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Comemos lo que somos. Reflexiones sobre cuerpo, género y salud

Book · May 2015

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1 author:

Mabel Gracia-Arnaiz
Universitat Rovira i Virgili
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M ABEL GRACIA-ARNA IZ

Comemos lo que somos


Reflexiones sobre cuerpo, género y salud

Icaria ~ Observatorio de la Alimentación


COMEMOS LO QUE SOMOS

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MABEL GRACIA-ARNAIZ

COMEMOS LO QUE SOMOS


REFLEXIONES SOBRE CUERPO,
GÉNERO Y SALUD

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Este libro ha sido impreso en papel 100% Amigo de los bosques, proveniente de bosques
sostenibles y con un proceso de producción de TCF (Total Clorin Free), para colaborar en una
gestión de los bosques respetuosa con el medio ambiente y económicamente sostenible.

La edición de este libro ha contado con el apoyo del Ministerio de Economía


y Competitividad a través del proyecto titulado «La emergencia de las sociedades
obesogénicas o de la obesidad como problema social» (referencia CSO2009-
07683, 2009-2011).

Director de la colección: Jesús Contreras

Diseño de la colección: Josep Bagà


Ilustración de la cubierta: Icaria

© Mabel Gracia-Arnaiz

© De esta edición
Icaria editorial, s. a.
Arc de Sant Cristòfol, 11-23 - 08003 Barcelona
www. icariaeditorial. com

ISBN: 978-84-9888-649-8
Depósito legal: B-6733-2015

Primera edición: mayo de 2015

Fotocomposición: Text Gràfic

Impreso en Romanyà/Valls, s. a.
Verdaguer, 1, Capellades (Barcelona)

Printed in Spain. Impreso en España. Prohibida la reproducción total o parcial.

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ÍNDICE

Introducción 9
Tramas 11
Preguntas 18
Respuestas 26

PRIMERA PARTE
FORMAS MÚLTIPLES DE CONTAR LA VIDA
I. Comer o no comer ¿esa es la cuestión?: otras miradas
en torno a los trastornos alimentarios 37
Una mirada distinta, pero no distante 39
La cultura: una china en el zapato 52
II. Cerveza de día, copa de noche:
Una etnografía de la publicidad 67
Los anuncios publicitarios: entre la práctica
y el discurso 68
La evolución del consumo de cerveza en España 77
La discursividad en la publicidad de cerveza 84

SEGUNDA PARTE
ALIMENTACIÓN, TRABAJO Y GÉNERO
III. De nutridoras, cocineras y otras tareas domésticas 107
Alimentación, cultura y género 108

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Uso social del tiempo, trabajos alimentarios
y participación 115

IV. Vendiendo platillos, comprando en abarrotes:


cambios y continuidades alimentarias en Oaxaca 129
Entre la globalización y los particularismos
alimentarios 131
Estrategias de consumo en contextos de inseguridad
alimentaria 138
Comprando y vendiendo comidas 143

TERCERA PARTE
ENTRE LA LIPOFOBIA Y LA OBESOGENIA
V. La emergencia de las sociedades obesogénicas
o de la obesidad como problema social 159
Qué comer, cuánto pesar: la normativización dietética
y corporal 161
Comer, engordar, enfermar: el diagnóstico 164
Controlar el peso, seguir la dieta, moverse más:
las medidas 169
De nuevo, una concepción limitada de la cultura
y la alimentación: la discusión 177
VI. No engordarás: representaciones y experiencias sobre
y desde la obesidad 189
La lipofobia y la medicalización de la gordura 191
¿Es la obesidad una enfermedad? 194
Representaciones y prácticas biomédicas en torno
a la obesidad 200
Si la obesidad es una enfermedad, ¿entonces
yo estoy enfermo? 207
Discusión 213

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CUARTA PARTE
HAMBRES QUE VIENEN (¿Y SE QUEDAN?)
VII. El hambre en el mundo 221
El hambre: de centros y periferias 222
Estimaciones, cifras y modelos 224
Teorías sobre el hambre 232
VIII. Comer en tiempos de «crisis»: (in)seguridad
alimentaria en la era de la abundancia 253
El sistema agroalimentario global: cuestionando algunos
límites 254
La inseguridad alimentaria en las sociedades
de la abundancia: efectos de una crisis anunciada 258
Discusión 263

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INTRODUCCIÓN

Hay diferentes maneras de escribir un libro. Yo he escogido, dentro


de la flexibilidad que permite este tipo de ejercicio, una opción nada
original en la forma y no sé si algo más en el fondo. Con la compila-
ción de textos que es en esencia esta obra, pretendo reflexionar sobre
algunas preocupaciones de la disciplina antropológica a la vez que
sobre mi condición de estudiosa de la alimentación. Evitaré convertir
este trabajo en un género de memoria biográfica, aunque me sienta,
cada vez más, atraída por la autoetnografía. Me parece, sin embargo,
que la posibilidad de hacer periódicamente un esfuerzo de revisión
sobre la propia producción confiere sentido a mi trabajo.
Reconozco que yo, como la disciplina, me he ido interesando
por ciertos fenómenos coincidiendo con la evolución de las cir-
cunstancias sociopolíticas y económicas y con la dedicación de la
antropología a los nuevos —y viejos— problemas sociales, a esa
fuente inagotable de tramas que vertebran el mundo contemporá-
neo. Influida y motivada por quienes me iniciaron en esta andadura
hace ya mucho tiempo, y por aquellos compañeros y compañeras que
me han acompañado más recientemente, me he dedicado a estudiar
los asuntos que me rodean, es decir, cuestiones generadas por una
sociedad plenamente dominada por el sector industrial y de servi-
cios. Mis primeras investigaciones tuvieron que ver con fenómenos
—aparentemente marginales— como la institucionalización de la
vejez o el asociacionismo reivindicativo en suburbios urbanos. No
tenían nada de exótico, ni de realidades acotadas o aisladas, aunque
territorialmente o socialmente pudieran entonces parecerlo. Como

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tampoco lo tiene la alimentación, a la que me he dedicado durante los
últimos veinte años precisamente por su cotidianidad y trascendencia.
Las dimensiones física, psicológica y social de los humanos aparecen
estrechamente vinculadas y recíprocamente implicadas en las prácticas
alimentarias: si bien su entidad biológica es producto de la naturaleza
y está condicionada por exigencias orgánicas, su entidad espiritual,
dotada de pensamiento y razón, es capaz de trascender las leyes natu-
rales, particularmente cuando interactúa con otros congéneres dentro
de sistemas organizados. Aceptar esta premisa no supone adoptar una
concepción dualista entre lo innato y lo adquirido, la fisiología o el
imaginario o entre lo material y lo cultural, sino todo lo contrario:
la alimentación humana constituye un terreno excepcional para el
análisis relacional de dicha dualidad.
Si bien esta obra reitera, una vez más, la pertinencia de abor-
dar la alimentación en tanto hecho multidimensional, he optado
aquí por profundizar en su centralidad cultural. La amplia gama
de productos que son consumidos como alimentos, las formas de
obtenerlos, conservarlos o servirlos y las situaciones en los que se
consideran oportunos unos u otros según las distintas culturas es
extraordinaria, ya que dependen de un sinfín de condicionantes
materiales y simbólicos. De hecho, somos la única especie del
planeta que transforma alimentos crudos en platos cocinados,
que aplica normas estrictas sobre lo que come y prepara y esta-
blece dónde y con quién lo consume. La cocina es una forma de
mediación humana o, como decía Lévi-Strauss (1964), el acto de
transformación mediante el cual comienza la cultura constitu-
yendo, en sí misma, un elemento vertebrador por excelencia de la
vida social (Pollan, 2014).
La existencia de maneras de comer tan dispares en todo el
mundo, cuyas tramas de significación se generan en culturas —o
urdimbres según Geertz (1994)— esencialmente heterogéneas y
cambiantes, obliga a la reflexión. Una vez reconocida y valorada
la importancia biológica de alimentarse, aquello que determina el
acceso, la disponibilidad, las opciones y, en definitiva, el consu-
mo de alimentos depende de las diversas formas de organización
socioeconómica que a lo largo del tiempo y del espacio han es-
tablecido los grupos humanos a fin de resolver los requerimien-
tos alimentarios. Como señalara hace tiempo (Gracia, 2002),

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comemos aquello que nos sienta bien, ingerimos alimentos que
son atractivos a nuestros sentidos y que nos proporcionan placer,
llenamos la cesta de la compra de los productos que nos permite
nuestro bolsillo, servimos o nos sirven comidas según si somos
mujeres u hombres, niños o adultos, pobres o ricos y elegimos o
rechazamos alimentos a partir de nuestras experiencias diarias y de
nuestras ideas dietéticas, religiosas o filosóficas. Por eso en el título
de esta obra he preferido darle la vuelta al famoso aforismo del
filósofo alemán Feuerbach, «el hombre es lo que come», y afirmar
que comemos lo que somos, asumiendo con ello que el entramado
complejo de las relaciones sociales condiciona particularmente
las prácticas alimentarias.

Tramas
«Mamá, ¿qué harás hoy para comer?» Ana responde a su hija:
«espaguetis a la boloñesa, nuggets con patatas fritas y natillas, ¿te
gustan, verdad? «Sí, me encantan», responde Julia, de quince años
«pero todo engorda y estoy a dieta, hazme otra cosa».

En menos de tres líneas, este diálogo entre madre e hija sobre una
comida cualquiera en un día cualquiera condensa formas de recipro-
cidad, convención e interés pero, lo que es más importante, pone en
marcha el apasionante juego de las relaciones sociales. Como antro-
póloga me interesan, principalmente, los procesos que intervienen
en nombrar y usar las cosas, en tanto que las palabras (los nombres)
y los objetos (las cosas) dan cuenta, de forma articulada, de la parte
simbólica y material de cualquier actividad humana. Entiendo que
la antropología puede ser una ciencia de las ideas y de las cosas, en
modo inverso al que planteara Lucien Febvre (1975) en Combates
por la historia cuando reivindicaba que la historia era la ciencia del
hombre y del pasado humano, no de los conceptos y los objetos.
El lenguaje no es neutral y los artefactos que fabricamos o usamos
tampoco. Los objetos, según García Canclini (1995), tienen un vida
compleja, y su uso, apropiación y nominación también. Con los
espaguetis con salsa de tomate y carne («a la boloñesa») y el pollo
rebozado convertido en nuggets, Ana elabora un plato cuyo consumo
es familiar y, a la vez, satisface los gustos de su hija adolescente.

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El consumo sirve para pensar acerca de nosotros mismos. Esta
actividad no responde exclusivamente al significado comúnmen-
te atribuido en las sociedades capitalistas, que lo entiende sobre
todo como un espacio de negocio o trato, sino que es también un
lugar de relaciones sociales, de intercambio cultural, de trabajo,
de producción y reproducción social. Consumir comida también
requiere actividad y relación. En una fase las cosas pueden ser solo
candidatas a mercancías, en otras serlo plenamente, y otras fases
ser meros objetos estéticos o patrimoniales: la taza de Starbucks
(vacía) que decora una estantería del salón, la receta de lentejas
con chorizo que inmortaliza las legumbres en una guía gastronó-
mica o los restos de comida de un banquete nupcial convertidos
en abono orgánico sin haber sido probados. Los nombres tienen
capacidad de revelarnos esa biografía cambiante de las cosas y los
mensajes que las acompañan. Ante ellas, podemos actuar como
meros consumidores de cosas, pero a través de su uso también
podemos ser consumidores de emociones según cómo actúen las
múltiples potencialidades de los objetos.
Los objetos alimentarios constituyen para mí un espacio de
estudio original y provocativo porque revelan el valor de las pala-
bras y las cosas: la comida que Ana prepara y ofrece a Julia incluye
artefactos, trabajo, tiempo, cuidados, afectos…; su rechazo habla
de individualidades, renuncias y preocupaciones encarnadas.
Ana propone a Julia, además de un menú apetecible, una comida
«abundante» en número de platos, calorías y tecnología. Son tres
platos, todos ellos procesados industrialmente, que sintetizan una
forma concreta de preparar la comida y comer —de forma rápi-
da— plenamente integrada en los tiempos que vivimos: comprados
por poco dinero en el mismo supermercado, los ingredientes se
preparan y sirven en menos de quince minutos. Las cocinas do-
mésticas se han transformado tanto como cualquier otra actividad
económica y social al compás de las innovaciones tecnológicas. Los
productos que llegan a la mesa de Ana y Julia incluyen numerosas
operaciones industriales tratando de incorporar una parte impor-
tante de las tareas que con anterioridad eran resueltas en la casa
por las mujeres. Este trabajo Ana lo dedica ahora a su empleo, por
el que cobra un salario más bien bajo que le permite, además de
sustentar a su familia, comprar en el mercado ciertos alimentos-

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servicios que le ahorran el tiempo y esfuerzo que no tiene o no
quiere gastar en la cocina.
Este corto diálogo expresa, por otro lado, una obligación: la
madre compra, prepara y sirve a su hija la comida que le gusta o
prefiere, cumpliendo así con su rol de nutridora, cuidadora y co-
cinera. Pero también expresa un desafío y una incomodidad. Las
abundantes calorías que Julia calcula en un par de segundos antes
de responder a su madre y pedirle que cambie el menú (o, mejor,
exigirle) revelan la disyuntiva del quiero y no puedo, o lo que es
lo mismo, del tener que optar menos por satisfacer los gustos per-
sonales y más por seguir las conveniencias. La adolescente rechaza
una comida que le encanta porque, en parte, no quiere engordar. Se
trata de mujer más entre un millón, que ha hecho del régimen no
ya una acción temporal (el tiempo necesario para perder los quilos
sobrantes) sino un estado, un modo de vivir: un «estar a dieta» o
«seguir una dieta» que la acompañará a lo largo de toda su vida,
no siempre cómodamente, unas veces en forma de pensamiento y
otras de práctica. Cuando llegue la hora de aprovisionar la despensa,
preparar la comida y consumirla, madre e hija estarán pensando y
actuando en función de esa premisa: cocinar ligero, no ganar o,
mejor, perder peso, estar sana…
En la era del consumismo, para la mayoría de la gente consti-
tuye un sacrificio enorme negarse a comer, e incluso comer menos.
En la calle, un anuncio en cada esquina nos recuerda lo exquisitas,
apetecibles o saludables que son todas las comidas y bebidas. Por
eso, es lógica la renuncia de Julia. No es más que la consecuencia de
vivir en una sociedad que dispone de una oferta sin precedentes de
vituallas de todo tipo y que incita a consumir cualquiera cosa, en
cualquier sitio y a cualquier hora, sin límites, a la par que pronostica
todos los peligros para el cuerpo y la mente si lo hacemos. El sistema
neocapitalista alienta su preocupación, por un lado, tentando a Julia
con el «mal» (la comida fast-food ofrecida por su madre constituye su
epítome) al mismo tiempo que le propone el «remedio» (el dieting,
una manera entre otras muchas de controlar el peso corporal). El afán
por parte de las industrias alimentarias, farmacéuticas o cosméticas
de producir infinitos artefactos para alimentar y cuidar el cuerpo se
enfrenta, casi hipócritamente, con los requerimientos de una biome-
dicina que actúa como una especie de dirigente moral en términos

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gramscianos, rebosante de discursos puritano-higienistas empeñados
en inculcar a toda la ciudadanía un tipo de estilo de vida saludable,
reductible a la dieta equilibrada y al ejercicio regular. Esos discursos
legitimados por el conocimiento científico son utilizados por el mer-
cado para naturalizar la vigilancia social e individual sobre la propia
alimentación y el peso corporal. Es así como la mercantilización de
artefactos y servicios alimentarios confluye con otros procesos tanto
o más constrictivos como la medicalización de la alimentación y del
cuerpo. Junto a ellos, el individualismo impregna las prioridades
en relación al tipo de necesidades o deseos que la gente tiene y crea,
alentando el marketing del cuidado de sí mismo (self-care) que, con
tanto éxito, han sabido instaurar las teorías neoliberales.
Mediante la comida, Julia encarna la vieja dialéctica entre el bien
y el mal, entre el quiero pero no debo. Cree que decide por sí misma
porque ha elegido (o preferido) un menú y no otro. En cierta manera
así es. Su cuerpo y aquello que en él introduce son objetos que le
sirven para pensar y para ser como ella quiere ser y sentirse. El cuerpo
que importuna a Julia por sus aparentes excesivas formas, quilos y
grasas, además de ser una entidad biológica y material, conforma un
lugar donde un sujeto «es» en función de prácticas socioculturales
convenidas (Csordas, 1994). «Seguir una dieta» constituye una ex-
periencia incorporada emblemáticamente por Julia para entender
su participación activa en el mundo que le ha tocado vivir dada la
multiplicidad de sentidos culturales que se han ido asociando al
comer (conformidad, responsabilidad, control…).
A través de narrativas como las de Ana y Julia, he intentado
averiguar cómo la gente vive su particular relación con la comida,
y me he dado cuenta de que los individuos y los grupos no son ni
totalmente poderosos ni están totalmente desposeídos. Como señala
Lupton (1994), las formas de poder dependen del contexto histórico
y sociocultural en el que ellos están posicionados como sujetos. El
ofrecimiento y rechazo que protagonizan esta madre e hija forman
parte de relaciones filiales en una sociedad industrializada, en las que
unos cuidan y dan y otros reciben e imponen, y viceversa. En este
punto del relato, Ana y Julia llevan dos años aventurándose en el
juego de las dietas y actúan según su papel. Los sujetos somos seres
reflexivos y no solemos hacer las cosas simplemente porque sí. Más
allá de las explicaciones basadas en el vínculo afectivo madre/hija y

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cómo la comida sirve para expresar las dialécticas intergeneraciona-
les, en este episodio Ana quiere resolver rápidamente una comida
que guste a su hija, mientras que Julia prefiere continuar con la dieta
que la mantenga en su peso porque el espejo, la balanza del médico
y ella misma se han convencido de que tiene (padece) sobrepeso, ese
concepto que según la nosología biomédica extrae hoy a los sujetos
de la normalidad ponderal y los encamina hacia la enfermedad.
Se trata de historias que hablan de encuentros y desencuentros: en
su relato Julia expresa más adelante remordimientos por el desencanto
que causa en su madre estas negativas; por su parte, Ana cuenta con
pesar el pulso que con mucha frecuencia le echa su hija. En esta oca-
sión, la adolescente no se rinde al fast-food, pero sí encarna un aparente
sinsentido: negarse al placer en la era del hedonismo. Ahora bien, me
pregunto si se trata realmente de un sinsentido. Julia no está renun-
ciando necesariamente al placer; sino solo a una de sus formas más
convencionales. Cuenta que disfruta cuando sus pantalones de la talla
42 dejan de apretarle los muslos y las caderas que se han ensanchado
fastidiosamente coincidiendo con la menarquia; también cuando es
capaz de negarse a comer su plato preferido sencillamente porque le
gusta retarse a sí misma de vez en cuando y a su madre cuando se pone
pesada con la comida. Ana, por su parte, sabe que la pérdida de peso
de Julia no ha sido algo por lo que debería preocuparse demasiado
porque precisamente el problema de su hija es ese: «por poco que come,
gana peso o no lo pierde, pero nunca ha sido muy delgada». Por dicha
razón, se extraña cuando el médico que había puesto a régimen a su
hija dos años antes la deriva a la consulta psiquiátrica bajo la sospe-
cha de padecer «alguna forma de anorexia». Este diagnóstico sí que
preocupó profundamente a Ana, ya que ella era quien velaba por la
salud de su hija y no había advertido ningún síntoma.
La respuesta de Julia evidencia que todas las personas tienen
una cierta capacidad para crear una distancia reflexiva respecto a las
experiencias vividas e imaginarios incorporados, permitiendo así la
reinterpretación, la reconstrucción o la transformación de las prácticas
que son más continuas con el yo, y a la vez reproducen, mantienen
o transforman los discursos dominantes sobre el cuerpo. Bajo esta
concepción, el cuerpo de Julia deja de ser visto como algo simplemente
influido y conformado por acontecimientos sociales externos —el
mercado, la consulta, la familia— para ser observado también como

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sujeto en la acción cultural. El dominio sobre la comida que ejercen
muchas mujeres constituye un medio para construir su subjetividad,
pudiendo encontrar placer y reafirmación a través de esta experiencia,
como también privación. Ana trata de convencer a su hija de que,
a pesar de la alarma creada del médico, no está gorda y de que por
un día que coma «peor» no le va a pasar nada. Intenta relativizar
así las normas ponderales y nutricionales por aquello de que una
«golondrina no hace verano» y romper la rutina dietética de escasos
alicientes en la que se ha convertido la alimentación familiar.
Todas estas prácticas manifiestan, en cualquier caso, que los
alimentos y sus significados tienen una ambivalencia profunda, ya
que tanto son reconfortantes y fuente de enorme satisfacción como
de intensa incomodidad o padecimiento. La adolescente entiende
que los nuggets son «malos para comer» en los términos que Harris
(1985) explica las preferencias alimentarias (en este caso, por razones
nutricionales) y eso anima su rechazo. Sin embargo, Julia pasa todo
el día pensando en el pollo rebozado y las patatas fritas que no se
comió: en su olor, textura, sabor... Solo imaginando las grasas de
los fritos que deja de ingerir encuentra consuelo. Es evidente que
para determinadas personas comer mucho o dejar de hacerlo puede
convertirse, en función de experiencias más o menos complejas, en
algo doloroso e incluso desagradable o, por el contrario, en una forma
de medir las propias fuerzas y capacidades respondiendo, a través de
los usos dados a la comida y al cuerpo, a las estructuras materiales y
simbólicas que la cultura origina.
A pesar de construir espacios de emancipación y contestación, la
férrea voluntad de Julia por seguir con su dieta frente a la tentación
de saltársela o el deseo de Ana por cocinar a diario saludablemente
ejemplifican las formas de biopoder ejercidas por algunos saberes
(Foucault, 1992). La influencia de la biomedicina o la nutrición es
pluridireccional y, en este caso, se ejerce a través de una organización
reticular cuyo objetivo es normativizar y disciplinar los cuerpos a
través de las prácticas alimentarias. Julia ha aprendido a autovigi-
larse y a autocorregirse en la dirección que la ciencia, el mercado y
la sociedad quieren.
Ahora bien, los profesionales sanitarios y los pacientes y sus
familias no son los únicos actores de esta historia. Junto a médi-
cos y enfermeras, también las amigas de Julia celebran su pérdida

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de peso cuando se enteran de que ya gasta la misma talla que la
mayoría de ellas, mientras que el profesor de gimnasia la anima
a seguir practicando deporte entusiásticamente para «no volver a
estar gordita». No obstante, el pediatra es el primero en considerar
alarmante la gordura de Julia. La curva de crecimiento indica al
sanitario que la relación talla/peso ha abandonado la línea del
normopeso, que sitúa el IMC en 26,3. No pregunta a Ana por su
estilo de vida en un sentido pleno (actividades, horarios, condi-
cionamientos socioeconómicos), pero sí decide corregir la relación
de los parámetros antropométricos poniendo a régimen a la niña.
Le prohíbe las golosinas que él supone que come, así como las
pizzas, la bollería y los fritos que pudieran formar parte de su
alimentación cotidiana, y le fija cantidades de alimentos y formas
concretas de cocinarlos prescribiéndole las cinco verduras/frutas
al día y 30 minutos de ejercicio regular.
La incipiente gordura de Julia la sitúa en la antesala de la en-
fermedad aunque la niña tenga una excelente salud: «si entra en la
obesidad, nadie la sacará de ahí, los niños obesos son adultos obesos,
usted misma». Así recrimina el médico a Ana la gordura de su hija.
Ella aparece como la principal responsable de que Julia coma, su-
puestamente, en exceso y no practique actividad física alguna. De
poco le sirve explicarle que su hija va de casa a la escuela y viceversa
cuatro veces al día, recorriendo a pie un quilómetro cada vez y
que, en realidad, es de muy poco comer. Sin embargo, todos estos
estímulos anti-obesidad urdidos en su entorno acaban cuando un
tiempo después un cuestionario validado para la detección precoz
de los trastornos alimentarios, que pasa en clase la psicopedagoga
del instituto, hace saltar las alarmas entre sus educadores. Ante la
sospecha de estar frente a un posible caso de anorexia nerviosa, avisan
a Ana, al pediatra y a la psicóloga del centro de atención primaria,
quienes a su vez la derivan al especialista de salud mental. Tras recibir
ayuda psiquiátrica y psicológica a lo largo de un año, Julia obtiene
el alta por presentar «una mejora sintomática rápida en el reequilibrio
psicosocial». Su historia clínica de paciente con «trastorno alimentario
no especificado» se archiva pronto porque sus ciclos menstruales
son siempre regulares, apenas tarda en restaurar su peso dentro de
los límites considerados normales y está dispuesta a seguir hábitos
alimentarios adecuados.

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Estas historias evidencian otro aspecto primordial para la inter-
pretación de la vida de los otros, y es que no hay una verdad única de
la experiencia. Julia da cuenta de las diversas razones que la llevan a
ayunar parcialmente. Que haya mujeres que intentan limitar cotidia-
namente la comida no significa que sean simples víctimas pasivas de
una sociedad patriarcal que las fuerza al ayuno para ser más apetecibles
a los hombres. Julia insiste mucho en este punto, porque para ella este
motivo no explica significativamente sus prácticas alimentarias. Muchas
mujeres solo quieren estar contentas consigo mismas y ser reconocidas
por los/las demás en la forma en que han aprendido a ser aceptables.
Julia solo desea estar dentro de la normalidad y no llamar la atención
de ninguna forma: «Ni por demasiado lista, guapa o gorda». Todo forma
parte del mismo pack de las convenciones sociales. No se siente una
simple marioneta reproduciendo estereotipos de género al compás
de los discursos hegemónicos. Ciertamente, ella interactúa con los
reclamos de todos esos agentes e industrias que la señalan en la buena
y mala dirección, pero interpretando los mensajes y respondiendo de
manera particular. No ha dejado de comer para estar más delgada, o
solo en parte por eso. Julia cuenta que pierde el apetito coincidiendo
con la separación de sus padres. Su progenitor se había marchado de
casa de un día para otro, sin despedirse de ella: «la tristeza de pensar
que no iba a volver a verle más me impedía comer». Esa desgana afectiva
coincide azarosamente con los consejos de la enfermera de pediatría,
quien la había puesto a dieta unos meses atrás animándola a comer
menos. Lo único que hace es gestionar los dos procesos de la forma
que mejor le conviene: los menús de madre, más ligeros a partir de
entonces, encajan con sus pocas ganas de comer y sus efectos, la pérdida
de algunos quilos, le hacen sentirse mejor: «no hay mal que por bien
no venga, perdí peso y, mientras yo esperaba que mi padre apareciera por
la puerta de casa, todo el mundo alababa mi voluntad y mi apariencia
más delgada».

Preguntas
Mi interés por estudiar la relación entre alimentación, género y
salud, y en particular los procesos por los cuales algunas prácticas
alimentarias y corporales se problematizan en función de cuándo y
quiénes las protagonizan o a las juzgan, me han llevado a preguntar-

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me por el poder que adquieren las disciplinas que definen las causas
de las cosas y nombran las enfermedades y los enfermos, y prescriben
artefactos o formas de vida para su remedio. Mi incomodidad por
usar el concepto de «anoréxica» u «obeso» cuando he escrito sobre
las experiencias de personas diagnosticadas como tales no se debe
tanto al significado que socialmente se ha ido atribuyendo a ciertos
estados corporales (delgadez o gordura), variables según la época y
contexto, como a la necesidad de mantener la distancia con respecto
a saberes y prácticas que, convertidos en hegemónicos, deciden es-
tablecer con todas sus consecuencias qué es o no enfermedad y qué
la causa. Especialmente cuando están convencidos de que la cultura
juega un papel condicionante, si no determinante.
Observar el poder que ejercen en la vida cotidiana de la gente
algunos conocimientos me hace pensar en la mirada que construye
cada disciplina cuando se aproxima a los objetos de su interés. De
ahí mis habituales entrecomillados cuando uso palabras que explican
algunas cosas. Cuando al referirme a los denominados «trastornos
de la conducta alimentaria» (TCA) utilizo las comillas, lo hago por
una mezcla de curiosidad y prudencia. No se trata de una muleti-
lla lingüística, sino de una medida de protección que me permite
mantener cierta distancia respecto de lo que dicen los expertos de
las palabras y las cosas, en este caso acerca de las enfermedades y
su atención (síntomas, diagnósticos, tratamientos, pacientes) y lo
que manifiestan quienes, directa o indirectamente, están implicados
en todo ese proceso. Durante el tiempo que a Julia la etiquetan de
anoréxica, ella se siente como tal, aunque luego le den el alta clínica
porque la inespecificidad de sus síntomas la alejan de los criterios
diagnósticos más característicos.
No es imparcial usar la etiqueta de TCA, una clasificación psi-
quiátrica. He optado por utilizarla expresamente para destacar y no
dejar silenciadas, en la medida de lo posible, la imposición de diag-
nósticos que tienen efectos reales sobre la población. Ello no significa
que asuma las nosologías psiquiátricas como entidades neutrales y,
por lo tanto, como independientes del contexto histórico-cultural
en las que se producen, sino todo lo contrario. Por ejemplo, en mi
interés por entender la lógica subyacente de prácticas alimentarias
en apariencia extremas, me he preguntado si la anorexia nerviosa
es una etiqueta diagnóstica definida principalmente por la pérdida

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del apetito y, si como han reconocido muchos especialistas no es
exactamente así, por qué se sigue empleando esta palabra para dar
nombre a un padecimiento mental (y también físico). Cuando
nombramos las cosas, las estamos construyendo. La biomedicina
desde hace siglos se ha esforzado por caracterizar clínicamente el
signo «dejar de comer» o «no tener hambre» aunque ha tenido, y
de hecho tiene, dificultades para sentirse cómoda con su uso. Se-
gún numerosos psiquiatras (DiNicola, 1990), es un concepto poco
preciso para definir el conjunto de signos y síntomas que definen
la anorexia nerviosa tanto porque la pérdida del apetito acompaña
a otras dolencias que nada tienen que ver con esta, como porque
muchas de las pacientes diagnosticadas nunca lo han perdido, al
contrario, algunas dicen pasar un hambre atroz. Dejar de comer
«voluntariamente» puede formar parte de un proceso más complejo
que trasciende al mero hecho de querer perder peso.
Si bien es cierto que en las sociedades industrializadas la movi-
lidad y la promoción social de las mujeres suelen pasar por el tamiz
de la apariencia física y la exigencia de la delgadez corporal, «tener
buen tipo», hay que ir más allá para comprender el origen del su-
frimiento o del placer expresados a través del comer o el no comer.
Existen una serie de fenómenos que afectan directamente el proceso
de socialización y de autonomía personal que pueden devenir más
o menos problemáticos y manifestarse a través de las prácticas ali-
mentarias y corporales si así se ha asimilado y si así se hace viable.
No se debe obviar la parte aprendida de estos comportamientos a
través de los iguales, familiares u otros agentes socializadores y de
que existe un continuum entre las conductas normales y no-norma-
les. Dados los particulares vínculos que las mujeres mantienen con
la comida —nutridoras, abastecedoras, cuidadoras, prescriptoras,
consumidoras…—, esta ha servido como medio para expresar rela-
ciones y emociones de índole diversa, algunas estimulantes y otras
conflictivas. Numerosas pacientes diagnosticadas de trastornos ali-
mentarios, como Julia, no citan en sus narrativas como causa primera
o desencadenante de la restricción o del consumo indiscriminado el
miedo a engordar o el querer ser delgada, sino otros acontecimientos
cruciales en su experiencia vital, tales como los cambios rápidos de
la estructura familiar (el divorcio de Ana), el duelo que le causa la
ausencia de su padre o la vergüenza de tener que comer distinto a

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todos los demás. Estos acontecimientos también están imbricados
estrechamente con el entorno y no deben ser desconsiderados frente
a otros apremios que, por su relevancia, persistencia o alcance, se
presentan con más fuerza explicativa.
Esa mezcla de prudencia y curiosidad me ha acercado, del mismo
modo, al estudio sociocultural de la obesidad. Se trata de la palabra
utilizada por la biomedicina para atribuir dimensiones patológicas,
en este caso al signo clínico de la gordura, conviniendo que a par-
tir de un determinado parámetro antropométrico (IMC 30) esta se
convierte en enfermedad. Sobre ello me he preguntado a qué se
debe el cambio interpretativo que, en apenas un par de décadas,
ha dejado de concebirla como un signo de salud o de incomodo
estético para transformarla en un factor de riesgo para la salud y
más recientemente en una afección de dimensiones epidémicas.
¿Por qué se ha producido este cambio de forma tan rápida y uná-
nime, y en base a qué conocimientos? Precisamente en la era de
las evidencias científicas, hay pocas certezas sobre el origen de la
obesidad, más allá de considerarla una acumulación excesiva de
grasa debido al desequilibrio entre calorías ingeridas y gastadas
que puede tener efectos negativos en la salud. Hoy los especialistas
discuten sobre qué es más o menos problemático en relación con
la obesidad, si la cultura, la biología o la personalidad, sin ponerse
demasiado de acuerdo.
Una constatación interesante es que cuando las enfermedades se
reconocen como biopsicosociales, y las causas físicas y psicológicas
solo alcanzan a explicar una pequeña parte de su origen y evolución,
el papel jugado por la cultura adquiere una mayor atención. Entonces
se tiende a generalizar acerca de lo inadecuados que son algunos fenó-
menos socioeconómicos (urbanización, mecanización, inseguridad)
y de lo mal que se portan los ciudadanos de las sociedades indus-
trializadas (sedentarios y hedonistas). Como si estas circunstancias
hubieran sido urdidas por los sujetos deliberadamente y afectaran a
todo el mundo del mismo modo ¿Se ha detenido alguien a pensar,
por ejemplo, por qué se ha simplificado y reducido el problema de
la obesidad al eje dieta vs. ejercicio físico? ¿Alguien ha reflexionado
sobre los intereses pecuniarios que hay detrás de los cientos de men-
sajes antiobesidad emitidos desde diferentes instancias –mercado,
ciencia, cultura— recriminando a las personas la inadecuación de

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sus conductas sin considerar las dimensiones estructurales de este
fenómeno? ¿Hasta qué punto las autoridades sanitarias, al declarar
la guerra a la obesidad, están contribuyendo a estigmatizar aún más
a la gordura y a los gordos? Ante estas y otras preguntas conviene
profundizar en las lógicas —económicas, políticas y sanitarias— que
sustentan hoy prácticas alimentarias en apariencia paradójicas y rela-
tivizar el carácter anómalo o patológico atribuido en las sociedades
industrializadas al comer mucho, poco o nada.
Aunque en los textos que he escrito en los últimos años he
tratado de ser cuidadosa con las palabras con que nombro las cosas
y estudio los procesos sé, sin embargo, que en ese ejercicio no soy
imparcial. El breve diálogo entre madre e hija no es más que un frag-
mento de una entrevista en profundidad de las cientos que guardo
celosamente en mi computadora y que replico en los espacios virtuales
que ahora ofrecen las nuevas tecnologías para no perderlas. Se trata de
una forma de contar la vida y registrarla, entre varias. Supongo que
en ese ejercicio he escuchado más unas voces que otras, del mismo
modo que he optado por desentrañar más unos procesos y no otros.
Me recreo en las historias de Julia y Ana, pero sin desatender los relatos
de los expertos y los educadores con los que ellas interactúan.
Esta consciencia de parcialidad con la que trabajo supone una
cierta ventaja respecto al estudioso que se cree que lo que cuenta es
la «verdad» simplemente porque su conocimiento científico le avala.
Yo soy parcial por múltiples motivos, pero el más relevante tiene
que ver con mi particular manera —compartida con otros muchos
antropólogos— de aproximarme al estudio de las palabras y las cosas.
Interesada cada vez más por los discursos y las experiencias incorpo-
radas en los significados que construimos mediante y a través de la
comida —cómo vivimos o interpretamos el mundo y llevamos a los
otros nuestra conformidad o resistencia preparando, manipulando,
compartiendo o rechazando los alimentos—, me interesa indagar en
las relaciones de poder inherentes en la producción, distribución y
consumo alimentario, entendiendo el poder como una propiedad
no solo represiva que tienen instituciones, empresas o estados para
imponer sus intereses, sino como una propiedad que recorre y pe-
netra todas las dimensiones de la vida social y subjetiva. Aceptar eso
no significa negar que existan grupos más privilegiados que otros,
social y económicamente, sino todo lo contrario.

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He tratado de mostrar que lo «verdadero» debe ser considerado
desde las miradas que los otros tienen y ofrecen de las cosas y también
como producto de las relaciones de poder. Como tal, lo verdadero no
es un nunca indefinido, sino que siempre actúa en interés de algo o
de alguien. Todos los conocimientos, incluido el antropológico, son
inevitablemente producto de relaciones sociales y están sujetos a cam-
bios antes que ser estables o fijos. Lo que se debe hacer es remarcar su
especificidad histórica y cultural. El conocimiento, como señalaran
Berger y Luckman (1972) no deber ser entendido como universal o
realidad independiente, sino como participante en la construcción de
la realidad y el conocimiento antropológico es uno más, entre otros.
Las mismas cosas con los mismos nombres pueden ser estu-
diadas desde distintas disciplinas, cada una con su cuerpo teórico
y sus herramientas. Desde el siglo XIX, el conocimiento científico
se ha ido fragmentando en saberes cada vez más especializados. Sin
embargo, no todos ocupan la misma posición, ni tienen el mismo
reconocimiento. La legitimidad adquirida por algunas disciplinas
en la interpretación de los hechos que atraviesan la vida humana,
las ha convertido en hegemónicas frente a otras. Esto ha sucedido
entre las ciencias biomédicas y las sociales en relación con el estu-
dio de la alimentación. Por eso los nombres con los que definimos
los fenómenos o los procesos tampoco son neutrales. Por ejemplo,
nutrir y nutrición han eclipsado o fagocitado alimentar y alimenta-
ción, convirtiéndolas en sinónimos y no por una simple cuestión de
preferencias terminológicas. A pesar de que alimentación y nutrición,
alimento y nutriente tienden a utilizarse indistintamente, alimentar
no significa lo mismo que nutrir (De Garine, 1996). La nutrición
está determinada por las formas de alimentarse, muy diferentes según
el entorno y las condiciones de vida de las personas. Sin embargo,
en el lenguaje cotidiano, el significado dado al término nutrición ha
absorbido el de alimentación, utilizándose indistintamente o incluso
subsumiéndolo, pareciendo así que las formas de alimentarse deben
acomodarse a las necesidades o requerimientos nutricionales. Esta
jerarquización de las palabras, en el sentido de que un significado
deviene más o menos relevante para la vida de los sujetos, no es
ingenuo o espontáneo. Responde a la posición disciplinar que ad-
quieren unos saberes basados en modelos etiológicos, empiristas y
positivistas frente a los otros que lo son menos, o no lo son.

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Tener en cuenta esta consideración es crucial para comprender
por qué las disciplinas han abordado de modo tan distinto un
mismo hecho. Las formas de acercarse de unas ciencias y otras al
estudio de la alimentación (miradas) son las que definen el tipo de
conocimiento adquirido (marcos teóricos, formas de interrogarse,
modos de observar y recoger los datos…) y las consecuencias de
éste. Pero no hay nada más simple, e inoportuno, que disociar cien-
tíficamente fenómenos que transitan asociados. La comida no es,
y nunca lo ha sido, una mera actividad biológica o exclusivamente
social ni tampoco una mera sucesión de platos sujetos a estrictas
normas de preparación y consumo. Es algo más que una colección
de nutrientes elegida de acuerdo a una racionalidad estrictamente
dietética. Para la biomedicina o la nutrición, lo más relevante es
conocer los efectos que los hidratos de carbono, lípidos y prótidos
tienen en el organismo y la salud humana y establecer, en base a
este conocimiento, dietas saludables. Para la antropología, lo más
relevante es saber cómo, por qué y para qué usamos los alimentos,
y con qué consecuencias materiales y simbólicas para las personas y
grupos. Por lo tanto, es evidente que hay puntos de interés común.
El problema surge cuando se priorizan unos, desconsiderando
otros. Cuando se ha querido normativizar las maneras de comer
solo pensando en la adecuación nutricional, la antropología ha
mostrado que el consumo alimentario no está determinado de
modo exclusivo por la preocupación de las personas por su salud
ni siquiera por la ausencia/presencia de enfermedad. Las prácticas
alimentarias no son fruto de hábitos en el sentido de repetición
mecánica de actos individuales, sino del habitus (Bourdieu, 1988)
y, por tanto, de la posición que las personas tienen en la estructura
social, la cual influye en sus maneras de percibir el mundo y actuar
en él. En consecuencia, no deben interpretarse únicamente como
la suma de acciones, más o menos semejantes, recurrentes o regu-
lares, emprendidas por sujetos aislados, sino como consecuencia
de múltiples lógicas culturales construidas colectivamente.
Una parte de los programas alimentarios en educación y
promoción de la salud o en salud comunitaria se estructuran
sobre esta idea reduccionista de la alimentación, así como de los
estilos de vida, entendidos no como prácticas originadas por las
condiciones materiales e ideológicas de existencia de los sujetos

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(Menéndez 1998), sino como comportamientos elegidos (comer
mucho, moverse poco) a partir de los cuales los individuos ponen
en peligro su salud. Según las acciones que vertebran las políticas
preventivas en alimentación, aquello que condiciona los estilos de
vida son los factores ambientales y los conductuales, los cuales se
entienden como agentes específicos causantes de enfermedad y de
muerte. Y aunque el enfoque ecológico de la salud está presente
en estas políticas planteando que los estilos de vida se aborden
integralmente, acaban siendo afrontados mediante propuestas
dirigidas a las personas. Al considerarse que los comportamien-
tos dependen principalmente de la propia voluntad, las personas
solo tienen que tomar conciencia de los peligros potenciales que
conllevan y cambiarlos. Se trata, simplemente, de favorecer que
los sujetos incorporen hábitos alimentarios y de actividad física
adecuados. Para potenciarlos, se pone el acento en la educación
nutricional como medio para minimizar el riesgo.
Bajo este razonamiento, la evolución de la curva de crecimiento
de Julia se encuadra perfectamente en un diagnóstico preventivo (el
sobrepeso), aunque su estado corporal no es en sí mismo patológico.
De hecho, el sobrepeso describe aquel exceso de quilos que no llega
a considerarse obesidad y por lo tanto que no es una enfermedad.
Solo significa que su peso está en un rango superior al de las niñas
de la misma edad y estatura, y que puede deberse no únicamente
a la acumulación de grasa, sino también al músculo, hueso o agua
extra. Algo parecido sucede con el segundo diagnóstico de Julia.
La inespecificidad de los signos de su anorexia, la lleva primero a
la consulta del psiquiatra y la devuelve después a una normalidad
de la que nunca debió salir, ya que en este proceso Julia permanece
físicamente sana. No obstante, estos estadios previos a la enfermedad
permiten al médico actuar sobre su comportamiento alimentario
reeducándola (nutricionalmente) para evitar diagnósticos más graves
y costosos para el erario público. Esta preocupación biomédica por
el exceso de peso, y su legitimidad científica, no es solo local, sino
que forma parte de estrategias internacionales para acabar con el
sobrepeso. Se ha internacionalizado con tanto éxito que en países
como Japón, donde la prevalencia de la obesidad es apenas del 3,7%,
las autoridades sanitarias han aprobado una ley que obliga a todas
las empresas a controlar el peso de sus trabajadores midiéndoles

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periódicamente la cintura. Las personas con sobrepeso disponen
de tres meses para adelgazar y, si no lo consiguen, el estado puede
ordenar que asistan a terapias obligatorias y aplicar penas económicas
a las empresas y los gobiernos locales.
Me pregunto por qué casi nadie se refiere a los efectos que
esas cruzadas preventivas contra epidemias reales o inventadas
están teniendo en los pensamientos y prácticas de la ciudadanía.
¿Qué sentido tiene imponer un diagnóstico a Julia basándose en la
suposición, y consiguiente derivación, de que un niño obeso será
irremediablemente un adulto obeso, cuando esta joven ni siquiera
lo es en el momento en que empieza la medicalización de su peso
y comida? En la misma dirección, ¿cuál es objetivo de controlar a
los asalariados nipones a través de los centímetros de sus cinturas,
culpando también a los empresarios y políticos locales? ¿Acaso estas
sanciones constituyen estrategias educativas?

Respuestas…
La mirada antropológica, en su sentido más amplio, se interroga y da
respuestas sobre la utilidad y las consecuencias de imponer observacio-
nes generales a la interpretación de los casos particulares, a menudo
completamente descontextualizados, sin tratar de comprender cada
caso en su contexto «local». No estoy poniendo en duda la eficacia
y la capacidad resolutiva de la biomedicina en el diagnóstico y el
tratamiento, ni mucho menos, ni que determinadas situaciones de
obesidad no deban considerarse una enfermedad o un signo de otras.
Pero cuando aquello que se concibe como el origen de una patología
incluye prácticas alimentarias o corporales (culturales, en definitiva),
y se pretende alterarlas, la epidemiología o los ensayos clínicos no
son herramientas necesariamente suficientes para comprender cómo
funcionan (Comelles, 2011). Recurrir, entonces, a instrumentos
cualitativos puede ser útil para entender las múltiples dimensiones e
interconexiones que afectan a determinados procesos. Ahora bien, esta
comprensión no se alcanza únicamente aplicando métodos y técnicas
mixtas, sino reconociendo que la vida alimentaria es compleja y como
tal debe abordarse analíticamente (Warde, 2014).
Este problema intelectual es el que conduce a la biomedicina a
emplear, cuando sale de sus metalenguajes y debe proyectarse sobre la

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población, razonamientos cuasi intuitivos respecto a ciertos fenóme-
nos sociales y sus causas. Para explicarlos recurre a ideas no siempre
contrastadas (palabras, al fin y al cabo), tales como afirmar los efectos
nefastos del consumo generalizado de la «comida basura» (junk-food),
del picoteo (snacking) o del ocio pasivo basado en los videojuegos,
internet o ver la televisión sin indagar en el alcance y dimensiones de
estos fenómenos, y sin saber qué son, quién los practica o promueve
o qué connotaciones simbólicas o materiales tienen. Lo mismo sucede
cuando se hacen afirmaciones tan genéricas como que la obesidad
es uno de los «males de una época» en la que los sujetos recurren a
la comida (atracones) para resolver tensiones, problemas familiares
o escolares o ocupar la soledad. Este mix de razones se utilizó para
explicar el enorme aumento de la obesidad en Estados Unidos desde
hace décadas y con ello evitar abordar la economía política de un
proceso que ha conducido a una prevalencia del 35% de obesidad,
especialmente en las clases populares. También son igualmente vagas
las razones esgrimidas por las autoridades sanitarias en muchas de las
estrategias ideadas, las cuales consisten principalmente en acciones
informativas. Tal orientación se recoge, con parecidos argumentos,
en instituciones como la Comisión Europea, cuando confirma en sus
documentos de trabajo el poder de la información en la adopción de
buenas o de malas decisiones alimentarias: «… un nivel bajo de edu-
cación y un acceso más limitado a la información reducen la capacidad
para elegir con conocimiento de causa» (Libro Verde, 2005)» y «Solo un
consumidor bien informado puede adoptar decisiones razonadas» (Libro
Blanco, 2007). Los discursos que consideran a los ciudadanos inca-
paces de hacer elecciones alimentarias adecuadas y gestionar su salud
óptimamente y que los exculpan de vivir en una sociedad desmesu-
rada y que a la vez que los incrimina por su falta de conocimientos
y voluntad son reduccionistas y no han servido de nada. Reivindicar
la educación de los legos es un discurso sostenido por las adminis-
traciones públicas desde hace más de un siglo. Una vez generalizada
la su educación durante varias generaciones, ni han cambiado las
sociedades industrializadas y sus lacras, ni los ciudadanos parecen más
disciplinados nutricionalmente, al menos en el grado que desearían las
autoridades sanitarias. Y es que las racionalidades de la ciudadanía son
múltiples y complejas. Para dar cuenta de esta diversidad, basta obser-
var la explosión de nuevos movimientos sociales como el weloversize,

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curvygirl o mujeres XL contestando a la hegemonía del cuerpo delgado
o el slowfood o las disco soup presentando alternativas culinarias como
actos políticos frente a la estandarización de los gustos y el despilfarro
de comida impuestos por las corporaciones alimentarias y las políticas
económicas de los países más ricos.
En la actualidad, las agendas públicas están llenas de referencias
a cuestiones alimentarias. La antropología, raras veces interpelada
al respecto, es una aproximación válida para quienes creemos que
las respuestas, compromisos u obligaciones pueden encontrarse
yendo desde el presente al pasado humano y, al revés, intentando
comprender las razones históricas —dinámicas y cambiantes— de
tantos interrogantes. Me siento cerca de una antropología reflexiva,
no definida por el estudio erudito de las «otras sociedades», sino
preocupada por hacerse preguntas de orden teórico, epistemoló-
gico y metodológico sobre su origen y formas de hacer, o incluso
también de orden filosófico sobre el devenir, el sentido y el valor
de las culturas en general, sobre la inscripción de la humanidad
en el tiempo. Me siento cerca de una disciplina que ha intentado
con más o menos éxito ir abriéndose camino desde la enseñanza
e investigación preocupándose por hallar soluciones a fenómenos
que parecen acompañar eternamente a la humanidad, como es la
desigualdad social, el conflicto o el sufrimiento.
Reflexionar sobre el quehacer de cualquier disciplina ante todos
estos frentes es una práctica que no debería evitarse. El ejercicio de
reflexividad ha asistido a las ciencias sociales desde hace unas cuantas
décadas coincidiendo con la necesidad de definir el rol de lo social en
el devenir de las sociedades contemporáneas y con respecto a otros
objetos de estudio compartidos con otras disciplinas. La antropología
social, que procede de una tradición erudita que se interesa por la
cultura, por su diversidad, por las sociedades, si se prefiere, por los
grupos u organizaciones que las soportan, tiene razón de ser y es hoy,
si cabe, más oportuna que nunca. De acuerdo con Laburthe-Tolra y
Warnier (1998), la «modernidad» no ha acabado con la diversidad,
por más que explícitamente se haya intentado aplicar la idea cultural
de modelo único. A pesar de que se ha dado fin a numerosas culturas
únicas, en el seno de las sociedades contemporáneas las diferencias
acompañan a las similitudes. De momento, parece inquebrantable
que la humanidad fabrica, de un modo parecido, cultura y diferencia,

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y que consecuentemente la antropología sigue siendo más actual si
cabe en un mundo interconectado en el que principalmente, como
nos recuerda Hannerz (1998), las gentes se mezclan y se desplazan. La
antropología está cualificada para estudiar todas estas sociedades, no
solo en sus aspectos más exóticos o marginales, sino en sus prácticas
políticas y económicas, en sus creencias y en la producción de objetos
técnicos y sociales. Con todo, no es la única disciplina con capacidad
para explicar las cosas.
El clásico debate sobre los límites de la antropología, surgido
sobre todo cuando esta ha tenido que participar en investigaciones
con otras áreas disciplinares, resta interés a quienes todavía hoy se
esfuerzan por construir campos de estudios discriminando cono-
cimientos científicos para construir el suyo propio, incluso en el
seno de las ciencias sociales. Crecí leyendo textos que cuestionaban,
efectivamente, las barreras entre la antropología, la sociología o
la historia surgidas del rápido crecimiento y fragmentación de las
ciencias sociales en el siglo XIX, asumiendo las ideas de Menéndez
(1991) cuando señalaba que para la diferenciación de la antropología
Social no existen criterios epistemológicos, sino énfasis diferenciales
o coincidiendo con Elías (1989) cuando proponía mirar el propio
campo de estudio no de forma aislada y autónoma, sino en relación
con los objetos de investigación de otras disciplinas. Al fin y al cabo,
la especificidad de las disciplinas es un asunto poco relevante, y lo
significativo es la formulación de problemas y cuestiones y la dis-
criminación de los instrumentos más adecuados para describirlos
y analizarlos (Roca, 1998). Por ello, me siento cerca de estudiosos
como Jack Goody (1982), quien en Cooking, Cuisine and Class hace
un ejercicio de comparación que sitúa la dimensión diacrónica y, en
definitiva, la historia como una herramienta imprescindible para los
antropólogos y sociólogos interesados en el análisis del cambio social;
o del reclamo de Warde (2014), cuando desde la sociología, enfati-
za el interés de aplicar métodos múltiples —textuales, numéricos,
testimoniales y observacionales— y protocolos interpretativos para
generar explicaciones que trasciendan las fronteras disciplinares.
Mis preguntas sobre las palabras y las cosas han sido producto de
practicar una disciplina donde los resultados son a veces poco generali-
zables, puesto que las realidades que intento interpretar y comprender
—modos de pensar y hacer— son más complejas y presentan menos

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regularidades que una buena parte de los fenómenos de la naturaleza.
Precisamente por esa fragilidad y, por qué no cuestionabilidad de las
afirmaciones, he buscado el conocimiento de otras disciplinas y he
tenido en cuenta, desde el principio, las aportaciones de sus respectivas
miradas. Incluso aunque haya sido también para cuestionarlas. Esta
tendencia, para mí positiva, es consecuencia también de practicar una
ciencia que observa, describe y analiza desde una perspectiva amplia los
fenómenos humanos en su doble dualidad entre lo natural y lo cultu-
ral. De ahí mi interés sostenido en el tiempo por la alimentación.
En esta dirección, la antropología de la alimentación ha he-
cho aportaciones de interés teórico-metodológico para la propia
disciplina y para otras ciencias, especialmente en lo relativo a las
imbricaciones entre lo biológico y lo social, y en lo relativo a la intra
e interdisciplinaridad. Se trata de una línea de estudio que atraviesa
diferentes áreas de conocimiento de forma simultánea, procedentes
de las ciencias sociales (historia, economía, psicología), y de las
ciencias biomédicas (nutrición, medicina, psiquiatría). Esto la hace
especialmente atractiva, en el sentido de que las posibilidades de
plantearse interrogantes se multiplican sustancialmente. Estudiar
hoy a los que comen y sus comidas exige convocar saberes diversos, con
objetos y métodos particulares. La antropología debe dialogar con
ellos para establecer marcos interpretativos que lleven lo social y lo
cultural hacia lo biológico y viceversa. Se trata de crear espacios de
inteligibilidad de los fenómenos humanos y formas de conocimiento
específico capaces de integrarse para superar las aproximaciones
reduccionistas y descontextualizadas que impregnan la mayoría de
las aproximaciones científicas. Este ejercicio, que implica un debate
epistemológico de doble o triple sentido, ha de proporcionar una
interdisciplinariedad hoy por hoy ausente en buena parte de la
literatura sobre alimentación, salud y cultura.
Yo he vivido incómodamente esta ausencia cuando he interpelado
otras formas de conocimiento para entender ciertas tramas, respon-
der a preguntas y ampliar las miradas. Este libro es un reflejo de esta
incomodidad, aunque también de los retos que de ella se derivan. A
través de una selección de ocho textos organizados en cuatro partes,
unos reproducidos casi literalmente de como fueron publicados
y otros revisados en profundidad, intento mostrar cuán atractivo
ha sido para mí investigar en y desde la alimentación, ya que me

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ha permitido indagar sobre las relaciones entre género, cuerpo y
salud, a la vez que estudiar el consumo y la discursividad publicitaria.
Estas páginas muestran los distintos caminos que he tomado para
tratar de dar luz e inteligibilidad a prácticas en apariencia imper-
ceptibles o extremas, observando lo cultural desde una perspectiva
amplia y tomando contacto con sujetos distintos en situaciones
diversas de un modo directo y no solo como mera observadora, sino
como parte de todo ello. Se trata de caminos donde han confluido
las relaciones de poder entretejidas por los diversos actores sociales
en forma de resistencia o conformidad reveladoras, en cualquier
caso, de las micropolíticas de lo cotidiano.
En «Formas múltiples de contar la vida» recojo reflexiones
derivadas de preguntas surgidas cuando he querido contar las ex-
periencias alimentarias de los otros (vivencias y significados) —a
veces incluso las mías—, y observar ámbitos culturales originalmente
poco explorados desde la etnografía como la publicidad o internet,
donde también se cuentan y crean historias. Dentro del universo de
sujetos que comen, me han interesado particularmente las mujeres,
de ahí los artículos incluidos en «Alimentación, trabajo y género».
En ellos muestro que alimentar es intercambiar, comunicar, nutrir,
cuidar, trabajar… y que a través de ello las mujeres, en parte por
circunstancias fisiológicas y en mayor parte aún por condicionantes
culturales, son quienes acostumbran a alimentar a las personas desde
los primeros meses de la vida y quienes casi siempre acaban gestio-
nando la alimentación familiar. Ellas también son las referentes en
temas relativos a la salud, atribuyéndoseles la responsabilidad de la
adecuación de los hábitos alimentarios ajenos y propios. Los textos
recogidos en «Entre la lipofobia y la obesogenia» y en «Hambres
que vienen (¿y se quedan?)», son fruto de mi encuentro con las li-
mitaciones y efectos de algunas miradas a la hora de explicar, que
no comprender, la emergencia de ciertos problemas de salud y con
las diversas dicotomías (lipofobia/obesogenia, despilfarro/hambre,
pobreza/riqueza, experto/lego…) que, en forma de paradojas, ca-
racterizan a las sociedades contemporáneas.
En estos capítulos contrasto algunas hipótesis de trabajo so-
bre lo que ha venido denominándose la modernidad alimentaria
—hipermodernidad o posmodernidad también—, es decir, el
conjunto de transformaciones tecnológicas, económicas, políticas

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o sociales que han condicionado formas específicas de producir,
distribuir y consumir los alimentos a consecuencia de la dinámica
y la lógica cultural capitalista que durante las últimas décadas ha
caracterizando a las sociedades industrializadas. Sin embargo, para
mí los problemas de esa modernidad, emblemática por la enorme
oferta industrial de comida, el descenso de los controles sociales y la
multiplicación de los particularismos, no son tanto los provocados
por esa abundancia de productos, como los de garantizar el acceso
a alimentos saludables, culturalmente aceptables y económicamente
sostenibles. Contrariamente, las oportunidades de alimentarse y de
gestionar la salud son muy distintas en función de variables socio-
demográficas y de factores micro y macroestructurales, tales como
las formas de producir/distribuir los alimentos y sus precios o los
salarios de los empleados. El impacto de la actual «economía de la
austeridad» instaurada en tantos países evidencia, mejor que nunca,
las contradicciones y los límites de un sistema agroindustrial que si
bien llena los lineales de los supermercados de miles de productos,
continua sin resolver el decalage entre lo producido, lo desechado y
lo consumido, mientras que acentúa maneras de comer (o no comer)
y estados nutricionales socialmente desiguales.
La falta de respuestas que los lectores encontrarán en estas pági-
nas tiene que ver, evidentemente con mis propias dudas o impericia,
pero también con la carencia de debates interdisciplinares ante deter-
minados fenómenos. Deseo, en cualquier caso, que las reflexiones
recogidas aquí sean útiles para mostrar una vez más la indisociable
relación entre alimentación, salud y cultura y para evidenciar que,
en efecto, somos lo que comemos. Con todas las potencialidades y
consecuencias epistemológicas de esta afirmación.

Castellbisbal, enero de 2015

Bibliografía
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PRIMERA PARTE
FORMAS MÚLTIPLES
DE CONTAR LA VIDA

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I. COMER O NO COMER
¿ESA ES LA CUESTIÓN?: OTRAS MIRADAS
EN TORNO A LOS TRASTORNOS
ALIMENTARIOS

En campos como los denominados trastornos de la conducta


alimentaria (TCA),1 como sucedió hace un par de décadas en las
drogodependencias (Romaní, 1995), se ha producido un proceso
de medicalización, es decir, de inclusión en el modelo médico de
determinados comportamientos, dándoles un estatus de enfermedad
mental.2 Estas entidades clínicas son, junto a las adicciones a sus-

1. Aunque se ha criticado el uso antropológico de la etiqueta de TCA, en


tanto que reproduce la clasificación psiquiátrica y la praxis médica, aquí se utiliza
expresamente para destacar la presencia de unos diagnósticos que tienen efectos
específicos en la problematización sanitaria y social de las prácticas alimentarias.
En este capítulo, se ha optado por poner en cursiva el concepto de anorexia ner-
viosa cuando se refiere a la entidad clínica y se deja en redonda cuando se trata
del signo clínico.
2. Las referencias etnográficas aquí incluidas proceden de los siguientes estu-
dios: La incidencia de los factores socioculturales en los trastornos alimentarios de las
mujeres: el caso de la anorexia nerviosa (2000-01). Instituto de la Mujer (61/00);
Ambigüitat discursiva en la contrucció social de la feminitat. Evolució de les imatges
culturals de les dones a través de la publicitat (2003). Institut Català de la Dona
(U-4/03); Género, dieting y salud: una análisis transcultural de la incidencia de los
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a Catalunya: pràctiques alimentàries, imatges corporals i representacions socials de
gènere entre els joves (AJOVE2005); Joves grassos, pobres joves!: formes de discriminació
i ressistència a l’entorn de l’obesitat (2008 AJOVE 00017) y La emergencia de las so-
ciedades obesogénicas o de la obesidad como problema social (I+D: CSO2009-07683,
2009-2011). Una parte de los idea recogidas aquí están en Gracia-Arnaiz (2014).

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tancias psicoactivas, unas de las que mayor alarma social producen
en la sociedad española. Los trastornos alimentarios se conciben
como entidades de naturaleza psicopatológica caracterizadas por
alteraciones de la conducta en la ingesta y comportamientos de
control de peso provocadas, principalmente, por el miedo a engordar.
En la medida que afectan mayormente a mujeres jóvenes y que, en
casos extremos, pueden ser graves e incluso causar la muerte, a lo
largo de los últimos veinte años se han ido estableciendo criterios
de asistibilidad en base a esta particularidad sintomática.
Sabemos, sin embargo, que los criterios respecto a lo que en
un momento dado se concibe como enfermedad dependen de las
experiencias e intereses de los distintos actores sociales y grupos
dominantes, de tal forma que los significados y las interpretaciones
hechos sobre las prácticas alimentarias y corporales son, en realidad,
múltiples (Way, 1995). Esto da lugar, en el actual momento his-
tórico, a una producción constante de categorías clasificatorias, de
taxonomías y de descripciones de síndromes; también de procesos
colectivos de toma de decisiones, de desarrollo de saberes y expe-
riencias particulares que pueden ser transmitidos de una generación
a otra y, en algunas sociedades como la nuestra, a profesionales
especializados y dispositivos institucionales y modelos complejos de
organización de la atención sanitaria (Comelles, 1988). En cierto
modo los procesos de salud, enfermedad y atención son como los
actores sociales los ven, escuchan y viven.
Este capítulo tiene como objetivo principal mostrar la conveniencia
de reconocer, precisamente, la diversidad interpretativa como medio
para mejorar la comprensión y abordaje de los trastornos alimentarios.
Para ello, en la primera parte se propone aplicar una mirada distinta
que no distante, planteando qué oportunidades de estudio proporcio-
nan estas dolencias a la antropología y, al revés, qué puede ofrecer una
aproximación holística, comparativa y diacrónica al conjunto de las
disciplinas biomédicas que se han ido legitimando para atenderlas. La
construcción de los TCA como enfermedades mentales ha implicado,
a menudo, centrar la atención en la causalidad individual —factores
biopsicológicos— en detrimento de las razones socioculturales, res-
ponsabilizando al sujeto de su aflicción y recuperación a menudo a
través de actitudes monológicas (Martínez-Hernáez, 2008). Frente a
un modelo centrado en establecer qué síntomas son característicos de

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cada trastorno y qué rehabilitación psicológica y nutricional es la más
adecuada para normalizarlos, la etnografía viene proponiendo desde
hace años estudiar las prácticas alimentarias y corporales en apariencia
extremas —comer mucho, poco o nada— dentro de las situaciones
en que toman sentido (Prince, 1985, Lester, 1995, Counihan, 1999).
Para ello, incorpora una doble mirada desde dentro y fuera de la red
asistencial, así como instrumentos de análisis que permiten observar
los diversos espacios de interacción, dialogar con los distintos actores
sociales y articular subjetividades y contextos.
En la segunda parte, se muestra que algunas de las dificultades
para tratar estas aflicciones son consecuencia de una comprensión
reduccionista de los conceptos de cultura, género y alimentación.
Con frecuencia, para la biomedicina los factores socioculturales se
entienden solo como agentes específicos causantes de enfermedad/
muerte que pueden ser abordados aisladamente (Lupton, 1994). En
la anorexia nerviosa se concretan, sobre todo, en las dietas restrictivas
y una actividad física desmesurada con el objetivo de adelgazar o no
engordar (Gracia y Comelles, 2007). Las razones culturales quedan
definidas exclusivamente en torno a los apremios que la sociedad
lipófoba exige a las mujeres para mantenerse en la delgadez corporal,
y todos los esfuerzos terapéuticos, cuando se dan, están orientados
a conseguir el normopeso, la incorporación de la dieta óptima y la
modificación de los modelos de «belleza saludable». Como en la
obesidad (Gracia-Arnaiz, 2013), apenas se consideran las experien-
cias contadas por las pacientes que se quedan al margen de razones
identificables para el diagnóstico y que, sin embargo, también se
canalizan a través de prácticas alimentarias y corporales particulares.
Se defiende, finalmente, que esta desconsideración podría explicar,
en parte, el bajo éxito terapéutico.

Una mirada distinta, pero no distante


Por sus múltiples dimensiones, los TCA se han convertido en objeto
de estudio para numerosas disciplinas. La nosografía y la nosología
médicas son las que se han empleado más a fondo en la construcción
y definición clínica de estas aflicciones desde el siglo XVII, y si algo han
dejado claro es que estamos ante enfermedades que se caracterizan por
su gran maleabilidad, puesto que las manifestaciones asociadas varían

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bajo la influencia de factores históricos o de circunstancias sociales
cambiantes (Rusell, 1985). Esta constatación ofrece oportunidades
de estudio también para las ciencias sociales.

De disciplinas y abordajes
Los trastornos alimentarios, aún reconociéndose su genealogía
histórica (Brumberg, 1988; Bell, 1988), se describen como pato-
logías relativamente «nuevas» donde la cultura adquiere un papel
explicativo relevante. Se considera que el origen y el incremento de
la anorexia nerviosa o la bulimia nerviosa están vinculados a cam-
bios sociales, económicos y políticos acaecidos en las sociedades
occidentales contemporáneas. Dicha vinculación, lógicamente, ha
favorecido en los últimos años nuevas oportunidades de estudio
y un aumento de la literatura socioantropológica, dando lugar a
diversos abordajes analíticos. Aún tratándose de estudios con inte-
reses dispares han servido, cuando menos, para relativizar el carácter
anómalo de comer mucho, poco o nada, así como también para
poner en evidencia que el cuerpo no es nunca simplemente bioló-
gico o social. Del mismo modo, ponen de manifiesto la necesidad
de contextualizar la emergencia y la evolución de las enfermedades
según las variables de tiempo y espacio y, finalmente, son útiles para
preguntarse por qué, en un momento dado, ciertos fenómenos se
problematizan y otros no.
En base a esta literatura se pueden establecer cuatro tipo de
aproximaciones dependiendo de los énfasis y los recursos teóricos y
metodológicos empleados (Gracia-Arnaiz, 2012). En primer lugar,
están aquellos trabajos que asumen los presupuestos epidemioló-
gicos sobre el origen causal y la evolución de los TCA, aportando
a la biomedicina técnicas de análisis utilizadas por las ciencias so-
ciales para profundizar en lo que, desde este ámbito, se consideran
factores sociales determinantes. En segundo lugar, se encuentran
las investigaciones que ponen énfasis en la comparación desde un
enfoque historiográfico o etnográfico, dedicándose principalmente
a dar cuenta de la variabilidad de representaciones, significados y
prácticas en torno al cuerpo y la comida en épocas y culturas dis-
tintas. En tercer lugar, están los trabajos que se han interesado en
analizar, por una parte, la distribución desigual de la delgadez o de
la gordura en función de variables como el género, la clase social

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o el origen étnico y relacionarlas con los factores estructurales que
afectan a los sistemas alimentarios, las relaciones de poder que
determinan el acceso a la comida y las condiciones de vida de los
grupos sociales. Finalmente, están aquellos estudios que abordan
desde fuera de la biomedicina las concepciones y praxis clínicas y
las políticas públicas sobre los trastornos alimentarios, analizando
su relevancia e impacto sanitario y social.
Este último grupo de trabajos señala que la investigación sobre
TCA ha crecido sustancialmente de la mano de la medicina, en sus
vertientes epidemiológica y clínica, y de la psicología. Del análisis de
esta literatura, tan profusa como diversa, destacan varios aspectos.
Habiendo ocupado más que un interés relativo en salud mental, los
trastornos alimentarios se presentan desde los años ochenta como
aflicciones que avanzan con rapidez: las tasas se duplican o triplican
en numerosos países occidentales en apenas dos décadas (Gordon,
2000). Por otro, se destaca la casi total unanimidad mostrada por
expertos y autoridades sanitarias a la hora de considerarlas enfer-
medades provocadas casi exclusivamente por el miedo a engordar.
Sorprende, en tercer lugar, la incongruencia entre las principales
causas apuntadas (cambios culturales) y las medidas adoptadas
(modificación de conductas individuales). Y, finalmente, se cons-
tata una rápida medicalización: en los últimos treinta años se han
multiplicado exponencialmente las actividades científicas (congre-
sos, foros, revistas especializadas, organizaciones, investigaciones),
los tratamientos clínicos y farmacológicos, y los servicios sanitarios
especializados.
Si bien la literatura biomédica es muy amplia, no ha resuelto
el problema de la causalidad (Gracia y Comelles, 2007). En un
intento por eludir los modelos reduccionistas, los trastornos ali-
mentarios se presentan como enfermedades psico-bio-sociales —en
este orden—, cuya etiología no es fácil de establecer ni abordar. En
ocasiones se explican por predisposición genética; otras veces, por
falta de autonomía personal; otras por disfunciones familiares y,
con frecuencia, por seguir regímenes de adelgazamiento de forma
incontrolada o irracional. De esta multicausalidad, la última razón
es las más referida.
Quizá una parte de las dificultades por aclarar cómo interactúan
los diversos factores provenga de la misma construcción del concepto

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de TCA, el cual, ha sido traducido sin mucho acierto del término
inglés eating disorders (Toro, 1996). El concepto de trastorno apli-
cado a la alimentación reduce clínicamente lo social y psicológico a
conductas que, por alejarse más o menos de los patrones alimentarios
considerados aceptables, se etiquetan como anómalas, desordenadas,
extremas o irrefrenables y, por ello, patológicas. Esta construcción
no solo deja al margen los factores estructurales relativos al género
y la cultura que están detrás de estas prácticas subjetivas, sino que
determina los modos de abordarlos por las redes asistenciales. Esto es
relevante porque, con frecuencia, los tratamientos centrados en la res-
tauración del peso, la rehabilitación nutricional y la reestructuración
cognitiva tienen un éxito relativo. Se señalan no pocas dificultades
para valorar la efectividad de las intervenciones terapéuticas, empe-
zando por la terminología empleada en las propias evaluaciones. Se
crítica, por ejemplo, el uso de conceptos como «abandono», «adhe-
rencia» o «cumplimiento» en tanto que muestran las implicaciones
pasivas atribuidas a las pacientes durante la intervención (Sirvent,
2009). Con frecuencia, la eficacia terapéutica a la que alude la psi-
cología clínica de corte cognitivo-conductual se basa únicamente
en las personas que terminan el tratamiento sabiendo, sin embargo,
que entre el 65% y el 80% de quienes lo iniciaron no lo aceptaron
o lo dejaron porque no resolvía sus malestares (Bados López et al.,
2002). En el caso de la anorexia nerviosa, el fracaso del tratamiento
psicológico se ha cifrado entre el 25 y 40% (Bulik, 2007), lo cual
explicaría, en parte, por qué muchas pacientes buscan alternativas
fuera del itinerario asistencial más convencional.
Al margen de la clínica, los TCA ponen en evidencia las paradojas
asociadas al comer mucho, poco o nada, y proyectan de modo más
transparente valores sobre ciertas formas de comportarse con la co-
mida y el cuerpo: la vida como un menú, el ayuno como autocastigo,
el cuerpo como prisión… Por eso, cobra interés aplicar una mirada
que aborde los sentidos atribuidos a ciertas prácticas y que vaya más
allá de considerarlas síntomas de enfermedades multicausales que
responden arbitrariamente a un sinfín de factores biopsicosociales,
muchas veces fáciles de formular pero menos de sustentar.
Como se ha señalado desde la antropología médica (Menéndez,
1990), el modo más elemental de conocer y analizar el proceso salud,
enfermedad y atención pasa por su reconstrucción mediante la ob-

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servación, el relato o la documentación de los procesos asistenciales
o itinerarios terapéuticos en individuos concretos. La construcción
del curso natural de la enfermedad es una metodología que utiliza
la medicina desde la Antigüedad clásica y no es muy distinta de
las que han elaborado los científicos sociales más recientemente
(Haro, 2000). Sin embargo, hay una diferencia sustancial entre la
aproximación clínica y la de los antropólogos: a los clínicos actua-
les, el contexto no parece decirles mucho puesto que se rigen hoy
por teorías de la causalidad individuales y biológicas, mientras que
para los antropólogos el contexto es el que permite comprender,
interpretar y aún explicar cuanto concurre en torno a una situación
de enfermedad.
Es muy importante este punto, puesto que las herramientas
puestas en juego para contestar a las preguntas que motivan los es-
tudios socio-antropológicos no se limitan a la curiosidad intelectual,
sino a aplicar simultáneamente una doble mirada externa/interna
mediante una aproximación metodológica específica. La distancia
crítica es particularmente relevante cuando se manejan instrumentos
cualitativos, y se refuerza, como es este el caso, mediante el empleo
de metodologías comparativas que intervienen en distintos planos:
la comparación entre afectados o afectadas de distintos síndromes
dentro de la esfera de los TCA, entre instituciones de asistencia y
profesionales del sector público y privado, entre las perspectivas de
distintos profesionales (psiquiatras, psicólogos clínicos, trabajadores
sociales, enfermeras y aun gestores) y, finalmente, la comparación
con los datos procedentes de la investigación clínica y socio-sanitaria
internacional.

Aportaciones etnográficas para el estudio de los TCA


Como hemos apuntado en otros lugares (Gracia-Arnaiz, 2009), la
antropología ha supuesto una aproximación diferente a un tema
dominado en España por aportaciones principalmente realizadas
desde la psiquiatría, la psicología clínica y la nutrición. Decimos en
España, puesto que en la literatura internacional las aportaciones
interdisciplinares con participación de antropólogos o sociólogos
son mucho más frecuentes. Esto se refleja tanto en los diseños de
investigación como en las metodologías empleadas. Por eso, el perfil
de nuestros estudios no se aleja en exceso de las contribuciones an-

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glosajonas a esta problemática (DiNicola, 1990a y 1990b; Katzman
y Lee, 1997) pero difiere de los diseños clínicos o epidemiológicos
aplicados en investigaciones españolas (Fernández y Turón, 1998;
Chinchilla, 2003), más centradas en ofrecer información sobre
detección y diagnóstico, instrumentos de cribado o tratamientos y
menos afines al despliegue de análisis cualitativos.
La aproximación etnográfica trata de incorporar aquello
que habitualmente se obvia en este tipo de estudios. La revisión
bibliográfica se plantea como un punto de partida para conocer
cómo las disciplinas construyen sus formas de conocimiento y es
imprescindible cuando se trata de entender qué se ha acordado
sobre la emergencia de los TCA o su causalidad. Conviene, en este
sentido, tener en cuenta no solo lo que dice la literatura biomédica
o psicológica acerca de la falta de apetito, el hartazgo, el vómito,
la purga o la pérdida de peso como síntomas de enfermedad, sino
también las aportaciones que las ciencias sociales han efectuado
en los últimos veinte años acerca de los lenguajes del cuerpo y la
comida y de la encarnación de las experiencias. Ello facilita una
aproximación transhistórica que relativiza el carácter enfermizo de
ciertas prácticas, entrevé el reduccionismo de algunas disciplinas y
descubre el papel de las lógicas culturales.
Dentro de las técnicas de análisis cualitativas que permiten al et-
nógrafo aplicar una mirada en profundidad están las historias de vida
(Gordiani, 2009; Moreno, 2010). Los relatos biográficos obtenidos
en base a diversas entrevistas hechas a las personas diagnosticadas
de una enfermedad o a aquellas de su entorno más inmediato son
herramientas muy útiles cuando lo que se persigue es conocer las
experiencias y representaciones subjetivas y averiguar cómo estas
incorporan e interpretan estos padecimientos junto otros aspectos
de orden contextual. Considerar las experiencias de aquellas personas
que han sido y son consideradas como anoréxicas o bulímicas es una
vía privilegiada para tratar de comprender el porqué del autoayuno
o del hartazgo y los límites del «retrato robot» con que la medicina
homogeniza a menudo a sus pacientes. En los TCA, esta aproxima-
ción describe a las afectadas como mujeres adolescentes, de clase
media, blancas, hijas de familias hiperprotectoras o conflictivas y
con perfiles psicológicos singulares (perfeccionismo, obsesión, au-
tocontrol…). Sin embargo, aunque este retrato sirve para delimitar

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qué mujeres, de las que ayunan, están enfermas, no deja nada claro
por qué otras, que apenas comen, no lo están. El modelo, arropado
por sus instrumentos de detección, es usado para establecer quiénes
son pre-anoréxicas y decidir cuáles son anoréxicas —una etiqueta
que las perseguirá toda su vida— según la presencia o ausencia de
síntomas concretos; incluso, aunque con bastantes más dificultades
clasificatorias, qué hombres sufren estos malestares y cuáles no.
Todas estas consideraciones se recogen en las historias de vida.
Los relatos biográficos muestran que algunas de pacientes se niegan
a salir de su condición de anoréxica o bulímica, en tanto que interio-
rizan hasta tal punto su «trastorno» que evitan cualquier mecanismo
de recuperación que pudiera extraerlas de su estatus de enferma:

La anorexia es que dejas de comer cada vez más alimentos […]


Cuando se es anoréxica se te va la regla, te miras a un espejo y
te ves gorda, te aterroriza saber lo que pesas […] Soy anoréxica
restrictiva, es una enfermedad muy grave y me puedo morir. Por
eso aquí nos vigilan todo el día. Aunque no nos dejan que nos
veamos fuera del hospital, yo me he hecho varias amigas de aquí.
Tengo una amiga con bulimia y otra comedora compulsiva, yo
ahora soy anoréxica purgativa […] (MP, 17 Años).

En el otro extremo, otras mujeres, una vez comprendida y reco-


nocida la situación en la que se encuentran, buscan salida o se dejan
ayudar no tanto a través de las instituciones de atención sanitaria,
donde se resuelven los aspectos más formales de la enfermedad
(ganancia de peso), como a través de sus propias redes sociales, que
incluyen familiares, amigos, compañeros de estudio y trabajo, grupos
de ayuda mutua y a las compañeras anoréxicas o bulímicas que, en
mayor o menor medida, han superado las fases más críticas de la
aflicción y han salido de la espiral en la que estaban:

Había una chica de 12 años que ya había pasado por el hospital


cinco veces. Siempre le habían hecho el mismo tratamiento.
Había estado tres meses, dos meses […] Todo era salir de allá
y volver […] Yo tampoco tengo la solución de lo que hay que
hacer, pero lo que sí que puedo decir es que esta no es la solución.
A mí tampoco me funcionó especialmente bien, porque tuve

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una recaída y lo volví a pasar muy mal. Y mi miedo era que no
me volviesen a encerrar allí […] Yo creo que en estos casos lo
más importante es hablar […] que alguien te escuche, por eso
el grupo de ayuda mutua fue mucho más útil. (PCA, 43 Años)

Las historias de vida revelan que una parte significativa de los


mecanismos utilizados por las mujeres para mejorar su situación se
generan al margen de las unidades de atención y en las redes sociales
informales o se producen, incluso, de forma espontánea. De ahí,
que sea oportuno conocer cómo funcionan esas vías de apoyo y
autoayuda.
El objetivo de una antropología relacional es conocer también
cuáles son las opiniones de los expertos que tratan a las pacientes,
cómo definen esas enfermedades y a sus enfermas, cómo valoran sus
métodos de diagnóstico y sus tratamientos, sus éxitos o fracasos. De
ahí que sea necesario indagar en la construcción de las categorías
nosológicas y de los procesos asistenciales, y, cómo no, en las rela-
ciones entre pacientes y profesionales de la salud. Esto puede hacerse
incorporando, a pesar de las dificultades para aplicarla en ámbitos
asistenciales (Tosal et al., 2013), la observación directa o partici-
pante. Junto a los relatos biográficos, las entrevistas en profundidad,
los grupos focales o el diario de campo, y complementándolos, la
herramienta observacional se hace imprescindible para contrastar el
contenido de las interacciones allí donde se dan, ya que permite con-
templar las relaciones entre personas diagnosticadas, profesionales
sanitarios o familiares en los espacios en los que se producen y toman
sentido (la consulta, los comedores, los talleres, las asociaciones, etc.)
y escuchar, en los distintos contextos, todas las voces:

Observo que Judith no habla apenas y le cuesta separar la vista


del plato. Tiene un trozo de calabacín y pescado, y se entretiene
en quitarle el rebozado de harina y partirlo en trozos muy pe-
queños. Apenas se lleva el tenedor a la boca, y cuando lo hace
tarda mucho en tragar. Al final se come el trozo de calabacín pero
esconde parte del pescado debajo de la piel de la manzana que
toma de postre. La otra enfermera está sentada a su lado. Se pone
muy seria y se queda mirando fijamente el contenido de su plato
cuando comienza a comerse la manzana, pero no le dice nada.

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Aparenta no darse cuenta. Cuando termina con la manzana, la
enfermera retira la bandeja […] Luego, en privado, habla con ella
y me cuenta que la paciente tenía razón, que ha sido un fallo de
la dietista o de cocina. No se han acordado del pacto que habían
hecho con Judith. No le gusta nada, para nada, la merluza. (Diario
de campo MB, comedor de un centro de día)

Para contextualizar la diversidad de discursos y experiencias hay


que averiguar qué se está haciendo en las redes de atención sanitaria,
tanto públicas como privadas: si los criterios de diagnóstico se am-
plían o constriñen, si se incluyen otras técnicas de tratamiento que
vayan más allá de la farmacología o la terapia individual o grupal,
si se están creando unidades de tratamiento diferenciadas de otros
trastornos mentales y por qué. Sabemos, por ejemplo, que la terapia
narrativa que se aplica en instituciones de otros lugares del mundo
apenas tienen presencia en la sanidad pública española. Solo algunos
centros, la mayoría de orientación sistémica, han incorporado estra-
tegias terapéuticas que vayan más allá de las psicoterapias individua-
les o familiares o de la prescripción de fármacos. Nos preguntamos si
la razón de esta ausencia se debe a que es una herramienta que busca
el acercamiento dialógico e interactivo de la terapia, y reconoce a los
pacientes como personas expertas en su propia vida.
Para la etnografía, el análisis de las teorías interpretativas de los
TCA, de sus síntomas y de su abordaje, es un objeto relevante para
contrastar las ideas que sanitarios y pacientes tienen del mismo pro-
blema. Para muchos clínicos «una muchacha anoréxica es siempre
una persona con caracteres anómalos, excesivamente perfeccionista,
con una autoestima muy baja y con dificultades para las relaciones
sociales. Sufre, es compulsiva. Son extraordinariamente mentirosas.
Niegan la evidencia, que están obsesionadas por el peso» (psicote-
rapeuta). La biomedicina es muy contundente cuando imagina los
«verdaderos» marcos interpretativos de estas aflicciones, pero dicha
ideación se hace a menudo sin escuchar las voces disonantes:

Son de los cuadros psiquiátricos más complejos que existen.


Hay más de 40 factores implicados que predisponen, agravan
o disparan la enfermedad. Todo empieza por un régimen […]
Cuando la posible víctima entra en una espiral de pérdida de

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peso; cuando es sorda a todo tipo de consejo familiar; cuando le
desaparece la regla y cuando niega todo problema achacándolo
a la percepción de los demás […] (Psiquiatra)

Convendría valorar si las mujeres diagnosticadas perciben que


están enfermas o no, cómo definen e interpretan su enfermedad,
de qué modo les afectan los tratamientos y si alivian o agravan sus
inquietudes:

No había forma de que te visitara más de dos veces el mismo


psicólogo. Cada dos por tres tenías que explicarte tu vida a un
tío diferente. Te encuentras que si uno hace prácticas, que si otro
rota […] No siempre te apetece estar contando tus historias a
un tipo o tipa que sabes que de aquí dos días si te he visto no
me acuerdo. Esto no ayuda, al contrario.

Es un hecho que, a pesar de los acuerdos con los profesionales


sanitarios, las pacientes se «saltan» las normas y tratan de engañar
a sus terapeutas:

Hablé con Beatriz [psicoterapeuta] y me dijo que si quería vivir


o morir y que si seguía perdiendo peso me iba a hacer la gráfica
[...] Me han hecho la gráfica y si bajo más peso me quedaré
sin visitas el fin de semana y me lo tendré que comer todo a la
fuerza […] No he visto a mis padres porque estoy condicionada
[…] He estado hablando con Beatriz sobre mi enfermedad y
me ha dado unos tests para hacer, los de siempre, para ver si
distorsiono la imagen […] Me ha dicho que no le mienta. (PM,
28 A, diario)

En este sentido, hay que conocer cómo van posicionándose las


mujeres y los expertos en toda esta ideación, porque en numerosas
ocasiones las interpretaciones no siempre coinciden:

Nunca me he sentido como el común de las mujeres. Jamás en


mi vida he ido a un gimnasio. No me depilo, no me maquillo,
no uso tacones, no sé lo que es «arreglarse» si no es ponerse un
par de pinches y un moño. No práctico ningún rito absurdo

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supuestamente necesario para vernos más bellas. Tampoco dis-
fruto las reuniones femeninas en las que se termina hablando
de hombres. Tampoco me considero una señorita. A ver si me
lo aclaran. ¿Qué es ser femenina hoy en día? (M. bloguera)

El contraste entre las miradas de los profesionales de la sa-


lud y las de las pacientes evidencia los problemas que el modelo
biomédico tiene para interpretar el sentido de ciertas prácticas
alimentarias. Esto da lugar a dificultades reconocidas por los
clínicos en el tratamiento y la prevención. Por eso, una tarea por
hacer es valorar las consecuencias de los desencuentros entre ambas
lógicas. A pesar de las limitaciones, hay que buscar alternativas
que den respuesta a los porqués que se generan en torno a estas
aflicciones. Y eso, por ejemplo, puede hacerse discutiendo acerca
de los límites y ventajas que proporcionan herramientas como
las entrevistas o la observación que todos usamos, aunque sea de
muy distinta manera.
Si el trabajo etnográfico en instituciones especializadas, en
asociaciones o grupos de ayuda o en pisos tutelados permite pro-
fundizar en la relación entre la contextualidad y la subjetividad,
entre la realidad construida y su interpretación individual, otro
espacio que para la antropología se presenta como una oportuni-
dad irrenunciable es internet (Ledo, 2013). Los foros y blogs en la
red recogen narrativas elaboradas por personas que se autodefinen
como anoréxicas o bulímicas con reflexiones de extraordinario in-
terés. Internet ha globalizado la experiencia de la enfermedad pues
son infinitos los foros de discusión y la aportación de información
sobre todas las patologías y en cualquier lengua. Esta globalización
permite compartir experiencias muy alejadas y establecer espacios
micro-sociales virtuales y ofrece un abanico de recursos en los
procesos de construcción y de deconstrucción de categorías y
taxonomías nosológicas.
Por ello parece oportuno no solo interpretar qué sucede con
las nuevas formas de asociarse y participar que tienen las personas
diagnosticadas de una enfermedad, sino conocer cuáles son los
sentidos que generan estas relaciones, qué características tienen
los nuevos puntos de encuentro y cómo se construye la identidad
colectiva.

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A mí, me gusta escribir para luego releerme. Veo más en frío las
cosas. No me vale con pensarlas, es... distinto. El hacer público
ese escrito es una mezcla de no querer seguirse ocultando, con
buscar comprensión con tendencias de gremio, digo yo. Y con
darle un rollo más «real», creo. Me gusta saber quiénes me leen
(aunque no comenten siempre, claro). Y me gusta ver otras
opiniones sobre los temas que yo hablo. Refunfuño ante los
lectores anónimos. Pero no me quejo de que me lean. Me quejo
de que me lean en silencio y no píen. (A, bloguera)

Hay que considerar las comunidades virtuales como grupos de


personas que no solo se identifican por aquello que les une, en este
caso los denominados trastornos alimentarios, sino porque mues-
tran formas de resistencia simbólicas, luchas contra-hegemónicas
y defensa de espacios culturales con autonomía relativa capaces de
reivindicar la diferencia y de vivir como transgresoras en las fronte-
ras mismas de la marginalidad médica, negando la norma social en
coherencia con las opciones identitarias de sus vidas:

Me pregunto por qué mierda la gente piensa que uno hace esto
enteramente por vanidad, si supieran la esencia de todo esto, esto
es algo mío, tan mío, que voy a defenderlo con uñas y dientes,
y si me cuesta la vida, me sentiré mas que recompensada [...]
porque para mi la anorexia no es sinónimo de enfermedad,
simplemente es una manera de vivir mi vida [...] jamás permitiré
que se metan con algo enteramente mío como son mis ayunos,
vómitos y dietas. (I, bloguera)

Según Ledo (2013), el hecho de ser diagnosticada de anorexia


o bulimia nerviosa comporta asumir la condición de enferma y con
frecuencia alejarse de las verdaderas causas del problema, incluso
ocultándolas o distorsionándolas. Esta es la razón que hace que, en
muchos casos, una persona escriba su diario y lo haga público como
sucede en la blogosfera. El auge de testimonios en la red coincide
con el hecho que para el modelo hegemónico, y a diferencia de otros
enfoques como el sistémico o el psicoanálisis, las pacientes apenas
si tienen voz y sus narrativas orales o escritas no son primordiales
para estos terapeutas aunque, en ocasiones, les inciten a escribir.

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Sus diarios son escritos para ellas mismas como un ejercicio auto-
reflexivo, y menos como una herramienta terapéutica interactiva.
Sin embargo, los relatos biográficos en los blogs muestran que esas
mujeres tienen necesidad de hablar con los demás, incluso con sus
terapeutas a los que se refieren a menudo:

Extraño a mi primera psicóloga. No quiero volver a ninguna a


excepción de ella [...] estuvo en el momento más importante de
mi enfermedad: el principio [...] cuando yo NO era muy cons-
ciente y no sabía nada, en comparación a ahora. Momento clave,
por cierto [...] si las dos hubiésemos sabido lo que se venía se
habría podido hacer mucho, mucho más! Era preciosa, siempre
olía bien, su pelo era brillante y perfecto [...] su ropa tenía onda,
siempre flaca, pero muy vital [...]Me dijo cosas que nunca he
olvidado (a diferencia de la última que tuve y de mi psiquiatra
que es una verdadera M-I-E-R-D-A [...] (A, bloguera)

Necesitan hablar fuera del espacio institucional y compartir


sentimientos que raramente son explicados en las sesiones terapéu-
ticas. Las mujeres dicen que la red les otorga la libertad de expresión
que no tienen o sienten en las consultas. Tal como plantea Ledo
(2013), el análisis del mundo virtual permite descubrir aquello que
es común, lo que resulta idéntico en todos los casos, no importa si
es una realidad «tangible» o si es una práctica virtual. En cualquier
circunstancia, lo que es importante para el sujeto es el acto de la
experiencia en sí misma. No podemos demostrar con toda seguridad
«qué es real», pero si podemos descubrir cómo algo «llega a ser real»
para nosotros. La etnografía virtual se fortalece precisamente por su
falta de recetas (Hine, 2004: 23).

La cultura: una china en el zapato


Si la aproximación etnográfica muestra la diversidad de experiencias
y significados construidos por los actores sociales, también permite
reflexionar sobre el papel de la cultura en tanto factor causal de los
trastornos alimentarios. En la medida que la etnografía se define
por el esfuerzo de desgranar las tramas de significación construidas
entre sujetos y contextos, podría convertirse en un recurso compar-

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tido entre quienes se dedican al estudio integral de los trastornos
alimentarios. La minimización de lo cultural en ciertos modelos
explicativos se debe a la desconexión entre la medicina y las ciencias
sociales y, porque solo la primera pretende estar legitimada científi-
camente para definir y abordar las enfermedades. Cabe preguntarse
hasta qué punto los profesionales sanitarios pueden, deben o saben
hacer diagnósticos sobre la realidad social y sobre su influencia en
la emergencia de estas aflicciones, hasta qué punto sus diagnósticos
sobre las causas culturales son atinados y hasta qué punto ofrecen
soluciones plausibles para su modificación.

De sujetos y contextos
La mayoría de profesionales sanitarios reconocen el papel de la cul-
tura en la causalidad de los TCA (Garner y Garfinkel, 1980; Toro,
1996), pero de un modo que no puede emplearse como concepto
analítico. Esto es así porque su concepción de cultura oscila entre
un sinónimo de «educación» —de aprendizaje de competencias
académicas o cívicas—, y una ingenua y anacrónica definición como
conjunto de rasgos que, articulados unos a otros, etiquetan una de-
terminada identidad «étnica» (afroamericano), o «cultural» (francés).
Con dificultades para ir más allá, la aproximación biomédica se fija
en lo que conoce, las trayectorias clínicas, y desde la clínica valora
la responsabilidad del paciente en su enfermedad.
En la actualidad, la tendencia a convertir en enfermedad
cualquier malestar, incluso banal, se explica en parte por el des-
mantelamiento de los sistemas de soporte social incompatibles con
el individualismo del modelo de sociedad industrial, y por la dele-
gación sobre los profesionales (o expertos) de la responsabilidad de
su gestión (Comelles, 2011). Considerar patología cualquier forma
de desviación o transgresión social exculpa de su causalidad a los
agentes socioeconómicos o políticos, permite abordarla individual-
mente y culpabilizar a la víctima de su propio mal (victim-blaming),
unas veces por su constitucional vulnerabilidad, otras porque «se
lo ha buscado». En las narrativas de los clínicos es muy común que
se responsabilice al paciente o a su entorno más inmediato de sus
problemas. Comer mucho o poco es una elección personal, hacerlo
ordenada o desordenadamente también. Si enferman, es su respon-
sabilidad: «Se lo buscan ellas solitas. Todas empiezan igual. Se ponen

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a dieta, empiezan a pesarse cada día… hasta que pierden el control»
(psicoterapeuta). La autoinculpación también es recurrente en los
relatos de las mujeres que reciben tratamiento:

No sé cómo he llegado hasta aquí. Todo parecía un juego. Parecía


tener el control, parecía que cuando yo deseara diría un «hasta
luego» para aparcar mi lucha con la comida [...] Pero no es así.
(CB, 30 años)

Las personas se describen como sujetos que no saben que están


enfermos hasta que el médico las diagnostica:

Aprendes a ser anoréxica. Los psicoterapeutas te dicen que estás


enferma y que estás en un psiquiátrico y que vas a aprender a
estar en él […] Aprendí a desconectar. Me comportaba como
se suponía que ellos querían que me comportase […] Me pa-
saba el día en la cama, en cuclillas… llegué a creerme que era
pequeña, una niña. También aprendes de tus compañeras, unas
de las otras. Las que llevan más tiempo dentro te enseñan a
esconder la comida, te dicen qué has de hacer para que cuando
te peses, peses más […] Yo veía que sí, que hacía lo mismo que
mi compañera que era anoréxica, vomitaba, la miraba a ella y
yo hacía lo mismo […] (MA, 35 años).

A partir de aquí, una conciencia de anormalidad bien delimitada


se instaura en sus vidas y el discurso de la enfermedad empieza a
adquirir forma en su mente y en su cuerpo, hasta tal extremo que
se buscan y se recrean en ella. Sus dolencias están más o menos
definidas clínicamente, y las consecuencias del ayuno y las vías
para solventar sus malestares también. La mayoría de sus agobios y
manías se explican como consecuencia del no-comer o del comer
compulsivamente porque, efectivamente, tienen consecuencias de-
vastadoras psíquicas y físicas. Y sobre estas consecuencias se actúa
en la mayoría de consultas.
El enfoque hegemónico se centra en el individuo sin considerar
las relaciones entre los padecimientos subjetivos y el entorno inme-
diato o más amplio, y en los aspectos físicos y psicológicos que deben
ser tratados. Luego establece los recursos terapéuticos mediante una

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combinación de rehabilitación nutricional, recuperación de peso y
psicoterapia a largo plazo (Turón, 1996):

Piensa —le insistió su psicóloga— que te has de meter en la


cabeza este régimen, con independencia de que tengas más o
menos hambre, es muy importante no saltarte comidas. Para que
te cures, la comida ha de ser tu prioridad, tan importante o más
que las medicinas que te tengas que tomar. (Piscoterapeuta)

Algunos centros sanitarios consideran suficiente con lograr que


las pacientes ganen peso y les dan el alta aunque todavía mantengan
una relación similar con la comida o el cuerpo. Lo único que las
«saca» de su enfermedad y de su ingreso es haber aumentado el peso
hasta los límites de la normalidad y demostrar que la distorsión de la
imagen corporal es menor que cuando empezaron el tratamiento:

Solo querían que llegásemos al peso y ya está. Pura y simple-


mente eso. Cuando consideran que esa persona está en el peso,
te daban el alta. Sin ninguna explicación de qué peso tienes, de
qué peso has de tener, sin ninguna explicación. Simplemente,
de tanto en tanto pasaba el médico y montaba el cirio. ¿Qué has
hecho? ¿Por qué has bajado de peso?¿Cuándo vas a aprender a
comer y a hacernos caso? Y te castigaban quitándote las visitas
del fin de semana. (B.A., 27 años)

Si para un científico social ir del contexto al caso es relativa-


mente fácil, al clínico le es difícil pasar del caso al contexto, puesto
que los más carecen de instrumentos metodológicos para definir y
valorar ese proceso. Por eso la biomedicina acepta esa concepción
difusa de «la sociedad» o «la cultura» como algo lejano, inconcreto,
el argumento final cuando fallan las interpretaciones biológicas.
Esa actitud impide un análisis profundo de los efectos del sistema
social sobre los individuos. Pero no siempre ha sido así. Hasta
principios del siglo XX, los efectos colaterales del capitalismo en las
sociedades en proceso de industrialización fueron, principalmente,
la insalubridad y las enfermedades infecto-contagiosas (tuberculosis,
paludismo, fiebre tifoidea, cólera, diarreas…) y la actitud de los
médicos salubristas frente a lo que consideraban un signo evidente

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de las deficiencias en infraestructuras sanitarias y la mala administra-
ción de los recursos disponibles fue la de favorecer propuestas para
mejorar las negativas condiciones de vida y salud de la población
más desfavorecida respecto a la alimentación, la vivienda y el trabajo
(Barona, 2002: 23).
Desde hace 50 años, los profesionales sanitarios han tenido que
adaptarse ante una demanda creciente de enfermedades crónico-de-
generativas o de malestares cuyo origen responde a una causalidad
biocultural más compleja, y lo hacen influidos por una formación
positivista y experimentalista que ha dejado en segundo plano las
raíces sociales de las enfermedades y los instrumentos analíticos
para determinarlas y afrontarlas. Algunas de estas enfermedades
crónico-degenerativas son, del mismo modo que antes, consecuencia
de la relación entre las nuevas formas de interacción personal y un
entorno cada vez más tecnificado y medicalizado, particularmente
profuso en bienes y mercancías (Petersen, 2007) pero también muy
precarizado. Sin embargo, las propuestas de la biomedicina para
atajarlas no incluyen diagnósticos sociales contrastados. Articular
las experiencias clínicas con procesos estructurales y dinámicos en
el tiempo, vinculados a las desigualdades sociales y de género o la
mercantilización del cuerpo y salud en tanto que estrategias a medio
y largo plazo del capitalismo, es demasiado abstracto para la idea
comúnmente aceptada de que los fenómenos etiquetados como
enfermedades son realidades biológicas ahistóricas (Arrizabalaga,
2000), diagnosticables clínicamente y abordables mediante una
orientación terapéutica sobre un paciente singular. Desde que la OMS
convirtiera la prevención en leivmotiv de la política sanitaria mun-
dial (Montiel, 1997) y se centrara en la educación sanitaria como
herramienta principal para cambiar hábitos de la población, sin
matices, no se comprende, por ejemplo, que en las sociedades donde
hay tanta comida, tan variada y accesible, los ciudadanos no tomen
decisiones adecuadas que les eviten enfermedades. La alimentación
no se concibe como un proceso social repleto de constreñimientos
y significados que van más allá de nutrirse. Por eso asombra que en
una sociedad opulenta, informada de y educada en la bondad de
los estilos de vida saludables, algunas personas decidan ponerse en
«riesgo» ayunando para tener una apariencia aceptable, o hartándose
y luego vomitando o purgándose para lo mismo (Gracia, 2009).

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Para comprender este hecho en toda su complejidad, los sanitarios
tendrían que retomar las dimensiones sociales y colectivas de los
fenómenos que afectan a la salud, tener en cuenta la heterogenei-
dad social de la población y la polifuncionalidad de las prácticas
alimentarias, ubicando estas últimas en los contextos experienciales
y emocionales en los que adquieren sentido, aquellos que Appadurai
(2001) llama ethnoscapes y que, lejos de ser rígidos y estables, son el
producto de las permanentes hibridaciones culturales.
La ausencia de una mirada que permita una lectura global de los
distintos niveles de análisis, y el rechazo de las teorías que lo hacen
—como por ejemplo la psicoanalítica— por su carácter supuestamente
especulativo, impide a la biomedicina dar cuenta de esta interacción.
Atrapados por la lógica utilitarista del modelo biomédico y por una
práctica cada vez más basada en protocolos diagnósticos y terapéuticos
rígidos, los discursos de psiquiatras, psicólogos y, en general, de los
profesionales del «psy» deben formularse de modo aparentemente
neutral y ser impermeables a los juicios morales y a los valores culturales
y lo más próximos posibles a la lógica discursiva de la biomedicina
(Martínez-Hernáez, 2008). Así pueden diseñarse protocolos afines,
nutridos por un imponente dispositivo diagnóstico y terapéutico. Su
inconveniente es que no tratan de comprender, sino solo de iden-
tificar para tratar. Esto les exime de involucrarse en la subjetividad
del paciente, de controlar las relaciones de intersubjetividad entre
ambos y de cualquier forma de compromiso social o político con las
condiciones o factores que pudieran producir esos malestares. No es
necesario identificar las circunstancias del paciente en su vida coti-
diana, solo etiquetarlas desde fuera mediante proyecciones y valores
comunes que los profesionales comparten, en buena medida, con el
conjunto de la ciudadanía.

Una concepción «problemática» de cultura, género


y alimentación
El tipo de causalidad cultural que la biomedicina señala en los TCA
se limita a reconocer factores que, como la lipofobia y la distorsión
de la imagen corporal sostienen el edificio de la nosografía, ignoran-
do los sesgos de género que han influido en ella. La mayoría de las
interpretaciones actuales de los síntomas traducen una concepción
cultural taxonómica que no tiene en cuenta los componentes es-

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tructurales y dinámicos de las prácticas alimentarias ni del sistema
de género en contextos culturales de cambio permanente. Incluso
las tesis culturalistas recogidas por la psiquiatría considerando que
la sociedad lipófoba tiene un papel predisponerte, precipitante o
mantenedor de los TCA (Toro, 1996) son utilizadas, sobre todo,
para cerrar las fronteras de los trastornos alimentarios y para
ajustar unas taxonomías aparentemente neutrales. Delimitando
los síntomas principalmente a las sociedades industrializadas y a
una parte de sus «males» sociales —el desmesurado culto al cuerpo
delgado— se han podido perfilar mejor los factores y grupos de
riesgo: «muchas chicas hacen dieta porque en su familia hay con-
ductas alimentarias atípicas y por las presiones recibidas durante
la infancia-adolescencia que valoran excesivamente la delgadez»
(psicoterapeuta). Se establece así un feed-back entre las categorías
nosológicas construidas y la aceptación social de las enfermedades,
reforzándose mutuamente.
Si, como hicieron Bordo (1993) o Hepworth (1999), se anali-
zaran los discursos sobre el género y las experiencias con la comida
en las entrevistas clínicas, se podría observar cómo los hombres
son candidatos menos probables a los TCA. A menudo, los clínicos
hablan de la anorexia masculina como mucho más severa, diferente
a la femenina, a pesar de la similitud en los síntomas. Para ellos, la
anorexia nerviosa de los varones se explica como resultado de una
malnutrición severa asociada a menudo a depresiones endógenas:

Normalmente se trata de situaciones diferentes. Las chicas que


nos llegan suelen ponerse a dieta porque quieren adelgazar y
parecerse más a las modelos, el problema es que se pasan de rosca
[…] Los chicos, sin embargo, suelen preceder la fase anoréxica
o combinarla con algún otro trastorno psiquiátrico, como una
depresión […] Sí que pueden hacer referencia al deseo de querer
pesar menos, pero no es tan obvio como en el caso de las chicas.
(Psiquiatra)

En cambio, la identidad de la mujer anoréxica o bulímica sería


producto de una crisis perpetua, centrando el origen del conflicto
en su inseguridad personal y su insatisfacción corporal por su in-
clinación a acatar estrictamente los dictámenes de la moda. Aún

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así, estudios recientes señalan cada vez más causas socioculturales
parecidas para ambos géneros, estableciendo como la más relevante
la influencia mediática en la promoción de la delgadez (Toro et al.,
2005).
De hecho, la literatura biomédica continua definiendo los TCA
como enfermedades femeninas. Sin embargo, la inclusión del género
responde más a un interés psico-médico (mayor vulnerabilidad, sensi-
bilidad e influenciabilidad de las mujeres) que socio-antropológico. Se
trata antes como una variable de estudio que como un concepto teórico
básico y ello debilita el sentido de su inclusión. Su pertinencia debería
argumentarse por los estudios que indican que las percepciones sociales
del riesgo y prácticas alimentarias son diferentes en razón del género,
y que dichas diferencias son fruto de las relaciones particulares que
hombres y mujeres establecen con la comida a partir de su posición/
roles/actividades. En este sentido, las causas tienen que explicarse por
el modo en que el sistema de género que se ha ido construyendo bajo
la hegemonía del capitalismo a partir de transformaciones de modelos
que ya existían anteriormente, y muy en particular, con la posición
diferencial que las mujeres han ocupado respecto a los hombres en
relación a la construcción de la identidad social y sexual, las imágenes
corporales y en relación con las responsabilidades y valores asumidos
respecto a la alimentación.
En cualquier caso, y a diferencia de actitudes anteriores, las
propuestas biomédicas no han buscado transformar las relaciones
de poder y desigualdad que se producen en estas sociedades y que,
en buena parte, explicarían la incorporación (embodiment) de cier-
tas prácticas corporales y consumos alimentarios (dieting o body
building), ampliamente generalizados entre las mujeres de distintas
edades, clase y orígenes étnicos (Zafra, 2007; Bernal, 2011). Esta
no es una tarea fácil para la que el psiquiatra, el psicólogo o el nu-
tricionista haya sido formado. Referirse al entorno significa, nada
más y nada menos, que hablar de la organización de la sociedad, de
sus condicionantes económicos, culturales y políticos, en este caso,
de un capitalismo de consumo que afecta a todo y a todos: a las
relaciones de género, a los valores que priman el individualismo y
el consumo, a las estructuras familiares o a las formas de entender la
salud y la enfermedad (Gracia-Arnaiz, 2010). Una visión más amplia
del entorno (de la cultura) y un enfoque holista y comparativo (de las

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prácticas alimentarias y corporales) permite constatar que síntomas
particulares, como el dejar de comer, restringir la comida o hacerlo
hasta hartarse, no han sido únicamente propios de las sociedades
industrializadas, ni particularmente de las mujeres, sino adaptati-
vos o simbólicos, según cambia el contexto histórico. Histórica y
etnográficamente el ayuno femenino, en mayor proporción que el
masculino, ha sido utilizado con diferentes finalidades. El no-comer,
a menudo silencioso, para regular los recursos económicos del gru-
po, para socializar a sus miembros o para asegurar el control social.
Cada una de ellas tiene un valor específico. En nuestra cultura, las
mujeres nutren, abastecen, educan, sirven… a través de la comida.
Consecuentemente, esta vinculación con la alimentación atraviesa
el sistema de género, las relaciones interpersonales, la comunicación
afectiva e incluso la aprehensión del riesgo, de tal forma que se
convierte, si así se ha aprendido o se permite, en una herramienta
para expresar relaciones y emociones de índole diversa. Por ello es
importante identificar las diversas intenciones tras las prácticas de
ayuno, atracón, vómito o purga porque no siempre se centran en
el deseo de ser o permanecer delgada.
Quienes protagonizan estas prácticas acostumbran a tomar el
cuerpo y la alimentación como expresión de aflicción/satisfacción,
dando cuenta del potencial que ambos medios poseen como formas
de acatamiento o resistencia frente a las normas. Algunas expresan la
contrariedad por sentir total indiferencia por la comida o el poder de
tomarla como recurso para enfrentarse a sus padres: «De pequeña ya
tengo un trauma con la comida porque a mí nunca me ha gustado
nada y no tenía nunca hambre para comer, y la hora de la comida era
para mí un infierno, ¡no quería! Ni sentarme a la mesa ni comer ni
nada. Y todo obligadamente, todo muy mal, lo que eran las legum-
bres y muchas veces era comerlo y echarlo. No comía porque no me
apetecía, no porque quisiera estar delgada ni nada. Siempre he sido
muy rebelde y como mis padres son muy autoritarios, mi padre es
muy autoritario, una manera de rebelarme era no comer. Cuando
piensas cómo empecé con el trastorno alimentario, piensas: ¡pero si
yo no he comido nunca!» (BA, 27Años). Por su parte, hay quienes
dejando de comer pretenden controlar la evolución del ciclo vital,
borrando cualquier signo de feminidad de su cuerpo:

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Qué horror, ya me están saliendo tetas de nuevo, no puede ser,
no quiero, quiero ser niña siempre, quiero mi cuerpo de niña
siempre, no quiero crecer nunca, no quiero engordar, no quiero
tener esas curvas de mujer, quiero ser como esas chiquitas de
ocho años todas flaquitas y enclenques, con mis muslos tan
delgados que parezcan que se van a romper [...] (Internauta I)

Pero también, de forma contraria, para otras personas ponerse a


dieta constituye un reto, un medio para ejercer una disciplina férrea
sobre el cuerpo y la mente que les produce una enorme satisfacción
(Van Dongen, 2000):

Si soy capaz de dejar de comer, con lo que me gusta, puedo


demostrarme a mí misma de lo que soy capaz. Solo hago dieta
unos días. Pierdo los kilos que quiero y vuelvo a comer. Para
mí es un sacrificio pasajero. Cuando el pantalón se abrocha
sin problema siento tanto placer como cuando me como un
bocadillo de jamón de jabugo. (C.B., 30 años)

En cualquier caso, todas estas mujeres están usando algo tan sig-
nificativo y con tanto valor económico y simbólico como es el cuerpo
o la comida para expresar sus maneras de ser y entender la vida.
Por eso hay que reconsiderar las formas en que se están definien-
do y abordando los trastornos alimentarios y sus pacientes. Aunque
los profesionales sanitarios también son «seres comientes» —tanto
biológica como socialmente—, apenas piensan en las dimensiones
culturales de las experiencias alimentarias. Sus interpretaciones no
aluden a los gustos o placeres de la comida, o a sus sinsabores. Solo
refieren la comida desde el discurso de la salud y la enfermedad, y solo
hablan de la dieta por su interés o adecuación médico-nutricional. Por
si fuera poco, en el tratamiento, se limitan a proponer a las pacientes un
régimen muy estructurado, difícil de cumplir en una sociedad donde
la pluralidad de actividades y de horarios fragilizan el seguimiento de
las rutinas dietéticas, olvidando que las comidas son también espacios
dependientes de una cotidianidad cada vez más densa.
La extensión de los trastornos alimentarios a sectores de la
población que se escapan a los grupos de riesgo —personas con
edades no circunscritos a la adolescencia, de distintas clases sociales,

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inmigrantes…— obliga hoy a reformular las hipótesis culturalistas y
a plantearlas desde el conocimiento y la interpretación plural de las
diferentes formas en que las mujeres viven y significan sus relaciones.
Las dificultades expresadas aquí responden a parámetros generados
desde fuera de ellas mismas, pero en relación con ellas mismas. El
contexto genera retos y tensiones de diversa intensidad para todas,
aunque solo una parte acaban protagonizando prácticas efinidas clí-
nicamente como psicopatológicas. A muchas mujeres les preocupa
el peso o las formas de su cuerpo, como a la inmensa mayoría de la
población, sin embargo solo un porcentaje pequeño son diagnosti-
cadas de anorexia o bulimia nerviosa. No para todas el cuerpo es su
cárcel o están obsesionadas por mantener o conseguir una apariencia
socialmente aceptable. La hegemonía del ideal de delgadez corporal
puede explicar, en parte, el incremento de estos malestares, pero no
únicamente o no siempre; del mismo modo, las factores individuales,
tanto biológicos como psicológicos, pueden explicar parcialmente esta
variabilidad, por más que en la mayoría de casos depende de cómo
las personas perciben e interpretan los mensajes y los discursos de su
entorno y de cómo los responden.
Las miradas reduccionistas muestran dificultades para explicar
los fenómenos complejos, así como para comprender sus lógicas. Si
partimos de que tanto las prácticas sociales como los conocimientos
se construyen de diferente modo y adquieren sentido en función de
los distintos actores y situaciones, se podría convenir que incorporar
aproximaciones analíticas que permitan dar cuenta de la diversidad
de relaciones entre subjetividades y contextos, y reflexionar sobre
ellos, proporcionaría elementos de juicio distintos para redefinir al-
gunos campos de intervención tanto en la esfera de la promoción de
la salud y de la prevención, como en la intervención terapéutica y el
seguimiento.

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II. CERVEZA DE DÍA, COPA DE NOCHE:*
UNA ETNOGRAFÍA DE LA PUBLICIDAD

Si en el apartado anterior la etnografía se plantea como un medio


para observar, describir e interpretar la diversidad de experiencias
y significados construidos en torno a la alimentación, el cuerpo y
la salud, así como una práctica capaz de mostrar distintas formas
de contar la vida, aquí nos proponemos ampliar el debate epis-
temológico sobre los posibles modelos de análisis incorporando
una herramienta de estudio distinta a las técnicas de campo antes
apuntadas. En este capítulo, la publicidad se propone como una
fuente de interés para el análisis antropológico, tanto por su función
socioeconómica en la transacción de mercancías y servicios, como
en la construcción y reproducción de discursos sobre las cosas, los
sujetos y los contextos. Podemos hacernos preguntas sobre qué papel
desempeña en la economía capitalista, cuáles son sus principales
características como herramienta del marketing o qué efectos tie-
ne en los consumidores, la estructura de mercado o las empresas.
A su vez, la publicidad puede entenderse como un artefacto cultural
vinculado a un entramado histórico particular, con posibilidad de
ser analizado de forma comparativa y diacrónicamente. Desde una

*Con el eslogan «Cerveza de día, copa de noche», en la década de los años 80


el grupo cervecero DAMM intentó, con éxito, introducir una bebida hasta enton-
ces asociada al tapeo y aperitivo como una opción de consumo óptima en el ocio
nocturno. Una reflexión sintética sobre la relación entre discursividad publicitaria
y consumo alimentario se encuentra disponible en Gracia-Arnaiz (2011) y Gracia-
Arnaiz (2014).

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perspectiva antropológica, tanto se puede profundizar en la parti-
cularidad de la comunicación publicitaria, analizando los recursos
técnicos que utiliza para representar los imaginarios culturales, como
en los modelos mismos que genera. En el ejercicio comunicativo, es
decir, en el proceso por el cual los anunciantes tratan de interrelacio-
narse con su público objetivo, la publicidad promueve consumos,
prácticas y valores de diverso tipo, legitimando unos y obviando
otros. Presenta una doble capacidad: refleja a la vez que construye
imaginarios sociales. De ahí la pertinencia de contrastar lo que esta
herramienta relata sobre los productos y las situaciones de consumo
con lo que cuentan de primera mano los actores sociales o lo que
evidencian las fuentes de carácter estadístico.
En este apartado se analiza una muestra de anuncios de cer-
veza realizados durante las últimas cinco décadas en España1 con
el objetivo de mostrar el tipo de mensajes ideados por la industria
alimentaria para promocionar un producto cuyo consumo ha variado
notablemente en este periodo, así como también la tipología, las
representaciones asociadas y los usos dados. Secundado este análisis
con datos estadísticos elaborados por la administración estatal y
del propio sector, se debate, en primer lugar, sobre el papel que la
publicidad ha podido jugar en dichos cambios para, posteriormente,
dar cuenta de los imaginarios creados por los publicistas con el fin
de asegurar y estrechar los vínculos entre la industria cervecera y
los consumidores.

Los anuncios publicitarios: entre la práctica y el discurso


Como hemos señalado con anterioridad (Gracia, 2011 y 2014), la
modernización de la industria alimentaria en lo referente a las téc-
nicas utilizadas para el procesamiento de los alimentos se ha llevado

1. Los datos presentados aquí proceden en parte de un estudio anterior (Gra-


cia, 1996 y 1997) realizado en base a una muestra representativa de la publicidad
alimentaria española entre los años 1960 y 1990 que incluye el análisis de más
500 anuncios de prensa, revistas y televisión de diferentes grupos de alimentos y
bebidas. A este archivo, ha sido añadido un total de cien anuncios correspondientes
al período 1991 hasta la actualidad, de los cuales una tercera parte son de bebidas
alcohólicas.

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a cabo no solo con el fin de satisfacer las necesidades particulares
que, en diferentes momentos de la historia, han ido surgiendo en
los países industrializados (Goody, 1984: 251-257), sino con la
intención de mejorar la productividad en sí misma, desplegando
en un mercado cada vez más globalizado una producción tan am-
plia como variada posible, al margen, incluso, de las demandas
de la población. Ciertamente, en la actual fase del capitalismo de
consumo, la producción de bienes y servicios se viene organizan-
do con independencia de la demanda o de las necesidades de los
grupos sociales. El sistema económico depende de las expectativas
continuas de consumo y la publicidad estimula su oportunidad,
intentando mantener, junto con otros procedimientos de marke-
ting, la relación constante entre la producción y la adquisición de
bienes y recordándonos reiteradamente la conveniencia de cubrir
cualquier tipo de necesidad y deseo mediante el consumo. De ahí
que, como herramienta promocional, la publicidad es hoy más
imprescindible que nunca (Sánchez Guzmán, 1982; Briz, 1990;
Qualter, 1994).
Para la industria alimentaria, la publicidad, estratégicamente
insertada en los medios de comunicación social es un recurso empre-
sarial costoso aunque rentable a juzgar por su evolución ascendente,2
especialmente cuando se trata de dar salida a grandes cantidades de
artículos cuyo destino es un público numeroso y socialmente hete-
rogéneo. ¿Cómo, si no, diferenciar y personalizar las mercancías y las
marcas en un mercado que, como el alimentario, se caracteriza por
una gran concurrencia de artículos muy similares entre sí? Por otro
lado, ¿cómo, si no, lograr incentivar la adquisición de artículos cuyo
uso no es precisamente infinito? Ciertamente, los seres humanos
ponemos un límite al número alimentos que ingerimos diariamente.

2. En apenas quince años, las inversiones publicitarias en España pasaron de


792 millones euros invertidos en 1981 a 7.348 millones en 1995 (Walter Thomp-
son). En 2006 esta cifra se había duplicado alcanzando los 14.590, 2 millones de
euros. Solo la profunda crisis económica que sufre España desde 2008 ha hecho
invertir esta tendencia. En 2012, la inversión publicitaria descendió significati-
vamente, un -15,8% menos respecto al año anterior, hasta situarse en 10.858,8
millones de euros. Información disponible en Infoadex:http://www.infoadex.es/
Nota_Prensa_Estudio_InfoAdex_Inversion_Publicitaria_Espana_2013.pdf.

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Comemos una cantidad determinada de alimentos a lo largo del
día repartida en diferentes comidas más o menos estructuradas,
pero disponemos de un umbral de saciedad que actúa como una
especie de tope biológico regulando y avisándonos cuando he-
mos comido de forma suficiente. A pesar de que Harris (2011:
273) y Fischler (1995: 372-373) plantean que en las sociedades
industrializadas el comedor contemporáneo no parece reconocer
claramente dicho umbral, ya que, alentado por su mayor poder
adquisitivo y presionado por el marketing industrial a comprar,
come más alimentos de los requeridos para satisfacer sus necesida-
des nutricionales, parece poco probable que el aumento progresivo
de las inversiones publicitarias se traduzca necesariamente en un
aumento imparable de dicho umbral y, en consecuencia, de las
cantidades de comida consumida. Al contrario, seguir un régimen
(dieting) hoy es también un negocio, ya que la regulación y la
restricción alimentaria se acompañan de productos que también
están a la venta. En consecuencia con las propias limitaciones del
consumo alimentario, la industria tiene aun mayor necesidad de
promocionarse tanto para colocar sus mercancías en un mercado
muy concurrente, como para que estas sean finalmente adquiridas
por los consumidores.
Ahora bien, ¿de qué modo la industria agroalimentaria hace
llegar sus artículos a un número de personas tan elevado y diferentes
entre sí? ¿cómo consigue convertirlas en consumidoras de los nue-
vos productos que, de forma incesante, aparecen en el mercado? La
razón de ser del marketing y la publicidad está, precisamente, en la
resolución de estas respuestas, es decir, en lograr introducir y mante-
ner los productos alimentarios tanto en los lineales de los centros de
abastecimiento como en la cesta de la mayoría de los compradores.
Los especialistas en ventas se esfuerzan continuamente por asegurar
y estrechar los vínculos entre la industria y sus mercancías, por un
lado, y la difusa categoría de consumidores, por otro. Este esfuerzo
continuo requiere una preparación, un conocimiento y una tecnología
específica que capacita a los especialistas para convertir en familiares
y cercanos, mercancías, acontecimientos, lugares y gentes que son, a
menudo, ajenos y distantes. En cualquier departamento comercial, el
marketing es simplemente una forma de conocimiento, una habilidad
social y culturalmente reconocida que permite a un sistema experto,

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de acuerdo con Giddens (1991:18),3 interpretar y usar la información
de un modo que se reconozca como propio y útil. El marketing es,
entonces, el conocimiento del cómo (how to) (Lien, 1997; Malefyt y
Morais, 2012).
Este cómo es hoy central a la hora de promover el consumo de
cualquier mercancía, y la comunicación publicitaria, constituyendo
una parte específica del conocimiento del marketing, va a propiciarlo
ayudándose de los procedimientos técnicos que faciliten las opera-
ciones económicas entre las personas y las entidades que, respectiva-
mente, se hallan unas en situación de ofrecer mercancías y otras de
adquirirlas y hacer uso de ellas. Ahora bien, la publicidad constituye,
además de una práctica comunicativa, un discurso, en cuanto que en
este ejercicio informativo se presentan y promocionan creencias que
van más allá de las características objetivas y atributos funcionales
del producto anunciado, proporcionando ideas acerca no solo de su
función, de su utilidad o de sus beneficios, sino acerca de cual es el
comportamiento ejemplar de los consumidores en base a diferentes
cuestiones como el trabajo, la familia, el género, el tiempo libre,
la educación, el cuidado del cuerpo o la salud, por poner algunos
ejemplos. De este modo, si bien la publicidad tiene como primera
finalidad divulgar o extender la noticia de las cosas o de los hechos
y, en este sentido informar, por otro lado debe hacerlo persuadien-
do, de tal manera que, a la vez, atraiga favorablemente al público
objetivo o a aquellos que tienen influencia sobre las decisiones de
compra (Briz, 1990; Leiss and Botterill, 2005). Esto significa que
el engranaje publicitario propicia su objetivo principal, motivar el
consumo, favoreciendo operaciones también de carácter ideológico
y simbólico que legitiman el uso de las mercancías y sus atributos al
margen de sus funciones materiales. Definida así, se evidencia mejor
la doble vertiente económica y social de la publicidad y se hace más
fácil identificarla con un determinado sistema de producción, el
capitalismo de consumo.

3. Para Giddens (1991:18) el marketing es un sistema experto, un mecanismo


desterritorializador que, influido por las ideologías liberales de los EEUU y de la
Europa occidental, agrupa tiempo y espacio mediante el despliegue de modos de
conocimiento técnico que tienen validez independientemente de los practicantes
y clientes que hacen uso de él.

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En el mismo sentido, los objetivos de la comunicación publicita-
ria están estrechamente ligados con la posición central que adquiere
el consumo en los países industrializados. En las sociedades de con-
sumo de masas (Alonso y Conde, 1994: 95), los requisitos básicos o
primarios están, en general, asegurados, y numerosas adquisiciones
de bienes y servicios, incluso aquellos que parecen responder a los re-
querimientos biológicos primarios, como es el caso de los productos
alimentarios, incorporan objetivos distintos a la simple satisfacción
de las necesidades materiales. Se habla, entonces, de la satisfacción
de deseos o necesidades de otro orden —psicológico, social o sim-
bólico— que, en definitiva, ya no tienen como finalidad garantizar
la supervivencia humana. En estas culturas aparece una función
simbólica diferente asociada a los actos de compra y de consumo
que, como señala Baudrillard (1974), responde incluso antes que
a una lógica de carácter económico, a una lógica del intercambio
simbólico (deseo, identificación, diferenciación social). Consumir
se convierte en un proceso portador y generador de significados, en
un lenguaje mediante el cual se expresan valores y comportamientos
específicos. También es un espacio de actividad, trabajo y relaciones
sociales. Esta caracterización plantea los actos a través de los cuales
consumimos como algo más que ejercicios de gustos, antojos y com-
pras irreflexivas, según suponen los juicios moralistas, o actitudes
individuales, tal como suelen explorarse en las encuestas de mercado
(García Canclini, 1995). A la par, ser consumidor implica además de
adquirir, reponer , sustituir o incrementar el patrimonio de bienes y
servicios contratados, manifestar mediante este ejercicio una forma
y nivel de vida e, incluso, la manera de entenderla.
En consecuencia con lo anterior, el marketing publicitario se
convierte una técnica útil al menos en dos sentidos: a) para el fun-
cionamiento del mercado a partir de crear, por ejemplo, la necesidad
de un producto y el desplazamiento de la oferta/demanda en uno u
otro sentido, de promover una buena imagen de empresa, de reforzar
la ampliación de las redes comerciales de distribución o de hacer
disminuir las ventas de productos que se consideran nocivos para
la sociedad y b) para la reproducción o construcción del imaginario
cultural, a partir de difundir prácticas y valores específicos sobre los
bienes de consumo. Por esta razón, se ha dicho que la publicidad
es también un factor de modelación de la sociedad porque, además

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de incidir sobre la dinámica del consumo, recrea actitudes sociales
que influyen en la concepción de los modelos de referencia básicos
(Qualter, 1994).
En relación con los anuncios de comida y bebida este proceso
es evidente. Por una parte aparecen, aunque no de forma constante,
las referencias sobre el productos anunciados en relación a sus carac-
terísticas básicas y, por otro, se muestran las maneras de adquirirlos,
prepararlos o consumirlos, haciendo alusión a una situación y a unos
personajes específicos. Así, los artículos publicitados no suelen llegar
al público aislados, tal como son, sino rodeados de representaciones
y universos culturales que sirven de vehículos para su promoción. En
consecuencia, una parte del cómo, aquella dedicada a la presentación
pública de los productos, se resuelve utilizado escenarios familiares y
de algún modo atractivos para los posibles consumidores, revistiendo
a los productos y sus usos de significados y dotándoles de una función
que los identifica como consumos necesarios o deseables para tal o
cual ocasión. En consecuencia, el cómo depende en la publicidad
alimentaria tanto de que se establezca una estrategia válida en la
selección de los canales o medios de comunicación que han de hacer
llegar los mensajes al público objetivo, cómo, finalmente, de cuidar
aquello que se comunica y promueve sobre los alimentos.
Denominar, clasificar e identificar como consumibles a productos
de origen industrial es hoy una de las tareas principales del marketing
publicitario. De forma particular, la publicidad tiene, quizá ahora
más que nunca, la misión de ubicar en nuestro universo alimentario
productos poco o difícilmente reconocibles por nuestras cocinas dado
que, como señalaba antes, muchos de estos artículos han sufrido un
proceso de desterritorialización e desidentificación absoluta: los ali-
mentos no se producen necesariamente en un entorno inmediato,
a menudo se desconoce su procedencia e ignora su composición o
se desconfía de los métodos de preparación. Además, la industria
alimentaria sabe que el comedor contemporáneo no solo espera ob-
tener de los alimentos las sustancias nutritivas que le han de permitir
subsistir, sino los contenidos simbólicos asociados al comer y beber
que le sirven para identificarse individual y socialmente y, consecuen-
temente, una parte importante de sus mensajes van a girar en torno
a la necesidad que los humanos tenemos de construirnos a través de
la comida (Fischler, 1995).

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Es así como el recurso publicitario, básicamente contextuali-
zador, se hace imprescindible para la conversión de los alimentos
transformados y poco identificables en entidades comestibles. La
publicidad se perfila entonces como un conocimiento altamente
especializado, experto, capaz de convertir la multitud de bienes y
servicios que se disponen en el mercado en objetos de atención y
atracción promoviendo, al mismo tiempo, la necesidad material
y simbólica de su consumo. Desde esta perspectiva, los objetos
mismos y las marcas comerciales acaban funcionando, ayudados
por la lógica de este medio,, como sistemas totémicos, algunos de
ellos incluso convertidos en objeto de culto (Baudrillard, 1974).
Al revelarse que en cualquier sociedad, también en la capitalista,
las posesiones materiales siempre van acompañadas de significados
sociales y tienen capacidad de transmitir comunicación de orden
simbólico (Douglas y Isherwood, 1979; McCraken, 1988; García
Canclini, 1995) y al revelarse a su vez una de las dimensiones del
intercambio bastante olvidada, la onírica, la industria publicitaria
encuentra un motivo para hacer su revolución profesional y conse-
guir así la legitimidad en una sociedad hipócritamente reticente a
vincular negocio con cultura.
El conocimiento publicitario es básicamente un quehacer in-
terdisciplinar (Gracia, 1996). En efecto, en el trabajo publicitario
intervienen profesionales procedentes de diferentes áreas y activi-
dades dado que estas afectan a procesos de índole muy diversa: el
mercado, la imagen de marca, la toma de decisiones, el cambio de
actitudes. En relación con la praxis publicitaria se pueden estudiar,
por ejemplo, las reacciones emocionales de los individuos ante la
recepción de los mensajes o sus pautas de comportamiento. A lo
largo de la historia reciente de la publicidad, los publicistas han
ido recogiendo las aportaciones hechas por diferentes disciplinas
en relación a enfoques teóricos y metodológicos, sobre todo de la
psicología, la economía o la comunicología, pero también de la
sociología, la filosofía o la antropología. Desde hace varias décadas,
estas aportaciones se han hecho imprescindibles tanto para asegurar
su efectividad técnica como para justificar su necesidad dentro de
las estrategias de marketing. Así, por ejemplo, los intentos de Ador-
no (1967) por descubrir a través del psicoanálisis los mecanismos
de irracionalidad colectiva, de autosugestión o de identificación

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frente a los medios de comunicación de masas ayudaron a la praxis
publicitaria a crear técnicas de persuasión oculta, integrando en
sus procedimientos el psicoanálisis y la motivación.
La antropología tampoco se ha escapado de este interés. Algu-
nos estudios procedentes de la escuela de Cultura y Personalidad,
de la antropología cognitiva y simbólica han proporcionado a la
publicidad una batería de conceptos con los que operar —«insti-
tuciones primarias», «personalidad de base», «estilos de vida»—.
Por otro lado, los publicistas han ido recopilando metodologías y
técnicas de análisis cualitativas para ayudarse en la descodificación
del contenido de sus mensajes. De forma rápida, los publicistas
abren una vía de estudio sobre los «estilos de vida» de la población
segmentados en base a variables tales como el nivel de ingresos, la
edad, el género, la categoría profesional o el nivel de instrucción.
Dichos «estilos de vida», que van a servir para tanto para orientar
los canales idóneos para la comercialización de bienes como para
articular el contenido de los mensajes, se entienden como una
amalgama de creencias, gustos y actitudes propias de una sociedad
o de un grupo social resultado de un sistema de valores que debe
ser conocido ya que constituye la base de las prácticas sociales co-
tidianas. De este modo, los publicistas establecen relaciones entre
los diferentes modos de vida que aparecen claramente definidos
y los consumidores, es decir, aquellas personas que adquieren por
diferentes motivos, no siempre de una forma tan racional y fun-
cional como dibujan los enfoques liberales, el conjunto de bienes
producidos por el sistema.
A diferencia de décadas anteriores, en los años setenta ya se empieza
a hablar de consumidores menos pensando en una masa homogénea
de personas, que en sujetos con capacidad de escoger, con deseos y
gustos propios. Bajo esta consideración, se supera la noción liberal
del «gusto individual» que hay que reconocer para controlar y mani-
pular, yendo un poco más allá, y entendiendo que el consumo como
una experiencia dinámica y variable, un proceso que toma sentido
según el contexto en que se produce y según quien participa. Así, los
consumidores no responden del mismo modo ante los efectos homo-
geneizantes de la acción económica global ni constituyen grupos con
los mismos intereses ni objetivos, sino que parten de experiencias y
conocimientos particulares, participan de modos de vida diferentes y

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responden a estímulos distintos según su condición social e individual
y según la finalidad que persiguen en torno al consumo (Miller, 1995;
Lien, 1997).
Estas nuevas perspectivas dejan atrás el enérgico debate planteado
a finales de los años cincuenta y hasta los setenta entre apologistas
y críticos de la publicidad (Fowles, 1996), que enfrentó a quienes la
consideraban positivamente dada su condición informativa y educa-
tiva ante los que la criticaban abiertamente por su capacidad de crear
mundos ideales difíciles de alcanzar por la mayoría de la población y
generar todo tipo de frustraciones, deseos y necesidades superfluas.
Para estos últimos, la publicidad, además de deformar la realidad de
los propios objetos promocionados, contribuía a homogeneizar las
pautas de comportamiento humano anulando la capacidad de decisión
y elección personal y reforzando la ideología dominante en torno a
la posesión de bienes materiales y a los estereotipos de género, raza o
clase social. Sin embargo, a partir de la década de los ochenta, una de
las líneas de discusión que había originado el mayor debate durante
este período, la supuesta hiperhomogeneidad social propiciada por el
capitalismo de consumo, los medios de comunicación y la publicidad,
empieza a ser cuestionada por diferentes teóricos. Es el caso de Yonnet
(1988) o Lipovestky (1990), por ejemplo, quienes sostienen la idea
de la heterogeneidad del consumo democrático de masas, frente a la
consideración de los supersistemas homogéneos y únicos, manteni-
dos en las décadas anteriores. Los consumos, entre los que hay que
considerar los productos y servicios alimentarios, no se imponen a un
cuerpo social manipulado por un grupo de conspiradores ni imponen
una hegemonía alienante, como han sostenido Packard, Marcuse,
Séguéla, Baudrillard, Merton o Debord en diferentes trabajos. Con-
trariamente, el consumo se inventa dentro de un contexto ideosocial
muy específico: el contexto de una libre expresión de las voluntades
individuales. El desarrollo de pequeñas diferencias multivariadas, de
la diversidad, es una razón directa del fortalecimiento de la gran dife-
rencia social, de manera que las primeras están en función inversa de
la segunda. Hoy, se puede hablar de la flexibilidad de la producción
en favor de la desestandarización de los consumos y la multiplicación
de las preferencias y opciones (Warde, 1997).
Una visión diacrónica del consumo permite ver que, en materia
de comida y bebida, aun reconociendo la existencia de los intereses

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comerciales de la industria por estandarizar territorialmente los gustos
de las personas, la alimentación es mucho más variada hoy y que nu-
merosos alimentos son más asequibles ahora que antes (Mennell, 1995:
338). Del mismo modo, los consumidores procesan, interpretan e
incorporan la información mediática en función de diferentes factores.
Sus elecciones son complejas y están constreñidas por variables socio-
demográficas (edad, género, ingresos, estructura familiar, etcétera.),
por la posición ocupan en la estructura social o por sus preferencias
personales. En el caso de la alimentación, las personas parecen nego-
ciar sus conocimientos y habilidades en interacción con los demás
actores, tanto en un contexto microsocial (redes sociales) como en un
contexto macrosocial (sistemas de producción/distribución) (Miller
et al., 1998: 248-249).

La evolución del consumo de cerveza en España


El análisis etnográfico e histórico de la publicidad evidencia no-
tables transformaciones en relación a la mayor o menor oferta de
alimentos y respecto a los usos dados a la comida y la bebida. La
afirmación de que la publicidad es una forma de comunicación
capaz de reflejar los cambios habidos en la cultura alimentaria se
construye sobre la base de lo que muestra una lectura diacrónica
respecto a la tipología de productos, los contextos espacio-tempo-
rales o los actores sociales.4 Aunque en este capítulo nos vamos a
centrar principalmente en la función discursiva de la publicidad
de las bebidas alcohólicas, y en particular de la cerveza, algunos
cambios habidos en el ámbito alimentario son muy significativos.
Respecto a la tipología de los productos anunciados, por ejemplo,
el aumento de la inversión publicitaria en las primeras dos décadas
analizadas coincide con el mayor procesamiento industrial de los
alimentos, su envasado, marquetización y la mayor oferta. Durante
este período, la industria agroalimentaria presenta una diversidad
cada vez mayor en relación a los productos ofrecidos.5 Se trata de

4. Un análisis más amplio de esta relación se encuentra en Gracia (1997:


287-309). Estudios posteriores han mostrado también la estrecha relación entre
los cambios habidos en el sistema alimentario español y las estrategias discursivas
de la publicidad alimentaria (Díaz-Méndez y González-Álvarez, 2013).

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alimentos en los que varía el grado y el tipo de tecnología aplicada,
las formas de envasado y la diversidad de productos. Si por una parte
incorporan cada vez más «servicios» y «tecnología» ahorrando tareas
en las fases de conservación, preparación y cocción y aligerando/
agilizando el trabajo culinario (enlatados, congelados, pelados, corta-
dos, lavados, cocinados, envasados al vacío, irradiados...), por otra, se
concede cada vez más importancia a las producciones locales que, en
cierta medida, pretenden hacer frente a la globalización alimentaria.
El estudio de la publicidad de cerveza pone de relieve la estre-
cha relación entre marketing, consumo y cultura (Gracia-Arnaiz,
2011), dando cuenta, por un lado, de la evolución de este producto
dentro de la industria agroalimentaria española y, por otro, de las
asociaciones discursivas que se han construido para promocionar
su consumo. No deja de ser significativo desde un punto de vista
sociocultural que, tratándose de una bebida alcohólica, en la década
de los sesenta fuera promovida para el consumo familiar mientras
que a principios del nuevo siglo los anuncios advierten que no puede
dispensarse a menores de 18 años.
Los informes estadísticos sobre el sector señalan que en España se
produce más cerveza que la que se consume. Mientras que está entre
los diez primeros puestos en el ranking de productores de cerveza del
mundo y cuarto en Europa tras Alemania, Reino Unido y Polonia
(MAGRAMA-Cerveceros de España, 2013) y su producción, con algu-
na oscilación, ha aumentado durante la última década (cuadro 1), el
consumo per cápita es mucho más bajo, ocupando el lugar 19º en el
mundo, el 14° en Europa, 10° en la Unión Europea y el primero en la
región mediterránea (The Brewers of Europe, 2009). Cabe señalar, sin
embargo, que algunas regiones en España consumen más que otras.
En general, las regiones central, oriental y del sur son las principales
consumidoras frente a las regiones norte y del noroeste. Como resul-
tado, mientras que Murcia, Madrid y Andalucía consumen cerveza
con niveles cercanos a la media de algunos de los principales países

5. La industria agroalimentaria aumenta la inversión publicitaria coincidiendo


con la fuerte reestructuración del sector que implicó la incorporación de España a
la UE (Albisu y Gracia, 2005). En la actualidad, continua ocupando una posición
importante en la actividad económica del país. Según datos de la Federación Espa-
ñola de Industrias de la Alimentación y Bebidas (FIAB), el sector de la alimentación
representa un 8% del PIB general y un 14% del PIB industrial.

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consumidores del mundo (por ejemplo, Murcia consume 120 litros
por habitante frente a los 120,8 litros de Holanda), Galicia, Navarra, La
Rioja y Asturias consumen solo la mitad de esta cantidad. En Europa,
el consumo per cápita alcanza los 65 litros en 2012 (MAGRAMA-Cer-
veceros de España 2012), muy por encima de la media española.

Cuadro 1
Evolución de la producción total en España

Años 2000 2001 2003 2012


Producción 26,4 27,7 30,6 32,6
(1000hl)
Fuente: The Brewers of Europe 2004 and 2009, MAGRAMA-
Cerveceros España 2012 y 2013.

Aunque algunos estudios subrayan la dificultad de establecer una


relación esencial y directa entre la inversión publicitaria y el consumo
de cerveza en España (Gimeno et al., 2013), sí que su progresivo
aumento refleja, de forma particular, el empeño de la industria cer-
vecera por posicionarse en el mercado de bebidas alcohólicas de baja
graduación y entre las preferencias de los consumidores. Esta mayor
inversión revela al menos dos aspectos importantes (cuadro 2). Por
un lado, pone de manifiesto las variaciones de la demanda interna
durante las últimas décadas. Hasta 1980 se había caracterizado por
un gasto más modesto en publicidad debido, en parte, a un fuerte
crecimiento del consumo interior de cerveza. Pero entre el periodo
de 1985 a 2005 se constata un aumento constante de la inversión
que coincide con la disminución progresiva de las ventas, pasando
de 477 millones de pesetas en 1985 (2,8 millones de euros), a 2.212
millones de pesetas en 1995 (13,2 millones de euros) y a 79,7 millones
de euros en 2005 (Cuadro 2).6
Esta tendencia a incrementar el gasto publicitario es consecuencia,
por otro lado, de la enorme competencia entre los fabricantes de cer-

6. Desafortunadamente, hay muchas dificultades para conseguir los datos de


las inversiones publicitarias en series suficientemente largas y mensualizadas a partir
de 2005. El estudio de Gimeno et al. (2013) recoge algunas cifras que muestran,
en cualquier caso, que la mayor publicidad de cerveza se realiza durante el verano,
periodo que coincide también con el mayor consumo de esta bebida.

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Cuadro 2
Inversión publicitaria de cerveza en España
Años 1985 1995 2005
Inversión (euros) 2.863.145 13.277.310 79.765.833
Fuente: Infoadex.

veza y del proceso de concentración del sector, del que han surgido las
principales empresas cerveceras actuales y la necesidad de contrarrestar
el fuerte aumento de las importaciones. De hecho, la alta inversión
en publicidad fue considerada como uno de los puntos fuertes de la
industria española para el fortalecimiento de las barreras a la entrada
de nuevos productores extranjeros, que tendían a acceder a nuestro
país mediante la compra de las cervecerías españolas consolidadas.
La incorporación de España a la Unión Europea y la participa-
ción extranjera en el mercado español provocaron una concentración
de fábricas de cerveza y una internacionalización del sector a inicios
del nuevo milenio. En la actualidad, solo seis grupos aúnan la casi
totalidad de la producción de cerveza en España y son responsables
de 115 marcas distintas. Es el caso del Grupo Damm, Mahou San
Miguel, Heineken España, Hijos de Rivera, S.A.U, Cervecera de Ca-
narias S.A y La Zaragozana S.A (MAGRAMA-Cerveceros de España,
2013). Las marcas que aparentemente compiten entre sí a través de
la publicidad, pueden en realidad pertenecer a grupos cerveceros con
intereses financieros comunes. Por ejemplo, la inversión publicitaria
de estos grupos aumentó constantemente de 71.461.990 millones
de euros en 2004 a 79.765.833 en 2005, lo que representa un in-
cremento del 11,6 % (Marketing News.es, 2006). En este sentido,
con la presión de la publicidad se pretende mantener las respectivas
cuotas de mercado de cada empresa.
Se han dado varias razones para explicar la disminución del
consumo registrada en las últimas décadas. Entre ellas, se mencio-
nan las oscilaciones en la llegada de turistas —muchos son grandes
consumidores de cerveza—, las diversas recesiones económicas o
la progresiva preferencia por las bebidas sin alcohol y con bajo
contenido calórico. Respecto a esta última cuestión, las campañas
institucionales contra el consumo alcohol, las leyes que restringen
y gravan la venta y la creciente preocupación por salud y el peso
corporal habrían contribuido exitosamente a este descenso.

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Sin embargo, hay que ser cauteloso en la interpretación de los datos,
ya que varían según las fuentes consultadas. Durante la década de los
noventa el consumo de cerveza fluctuó entre 52 y 58 litros per cápita,
registrando de nuevo un estancamiento en 2001-02 (Cerveceros de Es-
paña, 2008). Aun así, y a pesar de esta disminución, la cerveza continúa
siendo una de las bebidas alcohólicas no espirituosas más consumidas
por los españoles (Martin, 2008), asociada en términos cuantitativos
con la creciente demanda de agua mineral y refrescos. Dentro de las
bebidas alcohólicas fermentadas, el consumo de cerveza superó el del
vino en 1987, y desde entonces esta diferencia no ha parado de incre-
mentarse. Según datos de 2007, mientras que los españoles consumían
58 litros de cerveza per cápita, bebían 22 litros de vino.
Tras la recesión del consumo en la década de los noventa, el
panorama parecía más optimista para el sector productor, favorecido
por las políticas de estabilidad de la producción, la recuperación
económica y el aumento del turismo. Sin embargo, la profunda crisis
iniciada en 2008 ha supuesto un nuevo descenso del consumo en
el sector, especialmente en la restauración, que es donde más cer-
veza se vende, y ni siquiera la llegada masiva de turistas ha logrado
remontarlo (MAGRAMA-Cerveceros de España, 2012). En 2012,
se consumieron en España 47,5 litros per cápita, un 1,5% menos
que en 2011, siendo la hostelería quien más pérdidas ha registrado
desde hace cinco años. En hogares, contrariamente, aumentó el
3,5% en 2012. Dicha tendencia a la baja se ha vuelto a repetir en
2013, alcanzado un consumo de 46,5 litros per cápita. En la misma
dirección, el consumo de vino también ha descendido notablemente,
situándose en los 16,35 litros per cápita en 2013 (MAGRAMA-Cer-
veceros de España, 2012 y 2013).

Tabla 3
Evolución de gasto y consumo de cerveza en España

Años 1987 2007 2011 2013


Gasto hogares 7,6 17,3 20,2 18,01
per cápita (euros)
Consumo cerveza 66,0 58,0 47,5 46,3
per cápita (litros)
Fuente: Martin (2008), Mercasa (2012), MAGRAMA-Cerveceros
de España (2013).

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La cerveza sigue siendo una bebida cuyo mayor consumo se hace
fuera del hogar. En las áreas metropolitanas, donde el número de
establecimientos especializados ha crecido, aparecen consumidores
con mayores conocimientos sobre los tipos de cervezas. Asociada
previamente a las clases populares y consumida principalmente por
los hombres (MAPA, 2001), cuenta ahora con un público cada vez
más diversificado, que incluye a las mujeres, los jóvenes y adultos de
todas las clases sociales. Este público muestra interés por marcas de
diferentes procedencias. Aunque todavía persiste una fuerte regiona-
lización de consumo y una lealtad a la marca, las cervezas importadas
han encontrado poco a poco su lugar en el mercado español. En
2003, la demanda española de cervezas importadas superó el 8%
de la demanda nacional total (MAPA, 2003). En general, esta cálida
recepción se debe a la imagen de calidad que ha sido construida
en torno a estas cervezas. La publicidad ha jugado un papel clave
en la promoción. Los datos confirman el fuerte crecimiento de las
importaciones, procedentes principalmente de la Unión Europea
(Alemania, Holanda, Bélgica, Francia), pero también de Estados
Unidos y México. Una década más tarde, en 2012, las importaciones
totales de cerveza extranjera alcanzan los 3,8 millones de hectolitros,
habiendo aumentado el 16% con respecto al año anterior (MAGRA-
MA-Cerveceros de España, 2013).
Si se analiza la publicidad de cerveza desde la década de 1960 hasta
la actualidad, se puede observar que algunas marcas han perdido poco
a poco su presencia en el espectro comercial (Águila Negra, Estrella
Gijón, La Cruz Blanca), mientras que otras marcas, a menudo impor-
tadas, se han añadido a la cada vez más amplia gama de cervezas. La
publicidad de las últimas décadas refleja la relativa diversificación de la
producción, con el resultado de que cada grupo ofrece un gran número
de diferentes tipos de cerveza, dejando atrás la dicotomía tradicional
de «clara/negra» característica de los años sesenta. En la actualidad,
la cerveza es muy variada. Puede ser especial, pilsen, normal, extra,
oscura, libre de alcohol, lager, ale, ecológica, artesanal, con limón,
té o manzana, entre otras posibilidades.7 Esta aparente diversidad

7. Algunos de estos términos, como pilsen, large o ale, se refieren a las cervezas
que cubren una amplia gama, pudiendo ser de baja o alta fermentación, pálidas,

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de tipos de cerveza está relacionada con el proceso de concentración
industrial de la producción, cuyo resultado ha sido que un mismo
fabricante puede producir muchas marcas y tipos de cerveza. A pesar
de esta diversificación, las preferencias de los consumidores españoles
se centran mayoritariamente en el consumo de cervezas claras.8
La consolidación de consumo de cerveza frente a otras bebidas
fermentadas o espirituosas también ha coincidido con un cambio
en las situaciones sociales asociadas a su consumo. A finales de los
ochenta, la publicidad presenta la cerveza como una bebida para
ser consumida en el ocio nocturno, similar, por tanto, a los com-
binados u otras bebidas alcohólicas: «Cerveza de Día , Copa de
noche» (Voll Damm, 1990) o «Sumérgete en el sabor de la noche»
(Estrella Damm, 1989) son algunos de los eslóganes ilustrativos.
En general, se promueve como una bebida fundamentalmente
social, consumible en cualquier momento: a la hora del almuerzo,
durante el aperitivo, en las celebraciones, entre horas o las salidas
nocturnas. En 2009 el grupo DAMM lanza al mercado Estrella Damm
Inedit, una cerveza patrocinada Ferran Adrià, elaborada mediante
una mezcla de cebada malteada y trigo y aromatizada con especias
(cilantro, piel de naranja y regaliz. Se promociona para acompañar
todo tipo de comidas y su objetivo es competir directamente con el
vino. Otras cervezas no solo se presentan como ideales para estar en
las mesas más cuidadas, sino también como un ingrediente central
en la preparación de recetas (Mahou, 2014).
A pesar de todas estas nuevas posibilidades de consumo, la cre-
ciente preocupación por el peso corporal, la influencia del discurso

a doradas u oscuras, o presentar mayor o menor graduación, así como distintos


sabores. En los últimos años, ha irrumpido en el mercado español la denominada
cerveza artesanal, también conocida como «cerveza premium» o de «autor». Se trata
de cervezas elaboradas por pequeños productores con ingredientes semejantes a las
industriales, con una gama mas amplia de olores y sabores, una producción más
limitada y un precio superior. Según algunas fuentes, suponen entre el 0.3-1%
del mercado total de cerveza en España http://www.lavanguardia.com/estilos-de-
vida/20140418/54405023479/el-boom-de-las-cervezas-artesanas.html.
8. Bajo este término se agrupan diversos tipos de cervezas jóvenes (rubias
claras o doradas) de baja fermentación también conocidas como «lager», las cuales
constituyen el 83% de la cerveza consumida en España (Instituto de Investigaciones
de Opinión DATA, 2002).

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médico sobre los peligros del alcohol para la salud y la presión legal
ejercida sobre los conductores han dado lugar a que la competencia
principal de la cerveza sea ella misma, en su modalidad libre de alco-
hol y baja en calorías. Estas bebida light constituye una alternativa
óptima para la industria de cerveza a juzgar por el crecimiento de
las ventas. En la década de 1990 el consumo de este tipo de cerveza
creció en casi un 50%; hoy supone el 15% del total de cerveza
consumida. España es el país con el mayor porcentaje de consumo
de cerveza sin alcohol en toda la Unión Europea (Cerveceros de
España, 2008 y MAGRAMA y Cerveceros de España, 2012). Otro
ejemplo de la adaptación del sector a las crecientes preocupaciones
por la salud es la elaboración de una cerveza sin gluten apta para
celíacos (DAMM, 2006).

La discursividad en la publicidad de cerveza


La validación social del consumo de alimentos y bebidas proviene
tanto de las características de los productos mismos, que sean cómo-
dos y rápidos de hacer, apetitosos o saludables, como de los discursos
que acompañan a la promoción de estos artículos.9 La comunicación
publicitaria recurre a diferentes mecanismos de persuasión. Puede
ofrecer datos acerca del producto detallando el precio, el valor y el
contenido nutricional, los ingredientes, las aplicaciones y las formas
de usarlo, etcétera. Sin embargo, solo una pequeña proporción de
anuncios de alimentación y bebidas son principalmente informativos.
La mayoría incorpora elementos ornamentales para retener el interés
del consumidor y también la mayoría suministra poca o ninguna in-
formación objetiva acerca del producto, sobre todo cuando el artículo
ya es familiar para el consumidor. A este tipo de publicidad, Leet y
Driggers (1990) la denominan puffery o superficial. Por ejemplo,
numerosos eslóganes de cervezas son inespecíficos y apenas infor-
man de las cualidades del producto, recurriendo a ideas basadas
en deseos, emociones o juegos de palabras: Tu territorio. Ábrete a

9. Barthes (1961), Chârmet (1976), Fieldhouse (1986) y King (1980) han


establecido diferentes tipologías acerca de los principales temas utilizados por la
publicidad alimentaria.

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la emoción (Kronenbourg), Hay que tener estrella (Estrella Dorada),
Vívetela (Skol) o La otra cerveza (Guinness). Estas ideas sirven para
introducir discursivamente todos aquellos imaginarios que contribu-
yen a reafirmar el estatus y los valores materiales y simbólicos de los
productos anunciados. Efectivamente, los mensajes publicitarios no
son más que una suma de discursos dispuestos de forma atractiva y
sin contrariedad aparente. Una vez diseñada la estrategia de marketing
para llevar el producto al mercado, el esfuerzo de los especialistas se
sitúa en codificar mensajes y ubicarlos en el plano multimediático,
eligiendo los canales más apropiados parar difundir las ideas. De este
modo, el lenguaje publicitario —denso, estético, agramatical, retó-
rico— se convierte en el punto clave que ha de permitir, finalmente,
que anunciantes y consumidores se encuentren.
A lo largo de los últimos años, la publicidad de cerveza se ha
articulado por la combinación, al menos, de cuatro discursos predo-
minantes. Estos son el discurso de la tradición-identidad, el estético, el
hedonista y el de la diferenciación social. A pesar de ser sensiblemente
diferentes entre sí, tienen una base en común: recogen cuanto es
significativo para los receptores y no solo transmiten información
referida a consumos, prácticas y valores sobre esta bebida, sino que
ayudan a que la cerveza sea consumida por lo que la publicidad
dice que es.
Veamos esos discursos a partir de algunos ejemplos gráficos. En
un lugar destacado aparece el discurso basado en la tradición e identi-
dad cultural. Se entiende por tradición un concepto amplio referido,

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por un lado, a las palabras e imágenes que vinculan la cerveza con
las labores del campo y la tierra y que identifican la ruralidad con
valores como naturaleza, autenticidad y artesanía. En este discurso se
ensalza el mito de lo rural que evita, a su vez, todo lo que es urbano
e industrial; de modo que las tareas identificables como agrícolas
se convierten en sinónimo de manualidad , esfuerzo y, sobre todo,
conocimiento, frente a la artificialidad, la manipulación y la tecno-
logía de la industria (Bonnain-Moerdyck, 1980 y Atkinson 1980).
Se incorpora también las referencias a las costumbres populares en
materia de comensalía, modales de mesa, celebraciones y rituales
festivos, así como los valores que nos remiten a la identidad colectiva.
Definido así, el discurso de tradición, artesanía e identidad tiene una
presencia importante en la publicidad de cervezas. Por un lado, los
atributos de natural, fresco, del campo o de la tierra son propiedades
que aparecen en la mayoría de casos ya en los años setenta, aunque
aumentan en las décadas siguientes. Precisamente, este incremento
se produce cuando la aplicación técnica y la manipulación industrial
afecta a un mayor número de productos alimentarios. Sin embargo,
en el caso de la cerveza, los únicos referentes a la modernidad y al
progreso tienen que ver con la instalación de nuevas fábricas, sobre
todo en los años sesenta y setenta, o con la aparición del envase de
lata en la década de los ochenta:

• La cervesa d’aquesta terra (Estrella Dorada, Damm, 1976)


• Como es natural, San Miguel se ve luminosa y transparente (San
Miguel, 1978)
• Con sabor tradicional (El Aguila, 1982)
• Sabor de origen (Kronenbourg, 1983 )
• La mayoría de las cervezas empiezan en la fábrica. La nuestra
la empezamos en el campo (Cruzcampo, 1985)
• Saber de cerveza (Cruzcampo, 1990)
• Nuestra tierra, nuestras propias semillas y la naturaleza. Esto es el
principio. Poder disfrutar el sabor de una de las mejores cervezas:
Cruzcampo. Esto es el final. (Cervezas Cruzcampo, 1991)
• La cerveza de aquí que más se vive en todo el mundo (San Mi-
guel, 2004)

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La denominación, el origen, el nombre, el país, pretenden trans-
mitir, en parte, cierta identidad cultural, y reafirmar una posición
en el mercado. A la España nacionalista de los años franquistas, le
sigue la España plural de la democracia, en la que se van a potenciar
el consumo de productos locales e incluso su exportación. Aparece la
idea de la España europea e internacional, que va a tratar de resituar
sus cervezas en el mercado español frente a las presiones de la compe-
tencia de marcas extranjeras y en el mercado mundial. Los ejemplos
en esta línea son frecuentes, destacando la promoción externa del
grupo San Miguel y también entre los turistas que visitan el país:

• Una de las mejores cervezas de Europa (Damm, 1957)


• Los turistas la prefieren (San Miguel, 1960)
• Puedes beber cerveza en cualquier lugar de España y en muchos
del mundo (San Miguel, 1970)
• Con maltería propia. La más moderna de Europa (San Miguel,
1957)
• En cualquier rincón de España y en muchos del extranjero...
(San Miguel, 1970)
• De las más famosas del mundo (San Miguel, 1973)
• The best larger under the sun.
S.M. golfs Club Stewards Promotion (San Miguel, 1987)
• Aqui em Lisboa bebemos S.M
• Hier in Zürich trinken wis auch S. M.
• Ici à Paris, on boit aussi SM
• S.M. La cerveza especial de aquí que más se bebe en Europa.
• Lider en exportación (San Miguel ,1990)
• Estrella, la cerveza de Barcelona (2014, Damm en mercados
extranjeros)

Por su parte, las cervezas de origen extranjero, aunque se intro-


ducen en nuestro país asociadas a los principales grupos estatales,
también remarcan su procedencia, dado la buena aceptación y el
posicionamiento positivo de estas marcas entre el público local:

• Una holandesa muy fresca (Heineken, 1982)


• La cerveza holandesa que no cambiará por nada del mundo
(Amstel Beer, 1986)

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• Una alemana de cuerpo entero (Henninger, 1987)
• A veces, un silencio vale más que mil palabras. Calsberg,
posiblemente la mejor cerveza del mundo (Calsberg, 1988)
• No seas tímido. Pídela (Guinness, 1990)

Damm recuerda que su cerveza AK Damm está hecha con lúpulo


de la región alemana de Hallertau y que representa el puro y suave
carácter alsaciano (Damm, 2001). Muchas veces no se alude a la
procedencia extranjera directamente sino a través de imágenes y
personajes que remiten a Holanda, México, EE UU, Alemania o
Dinamarca. Una campaña de Budweiser fue protagonizada por jó-
venes de diferentes orígenes étnicos hablando inglés y con actitudes
que recordaban las teleseries americanas donde esta cerveza aparece
como patrocinadora. En otras ocasiones, sorprende la elección del
nombre de las marcas que, aún siendo de producción estatal, recurren
a términos de lenguas del norte europeo. Es el caso de Alderbrau (El
Aguila) o de Woll-Damm, Edel, Malz Bier o A.K.Damm (SA Damm).
Destacan que su elaboración es cuidadosa, que se hace a partir de
procedimientos tradicionales y laboriosos y con ingredientes obte-
nidos de la naturaleza. Las imágenes de semillas de cebada, campos
verdes y dorados llenos de sol y luz o del agricultor que siembra y
cuida este cereal refuerzan la idea del trabajo hecho «como siem-
pre», del saber hacer y la dedicación. Por este motivo, también, el
transcurso del tiempo se valora considerablemente como muestra
de solera y calidad:

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• Desde 1876. Una de las mejores cervezas de Europa
Ya era buena hace 100 años. (Damm, 1976)
• Cincuenta años dando caña (Turia, 1983)
• 125 Aniversario Damm
La mejor manera de rendir homenaje a nuestro fundador
—August Kuentzmann Damm— es recuperar su Método Origi-
nal...
A.K es posible gracias... a una rigurosa selección de ingredientes
y a la lenta maduración en bodega (Damm, 2001)

La relación entre lo natural/tradicional y lo saludable aparece en


numerosas ocasiones y sirve para introducir otra línea argumental
poco o nada utilizada en los anuncios: el discurso nutricional. La razón
es la dificultad que entraña hoy relacionar el consumo de alcohol y la
salud. No obstante, algunas de las cervezas etiquetadas «sin alcohol»
se asocian a situaciones que refuerzan a menudo indirectamente estos
valores, incluso, a pesar de que hasta hace muy poco tiempo dichas
bebidas incorporaban algo de alcohol. Los ejemplos más significativos
son Malz Bier, Cruzcampo Sport o San Miguel Sin Alcohol, cuyos
ejes comunicativos se vinculan al aspecto físico, al éxito social y pro-
fesional, a la vida sana o al flirteo, de tal forma que consumirlas acaba
equiparándose con una forma o estilo de vida donde el cuidado de
sí mismo es central. Consecuentemente, el discurso estético también
tiene cabida. La cerveza sin o light se promociona como aquella bebida
que permite conseguir o mantener un cuerpo joven y delgado por su
escaso valor calórico, sin afectar a su sabor:

• La única «sin» con auténtico sabor a cerveza (Malz Bier,


1989)
• El sabor sin más (Buckler Sin, 1990)
• «Yo no renuncio al sabor de la cerveza»
Marta Gil. 23 años
Estudiante de biología
Le encanta la música y el deporte
Practica el jazz tres días por semana
MALZ BIER SIN
Y no renuncies al sabor de la cerveza.
(Damm, 1990)

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• Menos calorías. Más Sport.
La «cerveza light», es cada día más, la bebida favorita
De la gente de hoy en todo el mundo. Por eso, Cruzcampo
Sport
Tiene un 40% de calorías menos que una cerveza clásica, con-
servando todo el sabor de una elaboración cuidada y rigurosa.
(Cruzcampo, 1990)

Por su composición exenta de alcohol, este tipo de bebida se asocia


frecuentemente con la práctica deportiva (vela, golf, tenis, fútbol):

• Doble goce deportivo


El juego cobra mayor emoción, entre trago y trago de la incom-
parable cerveza S.Miguel.
Anima, refresca y comporta.
(San Miguel, 1960)
• Viento en popa, a toda Keler
En tus mejores momentos
(Keler, 1987)

Si la preferencia por delgadez corporal se incrementa irrever-


siblemente desde el siglo pasado, también se acentúa la preocu-
pación por los efectos sobre la salud del consumo de alcohol. No

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debe extrañar que cuando esta bebida pueda producirse sin alcohol, y
por tanto supuestamente sin «riesgo», la publicidad insista en promo-
cionar esta ventaja. La campaña de la cerveza San Miguel Sin Alcohol
la refuerza ayudándose de tres tiempos en los que siempre se aconseja
evitar el consumo de alcohol: durante el embarazo, la conducción
de vehículos y la jornada laboral. San Miguel muestra, simulando
las formas redondas de los 0,0 grados de alcohol de su cerveza, dos
enormes barrigas en un estado adelantado de gestación, dos faros de
un coche en marcha circulando de noche, y dos cascos amarillos de
dos trabajadores de la construcción:

• Una San Miguel, otra.


San Miguel. 0,0. Auténtica 0,0 sin alcohol
(San Miguel, 2001)
• Tu cuerpo te pide auténtica 0,0% (San Miguel, 2007)

Los cambios habidos respecto al público objetivo o sobre


la bondad o perjuicio de esta bebida son muy significativos. En
la década los años sesenta, la cerveza se publicita como la «bebida que
alimenta» y se promueve un consumo para toda la familia, incluidos
los niños. Entonces, también el vino se promocionaba como una
bebida «nacional, habitual y saludable» (Gracia, 1997). Más tarde,
algunos anuncios recalcan que «quita la sed» (Dry 100, 1989) e
incluso patrocina actividades en pro de la salud, como el anuncio de
Damm que colabora en la campaña contra el cáncer en los sesenta.
En este sentido, los significados atribuidos al consumo de la cerveza
son ambivalentes. En tanto que bebida alcohólica, comparte un uso
social con otras bebidas del mismo orden, a pesar de que su baja
graduación y su composición la diferencian del whisky, del ron o de
la ginebra, por ejemplo. La cerveza es una de las bebidas elegida por
los jóvenes para iniciarse en el consumo de alcohol, dado que tiene
un sabor menos fuerte que las bebidas de alta graduación. Su precio
más asequible y la menor censura social han favorecido mensajes que
aluden a la función integrativa del alcohol, así como la función de
distinción social referida por ciertas marcas, a menudo extranjeras,
como Budweiser, Calsberg o Coronitas. Sin embargo, en la actuali-
dad, ningún publicista se atrevería a utilizar los conceptos de bebida
sana-nutritiva o de bebida iniciática como ejes comunicativos de

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sus campañas. La cerveza no es consumida principalmente por su
valor nutricional, aunque lo tenga,10 y como bebida alcohólica que
es comparte el estigma que acompaña a las sustancias con efectos
negativos en la salud. Ni siquiera la cerveza light se ha promocionado
abiertamente como saludable. Solo lo ha hecho de forma comedida
cuando la tecnología industrial ha conseguido suprimir el «riesgo»,
es decir, la presencia del alcohol.
Esta re-significación coincide con el establecimiento de me-
didas legales a finales de los ochenta y con la prohibición de usar
determinados argumentos en los medios de comunicación. En un
país con un índice de consumo de alcohol elevado,11 las normas
reguladoras de los medios de mayor audiencia, como la televisión,
imponen restricciones atendiendo a las franjas horarias y a la gra-
duación de la bebida. Si hasta entonces el consumo de alcohol se
había vinculado con la evasión, la diversión, el placer, el éxito o la
masculinidad («Soberano, es cosa de hombres», eslogan de una de
marca de brandy en los sesenta y setenta), a partir de esos momentos
se prohíben los mensajes que den entender que el alcohol potencia
la superación personal o la elusión de responsabilidad. Es más, a
principios del nuevo siglo, la asociación que agrupa a los fabrican-
tes más importantes del sector, Cerveceros de España, se convierte
en promotora de campañas educativas para advertir del perjuicio
del consumo excesivo de cerveza y fomentar la responsabilidad al
volante: «Un dedo de espuma, dos dedos de frente» (2003).

10. Que no se promocione abiertamente como una bebida saludable no significa,


sin embargo, que la cerveza no lo sea, a tenor de las últimas evidencias, según las
cuales, su consumo moderado tiene efectos protectores sobre la salud; unos efectos
que aumentan con la edad y en especial en relación con las enfermedades del apa-
rato circulatorio. Además, diferentes componentes de la cerveza confieren un valor
nutricional añadido a la dieta que supone una clara diferenciación positiva frente a
otras bebidas alcohólicas, en especial las destiladas (Romeo et al., 2006).
11. La Encuesta Domiciliaria sobre Alcohol y otras drogas 2011-2012 señala
que el alcohol sigue siendo la sustancia psicoactiva más consumida en España. Un
10,2% de personas consumo alcohol a diario, y de estas, el 4,4% son reconocidos
como bebedores de riesgo, y aunque las cifras han descendido ligeramente respecto
al año anterior, asciende el consumo de alcohol en forma de atracón (binge drin-
king). Información disponible en: http://www.pnsd.msc.es/Categoria2/observa/
estudios/home.htm.

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Aún así, el discurso de base hedonista sigue siendo muy recurren-
te. En torno a este, se incluyen ejes argumentales muy concretos. Se
trata de aquellas referencias que aluden a la obtención de placer como
fin, ya sea físico o psicológico, a través del consumo del producto
propuesto. Por un lado, aparecen aquí los anuncios referentes al gusto
y el sabor. Este tema se muestra de una forma más o menos constante
a lo largo de estas décadas en tanto que, en principio, y aunque los
gustos puedan ser social e individualmente muy variables, la mayoría
de los artículos alimentarios, y la cerveza no es una excepción, deben
de satisfacer en alguna medida el paladar, tener buen gusto o estar
buenos. A lo largo de todo este periodo la referencia al sabor es una
constante en la publicidad de cerveza:

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• El sabor de su ambiente (Adlebrau, 1985)
• El gusto de la gente (El Águila, 1986)
• Desborda el sabor (Cruzcampo, 1989)
• El doble sabor de la cerveza (Damm, 1989)
• Tan buena por dentro... que solo podemos mejorarla por fuera
(Mahou, 1989)
• Cerveza con cuerpo (Henninger, 1990)
• El sabor de siempre (Mahou, 1990)
• Y no renuncies al sabor de la cerveza (Malz-Bier Sin, 1990)

Destacar los aspectos organolépticos es un recurso muy habi-


tual. La cerveza se consume porque refresca, calma la sed, reconforta,
gusta…:

• Skol llegó para Ud. Cerveza viva, burbujeante (Skol, 1960)


• Le dan aroma y bouquet las cebadas cerveceras seleccionadas...
(San Miguel, ‘60)
• Porque su transparencia, sabor y aromas son incomparables (San
Miguel, 1960)
• La primera para su sed... Las siguientes para su placer (San
Miguel, 1966)
• San Miguel se ve luminosa y transparente (San Miguel, 1967)

No obstante, hay otro tipo de argumentos hedonistas que se


repiten constantemente y que no tienen que ver con el gusto o sabor.
Se trata de los valores asociados al bienestar, placer o éxito, incluso a
pesar de la actual control sobre ciertas ideas. Existen, a su vez, otros
ejes argumentales, como el estético o el de la diferenciación social que
también tienen una constante hedonista: tener un cuerpo perfecto
para estar satisfecho consigo mismo o ser el único, el mejor para
sentirse bien. Una cuestión a considerar es la evolución ascendente
del recurso hedonista. A medida que se acerca el final del siglo XX se
utiliza con más frecuencia, de manera que mientras que los motivos
relacionados con el gusto se mantienen, las nociones más abstractas
y subjetivas relacionadas con la obtención de placer, sentirse bien y
ser feliz, se incrementan:

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• Vívetela (Skol, 1985)
• Tu cuerpo te la aplaudirá (Cruzcampo, 1985)
• La cerveza que te pone bien (Ambar, 1988)
• Te pone buen cuerpo ( Henninger, 1988)
• Abrete a la emoción (Kronenbourg, 1988)
• El placer hecho cerveza (Tropical, 1990)

En este sentido, la cerveza se ha relacionado con frecuencia a los


momentos de ocio y al periodo de descanso que, en nuestro país,
se traduce, si tenemos en cuenta que el consumo de esta bebida
presenta una estacionalidad muy marcada en los meses de verano,
con las salidas a la playa o al campo:

• Para disfrutar mejor de la vida familiar (San Miguel, 1960)


• Días de campo y playa
• Estos alegres días de tertulia en el campo y en las playas,
• De excursiones e improvisadas fiestas... (San Miguel, 1966)
• Sí, sí, sí. San Miguel. Vive San Miguel. Bien fría. (San Miguel,
1987)

Cuestionando esta marcada estacionalidad y constatando un


cambio significativo en los usos y situaciones asociadas al consumo
de cerveza, se intenta promocionar también como una bebida apta

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para todo el año, para cualquier hora del día, incluyendo la noche,
y para todas las ocasiones, especialmente aquellas que entrañan
compañía y tiempo libre:

• La fiesta de siempre con nueva alegría (San Miguel, 1960)


• Hay cervezas de verano y San Miguel para todo el año (San
Miguel, 1973)
• Para tener buenos amigos hay que tener estrella (1984)
• Levante el aperitivo (Estrella de Levante, 1986)
• Levante la fiesta (Estrella de Levante, 1986)
• Te hace amar la cerveza (Heineken, 1985)
• Toma Woll-Damm. Cerveza de día, copa de noche (Damm,
1987)
• Tan especial que hay que compartirla (Adlerbrau, 1987)
• Cerveza de un lugar llamado mundo (San Miguel, 2010)

Otro aspecto que vincula las bebidas alcohólicas con el hedonis-


mo es la alusión al placer sexual, unas veces más evidente que otras y,
normalmente, favoreciendo el punto de vista masculino. Los ejemplos
de sexismo son muy abundantes en este tipo de anuncios durante todo
el período analizado. Así, Epidor/Moritz comparaba en los sesenta la
cerveza con las mujeres y sus aptitudes físicas, dándole al hombre la
opción de elegir entre una de ellas o disfrutar de ambas:

• Lo primero es... Cervezas Moritz (‘60 Moritz)


• Una negra y una rubia que quitan... la sed (le esperan en el bar
próximo) (Moritz, 1972)
• Eres tentadora, rubia y fresca! No te puedo evitar: soy Epidor...
(Epidor, 1973)

Numerosos anuncios continúan remarcando ideas similares,


aunque ahora las mujeres también aparecen como consumido-
ras. Sin embargo, son frecuentes las imágenes que las presentan
como meros objetos de cosumo, o con cualidades comparables a
la bebida:

• Te hace amar la cerveza (Heineken, 1985)


• ¿Buscas algo? Shandy. Lo que buscabas (Cruzcampo, 1987)

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• Los hombres sabemos lo que nos gusta (Amstel, 2011)
• Guiness, share one with a friend… or two (2011)

Finalmente, se debe incluir en esta clasificación el discurso


de la diferenciación. Incluye aquellos argumentos basados en la
expresión de factores diferenciales en relación con la clase social, el
saber-hacer y el origen cultural. De este discurso, que aparece con
relativa frecuencia en la promoción de cerveza, interesa destacar
su carácter paradójico. Aunque sabemos que la cerveza la cerveza
es un producto de gran consumo destinado a la mayor parte de la
población adulta, a menudo se pretende identificar como un ar-
tículo distintivo, asociándola a una procedencia/lugar prestigioso,
destacando su cuidado proceso de elaboración o vinculándola a la
cocina de los grandes chefs. En otras ocasiones, se trata de vincular
dichos productos con las élites a fin de estimular la imitación y
la diferencia a través del consumo. En otras ocasiones, se trata de
destacar solo el valor superlativo de lo único, de lo mejor, de lo
más vendido:

• Pocas veces en la vida se descubre algo extra. Munich es la nueva


cerveza extra de Skol. Auténticamente extra. Genuinamente inter-
nacional. Una de las pocas cosas realmente extra que aún pueden
encontrarse en la vida. La cerveza extra de Skol (Skol ‘80)
• Una clase de cerveza (San Miguel, 1981)
• La pide quien sabe de cerveza (Kronenbourg, 1984)
• Un sabor de 5 Estrellas (Mahou 5 Estrellas, 1986)
• Posiblemente, la mejor cerveza del mundo (1987)
• Por encima de las estrellas (San Miguel, 1988)
• La certeza (Skol, 1988)

La mayoría de los mensajes se refieren a la calidad del producto


de forma expresa, destacando el proceso de elaboración y la excelencia
del producto final. El eje basado en la diferencia pretende transmitir
al público la garantía de que los fabricantes siempre trabajan con los
mejores ingredientes y aplican las mejores técnicas para obtener los
mejores productos:

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• Los mejores lúpulos obtenibles en el mercado nacional, su madu-
rez perfecta y un largo reposo. San Miguel. Un nombre de calidad
y la suprema calidad de la cerveza (San Miguel, 1957)
• Calidad y fama mundial (San Miguel, 1960)
• Sabor de hoy... calidad de siempre (San Miguel, 1965).
• Tu cerveza en alta fidelidad (San Miguel, 1981)
• La cerveza española de calidad (Alderbrau, 1987)

Algunas marcas aluden a su reconocida procedencia o a los


premios obtenidos, otras dicen haber sido elaboradas por verdade-
ros gourmets, otras se asocian metafóricamente a símbolos que en
nuestra cultura tienen cierto prestigio, como las obras de arte o las
joyas. También se recurre al francés, al inglés o alemán para reforzar
esta diferencia:

• Desde 1876. Cerveza Damm. Premiada con Gran Premio en


la Exposición de París, Génova... Damm una de las mejores
cervezas de Europa. (Damm, 1957)
• Coupe d’or du bon goût français. Concedida a San Miguel...
por la alta calidad de su cerveza. (San Miguel, 1966)
• Piensa en verde. Tú de mi te acordarás (Heineken, 2001)

Artesanía, calidad, compañía, sabor, responsabilidad… son


algunos de los reclamos más utilizados a lo largo de estos años
por la industria cervecera española. El análisis etnográfico de la
publicidad muestra que los mensajes publicitarios son algo más que
la suma de discursos atractivamente entrelazados: cuentan historias
sobre las cosas, los sujetos y los contextos y sus transformaciones.
Se puede sostener, entonces, que la publicidad valida a través de sus
estrategias, ciertas prácticas alimentarias y que refleja, además, las
transformaciones de las condiciones de producción, las formas de
consumo y la vida social. El hecho de que los temas utilizados en los
anuncios de cerveza varíen según las circunstancias socioeconómicas
y culturales y se constituyan con los elementos mismos de estas cir-
cunstancias hace pensar que, aunque trabaja con representaciones
y modelos a menudo idealizados, se vincula con lo real, principal-
mente «se nutre» de lo real. Los anuncios establecen una relación
entre contexto representado —aquel que se muestra en el anuncio

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fruto de la combinación de situaciones reales e imaginadas— y
contexto real —aquel que se refiere a situaciones cotidianas objeti-
vables— que hace preguntarnos hasta qué punto la caracterización
social del producto coincide o es independiente del uso y el valor
que la gente le otorga. La publicidad sanciona cambios conjugando
discursos múltiples que favorecen una sustitución y/o alternancia
en el consumo de ciertos productos.
Se ha visto aquí que, efectivamente, la discursividad a la que
recurren las estrategias de marketing mediante el uso de la pu-
blicidad se construye estrechamenete vinculada con la evolución
del mercado cervecero español e internacional y con los usos y
representaciones que los consumidores van confiriendo a este pro-
ducto. Los anuncios de los últimos años presentan una tendencia
a correlacionar temas distintos -tradición, identidad, hedonismo,
diferenciación y salud- en un mismo reclamo, lo que confirma la
idea de que, cada vez más, los mensajes publicitarios son una suma
de discursos que absorben y reinterpretan todo aquello que puede
ser coyuntural o estructuralmente significativo para los consumi-
dores. Cervezas light, sin alcohol, extra, especial o negra, ecológica,
artesanal… tanto da; todas son una suma de virtudes —de calidad,
naturales, exquisitas, refrescantes, estimulantes…— y todas acaban
siendo para quienes las beben aquello que, finalmente, los anuncios
dicen que son. Es así, también, como el marketing publicitario,
esa habilidad y conocimiento técnico que denomina, identifica y
posiciona las mercancías que circulan por el mercado, logra hacer
realidad su objetivo principal: vincular negocio y cultura a fin de
introducir y mantener las cervezas en los lineales de los centros
distribuidores y, especialmente, en la cesta de los consumidores.

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SEGUNDA PARTE
ALIMENTACIÓN, TRABAJO
Y GÉNERO

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III. DE NUTRIDORAS, COCINERAS
Y OTRAS TAREAS DOMÉSTICAS*

Si, como hemos afirmado en la introducción de este libro, comemos lo


que somos asumiendo con ello que la alimentación está determinada,
a su vez, por nuestra caracterización biológica y psicosocial, un modo
excepcional de dar cuenta de la centralidad de los constreñimientos
culturales en las prácticas alimentarias es preguntándose acerca de las
personas que llevan a cabo las principales actividades alimentarias
en los grupos domésticos y cómo han influido, particularmente en
la sociedad española, las transformaciones sociales, económicas y
políticas sucedidas en las últimas décadas.
El aumento de la presencia de las mujeres en el mercado de
trabajo remunerado a partir de la segunda mitad del siglo pasado es
uno de los cambios más importantes de la historia reciente que ha
comportado, también, la visibilización de un conjunto de actividades
y saberes transcendentales que han hecho posible la reproducción físi-
ca y social de las sociedades industrializadas, conocidos formalmente
como trabajo doméstico y de cuidados (Torns y Recio, 2013). Dichas
actividades tienen como escenario físico y simbólico no solo el hogar o
ámbito domestico (y las extensiones especiales que se derivan) sino la
familia, y cumplen con el objetivo de facilitar la disponibilidad laboral
de los adultos masculinos, en particular, y del bienestar cotidiano a los
miembros del núcleo familiar, en general. Las tareas incluyen com-

*Una aproximación reciente a esta temática se recoge en Gracia-Arnaiz


(2014).

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pra, limpieza, cocina, atención y cuidado de los pequeños y personas
dependientes, así como las actividades relacionadas con la gestión y
organización del grupo doméstico, entre otras (Murcott, 1983). Los
saberes y habilidades vinculadas al trabajo doméstico y los cuidados,
entre los que está la alimentación, han permito nombrar, contar y
facilitar el reconocimiento de las aportaciones de las mujeres al trabajo
y la vida económica. Asimismo, dan cuenta de las desigualdades que
afectan a las mujeres en relación con los hombres, tanto en el mercado
de trabajo como en la vida cotidiana.
Con frecuencia, pero no siempre con razón, el aumento de la
presencia de las mujeres en el mercado laboral, y especialmente
de las mujeres casadas, ha servido para explicar las principales
transformaciones de la alimentación cotidiana (Gracia, 1996) y,
a menudo, se ha utilizado para justificar el empeoramiento de los
hábitos alimentarios de los españoles, al relacionar, mecánicamente,
la mayor ausencia de las mujeres en el hogar con la desestructura-
ción de la alimentación familiar y la pérdida de conocimientos y
habilidades culinarias. En este capítulo se ilustra la complejidad
y el alcance de dichos cambios y el papel que en ellos han jugado
otros factores tanto o más determinantes como las innovaciones
tecnológicas y el uso social del tiempo.

Alimentación, cultura y género


Estudios socio-antropológicos han puesto de manifiesto que en
numerosas culturas las relaciones de género e identidad se cons-
truyen, en parte, en torno a actividades centradas en la alimen-
tación, en tanto que estas estructuran la organización social y el
sistema económico-político e ideológico (Moore, 1991). Así por
ejemplo, entre hombres y mujeres de muchas culturas, la relación
que establecen con los alimentos constituye tanto un signo de
diferenciación como un canal de conexión. Entre los culina de
la Amazonía suroccidental, hombres y mujeres establecen iden-
tidades distintivas, e interdependencia socioeconómica a través
de la producción y distribución de alimentos. Una clara división
sexual del trabajo sitúa a las mujeres en las tareas agrícolas y a los
hombres en la caza. Los sexos son identificados con los diferentes
productos de su trabajo, las mujeres con los vegetales y los hombres

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con la carne, mientras que el matrimonio implica intercambios
recíprocos de «comida por comida»: carne por productos cultivados
(Pollock, 1998). Del mismo modo, estos trabajos confirman que
el control de la producción, distribución, preparación y consumo
de alimentos contribuye, de diferentes maneras, a definir el poder
social y la posición que hombres y mujeres tienen en cada sociedad
(Counihan, 1999). En Japón, Allison demuestra (2013) como las
madres, mediante la meticulosa preparación del almuerzo para sus
hijos, reproducen la ideología dominante del estado: diariamente,
las madres deben hacer una comida saludable y placentera y los
niños, en compañía del resto de compañeros, comérsela en su
totalidad bajo la mirada vigilante de la institución educativa. En
numerosos países, los datos sobre la distribución alimentaria in-
trafamiliar, especialmente entre las clases bajas, va claramente en
perjuicio de las mujeres, las cuales en situaciones de dificultades en
el acceso y disponibilidad de comida acostumbran a comer menos
(Dufour et al., 1997). De hecho, la subnutrición de mujeres y
niños en la historia de la clase obrera europea ha sido recurrente
hasta hace escasas décadas (Carrasco, 1992: 21).
Las mujeres han sido y son, etnográfica e históricamente, si
exceptuamos aquellas que forman parte de los grupos de elite en
las sociedades diferenciadas, las personas responsables de la alimen-
tación cotidiana, especialmente en relación con las tareas de apro-
visionamiento y preparación de las comidas familiares (Murdock
y Provost, 1973). Respecto a la tarea de cocinar, Mennell (1985)
demuestra que, en la mayoría de culturas y a través del tiempo,
las mujeres se asocian a la cocina doméstica diaria, mientras que,
en las sociedades donde aparece una cocina diferenciada, el rol
del cocinero —el chef— es masculino. Del mismo modo, Goody
(1995) argumenta que, ya en tiempos de la hegemonía egipcia, los
hombres utilizaban las recetas cotidianas practicadas diariamente
por las mujeres en sus grupos domésticos para conformar la cocina
cortesana, caracterizada por un reconocimiento social que nada
tenía que ver con el adscrito al trabajo alimentario diario. En los
estados y cortes euroasiáticas, la diferencia entre la gran y pequeña
cocina tendía a confundirse con la cocina masculina y la cocina
femenina, respectivamente. De este modo, mientras que en estos
contextos los hombres son chefs, las mujeres son cocineras. En la

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actualidad, algunos de los célebres TV shows de cocina emitidos en
todo el mundo refuerzan una idea de masculinidad hegemónica
y unívoca construida sobre la base de tres elementos esenciales
—poder, autoridad y posesión— que deben ser mostrados por
los cocineros en el ejercicio de su actividad profesional. A su vez,
las mujeres que quieren convertirse en chefs y que su cocina sea
reconocida socialmente deben «masculinizar» su trabajo, incor-
porando estos tres elementos (Holden, 2013).

La cocina doméstica: ¿un trabajo de mujeres?


Aunque esta dicotomía entre una cocina diaria, normalmente hecha
por mujeres, y una cocina especializada, a menudo a cargo de hom-
bres, sirve primeramente para cuestionar la naturalización de ciertas
atribuciones sociales, la responsabilidad femenina de la alimentación
cotidiana tiene que ver con lo que se considera una adscripción
de facto de los trabajos de la casa a las mujeres y, en particular, del
cuidado físico y emocional de los miembros del grupo. Mennell
et al. (1992) convienen que, en la división del trabajo doméstico
de las sociedades industrializadas, la alimentación cubre múltiples
actividades, tales como la producción, el aprovisionamiento y las
compras, el almacenaje y la conservación, la preparación y el coci-
nado, el servicio y el lavado/recogida de utensilios, el reciclaje de las
sobras, así como quehaceres de horticultura, préstamos e intercam-
bios. Responden, asimismo, a actividades menos obvias —que no
menos importantes— como el control de calidad, la cronometrado
de las tareas o la satisfacción entre cliente (consumidor) y trabajador
(ejecutor de obligaciones). Por ese motivo, estas actividades, junto
con otras diarias (la colada, el cuidado de niños y mayores, el fregar,
etcétera) constituyen una verdadera ocupación, además de un trabajo
productivo. La idea por la cual estas sociedades empiezan a pensar
en términos de los dos roles de las mujeres (trabajo doméstico y
extradoméstico) da paso a un reconocimiento de la doble carga que
sobrellevan muchas de ellas. De hecho, numerosas mujeres conti-
núan asumiendo la responsabilidad de la adquisición y preparación
de las comidas domésticas aun siendo asalariadas a tiempo completo
(Pedrero, 2002). Es más, en contextos rurales donde los hombres
emigran a las grandes ciudades en busca de trabajo asalariado y las
mujeres permanecen en la comunidad, estas no solo se quedan a

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cargo de las actividades agrícolas que ellos hacían, sino que son las
receptoras de los programas de soporte y activación económica de
las organizaciones civiles y del estado, cuyo seguimiento y ejecución
acostumbra a constituir una tercera carga o tercer trabajo (Peréz-Gil
y Gracia, 2013).
Es cierto que los contenidos de las tareas del hogar se han trans-
formado sustancialmente en las últimas décadas. Capatti (1989)
relaciona la delegación de ciertos roles femeninos respecto del hecho
alimentario doméstico con la emergencia de las grandes ciudades.
Según él, el rol de la cocinera empieza a cuestionarse en beneficio
del restaurador a inicios del siglo XX, cuando la ciudad-metrópoli
modifica el apetito urbano al mismo tiempo que la oferta restau-
radora se amplía cada vez a más personas, primeramente hombres,
cuya actividad se hace lejos del grupo doméstico. La imagen de la
familia reunida en torno a la mesa se sustituye o se alterna con una
comensalidad con colegas, compañeros de trabajo o de escuela.
Capatti habla de un intercambio de roles (mujer versus restauración
e industria) para comprender la modernidad culinaria. Compara
la estructuración en referencia a los menús, recetas, comensalidad
familiar —solo interrumpida según él cuando el ama de casa se
pone enferma o la asistenta se indispone— con el comportamiento
improvisado del hombre que vive independiente, propenso al uso de
conservas y platos precocinados y que busca las habilidades culinarias
atribuidas a las mujeres y su servicio en la industria alimentaria y la
convierte en su compañera fiel.
Sin embargo, hay que ser prudente al generalizar. No todas las
mujeres asumen responsabilidades en la alimentación cotidiana,
ni todas las delegan o comparten tan rápido como plantea Capatti
(1989). La repercusión de las transformaciones socioeconómicas y
tecnológicas les afecta de forma diferente, dadas las diferencias so-
ciales entre ellas, muy notables según la clase social, el origen étnico
y la edad (Moore, 1991) y el tipo de ocupación o nivel de estudios
(Hupkens, 2000). Las mujeres no son una clase homogénea, ni
intra ni interculturalmente, y los contenidos de su responsabilidad
se ven afectados por estas variables. Un estudio significativo en esta
línea es el de Van Otterloo y Van Ogtrop (en Mennell et al., 1992).
Las autoras evalúan las diferencias entre creencias y prácticas de
madres de niños holandeses de educación primaria, pertenecientes

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a tres clases sociales diferentes, y concluyen que ciertas actitudes de
las mujeres respecto de la alimentación dependen de la posición
estructural que ocupan en la sociedad. En los resultados, aparece
que aquello que se entiende por comida «buena» (aceptable y ape-
tecible), gustos, imagen y control del cuerpo, forma parte de un
complejo diferenciado de sentimientos y actitudes hacia la comida
que muestran un sutil rango de variaciones de acuerdo con la clase
social. Por ejemplo, las madres pertenecientes a estratos altos pare-
cen imponer unas normas más estrictas en la mesa familiar que las
madres de estratos más bajos.
En relación con los contenidos del trabajo alimentario cotidiano,
y entendiéndolos como un conjunto de actividades que expresan
la desigualdad entre géneros en la esfera doméstica, Kerr y Charles
(1986) sugieren que uno de los aspectos más importantes ofrecidos
por las mujeres en la ejecución de estas tareas es el servicio: ellas acos-
tumbran a servir, y ellos a ser servidos. Se trata de una característica
cualitativa que se hace más evidente en las fases de la preparación y
presentación de la comida. El servicio también puede variar su estilo
y forma según la clase social y la edad de las personas responsables
de la alimentación, desde delegarlo a cocineros y criadas, entre los
estratos más altos, hasta compartirlo paritariamente entre las parejas
más jóvenes.
Por otro lado, el hecho de que, en la mayoría de sociedades, las
mujeres se responsabilicen del aprovisionamiento, preparación y ser-
vicio de los alimentos, tampoco significa que determinados aspectos
de esta actividad no sean asumidos o desempeñados por hombres,
quienes, a su vez, participan de los valores, gustos y prácticas ali-
mentarias transmitidos y adquiridos en el grupo doméstico. Diversos
estudios ilustran que la producción, transformación y preparación
de los alimentos son tareas hechas también por hombres (Lepwsky,
1994; Hewlett, 1991) . En diferentes sociedades, los varones pueden
participar en alguna de las fases que preceden al cocinado e, incluso,
en el cocinado mismo. Sin ir más lejos, en las sociedades populares o
gastronómicas vascas habitualmente son ellos quienes cocinan para
amigos o familiares (Medina, 2005).

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Cocinar hoy: tecnología, tiempo y servicio
Junto a los procesos de urbanización, terciarización de la econo-
mía e industrialización del sistema alimentario fomentados desde
la segunda mitad del siglo pasado, la progresiva introducción de
nuevas tecnologías en el ámbito doméstico, así como también
el hecho de que las mujeres se hayan incorporado de forma ge-
neralizada al mercado de trabajo o prolonguen su participación
en el mismo más allá del matrimonio o de la maternidad, ha
servido para definir las características que definen las prácticas
alimentarias contemporáneas (Goodman y Redclif, 1991). En
la alimentación, dichos cambios llevan a la transformación del
equipamiento doméstico-culinario, la proliferación de comidas
rápidas o de conveniencia, la ampliación de la oferta restauradora
comercial y colectiva, la concentración espacial y temporal de las
compras o la formalización de otros elementos de apoyo como la
asistencia doméstica (Gracia, 2009).
Entre las novedades más recientes, se encuentra la progresiva in-
corporación a la cesta de la compra de productos alimentarios rápidos
y fáciles de preparar, cuya principal característica es ofrecer servicio.
Los artículos ofertados incorporan el entretenimiento y la laboriosidad
de las fases de preparación de los platos y limpieza de la cocina, son
«alimentos-servicio» que ahorran trabajo y tiempo (Fischler, 1995), a
la vez que permiten eludir los aspectos más sucios o pesados del trata-
miento de las materias primas (lavar, pelar, cortar, triturar…). En este
sentido, los alimentos listos para consumir evitan los trabajos culinarios
menos cualificados y, si se quiere, también los especializados.
Ahora bien, de acuerdo con Contreras (1993), cuando las mujeres
adquieren un alimento-servicio, como la «ensaladilla rusa» congelada,
normalmente no están comprando solo un plato preparado listo para
comer, sino el tiempo y el esfuerzo que necesitan para otros trabajos. .
En este sentido, la incorporación de la tecnología en el espacio culina-
rio solo ha proporcionado un ambiguo y parcial desahogo de la doble
o triple carga asumida por las mujeres. Diferentes investigaciones
demuestran que el aligeramiento de las cargas domésticas originado
por la revolución tecnológica perpetúa su capacidad para soportar
los demás compromisos, sean remunerados o no (Counihan, 1999).
Por tanto, el sistema las «libera» para que dediquen su tiempo a otros
trabajos fuera y dentro de casa. Murcott (1983) prefiere mantener la

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idea de que los avances en la cocina doméstica tanto simplifican como
complican los trabajos femeninos pero no los anulan.
Esta matización es importante. Las mujeres —madres, esposas…
— que se ocupan además de otras tareas extradomésticas remuneradas
no abandonan la cocina porque la tecnología y la industria hayan
tomado el relevo (Gracia, 2009). Esta es una falsa idea desde hace
décadas. Los alimentos procesados industrialmente pueden ahorrar
tiempo o tareas pesadas, pero las cocineras actuales deben saber más
acerca de la calidad de los ingredientes, de la composición nutricional
de las comidas, de las técnicas de preparación o de las modas, puesto
que esos avances se corresponden con un incremento del nivel de
exigencia. Paradójicamente, este tipo de conocimiento puede ser
percibido como una desvalorización del trabajo doméstico, ya que
mientras se adquieren nuevos procedimientos, el uso de máquinas y las
nuevas formas de cocinar facilitan la pérdida de habilidades anteriores.
La adquisición de estas nuevas estrategias suele extraerse de libros
de cocina, revistas especializadas o recetas que aparecen en los blogs
culinarios de internet, muchos de los cuales siguen destinados a las
mujeres «ocupadas», aunque cada vez más también a los hombres.1
Por otro lado, aceptar que la reciente expansión de la tecnología y
de los productos alimentarios de «conveniencia», rápidos y fáciles de
preparar permiten un cambio en las tareas de la casa, no significa que
la posición preeminente de las mujeres en la preparación y servicio de
las comidas domésticas se haya modificado, así como su centralidad
en el hogar y en las actividades familiares. En efecto, si bien se puede
afirmar que estos procesos han redefinido —aligerado/agilizado— el
contenido de las tareas alimentarias cotidianas y, en general, han
implicado una variación de las prácticas en relación al tiempo dedi-
cado, al despliegue de estrategias organizativas, a los contenidos de
los trabajos o a la reformulación de los conocimientos y habilidades,
no han variado que las obligaciones en materia de la alimentación co-
tidiana del grupo doméstico sigan siendo principalmente femeninas.
En este sentido, las mujeres continúan asumiendo mayoritariamente

1. No hay que menospreciar el «boom» de los blogs de hombres que acuden


diariamente a internet a compartir sus recetas. Destaca El cocinero fiel, con más
de seis millones de visitas.

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la responsabilidad en la planificación de la compra, la adquisición y
almacenaje de los alimentos, la preparación de las comidas, el servi-
cio de la mesa o la recogida de los utensilios de cocina. Todavía para
muchas de ellas, los cambios registrados en su mayor dedicación al
trabajo remunerado extradoméstico no se han correspondido nece-
sariamente con transformaciones significativas en la compartición de
las tareas alimentarias con otros miembros del grupo.

Uso social del tiempo, tareas alimentarias


y participación
El tiempo, desde una dimensión social, se ha convertido en la clave
para visibilizar más claramente el trabajo doméstico (Durán, 2003).
Cabe destacar los estudios que, no sin dificultades metodológicas,
tratan de medir el uso social del tiempo para estimar el trabajo no
remunerado realizado en el hogar, así como el extradoméstico (Torns
y Recio, 2013: 176). Las dos últimas Encuesta de Empleo del Tiempo
(2002-3 y 2009-10) ilustran que la carga total está desigualmente
distribuida: las mujeres dedican más de cuatro horas diarias al trabajo
doméstico y a los cuidados, el doble que los hombres, mientras que
estos destinan al trabajo remunerado una hora y cuarto más cada día
(Cuadro 1). De estas encuestas se deduce también que, progresiva-
mente, ambos géneros se implican más en tareas tradicionalmente
desempañadas por el otro.

Cuadro 1
Distribución de actividades en un día promedio (en horas y minutos)

Actividades Varones Varones Mujeres Mujeres


2002-03 2009-10 2002-03 2009-10
Cuidados personales 11:24 11:35 11:21 11:29
Trabajo remunerado 3:37 3:03 1:44 1:53
Estudios 0:42 0:47 0:43 0:47
Hogar y familia 1:30 1:50 4:24 4:04
Trabajo voluntario y reuniones 0:11 0:11 0:16 0:15
Vida social y diversión 1:32 1:01 1:27 0:57
Deportes y actividades al aire libre 0:56 0:49 0:39 0:33
Aficiones e Informática 0:27 0:44 0:12 0:23
Medios de comunicación 2:25 2:45 2:08 2:33
Trayectos y tiempo no especificado 1:15 1:14 1:05 1:07

Fuente: INE (http://www.ine.es/prensa/eet_prensa.htm)

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Por su parte, en la Encuesta Nacional de Salud 2011-2012 el
35,36% de las mujeres y el 36,38% de los varones dijeron que rea-
lizaban tareas del hogar compartiendo el trabajo con otra persona.
Sin embargo, la mayoría de mujeres (44,53%) afirmó que realizaba
sola las tareas del hogar (frente al 9,66% de los varones que contestó
que se ocupaba en solitario de dichas tareas), mientras que casi la
mitad de los hombres (48,37%) indicó que otra persona de la casa
se ocupaba de las tareas del hogar (frente al 12,31% de las mujeres
que dio esa respuesta).

El día y sus 24 horas


En el ámbito doméstico, las comidas de diario son una obligación
cotidiana a menudo cuestionada por otros constreñimientos socia-
les. El uso particular del tiempo incide en la reestructuración de
las prácticas alimentarias y no necesariamente en el sentido más
deseable, ni más saludable (Gracia, 2009). El aumento del trabajo
asalariado femenino, los transportes, la duración de la jornada de
trabajo o de estudio y la diversidad de horarios que deben con-
ciliarse en cada casa, hacen del tiempo una de las variables más
importantes en las elecciones alimentarias. Durante las jornadas
de trabajo, las horas necesarias para pensar la comida, comprarla
o cocinarla compiten con las que se deben o quieren, dedicar a
otras tareas de forma que, desde los años ochenta, la organización
de la vida cotidiana ha dado paso a reducciones de las tareas y
las horas dedicadas a la compra y preparación de la comida. Se
concentran las compras, se recurre a los alimentos-servicio, a la
restauración colectiva y privada y se simplifican la estructura y
los contenidos de las comidas. Estas medidas pretenden ahorrar
tiempo de preparación, de poner o quitar la mesa, de evitar al
máximo los guisos más engorrosos y la limpieza de utensilios. Se
trata de gestionar, del modo más eficiente posible, la diversidad
de horarios, necesidades y preferencias de los miembros del hogar.
Y como no, de suplir habilidades y conocimientos allí donde no
se pueden poner en práctica o, simplemente, no los hay.
La estructuración social del tiempo marca la vida diaria. En
los hogares con niños crece la incompatibilidad entre horarios
escolares y laborales porque la jornada de estudio se ha ido acor-

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tando o concentrando2 y porque la flexibilidad del mercado de
trabajo ofrece horarios muy variables en fábricas, comercios y
otros servicios. Como el estado del bienestar español es limitado,
y a raíz de la crisis de 2008 aún más, nunca se ha planteado se-
riamente un acuerdo global de cambio en los horarios laborales y
comerciales para la conciliación familiar, ni se ha hecho ningún
esfuerzo mediante las parrillas de programas de televisión, radio
u ocio para adecuar nuestros horarios a los de los países europeos,
esto es, iniciar la actividad entre siete y nueve de la mañana, cerrar
fábricas y oficinas como muy tarde a las cinco y las tiendas a las
siete. En general, en Europa el almuerzo se hace de doce a dos
y se cena de seis a ocho, los niños se acuestan antes de las nueve
y los adultos en torno a las diez. En España nos acostamos más
allá de medianoche y numerosas encuestas indican que miles de
niños ven la televisión a esa hora. Si el ocio nocturno europeo
termina entre una y dos de la madrugada, aquí no cierra o lo hace
más tarde. En este sentido, ni la creación en 2003 de la Comisión
Nacional para la Racionalización de los Horarios Españoles, ni la
publicación libro blanco España en Hora Europea (2005) o los
congresos realizados parecen haber tenido excesiva incidencia en
los horarios laborales. Al contrario, la liberalización de estos en el
comercio está dificultando aún más la vida de miles de empleados
de este sector, en buena parte personal femenino.
Los horarios escolares contribuyen a las situaciones extremas:
estudiantes que acaban su jornada escolar a las dos o a las cinco
van a tener que ocupar su tiempo con actividades extra-escolares
porque en casa no hay nadie hasta las siete o las ocho. Las industrias
culturales —sobre todo deporte, formación artística, informática o
idiomas— se han beneficiado de esta estructuración del ocio y del
trabajo ofreciendo productos y servicios para mantenerlos ocupados.
Además, la exigencia social de niños altamente formados anima a

2. En diversas comunidades autónomas, la escuela pública ha optado por la


jornada intensiva de 8 a 14.30 horas. En Cataluña este horario se aplica en mu-
chos institutos de secundaria. Ello supone un decalage considerable con respecto
a la jornada laboral de los progenitores, mayoritariamente partida en turno de
mañana y tarde.

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muchos progenitores a llenarles el tiempo libre de materias que
amplíen o mejoren sus conocimientos (música o inglés, por ejem-
plo), su seguridad (natación, kárate) o su forma física (fútbol, tenis,
básquet). No es de extrañar que padres e hijos lleguen cansados a
casa tras jornadas hiperactivas, sabiendo que ahí aún les quedan
otras tareas por hacer antes de irse a dormir. Durante los fines de
semana o los días festivos, el tiempo no cuenta del mismo modo
y la comida es, casi siempre, familiar o con amigos. Son los días
para sacar partido a los libros de cocina, y hombres y mujeres
pueden encerrarse la mañana entera para elaborar unos canalones
caseros o una paella. Suele haber más placer en cocinar que los
días laborables, pero también es habitual resolver la comida con
platos «listos para llevar» o ir al restaurante. Las posibilidades hoy
son múltiples.
Espectadores atentos desde hace muchos años de la realidad
sociológica española y europea y del limitado y meditado interés de
las parejas españolas por tener niños —tenemos tasas de natalidad y
fecundidad muy bajas—,3 parece como si en nuestro país los hijos
fuesen una «carga» económica y social difícil de soportar y, ante la
posibilidad de planificar la vida familiar, muchos optan por retrasar
u obviar este compromiso. El problema de muchos padres no es que
sus hijos sean una carga y que los traigan al mundo por cumplir,
sino porque tienen los horarios más dilatados de Europa occidental,
duermen menos horas, cobran sueldos más bajos, tienen precariedad
laboral y el Estado del Bienestar ha sido incapaz de ir más allá de
promesas electorales incumplibles o demagógicas como la propuesta
del cheque de 100 euros por familia o de los 2.500 por hijo nacido
en el último mandato de Zapatero. Quizás eso explique —aunque
no solo— la baja tasa de natalidad, el retraso en paternidades y
maternidades a edades que dejan atrás la juventud y la opción de
tener uno o dos hijos como máximo.
Con este panorama, la dificultad de organizar en casa una po-
lítica alimentaria acorde con las recomendaciones nutricionales, es
complicada. En general, los desajustes horarios favorecen la flexibili-

3. La tasa de fecundidad continua siendo una de las más bajas de la UE. A pesar
de que había aumentado por la mayor fertilidad de las madres extranjeras, desde
2008 no ha parado de descender, situándose en 2012 en 1,36 (INE).

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zación de las jornadas alimentarias, incluyendo la desconcentración
de los menús y animan al «picoteo» o a las «pequeñas comidas», las
«meriendas-cenas», que se adaptan mejor a la cotidianeidad.

Ganar tiempo al tiempo


La articulación de tantas actividades extra e intradomésticas favorece
una re-significación de la alimentación, a menudo convertida en
mero acto de consumo funcional —saciar el apetito o el aburri-
miento— desprovisto de conocimientos y habilidades culinarias más
allá de seguir las instrucciones de uso impresas en el envoltorio de
los pre-cocinados. Si bien estamos obligados a comer para subsistir,
el interés por «aprender a cocinar» entre las generaciones jóvenes
y medianas es bajo (Gracia y Contreras, 2012). Coinciden que «se
cocina muy poco. Se come muy rápido. Todo se compra hecho».
Casi la mitad de la población lo asocia con «falta de tiempo». Un
18,2% «intenta hacer la compra en un solo establecimiento», otro
15,1% «come deprisa» y a un 10% les «falta tiempo para comprar».4
Y son mayoría los que, afirmando que en su casa deciden las compras
y los menús «las madres»—esposas o compañeras—, atribuyen las
nuevas maneras de comer a la progresiva incorporación de las mujeres
al mercado de trabajo. Como si esta no hubiera sido paralela a los
cambios habidos en las innovaciones agroindustriales, los lugares y
horarios de trabajo o en las estructuras familiares.
La familia, sea cual sea su forma, desempeña un papel de tras-
misor de valores y es un lugar de construcción de roles de género.
Aunque se dan cambios estructurales importantísimos en el trabajo
doméstico, y un reparto distinto de las faenas por el mayor número
de mujeres adultas que trabajan, estas siguen siendo las responsables
de la mayoría de tareas de la casa y les destinan más horas que los
hombres. Según la Encuesta de Empleo del Tiempo 2009-2010
(INE), en las tareas culinarias esta dedicación es muy superior. Ellas
emplean casi dos horas al día (1:44h.) frente a los 55 minutos de
los hombres, y aunque se apunta cierta equiparación entre géneros
respecto a la encuesta anterior, el porcentaje de mujeres que parti-
cipan en las actividades culinarias es casi el doble (80,5%) que los
hombres (46,4%) (Cuadro 2).

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Cuadro 2
Distribución de actividades en un día promedio
(en horas y minutos)

Trabajo voluntario a servicio 2:40


de una organización 2:34
Ayudas informales a otros 2:03
hogares 2:13
Jardinería y cuidado 1:08
de animales 1:54
1:22
Construcción y reparaciones 1:51

Cuidado de niños 2:22


1:46
Ayudas a adultos miembros 1:40
del hogar 1:41
Actividades para el hogar y 1:37
familia no especificadas 1:22
1:07
Compras y servicios 1:04
Gestiones del hogar 0:46
0:57
Actividades culinarias 1:44
0:55
Mantenimiento del hogar 1:17
0:53
Confección y cuidado 1:08
de ropa 0:35

Horas:minutos 0:00 1:12 2:24 3:36

Varones Mujeres
Fuente: Encuesta de Empleo de Tiempo. INE

La desigual participación, no obstante, es más sutil. Las estadís-


ticas no desglosan todas las tareas relacionadas con la alimentación
del modo que las hemos descrito antes. No se trata solo de cocinar,
sino pensar en qué hay que comprar, cómo, donde y cuando. Y no es
solo hacer, sino organizar y sugerir a los demás miembros del grupo
qué deben hacer. En muchos hogares, los hombres «ayudan» pero no
participan ni administran las tareas, por eso el acceso generalizado
de la mujer al mercado de trabajo ha empeorado su situación en
términos de tiempo disponible.
La distribución desigual de la participación y de la implicación
en los procesos alimentarios es muy significativa y es muy diferente
según la edad. En general, entre las mujeres aumenta con los años,
siendo las más implicadas las cohortes entre 45 y 64 años y las menos
las de 12 a 17 años. En cambio, un tercio entre 18 y 24 reconoce
no participar nunca, y entre los 34 y los 64 años estos porcentajes
oscilan entre el 12% y el 20%. Aún así, el 62,5% de la población

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afirma que «le gustaría aprender más» sobre cocina, mientras que
un 38% dice saber «lo justo para salir del paso» (11%), que sus
conocimientos «son nulos» (9,2%) que no saben «porque nadie les
ha enseñado» (8,9%) o porque «no les interesa» (8,1%).
El mayor desinterés, común entre los más jóvenes, se debe a que
apenas han aprendido a cocinar durante la socialización familiar o
escolar y ven la cocina diaria como una actividad a la que hay que
dedicar más tiempo, conocimientos y habilidades de los que tienen
o quieren. Por su parte, la mayoría de progenitores reconocen que
sus hijos muestran poco interés por aprender y dan por sentado
que esas tareas no son de su responsabilidad. Admiten que los hijos
ayudan poco en casa, y se culpan por permitirlo y, aunque «no hay
demasiadas opciones», no saben qué hacer. De ahí la creciente rup-
tura generacional en la transmisión del saber hacer alimentario. La
desvalorización del trabajo doméstico en general, y entre las mujeres
en particular, incrementa el desinterés por las tareas culinarias y
desarticula las formas tradicionales de transmisión de saberes ahora
reemplazadas por libros, Internet o los programas televisivos.4 Esta
falta de motivación se modifica cuando los jóvenes se emancipan
total o parcialmente. Algunos guisan «por necesidad» y reconocen
que les falta pericia para administrar un presupuesto, saber qué y
cuánto comprar o cómo y cuándo cocinarlo. Precisamente la ausen-
cia previa de competencias culinarias en hombres y mujeres parece
facilitar una mayor corresponsabilización a la hora de llevar a cabo
las tareas alimentarias.
Las mujeres jóvenes ya no se socializan para ser amas de casa y
cocineras. Muchas no han tenido que colgar el delantal porque nunca
se lo han puesto. Aunque siguen describiendo a sus madres como
las encargadas de guisar, muchas aprenden a hacerlo por su cuenta

4. Se desconoce todavía si el éxito de audiencia alcanzado por los concursos


televisivos del tipo masterchef en diferentes países del mundo va a traducirse en
una mayor valoración de las actividades culinarias domésticas y en un incremento
de la participación de todos los miembros de la familia, adultos y jóvenes, en la
realización de este trabajo. En cualquier caso, la celebridad que a nivel planetario está
experimentando la gastronomía tiene múltiples expresiones. Otra que pudiera tener
efectos en la mayor estimación del trabajo culinario es el aumento de la demanda
de formación profesional especializada, tanto de grado y postragrado.

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y no pocas en pisos de estudiantes. Cuando se emancipan, las tareas
de cocina no las hacen igual. Fuera de la casa familiar, sus patrones
de alimentación cambian y no es infrecuente que en su estrenada
independencia les guste mirar «los libros de recetas y probar de hacer
alguna». O que, ante su falta de habilidades, aprendan a base de
ensayo-error. Esta cocina, que nace de la voluntad de aprender abre
un espacio de libertad y creación y permite a las jóvenes inventar o
transformar recetas familiares.
En general, a los hombres les interesa menos que las mujeres
aprender a cocinar. Un 15,8% dice que no les han enseñado o que
no saben (14%), mientras que en mujeres este porcentaje dismi-
nuye hasta el 1,9% y 4,2%. Pero el 84,9% de las mujeres quiere
aprender, frente a solo el 40,2% de los hombres, curiosamente los
principales consumidores de guías gastronómicas, restaurantes es-
pecializados y productos de gama alta. Sin embargo, ese interés no
parece incrementar en exceso su presencia diaria ante los fogones.
Algunos varones, más entre adultos de 25 a 45 años y con un nivel
de estudios superior, dicen saber cocinar, pero la mayoría solo lo
hacen en ocasiones especiales.

La alimentación cotidiana: algo más que un trabajo


La mayor dedicación de las mujeres a las tareas alimentarias se
debe, en buena parte, a las dificultades que encuentran en dele-
garlas (Gracia, 2009). Por una parte, es cierto que no todas las
tareas domésticas se valoran por igual y que algunas incorporan
un reconocimiento y gratificación que otras no tienen. Así, las
relacionadas con la limpieza de la casa o la ropa son las que menos
consideración y satisfacción comportan: barrer, fregar, quitar el
polvo o planchar. Por el contrario, la cocina aparece como una de
las tareas mejor valoradas del trabajo doméstico, incluso entre los
hombres, algunos de los cuales la asocian a la creatividad, el placer
o la compañía. Es necesario definir, sin embargo, qué se entiende
por cocinar, en la medida que determinadas partes del proceso cu-
linario son percibidas como poco agradables o relevantes. Es el caso
del lavado, triturado o pelado de los alimentos (pescado, carnes
o verduras), el almacenaje y la conservación de los productos, el
aseo de los utensilios, la recogida de basura o el mantenimiento de
la limpieza de la cocina, entre otros. El mayor interés se concreta,

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sobre todo, en las fases de adquisición, preparación y cocinado y,
en las comidas especiales o festivas. Cuando las mujeres expresan
que la cocina es menos ingrata que otros trabajos domésticos, no
suelen referirse al reconocimiento verbal que puedan hacer los
demás de su esfuerzo y dedicación, ya que es infrecuente cuando
se trata de las comidas diarias. Las felicitaciones son más habitua-
les en ocasiones especiales o cuando se cocinan platos del gusto
de alguno o de todos los miembros. La gratificación se relaciona,
sobre todo, con la posibilidad de satisfacer ciertas necesidades
fisiológicas, psicológicas y sociales a través de la comida. Estas
tareas implican un conjunto de atenciones especiales hacia la salud
física y emocional de los componentes del grupo, tales como el
crecimiento, la socialización o la identidad, que otras actividades
de la casa no incorporan o son menos evidentes. Por esta razón,
el trabajo alimentario, junto con el cuidado de los niños, son los
que suelen recibir más complacencia por parte del grupo. Es más
frecuente oír elogios sobre las excelencias de la cocinera que sobre
quien friega el suelo o limpia los sanitarios.
En segundo lugar, existe un factor de complejidad y de cualifi-
cación vinculado a las actividades alimentarias. Se han de cumplir
una serie de pasos previos antes que un plato se ponga en la mesa y
se coma, tales como el acceso a los alimentos, la disponibilidad de
medios para adquirirlos, la consideración de los gustos y las pres-
cripciones dietéticas, el conocimiento en relación a ingredientes y
técnicas de preparación y el tiempo disponible para cocinarlos. Al
compartir determinadas tareas en el grupo doméstico, es común
que las personas responsables del hogar deleguen aquellas que no
implican un saber-hacer muy especializado y sean más fáciles de
ejecutar: la compra de determinados productos que acostumbran a
ser siempre los mismos (bebidas, envasados, pan), el servicio de la
mesa, el fregado de los platos, el desecho de basuras o la preparación
de los desayunos. Las mujeres acostumbran a delegar lo más fácil y
lo más desagradable, cuando es posible, mientras que asumen los
trabajos de mayor responsabilidad organizativa, tanto en dedicación
como en cualificación. Compran productos específicos, preparan y
elaboran las comidas principales, el reciclaje de las sobras, la lista y los
presupuestos. Por eso, en muchas ocasiones, cuando la responsable
no está durante las horas de las ingestas principales a menudo deja

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la comida hecha (comprada, preparada y cocinada) para que solo
tenga que calentarse y servirse.
En tercer lugar, la dispersión y frecuencia de horarios asociado
a las tareas alimentarias los hacen menos adaptables a los posibles
servicios de asistencia doméstica contratada en comparación con la
limpieza del piso, la plancha o el cuidado de la ropa. Estos últimos
pueden posponerse y concentrarse en unas horas determinadas de
la mañana o la tarde, indistintamente. Sin embargo, los horarios y
la frecuencia de las comidas abarcan diferentes franjas del día. Por
este motivo también se delegan con más frecuencia a las empleadas
del hogar el lavado de los utensilios de la cocina o la eliminación
de basuras porque, además de ser trabajos menos agradables, no
están tan sujetos a horarios como la preparación y el servicio de
las comidas. Cuando se emplean a asistentas del hogar —con más
frecuencia entre las clases media y alta—, los trabajos que se delegan
con mayor frecuencia son barrer, quitar el polvo, fregar el suelo,
lavar y planchar la ropa, limpiar los cristales y armarios de cocina
y baños o fregar los platos antes que comprar alimentos, preparar
desayunos y comidas o dar de comer a los niños, salvo si la emplea-
da se encarga, también, de los más pequeños. Cuando este servicio
comporta un número de horas diarias, también se suelen atribuir
tareas relacionadas con las comidas.
La redefinición de los roles en el ámbito doméstico se produce,
por tanto, en función de aquellas tareas inevitables y cotidianas que
quedan por hacer: el cuidado de niños y la alimentación en general.
Es entonces cuando puede darse una mayor participación masculina
que consiste en poner la mesa, preparar el desayuno, comprar, lavar
los platos o sacar la basura, llevar a los niños a la escuela, vestirlos,
darles de comer o cuidarlos en casa. Cuando los trabajos alimentarios
son compartidos entre la pareja, los hombres preferentemente van
a comprar, atienden la mesa o lavan los platos. Son las actividades
alimentarias menos cualificadas. Estas prácticas más o menos ge-
neralizadas tienen que ver con el hecho de que durante las horas de
las ingestas principales suele haber un mayor contingente de manos
libres y que las pequeñas compras se pueden hacer de camino a casa
o en una tienda cercana al domicilio.
La pregunta que conviene formularse finalmente es la siguiente:
si el trabajo alimentario más especializado se comparte poco entre

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los diferentes miembros del hogar ¿quiénes llevan a cabo entonces
las tareas alimentarias más cualificadas en el caso de que las mujeres
no las realicen? La Encuesta de Empleo del Tiempo (2009-2010)
señala diferencias en la dedicación de más de una hora diaria en las
actividades del hogar y la familia según si estas mujeres están ocupa-
das o no. En relación con las tareas alimentarias (Gracia, 2009), las
primeras emplean menos minutos diarios que las segundas, entre 30’
y 1h.30’ frente a las 1h.30’ y 2h.30’, respectivamente. Sin embargo,
esta menor dedicación temporal registrada en los grupos donde las
mujeres trabajan fuera de casa no se compensa por el incremento del
tiempo que sus parejas, o el resto de miembros, invierten en ellas.
¿De dónde proceden, pues, los apoyos más significativos? Hasta la
fecha, los principales soportes parecen provenir de las soluciones que
se encuentran fuera de casa: del equipamiento electrodoméstico y de
alimentos-servicio, del recurso a la restauración colectiva y privada
y, en función de la clase social, de la asistencia doméstica.
Si bien la mayoría de las fuentes estadísticas señalan para la última
década tareas domésticas más compartidas y se recorta la diferencia
en el tiempo dedicado entre hombres y mujeres, en la alimentación
todavía hoy la participación femenina sigue siendo notablemente
superior. No obstante, la tendencia a compartir no debe minimizarse
y puede contribuir, a medio plazo, a organizar el trabajo doméstico y
los cuidados de forma más igualitaria entre géneros. Sería deseable que
la disminución de las horas dedicadas a las tareas alimentarias no fuera
solo producto de ese mayor uso de los alimentos-servicio —enlatados,
congelados, precocinados—, de la contratación de prestaciones exter-
nas —restauración privada e institucional, asistencia domiciliaria—
o de la adquisición de bienes —tecnología y ajuar— que hacen las
mujeres para aligerar/agilizar el trabajo doméstico, especialmente
aquellas que disponen de empleos remunerados o pertenecen a las
élites. Sería más esperanzador si esa superior coresponsabilización
respondiera a las decisiones de hombres que cuestionan los modelos
de socialización en los que han sido educados, y que les alejan de
querer dedicar más tiempo a las actividades domésticas y al cuidado
de sí mismo y de los demás. En este sentido, la alimentación cotidiana,
una de las tareas domésticas socialmente más reconocida, se sitúa en
una posición óptima para protagonizar, en un futuro próximo, una
dedicación más compartida.

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IV. VENDIENDO PLATILLOS,
COMPRANDO EN ABARROTES: CAMBIOS
Y CONTINUIDADES ALIMENTARIAS
EN OAXACA

Las prácticas y las tradiciones alimentarias, al igual que las cultu-


ras, no son estáticas e inmutables. La historia de la alimentación
humana presenta la paradoja de durables conservadurismos y de
profundas transformaciones. Con más o menos intensidad, las
transformaciones han tenido lugar en todos los tiempos y luga-
res. Las comunidades rurales serranas y costeras de Oaxaca y sus
cocinas no son una excepción.1 Cambios de los modos de vida,
movimientos demográficos, transformaciones de las condiciones
sociales y económicas o innovaciones tecnológicas de muy variado
signo y alcance contribuyen, con el transcurrir del tiempo, y sigue
contribuyendo todavía, a modificar la gama de los alimentos, los
modos de prepararlos y las maneras de consumirlos, así como las
razones por lo que se hace lo uno o lo otro. Hace falta definir, una
vez más, qué entendemos por cocina, a fin de ver si esta es capaz
de expresar las múltiples dimensiones de la cultura. De acuerdo
con De Garine (1996: 11-12), el hecho alimentario se inicia con la

1. Los planteamientos expuestos en este capítulo se encuentran ampliados en el


libro de Pérez-Gil y Gracia-Arnaiz (2013) Mujeres in(visibles): género, alimentación
y salud en comunidades rurales de Oaxaca, Tarragona: URV Publicaciones, escrito a
propósito de una investigación realizada en ocho comunidades rurales de la Sierra
Norte y Costa de Oaxaca (México) con soporte del programa PCI-Iberoamérica
(2009, 2010 y 2011) de la AECID y de las instituciones de las que forman parte
sus investigadoras principales, Universitat Rovira i Virgili e Instituto Nacional de
Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán.

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obtención de la comida, por depredación o producción, y se acaba
en el consumo. Lo que se entiende por cocina, sin embargo, va más
allá del arte de presentar creativamente la comida: abarca todo lo
que tiene que ver con la alimentación, su pasado y presente. No es
fácil distinguir la cocina stricto sensu de las operaciones técnicas
que la preceden, como la conservación, el almacenaje o la prepara-
ción de los artículos que entran en la elaboración de los platos, ni
de las operaciones posteriores como el reciclaje de los restos, por
ejemplo, aunque, en un sentido restringido, se la ha definido como
el proceso referido a las actividades posteriores a la conservación de
los alimentos, yendo de la cocina a la mesa en vistas a consumir,
más o menos rápidamente, los platos preparados.
Nuestra idea de cocina es, no obstante, aglutinante. Coinci-
dimos con Rozin y Rozin (1981: 243) al considerar que la cocina
es todo aquello que incluye desde los procesos de elección de los
alimentos básicos según las disponibilidades del medio, su mani-
pulación y tratamiento, los principios de condimentación propios
de cada sociedad proporcionando los sabores que identifican los
platos como propios y el conjunto de procedimientos y reglas
culinarias que definen el número de comidas diarias, los tipos
de comensalidad, la observación de tabúes o la valoración moral,
dietética, económica o festiva de los alimentos. La cocina marca
aquello que es comestible o no y performa el conjunto de nues-
tras preferencias y aversiones alimentarias a través de los saberes
y habilidades técnicas transmitidos de generación en generación,
en base a la experiencia de nuestros antepasados, y los aprendidos
en cuento miembros de una sociedad dada (Gracia, 2006). Es así
como las elecciones alimentarias aparecen ligadas en buena medida
a la cultura, de forma que al ingerir un alimentos los comedores
se incorporan en un sistema culinario —prácticas materiales y
simbólicas— y, por tanto, en el grupo que lo practica, a menos que
esté expresamente excluido. Este sistema culinario se corresponde,
por otro lado, con una visión del mundo y contribuye a dar sentido
al ser humano y al universo, situando uno en relación con el otro
en una continuidad global (Douglas, 1979).
Las recientes modificaciones en las cocinas oaxaqueñas ilustran,
desde diferentes perspectivas, las tensiones entre fuerzas aparente-
mente opuestas, como la globalización y los particularismos locales.

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Los cambios en los platillos2 pueden presentarse por evolución de
las condiciones internas de cada comunidad, pero también como
consecuencia de la adopción de ingredientes y/o de técnicas prove-
nientes del exterior. Si el dominio de la cocina es en muchos aspectos
extremadamente conservador —generalmente porque cada cultura
transmite, generación tras generación, qué alimentos considera co-
mestibles— ello no impide, sin embargo, que se produzcan cambios
sorprendentes.
En este capítulo vamos a analizar a través de las transformacio-
nes de la cultura alimentaria, algunas de las tensiones y paradojas
generadas. Profundizaremos en el progresivo fenómeno de la gloca-
lización de los mercados y en las formas de intercambio horizontal
y vertical, describiendo el tipo de establecimientos existentes, como
las tiendas de abarrotes,3 y el origen de los productos alimentarios
que en ellos se adquieren, así como el uso material y simbólico
otorgado por quienes los cocinan, principalmente las mujeres. El
análisis de dicotomías tales como producto «natural/artificial», de la
«comunidad o de fuera», «artesanal o industrial» es útil para desvelar
el carácter identitario y económico de las construcciones culinarias
oaxaqueñas.

Entre la globalización y los particularismos alimentarios


Parece una obviedad decir que las cocinas de las comunidades ru-
rales oaxaqueñas son, por un lado, un reflejo de sus características
geoculturales y, por otro, también de los procesos de globalización
que han permitido llevar a lugares recónditos productos de zonas
lejanas al tiempo que han desaparecido numerosas variedades vege-
tales y animales que habían constituido la base de dietas de ámbito
más o menos localizado. Pero así es. Globalización es un término
relativamente nuevo pero sus contenidos, aunque variados, no lo
son tanto (Contreras y Gracia, 2005). De acuerdo con Walter

2. El platillo es el nombre dado en México a una larga lista de elaboraciones


culinarias emblemáticas en las distintas regiones del país.
3. Como en otros lugares de Latinoamérica, en México las tiendas de abarro-
tes se refieren a los establecimientos que venden productos variados de consumo
habitual, entre ellos alimentos y bebidas de diverso tipo.

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D. Mignolo (1998: 32), el concepto de «globalización» puede re-
lacionarse con la expansión occidental iniciada desde 1500 e incluye
tanto el término de «sistema económico mundial» de Inmmanuel
Wallerstein como el de «proceso de civilización» de Norbert Elias.
«Globalización», dice Hilary French (2000, 309-310), se ha convertido
en un término habitual, aunque puede tener significados distintos
para diferentes personas. En cualquier caso, por globalización puede
entenderse el amplio proceso de transformaciones sociales, incluyendo
el crecimiento del comercio, inversiones, viajes y redes informáticas,
en el que numerosas fuerzas entrecruzadas están haciendo que las
fronteras de todo tipo y a todos los niveles sean más permeables que
nunca. Como consecuencia de esa progresiva y multi-dimensional per-
meabilidad podría afirmarse que una de las consecuencias del proceso
de globalización es un proceso, también progresivo, de homogenei-
zación y de pérdida de la diversidad, a nivel económico, ecológico y
cultural. Así pues, podría pensarse, también, que la globalización y
la homogeneización consiguiente son manifestaciones del presente;
mientras que las particularidades y la diversidad lo serían del pasado;
serían la «tradición», y, en esa misma medida, el «patrimonio» que,
hoy, se desearía preservar y/o recuperar.
Sin embargo, los particularismos nacionales y regionales no desapa-
recen tan rápidamente como algunos autores habían sugerido reciente-
mente (Poulain, 2002). Sabemos que McDonald’s, por ejemplo, aun
siendo el primer restaurante mundial y la imagen misma de la homo-
geneización, ha debido de tener en cuenta este tipo de particularidades
en sus intentos de penetración en las diferentes culturas alimentarias
del mundo y ha desarrollado estrategias de microdiversificación para
adaptarse a algunas de las particularidades de los gustos de los mer-
cados locales. Aún así, para muchos continúa siendo el símbolo de la
estandarización y la comida basura y, por tanto, generando rechazos
significativos en numerosos lugares. Sin ir más lejos, el ayuntamiento
de la ciudad de Oaxaca planteó recientemente hacer una consulta
amplía e incluso un referéndum para que la ciudadanía votara a favor
o en contra de su apertura en los portales del zócalo del centro histórico

4. Con estas siglas se conoce al Patronato Pro Defensa y Conservación del


Patrimonio Natural y Cultural del Estado de Oaxaca, una organización civil creada
en 1993 con la finalidad de salvaguardar el patrimonio oaxaqueño.

132

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de la ciudad. Activistas oaxaqueños de Pro-Oax4 lograron impedir su
instalación por considerar que McDonald’s atenta a las tradiciones
culinarias de esta región.
La internacionalización de algunas cocinas a través del negocio
de la restauración o de las migraciones (Goody, 1989) contrasta,
además, con los esfuerzos de los chefs y gastrónomos locales o, in-
cluso, de las autoridades por recuperar o inventar cocinas nuevas,
tradicionales, regionales o nacionales; unas cocinas que, analizadas
en su conjunto, a menudo tienen poco que ver con las comidas coti-
dianas de la mayoría de la población. No obstante, el empeño puesto
en destacar la supuesta diversidad y la peculiaridad culinaria de cada
cultura, país o región es significativo y parece una reacción lógica a
la deslocalización que han sufrido los alimentos al ser separados de
su contexto geográfico y de los constreñimientos climáticos a los que
tradicionalmente estaban asociados. El temor a la estandarización
está siendo utilizado por diferentes sectores (restauradores, políticos,
asociaciones culturales, etc.) para reivindicar el mantenimiento o la
restitución de las cocinas regionales y autóctonas.
La amplia gama de ecosistemas que posee México, y Oaxaca
en particular, ha hecho posible que los sistemas culinarios cuenten
con una inmensa variedad de especies animales y vegetales (Tena
et al., 2012: 170). Sin embargo, conservar esta gran diversidad en
tanto que patrimonio biológico-cultural fundamental implica un
complejo manejo de recursos naturales y humanos no siempre fácil
de gestionar (Viesca y Barrera-García, 2011: 31). En este sentido,
desde hace ya más de una década se han ido tomando medidas
políticas para administrar estos recursos. En 2000, por ejemplo, a
través de la Dirección de Culturas Populares del Conaculta,5 México
emprendió un proyecto titulado «Programa de Gastronomía» con el
objetivo de atender el área de la cocina como parte del estudio de la
cultura popular, entendiendo que la comida no es solo un producto
alimentario o gastronómico, si no un hecho social, de dimensiones
culturales, económicas y políticas. Este proyecto consistió, prin-

5. El Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) es la institución


mexicana encargada de coordinar las políticas de carácter cultural y artístico del
país y a los organismos dependientes.

133

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cipalmente, en editar colecciones de libros sobre cocinas locales e
históricas, entre las que destacan los recetarios indígenas y populares.
De Oaxaca destacan, entre otros, los recetarios de la cocina mixe y
de la costa de Oaxaca (Dalton, 2000; Pérez, 2000). Más sencillos
en su forma pero recopilados en las comunidades estudiadas son
los recetarios que el equipo del CECIPROC/INNSZ6 ha elaborado
en los grupos zapotecas (sierra) y mestizos y afromexicanos (costa)
(CECIPROC 2010) con el objetivo, también, de mostrar la diversidad
culinaria de la región.
No obstante, quizá el ejemplo más claro de la reivindicación
«global» de la particularidad de la cocina mexicana, frente a otras
cocinas del mundo haya sido la elaboración de la candidatura
presentada en 2010 a la Organización de Naciones Unidas para la
Educación, la Ciencia y la Cultura UNESCO y su posterior recono-
cimiento como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad.
Este reconocimiento institucional se acompaña del compromiso
del estado mexicano (autoridades locales, regionales y nacionales)
y de los diversos agentes implicados en el proceso culinario (indus-
trias, restauradores, gastrónomos, educadores…) de salvaguardar,
rescatar y promocionar las cocinas autóctonas con el objetivo tanto
de proteger la biodiversidad agroalimentaria del país y los conoci-
mientos y habilidades más tradicionales, como de contribuir con
ello al desarrollo económico y, paralelamente, a la construcción de
la identidad cultural a través de la cocina.
En la actualidad, México está caracterizado por un rico y variado
patrimonio culinario arraigado en las culturas indígenas prehis-
pánicas, a la vez que es partícipe de la globalización (Katz, 2009,
Ayora, 2012). La mundialización genera un triple movimiento de
transformaciones que cabalgan entre la destrucción y recomposi-
ción: desaparición de ciertos particularismos, emergencia de nuevas
formas resultantes del mestizaje y difusión a escala transcultural de
ciertos productos y prácticas locales (Hoffman, 2006: 84). Cambios
importantes a destacar en Oaxaca son la creciente interrelación del

6. El Centro de Capacitación Integral para Promotores Comunitarios (CE-


CIPROC A.C) es una asociación civil sin ánimo de lucro que tiene como referente
institucional al Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición «Salvador
Zubirán».

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comercial mundial y la creciente ampliación de las redes de distribu-
ción alimentaria y de las vías de acceso. Ambos están transformando
rápidamente, y a veces dramáticamente, los sistemas culinarios y el
alcance y la naturaleza de los desafíos alimentarios en Oaxaca.
Las transformaciones introducidas recientemente en las cocinas
oaxaqueñas ilustran, desde diferentes perspectivas, las tensiones entre
fuerzas aparentemente opuestas (Gracia-Arnaiz y Pérez-Gil, 2011).
Por un lado, están aquellas tendencias que responden a procesos
históricos de deslocalización y de políticas agrícolas que han dado
fin a prácticas culinarias heredadas o que están poniendo, incluso,
en riesgo la seguridad alimentaria de estas comunidades. Oaxaca,
como otros lugares del país, se abre al mercado internacional, al
libre comercio y a las multinacionales. Es sabido que en la costa la
colonización y la ganadería bovina están acabando con parte de las
regiones selváticas tropicales y ello implica que animales silvestres
como el mapuche, armadillo o tlacuache ya no se cacen y, por tanto,
apenas figuran en el inventario actual de productos comestibles. En
muchas áreas se han remplazado las tierras destinadas a la milpa7
por los monocultivos del limón, papaya, cacahuetes o café para
el consumo no solo local sino también nacional. Otras especies
comestibles están siendo protegidas por las autoridades por sus
posible extinción, como la iguana o las tortugas y sus huevos. En la
sierra, con la creciente deforestación ocurrida en los últimos ya no
se consume el venado de cola blanca porque ha desparecido. Apenas
se encuentran cangrejos y gambitas de río o las tichindas (almeja de
lagunas). También se dejan de recoger alimentos o preparar bebidas
caseras porque «han dejado de gustar a los niños», como es el caso
de algunas guías (parte más tierna de ciertas plantas) que salen en
los cultivos de calabazas o chayotes (calabaza espinosa): «Chepile,
hierbamora, verdolagas, quintoniles, todas estas hierbitas nos acostum-
brabamos nuestros papás a comerlas. Yo sí, cuando me trae mi esposo una
hierbamora, un chepile, una verdolaga, quintoniles… pero los niños casi
no les gustan. Los chepiles sí. Las verdolagas, quintoniles, la hierbamora

7. La milpa se refiere a un sistema de siembra practicado por los campesinos


en Mesoamérica, cuyos componentes principales son el maíz, la calabaza y el fríjol
y, en determinadas regiones, también el chile.

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muy poquito comen ellos, nosotros sí lo comemos» (costa, comunidad
mestiza). Las mujeres cuentan que ya nadie quiere o sabe hacer en
casa los alcoholes tradicionales, como el tepache, pulque o mezcal8
y que es más fácil comprarlos en los lugares que los fabrican para
la venta «…antes, antes, ahorita ya no maguey. Poquito [pulque], está
en 2-3 nomás… Allá en Tlahui, de hecho hay allá. Compramos allá el
pulque. Cuando bebemos tepache, ahí vamos a comprar en Tlahui… El
mezcal viene de allá, de San Juan del Río, de ahí viene. San Lorenzo,
de allá viene el mezcal» (sierra, comunidad mixe).
Por otro lado, están aquellas otras tensiones que, contrariamen-
te, constituyen operaciones de rescate/potenciación de variedades
vegetales o de animales más o menos locales o regionales. El apoyo
a seguir cultivando los alimentos axiales de la alimentación de los
mexicanos —maíz, frijol, calabaza o chile— procede no solo de los
campesinos oaxaqueños que ven ello una estrategia para la subsis-
tencia —en contra de lo dicho antes, hay criaderos de tortugas en
alguna comunidad de la costa—, sino de los organismos públicos y
privados en nombre de la preservación del patrimonio cultural y de
la biodiversidad, pero también del mercado (restaurador y turístico,
por ejemplo). Dentro de las variedades consideradas autóctonas
—aunque no siempre lo sean—, se está potenciando el consumo de
la chaya y la moringa.9 Estas plantas se promocionan, además, como
«alicamentos», dado que se sostiene que su ingesta regular reduce
el colesterol, la tensión o el ácido úrico, entre otros, y que tienen
un alto contenido de sales minerales, vitaminas, oligoelementos y
enzimas.
Un ejemplo paradigmático de las tensiones mencionadas aquí
se encuentra en el maíz. Su grano sigue siendo un cultivo principal

8. Se trata de bebidas alcohólicas fermentadas: el tepache se puede obtener


de granos de maíz germinado o por la fermentación del jugo y la pulpa de dis-
tintos tipos de frutas dulces, como la piña o la guayaba; el pulque se obtiene de
la fermentación del agave o maguey pulquero y el mezcal se elabora a partir de la
destilación de la penca del agave.
9. Las hojas del arbusto conocido con el nombre de chaya son comestibles y
se usan en la preparación de diversos platillos oaxaqueños, como los tamales. Por
su parte, las hojas de la moringa pueden comerse cocidas como verduras, pero
también se pueden triturar y mezclar con agua para fabricar jugo, o pulverizarse y
añadirse en salsas u otros guisos.

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a nivel nacional dada su importancia en la alimentación, aunque
México es también el segundo país importador del mundo (Banco
Mundial, 2012).10 De hecho, es la principal fuente nutritiva de un
amplio sector de la población rural y urbana pobre. En las comunida-
des oaxqueñas se observan las grandes dificultades de los agricultores
para tener una producción suficiente que cubra las necesidades de
la familia. Al no producir tanto como se consume los campesinos
tienen que comprarlo. El precio del maíz en el mercado nacional es
superior al de importación de Estados Unidos. Los bajos costos de
producción en ese país debido, principalmente, a los altos niveles
de productividad y los enormes subsidios, permite a los productores
estadounidenses vender a precios más bajos que el costo de produc-
ción de los agricultores mexicanos. Sabiendo que en Estados Unidos
la tercera parte de la producción está modificada genéticamente no
es de extrañar que, en mayor o menor cantidad, el maíz transgénico
esté llegando a México. De hecho Diconsa, una red de empresas con
participación estatal cuyo objetivo es contribuir al desarrollo de las
capacidades nutricionales de la población de localidades pequeñas
con alta marginación, fue reconocida hace una década como una de
las entidades responsables de la contaminación transgénica del maíz
mexicano. Aunque esta institución afirma que desde 2004 ya solo
adquiere maíz local producido con las técnicas tradicionales, durante
el trabajo de campo, algunas mujeres comentaron que los granos
que se venden en las tiendas comunitarias provienen de los Estados
Unidos a un precio más barato que los producidos localmente.
Algunos autores (Llistar, 2009: 137), en relación a la impor-
tación de productos centrales en las cocinas rurales, afirman que
se trata de una estrategia de dumping, consistente en inundar los
mercados locales con productos importados a un precio menor
eliminando la competencia de los pequeños productores. Este
mecanismo de «anticooperación comercial» se vio favorecido con
la apertura de México al mercado internacional con el Tratado de
Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), pero ha conti-

10. Esta información ha sido publicado por el Banco Mundial http:


//www.bancomundial.org/es/news/feature/2012/08/20/mexico-busca-formulas-
ante-la-volatilidad-en-los-precios-del-maiz.

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nuado con las políticas recientemente adoptadas en el país para
cultivar maíz transgénico.11 Asimismo, el uso de agroquímicos aumenta
la producción de maíz independiente de su diversidad, lo que representa
un peligro para la conservación de estas variedades de maíz consideradas
como patrimonio ecológico, histórico y cultural del país. Además, los
agricultores usan estos productos químicos sin haber recibido ningún
tipo de capacitación, lo que contribuye a acabar con prácticas tradi-
cionales del uso de la tierra y las relaciones con la naturaleza.

Estrategias de consumo en contextos de inseguridad


alimentaria
Las comunidades rurales de Oaxaca adolecen de muchos de los
problemas que afectan al campo mexicano porque las políticas
agroalimentarias nacionales no han impedido que numerosos pue-
blos tengan que seguir luchando para asegurar su supervivencia
frente a la escasez, la cual se ve acentuada en determinadas épocas
del año, sobre todo, en aquellas coincidentes con las lluvias y la
merma de actividades económicas. De acuerdo con Torres (2002),
la variable tiempo asociada con las expectativas inciertas de la re-
lación producción-disponibilidad, representa un factor de primer
orden a partir del cual se conforman las reservas alimentarias nece-
sarias para conservar el equilibrio social, puesto en peligro, como
es el caso de varias comunidades oaxaqueñas, por una carencia no
prevista de alimentos. No deja de sorprender que todos los intentos
por proteger y promocionar la cocina mexicana, y en el mismo
sentido también la oaxaqueña, sean paralelos al empobrecimiento
continuo de las comunidades depositarias de los conocimientos
y habilidades culinarias supuestamente más preciadas cultural y
gastronómicamente y nos preguntamos si no existe una brecha
cada vez mayor entre los intentos de patrimonializar las cocinas

11. El 31/12/11 en México se aprobó sembrar grano de maíz genéticamente


modificado y se autorizaron los campos experimentales (Secretaria Agricultura,
SAGARPA). Esto podría considerarse la antesala para liberar la semilla transgénica
a la explotación extensiva, en detrimento del maíz criollo (mucho más diverso).
No obstante, según el mapa oficial mexicano este grano no se podrá cultivar en
zonas clasificadas como centro de origen del maíz.

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autóctonas y la creciente inseguridad alimentaria de las poblaciones
que las practican.
Según encuestas realizadas en México en las dos últimas décadas,
la situación alimentaria vista desde el consumo promedio regional de
calorías y proteínas es preocupante. Alrededor de una cuarta parte
de las 154 regiones en las que investigadores del INNSZ dividieron
al país, fueron consideradas, para 1990 y 1995, en una situación de
riesgo alimentario, empeorando en el 2000, lo cual ubica a México
en una situación de regresión en la seguridad alimentaria. Los pa-
trones territoriales que muestran las zonas más críticas, de acuerdo
con los indicadores considerados, son coincidentes, lo que define
un mapa de riesgo alimentario más preciso (Ávila 1997; Torres,
2002). Oaxaca junto con Guerrero y Chiapas resultaron, los estados
con mayor cantidad de municipios en inseguridad alimentaria, es
importante resaltar que la región costa y Sierra se encuentran entre
las regiones oaxaqueñas calificadas con más riesgo. De acuerdo con
Torres, de los 570 municipios de Oaxaca, 287 se encuentran con
«inseguridad extrema», 239 con «inseguridad marcada», 36 con
«inseguridad moderada» y 8 con seguridad.
En este estado, más del 80% de la población tiene ingresos
menores a tres salarios mínimos. Así pues, si en 1990 el 32% de
los habitantes se ubicaba en algún grado de inseguridad y ya en el
2002 alcanzó cerca de 45%, el panorama mexicano está reflejando
el fracaso no solo de la política económica desde la perspectiva de
la asignación social de los beneficios, sino también las limitaciones
que presenta una política social de asistencia focalizada con recur-
sos limitados que no puede sostenerse en el tiempo y que tampoco
resuelve los problemas estructurales sustentados en el empleo y el
ingreso. Según Torres (2002), una política correctiva de los niveles
de tensión acumulados tendría que considerar estas dos vertientes
del fracaso, cosa que hasta la fecha no se ha hecho.
Con todo, en 2011, el país llevó a rango constitucional el derecho
a la alimentación y activó la Cruzada Nacional contra el Hambre
poniendo la seguridad alimentaria al frente de las prioridades de
las políticas nacionales. Sin embargo, de cuerdo con la Encuesta
Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) 2012, todavía el 28,2%
de los hogares mexicanos se encuentran en inseguridad moderada y
severa; consumen una dieta insuficiente en calidad y cantidad y, en

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casos extremos, han experimentado hambre debido a la falta de dinero
u otros recursos. En hogares rurales la proporción es mayor: 35,4%. La
inseguridad alimentaria tiene una estrecha relación con las condiciones
de bienestar. Alrededor de cuatro de cada diez hogares clasificados
en el nivel más bajo de condiciones de bienestar se encuentran en
las categorías de inseguridad alimentaria moderada y severa. En
cuatro de cada diez hogares donde el jefe o jefa de familia o cónyuge
hablan lengua indígena, se da la condición de inseguridad alimentaria
moderada y severa. Alrededor del 20% de hogares indígenas tuvieron
experiencias de hambre; es decir, algún miembro del hogar, adulto o
niño, dejó de consumir algún tiempo de comida o pasó todo un día
sin comer debido a la falta de dinero u otros recursos (FAO 2013).
Queremos subrayar, en este contexto, que las condiciones de vida
de las comunidades rurales de la sierra y costa de Oaxaca son precarias,
la mayor parte de las personas viven una situación de vulnerabilidad
alimentaria pues su nivel de ingresos lo condiciona, llegando a presen-
tar un grave deterioro acumulado que impide aumentar y diversificar el
consumo alimentario familiar (Gracia-Arnaiz y Pérez-Gil, 2011). Sus
cocinas recogen todos los constreñimientos relativos a esta inseguridad.
En la sierra, la mayoría de las familias tienen sus propios terrenos
(tierras comunales) y realizan el cultivo tradicional de la milpa, que
consiste en plantar maíz asociado al frijol y la calabaza; en la costa hay
menos terrenos destinados a la milpa y abundan más los monocultivos.
En la costa, muchos de los hombres trabajan de peones en los campos
y sobre todo en los cultivos de limón, principal actividad económica
de la región. También se identificaron otras actividades económicas,
y particularmente aquellas realizadas por las mujeres.
Las mujeres dedican la mayor parte de su tiempo a compaginar
las actividades domésticas con las realizadas fuera del hogar. Entre
estas útlimas, su participación en las labores agrícolas es central. A
pesar del escaso reconocimiento social de su trabajo, las mujeres
contribuyen activamente a las tareas económicas familiares. En la
sierra participan habitualmente en el trabajo agrícola, mientras que
en la costa, las mujeres trabajan menos en el campo y muchas de ellas
se dedican a actividades comerciales. Es el caso de la elaboración de
artesanías, manteles o servilletas y, como apuntamos aquí, del coci-
nado de platillos preparados para la venta en el pequeño comercio.
Estos pequeños comercios ambulantes funcionan sobre todo en la

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costa durante la época seca porque cuando llega la estación de las
lluvias el trabajo disminuye y eso impide las actividades en el campo
y su remuneración. En la sierra, el flujo monetario es poco activo ya
que muy pocas familias tienen una actividad remunerada.
La producción de alimentos es una primera condición para
definir un mapa de seguridad alimentaria en función del volumen
producido y de la capacidad de abasto de cada región. Cabe reflexio-
nar acerca de lo que varios investigadores afirman: las zonas rurales
que antes producían alimentos solo para el autoconsumo ahora son
las que se encuentran más expuestas a la inseguridad alimentaria, ya
que una buena parte de la producción se canaliza hacia el mercado
exterior para cubrir otras necesidades con el dinero obtenido. Sin
embargo, ello no siempre se logra dado el intercambio desfavorable
de precios; los productos que necesitan comprar a menudo son más
caros que el dinero conseguido, lo que coloca a muchos grupos do-
mésticos en una situación de déficit permanente (Calderón, Salgado,
2000; Comité de Seguridad Alimentaria Mundial, 1998).
En las comunidades rurales estudiadas, la mayor parte de los
alimentos consumidos procede de una agricultura de subsistencia
que se combina con la cría de animales domésticos (pollos, guajalotes
o pavos, cabras...). Los alimentos que se producen en mayor canti-
dad son el maíz, jitomate y tomate (rojo y verde respectivamente),
acelgas, cebolla, calabaza, chile (pimiento), chilacayote, chícharo
(guisante), haba y el frijol, aunque también se consumen las frutas
de los árboles, como el aguacate, el durazno (melocotón), la pera,
la manzana o el capulín (ciruela). La mayor parte de las mujeres
mencionan que los alimentos producidos son principalmente para
autoconsumo y solo una pequeña parte los venden en su comu-
nidad; en la sierra, algunos alimentos se intercambian por otros
productos. Entre los animales de crianza, las aves de corral ocupan
el primer lugar en ambas regiones. En la costa, además de las aves,
tienen cerdos, chivos, borregos y reses. Al igual que los alimentos
cultivados, los animales de crianza son utilizados principalmente
para autoconsumo, y su cuidado está en manos de las mujeres, en
especial en la sierra. Sin embargo, queremos resaltar que cerca del
45% de las mujeres de la costa los cría también para la venta.
Respecto a la frecuencia de consumo, nos referimos solo a deter-
minados alimentos para dar cuenta de la centralidad que adquieren

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en estas cocinas y para señalar algunas de las posibles implicacio-
nes en la salud. Las tortillas de maíz constituyen, junto con los frijoles
y el chile, la base de la alimentación campesina tanto en la costa y la
sierra de Oaxaca, como en el resto de México. La mayor parte del
maíz producido en estas casas no es el para destinarlo al mercado,
sino que, en menor o mayor cantidad, lo guardan y lo van sacando
diariamente para producir la masa de nixtamal y las tortillas de maíz
necesarias para la familia. Otro alimento recurrente en las mesas es el
pan, blanco o dulce, que se consume con una frecuencia de 4 y más
días a la semana. No sucede lo mismo con las carnes, cuyo consumo
es moderando debido a su alto precio. El cerdo, por ejemplo, apenas
se consume en las comunidades de la sierra y la costa. Alrededor del
50% de las mujeres de la sierra manifiestan que en sus casas no se
consume carne de res, siguiéndole aquellas otras que la consumen
entre 1 y 3 veces a la quincena. Por el contrario, un poco más de la
mitad de las familias de la costa consumen carne de res entre 1 y 3
días por quincena y un porcentaje menor no la consumen. El pollo
es la carne que se come con más frecuencia en ambas regiones, y en
la costa, además del pollo, el pescado. En las comunidades de la sierra
los pescados que más se comen son principalmente el atún y sardina
enlatada y la trucha de los criaderos. El huevo se consume con más
frecuencia que los diferentes tipos de carne porque es más barato,
sin embargo, no significa que la cantidad de este alimento cubra las
necesidades nutricionales de los miembros del grupo doméstico. La
leche, al igual que el huevo, es otro de los alimentos que las mujeres
manifiestan comprar con cierta frecuencia, aunque la gran mayoría
señalan que «la leche solo es para los niños».
La frecuencia en el consumo de frutas es muy parecida en ambas
regiones, pero el tipo de fruta y la cantidad dependen de la zona y
de la temporada. Mientras que en la costa se cultiva mango, limón,
naranja, mandarina, tamarindo y plátano, y son las frutas que más
se consumen, en la sierra se come más frecuentemente la manzana,
el durazno, la pera, el membrillo y la ciruela, aunque una de las
frutas que forma parte de la dieta diaria, aunque no se produce en
la región, es el plátano. Cabe señalar que en las ocho comunidades,
llegan camiones con diversas frutas para su venta. En cuanto a las
hortalizas y verduras, detectamos que la mayoría de las mujeres en-
trevistadas no consideran como «verduras» aquellas que se utilizan

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en la preparación de los platillos habituales, como por ejemplo, el
jitomate, el tomate verde, los diferentes tipos de chile, la cebolla,
entre otros, base de las salsas mexicanas, lo que sugiere un subregistro
en la frecuencia de este grupo de alimentos de consumo diario. Por
su parte, los quelites (plantas silvestres) que la población recoge en
el campo son ampliamente utilizados en los platillos.
Respecto a lo popularmente se conoce con el nombre de comida
o alimentos «chatarra»12 (refrescos, golosinas, snacks o frituras…), la
mayor parte de las mujeres en ambas regiones dicen que en su casa
apenas se comen. Solo el 10% dice consumir refrescos o frituras más
de 4 días a la quincena. No obstante, los datos declarados sobre el
consumo de refrescos debemos tomarlos con cautela, en particu-
lar entre las mujeres de la costa, ya que a través de la observación
constatamos que su presencia era más habitual de la declarada. En
esta zona, por otro lado, se tiene la costumbre de preparar el «agua
de fruta» con abundante azúcar y en la elaboración de los platillos
ya no se usa la manteca de cerdo, sino el aceite de canola o de soja
adquirido normalmente en las tiendas comunitarias.

Comprando y vendiendo comidas


Las comunidades serranas y costeras constituyen pueblos diferentes
entre sí tanto en términos ecosistémicos como culturales. Del mismo
modo, no se trata de comunidades con una población homogénea
socialmente, ya que las personas y los grupos domésticos, por di-
versas razones, no viven bajo los mismos constreñimientos. Aún así,
la mayoría cuenta con una infraestructura de servicios básicos muy
simple y padecen los problemas del campo mexicano ya citados:
despojo de tierras comunales, invasión agraria, saqueo de recursos
naturales, falta de trabajo, migraciones... En la costa, por ejemplo,
algunas comunidades surgen de los proyectos de colonización que
llevaron migrantes del resto del estado y de otros lugares del país
atraídos por la disponibilidad de tierras para trabajar. Desde hace
unas décadas la sierra también expulsa fuerza de trabajo.

12. La comida chatarra (o comida basura) es un término utilizado en México


para referirse a los productos procesados industrialmente de dudoso valor nutricio-
nal por las grandes cantidades de azúcares, grasas o sal que contienen.

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La crisis en el campo ha conllevado que el campesinado mexi-
cano haya disminuido por falta de trabajo y los hombres, y cada
vez más mujeres jóvenes, hayan migrado hacia otras ciudades de la
república (Oaxaca o Distrito Federal, por ejemplo) o a los Estados
Unidos de América. Ello dificulta la situación de las personas res-
ponsables del grupo, ya que se encuentran con menos apoyo para
resolver las diversas actividades intra y extra domésticas diarias. Sin
embargo, el hallazgo general de la mayor parte de los estudios sobre
migración en situaciones no desastrosas es que no son los más pobres
los que se salen de sus comunidades, sino aquellos con acceso a al-
gunos recursos. La migración siempre involucra algunos costos y el
abandono de muchas de las pocas posesiones que los pobres puedan
tener. Por lo tanto, los pobres en extremo no tienen un fácil acceso
a los flujos migratorios (Alvarado, 2004; Velasco, 2002; Ysunza,
2000). Se estima que la población nacida en Oaxaca que vive en los
Estados Unidos alcanzaba en 2003 alrededor de 194,785 personas,
es decir, el 2,05 % de los mexicanos nacidos en México residentes
en los Estados Unidos (CONAPO, 2003). Cada vez es más frecuente
encontrarse una mujer como jefe de familia en los hogares. Muchos
de estos migrantes han ido enviado dólares, y contribuyendo a la
economía familiar y comunitaria (Bertrán, 2005). Esto se traduce
en un aumento de la diferenciación social intracomunitaria. No
obstante, también hay que decir que algunos de los que se fueron
ahora están regresando.
El papel de las mujeres en las comunidades rurales Oaxaca
cumple una función clave dentro del grupo doméstico y en la vida
comunitaria. Para realizar sus funciones productivas/reproductivas,
la mayoría entrelazan los quehaceres sociales con los tradicionalmen-
te asignados y los referidos al trabajo en el campo y el comercio. Una
de las características comunes que les une son actividades culinarias
cotidianas. Como hemos señalado anteriormente, las mujeres parti-
cipan en todas las etapas del proceso alimentario: producción/cría,
compra, almacenamiento, cocinado, servicio, recogida… En algunas
comunidades, los hombres pueden participar en las compras y en la
preparación de las comidas festivas, pero ellas son las responsables de
la cocina diaria. Las mujeres van a moler el maíz al molino, y poste-
riormente cocinan en casa. La elaboración de las tortillas, alimento
básico junto con el frijol y el chile, puede ocuparles diariamente

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entre 3 y 4 horas. Si los hijos están en edad escolar regresan a casa
a media mañana para el desayuno, y al principio de la tarde para
el almuerzo. Las hijas colaboran en los procesos de alimentación a
edades tempranas, así como en el cuidado de los hermanos y her-
manas más pequeñas.
Se puede afirmar que la cocina, o mejor dicho las cocinas, reflejan
las sociedades. En la medida que el mundo moderno, a través de la
industrialización y la tecnología, difunde un modelo cultural que
tiende a borrar cualquier originalidad regional o nacional, la cocina
se convierte en un medio para salvaguardar ciertos trazos identitarios,
a pesar que la estandarización performa los modelos alimentarios
contemporáneos. Forzosamente, las cocinas de las comunidades
rurales oaxaqueñas son puntos de encuentro entre lo que se produce,
lo que se compra y lo que se recoge y recibe; entre la tradición y la
modernidad. Cada grupo social posee un cuadro de referencias que
guían la elección de sus alimentos —algunos de estos son compar-
tidos con otros grupos, los otros son exclusivos—, cuyo conjunto
constituye un corpus más o menos estructurado de criterios que le
corresponden y, por esta razón, le confieren una particularidad sea
diferencial, sea distintiva (Calvo, 1982: 400).
Desde un punto de vista culinario, los grupos sociales son
portadores de unas características específicas, aunque no siempre
evidentes. Hemos comprobado que la gente, aparte de nombrar
sus platillos más emblemáticos, tiene dificultades para caracterizar
el origen de algunas las materias primas o de las semillas que no
ha cultivado. Sabe que algunos alimentos, combinaciones o platos
siempre han estado presentes y que algunos otros ya no lo están. La
memoria de las mujeres alcanza para nombrar aquellos productos
o artefactos que antes no circulaban por la comunidad y que ahora
los utilizan para preparar o cocinar sus platos, pero de muchos se
desconoce su procedencia y también las consecuencias que tiene su
explotación en su economía, salud o el medioambiente.
Las transformaciones alimentarias se dan en muchos ámbitos.
Las culturas oaxaqueñas llevan «modernizándose» ya varias décadas
y hoy conviven en la cocina la panela con el azúcar blanco, el maíz
autóctono con el transgénico, la manteca con el aceite de soya. Aún
así, en el centro de las comidas de todas ellas está el maíz, que da
como resultado las tortillas, los tamales (preparados a base de masa

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de maíz envueltos en hoja de mazorca o plátano), atole (bebida dulce),
pozole (sopa),… complementado con el frijol, el chile, la calabaza o el
café. En el espacio culinario oaxaqueño destaca el fuego para cocinar
y el metate (mortero de piedra) para moler el maíz. Moler y cocinar
son las dos técnicas básicas de la cocina oaxaqueña (Katz 2009). Los
alimentos son preparados de distintas maneras: asados, hervidos,
cocción en un hoyo en la tierra, barbacoa en fiesta… La cocina de la
sierra contiene platos como el amarillo de guía de chayote y huevo,
pozole, amarillo de pollo, arroz con chícharos, atole de maíz y de trigo,
calabacitas tiernas, mole de olla, caldos de pollo, consomés, coloradito,
frijol molido, sopas de arroz, lentejas en salsa, tamales de carne de
puerco, de elote, tamales de mole negro, tasajo de pescado, verdolagas
en salsa… Para eventos especiales se hace champurrado (preparado
a base de atole), barbacoa de pollo, puerco, res o chivo; moles negro,
amarillo o rojo; pasteles, buñuelos o panes especiales (pan de muerto)
y dulces de frutas (papaya, ciruela, camote, mango…). Estos guisos
se pueden acompañar de quelites y algunos de ellos los encontramos
también en la costa. No obstante, en esta región hay más variedad de
frutas para hacer aguas y por supuesto pescados: camarones (gambas)
en salsa, escabeche de pescado, nopales (tallo de la chumbera) con
camarones, tamales de chepil (hojas), de iguana, de tichinda (almeja),
de verdura o venado, tacos…
Respecto a los utensilios culinarios, conviven la olla grande
tamalera, el jarro para café, el molcajete (mortero), el horno para
asar, el comal (plancha de cocción) de barro, el molinillo, la mano
y el metate, el canasto para tortillas, el cucharón de palo, la jícara
(vasija), la cazuela… con la licuadora, la nevera, las estufas de butano,
las tortilleras, la vajilla de plástico o las ollas de aluminio o acero.
Aun así, muchas mujeres dicen seguir preparando sus comidas como
lo hicieron sus madres.
Esta percepción relativa del cambio contrasta con el hecho de
que en las últimas décadas, el modelo de consumo alimentario de
las comunidades oaxaqueñas muestra transformaciones sustantivas
en lo referido, si no tanto a quienes producen y elaboran los platos,
sí en los patrones de comensalidad, en los utensilios para cocinar,
en los productos incorporados o en los lugares donde se adquieren.
En efecto, los alimentos que forman parte de la cocina cotidiana son
en parte producidos/criados/recolectados/pescados, pero también

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comprados, intercambiados o regalados. Aunque la mayor parte
de los productos agrícolas que se cosechan son para el propio con-
sumo pueden ser vendidos o intercambiados en los mercados por
café, por diversas frutas que se producen en pueblos de climas más
cálidos o por otros productos que ni siquiera se han elaborado en la
región. Hemos visto, por ejemplo, que el manejo del dinero no es
imprecindible en Yacochi (sierra) porque persiste el trueque entre
las comunidades aledañas. De la misma forma que sus productos
trascienden a otras comunidades del valle o de la costa, a estas cocinas
también llegan productos de fuera de la comunidad.
En relación con el abastecimiento externo, junto a los mercados
de abastos fijos o ambulantes, existen diversos espacios donde las
mujeres adquieren u ofrecen alimentos. Es el caso de las pequeñas
tiendas comunitarias, Diconsa entre ellas,13 del «señor que llega en
su camioneta desde Oaxaca» con algunos productos comestibles
como carnes, frutas o verduras o de las mujeres que se desplazan en
las mismas comunidades o hacia los mercados de otras localidades
cercanas para comprar o vender en días fijos. En la sierra, cada jue-
ves se acercan muchas personas al pueblo zapoteco de Zoogocho.
Determinados días de mes se sabe que el dinero circula y son las
mujeres las principales encargadas de realizar estas transacciones
comerciales.
En las tiendas comunitarias se ofrecen productos de otras lo-
calidades cercanas, pero cada vez más de otros lugares del estado y
del comercio nacional e internacional. Todas las comunidades, por
pequeñas que estas sean, tienen comercios de abarrotes donde hay
alimentos del tipo botana o aperitivo (sabritas, nachos…), golosi-
nas y otras «chatarritas», sopa instantánea, galletas variadas (con
chocolate, crema, fresa, piña, de coco, canela, avena, pasta , pasta,
café, pasas, nueces, manzana, saladas), enlatados variados (chiles
en vinagre, atún, sardinas, frijoles), cereales de dos o tres tipos para
el desayuno, aceite, leche envasada UHT y en polvo de diferentes

13. La propuesta de las tiendas DICONSA, administradas por vecinos, es que


puedan abastecer de productos básicos necesarios a bajo coste. El buen propósito
de hacer llegar alimentos básicos se cuestiona, sin embargo, porque favorecen que
la compre nuevos productos que desplazan a los alimentos locales.

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tamaños, yogures de varios tamaños y sabores, mermelada, arroz,
flanes arroz con leche, cerveza y otros alimentos envasados, como
los refrescos, también jabón, gel, tabaco... Cabe decir que a menor
tamaño de la comunidad menor cantidad y consumo de estos pro-
ductos. En general, se trata de productos caros y de momento de
consumo ocasional. No obstante, en los últimos años en La Luz, la
aldea con más población de las ocho comunidades, han proliferado
tiendas de comidas cada vez más especializadas. Es el caso de la
carnicería o la panadería.
También forman parte del inventario alimentario y, por tanto
de sus cocinas, los alimentos-depensas recibidos de las organizacio-
nes civiles o programas gubernamentales: mayonesa, jugos, caldos
preparados, aceitunas, latas de atún, azúcar, lentejas, leche en polvo,
frijoles… Entre estas instituciones se encuentra CECIPROC distri-
buyendo productos de la empresa mexicana Herdez. Las despensas
aportan una variedad de alimentos que la gente normalmente no
puede adquirir, aunque también son un medio para introducir
productos industrializados en las comunidades. Sin embargo,
también es cierto que algunos de estos alimentos nunca llegan a ser
consumidos. Un ejemplo significativo son las aceitunas. Las familias
no acostumbran a comérselas, no saben cómo ni cuándo hacerlo,
y acaban quedándose en un rincón de la cocina, esperando a que
alguien se le ocurra qué hacer con ellas.
Precisamente, la necesidad de obtener dinero para pagar otros bie-
nes y servicios necesarios —medicinas, transportes, médicos…— está
en el origen de que algunas mujeres dediquen parte de su tiempo a
preparar platillos para la venta. Venden las comidas más populares y
aquellas que puedan adaptarse fácilmente al trasiego de la compra/
venta ambulante en la misma comunidad o en otras cercanas, en las
escuelas o las fiestas, en los mercados... A veces se aprovechan ocasiones
«especiales» que pueden venir marcadas no tanto por el calendario
festivo como por el día de cobro del programa Oportunidades.14
Entonces, se sabe que la gente tiene más recursos monetarios. Esta

14. Es un programa federal mexicano dirigido a la población en pobreza


extrema que ofrece soporte en educación, salud, nutrición y que aporta ingresos
a las familias.

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actividad es mucho más común en las comunidades costeras que en
la sierra. Pueden vender pan dulce, tamales de pollo, tacos dorados,
aguas de frutas, enchiladas, sopes, entomatadas, guajolotes o verduras,
«bolis» (helado en bolsita de plástico a base de fruta), galletas, arroz
con leche, leche o yogur, gelatinas variadas, empanadas de carne o
de verduras o también productos como aceite de coco. Los niños y
niñas están encargados de ir a vender al vecindario lo que cocinan sus
madres, y ellas mismas van a las escuelas de primaria y secundaria,
donde a veces también ofrecen comida chatarra (refrescos, patatas
fritas y dulces). Esta venta ha sido prohibida por las autoridades en los
centros de educativos porque se contradicen con las recomendaciones
nutricionales. Aún así, hemos visto que las siguen vendiendo.
Las mujeres se organizan entre ellas y algunas van por la mañana
y otras por la tarde porque en las escuelas hay dos turnos. No es una
actividad de la que puedan sacar mucho dinero pero es un apoyo
extra a la economía familiar. Según las mujeres, muy pocos son los
chicos de bachillerato que llevan comida al colegio, ya que «llevar
el lunch preparado por sus mamás les hace sentir avergonzados.»
Jaciel, maestro de informática de bachillerato en una comunidad
costera, argumenta esta cuestión: «La mayoría, sería el diez por ciento,
no compra. La mayoría compra los productos que llevan las mujeres.
Muy pocos son los que no compran. Ni las mamas van a darles de comer.
¡Yo creo que les da pena! Jeje [¿Y qué más se vende ahí?] Pues venden
la comida que son tacos, tostadas, enchiladas, las aguas, refrescos, golo-
sinas, sabritas, dulces. Sí venden ahí, es lo que venden en la prepa. Yo
creo que venden de todo» (maestro, costa). Aunque a veces los padres
dan dinero a los niños de primaria y secundaria para comprar estos
productos, en las familias con menos recursos lo habitual es que
las madres lleven la comida a sus hijos, según nos dijo una maestra
de primaria: «No, sus mamás se lo van a llevar. A la hora del recreo,
calientitos se lo comen y hacen su puesto también. Y ahí están comiendo
con sus mamás, lo veo como más familiarizado probando sus sagrados
alimentos que hicieron» (maestra, costa).
En la sierra, las actividades comerciales están menos diversifica-
das, el flujo monetario es más reducido y hay menos facilidades para
el desplazamiento. Todo ello dificulta la venta de platillos y no es tan
habitual comprar comidas hechas por otras mujeres porque salen
siempre más caras que las cocinadas por ellas mismas. No obstante, se

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pueden vender algunos productos elaborados. El pan es un alimento
que todas las familias consumen por la mañana y por la noche con
el café, por lo tanto su venta está asegurada aunque requiere más
trabajo. Otras mujeres se dedican a la venta de pollos rostizados,
salsas, frutas o verduras, truchas… ya sea en la comunidad o en los
mercados locales. En estas comunidades es frecuente que los niños
y jóvenes que no se llevan comida hecha de casa o no se la acercan
a la escuela vayan a comer a casa de señoras que preparan platillos
para los estudiantes. Normalmente estas mujeres-cocineras tienen
la comida lista para la hora convenida y los muchachos van a sus
casas, se sientan en la mesa y comen lo que la señora les preparó ese
día. Podemos encontrar este tipo de comedores domésticos en todas
las comunidades y los usuarios pueden ser ocasionales o habituales.
Se trata de casas particulares que dan servicio al público cuando se
presenta la ocasión y son son prácticas comunes en las comunidades
donde no hay cerca bares o restaurantes.
Todas las transformaciones alimentarias aquí apuntadas son
percibidas de forma ambivalente por las responsables de la alimen-
tación cotidiana. A veces las expresan como pérdida de capacidad
y de soberanía sobre la tierra, los alimentos y sus capacidades; en
otras ocasiones como deterioro de la calidad de los productos y de
los sabores y a veces, también, estos cambios son considerados po-
sitivos porque les facilitan el trabajo o porque aumentan la variedad
del consumo. Según las cocineras, en términos generales, hay más
diversidad alimentaria ahora que antes: «hay pan de diverso tipo, hay
carne, más verdura…». Pero si bien es cierto que dicen hallar «más
de todo», les falta dinero o más recursos para comprar o producir
comida. Disponibilidad, por tanto, no es sinónimo de accesibilidad.
Esto permite afirmar, en consecuencia, que si bien existe una mayor
variedad de productos disponibles en los mercados (especialmente
industrializados), esta no se concreta en términos de diversidad
biológica o de tradiciones culturales. Las mujeres dicen que hay
más productos nuevos o un mayor flujo de recetas originarias de
otros lugares favorecido, en parte, por la emigración de las jóvenes
oaxaqueñas. Ciertamente, haber pasado por el servicio doméstico
o los restaurantes de ciudades mexicanas o estadounidenses, o sim-
plemente haber vivido en otros espacios, las hacen conocedoras de
alimentos o técnicas culinarias hasta entonces desconocidos. Sin

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embargo, las mujeres insisten en que esos productos o recetas no
forman parte de su cocina diaria en las comunidades porque todavía
hoy el acceso a numerosos productos básicos está limitado, en buena
medida, por lo que les permite su capacidad adquisitiva.
Los procesos de homogeneización acostumbran a encontrar
ciertas resistencias y movimientos de afirmación identitaria que,
en el terreno alimentario, se concretan en la recuperación de pro-
ductos, variedades y platos propios y con sabores específicos. Así,
aparece una conciencia de tradición culinaria, la revalorización
de cocinas tradicionales o las recuperaciones de productos y de
platos en «proceso de extinción» o ya desaparecidos. A menudo,
todo ello está ligado a un fenómeno más amplio y complejo que
tiene que ver con la reivindicación de los patrimonios culturales,
con el interés institucional o empresarial por reconstruirlo, con la
percepción de una cierta invasión y de una cada vez mayor uni-
formidad alimentaria, y la consiguiente pérdida de identidad y la
necesidad de mantenerla y afirmarla. Sin embargo, a veces se trata
de un fenómeno que nace o responde más a voluntades estatales
o nacionales que propiamente locales.
Las identidades culinarias de estas ocho comunidades oaxaque-
ñas no están muy significadas, o al menos no hay una reivindicación
explícita de las cocinas locales. Los pueblos/comunidades dicen
distinguirse de las otras porque su cocina tiene algunos platillos
particulares, como los tamales de amarillo con carne de pollo, o
por el caldo de res y de pollo, por el tepache… pero, en general, se
conviene que las cocinas son similares entre sí según cada región
(sierra y costa). Se trata de una cocina menos retórica y anclada en
la tradición indígena que la que muchos actores sociales reclaman
para la creación de una cocina nacional mexicana. Parecería que
las prácticas, discursos y estrategias textuales (libros, recetarios…)
desplegados por algunos agentes para promocionar una gastronomía
regional que requiere protección y defensa no encuentran parale-
lismos en las narrativas de las mujeres de estas comunidades. Ello
no quita que a nivel institucional se esté reconociendo el trabajo de
cocineras indígenas que, como Abigail Mendoza, se han convertido
en excelentes representantes porque tratan de recuperar/reinventar el
sentido tradicional y estético de sus cocinas originales. Las cocineras
de las comunidades oaxaqueñas estudiadas, no obstante, han adqui-

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rido una cierta conciencia de «tradición culinaria», de revalorización
de sabores ancestrales, de recuperación o protección de productos y
de platos porque se hacen talleres y actividades con las organizaciones
civiles donde se debate y reivindican todas estas cuestiones (Núñez,
2011). Frente a los nuevos productos que han llegado a las tiendas
comunitarias u otros mercados, ellas dicen que sus platos son más
elaborados y saludables. Hablan de «tradición», «calidad», «conoci-
miento», «artesanal», «casero» o «sabor» para caracterizar sus cocinas,
pero, a su vez, las mujeres compran en las tiendas de abarrotes todos
los artículos que pueden aun diciendo, como sucede en otros lugares
del mundo, que muchos de esos alimentos son «malos» para comer.
Los productos procesados, epítome de la industrialización y la glo-
balización también en estas comunidades, son considerados poco
naturales y saludables porque «llevan químicos que causan enferme-
dades» y porque son fabricados por máquinas y en serie. Sin embargo
están ricos al paladar y, muchos de ellos, como los electrodomésticos
y utensilios culinarios, ahorran tiempo y esfuerzo.
Estas son las cocinas cotidianas con las que se encontró
CECIPROC/INNSZ hace más de veinte años y en las que decidió
intervenir. Unas cocinas cambiantes al compás de las tendencias
globales, adaptadas a los limitados recursos disponibles y particula-
rizadas por habilidades y conocimientos locales. En su intento por
diversificar y mejorar la alimentación y la economía de las comuni-
dades oaxaqueñas esta institución, considerando las demandas de las
responsables de la alimentación cotidiana, decidió poner en marcha
acciones orientadas a incidir en algunas áreas del proceso culinario,
especialmente las relacionadas con los utensilios (cocinas ahorradoras
de leña), el cultivo de la milpa, la cría de animales (pescado, aves) o
las microempresas de pan, pollos asados o mermeladas. Su intención
era incentivar así actividades que, a su vez, fueran generadoras de
dinero. En relación a esas acciones, podemos decir CECIPROC/INNSZ
ha sido un agente de cambio en diversos sentidos: ha introducido una
parte de la modernidad culinaria (máquinas de pollos a l’ast, hornos
industriales, invernaderos…), ha potenciado el trabajo comunitario
y la cooperación participativa, ha promocionando también un asis-
tencialismo básico (despensas Herdez) y ha trabajado para preservar
el medio/cultura (recetarios, inventarios, cocinas…).

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TERCERA PARTE
ENTRE LA LIPOFOBIA
Y LA OBESOGENIA

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V. LA EMERGENCIA DE LAS SOCIEDADES
OBESOGÉNICAS O DE LA OBESIDAD
COMO PROBLEMA SOCIAL

En este capítulo se muestra cómo la ideación biomédica de la obe-


sidad y las propuestas preventivas que se han ido tejiendo institu-
cionalmente en España durante la última década han contribuido
a convertir el peso corporal y la comida en un problema social.1
La definición de los expertos acerca de las principales causas del
incremento de la gordura ofrece información privilegiada sobre
la concepción de las denominadas sociedades obesogénicas y sus
estilos de vida, así como de las medidas adoptadas para cambiarlos,
centradas principalmente en la responsabilización individual y la
educación nutricional. Se argumenta que si bien hay una unanimi-
dad en el diagnóstico, este es insuficiente o no lo bastante preciso, ya
que debemos saber más acerca de las consecuencias de los mudables
modos de vida en las maneras de comer, y de estas en la salud de los
distintos grupos sociales. Un análisis de las iniciativas y programas
de prevención elaborados en diferentes países sirve para dar cuenta

1. Con el soporte de programas de I+D del Ministerio de Educación y Cien-


cia, el Instituto de la Mujer y la Generalitat de Catalunya, miembros del grupo de
investigación consolidado del G.I.A (Universidad Rovira i Virgil) iniciamos en el
año 2000 una línea de estudios sobre alimentación, género y salud. En 2006, con
el apoyo del MEC y la AGAUR, se comenzó un estudio sobre las dimensiones sociales
de la obesidad en CIESAS (México, DF) y en la Université de Toulouse (Francia)
que después continuó desarrollándose dentro del proyecto «La emergencia de
sociedades obesogénicas o de la obesidad como problema social» (Plan Nacional
I+D, CSO2009-07683). Este capítulo recoge una parte de los argumentos discutidos
anteriormente en Gracia Arnaiz (2009, 2010).

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de la estandarización de las estrategias internacionales frente a la
«obesidad epidémica» y para reflexionar sobre los efectos de manejar
una visión limitada de la cultura y la alimentación.2
Desde hace unas décadas, los expertos en nutrición y dietética
y las autoridades sanitarias destacan, una vez más, la importancia
de la relación entre alimentación y salud. En la actual situación
alimentaria, caracterizada por una relativa estabilidad y profusión
de la oferta así como por una mayor accesibilidad, las recomenda-
ciones adquieren un nuevo sentido al insistir ahora en que se debe
«comer menos», especialmente de ciertas sustancias (grasas y azúcares
simples) y «moverse más». Los consejos no solo se circunscriben a
qué alimentos hemos comer, sino que señalan cómo hay que vivir.
Proliferan los estándares de buena alimentación y se advierte a la
población de la necesidad de mantener una dieta prudente y equi-
librada pues, con la abundancia derivada de la industrialización, los
problemas de salud se han desplazado desde aquellos relacionados
con la desnutrición durante la primera mitad del siglo XX, como
el raquitismo, la pelagra o el bocio, hacia los relacionados con la
sobrealimentación y el aumento de peso. Los profesionales de la
sanidad hablan de una «obesidad epidémica» debida a un empeora-
miento de los hábitos dietéticos producidos por un consumo excesivo
de calorías y grasas y por el sobrepeso correspondiente que, en cuanto
tal, es considerado un factor de riesgo para la salud. Nos pregunta-
mos, sin embargo, hasta qué punto este diagnóstico es acertado y
lo suficientemente preciso.
Partimos de la hipótesis según la cual la obesidad se convierte en
enfermedad cuando los expertos convienen que el exceso de peso no
es solo un efecto de personas que se sobrealimentan o una cuestión

2. Mediante un análisis de la obesidad «desde fuera» y «desde dentro» de la


red asistencial se propone mostrar el modelo biomédico de comprensión de la
enfermedad y de intervención que se ha ido tejiendo institucionalmente en las
sociedades contemporáneas y, en particular en España. El estudio se ha desarrollado
en base a tres niveles principales de análisis: a) revisión bibliográfica centrada en
la literatura socio-antropológica y epidemiológica sobre obesidad, b) estudio de
las recomendaciones nutricionales y estrategias integrales y c) etnografía sobre
representaciones y prácticas en torno a la obesidad realizada en la red asistencial
pública catalana y en internet.

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de estética, sino que existe un vínculo de co-morbilidad entre este y
otras enfermedades crónicas, como la diabetes, la hipertensión o los
problemas cardiovasculares. Las ideas que soportan la definición de la
obesidad como una enfermedad crónica evitable lleva a los expertos
en salud pública y las autoridades sanitarias a comprender y pensar
su evolución en términos de una epidemia global —pandemia— y
a identificar cada vez más los factores culturales como los principales
causantes —el ambiente obesogénico— en detrimento, incluso, de
las razones bio-psicológicas. De esta forma, la obesidad se concibe
como un problema de salud pública, con dimensiones sociales y
repercusiones económicas.
Consideramos, sin embargo, que esta concepción favorece
explicaciones sobre la causalidad cultural, a menudo, demasia-
do simples. Es el caso de mantener que en la medida en que los
«malos» hábitos alimentarios se han globalizado, la obesidad se ha
convertido en una enfermedad planetaria. Al entender, por otro
lado, que su rápido y extraordinario incremento se ha producido en
todo el mundo atendiendo a la misma razón, es decir, al consumo
excesivo de calorías en relación a un menor gasto energético y a la
sedentarización, ha justificado que las estrategias desarrolladas en
los diferentes países con el objetivo de alcanzar hábitos de vida más
saludables se homogenicen en contenidos y acciones. Así, pensar los
actuales los estilos de vida como inadecuados o desestructurados está
sirviendo, como se ilustrará a continuación, para legitimar meca-
nismos de prevención e intervención en una dirección determinada
—normativizar la vida cotidiana— y para reproducir y mantener
ciertas prácticas biomédicas.

Qué comer, cuánto pesar: la normativización dietética


y corporal
Los comportamientos alimentarios y los cuidados corporales han
sufrido importantes cambios en relación a las sociedades preindus-
triales y épocas anteriores (Gracia, 2007: 237-239). Al amparo de
lo que Mennell (1985) ha llamado la civilización del apetito, en las
sociedades industrializadas se ha ido popularizado, cada vez más,
la vigilancia individual del peso corporal y la dieta en paralelo a la
construcción de la delgadez corporal como un atributo de salud,

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de disciplina y de distinción social, de tal forma que estar delgado,
aunque pueda relacionarse también con dolencias específicas, deja
de ser un signo de enfermedad y pobreza para constituir un lugar de
producción de nuevos significados. Contrariamente, la gordura pasa
a representar un signo de trasgresión normativa y la consecuencia de
aquello que no debe hacerse: comer mucho y ser ocioso.
Dichas concepciones hay que ubicarlas dentro de un largo
proceso histórico de normalización/normativización dietética y
corporal. Aunque este fenómeno se remonta, al menos, a la anti-
güedad clásica toma renovada fuerza a partir del siglo XX cuando
las autoridades sanitarias establecen, por un lado, un modelo nu-
tricional basado en la «dieta equilibrada u óptima» —qué, cuánto,
dónde, cómo, cuantas veces y con quién comer— y, por otro, un
patrón de peso basado en el Índice de Masa Corporal (IMC) que,
junto con otros indicadores de medición, define cuándo el volumen
corporal es o no saludable. La salud y la nutrición se convierten,
así, en un factor esencial para la construcción de la ciudadanía,
implicando cambios en las relaciones entre el estado, la sociedad
y los individuos.
De acuerdo con Barona (2008), la nutrición deviene un
elemento común de la cultura, la economía y la salud cuando el
estado emerge como un regulador social y la producción y el con-
sumo alimentario se entienden como una responsabilidad política.
Durante esa centuria, los expertos en nutrición y el conocimiento
científico adquieren una mayor atención para la mayoría de los
gobiernos europeos, la sociedad civil y las organizaciones sociales y
de beneficencia a consecuencia de los conflictos internacionales y de
las crisis de los mercados. El hambre y la pobreza son consideradas
un problema social y de salud pública y la provisión de alimentos
se convierte en un derecho humano básico, envuelto de implica-
ciones morales: los hábitos alimentarios y la producción agrícola
tradicionales tienen efectos negativos en la salud y la economía
y, por el bien de todos, se han de modificar. La noción de dieta
optima, basada en la investigación fisiológica sobre la ingesta y el
gasto energético y las necesidades de proteínas, grasas, minerales
o vitaminas, se introduce en esta época, y significa el origen de la
estandarización de los métodos usados en los estudios dietéticos,
así como también la homogenización de los patrones alimentarios

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entre países y entre poblaciones rurales y urbanas: «el rol de los
expertos nutricionales no solo influye en el conocimiento, sino que
también inspira la agricultura y las políticas sanitarias, la educación
y las campañas preventivas con la intención de disciplinar y cambiar
los hábitos populares». (Barona, 2008: 88)
La regulación de la dieta y del peso se articula, así, sobre la base
de una responsabilización de los individuos sobre sí mismos, de una
culpabilización frente a los otros y de la exigencia de una verdadera
competencia nutricional (Ascher, 2005). La normativización encarna
un doble proceso, de medicalización y de moralización, según el cual
hay que cambiar los «malos» hábitos alimentarios de la población y
transformarlos en un nuevo conjunto de prácticas conformes a las re-
glas científicas de la nutrición que pretenden sustituir o condicionar
las motivaciones económicas, simbólicas o rituales que condicionan
la alimentación en cualquier cultura por otras de orden ditétetico
y racional. Para motivar el seguimiento de prácticas más saludables
se recurre a la idea de responsabilidad individual con un principal
objetivo: comer de forma saludable no solo produce satisfacción al
paladar, sino que permite sentirse mejor con uno mismo (física y
psíquicamente), con los demás (aceptación social) y con la sociedad
(disciplina y control). Estos argumentos, que tan interesadamente
han sido recogidos en los reclamos comerciales, están en la base de
la concepción biomédica de la obesidad.
Por una parte, la medicina, durante decenios, ha prescrito a la
población que adelgace, haciendo del régimen virtud. Por otra, cada
vez más psiquiatras y nutricionistas condenan el culto excesivo de la
delgadez corporal y advierten contra los efectos inversos de las dietas
descontroladas en el aumento de peso. Los políticos proponen, a su
vez, reglamentar las representaciones del cuerpo femenino en los
medios de comunicación e intervenir, como ha sucedido en España,
en la vigilancia del peso y el aspecto de las modelos de las pasarelas
inventándose el concepto de «belleza saludable».3 Sin embargo, ¿qué

3. Desde 2008, la Comunidad de Madrid, junto con las principales agencias


de modelos, la Asociación de Creadores de Moda y la Sociedad Española de Endo-
crinología y Nutrición han establecido que en la Pasarela Cibeles no se contraten
a modelos con un IMC inferior a 18 y han prohibido el uso de maquillajes que
den apariencia insana. Además, el Ministerio de Sanidad y Consumo ha firmado

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pueden hacer todas estas reglamentaciones políticas a favor del nor-
mo-peso frente al boyante mercado del cuidado del cuerpo? Este es
el que ha motivado profundos cambios culturales y es el combustible
del que se alimentan numerosas profesiones y empresas. Los intere-
ses de un sinfín de negocios están en la base de no pocos deseos por
cambiar la apariencia física y mantener la calidad de vida y por ello es
tan difícil discriminar en los discursos biomédicos qué hay de interés
por la salud y qué por el lucro (Gracia y Comelles, 2007: 89-90). La
asunción por la ciudadanía de los saberes biomédicos —hoy nadie
discute las normas higiénicas— ha llevado a que el mercado utilice en
su favor esos discursos expertos —prescindiendo de los profesionales
o empleándolos como legitimadores—, para deconstruir y recons-
truir permanentemente significados que alimentan la producción de
bienes y servicios dirigidos al «cuidado de uno mismo» de todas las
edades y géneros. Por eso existen poderosas razones en magnificar
las cifras de la obesidad y convertirla en un «verdadero» problema
de salud pública y alimentar, con ello, el tan dilatado mercado de la
salud. A las industrias farmacéuticas, alimentarias y a las empresas del
body-building, al capitalismo de consumo en definitiva, les interesa la
gordura igual que la delgadez: no dudan en animar el adelgazamiento
a la vez que recriminan el sobrepeso, ni en alentar el ayuno a la vez
que promocionan el hartazgo.

Comer, engordar, enfermar: el diagnóstico


En este contexto disonante, las autoridades sanitarias internacionales
no dejan de insistir en que a los problemas de salud relacionados con
la desnutrición se han sumado, en los últimos años, los derivados
de la sobrealimentación y el sobrepeso. Definida como la acumu-
lación excesiva o anormal de grasa, la obesidad se describe como
una enfermedad global, epidémica y multifactorial: afecta a todo
el planeta, su prevalencia aumenta año tras año y en su origen no

un acuerdo con empresarios y modistos para homogenizar las tallas. Esta acción,
sustentada en un estudio antropométrico hecho por el Ministerio de Sanidad y
Consumo en 2007 con 10.415 mujeres entre 12 y 70 años, determinó tres mor-
fotipos corporales para las españolas —diábolo (39%), cilindro (36%) y campana
(25%)—, estableciendo la tasa de obesidad en el 12,4%.

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solo están los factores genéticos o metabólicos sino los ambientales.
Según la OMS más de 1.600 millones personas adultas tienen so-
brepeso y, de ellas, al menos 400 millones son obesas.4 La obesidad
contribuye a incrementar las tasas de morbilidad y mortalidad al
asociarse a enfermedades crónicas no transmisibles (ECNT) tales
como la diabetes, la hipertensión o los problemas cardiovasculares,5
incide en el aumento de muertes prematuras y la pérdida de años
de vida saludable y eleva los costes asistenciales (Le Guen, 2005).
Algunos la conciben, incluso, como una (socio)patología apoyándose
en su desigual distribución, pues en las sociedades industrializadas
y cada vez más en los países en transición o en desarrollo, afecta a
las poblaciones con menos recursos socioeconómicos y, en según
qué lugares y grupos de edad, más a las mujeres que a los hombres
(Barbany y Foz, 2002; Aranceta, 2008).
Las cifras para Europa se consideran alarmantes, aunque son
dispares. En España, según las últimas cifras recogidas en la Encuesta
Nacional de Salud 2011-12,6 la prevalencia de obesidad en España
alcanza un 17% de adultos de más de 18 años y el sobrepeso a un
37% . La obesidad, habría aumentado del 7,4% al 17,0% en el últi-
mo cuarto de siglo. De cada 10 niños y adolescentes de 2 a 17 años,
dos tienen sobrepeso y uno obesidad y el 41,3% de la población se
declara sedentaria: algo menos de la mitad de mujeres (46,6%) y más
de un tercio de hombres (35,9%). La tasa de prevalencia de obesidad
es superior entre las personas con menos estudios, un 30,2%, con
un porcetaje superior de mujeres (34,2%) que de hombres (25,4%).
Atendiendo a la actividad económica, las personas más obesas son
las desempleadas, las discapacitadas para trabajar y las dedicadas a las
labores domésticas. Por su parte, la prevalencia también ha crecido
en Francia, aunque es inferior. En 2012 la obesidad afecta al 15% de

4. Información disponible en http://www.who.int/features/factfiles/


obesity/es/.
5. Se ha establecido que la obesidad aumenta la probabilidad de aparición del
síndrome metabólico, el cual hace regencia a un conglomerado de alternaciones
que incluyen niveles elevados depresión arterial, glucemia y colesterol así como
la acumulación de grasa en el tejido adiposo que, a su vez, incrementa el riesgo
cardiovascular y de diabetes tipo 2 (Aranceta 2008: 222).
6. Información disponible en: http://www.msssi.gob.es/estadEstudios/
estadisticas/encuestaNacional/encuestaNac2011/NotaTecnica2011-12.pdf

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la población adulta y, como en España, se da con mayor frecuencia
entre las mujeres (15,7%) que entre los hombres (14,3), y más entre
las personas de familias modestas que de rentas altas.7
Aunque se aducen causas de origen endocrinológico, hipotalá-
mico o genético, la obesidad más frecuente, la denominada exóge-
na, habitualmente se explica por una ingesta calórica superior a la
necesaria. Sin embargo en España, según las estadísticas,8 la ingesta
media de energía ha disminuido en más de 300 kcal en los últimos
cincuenta años, aunque contrariamente el fenómeno de la obesidad
parece crecer. ¿Cómo explicar esta aparente contradicción? En prin-
cipio, la contradicción se resuelve apelando a dos diferentes tipos de
causas, relacionadas entre sí (Gracia y Contreras, 2012): a) cambios
profundos en la sociedad y b) cambios en el consumo alimentario.
España, como otros países (Lambert et al., 2005), ha experimentado
lo que se denomina una transición nutricional (Popkin, 1993), esto
es, una secuencia de modificaciones en la alimentación, cuantitati-
vas y cualitativas, relacionadas con transformaciones económicas,
sociales, demográficas y con factores de salud.
Se dice que las dietas tradicionales han sido reemplazadas rápida-
mente por otras con una mayor densidad energética, lo que significa
más grasas y más azúcar añadido en los alimentos, unido a una
disminución de la ingesta de carbohidratos complejos y de fibra, de
frutas, verduras y cereales. Estos cambios alimentarios se combinan
con una reducción de la actividad física y, por tanto, del consumo
energético, en el trabajo y durante el tiempo de ocio (Chavarrias,
2005).9 Algunos expertos han puesto de manifiesto la relación entre
los dos tipos de transformaciones señaladas del siguiente modo: la
comida «mala» es demasiado fácil y barata como para no sucumbir a

7. http://www.roche.fr/home/medias/actualites/enquete_ObEpi-Roche_
2012_la_progression_de_l_obesite_ralentit_en_france.html
8. En 1964, los Estudios Nacionales de Nutrición y Alimentación (ENNA-3 en
Carbajal, 2005) indican que la ingesta media se situaba en torno a las 3.008 kcal.
En la actualidad, tal como señala la Fundación Española de Nutrición, la media
está en torno a las 2.600 kcal. En Cataluña, por su parte, la ingesta de energía es
de 1.981 kcal en 2002 (Serra, Ll. et al., 2007).
9. Hay autores que estiman que en los últimos 50 años se ha producido una
disminución de entre 300-600 kcal/día en el gasto energético por actividad física
(Aranceta, 2008: 239)

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la tentación de encargar algo rápido y evitarse colas en los mercados,
dinero y tiempo de preparación, lavado o cocción.

Se nos dice que debemos comer bien, pero al mismo tiempo las
rutinas domésticas y dinámicas de trabajo actual se asientan en
una comida rápida, fácil y barata. (Montaner, 2004)

Como se deduce de este tipo de consideraciones, los proble-


mas de salud relacionados con la alimentación se explican cada
vez más por la causalidad cultural, hasta tal punto que ha llevado
a los expertos a calificar las sociedades contemporáneas de «obe-
sogénicas» o «entornos tóxicos» (Henderson y Brownell 2004,
Tojo y Leis, 2006) y a entender la obesidad como un fenómeno
universal. Por esta razón, se afirma también que va a ser necesario
un esfuerzo continuo durante muchos años, pues se trata de formar
ciudadanos con una más clara capacidad de elección y además,
en este caso, abordar las reformas estructurales y «ecológicas» en
los territorios urbanos que faciliten una práctica generalizada de
actividades físicas, en vez de convertirlas en una misión imposible:
«llevará más de una década invertir esta tendencia… Las estrategias
para afrontar el problema deben estar encaminadas a la adopción
de hábitos alimentarios saludables y un estilo de vida activo por
medido de la educación nutricional de la población y de la acción
política que favorezca que la opción más saludable sea […] acce-
sible». (Aranceta, 2008: 242)
Este tipo de análisis es común en España y en países europeos
próximos, así como en otros lugares, social y económicamente,
más distantes. Así, por ejemplo, el diagnóstico establecido para
Francia (Basdevant y Guy-Grand, 2004; Jean-Marie Le Guen,
2005) es, prácticamente, idéntico: la obesidad es una consecuen-
cia directa de una alimentación excesivamente rica, sobre todo
en lípidos, y gastos energéticos insuficientes. Por un lado, los
comportamientos alimentarios anárquicos; por otro, una falta de
ejercicio físico. La comida basura y el picoteo son los males de una
época en la que, cada vez más, se recurre a la comida para resolver
tensiones. Una alimentación industrial con platos ya preparados,
grasas ocultas, una falta evidente de prótidos, que, sin embargo,
podrían dar sensación de saciedad. Los productos destacados

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por la publicidad y su etiquetado, a menudo ilegible, falto de
transparencia, cuando no engañoso (por ejemplo en el caso de los
productos light o buenos para la salud). Los especialistas insisten,
además, en las consecuencias del desarrollo del automóvil, de los
transportes colectivos, en la generalización de la calefacción y
el progreso de la industria textil, el aumento del tiempo pasado
delante de la televisión o del ordenador y la disminución de los
trabajos manuales.
Semejantes son las razones apuntadas para explicar el aumento
de la obesidad en México, país donde las personas con sobrepeso y
obesidad alcanzan el 71,3%% de la población (32,4% obesidad y
38,8% sobrepreso), según las cifras que manejadas por el Instituto
Nacional de Salud Pública (Barquera et al., 2013), considerándose
uno de los lugares del mundo con las tasas de prevalencia más
elevadas y ocupando el segundo lugar en el ranking después de
EEUU: «[México] está experimentando una transición epidemio-
lógica y nutricional que se refleja en una disminución lenta de
los problemas asociados con el desarrollo […] al mismo tiempo
que aumenta dramáticamente la prevalencia de la obesidad […]
y otras enfermedades crónicas no transmisibles, asociadas con la
dieta y los estilos de vida». (Barquera et. al, 2006: 42). Las causas
más citadas hacen referencia, como en los otros lugares, a las con-
diciones de vida actuales, tales como la creciente urbanización, el
ritmo de vida acelerada, la desestructuración de la vida familiar,
la mecanización de los medios de transporte, el sendetarismo, la
inseguridad en las calles y la falta de equipamientos deportivos
(Fausto et. al., 2006).
En consecuencia, si el origen del problema parece ser el mismo
en todas partes y tejerse en torno a esta «cadena» de causalidades
socioculturales, ¿por qué no han de serlo también las medidas para
atajarlo?

Controlar el peso, seguir la dieta, moverse más:


las medidas
Aceptar que la terapéutica de la obesidad no es fácil, sino que inclu-
so conduce al fracaso, ha servido para justificar el desplazamiento
de las medidas políticas hacia la prevención. Desde que el Índice

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de Masa Corporal (IMC) se ha establecido, no sin polémica (Sobal
2001, Basdevant y Guy-Grand, 2004; Rubio, M.A. et al., 2007),
en el indicador científico más utilizado para establecer el normo-
peso o peso sano,10 se está instruyendo a toda la población para que
procure mantenerse entre sus límites porque hoy estar gordo se ha
convertido en sinónimo de estar enfermo (Gracia, 2007: 239). La
obesidad no es solo un problema de salud pública, sino económi-
co:11 «La obesidad es cara, y es una carga para los sistemas de salud.
A lo largo de sus vidas, los gastos de atención médica para personas
obesas son por lo menos 25% mayores que para gente de peso
normal y aumentan rápidamente al subir de peso. Sin embargo, la
reducción en la esperanza de vida es tan grande que la gente obesa
incurre en costes menores de atención médica sobre el curso de su
vida (13% menos, según un estudio holandés) que aquellos de peso
normal —pero más que los fumadores, en promedio». (Informe
OCDE 2010)12
Evitar los costes que se pueden derivar se ha convertido en una
batalla de las autoridades europeas: «combatir el problema de exceso
de peso […] contribuirá a reducir a largo plazo los costes para los
servicios sanitarios […] permitiendo a los ciudadanos tener una
vida productiva hasta edad avanzada». (Libro Verde, 2005: 4). Así,
el argumento defendido por las autoridades sanitarias para atajarlo
es triple (Ascher, 2005): es posible vivir mejor siguiendo una dieta
equilibrada, se trabaja más si se goza de una buena salud y representa
menos costos para la colectividad.

10. El normo-peso o peso sano se ha establecido entre 18,5 y 24,9 kg/m.


Algunos autores indican que hay cierta controversia sobre cuáles deben ser los
puntos de corte a emplear para definir sobrepeso y la obesidad en la infancia y
adolescencia. El IMC debe interpretarse, en cualquier caso, en el contexto especí-
fico de la edad y el sexo (Aranceta, 2008: 218-219). También se utiliza el cociente
cintura/cadera, un indicador que mide la distribución de la acumulación adiposa
(predominio superior o inferior) y que sirve para valorar el grado de riesgo meta-
bólico o cardiovascular.
11. Aunque calcular sus costes no es tarea fácil, en Europa se estima que los
costes directos e indirectos asociados a esta enfermedad suponen un 7% del gasto
sanitario total (Libro Verde, 2005).
12. Informe disponible en: http://www.oecd.org/dataoecd/13/20/
46068529.pdf

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Este diagnóstico ha llevado a expertos y políticos de todo el
planeta a elaborar múltiples propuestas para hacer frente a lo que se
concibe, principalmente, como un fenómeno generalizado de mala
alimentación y falta de ejercicio. La primera ha sido la Estrategia
Mundial sobre Régimen Alimentario, Actividad Fisica y Salud
(DPAS) adoptada por la 57ª Asamblea Mundial de la Salud de la OMS
en mayo de 2004 y desde entonces muchos países han emprendido
acciones particulares. Incluso Japón, cuya prevalencia está por debajo
del 5%, ha llevado a rango de ley una norma que obliga a todas las
empresas niponas a controlar el peso de sus trabajadores.
Por ejemplo, en España se ha creado la Estrategia para la nutri-
ción, actividad física y prevención de la obesidad (NAOS, 2005), con
réplicas en numerosas comunidades autónomas.13 En Francia se ha
desarrollado desde el 2001 el Programme National Nutrition Santé
(2011-2015) y el Plan Obesité (2010-2013); y en México existe el
Programa Nacional de Salud (2013-2018), que ha impulsado una
política intregral para prevenir y controlar la obesidad, lanzando
campañas y acciones específicas, tales como México está tomando
medidas, Mídete la cintura, Por tu salud, ejercítate, Vive Saludable o
Vamos a por el control y, culminando, finalmente con la aprobación
en 2013 de la Estrategia Nacional para la Prevención y el Control del
Sobrepeso, la Obesidad y la Diabetes. Por su parte, la UE tras afirmar
que el aumento de la prevalencia de la obesidad afecta a toda Europa,
ha elaborado, para apoyar y complementar las iniciativas nacionales,
un marco de actuación común mediante la Plataforma Europea de
Acción sobre Alimentación, Actividad Física y Salud (Libro Verde,
2005), la Red sobre Nutrición y Actividad Física y la Estrategia sobre
Problemas de salud relacionados con la alimentación, el sobrepeso y
la obesidad (Libro Blanco, 2007). Desde entonces, no ha cesado de
emprender iniciativas para hacer frente a lo que también concibe como
una epidemia. Es el caso del Segundo Plan de Acción Europeo de la
Organización Mundial de la Salud para la Política de Alimentación y

13. Es el caso, por ejemplo, del Pla integral per a la Promoció de la salut
mitjançant l’Activitat física i l’Alimentació Saludable (PAAS) en Cataluña, del Plan
Integral de Obesidad Infantil en Andalucía 2007-2012 o del programa de Preven-
ción de la Obesidad de la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias.

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Nutrición 2007-2012, del Grupo de Alto Nivel sobre Alimentación y
Actividad Física de la UE, así como al Plan de Acción de la UE contra
la Obesidad Infantil 2014-2020.
No solo sorprende la rapidez con la que las administraciones
han respondido a la llamada de la 57.ª de la AMS, sino la cantidad
y la similitud de todas las acciones propuestas a lo largo de este
tiempo. Si bien la estrategia mundial (DPAS, 2004) precisaba que
las decisiones sobre alimentación y nutrición estuvieran basadas
en la cultura y las tradiciones y que ,en consecuencia, los planes
de acción nacionales tuvieran en cuenta estas diferencias, fueran
culturalmente apropiados y se adecuaran a los cambios registrados
en el curso del tiempo, lo cierto es que las primeros programas
han sido extraordinariamente homogéneos y apenas han tenido
en cuenta la diversidad sociocultural. En España, los programas
integrales ideados por ciertas comunidades autónomas son casi
idénticos, en parte porque se han adaptado a las directrices mar-
cadas por la estrategia NAOS. Sin embargo, la prevalencia de la
obesidad entre regiones es muy dispar. Mientras que en Asturias
el 4,56% de la población entre 2 y 17 años es obesa, en Canarias
la cifra se triplica, afectando al 15,88% de niños y jóvenes.14 De
forma paradójica, y a pesar de que las comunidades autónomas
tienen competencias en sanidad, aquellas regiones que en primer
lugar han emprendido iniciativas no coinciden, necesariamente,
con las que presentan una mayor incidencia.15
A su vez, las campañas institucionales de España, México y Fran-
cia hacen propuestas en una misma dirección: realizar de estrategias
comunicación social y educación interactiva (webs interactivas),
crear observatorios de la obesidad o de la calidad alimentaria, favo-
recer y promover la actividad física (espacios escolares, laborales, de
ocio), mejorar el etiquetaje nutricional de los alimentos envasados,
establecer alianzas estratégicas con todos los sectores implicados
(por ejemplo, disminuir las raciones en la restauración, o las grasas

14. Información disponible en www.msc.es/estadEstudios/estadisticas/


encuestaNacional/ encuesta2006.htm
15. Hasta esa fecha, solo habían planteado acciones integradas y multisecto-
riales las comunidades de Cataluña, Madrid y Andalucía.

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y azúcares simples en los alimentos procesados), capacitar a los fa-
cultativos del primer nivel de atención, educar a padres y maestros,
implicar a los medios de comunicación (mensajes anti-obesidad y
pro-alimentación sana y actividad física en telenovelas, programas
de gastronomía y divulgación) y, finalmente, movilizar a las colec-
tividades territoriales/locales.
En lo relativo a los objetivos principales, estas estrategias refie-
ren ítems donde, sin embargo, cuenta más la voluntad individual
que el compromiso colectivo. Es el caso de animar a lograr un
equilibrio energético y peso normal, a limitar la ingesta calórica
a hacer al menos 30 minutos de actividad regular, entre otros. Es
evidente que es más sencillo enfazitar que los ciudadanos adquieran
información nutricional que crear medidas que disminuyan las
desigualdades sociales o cambien factores estructurales: «¿cómo
combatir la «concentración» de hábitos nocivos que suele darse con
más frecuencia en determinados grupos socioeconómicos?». (Libro
Verde, 2005: 12). La respuesta de los políticos, siendo ilustrativa,
poco tiene que ver con mejorar las condiciones de vida de los más
afectados: «una educación adecuada de los consumidores constitu-
ye el primer paso para una elección con conocimiento de causa en
materia de alimentación» (Libro Verde, 2005: 8). De acuerdo con
Arrestegui (2007), nos preguntamos sobre la eficacia de estrategias
que ven la solución de todos los males en crear «consumidores
mejor informados» y que, además, lo hacen a través de la adopción
de normativas muy intervencionistas y de compleja aplicación.16
A la hora de reglamentar las recomendaciones nutricionales y
las propiedades saludables de los alimentos, a menudo solo se
incluyen consultas a las partes interesadas y acaban siendo reflejo
del dogmatismo político de los diferentes grupos de presión (cor-
poraciones empresariales, organizaciones de consumidores mejor
representadas o grupos ecologistas). El legislador, animado por el
consumerismo ilustrado, acaba adoptando normativas impracti-

16. Un ejemplo ilustrativo es el debate producido en Argentina por la aprobación


de la Ley contra la Obesidad o los debates que en los parlamentos europeos se están
produciendo para legislar sobre este ámbito. España aprobó en julio de 2011 la ley de
Seguridad Alimentaria y Nutrición, la cual incluye referencias específicas a la obesidad.

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cables y con efectos contraproducentes: «todo para el consumidor,
pero… ¡sin el consumidor!» (2007: 36).
Junto a estas macroestrategias, proliferan las guías de la buena
alimentación que tratan contrarrestar los efectos del denominado
ambiente obesogénico. Se advierte a la población de que, para evitar
la obesidad, hay que prescindir de las motivaciones no-racionales
que guían las preferencias alimentarias, porque una vez instaurada
se convierte en una enfermedad de difícil tratamiento: «cuando
no nos sentimos bien lo compensamos comiendo y bebiendo,
aunque no tengamos apetito y en contra de nuestro raciocinio y
nuestra salud» (NAOS, 2005:11). A la hora de prescribir dietas de
adelgazamiento, numerosos facultativos consideran que los por-
tadores de la anomalía —el exceso de grasa— son responsables de
su disfunción (Gracia, 2007: 239): si usted está obeso es porque
come mucho o porque no sabe o no quiere comer bien. Cuando
las personas gordas son menores, esta responsabilidad se traslada
con facilidad a los progenitores judicializando las relaciones pa-
terno-filiales, como sucedió en 2007 en Gran Bretaña, cuando
la madre de Connor McCreaddie, un niño de 9 años y 89 kilos
de peso, estuvo a punto de perder la custodia de su hijo acusada
de negligencia o de los niños asturiano y gallego que en 2006
y 2009, por lo mismo, fueron apartados de sus familias por los
gobiernos autonómicos e internados en centros de menores para
que perdieran peso.17 En este afán de incriminar, se han producido
situaciones extremas, como el caso de la madre del niño de cuatro
años, Logan, que denunció al servicio de salud británico (National
Health System) por enviarle una carta informándola de que su hijo
era un niño obeso solo por tener un quilo por encima del rango
de peso recomendado.
Si bien los programas de prevención están basados en acciones
comunicativas positivas y dicen alejarse de las teorías que culpabi-
lizan y responsabilizan al individuo de su enfermedad definiendo el
problema de la obesidad como un mal de carácter social y colectivo,

17. News published http://www.elpais.com (consulted 27.02.2007) and http:


//www.deia.com (consulted 2.04.2007).

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lo cierto es que el trasfondo ideológico de las intervenciones no
es otro que el de recordar que, al fin y al cabo, estar gordo solo
depende de uno mismo: «la persona es en última instancia respon-
sable de su estilo de vida y del de sus hijos» (Libro Blanco, 2007:
3). Al concebir los comportamientos alimentarios de la mayoría
de la población como problemáticos, los consejos facultativos se
convierten en la vía para regularlos durante todo el ciclo vital y
la educación nutricional en el baluarte moral de los estilos de
vida saludables. Todas las guías alimentarias señalan en la misma
dirección. En tanto que los «hábitos se inician a los tres o cuatro
años y se establecen a partir de los once, con una tendencia a
consolidarse a lo largo de toda la vida», el control sobre la comida
se debe ejercer en edades tempranas y desde la primera ingesta
del día: «la familia, como primera transmisora de mensajes, debe
tener unos conocimientos básicos sobre alimentación saludable»
(NAOS, 2005:21). Se pretende, en definitiva, que el individuo
sano o enfermo modifique su conducta por el convencimiento de
que hay una racionalidad científica que le puede ayudar: «solo un
consumidor bien informado puede adoptar decisiones razonadas»
(Libro Blanco, 2007: 3). Se comprende entonces que las personas
más pobres sean más obesas porque, siguiendo esta lógica cienti-
fista, tienen menos acceso a la información: «… un nivel bajo de
educación y un acceso más limitado a la información reducen la
capacidad para elegir con conocimiento de causa» (Libro Verde,
2005: 11).
Ahora bien, ¿hasta qué punto, por muy racionales que sean es-
tas medidas están siendo eficaces? No deja de ser sorprendente que,
supuestamente, la tasa de obesidad haya aumentado coincidiendo
con el esfuerzo educativo que las autoridades sanitarias han em-
prendido desde hace décadas para enseñar hábitos de vida saludable
y con el hecho que la población muestre un conocimiento óptimo
de las recomendaciones nutricionales. ¿Dónde está, entonces, la
utilidad de estas múltiples (y costosas) acciones? ¿Cómo se están
llevando a cabo? ¿Se trata de acciones coordinadas con cobertura
en todo el territorio estatal o, de momento, son medidas especifi-
cas, con poca interrelación entre sí y de incidencia territorial muy
variable? Es más ¿cómo se está evaluando su impacto? Hasta la
fecha, no hay demaisados datos disponibles sobre los efectos de las

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iniciativas emprendidas. Las autoridades sanitarias ya advirtieron
de que tampoco podrían ser evaluadas a corto plazo. De hecho,
en España se tuvo que aprobar una ley en 2011, Ley 17/2011,
de 5 de julio, Seguridad Alimentaria y Nutrición, para garantizar
que se hiciera un seguimiento y evalución de la estrategia NAOS,
aprobada en 2005, y hasta seis años más tarde no se elaboró un
primer documento con un conjunto mínimo de indicadores para
llevarlo a cabo. En cualquier caso, a juzgar por el aumento de la
prevalencia en la última encuesta de salud de 2011 (17%, respecto
al 15% en 2006), no parece que la estrategia integral haya tenido
mucho éxito.
En Francia, sin embargo, se han atribuido ya ciertos logros a
las campañas institucionales,18 siendo el más relevante la desace-
leración del incremento de la tasa de obesidad. Según la encuesta
ObEpi-Roche, en 2009 el 14,5% de la población francesa pre-
sentaba obesidad, mientras que en 2012 aumenta apenas al 15%.
La actual estrategia francesa PNNS (2010-15), ha ido presentando
novedades en cada uno de los sucesivos programas. En la segunda
fase (2006-10), ya partía de diez principios generales, entre los
que destacaban que la elección alimentaria es un acto libre, en
el contexto cultural y social propio de cada persona, y que hay
que vigilar los mensajes difundidos y no focalizar las acciones de
prevencion sobre la obesidad, que es lo mismo que decir hay que
desmedicalizar los mensajes de prevención. Esta segunda versión,
en la que han participaron también expertos de ciencias sociales,
trató de enmendar algunos de los problemas considerados de base,
tales como insistir en recomendaciones nutricionales conocidas
por todos, generalizar causas y abordajes y estigmatizar la obesi-
dad. Desde entonces, el PNNS toma en cuenta la triple dimensión

18. En 2008, la prensa escrita hizo público algunos estudios relativos a Francia
y también EE UU. señalando que, por primera vez desde 1980, la tasa de obesidad
infantil se había estancado. Los investigadores no se atrevieron a apuntar, sin
embargo, si se trataba de una casualidad estadística o una tendencia a largo plazo,
aunque, eso sí, todos coincidieron en afirmar que el éxito había que atribuirlo a las
políticas gubernamentales (disponible en http://www.nlm.nih.gov/medlineplus/
spanish/news/fullstory_64648.html; www.lavozdegalicia.es/sociedad/2008/05/28/
00031211967335352732582.htm).

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biológica, simbólica y social del acto alimentario y destaca una
serie más amplia de medidas concernientes a poblaciones espe-
cíficas. Dicha especificidad se concreta en hacer intervenciones
diferenciadas según diferentes edades de la vida, objetivar las
acciones sobre las poblaciones desfavorecidas a partir de tener
en cuenta las redes sociales en las acciones de educación para la
salud y mejorar la ayuda alimentaria aportada a las personas en
situación de precariedad.
Parte de estas ideas fueron incorporadas en el Second WHO
European Action Plan for Food and Nutrition Policy 2007-2012
(2007), el cual destacaba, una vez más, la necesidad de adaptar los
programas según cada contexto. Unos años más tarde, el WHO Eu-
ropean Region Food and Nutrition Action Plan 2014 – 2020 (2013)
se plantea una misión central que va más allá de promocionar la
alimentación saludable y el ejercicio físico. El plan quiere el acceso
universal a la comida, así como la equidad e igualdad de género
para la nutrición de todos los ciudadanos europeos. No es una co-
incidencia que este texto fuera aprobado en 2013 en plena recesión
económica en numerosas regiones de Europa y en el momento en
que la enfermedades debidas a dietas deficientes se incrementan,
especialmente entre los estratos más pobres. Por eso sorprende
aún más, que el Libro Blanco de la Nutrición en España, publicado
también 2013, apenas dedique atención al estado nutricional de la
población en función del nivel de ingresos. Cuando el texto habla
de malnutrición por defecto o desnutrición la describe como un
simple «fenómeno común en el ámbito hospitalario» asociado a
otras enfermedades; lejos, pues, de los posibles problemas causa-
dos por la privación. Obvia, por ejemplo, que en esos momentos
de crisis profunda España es el segundo país en la percepción de
fondos procedentes del Plan de Ayuda Alimentaria a las personas
más necesitadas de la Unión Europea o que desde hace cinco años
el aumento de la inseguridad alimentaria no ha cesado.
En cualquier caso, habrá que ver, en adelante, qué consecuencias
tienen en la práctica todos estos planes y cómo se evalua su eficacia,
dado que estos argumentos ya fueron recogidos, en parte, en la 57.ª
Asamblea Mundial de la Salud en 2004 sin demasiado éxito.

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De nuevo, una concepción limitada de la cultura
y la alimentación: la discusión
El diagnóstico presentado en los apartados anteriores alude a profun-
dos cambios en los estilos de vida y las prácticas alimentarias. Para
los gestores de las políticas sanitarias estamos ante una enfermedad
transnacional que podría evitarse, en buena medida, aprendiendo
a comer «bien» y aumentando la actividad física. El diagnóstico
parecería correcto si la obesidad fuera un fenómeno reciente y
generalizado, pero es incierto o no lo suficientemente preciso si
se relativiza su carácter global y se matizan ciertas relaciones de
causa-efecto entre gordura y enfermedad. En cualquier caso, faltan
reflexiones a diferentes niveles. Quizá la más relevante tenga que
ver con la necesidad de pensar la alimentación como un fenómeno
complejo que engloba aspectos biológicos, psicológicos y sociales
y, en consecuencia, establecer un diálogo pluridisiciplinar entre las
ciencias sociales y las ciencias de la salud (Contreras 2002, Poulain
2003). Del mismo modo que con cierta frecuencia la sociología o la
antropología han explicado las prácticas alimentarias determinadas
por factores exclusivamente sociales, en la biomedicina existe una
visión fragmentada del ser humano y la cultura con efectos muy
particulares en su comprensión de los problemas.
No cuestionamos los diversos porcentajes de prevalencia de
obesidad presentados por los estudios epidemiológicos ni tampoco
la multitud de modelos explicativos para atajarla. Lo han hecho los
mismos expertos en salud pública.19 Parece prudente, sin embargo,
mantener una cierta distancia con las cifras relativas a su incidencia
dada la diversidad teórico-metodológica de las investigaciones y el
consecuente baile de números entre unas y otras. Parece oportuno,
también, preguntarse si la obesidad es, ciertamente, un fenómeno
nuevo o, si acaso, ya existía en nuestras sociedades en una propor-

19. Las explicaciones sobre el fenómeno de la obesidad, y las propuestas de


abordaje, varían dependiendo de los modelos utilizados, ya sean desde la epide-
miología sociocultural o clásica o ambas a la vez. En los programas de atención
y prevención predominan cada vez más los enfoques eclécticos (Parra-Cabrera et
al., 1999) y los enfoques denominados «ecológicos». Para una revisión crítica de
los actuales modelos explicativos véase Lang y Rayner (2005).

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ción superior a la que ahora se apunta para defender su carácter
epidémico.
Hoy los datos epidemiológicos sobre el aumento del sobrepeso
y la obesidad son leídos por los expertos sanitarios como síntomas
de que la sociedad industrializada va mal (Gard y Wright, 2005:
2), asimilándose como evidente que la grasa mata, que la gordura
es en sí misma patológica y que todos los obesos son o serán forzo-
samente enfermos (Campos, 2004: 4 y Campos et al., 2006: 56).
En esta línea, se señala de forma recurrente que es más probable
que los niños obesos sean adultos obesos que los niños que no lo
son, aunque, como indican ciertos estudios, la mayor parte de los
adultos obesos en la actualidad no fueron niños obesos (Aranceta,
2008: 223). Tampoco hay consenso científico sobre si, a la hora de
establecer relaciones entre peso corporal y mortalidad, conviene más
estar por encima del normo-peso que por debajo y no son pocos los
estudios que consideran más efectivo el ejercicio físico que la dieta.20
Entonces ¿por qué cuando se manejan las cifras sobre obesidad se
tiende a sumar los porcentajes del sobrepeso en lugar de discrimi-
narlos? No se argumenta que solo ciertos grados de gordura y en
cierto tipo de personas pueden relacionarse con el aumento de la
morbo-mortalidad y que, en esos casos, ponerse a dieta no siempre
es una solución.
Por otro lado, con frecuencia se considera que los problemas
alimentarios, y en particular aquellos relacionados con el peso tienen
su origen en la cantidad de comida ingerida, como si los efectos de

20. Mientras que a nivel de estudios clínicos parece haber unanimidad en


que establecer relaciones entre obesidad (IMC mayor o igual a 30) y aumento de
comorbilidad, no la hay con respecto a sobrepeso y otras ECNT. Lo mismo sucede
con el debate suscitado por Katherine Flegal, según la cual los estudios de base
estadística atribuyen, para poblaciones amplias en EEUU, un exceso de muertes
asociadas a la obesidad, aumentado incesariamente la alarma sobre el sobrepeso.
Cabe citar también que la bibliografía biomédica señala que perder peso en exceso
aumenta la mortalidad en personas con sobrepeso y obesidad, que las personas que
presentan oscilaciones continuas de peso (subidas y bajadas) presentan una mayor
mortalidad que las que, aun teniendo sobrepeso u obesidad, mantienen el peso
estable a lo largo de la vida (Alemany, 2003). Por su parte, Gerardo Villa, profesor
de la Universidad de León, apunta que la escasa actividad física, más que una ali-
mentación inadecuada, es la causa de la obesidad infantil (El País, 12/02/2008).

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comer en el cuerpo fueran una simple operación aritmética: se come
poco o demasiado y engordamos o adelgazamos según las calorías
consumidas/gastadas. La realidad es menos simple, ya que el peso
dista de depender exclusivamente de las cantidades ingeridas de
alimentos. Intervienen, junto con el ambiente, mecanismos hormo-
nales y neurales, factores genéticos, metabólicos y constitucionales
(Alemany, 2003: 48) que no hay que menospreciar. El modelo
epidemiológico clásico acepta la cadena de causalidades y reconoce
que la obesidad no es provocada por una única razón: «sabemos que
la obesidad se produce cuando coinciden en una misma persona la
predisposición genética y los factores ambientales desencadenantes»
(Barbany y Foz, 2002). De hecho, la obesidad mórbida o extrema
—aquella que de forma más evidente parece incidir en el aumen-
to de ECNT— responde, en numerosas personas, a alteraciones
fisiológicas y, frente a estas, seguir una dieta restrictiva no resuelve
necesariamente el problema.
Tampoco parece oportuno relacionar el aumento de la obesidad
solo con la profusión alimentaria característica de las sociedades
industrializadas y los malos hábitos adquiridos ante esa abundan-
cia. ¿Acaso es cierto que, como señalan políticos y expertos, los
consumidores modernos no saben comer? ¿Es verdad que los com-
portamientos alimentarios están cada vez más desestructurados?
Diversos estudios señalan que la desestructuración alimentaria
en las sociedades contemporáneas es solo relativa (Poulain, 2002;
Contreras y Gracia, 2004), ya que si bien se ha producido una sim-
plificación e individualización de las comidas, así como un ligero
aumento del numero ingestas diarias, no es posible establecer una
relación directa entre dichas tendencias y la obesidad. Aceptar la
premisa de la desestructuración alimentaria y sus efectos negativos
en la población puede ser útil para legitimar acciones en educación
nutricional, pero no es científicamente sostenible asociarla a un
empeoramiento de la salud. Si la paulatina degradación del orden
social y alimentario fuera cierta, entonces también se haría difícil
afirmar, como se ha hecho, que el incremento de la esperanza de
vida experimentado en las últimas décadas se haya debido, en parte,
a una mejor alimentación.
En cualquier caso, y ante tanta controversia, parece evidente que
la actual concepción de la gordura como enfermedad no solo está

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contribuyendo a aumentar el pánico —físico y moral— frente a las
grasas y el sobrepeso, sino a estigmatizar aún más a las personas obe-
sas. No es de extrañar, que en este contexto generalizado de rechazo
hayan aparecido grupos de activistas y científicos que reclaman la
aceptación de la gordura (Saguy y Riley, 2005).21
Referirse al entorno (obesogénico o lipófobo) cuando se trata de
buscar las causalidades y/o responsabilidades de ciertos problemas de
salud significa no definirlo como una especie de nebulosa abstracta
y compleja (y por tanto difícilmente abordable), sino aprehenderlo
en tanto que organización misma de una sociedad y en tanto que
fruto de procesos históricos dinámicos y de amplio alcance (Gracia,
2007: 240). A pesar de la creciente globalización, la obesidad no
afecta de igual modo, en todo el mundo. Ni todos los gordos están
enfermos ni todos comemos mal. Su incidencia es muy desigual
atendiendo a diferencias intra e interculturales. Lo hemos visto para
España, Francia o México. En estas sociedades, el nivel socioeco-
nómico, el género, la edad o el origen étnico constituyen variables
explicativas. Y no solo porque las oportunidades de alimentarse y
de gestionar la salud son muy distintas según dichas variables, sino
porque las prácticas alimentarias dependen de otros factores micro
y macroestructurales.
¿Por qué para combatir la obesidad no se bajan los precios de los
alimentos saludables, se acaba con la «comida basura» o se aumenta
las oportunidades de los más pobres? ¿Acaso no son más perniciosos
para la salud las largas jornadas trabajo mal remuneradas y sendenta-
rias o la obligación de hacer múltiples actividades tan variadas como
dispares? Poco sabemos sobre la incidencia de estas prácticas en la
obesidad. Lo que si constatamos es las maneras de comer actuales
responden, principalmente, a los constreñimientos sociolaborales, la
ruptura de los aprendizajes alimentarios, el insuficiente reparto del
trabajo doméstico y el triunfo de las preferencias individuales (Gra-
cia, 2010). Estos motivos explican, en parte, por qué aun conociendo
bien las recomendaciones nutricionales sobre qué y cuánto comer,
ciertas prácticas alimentarias parecen alejarse de la «dieta óptima».

21. En este artículo, los autores muestran la interesante controversia generada


en EEUU entre científicos y activistas antiobesidad y pro-obesidad.

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Sí sabemos, en cualquier caso, que las actuales estrategias no han
sido diseñadas para enfrentarse a estas u otras cuestiones sociales. Al
contrario, buena parte de los programas de prevención en España se
estructuran sobre una concepción simple de la cultura y los estilos de
vida, según la cual si se consigue cambiarlos mediante la adecuación
de las conductas individuales se logrará combatir la obesidad y otras
enfermedades asociadas. Los factores socioculturales se entienden
solo como agentes específicos causantes de enfermedad/muerte que
pueden ser abordados aisladamente.
Lang y Rayner (2007) proponen que ha llegado el momento de
«repensar» la salud pública evitando, en primer lugar, la cacofonía po-
lítica derivada de la multitud de modelos explicativos de la obesidad
y proponiendo, a continuación, una aproximación alternativa que
incida menos en las respuestas «soft», del tipo hay que comer más o
menos, modificar etiquetaje de los alimentos o educar en nutrición,
y más en las respuestas «hard»; es decir, relacionando los ámbitos
físico, fisiológico, social y cognitivo que, de diferentes maneras y
grados, están en la base de los procesos de salud/enfermedad. En
este sentido, es evidente que nuestros comportamientos, incluido el
alimentario, tienen un componente claramente estructural y aunque,
como señala Luque (2008: 131), es cierto que los individuos tienen
capacidades para reapropiarse del sentido de sus actividades, hay
prácticas que dependen de y están en relación con lógicas económicas
y políticas más amplias que hay que atender.
Las autoridades sanitarias españolas han declarado la guerra a
la obesidad advirtiendo a todos que sobrepasar el peso normal nos
convierte en futuras víctimas de la hipertensión, la diabetes o el
infarto. Promocionan acciones contra el peso excesivo o las dietas
milagro, crean webs para difundir información sobre las nefastas
consecuencias de seguir regímenes poco rigurosos, ofrecen consejos
sobre la forma saludable de perder peso e invitan a las industrias
a reducir las grasas y azúcares de sus productos. No son pocas las
propuestas para legislar en este ámbito, como ya se ha hecho en otros
países. Es así como los mensajes antigordura inundan los medios
de comunicación, las consultas médicas, las escuelas, las oficinas.
Sin embargo, es necesario preguntarse hasta qué punto esta extraor-
dinaria problematización del peso y la comida está contribuyendo
a frenar la obesidad o, por el contrario, animándola, haciendo de

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la dieta, no una acción, sino un estado. Ponerse a dieta ha sido y
sigue siendo recomendado sistemáticamente por muchos clínicos
al margen, incluso, de que se haya podido demostrar que el dieting
está en la base de no pocas obesidades.
En las estrategias integrales y en los modelos explicativos de la
obesidad faltan enfoques interdisciplinares que contribuyan a una
mejor comprensión teórica y práctica de este problema y, en parti-
cular, de su naturaleza y dimensiones sociales. Faltan, en definitiva,
propuestas reflexivas que asuman la historicidad de los procesos
que lo atraviesan y que articulen los diferentes niveles implicados.
En este sentido, urge también reformular el uso de la causalidad
social a la hora de explicar ciertas tendencias. Es relativamente fácil
establecer una batería de posibles causas socioculturales en el origen
y evolución de la obesidad; sin embargo, es más difícil demostrar-
las. Se han tipificado como agentes causales desde la alimentación
industrializada al ocio pasivo, desde la desestructuración familiar al
ritmo acelerado de vida, desde la generalización de la calefacción o el
transporte mecanizado a la falta de equipamientos deportivos. Ahora
bien ¿cómo se está sustentado empíricamente la correspondencia
entre tantos -y tan dispares- factores y el incremento de personas
obesas? Se conviene, por ejemplo, que el aumento sedentarismo es
uno de ello, pero ¿hay estudios longitudinales que muestren desde
cuándo y en qué medida los españoles hacemos menos ejercicio
ahora que hace treinta años?
Aún conviniendo que fuera cierta la rápida progresión de la obe-
sidad y la causalidad cultural su principal factor explicativo, hay que
reconocer que las acciones emprendidas hasta la fecha se han mostrado,
cuando menos, poco eficaces. Quizá la razón de ello se deba, en parte,
al manejo de excesivas suposiciones. Antes de pretender modificar la
alimentación, hay que saber más acerca de las causas y consecuencias
de los mudables modos de vida en las maneras de comer, y de estas
en la salud de los distintos grupos sociales. Las prácticas que, no solo
en apariencia, sean nocivas para la salud se han de tomar, también,
como aspectos de la vida cultural y condicionadas por factores socio-
culturales. Para ello es imprescindible trabajar con una concepción
menos limitada de la cultura y la alimentación.
Mejorar los hábitos alimentarios no es una tarea fácil a pesar del
empeño y de los medios que puedan desplegar las administraciones

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o instituciones más o menos responsables. Hasta hoy se ha puesto
el acento, casi exclusivamente, en la educación nutricional. Y la
educación nutricional se ha entendido, y sigue entendiéndose, fun-
damentalmente, como proporcionar información orientada a lograr
una dieta equilibrada. Pero no es así, ya que la certeza científica no es
una razón suficiente para asegurar el éxito de las recomendaciones de los
expertos. Estudios del Observatorio de la Alimentación (Contreras
y Gracia, 2004 y 2006) han puesto de manifiesto en España que,
por un lado, la población está satisfecha con su alimentación ya que
considera que es buena y sana al mismo tiempo y, por otro, que la
gente reproduce las recomendaciones de los expertos en relación a
lo que cabe considerar una alimentación saludable y equilibrada.
Las normas interiorizadas por la mayoría de la población española
ponen de manifiesto, en esta línea, un buen nivel de apropiación de
los discursos nutricionales. A pesar de ello, las prácticas alimentarias
siguen motivadas y condicionadas por diferentes constreñimientos
materiales y simbólicos, de tal forma que no parece existir una co-
rrespondencia directa entre las recomendaciones dietéticas asumidas
por las personas y los consumos realizados.
Existen, por otro lado, serias dificultades para implantar, en
una cotidianidad pautada por imperativos múltiples, la rutina
que recomiendan los consejos dietéticos. Las exigencias diarias de
muchas personas no permiten un régimen nutricional más salu-
dable, más equilibrado y más conveniente para su salud, al menos
en la medida que quisieran las autoridades sanitarias, porque para
cambiar de dieta es necesario cambiar de vida, lo cual, como han
mostrado estudios etnográficos y sociológicos previos, no solo
es siempre difícil sino que puede llegar a ser, para determinadas
personas, imposible. El diagnóstico que se ha sintetizado aquí
insiste más en los productos consumidos que en las actitudes o
razones por las que unos alimentos son o no ingeridos. Y, así, si
las medidas se orientan a modificar los alimentos o las actitudes
individuales en lugar las razones estructurales que dan lugar a
los desequilibrios alimentarios, ¿no se estará desatinando en las
repuestas o retrasando las soluciones? Ignorar estas relaciones y
especificidades es, casi con seguridad, condenar al fracaso cualquier
estrategia preventiva. Queremos pensar que el reciente giro dado
en algunos programas europeos a favor de considerar los efectos

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negativos de la desigualdad social en el acceso a la alimentación y
la gestión de la salud sirvan para actuar sobre los problemas de un
modo más contextualizado y, en cualquier caso, comprehensivo.

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VI. NO ENGORDARÁS:
REPRESENTACIONES Y EXPERIENCIAS
SOBRE Y DESDE LA OBESIDAD

Durante varios años hemos tratado de comprender por qué deter-


minadas prácticas alimentarias se han ido problematizando cada vez
más y que relación tiene esta tendencia con la progresiva normativi-
zación del peso corporal y las recomendaciones nutricionales en las
sociedades industrializadas. Mientras que investigaciones anteriores
se centraron en el análisis de la delgadez como ideal corporal (Gra-
cia y Comelles, 2007; Gracia, 2009), este texto pone su atención
en lo que, aparentemente, se halla en el otro extremo: la gordura.
El presente estudio etnográfico examina el fenómeno de lipofobia
(Fischler, 1995, y Saguy y Ward, 2011), entendida como el rechazo
sistemático de las grasas y el temor a engordar, como consecuencia
en parte de la medicalización de la alimentación y el cuerpo. En
concreto, se analiza la relación entre la lipofobia y las representa-
ciones y experiencias de la gordura en Cataluña (España)1 en base
a dos puntos de vista: el de los médicos y otros profesionales de la

1. El estudio etnográfico titulado «Joves grassos, pobres joves? Formes de


discriminació i resistència a l’entorn de l’obesitat» contó con el soporte de la
Secretaria de Joventut de la Generalitat de Catalunya (AJOVES, 2008 00017). Se
realizó en Catalunya durante el periodo de 2008-2009. Trabajamos en dos hos-
pitales públicos, dos centros de atención primaria y un establecimiento privado
dedicado a la prescripción de dietas y productos para adelgazar. Con el fin de aplicar
técnicas de análisis cualitativas (observación directa, entrevistas en profundidad y
grupos focales), seleccionamos un número de informantes relativamente reducido.
Por un lado, se entrevistaron a 20 jóvenes diagnosticados de obesidad en edades
comprendidas entre los 15 y 30 años y 5 jóvenes-adultos entre 30-35 años, siendo

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salud que diagnostican y tratan la obesidad, y el de sus pacientes,
particularmente de personas jóvenes. Centramos la atención en este
grupo de edad porque sus prácticas sociales se asocian, a menudo,
con la irracionalidad e irresponsabilidad propia del «proceso de
maduración» que acompaña el tránsito hacia la adultez, una preciosa
metáfora biológica de la resistencia juvenil a acatar las órdenes y, en
este caso, a seguir las recomendaciones relativas a la alimentación
y el ejercicio físico.
Si bien es cierto que las perspectivas de médicos y pacientes pue-
den divergir en las ideas sobre las causas o los tratamientos aplicados,
este artículo enfatiza los puntos de convergencia. En este sentido,
tanto la concepción biomédica de las causas del exceso de peso como
la visión de los pacientes se caracterizan por una profunda ambi-
valencia. Por un lado, para los profesionales sanitarios los jóvenes
diagnosticados de sobrepeso (y obesidad) son considerados víctimas
de una sociedad de consumo muy permisiva pero, a su vez, son vistos
como culpables por no seguir las indicaciones de los especialistas
relativas a la dieta y al ejercicio físico. Por su parte, las narrativas
de los jóvenes pacientes reflejan ideas similares acerca de las causas
y la responsabilidad de su gordura. La aceptación de la premisa
básica de que la desviación de los estándares de peso y de las reglas
para una alimentación saludable es una acción voluntaria no solo
reafirma el diagnóstico médico, sino la desvalorización subjetiva, de
tal manera que la estigmatización de la obesidad se convierte en un
verdadero círculo vicioso: las víctimas aceptan y consideran normales

el 56% mujeres y el 44% hombres. El 50% eran de clases social baja y media-baja, el
38% a la clase media y el 12% pertenecían a clase media-alta. Por otro lado, inclui-
mos en el estudio a 5 padres de jóvenes con sobrepeso, 5 educadores de secundaria,
8 profesionales sanitarios y 7 jóvenes sin sobrepeso. En internet, analizamos los
intercambios escritos de 18 jóvenes residentes en Catalunya registrados en los foros
de www.adelgazar.com y www.obesos.org. Los resultados de esta investigación han
sido publicados en Gracia-Arnaiz, M. et al. (2012) Pobres joves grassos! L’obesitat
en les trajectòries juvenils. Tarragona: Servei de Publicacions URV.
Una versión reducida de este capítulo han sido publicadas en español e inglés en
Gracia-Arnaiz, M, (2014) «De la lipofobia al lipofobismo: imágenes y experiencias
en torno de la obesidad», Salud (i) Ciencia, 20 (4): 382-388 y Gracia-Arnaiz, M.
(2013) «Thou shalt not get fat: Medical representations and self-images of obesity
in a Mediterranean society». Health 7 (5): 1180-1189.

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las incriminaciones recibidas y se autoculpabilizan de su estado y su
incompetencia para evitarlo (Poulain, 2009). El punto más disonante
entre ambas miradas se produce alrededor de la consideración de
la gordura como algo patológico: dependiendo del grado de exceso
de peso y de la edad, los jóvenes no viven la obesidad como una
enfermedad ni ellos se consideran enfermos. Se trata más bien de
un estado corporal no deseable que les proporciona un daño moral
antes que físico.

La lipofobia y la medicalización de la gordura


Por su dimensión diacrónica y comparativa, buena parte de los
estudios históricos y etnográficos sobre prácticas alimentarias y cor-
porales han constatado que los comportamientos de restricción o
hartazgo que hoy se conciben como patológicos, en épocas anteriores
y entre determinados grupos sociales fueron incluso admirados y, lo
más importante, fueron experiencias no vividas ni calificadas como
enfermedad (Brumberg, 1988; Hepworth, 1999). En relación con
la corpulencia, estos trabajos señalan que estar gordo, por un lado,
y comer abundantemente, por otro, no solo no se han considerado
una enfermedad o conductas reprobables, sino todo lo contrario
(De Garine y Pollock, 1995). La gordura ha sido bienvenida, y lo
es todavía, en numerosas sociedades. La glotonería y los atracones
pueden ser una práctica socialmente aceptada e incluso valorada que,
además, no todo el mundo puede permitirse. En los contextos donde
los periodos de escasez alimentaria no son inusuales las personas
corpulentas han tenido más probabilidades de sobrevivir. Mientras
que estar delgado se ha asociado a enfermedades temibles, estar gordo
ha denotado estatus y, a menudo, belleza o atractivo sexual.
Los atributos negativos actualmente asociados al exceso de peso
no se comprenden sin atender a las fuerzas históricas que han con-
tribuido a su desarrollo. La lipofobia es un fenómeno relativamente
reciente en los países industrializados. Aunque la preocupación por
el peso y las formas corporales aumentó en el transcurso del siglo
XX, la problematización de exceso de grasa no es de ningún modo
exclusivo del presente (Vigarello, 2009). Ya en la antigüedad clásica
y en la tradición judeocristiana los imaginarios culturales en torno
a la gordura fueron ambivalentes (Csergo, 2009), oscilando entre la

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burla y el menosprecio, el respeto y la diversión o la sensualidad y la
salud. Hipócrates la relacionó con la muerte súbita y la esterilidad,
y Celso vinculó las barrigas prominentes de las élites con la ingesta
abundante de dulces y grasas. También la gordura interesó a los
médicos de la edad media, estableciendo relaciones entre el exceso
de peso y el consumo de alimentos. En los diccionarios médicos, la
obesidad empezó a ser incluida a partir del XVIII, y los trabajos sobre
la clínica, la patogenia y la terapéutica se multiplicaron durante el
XIX, planteándose como un estado del cuerpo ligado a problemas
funcionales que afectaban el metabolismo de las grasas.
A pesar de que la biomedicina ha tendido a minimizar el papel
que juegan los imaginarios culturales, creyendo que sus definiciones
de enfermedad están alejadas de los fundamentos éticos o estéticos,
lo cierto es que sus concepciones y tratamientos están en buena
parte influidas por las maneras de hacer y pensar predominantes
en cada contexto (Lupton 1994). Esta relación recíproca da lugar a
percepciones históricamente específicas del cuerpo, la comida y la
enfermedad. A lo largo del siglo XX, el fenómeno de la lipofobia se
consolida coincidiendo, en parte, con la consecutiva transformación
del estatus de patología otorgado por la medicina a la gordura, el
cual desplaza su significado social. Así pues, la actual visión negativa
de la gordura se ha construido a través del tiempo bajo la influencia
de una variedad de fuerzas: la moral del Occidente cristiano, que ha
exigido moderación y contención frente a la gula, la evolución de los
conocimientos científicos, que ha demostrado una estrecha conexión
entre la dieta, la enfermedad y la salud, y los cambios habidos en
las representaciones del cuerpo ideal (socialmente deseable) y en las
prácticas alimentarias.
Todos estos procesos se han ido retroalimentando entre sí. El
cuerpo deseable y sus eventuales variaciones son el espejo de una
época: a la vez que reflejan su funcionamiento social esconden
relaciones de poder (Saint Pol, 2010: 2). La canonización del cuer-
po delgado ha ido acompañada de una transferencia de valores de
la que el estamento médico ha sido el beneficiario en detrimento
de la autoridad religiosa. El Bien, los ideales de la perfección, de
pureza, que antaño se correspondían con valores trascendentales,
ahora se corresponden con una «buena salud» corporalmente idea-
lizada. El mal, los pecados, tales como el abandono a los apetitos

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del cuerpo, la golosina, la lujuria, la pereza... ya no son castigados
con el infierno después de la muerte, sino que conducen a infiernos
más inmediatos: la enfermedad, el envejecimiento, la gordura...
todos ellos signos patentes de pecados contra la higiene corporal y
alimentaria (Apfeldorfer, 1994: 31).
Al compás del proceso de normalización dietética y corporal
(Gracia-Arnaiz, 2010), la estigmatización de las personas gordas
ha ido en aumento, acusados de ser una especie de «delincuentes
nutricionales» (Basdevant, 2009: 120). Aunque la medicina ha iden-
tificado numerosas causas funcionales para explicar la acumulación
excesiva de grasa (metabólicas, genéticas, hormonales), los gordos
son consideradas como grandes comedores (big eaters), como per-
sonas que comen demasiado. Esta percepción se debe, en parte, a
la interpretación moralista que la ciencia ha hecho de las llamadas
sociedades de la abundancia. La definición actual de la obesidad
como una patología causada por la acumulación excesiva de grasa
debido a un consumo de energía superior al necesario coincide,
curiosamente, con el único período en la historia de la humanidad
en el que, en los países industrializados, la comida está disponible
de forma profusa, como resultado de los cambios en la producción
y distribución alimentaria que tuvo lugar durante la segunda mitad
del siglo XX. El tardocapitalismo ha favorecido la disponibilidad en
el mercado de una cantidad sin precedentes de alimentos que invitan
al consumo ilimitado, al mismo tiempo que ha desplegado un puri-
tanismo higienista con estrictas normas nutricionales que predican
el equilibrio dietético (Apfeldorfer, 2009). Desde esta perspectiva,
la gordura no sería más que una especie de «tara» que acompaña
al proceso civilizatorio (Elias, 1989). La imaginería patológica que
rodea la obesidad expresa, en realidad, una preocupación por el
orden social, adquiriendo un sentido punitivo. En este caso, es una
señal de una sociedad que va mal y las personas gordas, en tanto
que transgresoras del orden, deben ser reprendidas (DiGiacomo,
1992; Sontag, 2005).
Si bien hay formas de diferencias encarnadas —racial, étnica,
de género— que se valoran positivamente como consustanciales de
la «diversidad humana», la obesidad es una excepción a esta regla. A
medida que en estos contextos la delgadez se disocia de la pobreza
y la enfermedad, es reinterpretada como un signo de distinción,

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belleza, salud y disciplina (Bordo 1993, Reigner 2009). Frente a los
cuerpos delgados, que pasan a considerarse moral, médica, estética
o sexualmente deseables, los gordos encarnan la pereza, la fealdad
y la aflicción. De hecho, de los dos estereotipos que según Fischler
(1995) se han construido en Occidente en torno a la gordura -el
gordo/goloso aceptado socialmente por simpatía y el gordo/glotón
rechazado por ser egoísta y ocioso-, ha triunfado finalmente el se-
gundo, entendiéndose que las personas obesas comen desenfrenada-
mente, transgrediendo las normas de la compartición y la mesura.
Las evaluaciones positivas y negativas del físico se proyectan, por
inferencia, a los patrones típicos de conducta correlacionados con
atributos morales. El resultado en el caso de la gordura corporal es
semejante al que se produce entre otros colectivos estigmatizados: los
gordos acaban siendo discriminados por sus atributos físicos y com-
portamentales con efectos específicos en las relaciones personales y
vida cotidiana. En el caso de los jóvenes, este sufrimiento se manifiesta
de forma particular.
Si como hemos señalado antes, la lipofobia es el miedo o el
rechazo sistemático de grasa y el temor a engordar el lipofobismo,
en tanto que proceso que emerge de y está conformado por las es-
tructuras de las sociedades obesogénicas, es el trato discriminatorio
que las personas reciben por su condición de gordas (Gracia-Arnaiz
et al., 2012). Mediante la incorporación de los numerosos juicios
de valor que entraña la lipofobia, la medicalización de la gordura
ha contribuido particularmente a la estigmatización de las personas
con sobrepeso. Esta confluencia de la ideología y la práctica social se
refleja especialmente en la conceptualización de la obesidad como
una enfermedad «evitable».

¿Es la obesidad una enfermedad?


En apenas dos décadas, la medicina ha cambiado el estado episté-
mico de la obesidad (Poulain, 2009). Como se ha señalado en el
capítulo anterior, ha pasado de ser considerada un simple factor
de riesgo, a una patología crónica y más recientemente a ser una
epidemia mundial. Las teorías termodinámicas que relacionan el
gasto energético según las diferentes condiciones de existencia y
según el contenido calórico de los alimentos marcan, de hecho,

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la actual concepción de la obesidad en base a la idea de «desequi-
librio» entre lo consumido y lo gastado. Dicho desequilibrio es el
causante de la acumulación anormal de grasa. En la medida que el
exceso de peso es concebido como un factor de riesgo para la salud,
se establecen mecanismos para su medición y control. En primer
lugar se crea la categoría de «peso corporal» (Hacking, 2005) y, a
partir de esta, diversos indicadores fijan la normalidad ponderal,
tales como bajo-peso, normo-peso y sobrepeso. El Índice de Masa
Corporal (IMC) óptimo se encuentra entre 18,5 y 25 kg/m2. Por
debajo del límite inferior hay una tasa de mortalidad / morbilidad
más alta para la desnutrición y las enfermedades relacionadas con
el cáncer, y por encima de ella, para los problemas de diabetes,
hipertensión y cardiovasculares. El umbral crítico para que una
persona sea diagnosticada de obesidad y, por tanto, considerada
enferma, se sitúa en 30 kg/m2. Sin embargo, el IMC no se refiere
directamente a la composición corporal, ni siquiera a la distribu-
ción de la grasa. Un bodybuilder puede tener un índice de masa
corporal superior a 30 y no ser obeso, sino estar muy musculado.
Así, aunque el IMC es un indicador con poco interés en el plano
individual (Basdevant, 2009), se ha convertido en la herramienta
cuantitativa con más poder para definir el carácter patológico del
exceso de peso.
Preguntándose si la obesidad es realmente una enfermedad,
Heshka and Allison (2001: 1402-3) se cuestionan que su reconoci-
miento como un problema de salud pública relevante haya tenido
que lograrse a través de esta clasificación. Aunque en The Consensus
Development Conference on Obesity (USA) el Instituto Nacional de la
Salud convinó en 1985 referir la obesidad como una enfermedad y
la Clasificación Internacional del Enfermedades (CIE-9, 9ª edition y
CIE-10) contiene entradas para obesidad, algunos estudiosos recla-
man la necesidad de discutir su conceptualización. Para estos autores,
tal como ahora se la define, no cumpliría con los criterios usados
habitualmente para establecer que es, o no es, una patología:

a) una condición del cuerpo, sus partes, órganos o sistemas, o


una alteración de estos;
b) resultado de una infección, parásitos, nutrición, dietética,
las causas ambientales, genéticas, o de otra índole;

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c) con una característica identificativa, un grupo de síntomas
o signos;
d) desviación de la estructura o función normal (descrito como
estructura o funcionamiento anormal; función incorrecta;
deterioro del estado normal, interrupción, perturbación,
cesación, desorden, alteración de la integridad física o fun-
ciones de los órganos).

Heshka y Allison se preguntan en qué medida la obesidad encaja


en esta definición de la enfermedad y especialmente en relación con
las condiciones tercera y cuarta. El punto (c) plantea un problema.
De hecho, la obesidad puede ser diagnosticada visualmente por las
proporciones físicas del sujeto o con la ayuda de medidas de altu-
ra y el peso. Sin embargo, no hay otros indicios que caractericen
singularmente la obesidad. Sus acompañantes más habituales, la
diabetes o la hipertensión, no siempre están presentes. Así pues,
la condición (c) se puede tener, pero solo en un sentido circular o
tautológico: el único signo característico para la identificación de
la obesidad es también la característica principal que la define, es
decir, la gordura. Por otro lado, constituir un factor de riesgo en
el diagnóstico de otras enfermedades crónicas no es suficiente para
soportar una definición de enfermedad.
En torno al punto (d) aparece otra cuestión. Si bien es cierto
en el caso de la obesidad puede haber una alteración o impedi-
mento sustancial de las funciones físicas, no siempre es así. Esto
es más obvio en los casos de gordura extrema. En tales situaciones,
el exceso de grasa usualmente va acompañado de varios signos de
deterioro físico que pueden aumentar según el volumen corporal.
Sin embargo, el deterioro no es inevitable o incluso habitual en la
mayoría de las personas que cumplen con el IMC igual o superior a
30 kg/m2. En contraste con la obesidad mórbida, la leve o moderada
solo advierte de un posible deterioro, en la medida en que ser un
factor de riesgo confiere, por definición, mayores probabilidades de
sufrir situaciones adversas en un futuro. Sin embargo, la asociación
con estos posibles daños es solo probabilística. No se puede predecir
quienes desarrollarán una obesidad relacionable con un problema
de salud. De hecho, algunas personas que cumplen los criterios para
la obesidad vivirán una vida larga, libre de la morbilidad asociada al

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sobrepeso. Por lo tanto, conceptualmente es incómodo considerar la
obesidad como enfermedad cuando para muchas personas no impli-
ca aflicción. Numerosos personas obesas funcionan como miembros
competentes en su sociedad. Tampoco estas personas necesariamente
se consideran a sí mismas impedidas, salvo quizás en la medida en
que se sienten víctimas de la discriminación social.
Por tanto, no parecería ni necesario ni lógico tácticamente
tener que etiquetar la obesidad de enfermedad para que sea
tomada en serio. Aunque ciertamente algunos estados tienden a dejar
al margen de la atención médica y a no asumir los costes terapéuticos
de aquellos problemas que no están dentro de la categorización de
enfermedad (Lawrence, 2004; Greenhalgh, 2012), no parece que esté
siendo así en España. En este país, la obesidad se sitúa, y se explica,
dentro este contexto amplio de problematización social y médica del
exceso de peso, concibiéndose como una patología. Hay unanimidad
en plantearla como uno de los problemas de salud pública más graves
del país y la medicalización ha sido rápida a juzgar por el aumento de
las investigaciones clínicas y epidemiológicas, el despliegue de disposi-
tivos asistenciales especializados y las numerosas acciones preventivas
emprendidas. Con todo, no cesan las voces de los expertos reclamando
más políticas gubernamentales para su tratamiento y prevención.
España comparte diagnóstico, tendencias y medidas con otros
países occidentales y, como en estos, abundan los estudios epidemio-
lógicos intentando caracterizar la obesidad. Se trata, no obstante, de
trabajos metodológicamente muy diversos entre sí que dificultan, en
cualquier caso, la fiabilidad a la hora de comparar resultados, a me-
nudo dispares, y de valorar la evolución de las prevalencias (Aranceta,
2008). Según distintas fuentes, España es uno de los países donde ha
crecido más la prevalencia de obesidad durante los últimos quince
años (Serra Majem et al., 2003; Valera y Silvestre, 2009), situándose,
como he señalado en el capítulo anterior, en el 17% entre la población
adulta (ENSA 2011). Estas fuentes también destacan el aumento de
la prevalencia entre los grupos de edad más jóvenes, la cual alcanza
al 15, 15% en menores de 18 años. Otros estudios, sin embargo,
señalan que la obesidad infantil se habría estabilizado en España en
los últimos 10 años (Pérez-Farinós et al., 2013).
En el conjunto del estado, Cataluña presenta una prevalencia
sensiblemente inferior a la media del resto de regiones españolas en

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adultos y jóvenes. Según los datos de la última Enquesta de Salut
de Catalunya (ESCA, 2013), entre adultos la obesidad se sitúa en el
14,2%, mientras que entre los menores de 18 años alcanza al 12%.
Sin embargo, a pesar de ocupar una posición menos destacada,
Cataluña ha sido una de las primeras comunidades autónomas en
crear su propia estrategia integral de acuerdo con las directrices
establecidas por la Organización Mundial de la Salud (WHA57, 17,
2004) y el Ministerio de Sanidad y Consumo español (Estrategia
NAOS, 2005). Dicha estrategia se denomina Plan para la Promoción
de la Actividad Física y la Alimentación Saludable (PAAS, 2006) y
se dirige principalmente a los niños en edad escolar y adolescentes.
La implementación de este programa se ha justificado por el in-
cremento de la prevalencia de sobrepeso observado en los estudios
epidemiológicos (Serra-Majem et al., 2003 y Serra-Majem et al.,
2007), los cuales confirman la «paradoja mediterránea», es decir,
la concurrencia del aumento de la obesidad en sociedades cuyas
cocinas tradicionales han sido asociadas con la denominada dieta
mediterránea,2 definida desde un punto de vista nutricional como
saludable y equilibrada.
En general, a medida que aumenta la prevalencia del sobrepeso
en diferentes lugares del mundo, los factores culturales adquieren un
mayor poder explicativo en la causalidad. También el PAAS atribuye
este incremento al empeoramiento de los hábitos alimentarios (por
abandono progresivo de la dieta mediterránea) y al aumento del
sedentarismo: en pocas palabras, la gente come demasiados alimen-
tos de valor nutricional dudoso y se ejercitan muy poco. Y ante la
ausencia de análisis comparativos sobre las divergencias/semejanzas
socioculturales entre Cataluña y otros países u regiones de España
que puedan explicar el porqué de las menores prevalencias en esta co-
munidad, los epidemiólogos optan por establecer los mismos agentes
causales para todas las sociedades industrializadas (Le Guen, 2005,
Lang y Rayner, 2007) señalados en el capítulo anterior: fast-food,

2. En 2010, la Dieta Mediterránea fue inscrita en la lista representativa del


Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO. Bajo este término,
sus promotores aluden al carácter supuestamente excepcional del estilo de vida
mediterráneo, los hábitos alimentarios y su influencia positiva en la salud. Para más
información sobre su caracterización consúltese: http://dietamediterranea.com.

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ocio pasivo, transporte mecanizado, escasa educación nutricional,
etc. De ahí que las acciones emprendidas también sean semejantes
a las del resto de países.
En efecto, el PAAS plantea que la solución al problema de la
obesidad está en desarrollar y mantener un estilo de vida saludable,
que se ha de alcanzar a través del equilibrio energético de las comi-
das y de mantener un peso normal, limitando la ingesta de calorías
de las grasas y los azúcares, comiendo cinco porciones de frutas o
verduras todos los días, y haciendo ejercicio diariamente durante al
menos 30 minutos. Son propuestas parecidas a las apuntadas en el
capítulo anterior para México, España o Francia: hacen hincapié en
el cambio conductual y en la responsabilidad individual. Una vez
más, estas recomendaciones apenas tienen en cuenta la influencia
del contexto en la salud, obviando que la conexión entre la acción
subjetiva y la estructura social (Bourdieu, 1972) tiene implicaciones
relevantes a la hora de condicionar el acceso a los recursos sanita-
rios y el seguimiento de pautas dietéticas y peso (Delormier et al.,
2009). De hecho, es esta relación la que permite explicar la desigual
distribución de la gordura según la clase social y el género. En estas
sociedades, la creciente feminización de la obesidad está estrecha-
mente relacionada con los niveles bajos de ingresos y formación
(Saint Pol, 2010).
En cualquier caso, la clasificación de la obesidad como una en-
fermedad epidémica de proporciones globales ni aumenta nuestra
comprensión de su etiología compleja ni determina una respuesta
adecuada. Lo que sí ha logrado, sin embargo, es la legitimación
del «estar a dieta» como una forma de vida, en gran parte como
consecuencia de lo que Hacking (2005) define como la «epidemia»
de los discursos de la obesidad. Las intervenciones clínicas, como
veremos a continuación, están llenas de suposiciones acerca de los
malos hábitos alimentarios y falta la responsabilidad de los jóvenes,
e implican invariablemente ponerlos a régimen a pesar de que la
tasa de éxito de los tratamientos es muy baja. Las prohibiciones
dietéticas hechas por los sanitarios para disminuir el peso de sus
pacientes codifican una forma particular de mensajes anti-gordura
que, de forma particular, contribuyen a aumentar el sufrimiento y
el sentimiento de culpa entre las personas obesas.

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Representaciones y prácticas biomédicas en torno
a la obesidad
La obesidad es una reprobación de todo el cuerpo social, y su rechazo
masivo influye, sin duda, en las concepciones y prácticas biomédicas
(Apfeldorfer, 2009:136). En Cataluña este proceso no es una excep-
ción. El ámbito sanitario promueve discursos normativos y, en parte,
también estigmatizantes. En efecto, la ambivalencia acompaña la
definición de la obesidad como enfermedad y de las personas obesas
como enfermas. Si desde la concepción biomédica los jóvenes gordos
son considerados víctimas de una sociedad permisiva, y por tanto en-
fermos, por otro lado también son identificados como personas que
transgreden los modelos normativos para evitarla —la dieta óptima
y el ejercicio físico— y, en este sentido, son vistos como culpables.
Así, si bien es cierto que el concepto de enfermedad suele implicar
una exculpación del paciente respecto de su estado patológico, en
el caso de la obesidad este requisito no se cumple necesariamente.
Entre quienes discuten sobre las causas de la obesidad están los
que mantienen que esta tiene, en parte, un carácter autoinfligido
debido a los malos hábitos alimentarios y al consumo excesivo de
comida, de tal forma que los obesos no deberían ser exonerados de
su responsabilidad (Heshka y Allison, 2001). Mientras que durante
la infancia la responsabilidad de estar gordo se fija, primero, en
torno a la familia y sus hábitos alimentarios y de actividad física,
durante la adolescencia y juventud la culpabilidad se subjetiviza y la
causalidad se fija en relación a la adecuación, o no, de las conductas
individuales. Las motivaciones no-racionales que guían las elecciones
alimentarias de los jóvenes, la falta de educación nutricional o el
ejercicio regular insuficiente son los argumentos biomédicos más
comunes para explicar, de forma limitada y reduccionista, el aumento
de la obesidad juvenil.
La gordura ha ido adquiriendo sus cualidades negativas a través del
modo en que la sociedad ha ido interpretándola. La biomedicina ha
legitimado una forma particular de concebirla. La mayoría de médicos
de los centros asistenciales catalanes menciona la concurrencia de
factores endógenos —genéticos, hormonales, metabólicos— en el
origen de la obesidad: «hay gente que se engorda más y otra que no se
engorda comiendo lo mismo… probablemente hay un componente ge-
nético, pero no lo sabemos medir…» (médica endocrinóloga). Algunos

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apuntan que el desequilibrio energético puede deberse a cuestiones
funcionales: «las causas de la obesidad son multifactoriales. No solo es
comer mucho y no quemar, es comer mucho, no quemar y tener un me-
tabolismo que te predispone a estar así…» (médico pediatra) e, incluso,
reconocen ciertos límites en la constatación de que la obesidad sea
inexorablemente una enfermedad:

[…] hay cosas que se dan por ciertas que tampoco están demos-
tradas, no todo el mundo que tiene sobrepeso está enfermo […]
no sé si tampoco es muy conveniente demonizar a esta gente, en
el sentido de hacerlos entrar en la dinámica de una enfermedad.
(Médico de familia)

No obstante, el planteamiento relativista es infrecuente entre


los clínicos y lo más común es centrar la etiología de la obesidad en
torno a los factores externos y, en particular, en la cantidad/calidad
de comida consumida. Aunque puntualmente se nombran los ya
consabidos motivos ambientales como agentes explicativos: «tenemos
transporte, ordenadores… la gente no camina…» (médico nutricionis-
ta), el origen del problema se traslada fácilmente hacia las conductas
individuales y, en particular, a lo que se consideran estilos de vida
inadecuados, como si estos no dependieran, a su vez, de factores
estructurales: «el obeso es una persona que consume el máximo y gasta
lo mínimo» (endocrinóloga). Efectivamente, se cree que la principal
causa de la obesidad es la ingesta excesiva de alimentos pocos salu-
dables. A un exceso de grasa, le corresponde un exceso de comida.
Los jóvenes, según buena parte de los clínicos, no saben o, sobre
todo, no quieren comer correctamente. Les falta disciplina familiar
y voluntad personal:

[…] los hábitos alimentarios adquiridos en casa son muy im-


portantes, si no se les educa desde pequeño y se les consiente
todo lo que les gusta […] Ellos tiran por lo cómodo, por lo que
el paladar acepta mejor, que son los azúcares, las grasas […] Si
en la familia no hay autoridad para decir basta, ellos comen lo
que quieren […] (Endocrinólogo)

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Para los médicos, pues, los jóvenes obesos son «hijos» de la
sociedad de la abundancia y del fast-food, pero sobre todo de una
época donde, tal como la conciben, faltan límites y sobran com-
placencias paternales:

Muchos padres vienen ya excusándose, que si lo he intentado


todo, que no hay manera de hacerle comer verdura o pescado
[…] Pues si los padres no se imponen, nosotros ¿qué vamos a
hacer? (Médico de familia)

Este énfasis en lo individual favorece, por un lado, la inculpación


de padres e hijos por su incapacidad de actuar de forma racional
y, en consecuencia, legitima su intervención sanitaria: «si no saben
comer, habrá que enseñarles» (dietista).
El establecimiento de la dieta óptima y la regulación del peso
como principal herramienta terapéutica apelan a la adquisición de
una competencia nutricional y vigilancia de la propia salud (Ascher,
2005). Se trata de un doble proceso, de medicalización y de moraliza-
ción, según el cual hay que cambiar los «malos» hábitos alimentarios
de la población juvenil y transformarlos en un nuevo conjunto de
prácticas conformes a las reglas científicas de la nutrición porque son
más adecuadas: «no solo se ha de comer bien por motivos de salud, uno
se siente mejor, más en forma, si come correctamente» (dietista). Desde
esta lógica higienista, el sobrepeso ya es percibido como la antesala de
la obesidad y las personas con unos kilos de más como pre-enfermos:
«probablemente un exceso de grasa que no provoca, demostrablemente,
problemas físicos es un estado pre-patológico» (médico nutricionista).
Esta idea del continuum en la ganancia de peso a lo largo del ciclo
vital como inevitable y, por tanto, de la transformación automática
del sobrepeso en obesidad es comúnmente referida: «está clarísimo
que el sobrepeso si no te cuidas es un preámbulo… un sobrepeso a los
20 años en la edad adulta probablemente sea una obesidad de grado I»
(pediatra). Es obvio que para llegar a la obesidad extrema hay que
haber tenido sobrepeso, pero no todos los jóvenes adultos obesos
fueron niños gordos (Aranceta, 2008). Por otro lado, se sabe que
muchas personas mantienen un sobrepeso estable a lo largo de su
vida, sin que ello les reporte ningún problema de salud (Flegal et
al., 2005).

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Asumir que la obesidad es una enfermedad obliga a los médicos
a intervenir y a los pacientes a seguir un tratamiento (Gracia et al.,
2012). Aunque la intervención médica puede incluir fármacos y
cirugía, el tratamiento más común para rebajar peso consiste en la
prescripción dietética. Si el problema se deriva del desequilibrio entre
calorías consumidas y gastadas, hacer dieta parece la solución más
lógica para corregirlo. La rehabilitación nutricional es el eje central
alrededor del cual giran los tratamientos contra la obesidad. Su ob-
jetivo es, en todos los casos, promover que los pacientes alcancen y
mantengan su normo-peso y adopten hábitos alimentarios saludables
(Gracia, 2009). En el mismo sentido, dicha rehabilitación es vista
por los médicos como un elemento indispensable para asegurar que
los pacientes superen su enfermedad, tanto desde un punto de vista
físico, como psicológico y social. Ellos consideran que la dieta debe
seguirse durante meses o años, si es necesario, ya que proporciona a
los jóvenes seguridad, pone orden en sus vidas y les ayuda a combatir
su obsesión por la comida y el peso:
Lo que hacemos es educación, dieta, ejercicio [...] introducimos
fármacos si conviene, o valoramos cirugía bariátrica [...] [pero
la solución] es una dieta sana, equilibrada y no es de un mes ni
dos, sino que es algo de por vida. (Endocrinóloga)
El objetivo de introducir una rutina dietética que establece lo
que se puede comer, en qué cantidad, donde, cuándo, con quien y
con qué frecuencia, parte de la creencia de que los pacientes tienen
hábitos alimentarios desestructurados, basados en atracones o die-
tas restrictivas autoimpuestas que no tienen ningún fundamento
racional (Gracia, 2009:199). Consecuentemente, los nutricionistas
centran su intervención en proponerles medidas para mejorar sus
conocimientos nutricionales y cambiar sus prácticas alimentarias,
supuestamente equivocadas. Sus comidas deben incluir lo que los
clínicos denominan una «dieta normal» a horarios, ingredientes y
cantidades:

Es un cambio de hábitos alimentarios, la gente tiene que comer


sano, independientemente de si estás delgado o tienes un poco
de sobrepeso. Y eso es lo que nosotros intentamos inculcar.
(Endocrinóloga)

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El objetivo final es inculcarles hábitos saludables como si de una
medicina se tratara: «intentamos incidir en modificar el patrón de
actividad física y el hábito alimenticio .... Pero la predisposición a
la obesidad la tendrá siempre, la dieta es como su medicina» (pe-
diatra).
Sorprende, sin embargo, que habiendo definido a las perso-
nas diagnosticadas de obesidad por su «obsesión» por, primero,
comer mucho y, después, por ponerse a régimen, este sea visto
por los profesionales de la salud como parte fundamental de la
estrategia terapéutica a seguir. No deja de ser paradójico que
su predisposición «desmesurada e irracional» a hacer dietas (no
óptimas) se tenga que resolver, precisamente, poniéndolas nue-
vamente a dieta (óptima). Desde un punto de vista terapéutico
de lo que se trata es menos de estigmatizar la dieta en sí misma,
que de rechazar aquellas pautas que, por su contenido y forma,
se apartan del modelo nutricional biomédico, el único capaz de
establecer, racionalmente, quienes hacen o no dieta y en qué
consiste una «comida no-dieta» (Fernández y Turón, 2001: 281).
Una comida no-dieta es aquella que un observador neutral con-
cluyese que no se está realizando dieta ni ahorrando calorías…
Esta alimentación debe incluir distintos tipos de alimentos en
cantidades suficientes.
Según este enfoque, las personas que comen en función de sus
necesidades biológicas comienzan a comer cuando sienten hambre
y dejan de hacerlo cuando se sienten llenos son individuos que
no hacen dieta. Así, los sujetos que comen exclusivamente «oyen-
do» sus reclamos orgánicos son los que, de entrada, estarían más
alejados de comer de una forma incontrolada y, en consecuencia,
de padecer obesidad o cualquier otro trastorno alimentario. De
forma paralela, y también según este modelo, para conseguir
hacer comidas «no-dieta» se debe aprender a «comer de forma
mecánica«.
Sin embargo, muchos de estos planteamientos terapéuticos
fracasan y, aunque algunas personas consiguen disminuir su peso
temporalmente, los resultados a largo son insuficientes o parciales.
Se sabe que la prescripción reiterada de dietas y su seguimiento
pueden potenciar la pérdida y ganancia de peso y que ello, como
ya hemos señalado, contribuye a generar más obesidad (Alemany,

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2003). A pesar de que numerosos profesionales dicen que intentan
personalizar las dietas insisten sobre todo en la distribución de los
grupos de alimentos, su contenido nutricional, el reparto a lo largo
de la jornada o en la forma de cocinarlos. Si bien estos son aspectos
relevantes, no son pautados teniendo en cuenta las razones ni las
situaciones que condicionan a las personas a alimentarse de un
modo u otro:

Lo que se busca siempre en los obesos es el cambio de actitud


[...] Mientras un obeso piense que está haciendo dieta [...] es
que no está curado [...] cuando vaya a un restaurante y pida
una ensalada y no piense que está haciendo dieta [...] cuando
su pensamiento normal para subir a la tercera planta sea coger
las escaleras, eso es que está curado. (Pediatra)

Al igual que en otros contextos terapéuticos, las intervenciones


basadas principalmente en la dieta a menudo fracasan. Aunque
algunos pacientes logran perder peso temporalmente, los resul-
tados a largo plazo son decepcionantes para los médicos. Como
ha demostrado Garrow (1988), la mayoría de las personas con
obesidad que comienzan el tratamiento dietético lo abandonan,
y las que pierden peso generalmente lo vuelven a ganar. Si los
hábitos inadecuados han llevado al joven a la gordura, del mis-
mo modo el fracaso del tratamiento se atribuye a su actitud y al
incumplimiento de las indicaciones recibidas. Esta consideración
permite al clínico eliminar su responsabilidad en el malogro de la
intervención terapéutica:

Es un batalla continua la obesidad. Se entiende que tengan


dificultades […] pero las dietas están ahí para hacerlas […] La
gente no es consciente, la fuerza de voluntad es una cosa que se
ha perdido. (Endocrinóloga)

La incapacidad de seguir las recomendaciones o de «hacer caso»


es vista por todos los especialistas como aquello que hace fracasar un
tratamiento. De hecho, el obeso es un paciente desobediente:

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El problema que tienen es que no son capaces de cumplir las
recomendaciones, no tienen voluntad [...] El éxito terapéutico
es muy bajo. Es una especialidad muy poco agradecida ... y
además, la mayoría de gente que viene a la consulta no está
nada dispuesta a mejorar o esforzarse por mejorar. (Endocri-
nóloga)

Ningún profesional sanitario se plantea que el resultado adverso


provenga de su intervención, en el sentido de que la prescripción
dietética puede no ser la mejor solución para determinados pacientes
o tipos de obesidad:

Un fracaso en el tratamiento siempre es cuando tú pones un


tratamiento y aquel tratamiento no funciona. Si el paciente
«no quiere» iniciar el tratamiento, como seguir la dieta, esto
es un fracaso del tratamiento o una falta de concienciación?
(Pediatra)

Son los pacientes quienes, por falta de predisposición o con-


cienciación, dificultan la resolución de su enfermedad y acaban
desvirtuando, así, la función terapéutica del clínico.

Si la obesidad es una enfermedad, ¿entonces yo estoy


enfermo?
La noción de cuerpo humano como un proyecto social e individual,
como una entidad en proceso de construcción (Shilling, 1993: 5),
cobra interés en nuestro trabajo en cuanto puede dar luz sobre cómo
las ideas acerca de lo que se entiende por un «cuerpo aceptable»
—social y médicamente— respecto a tamaño y forma o sobre cómo
la disposición física y psíquica puede afectar a la vida cotidiana de
la gente. Esta interpretación de la corrección o de la desviación
respecto a la norma legitima, a menudo, formas particulares de
estigmatización. En el ámbito que nos ocupa, la mirada médica
reprobatoria que recae sobre los jóvenes con sobrepeso por estar
—y permanecer— gordos acaba siendo aceptada por los pacientes
como una consecuencia de su comportamiento inadecuado y ello
les hace sentir aún más culpables.

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Diversos trabajos han puesto el acento en el análisis de las
formas de estigmatización relacionadas con la obesidad y en cómo
estas afectan las trayectorias sociales (Cahnman, 1968, Tibère et al.,
2007; Sobal, 2008; Saguy, 2013). Los diferentes estudios indican
que entre los agentes que juegan un rol central en el proceso de
estigmatización de la obesidad, aparte de los niños y adolescentes
(Cramer y Steinwert, 1998), se encuentran los profesionales sa-
nitarios (Maddox y Liederman, 1969), (Apfeldorfer, 2009). Para
Cahnman (1968), los jóvenes sufren una triple discriminación
porque son desvalorizados por los otros, porque son invitados
a verse como los únicos responsables y porque, además, acaban
aceptando como «normal» el trato peyorativo recibido por la gente.
Se trata de una discriminación transversal y longitudinal: afecta
a todos los ámbitos de relación social y permanece durante todo
el ciclo vital.
La «demonización» social a la que hoy se someten las grasa y los
gordos es compartida por la mayoría de los jóvenes entrevistados
quienes, en general, apenas se ven aliviados por el hecho de que la
obesidad se haya convertido en una enfermedad. No constituye
un medio para su exculpación porque tampoco los profesionales
sanitarios consideran que las personas con sobrepeso sean simples
víctimas de una sociedad consumista y permisiva. Al contrario, el
énfasis puesto en su incapacidad para estructurar/ordenar las comidas
constituye el argumento más usado por los jóvenes para inculparse
por estar gordos.
Este reconocimiento de la propia culpa forma parte de la
estigmatización que acompaña a las personas obesas. Goffman
(2003) entiende la estigmatización como un proceso que tiende
a desacreditar a una persona en tanto que es calificada como «no
normal» o «desviada». Esta desacreditación, que se produce interac-
cionalmente, proviene de aquellas personas que, contrariamente,
se consideran normales. Durante la construcción del estigma,
aparecen formas particulares de discriminación y exclusión social.
La persona afectada, según Goffman, asiste a un fenómeno de
reducción: el atributo que lo estigmatiza deviene central. El resto
de atributos aparecen secundarios. Los estigmatizados permanecen
cerrados en un callejón sin salida, ya que a menudo acaban en un
callejón aceptando como normales los juicios negativos hechos por

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los otros. Esta aceptación contribuye a su propia desvalorización
y aislamiento social, pero especialmente a considerar legítimos los
tratos discriminatorios.
Aunque científicamente se ha demostrado que no todos los
cuerpos acumulan grasas del mismo modo ingiriendo la misma
cantidad de alimentos (Alemany, 2003) y ello debiera servir para
aceptar que existan personas gordas sin que sea necesariamente por
comer de forma desmesurada», la advertencia médica siempre es la
misma: «han de comer menos, el desequilibrio entre lo consumido y
lo gastado, solo se puede resolver disminuyendo la ingesta» (endocri-
nólogo). Es así como el proceso de estigmatización transforma las
víctimas en culpables:

Mis hobbies son la TV, jugar a la Play o al ordenador… suelo


pasar 6 horas diarias en esta habitación. En general sí que tengo
remordimientos […] cuando estoy en medio de un juego pienso
que tendría que estar caminando. (Carles, 15 años)

El abandono o descuido personal motivado por dificultades


particulares también se expresa como causa del aumento de peso.
Dicho abandono se entiende como un estado derivado solo de su
comportamiento y es utilizado también como argumento incul-
patorio:

Te vas dejando, vas engordando […] Sí, la culpa es nuestra. Yo


me engordé veintidós quilos con el embarazo […] después al
separarme cogí una depresión muy grande, y aumenté el peso
[…] No tenía ganas de nada. ¿Qué hacía? Pues comer! Claro
que es culpa nuestra. (Irene 35 años)

La persona obesa, incorporando los juicios médicos y sociales,


se asume como un sujeto impotente y despreciable: «tienes un
sentimiento de culpa, de impotencia, de rabia contigo misma [...] y
vergüenza otra vez» (Laura, 34 años). La vergüenza es recurrente
porque, en cierto modo, los jóvenes se sienten como «pecadores»
incapaces de no caer en la tentación de comer: «la obesidad es
fruto de no haber hecho el esfuerzo o de haberme descuidado» (Pau,
32 años), y como personas débiles por dejarse llevar fácilmente

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por los demás: siempre me he criado igual, picoteando, porque mi
madre ya lo hacía y, por tanto, yo también. (Mercè, 23 años). «Lo
mío es genético, pero luego están los malos hábitos alimenticios […] Yo
llegué a pesar 160 kilos, eso no es genética […]» (Celia, 28 años). La
idea generalizada de que la obesidad está en elecciones personales
y que la juventud come mal porque pica entre horas, se harta de
snacks o bollería y hace poco ejercicio físico atraviesa los juicios
de buena parte de estos pacientes. Con todo, hay quienes insisten
en otros factores. Se trata de jóvenes disconformes con la etiqueta
impuesta por los clínicos (y la sociedad en general) en relación a
ser «grandes comedores» pasivos, subrayando que existen razones
no conductuales que explican su ganancia de peso al margen de
su voluntad: «hay gente que con lo que come podría estar supergorda
y está muy delgada. Yo misma, no como mucho, más bien como poco»
(Silvia, 15 años). Estas otras razones señalan a veces a factores
biológicos como el propio metabolismo, pero también a las formas
de vida que organizan las sociedades industrializadas en relación
al tipo de trabajos, los horarios de las actividades o incluso los
salarios: «bueno, es todo! Te pasas todo el día en el trabajo, llegas a
casa y comes todo lo que es rápido y fácil de preparar, ¿sabes? Yo culpo
trabajo, toda esta forma de vida» (Celia, 28 años). Otras personas
apuntan al tipo de trabajo realizado:
Yo siempre fui muy deportista, pero luego tuve que dejar porque
estaba trabajando y yendo a la escuela [...] Empecé a subir de
peso [...] Mi trabajo actual no ayuda mucho, me paso todo el
día sentado. (Manel, 32 años)

La capacidad adquisitiva también es muy determinante:


Lo que comes tiene que ver con tu salario. Si una persona gana di-
nero suficiente se puede comprar alimentos diferentes o de mayor
calidad que si gana poco […] entonces no puedes estar pensando
en tu salud, sino primero en tu bolsillo. (Yvonne, 33 años)

Estos jóvenes tampoco comparten con los médicos que la so-


lución esté exclusivamente en practicar estilos de vida saludables
porque, de hecho, algunos ya los practican:

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Se piensan que tu no sabes cuidarte, que tu no sabes comer
[…] Que el problema eres tú porque comes demasiado, picas
entre horas… Y esto es mentira. A mi el estrés me engorda. Si
tienes algún problema de tiroides, como yo, todo lo que coma
me engorda el doble […] De esto nadie se da cuenta. Voy en
bicicleta, camino por la calle, hago natación […] y me cuesta
muchísimo perder algo de peso. (Yvonne, 33 años)

Por otra parte, creerse enfermos por el hecho de estar gor-


dos depende, en gran medida, de su edad y grado de sobrepeso.
Los informantes más jóvenes tienden a no pensar en sí mismos
como enfermos, ya que su exceso de peso no les impide partici-
par en actividades normales y no hay ningún otro signo de una
disfunción física o patología asociada. Algunos, a pesar de estar
gordos, dicen que se encuentran bien, pero que si no vigilan su
peso «podría llegar a ser una enfermedad [...] Pero, yo no la veo
como una enfermedad [...] Si no la hubiera frenado [...] sí que sería
ya más enfermedad, no?» (Ariadna, 21 años). Se establece una
sutil diferencia entre no sentirse a gusto con el propio cuerpo y
definirse como enferma: «enferma en mi caso no, pero afectada sí,
tocada sí, claro» (Claudia, 17 años).
Junto a aquellos jóvenes que no se consideran enfermos porque
el exceso de peso no les impide vivir «funcionar» con normalidad
ni registran otras enfermedades vinculables, están aquellas otras
personas que sí se consideran enfermas por todo lo contrario. El
peso les dificulta vestirse, lavarse, salir a trabajar e incluso dormir:
«yo quiero sentirme bien, ir a pasear y no ahogarme, quiero ir por
todo y no sentirme que ahora estoy cansada, que no sé que tengo. No
quiero esta enfermedad» (Yvonne, 33 años). En el extremo superior
del rango de edad y peso, especialmente entre aquellos que han
luchado sin éxito durante años y han probado todos los medios
disponibles para reducir quilos y grasa, los jóvenes más corpulentos
sí que entienden la obesidad como una enfermedad, a pesar de
que reconocen que los problemas de salud no fueron el principal
factor que les motivó a tratar de bajar de peso:

Estoy gorda y punto! [...] Yo siempre lo hacía pagar a la salud


(antes del by-pass gástrico) [...] pero veo que lo primordial era

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el estético, me doy cada día más. Se debería mirar más por
la salud, es el principal, creo que la obesidad trae problemas.
(Laura, 34 años)
Quienes se acercan a la denominada obesidad extrema o mórbida
es más fácil que se definan como enfermos y revindiquen su estado
como patológico. La razón principal no se debe tanto a que junto
a esta acumulación de peso hayan aparecido forzosamente otras
enfermedades asociadas como la diabetes o la hipertensión, sino a
que disminuyen sustancialmente las posibilidades para moverse y
desarrollar las actividades cotidianas:
La obesidad es más una cuestión de salud que de estética. Sí que
lo noto al subir las escaleras porque me canso más. Caminando
solo lo noto cuando voy hablando, porque me falta el aire […]
Si no te cuidas, a la larga pasa factura. (Mercè, 23 años)
En el caso de las personas con problemas metabólicos, genéticos
o hormonales diagnosticados, insistir en esa condición es importante,
ya que afirman seguir las normas a pesar de que luego algo fuera de
su control acabe fallando:

Yo tengo mucha voluntad, mucha, y cuando me propongo


que no he de hacer una cosa, no la hago […] si he de comer
menos, como menos, yo no sé que es lo que falla. (Laura,
34 años)

Aunque la etiqueta de enfermos, a diferencia de otras aflicciones,


no supone apenas una exhoneración para estos jóvenes, lo cierto es
que algunos creen que únicamente dicho reconocimiento, la valida-
ción de la obesidad como una patología crónica y evolutiva, puede
ayudarles a cuestionar el estigma de ser considerado, como señala
Basdevant (2004), una especie de «delincuentes nutricionales»:

Debo decir que la obesidad es una de las enfermedades menos


comprendidas, ya que aquel que no la padece entiende que sim-
plemente se trata de dejadez por parte de quien se ve obligado a
«esconderse» para poder comer por miedo a ser juzgado, como
si de un criminal se tratase. (Marta, 24 años)

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Sin embargo, como advierte otro joven, liberarse de una cul-
pa incorporada a lo largo del tiempo se plantea como una tarea
difícil debido, en parte, a la ambigua situación de vivir la gordura
simultáneamente como enfermedad y fracaso personal:

Pese a haber sido siempre obeso, jamás me he acostumbrado


a esta condición. Es difícil tolerar los comentarios sociales, es
difícil soportar los comentarios de mis padres y de mi esposa,
es difícil hacer entender a los demás que la obesidad es un
problema médico y no solo un problema de la personalidad.
(Sila, 31 años).

Discusión
Cuando la obesidad se plantea como un problema de exceso de
peso atribuible principalmente a un balance energético positivo,
la naturaleza compleja de la biología y la cultura que interviene
en su origen y desarrollo tiende a ser simplificada en beneficio de
enfatizar la responsabilidad individual. Esto es evidente tanto en las
estrategias de salud pública para prevenir la obesidad como en las
narrativas de los profesionales sanitarios y los adolescentes y jóvenes
diagnosticados de sobrepeso en Cataluña. En este contexto, el debate
público sobre las causas del rápido incremento de la prevalencia de
obesidad no está polarizado entre los factores individuales/subjetivos
y los marcos sistémicos (Lawrence, 2004), sino que ambos se inclu-
yen en su explicación. Por una parte, se advierten las consecuencias
negativas de la modernización de las sociedades (industrialización,
sedentarización) en la salud de las personas, mientras que por otra
se las considera culpables por sucumbir fácilmente a las tentaciones
de la comida rápida barata y abundante y del ocio pasivo en lugar de
dedicar el tiempo necesario a comprar alimentos y preparar comidas
saludables y a hacer ejercicio suficiente.
Aunque la relación entre estos factores socioculturales y la con-
ceptualización de la obesidad como una enfermedad «evitable» puede
parecer intuitivamente obvia, demostrar esta conexión no es sencillo.
Casi todos los estudios empíricos apoyan una relación causal entre
numerosos y variados aspectos de la cultura y el aumento de las tasas

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de obesidad. En Cataluña algunos de estos factores están presentes
(mecanización, urbanización, fast-food, tecnologización del tiempo de
trabajo/ocio …), pero es muy difícil saber hasta qué punto han influido
en los hábitos alimentarios, y si esta influencia ha sido necesariamente
negativa para todo el mundo y en el mismo grado. Por otro lado,
aunque estos factores obesogénicos han sido repetidos hasta la
saciedad como los causantes de la obesidad, la principal estrategia sigue
motivando a las personas a cambiar sus hábitos alimentarios a través
de la información y educación nutricional. Es obvio que este objetivo
es, aparentemente, más fácilmente alcanzable y, en cualquier caso,
menos costoso que modificar los factores micro y macroestructurales
que determinan las maneras de comer y gestionar la salud de la gente.
En una sociedad lipófoba, el sobrepeso se toma como un signo tanto de
auto-negligencia como de irresponsabilidad social. Las personas obesas
ponen en peligro no solo su propia salud, sino también el sistema de
atención pública, dados los costes asistenciales que acarrea. Si esta en-
fermedad aparece en la infancia o la juventud el problema se acentúa:
potencialmente los individuos acortan su esperanza de vida, viven en
peores condiciones y son menos productivos, a la vez que contribu-
yen tempranamente a disparar el gasto de la sanidad pública. En este
sentido, la obesidad juvenil es vista como el resultado de una dejadez e
ignorancia, deliberadas o no, ante lo debería hacerse sistemáticamente:
seguir una dieta equilibrada y practicar una actividad física regular.
La gordura de los jóvenes es ampliamente considerada como una
condición autoinfligida resultante de un comportamiento elegido que
encarna, de forma sintética, una parte de los males que caracterizan
a las sociedades obesogénicas: el consumismo, la complacencia y el
riesgo. La mayoría de los tratamientos terapéuticos solo ponen la
atención en los alimentos que consume la gente, dejando fuera de la
intervención, y de la reflexión, las razones múltiples y complejas por
las cuales los adolescentes y jóvenes comen ciertos alimentos y no
otros. Como resultado de esta visión, el tratamiento se orienta hacia la
modificación de los hábitos alimentarios considerados inapropiados,
sin tomar en cuenta la subjetividad de los pacientes y de las fuerzas
sociales y culturales que dan lugar a comer de una forma y no de otra.
Del mismo modo, este énfasis en las prácticas alimentarias evitables,
hace que los jóvenes duden de la autenticidad de sus experiencias, al
menos de aquellas que no encajan con los criterios diagnóstico.

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Las autoridades y profesionales sanitarios, junto con otros agentes
sociales, han contribuido a resignificar la gordura. En una sociedad a
caballo entre la lipofobia y la obesogenia, las formas corporales sirven
para clasificar a las personas. La delgadez hoy es un signo de belleza,
salud y autodisciplina, mientras que la obesidad representa todo lo
contrario. Estos significados profundamente incorporados tienen po-
der de provocar sufrimiento o confort desde edades muy tempranas.
La medicalización creciente de la gordura no está contribuyendo a
exculpar a las personas obesas en tanto que enfermas. Hacer frente al
incremento de la obesidad, no debería hacerse a costa de estigmatizar
y discriminar a las personas gordas, sino de detectar quienes tienen,
por sus condiciones biosociales, más probabilidades de serlo. La in-
comprensión que los jóvenes sienten por quienes, supuestamente,
defienden que la obesidad es una enfermedad y ellos son pacientes,
aumenta su sentimiento de culpa. La gordura sintetiza, al fin y al cabo,
un fracaso personal y social. Y a menudo, lejos de preocuparse porque
el exceso de peso pueda afectar su salud, lo que lleva a muchos jóvenes
a adelgazarse es el intento de modificar aquello que psíquica, social y
médicamente les tortura: su gordura. Rechazados por tener un cuerpo
anormal y escasamente atractivo, la mayoría de ellos deciden hacer
régimen legitimadas por los mensajes antiobesidad que la biomedi-
cina y el mercado de la salud han generalizado. Aquello que empieza
siendo una acción temporal, estar o ponerse a dieta, para lograr un
fin determinado deviene un estado que condiciona, a veces de forma
monótona y sobrecogedora, su manera de estar en el mundo.

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CUARTA PARTE
HAMBRES QUE VIENEN
(¿Y SE QUEDAN?)

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VII. EL HAMBRE EN EL MUNDO

En el actual panorama internacional, las cuestiones relativas a la


seguridad alimentaria ocupan un lugar prioritario en las agendas
científicas, políticas, económicas y sanitarias.1 Se trata, no obstante,
de un término ambiguo, al menos semánticamente hablando (Con-
teras y Gracia, 2005). En las sociedades industrializadas, hablar hoy
de «seguridad alimentaria» hace referencia, sobre todo, a la inocuidad
de la cadena alimentaria y a las precauciones adoptadas para mini-
mizar los posibles peligros asociados a los alimentos, tales como la
intoxicación o la contaminación. En estos lugares, se multiplican las
medidas de evitación, se investiga y se aplican técnicas de manipula-
ción específica, de conservación, etc. En inglés, esta idea es referida,
más específicamente, mediante el concepto de food safety.
Hasta hace muy pocos años, cuando se usaba el término de segu-
ridad alimentaria, siempre era para referirse a la necesidad de asegurar
la accesibilidad de una población a los recursos alimentarios suficientes
para garantizar su supervivencia, su reproducción y su bienestar. En
este último caso, los contenidos claves se refieren a disponibilidad y
accesibilidad, entendiéndose que existe seguridad alimentaria cuando
todas las personas tienen en todo momento acceso físico, social y eco-
nómico a suficientes alimentos inocuos y nutritivos para satisfacer sus
necesidades alimentarias y sus preferencias en cuanto a los alimentos, a

1. Una versión en francés se encuentra en Gracia-Arnaiz (2012). En este


capítulo se han actualizado datos respecto a dicha versión.

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fin de llevar una vida activa y sana (Cumbre Mundial sobre Alimenta-
ción, 1996). Por esta razón, hay quienes prefieren emplear el término
de «seguridad sanitaria» de los alimentos o de la cadena alimentaria
(Apfelbaum, 1998; Fischler, 1998; Hubert, 2002) cuando refieren a
la preocupación o interés orientado a garantizar la inocuidad de los
alimentos y a seguridad alimentaria cuando aluden a la existencia de
un sistema de sustento insuficiente o incierto. Dejando a un lado estas
aclaraciones terminológicas, en este capítulo vamos a exponer de forma
sintética las diferentes causas y teorías que explican por qué el derecho
a la alimentación no está hoy garantizado en numerosas sociedades,
incluidas las más industrializadas, y el modo en que las distintas formas
de hambre se han ido acomodando en amplias regiones del planeta
coexistiendo con la profusión y el despilfarro alimentarios.

El hambre: de centros y periferias


En la actualidad, y a pesar de que numerosos estudiosos han caracteri-
zado a las actuales sociedades en parte por la abundancia o profusión
alimentaria, la inseguridad constituye una constante para millones de
personas. En el 2004, los 187 Estados Miembros del Consejo Ge-
neral de la FAO adoptaron un «Conjunto de Directrices Voluntarias
con el fin de Respaldar la Realización Progresiva del Derecho a una
Alimentación Adecuada en el Contexto de la Seguridad Alimenta-
ria Nacional» con el fin de obligarse a mitigar y aliviar el hambre.
Desde entonces, el derecho a la alimentación se considera que es el
derecho a tener acceso, de manera regular, permanente y libre, sea
directamente, sea mediante compra por dinero, a una alimentación
cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente, que corres-
ponda a las tradiciones culturales de la población a que pertenece
el consumidor y garantice una vida síquica y física, individual y
colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna. Desafortunada-
mente, a principios del siglo XXI, la disponibilidad de alimentos y
la accesibilidad a los alimentos no está garantizada para numerosos
países y grupos de población. En sociedades de África, América
del Sur y Asia existen serias dificultades para alimentar a una parte
de sus poblaciones, algunas de ellas derivadas o aumentadas por
los efectos de la monetarización, la industrialización y la creciente
globalización comercial y financiera. La crisis alimentaria de 2006-

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2008, causante del aumento del precio de los alimentos básicos
hasta niveles inasequibles para cientos de miles de personas, y su
solapamiento con la actual crisis económica internacional, que ha
hecho disminuir radicalmente los ingresos de numerosos hogares,
ha llevado el hambre, las hambrunas y la malnutrición por primera
vez desde 1970, a más de mil millones de personas en el mundo
(FAO, 2009). Esta cifra supera la población total de América del Norte
y Europa juntas, configurando una especie de «continente» artificial
formado por quienes pasan hambre: niños y niñas, hombres y mujeres,
probablemente nunca desarrollarán su capacidad física o psíquica al
cien por cien porque no tienen suficiente comida y muchos morirán
por no haber alcanzado el derecho básico de alimentarse.
La emergencia alimentaria que hoy afecta a millones de personas
ha vuelto a poner de actualidad los límites de situaciones extremas
que poco tienen de causas naturales. Inundaciones, sequías, enfre-
namientos bélicos pueden contribuir a agudizar la vulnerabilidad
alimentaria que afecta a ciertas poblaciones, sin embargo no son,
como veremos, las únicas razones que la explican. Sus causas son,
sobre todo, económicas y políticas, y tienen que ver con las decisiones
que toman quienes controlan a nivel local, regional e internacional
los recursos naturales y las materias primas que, como la tierra, el
agua o las semillas permiten la producción de comida a nivel local y
global. Aunque el hambre es un fenómeno que puede explicarse por
la reiteración de factores recurrentes a lo largo de la historia, cada
época presenta peculiaridades que modifican su explicación.
Hoy no puede entenderse determinadas experiencias del hambre
en el mundo sin hacerse referencia a la especulación financiera. A
pesar de que los alimentos han sido desde hace siglos una mercancía
de alto valor político y económico para los estados, en la actualidad
los intereses privados ejercidos sobre el suelo y las materias primas
alimentarias está contribuyendo particularmente a empeorar el ac-
ceso a la tierra y a los alimentos de millones de personas. Así, por
ejemplo, la compra masiva de suelo fértil por parte de inversores
extranjeros (agroindustria, gobiernos, fondos especulativos…) ha
provocado en el África subsahariana la expulsión de miles de campe-
sinos de sus tierras, disminuyendo la capacidad de estos países para
autoabastecerse. Por su parte, desde el estallido de la crisis en 2008,
los grandes fondos de especulación han emigrado de los mercados

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financieros a los de materias primas, incluidos los alimentos básicos
(arroz, trigo, mijo, maíz, lácteos…) (Ziegler, 2011). Desde entonces,
los alimentos se han convertido en refugio seguro para especular
por parte de los grandes fondos de cobertura, de pensiones y de
riesgo, de forma que hoy el precio de los alimentos se determina
en las bolsas de valores de Chicago, Londres o Frankfurt al margen
de la repercusión que su subida o bajada pueda tener en el acceso a
la comida. La reciente hambruna declarada en 2011 por Naciones
Unidas en dos regiones del sur de Somalia, Bakool y Bajo Shabelle
son un ejemplo dramático de todo ello.2
Aunque el impacto de este fenómeno históricamente ha sido
mayor en los países más pobres, no hay que olvidar, sin embargo,
que las carencias alimentarias, estrechamente ligada a la desigualdad
social, al reparto desequilibrado de los recursos y las condiciones
materiales de vida, también afectan a numerosas personas de los
denominados países ricos (Fitchen, 1997). En este sentido, hay
que evitar analizar el problema de la inseguridad alimentaria desde
una mirada eurocéntrica que sitúa las distintas formas del hambre
siempre en los mismos territorios periféricos, porque se cree que
solo los hambrientos o simplemente quienes no pueden alimentarse
saludablemente están ahí. En las sociedades industrializadas, tal
como veremos en el próximo capítulo, hay mucha gente que no
puede cumplir tampoco con el derecho a alimentarse dignamente.
En estos países, la actual austeridad económica se ha materializado
en el incremento constante de solicitudes de ayuda alimentaria y de
la actividad de las organizaciones destinadas a repartir alimentos o
cheques menú. Un ejemplo ilustrativo es el aumento del número de
Bancos de Alimentos creados en estos contextos, cuyo objetivo es
recuperar los excedentes alimentarios de cada país y redistribuirlos
entre las personas con mayores dificultades económicas.

Estimaciones, cifras y modelos


A pesar de los teóricos esfuerzos por disminuir el hambre y la pobre-
za y de las iniciativas adoptadas por organismos como la Food and

2. http://www.fao.org/agronoticias/agro-noticias/detalle/ru/

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Agriculture Organization (FAO), el Programa Mundial de Alimentos
(PM), el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), ambos
fenómenos no solo se han cronificado, sino que en los últimos años
se han visto agudizados. Las desigualdades sociales respecto al acceso,
la distribución y el consumo de alimentos continúan siendo abruma-
doras (Dupin y Hercberg, 1988; Whit, 1999; Atkins y Bowler, 2001).
Habitualmente, en el seno de un país, tales diferencias dependen de
cuestiones relativas al género, la case social, la edad, el grupo étnico
o al lugar geopolítico que esta ocupa en el contexto internacional.
Aunque como veremos en las causas del hambre y en particular de las
hambrunas se han apuntado múltiples y complejos factores, dichas
variables ayudan a explicar y comprender, en buena medida, por qué
estas se localizan en los países más pobres y entre las personas con
menos recursos. En cualquier caso, lo que está claro es que el período
histórico donde ha habido más afluencia alimentaria en el mundo
coincide, paradójicamente, con la agudización de este fenómeno. Hay
mucha gente pobre, sin comida y con problemas de salud graves por
carecer de un acceso regular al consumo de alimentos, cuyas realidades
personales y sociales son muy diversas: trabajadores inmigrantes y sus
familias, población marginal de las zonas urbanas, refugiados políticos,
grupos indígenas y minorías étnicas y, en general, familias e individuos
con bajos o nulos ingresos. De hecho, la actual crisis económica está
teniendo mayor repercusión en la población rural sin tierras, que
ha visto disminuir los ingresos también por las remesas enviadas
por los inmigrantes muchos de los cuales ante el incremento del
paro en las zonas urbanas, están volviendo a sus lugares de origen
y, particularmente, en los hogares a cargo de mujeres.
El décimo informe de la FAO (2009) sobre El Estado de Inseguri-
dad Alimentaria en el Mundo constataba que antes que se produjera
la crisis alimentaria y económica de 2008, el número de personas
que padecían hambre había aumentado lenta pero constantemente
hasta alcanzar los 1023 millones de personas. Así, los objetivos de la
década anterior de reducir a la mitad el número de personas subnutri-
das fijados en la Cumbre Mundial sobre Alimentación (CMA, 1996)
antes del 2015 se han convertido hoy en un fin inalcanzable. Entre
1995-2001 el número de personas desnutridas aumentó realmente en
18 millones, lo que significaba que se tenía que multiplicar por doce
la cifra de 2,1 millones para alcanzar los objetivos establecidos para

225

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Cuadro 1
Número de personas subnutridas en el mundo
desde 1969-1971 hasta 2010

1.050

1.000

950

900

850

800

750

Fuente: FAO.
Nota: Las cifras correspondientes a 2009 y 2010 son calculadas por la FAO con
la contribución del Servicio de Investigación Económica del Departamento de
Agricultura de los Estados Unidos de América. Para consultar la información
completa sobre la metodología, véanse las notas técnicas de referencia (dispo-
nibles en www.fao.org/publication/sofi/en/).

2015. Aunque en el 2008 el precio internacional de los alimentos y


combustibles empezó a bajar, los precios nacionales de los alimentos
básicos seguían siendo, de media, un 17% superiores en términos
reales a los de dos años antes.
Según Zabalo (2013: 1-5), las últimas estimaciones publicadas
por la FAO (2012) indican que 868 millones de personas padecieron
hambre en 2012. Esta cifra es bastante inferior al tope histórico
del más de mil millones de personas subnutridas que este mismo
organismo detectó en 2009 (cuadro 1). Sin embargo, no podemos
leer los datos como un simple descenso de la subnutrición duran-
te estos tres últimos años, ya que en este periodo ha habido una
revisión de la metodología empleada en el cálculo. La nueva serie
de la FAO, recalculada desde 1990, cambia radicalmente la visión

226

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sobre la evolución del hambre durante las últimas décadas. Frente
a la trayectoria ascendente que se observaba antes en el número
de personas hambrientas desde mediados de los años noventa, los
nuevos datos muestran una tendencia inequívocamente descendente.
Esto se debe en gran medida a que ha aumentado en 150 millones
la cifra estimada para 1990, que luego va bajando suavemente
hasta coincidir con los cálculos anteriores en 2008 (cuadro 2).
Coincidiendo con este cambio metodológico, las nuevas cifras del
hambre ofrecidas por la FAO ahora sí que facilitan la consecución
de la meta del primer objetivo del Milenio: reducir a la mitad la
proporción de personas que pasan hambre en 2015. En el último
informe elaborado por la FAO (2014), el descenso continua en el
período 2012-2014, situando el numero de personas crónicamente
desnutridas en 805 millones.3

Cuadro 2
Repercusión de las distintas revisiones de los datos y la metodología
en las estimaciones de la subnutrición de la FAO

Número de personas subnutridas en las regiones en desarrollo (millones)


1.000 980

950
909
900 905 870
856
850
852 852
833 839
800 821

750 774

700

0 1990-92
1995-97 2000-02 2005-07 2008-10 2009-11 2010-12

Cifras facilitadas en 2011 Revisión de los datos de población

Revisión de los datos de estatura Revisión del suministro de energía alimentaria

Inclusión de las pérdidas a nivel minorista Estimaciones finales (incluidos los cambios en la metodología)

Métodos y cifras aparte, ante esta situación conviene hacerse di-


versas preguntas. Sabemos que el hambre está causada por la escasez,
pero no por la falta de alimentos. A comienzos de este nuevo siglo,

3. Información disponible en: http://www.fao.org/3/a-i4030e.pdf.

227

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la humanidad dispone de un 23% más de alimentos por persona de
lo que estaba disponible hace cuarenta años (Moore Lappé, 2007).
Si como se viene manteniendo en diversas instancias, la producción
alimentaria actual es suficiente para alimentar a toda la población
mundial, ¿por qué persiste el hambre?, ¿por qué las distintas formas
del hambre se inscribe en la historia de la afluencia? La FAO hace
más de veinte años elaboró un informe en el que señalaba que el
mundo, en el estado actual de las fuerzas de producción agrícola,
podría alimentar sin problemas a más de 12.000 millones de seres
humanos; hoy ya se habla de 20.000 (Ziegler, 2000: 20). Ahora
bien, una cosa es la posibilidad de producir alimentos y otra es que
dicha producción se lleve a cabo. El estancamiento o la limitación
de la producción pueden venir impuestas por políticas alimentarias
desde los países industrializados hacia los más pobres o en transi-
ción por diferentes motivos. Es el caso, por ejemplo, de la balanza
entre exportación e importación. Pero no solo por eso. Hemos visto
conflictos armados en los que uno o ambos lados han usado los ali-
mentos (su ausencia o control) como un arma y contextos en los que
persiste el hambre a consecuencia de las guerras y las perturbaciones
socioeconómicas causadas (Messer, 2009).
El hambre y sus derivaciones han caminado junto a la humanidad,
y en diferente forma y grado, espacio y tiempo han sido constantes
desde la prehistoria. Sin embargo, la creciente inseguridad alimentaria
en el mundo está muy vinculada con el neocapitalismo. En efecto, la
historia del hambre más regular y global está incorporada en la socie-
dad de la afluencia (Pelto y Pelto, 1985). La cuestión más paradójica y
que merece la reflexión es que, a diferencia de otras épocas anteriores,
hoy puede ser posible una nutrición adecuada para todo el mundo
en relación con la producción de grano. Si el problema, de momento
y hasta que los recursos medioambientales lo permitan, no es la falta
de disponibilidad ni la producción, nos podemos preguntar cuál es
entonces. Parte de la respuesta se encuentra en cómo son utilizados
los alimentos producidos, en tanto que no todo el grano cultivado es
para el consumo humano directo, sino que sirva para «fabricar proteí-
nas animales». Restringimos considerablemente nuestras provisiones
cuando dedicamos aproximadamente un el 40% del grano y la soja
mundiales al ganado, recuperando solamente una pequeña fracción
de los nutrientes en forma de carne, la cual es consumida mayormente

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por los habitantes de las sociedades industrializadas. Para fabricar 1 kg
de buey se requieren 16 kg de cereales y soja, 6 kg para 1 kg de ave
y 3 kilos para 1 kg de huevos (Harris, 1985). Algunos vegetarianos
argumentan que la adopción de una dieta vegetal de forma generalizada
podría reducir el problema del hambre. La verdad es que aunque este
tipo de dieta está en aumento, una revolución de hábitos alimentarios
de estas características es poco probable a corto término.
Para caracterizar la naturaleza de este fenómeno, desde instancias
gubernamentales y sanitarias se han elaborado modelos de consumo
alimentario a escala regional, estatal e internacional. El objetivo prin-
cipal es conocer el tipo de dietas seguidas en los diferentes países del
mundo e interpretar las causas y las consecuencias nutricionales de la
distribución desigual de los alimentos. Tales modelos se suelen hacer
a partir del volumen y la estructura calórica del régimen alimentario
seguido y trata de identificar el grupo de alimentos y nutrientes que
suponen la mayor parte de la aportación energética. Además, desde los
años setenta, se han ido creando sofisticados sistemas de evaluación y
detección con el fin de establecer estimaciones cuantitativas sobre el
número de personas hambrientas y territorios más afectados y sobre
estas diseñar programas de ayudas e intervención. En la década de los
años setenta, la comunidad internacional empezó a plantear que las
hambrunas no solo debían ser tratadas en situación de emergencia
sino que se debían activar medidas de precaución. Los sistemas de
alarma o EWS (Early Warning Systems) aparecen para alertar a las
autoridades nacionales e internacionales con el fin de movilizar
stocks alimentarios globales que deben ser desplazados para prevenir
muertes. Dado que en muchos de estos países no existen los me-
dios técnicos para establecer dichos sistemas, estos son llevados por
agencias internacionales y también ONG, habiéndose convertido,
para muchas de ellas, en su actividad principal.
Con este tipo de herramientas trabajan economistas, dietistas,
nutriólogos o antropólogos. En 1988, Hercberg y Galán ya apuntaban
que, sin embargo, estos modelos se construyen con valores medios,
los cuales enmascaran la heterogeneidad de las prácticas alimentarias
dentro de cada país, subrayando, por otro lado, que no todos los
países que ofrecen información a estas instituciones internacionales,
la dan con el mismo grado de fiabilidad (cuadro 3). Los modelos
resultantes varían según los criterios que se han priorizado (grupo

229

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de alimentos que supone la mayor parte del aporte energético, los
nutrientes, ingresos, etc.), tienen diversas lecturas y sirven para expli-
car diferentes fenómenos. Aquí detallamos una posible tipología de
modelos, establecida sobre el discutible criterio del grado de indus-
trialización de un país y según las consecuencias en la salud pública
de sus poblaciones:

Cuadro 3
Modelos alimentarios

Paises industrializados
• Gran diversificación de los grupos de alimentos
• Consumo elevado de productos de origen animal
• Consumo elevado de proteínas (más de 2/3 partes de origen animal)
• Consumo elevado de lípidos (más de 2/3 partes de origen animal)
• Un aporte hidrocarbonato bajo con un exceso de azúcares simples a
costa de una disminución del consumo de azúcares complejos
• Un aporte bajo de fibras alimentarias
Enfermedades asociadas
Obesidad, enfermedades cardiovasculares, diabetes, hiperlipoproteinemia,
caries dental, estreñimiento, trombosis venosa, neoplasia colorectal…
Países no industrializados o en transición
• Alimentación monótona, en la que el alimento base proporciona por sí
solo entre el 60-90% del aporte energético
• Una parte reducida de productos para animales en la composición
de la ración
• Un aporte glucídico elevado, esencialmente en forma de azúcares
complejos
• Un aporte proteico más o menos discreto, esencialmente de origen
vegetal
• Un aparte elevado de fibras alimentarias
Enfermedades asociadas
Malnutriciones calórico-proteicas, anemias nutricionales, carencias
de vitamina A, bocio y cretinismo, obesidad…

Fuente: Hercberg y Galán 1988: 21-22

No obstante, estos modelos alimentarios han experimentado


modificaciones significativas en las últimas décadas coincidiendo con
los cambios socioeconómicos habidos a nivel mundial. La creciente
deslocalización de la producción y distribución de los alimentos
ha contribuido a que los procesos en los que las variedades de ali-

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mentos, los métodos de producción y los modelos de consumo se
difundan por todo el mundo a través de una red cada vez más intensa
y creciente de interdependencia socioeconómica y política (Pelto y
Pelto, 1985), que ha supuesto para ciertos estados la imposibilidad
de definir sus propias políticas agrarias y alimentarias y depender de
la importación de alimentos relativamente baratos, pero no siempre
saludables. En este sentido, la transición nutricional en los países más
pobres o en transición ha comenzado por un cambio importante
en lo respectivo a incrementar el consumo de los alimentos ricos
en grasas, edulcorantes calóricos y de origen animal y disminuir,
paralelamente, el gasto energético fruto de la sedentarización de la
vida cotidiana. Según algunos autores (Popkin, 2004), la interac-
ción de los cambios dietéticos con cambios de la actividad física ha
tenido consecuencias importantes en el incremento del sobrepeso
y la obesidad y las enfermedades crónicas asociadas, tales como la
diabetes o la hipertensión, señalando que el desarrollo mundial ha
transformado la obesidad en un gran problema —la «globobesi-
dad»— para los más pobres de todo el planeta.
Pero dejemos a un lado las cifras y modelos alimentarios, porque
a la hora de definir quién está subnutrido o malnutrido, quién es
pobre o rico o no, el baile de números es notable dependiendo de
los criterios y de los indicadores que se utilizan para medir y evaluar
dichos niveles.4 Solo un apunte de interés: a lo largo de las últimas
décadas los nutricionistas han ido variando sus criterios de adecuación
de las raciones diarias recomendadas (RDA) en función de criterios
dispares. Hace veinticinco años consumir un porcentaje proteínas de
origen animal por debajo del 8% era un indicador de malnutrición,
hoy ya no es así, e incluso se considera oportuno y más saludable que
estas proteínas sean de origen vegetal. Otro criterio fundamental es el
suministro de energía diaria necesaria para mantener el metabolismo
basal (DES) que oscila según la persona y la edad entre las 1.300 y
1.700 kcalorías día. En 1950, la FAO planteó que 3.200 kcal/día era
la cifra más adecuada. No obstante, ello suponía reconocer que el
60% de la población mundial se encontraba por debajo de la cantidad
óptima. Desde entonces esta cifra ha sufrido varios reajustes. En 1996

4. Para una crítica pormenorizada consúltese McInstosh (1995).

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se hablaba de 2.700 a 2.900 kcal/día y en la actualidad se plantea que
solo a partir de un consumo inferior a 2.100 kcal/día se podría hablar
de subnutrición. Esta última cifra tampoco parece ser muy definitiva
si atendemos al hecho de que, por ejemplo en Cataluña (España),
cuya población presenta un estado nutricional óptimo, la media del
consumo energético diario por persona gira en torno a las 2.000 kcal
por persona (Generalitat de Catalunya, 2004).
Los problemas de estos indicadores son múltiples, entre otros
que no están hechos para incorporar las peculiaridades contextua-
les ni subjetivas. Sin embargo, sabemos que el estado nutricional
de las personas está afectado por numerosos factores de carácter
económico y social. Una persona puede tener sobrepeso o estar
obesa consumiendo 1.500 kcal si apenas tiene que moverse o
hacer actividad física para resolver sus necesidades cotidianas. Las
estimaciones otras veces se hacen a nivel regional, no de país y
dependen de los datos disponibles y de los modelos estadísticos.
Y aunque, por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud y el
Banco Mundial utilizan las mismas fuentes de datos, difieren en los
modelos estadísticos, lo que se traduce en estimaciones diferentes
según a nivel de país/región.

Teorías sobre el hambre


En las últimas décadas, las ciencias sociales han tratado de explicar las
causas del hambre y la malnutrición argumentando diferentes motivos
y también haciéndolo desde diferentes enfoques teóricos. La propia
definición del concepto de «seguridad alimentaria» ha experimentado
una evolución importante en los últimos años, según se han sucedido
las diferentes teorías sobre las razones del hambre. Como veremos
unas tesis atienden prioritariamente a las causas exógenas relativas
a las calamidades naturales (inundaciones, sequías, desertización
de los suelos), otras a los problemas endógenos (regímenes políticos,
guerras, conflictos étnicos, falta de infraestructuras, desigualdades
sociales internas) y otras a factores estructurales globales, como es la
distribución desigual de los bienes disponibles y el hecho de que, en
realidad, haya gente que carezca de alimentos necesarios porque la
producción alimentaria se ajusta a la denominada demanda solvente.
Es decir, hoy hay gente que pasa hambre, e incluso muere de hambre,

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no porque no haya alimentos para toda la población mundial actual,
sino porque no se tiene acceso a los recursos. Desde esta perspectiva,
el hambre serelaciona con las causas estructurales que provocan la
vulnerabilidad social (Watts y Bohle, 1993).
Respecto a las principales aproximaciones explicativas, destacamos
tres de ellas: la denominada liberal y/o tecnológica (también optimista),
el enfoque de la economía política y la teoría constructivista. Se dejan
de lado las tesis más conservadoras por su simplicidad y radicalismo.
Desde estas perspectivas, el hambre sería útil en un mundo potencial-
mente superpoblado, mientras que la culpa del hambre la tendrían los
propios hambrientos, su pobreza y su falta de capacidad para generar
riqueza. Otro argumento conservador que ayudaría a perpetuar el
hambre y la malnutrición se derivaría de aplicar un cierto relativismo
cultural «malintencionado» (laissez-faire), entendiendo que hay que
respetar los valores de las sociedades tradicionales, aunque dichos
valores sean la base de la de desnutrición y del hambre.

Enfoque liberal
El planteamiento liberal está influido por la teoría de la moderni-
zación difundida a partir de los años cincuenta del siglo pasado,
según la cual se considera que el desarrollo de todas sociedades
es posible a partir de la intervención económica, las aplicaciones
tecnológicas y los logros sanitarios. Así, las medidas a adoptar son,
por ejemplo, aumentar la producción de alimentos, introducir la
mecanización, la irrigación, los fertilizantes químicos, las semillas
de alto rendimiento, los cultivos transgénicos e imponer medidas de
control de la natalidad. Se cree en la bondad del sistema capitalista,
pero a diferencia de las tesis más conservadoras basadas en la filosofía
del laissez-faire, defienden las reformas económicas y políticas para
aliviar el hambre. El capitalismo es el mejor modo de producción
y lo que hay que hacer es pulir las imperfecciones asociadas a este
con el fin de mejorar la eficiencia del sistema mundial.
Esta primera teoría, dominante hasta los años ochenta, ha
atribuido las hambrunas a una disminución de los suministros ali-
mentarios por causas naturales (climáticas) y demográficas y, por
extensión, el hambre crónica a una falta recurrente de alimentos.
De esta visión, se desprendía que las políticas de Seguridad Alimen-
taria Nacional (SAN), definida esta por la disponibilidad de unos

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suministros alimentarios suficientes para satisfacer las necesidades
de consumo per cápita del cada país en todo momento, debían tener
como objetivo garantizar un abastecimiento de alimentos per cápita
suficiente y regular en el tiempo. Dentro de este enfoque, se ubica una
de las teorías más influyentes conocida con el acrónimo de FAD (Food
Availability Decline o Descenso de la Disponibilidad de Alimentos).
Algunos teóricos de la FAD enfatizan el efecto de los desastres medioam-
bientales a corto plazo (inundaciones, sequías o la pérdida de cultivos
debido a plagas), mientras que otros hablan de factores a medio y largo
plazo, tales como la superpoblación. Estos teóricos defenderían una
teoría neomaltusiana,5 es decir, basada en el control del crecimiento
de la población, especialmente en aquellos países del Tercer Mundo
donde la natalidad es mucho más elevada, para evitar que se extienda
el hambre y las hambrunas. Así, este enfoque sitúa los problemas en
el lado del sistema alimentario, considerando que la causa principal
del hambre es la producción insuficiente de alimentos.
Para evitar los descensos de la disponibilidad de alimentos hay
que introducir un modelo de producción basado en las grandes em-
presas agrarias porque permiten racionalizar la explotación de la tierra,
aumentar la productividad y, en consecuencia, disminuir el precio
de los alimentos en el mercado. Siguiendo este modelo productivo,
se superaría la situación actual en la que los países industrializados
«alimentan» con sus ayudas a los países más pobres. La India se ha
convertido en el mejor ejemplo de la aproximación reformista liberal
para ilustrar cómo se puede disminuir el hambre, en tanto que la
aplicación de cambios en la organización de cultivos y la adopción de
innovaciones tecnológicas ayudaron a incrementar la productividad
mediante un proceso gradual de intensificación de la producción
agrícola (Atkins & Bowler, 2001). La India incorporó las propues-
tas de hacer una agricultura científica cuyo objetivo principal fue
aumentar la producción alimentaria. La denominada revolución
verde, o aplicación de la reproducción genética de variedades de
alto rendimiento (HYV) supuso desde 1965 doblar la producción

5. En el siglo XVIII Malthus apuntaba que mientras la producción de alimentos


crecía aritméticamente, la población lo hacía geométricamente y eso había que
evitarlo mediante el control de natalidad.

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de grano. Además de estas aplicaciones, el programa se centró en el
control de natalidad mediante medidas de esterilización. Para animar
a la población a seguir estas nuevas directrices, se dieron premios y
pequeños electrodomésticos como la radio.
Hay que apuntar, sin embargo, que estos granos de alto rendi-
miento fueron cultivados solo en regiones específicas (Punjab, Haryana
Oeste y Uttar Pradesh) y los logros se consiguieron en la producción
de trigo más que en el arroz. Por otro lado, fracasó el cultivo de jowar
y bajri, los alimentos más consumidos entre los pobres. Además, el uso
de productos químicos contribuyó a degradar el medio ambiente. En la
India contemporánea continúan persistiendo otros problemas. La mala
distribución de los ingresos y la ausencia de un programa nacional de
alimentación, hacen que casi la mitad de la población india carezca de
los ingresos suficientes para una dieta nutritiva. Por otro lado, en el área
donde la denominada revolución verde ha sido exitosa, la estructura
de la propiedad de la tierra sigue evitando que las dos terceras partes
de la población pobre puedan alimentarse adecuadamente.
Por otro lado, esta teoría no plantea nada acerca de una mejor
distribución de los recursos alimentarios. Atendiendo a este tipo
de cuestiones, se hace difícil aceptar que la causa del hambre sea la
insuficiente producción de alimentos, en tanto que como ya hemos
señalado antes, se cultivan más alimentos de los que se necesitarían
para nutrir adecuadamente a todo el mundo. Si la actual producción
fuera distribuida de forma equitativa, cada persona podría recibir
alimentos que en términos de kilocalorías supondrían 2.500 diarias.
Otra idea cuestionable es creerse que las sociedades industrializadas
alimentan a los países del Tercer Mundo con su ayuda, en tanto que
muchos de estos países pobres exportan más alimentos —proteínas
y calorías— de las que importan, es decir, que en lugar de destinarse
al autoabastecimiento van a parar al mercado internacional. Un
ejemplo ilustrativo: países de América Latina y Asia aportan el 70%
de los productos vegetales importados por los EE UU y el 20% de los
cárnicos. Del mismo modo, en numerosas sociedades la tecnificación
agrícola no siempre ha supuesto ventajas significativas para sus pobla-
ciones, ya que ha generado mayor concentración de la riqueza, ma-
yor dependencia de los países industrializados (tecnología, semillas,
carburante), mayor ineficiencia energética y, en definitiva, mayores
ganancias para las corporaciones transnacionales de la alimentación.

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Contrariamente, en muchos de estos países se muestran más eficaces
los pequeños y medianos productores agrícolas, especialmente a la
hora de explotar la tierra, ya que se guían por sus propias decisiones
y conocimientos, llevan a cabo una agricultura menos intensiva y
agresiva con el medio y abastecen el mercado interno.

Economía política: del enfoque de las titularidades al sistema


de sustento seguro
A finales de los años setenta, diversos autores empiezan a criticar
la insuficiencia del concepto de Seguridad Alimentaria Nacional
(SAN) y la teoría del Descenso de la Disponibilidad de Alimentos
(FAD) por su incapacidad para explicar las causas últimas de las
crisis alimentarias y de que su aparición solo se dé en determinados
lugares, momentos y grupos (Drèze y Sen, 2008). Se constata, por
otro lado, que aunque en un país las cifras promedio sean satisfac-
torias, pueden existir sectores que padecen hambre. Los nuevos
enfoques no van a enfatizar las causas climáticas o demográficas,
sino a plantear que el hambre responde a causas socioeconómicas
y, en particular, a la pobreza. Las políticas de seguridad alimentaria
de los gobiernos y organismos internacionales tienen que centrarse
en las medidas distributivas y en el desarrollo de los sectores más
vulnerables, especialmente de los pequeños campesinos.
Las críticas al FAD cristalizan un modelo alternativo con la teoría
de las titularidades de Amartya Sen (1982). Este enfoque propone
diferentes medidas que implican transformaciones profundas,
focalizadas en la seguridad alimentaria y en los programas de ti-
tularidades o entitlements, basados en las premisas de que todo el
mundo debe tener derecho a cubrir necesidades básicas tales como
el agua, la comida, el aire o la vivienda. Las titularidades relativas a
los alimentos constituyen las capacidades o recursos de una familia
o individuo para acceder a estos de forma legal, produciéndolos,
comprándolos o percibiéndolos como donación del estado o de la
comunidad. Las titulares están determinadas, en consecuencia, por
el nivel de propiedades poseídas, las relaciones de intercambio en el
mercado y el nivel de protección social existente. Analizando varias
hambrunas desencadenadas en la segunda mitad del siglo XX, Sen
comprueba que estas no se debieron a la una escasez de suministros,
sino a una pérdida repentina de las titularidades y, derivada de esta,

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a una falta de acceso a los alimentos. Según Sen, la inanición hay
que entenderla como el fracaso al que se ven abocados ciertos grupos
de personas por no poder establecer titularidad sobre una cantidad
indispensable de alimentos y desarrollar las capacidades que han de
permitirles conseguirlos a través de los medios disponibles en esa
sociedad (producción, intercambio, comercio).
Este enfoque contribuye a difundir otro concepto de seguridad
alimentaria a mediados de los años ochenta, el cual toma como escala
de análisis la familia en lugar del país (después incluso el individuo),
la Seguridad Alimentaria familiar (SAF ), y modifica las medidas pro-
puestas para alcanzarla. Al subrayar el carácter humano más que el
técnico, se habla de derechos, política, responsabilidades y soluciones
centradas en la promoción de las capacidades locales, así como en
la gestión y el control de una producción sostenible de alimentos
(Moore Lappé, 2009).
A pesar de la enorme influencia de esta teoría en organismos inter-
nacionales como la FAO o el Banco Mundial, la creciente bibliografía
ha ido aportando nuevos conceptos y enfoques que insisten, sobre
todo, en tener presente que la SAF no debe contemplarse como un
objetivo aislado y lo que hay que procurar es un sistema de sustento
seguro y soberano. La circunstancia de que ciertos estados hayan
visto disminuir progresivamente su capacidad para definir sus pro-
pias políticas agrarias y alimentarias de acuerdo con los objetivos de
sostenibilidad y seguridad alimentaria ha hecho que surja un nuevo
concepto, «Soberanía Alimentaria», introducido por Vía Campesina
en 1996 coincidiendo con la Cumbre Mundial sobre Alimentación
(Roma, 1996). Dicho concepto constituye una ruptura con la defi-
nición de la FAO de seguridad alimentaria, centrada especialmente
en la disponibilidad de alimentos, e insiste en la necesidad de acabar
con las prácticas del dumping o venta por debajo de los costos de
producción y en promover mecanismos que permitan proteger los
mercados locales. De hecho, la Soberanía alimentaria, al poner el
énfasis en el modo de producir los alimentos y su origen, pretende
incorporar iniciativas políticas que rompan con la estrecha relación
existente entre la importación de alimentos baratos y el mayor debi-
litamiento de la producción y población agrícolas locales. Numerosos
estudios de caso han puesto de relieve que las familias afectadas por
crisis alimentarias no permanecen pasivas, sino que buscan diferentes

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estrategias orientadas no solo a subsistir, sino a preservar sus sistemas
de sustento (Pérez de Armiño, 2001). En este sentido, también hay
que tener en cuenta que las familias no son unidades compactas y
que existen notables desigualdades en su seno, sobre todo de género,
en el acceso a los alimentos y en el poder y control de los recursos;
un aspecto abordado insuficientemente por el enfoque de las titula-
ridades. Por otro lado, al centrar las causas del hambre en la pobreza,
la violencia como causante de la inseguridad alimentaria apenas ha
sido abordada por esta aproximación, siendo incapaz de explicar las
grandes hambrunas que han asolado el continente africano en las dos
últimas décadas. La guerra y sus efectos han supuesto la destrucción
de los medios productivos, las migraciones forzosas, la paralización
del estado y el entorpecimiento de las estrategias de afrontamiento.
Tristemente, en algunos países el hambre está sirviendo, incluso, como
arma para resolver conflictos políticos.
Un enfoque desde la economía política sensiblemente distinto
al anterior respecto a cómo caracterizar el problema del hambre y
abordar sus causas es el que participa de una aproximación intelec-
tual neomarxista, habiendo sido denominado de muchas maneras:
sociología crítica, aproximación materialista o enfoque dialéctico,
entre otras. Algunas de las ideas se recogen de la teoría del sistema
mundial y de la teoría de la dependencia (centro-periferia).6 Par-

6. La teoría del sistema mundial propuesta por Wallerstein (1974) cuestiona


la denominada teoría de la modernización, la cual supone que todas las sociedades,
partiendo de distintas situaciones y distintas velocidades, siguen el mismo camino
hacia la modernidad, tomando la sociedad occidental como modelo. Wallerstein
intenta explicar que la moderna economía-mundo solo puede ser una economía-
mundo capitalista. Se apoya en la teoría de la dependencia que se populariza sobre
todo en América Latina: el desarrollo de unos países se basa en el subdesarrollo
de otros (relaciones norte-sur, países ricos/países pobres, Primer Mundo/Tercer
Mundo). Ambas teorías niegan, sin embargo, el valor de las iniciativas locales y las
estrategias de resistencia de los actores de estas sociedades. Por su parte, el trabajo
de E. Wolf (1982) y la teoría de transición y de la reproducción de Godelier (1991)
suponen una relectura de las relaciones entre lo local y global que permite analizar
los procesos de cambio social y sus concreciones históricas tal como afectan a cada
sociedad y a su relación entre ellas. En este sentido, el capitalismo no es un sistema
homogéneo y aceptar que el centro es un motor de cambios no presupone que las
periferias sean reliquias del pasado y que asuman de forma pasiva los cambios más
recientes (Ortner, 1984).

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tiendo del análisis de las políticas macroeconómicas, explica las
hambrunas y otras patologías sociales mediante el desequilibrio
causado por las fuerzas del mercado de las economías capitalistas
y como una consecuencia de las relaciones asimétricas entre países
(Primer y Tercer Mundo, Norte-Sur, centro-periferia), clases sociales,
población urbana y rural, entre géneros y edades. Los conflictos
militares internacionales y los enfrentamientos civiles se señalan
también como factores principales de las hambrunas, especialmente
entre los grupos de desplazados y refugiados.
Esta aproximación explicativa entiende que el sistema econó-
mico se articula a partir, principalmente, de los modelos de propie-
dad y tecnología. En el sistema capitalista, el modelo de propiedad
principal descansa en las elites que, con el capital privado en sus
manos, poseen la mayor parte del aparato productivo del mundo.
Según este esquema, los trabajadores, incluyendo los campesinos,
venden su fuerza de trabajo de una u otra forma a estos capitalistas.
El beneficio que se acumula en este proceso fluye hacia las elites de
los países industrializados del hemisferio norte y también hacia las
elites de los países en desarrollo del hemisferio sur.
En este sistema, los países en desarrollo son productores princi-
palmente de materias primas, como el té en la India o el azúcar en
el Caribe, que no solo aportan los beneficios más bajos en toda la
cadena alimentaria, sino que, por otro lado, son enviados a países
desarrollados para su procesamiento industrial. Esta fase comporta
beneficios más sustanciosos que la primera. Cuando en los países en
desarrollo también se lleva a cabo la actividad de transformación de las
materias primas, los accionistas extranjeros generalmente poseen las
compañías de procesamiento, de forma tal que los beneficios fluyen
también hacia fuera. El objetivo principal de las corporaciones trans-
nacionales es servir al mercado mundial. Este es su público objetivo:
flores para Europa, café para EE UU. Por tanto, a partir de aquí, las
empresas alimentarias ubican los procesos producción, procesamiento
o transformación en aquellos lugares donde impliquen menos costes
y proporcionen mayores beneficios. A nivel mundial, los oligopolios
alimentarios se han ido consolidando a lo largo del siglo XX, especial-
mente en el último cuarto de siglo. Un número reducido de empresas
transnacionales —Unilever (multiproducto) en Holanda, Danone
(multiproducto) en Francia, Cargill (cereales) en USA o Gunge en

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Argentina. Son sistemas de producción verticalmente integrados. Se
definen por la procedencia global de sus surtidos, la centralización
de ventajas estratégicas, recursos y decisión y el mantenimiento de
operaciones en varios países para servir a un mercado global más
unificado. Las producciones locales son dirigidas por los criterios
internacionales de la firma (Atkins y Bowler, 2001). Hoy por hoy
son quienes poseen y gestionan la mayor parte del aparato productivo
vinculado con la alimentación. Dicho aparato incluye tierra, maqui-
naria agrícola, productos químicos, semillas, conocimiento científico,
etc. Además, dichos oligopolios también dirigen la investigación y las
nuevas aplicaciones tecnológicas.
A diferencia del enfoque liberal, se analiza la pobreza y el hambre
desde una perspectiva histórica. Se trata, en primera instancia, de
contextualizar el origen de estos problemas atendiendo a la evolución
de las políticas macroeconómicas internacionales y asociándolos con
los efectos nocivos que ha tenido la neocolonización en determinados
países y grupos sociales. Es el caso de la destrucción de las economías
tradicionales, el endeudamiento externo, la introducción masiva de
métodos y productos nuevos para la exportación con consecuencias
desastrosas para los cultivos alimentarios autónomos (monocultivos
de café, cereales o cacao), la importación de alimentos más caros (más
prestigiosos) o a la expulsión de los campesinos sin tierras de cultivo
hacia las ciudades.
Según esta aproximación, en las últimas décadas hemos asistido
al colapso de las capacidades de muchas poblaciones a alimentarse a sí
mismas. Las nuevas condiciones de monetarización y mercantilización
económicas no solo no han permitido generar riqueza ni desarrollo
económico, sino que han llevado a la proletarización y marginalización
de las poblaciones del Tercer Mundo y, en consecuencia, el incremento
de su pobreza y vulnerabilidad. Los campesinos pobres con frecuencia
se ven forzados a vender sus cosechas de forma apresurada a bajo
precio, en tanto que si el precio del grano se mantiene los interme-
diarios puedan especular más y mejor en el mercado internacional.
Esta situación ha sido especialmente negativa para las mujeres, en
tanto que las estrategias agrícolas mercantiles han ido en detrimento
de la agricultura con fines alimentarios. En cualquier caso, el hambre
aparece cuando la degradación económico-ecológica ya está iniciada
(Manderson, 1988).

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Por otro lado, hay que señalar que el aumento del poder adqui-
sitivo no ha implicado siempre una mejora en la alimentación. A
veces, puede suponer la oportunidad de satisfacer otras aspiraciones
en forma de bienes de consumo, que dan, por ejemplo, la patente de
ciudadanía urbana en relación a la rural. Este es el caso de muchos
procesos de urbanización explosiva del Tercer Mundo y de los millones
de personas desarraigados del campo que ocupan los suburbios de sus
grandes ciudades. La oferta más grande de productos alimentarios en
la ciudad y, no lo olvidemos, la influencia de los reclamos publicita-
rios puede ocasionar una serie de malas elecciones de alimentos que
no correspondan con las necesidades de los individuos, aunque, eso
sí, ofrezcan una imagen más cosmopolita. Desde esta óptica también
se apunta cómo la inoportunidad de las políticas gubernamentales
pueden agudizar o provocar hambrunas terribles. Es el caso de la
Unión Soviética entre 1932 y 1934. Por entonces, la colectivización
de la agricultura conllevaba un descenso de la productividad, pero la
extracción de cuotas de grano continuó, lo que supuso entre 5 y 7
millones de muertes por hambre.
Incluso el mantenimiento de la pobreza, es visto por este enfoque
como un mecanismo de dominación política, y en este sentido, se ha
planteado que a la clase política elitista de los países pobres, muchos
de ellos sujetos a dictaduras militares, ya le iría bien mantener a la
población débil, porque así es más difícil que se planteen hacer la
«revolución» (Messer, 2009). Desde la economía política se consideran
las ayudas financieras y alimentarias internacionales como medidas no
solo insuficientes, sino cínicas.7 Hay que resolver las causas del ham-
bre, es decir, de la pobreza y la desigualdad, no aliviar sus síntomas.
Los beneficios que se obtienen de la producción de riqueza deben
invertirse en provecho de todos, no de las elites locales o internacio-
nales. Por eso, las respuestas en términos de ayuda humanitaria son
parches momentáneos y no sustituyen las posibilidades de desarrollo
y propiedad a largo plazo. Por eso también, el papel de las ayudas se
critica ferozmente.

7. Para Esteva (1988) y Sánchez-Parga (1988) los programas de ayuda alimen-


taria internacionales constituyen mecanismos reproductores y perpetuadores de las
situaciones de miseria, en tanto que colocan a los países pobres en una relación de
dependencia y no favorecen nuevas formas autóctonas de producción, distribución
y consumo de alimentos.

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La problematización del hambre
Junto al fenómeno del hambre, en las últimas décadas no han dejado
de proliferar organizaciones internacionales, gubernamentales y no
gubernamentales para quienes aliviar las hambrunas y la inanición
se han convertido en actividades de trabajo específicas. En este sen-
tido, se puede afirmar que el hambre se ha institucionalizado. Ahora
bien, ¿hasta que punto el hambre responde a una realidad objetiva,
mensurable, evaluable o es una categoría socialmente construida,
cuya contenido, relevancia y significado varía según el contexto y los
actores que la definen? El hambre en sus diferentes grados (hambre,
hambruna, inanición) ha sido uno de los primeros temas tratados
por la antropología en relación con el estudio sociocultural de la
alimentación humana (De Vaal, 1990; McInstoh, 1995; Howard
y Millard, 1997; O’Sullivan, 1997; Pottier, 1999; Messer, 2006;
Chaiken et al., 2009; Githinji, 2009). Ahora bien, los enfoques
adoptados también han sido diversos.
Desde una perspectiva objetivista se ha tendido a definir el
hambre a partir de producirse situaciones particulares que alcanzan
un punto intolerable, es decir, cuando se ha detectado un número
considerable de gente hambrienta (Maurer y Sobal, 1995: X). Así,
este tipo de análisis ha tendido a poner atención en la prevalencia,
modelo y rigor de un problema específico y ha servido para susten-
tar la mayor parte de las teorías oficiales. Por ejemplo, el enfoque
liberal que acabamos de ver define el hambre como una situación
donde existen alimentos insuficientes para abastecer las necesida-
des fisiológicas de algunos individuos. Los objetivistas definen el
hambre como un problema social en el momento en que existe
gente hambrienta. Siguiendo con el mismo caso, desde un enfoque
de este tipo se documentan patrones epidemiológicos del hambre,
se determinan sus causas y se proponen soluciones que suelen in-
cluir la ingeniería de las instituciones sociales. Los antropólogos
que trabajan desde esta perspectiva tratan de analizar y comparar
las lógicas sobre el uso que las poblaciones hacen de los programas
alimentarios. Por su parte, los nutricionistas toman normalmente la
aproximación positivista, generando descripciones de los problemas
alimentarios y nutricionales y desarrollando intervenciones para
minimizar o eliminar tales problemas. Por ejemplo, todo el campo
de la epidemiología nutricional, desarrollado tan rápidamente, está

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orientado a comprender la etiología, prevalencia y consecuencias de
los riesgos nutricionales en la población.
Sin embargo, desde una perspectiva constructivista se ha tra-
tado de tener en cuenta, en primer lugar, la definición colectiva
del problema, analizando por una lado las demandas individuales
y grupales de los sectores implicados (en este sentido sus propias
percepciones del hambre) y, sobre todo, de los procesos: cuándo y
por qué esta situación conflictiva se ha convertido en un problema
social (McInstosh, 1995: 35). Actualmente, la mayoría de las perso-
nas acostumbran a reconocer la situación del hambre masiva como
un problema social. La dificultad consiste en evaluar el punto en el
cual una situación particular debe ser entendida como problemá-
tica. Siempre ha habido gente sin suficiente comida, pero ¿cómo y
en base a qué esta circunstancia pasa a considerarse un problema
a nivel local, estatal o internacional? Se trata de ver la evolución
y la fluctuación del problema. Las primeras teorías oficiales sobre
las causas del hambre en el mundo contemporáneo presentaron el
hambre como un problema técnico olvidando otras implicaciones
sociales o de redistribución y, por lo tanto, con posibles soluciones
técnicas: falta de alimentos, superpoblación, abandono de las tierras
por los campesinos, catástrofes naturales, atraso tecnológico en el
Tercer Mundo.
Por su parte, las teorías constructivistas, coincidiendo mayor-
mente con el segundo enfoque, estudian las causas del hambre
también plantean el hambre como un problema relacionado con
la pobreza y, por tanto, con un reparto del poder no equitativo.
Algunas de estas teorías presentan las desigualdades estructurales
como la causa última del hambre, destacando por un lado la obvia
disparidad entre países ricos/pobres y, por otro, la persistencia e
incremento de las desigualdades internas entre clases sociales, la
población rural y urbana y el sistema de géneros. Si la gente agoniza
por falta de alimentos, podría parecer natural pensar que se debe a
la escasez de ellos. Sin embargo, como hemos subrayado, el hambre
es una característica de personas que no tienen suficiente comida,
no una característica de una situación en que no hay suficientes
alimentos. Al centrar la discusión de la crisis de la alimentación en el
problema de la disponibilidad de alimentos a través de la producción
y el comercio se ha ignorado otras variables importantes. Si, por el

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contrario, se acepta el enfoque constructivista se pone en el punto
de mira la combinación de las condiciones económicas, políticas,
sociales y, en último término, legales.
En su análisis sobre el estatuto del hambre, McInstosh (1995)
no suscribe enteramente ninguno de estos dos puntos de vista y
propone una aproximación intermedia entre el objetivismo y el
constructivismo que tenga en cuenta las relaciones etic-emic. En una
relación etic, el punto de vista de los actores no es tomado en cuenta,
de manera que las descripciones pueden aplicarse universalmente;
en una relación emic, contrariamente, se trata de partir del punto de
vista del actor. Según este antropólogo, el hambre es un problema
con una realidad objetiva, independientemente del consenso que
se ha desarrollado sobre su estatus como un problema social. Sin
embargo, su conceptualización varía en contenido dependiendo del
tiempo y del lugar en que este fenómeno se produce. La definición
y la importancia dada están en función del grado de poder político
que tienen sus definidores y si estos se han hecho con los recursos
adecuados para promocionar su causa. Así, mientras que las con-
diciones de falta de comida tienen una base objetiva común y las
hambrunas y las circunstancias relacionadas reciben una definición
específica dependiendo de los agentes implicados, las víctimas viven
y reaccionan al hambre, malnutrición y hambrunas de formas no
siempre comprendidas ni por la perspectiva objetivista ni por la
perspectiva construccionista. Sin embargo, tales puntos de vista
deben tener también un lugar en el análisis antropológico.
Habitualmente, aquellos que hacen los informes objetivistas
del hambre imponen criterios extraídos de las perspectivas de su
profesión. En otras palabras, ellos preparan explicaciones etic. Como
De Waal (2005) señala, las hambrunas son definidas por diferentes
observadores desde fuera: aquellos que están en el negocio de las
ayudas al desarrollo ven las hambrunas como crisis morales donde
las situaciones de las víctimas exigen una intervención; aquellos
otros cuyos mundos están vertebrados por instrumentos y métodos
técnicos definen las crisis alimentarias en términos tecnológicos,
ya sea a través de los dispositivos de alarma, vigilancia nutricional,
sistemas de seguridad alimentaria o logística y, finalmente, los
académicos conceptualizan el hambre desde el punto de vista de
sus respectivas perspectivas disciplinares. Así, los economistas del

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desarrollo plantean que las hambrunas solo ocurren en sociedades
subdesarrolladas y su destierro puede venir solo del desarrollo. Otros
economistas discuten las consecuencias del hambre y de la malnutri-
ción crónica en términos de la pérdida de capital humano, mientras
otros argumentan que las hambrunas pueden resultar, precisamente,
de la inadecuación de las inversiones económicas en determinadas
zonas. Por su parte, los antropólogos y los sociólogos afirman que las
hambrunas reflejan un desarrollo distorsionado y una dependencia
de la economía del mundo capitalista o, cuando el mundo estaba
divido en dos bloques, del socialista.
La diferencia entre una aproximación constructivista y emic
reside en el papel que ambas otorgan a las personas hambrientas.
El primer punto de vista pone énfasis en lo que los demandantes
—agentes— dicen y hacen, aunque normalmente estos sean ob-
servadores ajenos (medios de comunicación, ONG, agencias gu-
bernamentales), hasta el punto de que si ellos son científicos estas
descripciones son, por naturaleza, etic. Por su parte, las descripciones
emic se producen cuando las valoraciones son hechas por alguna
víctima. Pero en el caso del hambre, tal como señala McIntosh
(1995), los supervivientes no están en posición ni cultural ni polí-
tica de formar asociaciones de Víctimas Anónimas del Hambre, de
escribir libros o aparecer en programas de debate. Mientras que los
construccionistas tienden a no privilegiar ninguno de los reclamos de
los distintos agentes o demandantes, la aproximación emic enfatizaría
los relatos de los participantes respecto a la adecuación de los análisis
y descripciones de los observadores.8 A diferencia de Harris (1985),
McIntosh sostiene que cualquiera de los puntos de vista emic o etic
son científicamente válidos. Así, después de que los investigadores
recojan cuidadosamente los relatos nativos, pueden poner en común
el conjunto de experiencias y significados sobre el hambre y a partir
de aquí tratar de interpretar y proporcionar herramientas intelec-
tuales para comprender la naturaleza del problema social.

8. El test de adecuación de los análisis emic es su habilidad para generar


evaluaciones que los nativos acepten como reales, con significado o apropiadas
aunque, como mencionábamos antes, el informante puede no comprender o estar
de acuerdo con la propuesta hecha en primer lugar (Harris, 1985).

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Sin embargo, según este autor, la literatura académica con-
tiene pocos relatos emic del hambre y donde hay más estudios
disponibles es en la antropología social. Tales estudios señalan
que aquellos que sufren situaciones de hambre, hambrunas, in-
anición, presentan experiencias diferentes, condicionadas social
y culturalmente. La definición de hambre varía de una cultura
a la otra, así como el tipo de explicaciones sobre sus orígenes y
expectativas. Para los hausa (Niger) y los kalauna (Melanesia) el
hambre es considerada respectivamente como un estado normal
o como una señal de que todo es deficiente y va mal. Por otro
lado, para algunas culturas, la amenaza del hambre reside en que
puede suponer la destrucción de una forma de vida, no en un
aumento de la tasa de mortalidad.
El análisis de De Waal (2005) sobre el significado emic de los
conceptos el hambre y hambruna en el Sudán es muy interesante.
Apunta que el término «comer» significa diferentes placeres, tales
como tener dinero, poder o sexo. Igualmente, hambre significa casi
todos los tipos de sufrimiento. El concepto de hambruna es más
complejo, ya que recibe distintos nombres según las circunstancias
particulares del evento. Así, las hambrunas menos críticas han llevado
nombres que indican escasez de grano, mientras que otras más serias
son denominadas mediante términos referidos a alimentos silvestres
consumidos durante la penuria. Finalmente, las hambrunas que
dejan a las personas indigentes son las peor consideradas y para los
sudaneses significan una pérdida permanente de estatus en la comu-
nidad. Las situaciones de hambre que implican la pérdida de la vida
no entran en este continuum de significados. De Waal plantea que
las hambrunas que «asesinan» reflejan un fenómeno cualitativamente
diferente que está más allá de la clasificación, aunque también apunta
que los sudaneses perciben mayormente la amenaza de indigencia
antes que la amenaza de muerte.
Por su parte, Devereux (1993) proporciona un número de
ejemplos sobre qué significa el hambre localmente, según diferen-
tes poblaciones, y apunta con bastante acierto las dificultades que
estas definiciones añaden para aquellos que intentan proporcionar
una definición del hambre operativa, descubriendo un problema
añadido: si el hambre no puede ser definida, ¿cuándo sabremos
que está produciéndose para poder intervenir? Es más, ¿qué sucede

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cuando una población no reconoce el hambre como la causa de ciertas
enfermedades y malestares?
La aproximación teórico-metodológica de Scheper-Hughes
(1992) en relación la interpretación del hambre en el nordeste de
Brasil nos da cuenta del sentido que adquieren las experiencias locales.
Su aproximación al estudio del hambre es fenomenológica. Parte de
las epistemologías críticas contemporáneas cuya tarea principal es
la de desnudar las formas superficiales de la realidad para esclarecer
las verdades escondidas y enterradas. Su objetivo es, por tanto, decir
«la verdad» del poder y la dominación de los grupos sociales y clases
subalternas. Se trata de una aproximación más reflexiva que objetivista
y su postura la compromete con el feminismo, la economía política,
la teoría crítica católica y la participación-acción.
Trabaja para hacer una crítica del poder y de las ideologías. Según
esta antropóloga, las ideologías pueden tergiversar la realidad (sean
políticas, sociales, económicas), oscurecer las relaciones de poder y
dominación e impedir que la gente comprenda cual es su situación en
el mundo. Las ideologías son ciertas formas de conciencia que sirven
para sostener, legitimar o estabilizar determinadas instituciones y
prácticas sociales. Cuando estas relaciones y prácticas institucionales
reproducen la desigualdad, la dominación y el hambre, los objetivos
de la teoría crítica son, según la autora, emancipatorios. El proceso de
liberación se ve obstaculizado, no obstante, por la dificultad irreflexiva
y la identificación psicológica de la gente con las mismas ideologías
culpables de su dominación. En esta interpretación se hace pertinente
el concepto de hegemonía de Gramsci: las ideología hegemónica fun-
ciona también a través del uso que hacen las clases dominantes no solo
mediante el estado, sino a través de mezclarse con la sociedad civil e
identificar sus intereses con ideas y valores culturales y generales.
Para la autora, el hambre es algo más que malnutrición y tiene
causas políticas y económicas. Su estudio centrado en el noreste del
Brasil, en la ciudad-plantación de Bom Jesús da Mata, en la región
Pernambuco, ubica el origen de este fenómeno en los primeras días
de colonización, a partir del complejo que se establece entre latifun-
dismo, monocultivo (café, algodón, azúcar) a expensas de una agri-
cultura de subsistencia y diversificada, y paternalismo (dependencia
socioeconómica respecto del patrón). En particular hace referencia a
las consecuencias que ha tenido la implantación de la industria azuca-

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rera en esta población. Bajo las relaciones de producción y consumo
propias del capitalismo, el azúcar se convirtió primeramente en un
artículo de lujo para después ser común en todas las clases sociales.
Se trata, sin embargo, de un cultivo depredador que se come los
pequeños huertos de subsistencia de los agricultores; también engu-
lle los bosques, y en consecuencia la leña para cocina y, además, el
monoculitivo, en general, empobrece la tierra. Sin otras formas de
autosubsistencia, los trabajadores dependen del salario. Cuando no
hay trabajo en el campo tienen que emigrar a las zonas urbanas, sin
ninguna garantía de encontrarlo.
Las consecuencias de todo ello ha sido el incremento de la po-
breza y sus consecuencias más inmediatas la falta de comida y de
salud. Nancy Scheper-Hughes muestra la relación que existe entre el
concepto folk nervos (diagnóstico que alude a una amplia gama de
malestares) y sus síntomas (víctimas débiles, mareadas, desorienta-
das, cansadas, confusas, tristes, deprimidas, estados de euforia) con
los efectos fisiológicos del hambre, a pesar de que los habitantes de
Alto do Cruceiro distinguen entre nervos/fome. Aquí, como en otros
lugares del mundo, los «nervos» se han convertido en un idioma
imprescindible que se utiliza para expresar tanto el hambre como la
ansiedad del hambre, además de otros males y afecciones. Íntimamen-
te ligado a éste aparece la expresión de «fraqueza» (debilidad física,
moral, social). Hubo un tiempo en que estos habitantes hablaban
más de hambre que de nervios, que entendían el nerviosismo como
el primer síntoma del hambre (el delirio de fome). Ahora, el hambre
es un discurso no autorizado en las barriadas de Bom Jesús da Mata
y la rabia y la locura peligrosa del hambre se han visto metaforizadas.
Los nervios son una dolencia presuntamente individual, el hambre
no. La transición del discurso popular sobre el hambre al discurso
popular sobre la enfermedad es sutil, pero esencial en la percepción
del cuerpo y sus necesidades. Un cuerpo hambriento necesita comida.
Un cuerpo enfermo y nervioso necesita medicamentos. Un cuerpo
hambriento plantea una crítica enérgica de la sociedad; un cuerpo
enfermo no. Tal es el privilegio espacial de la enfermedad, que juega
un papel social neutro y constituye una condición para eximir las
culpas: no hay ni responsabilidad ni culpables.
Si inicialmente las explicaciones de este fenómeno se centraban
en causas naturales, cada vez más se ha ido prestando atención a las

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causas socioeconómicas y políticas. La inseguridad alimentaria, que
al principio se analizaba solo mediante datos macro a escala nacio-
nal, en la actualidad prioriza el estudio de la situación especifica de
vulnerabilidad de cada familia y de cada persona dentro de esta. Si
la seguridad alimentaria se concebía como e su origen en base a los
suministros nacionales de alimentos, más tarde se viene analizando
sobre todo en función del acceso a los mismos por los sectores vul-
nerabilizados, así como también de otros factores como la salud y el
cuidado maternoinfantil. Finalmente, si al inicio se tenían en cuenta
solo mediciones cuantitativas tales como los umbrales de consumo
mínimo de calorías, en la actualidad se reconoce también la rele-
vancia de cuestiones cualitativas, como las perfecciones culturales y
subjetivas. La pregunta que nos hacemos entonces ese ¿de qué han
servido todas estas aproximaciones? Sea desde una u otra perspecti-
va, apuntándose unas causas u otras y definiéndose de una manera
u otra, la mayoría de enfoques convienen en que la inseguridad
alimentaria causada por la no accesibilidad de una población o
grupo social a los recursos alimentarios suficientes para garantizar
su supervivencia, su reproducción y su bienestar continua siendo
un problema grave a resolver y que las soluciones propuestas hasta
la fecha, cada vez más sofisticadas desde un punto de vista técnico,
de poco han servido.
El hambre refiere la falta de comida, pero también a la ausencia de
poder y soberanía entre grupos sociales y países. El Programa Mundial
de Alimentos (PMA) ha señalado el incremento de los precios de los
alimentos a escala planetaria como el mayor desafío en la historia
de los últimos cincuenta años, denominando a sus efectos como
una especie de «tsunami» silencioso que amenaza con sumergir a
millones de personas en el hambre. Hoy, mientras que los precios
de algunos alimentos básicos se han retraído un poco, la profunda
recesión económica constituye un claro peligro para el bienestar
de las naciones, incluyendo a países como Estados Unidos y a los
miembros de la Unión Europea. Desafortunadamente, el actual
panorama es poco esperanzador: a la falta de compromiso por re-
ducir el hambre por parte del sistema capitalista neoliberal, se ha
sumando la falta de voluntad política de la mayoría de los gobiernos
para erradicarla.

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VIII. COMER EN TIEMPOS DE «CRISIS»:
(IN)SEGURIDAD ALIMENTARIA
EN LA ERA DE LA ABUNDANCIA

Después de períodos de malnutrición reiterada, en las sociedades


industrializadas se ha generalizado un sentimiento de afluencia
alimentaria, afirmándose que, salvo excepciones, todo el mundo
tiene acceso a la comida.1 Desde hace más de medio siglo y tras

1. Este texto sintetiza las premisas teóricas que sustentan la investigación en


curso «Comer en tiempos de crisis: nuevos contextos alimentarios y de salud en
España” (Plan Nacional I+D, CSO2012-31323, 2013-2015). De base etnográ-
fica, el estudio incluye tres niveles de análisis basados en la revisión bibliográfica,
el tratamiento de fuentes documentales y estadísticas y el trabajo de campo de
apoyo empírico en las comunidades de Cataluña y Murcia. Dado que nos inte-
resa comprender las razones por las cuales la inseguridad alimentaria deviene un
problema de dimensiones sociales, económicas y sanitarias, estamos teniendo en
cuenta el punto de vista de diversos actores sociales. Atendiendo a los objetivos de
analizar las estrategias que emergen para resolver la alimentación cotidiana y de
relacionar precarización y emergencia/aumento de problemas de salud, los sujetos
que participan en el estudio son personas que trabajan en/colaboran con las redes
de asistencia social y alimentaria (trabajadores sociales, voluntariado, profesionales
sanitarios, educadores…), personas afectadas por la precarización que han visto
modificadas sus prácticas alimentarias habituales y su estado de salud y, finalmen-
te, políticos y expertos responsables del diseño y ejecución de planes de ayuda
alimentaria y de las políticas nutricionales de salud pública. En la medida en que
los espacios donde se generan y articulan las prácticas alimentarias relacionadas
con la precarización son múltiples, las unidades de observación abarcan, conse-
cuentemente, los diversos lugares donde se producen, adquieren, distribuyen y se
consumen alimentos (comedores sociales, bancos de alimentos, escuelas, tiendas,
calles, mercados, restaurantes, etc.).
Una síntesis del marco teórico del proyecto ha sido publicada recientemente
en Gracia-Arnaiz, M. (2014) «Comer en tiempos de «crisis»: nuevos contextos
alimentarios y de salud en España», Salud Pública México, 56(6):648-653.

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dejar atrás las importante secuelas de la Segunda Guerra Mundial,2
«comer» ha dejado de ser un objetivo principal de la organización
social para convertirse, al menos en teoría, en un derecho reconocido
internacionalmente: el artículo 25 (1) de la Declaración Universal
de los Derechos Humanos (1948) insiste en que «todo el mundo
tiene derecho a un estándar de vida adecuado para su propia salud y
bienestar y el de su familia, incluyendo la alimentación». Si bien este
derecho nunca se ha cumplido para millones de personas de los países
más pobres del planeta (Gracia-Arnaiz, 2012), los acontecimientos
político-económicos ocurridos a escala internacional en la última
década también lo ponen en duda en las sociedades europeas.
Afectadas por una crisis económica global, conviene preguntarse si en
ellas se están modificando algunas de las características positivas que
el sistema agroalimentario industrial habría favorecido, tales como
la progresiva democratización de la alimentación, la disminución
de las diferencias sociales en el consumo y la seguridad alimentaria
(Mennell, 1985; Pynson, 1987). Un caso ilustrativo de esta situación
es España.

El sistema agroalimentario global: cuestionando


algunos límites
El sistema agroalimentario global presenta trazos paradójicos. De-
nominado por McMichael (2009) como el «tercer régimen» dentro
del continuum histórico que acompaña a la industrialización de la
alimentación, se refiere al sistema que a partir de 1980 acentúa, no
sin tensiones y respuestas locales, los procesos de globalización de
productos y cocinas, la instensificación de la producción y acumu-
lación de alimentos y la diversificación de comida en mercados y
mesas. Basado en las innovaciones técnológicas y estrategias mercan-
tiles de corporaciones transnacionales y organizaciones de comercio
supranacionales, este modelo ha favorecido diferentes tendencias
y por ello ha sido valorado de forma positiva en ciertos aspectos y

2. Sobre la historia del hambre en Europa, consúltese el libro de Barona,J.L


(2014), La medicalización del hambre. Economía política de la alimentación en
Europa, 1918-1960. Barcelona: Icaria.

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negativa en otros (Gracia, 1996). En las sociedades industrializadas,
por ejemplo, se reconoce positivamente el mayor acceso a produc-
tos alimentarios más variados. En España, sin ir más lejos, hoy se
consumen con más frecuencia alimentos que hace apenas cinco
décadas eran intocables para la mayoría de los grupos sociales. Es el
caso de las carnes, aves, lácteos o pescados blancos. La ampliación
de las redes distribuidoras y de transportes ha permitido, por otro
lado, que productos muy variados lleguen a todas partes, incluso a
las zonas geográficamente más aisladas y al margen de que el lugar
de producción sea próximo al de consumo. Hay toda una larga
serie de alimentos cuya oferta se mantiene durante todo el año, con
independencia de su estacionalidad. Estos procesos permiten, por
un lado, no caer en una monotonía alimentaria de escasos alicientes,
siendo posible comer diferente de un día a otro, de una ingesta a
otra. Por otro, la alimentación es potencialmente más saludable,
ya que la diversidad posibilita un aporte óptimo de los macro y
micronutrientes que necesitamos.
Sin embargo, no podemos citar los aspectos positivos de la
industrialización sin apuntar las tendencias contrarias. La indus-
trialización en cuanto proceso tecnológico ha sido criticada porque
la manipulación de los alimentos se ha acompañado, a menudo, de
incertidumbres sobre la inocuidad de los productos procesados, así
como de altos costes medioambientales y sociales asociados a un
sistema de producción intensiva. En este sentido, la cadena agroa-
limentaria, aún estando más controlada que nunca, se cuestiona
a diferentes niveles. El recurso de engordes artificiales de aves y
ganado, de pesticidas en los campos de cultivo, de antibióticos y
hormonas, de aditivos químicos e ingredientes añadidos o de apli-
caciones biotecnológicas que eliminan la biodiversidad hace dudar
de los alimentos resultantes de la producción industrial, poniendo
entre interrogantes la calidad nutritiva y la seguridad de lo que
plural y masivamente es ofrecido (Fischler, 1995). Disponemos de
mucha comida, pero para qué tanta si, además de su relativa cali-
dad, solo en Europa cada año se tiran, desperdician o se convierten
en residuos cerca del 50% de los alimentos producidos (Caronna,
2011). El desperdicio es tal que países empobrecidos como Grecia
han tenido que plantearse una regulación gubernamental para
legalizar la venta a bajo precio de productos después de su fecha

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de caducidad.3 Otra característica negativa es la persistencia de la
malnutrición. A pesar de la mayor accesibilidad a los alimentos y de la
oportunidad de elegir, algunos problemas de salud graves se derivan
de los consumos actuales, los cuales se relacionan con el incremento
de enfermedades cardiovasculares, diabetes u obesidad, entre otras.
Si hasta la fecha estas patologías han sido consideradas propias (por
frecuentes) de estas culturas, la alarma se dispara cuando el fantas-
ma de aflicciones pasadas re-emerge ¿Acaso se está acomodando el
hambre en contextos de sobreabundancia?
Aunque las carencias alimentarias han acompañado la historia
de la humanidad, la creciente inseguridad alimentaria en el mundo
—entendiendo por esta las situaciones de ausencia o escasez de
comida o la falta de acceso regular de los grupos sociales a alimen-
tos y a los recursos que permiten obtenerlos— parece estar ligada
a la internacionalización del sistema capitalista y a los procesos de
producción de miseria y pobreza que ha ido favoreciendo en todas
partes. En el periodo 2010-12, la FAO (2013) presentaba estima-
ciones del número de personas que sufren subnutrición y en los
países desarrollados ascendía a los 16 millones. Aunque la inmensa
mayoría vive en sociedades que han experimentado importantes
transformaciones político-económicas durante la transición secular,
existen focos de hambre repartidos por todos los países. Sin ir más
lejos, se calcula que en 2012 en Estados Unidos 49 millones de
personas sufrieron inseguridad alimentaria (Coleman-Jensen; Nord
y Sigh, 2013), y se sabe que el rápido crecimiento económico de
la India o China coexiste con la tenencia del 40% de la población
subnutrida del planeta (FAO, 2013).
Las explicaciones ofrecidas por la literatura socioantropológica
ante estas tendencias son dispares. Como hemos apuntado en otro
lugar (Gracia, 2005), las paradojas del sistema agroalimentario
global, a caballo entre la profusión y la distribución desigual, han
sido abordadas desde distintas perspectivas. Algunos estudiosos de
la tardomodernidad, como Beardworh & Keil (1997) o Fischler
(1995) subrayan la pluralidad de opciones frente a las diferencias
derivadas de la desigualdad social.

3. Información disponible en: http://www.effat.org/en/node/10522.

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En la alimentación, este movimiento adquiere formas tan
variadas como la ampliación del espacio de toma de decisión
alimentaria, el desarrollo de las raciones individuales o la multi-
plicación de los menús específicos para los diferentes comensales
de una misma mesa. El argumento de la diversidad alimentaria,
favorecido por el modelo posfordista, propugna la idea de que
el nicho de consumo es voluntario y el resultado de un sistema
capitalista cuya producción es más flexible. Destacan que hoy
más gente tiene la posibilidad de elegir entre un amplio abanico
de propuestas y que las opciones son esencialmente diversas. La
industria alimentaria y los restaurantes posibilitan comer de todas
las maneras: solo o acompañado, a cualquier hora y sitio, menús
caros o baratos… El auge de las preferencias individuales se explica
por el descenso de las presiones de conformidad ejercidas por las
categorías de pertenencia, tales como la clase social. Así, aparecen
«nuevos» grupos sociales –los consumidores— que comparten
estilos de vida y gustos particulares condicionados antes por las
similitudes generacionales, profesionales, de género o étnicas que
por criterios económicos.
No obstante, son varios los autores cuyos trabajos matizan la
pluralidad del consumo alimentario y, en particular, la voluntariedad
de las elecciones. En contra de la tesis que plantea la disolución de
las diferencias de clase, diversos autores como Grignon y Grignon
(1980) Bourdieu (1991) o Gónzalez Turmo (1995) insisten en de-
mostrar la permanencia del valor de la jerarquía social en el consumo
alimentario contemporáneo, en tanto que la mayor abundancia y la
democratización de la comida no han suprimido las desigualdades en
el acceso a los recursos disponibles. Para ellos, la clase social, a pesar
de que haya sido poco referida por la literatura socioantropológica
durante toda la transición secular (Subirats, 2012), hoy continuaría
explicando tanto la persistencia de maneras de comer diferenciadas
como estados nutricionales desiguales.
Si resulta que, como hemos mostrado en el capítulo anterior, la
producción alimentaria actual es suficiente para alimentar a toda la
población mundial, ¿por qué persiste la malnutrición?, ¿Por qué el
hambre se inscribe en la historia de la afluencia? En la medida que
los determinantes sociales de la alimentación y la nutrición están
condicionados por las relaciones de poder ecónomico y político (Ri-

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vera-Márquez, 2013), la razón de las recientes penurias alimentarias
hay que buscarla en el impacto desigual de las políticas neoliberales
que se vienen aplicando desde hace más de treinta años a escala
global, con repercusiones muy diferentes en función de los países,
las regiones y los grupos sociales1. No se puede obviar, en este sen-
tido, que también en los países industrializados durante las últimas
décadas se han venido incrementando las disparidades en función
del nivel de ingresos y, en consecuencia, de la clase social. En Gran
Bretaña, por ejemplo, las disparidades con base al nivel de ingresos
aumentaron entre 1980 y 1990 (Atkins y Bowler, 2001). En un es-
tudio comparativo entre los años 1966 y 2000 sobre las aspiraciones
alimentarias de los franceses, ante la pregunta «¿si usted dispusiera
de más dinero para la alimentación, en qué lo emplearía?» el 16%
de responsables del hogar contestó que aumentaría la cantidad de
comida a comprar, lo cual confirma que no todo el mundo tiene el
sentimiento de comer lo suficiente o, en todo caso, la cantidad que
desearía o necesitaría (Poulain, 2002). De hecho, la brecha entre
ricos y pobres en los países de la OCDE ha alcanzado su nivel más
alto en 30 años, según el informe publicado con datos del 2008
(OECD, 2011), previos a la actual recesión económica.

La inseguridad alimentaria en las sociedades


de la abundancia: efectos de una crisis anunciada
La inseguridad alimentaria se ha visto acentuada, sin duda, por la
crisis económica global que, iniciada entre 2006-2008, presenta
unas características muy peculiares. Por una parte, porque aquello
que define una crisis, un periodo agudo y puntual de una proble-
matización, se está prolongando en el tiempo, lo que cuestiona que
se trate de un episodio coyuntural de dificultades y, por tanto, la
pertinencia misma del término. Y por otra porque, siendo de alcance
mundial, se la reconoce como la «crisis de los países desarrollados»: se
origina en ellos y tiene consecuencias negativas para sus economías
y poblaciones. Las políticas de austeridad adoptadas por los estados
para reducir el déficit público, recortando el gasto en servicios básicos
y subiendo impuestos, han empeorado aún más la situación.
Se han apuntado numerosas causas sobre su origen y amplifi-
cación, tales como el alto precio de las materias primas (el petróleo

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y la comida), la sobrevaloración de ciertos productos, la burbuja
inmobiliaria, las cosechas precarias en diversas partes del mundo,
las inversiones inadecuadas, la mayor demanda de las economías
emergentes o los fondos especulativos. Es, en cualquier caso, el re-
sultado de una suma de crisis concatenadas: alimentaria, crediticia,
hipotecaria, de confianza de los mercados, etc., y, aunque en las
sociedades industrializadas su repercusión es menos dramática que
en los países con pocos recursos dependientes de la importación de
alimentos, sí que ha supuesto un empobrecimiento significativo de
la población. En Europa, según el indicador AROPE,4 115,3 millones
de personas viven por debajo del umbral de la pobreza, cifra que no
ha dejado de aumentar en los últimos años (Eurostat, 2011).
El problema alcanza especial intensidad en los países del sur
europeo. En el informe sobre Protección e Integración Social
(Eurostat, 2013), la Comisión Europea indicaba para España, ya
en 2008, que el índice general de la población en riesgo de pobreza
era muy alto—un 24% antes y un 20,7% después de recibir ayu-
das sociales, según datos de 2007—, a pesar incluso del progreso
económico global y del mercado laboral en esos últimos años. Ello
evidencia que el crecimiento económico no se acompaña necesa-
riamente de una reducción de las desigualdades sociales. Afectada
de lleno por la crisis mundial, a partir de 2008 se ha enfrentado
a obstáculos singulares como la fragilidad del sistema bancario, el
estallido de la burbuja inmobiliaria y la destrucción de empleo, los
cuáles han debilitado aún más su economía y puesto en jaque a las
administraciones incapaces de dar respuestas más allá de socorrer a
la banca, reformar el mercado laboral y recortar derechos sociales.
Con una economía estancada —e incluso en recesión— y con una
tasa de paro en 2012 del 26,02% INE, EPA, 2012), el umbral de la
pobreza severa se elevó a tres millones de personas, el doble que en
2008 (Cáritas, 2013).
Sabemos, por lo demás, que la desigualdad social creciente se
concreta de diferentes maneras, siendo unas de ellas el aumento de

4. AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusión) es un indicador propuesto por


la Unión Europea, que hace referencia al porcentaje de población que se encuentra
en riesgo de pobreza o exclusión social.

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la precariedad y las dificultades en el cubrimiento de las necesidades
básicas. Las nuevas formas de pobreza presentan realidades diversas:
familias con los adultos desempleados, divorciados con hijos que
disminuyen la disponibilidad de dinero, personas mayores con pen-
siones reducidas, inmigrantes ilegales… Aparece un nuevo perfil de
demandantes de ayuda compuesto por familias de clase media cuya
vida cotidiana se ha fragilizado por la falta recurrente de recursos
para subsistir. Esta se corresponde con la noción de precarización
ofrecida por Paugam (2000), la cual refleja una idea dinámica so-
bre aquello que, relacionado con la inestabilidad socioeconómica,
se concibe como un proceso. No es necesario estar en la pobreza
extrema para vivir la experiencia de la precarización. Un obrero o
un pequeño comerciante pueden quedarse sin trabajo o perder la
cartera de clientes y pasar por un periodo de inestabilidad econó-
mica y social. La precarización no remite solamente a un indicador
monetario, sino también a los cambios producidos que suponen
restricciones en el consumo, dificultades para pagar la vivienda, la
hipoteca, los recibos de luz y gas, o para la adquisición de comida.
Remite, en definitiva, a la idea de fragilización social, y es un conti-
nuum entre la integración y la exclusión que tiene, incluso, efectos
en la salud de los sujetos. En este sentido, y siguiendo a Seveso y
Vergara (2001), se puede también hablar de «cuerpos precarios» ,
entendiendo a aquellas personas que encarnan condiciones de vida
atravesadas por desventajas y obstáculos acumulados por un proceso
de precarización que les impide el acceso regular al trabajo formal,
a la atención sanitaria o la alimentación, y cuya expresión corporal
puede ir desde la delgadez más absoluta a la gordura más severa.
La pauperización tiene múltiples consecuencias en las maneras
de comer y algunas inciden en el estado de salud. En España se
sigue produciendo mucha comida, y la gran distribución continua
abastacediendo profusamente los mercados de abastos y tiendas e
incluso muchos de los nuevos negocios abiertos en los barrios de
las ciudades son de alimentación. Esta es otra particularidad de
esta crisis. La oferta alimentaria sigue boyante, pero coexiste con
un incremento constante de la precarización de la ciudadanía que
se traduce en las opciones alimentarias distintas. Algunos cambios
se refieren al ajuste entre lo comprado y consumido con el fin de
minimizar el gasto y el desperdicio, otros a la mayor adquisición

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de marcas blancas y otros a la prioridad que se da al precio del
producto como criterio principal de elección. Coincidiendo con el
recrudecimiento de la recesión, Oxfam (2012) señala que el 46% de
la población española ha cambiado de hábitos alimentarios concre-
tándolos en la compra de alimentos más baratos. La encuesta anual
del Panel de Consumo alimentario indica en 2012 un crecimiento en
el consumo de alimentos de primera necesidad, como la fruta fresca,
los huevos, el pan o los derivados lácteos (MAGRAMA, 2012). Según
la clase social, las diferencias de consumo se constatan en el tipo de
productos consumidos y en las cantidades compradas. Los hogares
de clase alta y media alta cuentan con un consumo per cápita más
elevado de carne (5,6 por encima de la media) que los hogares de
clase baja, donde el consumo cada vez es más reducido (6,6 menos
que la media) (Martín, 2010). Este consumo diferencial se manifiesta
claramente respecto al volumen comprado de comida: la mayoría de
los grupos de alimentos son consumidos en mayor cantidad entre
las personas de estratos socioeconómico alto/medio-alto, excepto
cereales y derivados, huevos y legumbres que son más consumidos
en el estrato medio/bajo.
Por su parte, los bajos niveles de renta impiden acceder de
forma regular a los alimentos a más de dos millones de personas en
España y les hace dependientes de los recursos sociales públicos o
privados (Plan 2013 Ayuda Alimentaria). Son cada vez más aquellos
que por su creciente empobrecimiento recurren a las instituciones
demandando asistencia alimentaria y comiendo, en gran medida, lo
que esta ofrece. En plena crisis económica, los comedores sociales,
los bancos de alimentos y, en general, las iniciativas de instituciones
dedicadas a repartir alimentos entre las personas más necesitadas han
visto desbordada su asistencia debido al crecimiento exponencial de
las bolsas de pobreza y colectivos marginados. Según Cáritas, durante
el periodo de 2007-2011 el número de familias y personas atendidas
se triplicó, superando más de un millón en 2011, 300.000 de los
cuales acudían por primera vez, y solo en Barcelona, el Banco de
Alimentos ha dobaldo su ayuda a entidades benéficas en los últimos
aos, distribuyendo en 2012 más de 10.000 toneladas de alimentos
(FBAB, 2012).
Entre las personas con menos oportunidades, los esfuerzos adap-
tativos para vivir con recursos muy limitados ha favorecido nuevas

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y viejas estrategias de subsistencia —abastecimiento de comida en
contenedores, creación de huertos, reciclaje de sobras, mendici-
dad, hurtos, etc.— simultáneas en muchos casos con la aparición
o ampliación de redes sociales de apoyo e imprescindibles para
entender por qué el hambre no se ha instalado entre mucha gente.
Son múltiples las iniciativas que tratan de asegurar el derecho a la
alimentación: Kits de Alimentación, Muévete contra el Hambre y la
Pobreza, Restaurantes contra el hambre, Alianza Contra el Hambre
y la Malnutrición... Una parte de las acciones han sido promovidas
por las administraciones tras comprobar las consecuencias de sus
drásticos recortes y secundadas, a menudo, por instituciones caritati-
vas. Pero otras responden a la creciente movilización de una sociedad
civil que está asumiendo, cada vez más, las responsabilidades que
deberían ser acometidas por los causantes de la recesión.
Todavía no hay muchas evidencias empíricas de las secuelas de
la crisis en la salud (Cortès-Franch y González, 2014), y los efectos
en el estado nutricional están siendo objeto de diferentes hipótesis.
Respecto a la desnutrición, la Asociación Española de Pediatras de
Atención Primaria (AEPAP) descarta que exista entre la población
infantil por motivos económicos,5 aunque advierte que puede darse
en un futuro próximo. Hay quienes vinculan las dificultades eco-
nómicas con el incremento de la diabetes mellitus tipo II (Escolar,
2009) y, aunque tampoco hay estudios que señalen una relación
directa entre el aumento de la pobreza y el incremento de la obesidad
en España (Antentas y Vivas, 2014), la epidemiología indica que el
exceso peso es más frecuente entre las personas con bajos ingresos y
nivel de educación, especialmente en mujeres (Quiles, 2008).
Es cierto que la situación actual no es comparable con las crisis
alimentarias que asolaron España tiempo atrás. No están llegando a
los puertos cargamentos de barcos con toneladas de leche en polvo
como sucedió en los años cincuenta del siglo XX con el objetivo de
paliar la desnutrición infantil. Sin embargo, las estrategias de subsis-
tencia de las personas en situación de precarización han implicado
reducir el número de ingestas diarias y la cantidad de alimentos con-

5. Consúltese la carta de la AEPAP: https://www.aepap.org/sites/default/files/


carta_pediatras_malnutricion.pdf

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sumida. De momento, desconocemos las consecuencias de ello en su
salud. Para la mayoría de los clínicos la desnutrición no constituye un
problema real. De hecho, el Libro Blanco de la Nutrición en España
(FEN, 2013), publicado coincidiendo con el punto álgido de esta
crisis, apenas dedica atención al estado nutricional de la población
en función del nivel de ingresos. Cuando habla de malnutrición
por defecto o desnutrición la describe como un simple «fenómeno
común en el ámbito hospitalario» asociado a otras enfermedades;
lejos, pues, de los posibles problemas causados por la privación.
Obvia, por ejemplo, que somos el segundo país en la percepción de
fondos procedentes del Plan de Ayuda Alimentaria a las personas
más necesitadas de la Unión Europea o que desde hace cinco años
el aumento de la inseguridad alimentaria no ha cesado. Aunque en
la actualidad los alimentos donados por las instituciones son más
variados, continúan ofreciéndose miles de litros de leche pasteuriza-
da y de continuación que recuerdan situaciones de antaño. Porque
«pasar hambre» en España, aunque pueda tratarse, en efecto, de una
penuria distinta a la descrita por los organismos internacionales en
países africanos o asiáticos, remite a experiencias de sufrimiento que
la gente explica como «comer muy poco durante el día», «saltarse
comidas» o «beber mucha agua para callar el estómago».

Discusión
Las particularidades de esta «crisis» hacen pensar que no estamos en
un período de inestabilidad coyuntural producida por alteraciones
socioeconómicas previsibles, sino ante un cambio estructural de
tendencias dados los recortes aplicados en algunas sociedades eu-
ropeas y sus consecuencias en el empeoramiento de las condiciones
materiales de vida de millones de personas. En España, constituye
un punto de inflexión que muestra no solo las paradojas de unas
políticas insuficientes, sino los límites de un estado de bienestar
precario que ha dado al traste con derechos fundamentales consi-
derados incuestionables, entre ellos la alimentación.
Por lo tanto, ya no se puede o debe seguir hablando de las so-
ciedades de la abundancia alimentaria con la misma facilidad que
hace un par de décadas, ni afirmar que han disminuido las diferen-
cias en el consumo en aquellos países cuyos sistemas productivos

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favorecen, cada vez más, el incremento de la disparidad entre ricos
y pobres, evidenciando el fracaso del modelo económico neoliberal.
El impacto de los recortes en España muestra las contradicciones y
los límites de un sistema alimentario tan profuso como irracional,
haciendo pertinente la dualidad apuntada por Warde (1997), se-
gún la cual si bien, por un lado, es cierto que la producción es más
flexible y particularizada que nunca, por otro, la clase social, cuyas
fronteras son ahora más fluidas, continua siendo la principal varia-
ble explicativa de la hetereogenidad y desigualdad alimentaria. En
la actualidad, los modelos de consumo alimentario de las personas
con menos recursos socioeconómicos permanecen iguales respecto
a cuestiones históricamente definidas: más excluidos de la variedad,
la calidad y la frecuencia. Constatado esto, los principales proble-
mas del tardomodernidad no son los provocados por la abundante
comida o los múltiples particularismos que el sistema agroindustrial
procura, sino también los de garantizar a toda la ciudadanía el acceso
a alimentos saludables, culturalmente aceptables y económicamente
sostenibles.
Nos preguntamos si todas las acciones emprendidas en Es-
paña por las organizaciones civiles y las administraciones serán
suficiente para cubrir el endurecimiento de las condiciones de vida
—desempleo, desahucios, supresión de prestaciones…— y evitar
que afecten a la salud. Los recortes sociales comportan riesgos, y
no solo los derivados del progresivo desgaste de las redes de apoyo
que solidariamente están amortiguando las dificultades de miles de
personas; sino los de diseñar políticas inciertas que por ignorancia,
interés o urgencia obligan a actuar en el corto plazo, y antes sobre
los individuos que sobre los agentes y factores que han provocado
la crisis. Nos preguntamos, también, por qué los programas de
promoción de la salud nutricional en España no han puesto en la
agenda política la inequidad y la privación, y continuan presentando
las enfermedades como un simple empeoramiento de los hábitos
ligados a estilos de vida poco saludables o decisiones individuales
erróneas, desconsiderando los factores micro y macroestructurales
que explican las diferencias en los estados de salud.

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