantes... Políticamente, son conservadores y votan por los republicanos." Sin embargo, las fuentes de
esta uniformidad son invisibles para los de Sun City. Para ellos mismos parece que los habitantes de esta
villa se hicieron solos y son nómadas desarraigados cuyos orígenes sociales son diversos. Para ellos las
circunstancias actuales han ocasionado su transparencia cultural.
Una pareja de Sun City señaló con amabilidad la forma en que sus residentes viven en el presente y
parecen haber borrado su pasado: " Aquí a nadie la importa un bledo lo que hiciste o de dónde vienes', decía
la señora Smith. `Lo que importa es lo que eres ahora.' Después, en un contexto diferente, su esposo decía
casi lo mismo, añadiendo que los coroneles se negaban a que los llamaran `Coronel'." Cuando señalan la
irrelevancia de los orígenes sociales, los Smith no se percatan de la sorprendente ausencia de la gente de
clase trabajadora, negros, chicanos, puertorriqueños y norteamericanos nativos en Sun City. En esta utopía
estadunidense sin raíces es obvio que algunos pasados sí importan más que otros.
El intento de los ciudadanos de Sun City por ser transparentes y borrar sus pasados, por hacerse
postculturales y posthistóricos, posee una similitud sorprendente a los esfuerzos del objetivismo para hacer
que el observador indiferente sea omnisciente, inocente e invisible. En ambos casos, casi toda la gente

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comprometida es blanca, profesional de la clase media-superior cuyo mito de indiferencia encubre su
posición de clase dominante. En los Estados Unidos este grupo rara vez se conoce como étnico, cultural o
poderoso. Por mucho que nadie en Sun City use títulos, los analistas sociales pretenden hablar desde una
posición de monisciencia o desde ninguna posición en absoluto. No obstante, hasta los nómadas solitarios
que afirman que tuvieron éxito por sí solos llevan una vida que está tan culturalmente moldeada como la
gente con un sentido más colectivo de identidad.

CONOCIMIENTO CORRELATIVO

Aunque a los profesionales les gusta que su "esclarecimiento" los haga diferentes a los miembros
laicos de su sociedad, los trabajadores de campo estadunidenses comparten, no obstante, ciertos valores
culturales con los colonos de Sun City. Por ejemplo, cuando los etnógrafos improbablemente sostienen que
conocer una segunda cultura sigue los mismos patrones que conocer una primera, se comparan con niños que
aprenden sus culturas de nacimiento. Esta táctica retórica les permite parecer éticamente inocentes y
culturalmente invisibles. A este respecto yo no he sido la excepción, y puedo hablar sobre este tema por
experiencia propia.
Mientras estudiaba a los ilongotes, me comparaba cada vez más a un niño. Mis primeras
transcripciones de sus textos estaban escritas con letra manuscrita grande y fea, muy parecida al problema de
mi hijo en su primer año para colocar bien la "b" y la "p" dentro del renglón. Su maestra me dice que el
problema de Manny es una leve coordinación motora, pero yo no sé cómo describir bien mi problema en
tanto me iniciaba en el trabajo de campo etnográfico. Quizá era una infantilización voluntaria.
La labor del trabajador de campo es una versión del aprendizaje temprano de la infancia que me
parecía tan natural que envolví ansiosamente a los ilongotes con la misma percepción. Cuando los ilongotes
decidieron enseñarnos su lengua, noté que lo hacían ordenándonos (tuydek) que les lleváramos cosas, y yo
supuse que seguían los patrones que usaban con sus propios niños. Después de todo, a menudo decían que
los niños mostraban el conocimiento de una palabra, tomando el objeto correcto de una tuydek. En mi
imaginación, ellos y yo acordamos con la noción de los etnógrafos norteamericanos (a la que considero como
un transparente universo humano) que mis esfuerzos por estudiar su lengua eran los mismos que los de sus
niños.
En retrospectiva, descubrí que mis presuposiciones se hallaban más bien en riesgo en donde yo pensé
que estaban bien confirmadas: una historia vital que registré de mi "hermano" ilongote, Tukbaw. Las
primeras partes de su historia vital reflejan los esfuerzos de Tukbaw por enseñarme su lengua. De hecho, sus
primeros textos contienen tuydek múltiples — "ve y tráeme" esto o aquello — de la forma en que los adultos
lo hacen con los niños y con otros adultos también. "Estamos construyendo una casa — decía Tukbaw—,
una nueva casa. Ven aquí, vamos a cortar algunos árboles. Ahora los vamos a enterrar en la tierra. Voy a
desmontar la tierra y limpiarla y ya veremos si mañana ya podemos habitar la casa. Hay que levantar los
postes de la casa. Ve a traer más gente. Ve a traer ratán para que amarremos los postes. También trae pasto
para el techó." Aunque la narración de Tukbaw contiene tuydek múltiples, él no me tomó por un niño. Las
palabras de Tukbaw eran de hombre a hombre, más que de hombre a niño. De hecho, la tarea de atar nudos
para las casas requiere de habilidades tan difíciles que los ilongotes lo consideran como una señal de que un
niño ha alcanzado el estatus de masculinidad adulta. Los otros textos previos de Tukbaw describen las
actividades de los adultos como visitar, pescar, cazar y beber.
En este punto quizá es útil presentar la descripción del historiador antropológico James Clifford
sobre el etnógrafo francés Marcel Griaule en tanto conducía una investigación de campo entre los dogon de
África Occidental. Las nociones de Griaule sobre el trabajo de campo sirven como un oropel cuyos
contornos contrastantes iluminan las diferencias culturales de los trabajadores de campo estadunidenses:
"Griaule nunca presentó su trabajo de campo como un logro inocente de armonía parecida a la amistad.
Tampoco naturalizó el proceso como una experiencia de educación y crecimiento (niño o adolescente que se
convierte en adulto), o como una aceptación en una familia amplia (un papel de parentesco que se le da al
etnógrafo). En vez de eso, sus relatos asumen un conflicto recurrente de intereses, un drama agonístico que
resulta en el respeto mutuo, complicidad en un equilibrio productivo del poder. El deseo de Griaule por
comprometer a los dogon en un combate agonístico hombre a hombre realza la peculiaridad cultural de los
trabajadores de campo estadunidenses que desean ganar aceptación como un amigo y convertirse en "uno
más del grupo."
El ejemplo de Griaule refuerza mi sentido de que yo no pude aprender el significado del uso de las
órdenes de Tukbaw porque mis propias prácticas culturales como trabajador de campo siguieron siendo
invisibles para mí. Además, no pude ver la relación de Tukbaw hacia mí como un área importante de

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investigación. Aunque los antropólogos se refieren a ver las cosas "desde el punto de vista nativo", la frase
que por lo general denota a esas nociones de cultura distintiva como honor, vergüenza, la persona, el
matrimonio, la familia, el parentesco, jerarquía y hasta historia. Con menor frecuencia se refiere a la forma
en que otra gente juzga "nuestra" conducta o lo que piensa en general sobre "la interpretación de culturas."
Los antropólogos rara vez consideran cómo los miembros de otras culturas perciben a sus etnógrafos, o cómo
conciben las preguntas sobre el entendimiento de cultura mixta. ¿Cómo interpretan las culturas de sus
vecinos, los etnógrafos o los misioneros? La manera en que los ilongotes "se ponen en los zapatos del otro, o
"ver las cosas desde el punto de vista nativo", o si dichos términos tienen siquiera sentido para ellos, no se
aclara.
Si se les otorga a las llamadas interpretaciones nativas de la conducta del etnógrafo un papel
principal en la disciplina, provocará que el personaje profesional de clase media-superior del investigador sea
culturalmente visible. El estudio de las diferencias, antes definidas en oposición a una "entidad" invisible,
ahora se convierte en un juego de similaridades y diferencias relativas a las identidades sociales explícitas.
¿Cómo "nos" ven "ellos"? ¿Quiénes somos "nosotros" según "ellos"? Así, el analista social se convierte en
una forma correlativa de entendimiento en la que las dos partes se comprometen activamente en "la
interpretación de las culturas". En lugar de situarnos en perspectivas inscritas dentro de un sólo punto de
vista, esas formas de entendimiento humano involucran las percepciones irreducibles tanto del analista como
de sus sujetos. A pesar de las narrativas, por lo general no se trazan una sobre otra, el análisis de una parte
rara vez puede reducirse a los términos de la otra.
La noción del conocimiento correlativo que se presenta aquí, ha resultado de conceptos realizados en
los capítulos previos de este libro. Consideremos la forma en que la noción introductoria del "sujeto ubicado"
se anticipa a la idea de "nostalgia imperialista", en la que el "observador indiferente" se presenta como un
actor cómplice en los eventos humanos y no como un espectador inocente. Además, recordemos cómo el
análisis narrativo requiere de una "doble visión" que se mueve entre el narrador y el protagonista, y cómo mi
discusión de la "subjetividad en el análisis social" enfatiza los discernimientos ofrecidos por el
"conocimiento subordinado". A lo largo de este trabajo, he subrayado primero que el analista social es un
sujeto ubicado, no una pizarra en blanco, y segundo, que el objeto del análisis social también es analizar a los
sujetos cuyas percepciones deben tomarse tan en serio como "nosotros" tomamos las nuestras.

LA CULTURA EN LAS FRONTERAS

La reconstrucción del análisis social no sólo ha redefinido la ubicación del "observador indiferente",
sino que también ha adoptado nuevos objetos de estudio. Por ejemplo, ahora uno puede preguntar sobre
cómo las formas culturales moldean la conducta humana y son moldeadas por ésta, sin importar si son
relativamente "puras" o si son una mezcla de dos o más "culturas". En este contexto, la ficción de la cultura
compartida de manera uniforme cada vez parece más tediosa que útil. Aunque la mayoría de las
tipificaciones metropolitanas continúan suprimiendo las zonas fronterizas, las culturas humanas no son por
necesidad coherentes, ni tampoco son siempre homogéneas. Con más frecuencia de la que creemos, nuestras
vidas cotidianas se entrecruzan por las zonas fronterizas, grupos aislados o erupciones de todo tipo. Muy a
menudo las fronteras sociales son prominentes en líneas como orientación sexual, género, clase raza, grupo
étnico, nacionalidad, edad, política, vestido, comida o gusto. Junto con nuestras identidades culturales en
apariencia transparente, esas fronteras no deben considerarse como zonas transicionales de análisis vacío,
sino como sitios de producción cultural creativa que requiere de investigación.
La prominencia de nuevos temas de estudio creados por la reconstrucción del análisis social requiere
de un concepto de cultura con capacidad suficiente para abarcar tanto al trabajo guiado por las normas
clásicas, como a los proyectos que se excluyeron antes o que se pronuncian como marginales. Esos temas
antes excluidos incluyen a los estudios que buscan heterogeneidad, cambio rápido y el prestar y pedir
intercultural. Mi exploración sobre lo que el periodo clásico consideró como "espacios vacíos" y zonas de
invisibilidad cultural se asumió con vistas a la redefinición del concepto de cultura.
Recibo los puntos débiles de las normas clásicas con bastante fuerza cuando reflexiono sobre los
esfuerzos que Michelle Rosaldo y yo hicimos al comprender los drásticos procesos de cambio que sufrieron
los ilongotes durante finales de 1960 y principios de 1970. Al comienzo de nuestro segundo periodo de
investigación de campo en 1974, por ejemplo, Michelle Rosaldo escribió en su diario de campo que los dos
nos sentíamos "tristes y nerviosos porque no hay señales de que vayamos a encontrar más ‘cultura’ que la
última vez" y que teníamos toda la razón para creer que no habría más. Continuaba hablando de la
imposibilidad de realizar antropología cultural en medio de cambios catastróficos impuestos por
colonizadores y misioneros: "Algunas cosas buenas saldrán de todo esto... pero el hecho abrumador de que

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las cosas cambian con tanta rapidez, los colonizadores se inmiscuyen, se han tomado decisiones entre los
posibles aliados abajeños, se construyen campos de concentración que no funcionan, la gente niega su
pasado por una idea polianista de religión... no tengo la menor idea de cómo comprender todo esto.
(Seguramente debe ser interesante, pero cuando pienso en ello, sólo tengo pensamientos aburridos y
deprimentes)"
Es evidente que el concepto clásico de cultura que se desvanecía no se aplicaba al flujo,
improvisación y heterogeneidad. Después de todo, ¿no estaban estos cambios privando de su cultura a los
ilongotes? ¿Que hay de cultural en el proceso brutal conocido y en apariencia transparente del despojo de
tierras, la explotación e "incorporación" al estado-nación? Sabíamos que los procesos de "impacto cultural"
que sufrieron los ilongotes, debían en principio ser tan amenos para la descripción cultural como el
parentesco, la subsistencia o el ritual, pero no podíamos pensar en qué decirles más allá de los hechos
"brutos" del asunto.
La regla amplia del método práctico bajo las normas clásicas con las que estábamos de acuerdo de
forma ambivalente, parece haber sido la de que si se mueve no es cultural. Cuando enfatiza las jerarquías
sociales y las culturas autoenglobadas, la disciplina alienta a los etnógrafos a estudiar los patrones cristalinos
de toda una cultura, y no las zonas borrosas en medio. Los analistas sociales se sentaron en la cima
"postcultural" de un mundo estratificado y miran abajo hacia los peldaños de su fondo "precultural".
Asimismo, las fronteras entre naciones, clases y culturas fueron dotadas con una clase peculiar de
invisibilidad híbrida. Parecen ser un poco de esto y un poco de aquello, y no suficiente de uno o de otro. Los
movimientos entre esas dos entidades fijas como naciones y clases sociales se relegaron al basurero analítico
de la invisibilidad cultural. Los inmigrantes e individuos con movimiento social se presentan como de
cultura invisible porque ya no son lo que fueron y todavía no son lo que pueden ser.
Las nociones estadunidenses del "crisol", hacen que la inmigración sea un sitio de despojo cultural.
Visto desde el punto de vista de la sociedad dominante, el proceso de inmigración despoja a los individuos
de sus culturas anteriores y les permite convertirse en ciudadanos estadunidenses — transparentes, como
usted y como yo—, "gente sin cultura". Este proceso, conocido como aculturación (aunque desculturación
sería más apto), da por resultado ciudadanos del estado-nación. En este ángulo, la movilidad social y la
pérdida cultural se mezclan, ya que ser de la clase media en los Estados Unidos es ser parte de la corriente
culturalmente invisible. Se supone que los inmigrantes, o en todo caso sus hijos o nietos, son absorbidos en
una cultura nacional que borra su pasado significativo —autobiografía, historia, herencia, lenguaje y el resto
del llamado paquete cultural. Donde una vez estuvieron José Rizal y Gregorio Cortez, estarán George
Washington y los Guardias Texanos.
El mito de la inmigración como un despojo cultural apareció hace poco en el artículo de un periódico
sobre los llamados extranjeros ilegales. La historia, publicada poco después de que el Congreso aprobara la
nueva ley de inmigración, comienza por describir la notable diversidad entre los indocumentados: "Sus
historias son tan diversas como los Estados Unidos. Algunos entran a este país cruzando desnudos el Río
Grande, otros con boletos a bordo de jets comerciales. Son braceros, pianistas clásicos, secretarias, lavadores
de trastos, propietarios de restaurantes, estudiantes de preparatoria." Sin embargo, el escritor prosigue a
alabar la unidad esencial que subraya esta diversidad cultural aparente: "Vienen de casi todo país concebible:
México, El Salvador, Japón, Vietnam, Corea, Haití, Etiopía, Irán, Polonia, Nueva Zelanda. Por todas sus
diferencias culturales han compartido una vida semisecreta en su tierra escogida, formando una especie de
economía y cultura oscuras, en las que un día acabarán arrestados o deportados. Según el punto de vista del
escritor, la experiencia compartida de vivir las "mismas" vidas secretas hace homogéneos a los nuevos
inmigrantes. En apariencia van en camino a convertirse en "gente sin cultura". Por lo menos de manera
verbal, los indocumentados han sido absorbidos en la corriente.
Por lo visto, las imágenes de los "extranjeros ilegales" fueron creadas para consumo de los lectores
estadunidenses que se ven como culturalmente transparentes y a la vez se sienten amenazados por las
diferencias de clase y cultura. En este contexto, quizá deberíamos escuchar por un momento a los
"extranjeros ilegales" que se tambalean al borde de la ciudadanía norteamericana. Es tentador asumir que el
monopolio capitalista pone cómoda a la gente, convirtiéndolos en tantos individuos racionales y
perfectamente idénticos, que toman decisiones. Sin embargo, algo irreprimible en los "extranjeros ilegales"
se desborda por la orilla del crisol:

Lan Thiet Lu, de Vietnam del Norte: "Siento que pertenezco aquí. Quiero pertenecer aquí, sobre todo
porque ya no tengo a mi país.

Shunsuke Kurakata, de Japón, todavía no decide si buscará la ciudadanía norteamericana. "Todavía


no lo sé", dijo. "Todavía nada es real."

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Marcelino Castro, de México, aprendió una versión pasable de inglés y muestra cierto fatalismo por
su vida: "Ni modo", dice con aspereza, "¿qué podía hacer?", y describe sus problemas... Ahora desea empezar
su propio negocio y convertirse en ciudadano norteamericano. Ya posee dos televisores a color y un teléfono
inalámbrico, y es un ferviente seguidor de los Vaqueros de Dallas.

Los indocumentados hablan con una especie de ironía al mismo tiempo que acceden a su
homogeneización cultural, y se resisten a ella. La mujer vietnamita siente que pertenece a este país, pero nota
que no tiene otra opción ya que su país de origen ha desaparecido; el músico japonés considera a la posible
ciudadanía tan irreal que no puede decidirse a solicitarla; el mexicano posee un teléfono inalámbrico y
aplaude a los Vaqueros de Dallas, pero sólo habla un inglés pasable, condimentado con "ni modo". Aun
cuando se dirige a la apropiación, el indocumentado se muestra no asimilable, rechazando la rendición
absoluta de sus "diferencias".
En otra parte de la historia, es claro que el prejuicio del escritor y la resistencia del indocumentado se
combinan para enturbiar más las aguas claras de sumisión y asimilación. En este proceso contradictorio de
absorción y rechazo, el escritor no puede evitar ser complaciente con sus prejuicios: su vietnamita parece
inescrutable, su japonés, exitoso y su mexicano, fatalista — "Ni modo" — . En respuesta a los estereotipos
del escritor, el indocumentado obedece y se aparta, fluctúa y se entrelaza entre la asimilación y la resistencia.
Ni se quedan en donde estuvieron, ni se dejan absorber por completo en la clase media norteamericana
culturalmente transparente.
En términos más generales, las relaciones de raza en Norteamérica comprenden una mezcla de
esfuerzos de asimilación, prejuicio puro y contenido cultural que giran alrededor de un esfuerzo concertado
por mantener pura y en su lugar a cada cultura. Los miembros de los grupos raciales minoritarios reciben un
mensaje peculiar: o siguen a la corriente o se quedan en sus getos, barrios y reservaciones, pero no traten de
ser versátiles y culturales. En años recientes, las prácticas de dos filos de la dominación racial se mostraban
vívidamente en las serie muy famosa de televisión Miami Vice. Música de tono grave, escenas prolongadas
de persecución y esquemas de colores bien escogidos se combinan para crear un mundo de entretenimiento
sensual, violento y erótico donde las fuerzas amenazadoras andan sueltas. El espectáculo advierte a los
observadores que estén en guardia, y los urge a ser conscientes de la implosión del Tercer Mundo dentro del
primero.
A pesar de que la derecha radical se disfraza como la izquierda, Miami Vice se enmascara como un
paraíso de acción afirmativa con negros, latinos y blancos que juegan a los policías y ladrones, vigilando y
traficando drogas juntos. No obstante, el espectáculo enseña (o refuerza) las formas de prejuicio que los
públicos norteamericanos encontrarán muy útiles durante las próximas décadas (si las estadísticas actuales
demográficas son confiables). Un episodio tras otro, los personajes latinos estereotípicos abundan. En
diversos grados y combinaciones, se presentan como ostentosos, impulsivos, viles, perezosos y cobardes.
Miami Vice intenta, literal y figurativamente, arrestar y confinar la diversidad en vez de fomentar su valor.
Los "chicos buenos" de la película son miembros de una patrulla contra la corrupción, Crockett y
Tubbs. Son socios, pero más bien desiguales. Su relación constituye un juego de dominio racial y
subordinación, más sutil, aunque igual de degradante que aquella entre el Llanero Solitario y Toro. Durante
las temporadas de 1984-1986, el policía negro Tubbs actuó siempre con emoción exagerada; parecía
irracional y por lo tanto inferior. Su socio blanco, Crockett, siempre lo limitaba y guiaba; parecía racional y
por lo tanto superior. Durante 1986-1987, la irracionalidad pasó de Tubbs a Crockett. Sin embargo, en esta
ocasión, cuando el policía blanco actuaba como loco, su socio negro lo alentaba. Este minidrama fue una
versión desplazada entre una nana (Tubbs) y su niño amo (Crockett). A pesar de la inversión en la
irracionalidad, las líneas de dominio y subordinación entre los dos socios siguió constante. El policía blanco
sigue siendo "superior" a su socio negro.
Los problemas de contenido que penetran tanto en Miami Vice surgieron inesperadamente en un
artículo de un periódico local donde "la vida real" bajo un capitalismo avanzado, parece seguir a sus
precedentes de la televisión. La historia involucra un juego de estereotipos espaciales y raciales en el que el
Sur invade al Norte, Los Ángeles se infiltra en el Área de la Bahía, y los traficantes latinos de cocaína
infestan los barrios de la clase media.

Un círculo masivo de venta de cocaína se descubrió en Foster City la semana pasada; constituye un modelo de
las sofisticadas operaciones colombianas en el sur de California, aunque sólo recientemente se presentaron a
gran escala en el Área de la Bahía.
Se cree que este comercio al mayoreo de cocaína, firmemente establecido en el sur de California, se
desplaza hacia el norte.

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En un escenario típico, algunas personas en apariencia de clase media, en tanto indiscernibles —
mujeres de edad media desarmadas— se mudaron a un cómodo vecindario y rentaron un condominio, dejando
un depósito grande.
Sin embargo, dentro del condominio guardaban enormes cantidades de cocaína.

Es evidente que los colombianos socialmente invisibles, que quizá vivan en la casa de junto,
siembran el terror en las almas suburbanas cuyas percepciones se han moldeado por la realidad televisiva.
Al igual que los "extranjeros ilegales", los traficantes de cocaína colombianos no pueden contenerse
dentro de la visión de ciudadanía y asimilación de la sociedad dominante. Los inmigrantes que parecen
adaptarse mejor —traficantes de cocaína de Foster City— son en realidad los más ajenos y amenazantes.
"Contrario al estereotipo retratado en el espectáculo televisivo como Miami Vice —dice el reportero—, en
muchos casos los sospechosos conducen coches nuevos aunque no llamativos, y evitan exhibiciones de
armamento, exotismo o algo así." La realidad mundana se presenta más amenazante que la fantasía televisiva
que la documenta.
La visión de pesadilla de invasión desde el sur, y la amenaza de más hegemonía cultural latina, posee
una genealogía venerable. Ronald Reagan la revivió cuando habló sobre la proximidad nicaragüense al sur
de Texas; le proporcionó un nuevo impulso a la ley de inmigración; ayudó a la aprobación abrumadora de
California sobre la iniciativa "únicamente inglés"; documentó a Miami Vice. Las declaraciones celebradas
oficiales sobre la "década del hispano" apenas si escondía las ansiedades difusas sobre el impacto
amenazante de los cambios demográficos proyectados en la población latina de los Estados Unidos. Hasta
los planeamientos conservadores predicen, por ejemplo, que en veinte años la población de California será
del 40 por ciento de origen mexicano, 20 por ciento de otros no blancos, y 40 por cientos de blancos. Si estas
estadísticas son correctas, en dos décadas la mayoría dominante del estado se convertirá en su minoría
numérica.

NUEVOS SUJETOS DE ANÁLISIS

La ansiedad oficial sobre la creciente población latina oscurece las identidades culturales de los
llamados invasores. "Ellos" se transforman en hordas anónimas mestizas a punto de absorber a Los Angeles
y a otros centros metropolitanos estadunidenses. En versiones oficiales, los invasores mestizos no cargan con
la cultura, sino con la pobreza, drogas, analfabetismo y crimen. No obstante, ya debería ser claro que los
analistas sociales que estudian las relaciones desiguales, deben explorar tanto las formas dominantes como
las subordinadas de conocimiento. Debido a que la cultura y el poder siempre están jugando entre sí, los
analistas sociales han aprendido a inspeccionar no sólo lo que se dice, sino también quién habla con quién y
bajo qué circunstancias. Uno se pregunta, ¿qué tienen que decir de sí mismos los maleantes latinos
arruinados e ignorantes? ¿Se ven como hordas invasoras, atrapados "a medias", sin una cultura a la que
puedan llamar propia? ¿Cómo interpretan su estilo distintivo de conocedores de la calle?
Hagamos estas preguntas de El Louie, el protagonista del poema de José Montoya, que actualmente
tiene casi un estatus legendario entre sus lectores chicanos. Publicado a principios de 1970, el poema se pone
sentimental al retratar a un pachuco, un maleante chicano urbano que murió a finales de 1950. Poco después
de su publicación, el poema de Montoya ocasionó un debate extenso, que giró alrededor de cuestiones de
resistencia urbana auténtica, identidad, confusión y la degradación cultural de los miembros sin clase más
marginados. En las discusiones iniciales, la importancia cultural de El Louie fue víctima de las normas
clásicas, que por un lado le pedían ser un personaje más exaltado, y por la otra, que abarcara los valores de
una cultura auténtica primitiva.
Sin embargo, precisamente su estatus subordinado y su capacidad para combinar las culturas, hacen
de El Louie un personaje central en la renovación de la búsqueda de significado de los antropólogos. Desde
la perspectiva actual, El Louie requiere de una discusión como personaje travieso cuyas fantasías
extravagantes conjuntan cosas viejas en formas nuevas. Sus prácticas culturales distintivas personifican
cierto don chicano para la improvisación y recombinación dentro de una disposición de elementos culturales
disparatados a la que se ha llamado "transculturización". En el siguiente pasaje, por ejemplo, El Louie juega
lo que "nosotros", los adolescentes chicanos en Tucson durante finales de 1950, solíamos llamar "el papel":

En Sanjo lo verás
usando un gabán oscuro
representando en su fantasía
el papel de Bogart, Cagney
o Raft.

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***
Y Louie sí cumpliría
música melodramática, como en el
mono —itan tan tarán!— ¡Cruz
Diablo, El Charro Negro! Bogart
sonríe (¡su sonrisa es tan mortífera como
sus vaisas!) Sacaba papeles, hombre,
y nombres —como "Blackie," "Pequeño Louie..."
Ese, Louie...
¡Chale, hombre, llámame "Diamantes"!

El Louie busca la incongruencia de yuxtaposiciones improbables como Cagney y El Charro Negro,


Bogart y Cruz Diablo. Postmoderno para su época, el poema celebra el multiculturalismo en un texto
políglota que describe los elementos, anglo, chicano y mexicano bailando juntos. El resultado no es una
confusión de identidad, sino un juego que opera dentro de un repertorio cultural diverso, a la vez que lo
reconstruye. Los procesos creativos de transculturación se centran junto con las fronteras literales y
figuradas, donde la "persona" se entrecruza en identidades múltiples.
En Borderlands/La Frontera, una obra reciente escrita desde una perspectiva lesbiana chicana,
Gloria Anzaldua ha desarrollado más y transformado el personaje en las encrucijadas de una forma que
celebra el potencial de las fronteras para la apertura de nuevas formas de entendimiento humano. "La nueva
mestiza —dice—, se las arregla, creando una tolerancia a las contradicciones, una tolerancia a la
ambigüedad. Aprende a ser indígena en la cultura mexicana, a ser mexicana desde un punto de vista
norteamericano. Aprende a hacer malabares con la cultura. Tiene una personalidad plural, opera en un modo
pluralista... A nada echa fuera, al bueno, el malo o el feo; nada es rechazado ni abandonado. No sólo sostiene
contradicciones, sino que convierte la ambivalencia en algo más." Transformándose en una persona compleja
Anzaldua incorpora los elementos mexicano, indio y anglo al mismo tiempo que descarta la homofobia y
patriarcado de la cultura chicana. Al rechazar la "autenticidad" clásica de la pureza cultural, busca las
posibilidades múltiples de las fronteras. Separando y entretejiendo sus hilos traslapados, la identidad de
Anzaldua se hace más fuerte, no difusa. Argumenta que, debido a que los chicanos han practicado tanto el
arte de la combinación cultural, ahora "nosotros" estamos en una posición de convertirnos en líderes en las
nuevas formas de desarrollo de la creatividad cultural políglota. Según su punto de vista, la retaguardia será
la vanguardia.
Los personajes como El Louie y Gloria Anzaldua exigen un estudio más como sitios complejos de
producción cultural, que como representantes de una cultura homogénea y autónoma. Mediante la
reconstrucción del análisis social, esos personajes han recibido especial atención porque ahora "nosotros"
estamos preparados para estudiar las prácticas y procesos culturales de la mediación cultural. Un concepto
renovado de cultura, se refiera así no a una entidad unificada ("una cultura"), sino a las prácticas mundanas
de la vida cotidiana. "Nuestra" investigación ahora busca significados que sean más pragmáticos que
formales; se moldea más basándose en la semántica que en la sintaxis y gramática. Los etnógrafos buscan
menos las comunidades homogéneas que las zonas fronterizas dentro y entre éstas. Dichas zonas fronterizas
siempre están en movimiento, no paralizadas para la inspección.
En el mundo actual postcolonial, la noción de una cultura auténtica como un universo autónomo e
internamente coherente ya no es sostenible, excepto quizá como una "ficción útil" o una distorsión
reveladora. En retrospectiva, parece que sólo un esfuerzo disciplinario concertado podría mantener la débil
ficción de un todo cultural autónomo. La interdependencia global cada vez más creciente ha aclarado que ni
"nosotros" ni "ellos" estamos tan bien ligados, ni homogéneos como una vez fue el caso. El derrumbe del
mercado de valores en octubre de 1987, por ejemplo, fue global, no local. Las noticias de Tokio y Hong
Kong importaban igual que las de Nueva York y Londres. Del mismo modo, las ficciones latinoamericana y
africana influyen y están influenciadas por la producción literaria francesa y norteamericana. Todos nosotros
habitamos en un mundo interdependiente de finales del siglo veinte marcado por el prestar y pedir en las
porosas fronteras culturales y nacionales que están saturadas de desigualdad, poder y dominación.

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