Está en la página 1de 105

UNA VISIÓN CRISTIANA DE LA AUTOESTIMA

Michel Esparza

ÍNDICE

PRIMERA PARTE: LOS PROBLEMAS DEL YO

1) EL SER HUMANO EN BUSCA DE SU DIGNIDAD

Origen remoto de la soberbia

El orgullo es competitivo y cegador

Orgullo incluso en la vida cristiana

En la vida de cada uno

Tres estadios en la vida

2) PERSONALIDAD Y AFECTIVIDAD: INDEPENDENCIA Y DEPENDENCIA

La generosidad de dar y la humildad de recibir

Conjugar dependencia e independencia

Libertad interior y humildad

Afecto y desprendimiento

Las energías del corazón

Sensibles y fuertes

3) AUTOESTIMA HUMILDE U ORGULLOSA

Diversos enfoques de la autoestima

Dos posibles actitudes ante uno mismo

El orgullo pone en peligro la salud psíquica

4) LA HUMILDAD SE RIGE POR LA VERDAD


La humildad evita la arrogancia y el autorrechazo

El olvido de uno mismo y los autoengaños

La verdadera humildad y libertad del cristiano

SEGUNDA PARTE: POSIBLE SOLUCIÓN

1) QUERER, SABER Y PODER

Ir al fondo de los problemas

Una gracia que dignifica y sana

Los problemas de perseverancia

2) SóLO EL AMOR DE DIOS OFRECE SOLUCIONES ESTABLES

Toda una vida buscando lo que ya se tiene

¡Qué difícil es enfrentarse a la verdad sobre uno mismo!

El hijo mayor de la parábola

3) DIVERSAS MANIFESTACIONES DEL AMOR DE DIOS

Filiación divina

Amistad recíproca con Cristo

Valemos toda la sangre de Cristo

4) EL AMOR MISERICORDIOSO

¿Qué significa ser misericordioso?

Cristo revela la misericordia del Padre

¿Se puede estar orgulloso de la propia flaqueza?

Dos condiciones: amor recíproco y buena voluntad

Vida de infancia espiritual

Estupendas perspectivas de futuro

EPÍLOGO
INTRODUCCIÓN

Las intuiciones aquí recogidas son ante todo fruto de la experiencia. Estudio y reflexión fueron
posteriores. Esta experiencia es propia y ajena, ya que conversaciones con todo tipo de
personas durante los últimos diez años me han ayudado a matizar las intuiciones originales.

Este libro se dirige ante todo a cristianos corrientes que, a pesar de sus limitaciones, se afanan
día tras día por mejorar la calidad de su amor. También podrían ser útiles para personas menos
familiarizadas con la vida cristiana. ¿A quién no le interesa conocer algo capaz de
proporcionarle una paz interior estable, una autoestima sin engaños y una mejora notable de su
capacidad de amar? Mucho más si, viviendo inmerso en un mundo estresante en el que reina el
Prozac y otros psicofármacos, se da cuenta de que ya es hora de buscar una solución
alternativa. Pienso que la mejor publicidad para la vida cristiana consiste en mostrar que es
capaz de colmar los anhelos más profundos de todo corazón humano.
Al escribir estas líneas pienso de modo especial en personas que se desaniman fácilmente
cuando constatan sus fallos, ya sea en su vida cristiana, como en cualquier otro ámbito.
Observo que suelen ser personas de buen corazón, con cierta tendencia al perfeccionismo y,
por tanto, permanentemente insatisfechas o, al menos, nunca satisfechas del todo. Viven como
a disgusto consigo mismas porque no saben ser indulgentes con sus errores. Incluso sus
éxitos no logran compensar la negativa opinión que tienen de sí mismas. Convierten casi todo
lo que hacen en una obligación y dejan poco margen para disfrutar. Saben sufrir pero no saben
ser felices con lo que tienen: siempre ponen condiciones de futuro a su felicidad. Quisiera hacer
ver a esas personas que, en la vida cristiana al menos, sus imperfecciones y fracasos, lejos de
ser causa de agobio o de desaliento, podrían convertirse en motivo de agradecimiento. Quisiera
que comprendan lo contradictorio que es que uno se sepa realmente hijo de Dios y no viva en
paz consigo mismo.
A veces, cuando explico a esas personas que la vida cristiana — bien entendida, ya que a veces
tienen de ella una imagen algo deformada— puede ayudarles a asumir sus imperfecciones,
aportando así una buena solución a sus problemas de inseguridad, me piden que les aconseje
algún libro para profundizar en esas ideas. No sé bien qué aconsejarles, pues los libros que
conozco oscilan entre simples manuales de autoayuda y libros más profundos pero en los que
esta temática se toca sólo de modo colateral (pienso por ejemplo en la autobiografía de Santa
Teresa de Lisieux). Ésa es una de las razones por las que me he decidido a escribir estas líneas.

Como ya se indica en el título de este libro —La autoestima del cristiano—, nos manejamos
entre dos ámbitos: uno psicológico o antropológico y otro más espiritual. En la primera parte, se
abordan principalmente cuestiones de tipo antropológico, como la importancia de cultivar una
actitud positiva hacia uno mismo sin alejarse de la verdad, la afectividad y el desarrollo de la
personalidad. El análisis de los problemas derivados del orgullo nos permitirá ilustrar la
importancia que tiene la virtud de la humildad. La segunda parte del libro se centra más en la
espiritualidad cristiana como medio de solucionar de modo estable los problemas del yo.
Veremos que el Amor que Dios nos ha manifestado en Cristo es una premisa necesaria de cara
al desarrollo de una actitud ideal hacia uno mismo.
Empleo a propósito el término autoestima porque, hoy por hoy, resulta más comprensible para
el hombre de la calle. En su lugar, el mundo clásico se refería quizá a algo más profundo, como
es la virtud de la magnanimidad. Bajo el nombre de magnánimo, Aristóteles recogió el resultado
de la vida virtuosa, esto es, el modo de ser del hombre cabal que logra hacer propias las
virtudes de la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza[1]. Mientras el término humildad
hace pensar de modo inmediato en la virtud de no exagerar las propias cualidades, el término
autoestima hace resaltar la actitud positiva hacia uno mismo.

Al leer estas páginas, algunos se sentirán como retratados y otros pensarán que nada tiene que
ver con ellos. Hay en todo ello, sin embargo, un fondo que, en diferente medida, puede ser útil
para todos, puesto que nadie está exento de los problemas del yo. «Hay un vicio —escribe Lewis
a propósito del orgullo— del que ningún hombre del mundo está libre, que todos los hombres
detestan cuando lo ven en los demás y del que apenas nadie, salvo los cristianos, imagina ser
culpable. He oído a muchos admitir que tienen mal carácter, o que no pueden abstenerse de
mujeres, o de la bebida, o incluso que son cobardes. No creo haber oído a nadie que no fuera
cristiano acusarse de este otro vicio»[2].
En mayor o menor grado, todos tenemos que aprender a conciliar nuestra miseria con nuestra
grandeza por ser hijos de Dios. Se trata de compaginar dos aspectos: humildad y autoestima.
La humildad cristiana, bien entendida, los compagina. La humildad, afirma San Josemaría
Escrivá, «es la virtud que nos ayuda a conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra
grandeza»[3]. Con eso, todo está ya dicho. Se trata, sin duda, de una valiosa intuición. De todos
modos, es preciso desglosar su significado. Esa afirmación necesita una aclaración porque, a
primera vista, conciliar miseria y grandeza parece algo contradictorio. Habría que explicar por
qué humildad es dignidad.
Espero que estas páginas ayuden al lector a asimilar esa aparente contradicción: a entender y a
vivir el gozo de sentirse a la vez miserable pero inmensamente querido por Dios. Pienso que
«conocer, simultáneamente, nuestra miseria y nuestra grandeza» es la clave para vivir la
humildad cristiana, una de las virtudes más difíciles e importantes. Desarrollar y consolidar una
buena relación con uno mismo no es tarea fácil. Pero vale la pena intentarlo porque su
importancia es decisiva de cara a la felicidad que puede procurar el amor. En efecto, la
experiencia muestra que de esa sana autoestima depende nuestra paz interior y la calidad de
nuestras relaciones con los demás. Ya el viejo Aristóteles decía que para ser buen amigo de los
demás, es preciso ser primero buen amigo de uno mismo.

Hay personas a quienes les puede resultar extraño que se hable de la importancia de que nos
amemos a nosotros mismos, como si de algún tipo de egoísmo se tratase, algo en todo caso
incompatible con la idea que tienen de la virtud de la humildad. Sin embargo, la experiencia
muestra que este recto amor a uno mismo y el amor propio egoísta son inversamente
proporcionales. Como veremos, el individuo egoísta, en el fondo, más que amarse demasiado a
sí mismo, se ama poco o se ama mal. El individuo humilde, en cambio, tiene paciencia y
comprensión con sus propias limitaciones, lo cual le lleva a tener la misma actitud comprensiva
hacia las limitaciones ajenas. La relación equilibrada que mantiene el magnánimo consigo
mismo le confiere cierto señorío sobre las metas que acomete. No necesita lograr el éxito a
cualquier precio, pero mantiene siempre despierta la disposición a seguir mejorando.
Existe una estrecha relación entre ser amado, amarse a sí mismo y amar a los demás. Por una
parte, necesitamos ser amados para poder amarnos a nosotros mismos. Ver que alguien nos
ama, favorece nuestra autoestima. Por otra parte, existe una relación entre la actitud hacia
nosotros mismos y la calidad de nuestro amor a los demás. Para vivir en paz con los demás, es
preciso que vivamos primero en paz con nosotros mismos. Nada nos separa tanto de los
demás como nuestra propia insatisfacción. Es lógico que una actitud conflictiva hacia uno
mismo dificulte el buen entendimiento con los demás. En primer lugar, porque es difícil que
quien esté absorbido por sus propias preocupaciones preste atención a las preocupaciones
ajenas. En segundo lugar, porque quien está a disgusto consigo mismo se suele volver
susceptible con los demás. No es fácil soportar a los demás en momentos en los que uno ni
siquiera se soporta a sí mismo. La experiencia muestra que con frecuencia los mayores
criticones son aquellos que han desarrollado una actitud hostil hacia sí mismos.
Nada me ayuda tanto a valorarme como experimentar un amor incondicional. Si no, ¿cómo
podría yo amarme a mí mismo sabiendo que tengo tantos defectos? Quizá por eso anhelo ser
amado de modo incondicional. Y es que los complejos, tanto de inferioridad como de
superioridad, deterioran mi paz interior y mis relaciones con los demás, y sólo desaparecen en
la medida en que amo a alguien que me ama tal como soy. Pero ¿podría yo recibir de una
criatura un amor estable e incondicional? ¿No es acaso Dios el único capaz de amarme de ese
modo? Sin duda, el amor humano es más tangible, pero de una calidad muy inferior a la del
amor divino. En el amor de una buena madre, por ejemplo, encuentro destellos de ese amor
divino. Pero mi madre no puede estar toda mi vida a mi lado, ni es capaz de mostrarse siempre
benévola hacia cada uno de mis defectos. El amor de mis padres o de buenos amigos me
ayuda a asegurar mis primeros pasos en la vida, pero la experiencia me muestra que ese amor,
a la larga, resulta insuficiente.
En definitiva, puesto que no somos capaces de amar de modo plenamente estable e
incondicional, concluiremos que el desarrollo de nuestra capacidad afectiva depende, en última
instancia y de modo decisivo, del descubrimiento del amor de Dios. Para poder amarnos a
nosotros mismos tal como somos, sin ningún tipo de engaño fraudulento, necesitamos
descubrir las ventajas que tiene nuestra propia flaqueza de cara a un Amante misericordioso.

Ningún progreso espiritual es posible sin la ayuda de la gracia divina. Juan Pablo II, en su Carta
apostólica al comienzo del tercer milenio, recuerda este «principio esencial de la visión cristiana
de la vida: la primacía de la gracia»[4]. Todo es gracia, pero comprender y vivir el humilde
orgullo de los hijos de Dios lo es, por así decir, todavía más. Y es que la humildad cristiana
supone un cambio de mentalidad tan profundo y radical, que sólo es posible como
consecuencia de una estrecha colaboración entre la gracia de Dios y la libertad del interesado.
Se trata de una progresiva y misteriosa transformación interior, al calor de la gracia y, a veces,
en medio de circunstancias vitales particularmente dolorosas, que hacen que el alma esté
especialmente receptiva a las mociones divinas.
Como para todo en esta vida, para poder avanzar en este progresivo abandono de la propia
estima en las manos de Dios, hace falta querer, saber y poder: buena voluntad, formación y
capacitación. La ayuda divina facilita las tres cosas: fortalece nuestra voluntad, ilumina nuestro
entendimiento y cura nuestra incapacidad. «Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar»,
escribe San Pablo[5]. Pero Dios, que tanto respeta nuestra libertad, quiere siempre contar con
nuestra colaboración: con nuestro empeño por mejorar y por aprender a ser humildes. Si me he
decidido a poner por escrito estas intuiciones, es porque espero que faciliten la insustituible
acción de la gracia de Dios en el alma de cada uno de los lectores.
Para que este libro resulte asequible a todo tipo de personas, he incluido anécdotas y pasajes
procedentes de novelas o de autores especialmente amenos como Clives Staples Lewis. El
autor más citado será Juan Pablo II. Por lo demás, los santos que más saldrán a colación serán
Teresa de Lisieux (proclamada Doctora de la Iglesia en 1997) y Josemaría Escrivá de Balaguer
(proclamado santo en 2002), en razón de una deuda de gratitud que tengo hacia ambos.

Logroño, 7 de febrero de 2006

PRIMERA PARTE: LOS PROBLEMAS DEL YO

1) El ser humano en busca de su dignidad

El orgullo es un problema universal que no se resuelve mientras cada uno de nosotros no


reconozca que está personalmente implicado en el asunto. «Si alguien quiere adquirir la
humildad —afirma Lewis—, creo que puedo decirle cuál es el primer paso. El primer paso es
darse cuenta de que uno es orgulloso. Y este paso no es pequeño. Al menos, no se puede hacer
nada antes de darlo. Si pensáis que no sois vanidosos, es que sois vanidosos de verdad»[6].

El problema más fundamental en el hombre consiste en no saber asumir sus carencias. Ante la
propia limitación caben tres actitudes posibles:
a) no aceptarla y hacerse creer que no existe o que se podrá resolver con mero
esfuerzo (optimismo ingenuo o soberbia clásica),
b) exagerar la propia flaqueza y caer en una especie de complejo de inferioridad
(pesimismo radical o falsa modestia)
c) y, por último, reconocer la propia limitación y buscar pacíficamente los medios para
solucionarla (humildad). Las dos primeras actitudes se derivan del orgullo y se alejan de la
verdad. La humildad, en cambio, es la única actitud realista y verdadera.

Vale la pena afrontar los problemas del yo, porque son la fuente de muchos quebraderos de
cabeza. Casi todos los disgustos provienen de buscar una complacencia para el propio yo. Y la
soberbia no genera sólo falta de paz interior, sino que enturbia también las relaciones con los
demás. «Los cristianos tienen razón: es el orgullo el mayor causante de la desgracia en todos
los países y en todas las familias desde el principio del mundo. Otros vicios pueden a veces
acercar a las personas: es posible encontrar camaradería y buen talante entre borrachos o entre
personas que no son castas. Pero el orgullo siempre significa enemistad: es la enemistad. Y no
sólo la enemistad entre hombre y hombre, sino también la enemistad entre el hombre y Dios»[7].
Por desgracia, las consecuencias de la soberbia son patentes y, a veces, graves. En un relato
sobre horribles situaciones en África, en el que se sacan a colación las terribles matanzas entre
miembros de distintas tribus de Ruanda, pregunta un niño: «¿Y por qué se odian tanto?». A lo
que una persona mayor responde: «Muy buena pregunta, y te aseguro que si alguien conociera
la respuesta, tendría la respuesta a todas las preguntas. Quizá se odian porque siendo iguales
se empeñan en querer ser diferentes»[8].
¿De dónde proviene tanta miseria? El origen de la soberbia es remoto. Viene de muy lejos, tanto
en la historia de la humanidad, como en la vida de cada uno de nosotros. Es un problema con el
que nacemos todos y que se puede agravar desde nuestra tierna infancia.

Origen remoto de la soberbia

Según la Revelación cristiana, la soberbia está presente desde los albores de la historia de la
humanidad. Si Dios no nos lo hubiese revelado, lo podríamos intuir racionalmente. Es como un
rompecabezas en el que falta un dato y, cuando te lo dan, todo cuadra. En esta línea, autores
como Santo Tomás de Aquino y Newman afirman que se puede mostrar que los defectos que
constatamos actualmente en nuestra naturaleza tienen que provenir de un pecado al
principio[9].
El hecho es que, a causa del pecado original, el hombre quedó separado de Dios. En vez de
dejarse engrandecer por su Creador, prefirió independizarse y buscar su propia excelencia.
Como criatura, el hombre es necesariamente un ser limitado, pero es la «única criatura que Dios
ha amado por sí misma»[10], y fue creado a imagen y semejanza de Dios[11], con un alma
inmortal capaz de recibir los dones divinos. La estructura de la persona humana puede ser
comparada con un edificio en cuya terraza se podría seguir construyendo hasta el cielo: hasta
Dios. Como simple ser humano, el hombre no vale gran cosa, pero Dios le destinó a ser
libremente enaltecido por medio de un don que le diviniza: el don de la filiación divina. Si el
hombre emplea bien su libertad y acepta la oferta divina, recibe la mayor dignidad que se pueda
concebir: la dignidad de los hijos de Dios.
Desgraciadamente, nuestros primeros antecesores rechazaron la propuesta divina. Desde ese
desgarrón original, el hombre anda como loco buscando su dignidad perdida. Lo que dio lugar al
primer pecado de la historia, la lúcida soberbia, se ha instalado en nuestra naturaleza. Y todos
los pecados posteriores no han hecho más que agravar la situación. Uno diría que las heridas
del pecado terminan anclándose en los genes, en los hábitos y en las neuronas...

¡Cuánto dolor trae consigo el pecado! No hay ni un solo pecado que no acarree sufrimiento,
propio o ajeno. El estado en el que ha quedado la humanidad como consecuencia del pecado es
realmente penoso. No nos damos cuenta porque estamos acostumbrados a ello. Pero si
pudiésemos visitar un planeta en el que también hubieran sido puestos los hombres y en el que
no hubiera habido pecado, el gran contraste que apreciaríamos nos abriría los ojos. Allí, todos
se parecerían a la Virgen María. Y, al volver a esta tierra, suplicaríamos con vehemencia a Dios
que nos enviase un Redentor.

Afortunadamente, eso ya ha sucedido. Hace veinte siglos, en la plenitud de los tiempos, Dios se
compadeció de nuestra miseria y su Hijo se hizo hombre para redimirnos. La redención operada
por Cristo nos ha obtenido una gracia capaz de curar las secuelas del pecado y de devolvernos
la dignidad de hijos de Dios. La salvación que nos brinda Jesucristo supone, pues, la mejor
medicina para nuestra miseria y la posibilidad de recuperar la dignidad original.

Pienso que los cristianos no se detienen lo suficiente a meditar esta maravillosa promesa de
Cristo. «El Hijo Unigénito de Dios —enseña Santo Tomás de Aquino—, queriendo hacernos
partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre,
hiciera dioses a los hombres»[12]. ¡Nos quiere divinizar! Si no nos asombramos más ante esta
maravilla, es quizá porque no lo tomamos en sentido realista. Hablando de esas promesas,
escribía San Pedro que el Verbo se encarnó para hacernos «partícipes de la naturaleza
divina»[13]. Uno de los Padres de la Iglesia que más claro lo afirma es San Atanasio: «Porque el
Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios»[14]. No entendemos cómo es posible
endiosar a un hombre, pero si Dios se hizo verdadero hombre sin dejar de ser Dios, bien puede
suceder lo contrario.
Aquí está la clave para solucionar todos los problemas que aparecerán a lo largo de estas
páginas. No es lógico que quien sea consciente de su filiación divina en Cristo, se siga
preocupando por su propia dignidad. «Entre los defectos de un ser creado a imagen de Dios y
llamado a una divinización progresiva, no hay ninguno peor que éste: la negación de su propia
dignidad»[15].

«Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes», escribía el Apóstol Santiago[16].
Puesto que Dios siempre respeta nuestra libertad, la acción de su gracia redentora no es
automática. Para que surta efecto, tenemos que desandar progresivamente el camino recorrido,
abdicando de nuestra autosuficiencia, muriendo a nosotros mismos para poder vivir en Él. Ya
en el Bautismo morimos a nosotros mismos y resucitamos con Cristo a una vida nueva. Pero
no basta con el Bautismo: ese germen de vida sobrenatural tiene que desarrollarse con nuestra
colaboración. Cristo espera que participemos activamente, con humildad y empeño, en la
transformación interior que su gracia opera en cada uno de nosotros. Como afirma Juan Pablo
II, el cristiano «debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe "apropiarse" y asimilar
toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo»[17]. Sin una
progresiva y sincera conversión interior, no se curan en el cristiano las huellas del pecado.
«Cristo debe entrar en su yo para liberarlo del egoísmo y del orgullo»[18]. El orgullo está
profundamente anclado en el corazón humano. Por tanto, para compensar esa realidad, es
preciso que, de modo progresivo, la conciencia de nuestra filiación divina hunda sus raíces en lo
más profundo de nuestro ser. Como iremos viendo a lo largo de estas páginas, la herida del
orgullo es la fuente de casi todas nuestras desgracias, y el hondo sentido de nuestra filiación
divina en Cristo es el antídoto ideal.

El orgullo es competitivo y cegador

Si el hombre desconoce o, por autosuficiencia, rechaza la dignidad de hijo de Dios que le brinda
Cristo, queda atrapado en las redes de su orgullo. Y lo peor que tiene el orgullo es que es
insaciable y competitivo. «El orgullo de cada persona —escribe Lewis— está en competencia
con el orgullo de todos los demás. Es porque yo querría ser el alma de la fiesta por lo que me
molestó tanto que alguien más lo fuera. Dos de la misma especie nunca están de acuerdo. Lo
que es necesario aclarar es que el orgullo es esencialmente competitivo —es competitivo por su
naturaleza misma—, mientras que los demás vicios son competitivos sólo, por así decirlo, por
accidente. El orgullo no deriva del placer de poseer algo, sino sólo de poseer algo más de eso
que el vecino. Decimos que la gente está orgullosa de ser rica, o inteligente, o guapa, pero no es
así. Cada uno está orgulloso de ser más rico, más inteligente o más guapo que los demás. Si
todos los demás se hicieran igualmente ricos, o inteligentes o guapos, no habría nada de lo que
estar orgulloso. Es la comparación lo que nos vuelve orgullosos: el placer de estar por encima
de los demás. Una vez que el elemento de competición ha desaparecido, el orgullo desaparece.
Por eso digo que el orgullo es esencialmente competitivo de un modo en que los demás vicios
no lo son. El impulso sexual puede empujar a dos hombres a competir si ambos desean a la
misma mujer. Pero un hombre orgulloso os quitará la mujer, no porque la desee, sino para
demostrarse a sí mismo que es mejor que vosotros. La codicia puede empujar a dos hombres a
competir si no hay bastante de lo que sea para los dos, pero el hombre orgulloso, incluso
cuando ya tiene más de lo que necesita, intentará obtener aún más para afirmar su poder. Casi
todos los males del mundo que la gente atribuye a la codicia o al egoísmo son, en mucha mayor
medida, el resultado del orgullo»[19].

La soberbia, por ser esencialmente competitiva e insaciable, engendra envidia e insatisfacción.


Si no se corrige a tiempo, la envidia genera todo tipo de tensiones. Lo vemos con frecuencia en
la sociedad actual, donde «no se trata de ser competente, sino de ser competitivo. No basta con
ser rico: tengo que serlo más que mi cuñado. Lo importante no es escribir un buen libro, lo
importante es que se venda más que el anterior. Tengo prestigio, sí, pero todavía no el
suficiente. Mi carrera profesional es bastante brillante, pero aún me falta mucho para llegar a la
cima»[20]. Conocí a una persona que nunca conseguía calmar su insatisfacción profesional.
Llevaba ya cursadas seis carreras universitarias. En cuanto conseguía un puesto laboral, por el
que había luchado durante años, lo abandonaba para aspirar a otro.
Los peligros de la soberbia no sólo se derivan de ser esencialmente competitiva, sino también
de ser cegadora. La soberbia pone gafas que distorsionan la realidad, de modo que, si falta
autocrítica, uno ni siquiera se percata de ello. Es como un virus que se introduce en lo más
recóndito y que no suele ser combatido porque el interesado no es consciente de estar
infectado. Y es que la soberbia tiende a presentarse de forma más retorcida que otros vicios.
«Se cuela —observa un agudo pensador— por los resquicios más sorprendentes de la vida del
hombre, bajo apariencias sumamente diversas. La soberbia sabe que si enseña la cara, su
aspecto es repulsivo, y por eso una de las estrategias más habituales es esconderse, ocultar su
rostro, disfrazarse. Se mete de tapadillo dentro de otra actitud aparentemente positiva, que
siempre queda contaminada»[21]. La soberbia se puede disfrazar de lo más noble: de sabiduría,
de coherencia con uno mismo, de apasionado afán de hacer justicia, de afán de defender la
verdad, de espíritu de servicio, de generosidad... Cualquier anhelo humano puede estar viciado
por el yo.

La soberbia introduce un elemento de falsedad tanto en la percepción de uno mismo, como en


la percepción de los demás y de Dios. Siendo a la vez cegadora y competitiva, la soberbia lleva
a ver a los demás como potenciales rivales que ponen en peligro la propia excelencia. Se les
proyecta así el propio afán de querer ser el mejor. Los demás se convierten en contrincantes o,
lo que es peor, aparecen como tiránicos dominadores que amenazan con subyugar la propia
independencia.
Ese mecanismo de autoproyección es especialmente nefasto de cara a Dios. El hombre
orgulloso prefiere jugar el papel de rey, aunque sólo sea en el reino de su propia miseria. Se
vuelve competitivo y desconfiado incluso de cara a su Creador. Cae así en una especie de
megalomanía, creyéndose capaz de igualar a Dios. De este modo, aunque con menor lucidez,
sucumbe ante la misma tentación que nuestros primeros padres. «Desde el momento en que
tenemos un ego —explica Lewis—, existe la posibilidad de poner a ese ego por encima de todo
—de querer ser el centro— de querer, de hecho, ser Dios. Ese fue el pecado de Satán: y ese fue el
pecado que él enseñó a la raza humana. [...] Lo que Satán puso en la cabeza de nuestros
antepasados remotos fue la idea de que podían "ser como dioses", que podían desenvolverse
por sí solos como si se hubieran creado a sí mismos, ser sus propios amos, inventar una
especie de felicidad para sí mismos fuera de Dios, aparte de Dios. Y de ese desesperado
intento ha salido casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición,
la guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia del
hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz»[22]. A la larga, en efecto,
el orgullo siempre resulta ser el peor de los vicios y la humildad la más importante de las
virtudes morales.
Piensa el ladrón que todos son de su condición. Desgraciadamente es bastante común
proyectar sobre los demás la propia miseria. Si la criatura proyecta sobre Dios su propia
soberbia, es posible que, como al principio de la historia, se rebele contra su Creador. Éste
quiere ser ante todo un padre amantísimo, pero la criatura le convierte en una especie de
déspota celoso por custodiar su supremacía. Según Juan Pablo II, este mecanismo explica el
origen del ateísmo, como reacción del hombre que huye ante la imagen falsa de Dios que se ha
forjado. Su soberbia le lleva a cambiar la actitud padre-hijo que Dios siempre quiso, en una
relación amo-esclavo: «Los "rayos de paternidad" encuentran una primera resistencia en el dato
oscuro pero real del pecado original. Esta es la verdadera clave para interpretar la realidad. El
pecado original no es sólo la violación de una voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre
todo, de la motivación que está detrás. La cual tiende a abolir la paternidad, destruyendo sus
rayos que penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor, y
dejando la sola conciencia de amo y esclavo. Así, el Señor aparece como celoso de su poder
sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el hombre se siente inducido a la lucha
contra Dios. Análogamente a cualquier época de la historia, el hombre esclavizado se ve
empujado a tomar posiciones en contra del amo que le tenía esclavizado»[23].

Orgullo incluso en la vida cristiana

No todos los que tienen esa falsa imagen de Dios se rebelan contra Él. Otros no le abandonan,
pero se le someten con mentalidad de esclavos: cambian el temor filial —miedo a herir el gran
amor de su Padre Dios, que no excluye el temor reverencial o actitud de profundo respeto ante
lo divino—, por un temor servil. Se limitan a cumplir sus deberes religiosos por temor a ser
castigados. Temen caer en desgracia ante un Dios al que ven ante todo como dominador. Este
temor servil proviene de haber empequeñecido el Amor de Dios. San Josemaría Escrivá
acostumbraba a decir que no entendía otro temor de Dios que no sea el del hijo que sufre
porque ha disgustado a su padre. Si uno interioriza con hondura la realidad de la filiación divina,
si uno es consciente de la cercanía constante y solícita de Dios, «ya no hay espacio para la
actitud fría y encogida, entre farisaica y puritana, que reduce la religiosidad a un mero intentar
estar en regla con un Dios de la severidad. Ni tampoco para la superficialidad o rutina en el trato
con Dios»[24].
Detrás de actitudes religiosas de corte escrupuloso y perfeccionista, encontramos siempre una
mezcla explosiva de buena voluntad, amor propio y temor servil. En cambio, quien se sabe hijo
de tan buen padre, sólo teme herir el amor de éste. El temor excluye el amor: «quien teme no es
perfecto en la caridad», sentencia San Juan[25]. «Para nosotros —escribe San Hilario—, el temor
de Dios radica en el amor»[26]. Más que temer a Dios, habría que temerse a sí mismo, pues, si
uno hace mal uso de su libertad, se priva del regalo eterno que Dios le quiere otorgar.

Dan mucha pena esos malentendidos que provienen de empequeñecer el Amor de Dios. Una
malsana relación del cristiano consigo mismo deteriora su relación con Dios y puede dar lugar a
todo tipo de quebraderos de cabeza. Hay quienes se agobian tanto en su lucha por mejorar, que
prefieren cruzarse de brazos. Otros luchan, pero lo hacen de modo perfeccionista. El orgullo
inspira su lucha y hace que ésta esté ante todo motivada por un afán obsesivo de estar en regla
con Dios. «Cuando pienso en el reino de Dios —escribe Henri Nouwen—, en seguida me viene a
la mente la idea de Dios como guardián de un enorme marcador celestial, y siempre temo no
llegar a la puntuación necesaria. Pero cuando pienso en la bienvenida de Dios al mundo,
descubro que Dios ama con un amor divino, un amor que da a cada hombre y a cada mujer su
unicidad sin establecer nunca comparaciones»[27].
El Amor de Dios puede liberarnos de nuestra miseria, pero, para quien no lo entiende de modo
correcto, podría convertirse incluso en un peso sobreañadido. En el fondo, que nuestras
acciones ofendan a Dios conlleva algo muy positivo: que nos ama. «La evidencia de que
nuestras acciones puedan ofenderle —afirma Mons. Javier Echevarría— presupone que el Señor
nos ama [...]. Más aún —así lo dice el libro del Éxodo—, es un Dios que se alegra con nuestro
cariño y al que le duele nuestro desamor»[28]. Y Dios no nos ama porque lo merezcamos, sino
porque Él es bueno. «El Amor de Dios es un amor que ninguno merece, ni siquiera el más bueno
de nosotros. Es un amor gratuito»[29]. El Amor de Dios siempre precede al nuestro. No espera
que demos la talla. Espera más bien que abdiquemos de nuestra autosuficiencia y aceptemos
su Amor. Dios es como un profesor que, de entrada, nos pone matrícula. De nada sirve, por
tanto, hacer trabajos extra con el propósito de subir nota. Somos sus hijos y nos ama tal como
somos. Si nos invita a mejorar, es por nuestro propio bien, y no porque así consigamos que Él
nos ame más. Dios quiere que le correspondamos porque sabe que seremos felices en la
medida en que nos unamos amorosamente a Él.
Sabiendo que Dios me ama tal como soy, seré capaz de hacer las cosas sólo por Él, sin buscar
mi propio provecho. Me da así la clave de la rectitud de intención. Al liberarme de mí mismo, me
hace capaz de hacerlo todo por amor a Él y a los demás. Lo haré ante todo por Él, ya que, si bien
a Él nada le falta, habiéndome creado por amor, se podría decir que lo único que le “falta” es mi
amor. Quiere que yo le agrade correspondiendo a su Amor, pues tiene puestas sus
complacencias en mí. Este amor recíproco culminará en el Cielo con una sempiterna unión
amorosa.

Cuando falta esa rectitud de intención, el orgullo, de modo solapado, puede desvirtuar el ideal
cristiano de la santidad. Ésta no consiste en una perfección a secas, sino en una perfección de
amor, en un empeño eficaz por contentar al Señor, que lleva tanto al esfuerzo heroico por
mejorar, como a la humildad de dejarse querer en las propias carencias. La santidad no es una
plenitud que adquirimos por nuestra cuenta. Es más bien un vacío que descubrimos y
aceptamos, y que Dios llena en la medida en que nos abrimos a su plenitud. «Ciertamente el
quid de la santidad es cuestión de confianza: lo que el hombre esté dispuesto a dejar que Dios
haga en él. No es tanto el yo hago, como el hágase en mí»[30]. No se trata de una actitud
meramente pasiva, sino de una cooperación activa con el Espíritu Santo, cuya gracia nos
santifica transformándonos interiormente. De la Virgen María, la criatura más santa que haya
existido jamás, aprendemos esa actitud de libre confianza y entrega. Su «hágase en mí según tu
palabra»[31] es la expresión más sublime de rendición amorosa al querer divino. No es de
extrañar que el Señor haya podido —¡y pueda!— obrar maravillas en Ella y a través de Ella[32].
En cambio, el empeño del cristiano orgulloso por mejorar, en vez de estar motivado por el deseo
de agradar a Dios, hunde sus raíces en el afán de demostrarse a sí mismo que es bueno. En el
fondo, ese empeño encubre un yo insatisfecho. El amor propio siempre exige grandes
sacrificios, pero nunca está satisfecho del todo. Es como una voz interior que nos reprende al
mínimo fallo, como un aguafiestas que no para de incordiarnos por dentro. A causa de esa
insatisfacción el cristiano puede volverse rigorista, olvidando que «el cristiano no es un
maníaco coleccionador de una hoja de servicios inmaculada»[33]. A propósito de un caso
extremo, se dice en una novela: «Es un religioso que jamás perderá una hora de oración, que
jamás infligirá un precepto, que jamás discutirá una orden. Es un religioso perfecto para hacer
carrera [...]. Sin embargo, es un hombre que no tiene corazón. En su lugar está la ley y,
camuflada bajo ella, la ambición, una terrible, devoradora ambición»[34].

Lo mejor puede encubrir lo peor. «Es terrible —afirma Lewis— que el peor de todos lo vicios
pueda infiltrarse en el centro mismo de nuestra vida religiosa. Pero podemos comprender por
qué. Los otros, y menos malos, vicios, vienen de que el demonio actúa en nosotros a través de
nuestra naturaleza animal. Pero ése no viene de nuestra naturaleza animal en absoluto. Éste
viene directamente del infierno. Es puramente espiritual, y en consecuencia, es mucho más
mortífero y sutil. Por la misma razón, el orgullo puede ser a menudo utilizado para combatir los
vicios menores. Los maestros, de hecho, a menudo acuden al orgullo de los alumnos, o, como
ellos lo llaman, a la estimación que sienten por sí mismos, para impulsarles a comportarse
correctamente: más de un hombre ha superado la cobardía, la lujuria o el mal carácter
aprendiendo a pensar que estas cosas no son dignas de él... es decir, por orgullo. El demonio se
ríe. Le importa muy poco ver cómo os hacéis castos y valientes y dueños de vuestros impulsos
siempre que, en todo momento, él esté infligiendo en vosotros la dictadura del orgullo... del
mismo modo que no le importaría que os curasen los sabañones si se le permitiera a cambio
infligiros un cáncer»[35].
Nunca se hablará lo suficiente de la importancia que tiene la humildad en la vida cristiana. Esta
virtud es condición necesaria de fecundidad sobrenatural. Sin ella, el Señor no se puede lucir: es
como si le atásemos las manos. En cambio, si reconocemos nuestra indigencia, le
permitiremos a Él poner todo lo que nos falte.
El orgullo puede corromper las mejores aspiraciones, pero esto no es excusa para desistir del
deseo de perfección. Es mejor aspirar a la santidad de modo incorrecto, que cruzarse de brazos.
Se trata más bien de purificar esas aspiraciones, de intentar superar ese estadio imperfecto del
amor. En la lucha por la santidad, todo esfuerzo es poco, pero es preciso realizarlo con esa gran
paz interior propia de quien busca ante todo agradar a un Padre tan bueno. Es preciso
abandonar confiadamente en manos de Dios la propia perfección. Decía Santa Teresa de
Lisieux que el Señor le había enseñado a no hacer recuento de sus actos virtuosos. Se trataba
más bien de intentar convertir cualquier circunstancia diaria, por muy pequeña que fuese, en
ocasión de amarle. «Tu Teresa —escribe a una de sus hermanas— no se encuentra en este
momento en las alturas, pero Jesús le enseña a sacar provecho de todo, del bien y del mal que
halla en ella. Le enseña a jugar a la banca del amor, o, mejor, él juega por ella sin decirle cómo
se las arregla, pues eso es asunto suyo y no de Teresa. Lo único que ella tiene que hacer es
abandonarse, entregarse sin reservarse nada para sí, ni siquiera la alegría de saber cuánto rinde
su banca»[36].

En la vida de cada uno

El origen de la soberbia no es sólo remoto en la historia de la humanidad. También en la vida de


cada adulto, el amor propio viene de lejos. Las carencias en nuestra naturaleza pueden ser
agravadas por circunstancias vitales desfavorables y por los propios pecados.

Cuando el niño comienza a discurrir, comienza a percatarse de su propia indigencia, pero no es


aún capaz de racionalizarla: no es consciente de la inalienable dignidad que le corresponde
como ser humano. En la medida en que sus padres no le hagan ver que lo vale todo a los ojos
de Dios y que, en su lugar, ellos le aman tal como es, el niño tenderá a llamar la atención, a
querer ser el centro del universo. Si los padres descuidan a sus hijos, comienzan las
inseguridades y se incoan los dramas posteriores. A veces, los adultos no se dan cuenta de que
pueden provocar en el alma de sus hijos pequeños heridas que les duran de por vida. Cuando
veo a hermanos que, tras la muerte de sus padres, se pelean con motivo de la herencia, pienso
que la razón profunda de esos enfrentamientos habría que buscarla en una larga historia de
orgullo herido desde la infancia.
¡Qué difícil es educar bien! Más que una ciencia, es un arte. ¡Cuántos padres transmiten sus
propios defectos a sus hijos! En la educación de los niños, al mismo tiempo que se les
encarece a portarse bien, no hay nada tan importante como enseñarles a amar sus propias
limitaciones. Habría que mostrarles que se les quiere de modo incondicional, esto es, por lo que
son, y no por lo que tengan, sepan o consigan realizar: ¡que se les ama tal como son! No hay
nada tan corriente y tan peligroso como el chantaje afectivo: mostrar a un niño que se le quiere
en la medida en que se comporte conforme a los gustos de los mayores. ¡Qué importante es
que nos enseñen desde pequeños a hacer el bien por amor, porque nos da la gana tratar bien a
los demás, y no porque éstos nos dictaminen el modo de comportarnos a cambio de su aprecio!

En la misma línea, a la hora de educar a alguien en el deseo de perfección, si se pierde de vista


la importancia de que se acepte tal como es, se le podría inducir a alimentar un falso yo irreal.
Sin una actitud de humilde autoestima, el sujeto en cuestión vivirá de acuerdo a ese falso yo
idealizado. Tendrá entonces tendencia a imitar a un personaje ideal, que no es, mientras
reprime todo lo personal porque contrasta con ese yo idealizado.

Sirva de ilustración un pasaje de una novela en la que la protagonista, rememorando la mala


relación que tuvo con su madre, escribe: «Yo era muy diferente a ella y ya a los siete años, una
vez superada la dependencia de la primera infancia, empecé a no soportarla. Sufrí mucho por
su causa. Todo el tiempo estaba agitada y siempre se trataba únicamente de motivos externos.
Su presunta perfección me hacía sentir que yo era mala, y la soledad era el precio de mi maldad.
Al principio incluso hacía intentos de ser como ella, pero eran intentos desmañados que
siempre fracasaban. Cuanto más me esforzaba, más destrozada me sentía. Renunciar a uno
mismo lleva al desprecio. Del desprecio a la rabia el paso es corto. Cuando comprendí que el
amor de mi madre era un asunto relacionado con la mera apariencia, con cómo tenía que ser yo
y no con cómo era realmente, en el secreto de mi cuarto y en el corazón comencé a odiarla»[37].
Si no aprenden algo tan importante en el ambiente familiar, mucho menos lo aprenderán fuera
de casa. En efecto, cuando comienzan a ir a la escuela, se topan con la ley de la jungla: el que
chille más o el más atrevido de todos se convierte automáticamente en el jefe. Según su
carácter, unos acentúan su arrogancia y se autoconfirman humillando a los demás; otros, como
mecanismo de autodefensa, acentúan su timidez e intentan autoafianzarse a través de éxitos
escolares. Los introvertidos se aíslan y tienen pocos amigos; los arrogantes, en cambio, llevan
la voz cantante en su pandilla y, para no perder su prestigio, se ven obligados a comportarse de
modo cada vez más excéntrico. Por tanto, una misma falta de autoestima hace que unos se
vuelvan arrogantes y otros retraídos.

Tres estadios en la vida

El camino ordinario para tomar conciencia de la propia valía es a través de personas a las que
tenemos en alta estima, quienes, al juzgarnos, nos inducen a formarnos una idea sobre
nosotros mismos. Hay autores que hablan al respecto de interlocutores relevantes[38].
Podemos distinguir tres tomas de conciencia de uno mismo a lo largo de la vida: en la infancia,
en la adolescencia y en la madurez. En la infancia los interlocutores relevantes suelen ser los
padres. Al llegar a la edad de razón, el niño se percata de la propia indigencia y se acoge al
parecer de sus padres para saber lo que vale. La pubertad suele traer un período difícil pero
necesario, en que la persona empieza a buscar su propia identidad con independencia de sus
padres.

En la adolescencia, aproximadamente entre los trece y los veinte años, los interlocutores
relevantes suelen ser los amigos y la persona de la que uno se enamora. El adolescente se da
cuenta de que tiene que saber por sí mismo lo que vale, pero no lo suele lograr y, para valorarse,
sigue dependiendo de la opinión de quienes más admira. Si aprende a no hacer comedia, a
defender sus propias opiniones, y sabe rodearse de buenos amigos —esto es, de personas que
le valoran por lo que es y no por lo que él les pueda aportar—, todo va bien. Pero si en vez de ser
auténtico y de rodearse de buenos amigos, no se atreve a mostrarse tal como es y se codea
con colegas desaprensivos, entonces su mimetismo de adolescente puede tener
consecuencias funestas.
Actualmente, muchos adolescentes, para no sentirse desplazados, imitan cualquier
comportamiento que esté de moda. Eso, en ambientes escasos de valores, puede tener efectos
autodestructores. «La sobreprotección que recibieron en la infancia se traduce ahora en
debilidad afectiva. Los jóvenes de la Generación X son propensos a la depresión y buscan
muchas veces la afectividad perdida en la promiscuidad sexual, aliada inevitablemente con el
miedo al SIDA. Otra salida es la música máquina y las drogas de diseño»[39].
Dan especial pena esas chicas fáciles que se degradan a sí mismas entregando sus encantos
al primer postor. Y la razón no es tanto el atractivo sexual cuanto la vanidad. Para gustarse a sí
mismas, necesitan experimentar que gustan a los chicos y alardear de ello ante sus
emancipadas amigas. Ya lo decía Lewis: «Me pregunto [...] si no se habrá perdido en tiempos de
promiscuidad más veces la virginidad por obedecer al señuelo de la camarilla política que por
someterse a Venus. Cuando está de moda la promiscuidad, los castos quedan
desplazados»[40].

La adolescencia es una época en la que uno se va formando juicios propios con independencia
de lo que opinen los padres y los educadores. A los veinticinco años ya se espera que uno haya
adoptado una actitud personal y estable en la vida. Los padres juegan el papel más importante
durante esos años. Una actitud demasiado protectora y posesiva impide la maduración de los
hijos. Habría que ayudarles, con delicado respeto de su libertad, a construir un proyecto de vida
propio, adoptando una actitud de acompañamiento que fomente su legítima independencia.
Los hijos, para autoafirmarse, suelen adoptar posturas contrarias a las de los padres. Sólo
habrán madurado cuando aprendan a dialogar y a estar por encima de las opiniones de sus
padres. Como afirma una escritora italiana, «cada uno debe crecer con respecto a los padres.
Estoy convencida de que una persona es adulta cuando deja de vivir por reacción. Hasta una
cierta edad se actúa por reacción ante lo que sucede; pero, luego, a partir de cierto momento, se
comienza a actuar siguiendo el propio proyecto. Éste es el despegue definitivo. Es muy
importante conseguir madurar: sucede a través del diálogo y, simultáneamente, a través de ese
distanciamiento. Sin embargo tengo la impresión de que muchas personas se quedan ancladas
en el pasado en sentido negativo, de contraposición o, en todo caso, de inacabamiento respecto
a los padres»[41].
La tercera y definitiva toma de conciencia de la propia dignidad tendría que tener lugar en la
edad adulta, pero, por desgracia, muchas personas supuestamente adultas se rigen por los
mismos mecanismos de autoconfirmación que observamos en la infancia y en la adolescencia.
Si fuesen personas realmente maduras, sabrían por sí mismas lo que valen. Sin embargo,
siguen jugando toda la vida una especie de comedia, con el agravante de que su afán de
hacerse valer suele ser más enmarañado que en los niños. En vez de valorarse a sí mismos,
permiten que otros dictaminen su valor. Hay también quienes logran vencer los respetos
humanos. Son personas independientes a quienes ya no les importa el qué dirán, pero lo logran
a base de autosuficiencia: no les importa lo que piensen los demás simplemente porque pasan
de ellos. A muchas de estas personas les viene muy bien tener hijos alrededor de los veinticinco
años, pues de otro modo sus relaciones humanas se empobrecerían cada vez más. Sin hijos,
algunas mujeres que desconfían del amor de sus maridos se deprimirían, mientras que la
enfermedad de los hombres adictos al trabajo sería una profesionalitis crónica y progresiva.
Dan pena quienes dependen tanto de la opinión ajena. Unos se las dan de independientes, otros
van mendigando aprecio. Con tal de quedar bien, son capaces de sacrificar cualquier cosa. De
ese modo se compromete seriamente la autenticidad de nuestras relaciones. «En cuanto nos
reunimos unos cuantos —se dice en una novela—, no nos atrevemos a ser como somos en
realidad, porque tememos ser distintos a como creemos que son nuestros semejantes, y
nuestros semejantes temen ser distintos a como creen que somos nosotros. Y, en
consecuencia, todos pretenden ser menos piadosos, menos virtuosos y menos honrados de lo
que realmente son. [...] Es lo que yo llamo la nueva hipocresía [...]. Antes, la gente pretendía
hacerse pasar por mejor de lo que era, pero ahora todos pretenden parecer peores. Antes, un
hombre decía que iba a misa los domingos aunque no fuese, pero ahora dice que va a jugar al
golf y le fastidiaría mucho que sus amigos descubriesen que en realidad va a la iglesia. En otras
palabras: la hipocresía, que antes era lo que un escritor francés llamaba "el tributo que el vicio
paga a la virtud", ahora es "el tributo que la virtud paga al vicio"; y, en mi opinión, esto es
muchísimo peor, porque significa que vamos perdiendo la noción de la decencia y pronto no
nos atreveremos a ser buenas personas ni siquiera en privado, puesto que en vez de ocultar
nuestros defectos nos complacemos en exteriorizarlos, por móviles de respeto humano»[42].
¡Menuda esclavitud la de los respetos humanos! Me contaban que los chinos se sienten muy
avergonzados si cometen un error en público. Lo llaman “perder la cara”. Decía Confucio que el
hombre necesita su cara como el árbol necesita su corteza. Ese miedo a perder la cara no se ve
sólo en los orientales, sino también en el carácter de muchos. Es lógico que así sea, si no se
conoce a Aquel ante quien uno nunca puede perder la cara.

Los respetos humanos son comprensibles si tenemos en cuenta nuestra tendencia a vernos a
nosotros mismos a través de los ojos de los demás. Es algo que se ve más en las personas
sensibles. Por ejemplo, observa un autor, la mujer «para gustar tiene que gustarse. De alguna
manera, cuando se ve fea se rechaza, no está bien consigo misma, se deprime»[43]. Por otra
parte, «lo que más teme el varón es a no servir o a ser incompetente. Compensa ese temor
entregándose a aumentar su poder y su competencia. El éxito, el logro y la eficiencia son lo más
importante en su vida»[44]. Por tanto, de un modo o de otro, todos tenemos cierta tendencia a
vernos a través de los ojos de los demás. Pero no vale la pena regirse por estos respetos
humanos, porque la gente nos juzga según criterios superficiales: si somos simpáticos, si
tenemos un coche grande, etc. Sólo las personas que nos quieren bien, se fijan más en lo que
somos que en lo que tenemos, sabemos o podemos.

Tenemos tendencia a reflejarnos en los demás como en un espejo, y no hay espejo más
adulador que los ojos del enamorado. Por eso, sólo desaparecerán nuestros problemas de
autoestima cuando nos veamos a nosotros mismos a través de los ojos de Dios. Sólo quien
toma a Dios como su más relevante Interlocutor va por la vida sin ningún tipo de complejos.
Los niños dependen de la estima que reciben de sus padres. Los adolescentes dependen del
aprecio que reciben de sus amigos y de la persona de la que se han enamorado. Pero la
persona verdaderamente madura se hace independiente de todos porque se ve a sí misma
como le ve su Padre Dios.
Habría, pues, que pedir a Dios lo que le pedía José María Pemán:

«Que no me turbe mi conciencia

la opinión del mundo necio;

que aprenda, Señor, la ciencia

de ver con indiferencia

la adulación y el desprecio»[45].

2) Personalidad y afectividad: independencia y dependencia

De ordinario la edad y las experiencias de la vida nos ayudan a superar el miedo al qué dirán.
Nos damos cuenta de que los respetos humanos coartan nuestra libertad y son un síntoma de
inmadurez. Además, a veces, las decepciones nos hacen ver que no vale la pena depender de la
opinión ajena: que tenemos que saber por nosotros mismos lo que valemos. Pero a muchos les
sucede que, para adquirir esa madurez, se desentienden de los demás. En la práctica, sólo
logran superar esas dependencias a base de desamor. En el fondo, no se hacen
verdaderamente independientes, sino más bien indiferentes.

Es frecuente confundir la independencia con la frialdad. Pero no. La verdadera independencia


procede de la libertad interior y de la capacidad de amar de modo desprendido, no de la frialdad.
No se trata de pasar de los demás, sino de aprender a no depender de su estima. Veamos
ahora cómo el hombre ideal desarrolla al mismo tiempo una gran personalidad, que le hace ser
independiente, y una gran capacidad afectiva, que le hace ser dependiente.

La generosidad de dar y la humildad de recibir

Como afirma Edith Stein, «el amor, para su perfeccionamiento, exige el don recíproco de las
personas»[46]. Sin ese don recíproco, todo queda a mitad de camino. En esa entrega recíproca,
cuando uno de los amantes da, el otro recibe. La unión de amor presupone que ambos sean
capaces de dar y de recibir. El arte de amar no consiste sólo en la generosidad a la hora de dar,
sino también en la humildad a la hora de recibir. No sé cuál de las dos virtudes es más
asequible. Lo que sí está claro es que una relación de amor sólo funciona cuando va en las dos
direcciones. Si uno sabe dar pero no sabe recibir, sólo cabe una dirección. Si uno no sabe recibir,
el otro no puede dar.
No se puede afirmar sin más que el hombre generoso es el que da y el egoísta el que recibe.
Cuando la independencia no hunde sus raíces en una humilde autoestima, se puede caer en la
autosuficiencia de no aceptar que uno necesita el amor y la ayuda de los demás. De hecho, hay
personas serviciales pero motivadas por un turbio afán de sentirse superiores. Su generosidad
tiene algo de vanidad. Mientras pueden dar, se ven a sí mismas desde una perspectiva
halagadora. Necesitan hacer favores para sentirse importantes. Parece que quieren ayudar a
los demás para demostrarse a sí mismos que son superiores. Este egoísmo de dar hace pensar
en lo que decía irónicamente Chateaubriand de su amigo Joubert: «Es un perfecto egoísta, pues
sólo se ocupa de los demás...»[47].

Además, el hombre autosuficiente sabe dar, pero no sabe darse. Parece ignorar que «el modo
más radical de dar es darse a uno mismo: poseerse para darse a quien nos ama»[48]. En efecto,
el mejor de los amores se da entre personas independientes dispuestas a hacerse
dependientes. En el matrimonio ideal, por ejemplo, los esposos podrían decirse uno a otro: «en
cierto sentido, paso de lo que pienses de mí, y, en otro sentido, me muero de ganas de hacerte
feliz».
A la hora de amar, la persona perfecta es dueña de sí misma: no se deja avasallar, pero es
capaz de entregar su libertad; sabe decir que no, pero dice que sí: es capaz de contraer vínculos
amorosos con plena libertad interior. Amar, es «no pertenecerse, estar sometido venturosa y
libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia»[49]. Si en el amor
perfecto uno se somete libremente «a una voluntad ajena... y a la vez propia», antes de
pertenecer a otro, uno tendría que poseerse a sí mismo. Si el amante no es soberano y señor de
sí mismo —es decir, si no tiene libertad interior—, se entrega de modo servil, lo cual, a la larga,
no le satisface ni a él ni a la persona amada.
Por tanto, el amor verdadero no es posible sin libertad interior. El amor es entrega recíproca y
libre de lo más íntimo entre un yo y un tú. He aquí una de las mejores definiciones que he
encontrado acerca del amor verdadero: «Amar significa dar y recibir lo que no se puede
comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente»[50].

Conjugar dependencia e independencia

En la medida en que uno se perfecciona, adquiere esa libertad que le permite conjugar un gran
sentido de independencia con una gran dependencia respecto a las personas que ama. En la
personalidad ideal se conjugan elementos que, a primera vista, parecen contradictorios. La
persona perfecta tiene la bondad de decir que sí aun teniendo suficiente personalidad como
para decir que no, logra ser a la vez sensible y fuerte, dependiente a causa de los lazos que crea
el amor e independiente gracias al orgullo santo de quien se sabe hijo de Dios.
Instintivamente, nos resultan atractivas esas personas realmente maduras. Admiramos a
personas a la vez sensibles y fuertes, y nos disgusta tanto el individualismo como el
infantilismo. En una novela, una mujer afirma que, para amar a un hombre, necesita
«encontrarlo a la vez más fuerte y más débil que yo»[51]. En efecto, si uno asume su propia
debilidad, reconoce que necesita ser amado y la fortaleza ajena le proporciona seguridad. Pero
de poco sirve que la persona amada sea fuerte si, al no asumir su propia debilidad, no se deja
querer.

Ya se ve que no es fácil adquirir la personalidad ideal. Habría que evitar tanto las falsas
dependencias a costa de legítima independencia, como las falsas independencias a costa de
legítima dependencia. Una falsa dependencia denota servilismo. La vemos en esas personas
inseguras que se muestran incapaces de decir que no por miedo a caer mal a los demás. La
falsa independencia está emparentada con la autosuficiencia y denota egoísmo. La vemos en
esas personas seguras de sí mismas, algo arrogantes, que se desentienden de los demás. Por
una parte, la dependencia servil adolece de falta de libertad interior. Por otra parte, el deseo de
preservar a toda costa la propia autonomía pone de manifiesto un concepto erróneo de libertad.
De poco sirve la libertad si no es para entregarla por amor.

La falsa independencia es más nociva que falsa dependencia. Es preferible el histerismo a la


soledad: es mejor llamar la atención que hacer como si uno no necesita a nadie. El orgullo tiene
dos tipos de manifestaciones: la vanidad y la autosuficiencia. La vanidad se da más en
personas sensibles, mientras que la autosuficiencia se ve más en personas frías. Ésta es más
peligrosa que aquélla, en cuanto que la falsa independencia nos aísla de los demás, mientras
que la vanidad, si bien nos hace demasiado dependientes de los demás, al menos nos lleva a
tenerlos en cuenta. Es mejor amar mal que no amar.

«La vanidad —argumenta Lewis—, aunque es la clase de orgullo que más se muestra en la
superficie, es realmente la menos mala y la más digna de perdón. La persona vanidosa quiere
halagos, aplauso, admiración en demasía, y siempre los está pidiendo. Es un defecto, pero un
defecto infantil e incluso (de modo extraño) un defecto humilde. Demuestra que no estás del
todo satisfecho con tu propia admiración. Das a los demás el valor suficiente como para querer
que te miren. Sigues de hecho siendo humano. El orgullo auténticamente negro y diabólico
viene cuando desprecias tanto a los demás que no te importa lo que piensen de ti.
Naturalmente, está muy bien, y a menudo es un deber, el no importarnos lo que los demás
piensen de nosotros, si lo hacemos por razones adecuadas; por ejemplo, porque nos importe
muchísimo más lo que piense Dios. Pero la razón por la que al hombre orgulloso no le importa
lo que piensen los demás es diferente. Él dice: "¿Por qué iba a importarme el aplauso de esa
gentuza, como si su opinión valiera algo? E incluso si su opinión tuviera algún valor, ¿soy yo de
esa clase de hombre que se ruboriza de placer ante un cumplido como una damisela en su
primer baile? No, yo soy una personalidad integrada y adulta. Todo lo que he hecho ha sido para
satisfacer mis propios ideales —o mi conciencia artística, o las tradiciones de mi familia— o, en
una palabra, porque soy esa clase de hombre. Si eso le gusta al vulgo, que le guste. Esa gente
no significa nada para mí". De este modo el puro y auténtico orgullo puede actuar como un
freno de la vanidad, porque [...] al demonio le encanta ‘curar’ un pequeño defecto dándonos a
cambio uno grande. Debemos tratar de no ser vanidosos, pero jamás hemos de recurrir a
nuestro orgullo para curar nuestra vanidad: la sartén es mejor que el fuego»[52].
En la práctica, es difícil evitar tanto la autosuficiencia como la vanidad. Sólo los santos lo logran;
experimentan lo que afirma San Pablo: «Siendo libre de todos, me hice siervo de todos»[53]. Los
demás, dentro de nuestras limitaciones, nos las arreglamos como podemos. Cada uno hace
sus propios equilibrios. Por lo general, unos son demasiado independientes (no se entregan a
nadie), y otros se hacen demasiado dependientes (se entregan de modo servil). Los primeros
son fuertes pero indolentes, mientras que los segundos se muestran sensibles pero son débiles.
Los independientes, por temor a perder su autonomía, evitan compromisos afectivos y viven en
soledad. Los dependientes, por un afán de aprecio difícil de satisfacer, van como con el corazón
en la mano y se atan a cualquiera.

Veamos ahora cómo la verdadera independencia conlleva libertad interior y ésta, a su vez,
hunde sus raíces en la humilde conciencia de la propia dignidad.

Libertad interior y humildad

Al tratar de la importancia de ser a la vez personas dueñas de sí mismas y capaces de entregar


su propia libertad por amor, ha salido a relucir el concepto de libertad interior. En el fondo, la
libertad, más que un ámbito, es una capacidad de autodeterminación. No soy libre sólo porque
nadie me obligue, sino sobre todo porque soy capaz de hacer las cosas porque me da la gana.
La libertad no es sólo ausencia de coacción externa, sino también de cierta coacción interna.
Unos, por falta de bondad, no saben decir que sí, mientras que otros, por falta de personalidad,
no saben decir que no. Éstos se suelen quejar de que otros no respetan su libertad, cuando, en
el fondo, el problema consiste en que ellos mismos no son capaces de hacer las cosas porque
les da la gana. La persona excelente siempre sabe ser ella misma: se siente libre por dentro aun
cuando personas o circunstancias le coaccionen por fuera. No es que haga lo que le da la gana,
sino que hace el bien porque le da la gana.

Libertad es capacidad de autodeterminación, en el mejor de los casos hacia el bien, y no tanto


por imperiosa obligación, cuanto por amor. La persona verdaderamente libre no se guía por un
obsesivo sentido del deber, sino que interioriza la virtud. Al obedecer, por ejemplo, no se
somete sólo externamente, sino también de corazón, porque su amor le lleva a identificar su
voluntad con el correspondiente imperativo moral; su obediencia, lejos de ser servil, denota
señorío. Libertad y necesidad no siempre son realidades opuestas. Según Lewis, «la necesidad
no tiene por qué ser lo contrario de la libertad, y quizás el hombre sea más libre cuando, en vez
de manifestar sus motivos, puede limitarse a decir "soy lo que hago"»[54].
La libertad interior, o capacidad de hacer el bien por amor, es el objeto de una ardua conquista
espiritual. Sólo personas generosas y verdaderamente maduras contraen vínculos amorosos
con plena libertad interior. Para ello, no basta con buenas intenciones; además de bondad, se
precisa una buena dosis de humilde conciencia de la propia dignidad. La libertad interior
presupone la madurez propia de quien tiene una buena relación consigo mismo. Somos
capaces de entregarnos libremente a los demás en la medida en que somos generosos y
dueños de nosotros mismos. Por tanto, una baja autoestima pone en peligro la calidad de
nuestro amor.
La plena madurez espiritual sólo la logra quien se ve a sí mismo a través de los ojos de Dios.
Sólo quien se abandona en las manos de Dios, se siente realmente libre ante los demás: les
permite juzgarle como les plazca. Quien aprenda a juzgarse a sí mismo como Dios le juzga, no
necesitará compararse con los demás. En la medida en que se percate del Amor de Dios, dejará
de estar a disgusto consigo mismo. Así, su amor a los demás podrá ser cada vez más
desprendido y desinteresado. En cambio, si su autoestima depende sólo de sus propios éxitos y
del aprecio de otros, quizá tras varias decepciones se desanime y pierda la confianza en sí
mismo. Si ve a los demás como potenciales rivales, el miedo a no dar la talla le hará estar
ansioso cada vez que esté en juego su propia valía. Además, si no controla su sed de aprecio,
es posible que su afectividad se deteriore, tornándose susceptible y posesiva: quien no está
satisfecho consigo mismo suele sentir una gran necesidad de acaparar a los demás. Llegados
a este punto, hagamos una breve incursión en el mundo de la afectividad.

Afecto y desprendimiento

Veamos ahora las cosas desde el punto de vista de la dependencia. No hay nada que nos haga
tan dependientes, en el mejor y en el peor de los sentidos, como el cariño. El mejor de los
cariños es desprendido, mientras que el cariño barato es posesivo. Por mucho que quiera a una
persona, no puedo obligarle a que acepte mi don de amor. Cuanto más quiero a alguien, más
necesito que me quiera; por eso, si no tengo cuidado, le coaccionaré para que me corresponda.
En el fondo, el afán posesivo es una forma de egoísmo. Existen diversos tipos de afán posesivo,
desde el acaparamiento espiritual propio de una persona soberbia y autoritaria que impone sus
gustos y caprichos, hasta el acaparamiento sexual propio de quien convierte a la persona
amada en mero objeto de placer, pasando por el acaparamiento afectivo propio de quien
necesita recibir innumerables piropos.
Actitudes afectivamente posesivas son propias de personas absorbentes y celosas. «Me quiere
mucho, tanto que a veces me agobia», se dice en una novela[55]. El amante posesivo piensa
que tiene derechos exclusivos sobre la persona amada. De modo más o menos consciente,
pretende acapararla para sí mismo. La coacciona con la excusa de su gran afecto. Las
personas sensibles, si no tienen cuidado, pueden caer en este tipo de chantaje afectivo. No
imponen su voluntad a base de arrogancia, sino a base de reproches que parecen
bienintencionados. Dicen, por ejemplo: «¿Cómo me haces esto a mí que te quiero tanto?».

Respetar la libertad ajena, no avasallar a los demás es todo un arte. En la pareja ideal —se suele
decir— nadie manda: los dos obedecen. Es éste uno de los aspectos más difíciles de conseguir
en una relación de amor. Sirva de ilustración este pasaje, en el que un escritor recuerda la
relación con su difunta esposa: «La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro
administraba. Normal, ¿no? Ella nunca se sintió postergada por eso. Al contrario, le sobró
habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad,
pero sabía ejercerla. Cabía que yo diese alguna vez una voz más alta que otra pero, en definitiva,
ella era la que en cada caso resolvía lo que convenía hacer o dejar de hacer. En toda pareja
existe un elemento activo y otro pasivo; uno que ejecuta y otro que se allana. Yo, aunque otra
cosa pareciese, me plegaba a su buen criterio, aceptaba su autoridad. [...] Creía que el hombre
cuida la fachada, y declina la dirección. [...] Si entre nosotros no hubo un explícito reparto de
papeles, tampoco hubo fricciones; nos movimos de acuerdo con las circunstancias»[56].
El riesgo de afán posesivo del corazón aumenta en función de la intensidad del afecto. De ahí
su alta frecuencia entre novios o entre una madre y sus hijos. Todo lo que se diga sobre las
virtudes de las madres es poco. Pero, si no purifican su afecto, tienden a proteger a sus hijos
con la seguridad envolvente y posesiva de una gallina clueca. Otras veces, ese egoísmo del
corazón da lugar al favoritismo. No me refiero a esa virtud de las buenas madres que saben
tratar desigualmente a sus hijos desiguales, sino a la discriminación de algunos padres que
benefician injustamente al hijo preferido. Tratan mejor a un hijo que a otro con la excusa de que
al primero le quieren más. Estamos ante un amor imperfecto. Hay en él «una especie de
autoconfirmación egocéntrica»[57]. ¡Cuánto daño se puede causar a los otros hijos por culpa de
ese “amor” al hijo preferido!
De algún modo, ese afán posesivo del corazón es comprensible. Lewis habla al respecto de «la
necesidad que siente el afecto de ser necesario»[58]. Si quiero a alguien, me expongo a ser
herido. Si tomo riesgos, necesito asegurarme de que mi cariño no será desdeñado ya que esto
me hará dudar de mí mismo. El afán posesivo del corazón proviene de la necesidad de sentirse
útil, de ser apreciado por otros para ver así confirmada la propia valía. Quien pide cariño, no
busca sólo lo que éste tenga de agradable en sí, sino, todavía más, que se valore su dignidad
como persona.

Para distinguir entre lo bueno y lo malo del corazón, conviene distinguir entrecorazón herido y
orgullo herido o susceptibilidad. Detrás de nuestra necesidad de cariño, si lo miramos de cerca
con valentía y sinceridad, encontramos con frecuencia una mezcla variable de esos dos
elementos. Cuando una persona muy querida me rechaza, puede ocurrir que no me duela sólo
el corazón, sino también el orgullo. Si sólo hiriese mi corazón, mi pena sería legítima; no me
enfadaría, a lo sumo lloraría en silencio. El amor propio, en cambio, engendra mosqueo. «Los
que se pelean se desean», se suele decir acerca de quienes se quieren mucho (aunque mal).

En todo caso, por razones más o menos rectas, tanto el dolor como el gozo son inseparables
del corazón humano. Según la respuesta de la persona amada, la afectividad hace que el
amante sea vulnerable y agradecido: hace que sufra más si es rechazado y que se alegre más si
es correspondido. «Cuánto podemos hacer sufrir a quienes nos aman y qué horrendo poder
para herir tenemos sobre ellos», observa un escritor recordando a su difunta madre[59].
Hay quien no se atreve a mostrar sus afectos por miedo a ser tildado de cursi, pero la mayoría
no lo hace por miedo al rechazo. Prefieren pisar sobre seguro. Son quizá personas muy
correctas y equilibradas, pero no saben querer, no saben intimar. «Amar, de cualquier manera
es ser vulnerable. Basta que amemos algo para que nuestro corazón, con seguridad, se retuerza
y, posiblemente, se rompa. Si uno quiere estar seguro de mantenerlo intacto, no debe dar su
corazón a nadie, ni siquiera a un animal. Hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de
pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el
ataúd de nuestro egoísmo. Pero en ese cofre —seguro, oscuro, inmóvil, sin aire— cambiará, no
se romperá, se volverá irrompible, impenetrable, irredimible»[60].

Ciertamente, el afecto dificulta el desprendimiento, pero sin el calor del cariño la vida se torna
inhumana. Cuando falta el corazón, lo notamos. En el mundo laboral, por ejemplo, la frialdad de
corazón lleva a descuidar el factor humano: a dar más importancia a las cosas que a las
personas, a sacrificar lo importante en aras de lo urgente. Esta falta de humanidad perjudica
también la autenticidad en las relaciones familiares y sociales. «En ambientes especialmente
refinados se respira con frecuencia una frialdad que hiela el alma convirtiendo la misma
convivencia en artificial»[61]. Sin afecto, la urbanidad degenera en formalismo. Los detalles y
buenos modales se agradecen en la medida en que son una expresión sincera de cariño.
La pasión afectiva, como tal, no es ni buena ni mala. El corazón supone una gran ayuda, pero,
para que no nos traicione, necesita un correctivo espiritual. En vez de achicar el corazón para
evitar posibles inconvenientes, habría que purificarlo, quitándole su tendencia al afán posesivo.
El lema podría ser: ¡siempre con el corazón, pero nunca sólo con el corazón! Se trata de amar
con afecto intenso y desprendido. Por una parte, a la hora del sacrificio generoso, el afecto
pone alas a la voluntad. Por otra parte, la conciencia de la propia dignidad libera al corazón de
su afán posesivo. Detengámonos ahora en esas ventajas que tiene el corazón de cara a la
entrega.

Las energías del corazón

No hay que dejarse llevar sólo por el corazón, pero conviene servirse de todos sus recursos. El
corazón humano es un motor que empuja a amar, a darse. «Poned atención —observa Antonio
Machado—: un corazón solitario no es un corazón»[62]. Si el corazón rebosa de afecto,
deseamos ardientemente la felicidad de quienes amamos y estamos dispuestos a cualquier
sacrificio con tal de conseguirlo. Y si lo conseguimos, la felicidad que les procuramos
recompensa con creces nuestro sacrificio, ya que cuanto mayor es el afecto, mayor es la
felicidad de hacer feliz.
En el hombre virtuoso, corazón y voluntad se apoyan mutuamente. Por un lado, sin cariño, los
sacrificios realizados para hacer feliz a la persona amada resultan muy arduos. En cambio,
cuando hay cariño, la entrega va sobre ruedas. Por otro lado, el mejor de los amantes es capaz
de sacrificarse gustosamente, aunque no tenga ganas. Aunque su corazón esté
fisiológicamente frío, su voluntad inflama su corazón.
En efecto, «la perfección moral consiste en que el hombre no sea movido al bien sólo por su
voluntad, sino también por su "corazón"»[63]. En el hombre virtuoso, con el paso del tiempo, la
bondad impregna su inteligencia, su voluntad y su corazón. Como afirma un filósofo, «una
buena formación del carácter es aquélla que consiste en que llegue a gustarme lo bueno y a
desagradarme lo malo. Porque entonces será señal de que mi libertad está dejando poso en mi
propio cuerpo, de que la sensibilidad recta se me está entrañando en la masa de mi sangre.
Consigo así superar la esquizofrenia, tan típica de hoy en día, entre el frío racionalismo que
domina de lunes a viernes, y la fiebre de la dispersión que campea el fin de semana. Voy
logrando una vida unitaria, aunque no unívoca ni monocorde. Integro progresivamente en mi
vida aquellos bienes que se encuentran en la base de mi propia personalidad. La poesía del
corazón va penetrando en la prosa de la inteligencia»[64]. El hombre virtuoso consigue, pues,
aunar todos sus recursos —inteligencia, voluntad y afectividad— al servicio del amor. Su
inteligencia inspira buenas intenciones y su voluntad, sostenida por el corazón, las pone en
práctica.
Es impresionante la bondad que es capaz de irradiar un hombre virtuoso. Se diría que el afecto
pone alas a su voluntad. «Yo todo lo que he hecho en mi vida, en todos los terrenos, lo he hecho
a base de cariño», decía Eduardo Ortiz de Landázuri, un célebre catedrático de medicina,
admirado tanto por su ciencia como por su santidad de vida[65]. Lo mismo podrían decir
innumerables madres. «¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del amor divino
que para todo encuentra fuerzas y jamás se cansa de los sacrificios y fatigas más
insoportables!», se dice en una novela[66]. Es llamativa la capacidad de abnegación que tiene la
mujer que se apoya en sus recursos afectivos. Por lo general, su espíritu de sacrificio supera
con creces al del varón. La mujer sucumbe quizá superficialmente ante las pequeñas
contradicciones, pero ante el gran dolor, se muestra mucho más entera que el varón. Una mujer,
mientras se sienta querida, es capaz de los mayores sacrificios. «Dadle amor a una mujer y no
habrá nada que ella no haga, sufra o arriesgue», se afirma en una novela[67].
El corazón es a la vez fuerte y débil. A primera vista, la persona insensible parece más fuerte,
pero, a la larga, es menos perseverante en la adversidad. En contrapartida, el problema de la
persona sensible consiste en ser más vulnerable, en tener mayor necesidad de sentirse querida.
Eso le expone a mayores decepciones. Si esa persona no cuenta con otros recursos, su
fortaleza depende de la medida en que se sienta querida. Para completar el cuadro, si a todo
eso le añadimos la irracionalidad que la sensibilidad puede traer consigo, entendemos mejor los
problemas de las personas sensibles. Éstas suelen dar más importancia a sentirse queridas
que a saberse queridas. Necesitan que el amor, por vía de afecto, les entre por los ojos. A veces,
sufren innecesariamente: se dejan llevar por su imaginación de modo que sus decepciones
amorosas no tienen una base del todo real.

Se originan así no pocos malentendidos entre esposos. Es más fácil que una mujer se
convenza del amor de su marido si le ve llorar por ella, que si éste se lo explica con argumentos
racionales. Cuanto más insegura es una mujer, mayor es su tendencia a dudar de que su marido
la quiera de verdad. No se da cuenta de que, en el fondo, su miedo al rechazo proviene de las
dudas que tiene acerca de sí misma. Poniendo en duda su propia amabilidad, es lógico que no
se fíe del amor de su marido. Ya lo decía Cicerón: «Hay quienes hacen molestas las amistades,
creyendo que los desprecian; lo cual rara vez sucede sino a los que se tienen a sí mismos por
despreciables»[68].
Este tema merecería un tratamiento más extenso, pero eso excede los objetivos de este
estudio. En todo caso, pienso que se evitarían no pocos problemas matrimoniales si cada
cónyuge aprendiese a ponerse en la piel del otro y, más en concreto, si las esposas
especialmente sensibles aprendiesen a dar más importancia al saber que al sentir y los maridos
especialmente viriles aprendiesen a tener un poco más de mano izquierda...

Sensibles y fuertes

En el mejor de los casos, una persona es a la vez tierna y desprendida. También aquí hay que
hacer equilibrios, porque no es fácil conjugar ambos aspectos. De hecho, la mayoría de la gente
tiene una de las dos cualidades a costa de la otra. El mundo está lleno de personas cariñosas
pero demasiado dependientes, o independientes pero poco afectuosas. Una vez más, sólo los
santos logran conciliar ambos elementos. Sólo ellos consiguen acrecentar su capacidad
afectiva y doblegar ese egoísmo que tantas veces envenena la afectividad. Sólo quienes se
parecen a Jesucristo logran conjugar el más intenso afecto con el más delicado respeto de la
libertad ajena. «En un hombre cuyo centro de respuesta al valor y al amor ha superado
victoriosamente el orgullo y la concupiscencia, la afectividad nunca puede ser demasiado
grande. Cuanto más grande y profunda sea la capacidad afectiva del hombre, mejor»[69].
A la hora de conjugar afecto intenso y desprendimiento, sucede algo análogo a lo visto sobre la
dificultad de conjugar dependencia e independencia. No sabiendo cómo desarrollar un afecto
intenso pero exento de afán posesivo, unos son desprendidos pero silencian su corazón; otros
tienen gran corazón pero no respetan la libertad ajena. Los primeros se vuelven insensibles y se
muestran indiferentes, mientras que los segundos se vuelven posesivos y se muestran
susceptibles. Los primeros, por miedo al rechazo, atrofian su corazón. Los segundos, por miedo
a perder su fuente de autoestima, se sirven del chantaje afectivo para acaparar a quienes aman.

Mientras no se purifiquen nuestros afectos, ¿es preferible amar mucho y mal, o amar poco y
bien? Ante la disyuntiva entre amar mucho y mal y amar bien y poco, a algunos les sucede
como a esa adolescente, última princesa de la corte otomana, que escribía en su diario: «¡Ah!,
siempre somos culpables, o porque no amamos lo suficiente, o porque amamos demasiado».
Su madre intentaba educar su afectividad tratándole con dureza y ella no lo entendía. No se
daba cuenta de que lo que le hacía posesiva, era precisamente el gran afecto que sentía por su
madre. La única solución que ésta le aconsejaba consistía en no quererla tanto. «Si pudiera
quererla menos —escribe la hija en su diario—, no ser tan torpe, no mostrarme tan ansiosa de
complacerla, si pudiera mostrarle indiferencia... Entonces me querría, estoy segura»[70].
A la vista del afán posesivo y de la dependencia que engendra el afecto, sobre todo cuando es
intenso, no es de extrañar que algunos desconfíen sistemáticamente del corazón. Se asfixian a
causa de necesidades afectivas insatisfechas o a causa del afán posesivo ajeno, y prefieren
curarse en salud. No conociendo una solución, para evitarse problemas, optan por achicar su
corazón.

En cualquier caso, la solución no consiste en despreciar la afectividad. Si el corazón se atrofia,


se pierde una gran fuente de energía de cara a la entrega. Si la voluntad no se nutre de afecto,
habría que forzarla a base de puños, como si la perfección moral sólo estuviese reservada a
personas capaces de realizar titánicos esfuerzos de voluntad. Es éste uno de los factores que
conducen al voluntarismo. Señalemos de paso que el voluntarismo es un fenómeno más
amplio, que no tiene únicamente que ver con el desprecio de los recursos afectivos. El
voluntarista pone tanto el acento en la voluntad, que tiende a desdeñar cualquier otro tipo de
recursos, como son el corazón, la inteligencia y la gracia. Aparte de un problema de recursos, el
voluntarismo suele entrañar también un problema de falta de rectitud de intención. Con
frecuencia, la inspiración —y la fuente de energía— del voluntarista hunde sus raíces no tanto en
una razón de amor, cuanto en una razón de amor propio.

Es evidente que la lucha cristiana por la santidad es imposible sin esfuerzo, pero se trata de un
heroísmo gustoso. Todos los santos han vivido las virtudes en grado heroico, pero saben que la
santidad, como perfección de amor, no es lo mismo que heroicidad. Todo santo es heroico,
pero no todo héroe es santo. Tanto el santo como el héroe realizan proezas, pero la motivación
del héroe no está exenta de cierta vanidad. El santo, en cambio, consciente de su dignidad de
hijo de Dios, purifica su amor propio y se hace así capaz de sacrificarse —por el Señor y por los
demás— de modo más desinteresado. Sabe que «Jesús no mira tanto la grandeza de las obras,
ni siquiera su dificultad, cuanto el amor con que se hacen...»[71]. No necesita hacer obras
buenas con el fin de estar en paz consigo mismo, puesto que el Amor que recibe de Dios le
reconcilia consigo mismo. Pero está enamorado del Señor y, como veremos más adelante,
intuye que Jesús necesita Cirineos —corredentores que alivien sus padecimientos redentores—,
de modo que todo sacrificio, incluso heroico, le parece pequeño con tal de aportar alegrías a su
Señor (directamente o, indirectamente, aportando alegrías a cada una de las personas de su
entorno).

3) Autoestima humilde u orgullosa

Una humilde autoestima es la clave para evitar tanto el afán posesivo como la autosuficiencia.
Para entender de dónde proviene la dificultad para conjugar dependencia afectiva y
personalidad independiente, nos centramos ahora en la actitud ideal hacia uno mismo. Si no es
fácil superar los respetos humanos, mucho menos lo es superar los respetos propios: que a
uno no le importe lo que piensa de sí mismo, que esté en paz consigo mismo aún conociendo
todos sus defectos. Para purificar la actitud hacia uno mismo, es preciso reconciliarse con las
propias carencias: superar lo que Santa Teresa de Lisieux llamaba «la prueba de no gustarnos a
nosotros mismos»[72].

Diversos enfoques de la autoestima

Se ha hablado mucho de autoestima en los últimos años. Ha habido una creciente toma de
conciencia de la importancia de la autoestima de cara al desarrollo equilibrado de la
personalidad. Los libros de autoayuda están de moda. «Quien entra hoy en día en cualquier
librería americana —cuenta un autor—, encuentra enseguida toda una sección muy bien surtida
de bestsellers bajo la sigla autosuperación. [...] En el fondo, lo que ponen en relieve dichos libros
es que, antes de poder ayudar a los demás, es preciso llegar a ser uno mismo. Dicho de otro
modo: que ante todo hay que encontrar, aceptar y desarrollar la propia identidad»[73]. Los libros
de autoayuda contienen sin duda una buena dosis de sentido común, pero ¿son eficaces?
¿Están bien orientados?

Por una parte, existen métodos de dudosa eficacia. Recuerdo que, visitando la casa de un
amigo bastante inseguro, me enseñó una compleja —y cara— instalación estereofónica capaz
de enviarle mensajes subliminales, apenas perceptibles, durante sus horas de sueño. Dormía
con unos cascos, oyendo una serie de cintas con sugestivas frases de este estilo: «Eres
formidable, vales mucho, eres único; aunque otros no se den cuenta, eres genial...»

Por otra parte, hay enfoques del problema de la autoestima que pueden resultar nocivos, por
ejemplo cuando, por miedo al sentimiento de culpabilidad, se hace creer a la gente que no
tienen defectos: se les intenta inculcar autoestima a costa de la verdad sobre sí mismos[74]. En
Estados Unidos, desde hace varios decenios, se ha intentado fomentar a toda costa la
autoestima de los jóvenes. Pero ¿no es mejor ayudarles a asumir la verdad sobre sí mismos?
¿De qué sirve hacerles creer que son mejores de lo que son? La psicología del “ante todo,
cueste lo que cueste, siéntete bien contigo mismo” dificulta la percepción de la realidad. Tarde
o temprano ésta se impone y la frustración es mayor. Sirva de ilustración una conferencia que
he encontrado en Internet. El conferenciante menciona un estudio realizado en 1989 en el que
se compararon las destrezas matemáticas de estudiantes de ocho países. Los estudiantes
Norteamericanos sacaron los peores resultados y los Coreanos fueron los mejores. Los
investigadores evaluaron también la autoestima de esos mismos estudiantes y les preguntaron
qué pensaban de sus propias aptitudes matemáticas. El resultado subjetivo resultó ser
contrario a la realidad objetiva: los Norteamericanos se creían los mejores y los Coreanos
pensaban que eran los peores[75].
Conviene hablar de autoestima para evitar su carencia, pero si se exagera, se puede caer en el
polo opuesto. Tanto el deterioro como el exceso de autoestima reflejan de modo diferente un
mismo amor propio dañino y frustrado. A quien exagera sus defectos, habría que ayudarle a no
desorbitarlos, pero se le hace un flaco servicio si se le hace creer que no los tiene. Más que
fomentar el autoengaño, habría que ayudarle a asumir toda la verdad. Sólo la verdad es garantía
de libertad.
Si la autoestima hunde sus raíces en la verdad sobre uno mismo, se evita tanto el complejo de
superioridad como el complejo de inferioridad. No se trata de «pensar que todo lo que se hace
está bien por el mero hecho de que lo hacemos nosotros, sino de no tratarse demasiado
duramente. Somos quienes somos, y al final debemos ser nuestro mejor amigo. No cerraremos
los ojos a todo cuanto hay en nosotros que podría o debería mejorar, pero no nos obligaremos
a esa mejoría mediante el castigo o el menosprecio. [...] Reconozcamos lo bueno que hay en
nosotros sin estridencias ni entusiasmos desaforados, pero si hay motivos para estar
orgullosos, pues vamos a estarlo, qué caramba»[76].

Dos posibles actitudes ante uno mismo

No basta, pues, con hablar de autoestima en general. A fin de enfocar correctamente esta
temática, es preciso hacer matices. Ante todo, debemos establecer una clara diferencia entre
dos tipos de actitudes hacia uno mismo: un orgullo bueno (humilde autoestima) y otro malo
(egoísmo del yo).
La actitud hacia uno mismo está a caballo entre el amor que recibimos de otros y el amor que
les damos. Cuanto más y mejor amor recibo, más y mejor me amo a mí mismo y a los demás.
Por una parte, me amo a mí mismo en la medida en que soy amado; como afirma Pieper, «sólo
por la confirmación en el amor que viene de otro consigue el ser humano existir del todo»[77].
Por otra parte, amo bien a los demás en la medida en que me amo a mí mismo; «si no sabes
amarte a ti mismo, tampoco sabrás amar de verdad a los demás», sentencia San Agustín[78].
Quien se siente despreciado por otros, es posible que desarrolle una actitud conflictiva hacia
ellos y hacia él mismo. Por muy curioso que parezca, no resulta fácil amarse rectamente a sí
mismo: sentirse bien consigo mismo, sin narcisismo, sin vanidad, sin envidias.

¿En qué consiste ese recto amor a uno mismo? Curiosamente, es lo contrario al amor propio: el
amor propio disminuye en la medida en que uno se ama rectamente a sí mismo. Dicho al revés:
el amor propio se acrecienta en la medida en que se deteriora la relación del hombre consigo
mismo. Su insatisfacción personal desaparece en la medida en que vive en paz consigo mismo.
El individuo egoísta, en el fondo, más que amarse demasiado a sí mismo, se ama poco o se
ama mal. Por tanto, el recto amor a uno mismo y el amor propio son inversamente
proporcionales. En el hombre perfecto, como Jesucristo, nada hay de amor propio: todo es
recto amor a sí mismo.
Al oír hablar de la importancia de que uno se ame a sí mismo, es posible que algunos piensen
que se trata de una actitud egoísta. Sin embargo, tanto la filosofía como la teología han
enseñado desde siempre la importancia del recto amor hacia uno mismo. «La tradición
filosófica ha enseñado que en todo hombre existe un amor natural de sí mismo: un afán,
ineludible e irrenunciable, de conservar el propio ser y de desplegarlo perfectivamente hasta
conseguir su apogeo terminal; un anhelo, por decirlo de otro modo, de ser feliz»[79]. Como
enseña Santo Tomás de Aquino, nada tiene de malo el que el hombre ame su propio bien, ya
que por naturaleza está hecho para amar todo bien, incluido el suyo. Eso significa que uno se
orienta hacia su propio acabamiento natural, sin olvidar que su propio perfeccionamiento pasa
necesariamente a través del amor desinteresado a los demás. Por eso, el amor que uno siente
por otro «procede del amor que uno siente por la propia persona»[80].
Se trata, pues, de un amor a uno mismo rectamente ordenado, acorde con la verdad del bien y
de la jerarquía de bienes. El desorden estaría en poner el propio bien por encima de un bien
superior o más general[81]. El amor a uno mismo no estaría bien ordenado si, como en el amor
propio, supusiese un repliegue egoísta sobre uno mismo, en oposición al bien general.
También la teología corrobora la importancia de la caridad hacia uno mismo. Si Dios ama al
hombre, éste debe amarse a sí mismo. El precepto de la caridad —«amarás a tu prójimo como a
ti mismo»[82]— pone de manifiesto la estrecha relación entre caridad y autoestima. «La caridad
bien ordenada comienza con uno mismo», afirma la sabiduría popular. Santo Tomás de Aquino
lo explica argumentando que en el amor perfecto «uno ama a alguien de la misma manera que
se ama a sí mismo»[83]. Es lógico que la relación con uno mismo sea el modelo hacia el que se
ha de orientar la relación con otro, puesto que la primera es de unidad, mientras que la segunda
expresa solo unión de afectos, y «la unidad es más noble que la unión»[84].
En Cartas del diablo a su sobrino, Lewis pone en evidencia, con gran sentido del humor, las
estratagemas del diablo a la hora de tentar a los hombres. En una de esas cartas, afirma un
experimentado demonio: «Para anticiparnos a la estrategia del Enemigo [Dios], debemos
considerar sus propósitos. [...] Quiere que cada hombre, a la larga, sea capaz de reconocer a
todas las criaturas (incluso a sí mismo) como cosas gloriosas y excelentes. Él quiere matar su
amor propio animal tan pronto como sea posible; pero Su política a largo plazo es, me temo,
devolverles una nueva especie de amor propio: una caridad y gratitud a todos los seres,
incluidos ellos mismos; cuando hayan aprendido realmente a amar a sus prójimos como a sí
mismos, les será permitido amarse a sí mismos como a sus prójimos»[85].

No sólo es bueno que el hombre se ame a sí mismo; es incluso muy conveniente, ya que quien
se ama poco a sí mismo no es capaz de amar bien a otros. Como se afirma en una novela, «lo
peor del egoísta es que no se quiere nada a él mismo [...] y es por eso incapaz de querer a los
otros, porque de donde no hay no se puede sacar»[86].
Una inadecuada relación consigo mismo puede generar toda clase de fricciones en el trato con
los demás. La experiencia muestra que quien no es indulgente y benigno consigo mismo,
tampoco lo suele ser con los demás. La intolerancia con los defectos ajenos suele provenir de
no aceptar los propios: cuanto menos se soporta uno a sí mismo, más critica a los demás. En
cambio, la actitud humilde y paciente hacia las propias limitaciones facilita la actitud
comprensiva hacia las limitaciones ajenas. El orgulloso distorsiona la realidad y proyecta hacia
otros sus propios defectos. Si alguien nos cae mal o nos irrita, es quizá simplemente porque
estamos cansados, pero si ahondamos en el conocimiento propio, descubrimos motivos más
turbios. Si alguien nos resulta molesto, es quizá por una de estas tres razones: porque tiene una
virtud que no tenemos (envidia), porque compartimos con él un defecto que nos cuesta
reconocer (orgullo), o porque hemos vencido ese defecto y pensamos que también él debería
superarlo (piénsese por ejemplo en la intolerancia de algunos ex-fumadores para con quienes
siguen fumando).
Por lo demás, una persona que duda demasiado de sí misma, tiene más miedo al rechazo y
necesita más el aprecio ajeno. Esta excesiva necesidad de ser apreciado por los demás hace
que esa persona, a la hora de amar, se sienta menos libre y que sus intenciones sean menos
rectas. En vez de acercarse a los demás porque le da la gana y con intenciones desinteresadas,
será más bien el amor propio el que inspire compulsivamente su comportamiento.

El orgullo pone en peligro la salud psíquica

Ahora podemos entender mejor de dónde proviene el afán posesivo del corazón. Lo que
pervierte la afectividad es precisamente esa imperiosa necesidad de que otros confirmen la
propia valía. En la entraña misma de un corazón posesivo, encontramos un «desordenado
deseo de ser amado»[87]. Y es que es propio del cariño el hacer particularmente patente el
amor, de modo que estimula la autoestima del que lo recibe; de ahí que, por lo general, una
persona insegura necesite más cariño. En estas circunstancias, el mínimo indicio de desprecio
por parte de otros puede desencadenar una reacción de autodefensa que, si no se controla con
la voluntad, da lugar al afán posesivo. Pero no sólo la voluntad se torna posesiva. También el
recto uso de la inteligencia se ve afectado por la tiranía del corazón. Las personas susceptibles
«no desean consultar al intelecto para determinar si realmente han sido tratadas de manera
poco caritativa. El hecho de sentirse ofendidas les parece razón suficiente»[88].

El amor propio es, pues, como un virus oculto que, desde dentro, contamina la afectividad. El
desprendimiento afectivo es más fácil si el hombre es consciente de su propia dignidad, entre
otras cosas porque desaparece su miedo a que otros no le aprecien y hieran así su orgullo. La
susceptibilidad, en cambio, suele ser síntoma de inseguridad y de orgullo herido.
Refiriéndose a una persona posesiva, escribe Lewis: «habla de sí mismo y su amabilidad es un
reproche continuo, una continua petición de compasión, gratitud y admiración»[89]. El
comportamiento del sujeto en cuestión suele oscilar entre dos extremos opuestos: histerismo y
soledad. Unas veces, se comporta de modo histérico, como un niño que pretende ser el centro
de la atención. Recurre incluso hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad:
para que los demás lo cuiden y lo mimen. Llama la atención como para pedir a gritos un poco
de amor y de compasión. A propósito de un sujeto así, se afirma en una novela: «Se diría que
quería sorprendernos e inquietarnos con sus actos extraordinarios, con sus caprichos y sus
extravagancias...»[90].
Otras veces, el comportamiento del sujeto en cuestión sigue el rumbo contrario: ya sea porque
hace acopio de toda su buena voluntad o porque desea evitarse dolorosas decepciones, en vez
de reclamar la atención, se aísla de los demás y no traba amistad con nadie. Por no dar la lata o
por temor al rechazo, opta por encerrarse en sí mismo y no abrirse a nadie; para elevar su
autoestima, suele intentar conseguir éxitos personales de tipo profesional, social, religioso... Se
trata en todo caso de un callejón sin salida: si se comporta de modo histérico, provoca rechazo,
y si opta por la soledad, consigue sobrevivir, pero lo hace a costa de todo amor y, por tanto, a
costa de toda verdadera felicidad. Y es que, como afirma un escritor, al hombre sin amor «se le
encogen las entrañas y le parece que el pecho se le ha convertido en madera seca»[91]. Es,
pues, peor la soberbia de aislarse que la vanidad de llamar la atención: mejor amar mal, que no
amar nada.

No tiene, pues, fácil arreglo el problema de autoestima de esas personas, sobre todo cuando su
necesidad de aprecio es insaciable. Les espera un largo calvario. Si encuentran alguien que les
quiere, o consiguen éxitos personales, todo va bien durante un tiempo. Pero sin solucionar el
problema de fondo, en el momento más inesperado, a raíz de cualquier rechazo o fracaso, esa
herida oculta, que no había cicatrizado del todo, se abre y se hace cada vez más profunda.

Esas personas necesitan toda nuestra comprensión, pues tienen el alma en carne viva. De
todos modos, la verdadera compasión busca remediar la miseria ajena y no excluye, por tanto,
la exigencia. Esas personas suelen estar atrapadas en las redes de la autocompasión: una falsa
comprensión que les hace irracionales y merma su capacidad de reacción; se enquistan en su
yo, de modo que, si no se exigen, si tienen demasiado en cuenta sus sentimientos negativos,
nunca se liberarán de ese círculo vicioso. ¡Qué difícil es en esos casos conjugar exigencia y
comprensión!

Por lo demás, a la hora de ayudar a esas personas, no olvidemos que quizá estén enfermas y
necesiten ante todo un buen médico. No es fácil saber dónde acaba el problema moral y dónde
empieza la enfermedad neurótica. En cualquier caso, el remedio apropiado suele ser a la vez
médico y espiritual. Detrás de bastantes enfermedades del cuerpo encontramos el malestar del
alma. Hay quienes, no conociendo la solución a su problema de soledad, se refugian en
ocupaciones muy absorbentes; algunas madres limpiando la casa tres veces por día, algunos
padres trabajando hasta la noche. No es bueno reprimir los problemas: hacer como que no
existen. Además, a la larga, eso no es posible, ya que la persona forma una unidad, y si el alma
está enferma, el cuerpo lo transparenta y da la voz de alarma.

No se puede engañar a la naturaleza. Se le puede ser fiel o no, pero ella siempre es fiel a sí
misma. En la mayoría de casos, el cuerpo expresa el malestar del alma mediante toda clase de
enfermedades psicosomáticas (jaquecas, asma, eczema, desórdenes intestinales...). En otros
casos, si existe propensión en la personalidad del sujeto y se dan circunstancias conflictivas
que lo desencadenan, se producen desequilibrios síquicos de tipo neurótico: el alma está
enferma —no hay felicidad verdadera por ausencia de amor verdadero— y el cuerpo lo expresa
de ese modo: con trastornos psíquicos como son la ansiedad y la depresión.
Todos tenemos una determinada capacidad de aguantar peso psicológico. En cuanto nos
ponen un kilo de más, nos descompensamos. Somos comparables a un coche que necesita
combustible para poder funcionar. Cada coche tiene un depósito de gasolina de mayor o menor
capacidad. El arte de preservar la estabilidad psíquica consiste en aprender a gestionar de
modo óptimo el combustible. Para no quedarnos sin gasolina, debemos vigilar el nivel de
combustible y no conducir cuando observamos que ya estamos en la reserva. Hay que evitar a
toda costa que el depósito quede vacío: nos entraría una depresión que tardaría meses en
curarse; nos sucedería como a los coches con un motor diesel que se quedan sin gasolina. Lo
que más combustible consume es el estrés. Repostamos gasolina cada vez que disfrutamos y
descansamos, durmiendo lo necesario y desconectando de lo que nos agobia. Personas con
propensión neurótica tienen que optimizar la gestión del combustible, ya que su depósito es
pequeño y, además, pierde gasolina. Para cerrar las posibles fugas de combustible, habría que
cimentar la paz interior solucionando establemente los problemas del yo. De poco serviría llenar
un depósito agujereado...
En las sociedades modernas, se ha disparado el número de enfermedades neuróticas. La
depresión es actualmente la quinta enfermedad más frecuente en nuestra sociedad y se prevé
que, hacia el año 2020, será la segunda más frecuente. Esto se debe, entre otras cosas, al
creciente clima competitivo y al deterioro de la familia. Es lógico que se incremente el número
de enfermedades neuróticas en sociedades deshumanizadas. En sociedades que no están
impregnadas por el espíritu cristiano, no le basta a cada individuo, para ser tenido en cuenta,
con su inalienable dignidad como persona; en vez de sentirse reconocido por lo que es, se ve
obligado a demostrar sus cualidades a los demás. En esta lucha por la supervivencia, los más
“débiles” —los que menos saben, tienen o pueden— son las primeras víctimas.

La verdad es que ese tipo de enfermedades han existido en todas las épocas. Un sucedido en la
vida de Santa Teresa de Jesús puede ilustrarlo[92]. Cuentan de esta santa que tuvo que ir a
Toledo para ayudar a una noble señora que estaba sumida en la más profunda melancolía (así
se llamaba por entonces a la depresión), como consecuencia de la prematura muerte de su
esposo. Sin conocimientos de psicología, pero con mucho sentido común y sobrenatural, la
santa de Ávila la curó llevando a cabo un doble procedimiento. Por una parte, la ayudó a
olvidarse de sí misma, haciéndole ver las necesidades de los demás. Por ejemplo, nunca le
preguntaba cómo se encontraba, y le ponía al corriente de los problemas que tenían sus
sirvientas. Por otra parte le habló de la Pasión de Cristo, haciéndole ver la necesidad de
ofrecerle todas nuestras penas como medio de aliviar su sufrimiento redentor.
4) La humildad se rige por la verdad

Después de todo lo visto, ya podemos hacer matices a la hora de explicar en qué consiste la
humildad cristiana, pues se trata de una virtud que, no pocas veces, se presta a equívocos. Es
evidente que la soberbia lleva a exagerar la propia excelencia y va acompañada de la
presunción de juzgarse superior a los demás. Pero siendo la humildad lo contrario a la soberbia,
algunos piensan erróneamente que habría que fomentar a toda costa una baja autoestima,
confundiendo así la verdadera humildad con la falsa modestia o el complejo de inferioridad.
«Durante mucho tiempo —refiere Henri Nouwen— consideré la baja autoestima una virtud. Me
habían prevenido tanto contra el orgullo y la presunción que llegué a considerar que
despreciarme era bueno. Pero ahora me he dado cuenta de que el verdadero pecado es negar el
amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Porque sin reclamar este primer amor y esta
valía, pierdo el contacto con mi verdadero yo y comienzo a buscar en lugares equivocados lo
que sólo puede encontrarse en la casa del Padre»[93].
Esto es especialmente importante de cara a la formación cristiana de personas inseguras. Si se
da la impresión de que el único problema es el engreimiento arrogante, se correrá el riesgo de
hundir más en la miseria a quienes necesitan precisamente aprender a amarse a sí mismos. Si
una persona tímida, por ejemplo, en un intento de abrirse a los demás, empieza a llamar la
atención y se le corrige diciendo que debe ser más humilde, es probable que se le desanime
profundamente y que termine por replegarse sobre sí misma, lo cual, eliminando toda
perspectiva de amor, equivale a la muerte espiritual.

Ser humilde no equivale a tener angustia o temor. No consiste en pensar que uno vale menos
de lo que vale. Siguiendo el ejemplo de Cristo[94], la humildad lleva al cristiano a colocarse a sí
mismo por debajo del nivel que naturalmente le corresponde, pero sin perder de vista su propia
dignidad. No es que haga dejación de derechos por cobardía o por complejo de inferioridad. Se
trata más bien de la libre condescendencia propia de quien abandona en Dios su propia estima.

«No valgo nada», suelen decir los santos. Y no les produce desasosiego alguno porque son
conscientes de su dignidad de hijos de Dios y conocen la gran ventaja que supone su propia
flaqueza de cara a un Amante misericordioso. Pero hablar de humildad sin hacer matices se
presta a equívocos. Ésta no se identifica con «la modestia de quien no tiene un elevado
concepto de sí mismo y por lo tanto permanece en un segundo plano en actitud resignada»[95].
La humildad, siendo la verdad entre dos extremos, no es lo contrario a la arrogancia. «Una
persona puede ser orgullosa sin ser arrogante. El orgullo se refiere más a nuestra opinión sobre
nosotros mismos; la arrogancia, a lo que deseamos que los demás piensen de nosotros»[96].
Si se entendiese erróneamente la humildad cristiana como hábito de infravalorarse, se correría
el riesgo de encubrir bajo capa de virtud algo que resulta tener la misma raíz que la soberbia
clásica. Puede suceder incluso que el orgullo que se esconde detrás de la falsa modestia sea
más peligroso que la vanagloria. En una obra de teatro de Georges Bernanos, hay una joven
religiosa que afirma que su deseo es esconderse y desaparecer. «Yo no pido más que pasar
inadvertida...», dice, a lo que la priora del convento, con gran sabiduría, le responde: «¡Ay! Eso
sólo se alcanza con el tiempo, y desearlo con excesiva vehemencia no facilita las cosas [...]. ¡Oh,
sí! Deseáis fervientemente tomar el último lugar. Desconfiad también de ese deseo, hija... El
que quiere rebajarse demasiado, corre el peligro de excederse. Y es que en la humildad, como
en todo, la desmesura engendra el orgullo, y ese orgullo es mucho más insidioso y peligroso
que el del mundo, que muchas veces no pasa de ser vanagloria»[97].

La humildad evita la arrogancia y el autorrechazo

Hace años, cayó en mis manos un libro de Mark Kinzer, un judío convertido al cristianismo[98].
Comenzaba contando lo que le ocurrió a un amigo suyo que, recién convertido, interpretó mal
un texto en el que San Pablo aconseja la humildad de tenerse en menos que los demás[99]. El
Apóstol se refiere al espíritu de servicio, a esa disposición interior que lleva a servir a los demás,
pero el amigo en cuestión lo interpretó en sentido literal e indujo que debía convencerse a sí
mismo de que todos los demás eran mejores que él. Para vivir en consecuencia, formuló el
propósito de pensar que cada persona con la que se encontraba era mejor que él. Al final acabó
deprimido y tuvo que reconocer que era incapaz de hacerse creer que era la persona más
horrible del mundo, aparte de que «encontraba bastante gente que, desde un punto de vista
objetivo, no parecía ser mejor que él». Lo peor de todo fue que «se dio cuenta de que nunca
había gastado tanto tiempo en pensar en sí mismo y en compararse con los demás»[100].

«La humildad es la verdad», sentencia Santa Teresa de Ávila. La humildad es el arte de


valorarnos a nosotros mismos tal como somos, asumiendo tanto nuestras cualidades, como
nuestras limitaciones. Humildad es mirarnos tal como somos, sin paliativos. Como vimos, la
soberbia pone gafas que colorean todo lo que vemos, de modo que el trato con los demás está
influido por el deseo morboso de quedar bien. La humildad, en cambio, proviene de conocer esa
dignidad que nada ni nadie nos puede quitar. Quien, mientras lucha por mejorar, se ama a sí
mismo tal como es, pierde los respetos humanos y permite a los demás que le corrijan y le
juzguen como quieran.
San Pablo afirma que debemos juzgarnos a nosotros mismos con sobriedad[101]. Lo contrario
a la sobriedad, la borrachera, lleva a algunos a actuar como si fuesen héroes, mientras que a
otros les deja sumidos en una depresión. Todos tenemos días en los que nos levantamos
pletóricos y otros en los que todo se nos hace cuesta arriba. De modo análogo, ya en un ámbito
moral, podemos distinguir dos tipos de soberbia: arrogancia o engreimiento, y autorrechazo o
complejo de inferioridad. Ambos resultan de desconocer la propia dignidad.
En el fondo, la arrogancia y el autorrechazo son el anverso y reverso de la misma moneda, de
ahí que el malsano autodesprecio sea una especie de soberbia invertida. La misma falta de
humildad se esconde detrás de la arrogancia, que detrás del autorrechazo. Hay quienes
presumen y se muestran muy seguros de sí mismos, mientras que por dentro están temblando
igual que los que apenas se atreven a levantar la voz. Un mismo amor propio lleva a unos a ser
fanfarrones, y a otros a no atreverse a intervenir por miedo a hacer el ridículo.

Bien lo explica Nouwen, cuando escribe: «Con el correr de los años me he ido percatando de
que el peligro más importante para nuestra vida no es tanto el éxito, la popularidad o el poder,
sino el autorrechazo. Es evidente que las tentaciones del éxito, de la popularidad o de la
prepotencia son considerables, pero nuestra vulnerabilidad ante ellas depende de la medida en
que hemos consentido ante otra tentación más grave que es el autorrechazo. Si escuchamos
esas voces que nos susurran que no tenemos dignidad y que nadie nos ama, entonces caemos
en la trampa del rechazo de sí y a continuación somos seducidos por la aureola del éxito, de la
popularidad o de la prepotencia, buscando en ello ese aprecio que echamos de menos. [...]
Quizá pienses que la arrogancia es una tentación mayor que el rechazo de sí. Pero, ¿no son
arrogancia y autorrechazo anverso y reverso de la misma moneda? ¿No significa la arrogancia
que te pones encima de un pedestal para evitar que los demás te vean como realmente
eres?»[102].
Problemas de infravaloración son más corrientes de lo se piensa. A quien esté convencido de
pertenecer al grupo de los que deberían moderar su ambición, podría ocurrirle que, cuando se
conozca mejor a sí mismo, se dé cuenta de que su arrogancia era consecuencia de su
tendencia a infravalorarse. «Siempre me ha impresionado —refiere Nouwen— encontrar
hombres y mujeres con un talento indiscutible y con grandes compensaciones por sus logros,
que dudan de su propia valía. En vez de considerar sus éxitos signos de su belleza interior, los
viven como un encubrimiento de su baja estima personal. No pocos me han confesado: "Si la
gente supiera lo que hay en lo más profundo de mí mismo, dejarían de aplaudirme y de
alabarme"»[103].

Al mismo descubrimiento llegó Mark Kinzer. Con gran sinceridad, cuenta sobre sí mismo:
«Nunca pensé que eso del rechazo de sí mismo fuese mi problema. De haber problema, mis
dificultades y defectos iban en la otra dirección: un exceso de confianza, de seguridad en mí
mismo y de soberbia. Siempre saqué muy buenas notas en la escuela y nunca me faltaron
buenos amigos. Manifestaba claramente mis opiniones y aceptaba con agrado el reto de un
buen argumento. En mi trabajo era un perfeccionista: si Mark Kinzer lo hace, seguro que está
bien hecho. También albergaba grandes ambiciones para mi futuro. [...] Todo parecía estar a mi
alcance. Cuando me hice cristiano, me pareció evidente que necesitaba renunciar a mi anterior
soberbia, perfeccionismo y ambición. Durante años luché contra esas tendencias,
arrepintiéndome de nuevo una y otra vez. Por fin, un cristiano mayor que yo y de probada
sabiduría me dijo que mi problema era quizá algo más que una simple cuestión de ambición y
soberbia. Concluyó diciéndome: "pienso que padeces de falta de confianza en ti mismo y de un
excesivo deseo de aprobación y seguridad". Me quedé helado. ¿Era acaso posible atribuir mis
energéticas ansias de gozar de una posición excelente en parte a un deseo de
autoconfirmación? Pensando en mi vida, me di cuenta de que en efecto ese era mi caso. No
sólo debía arrepentirme de mi ambición, sino que me hacía también falta crecer en la
conciencia de ser un hijo de Dios que no necesita autoconfirmarse ante su Padre»[104].
El olvido de uno mismo y los autoengaños

En la práctica, la verdadera humildad conduce al espontáneo olvido de uno mismo, lo cual


facilita la entrega desinteresada a los demás. «No imaginéis —observa Lewis— que si conocéis
a un hombre realmente humilde será lo que la mayoría de la gente llama "humilde" hoy en día.
No será la clase de persona untuosa y reverente que no cesa de decir que él, naturalmente, no
es nadie. Seguramente lo que pensaréis de él es que se trata de un hombre alegre e inteligente
que pareció interesarse realmente en lo que vosotros le decíais a él. Si os cae mal será porque
sentís una cierta envidia de alguien que parece disfrutar con tanta facilidad de la vida. Ese
hombre no estará pensando en la humildad: no estará pensando en sí mismo en absoluto»[105].
No se trata, por tanto, ni de decir que uno no vale nada ni de defender a toda costa la propia
dignidad, sino que se trata más bien de no andar preocupado por el propio valor o por el qué
dirán. Sería una contradicción afirmar que uno es verdaderamente humilde y empeñarse en
demostrarlo a toda costa.
Si en vez de abandonar la propia valía en manos del Señor, la humildad consistiese en pensar
que uno vale menos de lo que en realidad vale, el olvido de uno mismo sería imposible. Tanto el
arrogante como el acomplejado no paran de darse vueltas a sí mismos. Intentan hacerse creer
que son mejores o peores de lo que en realidad son, pero nunca lo consiguen del todo puesto
que su inteligencia está hecha para la verdad y esa es una realidad inamovible.

Lewis pone en boca de un demonio este malévolo consejo: «Debes ocultarle al paciente la
verdadera finalidad de la humildad. Déjale pensar que es, no olvido de sí mismo, sino como una
especie de opinión (de hecho, una mala opinión) acerca de sus propios talentos y carácter.
Algún talento, supongo, tendrá realmente. Fija en su mente la idea de que la humildad consiste
en tratar de creer que esos talentos son menos valiosos de lo que él cree que son. [...] Por ese
método, a miles de humanos se les ha hecho pensar que la humildad significa mujeres bonitas
tratando de creer que son feas y hombres inteligentes tratando de creer que son tontos. Y
puesto que lo que están tratando de creer puede ser, en algunos casos, manifiestamente
absurdo, no pueden conseguir creerlo, y tenemos la ocasión de mantener su mente dando
continuamente vueltas alrededor de sí mismos, en un esfuerzo por lograr lo imposible»[106].
A decir verdad, ese autoengaño no es del todo imposible y, de hecho, puede ir muy lejos. «Fuera
de las cárceles —cuenta un testigo de los horrores vividos en los campos de concentración
comunistas—, muchos hombres de la Seguridad del Estado solían comportarse con gran
seguridad en sí mismos afirmando cosas como ésta: "Nunca he hecho daño a nadie en mi vida,
quizá he dejado de ayudar a alguien por inadvertencia". Suena casi irónico, pero ha sido lo típico
en los más sádicos»[107]. La experiencia muestra que quien confiesa a menudo sus pecados
suele saber de qué confesarse, mientras que quien nunca lo hace no sabe de qué confesarse.
«Cuando un hombre se va haciendo mejor, comprende con más claridad el mal que aún queda
dentro de él. Cuando un hombre se hace peor, comprende cada vez menos su maldad. Un
hombre moderadamente malo sabe que no es muy bueno: un hombre totalmente malo piensa
que está bastante bien. Esto, después de todo, es de sentido común. Comprendemos el sueño
cuando estamos despiertos, no mientras dormimos»[108].
Quien se miente habitualmente a sí mismo puede terminar creyéndose sus propias mentiras. Su
vida entera podría terminar siendo una mentira: ante él mismo, y ante los demás. «El hombre
que se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras —advierte Dostoiewski— llega a
encontrarse en situación tal que no sabe ver la verdad ni en sí mismo ni a su alrededor, y pierde
la propia estimación y el respeto de los demás»[109]. Es la triste historia del deterioro moral del
hombre a causa de su soberbia. Mientras su conciencia le siga susurrando que se engaña, hay
todavía esperanza de salvación: significa que aún queda algo de su yo real. Lewis, en uno de
sus libros[110], muestra que en el infierno el autoengaño es máximo; examinando la vida de
diversos habitantes del infierno, sugiere que su soberbia les habría llevado a tal
desconocimiento de sí mismos, que ya nada quedaría de su verdadero yo: al final de su vida,
sólo quedaría su falso yo, estarían completamente alienados de sí mismos, totalmente fuera de
la realidad, ¡todo sería mentira!
En el drama del autoengaño, lo primero que se pierde es la conciencia; después, la cabeza: el
entendimiento. Quien vive como piensa, acaba pensando como vive. Sirva de ilustración un
elocuente pasaje de una obra de teatro de Jacinto Benavente. Cuando el astuto Crispín propone
al buen Leandro que engañe por amor, dice éste: «—Yo no puedo engañarme, Crispín. No soy de
esos hombres que cuando venden su conciencia se creen en el caso de vender también su
entendimiento»; a lo que replica Crispín: «—Por eso dije que no servías para la política. Y bien
dices. Que el entendimiento es la conciencia de la verdad, y el que llega a perderla entre las
mentiras de su vida, es como si se perdiera a sí mismo, porque nunca volverá a encontrarse ni a
conocerse, y él mismo vendrá a ser otra mentira»[111].

La verdadera humildad y libertad del cristiano

La humildad del cristiano sabe conjugar miseria y grandeza, pues hunde sus raíces en el
conocimiento propio y en el Amor de Dios. Es incluso un santo orgullo, como si la modestia
estuviese fuera de lugar. Como observa Lewis: «la humildad perfecta prescinde de la modestia.
Si Dios está satisfecho de su obra, la obra puede estar satisfecha consigo misma»[112]. La
conciencia de las propias limitaciones, si se tiene buena voluntad, ya no es un peso que aplasta.
La humildad no proviene de la temeraria presunción de quien se cree invulnerable. Es más bien
consecuencia de la madurez propia de quien está en paz consigo mismo. En ese sentido, la
humildad acrecienta la libertad interior y favorece el desarrollo de la propia personalidad.
Si se entiende mal la humildad cristiana, parece como si a los cristianos se les propusiese un
ideal que coarta su personalidad. Es verdad que Jesucristo pide que uno se niegue a sí mismo,
pero este morir a uno mismo, bien entendido, no consiste en perder la propia personalidad. Bien
al contrario, el buen cristiano se encuentra a sí mismo en Dios. Nadie es tan dueño de sí mismo
como el que se siente amado por Dios tal como es. Y es precisamente esa humilde autoestima
la que permite al cristiano morir a sí mismo, en el sentido de morir a su amor propio. En
consecuencia, esa conciencia de su dignidad le hace capaz de entregarse a los demás con gran
libertad interior. El Amor de Dios le libera de sus problemas personales, de modo que en
adelante puede dedicar todas sus energías a ocuparse de los demás. Como afirma un autor, «la
intervención divina en la existencia histórica hace surgir la theia mania, la locura divina, el "estar
fuera de uno mismo" propio de los hombres verdaderamente grandes, que no es destrucción de
la identidad personal, sino que la dilata casi hasta el infinito, para conducirla a su plenitud»[113].
El ser humano alcanza su plenitud en la medida en que ama de verdad: encuentra su verdadero
yo entregándolo por amor a un tú. «Pues donde yo soy tuyo, es cuando soy completamente
mío», dice un soneto de Miguel Ángel a Vittoria Colonna[114]. Quien ama de verdad se olvida de
sí mismo para poder contribuir a la felicidad de la persona amada. Así se entiende
correctamente lo que significa morir a uno mismo por amor. Se trata de morir al propio
egoísmo, de entregar el yo, de inmolarlo, pero no de suicidarlo. «Psicológicamente y
metafísicamente —observa Thibon—, la inmolación se sitúa en las antípodas del suicidio.
Inmolarse, no es saltar más allá de la vida, sino más allá de mi vida en todo lo que tiene de
limitado y cerrado. El sacrificio supremo sólo puede ser concebido como una ruptura de los
límites, una apertura absoluta, no la muerte del yo, sino su transmutación total en amor... »[115].
La libre entrega de uno mismo por amor requiere, por tanto, una buena dosis de humilde
autoestima, de fortaleza y de grandeza de ánimo. En conclusión, el Amor de Dios y el propio
empeño hacen posible aquello que más engrandece al hombre: amar de verdad. Quien, con la
ayuda divina, pierde su vida por amor, la gana, no sólo en esta vida —pues encuentra su
verdadero fin: realizarse a través del amor—, sino también en la Otra[116]. «Poseeréis vuestras
almas», decía Cristo a los que le serían fieles, negándose a sí mismos por amor[117].
Hoy en día, está de moda hablar de la importancia de ser uno mismo. Pues bien, Dios es el
primero que lo desea y que lo hace posible. Lewis pone este consejo en boca de un astuto
demonio en una carta a otro demonio menos hábil: «Sé, naturalmente, que el Enemigo también
quiere apartar de sí mismos a los hombres, pero en otro sentido. Recuerda que a Él le gustan
realmente esos gusanillos, y que da un absurdo valor a la individualidad de cada uno de ellos.
Cuando Él habla de que pierdan su "yo", se refiere tan sólo a que abandonen el clamor de su
propia voluntad. Una vez hecho esto, Él les devuelve realmente toda su personalidad, y pretende
(me temo que sinceramente) que, cuando sean completamente Suyos, serán más "ellos
mismos" que nunca. Por tanto, mientras que Le encanta ver que sacrifican a Su voluntad hasta
sus deseos más inocentes, detesta ver que se alejen de su propio carácter por cualquier razón.
Y nosotros tenemos que inducirles siempre a que hagan eso. Los gustos y las inclinaciones
más profundas de un hombre constituyen la materia prima que el Enemigo les ha
proporcionado. Alejar al hombre de ese punto de partida es siempre, pues, un tanto a nuestro
favor»[118].
No viven bien lo que acabamos de exponer quienes pretenden olvidarse de sí mismos, pero a
costa de sí mismos. En esa línea, algunos autores ateos han afirmado que el cristianismo
llevaría al hombre a despersonalizarse. Tendrían algo de razón si la máxima cristiana según la
cual uno debe negarse a sí mismo fuese interpretada como una invitación a traicionarse a sí
mismo o al servilismo propio de quien carece de libertad interior. Bien entendido, el cristianismo
es fuente de libertad interior, pero mal vivido puede justificar esas críticas. No es que haya algo
erróneo en el mensaje cristiano. Sucede más bien que hay personas que no lo enseñan
correctamente, quizá porque ellos mismos lo viven de modo erróneo.
Sirva como ejemplo lo que transcribe San Josemaría de una carta: «Me encanta la humildad
evangélica. Pero me subleva el encogimiento aborregado e inconsciente de algunos cristianos,
que desprestigian así a la Iglesia. En ellos debió de fijarse aquel escritor ateo, cuando dijo que
la moral cristiana es una moral de esclavos»[119]. Ese «escritor ateo» quizá podría ser
Nietzsche, uno de esos autores que no logran conciliar libertad y entrega. Ya vimos que hay
personas que, por miedo a perder su legítima autonomía, reafirman su propia independencia a
costa de toda dependencia amorosa. Son “libres”, pero no aman a nadie. San Josemaría,
respondiendo a esa carta, afirma: «Realmente somos siervos: siervos elevados a la categoría de
hijos de Dios, que no desean conducirse como esclavos de las pasiones»[120].

Examinemos ahora algunos malentendidos acerca de la libertad. En su Epístola a los Romanos,


San Pablo distingue tres tipos de personas: paganos, judíos y cristianos. Existen dos modos de
corromper la verdadera libertad: el libertinaje del pagano que se hace esclavo de sus pasiones,
y la falta de libertad interior del judío que se hace esclavo de la ley. El cristiano, en cambio,
conoce esa verdadera libertad que Cristo nos ha ganado[121], por la que no se esclaviza ni al
pecado ni a la ley[122]. Al pagano habría que recordarle que «cuando el hombre quiere liberarse
de la ley moral y hacerse independiente de Dios, lejos de conquistar su libertad, la
destruye»[123]. Al judío habría que felicitarle por su fidelidad a la ley; no obstante, habría que
ayudarle a superar su moralismo, haciéndole ver que no se trata de abolir la ley, sino de
sujetarse a ella por amor[124]. «Si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres»,
dijo Jesús[125], pues la verdadera libertad es un don divino. «Saboreamos esta soltura de
movimientos —testifica San Josemaría— como un regalo de Dios»[126].
Una persona de profunda vida cristiana hizo esta afirmación, que se presta a equívoco pero que
sintetiza bien la libertad de los hijos de Dios: «En el fondo, jamás me rebajé, excepto ante Dios o
en nombre de Dios. Si bien es verdad que mientras contemplo a Dios mi yo ya no existe,
también es verdad que no abdica ante nadie más»[127]. Es un buen ejemplo de cómo el buen
cristiano sabe conjugar humildad y seguridad en sí mismo. En el fondo, lo peligroso no es tener
un carácter fuerte, sino esa autosuficiencia de pensar que uno no necesita ni a Dios ni a los
demás...

«Nuestra seguridad proviene de Dios», afirma San Pablo[128]. Los malentendidos en relación a
la humildad no van sólo en la línea de pensar que el ideal cristiano consiste en infravalorarse.
Otras veces, la fuerte personalidad y sana seguridad en sí mismos de los santos hacen pensar
que son soberbios. «No soy una santa —decía Santa Teresa de Lisieux—. Soy un alma muy
pequeña a la que el buen Dios ha colmado de gracias...»[129]. Decía San Josemaría que se veía
delante de Dios «como un pobre pirulero, o como cuatro huesos ya sin fuerza física, lleno de
costras y miserias, como un personaje bien feillo. Pero, al mismo tiempo, ¡qué me importa todo
esto si sé que Dios me quiere, si sé que Dios me espera, si sé que Dios se sirve de mí tal y como
soy, y no desea darme nada más aquí en la tierra! ¡Soy feliz, porque así me quiere Él!»[130].
Puesto que la humildad cristiana excluye tanto el engreimiento como la baja autoestima, no es
de extrañar que esa virtud dé lugar a malentendidos en ambas direcciones. Los santos, por una
parte, conociendo con gran realismo su propia miseria y la grandeza divina, afirman con pleno
convencimiento que no valen nada; por otra parte, no confunden humildad con gazmoñería:
conscientes de su filiación divina y apoyados en la misericordia de Dios, son capaces de
acometer las más audaces empresas. Precisamente porque se saben poca cosa, se apoyan
más en Dios y no se arrugan ante las dificultades. Los santos, en suma, nos desconciertan
porque han podido revestirse de esa «fortaleza que se consuma en la debilidad» a la que se
refiere San Pablo[131].

«Todo lo puedo en Aquel que me conforta», decía el Apóstol[132]. Muchos santos fueron
criticados a causa de ese santo orgullo. Pero se trata de un sentimiento de superioridad, que no
es soberbia, sino un grito de humildad verdadera, porque se fundamenta en la convicción de
que solos no podemos nada, pero con el amor y la ayuda del Señor somos capaces de todo.
«Soy pequeño y grande —afirma San Gregorio Nacianceno—, humilde y excelso, mortal e
inmortal, terreno y celestial; me conviene ser sepultado con Cristo, resucitar con Cristo, ser
coheredero con Cristo, hacerme hijo de Dios»[133].

SEGUNDA PARTE: POSIBLE SOLUCIÓN

1) Querer, saber y poder

En las páginas anteriores han ido saliendo todo tipo de problemas: autosuficiencia, respetos
humanos, falta de madurez, afán posesivo, susceptibilidad, resentimiento, odio, envidia,
problemas matrimoniales, neurosis, autorrechazo, autoengaño... Dada la importancia de la
cuestión que nos ocupa, es urgente buscarle una solución definitiva. La solución no será de tipo
meramente ascético, como si todo pudiese resolverse mediante el empeño decidido de la
voluntad por evitar las manifestaciones de orgullo. Ya hemos visto que el problema es más
profundo, puesto que tiene que ver con la actitud de uno hacia sí mismo. Pero vayamos por
partes, preguntándonos si es posible solucionar establemente los problemas relativos al orgullo.

Ir al fondo de los problemas


Dios nos ha creado para ser felices amando como Él ama. Pero, por culpa del pecado, somos
comparables a una lavadora averiada por haber sido mal utilizada. Dios mismo se ha hecho
hombre para darnos los medios con que arreglar los desperfectos. Nuestra felicidad depende
de la calidad de nuestros amores, pero, aunque nos esforcemos por mejorarla, con nuestras
solas fuerzas no conseguimos superar del todo nuestros egoísmos. A veces, queremos pero no
podemos. Quisiéramos, por ejemplo, no sentir resentimiento hacia alguien que nos ha ofendido,
pero lo sentimos igualmente; quisiéramos olvidar algún agravio ya perdonado, pero no lo
logramos. Y es que, como vimos al principio de estas páginas, nuestra naturaleza se ha
deteriorado a causa del lastre que deja el pecado.
La experiencia muestra, en efecto, que el egoísmo anida en el corazón del hombre. Se ve muy
claro en los niños, incluso antes de alcanzar el uso de razón. Hay niños sanos que lloran por la
noche únicamente para llamar la atención de sus padres. Me contaba un experto pediatra que
incluso niños de varios meses pueden llegar a comportarse de modo histérico. Me refería el
caso de un niño de seis meses que tuvo un episodio de apnea. La madre, al ver que su hijo no
podía respirar, se azoró muchísimo. Desde entonces el niño, para que su madre le prestara
atención, simulaba episodios de apnea. «Yo se lo curo —le dijo el pediatra a la madre—: basta
con que me lo traiga una semana a la clínica». En efecto, una semana más tarde el niño estaba
totalmente curado. Cuando la madre preguntó al médico qué tratamiento había empleado, éste
le dijo que todo había sido muy sencillo: había bastado con no hacer caso al niño cada vez que
parecía que no podía respirar.

En la práctica, no basta, pues, con la sola fuerza de voluntad por contrarrestar todo movimiento
de soberbia, porque, como ya vimos al introducir estas páginas, en la raíz de todo mal moral,
encontramos siempre tres posibles causas entremezcladas: mala voluntad (no querer),
ignorancia (no saber), e incapacidad (no poder). Al revés, para amar de verdad, hacen falta tres
cosas: idoneidad y gracia de Dios (poder), buena voluntad (querer) y formación (saber). Además
de buena voluntad, necesitamos aprender a curar nuestra incapacidad. Para poder vencer en
esas peleas que nos superan, conviene indagar las causas más profundas, remover cimientos,
operar sobre nuestras ideas y sentimientos de fondo.
Si no basta con el mero esfuerzo de voluntad para solucionar establemente los problemas de
autoestima, se precisará toda una curación interior que sane de raíz el problema. Hablando de
una manifestación de la soberbia, afirma un biógrafo de Don Bosco: «la cólera es la espuma
exterior de ese torrente que hierve dentro de nosotros: la soberbia. Hay quienes logran
comprimirla y disimularla; y quienes la dejan derramarse en el exterior. Lo que importa es cegar
la vertiente donde nacen el torrente y su espuma»[134]. Pero se puede objetar que, dada la
profundidad con la que el amor propio está enraizado en cada alma, resulta imposible
desarraigarlo. Ciertamente, como afirma el refrán popular, «la soberbia sólo desaparece media
hora después de habernos muerto». Sin embargo, al menos, se podría buscar un medio para
neutralizar, o al menos paliar de modo más o menos estable, ese amor propio. El amor propio
no desaparece nunca del todo, pero un profundo cambio de mentalidad permite compensarlo.
Por tanto, para que la lucha contra la soberbia sea realmente eficaz, habría que cambiar
nuestras actitudes de fondo, lo que Stephen Covey llama “paradigmas básicos”: algo así como
las gafas a través de las cuales lo vemos todo. En vez de quedarnos en recetas superficiales,
debemos ir a la raíz del problema; no limitarnos sólo a contrarrestar las manifestaciones
externas de nuestros defectos, sino intentar también cambiar nuestras disposiciones últimas.
«Si queremos cambios relativamente pequeños en nuestras vidas, nos limitaremos a enfocar
nuestras actitudes y comportamientos. Pero si queremos cambios importantes y significativos,
necesitamos operar sobre nuestros paradigmas básicos»[135].
A pesar de todos sus desaciertos, Freud mostró que todos tenemos todo un mundo interior que
escapa al mero control de la voluntad. Por eso, se pregunta un autor: «¿Se es suficientemente
consciente en ambientes espirituales cristianos, del hecho de que la parte de la psyche humana
que se puede controlar por fuerza de voluntad y lucha ascética, es solamente la cumbre del
iceberg, y de que muchas necesidades y deseos se encuentran en el ámbito de lo
inconsciente?»[136]. En efecto, no basta con la voluntad: sólo la gracia de Dios, no sin nuestra
colaboración, puede curar las heridas de nuestro corazón. «Crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón
puro y renueva dentro de mí un espíritu recto», reza David en su famoso salmo penitencial[137].
Largo es el camino de la purificación interior, pues el pecado inflige heridas y desórdenes
profundos en el alma. Es asombrosa en nuestra naturaleza la unidad existente entre elementos
tan dispares como el cuerpo y el alma. Desde un punto de vista descriptivo, llamamos corazón
a esa esfera intermedia o punto de encuentro entre lo meramente somático y lo meramente
espiritual. En función de la perfección moral de la persona, el corazón se animaliza o se
espiritualiza. Hacerse más espiritual no significa deshumanizarse. Significa poner las pasiones
al servicio de las potencias espirituales: consolidar progresivamente nuestra unidad. Según
cómo evolucionemos, nos hacemos o nos deshacemos. En el mejor de los casos, se da una
perfecta integración de las diversas potencias espirituales y afectivas. La virtud congrega, el
vicio disgrega. El hombre se perfecciona y es feliz en la medida en que integra todos sus
recursos con el fin de amar cada vez más y mejor. Si lo logra, vive en armonía con Dios, consigo
mismo y con los demás. El desamor, en cambio, surte el efecto contrario; como afirma Juan
Pablo II, el pecado «aleja al hombre de Dios, lo aleja de sí mismo y de los demás»[138].

Como al comprar un electrodoméstico, se podría decir que nuestra naturaleza nos presenta un
libro de instrucciones para el usuario. Cuanto mejor sigue uno esas instrucciones, más se
perfecciona y mayor es la unidad entre todos sus recursos. En cambio, quebrantar las
instrucciones resulta dañino, pues conlleva una progresiva disgregación de las diversas esferas.
Como enseña Mons. Javier Echevarría, «pecar implica, a la vez, ofender a Dios y causarnos
daño a nosotros mismos. El pecado no se queda en algo periférico que deja inmutado al que lo
realiza. Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que
verdaderamente somos y lo que verdaderamente estamos llamados a ser, incide en lo más
íntimo de nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado hiere al hombre,
descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la espiritual, y genera en el alma un
desorden íntimo entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad»[139].
Para purificarnos, debemos desandar el camino equivocado: debemos poner orden en el
desbarajuste interior que ha causado el pecado. Y no se trata de rectificar únicamente actos
puntuales. Es preciso corregir también orientaciones y actitudes de fondo egocéntricas. Sería
una pena malgastar nuestras energías persiguiendo fines que no nos hacen mejores. «Hay
quienes trabajan duramente a lo largo de muchos años por conseguir algo que, en realidad, les
está destruyendo como personas. Es patético pero frecuentísimo»[140]. La felicidad humana
pasa necesariamente a través de la apertura al amor. El hombre, como persona, sólo se realiza
plenamente a través de la libre entrega de sí mismo por amor. Nuestro yo sólo alcanza su
plenitud entregándose a un tú. Lo queramos o no, estamos hechos de tal forma que sólo
llegamos a dar lo mejor de nosotros mismos en la medida en que amamos, es decir, en la
medida en que nos entregamos libre y desinteresadamente a otra persona.
Vale la pena desandar el camino del pecado. Se trata de una penitencia que, tarde o temprano,
tendremos que hacer. Si queremos ser felices en esta vida y entrar en el Cielo, aquí o en el
Purgatorio, nos tendremos que purificar. Para ello, necesitamos una profunda conversión
interior al calor de la gracia divina y de nuestra buena voluntad. Dios quiere cimentar nuestra
autoestima, pero esto sólo es posible en la medida en que no antepongamos nuestro orgullo.
Comentando la conversión del hijo pródigo, afirma San Agustín: «Esto es lo que hicieron los
santos: despreciaron las cosas exteriores [...] Penetraron en sí mismos y miraron hacia sí; se
encontraron dentro de sí y se desagradaron a sí mismos; corrieron hacia aquel que debía
reformarlos y devolverles la vida, a aquel en el cual debían colocar su morada y en el que debía
perecer lo que habían formado por sí mismos y permanecer lo que él en ellos había creado. Eso
es negarse a sí mismo; esto es amarse a sí mismo rectamente»[141].

Cuanto más conscientes somos de nuestras incapacidades y de nuestras heridas, mejor


entendemos que la perfección del amor no es posible sin una especial ayuda divina. Además,
cuanto más tiempo se cultive una incapacidad, más difícil será erradicarla (no es lo mismo, por
ejemplo, la falta de autoestima en una persona sana que en un enfermo neurótico). Cuanto más
conscientes seamos de las profundas raíces de nuestras heridas interiores, mejor entendemos
la necesidad de esa gracia divina que sana, y por qué la Iglesia recomienda la confesión
frecuente, aunque no haya pecados mortales, como medio de curar nuestras incapacidades.

Una gracia que dignifica y sana

Cristo no se limita a enseñarnos a amar. Nos ofrece también una gracia que nos capacita para
amar como Él ama. En la Última Cena, al darnos su «mandamiento nuevo», nos pidió que nos
amásemos unos a otros como Él nos ha amado[142]. Esto implica una velada promesa de
asistencia para lograrlo. Su mandamiento es nuevo, entre otras cosas porque la calidad del
amor que nos pide excede nuestras posibilidades naturales. Sin la ayuda de la gracia, el ejemplo
de Cristo sería inimitable. «Imitar y revivir el amor de Cristo —enseña Juan Pablo II— no es
posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un
don recibido»[143]. Para amar como Jesucristo ama, se requiere toda una purificación interior.
Sólo la gracia de Dios —no sin nuestra correspondencia— puede llevarla a cabo, puesto que
gran parte del egoísmo del yo que enturbia el corazón escapa al control de la voluntad.Hay que
purificarlo para que de él puedan salir cosas buenas. «El hombre bueno, del buen tesoro del
corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo», afirma Jesús[144]. Aparte del
esfuerzo de voluntad, necesitamos una gracia de Dios capaz de sanar de raíz nuestras malas
inclinaciones.
Con lo dicho, no pretendo restar importancia a la lucha ascética, a ese empeño por adquirir
buenos hábitos y por contrarrestar malas tendencias. Todo es gracia, pero Dios la otorga a
quien se predispone —con humildad y buenas obras— para recibirla. La voluntad es comparable
a un músculo que hay que entrenar diariamente para que responda bien cada vez que se le
necesita. Si está debilitado, deja mucho que desear a la hora de hacer el bien y de evitar el mal.
Quiero simplemente recordar que la sola fuerza de voluntad es insuficiente. Se precisa también
toda una curación interior de nuestras incapacidades, que, purificando desde dentro nuestras
pasiones y facultades espirituales, ayude a poner orden en nuestro complejo mundo interior.
Necesitamos, en suma, esa gracia que Cristo nos comunica a través de los sacramentos, sobre
todo a través de la Confesión y de la Eucaristía; necesitamos esa «fuerza que transforma
interiormente al hombre»[145], ese don del Espíritu Santo que «transforma el mundo humano
desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias»[146].
Dios, que es Amor[147], se revela y comunica a través de Cristo. El hombre ha sido creado para
amar como Cristo ama, pero el pecado se lo impide y necesita que la gracia cure su
incapacidad. La gracia santificante es el don del Espíritu Santo obtenido por Cristo en la Cruz.
«La gracia que surge de Cristo redentor consiste en el don de la vida divina a la
humanidad»[148]. Se trata de un don sobrenatural que, al transformarnos interiormente, nos
capacita para amar como Cristo ama. Para llevar a cabo esa misteriosa transformación, el
Espíritu Santo opera en nosotros de modo progresivo tres efectos conjuntos: ilumina nuestro
entendimiento para comprender el Amor de Dios, inflama nuestra voluntad para encendernos
en deseos de corresponderle, y purifica nuestro corazón para conformar cada vez más nuestros
afectos con los afectos del Corazón de Cristo.
La santidad, como perfección de amor, no es posible sin la ayuda divina. Salvación viene de
salud: para salvar hay que sanar. Sólo Dios es Santo: sólo Él ama de modo plenamente perfecto.
Y es Cristo —Dios hecho hombre para salvarnos— quien, por medio de la gracia santificante,
nos eleva a la dignidad de hijos de Dios y cura el poso de egoísmo que el pecado ha depositado
en nuestra naturaleza. «La gracia sana y eleva», se afirma en teología: la gracia cura nuestra
incapacidad de amar bien —de modo libre, desprendido y desinteresado—, y nos eleva a la
dignidad de hijos de Dios. Si lo que hay que curar es ante todo ese amor propio que pervierte
nuestro amor, no es de extrañar que uno de los caminos que sigue la gracia para llevar a cabo
esa curación consista en ayudarnos a tomar conciencia de la elevación a la dignidad de hijos de
Dios.
En definitiva, Cristo es a la vez modelo y fuente de amor perfecto. Nos enseña a amar y,
mediante esa gracia que nos cura y dignifica, nos capacita para amar como Él ama. Por tanto,
en la medida en que nos dejamos penetrar por la gracia, podemos alcanzar esa verdadera
felicidad que consiste en dar y en recibir un amor de gran calidad. La gracia de nuestro
Redentor abre, pues, perspectivas insospechadas de santidad, pero, acostumbrados a nuestra
propia limitación, solemos empequeñecer esas perspectivas. Si nos percatásemos del amor de
Cristo, nos convenceríamos más fácilmente de la necesidad de transformarnos interiormente.
«El gran drama de la especie humana —afirma Frossard— consiste en no comprender el amor y
fijarle límites que no existen más que en nuestro propio corazón»[149].

Los problemas de perseverancia

Quizá una de las circunstancias más dolorosas en la vida es vivir de cerca cómo se rompe un
compromiso de amor. Uno se pregunta: ¿Cómo es posible que dos personas que se querían
tanto se torturen ahora de ese modo? ¿Cómo se podría haber evitado? Si se aborda
precipitadamente esta cuestión, se corre el riesgo de perder de vista su complejidad. Por una
parte, la cercanía dificulta la ponderación. Por otra parte, no resulta fácil aunar una multiplicidad
de situaciones diversas. Consciente de ello, espero no simplificar demasiado las cosas al
preguntarme por las posibles causas de los problemas de perseverancia.

En resumidas cuentas, pienso que para ser feliz y perseverar —tanto en una vida de entrega
exclusiva a Dios, como en cualquier otro compromiso de amor para toda la vida, como es el
matrimonio—, hay que aprender a amar de verdad: con obras de entrega facilitadas por una
gran capacidad afectiva, y con la libertad interior, el desprendimiento y la rectitud de intención
propios de quien es consciente de su propia dignidad. Es ahí, en primer lugar, donde hay que
buscar la causa de que alguien tenga problemas para perseverar en su compromiso de amor.
Es importante tener todo esto en cuenta en vistas a juzgar correctamente a las personas,
cuando hay que hacerlo y reservando el último juicio a Dios. En rasgos generales el mal empleo
de la propia libertad es culpable, la incapacidad es inculpable y la ignorancia puede ser tanto lo
uno como lo otro según sea vencible o invencible. En la infidelidad a un compromiso adquirido,
siempre suele haber algo de ignorancia. Raros son los casos en los que todo sea incapacidad o
mala voluntad. Si profundizamos más veremos que hay dos clases de incapacidad: innata
(heridas en nuestra naturaleza a causa del pecado original y tara genética) y adquirida
(educación, malos hábitos, etc.). En los malos hábitos y en la reacción ante lo que cuesta gran
esfuerzo, sí que hay lugar para la responsabilidad personal.

En vez de enjuiciar a las personas, sería mucho más positivo ofrecerles soluciones. Puesto que,
detrás del mal moral, encontramos una mezcla de tres causas posibles —incapacidad, mala
voluntad e ignorancia—, si alguien no es feliz después de haber contraído —con Dios o con una
criatura— un firme compromiso de amor, se le podrá decir, con razón, que algo falla en la
intensidad y en la calidad de su amor. Pero en vez de culpabilizarle sin más, sería mejor
ayudarle a descubrir por qué no consigue amar más y mejor. Quizá falte buena voluntad por su
parte, pero es también posible que sea algo que le supere, o que haya ignorancia en cuanto a
los medios humanos y sobrenaturales. En la práctica, rara vez es blanco o negro, lo uno o lo
otro; suele ser más bien gris, una mezcla de los tres elementos.
Ante problemas de perseverancia, no sería, pues, justo atribuir sistemáticamente la culpa a falta
de empeño por parte del interesado. Hay personas de muy buena voluntad, incluso muy
sacrificadas, que no irradian alegría porque, sin darse cuenta, han planteado su entrega desde
una perspectiva voluntarista. En vez de reprocharles su tristeza, habría que enseñarles más bien
a renovar su enamoramiento y a ser humildes: enseñarles a volcar todo su afecto en la persona
con la que se han comprometido y tener la humildad de dejarse querer. Necesitan aprender a
potenciar su capacidad afectiva y a doblegar su amor propio mediante esa humilde autoestima
que les confiere su filiación divina y el amor misericordioso de su Padre Dios.
En efecto, como veremos, la grandeza del cristiano, además de su dignidad de hijo de Dios,
proviene también del reconocimiento de su propia miseria ante un amante misericordioso. En
síntesis, la solución estable que buscamos consiste en entender y vivir a fondo el Amor de Dios.
Cristo es el único capaz de devolver a cada hombre su dignidad perdida, no sólo mediante esa
gracia que le diviniza, restableciendo así la dignidad perdida por el pecado original, sino también
mediante ese Amor misericordioso que le lleva a amarnos tal como somos: con nuestras
limitaciones, con motivo de ellas e incluso gracias a ellas.

Hablando de soluciones concretas, no olvidemos que cada persona es diferente. Pastores de


almas saben que aplicar indiscriminadamente recetas prefabricadas denota, como mínimo, una
falta de respeto. En lo que exponemos, hay aspectos universales, aplicables a todos (aunque en
diferente medida), pero no olvidemos que, en última instancia, cada alma tiene su propia
historia.

2) Sólo el Amor de Dios ofrece soluciones estables

«Dios me ama. Esa es la última y suprema razón de mi existencia. Sobre esta convicción, sobre
esta realidad fecunda, debo construir toda mi vida espiritual»[150]. La única solución estable de
los problemas del orgullo pasa a través de la toma de conciencia de la dignidad que me
confiere el Amor de Quien más y mejor me ama.
Objetivamente, quizá no valgamos mucho, pero Dios nos ama tal como somos y su Amor nos
confiere una dignidad inestimable. Y no es que Dios nos ame sólo de modo general: cada
persona individual puede afirmar que lo es todo para Él. Se trata, pues, de contraponer a la
soberbia «el gozo humilde de saberse amado por Dios, no porque yo lo merezca sino porque
Dios es bueno, es todo amor. Y hay que saberse amado singularmente, como alguien único,
como alguien delante de Dios. Como una persona, como una excepción. Esa convicción
metafísica constituye la fuerza más radical del hombre»[151]. Saberse objeto de la
complacencia divina es algo que nos purifica el alma. El arte de la humildad —y de la santidad—
consiste en vaciarse de uno mismo para poder llenarse de Dios, y también en llenarse de Dios
para poder vaciarse de uno mismo.
El amor de Dios confiere una dignidad inestimable. «La verdad más importante, capaz de
procurarnos un buen nivel de autorrespeto y de autoestima, es la verdad según la cual Dios nos
estima»[152]. Se evitan así las preocupaciones por el qué dirán. Quien se valore a sí mismo
como Dios le valora, ya no se preocupará tanto de cómo le valoran los demás: perderá el
miedoal desprecio ajeno. «¡Qué triste cosa es, sabiendo lo mucho que Dios me ama, lloriquear y
lamentarme porque no me quieren tanto como yo desearía! Es algo tan estúpido como la
actitud del multimillonario que se lamenta porque ha perdido cinco duros en una máquina
tragaperras»[153]. Con toda razón, escribe Luis de Moya, un sacerdote que quedó tetrapléjico
tras un accidente de coche: «Creo que un Amor inmenso preside mi vida. Y la de todos, aunque
muchos no se den cuenta. Por resumir mi problema, diría que soy un multimillonario que ha
perdido sólo mil pesetas»[154].

En la medida en que nos hacemos conscientes de nuestra dignidad de hijos de Dios,


desaparecen los respetos humanos. Los cambiamos por respetos divinos. Nuestra autoestima
es, sin duda, facilitada por el aprecio que otros nos tengan, pero, a fin de cuentas, de forma
estable, sólo puede radicar en la conciencia de nuestra dignidad a los ojos de Dios. Debemos
aprender a vernos y a valorarnos como Dios nos ve y valora. Cada vez que nos quejamos de que
otros no nos consideran lo suficiente, deberíamos acordarnos de lo mucho que Dios nos estima.
Honores humanos son sólo importantes para quien haga depender su autoestima de la opinión
ajena. Es muy aleccionador al respecto lo que dijo al Señor San Josemaría Escrivá en
momentos en que era objeto de numerosas calumnias: «¡Señor, si Tú no necesitas mi honra, yo
¿para qué la quiero?!». Tiempo después, lo contaba él mismo diciendo: «Y me costaba, me
costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones... Desde entonces, ¡me importa
un pito todo!»[155]. «Esa noche —comenta Pilar Urbano—, desmarrado de su propia estima [...],
ha traspasado el umbral de la genuina libertad»[156].

Toda una vida buscando lo que ya se tiene

El protagonista de una novela, estando en plena crisis, pregunta a su psicólogo: «¿Es que esa
ansia mía de ser amado, de ser amado tierna, apasionada y exclusivamente no va a verse
satisfecha nunca?»[157]. Lo reconozca o no, necesito un amor absoluto, duradero e
incondicional. Mi mayor grandeza proviene de ser amado por Dios. El amor de mis semejantes
es más patente, pero, a la larga, sólo el Amor de Dios logra llenar mi vacío interior, otras
soluciones de recambio (éxito y amor de otros) no me satisfacen del todo. En épocas exitosas
de mi vida, advierto menos mi profundo vacío, pero tarde o temprano resurge esa imperiosa
necesidad y, si soy sincero conmigo mismo reconozco que tengo un «corazón hambriento de
amor en busca de caminos falsos para conseguir mi propia autoestima»[158].
¡Qué gran razón tiene San Agustín cuando, al final de su vida, tras una larga búsqueda, exclama:
«Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»! «El
ser humano posee una capacidad de infinito que sólo el Infinito, Dios mismo, puede saciar. Hay
en nosotros un fondo que nada ni nadie, excepto Dios, logra llenar; y en consecuencia existe
—incluso en las más grandes amistades y en los más grandes amores— una cierta experiencia
de límite, de soledad no superada»[159]. Todo ser humano nace con un gran vacío interior, pero
al principio no sabe que sólo Dios lo puede colmar. La vida es un continua búsqueda de lo que
podría aplacar el hambre de un yo insatisfecho.
Respecto al yo hambriento, los éxitos personales son como un aperitivo. Lo que más aplaca el
hambre del yo es el amor. Nada llena tanto nuestro vacío interior como sentirnos —o sabernos—
amados por las personas que más estimamos. Sentirse útil para otro es algo gratificante,
mientras que sentirse inútil es algo deprimente. Cuando se nos hace patente el amor de una
persona, pensamos: «eso significa que hay algo en mí que le atrae, que es digno de ser amado».
Recibir amor verdadero nos dignifica. Para la persona que nos ama, nos convertimos en lo más
preciado que existe. ¡Qué importantes nos sentiríamos si conociésemos la intensidad del Amor
divino! A quienes no lo conocen sólo les queda una solución intermedia que no puede tener
efectos duraderos: obtener éxitos personales y experimentar el amor de otros (familiares y
amigos).
Dios, familiares, amigos, trabajo: es preciso tenerlo todo bien jerarquizado y esperar de cada
uno de ellos sólo lo que pueden dar. Si Dios ocupa el primer lugar en mi corazón, mejora mi
actitud hacia mí mismo y, en consecuencia, hacia los demás y hacia mi trabajo profesional. En
cambio, si Dios no ocupa el primer lugar, se deteriora mi actitud hacia lo personal y hacia lo
ajeno, aparte de que empeoran las perspectivas futuras. Así, por ejemplo, para quienes lo
principal es la familia, mientras todo va bien, su vacío interior está parcialmente colmado. Pero
si la situación familiar se deteriora, sólo les queda la alternativa de amigos y activismo laboral.

Peor lo tienen esos hombres que descuidan la familia y buscan autoestima en su trabajo. Sólo
le queda un eslabón antes de hundirse en la miseria. Por mucho éxito profesional que tenga,
tarde o temprano se jubila. Aunque haya construido todo un emporio económico y esté rodeado
de admiradores, llega un momento en que siente, o se le hace sentir, que está de más. Al
principio, quizá, se justifica diciendo que quiere ganar dinero para sacar adelante a su familia.
Pero tarde o temprano queda claro que lo que más le motivaba era el orgullo. «La codicia
—observa Lewis— hará sin duda que un hombre desee el dinero, para tener una casa mejor,
mejores vacaciones, mejores cosas que comer y beber. Pero sólo hasta cierto punto. ¿Qué es lo
que hace que un hombre que gane 10.000 libras al año ansíe ganar 20.000 libras? No es la
ambición de mayor placer. 10.000 libras le darán todos los lujos que un hombre realmente
pueda disfrutar. Es el orgullo... el deseo de ser más rico que algún otro hombre rico, y (aún más)
el deseo de poder. Puesto que, naturalmente, el poder es lo que el orgullo disfruta realmente: no
hay nada que haga que un hombre se sienta superior a los demás como ser capaz de
manipularlos como soldados de juguete»[160].
También el amor humano deja mucho que desear. También aquí, sin el convencimiento de ser
amados por Dios de modo incondicional, nos exponemos a toda clase de frustraciones a lo
largo de la vida. Por lo general, si un niño tiene buenos padres, piensa inconscientemente que le
aman de modo incondicional. En concreto, el amor de una buena madre es lo que más se
parece al amor incondicional de Dios. El amor materno es muy diferente al de esas chicas
ávidas de romances fáciles; éstas —como afirma un autor rememorando a su madre— «aman a
los hombres fuertes, enérgicos, resueltos, a los gorilas, en una palabra. Nuestras madres nos
aman desdentados o no, fuertes o débiles, jóvenes o viejos. Y cuanto más débiles somos, más
nos aman. Amor de nuestras madres, a ningún otro semejante»[161].
De todos modos, no se puede vivir toda una vida al amparo de las faldas maternas. Tarde o
temprano, si se quiere crecer, hay que emanciparse. Aparte de que es ley de vida que la madre
deje este mundo antes que sus hijos. «Con la muerte de mi madre —cuenta Lewis—
desapareció de mi vida toda felicidad estable, todo lo que era tranquilo y seguro. Iba a tener
mucha diversión, muchos placeres, muchas ráfagas de Alegría; pero nunca más tendría la
antigua seguridad. Sólo habría mar e islas; el gran continente se había hundido, como la
Atlántida»[162].

Siendo adolescentes, nos damos cuenta de que el amor de los padres no es tan incondicional
como parecía; entendemos que debemos hacernos independientes y saber por nosotros
mismos lo que valemos. Como primera solución de recambio, si no intentamos colmar el vacío
a través de éxitos académicos, esperamos encontrar en la amistad ese amor incondicional que
tuvimos siendo niños. A la larga, sin embargo, el problema no queda resuelto establemente, ya
que incluso las mejores amistades de esta vida tienen limitaciones.
En una novela en la que dos amigas de adolescencia se vuelven a encontrar treinta años más
tarde, escribe una de ellas en una carta: «Hemos crecido. Crecer es empezar a separarse de los
demás, claro, reconocer esa distancia y aceptarla. El entusiasmo de aquellos encuentros
juveniles con personas que despertaban nuestro interés se basaba en que dábamos por
supuesta una permeabilidad continua entre nuestra vida y la de ellos, entre nuestros problemas
y los de ellos, parecía posible la anexión. Es cierto que aún se dan momentos en que surge esa
ilusión de permeabilidad, pero son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede
pedir continuidad, vigencia permanente. Yo de jovencita —y a ti te pasaba lo mismo— estaba
segura de que las gentes que me querían nunca se iban a desentender de mí, que mi vida era
indispensable para la suya. Pero en el fondo, lo que quería es que no me dejaran nunca de
necesitar. Pues no. Luego ves que no, y además, es mejor que nadie te necesite mucho»[163].

El amor entre hombre y mujer tiene una gran capacidad de satisfacer el hambre del yo. Por eso,
con ocasión del primer éxito amoroso, suelen desaparecer bastantes problemas de inseguridad.
Sucede a menudo que quienes durante su adolescencia tuvieron problemas de autoestima, se
curen de golpe cuando se enamoran y se ven correspondidos. Es lógico ya que el
enamoramiento produce una especie de encantamiento que a uno le hace pensar que vive un
amor incondicional, divino, sin mezquinos cálculos de conveniencia. El enamorado vive como
fuera de sí mismo, está como enajenado pensando de continuo en el objeto de su amor. Ya
Platón decía que este tipo de amor es un reflejo de la divinidad. Lo que se escriben los novios
podría ser puesto en boca de Dios mismo, con la diferencia de que, a Dios, el amor no le ciega.
En cambio, el espejismo del enamoramiento hace que uno apenas vea los defectos del otro,
piense que no hay nadie mejor. No es de extrañar que personas enamoradas se digan «te
adoro», algo que en sentido estricto sólo corresponde a Dios. Como reconoce el poeta
decimonónico:
«Lo que el salvaje que con torpe mano

hace de un tronco a su capricho un dios,

y luego ante su obra se arrodilla, eso hicimos tú y yo»[164].

De todos modos, el enamoramiento es un sentimiento que no dura. Es un buen punto de partida


que hay que superar gracias a un amor más maduro. El amor no se alimenta sólo de simple
pasión: «es una profunda unidad, mantenida por la voluntad y deliberadamente reforzada por el
hábito»[165]. El matrimonio ideal consta de dos personas conscientes de su dignidad que, al
mismo tiempo, se quieren con locura. Son a la vez independientes y dependientes.
Independientes porque el Amor de Dios fundamenta de modo estable su autoestima;
dependientes porque están enamorados y lo único que desean es hacer feliz al otro. En un
matrimonio, las cosas se tuercen por una mezcla de egoísmo y de mala comunicación.
En todo caso, no conviene que el amor de una criatura se convierta en la única fuente de
nuestra autoestima. No se trata de amar menos a los demás, sino de amar más a Dios; sólo así
podemos amar mejor a los demás, con gran dependencia afectiva pero también con esa
independencia propia de quien se sabe ante todo amado por Dios. Para no estar a la merced de
las inciertas circunstancias futuras, Dios tendría que ser el amor más importante de nuestra
vida, de modo que le amáramos también en cada ser querido. El amor de Dios antecede
siempre el nuestro y nunca lo perdemos sin nuestra culpa. Él siempre es fiel. En cambio, en el
amor humano, según la respuesta de la persona amada, tenemos tres posibilidades: amor
correspondido, amor no correspondido y amor imposible. En el tercer caso, cuando la persona
que amamos ni siquiera se deja querer, sólo podemos seguir amándola y ser felices si amamos
a Dios en esa persona. Ofreciendo al Señor el dolor que nos causa el rechazo, le damos una
alegría y, a través de Él, contribuimos al bien de la persona que no se deja querer.
Si el amor de una criatura se convierte en la razón última que da sentido a una vida, la felicidad
será incierta: dependerá de eventualidades futuras. ¿Quién no ha visto personas deprimidas
tras la decepción, la traición o la muerte del ser querido? Y es que nada tiene sentido cuando se
pierde ese amor humano que daba sentido a toda una existencia, el sol que alumbraba todos y
cada uno de los actos cotidianos. En una novela, el protagonista, un médico que ha perdido al
amor de su vida, expresa su profundo malestar en estos términos: «Existen la paciencia, el
servicio a los demás, el mundo infinito... Sin embargo, ya ves, todo eso está vacío,
misteriosamente vacío si tus intereses no están motivados por ninguna corriente. Esa corriente
extraña que hay entre tu persona y la otra... La vida se reduce a eso. Por supuesto, hay otras
cosas que nos permiten pasar por la vida. Pero la maquinaria va funcionando sin sentido, sin
servir para nada»[166].
Las decepciones matrimoniales suelen ser más agudas en la mujer, quizá por su tendencia a
idealizar y porque su cariño es más constante que el del varón. He aquí, tal como aparece en
una novela, el extracto de una carta escrita por la amiga de una esposa descontenta: «Hablando
con experiencia te diré lo que he observado. Las jóvenes recién casadas, que sienten un
profundo amor por sus esposos —y tal es tu caso—, suelen cometer un muy grave error: como
regla general, esperan demasiado de sus maridos. Los hombres, mi pobre Sara, no son como
nosotras. Su amor, incluso cuando es sincero, no es como el nuestro; no es tan constante y fiel
como el que nosotras les ofrecemos; no es su única esperanza ni la razón de sus vidas, como
lo es para nosotras. Por mucho que los amemos y los respetemos, no tenemos más remedio
que reconocer y aceptar esta notable diferencia entre la naturaleza del hombre y la de la
mujer»[167].

Por lo general, las mujeres, como todas las personas sensibles, entienden mejor los problemas
de inseguridad. Ellas, afirma una escritora, están «más afectadas por la carencia de amor que
los hombres, más atormentadas por la búsqueda de una identidad que les haga ser apreciadas
por los demás y por sí mismas»[168]. En su diario íntimo, un rey santo (Balduino de Bélgica)
pedía a Dios para su esposa (Fabiola) una mayor autoestima en estos términos: «Enséñame a
amarla con ternura. Dale una visión más positiva de sí misma. Que se sepa amada por Ti con un
amor de predilección»[169].

Pero el problema es universal. Muchos hombres esconden el mismo problema tras una capa de
autosuficiencia. «Detrás de su aparente arrogancia, detrás de su aparente seguridad, los
hombres son extremadamente frágiles»[170]. A primera vista, parece que el varón se las arregla
mejor, pero todo tiene sus ventajas e inconvenientes. Los hombres se quejan menos pero se
emborrachan (y se suicidan) más; las mujeres esconden menos ese problema de fondo, que es
común a ambos, por lo que se les puede ayudar más.
¡Cuánto cuesta reconocer la propia indigencia o necesidad de recibir amor! Crecemos pero, en
el fondo, seguimos siendo como niños. Somos débiles por dentro, pero hacia afuera, por miedo
al rechazo, lo ocultamos. Sin humildad, no hay veracidad, ni hacia sí mismo ni hacia los demás.
Son pocos los que se atreven «a manifestar la verdad de modo total, sin atenuar ni retocar nada,
sin ningún tipo de arreglo más o menos fraudulento»[171]. La careta de mentira sólo cae ante
quien ama de veras. «A veces pienso ¾dice la protagonista de una novela¾ que se miente por
incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a
confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al
invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta,
alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres [...] Cada vez me doy más cuenta,
sed de aprecio, o como lo quieras llamar»[172].
Sirva de ilustración este texto anónimo, quizá un tanto exagerado, pero que refleja bien la
problemática de fondo. Lleva por título Escuchad, por favor, lo que no digo:
«No os dejéis engañar por mi cara, pues llevo puestas mil máscaras y ninguna es mi verdadero
yo. Os suplico por el amor de Dios que no os dejéis engañar. Os doy la impresión de estar muy
seguro de mí mismo, lleno de confianza y de tranquilidad, de que no necesito a nadie. No me
creáis. Bajo esta máscara está mi verdadero yo confuso, miedoso y solitario. Por eso me he
forjado una máscara para esconderme, para protegerme ante la mirada que ve, y eso que esa
mirada podría ser precisamente mi salvación: condición de que la acepte, si contiene amor, es
lo único que puede liberarme de los altos muros de prisión que yo mismo he erigido. Tengo
miedo de no valer nada, de no servir para nada, y de que lo veáis y me rechacéis. Es entonces
cuando comienza el desfile de disfraces. Charlo con vosotros, os digo todo de lo que menos me
importa, y nada de lo que más me importa y está llorando dentro de mí. Por favor, escuchad
atentamente, intentando oír lo que no digo. Tengo realmente ganas de ser sincero, verdadero,
espontáneo, de ser yo mismo. Pero hace falta que me ayudéis, que me tendáis una mano. Cada
vez que me animáis, que sois benevolentes y delicados, cada vez que os esforzáis con
verdadero interés por comprender, mi corazón recibe alas para volar, alas muy débiles, sí, pero
alas a fin de cuentas. Por vuestra delicadeza, vuestra simpatía, vuestra capacidad de
comprensión, sois los únicos que podéis liberarme de la oscuridad de mi incertidumbre, de mi
solitaria prisión. La verdad es que no lo tenéis fácil, pues cuanto más os acercáis a mí, más me
defiendo. Pero se me dice que el amor es más fuerte que los muros de las prisiones: en eso
tengo puesta mi única esperanza. Os ruego por favor que intentéis derribar esos muros con
mano fuerte pero delicada, pues a un niño le afecta mucho todo.
»Quizá os preguntéis quién soy. En el fondo, soy alguien que conocéis muy bien, pues soy cada
hombre, soy cada mujer que os cruzáis por la calle, y soy también cada uno de vosotros».
Dejarse querer no es signo de debilidad. Reconocer la propia indigencia requiere una buena
dosis de humildad y de fortaleza. El amor que recibimos nos ayuda a querernos a nosotros
mismos y, en consecuencia, a querer mejor a los demás, aunque, a la larga, sólo el Amor de
Dios fundamenta definitivamente nuestra capacidad de amar.
A esta misma conclusión llegó un psiquiatra, tras sufrir un accidente de tráfico que le dejó en
coma durante varios días, a la vez que propició que cuantos le conocían le prodigasen
innumerables muestras de cariño. Resumiendo lo que aprendió, escribe: «Has aprendido al fin
que la experiencia de ser querido ni contradice ni impide la experiencia de querer, sino que más
bien la perfecciona. De hecho, ambas se necesitan mutuamente acreciéndose en una fusión
cada vez más veraz e intensa. [...] Concluiste, robusteciendo tu convicción, que si no se tiene la
experiencia de haber sido querido es muy difícil que se pueda querer. Pero esa experiencia no
es suficiente. No basta con ese cariño horizontal entre padres e hijos, marido y mujer. Es
necesaria, además, la experiencia vertical, la de la persona con Dios. Entre otras cosas, porque
el amor humano por sí sólo es insuficiente. El amor humano sólo se esclarece y adquiere su
sentido y pleno significado en el amor divino»[173].
En definitiva, todos necesitamos percatarnos del gran amor que Dios nos tiene. De otro modo,
no experimentaremos esa felicidad que, mientras tengamos buena voluntad, nada ni nadie nos
puede quitar y es independiente de cualquier eventualidad futura. La mayoría de la gente hace
depender su felicidad de condiciones de futuro; se dicen: «ahora no estoy del todo satisfecho,
pero cuando obtenga ese diploma, o cuando me case, o cuando se arregle mi situación
matrimonial, o cuando desaparezcan mis problemas económicos, o cuando salgan adelante
mis planes, etc., entonces sí que me sentiré realizado». No se dan cuenta de que es imposible
satisfacer establemente las expectativas del propio yo. En cambio, estar a bien con Nuestro
Padre Dios es muy fácil. El único modo de vivir en paz con nosotros mismos consiste en vivir en
paz con Dios: que Él sea nuestro espejo, que intentemos vernos cada vez como Él nos ve. Si no
estamos satisfechos hoy y ahora, tal como somos y con lo que tenemos, no lo estaremos
nunca...

¡Qué difícil es enfrentarse a la verdad sobre uno mismo!

¡Qué importante es tener la valentía de hacerse preguntas impertinentes: ¿De qué vivo yo?, ¿qué
es lo que más me llena?, ¿qué es lo que más ambiciono? Para que el Amor de Dios nos
purifique, se precisa toda una conversión interior. Hace falta tomar una clara decisión, elegir lo
que uno sabe que vale realmente la pena. En momentos de crisis es más fácil, pero, al calor de
la gracia, también en momentos tranquilos es posible un cambio de rumbo. Fundamentalmente
somos indigentes, pero nos cuesta mucho reconocerlo. Estamos quizá acostumbrados a vivir
de falsas seguridades y, aunque sabemos que no tienen buenas perspectivas de futuro, nos
produce vértigo dejarlas de lado. Pisamos un suelo de arenas movedizas, pero entretanto nos
mantiene a flote y nos da pánico abandonarlo, sobre todo si no vivimos de cerca el Amor de
Dios. Nos sentimos como una persona que, en la oscuridad de la noche, está en el balcón de un
tercer piso en llamas mientras desde abajo le gritan que se lance al vacío porque, aunque no la
vea, le tienen preparada una colchoneta con la que amortiguar la caída.
«La cuestión es la siguiente —escribe Nouwen—: "¿A quién pertenezco? ¿A Dios o al mundo?"
Muchas de mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a Dios.
Una pequeña crítica me enfada, y un pequeño rechazo me deprime. [...] El mundo está lleno de
"síes". El mundo dice: "Te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena salud. Te quiero si
tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos contactos. Te quiero si produces mucho,
vendes mucho y compras mucho". Hay interminables "síes" escondidos en el amor del mundo.
Estos "síes" me esclavizan, porque es imposible responder de forma correcta a todos ellos. El
amor del mundo es y será siempre condicional. Mientras siga buscando mi verdadero yo en el
mundo del amor condicional, seguiré enganchado al mundo, intentándolo, fallando, volviéndolo
a intentar. Es un mundo que fomenta adicciones porque lo que ofrece no puede satisfacerme
en lo profundo de mi corazón»[174].

No es fácil desandar el camino del pecado. El amor propio está profundamente arraigado en
cada uno de nosotros. Cuando nos hablan de nuestra dignidad a los ojos de Dios, llevamos ya
muchos años funcionando con otros esquemas, y no es posible cambiar de un día para otro.
Cada persona suele presentar tres modos de ser: como es en realidad, como cree que es y
como se manifiesta ante los demás. Quien se siente débil por dentro tiende a ocultarlo hacia
afuera bajo una capa de falsa seguridad en sí mismo. Si salen a relucir sus flaquezas, tanto
ante sí mismo como ante los demás, se pone a la defensiva. No es fácil arrancar esa coraza de
hierro. Uno se acostumbra a jugar cierto papel de comedia, tanto ante sí mismo como ante los
demás. Cuanto más seguros estamos del amor que nos tiene alguien, más espontáneo es
nuestro comportamiento ante él. Si hubiésemos conocido a fondo el Amor de Dios desde
nuestra infancia y viviéramos de continuo en su presencia, no haríamos tanta comedia.
No es fácil cambiar el rumbo de toda una vida. Viene a mi memoria una novela histórica que
narra la vida de un holandés que, gracias a su gran tesón, tiene mucho éxito en sus negocios,
pero que, por orgullo, fracasa en su matrimonio y es incapaz de dar su brazo a torcer cada vez
que sus enemigos le proponen hacer las paces. Sólo en el ocaso de su vida, con motivo del
suicidio de su mujer (Jenny), comienza a percatarse de sus errores; entonces, dice la novela,
«ya no se sentía tan orgullosamente seguro. Desde que había perdido a Jenny, se preguntaba si
había algo de verdad en el reproche que ella le hiciera tantas veces: que lo había sacrificado
todo, la vida de ella y la suya propia, y la infancia de sus hijos, por culpa de su enconado afán de
protagonismo, que le impulsaba a trajinar y bregar continuamente, y de su incapacidad de
olvidar y de perdonar cualquier trato que pudiera antojársele ofensivo o despreciativo»[175].
Cuando una persona lleva muchos años ocultando su debilidad ante sí mismo y ante los demás,
es lógico que al explicarle la hondura del Amor de Dios, no quiera o no pueda cambiar de
esquemas. Si no tiene problemas graves, su modo de enfocar las cosas le proporciona cierto
equilibrio y seguridad. Es lógico, por tanto, que no acepte la alternativa que le proponemos: en
vez de revoluciones interiores, prefiere continuar con sus viejos hábitos. Incluso cuando se
tienen problemas, hay quienes siguen prefiriendo esconder su debilidad detrás de esa coraza de
hierro forjado. Si no existiese otra solución, sería mejor no dinamitar esa coraza protectora, ya
que es mejor vivir de falsas seguridades que desplomarse. Pero, ¡qué pena dan los cristianos
que, conociendo la solución, no quieren —¿o no pueden?— quitarse esa máscara de mentira...!

Para arrancarnos toda máscara de mentira, es preciso hablar a solas con Dios. Sólo quien se ve
a sí mismo como Él le ve, es capaz de reconocer toda la verdad sobre su miseria. Dios la
conoce, pero nos ama tal como somos. Desea que intentemos doblegar nuestros defectos,
pero no hace depender su amor de que efectivamente lo logremos. Sólo quien se mira a sí
mismo con los ojos de Dios, puede ser plenamente sincero consigo mismo y con los demás.
Tenemos que imitar la sinceridad y el abandono con que Jesús se confió a su Padre en el
Huerto de los Olivos. Allí aprendemos a tocar el fondo de nuestros miedos. Allí, Jesús nos
enseña que rezar no es jugar a rezar, sino arrancar a Dios aquello que necesitamos para hacer
lo que espera de nosotros.
El hijo mayor de la parábola

Particularmente difícil es la conversión interior del cristiano perfeccionista. Como esclavo de la


ley, cumple escrupulosamente todos los preceptos con el fin no tanto de agradar a Dios cuanto
de mostrarse a sí mismo que es bueno. Se parece al hermano mayor en la parábola del hijo
pródigo, ése que, en vez de alegrarse por el retorno a casa de su hermano y unirse a la fiesta
que su padre organiza para celebrarlo, «se irritó y no quería entrar»[176]. Su padre le suplica que
entre, pero él, lleno de resentimiento, le replica: «Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de
cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis
amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has
matado para él el novillo cebado!»[177]. Nótese cómo marca sus distancias. «Ese hijo tuyo»,
dice. Ni siquiera reconoce al converso como hermano. Su orgullo pervierte la caridad. «El
egoísmo le hace celoso, le endurece el corazón, le ciega y le hace cerrarse a los demás y a
Dios»[178].
La parábola del hijo pródigo es uno de los pasajes más elocuentes del Evangelio. Se inscribe en
el contexto de la crítica de Jesús a los fariseos que no entienden su Amor misericordioso. Al
principio de nuestro caminar cristiano, quizá seamos como el hijo pródigo que traiciona a su
padre. Tras una primera conversión, es posible que nos convirtamos en el hermano mayor.
Dejamos de vivir como un pagano y cierto orgullo nos lleva a vivir como un judío escrupuloso en
el cumplimiento de la ley. La meta —la santidad del cristiano—, consiste en hacernos como el
Padre de la parábola: una persona capaz de olvidarse de sí mismo para servir a los demás.

A primera vista, parece que sólo el hijo menor necesita arrepentirse, el que «se marchó a un
país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino»[179]. Pero, en realidad,
también el hijo mayor necesita convertirse. Parece más perfecto, pero, por orgullo, está
resentido y también necesita el amor misericordioso de su padre. «No sólo se perdió el hijo
menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino también el que se quedó en
casa. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejos
de su padre. Trabajaba muy duro todos los días y cumplía sus obligaciones, pero cada vez era
más desgraciado y menos libre»[180].
Ciertamente, la conversión del hijo mayor de la parábola es más difícil que la del menor.
«Parece mucho más fácil volver desde una aventura de lujuria que volver desde una ira fría que
ha echado raíces en los rincones más profundos de mí mismo», observa Nouwen[181]. El
extravío del mayor es más difícil de reconocer, ya que el amor propio que inspira su empeño
voluntarista está estrechamente ligado a su deseo de ser virtuoso. «Al fin y al cabo, lo hacía
todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba,
le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, el hijo mayor no tenía
fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder
oculto salió a la luz. De repente, aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que
estaba escondida y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa»[182].
El padre de la parábola se compadece también del hijo mayor, sale a su encuentro y, para
facilitar su conversión, le recuerda las consecuencias de su filiación. «Hijo, tú siempre estás
conmigo, y todo lo mío es tuyo», le dice[183]. No sabemos si el hijo mayor, al final, se convierte.
Sabemos, eso sí, que es muy duro reconocer la propia imperfección cuando el perfeccionismo
ha estado inspirando durante muchos años la propia vida. Vislumbrar, tras años de conducta
ejemplar, una falta de rectitud de intención latente detrás del deseo mismo de perfección, es
algo capaz de sacar de quicio a cualquier persona orgullosa. Quizá piense: «¿Acaso no es
bueno ser obediente, servicial, cumplidor de leyes, trabajador y sacrificado? Mis rencores y
quejas parecen estar misteriosamente ligadas a estas elogiables actitudes. Esta conexión me
desespera»[184].
A estas personas habría que recordarles, con delicadeza pero con firmeza, los reproches de
Jesús a los fariseos: a esas personas que pensaban que sus buenas obras les otorgaban un
especie de derecho a salvarse. Especialmente aleccionadora es la parábola del fariseo y del
publicano. Al rezar, el fariseo, lleno de sí mismo, se pavonea de sus méritos. «¡Oh Dios! —dice—,
te doy gracias de que no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni como
ese publicano. Ayuno dos veces a la semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo»[185]. Si
nos salvamos, no es tanto porque seamos buenos, cuanto porque el Señor es bueno y nosotros
nos dejamos querer. Somos indigentes pero muy amados. Debemos confiar más en la bondad
de Dios que en nuestros propios méritos, por muchos que éstos sean. Como afirma Lewis,
«cada vez que pensemos que nuestra vida religiosa nos está haciendo sentir que somos
buenos —y sobre todo que somos mejores que los demás—, creo que podemos estar seguros
de que es el diablo, y no Dios, quien está obrando en nosotros. La auténtica prueba de que
estamos en presencia de Dios es que, o nos olvidamos por completo de nosotros mismos, o
nos vemos como objetos pequeños y despreciables. Y es mejor olvidarnos por completo de
nosotros mismos»[186].

Para poder convertirse, el hijo mayor de la parábola debería abandonar plenamente su propia
estima en las manos de Dios. Esta confiada y total rendición supone una singular gracia de Dios.
Si el perfeccionismo está muy arraigado, puede llegar a ser obsesivo, de modo que se precise
un cambio de mentalidad tan profundo que supere con creces las posibilidades humanas.
Puede suceder, por ejemplo, que el sujeto en cuestión, tras años de lucha contra sus defectos
desde una perspectiva inconscientemente orgullosa, haya desarrollado tal aversión hacia todo
lo que conlleve imperfección, que al descubrir la suya propia, se desespere. Ese mismo
abatimiento podría propiciar su conversión interior. Al constatar que su sistema falla, quizá se
percate de que lo único que realmente nos llena interiormente consiste en dar y en recibir amor
verdadero.
La solución para el orgullo del hijo mayor de la parábola es conocer el Amor de Dios. Tiene poca
paz interior porque no sabe ser indulgente consigo mismo. Para cambiar de mentalidad,
necesita percatarse de su inigualable dignidad de hijo de Dios y recordar la predilección divina
por los indigentes que reconocen su indigencia. Debería grabar a fuego en su alma la ternura
con la que el padre abraza al hijo pródigo. Además, al percatarse del gran amor de su Padre,
pensará menos en su propio problema y más en el dolor de su Padre a causa de su alejamiento.
Tras el pecado, a no ser que sea un desalmado, no tardará en volver al Padre. Péguy pone estas
palabras en boca de Dios: «Me hacéis esperar mucho. Me hacéis esperar demasiado la
penitencia tras la falta y la contrición tras el pecado»[187]. Si el hijo pródigo hubiese sabido que
su Padre se pasaba el día mirando a ver si volvía, no le habría hecho esperar tanto. «¡Qué
elocuente es la parábola del hijo pródigo —comenta Juan Pablo II—! Desde que se aleja de casa,
su padre vive preocupado: aguarda, espera su regreso, escruta el horizonte. Respeta la libertad
de su hijo, pero sufre. Y cuando su hijo se decide a volver, lo ve de lejos y sale a su encuentro, lo
abraza con fuerza y, rebosante de alegría, ordena: "Traed aprisa el mejor vestido y vestidle..."
(Lc. 15, 22)»[188].
Ha llegado, pues, el momento de profundizar en el Amor de Dios.

3) Diversas manifestaciones del Amor de Dios

Se preguntaba un artista holandés: «Sabiendo que existe un Dios todopoderoso que me ama y
que se compadece de mí, ¿cómo es posible que me preocupe o me intranquilice?»[189]. Quizá
nos suceda algo similar. Si perdemos a menudo la paz interior y no cambiamos radicalmente es
quizá porque el conocimiento que tenemos del Amor de Dios es demasiado teórico. No es igual
que te digan que te han transferido cien millones de euros a cierta cuenta bancaria en Suiza,
que te entreguen contantes y sonantes doscientos mil billetes de quinientos euros. Para que el
Amor de Dios cale hondo en nuestras vidas, no basta con un conocimiento meramente teórico
o sentimental: es preciso “palparlo”. «Poco a poco —decía San Josemaría— el amor de Dios se
palpa —aunque no es cosa de sentimientos—, como un zarpazo en el alma»[190]. De cara a
cimentar sólidamente nuestra autoestima, examinemos ahora las manifestaciones del Amor de
Dios que más nos dignifican: filiación divina, Encarnación y Redención.

Filiación divina

El camino por excelencia para que un cristiano se percate de su dignidad pasa a través de la
conciencia de su filiación divina en Cristo. Si Dios es el Gran Rey del universo, su hijos somos
príncipes. Y no se trata de un mero título honorífico, sino de una gozosa realidad. Ya en el
Antiguo Testamento, Dios empieza a revelar su amor por cada hombre. Nos dice a través del
profeta Isaías: «No temas, porque yo te he rescatado, yo te llamé por tu nombre y tu me
perteneces. [...] Porque eres a mis ojos de muy gran estima, de gran precio y yo te amo»[191].
Es Cristo quien nos revela nuestra dignidad de hijos de Dios. «Aunque el Hijo nos hubiera dicho
únicamente esas palabras —comenta Juan Pablo II—, nos habría bastado. "¡Qué gran amor nos
ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos" (1 Jn. 3,1). No somos huérfanos; el
amor es posible. Porque, como sabéis muy bien, nadie puede amar si no se siente amado»[192].
Nada vale tanto como ser hijos de Dios. «La filiación divina, la llamada de Dios a ser hijos suyos
en Jesucristo es un tesoro que no tiene comparación, por su riqueza, con el bien más precioso
de la tierra»[193]. Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda ser divinizado. Quien
entienda tal dignidad, experimentará ese sano orgullo de hijo de Dios que, con justificado
atrevimiento, hacía exclamar a San Juan de la Cruz: «Míos son los cielos y mía es la tierra. [...]
¿Pues qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto, y todo para ti»[194].
Nunca meditaremos suficientemente acerca de esta dichosa realidad. Bien lo resume San León
Magno cuando afirma: «Reconoce, oh cristiano, tu dignidad y, ya que ahora participas de la
naturaleza divina (cfr. 2 Petr. 1, 4), no vuelvas a tu antigua vileza con una vida depravada. [...]
pues el precio con que has sido comprado es la sangre de Cristo»[195]. Nunca nos
asombraremos suficientemente al considerar esta realidad. Vale la pena meditarlo
asiduamente, pues tenemos una gran capacidad para acostumbrarnos a los misterios más
maravillosos.

La filiación divina constituye el fundamento de la vida cristiana. Si nos sabemos hijos de tan
buen Padre, le tratamos con toda confianza, nos abandonamos en Él. Es algo que ilumina todas
y cada una de nuestras acciones. «El cristianismo brota de una relación personal con Dios
como Padre, con un sentido inmediato, vivido»[196]. Se puede aprender mucho de el niño que
busca el arrimo de su padre. Orgulloso de ser su hijo, le dirige una mirada sonriente y le pide
una mera caricia. Y se aprieta contra él y allí se queda, gozándose en sentir su contacto, en
tenerle a su lado. De cuando en cuando se cruzan las miradas y el niño se deleita al ver que su
padre le mira con cariño. Así también el cristiano que se sabe hijo de Dios le pide que le mire
espiritualmente, recordándole lo mucho que le quiere. Para él, vivir permanentemente en
presencia de Dios se convierte poco a poco en una necesidad del alma. «El Señor —afirma San
Josemaría—, al querernos como hijos, ha hecho que vivamos en su casa, en medio de este
mundo, que seamos de su familia, que lo suyo sea lo nuestro y lo nuestro lo suyo, que
tengamos esa familiaridad y confianza con Él que nos hace pedir, como el niño pequeño, ¡la
luna!»[197].
La analogía con la paternidad humana nos puede ayudar a ahondar en la bondad de Dios Padre,
a la vez que estimula nuestra humildad. Me cuenta un amigo que su hijo de 4 años, muy ufano,
le ha regalado uno de los primeros dibujos que ha hecho. Como es de suponer, el dibujo no vale
gran cosa, pero para mi amigo tiene valor inestimable. Lo lleva en la cartera para recordar que,
si bien todo lo que ofrece a Dios parece insignificante, a Éste le encanta puesto que le ama
mucho más que él a su hijo. En efecto, a menudo no estamos contentos con nuestro “dibujo”
—el yo criticón que llevamos dentro no se suele mostrar satisfecho—, pero, si somos sencillos
como los niños pequeños, no nos detendremos demasiado sopesando el valor de nuestro
“dibujo”. Nos reconfortará más bien saber lo mucho que le gusta a nuestro Padre Dios cuando
se lo regalamos con todo cariño. No pondremos, por tanto, el acento en nuestros méritos, sino
en el Amor misericordioso con que nos mira nuestro buen Padre. Con toda razón, afirmaba San
Bernardo: «Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras él
no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también
mis méritos»[198].

Amistad recíproca con Cristo

«Me produce una honda alegría —cuenta San Josemaría— considerar que Cristo ha querido ser
plenamente hombre, con carne como la nuestra. Me emociona contemplar la maravilla de un
Dios que ama con corazón de hombre»[199]. Cuanto más contemplamos el misterio de un Dios
tan grande que ha querido hacerse tan pequeño, mayor es nuestro asombro. ¡Cuánto tenemos
que importarle para que se digne compartir nuestra humilde naturaleza! Como afirma Juan
Pablo II, «debemos tomar conciencia de lo grande que se hace todo hombre a través de este
misterio»[200]. El Verbo se hizo carne, no sólo con el fin de culminar la Revelación y llevar a
cabo la Redención, sino también con el fin de hacérsenos cercano.
Bien sabe Dios que, para nosotros, el amor humano es mucho más asequible que el divino. Esa
es una de las razones por las que ha querido hacerse hombre, igual a nosotros «en todo menos
en el pecado»[201]. Necesitamos que lo más elevado nos penetre a través de realidades
tangibles. Con la Encarnación, «el que era invisible por su naturaleza se hace visible en la
nuestra, el que era inaccesible a nuestra mente quiso hacerse accesible, el que existía antes del
tiempo empezó a existir en el tiempo»[202]. Así, «Cristo se convierte sobre todo en signo legible
de Dios que es amor; se hace signo del Padre»[203]. El Amor de Dios Padre es inenarrable, pero
Cristo nos lo revela de modo comprensible. Nuestro camino hacia Dios culmina con un hondo
sentido de la filiación divina, pero conviene que pase a través del trato asiduo con la Humanidad
Santísima de Cristo.
Todo lo que afirmamos acerca de la naturaleza humana de Cristo es infinitamente más excelso
en su naturaleza divina, pero siendo lo divino inefable, es muy de agradecer que podamos
acceder a lo divino a través de lo humano. Cristo-Hombre es como una copia reducida de la
inmensa ternura de Dios Padre. Dios nos ha creado a su imagen y semejanza, pero en Jesús el
parecido es máximo. «Como la Palabra Eternaes la imagen invisible del Padre en la que éste se
ve reflejado, así la Palabra Encarnadaes la imagen visible del Padre para los ojos
humanos»[204]. La luna es sólo reflejo del sol, pero siendo menos brillante, resulta más visible.
Dios, al encarnarse, ha querido asumir los sentimientos humanos; «en Cristo, Dios ha asumido
verdaderamente [...] un corazón humano, capaz de todas las expresiones de afecto»[205]. Por
eso, la familiaridad con Dios es más fácil a través de Jesús. Sin faltarle al debido respeto,
podemos tratarle como a nuestro mejor amigo, con mayor libertad y confianza, como de igual a
igual.
Gracias a la Encarnación comprendemos mejor la reciprocidad existente en nuestra relación
con Dios. Ya vimos que a Dios nada le falta, si no es nuestro amor; que nuestro cariño le alegra
y nuestro desamor le duele. Juan Pablo II afirma que en la humanidad de Cristo «se verifica el
"sufrimiento" de Dios»[206]. Nos es imposible hacernos una idea del dolor y de la alegría en un
Ser infinito, pero los sentimientos del Corazón de Jesús sí que nos los podemos imaginar. Su
amor humano es una expresión reducida de su inconmensurable amor divino, pero no deja de
ser la más fiel expresión de las amorosas expectativas divinas. En varias ocasiones, Jesús
expresa que desea nuestro amor diciendo que tiene sed. «Jesús tiene sed— afirma el
Catecismo de la Iglesia Católica—, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos
desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre.
Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él»[207].
Saber que el Señor nos desea, que nuestras acciones le afectan tanto cuanto nos ama, supone
una gran ayuda a la hora de tratarle. Quienes ignoran esa reciprocidad se dirigen al Señor sólo
cuando tienen algo que pedirle, olvidando lo mucho que pueden ofrecerle.

Todos los bautizados estamos llamados a la santidad, a amar lo más y lo mejor posible al
Señor y a los demás. Pero si se desconoce esta reciprocidad, parece como si sólo quedasen
dos posibilidades extremas: la tibieza de no querer complicarse la vida o la entrega voluntarista.
Imaginemos una persona que cumple fielmente sus deberes religiosos y sus deberes de estado.
Cada domingo asiste puntualmente a la Santa Misa, se confiesa con regularidad, a nadie hace
daño, intenta incluso comportarse lo mejor posible con los demás, tiene un trabajo absorbente
pero no descuida a su familia... Si a esa persona le decimos que con eso no basta, y le
animamos a intensificar su trato con el Señor, a sacar tiempo para asistir a medios de
formación cristiana, a retiros espirituales..., es posible que nos diga que no ve la razón por la
que tendría que complicarse tanto la vida. Es más fácil que cambie de actitud si, aparte de
explicarle que la cercanía del Señor mejora la calidad y, por tanto, también la felicidad en todos
sus amores, se le hace ver la urgencia que inspira el ardiente amor del Corazón de Cristo.
Como observa San Juan Crisóstomo, «nada hay que mueva tanto a amar como el pensamiento,
por parte de la persona amada, de que aquel que la ama desea en gran manera verse
correspondido»[208]. Las necesidades ajenas espolean nuestra generosidad. Si vemos llorar a
un ser querido, nos apresuramos a consolarle. Si una madre descubre una pena en un hijo, no
escatima esfuerzos en aliviarla; poderle ayudar le da la energía necesaria para sobrellevar ese
sacrificio. Decía un buen padre de familia: «Supondría para mí un gran sacrificio no levantarme
por la noche cuando oigo que está llorando alguno de mis hijos pequeños». Recuerdo mi
asombro al oírselo, pues era una persona de difícil despertar, espeso por la mañana y lúcido por
la noche. ¡Qué difícil es amar a quien no se deja querer! Nada nos desanima tanto de cara al
sacrificio como la imposibilidad de aportar algo a la persona que amamos. «¿Quién sabe hasta
qué punto el amor puede anular todas nuestras fuerzas cuando de pronto perdemos la
posibilidad de ayudar a quien más amamos?», se observa en una novela[209].
«Permaneced en mí, como yo en vosotros», nos dijo Jesús[210]. Según Juan Pablo II, «esta
reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana»[211]. En esta relación
recíproca, es un mismo amor el que lleva a dar con generosidad y a recibir con humildad.
Recibir sin estar dispuesto a dar, denotaría una pasividad impropia del amor. Al Señor le alegra
nuestro cariño porque nos ama. Ese mismo amor le hace vulnerable ante nuestro desamor. Si
dejase de amarnos, dejaría de sufrir. Pero Él nunca dejará de amarnos. De ahí la urgencia de
desagraviarle por el dolor que le causan nuestras ofensas. Comentando la Pasión, exclama un
autor: «¡Cómo me gustas así!, ¡necesitado de consuelos! [...] Creo que no hay nada más grande
que un Dios que da pena... si la pena es de amor»[212].
Una de las expresiones más hermosas de las apremiantes expectativas amorosas de
Jesucristo es este soneto que le dedica Lope de Vega:
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

Que a mi puerta cubierto de rocío,

Pasas las noches de invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras

Pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío,

Si de mi ingratitud el hielo frío

Secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

Alma, asómate agora a la ventana

Verás con cuánto amor llamar porfía!

Y ¡Cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

Para lo mismo responder mañana!

Conocer esas expectativas amorosas de Cristo facilita nuestra correspondencia. Cuanto más le
conocemos, con la inteligencia y el corazón, más le amamos. Siendo el Señor tan bueno, es
difícil conocerle a fondo y no quererle con locura. «Que Cristo nos ama es el gran secreto
—escribe Dietrich von Hildebrand—, el secreto más íntimo de cada alma. Es la realidad más
inconcebible; es una realidad que cambiaría la vida de cualquiera que se diera cuenta de ello
plenamente. Pero para darse cuenta de ello no basta un mero conocimiento teórico, sino una
vivencia de ese amor similar a la que se tiene del amor de la persona amada»[213]. El ideal
cristiano no es posible sin esa estrecha relación de amor con Jesucristo. Este ideal consiste,
ante todo, en una vida vivida por amor a Quien, dentro de los límites que le impone su delicado
respeto de nuestra libertad, ha hecho todo lo posible por revelarnos su Amor. Comentando la
conversión de San Pablo, afirma Frossard: «El cristianismo no es una concepción del mundo, y
ni tan siquiera una regla de vida; es la historia de un amor que recomienza con cada alma. Para
el más grande de los apóstoles, fascinado hasta el final por la belleza de un rostro entrevisto en
el camino de Damasco, la verdad no es una idea a la que haya que servir, sino una persona a la
que hay que amar»[214].
Jesús desea establecer con cada uno de nosotros una relación de amistad. «A vosotros os he
llamado amigos», dijo a los apóstoles[215]. Cristo es el amigo ideal. Nadie nos entiende como
Él. Sólo Él nos ama con el respeto propio de los mejores amigos y con el intenso cariño propio
de los enamorados. Como afirma San Josemaría: «Jesús es tu amigo. —El Amigo. —Con un
corazón de carne, como el tuyo. —Con ojos de mirar amabilísimo, que lloraron por Lázaro... —Y
tanto como a Lázaro, te quiere a ti»[216]. Podemos tratar a Jesús como a un viejo amigo a
quien contamos lo más íntimo, alguien, en suma, a quien queremos con locura. Así le han
tratado todos los santos. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, escribe sobre su Amigo más fiel:
«¿Qué más queremos de un tan buen amigo al lado, que no nos dejará en los trabajos y
tribulaciones, como hacen los del mundo? Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre
le trajere cabe sí»[217].

Se podría objetar que no es fácil entablar amistad con alguien que no se ve. Pero charlar con
alguien que no vemos no es tan difícil si le conocemos bien. Si leemos regularmente el
Evangelio, terminamos conociendo a Jesucristo como conocemos a personas cercanas. Si
conversamos todos los días con Él, aprendemos a reconocer su voz en lo más íntimo de
nuestra alma. No le vemos, pero le tenemos en cada Sagrario. Podemos tratarle como
trataríamos a un ser querido después de habernos vuelto ciegos y medio sordos, con la misma
naturalidad. A pesar de no verle ni oírle bien, sabríamos que ese ser querido nos ve y nos oye.
Conociéndole bien, adivinaríamos sus reacciones, sabríamos, por ejemplo, cómo le sienta lo
que le contamos. Sucedería como al escribir una carta a un ser querido. Mientras escribimos,
nos vamos imaginando sus reacciones. Si un hijo que está de viaje escribe a su madre, al punto
de decirle que donde está se come mal, se detiene y modifica su texto. En esos momentos no
ve a su madre, pero advierte que las malas noticias culinarias podrían preocuparle
excesivamente.

Todavía no vemos a Jesús, pero Él sí que nos ve de continuo. Aunque no se deja ver para no
intimidarnos, nuestra vida entera debería transcurrir bajo su mirada. Una mirada sincera es
capaz de expresar todo el amor que alberga un alma. La mirada de Cristo es siempre amorosa,
aunque con tonalidades diversas que, según cómo le tratemos, oscilan entre el agradecimiento
y la misericordia, entre la mirada amorosa al joven rico, cuando éste le dijo que intentaba
guardar los mandamientos[218], y la mirada misericordiosa que hizo estallar en lágrimas a
Pedro poco después de su vil traición[219]. «¡Gracias, Jesús mío! —reza San Josemaría—,
porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, [...] que se
llena de gozo y de dolor; [...] que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la
misericordia»[220]. Esa misericordia nos ayuda a no perder la intimidad con el Señor. Nada nos
ayuda tanto a recuperar la confianza en Él —y en nosotros mismos— como los actos de
contrición. Cuando fallamos, tendemos a proyectar sobre el Señor nuestra propia falta de
indulgencia, como si su Amor no fuese gratuito, como si pudiéramos merecerlo con nuestras
buenas obras.
Es más fácil encariñarse con personas visibles con las que uno comparte toda clase de
aficiones, pero, en el fondo, es más interesante la amistad que resiste cualquier ausencia y
distancia física. Hay incluso momentos en la vida, en los que uno aprecia mucho más tener un
buen amigo con quien congenia a distancia, que numerosos conocidos cercanos, que prestan
favores materiales pero que son incapaces de penetrar en la propia intimidad. ¡Qué gran
consuelo supone tener un verdadero amigo que, a pesar de la distancia, sin mediar palabras, se
hace cargo de todo lo que uno vive y entiende, incluso de los pensamientos inexpresados! Así
es la amistad con Jesús.
En momentos de apuro, basta conocer una amistad verdadera para poder resistir la peor
soledad, aunque el amigo carezca de medios para ayudar. Basta con que exista. Esa amistad
no mengua con la distancia ni con la adversidad. Es allí donde más hondamente arraiga. Viktor
Frankl, al relatar sus experiencias en Auschwitz, afirma que en los momentos más terribles de
su cautiverio encontraba gran consuelo con sólo pensar en su mujer, que no había vuelto a ver
desde su llegada a ese campo de exterminio y de la que ni siquiera sabía con certeza si seguía
estando viva. «Comprendí que el hombre —concluye Frankl—, desposeído de todo en este
mundo, todavía puede conocer la felicidad —aunque sea sólo momentáneamente— si
contempla al ser amado. [...] Por primera vez podía comprender el significado de las palabras:
"los ángeles del Cielo se pierden en la contemplación perpetua de la gloria infinita"»[221].
Jesucristo es «el camino»[222] hacia el Padre. Con el tiempo, lo que empieza siendo amistad
con Jesús, termina siendo una locura de amor, ya incoada en la tierra, que se consuma en la
inefable y sempiterna unión de amor en el Cielo. Esa locura de amor comienza siendo humana y
termina siendo divina. Se cumple así la petición hecha por Jesús al Padre durante la Última
Cena: «Para que el amor con que tú me has amado esté en ellos»[223]. Jesús nos introduce
progresivamente en la más alta contemplación de la Vida intratrinitaria, en esa «plenitud de
Verdad y de Amor en el contemplarse y donarse recíproco (comunión) del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo»[224]. El Señor se comunica al alma en la intimidad de la oración, y se entrega
por entero —Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad— en la Eucaristía, ese «misterio de la vida divina
comunicada a la carne humana, a través de la carne de Cristo»[225]. El alma se abre y el Señor
se entrega. Si el alma corresponde, ese mutuo pertenecerse ya en la tierra, da lugar a una
alegría indescriptible que prefigura la beatitud celeste. La íntima unión entre dos corazones que
laten al unísono hace vislumbrar lo que será el abrazo eterno en el Cielo.

Realmente, Dios ha hecho todo lo que está a su alcance para hacérsenos más cercano. No sólo
se ha encarnado y se ha quedado en la Eucaristía. Por si eso fuera poco, nos ha dado por madre
a su propia madre, María, haciéndonos así miembros de su familia humana y divina, que es la
Iglesia. La vida espiritual del cristiano comienza con un trato confiado con la Virgen María y con
Jesús, y se dirige hacia un trato íntimo, en la más sublime contemplación, con cada una de las
tres Personas de la Santísima Trinidad. María nos lleva a Jesús y, de la mano de ambos, nos
adentramos en la Vida intratrinitaria. En nuestro ascenso hacia Dios, nos conviene, pues,
servirnos de los escalones intermedios que Él ha puesto a nuestra disposición.

Valemos toda la sangre de Cristo

Detengámonos ahora en otro aspecto del Amor de Cristo que nos dignifica: su Sacrificio
Redentor. Para redimirnos del pecado, Cristo ha dado su vida en la Cruz. «Habéis sido
comprados a gran precio», recuerda S. Pablo[226]. La palabra “precio” es muy interesante, ya
que tiene que ver con otras palabras que hemos empleado mucho al hablar del sentido de la
propia dignidad: afán de hacerse valer, tendencia a supravalorarse (arrogancia) o a
infravalorarse (autorrechazo), a ser estimados, deseo de que nos aprecien, de ser algo preciado
o precioso ante los ojos de alguien; cuando alguien nos trata mal, solemos decir que nos ha
despreciado...
La Pasión de Cristo pone en evidencia lo mucho que nos aprecia. La palabra “redimir” significa
rescatar pagando una fianza. Es como sucede en un secuestro. Si un malhechor nos
secuestrara y, en rescate, pidiese una alta cantidad de dinero, podríamos saber lo que nuestros
familiares están dispuestos a pagar. Si en rescate pagasen de hecho todo lo que poseen, nunca
jamás podríamos ya dudar de lo mucho que nos estiman. Para liberarnos, Cristo ha pagado el
inestimable precio de su propia vida; para rescatarnos, ha derramado su preciosísima Sangre.
Valemos, pues, toda la Sangre de Cristo.

Al preguntarme si alguien me ama de verdad, más que ponerme a juzgar sus intenciones, debo
ceñirme a los hechos. ¿Qué hace para manifestarme su amor? ¿Se sacrifica por mí con
independencia de las ganas que tenga o del esfuerzo que le cueste? Quien ama de verdad está
dispuesto a cualquier sacrificio con tal de contribuir a la felicidad de la persona que ama. En
principio, debo confiar en el amor de los demás, pero sólo estaré realmente seguro en la
medida en que lo demuestren con hechos, porque «la certeza del cariño la da el sacrificio»[227].
Solo en momentos de adversidad puedo saber quiénes son mis verdaderos amigos.

El sacrificio revela, pues, no sólo la verdad, sino también la intensidad del amor. Si alguien se
sacrifica por mí, sabré que me quiere de verdad. Además, el tipo de sacrificio realizado me dará
información acerca de lo mucho que me quiere. ¿Cuánto me quieres?, suelen preguntar quienes
se aman. No es fácil responder a esa pregunta. Habría que preguntar más bien: ¿en momentos
de apuro, qué estarías dispuesto a hacer por mí? Sólo el sacrificio permite cuantificar
tangiblemente el amor. «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos»,
dijo Jesús[228]. Amo a una persona tanto cuanto estoy dispuesto a sacrificarme por ella. Todos
tenemos un precio...
Si consideramos la Pasión de Cristo, tendremos la certeza de que nadie nos ama tanto como Él.
En sentido estricto, teniendo en cuenta su infinita dignidad, no era necesario que sufriera tanto.
Habría podido redimirnos con un sacrificio ínfimo y, de hecho, bien pudo haberse evitado tanto
sufrimiento[229]. Al igual que Jesús resucitó cuando quiso, murió también en el momento que
quiso. «Doy mi vida —había dicho—, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo»[230]. Como médico,
pienso que el asombro del centurión ante el modo activo como expiró Jesús[231] corrobora que
el Señor decidió el momento de su muerte. Habría podido morir antes, evitándose horas de
sufrimiento, pero no quiso. De ordinario, cuando un hombre se desangra, tras un tiempo en
estado consciente, entra en estado de shock y, horas después, muere. El Señor, en cambio, no
estuvo inconsciente en ningún momento: murió conscientemente. Entregó su espíritu hacia las
tres de la tarde, después de tres largas horas en la Cruz, justo después de pronunciar sus
últimas palabras. No quiso, pues, evitarse ningún sufrimiento consciente: decidió morir en el
preciso momento en que estaba a punto de desmayarse. Bien entrada la tarde, los otros dos
ajusticiados, aunque inconscientes, seguían vivos. Cuando los soldados van a acelerar el
proceso, se sorprenden de que el Señor ya esté muerto y no le quiebran las piernas.
A pesar de que no hacía falta sufrir tanto, observamos enla Pasión una clara voluntad de sufrir
todo lo sufrible en el más horrible de los suplicios. No podía ser de otro modo si recordamos
que el amor humano de Cristo revela su amor divino. En la Cruz, sufriendo lo máximo que un
hombre puede sufrir, amándonos hasta el extremo, quiso mostrarnos a lo humano, de modo
palpable, la inefable intensidad del amor divino. Y, sabiendo que entre los hombres la certeza
del cariño la da el sacrificio, Jesús quiso que no quedara ninguna duda acerca de lo mucho que
nos quiere. «Sin el sufrimiento y la muerte de Cristo, el amor de Dios a los hombres no se habría
manifestado en toda su profundidad y grandeza»[232].
Para explicar a unos niños por qué quiso Cristo beber las heces del cáliz, les pregunté si su
padre, sufriendo ellos una enfermedad crónica y con el fin de obtener el único medicamento
capaz de remediar su dolencia, estaría dispuesto a irse hasta Bruselas disponiendo sólo de una
bicicleta. Todos al unísono respondieron que sí, pero se fueron retirando poco a poco a medida
que se fueron alargando las distancias: hasta Berlín, Moscú, Hong Kong, Sidney... Se dieron
cuenta de que Cristo no dejaría de dar vueltas al mundo en busca del medicamento salvífico. Se
percataron también de la terrible ingratitud que supone el desamor respecto a Quien tanto nos
ama. Todo pecado es más feo después de la Pasión. Si yo diese uno de mis riñones para salvar
la vida de un hermano mío que necesitaba diálisis, y poco después él se negase a concederme
un pequeño favor, sería más doloroso para mí que si no hubiese arriesgado yo mi vida por él.
La Pasión no sólo nos ayuda a conocer la intensidad, sino también la calidad del amor de Cristo.
No me refiero ahora al aspecto desinteresado de su holocausto, sino a la plena libertad interior
con que lo llevó a cabo. Jesucristo quiso libremente sufrir lo indecible y ¡lo sufrió gustosamente!
Abrazó la Cruz porque «amaba más de lo que padecía»[233]. De por sí, ya es muy meritorio
estar dispuesto a sufrir mucho en bien de la persona que se ama, pero tiene aún más mérito si
se sufre con alegría. A quien saque fuerzas sólo de su sentido del deber, no le será fácil ocultar
su cara de disgusto. Pero si le empuja el deseo de ver feliz a quien ama, su gozo será mayor
que el dolor que comporta su sacrificio.
Estas reflexiones nos pueden ayudar a vislumbrar el sentido cristiano del sufrimiento, tanto
voluntario (mortificación) como involuntario (contradicciones), como modo de asociarnos a la
Pasión de Cristo. Como afirma Juan Pablo II, «cada hombre está llamado a participar de aquel
sufrimiento por medio del cual se realizó la Redención»[234]. Aparte de purificarnos, el
sufrimiento nos permite corredimir con Cristo. Sólo así se puede volver gozoso el dolor. «¿Qué
importa padecer —sintetiza San Josemaría— si se padece por consolar, por dar gusto a Dios
nuestro Señor, con espíritu de reparación, unido a Él en la Cruz, en una palabra: si se padece por
Amor?...»[235].
El sentido cristiano del sufrimiento es un misterio que resulta casi impenetrable a la mente
humana, pero —aparte de contar con los datos revelados— contamos también con la ayuda
eficaz de «la "teología vivida" de los santos»[236]. Éstos se sacrifican gustosamente porque la
alegría que experimentan al aliviar los padecimientos redentores de Cristo es mayor que su
dolor. «Jesús, siento muchos deseos de reparación —escribía San Josemaría cuando tenía
treinta años—. Mi camino es amar y sufrir. Pero el amor me hace gozar en el sufrimiento, hasta
el punto de parecerme ahora imposible que yo pueda sufrir nunca. Ya dije: a mí no hay quien me
dé un disgusto. Y aún añado: a mí no hay quien me haga sufrir, porque el sufrimiento me da
gozo y paz»[237]. Los santos se han percatado de que el dolor de los redimidos es redentor.

Estamos, pues, ante un gran misterio: Jesucristo resucitado «no cesa de ofrecerse por
nosotros»[238] y nosotros estamos llamados a convertir toda nuestra «existencia en
corredención de Amor»[239]. Corredimir con Cristo significa compartir sus sufrimientos
redentores[240]. Se diría que una de sus cinco Llagas —la del costado— sigue abierta y reclama
alivio. Nuestras ofensas hieren el Corazón de Cristo y nuestro amor le reconforta. Con ese dolor
de amor, Jesús nos redime, y nuestros actos de amor alivian su Corazón doliente. Comentando
el ¡Tengo sed! de la Pasión, escribe Santa Teresita: «¡Ah! Me doy cuenta, más que nunca, de que
Jesús está sediento. Entre los discípulos del mundo sólo halla ingratos e indiferentes, y entre
los discípulos suyos encuentra, ¡ay!, pocos corazones que se entreguen a él sin reserva, que
comprendan toda la ternura de su amor infinito. Hermana querida, ¡dichosas nosotras que
comprendemos los íntimos secretos de nuestro Esposo!»[241].

La consideración del dolor del Señor a causa de nuestros pecados es un buen revulsivo contra
el pecado y un incentivo eficaz para fomentar el espíritu de reparación. Decía Pascal que
«Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo: es preciso no dormirse durante todo ese
tiempo». Así como Dios quiso que un Ángel confortara a Jesús en el Huerto de los Olivos, «así
también —afirma Pío XI— nosotros ahora, de un modo admirable y verdadero, podemos y
debemos consolar ese Corazón Sacratísimo, continuamente herido por los pecados de los
hombres desagradecidos»[242]. Todo lo que hacemos por amor a Jesús le consuela por el
desamor que recibe, y compensa el amor que otros le niegan; como dice Santa Teresa de
Lisieux, «nuestro pequeño amor enjuga las lágrimas que los malos le hacen derramar»[243].
Entendemos así mejor aquellas misteriosas palabras de San Pablo, cuando afirma: «con Cristo
estoy crucificado»[244] y «completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo»[245]. Si,
como buenos Cirineos, cargamos con la Cruz de Cristo, le ayudamos a llevarla. Identificados
con Él, podemos echar una mano a Quien, siendo totalmente inocente, quiere cargar con el
peso de nuestros pecados. De este modo, nos hacemos “otro Cristo”, “Cristo mismo”[246].
¡Qué gran dignidad! Nuestras pequeñas cruces se convierten en la Cruz misma de Cristo, ya que
mientras la llevamos nosotros, no la tiene que llevar Él. Aunque nuestras cruces sean pequeñas
en comparación con la totalidad de la Cruz de Cristo, no por ello dejan de formar parte de la
única Cruz redentora; si tuviéramos una reliquia dela Santa Cruz, aunque fuese una pequeña
astilla, poseeríamos algo de sumo valor, algo digno de ser venerado en el mejor relicario. Así
pues, cada vez que Dios nos pide un sacrificio o permite que pasemos por una tribulación, eso
significa que nos está invitando a cargar sobre nuestros hombros con la Cruz de Cristo. Y si
realmente le amamos, al saber que de ese modo aliviamos sus padecimientos redentores,
nuestro sufrimiento se vuelve gozoso. «¡Qué dicha [...] poder consolar al Corazón Agonizante de
nuestro Jesús con pequeños actos de amor...!», escribía, en medio de fuertes dolores, una
santa mujer que murió a causa de una tuberculosis intestinal[247].

El gran amor que el Señor tiene por cada uno de nosotros le hace muy vulnerable. Parece que
su quinta Llaga no ha cicatrizado todavía porque nuestros pecados e ingratitudes hieren
terriblemente su Corazón amantísimo. Nos urge, pues, desagraviarle por tanto agravio. «Mira
—recuerda San Josemaría— que a Jesús se le ofende de continuo y, por desgracia, no se le
desagravia con ese ritmo»[248]. Ojalá no pueda decir el Señor, como el Salmista: «Mi corazón
ha recibido oprobios y afrentas; esperé compasión, y no la hay; consoladores, y no encuentro
ninguno...»[249].

Ciertamente existen abundantes motivos para la compasión. Sentimos cierto “vértigo” al tratar
de imaginar cuánto pesa la Cruz de Cristo. Por desgracia, heridas infligidas al Sagrado Corazón
de Jesús no faltan ni un solo día. Para hacernos cargo de la magnitud de su sufrimiento moral,
basta pensar en los muchos cristianos que no le corresponden, o en tantas misas diarias en las
que no falta desamor (la vulnerabilidad de Jesús es máxima allí donde más ama: en la
Eucaristía). En suma: al considerar la «ingratitud tremenda del corazón humano», entendemos
«por qué pesa tanto la Cruz de Jesús»[250].

No sabemos cuánto pesa exactamente la Cruz de Cristo, pero sabemos que Él quiere cargar
con el peso abrumador de todos nuestros pecados. Cada uno de nosotros puede aumentar o
disminuir ese peso redentor. Y si decidimos ayudarle, cada uno de nosotros puede libremente
determinar cómo se distribuye ese peso amoroso. Si no le ayudamos, es seguro que Él no
protesta. Pero, si le queremos de verdad, nos urge echarle una mano, conscientes de que
cuanto más peso carguemos sobre nuestras espaldas, menos tendrá que llevar Él. Si mi madre
estuviese enferma, la alegría que le procuran mis visitas me ayudaría a volcarme con ella. Pero
si de los diez hijos que tiene yo fuese el único que le corresponde, para compensar el desamor
de los otros nueve, me sentiría aún más urgido a manifestarle mi cariño...
De todos modos, corredimir con Cristo es mucho más que aligerar su Cruz. Al redimirnos,
Jesucristo nos reconcilia con Dios Padre y nos abre las puertas del Cielo. Si corredimimos con
Cristo, no sólo aliviamos sus sufrimientos redentores, sino que, además, le ayudamos a
satisfacer a Dios Padre y a salvar almas. Nuestros pecados provienen del mal uso que
hacemos de nuestra libertad, de modo que, en justicia, deben ser reparados. En esa línea, San
Josemaría aconseja ofrecer «al Padre de continuo los dolores del Señor y los de María para
pagar por tus deudas y por todas las deudas de los hombres»[251]. Pero no es sólo una
cuestión de justicia, como si Dios Padre fuese un celoso protector de sus derechos sobre las
criaturas. Más allá de una mera satisfacción de justicia, el espíritu de reparación consiste ante
todo en desagravio amoroso: en ayudar a Jesús a consolar el infinito dolor de Dios Padre a
causa de nuestros agravios.
Por último, corredimir con Cristo significa colaborar con Él a la hora de obtener gracias para la
salvación de las almas. El cristiano coherente con su fe desea que todos sus semejantes
participen de su felicidad. Corredime, pues, con Cristo intentando acercarles a Dios. Pero esta
acción apostólica del cristiano sólo es fecunda en la medida en que esté unida a la Cruz de
Cristo. En efecto, sólo el Espíritu Santo es capaz de mover a los corazones, y esta efusión
inagotable del Espíritu es el fruto maduro de la Cruz.
Por tanto, si con alma sacerdotal nos asociamos a la Cruz de Cristo, participamos en la
empresa más insigne que jamás pueda ser concebida en la historia de la humanidad. Si las
unimos al Sacrificio que se renueva diariamente en la Santa Misa, todas las acciones de nuestra
vida diaria, incluso las más anodinas, adquieren una trascendencia extraordinaria. En medio de
nuestros afanes y ocupaciones cotidianas, poniendo amor en el deber de cada instante,
aligeramos la Cruz de Cristo y contribuimos a la Redención del universo, a «recapitular todas las
cosas en Cristo»[252].

Los tres elementos de la Corredención con Cristo están bien resumidos en las últimas palabras
de cada plegaria eucarística: «Por Cristo, con Él y en Él». Contienen todo un programa de vida.
Poniendo en la patena todos nuestros sacrificios, aparte de ofrecer por Él algún sacrificio, nos
ofrecemos con Él al Padre en reparación por los pecados, y, en Él, obtenemos la gracia del
Espíritu Santo para la salvación de todas las almas. Es, pues, una triple razón de amor: a Cristo,
a Dios Padre y, a través del Espíritu Santo, a todas las almas.
Para el cristiano que se identifique con Cristo, se abre, pues, todo un panorama de esfuerzo
diario motivado por el deseo de aliviar las penas de su Corazón. «Contempla y vive —aconseja
San Josemaría— la Pasión de Cristo, con Él: pon —con frecuencia cotidiana— tus espaldas
cuando le azotan; ofrece tu cabeza a la corona de espinas»[253]. Si realmente amamos a Jesús,
la posibilidad de aligerar su Cruz nos hará capaces de sobrellevar cualquier sacrificio. «Por Ti,
Jesús, me crucificaría si así evitase yo tu sufrimiento», decía un joven poeta[254].
Contemplando compasivamente los dolores de Cristo, surge espontáneamente el deseo de
remediarlos. Contemplando un crucifijo, exclama otro poeta:
«¡Cuerpo llagado de amores

yo te adoro y yo te sigo!

Yo, Señor de los señores,

quiero partir tus dolores

subiendo a la Cruz contigo»[255].

«El amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor», sentencia Juan Pablo II[256].
Existen dos caminos para llegar a amar con locura a una persona: experimentar su bondad y
sufrir por ella. Si los buenos padres aman tanto a sus hijos, es quizá porque llevan mucho
tiempo sacrificándose por ellos. Así también nosotros amaremos con locura al Señor en la
medida en que, al meditar su Pasión, nos percatemos de su Amor y seamos generosos a la
hora de sacrificarnos por Él. La entrega sacrificada suele estar precedida por la compasión. Si
veo sufrir a una persona que me quiere mucho y puedo aliviar su sufrimiento, me sentiré urgido
a sacrificarme por ella. Análogamente, no puedo ser indiferente ante los padecimientos
redentores de Jesús.

Hay quienes no se compadecen con los dolores de Cristo porque le ven más como Dios que
como hombre. Pero Él es verdadero Dios y verdadero hombre —en todo igual a nosotros menos
en el pecado— y lleva la Cruz sobre sus espaldas de hombre. Es difícil no sentir gran compasión
al considerar que Alguien que se ha hecho verdadero hombre, siendo plenamente inocente, está
cargando con el peso de nuestros pecados: está sufriendo dolores humanos con los que
consuela a Dios Padre y nos obtiene el antídoto ideal para curar nuestra miseria. Por tanto, el
ardiente amor de Jesús —su Corazón doliente— imprime un fuerte sentido de urgencia a
nuestro empeño por corresponderle.
«El Señor, con los brazos abiertos, te pide una constante limosna de amor», afirma San
Josemaría contemplando al Crucificado[257]. Quien pide limosna no obliga. Pero conocer estas
realidades supone una gran responsabilidad, algo que, sin obligar, ata. «¡Nos urge la caridad de
Cristo!», exclama San Pablo[258]. Es algo que nos saca de nosotros mismos. La tibieza es
incompatible con la apremiante urgencia de corredimir con Cristo. Como decía un santo
sacerdote belga, «un corazón sacerdotal que no sangra, no es un corazón sacerdotal»[259]. Si
presenciásemos un grave accidente de tráfico y viésemos que el conductor se está
desangrando en el suelo, nos sentiríamos urgidos a socorrerle. ¿No sentiría acaso la misma
urgencia quien se enterase de que el corazón de su hermano y mejor amigo, y el corazón de su
madre, sufren grandes pesares de amor?
Si amar es salir de uno mismo, el amor será posible en la medida en que uno descubra las
necesidades ajenas (aumenta lo centrífugo) y en la medida en que uno supere sus necesidades
egoístas (disminuye lo centrípeto). Amor es atención. Para poder prestar atención a las
necesidades ajenas, es preciso solucionar las propias: olvidarse de uno mismo. La
consideración de la Pasión nos ha hecho descubrir muchas razones por las que salir de
nosotros mismos. Adentrémonos ahora en un último aspecto del Amor de Dios: su Amor
misericordioso. Es quizá lo que más nos ayuda de cara al humilde olvido de nosotros mismos,
pues muchos de nuestros problemas de autoestima provienen de no aceptar nuestros defectos.

4) El Amor misericordioso

Ya hemos visto algunas de las manifestaciones del Amor de Dios que más nos dignifican: en
Cristo, nos adopta como hijos queridísimos, comparte nuestra naturaleza, se entrega hasta el
holocausto para redimirnos y nos eleva a la categoría de corredentores. Pero aún falta un
aspecto decisivo para cimentar nuestra autoestima y reconciliarnos con nuestra miseria: su
Amor misericordioso. Ha llegado el momento de ahondar en este aspecto del Amor de Dios,
que está ligado al sentido de nuestra filiación divina.
El buen cristiano, sin dejar de combatir sus defectos, no se agobia ante sus faltas. Le duelen
sus pecados porque le duelen a Él y a los demás, pero si acude contrito y confiado al tribunal de
la misericordia divina, en cierto sentido, podría incluso alegrarse con motivo de sus fallos,
porque sabe que al Señor le encanta perdonárselos. ¡El sacramento de la reconciliación es una
maravilla! Si alguien no se alegra después de confesar sus pecados, es quizá porque no se
perdona a sí mismo y porque no se percata de la alegría que proporciona a su Padre. Es
impresionante la ternura con la que el Padre abraza al hijo pródigo: «se echó a su cuello —dice
la parábola— y le besó efusivamente»[260]. «Es hermoso poder confesar nuestros pecados, y
sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en
camino»[261]. Dios no ama el pecado, pero sí al pecador. El sacramento de la confesión y los
actos de contrición —«con los que no se pierden ni siquiera las batallas perdidas»[262]—
devuelven la paz a su alma. Cada vez, con palabras de la liturgia pascual, el pecador puede
exclamar: «¡Feliz culpa!».

Como afirma un Padre de la Iglesia, «nada hay tan grato y querido por Dios como el hecho de
que los hombres se conviertan a él con sincero arrepentimiento»[263]. Y no nos perdona de
buen grado una sola vez. Si estamos arrepentidos, nos perdona con el mismo gozo la misma
falta incluso mil veces al día. Cuentan de Santa Teresa de Lisieux cómo se conmovió cuando
una novicia le vino a pedir perdón. «Nunca he sentido tan vivamente —le dijo la santa— con qué
amor Jesús nos recibe cuando le pedimos perdón después de haberle ofendido. Si yo, su pobre
criatura, he sentido tanto amor por Usted, en el momento en que ha venido a mí, ¿qué debe
suceder en el corazón del Buen Dios cuando se vuelve a Él?»[264].
Una anécdota puede ilustrar lo anterior. Me contaba una señora lo que le sucedió con su marido,
que era muy despistado y llegaba siempre tarde a las citas. El día de una cita muy importante, le
instó repetidas veces para que fuese puntual. Pero, como de costumbre, su marido llegó tarde.
Viéndole llegar tarde, su mujer estaba a punto de descargar toda su cólera, pero en ese
momento se percató de que su marido, en signo de arrepentimiento, traía bajo el brazo un ramo
de rosas que le había comprado. Ella sintió entonces dos movimientos contradictorios: o
explotar arrojando las flores al suelo, u olvidar todo lo sucedido gracias al detalle de las flores.
Se daba cuenta de que su reacción dependía de la calidad de su amor. Pues bien, el amor divino
es tan perfecto, que nuestro arrepentimiento le supone más que todas las flores del mundo...

¿Qué significa ser misericordioso?

La Sagrada Escrituraasevera —más de 300 veces— que Dios es compasivo y misericordioso.


Misericordia significa mucho más que estar dispuesto a perdonar. Significa más bien tener
predilección por las personas necesitadas, compadecerse de ellas, sufrir con ellas. Es propio de
las madres tener un corazón misericordioso. «Si yo fuese leproso —escribe San Josemaría—, mi
madre me abrazaría. Sin miedo ni reparo alguno, me besaría las llagas»[265]. Por eso, para
expresar que Dios tiene «entrañas de misericordia», el Antiguo Testamento emplea una palabra
(rahamim) que significa “seno materno”. «Dios es maternalmente paternal» decía San Francisco
de Sales. Más que “misericordia”, habría que decir “amor misericordioso”. Dios tiene
misericordia de nosotros porque nos ama como una madre que siente predilección por su hijo
más débil.
Cuenta el Evangelio que Jesús, «al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque
estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor»[266] ¿Qué significa “sentir
compasión”? Esta expresión puede dar lugar a malentendidos. En algunas lenguas, se ha
perdido el significado original y se equipara a “tener piedad”, lo cual —por nuestro orgullo
quizá— podría provocar desconfianza por tener cierta connotación despectiva e incluso
humillante. “Compadecerse” viene a ser como decir a alguien que le ayudaremos a pesar de lo
poco que nos importa lo referente a su persona. Al decir que tengo piedad de una persona
necesitada, puedo dar a entender que mi situación es mejor que la suya, que me inclino hacia
ella, que me rebajo. Así, querer a alguien por compasión viene a significar no quererle de verdad.
Sin embargo, “compasión” —del latín “compatire”— significa más bien sufrir con quien sufre,
vivir con otro su desgracia, lo cual no es posible sin una identificación afectiva. En algunas
lenguas, se emplea un término más positivo y amplio (el alemán Mitgefühl equivale literalmente
a “acompañar en el sentimiento”). Significa compartir cualquier tipo de sentimiento: alegría y
dolor, felicidad y angustia... Por tanto, en la jerarquía de los sentimientos, la compasión es sin
duda el sentimiento más elevado.

La misericordia de Cristo no le lleva, pues, a mirarme con aires de superioridad, sino a sentir
como propio todo lo mío, a identificarse con mis alegrías y con mis penas. Amándome más de
lo que yo me amo a mí mismo, lo mío le importa incluso más que a mí. «Señor, ten piedad,
apiádate de mí que soy un pobre pecador», le solemos decir, con el debido respeto, en la liturgia.
No olvidemos, sin embargo que, al implorar su misericordia, apelamos al aspecto más hermoso
de su Amor. No nos ocurra como a quienes, proyectando inconscientemente su propio orgullo,
cambian la relación padre-hijo por una relación amo-esclavo. El Señor «no es un Dominador
tiránico, ni un Juez rígido e implacable: es nuestro Padre. Nos habla de nuestros pecados, de
nuestros errores, de nuestra falta de generosidad: pero es para librarnos de ellos, para
prometernos su Amistad y su Amor»[267]. Por eso, hemos de acudir al sacramento de la
confesión con las mismas disposiciones con las que acudiríamos a pedir perdón a nuestra
madre. Si alguien se estuviera metiendo en algún lío —consumiendo droga, por ejemplo— y
supiera que su madre lo sabe y sufre en silencio, al decidir enmendarse, se apresuraría a decirle:
«¡Perdona, mamá, que te haya hecho sufrir, pero no te preocupes más, porque he decidido
dejarlo!».
Las entrañas de misericordia del Corazón de Cristo le hacen, en efecto, tan cercano como la
mejor de las madres. Esta vertiente misericordiosa de su amor es ciertamente la más
conmovedora. En la Cruz, me ama de modo individual —ha muerto por todos y lo haría si yo
fuese el único—, pero en su amor misericordioso me ama de modo excepcional: me ama tal
como soy, no ama a nadie como me ama a mí, pues nadie es como yo. En el fondo, la vertiente
generosa del amor de Cristo es una consecuencia de su vertiente misericordiosa, ya que un
corazón que se compadece con la miseria ajena está dispuesto a hacer cualquier sacrificio
—¡incluso de Cruz!— con tal de aliviarla.
En efecto, la misericordia acrecienta la generosidad. Quien es compasivo con la miseria ajena,
intenta remediarla. «¿No sabéis —pregunta San Agustín— que tener misericordia significa
hacerse uno mismo miserable, condoliéndose con el otro?»[268]. El término misericordia tiene
que ver con miseria y con corazón. «Es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el
sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuese propia. Por eso quiere desterrar la
miseria ajena como si fuese propia. Éste es el efecto de la misericordia»[269]. La Encarnación
del Verbo es una de las consecuencias de esa identificación amorosa. «¿Hay algo —pregunta
San Bernardo— que pueda declarar más inequívocamente su misericordia, que el hecho de
haber aceptado la misma miseria?»[270]. También la Redención procede del Amor
misericordioso. En Cristo, Dios no se ha limitado a compartir nuestra miserable condición
humana; sus entrañas de misericordia le han llevado también a dar su vida para liberarnos de la
miseria del pecado.
«¿Qué es la misericordia —se pregunta Juan Pablo II— sino esa medida particularísima del amor,
que se expresa en el sufrimiento? ¿Qué es, en efecto, la misericordia sino esa medida definitiva
del amor, que desciende al centro mismo del mal para vencerlo con el bien? ¿Qué es sino el
amor que vence el pecado del mundo mediante el sufrimiento y la muerte?»[271]. De ahí que la
Redención de Cristo se derive del Amor misericordioso de Dios Padre. Nos ama tanto, que ha
querido liberarnos del pecado por medio de la Cruz de su Hijo. Es lo que dijo Jesús a Nicodemo:
«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que
creen en él, sino que tengan vida eterna»[272]. Como explica San Pablo, «Dios, rico en
misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados,
nos ha hecho vivir con Cristo»[273].
Dios se nos revela todopoderoso en su misericordia. En Él, la omnipotencia es aliada de la
misericordia. En cambio, en culturas que no están inspiradas por el cristianismo, la misericordia
es considerada como una debilidad[274]. Sin embargo, la humildad de ofrecer y de aceptar el
perdón exige una gran valentía. «Reconciliación no es sinónimo de debilidad o cobardía. Al
contrario, requiere una gran valentía y a veces incluso heroísmo: pues la reconciliación es la
victoria contra uno mismo, no contra los demás. La reconciliación jamás debe ser considerada
un deshonor»[275]. Sin humildad, no hay reconciliación, y sin ésta, no hay paz, tanto en las
relaciones interpersonales como en las relaciones entre las naciones. Según Juan Pablo II, «los
sucesos humanos de cada día sacan a la luz, con gran evidencia, cómo el perdón y la
reconciliación son imprescindibles para llevar a cabo una real renovación personal y
social»[276].

Cristo revela la misericordia del Padre

Al igual que otros aspectos del Amor de Dios, Jesús nos revela las entrañas de misericordia de
Dios Padre. En el Evangelio, sale continuamente a relucir la predilección de Cristo por los más
necesitados. A quienes se extrañan de su comportamiento con los pecadores, les dice: «No
tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Id, pues, y aprended qué significa:
"Misericordia quiero y no sacrificios"; pues no he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores»[277]. De ahí la importancia de reconocer humildemente nuestras necesidades para
que Cristo las pueda satisfacer. Nos insiste en que nos hagamos como niños[278], porque
éstos, en su sencillez, reconocen su indigencia y se dejan querer. Saber que Cristo se
compadece de nuestras miserias nos ayuda a reconocerlas, y a aliviar sus penas pidiéndole
perdón por nuestros pecados.
Jesús nos enseña a ser humildes: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y
hallaréis descanso para vuestras almas»[279]. Su amor misericordioso es la fuente de nuestra
paz interior. De ahí que sea costumbre decirle: «¡Corazón de Jesús, Sacratísimo y
Misericordioso, danos la paz!». Ya que el amor verdadero engendra tanto generosidad como
misericordia, es lógico que a Sacratísimo se le añada el adjetivo Misericordioso. Un mismo
amor lleva a Jesús al sacrificio heroico en la Cruz y a la piedad ilimitada hacia nuestra miseria
Históricamente, la devoción al Amor Misericordioso surgió como complemento y desarrollo de
la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Ambas devociones reflejan la progresiva toma de
conciencia por parte de la Iglesia, no sin ayuda divina, de los tesoros que encierra la Revelación
de Cristo. La devoción al Amor misericordioso procede de Francia y de Polonia. En Francia, se
originó en torno a la figura de Santa Teresa de Lisieux. En Polonia fue promovida por Santa
Faustina Kowalska (1905-1938), una religiosa canonizada por Juan Pablo II el 30 de abril de
2000. Ese día el Santo Padre anunció que, conforme al deseo de esa santa polaca, en cada
segundo domingo de Pascua se celebraría en toda la Iglesia la Divina Misericordia. Esta
devoción pone el acento en la confianza en la Bondad divina. «Quiero que los pecadores se me
acerquen sin temor de ninguna clase», habría dicho el Señor a Santa Faustina. Esta religiosa
aconsejaba repetir la jaculatoria «Jesús, confío en Ti». En síntesis, la misión de esa santa
polaca consistió en extender la devoción al Amor misericordioso, en rezar para que los
pecadores se acojan a él y en comportarse de modo misericordioso con los demás.
Haciéndose eco de ello, Juan Pablo II, en la Encíclica Dives in misericordia, indicó que es
función principal de la Iglesia proclamar, practicar y pedir la Misericordia divina. «Desde el
comienzo de mi Pontificado —ha dicho este Papa— he considerado este mensaje como mi
cometido especial. La Providencia me lo ha asignado»[280]. El 17 de agosto de 2002, Juan
Pablo II consagró el Santuario de Cristo Misericordioso en Lagiewniki, un lugar cercano a
Cracovia donde murió y está enterrada Santa Faustina.
Si imitamos a Cristo, conjugaremos exigencia y comprensión. Él mismo, a la vez que nos pide
una entrega total, se compadece de nuestra miseria. En nuestra lucha por la santidad, el
empeño por mejorar y la misericordia nunca se deben separar. Un mismo amor lleva tanto a la
exigencia como a la comprensión; esta actitud debería reflejarse tanto respecto a uno mismo
como respecto a los demás. La santidad cristiana «se la reconoce por este doble signo:
esfuerzo heroico hacia la pureza absoluta y piedad ilimitada respecto a la impureza»[281]. ¡Esas
palabras resumen toda la sabiduría cristiana! No son dos signos dispares, sino dos aspectos
inseparables de un mismo amor: generosidad y humildad, lucha ascética y misericordia,
exigencia y comprensión, hacia uno mismo y hacia los demás.

Así se entiende que en Dios no haya contradicción posible entre su justicia y su misericordia.
No sólo no se oponen, sino que se exigen mutuamente. Bien lo entendió la santa de Lisieux; se
atrevió a afirmar que no temía la justicia divina: que cuando se presentara ante Dios y Éste le
mostrase todo lo que no consiguió realizar, no se acogería a su misericordia sino más bien a su
justicia. Si Dios es justo, argumenta ella, no pide cosas que superan la capacidad de una
persona débil[282].
Nos conviene meditar asiduamente sobre el amor misericordioso de Cristo. Podemos intentar
imaginarnos su mirar misericordioso, aunque es inefable. Es la mirada de Jesús a Leví, a
Zaqueo, a la adúltera, al ladrón, a la samaritana y, de modo especial, a Pedro[283]. Nos sería
imposible plasmar satisfactoriamente en un cuadro aquella mirada de Jesús a su gran amigo
Pedro después de la triple negación. Después de un pecado, nos suele ocurrir que, proyectando
nuestra incapacidad de mirar como Él nos mira, nos lo imaginamos muy severo; es como si no
nos atreviésemos a mirarle a los ojos. Pero la mirada misericordiosa de Cristo, lejos de
recriminar, revela todo el amor de su alma e invita a la reconciliación. Es mezcla de tierna
compasión y de reproche amoroso; expresa, al mismo tiempo y por una misma razón de amor,
dolor por la ofensa y deseo de hacer las paces: pena que se intenta esconder y esperanza de
feliz desenlace. Ese mirar misericordioso de Cristo debe ser tan irresistible, que bastaría
contemplar una sola vez su rostro amabilísimo —agradecido después de haber hecho algo por
Él, o misericordioso después de haberle contrariado—, para no olvidarlo jamás...
¿Se puede estar orgulloso de la propia flaqueza?

¿Basta con lo visto para que cada uno de nosotros se reconcilie plenamente consigo mismo?
Recuerdo una conferencia que dio un conocido psiquiatra sobre el tratamiento de
enfermedades neuróticas. Según el conferenciante, ante problemas de depresión reactiva,
angustia o insomnio, es preciso distinguir entre tres tipos de factores, que él denominaba
variables químicas (síntomas como consecuencia de desarreglos químicos), variables
precipitantes (estados de fatiga y estrés a causa de algún conflicto o adversidad con cariz de
frustración) y variables predisponentes (causas profundas en la personalidad del sujeto, como
son el perfeccionismo y la baja autoestima). En primer lugar, para paliar el desarreglo químico,
se recetan medicamentos (antidepresivos, ansiolíticos y somníferos). En segundo lugar, para
solucionar las variables precipitantes, el médico encarece al paciente a descansar
desconectando de lo que le agobia y ocupándose de tareas con las que disfruta. En cuanto a
las causas profundas de esas enfermedades, las variables predisponentes, el experto admitió
que no veía una solución clara.

En ese momento de la conferencia, alguien del público intervino diciendo: «Según usted, detrás
de esas enfermedades se encuentra siempre una baja autoestima, de modo que, mientras no
se solucione ese problema de fondo, el paciente podrá ser ayudado en momentos de crisis,
pero no habrá modo de evitar que se exponga a nuevas recaídas. ¿No conoce usted alguna
solución definitiva? ¿Qué hace usted en concreto a la hora de ayudar a esas personas a superar
ese rasgo negativo de su personalidad?». El especialista respondió que no conocía ninguna
solución estable y definitiva. En cuanto a remedios concretos, dijo que, en primer lugar, pedía al
paciente que rellenase unos cuestionarios con el fin de analizar los diversos rasgos negativos
en su personalidad. En segundo lugar, al comentar esos defectos con el interesado, se limitaba
a darle algunos consejos prácticos acerca de la salud mental (esforzarse por no tomarse las
cosas tan a pecho y por ser más tolerante consigo mismo). En tercer lugar, intentaba infundirle
ánimos alegando que todo ser humano tiene algún que otro rasgo neurótico. Por último, le
encarecía a esforzarse por potenciar los rasgos positivos con el fin de compensar así los
negativos.
Esa conferencia me confirmó algo que ya intuía: que sólo el Amor misericordioso de Dios es
capaz de proporcionarnos una visión positiva de nuestros defectos y carencias. Ya vimos que
somos comparables a un coche que necesita combustible para poder funcionar, de modo que
el arte de preservar la salud psíquica consiste en optimizar la gestión del combustible. Veíamos
también que personas con propensión neurótica disponen de un depósito pequeño que,
además, pierde gasolina. Por tanto, para ayudarles, no basta con aplicar todos esos remedios
médicos. Recetar medicamentos y descanso sin solucionar establemente los problemas del yo,
sería como echar combustible a un depósito agujereado.
Si con el fin de animar a una persona deprimida, se le dice que todos tenemos defectos, podría
alegar: «De acuerdo, pero es que a mí me gustaría cambiar mis defectos y cualidades por los
del vecino, o por los de cierta persona que conozco». Nada en la vida es tan duro —y tan
corriente— como el no gustarse a sí mismo. Es algo que quita la paz hasta en lo más recóndito
del alma. En una novela en la que dos personas mayores rememoran su vida, dice uno a otro:
«En el fondo de tu alma habitaba una emoción convulsa, un deseo constante, el deseo de ser
diferente de lo que eras. Es la mayor desgracia con la que el destino puede castigar a una
persona. El deseo de ser diferentes de quienes somos: no puede latir otro deseo más doloroso
en el corazón humano. Porque la vida no se puede soportar de otra manera que sabiendo que
nos conformamos con lo que significamos para nosotros y para el mundo. Tenemos que
conformarnos con lo que somos, y ser conscientes de que a cambio de esa sabiduría no
recibiremos ningún galardón de la vida: no nos pondrán ninguna condecoración por saber y
aceptar que somos vanidosos, egoístas, calvos y tripudos»[284].
No habrá felicidad estable mientras no resolvamos ese problema de fondo. Nuestra autoestima
no estará suficientemente cimentada mientras no encontremos razones por las que estar
contentos de ser como somos. Amor misericordioso es más que amor incondicional. Si
sabemos que el Señor nos quiere a pesar de nuestros defectos, podríamos sentirnos orgullosos
de Él, pero no de nosotros mismos. No basta con estar orgullosos de su Amor: algo en nosotros
tiene que justificar también ese sano orgullo. Si pensásemos: «soy un miserable, pero menos
mal que hay Alguien que no se lo toma a mal», no habríamos calado en la profundidad del Amor
misericordioso.
Amor de uno mismo es mucho más que aceptación de uno mismo. Lo primero conlleva cierto
orgullo que lleva a no querer cambiarse por nadie. Si a una mujer con problemas de autoestima
le dijese su marido cien veces por día lo mucho que la quiere, saldría reconfortada pero no
curada. Mientras piense que ella no vale nada pero que su marido es muy bueno, el amor de
éste no resolverá el problema de fondo, que es su baja autoestima. Sólo se curará el día que
descubra que el amor de su marido no se debe sólo a lo bueno que es él, sino también a cierta
amabilidad suya que resulta atractiva para su marido y facilita que éste la quiera.

Evidentemente hay algo de amor propio en el hecho de necesitar ser amado no sólo gracias a la
bondad ajena sino también gracias a algo propio, pero es ley universal. Si alguien nos dijese:
«eres insoportable, pero estoy dispuesto a vivir la caridad cristiana contigo y te soportaré», en el
mejor de los casos sólo lograría contrariarnos. Es evidente que, en mayor o menor grado, todos
necesitamos la caridad de los demás, puesto que en cada uno de nosotros hay aspectos que
no son amables en cuanto tales, pero también es cierto que cuanto más perfecto sea el amor
que recibimos, más seremos amados tal como somos y por lo que somos.

¿Qué puede ser ese algo en nosotros que justifique ese sano orgullo? Se podría responder que
cada uno posee un mínimo de cualidades propias, aunque, de hecho, la mayor parte de ellas no
las tenemos por mérito propio, pues las hemos recibido por la genética, la educación o la gracia.
«¿Qué tienes que no hayas recibido?», pregunta S. Pablo[285]. Pero aunque las tuviésemos por
mérito propio, eso no bastaría para asegurar nuestra autoestima: nuestro yo seguiría estando
insatisfecho mientras no aprendamos a amar también nuestras carencias. Sólo las amaremos
si presentan ciertas ventajas de cara al amor de alguien que nos ama de verdad.
Sólo Dios es plenamente capaz de amarnos no sólo a pesar de nuestros defectos, sino también
con ocasión de o gracias a ellos. Nuestro amor no es tan desinteresado. Conseguimos quizá
amar algunos defectos ajenos en la medida en que aumenta la calidad de nuestro amor. Hay
algo divino, por ejemplo, en el amor de una madre que adopta a un niño deficiente al que le
faltan los brazos. Recuerdo que cuando lo hizo, nos dejó a todos atónitos. Hay defectos que
son fáciles de amar. Si un hombre, por ejemplo, ve llorar a una mujer, es fácil que se
compadezca de ella y se encienda en deseos de ayudarla. Algo análogo sucede con los niños:
nos resulta fácil amarles porque no ocultan su indigencia. Pero amar de continuo un defecto
molesto en sí mismo, como el mal genio o la falta de buena educación, ¡eso sí que es difícil!
Si sacamos consecuencias del Amor misericordioso de Cristo, entenderemos su predilección
por nuestra flaqueza. Sólo quien se mire a sí mismo con sus ojos misericordiosos, se amará a
sí mismo con sus propias limitaciones e incluso, en cierto sentido, gracias a ellas. ¿Qué podría
atraerle en nosotros fuera de nuestra flaqueza? Lo que le atrae en nosotros no pueden ser las
cualidades —Él las tiene todas—, sino las necesidades que Él puede aliviar. Cuando, después de
una caída, volvemos a Él, es tan grande el consuelo que le damos, que casi resulta para
nosotros un beneficio, porque entonces nos mira con particular amor. Y, si le queremos de
verdad, nos alegramos con la alegría que le proporcionamos.
Este sano orgullo está exento de toda vanidosa autocomplacencia. Significa más bien que uno
se sabe miserable, pero no quiere cambiarse por nadie, ya que complace a la Persona que más
quiere y que más le quiere. Este humilde orgullo de la propia flaqueza es el mejor antídoto
contra el amor propio y el mejor medio de canalizar adecuadamente la actitud hacia uno mismo.
Puesto que necesitamos sentirnos orgullosos no sólo gracias a la benevolencia ajena sino
también gracias a algo propio, ¡cultivemos el orgullo de la propia flaqueza! Sólo así
doblegaremos nuestra tendencia a supravalorarnos y a infravalorarnos.

El Señor es tan bueno que siente predilección por los más débiles. Es como si un accionista
pobre, que sólo posee una acción de una gran empresa, se siente fuerte en las negociaciones
con un magnate, a quien sólo le falta una acción para completar la mayoría absoluta de
participaciones. O como si alguien posee un objeto de escaso valor en sí, como una silla
antigua y destartalada, y, en el momento en que está a punto de tirarla a la basura, se encuentra
a un multimillonario que colecciona sillas antiguas y que está dispuesto a pagar una millonada
por aquella silla. Desde ese momento, la antigua silla se revaloriza. ¡Algo análogo sucede con
nuestras flaquezas, limitaciones y debilidades de cara a Cristo!
Basta abrir el Evangelio por cualquier página para darse cuenta de que Cristo tiene predilección
por los pobres, es decir, todos aquellos que carecen de algo. Afirma continuamente que no ha
venido para los justos sino para los pecadores, que ha venido a buscar lo que estaba perdido,
que hay mayor alegría en el Cielo con un pecador que se convierte que con noventa y nueve
justos, que el Buen Pastor va en busca de la oveja perdida...

Además, esa lógica nueva del Evangelio ha sido vivida por todos los santos. En primerísimo
lugar, por la Virgen que, en el Magnificat, atribuye a su pequeñez todos los privilegios divinos de
los que fue objeto[286]. ¡El Magnificat es el más bello himno de alabanza que jamás se ha
pronunciado! También San Pablo descubrió esa lógica, cuando afirma que se gloría de sus
flaquezas[287]. Teresa de Lisieux es, sin duda, la santa que más ha puesto en evidencia ese
humilde orgullo. «El Todopoderoso ha hecho en mí cosas grandes», reconocía ella con las
palabras de la Virgen en el Magnificat, a lo que añadía: «y la más grande es haberme mostrado
mi pequeñez, mi impotencia para todo bien»[288].

Dos condiciones: amor recíproco y buena voluntad

Llegados aquí, para evitar malentendidos y asegurar la lógica de lo que exponemos, nos
detenemos en dos condiciones sin las cuales no es posible estar orgulloso de la propia
flaqueza: amar de verdad a Cristo y luchar para mejorar la calidad de nuestro amor. Por una
parte, de poco nos serviría que Cristo ame nuestras carencias si no le amamos a Él. Por otra
parte, no afirmo que no debamos combatir y corregir nuestros defectos. Eso denotaría un amor
barato, incompatible con el amor verdadero. El Señor perdona, pero no niega la culpa, nos
comprende pero espera que mejoremos. Su misericordia nada tiene que ver con ese
sentimentalismo dulzón que facilita reincidencias en el pecado, ni con esa exigencia que no
tiene en cuenta las posibilidades reales del pecador. Piénsese, por ejemplo, en el episodio de la
mujer adúltera[289].
Gloriarse de las propias flaquezas y amor a Cristo son realidades interdependientes. Por un
lado, ya hemos visto que no es posible amar algo negativo mientras no descubramos lo que
tiene de positivo de cara a alguien que nos ama. Por otra parte, no podremos amar nuestra
flaqueza, mientras no amemos a quien la ama. En efecto, el descubrimiento de las ventajas que
presentan nuestras limitaciones sólo será motivo de alegría para nosotros en la medida en que
deseemos ardientemente contentar a Aquel que las ama. Por su parte, no es que al Señor le
guste nuestra flaqueza como tal: la ama porque nos ama a cada uno de nosotros y, puesto que
desea contribuir a nuestra felicidad, se deleita en perdonarnos y ayudarnos, siempre a condición
de que nuestra miseria humildemente reconocida lo permita. Análogamente, si no le amamos
—si no nos alegramos con sus alegrías—, no nos consuela su predilección por nuestra
indigencia.

Ilustremos con un ejemplo esa primera condición. Imaginemos una chica acomplejada por
tener unas orejas muy grandes. De pequeña todo el mundo le toma el pelo diciendo que tiene
«orejas como Dumbo». Con el tiempo, ni siquiera se atreve a mirarse al espejo. Si no camufla
las orejas bajo su melena, rehuye todo contacto con chicos por pensar que a ninguno le puede
gustar. Otra posibilidad es que le eche cara al asunto y decida ponerse el pelo a modo de cola
de caballo, pero cada día que lo hace se acordará de que su complejo no está plenamente
superado. Si un buen día un desconocido le echa un piropo, diciéndole que tiene unas orejas
preciosas, pensará que le toma el pelo, o —tras una instantánea complacencia vanidosa—
seguirá teniendo el mismo complejo. El único medio de curarlo del todo es que se enamore con
locura de alguien a quien le encantan las orejas superlativas. En efecto, si el enamoramiento es
recíproco, y un buen día descubre que su novio se enamoró de ella gracias a sus prominentes
orejas —«tengo una gran debilidad por mujeres con grandes orejas como las tuyas», le dice—, el
problema quedará definitivamente resuelto. Esa chica se sentirá incluso orgullosa de tener esas
orejas y no querrá cambiarse por nadie en el mundo...
Es curioso que se pueda estar orgulloso de cosas que antes eran motivo de envidia y daban
vergüenza. Y en vez de grandes orejas, cada uno de nosotros podría poner toda una retahíla de
carencias: flaquezas, imperfecciones, limitaciones, heridas del pasado, ineptitud, insipiencia,
incapacidad, miseria, pequeñez...: todo aquello que preferiríamos no tener. Qué fácil resulta
hacer examen de conciencia o recibir correcciones, si el descubrimiento de nuestras carencias
se puede convertir en motivo de alegría: si lo que objetivamente es feo se convierte, desde un
punto de vista subjetivo, en algo hermoso gracias al amor que uno recibe.

Pero para que podamos alegrarnos con ocasión de nuestras derrotas, es preciso que amemos
al Señor. Sólo si le amamos, nos alegramos tanto con ocasión de las victorias como con
ocasión de las derrotas. Es lógico que nos alegremos con ocasión de nuestras victorias, pero
existen dos posibles razones para esa alegría, una buena (por la alegría que le damos), y otra
mala (por vanidad). Si no sabemos alegrarnos con motivo de nuestras derrotas, algo falla en
nuestra rectitud de intención: Eso significa que Él no es la principal razón de nuestra alegría en
las victorias.

Es, pues, importante entender que es un único y mismo amor el que nos lleva a ofrecerle
generosamente sacrificios y a dejarnos querer con ocasión de nuestros errores y limitaciones.
Podemos compararlo con un abrazo: sirve para manifestar afecto de modo recíproco. Abrazar y
ser abrazado son inseparables. Cuando dos personas se abrazan, no es posible saber quién
toma la iniciativa: quién abraza y quién es abrazado. Sería raro que alguien pretendiese dar un
abrazo pero no permitiese que se lo den. Cuando dos personas se quieren de verdad, sólo
desean el bien del otro, ya sea dando o recibiendo el abrazo. Pues bien, cuando nos dejamos
perdonar por Cristo, es como si le dejamos darnos un abrazo. Y cuando le ofrecemos algo, es
como darle un abrazo. Si el amor es verdadero, en ambos casos la alegría es mutua. Si nos
esforzamos por ofrecerle regalos y no tenemos la humildad de dejarnos querer, eso significa
que nuestras intenciones no son rectas. Y si no intentamos ofrecerle regalos, eso significa que
no le amamos de verdad, en cuyo caso tampoco nos alegramos cuando los recibamos.
Entendemos ahora mejor la diferencia entre contrición perfecta e imperfecta. En el mejor de los
casos, cuando amamos al Señor, nos entristece el pecado porque le entristece a Él, pero esa
tristeza se convierte en gozo al pedirle perdón, pues sabemos que le encanta perdonarnos. En
cambio, cuando lo que buscamos no es tanto contentarle a Él cuanto contentar a nuestro yo,
seguimos estando tristes tras pedirle perdón: Él nos perdona pero nosotros no nos
perdonamos a nosotros mismos. Es muy fácil contentar al Señor, pero el amor propio no se
satisface nunca. El amor propio sólo desea victorias; el Señor, en cambio, sólo pide que nos
dejemos querer y que nos esforcemos por mejorar como medio de manifestarle nuestro amor.

Así, pues, la segunda condición (buena voluntad) se deriva de la primera (amar de verdad al
Señor): el Amor misericordioso no es excusa para no combatir nuestros defectos. Hemos visto
que, gracias a ese Amor, ya no hacen falta victorias: porque las derrotas, si le amamos, las
convertimos en alegrías. Pero lo que sí hace falta es lucha por mejorar. No olvidemos que
nuestra relación de amor con el Señor es recíproca. Ya no necesitamos victorias, pero si
tenemos en cuenta que somos corredentores con Él, todo esfuerzo por darle alegrías y
consolarle por tanto desamor nos parecerá poco. «¡Hay que luchar! —decía Santa Teresita—
¡Luchar hasta el final! Incluso sin esperanza de vencer. Incluso en plena derrota. ¡Hasta la
muerte! ¡Combatamos sin tregua! Incluso sin esperanza de ganar la batalla. ¿Qué importa el
éxito?»[290].
Si no intentásemos enmendarnos, no sería verdad que amamos al Señor. Sería como abusar de
su bondad. Todo resultaría ser un engaño. Si faltase la voluntad de entrega, el dejarse querer
encubriría egoísmo. Cristo puede amar en nosotros todo menos la mala voluntad o la falta de
buena voluntad, aunque si a posteriori la reconocemos y le pedimos perdón, nos podemos
llenar de gozo. Quien pensase que tiene asegurado el Cielo por ser Dios tan bueno, no habría
entendido ni el Cielo ni el amor verdadero. Dios quiere que todos vayamos al Cielo porque
desea el bien y la unión de amor con quienes ama, pero dicha unión no es posible si no le
amamos. El Cielo es la consumación eterna de un amor recíproco ya incoado en la tierra. Sólo
podrán salvarse quienes libremente hayan correspondido a la invitación amorosa de Dios.

No nos hagamos ilusiones. Al calor de la gracia y benevolencia divinas, la santidad cristiana


conlleva un esfuerzo diario por crecer en todas las virtudes. Decían los clásicos que la virtud es
una habilidad práctica. Las virtudes morales se adquieren por repetición de actos. Una virtud

no
se aprende sólo en los libros. Uno no llega a ser un buen cirujano sólo porque haya leído
muchos manuales; necesita hacer prácticas. Apliquémoslo a la virtud de la humildad. Del
mismo modo que aprendemos a andar caminando, así también, practicando el sano orgullo de
los hijos de Dios nos hacemos humildes, volviendo una y otra vez a la Casa del Padre, con un
rendido acto de contrición, removemos los obstáculos que nos impiden ser magnánimos.
Gracia y libertad. Algunas virtudes son objeto de un don infuso por Dios en el alma. Para el
cristiano, las virtudes son al mismo tiempo metas que alcanza con esfuerzo, y dones
sobrenaturales que recibe. Por tanto, para aprender a practicar las virtudes, es preciso acudir
con regularidad a las fuentes de la gracia —los sacramentos—, que nos ayudan a crecer en
todas las virtudes, especialmente en las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Poco a
poco, esas virtudes van configurando nuestra personalidad. Con el tiempo, las pasiones y los
sentimientos —tanto en relación con las cosas, como en relación con uno mismo— se van
asumiendo adecuadamente en la vida virtuosa[291]. Progresivamente, la virtudes vienen a
constituir como una segunda naturaleza que contrarresta las desviaciones de nuestra primera
naturaleza.
En todo caso, el Amor misericordioso no es, pues, una excusa para el quietismo espiritual.
Santa Teresa de Lisieux temió que sus enseñanzas fuesen mal interpretadas: como si fuesen
excusa para no esforzarse. A una de las novicias que se mostraba muy entusiasta, le dijo la
santa: «Nuestra pequeña vía, mal comprendida, podría ser tomada por quietismo o iluminismo.
[...] No pienses que vivir nuestra pequeña vía es seguir un camino de reposo, lleno de dulzura y
de consuelo. ¡Ay! ¡es todo lo contrario!»[292].
Este malentendido ya se daba en tiempos de San Pablo, cuando explicaba a los Romanos y a
los Gálatas que el cristiano no se rige tanto por la ley a secas, cuanto por la fe. Algunos judíos
de mentalidad estrecha pensaban que agradaban a Dios por cumplir a rajatabla un sinfín de
preceptos morales. Se fiaban más de sus propios méritos que del Amor de Dios. El mensaje de
Cristo suponía una gran novedad respecto a esa mentalidad farisaica. En este contexto, San
Pablo les dice que no son las obras las que salvan, sino la fe. Rompe así sus esquemas
farisaicos y algunos le acusan de querer abolir la ley. Por eso, San Pablo se pregunta: «Luego
nosotros ¿destruimos la ley por la fe? No hay tal, antes bien confirmamos la ley»[293]. Un poco
más adelante, escribe: «Mas ¿qué?, ¿pecaremos, ya que no estamos sujetos a la ley, sino a la
gracia? No lo permita Dios»[294].
San Pablo, por tanto, no afirma que la fe elimina el peso normativo de la ley; no viene a decir que
la ley queda anulada, sino que la fe ratifica la ley dándole su verdadero sentido y llevándola a la
perfección[295]. El Apóstol no se refiere a la vigencia normativa de la ley, sino al modo de
cumplirla. Pienso que, en el fondo, intenta explicar que la gracia de Cristo nos libera de la
mentalidad perfeccionista del judío, en suma: que el Amor misericordioso nos quita el temor
servil y nos otorga la soltura del hijo que sólo teme contristar a su buen Padre.
El Amor misericordioso nos ayuda ante todo a reconciliarnos con nuestra pequeñez, lo cual nos
permite plantear de modo realista nuestra lucha cristiana. En vez de soñar con grandes
aventuras, la humildad nos conduce a la generosidad en lo ordinario. En vez de soñar con
sacrificios ilusorios, intentaremos mostrar más amor a través de todas las menudencias de la
jornada. En una carta a su hermana Céline, escribe Santa Teresita: «Yo lo he visto por
experiencia: cuando no siento nada, cuando soy incapaz de orar y de practicar la virtud,
entonces es el momento de buscar pequeñas ocasiones, naderías que agradan a Jesús más
que el dominio del mundo e incluso que el martirio soportado con generosidad. Por ejemplo,
una sonrisa, una palabra amable, cuando tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante
enojado, etc. ¿Comprendes? No es para labrar mi corona, para ganar méritos, es por agradar a
Jesús...»[296].

El Amor misericordioso da lugar a paradojas gozosas. Por un lado, nos gustaría mejorar, y
estamos dispuestos a luchar para conseguirlo con el fin de alegrar al Señor y de hacer más
agradable la vida de quienes amamos; pero, por otro lado, de cara al Señor, se podría decir que
nos da igual si lo logramos o no, pues le podemos agradar tanto entregándole regalos como
permitiéndole que nos perdone y nos ayude. Santa Teresa de Lisieux llegó incluso a afirmar que
si en nuestras caídas no hubiese frecuentemente algo que ofende al Señor, entonces ella casi
caería a propósito para poder así darle al Señor la alegría de ayudarle a levantarse.

Si nos esforzamos por ejemplo por sonreír ante las adversidades, y nos damos cuenta, al hacer
el recuento al final del día, de que, de diez veces, sólo nos hemos vencido en dos, entonces le
entregamos primero las dos, y después nos dejamos querer en las otras ocho. ¡Qué alegría
poder terminar cada día procurando a Quien más amamos toda la felicidad posible! Si la
finalidad última de nuestra vida es realmente agradar al Señor, entonces es motivo de gran
alegría percatarse de que se le puede agradar tanto con victorias como con derrotas. Por tanto,
cuanto más luchemos, mejor: acertando o fallando, tendremos más ocasiones de darle alegrías.

Podríamos seguir nombrando gozosas paradojas, pero conviene que cada uno las saque por sí
mismo. Sólo añado una que nos cuentan los santos: si alguna vez nos asombramos de recibir
inesperadamente importantes gracias de Dios, ¡estemos seguros de que es a causa de nuestra
pequeñez humildemente reconocida! Por ahí va la respuesta a la pregunta del soneto de Lope
de Vega: «¿Qué interés se te sigue, Jesús mío». Sin duda, Jesús tiene puesto todo su interés en
las posibilidades de amarnos que le brindan nuestras flaquezas amorosamente reconocidas.
¡Cuanto menos queramos brillar, más se podrá lucir el Señor! Como decía San Vicente de Paúl a
Santa Luisa de Marillac, «solamente cuando renunciamos totalmente a buscarnos a nosotros
mismos, cuando nos arrojamos verdaderamente convencidos de nuestra nada en el corazón de
Dios y cuando nos abandonamos sin reservas a su voluntad, solamente entonces
comprobamos que el Señor lleva mucho tiempo a nuestra puerta, para traernos su paz, su luz,
sus consuelos»[297].

Vida de infancia espiritual

Santa Teresita —como ella misma pidió, antes de morir, que la invocasen— nos legó una
espiritualidad basada en el camino de infancia espiritual. En los manuales clásicos sobre la
humildad, se hacía hincapié en las ventajas de las propias faltas de cara a la humildad: la propia
miseria es humillante, pero ayuda a progresar en la vida cristiana, porque nos lleva a reconocer
la necesidad de ser perdonados por un Dios que nos ama a pesar de nuestros defectos[298].
Sin embargo, a partir de Santa Teresa del Niño Jesús, se introduce un nuevo matiz: Dios nos
ama no sólo a pesar de, sino, de algún modo, también gracias a nuestra flaqueza. Es lo que
hemos visto en estas páginas, desde la perspectiva de una relación de amor recíproco con
Jesucristo. El Señor es muy generoso y desea volcarse con quienes ama. Tiene predilección por
los débiles que luchan. Si éstos reconocen su debilidad, Él puede volcarse más con ellos.
Ya San Pablo lo intuye cuando el Señor le dijo: «Mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza»;
el Apóstol añade: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas,
para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas»[299]. Nos
conviene, pues, ser como niños que no se extrañan de su flaqueza. Dios no nos da de qué
hacernos fuertes, sino más bien de qué vivir con fortaleza mientras permanecemos en esa
flaqueza que atrae sus dones. El pequeño es aquel a quien Él puede dar. El grande es aquel que
comienza a pensar que ya se las puede arreglar solo. Está perdido. Al menos, perdido para la
santidad. Con su propia vida Santa Teresita demostró que su pequeña vía es todo un atajo
hacia la santidad. Leyendo su vida, se ve que tenía un carácter muy inseguro. Pero en cuanto
descubrió la gran ventaja que suponía su flaqueza, todo fue sobre ruedas. Su espíritu, liberado
de sus escrúpulos, se expansionó.
También nosotros podemos ser santos, y no sólo a pesar de nuestras miserias, sino contando
con ellas. «Al barruntar en nuestra alma —testimonia San Josemaría— el amor, la comprensión,
la ternura con que Cristo Jesús nos mira, comprenderemos en toda su hondura las palabras del
Apóstol: virtus in infirmitate perficitur [mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza] (2 Cor. 12,
9); con fe en el Señor, a pesar de nuestras miserias —mejor, con nuestras miserias— seremos
fieles a nuestro Padre Dios»[300].
La infancia espiritual colorea todas nuestras relaciones con nuestro Padre Dios: nos lleva a
imitar la oración sencilla de los niños, la confianza ilimitada que tienen en sus padres, la
espontaneidad y las pillerías que les son propias. Como afirma Santa Teresita, «ser pequeño...
es no desanimarse por las propias faltas. Pues los niños caen con frecuencia. Pues son
demasiado pequeños para hacerse daño»[301].

Podemos aprender mucho del comportamiento de los niños. El ejemplo de los niños a la hora
de pedir perdón es particularmente aleccionador. La santa francesa rememoraba así una de
esas escenas: «Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o
desobedeciéndola. Si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser
castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus
bracitos sonriéndole y diciéndole: "Dame un beso, no lo volveré a hacer", ¿no lo estrechará su
madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella
sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la siguiente ocasión, pero poco
importa, si él vuelve a ganarla por el corazón, nunca será castigado...»[302].

También San Josemaría describe escenas parecidas, sacando sabrosas consecuencias del
camino de infancia espiritual[303]. Quizá uno de sus méritos sea que consigue hacer asequible
esa vida de infancia espiritual a cristianos corrientes en medio del mundo, nada familiarizados
con los ambientes conventuales. Sus reflexiones al respecto se adaptan a todas las
mentalidades; son siempre tiernas y viriles al mismo tiempo. Hay consideraciones suyas que se
le graban a uno indeleblemente en la memoria, como ésta a propósito de la filiación divina:
«Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Vivimos como si el
Señor estuviera lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a
nuestro lado.

»Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las
madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo... y
perdonando.
»¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de
una travesura: ¡ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo... —Y
nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende..., a la par que se
enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos
hace para portarse bien!
»Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el
Señor que está junto a nosotros y en los cielos»[304].
El sentido de nuestra filiación divina y, en particular, la vida de infancia espiritual constituyen el
antídoto ideal contra actitudes encogidas y voluntaristas, ya que ayuda a entender que la
santidad se asienta sobre una base de humilde autoestima, de modo que es obvio que no se
trata de hacer esfuerzos titánicos con el fin de compensar la negativa opinión que uno pueda
tener de sí mismo. San Josemaría llega incluso a afirmar: «Jesús: nunca te pagaré, aunque
muriera de Amor, la gracia que has derrochado para hacerme pequeño»[305]. Ya hemos visto
que esta actitud positiva hacia las propias carencia no tiene por qué mermar el deseo de luchar
por mejorar. Lo que sí cambia es la motivación que inspira esa lucha. El amor, y sólo el amor, se
hace la fuente de la entrega generosa.

Otro tanto puede decirse acerca de Santa Teresa de Lisieux. Con cándida sencillez, afirma que
desde que tenía tres años, no recordaba haber negado algo a Dios. Saberse hija pequeña y
predilecta de Dios confería más bien otro cariz a su lucha. Escribe en una de sus cartas: «Jesús
no me enseña a contabilizar mis actos, me enseña más bien a hacerlo todo por amor, a no
negarle nada, a estar contenta cuando me proporciona una ocasión de probarle que le amo.
Pero todo eso se realiza con paz, ¡con abandono!»[306]. En suma, la humildad permite
comprender la verdadera esencia de la santidad. Ayuda a entender que Dios no pide perfección
a secas, sino perfección de amor.
Ser como los niños consiste en abandonarse plenamente en las manos de Dios. Este abandono
significa en primer lugar rendimiento amoroso: dejarse querer, poner toda nuestra vida en sus
manos, permitirle que haga con nosotros lo que quiera. Es también una cuestión de fe y de
humildad. Abandonarse en Dios significa no preocuparse por el futuro: tener plena confianza en
su Providencia omnipotente y amorosa. Significa también no sobrevalorar las propias fuerzas,
no desanimarse a causa de los propios defectos, pues el Señor tiene predilección por quien
reconoce sus incapacidades. Se trata, pues, de abandonar en el Señor la propia valía y estima.
«Nunca se tiene suficiente confianza en el buen Dios, tan poderoso y misericordioso», afirma
Santa Teresita.

Llegar a ese abandono total supone un largo camino. Ya vimos que para abandonarse en el
Amor de Dios, hay que abdicar de las seguridades humanas. Tras años prefiriendo seguridades
falsas pero tangibles, no es fácil cambiar de actitud; es como dar un salto en el vacío. Pero, si
se hace, todo lo demás empieza a ir sobre ruedas.
Hay quienes no se sienten especialmente atraídos hacia ese camino, quizá porque piensan
erróneamente que se trata de «niñerías y puerilidades»[307]. Parecen no entender que «todo
esto no es una bobería, sino una fuerte y sólida vida cristiana»[308]. A otros, la vida de infancia
espiritual les pone nerviosos, quizá porque les falta humildad para reconocer que son los que
más la necesitan. A fin de cuentas, ser como los niños significa, en primer lugar, tener la
humildad de reconocer la propia indigencia. Ciertamente, no se puede imponer a nadie ese
camino de infancia espiritual. De todos modos, la experiencia muestra que, a todas las almas
de oración, el Espíritu Santo les hace descubrir tarde o temprano la maravilla de esta vida de
infancia espiritual. ¡Cuanto antes, mejor!

Estupendas perspectivas de futuro

El total abandono en el Amor misericordioso trae consigo toda clase de frutos sabrosísimos.
Quienes lo han vivido cuentan que experimentaron un gran cambio en su vida: fue el inicio de
una novedad de vida en sentido cristiano —«In novitate sensu»[309]—, que penetra, además de
la inteligencia y de la voluntad, los sentidos y todo su ser. Incluso la salud mejora. He visto
personas que han dejado de tomar medicamentos que tomaban desde hace muchos años
atrás. El Amor misericordioso cambió radicalmente su actitud hacia sí mismos y hacia los
demás.

La conciencia del Amor misericordioso de Cristo libera de aquello que más obstaculiza el
desarrollo de la capacidad de amar. Es algo que trae consigo una felicidad insospechada. Se
entiende la sinrazón del amor propio y se comienza a doblegarlo. Se está profundamente
convencido de que ya no vale la pena actuar por motivos egocéntricos. No sólo no merece la
pena: ¡se experimenta que ya no hace falta! Se intenta mejorar, pero resulta ridículo hacerlo
para hacerse valer o para sentirse bien. Ya sólo quedan motivos altruistas por los que mejorar.
Las intenciones se vuelven más desinteresadas y se experimenta una gran libertad interior.

Para quien experimenta el Amor misericordioso, ya no hay humillaciones posibles: las habrá
quizá desde el punto de vista objetivo, pero no desde el punto de vista subjetivo: nada ni nadie
puede humillarle. Por razones subjetivas, hay gente susceptible que se molesta por cualquier
cosa, mientras que los santos alaban incluso a quienes les humillan. Los demás pueden herir
su corazón, pero no su orgullo. Si les imitamos, entendemos que gran parte de lo que antes nos
resultaba hiriente, se debía a orgullo herido. Si cambiamos los respetos humanos por respetos
divinos, ya no molesta el yo y lo único que nos interesa es que los demás se dejen querer.

En la medida en que nos percatamos del Amor de Dios, desaparece el afán posesivo del
corazón y, por consiguiente, perdemos por fin el miedo a querer a los demás de todo corazón.
Si alguien nos muestra su afecto, se lo agradeceremos de veras, pero ya no lo necesitamos
tanto como antes. ¡Menuda libertad y cariño desinteresado! Antes, el único modo de evitar el
afán posesivo del corazón consistía en disminuir el cariño. Por el contrario, la conciencia del
Amor de Dios permite un amor desinteresado que no excluye el afecto. Es un gran
descubrimiento para quienes durante años se debatieron por conciliar aspectos aparentemente
contradictorios: cariño y desprendimiento, dependencia e independencia, fortaleza y
sensibilidad...
Descubrir el Amor de Dios no cambia sólo nuestra actitud hacia los demás, sino también hacia
Él. Desaparecen las conciencias estrechas. Desaparecen esas escrupulosidades que tanto
hacían sufrir. Las prácticas de piedad ya no son producto del afán de estar en regla con Él.
Sabiendo lo mucho que nos quiere, le tratamos de modo diferente. Podemos por fin mantener
con Él una estrecha relación de amistad, como de igual a igual, sin dejar de ser Él todo y
nosotros nada. Objetivamente, Él puede darnos mucho más que nosotros a Él, pero nosotros
disponemos de algo que le es muy precioso: nuestras carencias. Nos ama tanto que si no se
las entregamos, si no nos dejamos querer, le duele tanto cuanto nos quiere. Es como cuando
alguien se enamora de nosotros: con sólo hacer posible ese amor, le procuramos gran felicidad.

No todo es de color de rosa. La experiencia muestra que la conciencia del Amor de Dios no
elimina del todo el amor propio, pero proporciona medios para neutralizarlo. Hay que estar en
guardia porque, en esta vida, el orgullo no muere. Resurge incluso con fuerza cada vez que
fallamos. Otras veces el amor propio resurge de modo imperceptible cada vez que, en vez de
apoyarnos en el Señor como niños conscientes de su pequeñez, empezamos a apoyarnos en
nuestras propias fuerzas como adultos autosuficientes. Nos pasaremos toda la vida haciendo
el papel del hijo pródigo, volviendo una y otra vez a la casa del Padre. Viviremos en un
permanente estado de conversión. «La conversión a Dios —enseña Juan Pablo II— es siempre el
fruto del "reencuentro" de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios,
Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión,
no sólo como momentáneo acto interior, sino como disposición estable, como estado de ánimo.
Quienes lo "ven" así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él»[310].
Podríamos preguntarnos por qué el Señor no nos libera definitivamente del orgullo. A primera
vista, parece como si su Redención fuera imperfecta. También San Pablo se lo preguntó, y he
aquí su conclusión: «Para que no me engría con la sublimidad de esas revelaciones, fue dado
un aguijón a mi carne, un ángel de Satanás que me abofetea para que no me engría. Por este
motivo tres veces rogué al Señor que lo apartase de mí. Pero él me dijo: "Mi gracia te basta, que
mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza". Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome
sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco
en mis flaquezas»[311]
Pienso que Dios no nos quita definitivamente el orgullo porque no nos conviene. Y es que el
orgullo nos proporciona mucha materia de lucha interior y sirve, además, de indicador que nos
advierte que nos estamos alejando de Dios. En cuanto dejamos de ser como niños y nos
tomamos demasiado en serio a nosotros mismos, el orgullo hace que nos sintamos mal. Cerca
del Señor respiramos aire puro, mientras que, en cuanto nos separamos de Él, el aire se vuelve
enrarecido. Sin orgullo, nos separaríamos del Señor sin apenas darnos cuenta. Gracias a lo mal
que lo pasamos lejos de Él, volvemos una y otra vez a su intimidad. La humildad se convierte
así en una fuente de gozo. Cada vez que nuestros fallos enturbien la paz de nuestra alma,
sentiremos la necesidad de refugiarnos en los brazos misericordiosos de Cristo.

Ahora podemos entender por qué la humildad perfecta prescinde de la modestia. Para evitar
malentendidos con quienes no han descubierto estas cosas, nos mostraremos modestos hacia
afuera, pero, hacia dentro y en el trato con el Señor, nos llenaremos de ese santo orgullo de
quien es consciente de su propia miseria y grandeza. En el fondo, mientras no perdamos de
vista el Amor misericordioso y luchemos por combatir nuestros defectos, viviremos la humildad
ya en la tierra como se vivirá en el Cielo. Lewis afirma que en el Cielo «no habrá lugar para la
vanidad. El alma estará libre de la miserable ilusión de creer que es mérito suyo. Sin el menor
rastro de mancha de lo que ahora podríamos llamar autocomplacencia, se alegrará
inocentemente de que Dios le haya dado el ser, curará para siempre su viejo complejo de
inferioridad cuando entierre su orgullo más profundamente que el libro de Próspero»[312].
Ésta podría ser nuestra lucha cotidiana si nos percatamos del Amor misericordioso y de la
reciprocidad existente en nuestra relación con el Señor: que cada humillación nos recuerde el
mirar amabilísimo y misericordioso de Jesús, y que cada adversidad o pena encienda nuestro
deseo de corresponderle aliviando así las heridas de su Corazón; que cada orgullo herido nos
lleve a acordarnos de lo mucho que valemos ante los ojos de Cristo y a hacer de hijo pródigo, y
que cada corazón herido se convierta en una ocasión de reconfortar su Corazón y de corredimir
con Él. Podemos emplear cada humillación y contrariedad como una especie de letras de
cambio: se ofrecen por amor, convirtiéndose así en motivo de gozo.
El humilde amor de uno mismo engendra, por último, una paz interior inamovible. Se vive en paz
consigo mismo y con Dios. Es como si la vida se detiene y uno tiene la impresión de ir cuesta
abajo: a la vez que se intenta mejorar la generosidad en la entrega amorosa, se vive
despreocupadamente, como un niño de tres o cuatro años (más no, pues alrededor de los cinco
años, el niño comienza a discurrir, percatándose de su propia indigencia y, entonces, los
problemas comienzan). Si la felicidad consta de alegría y paz interiores, ya se tiene la mitad. La
otra mitad, la alegría, puede seguir aumentando indefinidamente en la medida en que
contribuyamos a la felicidad de personas queridas. Todo es presagio de beatitud celeste.
Resumiendo el aspecto liberador de la humildad cristiana, el escritor inglés afirma que el
auténtico contacto con Dios nos hace «alegremente humildes, sintiendo el infinito alivio de
habernos librado por una vez de toda la necia insensatez de nuestra propia dignidad, que nos ha
hecho sentirnos inquietos y desgraciados toda la vida. Dios está intentando hacernos humildes
para que este momento sea posible; está intentando despojarnos de todos los vanos adornos y
disfraces con los que nos hemos ataviado y con los que nos paseamos como pequeños
imbéciles que somos. Ojalá yo mismo hubiese llegado un poco más lejos con la humildad: si así
fuera, probablemente podría deciros más acerca del alivio, la comodidad de quitarme ese
disfraz... de quitarme ese falso ego con todos sus "Miradme" y "¿No soy un buen chico?" y
todas sus poses y posturas. Acercarse un poco más a ese alivio, aunque sólo sea por un
momento, es como un vaso de agua fresca para un hombre en medio del desierto»[313].
EPÍLOGO

«Señor, perdona lo que soy, por lo que amo», decía Lope de Vega en su oración. Parafraseando
esas palabras del poeta, cada uno de nosotros podría añadir: «y si no supiese yo amarte,
entonces ámame Tú: perdona lo que soy, ¡por lo que me dejo querer!»

Para entender y vivir todo lo anterior, se precisa una singular gracia de Dios. Podemos
mostrarle nuestra buena voluntad, considerándolo con frecuencia en nuestra oración personal.
Descubriremos así nuevos matices y, poco a poco, el Señor lo grabará a fuego en nuestra alma.

En el momento de poner punto final a estas líneas, un amigo belga me envía por carta un texto
en francés que lleva por título: ¡Ámame tal como eres!. Contiene unas palabras que se ponen en
boca de Dios mismo. Las transcribo porque nos pueden servir para meditar todo lo que hemos
visto:
«Conozco tu miseria, tanto las luchas y tribulaciones de tu alma, como la flaqueza de tu cuerpo
enfermizo; conozco tu cobardía, tus pecados, tus desfallecimientos; y sin embargo te lo digo:
"¡Dame tu corazón, ámame tal como eres!"

Si esperas a ser un ángel antes de abandonarte y de entregarte al Amor, no Me amarás nunca.


Aunque caigas con frecuencia en esas faltas que no quisieras cometer nunca, aunque seas tan
débil en la práctica de la virtud: lo soporto todo, menos que no Me ames. En cualquier instante y
en cualquier disposición en que te encuentres, tanto en el fervor como en la aridez, ¡ámame tal
como eres! Quiero el amor de tu indigente corazón; si, para amarme, esperas a ser perfecto, no
Me amarás nunca. ¿Acaso no podría Yo hacer de cada grano de arena un serafín radiante de
pureza, de nobleza y de amor? ¿Acaso no podría yo, con un solo signo de mi Voluntad, hacer
surgir de la nada millares de santos mil veces más perfectos y amables que los que he creado?
¿Acaso no soy el Todopoderoso? ¿Y si quisiese dejar en la nada para siempre a esos seres
maravillosos y prefiriese tu pobre amor al suyo?!
Hijo mío, déjame amarte. Quiero tu corazón. Evidentemente tengo previsto formarte, pero
entretanto, te quiero tal como eres. Y quisiera que tú hicieses lo mismo; deseo ver ascender el
amor desde lo más profundo de tu miseria. Amo en ti incluso la flaqueza. Me place el amor de
los pobres; quiero que, de la indigencia, se eleve continuamente este grito: "Señor, te amo".
¿Para qué quiero yo tu ciencia y tus talentos? Habría podido destinarte a grandes empresas;
pero no, tu serás el siervo inútil. ¡Sólo te pido que ames! El amor te llevará a conseguir todo lo
demás sin que te des cuenta; intenta solamente llenar de amor el momento presente; procura
cumplir por amor todos tus pequeños deberes.
Hoy me presento como un mendigo ante la puerta de tu corazón, Yo, el Señor de los señores.
Llamo y espero: date prisa en abrirme, no alegues que eres miserable, no me digas que no eres
digno. Si hubieses conocido del todo tu indigencia, te habrías muerto de dolor. La única cosa
que podría herir Mi Corazón, sería verte dudar o faltar a la confianza. Quiero que pienses en Mí
cada hora del día y de la noche; no quiero que hagas la más mínima acción por un motivo que
no sea el amor. Te daré un amor mucho más perfecto que lo que jamás soñaste.
Pero acuérdate de esto: ¡ámame tal como eres! No esperes a ser santo para abandonarte y
entregarte al Amor, si no, nunca amarás».
Terminemos con la Virgen María. Tras un pecado, es posible que la soberbia nos haga perder
de vista el rostro misericordioso del Señor. Sin embargo, es difícil que no nos atrevamos a
acudir a nuestra Madre. Después de Jesús, el Corazón de María es el más fiel reflejo del Amor
divino. ¡Qué cercano se nos hace en Ella el rostro maternalmente misericordioso de Dios Padre!

[1]. Cfr. Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro IV.

[2]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, Rialp, Madrid 1995, p. 134.

[3]. J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 34.

[4]. Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, n. 38.

[5]. Filip. 2, 13.

[6]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., p. 141.

[7]. Ibidem, p. 136.

[8] A. Vázquez-Figueroa, África llora, Plaza & Janés, Barcelona 1994, pp. 204 y 205.

[9]. Cfr. T. de Aquino, Summa contra gentiles, lib. IV, cap. LII, y J.H. Newman, Apologia pro vita
sua, Brand, Bussum 1948, p. 312-314.
[10]. Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 24.

[11]. Cfr. Gen. 1, 26-27.

[12]. T. de Aquino, Opusc. 57 in festo Corporis Christi, lect. 1.

[13]. 2 Petr. 1, 4.

[14]. A. de Alejandría, In incarnatione, 54, 3.

[15]. E. Mounier, L’affrontement chrétien, París 1945, p. 87.

[16]. Jac. 4, 6.
[17]. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 10.

[18]. Juan Pablo II, Alocución del 6 de septiembre de 2000.

[19]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., pp. 135-136.

[20]. A. Llano, La vida lograda, Ariel, Barcelona 2002, p. 86.

[21]. A. Aguiló, ¿Soberbia yo?, en “Hacer familia”, noviembre de 2001.

[22]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., p. 66.

[23]. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1994, pp.

221. [24]. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, Planeta, Barcelona 2001, p. 16.

[25]. 1 Jn. 4, 18.

[26]. San Hilario, Tratado sobre los salmos, Salmo 127, 1-3: CSEL 24, p. 630.

[27]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo. Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt,
PPC, decimosexta edición, Madrid 1997, p. 111.
[28]. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, o.c., pp. 88 y 89.

[29]. S. Martín, María, camino de perfección, Martínez Roca, Barcelona 2001, p. 34.

[30]. P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, Plaza & Janés, Barcelona 1994, p. 168.

[31]. Cfr. Lc. 1, 38.

[32]. Cfr. Lc. 1, 49.

[33]. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 75.

[34]. S. Martín, El suicidio de San Francisco, Planeta, Barcelona 1998, pp. 177-178.

[35]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., pp. 137-138.

[36]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, Desclée, Bilbao 1997, p. 78.

[37]. S. Tamaro, Donde el corazón te lleve, Seix Barral, Barcelona 1995, pp. 38-39.

[38]. La expresión “interlocutores relevantes” (significant others) proviene de G. H. Mead (cfr. H.


Arts, Een Kluizenaar in New York, Nederlandsche Boekhandel, Amberes 1986, p. 23).
[39]. C. Goñi, Filosofía impura, EIUNSA, Barcelona 1995, p. 78.

[40]. C. S. Lewis, El diablo propone un brindis, Rialp, Madrid 1993, pp. 56-57.
[41]. S. Tamaro, El misterio y lo desconocido, Seix Barral, Barcelona 1999, p. 101.

[42]. B. Marshall, El mundo, la carne y el Padre Smith, Círculo de Lectores, Barcelona 1962, pp.
111-112.
[43]. J. M. Contreras, Pequeños secretos de la vida en común, Planeta, Barcelona 1999, p. 86.

[44]. J. Gray,Los hombres son de Marte, las mujeres de Venus, Grijalbo, Barcelona 1993, p. 83.

[45]. J. M. Pemán, La Pasión según Pemán, Edibesa, Madrid 1997, p. 88.

[46]. E. Stein (Santa Teresa Benedicta de la Cruz), Las más bellas páginas de Edith Stein, Monte
Carmelo, Burgos 1998, p. 32.
[47]. En C. Pujol, Siete escritores conversos, Palabra, Madrid 1994, p 31.

[48]. R. Yepes, Fundamentos de Antropología. Un ideal de la excelencia humana, EUNSA,


Pamplona 1996, p. 200.
[49]. J. Escrivá, Surco, n. 797.

[50]. Juan Pablo II, Carta a las familias, 2 de febrero de 1994, n. 11.

[51]. A. Maurois, El instinto de la felicidad, Planeta, Barcelona 2001, p. 93.

[52]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., pp. 138-139.

[53]. 1 Cor. 9, 19.

[54]. C. S. Lewis,Cautivado por la Alegría. Historia de mi conversión, Encuentro, Madrid 1989, p.


229.
[55]. C. Martín Gaite, Lo raro es vivir, Anagrama, Barcelona 1996, p. 89.

[56]. M. Delibes, Señora de rojo sobre fondo gris, Destino, Barcelona 1991, pp. 41-42.

[57]. D. von Hildebrand, El corazón, Palabra, Madrid 1997, p. 129.

[58]. C. S. Lewis, Los cuatro amores, Rialp, Madrid 1991, p. 81. «Affection’s need to be needed»,
dice el texto original (The four loves, Fount Paperbacks, Glasgow 1977, p. 66).
[59]. A. Cohen, El libro de mi madre, Anagrama, Barcelona 1992, p. 60.

[60]. C. S. Lewis, Los cuatro amores, o.c., p. 135.

[61]. M.-A. Martí García, La afectividad. Los afectos son la sonrisa del corazón, Ediciones
Internacionales Universitarias, Madrid 2000, p. 43.
[62]. A. Machado, Canciones, n. LXVI, en J. P. Manglano, Orar con poetas, o.c., p. 48.
[63]. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1775.

[64]. A. Llano, La vida lograda, o.c., p. 79.

[65]. En E. López-Escobar y P. Lozano, Eduardo Ortiz de Landázuri, Palabra, Madrid 1994, p. 279.
Don Eduardo —como le llamábamos quienes tuvimos la dicha de ser sus amigos— murió en
1985. Llamaba la atención por su humilde caridad para con sus innumerables pacientes y
conocidos. En la actualidad, se le puede invocar como Siervo de Dios, ya que, en diciembre de
1998, fue incoado su proceso de beatificación.

[66]. E. Gil y Carrasco, El señor de Bembibre, Rialp, Madrid 1999, p. 103.

[67]. W. Collins, La ley y la dama, Rialp, 2ª edición, Madrid 1995, p. 20.

[68]. M. T. Cicerón, De amicitia, XX, 72, Gredos, Madrid 1988, p. 94.

[69]. D. von Hildebrand, El corazón, o.c., p. 111.

[70]. K. Mourad, De parte de la princesa muerta, Muchnik, Barcelona 1988, p. 175.

[71]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, o.c., p. 67.

[72]. T. de Lisieux, en M. Van der Meersch, Santa Teresita, Palabra, Madrid 1992, p. 84.

[73]. H. Arts, Zelfontplooiing en spiritualiteit, Davidsfonds, Lovaina 1994, p. 11.

[74]. Véase por ejemplo la crítica del sociólogo americano Christopher Lasch, La rebelión de las
élites. Y la traición a la democracia, Paidós, Barcelona 1996.
[75]. Cfr. P. C. Vitz, The Problem with Self-Esteem, en www.catholiceducation.org.

[76]. P. Gómez Borrero, La alegría, Martínez Roca, Barcelona 2000, pp. 12 y 13.

[77]. J. Pieper, El amor, Rialp, Madrid 1972, p. 58.

[78]. A. de Hipona, Sermo 368, Migne, Patrologia Latina, 39, p. 1655.

[79]. T. Melendo, Ocho lecciones sobre el amor humano, Rialp, Madrid 1993, p. 175.

[80]. T. de Aquino,Summa Theologiae, III, q. 28, a. 1, ad 6.

[81]. Cfr. ibidem, I, q. 60, a. 5; II-II, q. 19, a. 6.

[82]. Mc. 12, 31.

[83]. T. de Aquino, De spe, a. 3, c. fine.

[84]. T. de Aquino,Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 4. Esa unidad es modelo inalcanzable de


toda unión amorosa del hombre con sus semejantes. De hecho, sólo las Tres Personas Divinas
se unen constituyendo una perfecta unidad.

[85]. C. S. Lewis,Cartas del diablo a su sobrino, Rialp, 4ª ed., Madrid 1994, pp. 70-71.

[86]. C. Martín Gaite, Nubosidad variable, Anagrama, Barcelona 1992, p. 348.

[87]. D. von Hildebrand, El corazón, o.c., p. 129.

[88]. Ibidem, p. 131.

[89]. C. S. Lewis, Cautivado por la Alegría. Historia de mi conversión, o.c., p. 150.

[90]. F. Dostoiewski, Humillados y ofendidos, Juventud, Barcelona 1985, pp. 292-293.

[91]. J. Steinbeck, La luna se ha puesto, Edhasa, Barcelona 1970, p. 90.

[92]. Cfr. J. L. Olaizola, Los amores de Teresa de Jesús, Planeta, Barcelona 1992, pp. 106-115.

[93]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c. p. 116.

[94]. Cfr. Lc. 14, 7-11.

[95]. D. von Hildebrand, El corazón, o.c., p. 169.

[96]. J. Austen, Orgullo y prejuicio, Plaza & Janés, Barcelona 1997, p. 27.

[97]. G. Bernanos, Diálogos de Carmelitas, Plaza & Janés, Barcelona 1976, p. 31.

[98]. Cfr. M. Kinzer, The Self-Image of a Christian. Humility and Self-Esteem, Servant Books,
Michigan 1980.
[99]. Cfr. Filip. 2, 3.

[100]. M. Kinzer, The Self-Image of a Christian, o.c., pp. 15-16.

[101]. Cfr. Rom. 12, 3.

[102]. H. Nouwen, Een parel in Gods ogen, Lannoo, Tielt 1992, p. 23-24.

[103]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c., pp. 116-117.

[104]. M. Kinzer, The Self-Image of a Christian, o.c., p.18-19.

[105]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., pp. 140-141.

[106]. C. S. Lewis,Cartas del diablo a su sobrino, o.c., p. 71.

[107]. I. Socías, Sin miedo a la verdad. Conversaciones con Silvester Krcméry, Palabra, Madrid
1999, p. 144.
[108]. C. S. Lewis, Mero cristianismo, o.c., p. 108.

[109]. F. Dostoiewski, Los hermanos Karamazov, Mateu, 3ª edición, Barcelona 1960, p. 37.

[110]. Cfr. C. S. Lewis, El gran divorcio. Un sueño, Rialp, Madrid 1997.

[111]. J. Benavente, Los intereses creados, Biblioteca Básica Salvat, Madrid 1970, p. 109.

[112]. C. S. Lewis, El diablo propone un brindis, o.c., p. 124.

[113]. G. Torelló, “Pazzo d’amore” . La personalità del Beato Josemaría Escrivá, en “Studi
Cattolici”, VII-VIII 1993, p. 421.
[114]. En G. von Le Fort, La mujer eterna, Rialp, Madrid 1965, p. 88.

[115] G. Thibon, La crisis moderna del amor, Fontanella, Barcelona 1976, p. 48.

[116]. Cfr. Lc. 9, 23-25.

[117]. Cfr. Mc. 8, 34-37.

[118]. C. S. Lewis,Cartas del diablo a su sobrino, o.c., pp. 66-67.

[119]. J. Escrivá, Surco, n. 267.

[120]. Ibidem.

[121]. Cfr. Gal. 3, 41.

[122]. Cfr. Rom. 1, 18-8, 12.

[123]. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscientia del 22 de


marzo de 1986, n. 19.
[124]. Cfr. Rom. 3, 31 y 6, 15.

[125]. Jn. 8, 36.

[126]. J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 35.

[127]. En H. Caffarel, Camille C. ou l’emprise de Dieu, Feu nouveau, Troussures 1982, p. 321.

[128]. 2 Cor. 3, 5.

[129]. T. de Lisieux, en M. Van der Meersch, Santa Teresita, o.c., p. 140.

[130]. En J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid 2000, p. 81.

[131]. 2 Cor. 12, 9.


[132]. Filip., 4, 13.

[133]. G. Nacianceno, Ex orationibus, Or. 7,23; PG 35, p. 786.

[134]. H. Waust, Don Bosco y su tiempo, Palabra, Madrid 1987, p. 77.

[135]. S. R. Covey, The 7 habits of highly effective people. Restoring the character ethic, Simon &
Schuster, New York 1990, p. 31.
[136]. H. Arts, Zelfontplooiing en spiritualiteit, o.c., p. 10.

[137]. Ps. 51 (50), 12.

[138]. Juan Pablo II, Dies Domini, n. 63.

[139]. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, o.c., p. 90.

[140]. A. Llano, La vida lograda, o.c., p. 42.

[141]. A. de Hipona, Sermo 330, 3-4.

[142]. Cfr. Jn. 13, 34.

[143]. Juan Pablo II, Veritatis splendor, n. 22.

[144]. Lc. 6, 45.

[145]. Juan Pablo II, Redemptor hominis, n. 18.

[146]. Juan Pablo II, Dominum et vivificantem, n 59.

[147]. Cfr. 1 Jn. 4, 8.

[148]. Comité para el Jubileo del año 2000, La Eucaristía, Sacramento de vida nueva, BAC,
Madrid 1999, p. 26.
[149]. A. Frossard, Preguntas sobre Dios, Rialp, 3ª edición, Madrid 1992, p. 93.

[150]. L. Trese,Dios necesita de ti, Palabra, 6ª edición, Madrid 1990, p. 25.

[151]. C. Cardona, Metafísica del bien y del mal, EUNSA, Pamplona 1987, p. 130.

[152]. M. Kinzer, The Self-Image of a Christian, o.c., p. 34.

[153]. L. Trese,Dios necesita de ti, o.c., p. 22.

[154]. L. de Moya, Sobre la marcha. Un tetrapléjico que ama la vida, Edibesa, Madrid 1997, p. 68.

[155]. En P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, o.c., p. 337.


[156]. Ibidem.

[157]. A. J. Cronin, El jardinero español, Palabra, Madrid 1994, p. 105.

[158]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c., p. 54.

[159]. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, o.c., p. 132.

[160]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., p. 136.

[161]. A. Cohen, El libro de mi madre, o.c., p. 73.

[162]. C. S. Lewis, Cautivado por la Alegría. Historia de mi conversión, o.c., p. 29.

[163]. C. Martín Gaite, Nubosidad variable, o.c., p. 57.

[164]. G. A. Becquer, Rimas y leyendas, Elección Editorial, Madrid 1983, rima n. L, p. 37.

[165]. C. S. Lewis, Mero cristianismo, o.c., p. 123.

[166] . S. Márai,Divorcio en Buda, Salamandra, Barcelona 2002, p. 172.

[167]. W. Collins, La ley y la dama, Rialp, 2ª edición, Madrid 1995, p. 153.

[168]. C. Martín Gaite, Cuentos completos, Prólogo, Alianza Editorial, Madrid 1981, p. 8.

[169]. En L. J. Cardenal Suenens, Le Roi Baudouin. Une vie qui nous parle, F.I.A.T., Ertvelde 1995,
p. 67.
[170]. S. Tamaro, Donde el corazón te lleve, o.c., p. 108.

[171]. J. Green, Libertad querida, Plaza & Janés, Barcelona 1990, p. 103.

[172]. C. Martín Gaite, Lo raro es vivir, o.c., p. 149.

[173]. A. Polaino-Lorente, Una vida robada a la muerte, Planeta, Barcelona 1997, p. 203.

[174]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c., p. 47.

[175]. H. S. Haasse, Los señores del té, Península, Barcelona 1999, p. 328.

[176]. Lc. 15, 28.

[177]. Lc. 15, 29-30.

[178]. Juan Pablo II, Reconciliatio et poenitentia, n. 6.

[179]. Lc. 15, 13.

[180]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c., pp. 75-76.


[181]. Ibidem, p. 82.

[182]. Ibidem, p. 78.

[183]. Lc. 15, 31.

[184]. H. J. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo, o.c., p. 82.

[185]. Cfr. Lc. 18, 11-12.

[186]. C. S. Lewis, Mero cristianismo, o.c., p. 137.

[187]. Ch. Péguy, El misterio de los santos inocentes, en J. P. Manglano, Orar con poetas, o.c., p.
140.
[188]. Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de la Juventud (1999), n. 4.

[189]. T. Hermans,Gebedenboekje, Fontein, Baarn 1989, p. 29.

[190]. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 8.

[191]. Is. 43, 1 y 4.

[192]. Juan Pablo II, Mensaje para la XIV Jornada Mundial de la Juventud (1999), n. 3.

[193]. J. Echevarría, Itinerarios de vida cristiana, o.c., p. 11.

[194]. J. de la Cruz, Oración del alma enamorada.

[195]. León Magno, Homilía 1 en la Navidad (en el Oficio divino, Segunda lectura del 25-XII).

[196]. J. Marías, La perspectiva cristiana, Alianza, Madrid 1999, p. 52.

[197]. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.

[198]. B. de Clairvaux, Sermones sobre el “Cantar de los cantares”, Sermón 61, 5, en Opera
Omnia, 2, p. 151.
[199]. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 107.

[200]. Juan Pablo II, Alocución del 5 de junio de 1979.

[201]. Hebr. 4, 15.

[202]. León Magno, Carta28, a Flaviano, 4: PL 54, p. 767.

[203]. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 3.

[204]. E. Stein, Pensamientos, Monte Carmelo, Burgos 1999, p. 24.


[205]. Juan Pablo II, Rosarium Virginis Mariae, n. 26.

[206]. Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, n. 39.

[207]. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2560.

[208]. J. Crisóstomo, Homilía 14, 1; PG 61, p. 498.

[209]. J. Dobraczynski, Cartas a Nicodemo, Herder, Barcelona 1990, p.17.

[210]. Jn. 15, 4.

[211]. Juan Pablo II, Tertio millenio ineunte, n. 32.

[212]. J. P. Manglano, ¿Se puede aprender a sufrir?, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999, pp. 52 y
56.
[213]. D. von Hildebrand, o.c., p. 16.

[214]. A. Frossard, Los grandes pastores, Rialp, Madrid 1993, p. 115.

[215]. Jn. 15, 15.

[216]. J. Escrivá, Camino, n. 422.

[217]. Teresa de Ávila, Autobiografía, Capítulo 22, n. 7.

[218]. Cfr. Mc. 10, 20-21.

[219]. Cfr. Lc. 22, 61.

[220]. J. Escrivá, Surco, n. 813.

[221]. V. E. Frankl, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 1989, p. 46.

[222]. Cfr. Jn. 14, 6.

[223]. Jn. 17, 26.

[224]. Juan Pablo II, Discurso del 28 de mayo de 1986.

[225]. Comité para el Jubileo del año 2000, La Eucaristía, Sacramento de vida nueva, o.c., p. 28.

[226]. 1 Cor. 6, 20.

[227]. J. Escrivá, Via Crucis, V estación, n. 1.

[228]. Jn. 15, 13.

[229]. Cfr. Mt. 26, 50-54 y Jn. 19, 11.


[230]. Jn. 10, 17-18.

[231]. Cfr. Lc. 23, 46-47 y Mc. 15, 39.

[232]. Juan Pablo II, Alocución del 19 de octubre de 1998.

[233]. J. Escrivá, Via crucis, XII estación, n. 3.

[234]. Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 19.

[235]. J. Escrivá, Camino, n. 182.

[236]. Juan Pablo II, Tertio millenio ineunte, n. 27.

[237]. J. Escrivá, Apuntes íntimos, n. 582; en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei. I:
¡Señor, que vea!, Rialp, Madrid 1997, pp. 418-419.
[238]. Misal Romano, Prefacio Pascual III.

[239]. J. Escrivá, Surco, n. 255.

[240]. Cfr. 1 Petr. 3, 14.

[241]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, o.c., pp. 16-17.

[242]. Pío XI, Miserentissimus Redemptor, 9 de mayo de 1928, n. 17.

[243]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, o.c., p. 67.

[244]. Gal. 2, 19.

[245]. Col. 1, 24.

[246]. Cfr. Gal. 2, 19-20. Ver también: Rom. 6, 4 y Filip. 2, 5.

[247]. En J. M. Cejas, La paz y la alegría. María Ignacia García Escobar en los comienzos del
Opus Dei, Rialp, Madrid 2001, p. 179.
[248]. J. Escrivá, Surco, n. 480.

[249]. Ps. 58, 21.

[250]. J. Escrivá, Via Crucis, III estación.

[251]. J. Escrivá, Camino, n. 288.

[252]. Ef. 1, 10.

[253]. J. Escrivá, Forja, n. 442.


[254]. B. Llorens, en J. I. Poveda, Bartlomé Llorens. Una sed de eternidades, Rialp, Madrid 1997,
p. 138.
[255]. J. M. Pemán, Ante el Cristo de la buena muerte, en Pasión según Pemán, Edibesa, Madrid
1997, p. 87.
[256]. Juan Pablo II, Homilía del 11-X-1998 en la Canonización de Teresa Benedicta de la Cruz
(Edith Stein).
[257]. J. Escrivá, Forja, n. 404.

[258]. 2 Cor. 5, 14.

[259]. Priester Poppe. Leven en zending, Amberes 1978, p. 17. Edward Poppe (1890-1924) es un
sacerdote flamenco beatificado por Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.
[260]. Lc. 15, 20.

[261]. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes del 25 de marzo de 2001, n. 10.

[262]. P. Urbano, El hombre de Villa Tevere, o.c., p. 371.

[263]. M. Confesor, Carta 11: PG 91, p. 454.

[264]. En M.-D. Poinsenet, Thérèse de Lisieux, témoin de la foi, o.c., p. 351.

[265]. J. Escrivá, Forja, n. 190.

[266]. Mt. 9, 36.

[267]. J. Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 64.

[268]. A. de Hipona, De moribus, 1, 28, 56.

[269]. T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 3.

[270]. B. de Clairvaux, Sermón 1 en la Epifanía del Señor, 1-2: PL 143.

[271]. Juan Pablo II, Alocución del 27 de julio de 1986, n 2. Cfr. Discurso del 29 de mayo de 1999,
n.3.
[272]. Jn. 3, 16.

[273]. Ef. 2, 4.

[274]. Cfr. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 2.

[275]. Juan Pablo II, Homilía de la Beatificación de fray Cyprian Michael Iwene Tansi, en
“Observatore Romano” del 25 de marzo de 1998, p. 2.
[276]. Juan Pablo II, Mensaje para la Cuaresma de 2001, n. 2.

[277]. Mt. 9, 12.

[278]. Cfr. Mt. 18, 1-4; Mc. 10, 14; Lc. 18, 15-17; 9, 46-48.

[279]. Mt. 11, 29.

[280]. Discurso del 22 de noviembre de 1981 en el Santuario del Amor Misericordioso en


Collevalenza (Italia).
[281]. G. Thibon, L’échelle de Jacob, Éditions universitaires, Bruselas 1945, p. 94.

[282]. Cfr. T. de Lisieux, Carta del 9 de mayo de 1897 al P. Roulland en M.-D. Poinsenet, Thérèse
de Lisieux, témoin de la foi, Mame, Tours 1968, p. 326.
[283]. Cfr. Mc. 2, 13-17; Lc. 19, 1-10; Jn. 8, 1-11; Lc. 23, 39-43; Jn. 4, 1-30 y Lc. 22, 61.

[284]. Sándor Márai, El último encuentro, Emecé, Barcelona 1999, p. 120.

[285]. 1 Cor. 4, 7.

[286]. Cfr. Lc. 1, 48.

[287]. Cfr. 2 Cor. 12, 9-10.

[288]. T. de Lisieux, en M. Van der Meersch, Santa Teresita, o.c., p. 141.

[289]. Cfr. Jn. 8, 1-11.

[290]. T. de Lisieux, en M. Van der Meersch, Santa Teresita, o.c., p. 133.

[291]. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1768.

[292]. En M.-D. Poinsenet, Thérèse de Lisieux, témoin de la foi, o.c., p. 362.

[293]. Rom. 3, 31.

[294]. Rom. 6, 15.

[295]. Cfr. Comentarios a Rom. 3, 27-31 en el Tomo VI del Nuevo Testamento, EUNSA,
Pamplona 1984, p. 148.
[296]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, o.c., p. 61.

[297]. En W. Hünermann, El Padre de los pobres. Vida de San Vicente de Paúl, Palabra, Madrid
1995, p. 209.
[298]. Véase, por ejemplo, el clásico libro de Joseph Tissot, El arte de aprovechar nuestras
faltas (Palabra, Madrid 1972), escrito a mediados del siglo XIX, que recoge las enseñanzas de
San Francisco de Sales.
[299]. 2 Cor. 12, 8-10.

[300]. J. Escrivá, Amigos de Dios, n. 194.

[301]. T. de Lisieux, en M. Van der Meersch, Santa Teresita, o.c., pp. 134-135.

[302]. T. de Lisieux, en J. P. Manglano, Orar con Teresa de Lisieux, o.c., p. 14.

[303]. Cfr. especialmente Camino, nn. 864, 882, 887, 894 y 896; y Forja, nn. 345-347.

[304]. J. Escrivá, Camino, n. 267.

[305]. Ibidem, n. 901. Obsérvese el doble sentido de la palabra “pequeño”.

[306]. En M.-D. Poinsenet, Thérèse de Lisieux, témoin de la foi, o.c., p. 323.

[307]. J. Escrivá, Camino, n. 854.

[308]. Ibidem, n. 853.

[309]. Cfr. Rom. 6, 4.

[310]. Juan Pablo II, Dives in misericordia, n. 13.

[311]. 2 Cor. 12, 8-10.

[312]. C. S. Lewis, El diablo propone un brindis, o.c., p. 124.

[313]. C. S. Lewis, Mero Cristianismo, o.c., p. 140.

También podría gustarte