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El encanto de Lady Heather

(Serie Cavendish #3)

PATRICIA GARCÍA FERRER

Copyright © 2023 Patricia García Ferrer


Todos los derechos reservados
Diseño de la cubierta: Kramer
Corrección: Tania Moreno
Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que aparecen son producto
de la imaginación del autor o bien se usan en el marco de la ficción. Cualquier parecido con personas
reales (vivas o muertas), empresas, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.

Primera edición: noviembre 2023


ISBN:
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“Somos como un salto a la de tres


Somos el amor cuando se vive a vida o muerte”
Capítu 1
—¡Te he dicho mil veces que no toques mis cosas, Violet! —gritó Isabella
totalmente fuera de sí.
Por norma general, las mañanas en la residencia Cavendish
comenzaban con una fuerte aunque absurda discusión entre hermanas. El
conde ya había aprendido la lección y prefería desayunar lo más rápido
posible para ocuparse de los menesteres relacionados con sus propiedades y
negocios.
—Si fueras más ordenada, y no dejaras tus cosas esparcidas por toda
la habitación, sería más fácil distinguir de quién es cada cosa, ¿no crees? —
respondió con tono autoritario la menor de las hermanas Cavendish.
—Siempre has odiado el color rosa, así que es más que evidente que
estos lazos son míos.
—He podido cambiar de opinión, querida hermana añadió Isabella
asestando el golpe de gracia, solo para encender más la mecha de su
impulsiva hermana.
—¡No uses ese tono conmigo, Bella! —gritó Violet arrojando la
servilleta encima de la mesa mientras se levantaba enfurecida.
—Me encantaría poder disfrutar de un desayuno tranquilo por una
vez este mes, ¿sería posible? suplicó Heather. Le desquiciaba la forma tan
estúpida en la que sus hermanas discutían, pero, por otra parte, aportaban
una espontaneidad y alegría a la casa que ella necesitaba.
—Eres demasiado sosa, Heather.
—Sí, deberías animarte un poco más. Así jamás encontrarás un
caballero que consiga que te olvides de… —comenzó a decir Violet, antes
de ser interrumpida.
—En parte tiene razón, Heather —dijo rápidamente Isabella para
evitar que su hermana mencionara a cierto caballero, el cual sabían que
estaba siempre presente en la mente y corazón de Heather—. Apenas queda
una semana para el inicio de la temporada social y bien sabes que nuestro
padre estará interesado en buscar un marido adecuado para ti.
—Bastante tenemos el resto con contentarnos aceptando las migajas
de los hombres adinerados que queden solteros tras ver cómo todas os
casáis.
—Como bien sabéis, no tengo ninguna intención de contraer
matrimonio —declaró Heather dejando claro que, para ella, no serviría de
nada la temporada. A pesar de la privilegiada posición social que ocupaba y
de las responsabilidades que conllevaban su nuevo cargo dentro de la
familia, Heather no ansiaba las atenciones de ningún soltero respetable que
quisiera establecer un vínculo más profundo con ella.
No. Ella solo deseaba a un caballero en cuestión. Suspiraba por él.
Alfred York.
El mejor amigo de su hermana, y su amor platónico desde que tenía
uso de razón.
Gracias a la amistad de ambas familias, los hijos se habían criado
juntos y habían compartido recuerdos y experiencias. A la tierna edad de
doce años, Heather había encontrado dulces los modales del futuro duque, a
pesar de que él era mayor que ella. Era atento y cuidadoso, tímido como
Heather, y, aunque parecieran ser compatibles en temperamento, sabía que
el corazón de Alfred nunca podría ser suyo. Compartía una profunda
amistad con su hermana Susan y, en secreto, siempre había odiado el
vínculo que compartían, pues, a pesar de que habían evidenciado que no
existían sentimientos románticos entre ellos, no parecía haber hueco en su
amistad para alguien más.
—Todas sabemos que no es un lujo que podamos permitirnos,
Heather —indicó Violet con determinación. El conde y su esposa solo
habían dado a luz a niñas, así que necesitaba asegurar un buen porvenir para
todas ellas.
—En mi caso sí. Prefiero ser una solterona sin fortuna a una mujer
casada infeliz.
—No pienses así, Heather. Seguro que la temporada trae nuevos
pretendientes dignos de nuestra atención. ¿Quién sabe si un primo lejano de
Elisabeth Pullish acude de imprevisto con la intención de buscar una joven
esposa?, ¿o el hermano de Lucas Bels regresa de la capital? —dijo exaltada
Violet mientras daba vueltas sobre sí misma como una loca—. ¡Es
emocionante!
—Si tú lo dices… —murmuró Heather un poco exasperada por la
postura de sus hermanas.
—Con esa actitud tan agria nadie se fijará en ti —respondió Violet.
—¿De verdad? —replicó rápidamente—. Estupendo. Entonces, solo
tengo que mantener esta cara en todos los eventos sociales de la temporada.
—Dudo mucho que a la duquesa le guste contemplar tu rostro
avinagrado. Sabes que su cita es la más importante. Es la que marca un
antes y un después en cuanto a las posibles parejas que se formarán durante
la temporada. Estoy deseando asistir.
—Yo también —añadió Heather con sentida ilusión en la mirada. El
evento en casa de la duquesa la acercaba un paso más a la persona que más
ansiaba ver en el mundo. Habían pasado varios meses desde su partida y lo
echaba en falta, aunque él no lo supiera.
—Lo sabemos, Heather. Lo sabemos —dijo Violet sintiendo una
pizca de lástima por su hermana mayor. Esta siempre se desvivía por
agradar a esa señora, y a Violet le enfurecía esa disposición.
—¿Qué sabéis? —trató de averiguar Heather. Era imposible que sus
hermanas conocieran su secreto. Nunca había compartido sus sentimientos
con ellas. Seguro que estaban haciendo alusión a otro tema.
—Nada, nada. Estoy segura de que disfrutaremos mucho del
concierto. Es normal que tú, una enamorada del piano y de la música, estés
deseosa de presenciarlo —añadió Bella como una excusa perfecta para salir
del apuro, mirando a Violet con sonrisa cómplice.
—Lo mejor será que respondas a las invitaciones lo antes posible.
Antes de que Heather les diera una respuesta a la sutil pero
autoritaria orden de su hermana menor, Violet y Bella se dirigieron hacia su
dormitorio compartido, donde, de seguro, empezarían a rebuscar entre las
cestas de lazos y sombreros para comprobar si les hacía falta comprar algo
nuevo para la gran temporada que les esperaba.
Heather desayunó con calma y se dispuso a leer el periódico para
conocer las novedades locales, antes de responder a todas las cartas que la
aguardaban en el escritorio del salón. Cerca de siete invitaciones, todas bien
selladas y con letra pulcra, esperaban para obtener su respuesta. Por
supuesto, la primera que llamó su atención fue la de la duquesa, la madre de
Alfred. Deseaba asistir con todas sus fuerzas a ese concierto, pero no estaba
segura de que el futuro duque hiciera acto de presencia después de regresar
a la capital tres meses atrás. No obstante, era la hija del conde de
Cavendish, y toda la familia debía hacer acto de presencia en tan
distinguido evento.
La tristeza destronaba al sonrojo de poder encontrarse al joven en
esa noche en cuestión porque, por muchas ilusiones y sueños que tuviera en
los que él era el protagonista, jamás podría tenerlo en la vida real. Era una
verdad que había aceptado con resignación años atrás y que le obligaba a
renunciar a la posibilidad de alcanzar la felicidad plena. Solo habría un
dueño de su corazón. Tendría que conformarse con ser una solterona
durante el resto de su vida.
Resignarse a soñar con un futuro que nunca podría ser, entristecía a
la joven Heather Cavendish que, a su extraordinaria edad de veinte años,
era una flor predestinada a marchitarse por un amor no correspondido.
Tras pasarse aproximadamente una hora respondiendo las cartas, y
después de avisar a su mayordomo para que las entregara lo antes posible a
sus destinatarios, se dirigió a cumplir con el resto de las ocupaciones
propias de su nuevo cargo.
Apenas le quedó tiempo en la mañana para pensar en Alfred y en la
esperanza que se negaba a erradicar y que, de alguna forma, cobraba forma
en sus sueños: la de poder casarse con él. Después de la comida, practicó
con el piano hasta que su familia regresó para la hora de la cena.

Los días previos a la mayor reunión social de la temporada fueron un total


caos. La habitación de Violet y Bella estaba hecha un desastre, y no
importaba cuánto esfuerzo pusieran sus doncellas por adecentarla, pues
ellas se encargaban de sacar de nuevo del armario todos sus vestidos y
tocados, y dejarlos esparcidos por el cuarto hasta encontrar la combinación
perfecta que despertara el interés de todos los invitados. Por supuesto, las
discusiones entre ellas eran parte del ritual de preparación que se repetía
cada temporada social, y en cada evento. Heather trataba de ocultarse en su
sala de música para no presenciar su alboroto, pues no quería ser blanco de
sus ataques, pero, ante todo, porque ella se desligaba de cualquier tendencia
de moda o muestra de vanidad. ¿Para qué preocuparse por comprar el
vestido elaborado con las telas más exquisitas si no estaba interesada en
llamar la atención de nadie? Sus hermanas querían llamar la atención; ella,
desaparecer.
Sin embargo, por mucho que lo deseara, sabía que había llegado el
maldito momento en el que los solteros le prestarían atención por ser la
siguiente hija casadera del conde. Sabía que su decisión de no contraer
matrimonio supondría problemas con su padre, mas estaba dispuesta a
aceptarlo. Emparentar con el conde de Cavendish era un privilegio para
aquellas familias que no ostentaban un título o que tenían ínfulas de
grandeza, pero su hermana Charlotte siempre les había enseñado la
importancia de saber detectar a los posibles cazafortunas.
Había llegado el tan esperado viernes, y Heather era un manojo de
nervios. Su doncella la ayudó a vestirse y le dio algunos consejos para
aplacar su temblor de manos. Había estado con malestar de estómago
durante todo el día, y ambas sabían que este había sido provocado por el
pánico de asistir al evento y encontrarse con Alfred. No tenía garantía
alguna de que estuviera en la velada, pero la sola idea de que fuera así, la
dejaba sin respiración.
Tras escoger un simple vestido de color verde con algunos bordados
en color dorado, unos cómodos zapatos de tacón, dejarse hacer un fino
recogido de cabello y ponerse un poco de rubor en las mejillas a petición de
su doncella, Heather Cavendish se armó de valor para mirarse al espejo.
Sorprendida por la imagen que reflejaba, se quedó atónita de lo mucho que
se puede lograr con las prendas y el maquillaje apropiado. Estaba muy
guapa dentro de su sencillez. Lo suficientemente arreglada para agasajar a
la duquesa, aunque no lo bastante como para captar miradas indiscretas.
Llegó a la planta inferior de la casa mucho antes que sus dos
hermanas menores. Su padre, el cual estaba listo desde hacía más de una
hora, descansaba pacientemente en el salón de la residencia leyendo el
periódico. Heather tomó asiento junto a él para esperarlas. Cuando sus
caóticas y ruidosas hermanas llegaron hasta ellos, hicieron llamar a los
criados para que trajeran la calesa. La fiesta en casa de la duquesa ya había
comenzado y Heather conocía de sobra la opinión que tenía la anfitriona
sobre la impuntualidad.
—Llegaremos tarde por vuestra culpa —acusó Heather enfadada. La
espera en el salón solo había acrecentado su nerviosismo.
—No creo que la duquesa se dé cuenta de que llegamos tarde.
Siempre tiene decenas de invitados a los que saludar y esperar que la
halaguen —trató de defenderse Violet sacando su abanico del bolsito.
—Sí, es una mujer tan vanidosa que podría organizar la fiesta para
ella sola sin invitar a nadie —añadió Bella antes de estallar en risas.
—¡Violet! ¡Bella! Sois unas maleducadas. No podéis hablar así de
una íntima amiga de la familia —reprochó Heather alertada. Es cierto que la
duquesa era una mujer complicada y exigente, pero no debían hablar así de
ella.
—Sabes que tenemos razón. Si no estuvieras tan cegada por tus
sentimientos y necesitaras agasajarla para…
—¡Violet, calla! —gritó Bella tratando de silenciar las palabras de
su hermana, quien, para su desgracia, había cruzado una línea muy delicada.
Heather contempló alertada a sus hermanas. ¿Tan evidentes eran sus
sentimientos? ¿Tan claras estaban sus intenciones? Bajó la mirada
avergonzada antes de poder ver que su hermana menor se sentía
tremendamente culpable por sus palabras. No era correcto burlarse de los
sentimientos de una hermana, y más aún cuando estos no eran
correspondidos. Demostraba falta de tacto.
—Discúlpame, Heather. No pretendía ofenderte. Siento mucho mis
palabras.
—Has sido muy maleducada, Violet —criticó también Bella. Todas
conocían el temperamento impulsivo y rebelde de Violet, pero eso no
justificaba su falta de respeto.
—No importa —respondió resignada Heather, sin levantar el rostro
y con la voz apagada—. Saludaremos a la duquesa y disfrutaremos de esta
noche sin causar un escándalo. ¿Está claro?
—Sí, Heather —respondieron sus hermanas al unísono.
El señor Cavendish, que había tenido la genialidad de desplazarse en
su propia calesa para huir de sus escandalosas hijas, entró antes que ellas en
la propiedad de los duques. Minutos después, las tres hermanas Cavendish
bajaron de su calesa con la ayuda de un lacayo y, tras arreglarse con
cuidado sus vestidos, ascendieron la gran escalinata que conducía a la
puerta principal, donde su padre las esperaba.
Allí estaba, la duquesa de York. La señora más envidiada y odiada
de todo el condado. Una señora tan picajosa como exquisita, que siempre
exigía a los demás la misma rectitud que ella manifestaba en público. Sus
fiestas y eventos sociales siempre eran los más ostentosos porque jamás
dejaría que ninguna otra amiga del comité del salón del té quedara por
encima de ella. Por supuesto, Heather nunca podría ser como ella. No
poseía su compostura, su finura y rigurosidad. Jamás sería la duquesa de
York.
—Querida señorita Cavendish. ¡Qué alegría verla por aquí! —la
saludó efusivamente la duquesa para después aplicar un correctivo—. Solo
perdonaré la tardanza de la familia porque está usted preciosa.
—Gracias, duquesa. Disculpe nuestra demora, hemos tenido algunos
problemas en casa con los preparativos. Reitero nuestro agradecimiento por
su amable invitación —dijo la joven sin revelar la imprudencia de sus
hermanas. Heather Cavendish se caracterizaba por poseer una terrible
timidez que le obligaba a bajar la mirada aceptando con resignación los
reproches que recibía.
—Oh, querida. No hay por qué darlas. Estaba deseando ver a mis
queridas hermanas Cavendish —añadió la duquesa tomando su mano, antes
de dedicarle una mirada al señor Cavendish—. Señor Cavendish,
bienvenido a nuestra residencia. Espero que tanto usted como sus hijas
disfruten de mi humilde velada. Sin duda, será más calmada ahora que
Susan ya se ha desposado. ¡Qué maravilla que esté casada!
—Sin duda, mi querida duquesa. Seguro que la velada estará a la
altura de su gran gusto. Susan disfruta de una acomodada vida junto a su
esposo, y nosotros tenemos la suerte de recibir sus visitas siempre que le es
posible.
—Por supuesto, es maravilloso. Pasen, pasen y disfruten de la fiesta.
La sonrisa de la duquesa resultaba reveladora. Todos los allí
presentes sabían que el temperamento de Susan había confrontado al aire de
superioridad de la señora y, cuando se rumoreó que la segunda hija del
conde de Cavendish podría estar interesada en su hijo, las alarmas saltaron
y la enemistad entre ambas se acrecentó. La furia de una y la rebeldía de la
otra se convirtieron en una guerra constante de poder que se había
mantenido por muchos años. En esa ocasión, la duquesa parecía feliz de no
contar con la presencia del miembro discordante de la familia Cavendish.
Heather siempre se había sentido acogida por la señora y se
esforzaba en todo cuanto podía para agasajarla y ganarse su aprecio y
cariño pues, ante todo, y aunque solo fuera un sueño, deseaba formar parte
de su familia.
—Disculpe, duquesa, ¿contaremos con la presencia de toda la
familia York en la fiesta?
—Oh, querida. Por supuesto que sí. Mi marido está en estos
momentos con uno de sus socios, hablando de temas que poco me interesan,
y nuestro querido hijo se encuentra hablando con otros invitados.
—Muy bien, me acercaré enseguida para saludarlos —respondió
pletórica Heather. Saber que Alfred estaba en la fiesta le inquietó y alegró a
partes iguales.
—Tómese su tiempo, jovencita. Después de todo, mi hijo es el
futuro duque y tiene compromisos y conversaciones que satisfacer primero,
con personas muy importantes —añadió con tono altivo una vez que el
conde y el resto de sus hijas se marcharon.
—Por supuesto, por supuesto. No quería insinuar que…
—Cuando haya terminado sus asuntos seguro que tendrá a bien
saludarla, jovencita. Después de todo, es simplemente la hija de un conde.
Heather Cavendish estaba ciega en cuanto al carácter vil y clasista
que desprendían los comentarios de la duquesa. Incapaz de admitir un mal
gesto por parte de su anfitriona, aceptó con una tímida sonrisa sus palabras
y se dirigió al interior de la propiedad.
La señora de la casa, que era de sobra conocida por su ostentación,
albergaba un gran secreto en su interior: jamás permitiría que su hijo se
relacionara, y mucho menos se desposara, con alguien inferior a él en
posición y fortuna. Por descontado, el casi escándalo con Susan Cavendish
había reforzado su entusiasmo por mantener controlado a su hijo y
proveerle del mejor matrimonio posible. Tenía una simple misión que
cumplir durante esa temporada: encontrar una mujer adecuada y correcta
para que su hijo asegurara el ducado, la descendencia. Eso le permitiría
disfrutar con tranquilidad de los siguientes años sin preocuparse por las
cazafortunas o mujeres inapropiadas. Y para ello, estaba dispuesta a todo.
Tal y como había anticipado Heather, el salón estaba decorado con
grandes mesas llenas de canapés y pequeños refrigerios, torres de copas, y
una sencilla pero animada orquesta que deleitaba a los presentes con una
melodía que facilitaba mantener una conversación fluida. Y como cabía
esperar, los invitados habían sacado sus mejores galas del armario para estar
a la altura de las expectativas de la duquesa.
De forma inconsciente, Heather buscó por toda la estancia un rostro
en particular. Los invitados eran casi los mismos de un año para otro; sin
embargo, la persona que más deseaba ver no estaba entre ellos. «¿Dónde
estás, Alfred?», se preguntó ella. Heather dio varias vueltas por las salas
contiguas, mas su tristeza no se recuperó.
Regresó a la sala y se quedó a un lado mientras veía cómo sus
hermanas buscaban a sus amistades para entablar conversación o, mejor
dicho, para comentar la elección de vestuario del resto de jóvenes presentes.
Heather, por su parte, prefería disfrutar de la música y dar la espalda a los
invitados. Cerró los ojos y se dejó llevar. La melodía le envolvía y la movía
de un lado a otro como si de la marea se tratase. Las notas creaban
imágenes en su mente. Aquella pieza le evocaba una puesta de sol,
majestuosa y tímida, que se alejaba de los ojos humanos para descansar
hasta el nuevo día. Sin darse cuenta, Heather se meció sobre sus propios
pies y los acompasó con un movimiento de cabeza.
Sus habilidades como intérprete eran dignas de admiración, y
gracias a ello era invitada a amenizar reuniones sociales con su familia y
amigos. Tenía la extraordinaria capacidad de crear historias vívidas cuando
sus dedos presionaban con dulzura y cuidado las blancas y negras teclas de
su piano.
—Nunca la había visto tan concentrada.
En ese instante, una voz masculina acarició su nuca hasta provocarle
un escalofrío que erizó el vello de su cuello. No necesitaba darse la vuelta
para saber quién era su dueño. Añoraba y deseaba tanto escuchar esa voz,
que sería capaz de reconocerla hasta en la oscuridad más absoluta. Sintió
cómo su cuerpo temblaba de la emoción y el pánico. Y sin darse cuenta, sus
mejillas se encendieron. En un segundo fue capaz de visualizar en su mente
el rostro tan perfecto y auténtico del que provenía dicha voz. Decidida a que
su corazón obtuviera una alegría después de tantos días sin esperanza, se
dio la vuelta y lo miró.
Alfred.
No podía pensar.
No podía respirar.
Alfred estaba allí.
Ante ella.
Capítulo 2
Al igual que relatan las decenas de novelas románticas que Heather había
tenido la suerte de leer se sentía la protagonista de una escena tan íntima
como cautivadora. Alfred, su Alfred, le estaba dedicando una de las
sonrisas más radiantes del mundo. Solo la miraba a ella. ¿Qué debía hacer?
Era consciente de que el decoro y la amistad compartida durante años entre
ambas familias requería que respondiera a su comentario, pero no estaba
segura de ser capaz de hacerlo. Tenía miedo de que no saliera ningún sonido
coherente por su boca.
De igual forma, estaba preocupada porque la duquesa le había
asegurado que él tenía que saludar a invitados importantes, y no quería
robarle tiempo de sus obligaciones como anfitrión durante la noche. Ese
desconcierto provocó una repentina ansiedad en la joven y, aunque había
heredado la tez blanquecina de su madre, su rostro destacó en ese momento
por sus rosados labios, que empezó a morder de forma compulsiva cuando
los nervios se apoderaron de ella. No era especialmente hábil en las
conversaciones, y cuando la ecuación incluía a Alfred, se sentía un pez
fuera del agua.
—Buenas noches, Alfred —fue lo único que pudo decir Heather
antes de agachar la mirada. Se sentía pequeña y estúpida. ¿Por qué no era
capaz de decirle nada más?
—Me alegra que haya podido asistir esta noche—añadió Alfred,
quién pareció encontrar las palabras exactas para que Heather elevara de
nuevo el rostro.
—No me perdería esta velada por nada del mundo. Además, su
madre no es una persona que acepte un rechazo.
—En eso tiene toda la razón —afirmó Alfred con una sonrisa que
terminó por desarmar a Heather. Su corazón empezó a latir con fuerza y
pensó no ser capaz de seguir respirando—. Mi madre es una mujer intensa.
—Sí, lo es. Gracias igualmente por la invitación.
—Oh, yo no me he encargado de las invitaciones.
—Comprendo —respondió Heather con un tono triste. Había
mantenido la pequeña esperanza de que Alfred hubiera intervenido al enviar
su invitación a la residencia Cavendish, pero, dado su comentario, había
sido una tonta al pensar en dicha posibilidad.
—De todos modos, me alegro mucho de que esté aquí, de verdad.
Alfred había captado el sutil cambio de actitud de Heather y se
castigó a sí mismo durante un instante, repitiendo varias veces en su mente
sus palabras, buscando el dardo envenenado que sin querer le había hecho
daño. No quería que Heather se pusiera triste. Sería capaz de hacer
cualquier cosa con tal de ver de nuevo su sonrisa. Era una joven tan dulce y
tierna que se sentiría culpable el resto de su vida si le causaba algún tipo de
pesar.
—¿Su familia se encuentra bien? —preguntó Alfred tratando de
recobrar ese momento especial. Quería que lo volviera a mirar, aunque solo
fuera una vez más, para perderse de nuevo en ese encanto natural que
poseía.
—Sí, por suerte sí. Charlotte y su esposo, el duque, gozan de buena
salud junto a mi sobrina. Esa pequeña es un diablillo. Y Susan y Benjamin
todavía se están aclimatando a su nueva vida.
—Me parece que han viajado a las tierras del sur.
—Sí, Susan me contó sobre un posible plan de viaje en su última
carta. Me alegra saber que ya han partido.
—Sí, al aparecer desean explorar nuevos negocios. Mi amigo es un
gran inversor.
Entonces, se hizo el silencio. Uno incómodo que capturó sus
respiraciones y los obligó a mirarse por un instante para saber quién de los
dos iba a proseguir la conversación, para acto seguido ser capturados de
nuevo por la timidez. Eran tal para cual. Sin embargo, Alfred había hecho
una promesa, por lo que tomó la iniciativa.
—¿Le apetecería bailar, señorita Cavendish? —le propuso Alfred
con el corazón en un puño, tendiendo la mano a la joven. No quería que ella
lo apreciara, pero estaba temblando. Tenía miedo a que le dijera que no. Y
también tenía miedo a que le dijera que sí.
—Me encantaría —respondió ella de forma tímida mientras
levantaba la cabeza para conectar sus ojos con los de él. Alfred le ofrecía de
nuevo esa gran sonrisa que hizo que todo desapareciera al recordar el
comentario de la duquesa—. Mas no me gustaría privar a otras damas de la
posibilidad de bailar con usted. Seguro que tiene comprometidos otros
bailes y…
—Alfred, Alfred. Qué gusto que hayas podido encontrarte con la
joven señorita Cavendish —interrumpió la duquesa tomando a su hijo del
brazo y cortando de esa manera la conversación—. Me duele en el alma
tener que interrumpir vuestra charla —añadió dirigiéndose a Alfred—. No
obstante, me gustaría presentarte a Marian, la hija mayor del duque de
Dorset.
—Pero madre, me disponía a bailar con la señorita Cavendish —
aseguró Alfred buscando el apoyo de su joven compañera. No quería
marcharse, por supuesto que no. Quería permanecer a su lado, aunque fuera
en silencio.
—Por supuesto. Y me siento muy culpable por ello, mas seguro que
la señorita comprende las responsabilidades que suponen ser un futuro
duque y anfitrión. ¿No es así, señorita Cavendish? —preguntó con tono
sutil, pero dejando completamente clara la respuesta que debía dar la joven.
Sabía que Heather, ante todo, respetaba a sus mayores.
—S-sí, por su-supuesto. No deseo ser un obstáculo. P-por favor,
responda a la petición de su madre —expresó Heather con cierto
tartamudeo en la voz. Se sentía culpable. Estaba afectada. Por una parte, se
sentía liberada porque estaba segura de que no sabría coordinar sus pasos si
aceptaba la mano de Alfred para bailar, y, al mismo tiempo, entristecida por
no haber tenido la ocasión de hacerlo. Se disculpó tan rápido como pudo,
realizó una reverencia formal y se marchó sin dedicarle una última mirada
al joven, el cual solo pudo ver cómo se alejaba a través de la sala.
—Pero…
—Vamos Alfred, no hagamos esperar al duque y a su hija por más
tiempo. Es una excelente ocasión, sin duda. Además, seguro que la señorita
Cavendish encuentra divertimentos más acordes con su posición. Estará
bien. No debemos dar esperanzas a nadie que no las merezca.
Alfred trató de replicar y resistirse a su petición, pues no deseaba
alejarse de Heather, mas no tenía el carácter suficiente como para enfrentar
a su madre y decirle lo que verdaderamente deseaba.
Había tardado varios minutos en tomar la valentía para acercarse a
ella y hablarle. Había visto cómo el sol hacía acto de presencia en el
instante en que la joven dama, vestida de un pálido color verde, entraba en
el salón de su casa. Había estado allí cientos de veces en todos los años
desde que sus familias se conocían, pero nunca tan espléndida como esa
noche. Por eso, verla marchar sin poder bailar al menos una vez con ella
había sido una pérdida para él. Tomó a su madre del brazo y juntos
recorrieron la estancia hasta llegar a un grupo de personas que conversaban.
De alguna manera, la joven sentía que se le había permitido tocar el
cielo con las manos al poder conversar con Alfred a solas, para arrebatarle
después el destino su dicha. Se obligó a sí misma a ver cómo Alfred
saludaba formalmente a la hija del duque y cómo conversaba con ella.
Después de varios minutos de castigo autoinfligido y de observar como una
intrusa la escena, advirtió que Alfred la había mirado de repente. Y justo
cuando él trató de alzar su copa para saludarla, dedicándole una tímida
sonrisa, ella se dio la vuelta ignorando el detalle. Aunque se moría porque
le dedicara una sonrisa, no se seguiría haciendo más daño. Si no era su
timidez, era Susan; y si no, la madre de Alfred; y si no, el destino. Su
desdicha parecía estar escrita de forma irremediable en piedra. Sería una
eterna solterona.
Decidió alejarse de esa sala y buscar otro lugar donde poder
disfrutar a su manera de la velada, hasta que comenzara el concierto que
estaba previsto para esa noche. Conocía a la perfección la residencia de
York. Se había criado entre sus muros, sus jardines y sus caballerizas, como
si fuera su propia casa. Sin apenas darse cuenta, sus pasos la llevaron hasta
un lugar digno de admiración. Ante ella se presentaba un majestuoso
invernadero de cristal que perfectamente podría haber albergado a todos los
invitados de la fiesta. Heather era una apasionada de la botánica y de la
música, y siempre encontraba reconfortante visitar la casa de la duquesa
porque su opulencia le permitía gozar de ambos elementos.
Se quedó frente a las puertas del invernadero hasta que escuchó una
voz justo detrás de ella. Una voz que la llamaba.
—Heather, el concierto va a comenzar. ¿Qué estás haciendo aquí
fuera? Mira que salir sola del salón durante la noche… —comentó Violet
sorprendida por la actitud de su hermana mayor. Para ella, Heather era el
ejemplo de prudencia y buen juicio. Salir sola de noche, durante una fiesta,
no era ni adecuado ni propio de ella.
—Sí, ya voy.
—¿Has podido conocer a algún joven interesante, querida hermana?
—preguntó con curiosidad Violet mientras tomaba a su hermana de las
manos para relatarle sus aventuras—. Por el momento me han presentado a
tres encantadores caballeros que han resultado ser de lo más agradables.
Con una interesante conversación sobre finanzas y comercio e interés por la
política.
—¿Finanzas, política? Violet, dudo mucho que encuentres
interesantes todas esas inquietudes cuando ni siquiera las comprendes.
—Por supuesto que lo hago, hermana —agregó con orgullo— No
soy ninguna ignorante.
—Pero eso no significa que te interesen.
—En eso sí que debo darte la razón. Sin embargo, puede ser algo
que aprecie con el tiempo, si me lo enseña la persona adecuada, ¿no crees?
—replicó con coquetería Violet.
—Eres incorregible. —Heather se dio por vencida.
—No deseo perder oportunidades ni candidatos y tú deberías hacer lo
mismo.
Ambas hermanas se dirigieron al interior del salón para presenciar el
concierto. Los invitados tomaban asiento justo delante de la orquesta,
agrupándose en parejas o tríos. De forma inconsciente, Heather buscó el
rostro de Alfred. ¿Seguiría hablando con la joven heredera? Esperaba que
no fuera así. Para su alivio, el joven en cuestión se encontraba conversando
de forma animada con otro grupo de caballeros. Como si hubiera sentido la
presencia de la joven, se giró para dedicarle una mirada.
Allí estaba. Otra vez.
Heather giró el rostro, pues de seguro se había sonrojado, y tomó
asiento junto a su hermana. Cuando todos los invitados ocuparon los
asientos entraron los músicos, se colocaron en sus lugares y comenzaron a
interpretar la primera pieza. Heather, como siempre, cerró sus ojos para
dejar que la música fluyera dentro de ella. Entonces lo vio: el mar. Un
eterno mar era la imagen que venía a su mente gracias a esa relajante pieza
que parecía querer llevarla dentro con su marea.
—Es una interpretación excelente, ¿no cree?
Esa voz se hizo presente en su ensoñación. Ella se encontraba en la
orilla, con los pies entre la arena, dejando que las olas los enterraran poco a
poco mientras contemplaba el horizonte y el oleaje. Sin que se diera cuenta,
el caballero se había puesto a su lado y, al advertir su presencia, ella dio un
salto por la sorpresa.
El comentario de Alfred la sacó de golpe de su sueño, devolviéndola
a la realidad que había frente a ella. Estaba en la casa de los duques,
presenciando un concierto, soñando con el mar y permitiendo que Alfred
fuera parte de su ilusión. Se tapó la boca asustada tras dar un respingo en el
asiento.
—Perdone, no quería asustarla —se disculpó el caballero en voz
baja tan rápido como pudo. No había podido resistirse al ver cómo se mecía
en la silla. Aunque su música le resultaba embriagadora, era su castaña
cabellera rizada la que terminaba por atrapar la respiración del joven, que
esperaba atento la siguiente pieza musical.
—No pasa nada, disculpe mi reacción —trató de excusarse Heather
fingiendo que los susurros de Alfred en su nuca no le habían provocado un
nuevo estado de nerviosismo. Como si se tratase de algo natural, el rubor
regresó a su rostro.
—Quería pedirle, si le parece bien, que me reserve el primer baile
tras el concierto. Siento que nos han robado la oportunidad antes.
—Por supuesto —respondió con voz tímida.
—Perfecto, la dejo para que siga disfrutando del concierto. Y
perdone.
Heather no podía creerlo. Se había preguntado en varias ocasiones,
delante del invernadero, si de verdad Alfred le había pedido un baile al
inicio de la velada antes de ser interrumpidos por su madre. Pensaba que
había sido resultado de sus deseos más fervientes y que lo había soñado,
como muchas otras cosas. Pero allí estaba. Interrumpiendo el silencio de los
invitados con su petición, y ella, sentada en su asiento, sentía que su
corazón ardía de euforia.
La joven se sintió culpable por no ser capaz de disfrutar de la
orquesta como se merecía, mas su mente no podía dejar de anticipar lo que
estaba por ocurrir. Nerviosa, se levantó del asiento con cierto temblor en las
manos cuando finalizó la última pieza, y se dispuso a buscar a Alfred entre
la multitud. La gente se agrupó para comentar sobre la delicadeza de la
orquesta hasta que vio cómo el joven conversaba con su padre. Esperó con
paciencia hasta que los otros músicos tomaron asiento y continuaron
amenizando la velada.
En ese instante, Alfred detuvo su conversación, se disculpó con su
padre y se prometió a sí mismo que, en esa ocasión, nadie interrumpiría su
baile con Heather. Buscó a la joven Cavendish por toda la sala hasta que la
encontró, sola, en un rincón. Parecía que estaba buscando a alguien
también. ¿Sería a él? Se sentía nervioso por bailar con ella. Solo habían
compartido dos bailes desde que habían alcanzado la madurez necesaria y
los recordaba a la perfección. La forma en la que ella se movía y cómo sus
cuerpos parecían coordinarse era algo que no podía abandonar su mente por
mucho que quisiera. Allí estaba, con su sencillo vestido verde frotándose
nerviosa las manos enfundadas en unos guantes blancos. Cuando estuvo lo
suficientemente cerca, Heather advirtió su presencia y le dedicó una
sonrisa.
Alfred sintió que su corazón se detenía por un momento. ¿Cómo
podía existir un ser tan dulce y encantador capaz de desarmarlo con algo tan
simple como una sonrisa? Si su cuerpo se estremecía con algo semejante,
no quería ni pensar en lo que podría llegar a experimentar si algún día podía
tocar su piel. Recorrer su cuello con esmero, su rostro con sutileza, sus
labios con…
—Pensaba que no recordaría nuestro baile —dijo Heather
tímidamente, interrumpiendo sus pensamientos.
—Eso sería imposible, señorita Cavendish —respondió Alfred
centrándose en la bella joven que tenía frente a él y que era fiel reflejo de
sus múltiples ensoñaciones—. ¿Me concede el honor de acompañarme?
Creo que la pieza va a comenzar.
—Desde luego.
Heather tomó la mano que le ofrecía y juntos se acercaron al centro
de la sala. Los músicos anunciaron que la siguiente pieza sería un vals a
petición de la anfitriona. Heather rezó para que no se apreciara cómo su
cuerpo temblaba cuando una de las manos de él se colocó sobre su cadera y
la otra agarró delicadamente su mano en el aire, justo antes de iniciar el
baile. Su contacto era seguro y cálido, pero nada comparado con la forma
tan especial en la que sus ojos parecían tomarse su tiempo para contemplar
su rostro. La música comenzó y dieron los primeros pasos hasta que
coordinaron sus movimientos, deleitando a todos con una sensacional
danza.
Heather sintió cómo las fuerzas parecían abandonarla conforme sus
pasos los enredaban en un sinfín de vueltas en las que los ojos color
avellana de Alfred eran su eje central, su anclaje a la tierra. No podía dejar
de contemplarlos de igual forma que sentía el calor que brotaba del lugar
donde él tenía puesta la mano. Era algo irremediable.
Alfred, por su parte, se sentía afortunado por estar compartiendo un
momento tan íntimo con un ángel, pues eso es lo que había sido Heather
siempre para él: un ángel inalcanzable. Un ángel al que siempre había
adorado en secreto y que nunca podría tener. No era merecedor de ella.
Siempre lo había sabido.
Los dos querían hablar, compartir, intercambiar opiniones, pero
ninguna palabra pareció surgir entre ambos. Su silencio, más significativo
que muchas frases, fue suficiente para que los corazones de ambos
despertaran. No había rubor, no había vergüenza, no había miedo. Solo
estaban ellos. Disfrutaron de ese momento permitiendo que sus corazones
experimentaran más dicha de la que era concebible para una persona. En
secreto, aquel sería un momento que atesorarían para siempre pues, sin que
ninguno se diera cuenta, había sido el detonante de su nuevo futuro.
Alfred quería aprovechar la oportunidad para conocerla más a
fondo porque, a pesar de que sus familias se conocían, y siempre había
sentido un profundo afecto por ella, nunca había logrado vencer su
timidez y confesarle sus sentimientos. El miedo al rechazo, e incluso a
no ser suficiente para ella, lo había retenido en más de una ocasión. Su
mejor amiga y hermana de Heather, Susan, se había casado con su
mejor amigo, Benjamin, la temporada anterior. ¿Qué ocurriría si
Heather encontraba a un compañero afín que le prometiera todo su
amor y apoyo? ¿Podría su corazón soportarlo? Era imposible que un
caballero pasara por alto las enormes virtudes de la joven. Había oído
que algunos jóvenes juzgaban su tímida apariencia como un pretexto
para restar valor a su atractivo, pero, a ojos de Alfred York, Heather
era encantadora, dulce e irremplazable. ¿Qué significaba la belleza
cuando una mirada era capaz de hacerte perder la razón?
No se habían dado cuenta, pero la música había terminado y,
aunque ellos se habían detenido, sus manos y sus cuerpos todavía
permanecían unidos. No querían separarse. No podían separarse. Sin
embargo, debían hacerlo. Sus miradas seguían fundidas en una. Sus
respiraciones, todavía entrecortadas por el esfuerzo, parecían mecer
sus cuerpos al unísono. Fue el rumor de las conversaciones que se
desarrollaban de forma estridente a su alrededor lo que los despertó de
su ensoñación.
—Señorita Cavendish, ¿ha disfrutado del concierto? —se
atrevió a preguntar Alfred carraspeando mientras la invitaba con el
brazo a retirarse del centro de la sala.
—Desde luego. Su madre tiene un gusto exquisito para contratar
a los músicos. Le confieso que espero con ansias este concierto cada
temporada.
—Siempre he admirado su pasión por la música.
—¿De verdad? —preguntó anonadada. ¿Él admiraba algo de
ella? Heather creía haber escuchado mal. Aquello era imposible.
—Por supuesto. Personalmente me siento culpable, pues no he
desarrollado talento para el mundo de la interpretación y no estoy
versado en el mundo de las artes como usted, pero confieso que lo he
disfrutado.
—De eso se trata. No es necesario tener conocimientos o
experiencia tocando un instrumento para apreciar la belleza que
esconden unas notas, o la grandeza de una pieza musical.
—¿A qué se refiere?
—La música es sentimiento. Es pasión. Es…
—¿Si…? —preguntó Alfred de forma premeditada. Escuchar
hablar a la joven de sentimiento y pasión había despertado una innata
curiosidad que venció a la prudencia y le hizo dar un paso hacia ella.
—La música tiene que sentirse en cada poro de nuestra piel.
—Le prometo que esta noche la he sentido, señorita Cavendish
—aseguró Alfred. No solo se refería al talento de los músicos sino a
que él también la había sentido a ella en cada fibra de su ser durante el
baile.
—Entonces es una persona afortunada.
—No puede hacerse una idea de cuánto.
—Me alegra que haya tenido la oportunidad de asistir al
concierto —dijo Heather agachando la mirada avergonzada. La
intensidad con la que Alfred la miraba le resultaba abrumadora,
extasiante y casi provocadora. No podía mantener el contacto durante
más tiempo. Heather agachó la cabeza retirando la mirada y comenzó a
morderse el labio inferior.
—¿Por qué dice eso?
—Hacía algún tiempo que no estaba en las propiedades de York,
y pensaba que había regresado a la capital para proseguir con sus
estudios tras la boda de Susan.
—Sí, bueno. Es cierto que regresé a la capital tras la ceremonia
porque tenía que cerrar ciertos asuntos allí, p-pero… bueno… n-no
podía perderme la temporada so-social —respondió Alfred entre
tartamudeos. ¿De verdad había apreciado su ausencia? ¿Por qué había
mencionado la boda de Susan? ¿Acaso pensaba que estaba abatido por
su matrimonio con su amigo?
—Desde luego. Seguro que su madre aprecia el gesto.
—Sí. En realidad, no habría soportado su furia si me hubiera
atrevido a faltar esta noche.
Ambos se rieron por el comentario, rompiendo el tenso instante
que se había creado al mencionar a Susan y los motivos de la ausencia
de Alfred. Él no había sido del todo sincero con Heather, pero no
estaba preparado para confesárselo.
Para sorpresa de ambos, y la timidez propia de sus
personalidades, se acercaron a la pista de baile una segunda vez y
continuaron conversando de forma animada, aunque con pequeños
silencios, hasta que la música llegó a su fin de nuevo. Se detuvieron y
Alfred no soltó la mano de la joven hasta que llegaron a un extremo de
la sala. Quería alargar su contacto un poco más.
—Muchas gracias, he disfrutado mucho del baile.
—Lo mismo digo, señorita Cavendish.
—He sido una egoísta —se reprochó—. Dos bailes. No quiero
retenerlo por más tiempo, seguro que lo requieren en otro sitio.
—Sí, claro —respondió Alfred. No lograba interpretar el
mensaje de Heather. En parte sentía que la forma en la que su cuerpo
había respondido con calidez al suyo durante el baile manifestaba que
quería que se quedara más tiempo, pero era evidente que se trataba de
una esperanza vacía.
Alfred se despidió de ella y se giró para buscar a su madre,
quien de seguro estaría enfadada por su ausencia. Se había encargado
de presentarle a muchas jóvenes solteras, a cuyas familias había
invitado estratégicamente a la velada para poder facilitar encuentros
que él no deseaba. Y seguro que dedicar dos bailes a la joven
Cavendish no era un detalle que pasaría inadvertido para ella.
En ese instante, Heather Cavendish respiró hondo e hizo algo
totalmente inapropiado, fuera de lugar e impropio de ella. ¿Qué estaba
ocurriendo esa noche?
—Puede llamarme Heather.
Alfred se giró al escuchar esas palabras totalmente incrédulo.
Heather había dado unos pasos al frente para seguir los del joven y lo
miraba cohibida. Cuando sus ojos conectaron de nuevo, él pensó que
era imposible juzgar su timidez como un defecto si eso la convertía en
alguien tan dulce.
—¿Disculpe?
—Puede llamarme solo Heather, si lo desea.
Capítulo 3
Heather apenas había podido dormir esa noche. Todos sus
pensamientos regresaban una y otra vez a ese primer baile, a ese
contacto, a esa conversación, a la forma tan natural en la que sus ojos
se habían perdido en los del otro. Su corazón había explotado con el
simple contacto de sus cuerpos. Nunca había experimentado una
euforia semejante a la que se reflejaba en sus novelas románticas, y,
aquella noche, un simple baile le había permitido tocar el cielo.
Una parte de ella dejó que, durante unos instantes de la noche,
su corazón estallase por lo ocurrido; pero, otra parte, la que siempre se
dejaba dominar por las inseguridades, comenzó a sacar a relucir sus
propios fantasmas. Al principio, Heather había pensado que la peculiar
relación de amistad entre Susan y Alfred había obstaculizado sus
posibilidades de ser feliz. ¿Cómo iba a fijarse Alfred en la tímida
Heather Cavendish cuando podía disfrutar de la amistad de la
descarada Susan? La joven hermana opinaba que Susan y Alfred eran
como el agua y el aceite, dos personas tan incompatibles en
temperamento que era imposible que se entendieran; y, sin embargo, y
contra todo pronóstico, su amistad había llevado a pensar a sus padres
que podría existir un compromiso formal en un futuro. Todavía
recordaba con pesar aquella conversación entre su padre y Susan en el
despacho de este. Ella negaba rotundamente que existiera una
proposición y su padre se afanaba en animarla. Creía que el joven York
ayudaría a su hija a sentar la cabeza y así abandonar su actitud rebelde
y caprichosa. Heather sintió que su corazón no volvió a ser el mismo
desde aquel día. Puede que Susan no sintiera algo especial por Alfred,
pero ¿y él? Las dudas le habían carcomido durante años, y el hecho de
que él desapareciera tras la boda de su hermana para regresar a la
capital la había asustado.
Si no era Susan, era ella. Nunca había gozado de habilidades
sociales como sí hacían sus hermanas. Para Heather, la pérdida de su
madre había sido devastadora, y desde su muerte trató de centrarse en
la música, privándola de las herramientas necesarias para conectar con
el mundo. Sin saberlo, la timidez de Heather se había convertido en un
profundo sentimiento de inferioridad que la impulsaba a ser un
fantasma en la sociedad. Había otras damas más hermosas, con mejor
posición y conversación, ¿quién podría fijarse en ella?

Por su parte, Alfred no había dejado de pensar en aquella simple


petición por parte de la joven Cavendish. Le había dado su permiso
para hablarle con cercanía y dejar atrás parte del protocolo. Por
supuesto, el baile que habían compartido había sido especial y único.
Deseó en mil ocasiones que esos dichosos guantes de seda no
cubrieran sus manos para poder recorrer su piel con el mimo que se
merecía. Le había extrañado la mención de Susan y su boda. Y aunque
decidió aplacar ese pensamiento asumiendo que no tenía importancia,
las dudas le perseguían incluso en su dormitorio. ¿Acaso la joven
pensaba que sus afectos estaban dirigidos hacia su hermana? Era
imposible. No podía creer que ella no lo hubiera descubierto siguiendo
su rastro en todo momento tras separarse. Además, y con mucha
tristeza, tuvo que presenciar cómo su padre y otros invitados le
presentaban a distintos caballeros solteros. La sangre le hervía por
dentro puesto que, aunque no apreciaba un interés real en ella hacia los
jóvenes, les estaba dedicando sonrisas que deseaba que solo fueran
para él. ¡Maldita sea! Alfred se castigó a sí mismo. Solo su cobardía
era la culpable de su pesar.
Había regresado a casa con el único propósito de verla. Esa era
la verdad que no se atrevía a confesar. Aunque deseaba no enfurecer a
su madre, había un deseo más profundo tras su vuelta. La capital había
resultado más fría de lo normal cuando cerraba los ojos, pues solo el
recuerdo de la belleza de la joven en la boda de su hermana se había
convertido en un tormento. Un espejismo que lo atormentaba cada
noche, pidiéndole que pusiera punto final.
La mañana llegó antes de lo esperado para Heather, quien apenas había
logrado dormir unas horas, pero que a pesar de ello se sentía llena de
energía. El concierto, el baile y la conversación con Alfred habían
actuado como un estimulante sobre ella, y se había prometido a sí
misma que ese día sería maravilloso. Un mantra que se repetía todas
las mañanas desde que había aceptado con resignación su destino
amoroso. Era consciente de que lo ocurrido la noche anterior era algo
imposible de replicar.
Como era de esperar, la casa estaba silenciosa puesto que sus
hermanas seguían disfrutando de un sueño reparador. Al contrario que
Heather, Violet y Bella eran amantes de las noches de bailes, aunque no
tanto de los aburridos conciertos. Ellas querían lucirse, hablar con
caballeros, causar sensación y ser admiradas. ¡Qué diferentes podían llegar
a ser! Aprovechó ese silencio para desayunar tranquila y dirigirse al jardín a
tomar algunas flores para preparar varios jarrones para su sala de música.
Desde hacía años, recogía lavanda que destilaba para preparar
perfumes. A Susan le encantaba rociarse con él, y Heather se sentía
agradecida por ello. En esa ocasión tomó la cesta para recoger claveles
y algunas lilas de verano. Preparó dos coloridos jarrones y los dejó en
la entrada trasera de la casa para no manchar el suelo al entrar con sus
botas manchadas de barro. El frescor y humedad de la mañana había
dejado la tierra húmeda y los bajos de su vestido y sus zapatos se
habían visto afectados por ello. No le importó. Esas cosas no le
importaban en absoluto. Si había desechado la posibilidad de casarse,
¿quién podría juzgarla por esos detalles? ¿Por quién debería mantener
la compostura?
Tras dejar los cestos, y aprovechando la mañana encapotada que
les había brindado ese mes de mayo, decidió recorrer la propiedad a
pie. Su hermana Charlotte era muy aficionada a los caballos, y las
caballerizas eran su lugar preferido; Susan prefería sentarse
cómodamente en una manta, cerca del estanque familiar; y Heather
tenía sus amapolas.
Por alguna extraña razón, un conjunto tímido de amapolas había
comenzado a brotar en una zona de la propiedad. Heather lo descubrió
en uno de sus paseos matutinos, antes de realizar su sesión diaria de
práctica de piano. Al principio solo eran un puñado de flores
espontáneas esparcidas aquí y allá, pero con los años habían
convertido gran parte del claro en un manto rojizo precioso. Allí
estaba, su rincón preferido del mundo.
Colocó una pequeña manta que había cogido tras dejar los
jarrones y se tumbó justo en el centro del claro, cerrando los ojos para
concentrarse en los sonidos de la naturaleza. En la forma en que los
pájaros cantaban, las abejas chupaban el néctar de las flores, el viento
soplaba y jugaba con los mechones de su pelo, la…
—Buenos días, señorita Cavendish.
Heather abrió los ojos sobresaltada, pues no esperaba encontrar
a nadie allí. Apenas pudo distinguir la figura de la persona que hablaba
puesto que justo un rayo de sol iluminaba su espalda impidiéndole ver;
sin embargo, reconoció su voz. La reconocería en cualquier parte.
—Tengo la impresión de que siempre interrumpo algo especial
cuando me dirijo a usted —dijo Alfred con un tono divertido que
esperaba que marcara el ánimo de la conversación con la joven. Ella,
sorprendida por el encuentro, se levantó del suelo y trató de limpiar el
barro que había impregnado su vestido. Alfred encontró ese gesto
gracioso. Todo en ella la resultaba encantador.
—P-para nada —contestó ella con un ligero tartamudeo.
—Estaba dando un paseo por mi propiedad y, sin saber cómo,
mis pasos me han llevado hasta aquí. Está siendo una gran mañana —
aseguró Alfred con una radiante sonrisa mientras se quitaba el
sombrero. El paseo había mejorado considerablemente cuando vio a lo
lejos un manto de flores rojas que, para su sorpresa, acunaban en su
manto a un ser celestial.
—Entonces me alegro de que esté disfrutando.
—¿Le importa si la acompaño? —preguntó él con voz tímida
antes de darse cuenta de la reacción que estaba causando en la joven.
Ver cómo ella se mordía el labio inferior por los nervios le advirtió de
que quizá había sido inoportuno—. Perdóneme, quizá estaba haciendo
algo importante y no desea mi compañía. O ya estaba por regresar a
casa para continuar con sus quehaceres y la estoy reteniendo. Cla-
claro. Sí. P-podría…
—Me encantaría dar un paseo —dijo apresuradamente Heather
para interrumpir el balbuceo del joven.
—Por supuesto, la dejaré sola si… —respondió con aire abatido
Alfred mientras daba algunos pasos hacia atrás girando el sombrero
sobre su mano, inquieto. ¿Cómo había podido pensar que desearía su
compañía? Quizá había confundido las sensaciones que habían
compartido la noche anterior. ¡Estúpido!
—Con usted… si lo desea —agregó Heather bajando la mirada,
sin poder evitar morder su labio nerviosa.
—Oh, vaya. ¿Conmigo? Claro, sí.
Alfred anotó en su mente golpearse a sí mismo en cuanto
estuviera a solas por ser tan poco valiente. La timidez le había atacado
y sus nervios no le habían permitido ser claro en su mensaje. Él quería
pasear con ella. De hecho, había ido a su propiedad aquella mañana
expresamente a verla porque necesitaba aclarar algunas de las cosas
que habían hablado la noche anterior.
Heather, por su parte, sintió cómo sus nervios se relajaban al
captar los de él. Encontró divertido el malentendido que se había
generado entre ellos y trató de restaurar la situación intentando
expresar su deseo de pasar más tiempo con él. Aunque el joven no
hubiera ido hasta allí expresamente para estar con ella, se sentía
agradecida de que deseara pasar tiempo con ella.
Alfred respiró aliviado y le tendió una mano para ayudarla a
salir del campo de amapolas.
—¿Le gustan las amapolas, señorita Cavendish? —preguntó él
iniciando una nueva conversación. Había disfrutado de las vistas al
contemplar a la joven sumergida en aquel manto tan brillante de color
rojo. Una diosa. Eso le pareció.
Por su parte, Heather se sintió triste por el hecho de que Alfred
no se tomara el atrevimiento de llamarla por su nombre como ella le
había propuesto la noche anterior. Comenzaron a caminar por el claro,
rumbo a la arboleda de la propiedad.
—Sí. Son unas plantas fascinantes, en verdad. Las amapolas son
unas flores fuertes que nacen en terrenos complicados. Apenas
necesitan agua, no necesitan cuidados y brotan cuando menos se las
espera. Además, personalmente creo que su color es precioso y digno
de admiración.
—Desde luego. No conocía esta parte de la propiedad
Cavendish.
—Es mi rincón secreto —confesó ella con seguridad.
—Oh, vaya. Entonces, trataré de no regresar si la he
importunado.
—No, no importa. No me ha molestado. De hecho, me ha
salvado de una mañana de aburrimiento dentro de la casa. Solo me
esperaban unas horas frente a mi piano.
—No sabía que sus sesiones al piano le resultaban tediosas.
—En cierto modo sí. Me encanta practicar por horas y sentir que
todo fluye a través de mis dedos, pero no poder compartirlo con otra
persona me genera una especie de vacío.
—¿Un vacío? —preguntó Alfred mientras le dedicaba una
mirada extrañada. ¿Acaso se sentía sola?
—Me refiero a… al hecho de n-no tener a nadie c-con quien
compartirlo.
—¿Se refiere a un marido?
—Oh, no, no, no, no —reiteró Heather agitando los brazos de un
lado a otro para negarlo, totalmente nerviosa por la sugerencia—. No
me refiero a eso. Bueno, podría ser un marido, por supuesto, pero eso
no pasará. —En ese momento, Heather se mordió el labio nerviosa.
¿En verdad había dicho eso en voz alta? ¡Maldita sea!
—¿No pasará? —Alfred no pudo evitar preguntar. ¿A qué se
refería?—. Ahora sí que no la comprendo.
—Me refería a que ninguna de mis hermanas es aficionada a la
música —mintió la joven para tratar de salir de la situación—. Es
cierto que mi afición la heredé de mi madre, pero, tras su muerte, nadie
ha tenido el tiempo o la paciencia suficiente como para disfrutar de
mis horas de práctica.
—Yo disfruto escuchando sus interpretaciones cuando toca en su
casa o en la mía.
La confesión de Alfred provocó que Heather se detuviera en
seco. ¿En verdad él disfrutaba de su música? ¿Le había estado
prestando atención tocaba? Le dedicó una mirada cargada de
agradecimiento.
—Le agradezco mucho el gesto.
—Tiene un don especial para la música, señorita Cavendish.
Anoche me sentí culpable cuando interrumpí su conexión con el
concierto al hablarle. Creo que rompí algo mágico.
—En parte así fue —confesó Heather, aunque rápidamente se
esforzó por enmendar el mensaje que podía transmitir su frase al
contemplar el semblante de él—. Sin embargo, recibí una interesante
propuesta para bailar que perdonó el pecado cometido.
—¿Disfrutó del baile?
—Muchísimo. ¿Y usted?
—Sí, desde luego. Me hubiera gustado seguir conversando, pero
mi madre tenía otros planes secretos preparados para mí.
—Era evidente que eso ocurriría —aseguró Heather con tristeza.
—¿A qué se refiere?
—Tras la partida de Susan, se sentirá animada para presentarle a
jóvenes que puedan ser de su interés. Esperará que pueda realizar una
propuesta formal a alguna de ellas durante la temporada.
—Con relación a su comentario de la noche pasada sobre Susan
—comenzó a decir Alfred, deteniendo el paseo y tomando el brazo de
la joven con su mano derecha para que esta también se detuviera. La
miró a los ojos reuniendo toda la valentía de la que disponía y
continuando tras tragar saliva—, me gustaría aclarar una cosa
importante, señorita Cavendish. Es cierto que mi madre y Susan son
dos personas que nunca llegarán a comprenderse del todo. Mi madre
jamás comprendió la relación que compartía con Susan, y es obvio que
nunca podré confesarle todo lo que su hermana ha hecho por mí
durante todos estos años, pero —añadió siendo consciente del temblor
que Heather estaba experimentando— me gustaría declarar, y no tengo
duda alguna en que su hermana dirá lo mismo, que jamás hemos tenido
sentimientos profundos el uno por el otro, más allá de nuestra amistad.
Nunca he visto ni deseado a su hermana como algo más que una
amiga.
Heather se quedó anonadada por sus palabras. De golpe y
plumazo, la persona de la que estaba enamorada había sacudido los
temores que había cultivado durante años. Su corazón se debatía entre
gritar de emoción, saltar de alegría o romperse por la intimidad que,
durante unos instantes, se había creado entre ellos.
Allí estaban, en mitad del bosque de su propiedad. Solos. Sin
carabinas ni testigos. Él los había detenido a ambos. Sus miradas
estaban conectadas y se dedicaban un tiempo que parecía infinito. La
mano de Alfred, que agarraba con delicadeza su brazo, estaba a punto
de llevarla al borde de la locura. Sentía cómo la temperatura de su
cuerpo había comenzado a elevarse sin explicación alguna. Él dio dos
pasos hacia delante hasta acercarse más a ella. El cuerpo de Heather
tembló. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Qué deseaba ella que
ocurriera? Quería que la besara. Por lo más sagrado, lo deseaba. Lo
deseaba a él. Por siempre. Por eso, cuando él tomó distancia
separándose de ella, sintió cómo esa burbuja de felicidad explotaba
debido a unas ilusiones que siempre terminaba idealizando. ¿Qué
necesidad tenía Alfred de explicar la relación que mantenía con su
hermana si no era para transmitir un mensaje?
—Gracias por la aclaración, aunque no era necesario —
respondió Heather rompiendo el contacto visual y terminando de
separar sus cuerpos al dar unos pasos hacia atrás. Le dolió. Cada paso
que Alfred daba hacia atrás era un puñal que se clavaba en su corazón.
Ella deseaba esa cercanía, pero él no parecía cómodo con ella. ¿Acaso
ella no era suficiente? Sus miedos la golpearon de nuevo.
—Puede que no lo fuera. No obstante, necesitaba compartirlo
con usted —respondió él tratando de recuperar el instante perdido,
aunque era más que evidente que algo había importunado a la joven.
—Gracias, Alfred.
Allí estaban. Seis letras que, pronunciadas por la boca de la
joven Heather Cavendish, transportaron al joven heredero a un lugar
entre el cielo y la tierra. Escuchar su nombre había sido lo más
delicioso e íntimo que habían compartido nunca. Él sonrió y le ofreció
el brazo para que prosiguieran con su paseo. Ella aceptó encantada.
Mantuvieron una animada conversación sobre música, literatura,
algunas anécdotas de cuando eran pequeños e incluso sobre los
estudios de él en Londres. Parecía que el destino había dispuesto que
aquellos jóvenes pudieran conocerse un poco más hasta que la hora del
almuerzo llegó y Alfred se despidió de ella.
Cuando su cuerpo dio la vuelta para alejarse, Heather hizo algo
impulsivo de lo que se arrepentía más adelante.
—¡Alfred! —lo llamó alzando la voz.
—¿Sí? —preguntó él girándose rápidamente, feliz de que ella lo
hubiera detenido.
—Puede que sea precipitado, pero ¿podría transmitirles a los
duques mi invitación para que vengan a cenar esta noche?
—¿Esta noche? —preguntó mientras se rascaba la nuca, tratando
de recordar si su madre tenía algún compromiso programado—. Puede
que sea muy pronto dado…
—Sí… P-por su-supuesto —añadió ella rápidamente, con
timidez y un gran tartamudeo. Había comenzado a morderse el labio
—. Tiene razón. Claro... Olvide mi comentario.
—No, de ninguna manera —determinó él. No perdería la
oportunidad de verla de nuevo—. Les transmitiré su invitación y haré
todo lo posible para que acepten. Gracias… Heather.
Heather. La había llamado por su nombre. Inmóvil e incrédula,
contempló cómo Alfred se alejaba por la propiedad hasta ser un punto
casi irreconocible. Ilusionada por la maravillosa mañana que había
compartido con el joven, casi no podía creerse la suerte que había
tenido. Ni por toda la fortuna del mundo habría soñado algo así.
Habían conversado de forma distendida entre risas y recuerdos,
pasando de un tema de conversación a otro y por un instante, recordó
que era la primera vez que hablaban tanto desde que se conocían.
Siempre había quedado a la sombra de Susan, quien acaparaba todo el
tiempo del joven, pero, esa mañana, todo su tiempo había sido para
ella.
Al mismo tiempo, no podía evitar pensar que había sido una
irresponsable, y por partida doble, pues habían estado paseando solos,
sin ningún tipo de supervisión, y luego había invitado a los duques a su
casa para cenar sin avisar antes a su propio padre o al ama de llaves.
¡Qué imprudencia! Tenía que regresar lo antes posible a casa para
disponer todos los preparativos para la noche y elaborar el menú junto
con la cocinera. Sin duda, lo más probable es que recibiera una
reprimenda por parte de todos, pero no le importaba. No quería que ese
día terminara y despertar pensando que su encuentro con Alfred había
sido solo un sueño, así que necesitaba prolongarlo por más tiempo.
Una cena esa misma noche era lo único que se le había ocurrido para
volver a verlo pronto.
Una vez dentro de la casa, sus pronósticos se confirmaron: la
invitación había sido muy precipitada. Tendrían que adecentar la casa
y preparar todo rápidamente para la inesperada visita. Es cierto que
durante la temporada social se recibían y enviaban muchas
invitaciones para asistir a cenas o almuerzos privados, pero siempre se
realizaban con antelación y previa invitación formal.
Tras conversar y debatir durante cerca de dos horas sobre
múltiples aspectos relacionados con la cena, Heather se retiró a su
habitación, no sin antes escuchar los reproches de sus hermanas por
haber invitado a la insufrible duquesa. Decían que soportar a esa
señora durante dos noches consecutivas era imperdonable.
Nunca le había preocupado su aspecto, pero, aquella noche,
sentía que todo debía ser perfecto. Escogió un antiguo vestido de color
crema que tenía en el armario y que combinaría con unas cintas de
color verde claro. Le pidió a la doncella que le recogiera el pelo
formando tirabuzones en un sencillo recogido, dejando algunos
mechones de su cabellera descender por sus hombros.
Antes de que se diera cuenta, los cuatro miembros de la familia
Cavendish esperaban nerviosos en el salón de la casa la llegada de sus
invitados.
—No me puedo creer que hayas invitado a los duques. Una cosa
es tener que soportar a esa señora en su casa, y otra muy distinta es
traerla a la nuestra —insistió Bella de nuevo. Era evidente que no
sentía aprecio alguno por la señora.
—Bella, tu comentario ha sido de lo más indecente. No he
pagado una educación exquisita, con las mejores institutrices del país,
para que te comportes de manera tan insolente. Doy gracias a que tu
madre no está presente, o se sentiría avergonzada por tu
comportamiento.
—Lo siento, padre —se disculpó con fingido sentimiento, antes
de regresar a su postura—. Pero es totalmente cierto. Esa mujer
aprovecha cada instante para vanagloriarse de su título y posición.
—Si la duquesa decide hacerlo, es porque su posición se lo
permite. Así funcionan las cosas, y hasta que no tengas un marido con
un título de duque, me temo que tendrás una posición social inferior.
Por tanto, no toleraré ni una falta de respeto en mi casa. ¿Me has
comprendido?
—Por supuesto —aceptó Bella claudicando ante la mirada
amenazadora de su padre. Heather pensó que, en parte, Bella tenía
razón, aunque su padre también la tenía. Eran señoritas de buena
familia y esos comentarios no eran apropiados.
Al cabo de unos minutos, el mayordomo abrió la puerta y la familia
York hizo acto de presencia. Heather se levantó lentamente del sillón y
cuando elevó el rostro encontró los ojos que tanto había deseado
contemplar. Unos ojos color almendra que parecían ilusionados por verla.
¿Ilusionado? No, no. Seguro que era una equivocación.
—Señor y señora de York, Alfred, ¡bienvenidos a nuestra casa!
—Muchas gracias por su inesperada invitación, señor
Cavendish. La verdad es que casi no hemos dispuesto de tiempo para
recoger toda nuestra casa después del concierto de anoche y llegar a
tiempo para su cena —confesó la duquesa remarcando la inadecuada
gestión del tiempo que había hecho el conde. Heather se alegró de que
Alfred hubiera comunicado que la invitación provenía de parte de su
padre y no de ella, pues eso aumentaba la presión de los duques por
acudir. Sin embargo, también se sintió culpable porque había causado
un malestar general.
—Valoro infinitamente su capacidad de adaptación. Prometo
que la velada merecerá la pena, ¿verdad, queridas hijas?
—Por supuesto, señora —respondió Bella fingiendo entusiasmo
hacia la invitada.
—Seguro que sí —añadió el duque con gran entusiasmo. Para
Heather, el duque era un hombre de afable temperamento, buen
espíritu y carácter sociable. Siempre prestaba ayuda a otras personas.
Su padre decía que el caballero manejaba las propiedades de forma
recta y honorable para con sus trabajadores, y siempre tenía buenas
palabras para ella y su música. Sin duda, era un hombre encantador.
—Si les parece bien, podemos tomar un pequeño refrigerio antes
de que la cena esté lista.
—Me parece una magnífica idea —añadió el duque—. De
hecho, quizá la señorita Cavendish pueda deleitarnos con su talento
esta noche. Siempre disfruto con su música. ¿Qué le parece, amigo
mío?
—Por supuesto, por supuesto. Heather, querida, ¿nos harías el
honor de tocar algo para nosotros?
—Claro, padre —respondió Heather para, acto seguido,
levantarse, recorrer la sala y sentarse en el taburete del precioso piano
que su padre le había regalado a su madre cuando se casaron.
Adornaba el salón y apenas era utilizado desde su muerte. Solo se
hacía en contadas ocasiones, lo cual a Heather siempre le había
parecido un desperdicio.
Alfred la había seguido con la mirada desde que había entrado
en la sala. La felicidad que había visto en su rostro al verlo entrar, la
culpabilidad bien oculta tras el reproche de su madre y la vergüenza
que estaba seguro que experimentaría en un futuro próximo al ser el
centro de atención de tanta gente. Heather era tan tímida como él, y
sabía que aquello la pondría nerviosa.
Apenas unos instantes después, las delicadas manos de Heather
iniciaron una complicada danza de movimientos casi imperceptibles
que permitieron crear una nueva realidad para todos. No necesitaba
acompañamiento. No necesitaba de un coro. Heather era capaz de
crear algo excepcional solo con sus dedos.
Por un instante, levantó la mirada y de forma instintiva buscó la
de Alfred. Él la estaba observando con total admiración y, cuando el
joven le dedicó una tímida sonrisa, ella giró de nuevo el rostro
sintiendo que las mejillas la iban a delatar. Sentía un calor diferente en
su cuerpo sabiendo que Alfred la estaba mirando. No podía volver a
levantar la mirada del teclado. Debía concentrarse. Heather rezó para
no equivocarse y hacer el ridículo.
El mayordomo avisó de que la cena ya estaba dispuesta y todos,
con sus copas en la mano, tomaron el pasillo hasta el comedor
principal y se sentaron alrededor de la mesa. Presidiendo, el conde; en
los dos sitios más próximos se encontraban los duques, sentados uno
frente al otro; inmediatamente después, Alfred y Heather, enfrentados;
y luego, Violet y Bella. Sirvieron el primer plato y comenzaron a
disfrutar de una relajada conversación. Heather se fijó en que la
duquesa estaba disfrutando del encuentro, lo que le permitió
disculparse a sí misma por haberlos importunado a todos con la
invitación.
—Y dígame, señor Cavendish, ¿cuáles son sus expectativas para
esta temporada?
—¿Mis expectativas?
—Sí, amigo mío. Mi esposa está empeñada en conocer los
planes de futuro de todas las personas influyentes del condado. Por mi
parte, mi única expectativa es que mi señora no vacíe las arcas
familiares antes de que finalice la temporada.
—¡Querido! ¿Cómo puedes decir eso delante de nuestros
amigos?
—Porque todos conocemos su gran afición por los bailes y
conciertos. No es necesario invertir tanto capital cada temporada –dijo
el duque causando una carcajada entre los comensales.
—Desde luego que sí, somos los duques de York. No unos
cualquiera. Mi objetivo es organizar la vida social del ducado y atender
a nuestros vecinos, así que lo realizaré como mejor me plazca.
—Por supuesto, cielo mío —respondió su esposo con una tierna
sonrisa. Heather advirtió sentimientos en aquella mirada.
—Y ahora que la señorita Susan se ha desposado y goza de una
saludable vida lejos de la propiedad Cavendish, estará deseando casar
a la joven Heather.
La invitada no tenía ningún reparo en hablar mal de Susan, aun
estando presente su familia. Era evidente que se alegraba de que esa
joven, que tanto la había desesperado durante años, estuviera lejos de
su casa y lejos de su hijo. Sin embargo, fue su pregunta sobre el futuro
enlace de Heather lo que sorprendió a todos los presentes.
—Por supuesto, mi hija gozará de todo mi apoyo durante la
temporada en caso de recibir una propuesta de matrimonio que
considere de su agrado —respondió el conde dedicando una sentida
mirada a su hija. Heather sonrió afectada. No quería que hablaran de
ella. ¿Por qué no hablaban del tiempo o de los negocios?
—Y dígame, señorita Cavendish, con la total confianza que hay
entre nuestras familias, ¿ha considerado interesante a alguno de los
solteros que conoció ayer? —preguntó con indiscreción la duquesa
delante de todos—. ¿Tal vez ya tiene a alguien en mente?
En ese momento, Heather se quedó tan sorprendida por la
inadecuada e invasiva pregunta que se atragantó con el trozo de carne
que tenía en la boca. Tosió en varias ocasiones para liberarse de la
presión y tras beber agua consiguió recuperar el aliento. Se tranquilizó
como pudo, intentando ganar tiempo para pensar en su respuesta.
¿Cómo podían preguntarle algo así en público?
—La velada de anoche fue deliciosa, señora. Tuve el placer de
conocer a varios caballeros interesantes —comenzó a relatar la joven
incapaz de mirar a Alfred. No podía hacerlo si quería seguir con su
farsa. Odiaba mentir, pero en esa ocasión necesitaba hacerlo—. Sin
embargo, por el momento, no quiero comprometer mi mano en
matrimonio. Queda mucha temporada social por delante, e incluso, si
llegado el momento no encontrara a nadie digno de mi atención,
consideraría seriamente el no contraer nupcias.
—¿No contraer nupcias? —intervino exaltada la invitada,
limpiándose con esmero la comisura de los labios mientras pensaba
qué rondaba en la cabeza de aquella incrédula niña para afirmar eso en
público—. Eso es impensable, y menos para la hija de un conde. Sería
un escándalo, señorita Cavendish. Sabe que la adoro con todo mi
corazón, y bien podría tomarla bajo mi tutela para asegurarle un
matrimonio ventajoso que…
—No deseo un matrimonio ventajoso. Solo deseo a una persona
que me ame.
—Amor. Amor. Amor —dijo con tono de burla la duquesa—.
Comprendo que son conceptos muy atractivos para una joven dama,
pero debe ser práctica y no caer en sueños e ilusiones. Necesita un
esposo.
—Puede ser. Pe-pero… por el m-momento… —trató de decir la
joven entre tartamudeos. La seguridad de la duquesa la intimidaba,
obligándola a bajar la mirada.
—Querido amigo, no puede dejar que su hija sea tan ilusa —
continuó la invitada reprochando el comportamiento de su hija al
conde—. Pensé que su difunta esposa las había instruido mejor en sus
obligaciones antes de fallecer. Solo Dios sabe las creencias tan
escandalosas que tienen en su cabeza. Aunque claro, teniendo a Susan
entre ellas…
—Madre, creo que es suficiente —interrumpió Alfred tratando
de poner una amable sonrisa para apoyar a la joven. Por respeto, se
había mantenido callado durante toda la conversación, expectante de
cuál sería la respuesta de Heather. Él también ansiaba saber cuáles eran
sus planes de futuro, pero no podía permitir que su madre le faltara al
respeto a Heather o a su familia en su propia casa.
—Alfred, querido, fue una verdadera suerte que no te dejaras
embaucar por…
—¡Es suficiente! —gritó su esposo.
Tras el grito del duque, Heather miró a Alfred por primera vez
desde que había comenzado la conversación. Se le veía tenso y
molesto por los comentarios de su madre, aunque Heather no estaba
segura de si ese temperamento había nacido por la presión que había
ejercido su madre sobre ella o por las malas palabras hacia Susan, su
comportamiento y su mala reputación. En ese instante, Heather sintió
una punzada en el corazón.
La mirada hostil de la duquesa estaba centrada en la repentina
rebeldía de su hijo. La había humillado públicamente al levantarle la
voz de esa manera. Lo achacó a la clara influencia de Susan Cavendish
durante años. Su Alfred no era así.
—Vamos, vamos, vamos, amigos míos. No estropeemos una
velada tan buena como esta con tonterías sobre la temporada.
Disfrutemos y dejemos los temas del corazón a los jóvenes en edad
casadera.
La duquesa agachó la cabeza con falsa vergüenza. Todos sabían
que, tras la llamada de atención de su hijo, no tenía otra opción salvo
disculparse en público ante su anfitrión. No habría sido plato de buen
gusto para ella, y Heather estaba segura de que así se lo haría saber a
su hijo.
El resto de la velada transcurrió sin novedades a resaltar.
Heather agachó la cabeza y trató de mantenerse en silencio para que la
atención no se dirigiera a ella. Ese «anonimato» le permitiría disfrutar
de miradas furtivas en busca de Alfred. Este parecía entusiasmado por
conversar con el padre de ella sobre negocios. El joven invitado no le
había dirigido la palabra en toda la velada y eso le dolió. ¿Dónde
quedaba el joven que le había hablado tan abiertamente en el campo
hacía tan solo unas horas?
La noche estaba llegando a su fin y los duques se estaban
despidiendo de su amigo el conde. Heather dio varios pasos atrás para
regresar al salón donde antes había tocado el piano para recoger las
partituras que había dejado sobre el pequeño atril. Cuando sus manos
estaban a punto de llegar a los papeles una voz carraspeó justo detrás.
Ella dio un brinco por la sorpresa y se giró de inmediato lanzando las
hojas por el aire.
—Perdone, Heather, no pretendía sorprenderla de esa forma —
se disculpó Alfred mientras se acercaba apresuradamente para ayudar a
la joven a recoger las partituras del suelo.
—No se preocupe, estoy bien —aseguró Heather mientras
trataba de combatir los nervios que le producía tenerlo tan cerca.
Ambos estaban de rodillas en el suelo—. No esperaba… pensé que se
había marchado.
—¿Sin despedirme? Eso no sería cortés por mi parte.
—¿Despedirse de mí? Pensé que no lo haría.
—¿Por qué pensó eso? —preguntó justo en el instante en que
sus manos fueron a tomar la misma hoja de papel. La mano de él tocó
la de ella. Desnuda. Sin guante. Solo su piel. Ella lo miró. Él se centró
en sus ojos y se obligó a no perderse en ellos.
—Por nada. Solo ha sido un pensamiento sin importancia.
—Me gustaría que lo compartiera conmigo, por favor —declaró
recorriendo con delicadeza los dedos de la joven.
Heather vio preocupación en los ojos de Alfred y, aunque
deseaba salir corriendo hacia el otro extremo de la casa para salvarse
de la vergüenza que sabía que sus palabras le iban a ocasionar, sus pies
permanecieron inmóviles y su cuerpo embelesado por el poder tan
magnético de los ojos de Alfred. ¿Qué escapatoria podría tener?
Capítulo 4
Alfred respetó su silencio. Era evidente que se estaba debatiendo entre
responder o no a su petición. Él se moría de ganas por saber qué
ocultaban sus palabras, y deseaba conocer si realmente su madre la
había importunado tanto como para oscurecer su risueña mirada
durante toda la velada. Conocía de sobra la habilidad de su progenitora
para hacer sentir incómodos e inferiores a los demás, pero no dejaría
que eso le pasara a Heather. A él nunca le había importado que esta
tuviera menor posición social de la misma manera que eso no le
impidió relacionarse con Susan. Para él, esos detalles carecían de
significado.
Mientras esperaba ansioso su respuesta, se deleitaba con el tacto
de su piel. Y se sentía afortunado porque, a pesar de la falta de respeto
que suponía no solicitar su permiso previo, ella no se había retirado.
No se había escandalizado. ¿Cómo había vivido hasta el momento sin
su contacto? Era como navegar por la seda más suave. ¿Cómo podría
seguir viviendo sin volver a tocarla?
—¿Por qué pensó que no me despediría de usted? —insistió
Alfred ante el prologado silencio de ella. No quería presionar, pero
disponía de apenas unos minutos antes de que sus padres abandonaran
la casa tras los protocolarios halagos al anfitrión, y no podría vivir en
paz sin saber por qué ella esperaba algo así de él. El solo temor a que
él fuera el causante le provocó un nerviosismo que no pudo sino
liberar con una retahíla de preguntas. Tomó su mano y la animó a
levantarse del suelo sin perder el contacto—. ¿Acaso he hecho algo
que le ha importunado? ¿La he ofendido en algo?
—Es que… —comenzó a decir Heather sin retirar la mano,
sosteniendo las partituras y experimentando un ardor inusual.
—¿Sí…? —insistió él dando un paso al frente para acercarse
más a ella. No podía soltar su mano.
—Al contrario, pensé que yo lo había ofendido a usted puesto
que apenas… —La joven no era capaz de terminar la frase.
—¿Apenas qué, Heather? —Alfred pensaba que se iba a volver
loco si ella no le respondía en ese preciso instante. ¿Qué era lo que
estaba pensando? ¿Estaba sintiendo ella también ese cosquilleo en su
estómago? ¿Esa descarga proveniente de su mano?
—No me ha hablado ni mirado en toda la cena —contestó
Heather finalmente, teniendo cuidado de las palabras que pronunciaba
y soltando, poco a poco y con reticencia y dolor, su mano de la de él
—. Pensé que le había ofendido mi conversación con su madre sobre la
temporada, y que por eso… que por eso no me hablaba.
En ese instante, Alfred pensó que se moría. Dejar de sentir su piel
era una tortura. ¿Que no la había mirado en toda la cena? Eso le habría
resultado imposible. Era la luz más brillante en toda la sala y la única razón
de su existencia. Después de escucharla tocar el piano, sus sentimientos por
ella se habían reforzado más si era posible, y se sentía totalmente dichoso;
sin embargo, las malas palabras de su madre lo habían enfurecido y eso le
había llevado a mostrarse distante con ella. No quería que Heather fuera el
blanco de los reproches de su madre al igual que lo había sido Susan en su
momento. Sabía que Susan era capaz de enfrentar a la duquesa sin
problema, pero Heather no tenía el mismo talante y podría resultar herida.
—Me gustaría disculparme, señorita Cavendish. Si esa es la
impresión que he dado esta noche, no era mi intención en absoluto. No me
han molestado sus comentarios y solo puedo disculparme en nombre de mi
madre por su presión.
—No es necesario —respondió ella agachando la mirada,
agradecida. Su corazón martilleaba con fuerza y se llevó la mano al pecho
para tratar de controlarlo—. La duquesa obraba con conocimiento de causa.
Es una gran mujer que se preocupa por mí y solo quiere que encuentre un
marido lo antes posible para asegurar mi futuro.
—Mi madre la tiene en alta estima. No tome decisiones
precipitadas si no se siente preparada para ello.
—De acuerdo.
Alfred se sintió satisfecho al haber aclarado la situación. El
semblante de ella se había relajado y había recuperado parte de su
naturalidad y del brillo que la caracterizaban. El joven se despidió de ella
con una gran sonrisa en el rostro y justo cuando se dio la vuelta, Heather lo
interrumpió.
—Alfred, una pregunta.
—¿Si…?
Cuando ambas miradas volvieron a encontrarse, Heather se sintió
incapaz de preguntarle aquello que realmente la importunaba. Deseaba
saber si la había defendido a ella o Susan aquella noche. Si la forma de
enfrentarse a su madre había sido por la presión que había ejercido sobre
ella o solo había salido en defensa de su gran amiga.
Esa duda se evaporó. Desvanecida como la bruma. Desapareció.
Quedó atrapada por sus ojos color almendra y por el recuerdo de sus manos
tocándose. ¿Por qué había hecho eso? Sacudió la cabeza y se disculpó.
—No tiene importancia. Buenas noches.
Alfred se despidió de nuevo y salió por la puerta hasta reencontrarse
con sus padres, quienes todavía estaban despidiéndose del conde. Heather
escuchó desde el interior de la sala cómo la duquesa le reprochaba a su hijo
por su ausencia y en unos minutos sus voces se perdieron tras la puerta
principal de la residencia.
Heather quedó abatida. Le hubiera encantado resolver sus dudas,
pero tras armarse de valor para detenerlo su fuerza se había escapado entre
sus dedos.
Su desánimo eclipsó la noche, capturando su sueño como rehén y
obligando a su mente a imaginar escenarios en los que su hermana y el
joven del que estaba enamorada compartían una complicidad que para ella
sería imposible de obtener.

De regreso a la propiedad familiar, Alfred York se esforzaba por procesar


los sentimientos tan contradictorios que estaba experimentando. Estaba
enfadado con su madre por su falta de juicio al insultar a las hijas del conde
Cavendish; intrigado por la última pregunta no formulada de Heather;
enamorado de una joven que no podía olvidar; frustrado por los pocos
avances había podido lograr con ella; e ilusionado, porque todavía quedaba
mucha temporada por delante para tratar de ganar la valentía suficiente
como para poder declarar sus sentimientos.
Durante la ceremonia de casamiento de su amiga, él había sido
testigo de que el amor podía ser algo real y tangible entre dos personas.
Susan y su mejor amigo se amaban con locura, eran rivales y amantes; se
complementaban y respetaban. La sonrisa de plena felicidad en el rostro de
Susan le había dejado claro que todavía existía la esperanza de que él
encontrara esa misma felicidad. En secreto, observó con detenimiento al
ángel más hermoso presente en aquella fiesta de celebración: Heather. Su
pelo brillaba gracias a los rayos que el sol había querido regalarles ese día.
Adoraba la forma tan natural y risueña en que su sonrisa parecía eclipsar
todo lo demás. La espontaneidad de su risa. La magia que se creaba cuando
se sentaba en el banco del piano y dejaba que sus dedos danzaran entre las
teclas. Sentía envidia y celos de la intimidad que expresaban las piezas que
compartía con los demás.
Aquel día de verano, ante el cielo raso y un santo representante de la
Iglesia, Alfred York hizo una promesa: cortejaría a Heather Cavendish y
ganaría su corazón, aunque para lograrlo tuviera que sortear demasiados
obstáculos en su contra.
Esa noche, sentado en el borde de su cama mientras se deshacía de
la camisa de lino que lo ahogaba, Alfred se castigó a sí mismo. Creía que su
encuentro por la mañana había sido perfecto; que habían compartido un
momento muy bonito y cercano. Sin embargo, la noche había sido un
desastre. Heather se había llevado una impresión equivocada sobre su
comportamiento por culpa de su madre, y él tampoco se había esforzado en
gran medida por aclararlo.
Como había sospechado, las dudas y la culpa no lo dejaron
descansar. Cuando los primeros rayos de sol atravesaron su ventana, se
vistió lo más rápido que pudo, se colocó unas botas de montar y salió hacia
las caballerizas en busca de su caballo. No había planeado salir esa mañana,
pero necesitaba respirar y pensar con claridad. Su casa, en muchas
ocasiones, lo oprimía. En Londres todo era más sencillo, sin presiones ni
obligaciones de ningún tipo. Allí no era Alfred, el futuro duque de York, allí
era solo Alfred. Necesitaba sentirse así de nuevo.
No se había dado cuenta, pero el sol ya estaba en lo más alto del
cielo cuando regresó a la propiedad familiar. Su madre, como era de
esperar, estaba nerviosa por su comportamiento tan imprevisible, y así se lo
hizo saber.
—Alfred, ¿dónde has estado? ¿Crees que merezco este
comportamiento por tu parte?
—Madre, solo he salido a montar a caballo.
—Pues no deberías, no lo teníamos programado. Te advertí que
deseaba que estuvieras aquí esta temporada porque ha llegado el momento
de buscar una esposa, Alfred. Llevas varios años posponiendo y rechazando
mis sugerencias, pero la espera ha llegado a su fin.
—¿Me obligará a casarme acaso, madre? —preguntó atónito su hijo.
No ignoraba las oscuras intenciones de su madre al instarlo a regresar a la
casa familiar para pasar allí la temporada. Era evidente que deseaba que se
desposara, pero obligarlo era algo muy diferente.
—Eso jamás, mi querido hijo. El matrimonio es un asunto serio y
muy importante. Al igual que se lo dije anoche a la señorita Cavendish, te
lo repito a ti ahora: no podéis vivir de sueños ilusos sobre el amor. El
matrimonio, y más el de un duque, debe ser un compromiso. Un
compromiso hacia su ducado y su legado. Estoy de acuerdo con que no
puedes casarte con cualquiera, pero al menos deberías considerar a las
candidatas que me esfuerzo en presentarte.
—Madre, ¿no ha pensado que quizá no me interese ninguna de
ellas? —trató de decir el joven mientras comenzaba a sentir un nudo en el
estómago.
—Pamplinas, eso es imposible. Lady Martha Ethan es la heredera
del ducado de Gloucester. Su familia es una de las más influyentes del país
y podría ser el mejor partido disponible esta temporada. Serías duque de
York y duque de Gloucester tras la muerte de su padre. O mejor aún,
Marian de Dorset. Esa señorita es pura delicia. Sería algo espléndido.
—¡Madre! ¿Cómo puede ser tan insensible? —Alfred no daba
crédito a sus palabras. No hablaba de sentimientos ni de compatibilidad.
Hablaba de títulos.
—¿Me consideras insensible por buscar el mejor porvenir para mi
hijo?
—No necesito otro ducado. ¿Y si ya hubiera encontrado a alguien
mejor? —preguntó Alfred con la esperanza de que su madre recapacitara si
le decía que ya se había enamorado de una joven de buena familia y que
deseaba convertirla en su esposa. Sin embargo, la pregunta solo causó risa e
incredulidad en la duquesa. Alfred se sentía frustrado.
—No te equivoques, hijo mío. Si no tienes buen gusto para elegir
amistades, mucho menos una esposa. Ni tu nefasta amistad con Susan
Cavendish ni su esposo en Londres son los mejores avales para tu buen
juicio —añadió la duquesa mientras daba algunos pasos al frente para
retirar unas hojas que se habían colado en la solapa de la chaqueta de su
hijo.
—Ambos son unas personas maravillosas —respondió Alfred con
determinación, aunque la mirada cargada de reproche de su madre apagó de
golpe el fuego rebelde que se había prendido en él. No deseaba discutir con
ella. Apretó los puños.
—Déjame decirte algo, Alfred: no voy a permitir que te cases con
alguien inferior a nuestro título. No dejaré que sigas perdiendo el tiempo y
transmitiendo un mensaje erróneo a las jóvenes solteras —declaró con
determinación la señora. Ya estaba harta de la actitud de su hijo. Las cosas
iban a cambiar—. Esta conversación se zanja aquí y ahora. Me has
provocado dolor de cabeza y necesito descansar.
—Pero, madre…
—No deseo seguir hablando de este tema. Dispondré de los
preparativos necesarios para que conozcas a distintas damas de forma
oficial en la próxima velada, y espero por tu bien que aceptes de buena
gana.
Alfred no pudo responder a su madre porque esta abandonó la sala
sin darle la oportunidad. El joven tenía los puños cerrados y casi blancos
por la presión. Amaba a su madre, pero odiaba la forma en la que
manipulaba y controlaba la vida de los demás, sobre todo, la suya. No solo
se atrevía a juzgar sus amistades, sino que no había hecho caso alguno a su
comentario. Su madre y su falta de valentía para enfrentarla eran los
elementos que lo mantenían distanciado de su felicidad.

En el interior de la residencia Cavendish, Heather se había sentado a


practicar con su piano, aunque por más que intentaba concentrarse era
incapaz de terminar una pieza sin tener que comenzar varias veces. No
estaba concentrada. ¿Cómo podría? Se sentía pequeña y cobarde. Heather
siempre había sospechado que Alfred tenía sentimientos por su hermana y
la conversación de la noche anterior con la duquesa y, la forma en la que
Alfred había reaccionado, se lo habían confirmado, aunque él le hubiera
asegurado que no existía tal vínculo. ¿Por qué tenía tan mala suerte? Se
sentía desdichada. La duquesa tenía razón: debía encontrar un esposo, pero
ella misma se había prometido que si no era Alfred, no sería ningún otro.
No compartiría un matrimonio sin amor.
Pero ¿y si en verdad la había defendido a ella? ¿Eso quería decir que
existía una remota posibilidad de un futuro juntos? No, eso era imposible.
Sin embargo… él le había tocado la mano. ¿Cómo olvidar ese instante? No
había sido algo repentino. Bueno, puede que al principio sí lo fuera; no
obstante, la forma en la que recorrió sus dedos… El solo recuerdo generó
una nueva emoción en ella. Una que le aceleró de nuevo el pulso.
El resto de la semana pasó lentamente y sin mayores distracciones
para la mediana de las hermanas. Violet y Bella insistieron para que las
acompañase al pueblo a comprar unos zapatos nuevos, pues insistían en que
las doncellas eran incapaces de sacar brillo y hacerlos lucir como nuevos
los que ya tenían y se negaban a asistir a los próximos eventos con ellos. El
señor Cavendish, por supuesto, indicó que sería Heather quien administrara
el dinero para las compras y así evitar gastos innecesarios. Ella misma
encontraba absurda la compra, pero como no se encontraba con ánimos, y
tampoco era su temperamento, no discutió.
Las tres hermanas salieron de casa con sus sombrillas para evitar
quemarse bajo el sol. El tiempo y las nubes les habían dado una tregua que,
si bien otras damas habrían aprovechado para broncearse, las tres jóvenes
eran muy pálidas y un sol tan fuerte habría quemado su piel, así que se
protegieron con esmero. Sus pasos las llevaron hasta la zapatería, y allí se
probaron cerca de nueve pares de zapatos. Antes de volverse loca de tantos
gritos y discusiones porque Violet había tomado los zapatos de Bella antes
de que ella se los probara, o porque Bella había ocultado otros detrás de una
columna para que su hermana no lo viera, Heather les dio su espacio y salió
del establecimiento.
Necesitaba calma, por lo que dejó guiar sus pasos por una fragancia
que parecía estar seduciéndola. El olor venía de la floristería. Conocía a la
señora Malcolm desde hacía más de diez años y siempre tenía los centros de
mesa y los ramos más espectaculares de todo el pueblo. Gracias a sus
propios trabajos en el jardín, apenas solían comprar centros. Siempre
trataba de crear los suyos propios con lo que ella plantaba. Pero, aquella
mañana, se había quedado prendada de uno en particular.
Lirios rosados y rosas blancas. ¿Acaso podía existir una
combinación más bonita? Heather se acercó y, tras saludar a la señora
Malcolm, le preguntó si podía aproximarse para poder apreciar el olor más
de cerca. Una vez obtuvo el permiso, dejó que la fragancia la transportara a
otro lugar.
—Deben de ser unas flores extraordinarias para que las aprecie con
tanto esmero —dijo una voz justo detrás de ella. Dio un respingo al
reconocerla y de inmediato se giró para enfrentar su rostro. Era Alfred.
Parecía cansado.
—Buenos días, Alfred—saludó tratando de recomponerse del susto
—. Sí, en verdad lo son. Tienen una fragancia especial.
—¿Le gustan las rosas?
—En realidad, aprecio más los lirios, aunque mi flor favorita es…
—La amapola, lo recuerdo.
—Sí, la amapola —confirmó con una sonrisa la joven. Le complacía
que se hubiera dado cuenta—. ¿Qué hace en el pueblo? —preguntó Heather,
y nada más pronunciar la última palabra se dio cuenta de que quizá había
sido demasiado inquisitiva y curiosa—. Bueno, claro que puede venir al
pueblo. No quería insinuar que no pudiera, perdone. Seguro que tiene
muchas ocupaciones y recados que atender aquí.
—Mi madre me ha encargado que compre algunas flores —
respondió él rápidamente ante el nerviosismo de ella. Era adorable ver
cómo trataba de buscar las palabras exactas, pues a él también le fallaban
las fuerzas a veces.
—Oh, de acuerdo.
—Puede creerme, yo también me he sorprendido por su encargo. No
creo que sea la persona más adecuada para ello. Creo que nací con el olfato
un tanto atrofiado.
—¡No diga eso!
—Quizá pueda usted ayudarme a escoger —sugirió Alfred haciendo
acopio de la valentía que había sentido al verla. No tenía ningún recado que
cumplir para su madre, pero mantendría la mentira piadosa si con ello
lograba estar a su lado un rato más—. ¿Me ayudaría?
—Desde luego —respondió Heather de inmediato. Su sonrisa se
transformó gracias a la petición de Alfred.
—¿Cuáles cree que debería escoger? —preguntó Alfred señalando a
la multitud de opciones que se presentaban ante ellos.
—¿Dónde serán expuestas?
—Creo que… en la… en el salón. Sí, eso. En el salón.
—Entonces estoy segura de que la duquesa querrá algo que sea
grande y vistoso. Que eclipse las miradas. Estará esperando recibir visitas y
seguro que desea que queden impresionados.
—Sí, eso suena a algo propio de mi madre.
—Entonces podríamos escoger esta opción —dijo mientras señalaba
—. Es un centro de grandes dimensiones, perfecto para ubicar en la mesa
central del salón que apenas utilizan. Sin duda, un centro de este tamaño
llamaría la atención de todos.
—¿Por qué presiento que conoce muy bien a mi madre?
—La duquesa es muy firme al declarar sus intereses y decisiones,
así que es normal que las conozca.
—¿Y las respeta?
—Por supuesto. Es su madre, y también íntima amiga de mi familia.
¿Cómo podría no hacerlo?
—¿No le molestaron sus comentarios de la otra noche? —preguntó
Alfred tratando de saber si realmente había sufrido por su culpa, y
retomando así la pregunta que se había quedado en el aire, y cuya respuesta
lo había torturado durante la noche.
—No me gustaría hablar de eso —respondió ella retirando la
mirada, triste.
—Lo comprendo. A veces mi madre presiona demasiado y se
entromete en asuntos que no le conciernen. No tendría que haber opinado
sobre su futuro matrimonio cuando es algo que le corresponde a su familia.
—¿Mi futuro matrimonio? ¿Acaso le ha hablado de eso? —quiso
saber intranquila. El tema le resultaba algo incómodo.
—¿Acaso tiene alguno en mente? —preguntó él inquieto ante la
reacción de Heather. Era evidente que se había metido en terreno pantanoso
al abrir ese tema. Quizá, demasiado. Odiaba responder a una pregunta con
otra, pero necesitaba desesperadamente una respuesta a sus futuros planes.
La simple posibilidad de que hubiera un futuro pretendiente en su mente lo
destrozaba.
—No, por supuesto que no. Reitero mi posición sobre él: si no hay
amor, no me casaré.
—Me parece una decisión sensata —respondió respirando tranquilo
por primera vez desde que la había visto. Saber que mantenía la misma
opinión que él sobre el matrimonio lo relajó. Sin duda, era una joven
honorable.
—Sí, espero que lo sea.
—Su hermana encontró el amor, así que no hay razón para creer que
sea algo inconcebible para usted.
—¿Mi hermana? —Allí estaba. La sombra seguía cobrando forma
delante de ella. Alfred había sacado a relucir el tema de su hermana y sus
sospechas cubrían con más fuerza su corazón. No quería profundizar en el
tema porque temía que su corazón se rompiera del todo si él confesaba que
amaba a su hermana, pero, al mismo tiempo, si era así, prefería saberlo
cuanto antes y no seguir esperando algo que jamás ocurriría.
—Me refiero a tanto a Susan como a Charlotte, por supuesto —
añadió él rápidamente al ver cómo los ojos de la joven se oscurecían por
momentos. ¿Qué había dicho? ¿Acaso…?
—¿Se alegró del casamiento de mi hermana? —preguntó ella
directamente. Necesitaba conocer la verdad de una vez por todas. Cuando
terminó de formular la pregunta sintió cómo su corazón quedaba
comprimido a la espera de sus palabras.
—¿Del de Susan? —dijo extrañado Alfred sin encontrar sentido a su
pregunta—. Por supuesto. Es mi mejor amiga. No podría haber encontrado
un hombre mejor dispuesto para ella que mi querido Benjamin. Claro que
me alegré.
—¿Está seguro?
¿A qué se debía tanta insistencia? ¿Por qué Heather le daba tanta
importancia a Susan y su casamiento? Alfred no comprendía las
motivaciones detrás de ello, solo estaba siendo testigo del poder de una
mirada triste a la par que esperanzada en Heather. Era verdad, él se había
alegrado muchísimo por la felicidad de sus queridos amigos. Él mismo
había sido partícipe de que llegaran a conocerse y que todo pudiera fluir en
su relación. ¿Acaso ella no lo sabía? ¿Acaso Heather pensaba que él tenía
sentimientos por su hermana? ¡No! ¡Eso era imposible y se lo dejaría claro!
—Desde luego. Susan siempre ha sido y será una buena amiga —
declaró Alfred remarcando cada una de las palabras para resaltar su
significado.
La respuesta dejó a Heather satisfecha. Era definitiva y clara. La
seriedad con que Alfred pronunció aquellas palabras solo respaldaba su
mensaje. Era verdad que Alfred y su hermana eran buenos amigos, y
también se podía ver que estaba feliz por ellos. ¿Por qué se empeñaba en
ver fantasmas donde no los había? Además, su hermana jamás habría
iniciado un romance secreto con Alfred sin tener en cuenta primero sus
sentimientos. Sin embargo, la inseguridad de Heather no le permitía ver
más allá de sus dudas y pensamientos, y le había menguado con los años.
Aunque, en ese instante, pareció vencer la lucha.
Heather sonrió y le invitó a tomar el centro de mesa escogido para
indicarle a la florista cuál era su elección. Por suerte, disponían de un mozo
que se encargaba de los envíos y podrían dejarle el centro en su residencia
antes de que acabara la tarde. Eso alegró mucho a Heather, pues quería
complacer a la duquesa. Antes de salir de la floristería, Heather se detuvo
de nuevo para admirar el ramo de lirios y rosas blancas que había estado
oliendo antes de la llegada de Alfred. Cuando Alfred llegó hasta ella, ambos
salieron para regresar a la calle principal y buscar a las hermanas de
Heather.
—Alfred, ¡qué gusto verle fuera de la casa! Disfrutamos de una cena
maravillosa hace algunas noches, ¿no cree? —preguntó Bella de forma
impulsiva, casi tomando del brazo al caballero que paseaba al lado de su
radiante acompañante, empujándolo para que las acompañara de regreso a
su casa.
—Sin duda. Siento que la situación fuera algo tensa durante la
velada por culpa de… —dijo él antes de ser arrastrado a la fuerza. Echó la
vista atrás para ver a Heather y a su otra hermana caminar unos pasos por
detrás de ellos. Heather se rio ante la situación y él se relajó.
—No tiene que disculparse por nada. Somos amigos, y entre los
amigos no se debe discutir nada. O al menos, eso dice nuestro señor padre.
—Muchas gracias, señorita Cavendish.
—No se hable más. ¿Nos acompaña a casa? Seguro que a nuestro
padre le encantaría disfrutar de su compañía un rato.
—Me encantaría, señorita. Sin embargo, he de retirarme ya. Mis
padres me están esperando para resolver unos asuntos familiares.
—No puede dejarnos solas, Alfred —suplicó su hermana menor
utilizando la técnica de hacer pucheros propia de un bebé.
¿Alfred? A Heather le molestó la cercanía con la que Bella trataba a
Alfred. A ella le había costado un infierno permitirse el lujo de hablarle por
su nombre de pila y Bella lo utilizaba con un tono tan frívolo que la
ofendió. Trató de mostrar un rostro impasible y los cuatro se detuvieron
para despedirse. Él trató de buscar la mirada de la joven, pero Heather se
sentía tan avergonzada que no sabía cómo enfrentarlo. Él se despidió y se
marchó por el camino en dirección a su casa, no sin antes volverse en varias
ocasiones para responder a tan enérgicos saludos provenientes de las
menores hermanas Cavendish. Heather, por el contrario, mantenía la vista
en los pies y el corazón en la mano.

Heather se mantuvo ocupada durante el resto del día en los quehaceres


propios de una dama. Instó a sus hermanas a bordar, a preparar varios
centros de mesa tras recoger flores del jardín, e incluso a restaurar un cojín
que había perdido su color habitual con una nueva tela. No obstante, por
mucho que sus manos pretendieran mantenerse ocupadas en una tarea u
otra, su mente vagaba entre los recuerdos de los últimos días.
Apenas quedaba una hora para la cena cuando alguien llamó a la
puerta principal de la residencia. La familia Cavendish estaba descansando
en el salón antes de ocupar el comedor mientras sus integrantes disfrutaban
de un concierto privado ofrecido por Heather. Al señor Cavendish le
encantaba disfrutar del talento de su hija, y se molestó ligeramente cuando
el mayordomo anunció que había llegado un presente. El hombre entró
portando un gran centro de mesa hecho de lirios y rosas blancas. Heather
detuvo sus manos de inmediato, tan pronto como el maravilloso y dulce
aroma de las flores llegó hasta ella. Se giró y lo vio.
El mayordomo había dejado sobre la mesa principal el centro junto a
un sobre de color crema. El señor Cavendish se levantó de inmediato y se
acercó para comprobar quién era el remitente de tan exagerado centro. Al
tomar la carta le dio varias vueltas en busca de una señal o firma, pero solo
figuraba el nombre de Heather Cavendish.
—Heather, ¿qué significa esto? —preguntó su padre curioso y a la
vez pletórico porque, al parecer, sus pronósticos para la temporada
comenzaban a dar frutos—. ¿Quién te envía flores, querida?
Heather se acercó lentamente a la mesa y cuando vio el centro por
completo se conmovió. Eran las mismas flores que había visto en la
floristería aquella tarde. Las mismas que había olido con detenimiento. Las
mismas que había sentido que le pertenecían desde el primer instante en que
las vio. Las que le hubiera gustado llevarse a casa. Tomó el sobre que le
ofreció su padre y con manos temblorosas lo abrió.
Porque interrumpí un momento mágico y deseo enmendar mi error.
Son una delicia digna de contemplar todo el tiempo que precise.

El corazón de Heather se detuvo, al igual que su respiración. No


podía dar crédito al precioso detalle que tenía frente a ella ni a lo que podía
significar aquello.
No había remitente. Solo unas líneas escritas con una pulcra letra.
No podía reconocerla, mas el simple mensaje revelaba la identidad de su
dueño.
Alfred.
Capítulo 5
Solo la cama de Heather fue testigo de la emoción que sintió esa noche al
tumbarse sobre ella. Alfred le había enviado flores. ¿De verdad podía ser
cierto? Si bien sus encuentros de la tarde y de la noche anterior habían sido
tensos, no podía negar que también la habían hecho inmensamente feliz.
Por un instante, aunque fuera ínfimo, sintió que Alfred y ella habían
compartido un momento especial. ¿En verdad lo había sido? No quería
formarse ninguna ilusión en su cabeza, pues era consciente de sus
limitaciones y de cómo su introvertida personalidad jamás le permitiría
estar a la altura de su hermana Susan y, por tanto, no podría ganarse tanta
simpatía de parte de Alfred. Sin embargo, un pequeño rayo de esperanza se
había filtrado en su corazón en forma de centro de flores.
Gritó emocionada sobre la almohada, tratando de no hacer ruido.
Pataleó entusiasmada sobre el colchón y se movió inquieta durante toda la
noche. En ese instante, era energía pura. No podía dar crédito a lo ocurrido.
¿En verdad le había regalado flores? Era el detalle más bonito que habían
tenido con ella nunca.
Estaba decidida a acudir a la residencia York a la mañana siguiente
con el propósito de agradecer al joven su detalle. Pensó en enviarle una
carta, mas resultaría frío. También pensó que la duquesa podría enfadarse
tras una inesperada visita sin previo aviso, pero, nada de eso la detuvo.
Estaba decidida.
Por primera vez en su vida, dejaría el miedo atrás.

A la mañana siguiente, y tras tomar un desayuno en el pequeño comedor


junto a sus hermanas, a las cuales no escuchó gritar en ningún momento ya
que su mente parecía estar vagando por otro lugar, salió de la casa. Era
demasiado temprano, y el tiempo estaba algo fresco, así que había tomado
un pequeño chal para taparse y evitar así coger un refriado. Adoraba aquella
prenda, pues era una herencia de su difunta madre, a la cual recordaba cada
día de su vida. Aspiró con fuerza la prenda, esperando que todavía quedara
algo de su aroma tan característico a lavanda y sándalo impregnado, pero ya
no estaba allí. Hacía años que su madre se había ido, y con ella, su aroma.
Heather no era una apasionada de los caballos. Ella era más
comedida, y odiaba exponerse a esas criaturas por miedo a caer de forma
estrepitosa. Prefería mantener los pies sobre la tierra o, en su defecto, en la
calesa de la familia. Y aquello fue lo que hizo que tardara casi una hora en
llegar a la casa de Alfred.
Una vez que cruzó las lindes de la propiedad y llegó a la entrada
principal, se quedó impresionada, como cada vez, por la belleza que poseía
la residencia de los duques. Bien era cierto que era más grande y
majestuosa que la suya, pero nunca había sentido la diabólica influencia de
la codicia ni la avaricia en sus propias carnes. Heather se preguntó si alguna
vez se podría llegar a sentir cómoda con todo eso y tan pronto lo hizo, se
reprendió a sí misma por ese estúpido pensamiento. ¿Cómo se atrevía ella a
pensar que esa casa podría ser suya algún día? Ella jamás sería la duquesa.
Toda la valentía que había reunido durante la noche anterior para
acudir a la casa de Alfred se fue disipando conforme se deshacía del chal
para levantar la mano y llamar a la puerta. Las dudas comenzaron a
asaltarla y se reprochó de nuevo por su imprudencia. De seguro la duquesa
se enfadaría y la reprendería por su comportamiento. Había sido grosera y
maleducada. ¿Y si Alfred no se encontraba en casa? ¿Y si…?
—Puedo llamar por usted si así lo desea —dijo una voz justo detrás
de ella, lo que hizo que Heather respondiera dando un bote y golpeando de
forma instintiva al cuerpo que tenía junto a ella.
—Heather, Heather. Soy yo —dijo la voz mientras su cuerpo era
golpeado por sus diminutos puños una y otra vez. La joven tenía los ojos
cerrados para no ver a su asaltante. Él lo encontró dulce.
—¿Alfred? —preguntó mientras detenía los golpes y abría los ojos
con lentitud. Frente a ella se encontraba el cuerpo del futuro heredero de
York, ataviado con su traje de montar, la fusta en la mano y un sombrero de
media copa. El rostro del joven tenía algunas marcas de cortes, seguramente
producidos por la carrera a través del bosque. Agachó rápidamente la
mirada y sintió cómo sus mejillas se tintaban de rojo. ¿Por qué le había
golpeado?
—Sí, señorita Cavendish. No tiene nada que temer. No soy ningún
ladrón —aseguró él con una divertida sonrisa en el rostro. No era correcto,
dado que le había dado un susto de muerte, pero pensó que, de alguna
forma, siempre terminaba sorprendiéndola.
—Le pido mil disculpas, de verdad. Pensé que… ¡Dios bendito! —
exclamó avergonzada al recordar que le había pegado. Ella había ido allí
para agradecerle el detalle y le había terminado pegando. ¿En qué estaba
pensando?—. Estoy muy avergonzada por mi comportamiento. No sabe
cuánto lo siento. Yo…
—Quizá he sido mala persona al sorprenderla de esa forma, mas
tenía la impresión de que se debatía entre llamar y no llamar, y no pude
evitarlo.
—Lo siento de nuevo, de verdad —reiteró ella sin levantar la
mirada.
—Olvidémoslo —dijo tomando las manos de Heather entre las
suyas, haciendo que, por un instante, el calor regresara a sus cuerpos. Aquel
contacto era único y especial. ¿Cuándo había sido la última vez que la había
tocado?—. ¡Válgame el cielo! Tiene las manos heladas. No me diga que ha
venido andando hasta aquí solo con un chal sobre sus hombros. Podría caer
enferma —dijo Alfred con preocupación, tomando a la joven por el codo
para animarla a entrar en la casa. No podía permitir que se enfermase—.
Vayamos dentro.
—No hace falta, solo he venido a…
—No permitiré que regrese a casa sin tomar un té caliente —la
interrumpió—. Entre conmigo, por favor.
—No sé si es una buena idea —dudó ella pensando en la señora y en
lo inapropiado que había sido acudir a otra casa sin previo aviso. Se sentía
ridícula.
—Ha venido hasta aquí después de todo, ¿no es así? Por favor, se lo
ruego. Entre conmigo.
Heather no podía negarse. No podía negarse ante los ojos
preocupados y suplicantes de Alfred. No podía negarse ante la calidez que
desprendían sus manos. Ni la prudencia ni la duquesa le importaban en ese
momento.
Asintió con la cabeza y se dejó llevar al interior de la casa. Una
doncella llegó hasta la puerta cuando ambos ocuparon el recibidor. Alfred le
tendió el sombrero y la fusta y Heather su chal. Justo después, él le pidió a
la doncella que encendiera la chimenea de la sala de música y preparara un
té. El joven le hizo un gesto con la mano para que emprendiera la marcha
por el pasillo principal. Heather se alegró de no encontrarse a la duquesa
durante su paseo, pues, aunque había preparado varias convincentes aunque
desastrosas excusas para justificar su presencia tan temprano en la mañana,
prefería no tener que enfrentarse a ella.
—En cuanto la doncella encienda el fuego estoy seguro de que se
encontrará mejor.
—Muchas gracias, no tenía que molestarse —dijo Heather mientras
frotaba sus manos para entrar en calor. No se había dado cuenta, pero
Alfred tenía razón. Estaba helada. El frío había calado en sus huesos y le
estaba provocando pequeños espasmos.
—Al contrario, mi código de honor de caballero me impide dejar a
la intemperie a una dama. Habría sido descortés por mi parte no socorrerla.
—Socorrerla, que no asustarla. Me ha dado un susto de muerte —lo
reprendió ella con tono jocoso, lo cual sorprendió a ambos.
—Puedo jurar que mi pecho es testigo de ello —añadió él divertido
mientras tocaba el lugar donde sus puños habían impactado—. Nunca
imaginé que unas manos tan pequeñas pudieran ser tan fuertes. Me ha
sorprendido.
—Podría decirle que ha recibido su merecido por comportarse como
un bruto —dijo ella con valentía ante la burla de él.
—Y tendría toda la razón del mundo. No he debido hacerlo.
Ambos se quedaron mirando durante un instante antes de estallar en
risas. Heather tuvo que reconocer que la aparente tensa conversación entre
ellos había sido una de las cosas más divertidas que había hecho en toda su
vida. Por primera vez había respondido con descaro, y eso la sorprendió y
asustó a partes iguales. Sin embargo, la luz que iluminaba el rostro de
Alfred tras su espléndida sonrisa era una recompensa que estaba dispuesta a
asumir de buena gana por su fechoría.
Ese momento tan especial se rompió de golpe cuando las risas se
terminaron y fueron sustituidas por dos miradas que no podían despegarse
la una de la otra. Un poder tan atractivo que casi hizo que Heather olvidara
el motivo de su visita. Alfred, por su parte, se deleitaba con la tímida
belleza de la joven Cavendish. Le enamoraba desde el primer día su sonrisa
natural y se sentía dichoso de que, por primera vez, hubiera sido él el
causante de tal logro. ¿Cómo era posible que nadie reconociese la
maravillosa persona que se escondía tras esos cohibidos ojos?
—Y dígame, señorita Cavendish, ¿qué la ha impulsado a venir tan
temprano hasta aquí?
—Oh, sí, claro. Quería…
Justo en ese instante, la doncella entró en la habitación con varios
leños, dispuesta a encender el fuego y causando que la joven se
interrumpiera abruptamente. Alfred comprendió que ella quería ser
comedida y que sus palabras no fueran escuchadas por la doncella. De
hecho, lo agradeció porque, aunque él tuviera el respeto del servicio como
futuro heredero, las lealtades siempre estaban para con su madre y, por
tanto, no estaba dispuesto a que sus secretos, o los de Heather llegaran a
oídos de la persona inadecuada. En ese momento, Alfred observo cómo
Heather se pasaba las manos, una sobre otra, para darse calor, aunque en
realidad lo hacía para tratar de aplacar sus nervios. En su mente todo habría
resultado más sencillo. Los jóvenes esperaron con prudencia a que la
doncella se marchara.
Heather notó cómo su cuerpo se relajaba conforme el fuego
calentaba la estancia. El lugar era relativamente pequeño y pocas veces se
utilizaba debido a la falta de talento musical de la señora de la casa, así que
solo lo empleaban en ciertas ocasiones, como reuniones o cenas privadas
con amigos. Alfred se alegraba de ello porque, en secreto, era una sala que
siempre había concebido para Heather.
—Ya podemos continuar con nuestra conversación. ¿Se encuentra
mejor ahora? ¿Siente que su cuerpo va entrando en calor?
—Sí, por supuesto —respondió Heather sorprendida por el doble
sentido que tenía su frase. No solo había apreciado cómo el fuego calentaba
su cuerpo, sino que su corazón estaba en llamas—. Verá, el motivo de mi
visita es que alguien me hizo llegar un precioso centro de mesa de lirios y
rosas ayer, y me gustaría agradecerle el detalle.
—¿Un centro de lirios? —preguntó Alfred con una sonrisa,
haciéndose el despistado. Heather había iniciado un divertido juego en el
que fingía no reconocer al remitente de su regalo y él, entusiasmado por la
confianza, estaba dispuesto a seguirle la corriente.
—Y rosas, no se olvide.
—Vaya, suena a que tiene un admirador secreto.
—No sé si se trata de un admirador. No dejó su nombre en la carta
que llegó junto a ella. Aun así, me encantaría que supiera que es un
precioso detalle y que el salón de mi casa tiene un aroma delicioso tras toda
una noche conviviendo con las flores.
Antes de que Alfred pudiera continuar, la puerta de la estancia se
abrió de nuevo para dar paso a la doncella que ahora portaba una bandeja
con tazas de té recién hecho. Él se maldijo, pues había obrado de buena fe
al pedirle a la doncella que les preparara el fuego y el té, pero los habían
interrumpido ya en dos ocasiones, rompiendo dos grandes momentos con
Heather. ¡Qué mala pata! En ese instante, Alfred advirtió que estaban solos
en una habitación alejada de las estancias principales de la casa, sin
carabina, y se preguntó si Heather no estaría preocupada por ello. Sin
embargo, por la forma en que la actuaba y la naturalidad con la que
parecían estar interpretando ese juego de rol era evidente que no.
—Es un detalle demasiado grande para mí —dijo ella—. No
merezco tales atenciones.
—Estoy seguro de que el caballero se sintió agradecido —añadió
Alfred acortando la distancia entre ambos en el sillón de la casa. Apenas
había dos palmos de distancia entre sus piernas y, aunque podría
considerarse indecoroso, él alargó la mano para tomar las de la joven—.
Parece que ya ha entrado en calor, Heather.
—Eso creo —respondió ella sintiendo que perdía la razón. No era el
fuego de la chimenea el que estaba calentando su cuerpo. Era la mirada, la
sonrisa, la cercanía y el tacto de Alfred, lo que encendía su cuerpo. Deseaba
que Alfred avanzara y que jugara con sus manos como lo había hecho
aquella noche. Que ese instante perdurara en el tiempo en esa pequeña
habitación llena de silencio.
Alfred quería ceder a lo que su instinto le pedía. Deseaba
fervientemente romper ese ridículo espacio que los separaba por culpa del
protocolo y besar sus labios. No deseaba otra cosa. Pero sabía que era algo
imprudente y, aunque ella no había retirado sus manos, el paso que deseaba
dar era demasiado grande.
—Tomemos el té—sugirió Alfred retirando poco a poco la mano
hasta colocarla sobre sus piernas.
Los jóvenes tomaron el té con dos sentimientos alojados en su
corazón. Por una parte, la ilusión de ese instante que habían compartido,
que, aunque no había sido grande, sí era significativo para ambos. Por otro
lado, el temor a que alguien rompiera esa burbuja de intimidad que se había
creado entre ambos en la sala de música.
—Siempre me ha gustado esta sala, ¿lo sabía? —comentó Heather
mientras daba un sorbo a su taza de té.
—Es comprensible, es una sala muy agradable. ¿No le parece
pequeña?
—¿Pequeña? —repitió ella sorprendida por la elección de palabras
de Alfred—. Al contrario, no podría desearse un espacio más acogedor y
bien iluminado que este. Es el rincón perfecto para practicar durante horas
sin molestar a nadie.
—Mi madre apenas utiliza esta zona de la casa.
—Es un alivio entonces —reconoció ella retirando la mirada para
que él no apreciara lo agradecida que se sentía por la intimidad que les
estaba brindando esa soledad. Alfred advirtió entonces que ella también era
consciente de que estaban solos, sin carabina, y que una vez más no le
importaba. Al contrario, parecía relajada y feliz.
—¿No ha pensado en ofrecer conciertos?
—¿Conciertos? —preguntó alarmada—. Creo que se equivoca en
cuanto a la estima que la sociedad puede tener hacia los músicos, y más si
se trata de una mujer. No, además, me incomoda mucho…
—¿Tocar para multitudes? —terminó Alfred al ver que ella no
podía.
—Sí, en efecto —corroboró ella agradecida por la lectura de mente
que había hecho su compañero—. Encuentro más placer en tocar para un
grupo más privado.
—¿Un grupo de dos?
—¿Dos?
—¿Tocaría algo para mí? ¿Ahora?
Heather se quedó anonadada por aquella petición tan inusual y
espontánea de Alfred. No era la primera vez que tocaba frente a él, pero, en
la intimidad y sin más personas, era algo diferente. Sin embargo, había una
súplica sincera en las palabras del joven y cuando este se levantó y le tendió
su mano para que siguiera sus pasos, Heather no pudo resistirse. Se dejó
llevar por el cálido timón del joven hasta llegar a un sitio que conocía a la
perfección. Tomó asiento, cerró los ojos y pensó en cuál sería la pieza
apropiada para representar las emociones que estaba sintiendo en ese
instante.
Cuando sus dedos se posaron sobre las primeras teclas, la magia
comenzó a fluir. Una melodía divertida, ágil y sencilla que liberó todas sus
emociones. La ilusión, la felicidad, la plenitud, el recuerdo del aroma de los
lirios, la calidez de las manos de Alfred, el susto en la entrada… Todo se
convirtió en luz bajo su talento.
Alfred se había quedado embrujado. Embrujado de mente y de
corazón, por completo. Por una dama cuyas manos lo transportaron a un
mundo oculto tras los ojos. Esa joven allí sentada le estaba abriendo su
corazón de una forma íntima y sincera. Se sentía indigno de estar en su
presencia. Una presencia que inundaba toda la estancia con su luz y que le
transmitía tanto gozo que pensó que su pecho estallaría. Aquella dama a la
que admiraba y amaba desde hacía tantos años, estaba tocando solo para él.
Era un momento tan especial que decidió que sería su mayor tesoro.
¿Qué los mantenía separados? ¿Era él, que no era lo suficientemente
valiente como para confesar sus sentimientos? ¿Era su familia o su pasado
en Inglaterra? ¿Por qué no podía cumplir la promesa que se había hecho y
hacer feliz a esa mujer? ¿Por qué no podía besar sus labios? ¿Por qué no
podía tomar su mano como había hecho antes y recorrer su palma con
cuidado mientras reconocía cada pliegue de su piel?
Alfred estaba tan absorto en sus pensamientos que no advirtió que la
melodía había finalizado unos instantes atrás. Heather, quien todavía estaba
recobrando el aliento tras sentir que una parte de su alma había quedado en
esa sala, se levantó con cuidado de no hacer ruido y, con cierto temor a que
toda la magia que se había creado entre ellos se rompiera, se dirigió
despacio a la puerta de la sala.
—Muchas gracias por las flores, Alfred.
Esas fueron las últimas palabras de Heather que Alfred no escuchó.

De camino a casa Heather era un cúmulo de emociones contradictorias. Se


sentía avergonzada por la forma en la que había interpretado aquella pieza
musical. No se lo diría jamás a Alfred, pero no pertenecía a ningún
intérprete que ella admirara o que fuera reconocido. Era una melodía que
ella misma había creado expresamente para él. Un pequeño secreto que se
había ido fraguando durante años en el silencio de su propia sala de música
para que nunca, nadie más, la escuchara. Y, sin embargo, Alfred le había
pedido que tocara para él y no había podido pensar en otra pieza. ¿Y si
había sido demasiado?
Por otra parte, no deseaba que la intimidad que habían compartido
llegara a oídos de la duquesa como para tildarla de indecente. Sabía que su
hermana Susan no era plato de buen gusto para esta, y no quería recibir el
mismo trato que ella. No podría soportarlo. Ella no era como Susan.
No obstante, una parte más íntima de su ser, la que Heather siempre
se afanaba por ocultar de sí misma, se sentía dichosa porque, durante unos
instantes, había podido conectar con Alfred. No a través de la música sino a
través de sus miradas, de su conversación y de sus manos unidas. Aún era
capaz de recordar la sensación que recorrió todo su cuerpo cuando se
tocaron. No reaccionó de ninguna manera visible pues, ante todo, quería
que aquello sucediera. Lo deseaba con todas sus fuerzas.
¡Qué complejo era el amor! Tan pronto lo pensó, Heather se
reprochó por su comentario. ¿Cómo podía considerar que ambos
compartían los mismos sentimientos? Puede que hubieran compartido un
momento especial en la sala de música, pero eso no significaba que pudiera
asegurar que él tuviera los mismos sentimientos por ella. Aun así, no dejó
que el desánimo eclipsara aquella espléndida mañana. ¿Y las flores?
Heather decidió achacar el detalle a la ayuda brindada para escoger un
centro para la duquesa. Todo tenía una explicación racional.
De regreso a casa, lo primero que hizo Heather fue llevar el centro
de flores a la sala de música. En parte se sentía egoísta por no permitir que
su familia disfrutara de la belleza de ese regalo, pero, por otro lado, deseaba
que fuera un detalle privado. Lo depositó sobre el piano, no sin antes
colocar un mantel gordo para que el agua no manchara el instrumento en
caso de derramarse, y se sentó a practicar. Lo hizo durante horas. Hasta el
almuerzo.
El día pasó lentamente y llegada la noche Heather se dejó llevar por
el mundo de los recuerdos y los sueños.
Capítulo 6
Alfred York esperaba con entusiasmo la llegada de la calesa de los
Cavendish al baile de la familia Robinson. Apenas tenía trato con los hijos
de la familia a pesar de la cercanía en edad, pero sus respectivos padres
tenían tratos comerciales y por ello los habían invitado a su baile. Alfred
pensaba que su madre se había equivocado al no invitar a dicha familia a su
concierto anual, aunque era evidente que la duquesa pensaba que su
prestigio se degradaría por tener a alguien socialmente inferior en su fiesta.
A Alfred no le había gustado nunca el comportamiento y los pensamientos
tan clasistas de su madre y la castigaba en su mente por ello, aunque no
fuera capaz de decírselo a viva voz.
Esa noche, él se había asegurado de que Heather fuera a asistir al
evento. Había visitado a la modista y al zapatero del pueblo y, tras
asegurarse de que tenían un pedido de extrema urgencia que entregar en la
casa del conde, no pudo sino concluir en la futura presencia de la joven en
el único evento social que ocuparía la noche de ese viernes.
Habían pasado varios días desde que habían compartido ese instante
en la sala de música. Alfred se sintió como un tonto al no darse cuenta de
que la joven se había marchado de la sala. No había podido despedirse
como era apropiado, y había rezado durante varias noches para que eso no
hubiera importunado a la joven. Había tratado de mantenerse ocupado en
los quehaceres de la propiedad desde entonces, pero nada lograba que
aquella música y su intérprete salieran de su mente. Heather era todo en lo
que podía pensar. Así había sido antes de mancharse de la casa familiar,
durante toda su estancia en la capital y ahora que había regresado.
Por eso, cuando la vio llegar junto a su padre y sus hermanas,
vestida con un celestial vestido de color crema con detalles en verde, el
cabello atado en un semirrecogido que permitía que parte de su cabellera
descansara sobre su hombro recorriendo su cuello, y sus manos enfundadas
en unos guantes que esperaba que se perdieran durante la noche, Alfred
York se sintió intimidado. Sin embargo, recordó la promesa que se había
hecho hacía tiempo y después de coger aire se acercó a ellas.
—Señor Cavendish, señoritas, ¡qué alegría verlos aquí! —saludó
con entusiasmo a los recién llegados.
—Oh, joven York. No esperaba verlo esta noche. ¿Sus padres
también asisten a la velada? —preguntó el conde sorprendido.
—Sí, por supuesto. Se encuentran disfrutando de unas bebidas en el
interior.
—¿Su madre también? —repitió el conde. En verdad estaba
sorprendido de que la duquesa estuviera presente en un evento de tan poca
categoría.
—Sí —asintió.
—Entonces no hagamos esperar a nuestros amigos, queridas hijas.
Entremos a disfrutar de la velada.
Las dos hermanas Cavendish menores acompañaron a su padre al
interior y Heather, quien se había retrasado a propósito fingiendo que
necesitaba arreglar su vestido antes de entrar, esperó a que Alfred diera el
paso que había deseado desde que lo vio esperando, antes de bajar de la
calesa.
—¿Me permitiría que la acompañara al interior?
—Por supuesto.
«¿Cómo podría negarme?», se preguntó ella. No había nada que
deseara más que entrar en un evento del brazo de Alfred. Sin embargo, le
daba miedo lo que los demás pudieran pensar puesto que, ese contacto, ya
no sería algo privado e íntimo entre los dos. Cualquiera podría juzgarlo.
Alfred la acompañó al interior de la sala y la instó a tomar un
refrigerio. Ella encontró apropiado tomar una copa de vino, aunque en
pequeñas dosis porque no estaba acostumbrada a tomar alcohol. Eso le
ayudaría a relajar el cosquilleo que había sentido en su brazo, y después en
todo su cuerpo, cuando él le tomó del brazo para entrar.
—Dígame, señorita Cavendish, ¿algún secreto inconfesable que
desee compartir conmigo sobre su semana?
—¿Mi semana? ―preguntó sorprendida Heather por su interés. En
ese instante optó por aportar un toque de humor al momento, pues deseaba
ver la sonrisa de Alfred de nuevo―. He salido a pasear todos los días con
mis amigas por el parque, he jugado al criquet en la propiedad junto a
varios caballeros amigos de mi padre, e incluso he pescado en el lago del
conde Cumbria —relató ella con tono irónico.
—Y entonces sabría que todo es una sarta de mentiras.
—En ocasiones la vida de una dama no resulta tan interesante como
la de un caballero, y para poder causar cierto interés en nuestros
acompañantes nos vemos obligadas a tales artimañas.
—Menos mal que usted no es así —aseguró el joven respaldando
sus fuertes convicciones sobre la moral de la joven.
—Y menos mal que usted es consciente de que le miento —añadió
ella con una gran sonrisa en el rostro provocando un estallido en el corazón
de ambos.
—D-desde lu-luego… —respondió entre tartamudeos imprecisos
Alfred. No podía dar crédito a lo pequeño que se sentía ante la presencia de
la joven.
—Yo jamás le mentiría, Alfred. No sería capaz.
—Lo sé.
Alfred no se había dado cuenta, pero su mano descansaba sobre la
mesa, junto a la de la joven. De forma instintiva necesitaba sentirla cerca.
Aquellos juegos de palabras habían sido reveladores. No le importaba en
absoluto estar rodeado de tantas personas y que, evidentemente, su
presencia destacara entre todos los presentes por su título. Él solo quería
estar con Heather.
—Y dígame entonces, señorita Cavendish, ¿ha practicado lo
suficiente como para aceptar el primer baile?
—¿Ha encontrado un caballero dispuesto a aceptar el reto? —
preguntó ella de forma provocadora, causando que su compañero sonriera
de manera triunfante.
—Yo lo asumiré encantado.
Heather estaba maravillada por la divertida e inusual forma de
relacionarse que habían desarrollado. Como si fueran dos extraños que se
conocen y se provocan por primera vez. No era propio de ella. Tampoco de
él. Pero parecía funcionarles. Parecía hacerles olvidar que ambos eran tan
tímidos que serían incapaces de solicitar un baile al otro, e incluso de
aceptarlo.
Heather levantó la mano esperando a que él la tomara y la guiara
hasta el centro de la estancia, donde se agrupaban las parejas. Alfred sabía
que no habían saludado a ninguno de los presentes en la fiesta y que eso era
un gesto descortés por su parte. Él no era maleducado ni altivo, él solo
quería estar con Heather todo el tiempo que el destino le concediera.
La pieza comenzó y los jóvenes se colocaron en los extremos de la
sala antes de dar el primer paso al frente. Era una danza sencilla, amena y
ligera. Una danza en la que los círculos, las vueltas privadas, el contacto de
las manos y el giro de caderas eran los protagonistas. Por mucho que
hubiera siete parejas más presentes recorriendo de forma armoniosa la sala,
para Heather y Alfred no existía nadie más. Sus ojos se anticipaban al
siguiente movimiento, buscándose tras cada giro para no perder detalle del
otro.
—Está preciosa esta noche, señorita Cavendish —confesó Alfred
entre susurros, consiguiendo reprimir el tartamudeo que normalmente le
causaba hablar con ella.
—Muchas gracias —dijo ella mordiéndose el labio por puros
nervios.
—Su vestido es único y la hace brillar, si me permite señalar.
—Es un vestido de mi madre. La modista ha tenido que adaptarlo
porque el cuerpo de mi madre era diferente al mío, pero no quería
desprenderme de él.
—Ha sido una sabia decisión, sin duda.
Se quedaron sin palabras. ¿Qué más se podían decir? Dejaron que su
silencio y las miradas compartidas fueran los mediadores de lo que se
estaba cociendo ante la presencia de todos, aunque no tuvieran la habilidad
para detectarlo. Heather se sentía dichosa. Pletórica. Estaba bailando con
Alfred y el resto del mundo dejaba de tener importancia. Él, por otra parte,
sabía que su comportamiento llamaría la atención de su madre, mas no le
importaba pues, por ese instante y durante esa pieza musical, Heather era su
refugio.
Cuando sus cuerpos se separaban para cambiar de pareja, sus manos
se tocaban con ansia al reencontrarse, como si necesitaran comprobar que
es allí donde pertenecían. Pues así era. Se pertenecían. Ambos lo sabían y
ninguno se lo creía.
En ese momento vivían y volaban en una nube. Una nube que los
separaba de todos los demás. Una burbuja que les permitía disfrutar en
silencio de su enamoramiento, revelando más detalles de los que sus
palabras eran capaces de pronunciar.
¡Estúpida timidez que juega con el corazón de dos enamorados!
La música terminó y la pareja se separó. La duquesa no tardó en
acudir hasta el lugar donde se encontraban para reprender al joven. Alfred
se mantuvo cerca de su madre desde entonces, y la compañía de Heather
fue reclamada por una antigua amiga.
El resto de la velada transcurrió entre bailes, risas y momentos que
Heather nunca olvidaría. Por alguna razón se sentía más cómoda en los
eventos menos informales que en los bailes y conciertos que aglutinaban a
una selectiva alta sociedad. En estos últimos se sentía desplazada, fuera de
lugar entre esa gente que se vanagloriaba de sus contactos y riquezas. Y, sin
embargo, adoraba la sencillez y la humildad de las personas que le
acompañaban en veladas como la de esa noche.
Durante la velada, a Heather le sorprendió que el hijo del anfitrión le
solicitara un baile. Después de él llegaron las invitaciones de varios jóvenes
solteros más que deseaban colmarla de atenciones, pues era una de las
jóvenes más espectaculares de la velada. Ella aceptó a regañadientes los
cumplidos con sonrojo y pudor, y también aceptó con timidez todas las
propuestas. Había perdido de vista a Alfred hacía una hora. Estaba segura
de que habría sido capturado por su madre en una segunda ronda de
reproches, así que aprovechó que la velada se estaba desarrollando de
manera tan divertida para bailar y bailar. Era la primera vez, en toda su
vida, que se sentía parte de algo, aunque no sabía qué era.
Desde una esquina, Alfred observaba cómo Heather se había
convertido en un cisne majestuoso y brillante en medio de la sala. Era
comprensible que todos la miraran. ¿Quién no lo haría? Era una delicia de
joven. Desprendía una calidez que sobrecogía el corazón y te hacía sentirte
en calma y a salvo. Era propietaria de una dulzura fuera de cualquier
parámetro, que encandilaba su corazón a cada instante que pasaba en su
presencia. Alfred se sentía tan irremediablemente enamorado de la joven
que no pudo sino sentir una ligera punzada en el pecho cada vez que otros
jóvenes disfrutaban de su compañía.
Él entendía que, dada la posición social de ella, otros caballeros
buscaran sus favores como forma de emparentar con el conde. ¿Cuántas de
esas sonrisas que compartían con ella eran auténticas? ¿Cuántos de esos
halagos y buenas palabras eran auténticos? No quería que nadie le hiciera
daño. Heather no era una joven que estuviera dispuesta a casarse con una
persona que no fuera sincera y honesta. ¿Lo serían esos caballeros?
Cuando Heather se liberó de su último compromiso, se acercó a una
de las salas para buscar algo de beber, no sin antes rechazar con suma
educación una nueva invitación, alegando que deseaba descansar tras tantos
bailes. El joven en cuestión se despidió de ella con cortesía y se alejó. Ella
recorrió la sala buscando a una persona en concreto. Sus hermanas
conversaban de forma animada con un grupo de jóvenes y no advirtieron su
presencia cuando pasó junto a ellas. El haber pasado desapercibida le
permitió salir del salón a tomar el aire sin que nadie la molestara y así poder
aprovechar para tener algo de descanso e intimidad.
Los dos primeros balcones estaban ocupados por unos caballeros
que conversaban sobre acuerdos comerciales mientras fumaban. El tercero,
reunía a un grupo de señoritas que se reían de forma exagerada mientras
cuchicheaban sobre algo. Pasó inadvertida hasta el final del corredor, donde
encontró una puerta que abrió para perderse en la oscuridad de la sala.
La estancia apenas estaba iluminada y Heather tuvo cierta dificultad
en encontrar un sillón donde poder sentarse. Pensó que no había sido una
buena idea estrenar zapatos el día de un baile, pues notaba sus pies
resentidos. Se sentó y liberó un fuerte suspiro de alivio. Aquel sillón era lo
más maravilloso del mundo. Se levantó con cuidado el vestido y se masajeó
uno de sus tobillos para aliviar la presión. Deseaba quitarse los zapatos y así
lo hizo. ¿Quién la vería en esa estancia? Estaba sola y se merecía un
momento de paz, así que los dejó a un lado y se permitió descansar.
—Los pies de una dama deben de sufrir mucho.
—¡Ahhhhhhhhhhh! —gritó Heather desesperada al advertir la
presencia de otra persona en la sala. Se levantó como un resorte,
provocando que el sillón se moviera de forma algo ruidosa. Miró por todas
partes, pero no consiguió ver nada de forma nítida.
—Disculpe, señorita Cavendish, parece que no atino en la forma de
sorprenderla sin causarle una conmoción a su corazón. Discúlpeme, de
verdad.
—Es usted un…. ¡No vuelva a hacerme algo así! —dijo ella
enfadada, manteniendo la mano en el pecho por la sorpresa. Era evidente
que él se encontraba frente a la ventana y podía ver con mejor claridad toda
la escena—. Por favor, casi…
—Lo siento, de verdad —se disculpó de nuevo, acercándose para
tomar los brazos de ella entre sus manos para transmitirle calma. Se sentía
una terrible persona por ser siempre tan inoportuno y por no tener la
habilidad de llamar su atención sin darle sustos—. No pretendía asustarla.
De hecho, habría permanecido en silencio mientras descansaba para no
importunarla, pero…
—¿Cómo ha sabido que era yo? —lo interrumpió Heather con
curiosidad.
—Olía a lirios y rosas —confesó Alfred y el mundo de ella se paró.
Se paró de la misma forma en que lo había hecho su corazón. ¿De verdad la
había reconocido por su olor? ¿Tan especial e inconfundible era para él?—.
Lo reconocería en cualquier lugar.
—No lo esperaba —respondió ella sintiendo que el contacto de
Alfred era abrumador. Su cuerpo había comenzado a arder bajo su toque.
Podía sentir su respiración entrecortada. ¿Sentiría él las reacciones que
provocaba en ella?
—¿Qué es lo que no esperaba?
—¿Encontrarlo en esta habitación a oscuras y que me diera
semejante susto? No, desde luego.
—¿De verdad quiere que me disculpe de nuevo? No me haga sentir
peor de lo que ya me siento, se lo suplico señorita Cavendish —respondió
con fingida amargura ante la tortura que ella parecía estar decidida a
infligirle.
—Heather —dijo ella.
—¿Qué?
—Llámeme Heather. Solo Heather.
Fue en ese instante cuando Alfred supo con seguridad que sufriría
de mal de amores si no podía ser feliz junto a la joven que tenía delante.
¿Por qué ella tenía la valentía suficiente como para recordarle que quería
que la tratara con familiaridad y él no era capaz de tomarle de la mano y
confesarle sus sentimientos?
Ella sintió que sus piernas flaqueaban, incapaz de seguir soportando
la dulce conversación que sus miradas estaban manteniendo, y dio un
traspiés. Por suerte, él la cogió antes de que diera un paso en falso y cayera
sobre el sofá.
—¿Se encuentra bien?
—Solo algo cansada. He bailado durante toda la noche y era algo
que no esperaba ―respondió ella elevando los ojos para encontrar los
suyos. Entonces, enmudeció.
—Es una lástima, entonces —dijo él con tristeza.
—¿El qué?
—Que no desee un último baile.
—Podría hacerlo… si alguien me lo pidiese —respondió ella con
cierto toque de coquetería escondido.
Allí estaba. Otra vez ese juego. Su juego. Una invitación.
—¿Desea bailar una última pieza? —preguntó Alfred a la joven con
una sonrisa cómplice.
Apenas podían verse, pero de alguna manera Alfred supo que ella
había aceptado. Terminó de romper la distancia que los separaba y la
estrechó sin miedo entre sus brazos. Abrazándola. Ella no lo encontró
inadecuado. Y allí, en la intimidad de la sala y sin testigos, ambos se
animaron a compartir en secreto un último baile.
Ella no se había dado cuenta, pero sus cuerpos estaban más
próximos de lo que deberían. La música que escuchaban de fondo no se
acompasaba con el ritmo que mecía sus cuerpos, y sus manos se
entrelazaban la una con la otra mientras él dejaba que su mano derecha
descansara en la cadera de ella. Sus cuerpos, sin darse cuenta, se habían
aproximado tanto que encajaban a la perfección. Sus manos habían iniciado
una chispa que había prendido una llama imposible de sofocar en sus
cuerpos. La cabeza de Heather descansaba con cuidado en el pecho de él,
buscando la seguridad que ambos deseaban, y la barbilla de Alfred se
apoyaba sobre el cabello de ella, facilitando que capturase cada aroma que
desprendía la joven. Todo parecía diseñado para disfrutar de aquel
momento.
No pensaron. No pensaron en que la oscuridad les confería el
escenario perfecto para el mayor escándalo de la temporada. No pensaron
en que el resto de los invitados podrían ser testigos de tan íntimo y cercano
momento. No pensaron en la censura de una madre autoritaria ni en las
exigencias de un título y una posición social. No pensaron en la vergüenza.
No pensaron en su hermana Susan. No pensaron en nada. Solo pensaron en
ellos.
Heather podía escuchar los latidos del corazón de Alfred. No estaba
tranquilo ni latía pausado, al contrario, era fuerte y desmedido. Su pecho era
más robusto de lo que esperaba, y se amoldaba a la perfección con su fino
cuerpo. Con los ojos cerrados se dejó mecer mientras disfrutaba del mejor y
más íntimo momento de su vida. Él había sido el que había facilitado el
avance. Él le había demandado ese baile que, si bien no había sido su
intención, sí que parecía ser lo que ambos deseaban.
Alfred, por otro lado, se sentía dichoso, y casi podía sentir que el
futuro que siempre había anhelado estaba ahí, al alcance de su mano, junto
a él. Heather era la mujer a la que amaba y ahora la tenía entre sus brazos.
Trató de respirar con normalidad, de sentirse un ser humano más en la
tierra, cuando en realidad su corazón estaba exaltado y pletórico.
Si habían sido capaces de abrazarse y bailar en silencio, dejando que
sus cuerpos mantuvieran una silenciosa conversación, ¿por qué no podían
confesar sus mutuos sentimientos de una vez por todas?
Tras varios minutos en silencio, Heather se odió a sí misma por ser
la villana del cuento que estaban viviendo juntos. Se separó ligeramente y
levantó la mirada en busca de sus misteriosos ojos. Él apreció el
movimiento de ella e intentando aplacar el frío que había surgido de
repente, trató de acercarla de nuevo. Ella puso la mano en su pecho y le
sostuvo la mirada para confrontarlo. Los ojos del joven se veían confusos y
suplicantes. Anhelaban regresar a ese calor que antes era tan familiar. ¿Por
qué se alejaba?
—Heather, yo… lo s-siento si… —empezó a decir él entre
balbuceos. Quizá ella se había arrepentido del momento compartido y esa
mano en el pecho era su forma de apartarlo.
—Alguien debe aportar cordura a esta situación, Alfred.
—De acuerdo. Pero… dígame, por favor, si la he molestado.
Antes de que pudiera terminar de decir su frase, Heather Cavendish
ya se había separado lo suficiente como para llegar a ciegas hasta la puerta
que un rato antes había cruzado. Estaba descalza y notaba el frío suelo bajo
sus pies, mas no le importaba porque su cuerpo estaba ardiendo. Necesitaba
recuperar el aliento y la serenidad. Y allí, junto a Alfred, jamás lo lograría.
Abrió la puerta con cuidado y una rendija de luz se coló, iluminando el
interior de la sala.
—Ha sido el mejor baile de mi vida —dijo antes de salir, girándose
para dedicar una última mirada al caballero de la sala.
Capítulo 7
El corazón de Alfred seguía acelerado y pensó que jamás podría recuperarse
tras ese momento compartido con Heather. ¿Qué más pruebas necesitaba
para que terminara de creerse que era la mujer destinada para él? ¿El ángel
enviado para que le acompañara durante el resto de su vida? ¿La persona a
la que amar de manera incondicional?
Heather Cavendish podía haberse alejado, e incluso haberlo
golpeado si hubiera querido cuando él le acercó tantísimo hasta ella. No
sabía qué le había impulsado a hacerlo. No era algo propio de él. La forma
en la que se relacionaba con ella, la facilidad que parecían tener para sus
conversaciones, la naturalidad de sus miradas, la atracción que sentían sus
cuerpos. Todo ese deseo lo había llevado a perder el juicio. Había perdido la
razón y no se arrepentía de ello, y lo más importante, ella no lo había
reprendido en ningún momento. Al contrario. Ella le había confesado que
había sido el mejor baile de su vida. ¿Sentiría entonces Heather lo mismo
que él?
Necesitaba un tiempo para recomponerse antes de regresar al salón.
Por una parte, esperaba que ella no estuviera allí y que hubiera tenido la
prudencia de retirarse pues, si la veía en mitad de la pista, nada le impediría
volver a abrazarla. ¿Abrazarla? ¿En público? Ese comportamiento sería
totalmente irresponsable y censurable. En verdad su familia recibiría la
ofensa y la crítica del pueblo, y él se vería obligado a casarse con la joven.
Aunque si lo pensaba bien, ¿qué habría de malo si él mismo había soñado
en innumerables ocasiones con ello? Pues porque por mucho que deseara
casarse con la joven, no quería que sus destinos se unieran de aquella
forma. Por obligación.
Heather, por su parte, avisó a su padre y hermanas de que era hora
de retirarse. Dada la largura del vestido, nadie apreció que a la joven
Cavendish le faltaban los zapatos. Se retiraron sin apenas despedirse de
todos los invitados, y pronto entraron en la calesa rumbo a su hogar.
Heather sostenía la mano en su pecho porque sentía una gran ausencia. Por
algún motivo, su corazón se había quedado en una sala oscura de esa casa,
esperando a que alguien muy querido para ella lo reclamase.
La joven no podía dejar de pensar en qué había significado aquello
mientras recorrían la distancia de vuelta a la casa del conde. Se había
sentido cómoda, querida, respetada y valorada por aquel joven, y no había
encontrado nada reprochable en su comportamiento cuando toda su
educación le gritaba que se mantuviera alejada. Aun con la cabeza todavía
en aquel baile, Heather se autocriticó, al menos en parte, por su indecoroso
comportamiento; pero otra parte no se arrepentía ni lo más mínimo de
haberle permitido esa cercanía. Había sentido el calor de Alfred, su corazón
latir acelerado por su contacto. Había sentido fuego donde sus cuerpos
conectaban. Había sido algo íntimo, privado e irrepetible. Sin embargo,
llegados a ese punto, Heather no podía dejar de pensar que su corazón ya no
tenía salvación. Sus esfuerzos por aceptar que jamás podría tener una
relación más allá de la fraternidad con Alfred York se tambaleaban y se
permitía explorar la posibilidad de un quizá.
¿Qué había significado ese encuentro para él? Para ella lo había
significado todo. Un huracán de emoción. Un momento que la acompañaría
para la eternidad.
La noche llegó para ambos, quienes, emocionados y pletóricos, no
pudieron conciliar el sueño una vez más. Alfred pensó en diez maneras
distintas de declarar su amor a la joven, pues era incapaz de concebir un día
más sin poder hablar libremente con ella de lo que sentía. Sus sentimientos
se agolpaban en su corazón, clamando por salir a la luz. Y estaba dispuesto
a arriesgarse. Arriesgarse a recibir un rechazo. Arriesgarse a recibir un
castigo por parte de su madre. Arriesgarse a que el conde no le diera su
aprobación. Arriesgarse a todo por ella. Lo haría. Estaba dispuesto a
arriesgarse porque también existía la posibilidad de un sí. Se lo prometió a
sí mismo. Ella merecía la pena.

A la mañana siguiente Heather estaba animada y pletórica a pesar del poco


descanso que había encontrado esa noche. Tenía esperanzas, muchas,
demasiadas. Sentía que no cabía en sí de gozo porque todas sus
elucubraciones le habían llevado a la misma explicación: Alfred también
podía sentía cosas por ella. No tenía muy claro cómo comportarse con él o
qué debería hacer. Sus planes y pensamientos no habían llegado más allá de
experimentar la plenitud absoluta. Quería mantenerse en esa nube.
—No me lo puedo creer. ¿Habéis escuchado los últimos rumores?
—comentó Violet alertada, leyendo la columna de sociedad del periódico.
—Dudo que haya algo de verdad en las líneas de chismorreos que se
publican en ese periódico —argumentó Heather menospreciando las
frivolidades que su hermana consideraba como de vital importancia.
—Pues deberías hacerlo porque, al parecer, hay un pretendiente
interesante menos en el condado. La señorita Portman se ha comprometido
con Henry Davenport.
—¿Henry Davenport? ¿Quién es? Y lo más importante, ¿cómo la
señorita Portman ha logrado cazarlo? —preguntó de forma insistente Bella
—. No quiero decir nada de ella, pero todas sabemos que no es la dama más
hermosa del condado.
—Pero sí una de las más ricas, y él es el hijo de un importante
magistrado de Londres —relató Violet tratando de ubicar a las presentes.
Todas conocían la escasa inteligencia y presencia de la joven, aunque lo que
sí poseía eran unas grandes arcas gracias a su familia las cuales funcionaban
como un seductor reclamo—. Se escuchó hace algunas semanas y, cito
textualmente de la columna de sociedad, que «unas malas sentencias por
parte del magistrado le podrían acarrear su retirada profesional, perdiendo
así todos los privilegios y ascensos posibles».
—Es posible que su hijo haya querido garantizarse un porvenir antes
de la caída en desgracia de su familia. Antes de que llegaran al condado los
rumores de la capital.
—Sí porque, comprometido el enlace de forma pública, sería muy
complicado romperlo. Si bien la familia de ella podría deshacer el enlace si
se detectara una mala intención por parte de él, todas conocemos al señor
Portman y su gran honor. No lo hará de ninguna manera —comentó Heather
con cierta lástima hacia su compañera de género, que había quedado
sepultada en un matrimonio sin amor en el que los intereses económicos
eran más importantes que los sentimientos.
—Quién sabe, quizá encuentren el amor en la compañía mutua con
el paso de los años.
—Yo no estaría dispuesta a esperar años para vivir mi gran romance,
querida Violet. Deseo un amor que arrase todo mi mundo —confesó Bella a
los cuatro vientos.
—Ten cuidado con lo que deseas, querida Bella.
—Vaya, vaya. ¿Será que nuestra hermana mayor está celosa de los
planes de matrimonio de la señorita Portman? Porque si lo que deseas es
contraer matrimonio, estoy segura de que no te faltarán pretendientes.
Anoche bailaste con más caballeros de los que puedo recordar.
—Solo fueron cinco, y todas sabemos que ninguno posee cualidades
aceptables para padre —respondió con seguridad Heather, dejando clara la
situación a su hermana—. Además, no estamos hablando de mí, y tampoco
deberíamos juzgar a la señorita Portman. Los rumores siempre son malos
consejeros.
—Quizá lo que sientes es envidia y por eso nos censuras —dijo
Violet mirándola de manera escéptica.
—¿Envidia? No sabéis lo que estáis diciendo. Además, ya dejé clara
mi postura al inicio de la temporada: no voy a casarme.
—¿Y qué ocurriría si cierto futuro duque hiciera una propuesta? —
preguntó Bella mientras se levantaba con rapidez para colocarse detrás de
Heather para luego susurrarle al oído—: ¿Lo rechazarías?
—No tendré que rechazar a nadie, porque eso nunca va a pasar,
Bella.
Heather se levantó de la mesa enfadada y sintiendo que, en apenas
unos minutos, su ánimo se había perdido entre las paredes de su propia
casa. Amaba a sus hermanas, pero odiaba con todas sus fuerzas ser un libro
abierto para ellas. ¿Tan evidentes eran sus sentimientos por Alfred que
todas le gastaban bromas con ello?
Heather tenía que disponer los preparativos necesarios, pues esa
misma noche asistirían a un evento en el pueblo. La familia Portman, los
mismos que habían acaparado el muro de sociedad del periódico, serían los
anfitriones. Como familia acaudalada, pero sin título, tenían la facilidad de
poder reunir a personas de clase social media-alta y a todos los miembros
de la alta sociedad. Eran personas trabajadoras y humildes, pero con un
gran corazón. No tenía mucha relación con la señorita Portman, sin
embargo, deseaba felicitarla por sus futuras nupcias y transmitirle todo su
apoyo.
Cuando Heather estaba a punto de irse a las cocinas para repasar
algunos elementos importantes sobre el inventario que le había solicitado el
ama de llaves, una de las doncellas entró en su habitación portando una caja
de color verde claro. Heather se extrañó mucho porque no esperaba nada de
parte de la modista ni de la zapatera. Pensó varias veces en qué podía
contener el paquete; no obstante, todo la llevaba a la misma conclusión: si
quería saber qué había dentro solo había un paso que dar.
Heather se despidió de la doncella, quien parecía muy interesada en
conocer el contenido puesto que esperaba en la puerta a que la joven lo
abriese. Se sentó sobre la cama y abrió con cuidado la caja. Lo primero que
encontró fue otro sobre de color crema y al levantarlo pudo ver sus zapatos.
Sonrió. No pudo evitarlo. Abrió la carta con cuidado y la leyó.

Para mí también fue un baile memorable.


Le devuelvo sus zapatos con la esperanza de poder repetirlo en la siguiente
ocasión.

¿Un baile memorable? Heather se dejó caer en la cama y levantó las


piernas para dar patadas al aire como una niña ilusionada. ¿De verdad
Alfred le había escrito esa carta? ¿También había sido un gran baile para él?
Heather sintió que podía morir de felicidad en aquel preciso momento.
¿Esperaba que hubiera otra ocasión? ¿Qué debía hacer ahora? ¿Qué
significaba aquello? ¿Cómo debía comportarse con él después de lo
sucedido?
Eran amigos, ¿cierto? En realidad, Heather pensó que eran Alfred y
Susan los que habían compartido una amistad durante años. Ellos
simplemente habían compartido una extraña e inesperada cercanía durante
los últimos días, pero no estaba segura de que eso pudiera definirse como
amistad, y mucho menos, como algo más. ¿Algo más? Se ruborizó solo de
pensar en convertirse en la señora de York. ¿¡Cómo podía pensar algo así!?
¿Cómo podría mantenerse cuerda hasta que llegara la noche? Por el
momento pensó que tenía demasiadas ocupaciones que la distraerían
durante varias horas.

Pasaron las horas y el nerviosismo en casa del conde era palpable. Tras el
anuncio del enlace de la señorita Portman, era evidente que todos los ojos
estarían puestos en el evento y que eso atraería a los solteros más
codiciados. Bella y Violet se prepararon como si se tratase del evento del
siglo, con la esperanza de encontrar jóvenes a los que conquistar. Las
hermanas de Heather pecaban de ilusas y poco formales en cuanto a sus
aventuras con los hombres se trataban. Ninguna había cometido ningún
pecado, al menos que ella supiera, pero era verdad que se asemejaban más a
la personalidad de Susan que a la suya o a la de Charlotte.
Heather, por su parte, trató de vestirse de una forma recatada. Quería
pasar desapercibida. Sus hermanas estaban dispuestas a llamar la atención
de todos los caballeros solteros posibles, mientras que Heather solo quería
llamar la atención de una persona. De nadie más. Esperaba que esa noche
sus sueños se hicieran realidad.
El señor Cavendish anunció la partida y todas se dispusieron en
orden para subir a la calesa. Apenas habían transcurrido unas semanas de la
temporada social y Heather ya aborrecía cada día que restaba hasta el final.
No era una joven sociable. No apreciaba el valor de los bailes como
elemento o vía de creación de relaciones, y mucho menos encontraba valor
en las conversaciones banales que se mantenían en dichos eventos solo para
aparentar. En ese sentido, Heather se veía obligada a fingir que se lo pasaba
bien. Sin embargo, se sorprendió a sí misma cuando, al entrar en casa de la
familia Portman veinte minutos después, sonrió de placer.
Tardó unos minutos en encontrar al dueño de ese cambio de opinión
hacia los bailes. Alfred se encontraba conversando con varios caballeros de
la edad de su padre con una copa de vino en la mano. No se dio cuenta de la
entrada de Heather en la sala, al igual que tampoco lo hicieron el resto de
los invitados. En su fuero interno, la joven pensó que su objetivo de pasar
inadvertida se había cumplido. Recorrió con tranquilidad la sala hasta
encontrar a la joven con la que deseaba conversar.
—Señorita Portman, buenas noches.
—Señorita Cavendish, ¡cuánto me alegro de verla aquí! Gracias por
asistir.
—No me lo hubiese perdido por nada del mundo. Ha sido muy
considerada al invitarnos.
—Le agradezco que aceptara nuestra invitación con tanto tiempo —
comentó con suma amabilidad la joven—. Puede que no lo sepa, pero, al
contrario que en su caso, hemos recibido muchas confirmaciones esta
misma mañana.
—Un gran inconveniente, si me permite el atrevimiento. Estoy
segura de que las personas encargadas de la cocina y el servicio no estarán
muy conformes con el aumento repentino de invitados.
—Es cierto que ha sido descortés por su parte, pero mi padre es un
hombre muy generoso, así que les ha prometido que descansarían y les
aumentaría sus honorarios de este mes por el esfuerzo.
—Su padre es, sin duda, un gran jefe. —Las consideraciones sobre
el talante del señor Davenport eran correctas. Era un gran caballero.
—Espero poder disponer de tal lealtad por parte del servicio cuando
llegue a mi nueva casa.
—Por supuesto que lo hará. Es una joven muy agradable y risueña.
Seguro que se gana el favor de todos en poco tiempo. Por cierto, quería
felicitarla personalmente por su futuro enlace. Es una gran noticia.
—Sí, mi familia está feliz por el enlace y, aunque todavía no hemos
anunciado la fecha del enlace, espero que pueda llevarse a cabo a final de la
temporada.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Portman? —se aventuró a
preguntar Heather—. Soy consciente de que no somos muy cercanas. No
obstante, tengo curiosidad por saber algo.
—Usted y más de la mitad de los invitados, sin duda. Conozco su
temperamento y sé que no será una difusora de chismes. Puede preguntar lo
que desee.
—¿Cómo supo que el hijo del magistrado, su futuro marido, era el
hombre correcto?
—Vaya, sin duda no esperaba esa pregunta —comentó sorprendida
la joven anfitriona. De todas las preguntas que esperaba que le plantearan
esa noche, aquella era la única en la que no había pensado. La joven sonrió
y, en la más estricta intimidad, procedió a contestarle.
—Si le ha incomodado puede sentirse libre de no responder, por
supuesto.
—Al contrario, creo que es una pregunta bastante fácil de contestar,
en realidad. Conocí a Henry hace apenas unas semanas, cuando mi padre
tuvo que visitar Londres para resolver unos asuntos de la empresa. Mi
madre y yo lo acompañamos para no sentirnos tan solas en nuestra casa y
pudimos conocer a personas de todo tipo durante la semana que estuvimos
allí. La capital es muy distinta y confieso que me sentía fuera de lugar, pero
encontré a una persona, un joven en realidad, que me ayudó a sobrellevar
todo y me ayudó a comprender el mundo. Henry Davenport me pareció
encantador, tenía una gran sonrisa y sabía escuchar. El último día, mientras
dábamos un paseo acompañados por mi madre, me di cuenta de que lo veía
de una forma diferente.
—¿Cómo? —preguntó Heather llena de curiosidad. Había
escuchado con atención el relato y necesitaba saber el final. Estaba
expectante.
—Como si jamás fuera a existir otro hombre al que pudiera
considerar digno de mis atenciones. No sabría explicarlo. Fue como si de
pronto una pieza suelta encajara en mi vida.
—¿Y no considera la posibilidad de que…?
—¿De que sea un oportunista? —se preguntó la joven más para sí
misma, haciendo que la propia Heather se sintiera avergonzada por su
indiscreción—. Lo pensé durante un instante. Estoy segura de que esos
rumores podrían desestabilizar a cualquier joven enamorada, pero mi
relación con Henry tuvo lugar antes de las desavenencias de su familia, y
nuestro compromiso quedó en el aire, aunque con cierto detalle, en
Londres. Acepté su propuesta de inmediato, aunque no contara todavía con
la aprobación de nuestros padres.
—Me alegro de que finalmente les dieran su bendición. Es
maravilloso recibir el apoyo de la familia cuando del amor se trata.
—¿Lo dice por usted misma, señorita Cavendish? No he oído hablar
de que tenga interés alguno en el matrimonio. Quizá cuando encuentre a la
persona adecuada su opinión pueda cambiar al respecto.
Conforme su acompañante pronunciaba aquellas palabras, la mirada
de Heather buscó de manera instintiva un rostro en particular en la sala. No
quería perder la oportunidad de hablar con Alfred esa noche, de poder
agradecerle por devolverle los zapatos y… ¿qué más le podía decir? En ese
instante sintió que su boca se secaba de golpe. ¿Qué podía decirle? Su
mente se había quedado en blanco y estaba segura de que las palabras que
la señorita Portman estaba pronunciando sobre el amor debían ser muy
interesantes, mas ella no era capaz de escucharlas. Su timidez la inundó de
golpe, haciéndola incapaz de poder conversar con él. ¿Qué podría decirle
cuando un abrazo había sido tan significativo? Estaba segura de sus
sentimientos por Alfred, pero no sabía qué debía hacer a continuación.
Por suerte, Heather Cavendish no tuvo que tomar esa decisión,
puesto que Alfred al fin se percató de su presencia en la sala. Levantó la
copa en su dirección para saludarla, acompañada de una gran sonrisa.
Después se giró para volver a prestar atención a la conversación que
mantenía con los caballeros. Ese gesto molestó ligeramente a la joven
dama, quien esperaba que fuera él quien diera el paso de acercarse. Se
obligó a sí misma a que eso no la importunara, pues quizá se había hecho
ilusiones en su cabeza. Como siempre.
Pasadas dos horas de su llegada, y tras aceptar varias invitaciones a
bailar ante la atenta mirada de su padre, Heather Cavendish se sentó en una
de las butacas retiradas del salón para descansar. Odiaba aquellos bailes y
odiaba sus malditos zapatos. No era una joven muy alta, y por ello sus
hermanas siempre insistían en que luciría más hermosa con unos tacones.
La joven se regañó a sí misma por hacerles caso y por permitir que tuvieran
tanta influencia sobre ella. Cuando pensó que nadie la miraba se retiró con
cuidado uno de los zapatos y lo deslizó con cuidado debajo del sillón para
que nadie lo viera. Necesitaba sentirse libre. Después, hizo lo mismo con el
otro. Por fin podía descansar.
—Si va a tomar esto como una costumbre, tendré que recordar traer
unos cómodos zapatos de reemplazo para usted en la siguiente ocasión.
Heather se levantó al escuchar la voz de Alfred. Le molestó de
nuevo la forma tan inoportuna que tenía de sorprenderla y, ante todo, la
forma tan imprevisible que tenía su cuerpo de demostrar su falta de
serenidad. Alfred comprendió que su idea de sorprender a la joven, a la que
había visto descalzarse apenas unos instantes atrás, había sido nefasta.
Nunca lograba atinar con la tecla adecuada para empezar una conversación
con ella.
—Estoy descansando —respondió la joven tratando de recuperar el
aliento tras el susto. Su tono de voz fue tosco y algo seco. Eso, acompañado
por la incapacidad de mirarlo a los ojos, preocupó más al joven. El silencio
entre ellos se alargó más tiempo del prudencial.
—Por supuesto, claro. No la molesto más —añadió Alfred
comprendiendo que ella no deseaba su compañía. Se despidió con una
ligera reverencia formal y, cuando estaba a punto de irse, ocurrió el milagro
que esperaba. No conocía suficiente el lenguaje de las mujeres, pero
comprendía su tono de voz.
—No he podido hablar con usted en toda la noche.
Alfred dio gracias al cielo de que ella lo hubiera detenido y se giró
tan rápido como pudo para regresar junto a ella. Trató de lucir calmado,
aunque su cuerpo estaba hecho de puro nervio al mirarla. Las últimas horas
sin ella habían sido un completo suplicio y solo deseaba volver a tenerla
entre sus brazos. Susan siempre había dicho que su hermana Heather era un
libro abierto, pero para él era una enciclopedia de más de veinte volúmenes,
con un lenguaje muy complejo y analogías imposibles de descifrar.
—Le pido disculpas por ello. Mis padres no pudieron asistir al
evento y me encargaron que hablara con unos caballeros en específico para
poder tratar unos asuntos de una posible adquisición —se excusó Alfred,
demostrando a la joven los motivos de su distanciamiento. ¿Cómo podía
pensar que él no había deseado su compañía? ¡Era todo en cuanto pensaba!
—Oh, comprendo. —En ese instante, Heather se sintió como una
niña tonta y agachó la mirada avergonzada. Se había enfadado por nada.
Alfred no era su hermano, ni su padre, ni su prometido. No le debía nada.
—Siento no haber podido conversar con usted hasta el momento —
añadió dando varios pasos al frente—. Yo pensé que…
—No, no, no. No tiene que disculparse por nada. He sido yo quien
ha asumido que…
—¿Si…?
—No tiene importancia —respondió ella de inmediato negando con
la cabeza. Heather necesitaba salir corriendo de allí. Se sentía pequeña,
estúpida como una niña consentida a la que no le habían prestado la
atención necesaria. ¿Por qué se comportaba como Violet? ¿De verdad
quería transmitir eso? Se sentía abochornada por su comportamiento… Se
dio la vuelta tan pronto como pudo reaccionar y emprendió la marcha de
camino al salón.
—No, por favor, no se vaya —dijo de forma apresurada Alfred
mientras tomaba su brazo para retenerla.
Ella se dio la vuelta lentamente, sintiendo que su cuerpo empezaba a
temblar de nuevo bajo su tacto con un calor especial. No se sentía todavía
capaz de mirar al joven así que, cuando él se acercó más a ella, levantó su
mano para dirigirla a su mentón y elevó su rostro no pudo evitarlo. Allí
estaban: unos preciosos ojos que la reclamaban.
—No se vaya, Heather —suplicó él entre tiernos susurros.
Ella no podía describir con palabras el cosquilleo que se había
librado en su interior. La mano de Alfred todavía sostenía su rostro,
iniciando algo indescriptible dentro de ella. Aunque toda la atención de la
joven estaba centrada en la mirada penetrante y suplicante del joven, pronto
advirtió que su otra mano había comenzado a bailar sobre su piel,
recorriendo su brazo con delicadeza. ¿Era esa sensación tan abrasadora a la
que Susan siempre hacía referencia? La había oído hablar durante la
celebración de sus nupcias de la invaluable y tensa vinculación que sentía
con su marido cada vez que la tocaba. ¿Era esto a lo que se refería? Seguro
que ella no catalogaría ese contacto como «íntimo», pero para Heather
Cavendish era lo más parecido.
Ella deseaba que la besara. Con todo su corazón. Con cada pizca de
su ser. Deseaba que sus labios tocaran los suyos sin importar nada más. Que
le demostrara que de verdad existía un puente entre ellos tal y como ella
había visto en cada detalle desde su regreso.
Alfred se debatía entre hacer lo que le pedía el corazón, lo que
deseaba su cuerpo o lo que le dictaba la razón. Dos de ellos marcaban un
sentido claro e inequívoco que le permitiría alcanzar la felicidad. El otro,
mantenía en parte vivo el consejo de su madre sobre la prudencia. ¿Qué
debía hacer? No podía apartar la mirada de Heather al igual que no pudo
evitar recorrer su suave piel al tenerla tan cerca. Apenas un pie separaba sus
dos cuerpos de la censura de las personas presentes en el salón, pero no le
importaba. ¿Por qué entonces el miedo lo invadió de repente? Por mucho
que deseara tomar alguna acción, decidió dar un paso atrás creando un
espacio entre ellos.
Heather notó cómo el frío comenzaba a separarlos y el cosquilleo se
reducía al olvido cuando las manos de su acompañante dejaron de tocarla.
Él hizo algo que sorprendió a la joven: se puso de rodillas. Heather miró
temblorosa hacia el suelo para comprobar cómo el joven tomaba los zapatos
que había tratado de ocultar y reclamaba su pie izquierdo para poder
colocárselo. Ella accedió. Primero uno, luego el otro.
Alfred esperó durante un momento de rodillas, sin levantar la
mirada, para recomponerse de ese instante. Puede que no hubiera besado a
la joven, pero ver sus tobillos, volver a tocar su piel y ayudarla a calzarse
había sido una sobrecarga emocional para él. No estaba seguro de que su
cuerpo pudiera aguantar tanta tensión. Cuando se encontró preparado para
ello, se levantó con ligera seguridad y se encontró con ella. La boca
entreabierta, los ojos expectantes, el cuerpo hacia delante. Alfred pensó que
estaba cometiendo un delito al dejar a su ángel, mas debía dejarla marchar.
En ese instante, todo ocurrió muy rápido.
Ella se dio la vuelta con lentitud.
Él cerró las manos en puños y las apretó.
Ella cerró los ojos, rendida.
Él percibió el aroma a lirios.
Ella dio el primer paso.
Él perdió la cordura.
Ella continuó con el segundo paso.
Él lo mandó todo al infierno.
Alfred York tomó con rapidez el brazo de la joven para girarla hacia
él. Su cuerpo impactó contra el torso del joven y antes de que ella pudiera
reaccionar, los labios de él habían secuestrado los suyos.
Capítulo 8
Las manos de Alfred estaban una a cada lado del rostro de Heather. El
impulso del joven la había tomado por sorpresa, y aunque era un
comportamiento inapropiado en un sitio como aquel, a Heather no le
importó. Sólo podía pensar en lo feliz que era al sentir los labios de Alfred
sobre los suyos. En la forma en la que sus labios jugueteaban con su boca.
En cómo demandaba atención y pedía suplicante que la abriera. En cómo
reaccionó al sentir que ceder a ello le traía un placer aún mayor. En cómo
sus fuertes manos le estaban abrasando el rostro. En cómo su cuerpo
necesitaba acercarse más a él, sentirlo todavía más cerca. En cómo su
respiración hacía tiempo que se había perdido en busca de una quimera
imposible. Heather Cavendish estaba siendo besada por Alfred York, el
amor de su vida.
El joven heredero, por otro lado, estaba a punto de explotar de pura
felicidad. Le había dolido verla enfadada, pero encontraba comprensible, e
incluso tierna, su reacción. Él había tratado de mantenerse alejado porque
no sabía cómo debía actuar. Los sentimientos tan intensos que le causó su
abrazo lo habían sumido en un mar de dudas, y aunque sus afectos estaban
más que claros, no sabía si la joven le correspondería. Sin embargo, tomar
distancia había sido la peor decisión porque, en ese instante, declaró que
jamás podría dejar de besarla.
Ella estaba respondiendo a su contacto, y cuando trató de rodearla
con los brazos para acercarla todavía más a él, llegó a su mente un invitado
inoportuno: la cordura. Tenían que separarse, no porque él lo quisiera, sino
porque era lo más prudente dado que cualquier persona podría descubrirlos
en un acto de lo más indecente para los miembros de la alta sociedad.
Durante unos segundos, Heather permaneció con los ojos cerrados
tratando de guardar en su memoria todo lo ocurrido. Pensaba que, al
abrirlos, aquel sueño tan maravilloso quedaría relegado al olvido. Cuando
notó que la respiración de Alfred también estaba consumida por la situación
abrió los ojos. Él la miraba expectante, nervioso, como si esperara su
reacción con inquietud. No sabían qué decir. Sus labios todavía tenían su
sabor. Ninguno podía decir nada.
Ese silencio se hizo eterno para el corazón de Heather. Sentía que
todavía no había despertado de su sueño, un sueño en el que Alfred, su
Alfred, la había besado. ¿Acaso merecía tanta felicidad? Estaba segura de
que sus mejillas estarían teñidas de rojo por la situación, y que sus labios
estarían hinchados, pero estaba claro para ambos que debían regresar.
Ella comprendía lo que la distancia de Alfred significaba: prudencia
y no rechazo. Se dio la vuelta y él se puso justo detrás, impidiendo que
avanzara. Tomó con cuidado los brazos de la joven con sus manos y se
acercó para susurrarle algo al oído:
—Ojalá esta noche no terminara nunca.
El cuerpo de Heather se estremeció al escucharlo. Ella deseaba
exactamente lo mismo. Pero ambos eran personajes conocidos, y además se
encontraban en un evento social en el que sus títulos estaban por encima de
la gran mayoría de los presentes, por lo que buscarían su atención.
—Lo sé.
Con esas últimas palabras la joven pareja se separó. Ella regresó a la
sala en primer lugar, dejando a un excitado Alfred esperando en la
oscuridad del pasillo. Pasados unos minutos, él hizo lo mismo y ambos
quedaron fundidos entre todos los presentes, sin dejar de dedicarse sentidas
y furtivas miradas durante el resto de la velada.
Para su fortuna, la ausencia de la duquesa de York y su esposo les
otorgaba un escenario más que perfecto y, en varias ocasiones, y sin
levantar sospechas, los amantes bailaron en secreto compartiendo
confidencias. Sus miradas se buscaban cuando estaban separados, sus
cuerpos anhelaban el contacto del otro, y sus corazones… sus corazones ya
no les pertenecían. En su interior, ambos estaban seguros de que había sido
una noche reveladora.

Heather Cavendish comenzó a pensar que, si el insomnio era síntoma de


enamoramiento, ella estaba totalmente perdida. La joven no encontró
descanso aquella noche. Sentada sobre su cama y arropada con la manta, se
llevaba una y otra vez la mano a los labios, recorriéndolos, recordando,
anhelando. Su beso con Alfred había sido extraordinario, intenso, especial y
memorable. Y también, su primer beso. Con Alfred. Su Alfred. ¿Podía
llamarlo así? ¿Era suyo? Era evidente que ambos compartían sentimientos,
pues nunca había oído hablar de que el joven tuviera un comportamiento
semejante en sus grandes aventuras en Londres. Tanto su amigo Benjamin
como él eran dados a compartir todo tipo de hazañas y proezas vividas en la
capital, pero en ningún momento habían hablado de conquistas. Al
contrario, la duquesa se había empeñado en que su hijo regresara la
temporada anterior porque dejar que él mismo buscara una esposa de buena
familia en la capital no estaba dando resultados. Solo con ese pretexto, le
había permitido ausentarse para estudiar fuera. Heather lo sabía porque la
duquesa se lo había comentado en la intimidad en varias ocasiones durante
la ausencia del joven.
Heather recordó que incluso él mismo había dicho que no había
encontrado a ninguna mujer digna de su atención durante un paseo que
había compartido con sus hermanas y Benjamin la temporada anterior.
¿Sería eso cierto? ¿En verdad nadie había llamado su atención? ¿O
acaso…? Heather trató de refrenar las sucesivas preguntas que se agolpaban
en su mente. La posibilidad de que no hubiera contraído nupcias porque él
también estaba enamorado de ella era casi tan remota como que Susan
recuperara la sensatez de la noche a la mañana.
Existía la posibilidad de que ella hubiera malinterpretado la acción
de Alfred. Quizá fue algo impulsivo, no premeditado y equivocado por su
parte. Quizá no quería besarla. Quizá solo tropezó sobre ella y sus manos
terminaron en su rostro para no caerse y simplemente ocurrió. «Sí, esa
puede ser una posibilidad», pensó Heather.
Pero entonces, ¿qué ocurría con lo que le había dicho después? ¿Y
con los bailes y miradas compartidos? Él no quería que aquella noche
terminara. Había escuchado con total nitidez sus palabras; incluso había
visto cómo su pecho se movía acelerado por el momento. ¿Se había
imaginado también eso? No, de verdad lo había escuchado. De igual forma
que había escuchado sus susurros, contemplado su risa, sentido su contacto.
Conocía a Alfred York desde hacía años, su temperamento y talante, y
podía asegurar que bajo ningún concepto era un hombre que daría
esperanzas a una mujer si no sentía algo por ella.
Heather Cavendish gritó en silencio contra la almohada de pura
frustración porque, a pesar de haber vivido uno de los momentos más
bonitos de su vida, seguía sin creerse merecedora de la atención de Alfred.
De ser cierto, esa noche había dado su primer paso hacia el futuro que
siempre había soñado.

Alfred, al contrario que Heather, descansó plácidamente aquella noche. Su


cuerpo volaba una y otra vez en el recuerdo de aquel beso que había
cambiado todo para él. Apenas pudo concentrarse durante toda la velada en
seguir una conversación fluida con ninguno de sus acompañantes. Él quería
aportar detalles de valor a las dinámicas sociales, pero sus labios todavía
burbujeaban por el calor de la joven, y su aroma a lirios parecía impregnar
el ambiente dejándolo en un estado de estupor. Sentía la necesidad de
buscarla constantemente entre los presentes y de provocar un nuevo
encuentro con ella.
Cuando sus cuerpos se separaron en el pasillo tras el beso, pensó en
lo temerario de sus acciones. Y en lo razonable que sería el rechazo de la
joven si decidía que ese beso había sido inaceptable.
Sin embargo, no había podido evitarlo. Llevaba años soñando con
besarla, con tenerla entre sus brazos y con poder expresarle su más
profunda admiración. Por eso, cuando la vio molesta aquella noche, se
sintió la persona más cruel del planeta por haberla ignorado a propósito.
Ella no sabía que, en realidad, lo estaba haciendo por su bien, pero cuando
sus ojos lo miraron de aquella forma tan especial supo que estaba perdido y
que su capacidad para refrenarse no lograría vencer esa vez. La besó. Y ella
respondió. No lo rechazó, no lo empujó, no le pegó ni amonestó. No.
También lo deseaba. Deseó su contacto en cada baile, y le dedicó una
sonrisa en cada conversación. Estaba radiante.
Esa mañana, Alfred se levantó temprano para ir a cabalgar, como de
costumbre. Le encantaba sentir el viento sobre su rostro y la libertad que su
caballo le proporcionaba al correr al galope en la propiedad familiar.
Cuando la bruma desapareció con el despuntar del sol, se dirigió a la casa
para desayunar con sus padres después de asearse.
—No me lo puedo creer, Alfred, ¿cómo pudiste asistir anoche al
baile en casa de los Portman? —le recriminó la duquesa instaurando de
nuevo un férreo control sobre su hijo. Parecía obcecada en reducir a la
mínima expresión su felicidad.
—Alguien de nuestra familia debía asistir en representación.
—Que los Portman tuvieran la mala fortuna de invitarnos, no
significa que debamos asistir —dijo con orgullo—. Supongo que tendrán la
decencia de no extrañarse cuando el próximo año no los invite a mi gran
concierto. No podría, por supuesto.
—Madre, no entiendo qué hay de malo. La familia Portman cuenta
con fortuna y con el respeto de la comunidad. El señor Portman me pareció
un caballero honorable y sensato, e incluso pude debatir con él algunos
temas relacionados con leyes.
—Suena muy interesante, hijo mío, pero las clases sociales existen
por algo.
—¿De verdad eso importa tanto?
—¡Por supuesto! Tu padre es el duque de York, y tú, su heredero.
No nos hemos esforzado todos estos años por mantener la gran reputación
del título y enaltecer a la familia, para asistir ahora a bailes y cenas con
gente mediocre.
—No son mediocres, madre —respondió su Alfred tratando de no
alzar la voz cuando en realidad se encontraba del todo incrédulo ante los
comentarios clasistas de su madre—. No han tenido la fortuna de nacer
dentro de la alta sociedad, pero eso no les…
—Y mejor no hablar de su hija. Se rumorea que su matrimonio no
va a estar precisamente colmado de dicha —replicó la duquesa.
—Creo que no es de nuestra incumbencia, madre.
—Solo espero que no prestaras atención a ninguna joven de la sala.
No me gustaría tener que rechazar una invitación tras otra a tomar el té en
casa de familias que se creen con posibilidades de emparentar con la
nuestra.
—Sinceramente, madre, creo que debería tener capacidad de decidir
quién es digno o no de mis atenciones —proclamó con relativa seguridad y
calma Alfred, pensando en Heather. ¿Qué diría su madre cuando le
confesara que estaba enamorado de la hija mediana de los Cavendish? Era
evidente que no le agradaría. Ese pensamiento y la respuesta que él mismo
se dio le dolió. El malestar se asentó en su estómago y las palabras parecían
atrancarse en su garganta.
—¿De igual forma que elegiste amistades? Permíteme que dude de
tus capacidades. Solo Dios sabe lo que hiciste con ese Benjamin en la
capital y el lugar en que dejaste a la familia. Eso por no hablar de lady
Susan Cavendish.
—No tiene derecho a…
—No hablaremos más de este tema, querido —lo cortó la duquesa
—. Será la última vez que alternas con esas personas. No quiero ni pensar
lo duras que serán mis amigas en el club de té de hoy tras saber que el
heredero de York asistió a semejante acontecimiento social —añadió la
duquesa, dando por zanjada la conversación mientras abría un abanico para
darse a sí misma algo de aire. Le avergonzaba notablemente la posición en
que su hijo la había colocado.
—Madre, yo…
—He dicho que se acabó, Alfred —sentenció de forma autoritaria la
señora de la casa.
Alfred, frustrado y enfadado cerró los puños de nuevo hasta sentir
que la sangre dejaba de fluir. Le molestaba en gran medida la forma tan
altiva que tenía su madre de creerse superior al resto de los miembros de la
comunidad. Bien era cierto que tenía un título, y que técnicamente su
posición era más ventajosa que la de la mayoría del condado, pero eso no la
convertía en mejor persona. En ese momento, Alfred encontró reprochable
el comportamiento de su madre, aunque, como siempre, se contuvo y no
dijo nada que pudiera alterar más la situación.
Puede que las cosas fueran de una manera ahora que sus padres
tenían el título; no obstante, se prometió a sí mismo, que todo daría un giro
en cuanto este le perteneciera. No sería un duque prepotente y déspota con
ínfulas de grandeza y con la necesidad de demostrar su superioridad. Sería
cercano, humilde y responsable. ¿Qué pensaría Heather de él?
Alfred adoraba a su madre, pero odiaba a la duquesa que se escondía
tras unos caros ropajes y una actitud prepotente. Odiaba que tuviera
potestad para elegir a sus amistades, a sus compañías, e incluso a su futura
esposa.
El resto de la mañana se mantuvo ocupado para no pensar en cómo
su madre había empañado el despertar más auténtico que había
experimentado desde que podía recordar.
Heather, por otro lado, tenía que lidiar con el estremecimiento. Sabía que
las expectativas de la duquesa no contaban con obsequiar a la joven
Cavendish con su mayor deseo: casarse con Alfred. La señora esperaba
emparentar a su hijo con un gran título y omitir a cualquier condado que
pudiera pretender ser más. Lo había vivido con Susan y temía que, aunque
de verdad Alfred tuviera interés en ella, también sería su terrible destino.
Sin embargo, esperaba que la buena relación que tenía con la señora le
permitiera dejar volar sus ilusiones.
A pesar de todo, Heather no podía dejar de pensar en el beso que
habían compartido y en las emociones que le transmitió. Sintió que volaba
mientras los labios de Alfred le dedicaban toda su atención. Solo
rememorarlo le provocaba un temblor en sus piernas. Apenas había probado
bocado durante el desayuno, pues una extraña sensación se había asentado
en su estómago, adueñándose de todo. Heather trató de distraerse con sus
hermanas mientas conversaba con ellas.
—Fue uno de los mejores bailes de todos los tiempos.
—Me alegro mucho de que aceptaras la invitación para asistir,
Heather. Pudimos hablar con la señorita Portman sobre su futuro enlace y
en verdad nos alegramos muchísimo por ella. Parece una joven excepcional
y espero que sea muy feliz —dijo Bella con sinceridad. Heather se sintió
conmovida por la gran empatía que su hermana estaba demostrando en ese
momento. Por norma general, Bella era bastante prejuiciosa y algo
envidiosa, y le sorprendió ver la facilidad con la que aplaudía la felicidad
ajena.
—No le hagas caso, querida hermana. Está feliz porque anoche
conoció a un caballero por el que suspiró toda la noche —chismorreó
Violet.
—¿Un caballero? ¿Qué caballero? ―preguntó Heather esperando
que su hermana no se hubiera dejado en evidencia en público.
—E incluso aceptó bailar con él cuatro piezas—añadió Violet para
agravar más la sorpresa de Heather. Mientras tanto, al otro lado de la sala,
su hermana le hacía señas con la mano para que no siguiera revelando más
detalles.
—¿Cuatro?
—¡Cállate, Violet! —gritó Bella enfurecida. Era cierto que le
encantaba chismorrear de todas las jóvenes de la sociedad, pero no le
gustaba que hablaran así de ella.
—¿Quieres hablar del tema, Bella?
—Considero que no es necesario, aunque… —Bella dejó la frase en
suspenso, tratando de hacerse la interesante y generando expectación. Era
evidente que se debatía entre compartir o no los detalles del encuentro con
sus hermanas. Mas todas se conocían y sabían que en Bella el impulso era
más intenso que la reflexión—. Se llama Edward Weston. Es un
comerciante del metal. Tiene un cabello negro como el carbón, sus ojos son
marrones oscuros y sus manos… todavía recuerdo cómo se posaron sobre
las mías.
—¿Has escuchado, hermana? Tiene unas manos fuertes y poderosas
—dijo Violet burlándose de las emociones exaltadas de Bella.
—Yo no he dicho «fuertes y poderosas» pero sí es cierto que
llamaron mi atención. Además, tiene facilidad para la palabra y sus modales
son correctos.
—Desde luego, todo lo que tú siempre has admirado en un joven —
indicó Violet con ironía. Las preferencias de su hermana menor por los
caballeros eran de sobra conocidas en la propiedad Cavendish. Prefería
alguien que la enamorara en un suspiro antes de que la aburriera con una
conversación. Heather sospechaba que había ocurrido algo más para
embelesar tanto a Bella, pero no quiso indagar en el tema. Solo ella era
conocedora de sus secretos, y mientras no quisiera contarlos y no
comprometieran a la familia dejaría que siguieran siendo solo suyos.
—¿Y qué tal fue para ti la velada, Heather? ¿Disfrutaste?
Aquella pregunta provocó que Heather se ruborizara de inmediato.
¿Acaso sus hermanas habían detectado alguna cosa inusual? ¿Habrían sido
testigos del beso? ¿O de los bailes compartidos con Alfred? No. Eso era
imposible, pues habría sido lo primero por lo que le habrían preguntado al
reunirse tras comenzar la mañana.
—No hay mucho que contar —mintió Heather tratando de aparentar
normalidad, aunque su corazón se aceleró con solo recordar los labios de
Alfred y sus manos sobre ella—. Acepté algunos bailes, descansé, bailé un
poco más y conversé con algunas personas. Una noche totalmente normal.
—Es una pena que nadie te mostrara sus atenciones. No obstante, el
atuendo que elegiste para la velada no era el más favorecedor, ya te lo
comentamos antes de salir de casa.
—No quería llamar la atención.
—Ese es tu problema. Te sientes más cómoda en tu diminuta sala de
música o en tu jardín que en las salas de baile. Algún día tendrás que
escoger marido y te faltarán candidatos si no has cultivado antes las
oportunidades necesarias —indicó Violet con seguridad, tratando de hacer
despertar a su hermana de la indiferencia romántica en la que parecía vivir.
Le dolía saber que había cerrado las puertas al amor por no poder conseguir
a Alfred.
—Es una analogía perfecta, querida hermana —apoyó Bella a su
hermana.
—Ya os dije que no estoy interesada en el matrimonio.
—¿Y Alfred qué opina al respecto? —preguntó Violet causando una
ligera conmoción en su hermana. Por un instante, la mirada perdida de
Heather se alteró y regresó a su hermana, quien le contemplaba orgullosa de
sí misma desde su sitio. Había dado en el blanco. La conversación se
pondría interesante.
—No entiendo qué tiene que ver Alfred en esto —mintió de nuevo.
No era una persona propensa a los embustes, pero, con sus hermanas, su
supervivencia emocional clamaba por erigir una pared hecha de mentiras.
Dio gracias a que sus hermanas estuvieron tan ocupadas disfrutando de la
compañía de otros caballeros durante la velada, que ni siquiera habían
apreciado que bailó en repetidas ocasiones con Alfred. Ver que no la habían
descubierto la hizo sentirse aliviada.
—Se rumorea que su madre también lo está presionando para que
encuentre una esposa esta temporada —siguió presionando Violet.
—Todas sabemos que no es ningún rumor. Además, su madre se
encargó de dejarlo claro en la cena que celebramos aquí. Su propósito es
desposar a su hijo para asegurar el futuro del ducado y sus relaciones
sociales —añadió Bella sin llegar a comprender por qué su hermana decía
una obviedad como esa.
—Es lo correcto, sí —aceptó Heather con resignación al escuchar a
su hermana menor. Era una verdad que se había gritado voces en
innumerables ocasiones, pero que le resultó dura de encajar cuando sus
hermanas también la recalcaron.
—¿Y no piensas entrometerte en sus planes? —presionó una vez
más la joven. No podía creer cómo su hermana se mostraba tan impasible
ante las fuerzas que trataban de separarla de su destino—. Quizá si pensaras
en tu propia felicidad en lugar de…
En ese instante, Heather Cavendish decidió que ya había tenido
suficiente. Se levantó de forma estridente de la silla y golpeó la mesa con la
servilleta, provocando que varios cubiertos resonaran al chocar entre ellos.
Miró con una sentencia firme en los ojos a sus hermanas y se marchó
dejándolas con la palabra en la boca.
—Heather, disculpa. No quería… —trató de disculparse Violet
mientras su hermana mayor abandonaba el comedor para regresar a su
preciada sala de música.
Desde la partida de Charlotte y Susan todos los ataques de sus
hermanas se centraban en ella. Mientras dejaba que sus manos se
desplazaran sobre las teclas blancas y negras, que presionó con demasiada
fuerza, no podía dejar de pensar en lo inoportunas que eran. Había vivido
una de las noches más inolvidables de su vida y una sola conversación
había sido suficiente para… ¿De verdad habían sido ellas quienes habían
matado esa ilusión o era ella, inconscientemente, la que saboteaba su propia
felicidad?
Trató de centrarse en su música, pero los recuerdos la interrumpían
una y otra vez, al igual que el enfado. ¿Por qué era incapaz de saborear el
momento vivido? ¿Por qué su corazón no se dedicaba solo a regocijarse por
ese beso en lugar de dejar que las dudas camparan a sus anchas? Le dolía el
corazón. Mucho. Quería ver a Alfred. Necesitaba ver a Alfred.
Nunca había sido una persona valiente, mas, después de terminar de
expulsar el último ápice de tristeza de su cuerpo tras las insinuaciones de
sus hermanas, cerró el piano y cogió un chal antes de salir de la casa rumbo
a su destino. No sabía si Alfred estaría en su casa o si estaría ausente para
cumplir con sus quehaceres. Solo sabía que necesitaba verlo con urgencia.
Necesitaba aclarar lo que fuera que estuviera pasando entre ellos, no solo
por el bien de sus sentimientos sino por su propia cordura. Necesitaba saber
si el beso había significado tanto para él como para ella. Necesitaba que le
dijera que no era la única que apenas dormía por las noches pensando en lo
que podría ser.
El destino quiso que los caminos de los dos jóvenes se cruzaran en
un lugar intermedio. Alfred, quien había huido de la casa frustrado por no
poder enfrentar a su madre, y tratando de aferrarse al calor y al recuerdo de
Heather en sus brazos, había recurrido a su caballo para liberar la tensión
con una gran carrera. La joven se quedó paralizada cuando su enamorado
llegó hasta ella y desmontó varios metros por delante. Ambos se miraron en
silencio.
Alfred no esperaba encontrarse con Heather en el camino hacia su
casa. Su corazón latía desbocado, pero, al verla allí con su larga cabellera al
viento, mientras algunos mechones tapaban su rostro, se sintió obnubilado.
Era una estampa inolvidable. Tan delicada como una pieza única de
porcelana. Había ansiado encontrarse con ella durante toda la mañana y
poder conversar con tranquilidad acerca de lo ocurrido la noche anterior.
Parecía serena, ella siempre lo parecía. Aunque, en realidad, Heather sentía
que estaba a punto de desmayarse. Alfred había aparecido cual caballero de
novela sobre su corcel, y ahora la observaba como si no existiera nadie más
en el mundo. ¿De verdad era así?
—Buenos días… Heather —saludó Alfred dando varios pasos al
frente para acercarse. Esperaba, con todo su corazón, saber qué hacía la
joven en ese lugar, saber si también había ido en su busca y si de verdad
estaría rememorando su encuentro anterior. Demasiadas preguntas.
Demasiadas expectativas. Demasiada emoción para Alfred.
—Buenos días, Alfred —respondió ella con una gran sonrisa en el
rostro y un brillo tan especial en su mirada que Alfred solo pudo encontrar
adorable. A pesar de la sencillez de su atuendo, estaba espléndida aquella
mañana. Era precisamente esa naturalidad lo que siempre había admirado
en ella. No necesitaba grandes vestidos, ni caros tocados, para resultar
digna de admiración. Su corazón era suficiente.
—¿Se dirige hacia algún sitio en particular? Quizá pueda
acompañarla —sugirió Alfred con la gran esperanza de que ella revelara
que, en verdad, había ido a buscarlo a él.
—En realidad… lo buscaba a usted.
La inesperada valentía de Heather chocó con las esperanzas
cumplidas de él. El corazón de la joven latía con tanta fuerza que era
imposible que nadie más lo escuchara. Nunca había dicho algo con tanta
seguridad ni convencimiento, y menos, a él. Le estaba abriendo una puerta
y Alfred se sentía dichoso. Mientras tanto, Heather se preguntaba qué
ocurriría después. Había puesto su corazón e ilusiones en la mano de
Alfred, solo esperaba no estar cometiendo un error al interpretar su
encuentro anterior.
—En ese caso le confesaré que yo también la estaba buscando.
—¿De verdad? —preguntó la joven incrédula, sintiendo cómo el
rubor ascendía por sus mejillas y el calor comenzaba a asfixiarla. Al parecer
no hacía falta que él la tocara. Sus simples palabras eran suficientes para
causar un gran impacto en ella.
—Sí, verá, me gustaría poder hablar de lo que ocurrió anoche.
¿Sería algo bueno o deseaba confesar que había sido un error?
Heather no podía más con la incertidumbre.
—Lo escucho —dijo Heather sintiendo cómo la valentía y la
frustración que la habían impulsado a salir de su casa se quedaban por el
camino. Esperó temblorosa su comentario.
—Si… claro… En verdad no sabría por dónde comenzar, si le soy
sincero. A-anoche nos b-besamos…
—Sí, es cierto.
—Y me encantaría saber qué opina al respecto: si le pareció bien,
fuera de lugar o si me odiará por el resto de su vida por haberla ofendido de
una manera tan grave. —Alfred comenzó a sentirse más nervioso de lo
esperado al contemplar cómo ella se quedaba inmóvil ante sus palabras.
¿Acaso estaba loco por mencionar el tema del beso? Si ella no había salido
en su busca para hablar de eso, ¿qué era lo que quería hablar con él? ¿Había
malinterpretado tanto las señales? No pudo evitar divagar y hablar más
rápido de lo que debiera—. Soy consciente de que no debería de haberla
besado sin su permiso, y que ha sido algo que bien podría considerar
tachable.
Heather se sintió conmovida por la forma tan errática de hablar de
Alfred. Dio varios pasos al frente y este detalle puso más nervioso a Alfred,
quien pensó que la joven estaba sintiendo lástima por él.
—Yo… —trató de decir ella, aunque fue interrumpida.
—Siento muchísimo la ofensa, de verdad. No se volverá a repetir…
—dijo Alfred provocando que el corazón de Heather se detuviera. Por
supuesto que él deseaba repetir una y mil veces más aquel beso, pero la
reputación de Heather primaba por encima de todo, y si lo había encontrado
censurable, poco podría hacer. Ella, por su parte, no podía dar crédito a la
buena voluntad de él. Apreció un brillo avergonzado en sus ojos y se sintió
abatida cuando él les negó la posibilidad de convertirse en algo más. ¿Qué
significaba aquello?—, si usted no lo desea.
—Muchas gracias por sus palabras, Alfred —Heather estaba
experimentando toda una ráfaga de emociones contradictorias, aunque
encontró esperanza en esa última aportación de él. Cuando advirtió que sus
ojos de se habían quedado fijos en el suelo, expectantes y sin ser capaces de
centrarse en ella, supo que tenía el destino de ambos en sus propias manos.
Una responsabilidad que no había pedido, pero que le emocionaba al mismo
tiempo. ¡Qué complejo era el amor!—. No puedo negar que nuestro beso de
anoche fue toda una sorpresa para mí…
—Sería totalmente comprensible que me odiara…
—Sin embargo, deseé ese beso tanto como usted —confesó con su
corazón en la mano y los ojos llenos de luz. Había llegado el momento de
confesar sus sentimientos. En su mente no paraba de escuchar las
recomendaciones de todas sus hermanas de que evidenciara sus
sentimientos, al mismo tiempo que luchaba contra sus propias
inseguridades. Pero, al fin, en esa bendita ocasión, el valor triunfó. Prefería
saber si tenía posibilidades con el amor de su vida o si solo se trataba de
una pretensión vacía. En unos instantes lo sabría.
Capítulo 9
Alfred permaneció con la mirada en el suelo mientras procesaba todas las
palabras de la joven que tenía frente a él. Él no era gallardo, y solo
Benjamin sabía que la única vez que se había entrometido en los
sentimientos ajenos había sido para interceder por él con respecto a su
felicidad con Susan. Allí, escuchando las palabras de Heather, no se sentía
merecedor de sus atenciones y por eso apreciaba el valor que ella había
tomado para decir aquello.
—Disfruté mucho de nuestro baile privado, de nuestras
conversaciones, de su contacto y, por supuesto, de nuestro beso. Puede que
no sea lo más apropiado, pero no puedo evitarlo.
Esa última frase fue suficiente para causar al fin una reacción en
Alfred, quien terminó de romper la distancia que los separaba y capturó sus
labios con un intenso beso. Ella tardó en reaccionar y procesar el rápido
rumbo que había tomado la situación. Posó las manos sobre la cintura de
Alfred y le animó a profundizar su abrazo. Él no pudo reprimir su alegría
cuando percibió el entusiasmo de ella y afianzó el beso.
Las manos de Alfred pronto viajaron de un lado a otro por el cuerpo
de la joven. Recorriendo con esmero su rostro, bajando con delicadeza por
su cuello, acercando su cuerpo al tomarla por los hombros, provocándole
cosquillas al descender por su torso. Ella no pudo evitar sonreír. Sus labios
se separaron durante un instante para coger un poco de aire, pero él no tardó
mucho en capturarlos de nuevo. No podía dejar de beber de ellos. De
sentirla cerca.
Heather, por su parte, sentía que sus piernas apenas eran capaces de
sostenerla y cuando sintió que le fallaban, la fuerza de los brazos del
caballero, que le estaba dedicando su plena atención, la sostuvieron. Le
faltaba el aire y sentía que su corazón estaba cinco veces más acelerado de
lo normal. Sin embargo, era su cuerpo el que la preocupaba. Había
comenzado a arder de una forma descontrolada allá por donde las manos de
Alfred pasaban. Algo la estaba asfixiando y el gran dilema entre coger aire
y perder el contacto de Alfred cobró forma. Prefería morir asfixiada a
abandonar sus labios, así que cedió a la pasión inesperada que su cuerpo
estaba experimentando.
Los dos fueron conscientes de la envergadura de la promesa que
estaban haciendo en secreto al dejar que sus labios se dedicaran a
explorarse, y permitir que sus lenguas saborearan la miel del triunfo. Alfred
necesitaba aclarar ciertos temas con ella antes de que su relación avanzara
al nivel que él deseaba. Por ello, y con todo el dolor de su corazón, se
separó de sus labios y colocó su frente sobre la de ella, permitiendo que
ambos respiraran de nuevo.
—No puedo creer que esto sea cierto, Heather. Mi corazón no es
capaz de discernir si es un sueño o si está ocurriendo de verdad. Deme una
señal de que no estoy todavía adormecido en mi dormitorio —dijo tomando
su pecho con la mano.
—Creo que el mío se detuvo en el instante en que lo vi montado
sobre su caballo —confesó ella tras ganarse un tierno beso de él en cada
mejilla. Aquel gesto le pareció tierno.
—¿De verdad es cierto esto que nos está pasando? —preguntó de
nuevo Alfred, incapaz de resistirse a besar los labios de ella.
—Sabe que no soy hábil en las conversaciones que versan sobre
sentimientos, pero trataré de ser lo más sincera posible.
—Sinceridad. Lo mismo recibirá de mí, Heather —contestó eufórico
el joven.
—Mi corazón comenzó a verlo de forma diferente hace muchos
años. Antes incluso de su partida a Londres. Lo eché en falta cada día que
pasaba y solo deseaba poder conocer sus progresos a través de las cartas
que le escribía a mi hermana.
—¿Tanto tiempo? —preguntó sorprendido. ¿Cómo era posible que
no se hubiera dado cuenta de que ella estaba interesada en él?
—Tanto que el recuerdo se ha desdibujado en mi mente.
—Oh, Heather. Suspiro por usted desde la primera vez que la
escuché tocar el piano, siendo apenas unos niños. Su música creó un
vínculo tan fuerte con mi corazón que su rostro se presentaba de imprevisto
cada noche durante mis sueños.
—¿La primera vez que me escuchó tocar? Eso fue hace mucho
tiempo.
—Demasiado —reconoció él tomando un mechón de su cabello que
estaba empeñado en ocultar el rostro de la joven a causa del viento, para
luego ponerlo detrás de su oreja—. Siento haber tardado tanto en confesarle
mis sentimientos, pero anoche no pude reprimirme. Estaba especialmente
deslumbrante y después de nuestro baile… pensé que nuestros corazones se
habían entendido por fin.
—Lo hicieron. Soy incapaz de olvidar cómo me abrazó en privado y
dejó que nuestros cuerpos se mecieran juntos. Su corazón latía tan fuerte
que me sorprendió que siguiera vivo.
—Late así por usted, Heather. Solo por usted, quiero que lo sepa.
—¡Oh, Alfred! ¡No puedo creer nada de esto! —confesó ella
rompiendo a llorar de pura emoción. Finalmente, sus fantasías de un futuro
juntos se convertían en realidad frente a sus ojos. Él capturó sus lágrimas
con las yemas de sus dedos. No quería verla llorar frente a él, y menos saber
que él era el artífice de todo.
—Siento mucho que mi timidez nos haya impedido confesar antes
nuestros sentimientos —confesó Alfred con tono alicaído. ¡Cuánto tiempo
perdido y cuántos miedos cultivados!
—No puede echarse la culpa de todo. Yo también…
—Pero se presupone que el caballero debe ser quien propicie este
tipo de confesiones —la cortó él, impidiendo que Heather continuara
culpándose—. Nunca tendré besos suficientes para devolverle todos
aquellos que el tiempo nos ha robado.
—Ahora tenemos ese tiempo.
Heather cogió impulso y, tomando a Alfred por las solapas de su
chaqueta, lo aproximó a ella para unir sus labios de nuevo. Había algo
íntimo naciendo de su contacto. Algo que Heather no supo convertir en
palabras, pero sabía que era sincero, auténtico y real.
Tras dejar que sus labios y sus manos se encontraran una y otra vez
en sus cuerpos y de compartir las confesiones que retenían en su corazón y
en sus recuerdos, los jóvenes amantes caminaron el uno junto al otro,
acompañados por el caballo de Alfred. Este habría deseado subir a la joven
a lomos de su corcel para desaparecer juntos del mundo, pero sabía de la
aversión que le tenía a los caballos y no quería molestarla. Nunca haría
nada que rompiera tan espléndido momento.
En varias ocasiones más, los pasos de la pareja se detuvieron para
encontrar descanso en los labios del otro. Estaban cerca de la propiedad de
ella y apenas a dos yardas de distancia se encontraba la entrada principal
donde su privacidad se rompería. Alargaron la despedida todo cuanto
pudieron, pero la hora del almuerzo era algo ineludible y Alfred lo sabía.
Ambos se despidieron con ilusión, pasión y algo de tristeza. Aquella
mañana se quedaría por siempre en sus corazones, y sus labios, rojos
todavía por la intensidad de sus besos, ya se estaban echando de menos aun
cuando sus cuerpos todavía se tocaban.
Heather fue la responsable de dar el primer paso para retirarse. Se
dio varias veces la vuelta de camino a la entrada, dedicando grandes saludos
al joven que la contemplaba admirado desde lo alto de la colina,
respondiendo con fervor a su despedida. Amaba a aquella joven. La amaba
con todo su corazón, y su dicha al saber que sus sentimientos eran
correspondidos solo lo impulsaban más a no abandonarla. A proponerle
matrimonio en el centro de aquel verde prado y a sellar sus destinos para
siempre. No estaba seguro de si ella aceptaría. Rezó a Dios para que así
fuera, pero sabía que no era el momento adecuado para pedírselo. Sin
embargo, sus intenciones para con ella eran honestas, y así se lo haría saber
llegado el momento.
Heather, por otro lado, se tropezó en varias ocasiones de camino a la
entrada de su casa, siendo incapaz de coordinar sus pasos. Daba saltos,
giraba y saltaba de nuevo. No podía dejar de sonreír y su mano continuaba
puesta sobre su corazón. ¿Acaso podía ser merecedora de tanta felicidad?
¿Tantos años suspirando por Alfred y amándolo en secreto, y en realidad, él
sentía lo mismo? ¿Cómo no había visto ninguna señal? Porque la confesión
que le había hecho a Alfred era certera: ella no era versada en sentimientos,
ni tampoco habilidosa en las conversaciones sobre los mismos. Fuera lo que
fuera, tenía la respuesta a las dudas que la habían carcomido durante años.
Alfred también estaba enamorado de ella.
Al llegar a casa trató de serenarse. Todavía recordaba cómo se había
marchado de la sala de música totalmente enfadada con sus hermanas. Si la
veían aparecer en ese estado de excitación, se preguntarían qué había
cambiado y ella no estaba preparada, ni deseaba hablar de lo ocurrido. Sería
su secreto. Tenía derecho a tener un uno. No podía creer cómo todo su
mundo podía cambiar en apenas unas horas.
Como había esperado, la mesa y los comensales ya estaban
dispuestos y esperando su llegada. El señor Cavendish parecía un tanto
molesto por la tardanza de su hija. Era un hombre muy riguroso con las
rutinas y deseaba tomar el almuerzo siempre a la misma hora. Heather se
disculpó, se sentó junto a él y esperó a que sirvieran la comida.
Apenas habían terminado el primer plato cuando la puerta del
comedor se abrió de golpe y el mayordomo de la casa anunció la llegada de
un inesperado visitante.
—Señor Cavendish, el joven Alfred York se encuentra aquí.
—¿Alfred? —preguntó el conde dejando sobre la mesa la servilleta
que llevaba en el regazo, no sin antes limpiarse los labios de cualquier resto
de comida. Extrañado miró a su hombre de confianza y le hizo un gesto
para que lo hiciera pasar. Después, se puso en pie para recibirlo.
Heather se quedó suspendida en el tiempo al ver la figura de Alfred
cruzar el umbral de la puerta del comedor con el aliento entrecortado. No
pudo evitar mirarlo con intensidad. Estaba más hermoso que nunca. Su
cabello estaba despeinado, seguramente causado por la velocidad del viento
al galopar. Sus ojos la buscaron durante una fracción de segundo al echar un
vistazo a todos los presentes en la sala, pero retiró de inmediato la mirada.
—Alfred, ¡qué inesperada visita! No recordaba haberle invitado a
almorzar en nuestra casa —dijo el señor Cavendish, más como si hubiera
tenido un despiste que como un reproche por su inapropiada visita.
—No, señor Cavendish. Su memoria no le falla, se lo aseguro.
Estaba dando un paseo cerca de su propiedad cuando mi caballo se ha
caído, y creo que se siente incapaz de seguir su camino.
—¿Se ha hecho daño, joven? —preguntó el padre de Heather
asustado. No aceptaría que el futuro duque de York se hubiera lastimado en
su propiedad
—Por suerte no, pero no tengo medio para regresar a casa y me
preguntaba si…
—No se hable más. Quédese a almorzar con nosotros y después de
descansar, puede regresar a su casa en nuestra calesa.
—No es necesario, señor Cavendish —rechazó con humildad
Alfred. En realidad, no había pensado qué diría o qué podría ocurrir una vez
que irrumpiera en esa casa. Estaba mintiendo descaradamente al mejor
amigo de sus padres solo para pasar más tiempo con su hija. No había
podido regresar a casa. Una fuerza poderosa lo había impulsado a seguir los
pasos de la joven y estar junto a ella. Una fuerza que había puesto en riesgo
su cordura.
—No diga tonterías. Bien sabe que su madre podría decapitarme
públicamente si no le doy asilo en mi casa. Además, no supone una
molestia tan grande compartir nuestra mesa, ¿verdad, hijas mías?
—No hay problema, señor York. Apenas hemos terminado el primer
plato —corroboró Violet viendo cómo su hermana mayor trataba de
disimular una sonrisa.
—En efecto —afirmó Heather entusiasmada, tratando de mostrarse
imperturbable.
—Tome asiento entonces.
Con esa última indicación, Alfred tomó asiento junto a Bella y
continuaron con la comida. A Alfred se le ofreció tomar el primer plato,
pero no quería retrasar al resto de los comensales y prefirió continuar con el
segundo plato.
—Dígame, joven, ¿ha pensado en regresar a Londres para continuar
con su formación?
—Es una gran pregunta, señor Cavendish. En verdad, todavía no he
decidido si deseo prolongar mi estancia en la capital. Desde mi regreso hace
un año me siento más cómodo con la sencillez del campo. Londres está
llena de ruido, personas maleducadas y, para mi gusto, muy abarrotada.
—Sin duda, la capital estará llena de entretenimiento y diversión,
pero no hay nada comparable a la vida social aquí presente —comentó el
conde.
—Padre, seguro que Londres permite disfrutar de más círculos
sociales. Nuestras posibilidades aquí están más limitadas —interrumpió
Violet aportando, para sorpresa de Heather, cierta sensatez. Aunque
sospechaba que esa sensatez estaba motivada por su deseo de ver mundo y
conocer a nuevos caballeros que no tuvieran unas miras tan pueblerinas.
—Desde luego. Me refería a la autenticidad de las relaciones más
que a la cantidad de las mismas ―aclaró el conde para todos los presentes.
Para el caballero, juicioso y racional, era más importante la calidad de las
personas que la cantidad de contacto con estas.
—De eso no tengo duda, señor Cavendish. Nuestra comunidad tiene
algo que se filtra en nuestro corazón y nos obliga a regresar siempre —dijo
Alfred teniendo en mente a una sola persona. Él había regresado a casa por
ella. Solo por ella. Heather.
Esas palabras impactaron de lleno en una expectante Heather, que se
había mantenido silenciosa durante la conversación. Alfred se giró
tímidamente para dedicarle una fugaz sonrisa, pues no quería que el resto de
los comensales advirtieran sus preferencias. Por dentro, Heather estaba
temblando de emoción. No sabía qué había impulsado a Alfred a irrumpir
de esa forma en su casa, pero se alegraba en gran medida porque lo había
echado de menos en la escasa media hora que habían pasado separados. Él,
por su parte, trataba de disimular y refrenar las ganas que tenía de acercarse
a ella.
La comida se dio por terminada y las hermanas menores de Heather
se retiraron a su habitación para descansar. El señor Cavendish se quedó un
rato más junto a su hija y su invitado sorpresa hablando de los grandes
beneficios que aportaba la construcción de unas nuevas fábricas cerca de la
comunidad. Heather se mantenía atenta a la conversación, aunque no tenía
ningún interés en participar. Solo deseaba escuchar el conocimiento que
destilaba la persona a la que amaba.
—Me parece una sabia decisión que no desee regresar a la capital,
joven. Seguro que su madre se encuentra más tranquila desde que ha
regresado.
—Sí, mi madre me suplicó la temporada pasada que regresara.
Quería que conociera los entresijos de la propiedad —mintió Alfred para su
vergüenza. Era cierto que su madre le había suplicado que regresara, pero
no para encargarse de las propiedades sino para encontrarle una esposa.
Había fracasado estrepitosamente en sus intentos y él se había encargado de
boicotear cada una de las oportunidades que la duquesa había organizado
con familias de buena posición. No podía declarar a los cuatro vientos su
amor por Heather, y por ello su madre no comprendía que su corazón ya
tenía una dueña y que no era necesario encontrar una sustituta. Allí, sentado
en el salón con una copa de coñac en la mano, admiró las mejillas
sonrosadas y la tez pálida de un ángel hecho carne. ¿Cómo podría pensar su
madre que estaría dispuesto a sustituirla por otra mujer? Su compromiso
con Heather no podía ser más fuerte.
—Por supuesto, llegará un día en que será el duque y tendrá que
ocuparse de todo. Demos gracias al cielo que sus padres lo han instruido
bien, aunque algo me dice que será un señor más caritativo que tus
predecesores.
—¡Padreee! —amonestó Heather con una advertencia—. No me
parece adecuado que hable así de los duques.
—Está bien, está bien. Quizá el vino de la comida me ha nublado los
sentidos y ha soltado mi lengua como una serpiente. Le pido disculpas,
Alfred.
—No hay por qué disculparse. Reconozco que mis planes de futuro
para el ducado son muy distintos a los que han proyectado mis padres.
—¿En qué sentido?
—En todos —respondió dando un sorbo de su coñac y dedicando
una mirada a Heather. Ella era el sentido que lo cambiaría todo. Por ella
estaba dispuesta a hacer todo.
—Bueno, hasta que llegue ese día será mejor que me retire para
descansar como han hecho mis hijas. Siempre será bien recibido en esta
casa. No olvide enviar recuerdos a sus padres.
—Por supuesto, señor Cavendish —indicó Alfred mientras él y
Heather eran testigos de cómo el conde se levantaba con ligera dificultad
del sillón para dirigirse a la salida.
—Adiós, padre.
Cuando la puerta se cerró los jóvenes amantes se miraron en silencio
durante un rato. Alfred se echó a reír y Heather le siguió.
—Sé que ha sido algo impulsivo, temerario e incluso infantil, pero
no he podido evitarlo. No podía marcharme. Pensar que iba a pasar tantas
horas sin usted…
—Me alegro de…
Heather no pudo terminar la frase porque Alfred se había levantado
del sillón frente a ella para romper los escasos pies de distancia que los
separaban y se había puesto de rodillas para tomar las manos de ella entre
las suyas.
—Lo he dicho en serio. Esta comunidad y su gente tienen algo tan
especial que se queda anclado en el corazón como un gran árbol con fuertes
raíces.
—Alfred… aquí no podemos —trató de decir la joven cuando las
manos de él comenzaron a pasear entretenidas por sus brazos y sus frentes
se encontraron. El calor regresó a ella proponiendo un juego demasiado
atrevido. Él se dejó llevar. Le ofreció la mano para que se levantara y, con
cuidado, la llevó hasta a una de las esquinas más alejadas de la puerta. Y
cuando ella se dio la vuelta para enfrentarlo, él tomó su rostro y le robó el
beso que tanto había deseado.
Se besaron con deseo, dedicándose caricias sin importar que la
puerta pudiera ofrecerles una exposición a la censura. Sus manos habían
creado un juego atrevido para conocerse, encontrando y respetando ciertos
límites.
—Me encantaría darle el mundo, Heather.
—Usted es mi mundo entero, Alfred.
No hizo falta nada más para terminar de eliminar la escasa cordura
que trataban de mantener a flote en esa sala de estar. Sus pasos los llevaron
hasta la pared contra la que ella quedó de espaldas mientras él rodeaba su
cuerpo con pasión, afianzando su abrazo y profundizando el juego de sus
lenguas. Sus corazones, presos de la pasión, latían al unísono en una danza
que solo el placer podía comprender. Sus ojos, cerrados y extasiados,
trataban de memorizar cada detalle de su piel en su memoria como si fuera
un tesoro. Sus labios se deseaban tanto como una persona necesitada de
agua en mitad del desierto. Ellos eran la cura del uno para el otro.
Alfred separó ligeramente los labios, provocando un gemido de
reproche en Heather por el abandono de su amante, pero cuando los labios
de él descendieron por su cuello hasta encontrar un nuevo escondite donde
entretenerse, lo perdonó al instante. Sentía cómo sus labios ardían,
hinchados por los besos mientras permanecía con los ojos cerrados
dejándose llevar por el momento. Aquello era lo más escandaloso que había
hecho nunca. Ella, que siempre se regía por la rectitud y la sensatez, era
ahora un cúmulo de sentimientos desbordados incapaz de recapitular y que
se resumían en una experiencia inolvidable.
—Algún día, su olor a lirios hará que pierda la cabeza.
—Compro lirios desde que me los regaló.
—Se los regalaré cada día desde hoy si le complace.
—Me complacen más sus besos y sus caricias.
—Esas son suyas por derecho, no tengo que prometerle nada.
Siempre serán suyas.
Pronto Heather comenzó a advertir que un calor muy diferente había
comenzado a brotar de su zona íntima. Esa misma zona que siempre le
causaba pudor ahora estaba gritando asfixiada. ¿Qué significaba aquello?
No era del todo ingenua. Algo había aprendido de sus hermanas con
relación a los hombres. No mucho, era cierto, mas su madre no había estado
presente para relatarle las intimidades carnales que un hombre y una mujer
podían compartir. Sabía que el hombre y la mujer necesitaban fusionarse
para procrear, pero no podía comprender cómo tal dicha podía ser
reprendida socialmente si en verdad era tan placentera.
De repente, alguien tocó a la puerta, y como si se tratase de la
misma peste ellos se separaron de forma brusca hasta ocupar lugares
extremos separados en la sala. Heather se dio la vuelta para que la persona
al otro lado, en caso de entrar, no apreciara cómo sus labios habían doblado
su tamaño fruto de la pasión que se había vivido en la sala. Alfred, por otro
lado, recolocó con rapidez sus ropajes, que se habían desmontado por la
fuerza con la que Heather le había agarrado, y se preparó para lo que estaba
por venir.
—Señorita Cavendish, señor York, ¿les gustaría disponer del jardín
para tomar un tentempié?
Capítulo 10
Heather y Alfred se miraron sin poder evitar soltar una risa por la reacción
tan precipitada aunque necesaria que habían tenido. La doncella no había
llegado a entrar en la sala, a pesar de que sabía que estaban solos y que no
era prudente que se hallaran sin una carabina dado que ambos eran personas
solteras y sin compromiso. Heather lo achacó a la naturalidad con la que
Alfred se había infiltrado en la familia Cavendish, gracias a las relaciones
entre sus padres y su vínculo con Susan. Las doncellas lo verían algo
común y habrían aceptado su presencia sin preguntas. ¿Sería en verdad así?
Fuera como fuese, Heather se alegró de que nadie la hubiera visto en esas
condiciones y conforme la voz de la doncella se perdió por el pasillo, ella
regresó de nuevo a estrechar a Alfred entre sus brazos y retomar su asunto
sin resolver.
Así transcurrieron los siguientes minutos hasta que la doncella
volvió a interrumpir, obligándolos a salir de su escondite personal y ocupar
dos sillas en el exterior de la propiedad. Ese día estaba nublado, por lo que
apenas les molestaría el sol. No podían dejar de mirarse, como si de dos
niños pequeños con un gran secreto se tratase. En aquel momento, Heather
era la joven más feliz de la Tierra y Alfred, el caballero más afortunado.
—¿Sabe?, no me importaría jugar al criquet —intervino él,
aportando un tono divertido a la conversación que estaban manteniendo
sobre jardinería. No era un gran aficionado al oficio, pero había halagado la
plantación de campánulas de la joven y ello había desencadenado en una
interesante y enriquecedora conversación sobre botánica. Tenía otro tipo de
entretenimiento en mente, pero desde luego no era apropiado.
—¿Al criquet? —preguntó extrañada. No tenía la costumbre de
jugar debido a la competitividad que sus hermanas demostraban al
practicarlo. Se sentía abrumada y desesperada.
—Sí. Si mal no recuerdo me contó hace unos días que había
disfrutado de animadas partidas de criquet —dijo él con pillería y una
radiante sonrisa.
—Y como bien tuvo a tino asegurar: también era una sarta de
mentiras.
—Mentiras o no, encuentro divertido dicho deporte y creo que sería
interesante plantear una partida cuando sus hermanas hayan descansado.
Seguro que se animan a participar.
—Eso puedo garantizarlo. Aunque no puedo asegurar que le dejen
ganar.
—¿Y si soy yo quien las deja ganar a ellas? ―preguntó Alfred
fingiendo estar ofendido por la falta de confianza de la joven en sus
habilidades.
—Alfred, conozco a mis hermanas tanto como a mí misma, y puedo
asegurarle que nunca, en toda su vida, han dejado ganar a nadie. Bella y
Violet son demasiado…
—Competitivas.
—Iba a decir intensas.
—Intensos son sus labios cuando la beso —dijo él sin poder
reprimirse.
—¡Alfred! Por favor, no me provoque.
—Yo no tengo la culpa de estar sentado a escasos pasos de la
criatura más encantadora del mundo y no poder tocarla —susurró con
atrevimiento, inclinándose hacia ella para poder tomar su mano.
―Yo preferiría que me tocara, pero… ―declaró ella en voz baja
mientras dejaba que la mano de él comenzara a acariciar de nuevo la suya.
Era una sensación que, aunque ya había sentido en otras ocasiones, parecía
tan íntima y especial como la primera vez. Lo miró a los ojos.
―Dígame que pare ―pidió Alfred esperando que no lo hiciera. No
podría soltarla jamás.
―Nunca podría ―respondió la joven con los ojos brillantes por la
ilusión y el amor. Era sensacional.
—¡Heatherrrr, Alffreeddd! —gritaron dos voces al unísono
procedentes de la puerta trasera de la casa. Bella y Violet se aproximaban
con sus pequeñas sombrillas hacia ellos. Alfred se puso en pie para
esperarlas.
—Violet, Bella. Justo estaba proponiendo a vuestra hermana el
poder ocupar nuestra tarde con una partida de criquet.
—Eso sería estupendo, Alfred —respondió Bella entusiasmada ante
la propuesta—. Espero que Susan te enseñara, porque recuerdo que la
última vez que jugamos tus habilidades eran un tanto nefastas.
—Sí, es cierto que Susan tenía talento para este deporte, pero
dejadme compartir un secreto con vosotras: Londres tiene muchos
entretenimientos. Quizá mi destreza haya mejorado —dijo Alfred con tono
divertido. Aunque despertó una carcajada entre las presentes de menor
edad, Heather sintió algo muy diferente por dentro. Susan. Londres.
Entretenimientos. Tres palabras que no la dejarían descansar ni disfrutar el
resto de la velada.
—Ella nos enseñó todo lo que sabe, así que esperamos que sea un
digno contrincante —afirmó Bella.
—Heather, ¿te animas a jugar? Seguro que disfrutas viendo cómo
ganamos a Alfred —se dirigió a su hermana, antes girarse para replicarle a
Alfred—: No se lo tome a mal, nos encanta este deporte.
—Por supuesto, Violet.
—Excelente, avisaré a la doncella para que nos traiga todo lo
necesario. Bella, ¿me acompañas?
Las dos hermanas desaparecieron tan rápido como habían llegado.
Heather no pudo evitar anclar la mirada en sus zapatos. No le importaba el
estado de los mismos, sino que no estaba preparada para mirar a Alfred.
¿Por qué? La conversación con sus hermanas y las palabras del joven le
habían arrebatado la alegría de inmediato. Londres y sus divertimentos
perjudicaban la tímida visión que Heather siempre había mantenido de
Alfred. Conocía algunas de sus aventuras, pero la viveza de sus besos y la
facilidad para entregarle cuanto ella necesitaba de los mismos dejaba
entreabierta una puerta a su pasado que no deseaba traspasar.
El humor de Heather cambió de repente y nubló su ánimo durante
toda la tarde. La partida de criquet, aunque animada por la participación de
Bella y Violet y su intensa competitividad, no fue todo lo que Alfred había
esperado. Quería tener una oportunidad para que cierta joven apreciara su
mejoría en el juego. Pasar horas en la residencia del embajador en Londres
le había permitido afianzar su interés por ese deporte y quería demostrarle a
Heather todo cuanto sabía, e incluso si fuera posible, poder tomarla como
aprendiz. Pero desde el instante en que sus hermanas aparecieron, el joven
apreció cómo una sombra rondaba a su ángel. ¿Esperaba disfrutar del juego
a solas? ¿Acaso sentía que no le prestaba suficiente atención?
Tras varias partidas, y sin ser perturbados en demasía por el sol de la
tarde, los cuatro jóvenes se despidieron cuando Alfred anunció que debía
regresar a su casa. Heather notó una punzada en el corazón. Le habría
encantado que Alfred se quedara por más tiempo, pero era consciente de
que bien podría llevarse una reprimenda por parte de sus padres por su falta
de educación al presentarse en una casa sin avisar y además abusar de su
hospitalidad, así que era comprensible que no quisiera exponerse a más.
Alfred dedicó unas últimas palabras a las hermanas menores y cuando se
dirigió a Heather intentó que ella levantara la mirada y le regalara una
última sonrisa. No podía irse a casa sin ella.
—Heather, ¿por qué no acompañas a Alfred hasta la casa? —sugirió
Violet—. Seguro que nuestro padre está dispuesto a prestarle la calesa para
que regrese.
Ella no pudo rebatir las palabras de su hermana. Le hizo un gesto a
Alfred indicando el camino a seguir, aunque era absurdo, puesto que él
había estado en infinidad de ocasiones en su casa y conocía a la perfección
el camino. Se sentía tan incómoda y tonta por su comportamiento infantil
que no sabía cómo disculparse.
—Heather, ¿se encuentra bien? La he notado un tanto distraída
durante el juego.
—Yo…
—¿He hecho algo que la haya molestado? —preguntó él deteniendo
el paso de ambos, asegurándose primero de que las hermanas de esta
estuvieran enfrascadas en una nueva partida y no les prestaran atención—.
Por favor, sea sincera conmigo. La duda me está carcomiendo por dentro. Si
considera que mi atrevimiento al venir a su casa, e incluso besarla ha sido
demasiado, y que debería…
—¿Qué? ¡No, no! —se apresuró a rectificar ella levantando por fin
la mirada y tratando de aguantarla con valentía—. No quería transmitir esa
sensación. Por supuesto que deseaba sus atenciones. Es solo que…
—Por favor, dígame.
—No sé si estaré a la altura de sus expectativas —se sinceró por fin
ella.
—¿Mis expectativas? —preguntó contrariado, sintiendo que su
corazón martilleaba por la duda—. No comprendo a qué se refiere.
—No soy digna de juzgarlo ni lo seré jamás, pero… es posible que
sus experiencias en la capital le hayan permitido tener otras opciones de…
—¿De qué? —preguntó entre confuso y enfadado Alfred. No era
capaz de descifrar la línea de pensamientos de la joven y eso le frustraba.
—Entretenimiento. Quizá mis besos no sean suficientes para usted.
—Heather Cavendish —comenzó a decir con seguridad, tomando
las manos de ella entre las suyas, sin importar quién pudiera observarlos.
No podía dejar que esos pensamientos oscuros siguieran presentes entre
ellos. No cuando habían llegado hasta ese punto—. Quiero dejar algo
absolutamente claro desde este preciso instante. Nunca he compartido
lecho, y nunca he besado a una mujer que no fuera usted.
—Pensaba que… —comenzó a decir aliviada, a la par que
avergonzada, por sus nefastas suposiciones.
—¿Cómo podría pensar en otra dama cuando solo usted ha estado
presente en mi corazón? Puede que mis aventuras con Benjamin fueran
anecdóticas para algunos, pero el riesgo y la temeridad no eran alicientes
interesantes para mí. Sabe que mi temperamento es más moderado. Jamás
busqué nuevas experiencias, aunque estas parecían encontrarnos allá por
donde fuéramos.
—Me siento una estúpida, disculpe —confesó Heather con timidez.
Sus nervios le gritaban que saliera corriendo sin mirar atrás para alejarse de
tal bochorno.
—Y yo siento que eres el ser más humano y natural de este mundo.
Jamás oculte sus sentimientos o dudas frente a mí. Quiero ser la persona
que le sostenga el corazón. Siempre, Heather. Siempre.
—Gracias, Alfred.
—Resueltas las dudas de esta tarde me encantaría decir, antes de
despedirnos, que tenía toda la razón respecto a sus hermanas. No iban a
dejarse ganar. Son implacables —comentó él zanjando la conversación
anterior. No quería despedirse recordando a Heather con pesar en su mirada
sino con la radiante sonrisa que siempre tenía.
—Se lo advertí. Siempre han sido así.
Se dieron la vuelta y continuaron con una animada conversación
hasta llegar a la entrada principal, donde prepararon los caballos y la calesa
para facilitar que Alfred llegara lo antes posible a su casa familiar. Ninguno
de los dos quería despedirse. Pero el tiempo era su peor enemigo. El
cochero dio un ligero latigazo a los caballos y estos emprendieron la
marcha. Heather se despidió de Alfred y ambos se sonrieron con algo más
que interés en la mirada.
A la mañana siguiente, y como cada día, Heather Cavendish salió a pasear
por la propiedad en busca de tiempo para meditar. Era una actividad
saludable que la joven utilizaba como excusa para ausentarse de su
ajetreada casa. Era cierto que, desde la partida de Charlotte y Susan, había
menos hermanas con las que discutir, escuchar o confesarse, pero también
era cierto que quedaban las más ruidosas y conflictivas. Amaba a sus
hermanas, a pesar de que le provocaban intensos dolores de cabeza. Eran
espontáneas e incorregibles, y ella, más modosita y callada. Necesitaba un
respiro.
Se sentó en su gran manto de amapolas y las observó
detenidamente. Su color era vivo, su aspecto austero y su historia preciosa.
A pesar de que la visita de Alfred había terminado con un agradable
sabor de boca, los recuerdos de su vergüenza la habían torturado y alegrado
al mismo tiempo. Era cierto que ella no era quién para juzgar lo que él
hubiera hecho en Londres. Era un caballero joven y de buena familia, con
fortuna y atractivo. No podía castigarlo si había decidido sucumbir a los
encantos de otra dama. Pero la determinación que vio en sus ojos al
asegurarle que nunca había estado con otra mujer, le dejó embotados los
sentidos. Era precisamente lo que ansiaba saber. Esa seguridad alejó
cualquier duda y le reconfortó el corazón. Él no necesitaba preguntarle a
ella sobre su pasado porque era evidente que, con su personalidad más
introvertida, jamás habría existido ninguna otra posibilidad. De hecho,
todavía dudaba si todo lo vivido era un sueño, pues no podía dar crédito a
ser el centro del mundo de Alfred.
Por eso, cuando lo vio aparecer esa misma mañana a pie con el
flequillo de su cabellera mojado por el sudor y varios botones del cuello de
su camisa desabrochados, supo que había venido en su busca.
—Buenos días —saludó ella mientras se levantaba y arreglaba su
vestido—. Parece que viene apresurado.
—Buenos días, Heather. Por supuesto, tenía algo de prisa esta
mañana —dijo Alfred con convicción. Esas palabras desequilibraron a
Heather, quien había dado por sentado que estaba allí por ella. ¿Y si no era
así? Por mucho que intentara deshacerse de ella, la inseguridad volvía a ser
su compañera de viaje.
—Oh, claro. Seguro que tiene quehaceres que cumplir. No lo
interrumpo —dijo ella dolida.
—Usted es mi quehacer más importante ―confesó él tomando el
mentón de la joven con su mano derecha para levantarlo. Vivía enamorado
de sus dulces ojos y no podía resistirse a ellos.
—Oh, vaya. De acuerdo —aceptó ella con sorpresa. Alfred siempre
la tomaba por sorpresa. Si no eran sus apariciones en el momento menos
esperado, eran sus palabras.
—¿Ha descansado bien? ―preguntó el joven recorriendo con
suavidad su cabello sin dejar de admirar su rostro. De forma inconsciente,
su cuerpo deseaba su contacto.
—Desde luego. ¿Y usted?
—En la gloria.
―Me alegra escucharlo ―declaró Heather muy feliz.
―¿Y usted?
―Alguien me ha mantenido en vilo toda la noche.
―Siento mucho escuchar eso ―dijo Alfred con una gran dosis de
falso pesar y más orgullo que vergüenza―. Quizá debería ayudarle a calmar
los nervios.
Alfred quería demostrarle que había diferentes formas de serenar los
nervios y por ello se acercó más a ella hasta capturar su rostro entre sus
manos y saborear esos labios que tanto lo habían torturado durante la noche.
Estar lejos de ella era un castigo mortal que condenaba su alma. Y sus
besos, la llave de su prisión.
Heather, sorprendida por su reacción, levantó las manos para agarrar
con fuerza su chaqueta y permitir que sus cuerpos se acercaran todavía más.
No podía desprenderse de esa sensación. Del calor que desprendían sus
manos, de lo ardientes que eran sus besos cuando permitía que sus lenguas
se fusionaran. Alfred llevó su mano derecha hasta la nuca de ella y cuando
comenzó a jugar con varios mechones de pelo, Heather no pudo evitar
soltar una risa
—La había echado tanto de menos que pensé en venir a buscarla en
plena noche.
—Eso habría resultado inconveniente.
—Desde luego.
Sus labios volvieron a unirse. Tras sentir que sus cuerpos
necesitaban respirar con tranquilidad, Alfred se separó de ella para
comenzar a adorar su cuello. Ese cuello de marfil que tanto amaba y que
deseaba colmar de besos. Heather protestó por la separación de sus rostros,
aunque gimió cuando Alfred le ofreció una nueva perspectiva a su
encuentro. Las piernas de la joven comenzaron a temblar cuando un calor
que había conocido hacía poco volvió a presentarse entre sus muslos. No
sabía qué significaba, pero la temperatura de su cuerpo subía
exponencialmente bajo los besos y caricias de su amante.
Ella se agarró con fuerza a él para evitar caerse y entonces él le
propuso con la mirada que se tumbaran sobre el campo. No era conveniente
porque sus trajes se mancharían, aunque sí era necesario. Ambos lo
necesitaban. Sin dejar de explorarse con las manos, ella se tendió en el
suelo y él se colocó junto a ella de lado dedicándole todos los besos que el
tiempo les había robado a sus labios. Las manos de ambos se estudiaban
con esmero y dedicación.
—Alfred, yo… no sé lo que esto significa.
—Yo tampoco.
Claro que lo sabían. Los dos eran conscientes de que esa unión solo
podía significar una cosa y, aunque habían declarado su mutuo interés y sus
sentimientos, había algo más profundo en esas caricias y en ese deseo que
crecía con fuerza entre sus cuerpos. Ella deseaba más. Él, ya había soñado
con ello.
Heather tomó el rostro de Alfred con sus manos y este rio por la
sorpresa al sentir cómo presionaba con mayor intensidad sus cuerpos. Si la
joven no era capaz de detenerse, él tampoco podría. No era ningún monje y
su cuerpo ya había comenzado a experimentar ciertos cambios notorios ante
la fricción de sus cuerpos. Su miembro clamaba desesperado, pero Alfred
no lo dejaría salir. No todavía.
—Heather, deberíamos…
—No.
La negativa de la joven tomó por sorpresa a Alfred, quien después
de pensarlo un momento se aventuró a dar un paso más allá. Pidió disculpas
al cielo por lo que estaba a punto de hacer, pero no podía negarse algo que
deseaba hasta el fondo de su ser, y que estaba seguro que Heather también
deseaba. Se levantó ligeramente apoyándose en su cadera y se acercó hasta
los tobillos de ella para subir poco a poco su vestido. Sin embargo, su
mirada no estaba puesta en lo que se iba a encontrar bajo la tela, sino en los
suplicantes ojos de la joven que descansaban sobre un excitado cuerpo.
Dedicó un tiempo a acariciar sus piernas y a subir poco a poco por ellas
hasta llegar a sus muslos. Heather lo miró confusa cuando los dedos del
joven se acercaron demasiado a una zona vedada. Ella cerró las piernas de
forma instintiva, pues aquello era delicado y privado, mas cuando él se
acercó de nuevo para darle un beso y le susurró al oído que se relajara y le
dejara llevarla al cielo. No sabía qué significaba aquello, pero confiaba
plenamente en Alfred.
Los dedos de él carecían de experiencia. Sin embargo, cuando
encontraron los labios húmedos y palpitantes de ella, encontró la sabiduría
que necesitaba. Era como si esa zona fuera una prolongación de su propio
cuerpo, y cuando se propuso jugar con ellos se convirtió en un maestro a
ojos de la joven. Él la exploró y ella abrió los ojos asustada por la
sensación. Los dedos degustaron la parte exterior y la masajearon
suavemente al principio, y un poco más fuerte conforme la reacción de ella
iba aumentando en placer. Alfred se dejó llevar y llevó consigo a Heather a
una nueva dimensión. Se acercó a ella para formar parte de ese viaje y la
besó con deseo, atrapando sus gemidos e intensificando aún más el placer.
Cuando los suspiros de ella se mezclaron con la respiración
entrecortada de él y Alfred notó que estaba lista, introdujo un dedo en su
interior. Ella reaccionó con un gemido todavía mayor y, unos minutos
después, tras repetidas incursiones, el cuerpo de Heather explotó, liberando
un pequeño grito de placer que Alfred silenció con un profundo beso. Sintió
cómo su cuerpo se estiraba hasta notar su entrepierna adormecida. ¿Qué
había sido eso?
Alfred dedicó unos instantes a observar a la joven. Se sentía
agradecido por la confianza ciega que Heather tenía en él, complacido por
la forma en la que su cuerpo había reaccionado ante su contacto y asustado
por lo rápido que latía su corazón al verla. Ella siempre había sido su dueña.
Sin intercambiar ninguna palabra salvo el apresurado latido de sus
corazones, ambos permanecieron tumbados uno junto al otro con las manos
entrelazadas.
Ella radiante.
Él más enamorado que nunca.
Capítulo 11
Como era de esperar, los paseos de la mañana se convirtieron en el
momento favorito del día de Alfred y una rutina que practicó a escondidas
de su querida madre. Tras el desayuno, y prescindiendo del caballo, el
futuro heredero se alejaba de su casa para dar un paseo hasta bien entrada la
mañana. Su padre, quien había salido a resolver unas gestiones importantes,
apenas apreció el notable cambio de humor del joven, pero su madre sí que
lo había hecho. Había notado cómo desayunaba acelerado, cómo llegaba
con un aire más relajado y feliz tras cada paseo, y cómo, desde hacía
tiempo, todos sus compromisos como futuro heredero los realizaba con una
sonrisa en el rostro. Algo le ocurría a su hijo, aunque no sabía qué era.
Las siguientes tres semanas fueron un verdadero sueño para la joven
Heather Cavendish. Su corazón estaba colmado de dicha, sus labios
desgastados por los besos compartidos a escondidas, sus pies cansados de
bailar, sus manos con marcas de las clases privadas de criquet que Alfred le
había dado; pero era su alma la que estaba más feliz que nunca. Habían
compartido paseos por el parque acompañados de sus hermanas, habían
pescado en la propiedad de él con el señor Cavendish y sus hijas, e incluso
habían preparado algunos centros de mesa para regalarle a la duquesa. Todo
su mundo había cambiado. Él lo había cambiado. Desde hacía unos días, la
perspectiva de tener el futuro feliz que siempre había soñado, ya no le
resultaba tan lejano. Quizá podían tener una oportunidad de ser felices.
Esa mañana del 22 de junio, con un radiante sol sobre sus cabezas,
Alfred estaba a punto de salir de casa para reunirse con Heather cuando su
madre lo interrumpió.
—Alfred, querido, necesito tu inestimable ayuda.
—Por supuesto, madre. ¿En qué puedo resultar útil? —preguntó
Alfred sintiéndose algo incómodo. Los recados de su madre solían robarle
algo de tiempo y no quería llegar tarde a su cita de la mañana. Sin embargo,
amaba a su madre y no podía negarle su ayuda.
—Me encantaría que pudieras entregar personalmente estas
invitaciones a sus destinatarios —indicó la duquesa entregando las cartas a
su hijo. Él las miró con detenimiento, pues desconocía el motivo de las
mismas.
—¿Va a ofrecer una recepción?
—Desde luego. Dentro de dos semanas es tu cumpleaños, y me
encantaría invitar a unas cuantas familias para que lo festejen con nosotros.
Por supuesto, es tu celebración, así que, si deseas extender la lista, no hay
ningún problema —sugirió la duquesa al ver que su hijo comprobaba los
destinatarios de las cartas uno por uno.
—Me encantaría realizar alguna sugerencia, madre.
—Por supuesto, como desees. Entrega estas invitaciones primero, y
prepara en cuanto te sea posible las tuyas propias. Es evidente que nadie va
a rechazar nuestra invitación, pero sería cortés por nuestra parte permitir
que nuestros invitados tengan tiempo para prepararse y así estar a la altura
de las expectativas, ¿no crees?
—Desde luego, madre. Cumpliré con su recado esta misma tarde.
—¿Por qué esperar? Hace una gran mañana y seguro que puedes
cumplir con la entrega antes de que te des cuenta. El tiempo apremia.
Con gran pesar en el corazón, Alfred York tuvo que resignarse y
aceptar el plazo que le habían impuesto, aunque eso suponía despedirse de
su encuentro matinal con Heather. Salió de la casa y tomó su caballo para
cubrir el terreno que distanciaba una propiedad a otra y así poder llegar
hasta ella lo antes posible. Si todo transcurría con normalidad, quizá llegara
a tiempo, antes de que ella se hubiera marchado cansada de esperar por él.
Alfred ordenó las cartas trazando un itinerario en su mente para no
malgastar el tiempo. Era evidente que la duquesa habría invitado a la
familia Cavendish así que guardó la carta para entregársela personalmente a
Heather. Le hubiera gustado haberla escrito él mismo y no que fuera de
parte de su madre, pero las circunstancias se habían dado así. Él no habría
celebrado una gran fiesta por su cumpleaños. Una pequeña reunión familiar
habría sido más que suficiente, mas con su madre todo se hacía a lo grande.
Entregó las invitaciones en casa de varios miembros de la alta
sociedad del condado, algunos íntimos amigos de su padre, al duque de
Dorset, y, por supuesto, al duque de Grafton, quien había comprado una
importante hacienda recientemente, y era evidente que su madre deseaba
conocer o, mejor dicho, a su señora esposa. Alfred miró su reloj de bolsillo
por décima vez en lo que iba de mañana. Ya eran cerca de las doce del
mediodía y sus encuentros tenían lugar a las nueve. Esperaba que Heather
comprendiera lo ocurrido, pues no había tenido tiempo de avisarla.
Con una última carta en el interior de su chaqueta, cabalgó con
rapidez hasta la residencia Cavendish con la esperanza de entregar
personalmente a la dama la última invitación.
Media hora más tarde y con el tiempo corriendo en su contra, pues
el almuerzo estaba cerca y no quería molestar a la familia Cavendish, llamó
a su puerta. Su llegada fue anunciada, y cuando entró en el salón de la casa
se sorprendió al no ver los ojos que esperaba. El conde se encontraba
conversando con sus dos hijas menores, pero no había ni rastro de Heather.
—Alfred, joven, ¿qué puedo hacer por usted?
—Disculpe mi intromisión, señor Cavendish. Lamento
importunarlos sin previo aviso antes del almuerzo. Me encantaría
entregarles una invitación.
—¿Una invitación? ¿Van a celebrar un baile, Alfred? —preguntó
Bella entusiasmada. Disponer de otra ocasión para poder bailar y disfrutar
de la compañía de jóvenes caballeros galanes era una oportunidad de oro
para ella.
—Supongo que habrá música y baile, señorita Cavendish, pero el
motivo de la reunión es la celebración de mi cumpleaños.
—¡Oh, desde luego! Una hermosa ocasión para reunir a la familia y
amigos. Por supuesto, transmítale a su madre que leeremos detenidamente
la invitación y que esperamos que no coincida con ningún compromiso
previo ya aceptado. Sería una inoportuna coincidencia.
—Por supuesto, señor, no se sientan obligados a asistir.
—Tonterías, seguro que no tenemos nada previsto. No puedo
confirmarlo porque es Heather quien lleva la agenda social de la familia.
—¿No se encuentra en la casa? —preguntó inquieto. ¿Todavía lo
estaba esperando en el claro? Era un hombre horrible.
—No. Salió a primera hora a dar un paseo y todavía no ha
regresado. Pero ya es la hora del almuerzo, así que seguro que está al caer.
Como si hubiese sido invocada por sus palabras, Heather Cavendish
entró en la sala quitándose los guantes y el tocado que llevaba para
protegerse del sol. Al ver que tenían un invitado en casa se detuvo de
inmediato sorprendida. Él la saludó con cortesía y se echó a un lado para
que pudiera entrar y reunirse con su familia. La situación fue incómoda para
Alfred cuando percibió que ella tomaba el pequeño tocado y lo recorría con
sus dedos nerviosa. La joven no quiso levantar la mirada del suelo. Estaba
triste, él lo notaba. Y se odiaba porque sabía que era el culpable.
—Bienvenido a casa —dijo ella con fingida alegría.
—Lo mismo digo, señorita Cavendish.
—Alfred ha venido a entregarnos una invitación para su celebración
de cumpleaños.
—Sí, mi madre ha insistido en que las repartiera con extrema
diligencia esta misma mañana para recibir las respuestas lo antes posible.
He estado toda la mañana ajetreado yendo de casa en casa —argumentó
Alfred tratando de justificar ante Heather, aunque de forma camuflada, la
ausencia en su cita habitual. El resto de los presentes no apreció que el
mensaje estaba dirigido expresamente a la joven y percibieron que era un
detalle por su parte entregarlas personalmente.
—Desde luego, su madre es muy previsora.
—La duquesa hace todo con buen ojo —dijo Violet con sorna.
—Desconozco si tenemos algún compromiso previo con otro evento
ese día. Heather, querida, tú que estás al tanto de todo, ¿sabes si podremos
asistir? Ya que el joven York está presente podríamos confirmarle nuestra
asistencia.
—El próximo 7 de julio no tenemos ningún compromiso —
respondió ella con timidez. No era necesario que leyera la carta para saber
cuál era la fecha de cumpleaños de Alfred. Lo sabía con total certeza.
Siempre lo había sabido.
—Estupendo, entonces. Alfred, transmita a su madre nuestra
respuesta y asegúrele que estaremos presentes.
—Muchas gracias, señor Cavendish. Me alegro mucho de que
puedan asistir.
—Faltaría más. Usted es como de la familia.
Esas últimas palabras sobrecogieron el corazón de Alfred, quien no
deseaba otra cosa que pertenecer a esa familia a través de un vínculo más
especial que el de una amistad. Hacía semanas que la idea del matrimonio
había empezado a tomar forma en su ente. Conocía la postura de Heather
respecto a los matrimonios de conveniencia, pero estaba seguro de que el
suyo sería por amor. Sin embargo, las dudas lo asaltaban a cada instante, y
el miedo a ser rechazado le impedía actuar. Tenía claro que Heather era la
mujer de su vida y aunque estuviera aterrado por su respuesta, necesitaba
declararle firmemente sus intenciones.
—No deseo interrumpir su almuerzo. Me marcho ahora para
regresar antes de que mi madre ponga el grito en el cielo por mi tardanza.
Seguro que está deseosa de que llegue con noticias.
—Desde luego, joven. Que disfrute del día., y envíe recuerdos a sus
padres.
—De su parte, señor Cavendish.
—Hija, por favor, acompaña a Alfred hasta la entrada.
Aunque su ánimo al entrar en la casa había sido oscuro porque no
comprendía por qué Alfred había faltado a su encuentro, ahora los pasos
que la llevaban a abandonar la estancia eran más ligeros. Escuchar que
había sido un encargo de su madre lo que lo había retenido, lo exculpaba y
justificaba su ausencia. Él tenía responsabilidades que cumplir y Heather
había sido una ingenua al pensar que dejaría todo para poder estar con ella.
Eso lo había comprendido tras veinte minutos de espera, pero cuando el
tiempo siguió pasando no pudo refrenar la oleada de pensamientos
negativos que parecían dispuestos a arrastrarla entre su fuerte marea.
—Heather, siento muchísimo no haber acudido a…
—No tiene que excusarse —interrumpió ella para apaciguar sus
remordimientos—. Tenía un encargo importante de su madre y…
—Pero debería haberla avisado para que no me esperara durante
toda la mañana. ¿En verdad acaba de llegar del claro?
—Sí…
—¡Cuánto lo lamento! —respondió exaltado, aunque entre susurros,
el joven. No quería que nadie los escuchara, sin embargo, necesitaba
reprenderse públicamente por su mal proceder—. Le prometo que nunca
volverá a ocurrir. Es, y siempre será, mi prioridad. Lo sabe, ¿verdad?
Ella no dijo nada.
—Lo sabe, ¿verdad? —repitió el mirándola de frente.
—Sí —respondió ella tímidamente—. Aunque no deseo que me
anteponga a sus obligaciones como futuro duque. Sé que es más importante
y que sus responsabilidades…
—Usted siempre será mi prioridad, Heather —interrumpió él
dejando todo claro.
Ambos se despidieron con una sonrisa tímida y reconciliadora.
Alfred recogió su caballo de las cuadras y partió rumbo a su casa, no sin
antes mirar atrás varias veces para despedirse con la mano de la joven que
se mantenía inmóvil en el porche. Esperaba haberse disculpado
correctamente y que ella hubiera comprendido la obligación que tenía
respecto al recado de su madre. La sonrisa que le dedicó antes de abandonar
el porche, tras asegurarle que siempre sería su prioridad, lo apaciguó.
Ella, por su parte, no pudo ocultar su felicidad durante el resto del
día puesto que, aunque no hubiera una íntima y profunda promesa en sus
palabras, había encontrado una verdad superior: ella era su prioridad. En ese
momento, con el cuerpo todavía entumecido por las tres horas de espera en
el claro, sintió cómo entraba en calor y su corazón volvía a palpitar
enérgico.

Alfred advirtió que su madre no había tenido la oportunidad de invitar al


resto de los miembros de la familia Cavendish. Extendió invitaciones a la
casa del duque para invitar a Charlotte y a la casa de su buen amigo
Benjamin para que tanto él como su esposa Susan lo acompañasen en un día
tan señalado. Las residencias familiares se encontraban lejos de la
propiedad del duque de York, así que, asegurándose de entregarlas a
tiempo, fueron enviadas de forma natural a través de un mensajero.
Su madre empezó inmediatamente con los preparativos para la
celebración: encargó una nueva mantelería, una docena de centros de flores,
aunque Alfred se entristeció al saber que no había escogido lirios ni rosas;
se aseguró de que las copas que puliesen fueran las de la filigrana dorada en
la parte superior; instruyó a los sirvientes en algunos detalles importantes;
y, por supuesto, encargó la tarta y entregó las especificaciones del menú a la
cocinera. No podía creer cómo su madre era capaz de resolver todos los
puntos de una gran lista de tareas en apenas unas horas. Bajo su liderazgo
nada podía salir mal. Lo único que lamentó Alfred fue no poder participar
más activamente de los preparativos de su propia fiesta; pero pensó que era
algo que entretenía a su madre y que, era evidente, se le daba mejor que a
él. Eso le dio una excusa perfecta para poder ausentarse de la casa el resto
de los días, y así buscar a Heather.
Era cierto que tendrían que pensar en una nueva forma de
encontrarse, ya que ambas familias podían llegar a sospechar de sus
prolongadas y continuas ausencias. Por eso deseaba proponer un pequeño
cambio a Heather.
—Heather —dijo él llamando su atención. Ambos estaban tendidos
en el claro mirando el cielo y jugando a identificar e imaginar formas en las
nubes. Un juego infantil que les entretenía.
—Sí, Alfred.
—Había pensado que, si le apetece, podríamos salir a cabalgar
mañana por la tarde por mi propiedad.
—Claro… aunque ya sabe que no soy una buena amazona. De
hecho, creo que me he subido a un caballo en menos ocasiones que dedos
tengo en una mano —dijo ella alzando la mano para tratar de recrear sus
palabras.
—Soy totalmente consciente de ello. Espero ser un buen instructor y
hacer que disfrute del paseo.
—Eso seguro, Alfred —resolvió ella con atrevimiento antes de
lanzarse a capturar sus labios. Ese era un lenguaje que ambos comprendían
a la perfección y que se había convertido en su conversación favorita—.
¡Oh!, he sido muy descortés al no preguntar, Alfred. ¿Qué tal van los
preparativos de la fiesta?
—¿De verdad desea hablar de preparativos y flores cuando
podríamos hacer algo más interesante?
—¡No sea descarado! —dijo ella avergonzada. No sabía por qué lo
hacía, puesto que su intimidad compartida había avanzado mucho en las
últimas semanas como para sentirse incómoda ahora por sus insinuaciones
directas. Pero no podía ocultar su naturaleza tímida, que siempre clamaba
por renacer con él.
—No pensaba que mi deseo por usted fuera descarado —respondió
él dando un salto para colocarse de lado y tomar las manos de ella para
aprisionarlas sobre su cabeza. Ella lo miró con una divertida sonrisa en el
rostro y los ojos llenos de amor. Era una joven muy dulce. ¿Acaso merecía
tanta suerte? Era imposible no sentirse tentado por toda la feminidad que
desprendía.
—El futuro duque de…
Alfred no la dejó terminar. Allí no era el futuro duque. Allí, con ella,
era solo Alfred. Su Alfred. Así que la besó con fervor y cuando los labios
de Heather respondieron de inmediato a su cálido deseo, él liberó sus manos
para que pudieran tocarse con libertad. Había un fuego abrasador entre ellos
que nació el día en que se besaron por primera vez y que, con cada reunión
secreta, los arrojaba al abismo.
Hacía tiempo que Heather había dejado de pensar en sus besos como
algo prohibido, en sus caricias como algo censurable y en el tacto de sus
manos sobre su zona íntima como algo escandaloso. Sus cuerpos se
pertenecían, al igual que sus almas. Jamás habría otro hombre para ella que
no fuera Alfred York. Lo supo desde el primer instante en que lo vio, y lo
corroboró cada día desde entonces. Allí, tendida en el manto de amapolas,
solo podía dejar que su cuerpo manifestara la melodía que sentía su
corazón.
Heather había comenzado a pensar que Alfred entregaba más de sí
mismo en cada encuentro de lo que ella podía entregarle a él, y sintió que
había llegado el momento de cambiar las tornas. No sabía cómo se hacía,
pero era evidente que su miembro también deseaba disfrutar de sus
encuentros. Lo notaba por la cercanía de sus cuerpos. Duro. Fuerte.
Deseoso. Solo de pensar en él, Heather se acaloró todavía más. ¿Qué debía
hacer para tomar la iniciativa?
—Alfred, me gustaría que me indicaras…
—¿El qué?
—Oh, Dios mío. Ahora me siento… —añadió ella pudorosa sin ser
capaz de terminar la frase, ocultando sus ojos tras sus manos. ¿Cómo decir
aquello en palabras?
—No deje que el pudor le impida pedirme lo que desea, Heather.
—Enséñeme a darle placer —dijo ella rápidamente, antes de que le
diera tiempo a arrepentirse.
Alfred se sintió pletórico por la petición de su amor y tomó su rostro
entre sus manos para besarla con más intensidad.
—Mirarla ya me produce placer, señorita Cavendish —confesó él
haciéndole cosquillas en el costado. Ella se revolvió y rio como nunca.
—No sabía que tenía tanto poder sobre usted, señor —respondió de
forma divertida—. Sin embargo, me ha dado placer en muchas ocasiones,
llevándome a un mundo nuevo, y siento que podría…
—No es un favor que deba devolverse.
—Puede ser, pero deseo hacerlo.
—Entonces…
Entre más besos y caricias, Alfred desabrochó el botón y la cinta de
su pantalón para liberar su miembro. Ella lo miró sorprendida porque no
esperaba algo así. Jamás había visto un pene erecto y eso hizo que se
ruborizara. Aún recostados, él cogió una de las manos de ella y juntos la
acercaron hasta su miembro. Él liberó un gemido entre los besos que
estaban compartiendo cuando sintió su tacto. Le enseñó a subir y bajar, a
girar y seguir subiendo. A cambiar de velocidad. Heather se sintió
sospechosamente poderosa cuando percibió que él dejaba escapar gemidos
similares a los suyos. «Es impresionante la intensidad con la que un hombre
y una mujer pueden vivir las emociones y el placer de sus cuerpos», pensó
Heather. Por eso, cuando Alfred no reprimió un gemido final tras su
liberación, ella se sintió una diosa.
—Creo que ha sido el momento más especial de mi vida— confesó
Alfred, complacido, sorprendido y exhausto, dejando tiernos besos en el
rostro de ella. Después se levantó para limpiar los restos de su liberación de
las manos de ella y de él, utilizando el pañuelo de su camisa.
—Pensaba que había sido el instante en que nos confesamos por
primera vez.
—Y lo fue, puede creerme. Pero mi lista acaba de añadir un segundo
mejor momento.
—Espero que no sea el último.
—Con usted, jamás. No puede hacerse una idea de lo mucho que la
amo, señorita Cavendish.
En ese instante, Heather se quedó petrificada. No por lo que
acababan de vivir, que lejos de parecerle obsceno había sido lo más
liberador de su vida, sino por el significado de las palabras que había
pronunciado Alfred. ¿Le había dicho que la amaba? Se habían confesado
sentimientos con anterioridad, pero nada tan profundo como un «te amo».
¿En verdad la amaba? Debería dar saltos de alegría. Sin embargo, y de
forma inesperada, se sentía tan conmovida como asustada.
—¿He dicho algo que no debiera? ¿La he asustado con mis
sentimientos? —preguntó él ante su silencio. Creía que había llegado «ese
momento especial» en que podía confesarle lo que verdaderamente sentía
desde hacía tantos años. Su corazón vivía solo y para ella desde que tenía
uso de razón. Pensaba que los acontecimientos de las últimas semanas
habían dejado claras sus intenciones con ella, pero quizá, solo quizá, no era
el momento. Esperó nervioso. Preocupado.
—No, no. Para nada. Yo… también lo amo.
Y sin que el tiempo y las obligaciones pudieran refrenarlos, los
jóvenes amantes dejaron que sus palabras, sentimientos y placeres
encontraran la compañía perfecta en los prados de la propiedad del conde.
Capítulo 12
Dicen que el corazón de una persona es capaz de latir hasta cierto límite y
que, una vez traspasado este, es capaz de detenerse por el esfuerzo. De
regreso a casa, tomados de la mano, Heather Cavendish pensó que su
corazón no podría soportar la emoción de todo cuanto estaba viviendo. La
confesión de Alfred la tenía embrujada. Todo él lo hacía cada día desde que
habían decidido verse. Anhelaba sus encuentros, besarlo, abrazarlo, sentir
sus caricias. Cuando se permitió a sí misma romper el límite de
pensamiento que el pudor había instaurado con fuerza, entendió al fin que
no era algo físico lo que ella necesitaba; el hecho de que el joven
compartiera su corazón era un regalo inestimable.
Regresar a casa era un suplicio porque se pasaba el tiempo contando
las horas que restaban hasta volver a verse. Ambos acordaron que no se
verían a la mañana siguiente puesto que habían decidido montar a caballo
juntos por la tarde. Sin duda, tanta ausencia llamaría la atención, mas, en
ese instante, Alfred York pensó que no le importaría. No le importaría que
todos supieran que amaba a Heather Cavendish. Por supuesto, era
demasiado pronto para hacer una declaración pública de tal magnitud y
sabía que primero debía solicitar al conde permiso formal para poder
cortejar a la joven. Sí, ese sería el primer paso para acercarlos a la vida que
estaba seguro que el destino tenía orquestada para ellos. Y así lo decidió.
Pasada la fiesta de cumpleaños, cuando todo estuviera más tranquilo,
acudiría a casa del conde para solicitar poder cortejar a Heather y le
confesaría las intenciones que tenía para con ella. Solo esperaba que la
cercanía con el conde no le jugara una mala pasada y rompiera sus
posibilidades de un futuro matrimonio con ella, pues no deseaba otra cosa
que convertirla en su esposa.
Heather entró en casa e hizo llamar a la doncella para que le ayudara
a preparar todo lo necesario para el paseo a caballo de la tarde del día
siguiente. La doncella se extrañó ante la petición, pero no le dio la más
mínima importancia puesto que era una de las nuevas excentricidades de la
señora de la casa después de tener que limpiar cada día el barro de sus
trajes. La doncella sospechaba que la joven se peleaba con jabalís cada día,
porque era imposible que un simple paseo dejara semejantes manchas
verdes y marrones sobre la tela.
—Heather, hija, ¿puedes venir? —llamó el conde a la mayor de sus
sucesoras desde el despacho al notar que ella regresaba apresurada.
—Dígame, padre. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Mi yerno, el esposo de tu hermana Charlotte, me ha propuesto un
acuerdo muy ventajoso, pero me gustaría saber tu opinión al respecto.
—¿Mi opinión? —preguntó ella contrariada—. Padre, sabe que no
estoy versada en negocios. Quizá Charlotte podría aconsejarle mejor.
—Charlotte no me dará una opinión imparcial puesto que ama
demasiado a su esposo, y sin duda me insistirá en que firme esta propuesta.
Me gustaría tener un criterio objetivo. Sé que puede ser algo enrevesado de
entender, y por supuesto, te explicaré todo aquello que no comprendas. Tu
opinión es muy valiosa para mí.
—Desde luego, padre.
El señor Cavendish le tendió un fajo de hojas a su hija y ella tomó
asiento para leerlas con detenimiento. Tras varios minutos de lectura, y tras
consultar en varias ocasiones el significado de algunos términos a su padre,
Heather se hizo una idea de la propuesta y del dilema, y reflexionó sobre su
opinión al respecto.
—Según he entendido, aunque, por favor, corríjame si me equivoco,
le comenta que tiene ciertos negocios relacionados con la industria
maderera en el norte del país. Los números indican que tiene una buena
producción y que los beneficios son altos. Le pide realizar una inversión
con cierto capital para poder mejorar las instalaciones y expandir las
exportaciones a otros países. A cambio, le ofrece una generosa
participación en el negocio.
—Lo has comprendido a la perfección.
—¿Y cuál es su duda, padre? —le preguntó Heather confusa.
—¿Qué crees que debería hacer?
—Padre, no estoy capacitada para tomar esa decisión. No soy
empresaria.
—Pero eres mi hija, y deseo conocer tu perspectiva como la señora
de esta casa. ¿Debería invertir nueve mil libras en el negocio de tu cuñado?
Heather se tomó un tiempo para reflexionar y hacer cálculos. Sin
duda, la cuantía requerida era importante, pero conocía la situación
financiera de la familia y la inversión era viable. Aun así, tenía algunas
cosas que aportar.
—La suma que requiere es aceptable, y teniendo en cuenta el
porcentaje de participación en beneficios, y haciendo cálculos mentalmente,
puedo ver que recuperaría la inversión en menos de tres meses. Sin duda es
un negocio lucrativo. Sin embargo, creo que hay otros condicionantes que
debería tener en cuenta.
—Ilústrame —la animó a seguir el conde.
—Mi cuñado viaja constantemente para supervisar sus negocios, y
es posible que también requiera de su presencia para poder repartir entre los
socios las responsabilidades. Eso, unido a los negocios que actualmente
tiene, lo mantendrán más tiempo alejado de casa. Además, en el norte las
condiciones climatológicas son más intensas y el frío arrecia, y últimamente
arrastra un extraño catarro que parece no sanar. Quizá su situación podría
agravarse si no se cura adecuadamente y mantiene la humedad del clima
como algo constante.
—Eres espléndida, hija mía. Confieso que la parte técnica de este
acuerdo no suponía ningún dilema para mí porque, como bien dices, es
altamente rentable y un negocio asegurado. Solo un necio dejaría pasar esta
oportunidad. Me alegro de que nos tenga en cuenta para aumentar nuestra
prosperidad.
—Entonces, ¿para qué me necesitaba?
—Porque tú ves elementos del factor humano que a mí se me
escapan. Verás, hija, soy muy hábil y sagaz con los negocios, pero las
personas son harina de otro costal. Tú me recuerdas mucho a tu madre en
algunos aspectos. Siempre tan humana, tan preocupada por la salud de la
familia, por nuestro bienestar. A mí no se me habría ocurrido que tendría
que estar más tiempo fuera de casa o que podría enfermar. Sin embargo, tú
has velado por mí en primer lugar y no por el dinero.
—No deseo que enferme, padre —confesó ella tomando sus manos.
El recuerdo de su madre convaleciente, antes de que las fiebres se la
llevaran, era lo suficientemente poderoso como para hacer todo lo que
estuviera en su mano para que otro semejante no le precediera. No quería
perder a su padre.
—Tienes un corazón bondadoso, Heather. Espero que un buen
caballero lo vea pronto.
—Oh, padre, no diga eso —respondió ella incómoda.
—A propósito, ¿has conocido a algún joven interesante que te haya
hecho cambiar de opinión? —preguntó su padre centrándose en el segundo
gran tema que deseaba tratar con ella—. No es que desprecie tu compañía,
ni muchísimo menos, pero siento que podrías darle mucho amor a otra
persona. ¿Ha ocurrido algo que haya hecho cambiar tu opinión acerca del
matrimonio?
—No, padre —mintió todavía impresionada por el rumbo que había
tomado la conversación—. No ha pasado nada.
—No quiero que te quedes soltera, hija mía.
—Padre, creo que le he prestado la ayuda solicitada. Si no le
importa, me gustaría regresar a preparar todo para el almuerzo. Oigo a mis
hermanas de fondo y creo que será mejor interrumpir la guerra que
mantienen para asegurar la paz mental de todos.
—Heather, una última cosa, por favor —pidió antes de que su hija
se retirara—. Me gustaría que en verdad hicieras un esfuerzo por encontrar
marido esta temporada. Soy consciente de que tienes un temperamento
diferente al de tus hermanas, pero eres una gran persona y me dolería ver
que no encuentras el amor.
—Por supuesto, padre.
Decidida a salir de allí cuanto antes para que su padre no se diera
cuenta de su mentira, ni del extraño rubor que se había extendido por sus
mejillas, se perdió entre los pasillos de la casa. Sabía que no era correcto
mentir a su padre y, sin duda, tendría tiempo para recriminarse por ello más
tarde, pero no podía confesarle que estaba enamorada de alguien si no había
una promesa de futuro firme. Esperaba que llegase ese día. Hasta entonces,
tendría que seguir ocultando su dicha.
Heather se retiró a las cocinas para asegurarse de que todo
funcionaba y, tras llamar a sus hermanas para comer y disfrutar de un
almuerzo atronador entre gritos y comentarios jugosos sobre los hechos
ocurridos en lo que llevaban de temporada, Heather se retiró a su sala de
música para practicar. Había decidido entregarle a Alfred su regalo de
cumpleaños delante de todos los presentes. No esperaba llamar la atención,
puesto que tocar era algo común en sus reuniones sociales, por eso había
preparado una melodía única y especial para él.
—Heather, ¡tienes que acompañarme al pueblo de inmediato! —
gritó Violet rompiendo la concentración de la intérprete cuando atravesó
como un rayo la puerta de la sala de música.
—¿No puedes pedirle a Bella que lo haga?
—No, no puedo. Se ha enfadado conmigo. Dice que soy poco de
fiar. Yo no tengo la culpa de que sus cintas rosas hayan desaparecido del
cajón. Es un desastre con sus cosas y las deja tiradas por todas partes.
Seguro que ella misma las ha escondido para que yo no las coja para usarlas
en la fiesta de Alfred. Necesito unas cintas rosas.
—Estoy practicando, Violet. Quizá otro día.
—¡No seas aburrida, querida hermana! Vayamos al pueblo.
Compraremos todo lo más rápido posible y así regresarás a tu santuario
antes de que te des cuenta.
—De acuerdo.
—Aunque si vemos a algún caballero digno de conversación, no
seremos nosotras quienes le retiremos la palabra, ¿verdad?
—¡¿Cómo puedes ser así de descarada?! —gritó alertada Heather
por la indiscreción de su hermana.
—Tranquila, yo lo soy por las dos.
Con esa respuesta orgullosa, Violet tomó a su hermana de la mano y
la alejó del insulso piano que le mantenía tantas horas atrapada en esa sala.
Para Violet no había nada más aburrido que la música. Solo si era para
bailar tenía sentido. Nunca había contado con la habilidad para tocar ningún
instrumento y, aunque admiraba la perseverancia de su hermana, encontraba
aburrido su entretenimiento.
Era cierto que Bella estaba enfadada con Violet, su cara de pocos
amigos cuando anunciaron que se marchaban al pueblo a comprar algunas
cosas la había delatado. El paseo al pueblo fue animado, pues Violet se
esforzó por conversar con su hermana. La tienda de tejidos se encontraba
abarrotada aquella tarde. Unos recogían encargos y, otros los hacían, y
mientras tanto ellas esperaban pacientemente a ser atendidas. Tras veinte
minutos escogiendo entre tres tonalidades de rosa diferentes entre las cuales
Violet no se decidía porque no estaba segura de que hicieran juego con su
vestido, eligieron las que creyeron más adecuadas y se marcharon.
Heather casi pudo respirar tranquila cuando emprendieron la marcha
de regreso hasta que una voz masculina las sobresaltó.
—Señorita Cavendish, señorita Cavendish —llamó un caballero
desde el otro lado de la plaza. Heather no lo conocía así que debía de estar
llamando a su hermana.
—Señor Moore, ¡qué sorpresa verlo en el pueblo! —respondió
Violet entusiasmada conforme el caballero en cuestión se acercaba hasta las
hermanas.
—No podía desaprovechar esta magnífica tarde para dar un paseo.
Alguien tuvo a bien recomendarme algunos establecimientos de la zona y
quería comprobar su calidad.
—No fue nada —respondió Violet con cierto tono travieso. Era
evidente que ambos se conocían y que habían hablado hacía poco tiempo—.
Disculpe, he sido una maleducada. Le presento a mi hermana, Heather
Cavendish. Heather, él es Malcolm Moore.
—Un placer, señorita Cavendish.
—Lo mismo digo, señor Moore.
—Malcolm y yo nos conocimos en el concierto en casa de la
duquesa.
—Sí. Su hermana tiene una animada conversación y es imposible
aburrirse con ella.
—Eso se lo aseguro ―corroboró Heather con una sonrisa. Conocía
demasiado bien a su hermana y era evidente que había engatusado con sus
encantos al caballero.
—Malcolm, nos dirigíamos a casa, ¿desearía acompañarnos? —
preguntó la menor al caballero, sonriéndole de forma coqueta.
—¡Violet! —dijo exaltada Heather—. Seguro que el señor Moore
tiene otras ocupaciones más importantes que la de acompañarnos a casa. No
le robemos más tiempo.
—Al contrario, no tengo otra ocupación ni compromiso que atender.
Si a ustedes les parece bien, me encantaría acompañarlas.
—Estupendo ―dijo entusiasmada Violet mientras daba unos
últimos pasos para llegar hasta él.
Y cerrando la conversación, su hermana menor tomó de forma
inapropiada y descarada al señor Moore del brazo y juntos iniciaron la
marcha. Se preguntó si esa confianza entre ellos era fruto de la
espontaneidad de su hermana o de un secreto más allá de su comprensión.
Esperaba que su hermana no se hubiera comprometido de ninguna forma
con un caballero al que su familia no conocía.
Heather se quedó rezagada, pues no le interesaba la conversación
que estaban manteniendo, y era evidente que no deseaban su compañía.
Heather ejercería de carabina para su obstinada hermana, quien lucía
encantada con su acompañante. Su padre había acertado al afirmar que los
temperamentos de sus hijas eran diferentes al de la joven Heather. En el
caso de Violet, era caprichosa, avispada y tenía mucho más talante que su
hermana Susan para saltarse las normas y hacer cosas indebidas. ¿Cómo era
posible que se hubieran criado todas juntas y fueran tan diferentes?
Casi saliendo del pueblo una voz llamó a gritos de nuevo a la
señorita Cavendish. En esta ocasión, el cartero sí que se refería a Heather, a
quien le entregó dos cartas. Eran de Susan y Charlotte. Ambas habían
aceptado la invitación de Alfred a la celebración y le comunicaban a
Heather que, aprovechando el viaje, ¿les encantaría disfrutar de unos días
en la casa familiar.
Aquellas noticias alegraron mucho a Heather, quien apenas había
visto a sus hermanas desde que habían contraído nupcias. Las echaba en
falta a cada instante y, en ocasiones, la casa resultaba muy grande sin ellas.

A la mañana siguiente, Heather decidió ocupar sus horas de descanso en su


sala de música. Su rutina desde hacía varios años consistía en invertir su
tiempo libre en el piano para pulir su técnica, algo que hacía cada mañana a
la misma hora. Sin embargo, la casa familiar había quedado desprovista de
su música en las últimas semanas debido a su nueva y excitante rutina
diaria. En esa ocasión, practicó durante horas la pieza que había compuesto
para Alfred con la esperanza de poder interpretarla para él.
Esa práctica le hizo olvidarse de que había prometido que montaría
a caballo por la tarde con Alfred. Deseaba verlo, por descontado, pero tenía
miedo a los caballos desde niña tras escuchar historias de caballeros que
habían quedado cojos o inválidos por un despiste o caída del caballo.
Siempre había pensado que, si llegara a cometer un desliz y eso le causara
un mal, estaría perjudicando a su familia en conjunto, y no era ni propio de
ella ni de buena hija.
Sin embargo, las horas terminaron pasando y llegó el momento.
Heather tomó una chaqueta entre sus enseres porque el cielo estaba nublado
y la humedad en el ambiente no auguraba una tarde tranquila. No quería
anular su cita con Alfred, pero era posible que la lluvia importunara su
paseo. No obstante, anunció que daría un paseo para despejarse y salió de la
casa de forma apresurada para evitar preguntas incómodas y mentiras
obligadas. Caminó con paso decidido rumbo a la propiedad del duque y, a
mitad de camino, se encontró con Alfred.
Él cabalgaba y sujetaba con fuerza las riendas de otro caballo a su
lado. Eran dos grandes especímenes, sin duda dignos de mención, pero
Heather solo podía mirar al jinete. Estaba irremediablemente enamorada de
él.
—Me alegra comprobar que no se ha arrepentido.
—¿Arrepentirme? Debo confesar que me sentí tentada de hacerlo.
Sabe de sobra que no aprecio a los caballos —dijo ella mientras
contemplaba cómo el jinete desmontaba con habilidad para acercarse a ella.
—Eso no es justo. Estoy seguro de que ellos sienten predilección
por usted —dijo con tono herido mientras acercaba el caballo a la joven. No
esperaba que el animal acercara el hocico y le diera un toque en el brazo
con él. La joven se removió asustada.
—No tiene de que asustarse. Son mansos y muy complacientes. Le
prometo que no hay peligro alguno con ellos. Yo mismo los eduqué.
Primero, y, ante todo, quiero que sepa que está a salvo.
—Más le vale porque como me pase algo le juro que el ducado se
quedará sin heredero.
—Oh, ahora tengo una gran responsabilidad —añadió divertido—.
No puedo fallarle.
—Jamás podría hacerlo, pero me encantaría terminar la velada con
mi cuerpo intacto —le advirtió ella.
—Le prometo que lo disfrutará, y en caso contrario…
—Recogerá flores de mi jardín durante una semana.
—¿Me castigará pasando más tiempo con usted? Creo que no
conoce las normas del chantaje —respondió él con tono divertido,
acercándose para tocar su rostro.
—Las conozco muy bien —dijo ella mientras le daba un beso que
hizo que Alfred se sintiera mareado. Tan intenso e íntimo que parecía que
los caballos no iban a ser necesarios durante el resto de la tarde. Sin
embargo, Heather se separó de imprevisto y lo miró de forma descarada —.
Perderá la oportunidad de besarme mientras recoge esas flores durante una
semana.
—¡Eso sería un suplicio! ¡Imposible!
—Entonces, haga que esto sea una gran experiencia.
Alfred rio satisfecho con el descaro de su joven enamorada y la
abrazó con ternura. La condujo a un lado del caballo y le explicó algunas
cosas básicas sobre cómo montar. Dónde colocar los pies, cómo coger las
riendas, la postura que debía mantener para ganar estabilidad, cómo azuzar
al caballo para que aumentara el paso o cómo indicarle que frenara. Heather
escuchó atenta a cada indicación como una buena alumna. Le fascinaba la
pasión que desprendía el joven con sus palabras y lo sencillo que era para él
sumergirla en su mundo equino. Se apreciaba cómo sentía un vínculo
especial con el caballo. Alfred la animó a que tocara al caballo y sintiera su
respiración. No se subirían de inmediato. Era mejor que se familiarizara con
él y ganara confianza antes.
Tras más de media hora de explicaciones y de mirar al caballo,
había llegado el momento. Alfred le dio indicaciones sobre cómo montar a
horcajadas, lo cual resultaría más cómodo para ella en lugar del estilo
amazona, y así evitar una caída. No fue nada sencillo subir dado que el
miedo y la incomodidad del vestido dificultaron todo, pero una vez que
logró subir sintió que todo cambiaba. Estaba muy por encima de la mirada
de los hombres. Inquieta, nerviosa, llena de pánico. El caballo apenas se
movía salvo por unos pasos adelante y atrás impaciente.
—No tenga miedo, estaré a su lado en todo momento. A menos que
haga un aspaviento que asuste al animal, él no reaccionará de forma
impulsiva.
—Lo comprendo.
—Vamos entonces —la animó Alfred.
Al principio fueron unos pasos tímidos. Heather animó al caballo y
los dos comenzaron a caminar por el prado. Alfred había pensado en
adentrarse en el bosque, en última instancia porque el suelo inestable y las
raíces podían desestabilizar a Heather, así que le indicó que caminarían por
el prado durante un rato.
—¿Cómo se siente? —preguntó Alfred intrigado sin perder de vista
los avances y el estado de la joven. Se mantenía alerta ante cualquier señal
de peligro.
—Todavía no sabría decirle con exactitud. Me siento inquieta por la
altura, atónita por la grandeza del caballo e impresionada por ver a un jinete
experto a mi lado. Aunque también abochornada por el espectáculo que
debe estar presenciando. Quizá podría haber invitado a otra persona a
cabalgar.
—Yo prefería retarla a usted.
—Dentro de un rato le diré si ha sido un acierto o la mayor
equivocación del mundo.
—¿Tan poca fe tiene en mí? —preguntó él fingiéndose ofendido.
—Tengo toda la fe del mundo en usted y sé que jamás haría nada
que me pusiera en peligro. Sin embargo, no estoy segura de las intenciones
del caballo.
—Su actitud es prudente y la respeto, pero ha de saber que los
animales son más nobles que muchas personas —respondió él con cierto
tono de resquemor.
—¿Lo dice por experiencia propia?
—Lamentablemente sí ―respondió Alfred con cierto tono triste―.
Durante mi estancia en Londres conocí a algunas personas más interesadas
en acercarse a mí por mi posición que por mi persona.
—Suena horrible —respondió Heather consternada.
—Es una de las maldiciones de los títulos.
—Lo siento mucho.
—No hablemos de mí —dijo Alfred tratando de cambiar de tema de
conversación. Sus perturbaciones respecto a las personas embusteras no
eran responsabilidad de Heather—. Cuénteme, ¿alguna buena noticia?
—He recibido noticias de Susan y Charlotte. Ambas acudirán a su
fiesta de cumpleaños. Ha sido muy cortés por su parte invitarlas.
—No podía dejar que se lo perdieran. Mi madre ha invitado a un
grupo muy selecto de personas que apenas me apetece ver, así que estaba en
mi derecho de invitar a otras personas que verdaderamente quiero que estén
allí.
—Desde luego.
—Siento que su invitación no fuera escrita expresamente por mí,
sino que llegara en nombre de mi madre —se disculpó Alfred.
—No pasa nada, Alfred. Lo importante es que podremos asistir y
celebrar su día.
—Me encantará verla allí. Lo estoy deseando.
—Y…
De pronto, un trueno sacó a los jóvenes enamorados de su
conversación. Los caballos se removieron inquietos por el ruido y ambos
miraron al cielo. La tormenta había llegado. Necesitaban regresar a casa lo
antes posible. Alfred indicó a Heather que animase al caballo y no tuviera
miedo. Sabía que le estaba pidiendo mucho a la joven, pues durante la
última hora había tratado de conversar con ella en todo momento para que
no pensara en el caballo. Ella se mostró reticente y él le dijo que confiara en
él. Así lo hizo. Agarró las riendas con fuerza y emprendieron el regreso al
trote.
Sin embargo, la tormenta fue más rápida que ellos y estalló de
repente, dejando sus prendas y cuerpos totalmente empapados. Alfred se
detuvo durante un instante para tratar de ubicarse, pero la densidad de la
lluvia creaba un manto blanquecino que imposibilitaba ver más allá de dos
palmos. Necesitaban encontrar un refugio o caerían enfermos por la
temperatura y la humedad. Heather se había puesto la chaqueta para
proteger su cuerpo del frescor de la lluvia, pero no era suficiente y tiritaba
de frío. Permaneció cerca de Alfred para no perderlo de vista y se obligó a
alejar el miedo por el bien común.
Tras evaluar la situación, Alfred tomó una decisión e indicó a
Heather que lo siguiera. Si su orientación no le fallaba habían llegado a sus
propias tierras y en apenas unos minutos llegarían a la casa del antiguo
guarda. Llegaron hasta una vieja aunque restaurada cabaña de modestas
proporciones, según pudo calcular Heather. Alfred desmontó rápido y
ayudó a la joven a hacer lo mismo. La tomó de la mano y la condujo hasta
el interior de la cabaña.
Heather miró por todas partes. Había sido un hogar antaño, pero
ahora solo estaba lleno de polvo y recuerdos de otra vida. Dio un respingo
cuando notó las manos de Alfred sobre su cuerpo. Estaba tiritando por culpa
del frío. El agua se había calado en sus prendas, la humedad se había
agarrado a sus huesos, y sentía que todo era un tintineo de dientes. Alfred se
acercó al dormitorio y buscó algo con lo que poder tapar a la joven que se
moría de frío en la estancia principal.
—Heather, me encargaré de encender un fuego para mantenernos
calientes mientras esperamos a que la tormenta amaine. Necesito que se
desnude y se cubra con estas mantas. Sus ropajes están empapados y podría
enfermarse.
—Pero… —trató de rebatir Heather, atónita por la sugerencia.
¿Desnudarse? Eso era, sin duda, algo demasiado íntimo para hacer frente a
Alfred. ¿Debería?
—Prometo que me centraré en encender el fuego y no miraré. Por
favor, debe hacerme caso o podría coger una pulmonía. En Londres son
muy comunes, y pueden ser horribles —dijo él muy alterado.
—De acuerdo.
Cuando Alfred escuchó la respuesta se sintió aliviado. Se alejó de
ella para regresar a la chimenea. Dispuso las tablas y troncos de madera
como tantas veces antes había hecho, aunque tardó un poco más de lo
esperando en prender el fuego. Después, sopló poco a poco a la tímida
llama hasta que esta dio pie a un cálido salón.
Heather, quien permanecía detrás de él, se desvistió con cuidado,
quitándose cada prenda hasta que no pudo desprenderse sola de la
penúltima, el corsé. Necesitaba ayuda.
—Alfred, necesitaré ayuda —susurró entre dientes con la mirada
caída.
Capítulo 13
Él se levantó de inmediato, se giró y la vio. Su ángel estaba semidesnudo
delante de él. Solo un corsé y un camisón separaba su vista de la magnífica
escultura que estaba seguro que la naturaleza había esculpido en su cuerpo.
¿Qué había sido del joven tímido incapaz de mirar a una mujer? Pues que
había caído en la trampa del amor y no podía evitar mirar como un
cachorrillo al amor de su vida.
Estaba nervioso, eso era evidente. No podía fingir estar en calma.
Por eso, cuando sus manos temblorosas comenzaron a desatar las tiras del
corsé, sintió que su mundo se tambaleaba. Ella se mantenía quieta,
expectante. Él sintió una oleada de apremio que le llevó a desprender la
maraña de nudos creada en la espalda de la joven hasta que el corsé cayó.
Cayó descendiendo por la cadera de la joven hasta el suelo. Y por un
instante, él deseó ser ese corsé para recorrer cada rincón de su cuerpo.
Ella se dio la vuelta y cuando fue a tomar las mantas para cubrirse,
pues se había dado cuenta de que sus pechos se marcaban en la tela por el
agua, él la detuvo. Se acercó más a ella y la arropó entre sus brazos
mientras sellaba sus labios con un beso. El cuerpo de ambos estaba mojado,
pero, conforme sus dedos comenzaron a recordar los rincones favoritos de
la anatomía del otro, la temperatura cambió drásticamente.
Por un instante, ese creciente fuego no venía de la chimenea sino del
interior de Heather. Ella tomó la valentía de llevar las manos hasta la
chaqueta de él y la retiró. No quería que pasara frío, aunque en realidad era
una excusa y ella lo sabía. Sentirse tan vulnerable delante de él, exigió que
él sintiera lo mismo que ella. Quería ver su cuerpo. Después le llegó la hora
al chaleco y a la camisa, hasta que el torso quedó al descubierto.
Heather rompió el beso y se detuvo para mirar. Él también la miraba
a ella, pero los ojos de la joven paseaban aturdidos por un torso que parecía
trabajado.
Después, como si de algo cotidiano para ellos se tratase, Alfred dio
un paso más allá y poco a poco retiró el camisón interior de ella hasta que
este cayó al suelo. Allí estaba, su diosa hecha carne. Su todo. Su Heather.
Natural. Divina. Se detuvo para admirarla y a ella, por primera vez en la
vida, no le dio miedo. No sintió pudor. Su cuerpo estaba ardiendo y sentía
más valentía que nunca vibrar dentro de ella. Aquello no era algo
inapropiado. Era lo que debía ocurrir entre dos almas que se amaban como
Alfred y ella hacían. No quiso justificar más lo que estaba a punto de hacer,
y lo que había permitido que Alfred le hiciera hasta el momento, porque
eran recuerdos que solo pertenecían a sus corazones.
Él, impresionado, sintió que la confianza regresaba a su cuerpo
conforme ella se acercaba hasta él para desabrochar con delicadeza su
pantalón. Pensó que se volvería loco en ese preciso momento. Tenía al amor
de su vida delante de él, desnuda y le estaba pidiendo a gritos que él
también se mostrara así ante ella. Se estaba tomando un tiempo para hacer
todo despacio, para que ella no se sintiera violentada ni obligada a nada,
pero en realidad era él el que deseaba tener tiempo para capturar cada
instante. Si su intuición no fallaba, lo que estaba por acontecer en esa
cabaña sería su mejor recuerdo hasta el momento.
Cuando el pantalón descendió, Alfred se deshizo de él, sacándolo de
sus pies y abrazando a la joven hasta fundirse en un solo cuerpo. Se besaron
y tocaron como la primera vez, pero, en esta ocasión, había un fuego más
intenso reclamando ser sofocado. En lugar de eso, Alfred pensó que
Heather estaba empeñada en azuzarlo más. Sin que apenas pudieran darse
cuenta, habían caído sobre el suelo. Estaba frío, aunque eso no les importó.
Sus cuerpos se enlazaban el uno con el otro mientras se deseaban como
nunca antes lo habían hecho.
Había una cama a escasos pasos de distancia del lugar donde se
encontraban, pero, para ellos, esa cama se encontraba muy lejos.
Demasiado lejos como para separarse el uno del otro. Alfred se levantó un
instante y tomó las mantas que había cogido del dormitorio y las arrojó por
el suelo para hacer más hogareño su lugar secreto. La estancia estaba más
cálida gracias al fuego, y esas mantas de lana aportaban una sensación
diferente.
Heather no era ninguna ingenua y aunque no tuviera toda la
información, sabía que deseaba con todo su corazón lo que estaba por venir.
Lo había deseado en secreto desde el mismo instante en que él exploró su
intimidad por primera vez semanas atrás. El fervor por conocerse más solo
había resultado cada vez más asfixiante. Entre sus brazos, unida a su cuerpo
y siendo merecedora de sus besos, sabía que no habría una persona como él.
Nunca lo habría. Era su Alfred. Él tenía su corazón desde hacía años y en
ese instante, algo temblorosa por el frío, aunque decidida en espíritu, estaba
comprometida a entregarle su cuerpo y su virtud.
Alfred aumentó la temperatura de la sala cuando abandonó la
seguridad de los labios de la joven para atrapar sus pequeños pechos. Los
chupó con pasión y esmero, y ella gimió. Ella tomó su cabello con fuerza
para afianzar el agarre, y cuando pensó que iba a arder por dentro, él
cambió al otro pecho. Y no olvidó el primero porque, mientras se dedicaba
a provocar con lamidas y soplidos al segundo, pellizcaba con atrevimiento
el primero. Ella se dobló por las risas, y él continuó. Continuó porque
aquello lo estaba volviendo loco y la risa de ella lo confirmaba. Jugueteó
hasta que sus manos reclamaron una nueva atención, una que conocía a la
perfección. Las respiraciones de ambos comenzaron a acelerarse marcando
el inicio de un nuevo rumbo.
Subió un poco hasta que sus labios volvieron a fusionarse y,
mientras se reconocían como antiguos compañeros de viaje, él introdujo un
dedo en su interior. Jugó, provocó, entró, salió, la volvió loca. Ella arqueó la
espalda y, cuando pensó que no podía soportar más el viaje al abismo que él
había trazado para ella, todo cambió. No supo cómo lo hizo, pero agarró el
cuerpo de él y lo puso sobre el de ella. No sabía por qué, pero necesitaba
tenerlo más cerca. No sabía cómo, pero lo necesitaba. Lo quería. Lo quería
a él. Por completo.
—Dígame que está segura. Que no tienes dudas. Heather porque
esto no tiene vuelta atrás.
—Nunca he tenido dudas. Usted es mi todo, Alfred —le declaró
mirándolo a los ojos con vehemencia y sentimiento. Era verdad. Sus almas
se complementaban y sus cuerpos, tendidos sobre la cálida manta de esa
cabaña, encajaban a la perfección.
—Y usted es mi mundo entero.
Con esa sensación, él colocó su miembro en la entrada de su
montículo y, cuando estaba a punto de entrar, sintió que se abrasaba. Estaba
muy caliente y él estaba dispuesto a arrojarse a las llamas y quemarse por
ella. Le avisó entre susurros y besos de que le dolería. Ella, solo lo besó
cuando sintió cómo él rompía de una embestida la barrera que les separaba.
Ella se tensó por completo y él se detuvo. Le besó en el rostro mil veces y
le pidió disculpas. Cuando notó que ella se relajaba comenzó a moverse de
nuevo lentamente, y durante varios minutos ambos cabalgaron sobre un mar
nuevo y desconocido del que no tenían la ruta, pero del que, de alguna
forma, sabían que llegarían juntos al puerto.
Heather se sentía confusa, pletórica, extasiada, exaltada, dichosa,
pecadora, provocadora y única. Las embestidas de Alfred solo la arrojaron a
una nueva melodía que no sería capaz de reproducir jamás sola. Ese placer
solo podía ser interpretado por un dueto que se comprendía y sincronizaba a
la perfección. Ella gimió. Él también. Sus respiraciones estaban dedicadas
al otro. Sus labios, más demandantes que nunca, se encontraban a cada
instante, amándose por primera vez. Heather comenzó a notar que su cuerpo
estaba creciendo de una forma nueva. Ya no le dolía la entrepierna, al
contrario, estaba encontrando cierto deleite en la fricción de sus cuerpos, en
cómo él la llenaba por dentro y en el vaivén de sus movimientos. Su espalda
se arqueaba cuando él se detenía para introducirse con más fuerza dentro de
ella. Cerró los ojos cuando el placer llegó a ser extremo, y antes de que
pudiera resistirlo sintió una explosión en su interior que le produjo una
calma inestable. Como en otras ocasiones, había llegado a un estado de
plenitud y satisfacción. Primero habían sido los dedos de Alfred, ahora,
todo su cuerpo. Instantes después, fue él quien cayó rendido sobre ella.
Él se hizo a un lado y trató de respirar de nuevo. Pensó que jamás
podría recuperar el latido normal de su corazón. En algún momento desde
que había entrado en la cabaña, sus latidos habían quedado recluidos por su
nueva dueña: Heather. Ella, por otro lado, trataba de recuperar la sensación
de normalidad entre sus piernas. Aunque extasiante y revelador, su
encuentro le había producido cierta incomodidad. A pesar de ello, se
sorprendió a sí misma descubriendo que deseaba más. Se llevó la mano a su
pecho tratando de respirar. En ese momento, Alfred le tendió el brazo para
ponerlo como si fuera una almohada para la joven. Ella aprovechó y se
acercó a él para colocarse de lado y poner una pierna sobre su cuerpo como
tantas veces habían hecho en ese claro.
—Heather, ¿quiere decir algo?
—No sé si voy a ser capaz. No puedo pensar con claridad.
—¿Está bien? ¿Le he hecho daño? —quiso saber Alfred.
—Creo que me siento incómoda, pero no por nuestra intimidad sino
porque me sigas tratando con esa rectitud —reveló ella indicándole que
eran los formalismos los que la incomodaban tras lo vivido.
—De acuerdo, lo intentaré de nuevo —aceptó encantado, pues no
había nada que deseara más que romper la última barrera de la cortesía que
los mantenía distantes—. ¿Te encuentras bien?
—Creo que he tocado el cielo con las manos —confesó ella
extasiada, sin llegar a creerse que había entregado todo cuanto poseía a
Alfred. No porque lo sintiera indecoroso sino porque era la sensación más
única de su vida. Era lo que debía ser.
—Creía que eso ya lo habías hecho antes en nuestras múltiples…
«conversaciones» en el prado —la provocó él, causando algunas cosquillas
en la joven y despertando sus risas.
—Nada ha sido como esto, Alfred. Nada.
—Esto lo cambia todo. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí.
—Quiero pedirle formalmente a tu padre que me permita cortejarte
—manifestó Alfred con seguridad. No tenía nada más seguro en su vida en
ese instante salvo la verdad que, desde hacía semanas, sabía: deseaba
casarse con esa mujer. Y quería hacérselo saber.
—¿De verdad? —preguntó ella exaltada, rompiendo su unión para
levantarse. Lo miraba a los ojos con detenimiento y con miedo de descubrir
que no lo había escuchado correctamente, y que sus deseos le habían jugado
una mala pasada.
—Por supuesto. Te lo dije, Heather: eres y serás mi mundo.
Siempre.
—No puedo ser más feliz —respondió pletórica. Solicitar a su padre
un cortejo oficial solo podía significar una cosa: matrimonio. Y ella
comenzaba a sentir que las nubes no estaban tan alejadas de la tierra.
—Nuestra felicidad durará, por el momento, hasta que amaine la
tormenta, porque luego debemos regresar a casa. Seguro que tu padre está
muy preocupado pensando que algo malo te ha ocurrido. Oh, Dios mío, he
sido un irresponsable. Debería haberte llevado a casa de inmediato. Te he
secuestrado.
—¿Secuestrado? —lo miró de manera escéptica—. Creo que he
entrado yo sola en esta cabaña, Alfred. Además, ambos somos conscientes
de que este momento iba a llegar. Ha sido especial y no lo cambiaría por
nada.
—Dime, ¿nos hemos vuelto locos?
—Desde luego.
Y allí, con un techo de manera que no sabían cómo era capaz de
soportar semejante tormenta, volvieron a fundir sus cuerpos, convirtiéndose
en un solo ser.

Como Alfred había vaticinado, el regreso a casa de Heather tuvo un sabor


agridulce. A pesar de que su cuerpo estaba pletórico por lo que había
ocurrido en aquella cabaña, sería un secreto que permanecería oculto en el
fondo de su memoria y de su corazón porque cuando vio la cara de enfado y
preocupación severa de su padre, sintió un mal presagio.
—Padre, mi intención era regresar antes de que estallara la
tormenta, pero… —comenzó a disculparse Heather a sabiendas de que nada
de lo que dijera podría calmar su enfado— tuve que guarecerme y esperar a
que amainara.
—Esto es lo más insensato que has hecho en toda tu vida, jovencita.
¿Acaso no te diste cuenta de que podrías caer enferma? —gritó enfurecido,
incapaz de serenarse ante la estupidez cometida por su hija.
—Sí, por eso busqué refugio —trató de explicar ella, aunque sin
revelar la totalidad de lo ocurrido. No era necesario—. Caminar bajo la
lluvia habría sido peor.
—Cada día te pareces más a tu hermana Susan. No me lo puedo
creer —agregó dando vueltas de forma errática sobre sí mismo—. No
puedes faltar en la temporada social. Este año es vital para ti.
—Padre, si lo dice con la premisa de que debo encontrar un marido,
ya le comenté que…
—No me importa lo que comentaras —la interrumpió su padre—.
Tenía plena confianza en ti, pero esta escapada irresponsable solo corrobora
que os he dejado demasiado libres a todas. Espero que no caigas enferma.
En una semana es la fiesta de cumpleaños de Alfred y como bien sabes ya
hemos confirmado nuestra asistencia.
—No me lo perdería por nada del mundo, padre.
—Eso ya lo veremos.
El conde se dio la vuelta, todavía malhumorado, para entrar dentro
de la casa dejando atrás a Heather. Era evidente que tardaría en recuperar su
confianza. Su comportamiento había sido indigno y algo más propio de su
hermana Susan que de ella. Quizá de eso tratase el amor, de cometer locuras
sin sentido, impropias de una misma. La mente de Heather se trasladó al
mejor recuerdo de su vida: su cuerpo fusionado con el de Alfred. ¿Cómo
podría olvidarse de ello?
No le importaba el posible castigo que su padre le interpusiera.
Nadie le robaría su recuerdo y lo que sus almas habían vivido. Se sentía
dichosa. Única.

Al otro lado del pueblo, Alfred York acudió a la casa familiar con un rostro
resplandeciente sujetando las riendas del caballo que había utilizado
Heather mientras montaba al suyo propio. Jamás habría pensado que el día
pudiera acontecer de esa forma. Todo había resultado natural y maravilloso.
Se excitaba solo de pensar en lo cómodos que se habían sentido los dos,
amándose en esa cabaña. Sin duda, Heather era merecedora de todo su
corazón.
Sin embargo, todo su buen ánimo desapareció al entrar en la casa y
ver que su padre y su madre lo estaban esperando en el salón principal. Su
madre daba vueltas de un lado a otro de la sala, nerviosa e impaciente,
mientras que su padre leía el periódico con calma en el sillón. Al ver que
entraba su hijo se desató el huracán.
—Se puede saber dónde has estado. ¡¿Acaso no has visto que había
una tormenta formándose?! —comenzó a gritar su madre fuera de sí.
—Madre, no se preocupe. He sido cauto y me he…
—No me importa tu prudencia —interrumpió la señora. Había
estado preocupada por su hijo y este parecía tan tranquilo al llegar que solo
se enfureció más—. Eres un inconsciente. Debemos acudir a ciertos eventos
y tú solo piensas en salir a cabalgar con tormenta.
—No esperaba la tormenta, madre…
—Es evidente que la influencia de tu gran amigo Benjamin —dijo la
duquesa con un tono de desprecio— y Susan Cavendish, te han nublado el
buen juicio. No cometerías estas imprudencias si no fuera por ellos.
—Eso no es justo —trató de defenderlos Alfred—. Ellos…
—Se acabó, Alfred. Solo Dios sabe lo que hiciste en la capital con
ese amigo tuyo y los fantasmas e ilusiones que te hicieron caer en las redes
de la señorita Cavendish. No me gustó nada desde el principio. Tan
conflictiva y vanidosa que era incapaz de ser educada y cortés.
—Respete a mis amigos, madre. Ellos me han ayudado a ser mejor
persona.
—¿A esto llamas tú «ser mejor persona»? —preguntó anonadada la
duquesa ante la clara falta de juicio de su hijo. Debía tomar cartas en el
asunto—. Antes jamás habrías cometido una estupidez como esta. Bien
sabe tu padre aquí presente que he tenido mucha paciencia contigo, pero
eres el futuro duque de York, y estas imprudencias no pueden volver a
suceder.
—Le prometo que…
—No hace falta que me prometas nada. Te traje de vuelta para
encontrar una esposa para ti, para que pudieras casarte. Pero veo que ni eso
sabes hacer por ti mismo.
—Me encantaría poder decidir…
—¿Decidir? —lo cortó la duquesa—. Está claro que no tienes buen
ojo para nada de eso. Ya puedes estar seguro de que a partir de mañana las
cosas van a cambiar. Asistirás al evento con tu mejor sonrisa, hablarás con
quien se te diga y harás lo que yo te indique. ¿He sido clara?
Alfred no respondió. Sus manos, todavía cerradas en puños
apretados, estaban tornando a color blanco por la presión que estaba
ejerciendo para resistirse. Su madre era muy importante para él, y la
respetaba, pero odiaba que se entrometiese tanto en su vida y que juzgase a
sus amigos. Y también se avergonzaba de sí mismo por no tener el valor de
hacerse respetar. Buscó en su padre a un cómplice que pudiera rescatarlo;
no obstante, no lo encontró. Su silencio respaldaba la opinión de la duquesa.
Era cierto que había sido un irresponsable, puesto que sabía que se
avecinaba una tormenta y aun así había salido a montar, aunque no iba a
caer enfermo porque se había desprendido de sus ropajes mojados y se
había secado para evitarlo. Además, había permanecido oculto durante toda
la tormenta. No podía contarle los detalles, pero estaría perfectamente para
el evento del día siguiente. El rostro decidido de su madre evidenciaba que
las consecuencias serían nefastas para él, aunque todavía no sabía hasta qué
punto.
—Alfred, ¿he sido lo suficientemente clara? —insistió la duquesa
con una mirada severa y firme ante la falta de respuesta de su hijo.
—Sí, madre —respondió agachando la cabeza incapaz de
defenderse. No podía. No tenía el aplomo ni la valentía suficiente para
enfrentarla.
—No quiero volver a verte hasta mañana. Ahora retírate e indica al
servicio que te preparen un baño caliente. No quiero que toda la casa huela
a perro mojado.
Alfred obedeció a su madre y se dirigió a la parte superior de la casa
para buscar a una doncella. Le prepararon un baño caliente y, mientras se
desprendía de los ropajes, pensaba en cómo había cambiado todo. Era
verdad que Benjamin y Susan habían sido dos grandes influencias en su
vida, aunque no en el mal sentido de la palabra. Al contrario, siempre lo
habían impulsado a ser mejor, a creer en sí mismo, a dejar atrás la timidez, a
enfrentarse a su madre y luchar por lo que creía que era mejor para él…
Personas valientes que mostraban un camino que él todavía no tenía el
coraje para tomar. Nunca había sido como ellos. Él era más cerrado, con
menos pretensiones sociales y con una clara predisposición a la soledad.
Prefería las carreras a caballo y los paseos por el jardín antes que las
tabernas o los rincones sociales. Su madre le reprochaba por sus amistades
y él solo podía desear que hubieran hecho más mella en él para darle el
coraje que no tenía para enfrentarla.

Al margen de lo que los jóvenes enamorados estaban viviendo con ilusión


en sus vidas, la duquesa decidió tomar cartas en el asunto. El imprudente de
su hijo estaba a punto de cometer una estupidez que podría romper la
estabilidad del ducado. Sus sospechas crecientes por sus erráticos
comportamientos diarios, salir a cabalgar durante una tormenta, sus
reticencias a encontrar una esposa, e incluso escuchar de otros invitados que
había bailado con varias jovencitas de menor rango la habían hecho
enfurecer. Y todo ello la llevó a tomar una decisión por el bien de su hijo y
del título.
En apenas unas horas dispuso todo para que su heredero y su esposo
viajaran al sur para revisar unas propiedades unidas al ducado. Estas
necesitaban encontrar nuevos arrendatarios para su explotación y seguro
que ellos podrían encontrar a algún interesado. Era una explotación de
cereal que siempre había sido rentable, pero el fallecimiento inoportuno del
agricultor, hacía apenas un mes, era un contratiempo que debían solventar.
Por supuesto, era la excusa perfecta para que su hijo tuviera tiempo
para recuperar la cordura. Alejarlo de las provocaciones, de las compañías y
de quien fuera que lo tuviera obnubilado.
Como había previsto, su esposo no puso reparo alguno en partir. Sin
embargo, Alfred trató de mostrar los grandes inconvenientes que suponía su
marcha antes de la celebración de su cumpleaños y con tantos compromisos
previos apalabrados. La señora se mostró firme ante la decisión tomada y
ambos partieron al cabo de un día.
Para su desgracia, eso significaba que Alfred debía abandonar a
Heather. Quería explicarle el motivo de su partida y pedirle que lo esperara,
que solo era una semana y que estaría de regreso antes de que se diera
cuenta. En secreto, escribió una rápida carta en la que alimentaba su amor y
reiteraba sus sentimientos.
Heather, después de recibir tal misiva, se entristeció al saber que una
semana separaría su corazón del de su amado, pero las dulces palabras que
le dedicó conmovieron tanto a su corazón que el tiempo separados pasaría
como tan rápido como un suspiro.
La joven soñó, añoró, rememoró y vibró por Alfred cada hora del
día durante el tiempo que se mantuvieron separados. No obstante, ella sabía
que, ante todo, su amor era más fuerte que la distancia y que no habría
ningún cambio a su regreso. Su amor era sólido, y la promesa que le había
hecho en el lecho solo reforzaba la idea de que el final feliz que siempre
había soñado estaba más cerca de lo que ella creía. Alfred la amaba y
hablaría con su padre para solicitar su mano. Apenas una semana separaba
el anonimato de sus afectos de la declaración pública. ¿Qué era una semana
más cuando tenían toda la vida por delante? Había esperado años por él.
Sería capaz de aguardar unos días más.
Capítulo 14
Había pasado una semana en la que los jóvenes amantes habían
interrumpido su contacto, aunque sus pensamientos estaban destinados
única y exclusivamente el uno para el otro. La fiesta de celebración estaba
próxima y la residencia Cavendish abrió sus puertas antes de tiempo por la
llegada de dos carruajes muy especiales. El primero, procedente del norte,
traía a tres ocupantes: Charlotte, su esposo y su dulce y pequeña hija. El
segundo, que llegó dos horas más tarde, estaba ocupado por Susan y
Benjamin. Heather y sus hermanas estaban muy contentas por el gran
reencuentro familiar y, por supuesto, el conde también estaba entusiasmado
por poder conversar de temas serios con los dos grandes caballeros que eran
sus yernos. Todos venían para celebrar el cumpleaños de Alfred y tenían
muy presente a quién debían prestar sus atenciones en la casa.
—Heather, querida. ¿Está todo listo para la celebración de esta
tarde? —preguntó el señor Cavendish delante de todas sus hijas y yernos en
el salón de la casa.
—Padre, parece mentira que no se haya dado cuenta que todo lo
relacionado con la velada de esta noche se preparó el mismo día en que
llegó la invitación.
—Violet, no seas así —recriminó Charlotte a su hermana menor.
Todas sabían del eterno enamoramiento platónico de Heather por Alfred,
pero la mayor esperaba que, tras su partida, los comentarios mordaces que
lanzaban a la joven se hubieran terminado.
—Bueno, es posible que la duquesa se alegre de veros, sobre todo a
ti, Charlotte, ahora que tienes el mismo título que ella. Estará pletórica por
contar con tu presencia y la de tu esposo —dijo Susan, dejando en
evidencia ante todos las claras inclinaciones clasistas de la madre de Alfred.
—Creo recordar que tu título tampoco se queda atrás —replicó
Charlotte.
—Bien sabes que no tiene ninguna importancia para mí. Me habría
casado con Benjamin aunque fuera un simple barón —respondió Susan con
atrevimiento, causando la risa en todos los presentes—. Además, seguro
que la señora se queda estupefacta al verme.
—Sea como sea, hemos venido a celebrar el cumpleaños de Alfred y
seremos felices por él. ¿Has comprendido, Susan? No eres la protagonista
de esta fiesta ―señaló Charlotte a su hermana menor para asegurarse de
que la nefasta relación que mantenía con la duquesa no interfiriera en la
velada, y mucho menos, incomodara a Heather o a la familia.
—Eso espero. Prometo comportarme como es debido ―prometió
Susan haciendo una pequeña reverencia a modo de burla, usando un tono
infantil―. Como una señora.
—Algo me dice que eso no ocurrirá —dijo Bella entre dientes,
causando un nuevo estallido de risas en la sala.
Los caballeros allí presentes escuchaban anonadados la
conversación que mantenían las jóvenes, sin dar crédito a las acusaciones y
comentarios que lanzaban las unas contra las otras. Benjamin era conocedor
del trato de su esposa con la madre de su mejor amigo, pues era una historia
muy cercana para él. Por otra parte, el esposo de Charlotte, más
acostumbrado a tratar con campesinos y gente corriente, aborrecía ese tipo
de encuentros sociales, pero consideraba que era una gran oportunidad que
debía aprovechar para reunirse con la familia de su esposa. Y, por último, el
señor Cavendish daba gracias al cielo por tener a sus hijas reunidas de
nuevo bajo el mismo techo, y por sostener en brazos a su nieta, lamentando
que su esposa no pudiera presenciar ese momento familiar.
Heather, por su parte, se mantuvo en silencio y con la mirada baja,
guardando todos los secretos de sus últimas semanas con Alfred. Un viaje
los había mantenido separados durante una semana, sin embargo, esa noche
la espera terminaría. Vería a Alfred.
Como se había esperado, la residencia Cavendish se llenó de más
ruido del habitual debido al incremento de visitantes. Los invitados
emplearon algunas de las habitaciones que llevaban tiempo sin utilizarse, y
la niña se ocupó de destrozar la suya antes siquiera de que sus padres
entraran.
Apenas quedaban dos horas para el inicio de la celebración, así que
se empezaron a preparar con tiempo suficiente, dado que, con los nuevos
invitados, necesitarían turnarse a las doncellas y ayudantes de cámara.
Susan, Heather y Charlotte decidieron ser las últimas en prepararse. Violet y
Bella, como las menores, solían ser más caprichosas y demandar más
tiempo de las doncellas, por ello, preferían que las mujeres que trabajaban
para ellas pasaran los nervios al principio y se quedaran con un buen sabor
de boca por la educación y cortesía al final.
El señor Cavendish corría por los pasillos detrás de su adorable
nieta. Era inaudito ver un comportamiento así en el señor de la casa, pero
todos disfrutaron observando con cariño en esa faceta mucho más tierna y
familiar. Ellas apenas tenían recuerdos de su padre tomándolas entre sus
brazos porque era su madre quien se encargaba de todo junto a las
doncellas. Sin embargo, todas respiraron entusiasmadas al ver la gran
sonrisa que tenía el hombre en el rostro al levantar a la pequeña como si
fuera un saco de patatas.
—Jamás he visto a padre tan feliz —dijo Heather a Susan y
Charlotte, quienes estaban tomando una taza de té en otra sala.
—Benjamin dice que los niños lo cambian todo.
—No puedes hacerte una idea —corroboró Charlotte pensando en lo
mucho que había cambiado su vida desde el nacimiento de su hija. Entonces
se giró y miró a Susan antes de formular la siguiente pregunta—: Vosotros
dos, ¿todavía no deseáis tener hijos?
—Por el momento creo que mi querida sobrina será nieta única —
declaró con determinación Susan—. Benjamin y yo hemos aprovechado el
tiempo para conocernos más, viajar, conocer sus propiedades y… conocer
mejor nuestros cuerpos. Y queremos seguir así durante un tiempo
—¡Susan! No seas tan descarada. Heather está aquí presente.
—No hay nada de malo en hablar de la feminidad y del amor carnal,
querida hermana —se excusó Susan tratando de calmar a su exaltada
hermana. Era evidente que su hermana menor todavía no conocía los
placeres del amor entre un hombre y una mujer, mas eso no quería decir que
no pudieran adelantarle ciertos detalles interesantes para que estuviera
preparada—. Sabía que eras seria, pero no tan mojigata. Precisamente tú
tienes una hija, así que conocerás la mecánica del amor conyugal.
—Por supuesto que lo conozco, pero eso no quiere decir que le
desvelemos a Heather las cosas que le esperan antes de tiempo.
—No hace falta que me digáis nada —respondió Heather, lo que
causó que sus hermanas dejaran de discutir de golpe para mirarla con
incredulidad. Analizó las palabras detenidamente al darse cuenta de que la
observaban con los ojos muy abiertos y concluyó que quizá no habían sido
las más apropiadas. ¿Quizá había dado a entender que no necesitaba
explicaciones porque ella era ya conocía esos detalles? Tenía que enmendar
su equivocación—. Me refiero a que no es necesario que me expliquéis
nada porque es evidente que no contraeré nupcias a corto plazo.
—¿Se resiste cierto caballero? —preguntó Susan dando un codazo a
su hermana menor.
—No me apetece hablar de ello.
—Oh, vamos, no puedo seguir callada por más tiempo. Todas
sabemos que estás enamorada de Alfred. Lo que todavía no nos explicamos
es cómo no estáis juntos —declaró Susan incapaz de comentar la evidencia.
Conocía a su amigo y los sentimientos que profesaba por su hermana, y por
supuesto, ella sentía lo mismo por él. ¿A qué estaban esperando?, ¿por qué
alargar el suplicio?
—¿Acaso es necesario que te cite los motivos? —preguntó Heather
indignada por el descaro de su hermana. Claro que sabía que todas sus
hermanas sospechaban de su amor platónico, ya que las indirectas hacia ella
eran frecuentes, pero no imaginaba que algún día lo hablaría de forma tan
directa con ella.
—Cuando Alfred y yo hablamos del amor y del matrimonio… —
empezó a relatar Susan con tan mala pata que pronunció las palabras menos
apropiadas.
—¿Cómo? —preguntó alarmada Heather. ¿Qué había querido
insinuar su hermana? ¿Alfred y ella habían hablado de matrimonio y amor?
Los antiguos fantasmas e inseguridades regresaron de golpe. Ni siquiera
ellos habían hablado de ese tema tan delicado. ¿En verdad había ocurrido
algo entre ellos? Alfred le había jurado que ella había sido la única, pero el
temperamento de su hermana era todo lo contrario al celibato y el respeto,
así que todo podía ser. La amistad compartida entre ellos durante tanto
tiempo quizá había significado algo más para ambos en algún momento.
Heather comenzó a sentir una oleada de náuseas en su cuerpo, unido al
nerviosismo por ver a Alfred, lo que hizo que se levantara como un resorte
y saliera de la sala sin permitir que su hermana se explicara.
Heather Cavendish se encerró en su habitación sin importar que sus
hermanas llamaran a su puerta. No podía evitar sentirse confundida, inferior
y estúpida. Confundida porque no sabía qué pensar; inferior por la
presencia de Susan, quien parecía haber compartido más tiempo e intimidad
con Alfred que ella; y estúpida por no saber enfrentarla y confesarle que
había encontrado el amor con él.
Un rato más tarde fue la doncella quien llamó y, con un gran
esfuerzo, Heather abrió la puerta. Apenas tardaron unos minutos en
preparar a la joven, pero se hubieran necesitado horas para arrojar bien lejos
el pesar y la tristeza que ahora inundaban el corazón de la joven. Quería a
Susan, mas aquella conversación lo había roto todo. Trató de poner su
mejor sonrisa, aunque algo le oprimía el corazón cuando se distribuyeron en
las tres calesas rumbo a casa del duque.
Al cabo de un rato, las puertas del carruaje se abrieron para que, con
la ayuda de varios hombres, las invitadas pudieran bajar. Conocían aquellas
escaleras blanquecinas a la perfección casi tanto como las odiaban.
Toda la familia Cavendish al completo salvo la hija de Charlotte,
que se había quedado durmiendo en la casa, entró en la residencia y se topó
con una multitud que conversaba de forma animada mientras una pequeña
orquesta interpretaba una pieza musical en un extremo de la sala. Susan
trató de captar la atención de su hermana para darle explicaciones en varias
ocasiones, pero Heather no quería que su humor se oscureciera más. Solo
quería disfrutar lo que pudiera de la velada sin tener la sombra del recuerdo
de su hermana en la mente.
Charlotte se acercó a los anfitriones para saludarlos y el rostro de la
duquesa cambió por completo. Era evidente que no la esperaba allí, ni a ella
ni a Susan Cavendish. Se había encargado de dirigir expresamente la
invitación a los miembros de la casa Cavendish. Habría sido su hijo Alfred
el encargado de tal afrenta contra la clase.
—Charlotte y Susan Cavendish —dijo la señora de la casa con
fingido entusiasmo—. No las esperaba por aquí. Me alegro de que hayan
podido venir. Soy consciente de lo ocupadas que deben ser sus vidas ahora,
como señoras casadas.
—Gracias, duquesa. Le agradecemos su recibimiento. Deseábamos
compartir esta celebración con su hijo, ¿dónde se encuentra Alfred? —
preguntó Charlotte mientras esperaba a que todas sus hermanas y
acompañantes llegaran hasta ellas.
—Oh, está saludando a otros invitados. Esta noche tenemos a
muchos hombres y mujeres distinguidos. Debe darles un gran trato. Pero
seguro que encuentra un momento para saludaros —respondió la señora
creando una gran incomodidad con sus palabras. Heather no lo quería ver,
mas sus comentarios eran dardos envenenados dirigidos a insultar su
posición, a su familia y su futuro. Susan, para quien ese veneno no pasó
inadvertido, trató de replicar a la anfitriona, pero su esposo la tomó del
brazo para que se relajara.
—Por supuesto, faltaría más —respondió Charlotte con una educada
sonrisa en el rostro. Ella era capaz de controlar su temperamento, aunque
eso no quería decir que no encontrara despreciable el carácter de la duquesa
—. Esperaremos a que esté libre y mientras saludaremos al resto de
invitados.
—Por supuesto. Disfruten de la velada.
Al otro lado de la sala se encontraba Alfred, quien todavía no había
reparado en la llegada de la familia Cavendish. Susan advirtió que su amigo
conversaba con el duque de Dorset, su hija, el duque de Northumberland, su
esposa y sus dos hijos. Parecía una conversación animada y ninguno quiso
interrumpir.
Los miembros de la familia Cavendish se diseminaron por la sala
para saludar a sus respectivas amistades. Todos menos Charlotte y su
esposo, quienes se quedaron con Heather a un lado de la sala. La animaron
a tomar una copa de vino y a esperar juntos el momento para saludar a
Alfred.
—Heather, deberías dejar que Susan te explique algunas cosas —
comenzó a decir Charlotte. Sabía que su hermana no querría hablar de sus
emociones, y mucho menos cuando estas implicaban a cierto futuro
heredero.
—No me apetece hablar de ello, Charlotte —respondió Heather con
su particular expresión. Una costumbre a la que siempre recurría cuando
deseaba huir de una conversación incómoda.
—Soy consciente, pero irte de esa forma no ha estado bien. Susan
quería decirte que…
—No me importa —la cortó la pequeña—. He venido aquí a
celebrar algo y me encantaría pasar una velada feliz y contenta. Hablaré con
Susan cuando llegue el momento y me sienta preparada.
Cerca de veinte minutos más tarde, Alfred dio por terminada su
conversación y se giró para buscar a otros invitados. Para su asombro,
Heather estaba allí junto a su hermana y cuñado tomando algo. Y aunque
sabía que le hacía ilusión reencontrarse con su familia, algo en su mirada
había cambiado. Ese brillo especial parecía apagado. ¿Le habría ocurrido
algo? ¿No le hacía ilusión verlo? ¿Quizá esa semana había cambiado algo
para ella?
Se acercó a ellas para saludarlas sin dudar.
—Buenas noches, Charlotte. Qué gusto tenerla aquí. Me alegré
mucho al recibir su carta de aceptación.
—No podíamos perdernos su cumpleaños, futuro duque —
respondió Charlotte con un cierto tono divertido. Sabía que el título siempre
le causaba incomodidad y decidió presionarlo un poco.
—Con Alfred es suficiente.
—Por supuesto, encantado de volver a verlo, señor —dijo saludando
con cortesía al duque de Wellington—. Y a usted, señorita Cavendish —
añadió, por último, dedicándole una tierna sonrisa a Heather.
—Buenas noches y felicidades —dijo Heather a modo de saludo,
regalándole una radiante y pletórica sonrisa para demostrarle lo mucho que
le había echado de menos, pero no lo suficientemente larga como para
alertar al resto de los presentes. Sin embargo, pronto aparecieron de nuevo
en su mente esas sospechas que eclipsaron su buen ánimo.
—Me complace tenerlos a todos aquí. Seguro que mis padres están
entusiasmados con su presencia. Me encantaría poder conversar un poco si
les apetece.
—Faltaría más. Es su cumpleaños, puede disponer de nosotros
cuanto le plazca —respondió Charlotte, mirando de reojo a su hermana
menor. Heather tenía la cabeza agachada y era incapaz de mirar a la cara al
joven Alfred. ¿De verdad no había cambiado nada desde que se había
marchado de la casa? ¿Su timidez seguía venciendo sus perspectivas de
felicidad? Así jamás podría enamorar al joven Alfred.
Durante varios minutos, el grupo conversó de forma animada hasta
que una sombra se acercó rápidamente hacia ellos.
—Alfred, querido, tenemos muchos invitados esta noche.
Comprendo que desees conversar con tus amigos; sin embargo, no podemos
ser maleducados con el resto de los presentes. Todos están aquí para
celebrar tu cumpleaños.
—Por supuesto. Iré en cuanto termine, madre.
—El duque y su hija han reclamado tu presencia —insistió la
duquesa sin dirigir una mirada a los presentes, frunciendo el ceño ante su
desobediente hijo—. Un asunto relacionado con unos caballos o algo así.
Alfred los miró a todos, en especial a la joven que lucía triste y
apagada frente a él. No quería dejarla, pero tenía que hacerlo. Debía atender
a todos los invitados y no quería que su madre sospechara que le prestaba
más atenciones a Heather que a otra persona. No cuando todavía no había
compartido con ella sus intenciones de casarse con la joven.
—Claro, madre.
El joven se dio la vuelta, marchándose del brazo de su madre y
dejando al grupo contrariado. Charlotte tenía varias palabras malsonantes
en su boca preparadas para dedicar a la bruja que había secuestrado a su
hijo y al cual dominaba a su placer, pero por respeto a Heather permaneció
en silencio. Se lamentó de la despiadada suegra que Heather podría llegar a
tener si algún día el amor triunfaba contra la tiranía.
La velada siguió su curso y ninguno de los invitados presentes
fueron testigos de los misteriosos acontecimientos que comenzaron a
suceder. Algunas de las conversaciones, desarrolladas en una zona apartada
de la sala por un grupo minúsculo de personas, estaban a punto de cambiar
el rumbo de varias vidas.
Heather no paraba de pensar en cuál sería el mejor momento para
dirigirse al piano e interpretar la pieza que había preparado para el
cumpleaños de Alfred. Había soñado con ese momento durante días. La
duquesa había contratado a una orquesta y no quería faltar el respeto a
nadie. Lo mejor, sería esperar a que los músicos se marcharan y la fiesta
quedara reservada para los amigos más íntimos de la familia. Esperaba
tener su ocasión. Pero, ante todo, deseaba volver a estar en brazos de Alfred
y decirle cuánto lo había echado en falta. No podía negar que estaba galante
esa noche y que escucharlo hablar, aunque no fuera a solas, había sido un
gran regalo para ella. Sentía su presencia junto a la suya y solo esperaba
tener un momento de intimidad con él.
Sin embargo, el tiempo pasaba y, aunque sus hermanas se
encargaron de amenizar la noche, Heather seguía sintiendo una presión en
el pecho. Esa presión aumentaba conforme veía a Alfred pasearse del brazo
de su madre de un grupo a otro. Pasó mucho tiempo cerca del duque de
Dorset y todos parecían encantados con su distendida conversación.
Heather no alcanzaba a escuchar el trasfondo de la misma, pero debía ser
interesante puesto que su enamorado sonreía.
Tiempo después, la madre de Alfred dejó a su hijo y tomó el brazo
del duque para hablar en privado al otro lado de la sala, dejando al joven
heredero y a la hija del duque de Dorset juntos. Heather se extrañó por
aquel detalle, pero no le dio la más mínima importancia puesto que era una
invitada más a la que atender y, según la duquesa, debía darles a todos su
importancia. Sin embargo, cuanto más se prolongaba la conversación, más
incómoda se sentía por la forma en que la joven observaba a Alfred. Por la
forma en que parecía buscar su mirada. Por la forma en que sus pómulos
sonrosados por el maquillaje trataban de…
Minutos más tarde, Susan llegó totalmente desencajada hasta el
lugar donde se encontraban Charlotte, Henry y Heather. Los tres
conversaban sobre los cambios que estaban haciendo en la propiedad
cuando una acalorada Susan los interrumpió.
—Creo que sería un excelente momento para marcharnos, ¿no
creéis? —propuso Susan exaltada, tomando a su hermana pequeña del brazo
para guiarla hasta la entrada principal.
—¿Marcharnos, cuñada? Apenas llevamos una hora y media aquí.
Creo que a la duquesa le resultaría desagradable nuestra partida.
—No creo que nuestra anfitriona note nuestra ausencia, así que
podría tomarse como una ofensa, Susan. ¡Qué descabellado! —comentó
Charlotte sin dar crédito a la propuesta. Al parecer, su hermana no había
cambiado nada en cuanto a su espontaneidad y ocurrencias a pesar del
matrimonio. ¡Pobre de su cuñado!
—Pero seguro que estáis cansados por el viaje —insistió Susan—.
Habrá sido largo. Y la pequeña está sola en casa. Quizá os necesite.
—Nuestra hija está bien cuidada, Susan. No hay nadie mejor que
Margie para lograr amansar a una fiera. Todas sabemos que contigo obró
milagros de niña.
—Bueno, Heather, eso nos deja a nosotras dos. Deberíamos irnos a
casa. Tienes una cara espantosa —añadió arrastrando a su hermana mientras
trataba de convencerla—. Estarás agotada con tanto preparativo —insistió
de nuevo.
—¿A qué viene tanta insistencia, Susan? Henry tiene razón. Apenas
acabamos de llegar…
—Pues yo me siento agotada —mintió Susan sintiéndose impotente
ante la parsimonia de su hermana mayor. ¿En verdad no estaba viendo que
trataba de salvar a su hermana menor? ¿Tan poco intuitiva era?
—En ese caso deberías regresar. Habéis traído vuestro propio
carruaje.
—Pero no sería correcto regresar a casa sin mis hermanas. ¿Qué
dirían de nosotras? Al menos debería acompañarme Heather.
—No deseo marcharme —respondió Heather haciendo resoplar a su
hermana mayor. Todavía quedaba mucha noche por delante. Deseaba
conversar con Alfred y entregarle su regalo de cumpleaños. Era evidente
que, dado el gran número de invitados y el recelo con el que su madre lo
protegía, no podrían encontrar un momento para estar solos, aunque lo
deseara.
—Heather, ¿no podrías hacer esto por tu hermana? —rogó Susan
por última vez.
—Lo siento, Susan, pero me encantaría poder quedarme a celebrar
con todos el cumpleaños de Alfred.
—¡Está bien! Me quedaré —respondió rendida.
Charlotte no sabía qué era, pero sin duda su hermana ocultaba algo.
Susan era una gran amante de las fiestas y siempre era de las últimas en
retirarse, y desde su casamiento con Benjamin estaba segura de que eso no
había cambiado. ¿A qué se debía su fuerte insistencia en marcharse?
Unos minutos más tarde, Alfred se dirigió a la orquesta para pedirles
que interpretaran algunos bailes. Sabía que su madre no lo aprobaría, mas
necesitaba generar una oportunidad para interactuar con Heather. La
duquesa lo mantenía ocupado todo el tiempo y le había resultado imposible
hablar con ella. Además, desde que se había acercado a saludarla, había
apreciado algo triste emanar de ella. Hacía tiempo que no la veía así. ¿Qué
había ocurrido?
La música empezó a sonar y los pocos invitados jóvenes que había
en la celebración se dispusieron en un extremo de la sala para iniciar la
danza. Charlotte arrastró a Heather hasta la pista de baile y juntas buscaron
un caballero con el que poder emparejar a la joven. Por arte de magia,
Alfred apareció frente a ella para ocupar ese reñido puesto y esta sonrió
encantada. Allí estaba, esa sonrisa que Alfred había echado tanto de menos.
No quería verla triste.
Las parejas comenzaron a moverse en círculos en la sala.
—No he tenido ocasión para decirte que estás espléndida esta noche
—dijo Alfred entre susurros cuando su cuerpo se acercó al de Heather
durante un giro. Después ella se intercambió de pareja con la de otra dama,
dio varias vueltas y regresó de nuevo a Alfred—. Te he echado muchísimo
de menos, Heather.
—No digas esas cosas delante de todo el mundo. Podrían
escucharnos.
—Pero es mi fiesta de cumpleaños, puedo hablar con quien desee.
—Al parecer no —respondió Heather con dolor y pesar. Odiaba que
apreciaran su molestia. No obstante, que Alfred no hubiera hablado con ella
en toda la noche le molestaba. Sabía que no era superior a nadie de la sala,
pero estaba allí por él y deseaba que, aunque solo fuera una vez, le dedicara
una de esas miradas que le hacían temblar las piernas.
—Lo siento muchísimo, Heather —Se disculpó Alfred
comprendiendo el reproche oculto tras sus palabras. Era esclavo de sus
responsabilidades durante la fiesta y odiaba lo que eso significaba para su
amor. Mantenerse distanciado de ella era su única forma de garantizar que
nadie advertía lo enamorado que estaba—. No era mi intención. Es que hoy
mi…
—Tu deber es para con todos los invitados. —Heather no lo dejó
terminar—. Lo comprendo.
—Sin embargo, llevo una semana sin ti y no puedo respirar
pensando que un muro nos separa a pesar de estar en la misma sala. No he
dejado de pensar en ti a cada instante —declaró él con tristeza, tratando de
aprovechar el contacto para transmitirle su amor.
—Todo tiene que seguir su curso, Alfred. No podemos… Tu madre
está siendo muy insistente. Es normal que…
—No quiero que pienses que no quiero estar contigo. —Ahora fue
él quien la interrumpió—. No he hecho otra cosa en la última semana que
soñar contigo.
—Alfred, alguien podría escucharnos —añadió Heather temerosa
mirando a ambos lados, con la esperanza de que nadie escuchara las
palabras de Alfred.
—He soñado con volver a besarte —declaró con vehemencia. Trató
de acercar más sus cuerpos durante un giro, pero la música los volvió a
separar—. Por el cielo, eres el mejor recuerdo de mi vida. ¿Me has echado
en falta?
—A cada instante, Alfred. A cada instante. Apenas he podido
respirar desde que te marchaste.
―Te prometo que dentro de poco terminará todo esto y podremos
vivir con libertad nuestro amor.
―¿De verdad me lo prometes? ―preguntó ella ilusionada y
expectante. ¿Realmente su sueño se haría realidad? ¿Hablaría con su padre
como había prometido para oficializar su relación tras la celebración de esa
noche?
―Desde luego. Tengo la firme intención de seguir sumando
maravillosos recuerdos a mi lista de mejores momentos.
―Eres un patán.
―Soy un patán enamorado ―aclaró Alfred con una radiante sonrisa
que logró que el corazón y las piernas de Heather se tambalearan antes de
finalizar la pieza musical.
Escuchar esas palabras por parte de Heather alimentaron la
esperanza en el corazón de Alfred. La seriedad en el rostro de su amada no
se debía a que sus sentimientos hubieran cambiado, sino al miedo de hablar
de sentimientos delante de todo el mundo. Ella también lo había añorado a
cada instante, y el deseo de estar juntos era una verdad palpable en su
mirada. Amaba tanto a esa mujer que nada podría ser más perfecto que
romper el protocolo, coger a la joven del brazo, llevarla hasta la chimenea
central y anunciar a todos que la amaba. ¿Podría existir una locura mayor?
En verdad sería el día más feliz de su vida y, con ello, ganaría también el
mayor quebradero de cabeza de su vida. Su madre jamás se lo perdonaría.
—Un segundo por favor, un segundo —dijo una voz femenina junto
a la orquesta, la cual había dejado de tocar interrumpiendo el paso de los
bailarines—. Siento de todo corazón interrumpir este baile ahora que estaba
tan animado, pero me gustaría hacer un brindis por el cumpleañero. Alfred,
querido, ¿dónde estás? —preguntó la duquesa buscando entre el público a
su hijo. Sabía a la perfección dónde estaba porque lo había seguido con la
mirada desde el mismo instante en que comenzó a bailar con Heather
Cavendish. Estaba enfadada por ello y era la típica actitud desobediente y
poco acertada de su hijo que esperaba que nadie hubiera advertido. Por
mucho cariño que tuviera a la familia Cavendish, o al menos, al cabeza de
familia, bailar con la hija de un conde no era apropiado teniendo otras
maravillosas pretendientas en la sala mucho más… interesantes. Sin
embargo, la duquesa compuso una pétrea expresión para que nadie
advirtiera lo perturbada que estaba.
Alfred se despidió de Heather y se acercó a su madre y a su padre,
quienes habían ocupado un sitio en un extremo de la sala para que todos
pudieran verlos perfectamente. Los camareros repartieron copas a todos los
invitados para que pudieran acompañar a los duques en ese brindis.
—Hijo, hoy cumples veintiocho años y es para mí un orgullo tener
un heredero tan entregado, noble y leal como tú. Tu estancia en la capital
para formalizar tus estudios te permitió madurar, crecer y afianzar tu
compromiso con el ducado. Y puedo asegurar que, tras mi partida de este
mundo, el ducado no podría quedar en mejores y más capaces manos. Por
ello, hoy quiero que todos le dediquemos un brindis a él —dijo levantando
la copa ligeramente emocionada y carraspeando como si quisiera alejar las
lágrimas que parecían asomar por sus ojos—. Por Alfred, por mi hijo.
Felicidades.
Todos los invitados a la fiesta levantaron sus copas y dijeron «por
Alfred». Bebieron y aplaudieron hasta que la anfitriona dio un paso al frente
para pronunciar sus siguientes palabras. Alfred, a quien estas muestras de
atención le resultaban más que incómodas, se sentía fuera de lugar con tanta
gente mirándolo. Para él, el cumpleaños perfecto habría sido unas horas en
una pequeña cabaña, con un fuego tímido encendido, abrazando al amor de
su vida. ¿Se podía pedir más? Al parecer, ese plan era incompatible con las
expectativas sociales de su madre.
Todas las miradas se giraron hacia la duquesa. Al contrario que su
hijo, eso era algo que ella deseaba y esperaba de todos sus invitados.
Habían asistido algunos nuevos invitados de última hora.
—Alfred, mi muy querido hijo. Hace veintiocho años iluminaste
nuestras vidas. Durante todos estos años te hemos cuidado, protegido,
animado a cumplir tus sueños y hoy te vemos convertirte en todo un
hombre. En un caballero. En el futuro duque de York. Sin embargo, todos
los caballeros deben tener una persona a su lado que les ayude a enfrentar el
día a día, las complicaciones del título y que puedan remar juntos hacia el
futuro.
—¿Madre…? —preguntó por lo bajo Alfred presintiendo que algo
iba a ocurrir por el rumbo que estaba tomando el discurso de su madre.
Alfred miró desesperado a su padre, pero él, como siempre, esperaba
impasible a que su esposa terminara. El joven comenzó a sentir una presión
en el pecho y cómo su estómago se encogía de repente. Algo malo estaba
por venir, algo que no había sospechado y que, estaba seguro, lo arruinaría
todo.
—El duque y yo queríamos aprovechar la celebración del
cumpleaños de nuestro hijo para anunciar su compromiso con la hija del
duque de Dorset.
Capítulo 15
«El compromiso, el compromiso, el compromiso, el…».
Heather Cavendish solo había experimentado en una ocasión que su
corazón se detuviera por completo, sintiendo un dolor tan lacerante como la
propia muerte: la noche en la que su madre la abandonó para subir al cielo.
Allí, plantada en un rincón del salón con los ojos puestos en el amor de su
vida sentía que esta vez sería incapaz de revivirlo. El aire se había escapado
de sus pulmones al escuchar a la duquesa y, aunque se había sentido
orgullosa de las bonitas palabras que le había dirigido a su hijo, no esperaba
tal giro de los acontecimientos.
Una parte de ella deseaba correr hasta Alfred, quien había agachado
la cabeza incapaz de dedicarle una mirada que le diera un mínimo de
esperanza de que después le explicaría todo. Explicarle simplemente que
todo era mentira. Que era producto de la enajenación y el deseo ferviente de
su madre de verlo casado. Que no eran verdad las dolorosas palabras que
había escuchado y que su corazón se negaba a comprender. No obstante, sus
ojos se habían retirado y eso hundió más a la joven Heather. Su cuerpo no
respondía. Quería gritar de pura rabia, pero su boca no se habría. Su
hermana mayor le había tomado la mano con fuerza y ella no la sentía. No
sentía el calor que parecía querer darle. No sentía la alegría y el jolgorio de
la gente a su alrededor. Quería… Heather Cavendish no podía pensar con
claridad. Su corazón, pisoteado, se había quedado reducido a la nada en un
lujoso salón en casa de los duques de York, con ninguna expectativa de
volver a sanar nunca.
¿Acaso el anuncio era verdad? ¿Alfred iba a casarse? Sabía que la
señora estaba deseosa de que su hijo contrajera nupcias, y sin duda, deseaba
un matrimonio ventajoso para él, pero ¿tan poco valía su amor que Alfred
no había podido detener todo aquello? ¿Tan poco habían significado como
para que no luchara por ella? Apenas unos instantes antes, durante el baile,
él le había reiterado su amor y sus sentimientos, y ahora… Habían
anunciado su futuro enlace delante de todos. Sería un compromiso que
aparecería en la portada de sociedad de la edición de los próximos días.
¿Cómo había pasado todo aquello sin que ella se diera cuenta? ¿Cómo
podría vivir con eso? ¿Por qué Alfred no estaba allí con ella? Se había
arriesgado a hablar de amor delante de todos durante el baile, pero no tenía
la valentía de decirle a todos que ese compromiso era mentira porque la
amaba a ella. Es que…
Sin darse cuenta, Heather Cavendish estaba llorando en silencio. Su
hermana Susan le había agarrado con fuerza de la mano derecha y Charlotte
y su esposo le habían puesto sendas manos en sus hombros para darle su
apoyo. Heather no podía respirar. Por mucho que sintiera a su familia allí,
no era capaz de procesar el aire que entraba en su cuerpo. Su corazón
comenzó a reaccionar, impactando con fuerza en su pecho y causándole un
gran dolor.
Conforme todos los invitados aplaudían y se acercaban a dar la
enhorabuena a la radiante futura esposa del próximo duque de York, Alfred
se giró para buscar a Heather entre el público. Estaba trastornado por lo que
había ocurrido y se sintió el ser más despreciable del mundo cuando vio las
lágrimas inundar los ojos de Heather. Quería explicarle que se trataba de un
error y que él no había cerrado ese trato, y mucho menos que estaba en
conocimiento de ello. Trató de ir hasta ella, pero su madre lo detuvo para
que atendiera las felicitaciones de los invitados. Frustrado tuvo que aceptar,
no sin antes ver cómo Heather era llevada por sus hermanas a la parte
exterior del salón hasta perderse por el pasillo. En ese instante, supo que
algo terrible había ocurrido en esa sala. Su futuro con Heather se había
truncado.
Pasaron los minutos y, aunque el futuro heredero tuvo que sostener
una falsa actitud para mantener la tapadera, ardía por dentro porque ninguna
de las mayores Cavendish regresó al salón a excepción de Susan, que volvió
a entrar para recoger a sus hermanas pequeñas y a su padre para regresar a
casa. Susan estaba tan perpleja por el comportamiento de su amigo que solo
le dedicó una justa y merecida mirada de disgusto que él aceptó con
resignación. No solo Heather estaba decepcionada con él, también su mejor
amiga. ¿Cómo había podido terminar tan mal justo aquella noche? Por
supuesto que lo sabía, y en cuanto se fueran todos los invitados tendría que
tomar cartas en el asunto.
Mientras, de regreso a casa, Heather Cavendish lloraba desconsolada en su
calesa junto a sus dos hermanas mayores. Los vehículos habían sufrido un
gran cambio respecto a sus ocupantes para que las hermanas mayores
tuvieran intimidad para conversar.
Charlotte y Susan sostuvieron a su hermana entre sus brazos,
abrazando su cuerpo y acunando su llanto, para que pudiera derramar todas
las lágrimas que necesitara. El viaje se hizo largo y, aunque Heather
necesitaba confesar algunas cosas a sus hermanas respecto a la magnitud de
su dolor y la implicación real que mantenía con Alfred, los hipidos y el
dolor de su pecho se lo impedían. Tenía la mano en el lugar donde se
suponía que su corazón descansaba, pero no estaba allí. Dolía tanto que
Heather fue incapaz de descender de la calesa y llegar a la entrada de la
casa. Su cuñado, que era más fuerte, la tomó entre sus brazos para llevarla
hasta su habitación y depositarla en su cama a petición de su hermana
Charlotte. Todos se detuvieron alrededor de la cama de la joven mientras
esta seguía llorando, mas pronto fueron desterrados por la hermana mayor.
Susan y Charlotte se quedaron con ella, tumbándose a su lado e intentando
consolarla.
Susan se sentía incrédula ante lo acontecido. Conocía a la perfección
a su amigo y era consciente de cuánto había amado a su hermana durante
todos aquellos años. Era tímido y, al igual que Heather, se sonrojaba con la
más mínima provocación. Si de algo estaba segura era de que estaba
profundamente enamorado de su hermana y, sin embargo, esa noche se
había comprometido con otra joven y lo habían anunciado con alegría
delante, no solo de decenas de invitados, sino de la propia Heather. ¿Cómo
había ocurrido eso? ¿Haber dejado a su amigo sin consejo había propiciado
que sus sentimientos cambiaran tanto? ¿O era él quien había cambiado?
¿Cómo había podido ser tan desconsiderado? ¿Tan poca valentía tenía como
para enfrentar a su madre y luchar por su amor? Era imposible, se negaba
Susan una y otra vez. Quería hablar desesperadamente con Alfred para
exigirle explicaciones, pero sabía que, de darlas no tendría que ser a ella
sino a Heather. Aunque, pensando en frío, dudaba que eso fuera a ocurrir,
pues era evidente que no mantenían ninguna relación afectiva que le
obligara a excusarse. Su hermana se había quedado impactada y con el
corazón roto al perder al joven del que llevaba años enamorada. Nada más.
Susan sintió lástima por los dos: ambos enamorados el uno del otro y no
podían estar juntos. Sin embargo, eso no le eximía de recibir una buena
regañina por el secreto no confesado con ella.
Charlotte, por otro lado, se sintió una pésima hermana por
abandonar a Heather a su suerte durante los últimos años. Desde que era
una niña siempre había estado profundamente vinculada a su madre y, tras
fallecer esta, la había visto convertirse en un molusco con el caparazón duro
e impenetrable, con los sentimientos recluidos y con un mundo interior
demasiado rico para compararlo con el del resto. Se comunicaba a través de
la música y esta había sido su salvación tras la pérdida de la condesa.
Charlotte había hecho todo cuanto había podido durante los años que
permaneció en la casa, pero sentía que le había fallado al no darle la
motivación y el empuje necesarios como para que le confesara sus
sentimientos tiempo atrás. A pesar de ello, viéndola llorar de esa forma,
sospechaba que necesitaba comprender algo.
Las horas pasaron y el pozo de las eternas lágrimas de Heather
pareció secarse. Sin fuerzas ni ánimos, la joven se quedó dormida entre los
brazos de sus cariñosas hermanas. Ninguna de las dos dejó el lecho aquella
noche y velaron por ella hasta la mañana siguiente. Apenas unas horas de
descanso separaban la noche más triste de su vida con la mañana más
deprimente de su existencia. Heather se levantó con el corazón roto, el alma
desgarrada y el humor perdido. No quiso despertar a sus hermanas, que
dormían plácidamente a su lado, así que, con cuidado, bajó de la cama y se
puso una bata. Recorrió los pasillos de la casa hasta descender en busca de
su refugio secreto.
La sala de música apenas estaba iluminada por unos tímidos rayos
de luz. Heather encendió algunas velas y se acercó hasta el banco donde
había dejado descansar varias partituras que ella misma había compuesto.
La canción que había compuesto para él. Miró las partituras con
detenimiento, las tomó, caminó hasta la ventana y la abrió. Las hojas
volaron con el viento de la mañana, meciéndose poco a poco hasta perderse
en algún lugar de la propiedad. Regresó al piano y comenzó a tocar. Tocó y
tocó sin descanso durante varias horas hasta que, alertada por su ausencia,
Susan entró en la sala.
—Sabía que estarías aquí —aseguró su hermana con una triste
sonrisa—. Veo que has practicado mucho en mi ausencia. Esa pieza no la
conocía.
Susan trató de aparentar normalidad, aunque era evidente que su
hermana lucía un aspecto horrible. Las ojeras en su rostro eran notables, su
sonrisa era inexistente y su cabello estaba completamente despeinado. Su
hermana no se detuvo cuando entró en la sala y continuó con su
interpretación, queriendo ignorar su presencia. No quería hablar con nadie.
—¿Vas a ignorarme durante mucho más rato?
—Todo el que sea necesario. Me gustaría estar sola —declaró de
forma seca Heather. Todavía no había aclarado su malhumor de la noche
anterior con su hermana, pero, tras todo lo vivido, ese dolor carecía de
importancia.
—Y a mí me encantaría que Benjamin no dejara las botas de montar
cerca de la ventana, y sin embargo todas las noches me golpeo con ellas. Lo
siento, si él no cambia, yo tampoco.
—Eres testaruda —recriminó Heather incapaz de creer que su
hermana fuera tan poco intuitiva.
—Y tú…
—¿Si…? Estoy esperando —preguntó Heather expectante y
enfadada, enfrentando a Susan con la mirada. Susan quería contestar a su
insulto, pero la cara de malas pulgas de la menor era solo una fachada para
mantener a raya sus sentimientos y su evidente dolor.
—Una hermana que necesita hablar —dijo Susan rendida ante la
novedosa actitud retadora de su hermana.
En ese instante, Heather Cavendish dejó de tocar y rompió de nuevo
en llanto. Había tratado de obligarse a sí misma a ser fuerte y a mantenerse
firme. No ser una carga para su familia, que nadie apreciara que el dolor le
martilleaba a cada segundo en el pecho, rasgando la superficie y clamando
por devorarla por completo.
—Lo he perdido, Susan. Lo he perdido —reconoció en voz alta
Heather por primera vez, sintiendo que ya no había esperanza alguna.
—Conozco a Alfred desde hace muchos años y no comprendo qué
ocurrió ayer, Heather. Entiendo que estés triste…
—Susan, tengo que contarte algo, pero debes prometerme que jamás
lo compartirás con nadie —comentó Heather levantando el rostro mientras
su hermana le retiraba algunos mechones que se habían pegado a la cara
efecto de las lágrimas.
—Ahora me estás asustando. ¿Qué ha pasado?
—Es que…
—Bueno, estoy preparada. Es imposible que me reveles que Alfred
y tú erais amantes en secreto. Eso no podría creerlo —dijo Susan en cierto
tono divertido, creyendo a su hermana y su mejor amigo incapaces de
vender sus inseguridades, sus miedos y vergüenzas para vivir su amor
mutuo. Cuando Heather la miró a los ojos y después los retiró, supo que
había dado en el blanco—. ¡No me lo puedo creer! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Esto
es un milagro!
—Baja la voz, Susan, o nos escuchará toda la casa. Tienes que
prometerme que será nuestro secreto. —Le hizo prometer Heather.
—Bien sabes que los secretos no son mi punto fuerte, pero cuando
se trata de Alfred y de ti, estoy dispuesta a hacer una excepción —declaró
Susan con vehemencia, todavía incrédula por lo que estaba ocurriendo. ¿Su
hermana y Alfred estaban juntos? Ahora sí que no entendía el anuncio de su
compromiso con otra joven. ¿Acaso Alfred había perdido el juicio? ¿Cómo
podía estar con esa señorita Marian cuando ya tenía a Heather que era
espléndida?
—De acuerdo.
—¡Dios bendito! No puedo creerlo.
—Y no lo creerás si no me dejas contarte nada —insistió Heather
sintiéndose molesta.
—Claro, perdona. Adelante.
—Desde hace muchos años siento cosas muy especiales por él y
siempre he deseado convertirme en su esposa, pero… siempre pensé que
era un enamoramiento unilateral por tu estrecha relación con él.
—¿Alfred y yo? ¿De verdad pensaste que Alfred y yo nos
casaríamos? —preguntó estupefacta Heather. ¿En verdad ese había sido el
freno de su hermana para ser feliz? ¿Su relación con Alfred? Debía aclarar
las cosas.
—No sabía qué pensar. Eres tan extrovertida y llena de energía y
vitalidad, que es imposible competir contra ti.
—Alfred y yo jamás tuvimos una relación de ese tipo, Susan.
Nunca. No solo porque habría sido indecente para su querida madre, quien
me odia, sino porque Alfred siempre ha sido como un hermano para mí. De
hecho, él era la serenidad y el juicio que me faltaban y yo esperaba poder
infundirle algo de mi espontaneidad. Tienes que creerme. Nunca ha
ocurrido nada entre nosotros.
—Lo sé. Él me lo dijo.
—Entonces no sé qué tiene que ver todo esto con lo que ocurrió
anoche.
—Perdí toda la esperanza de casarme con él o con cualquier otra
persona, Heather. Incluso compartí mis planes con padre y acepté con
resignación mi futuro. Pero el destino quiso que ciertos acontecimientos me
acercaran a Alfred, y ambos acabamos confesando nuestros sentimientos.
—¡Oh, por fin! —gritó exaltada Susan sin llegar a creerse que de
verdad su hermana había tenido su cuento de amor, al menos en parte.
—Hemos estado más de un mes viéndonos en secreto y…
—Os habéis enamorado más si es que eso podía ocurrir —concluyó
Susan parcialmente ilusionada por la declaración de su hermana. Por
supuesto que estaba eufórica por enterarse de que habían vivido su historia
de amor, e incluso se sintió orgullosa de que su hermana hubiera sido capaz
de mantener una relación sentimental en secreto, pero los acontecimientos
recientes le obligaban a recordar que el final no había sido tan maravilloso.
—Sí, aunque de nada ha servido porque ahora estoy… Anoche tuve
que presenciar cómo hacía público su compromiso con otra mujer. Soy
consciente de sus obligaciones y su futura esposa no me desagrada,
aunque…
—¡Basta! No voy a dejar que elogies a la mujer que te ha quitado al
amor de tu vida. Aunque estoy confusa, y sospecho que algo ha podido
ocurrir entre bambalinas en esa celebración, y no permitiré que te resignes
de nuevo. Alfred y tú estáis hechos el uno para el otro.
—Es inútil, hermana, su compromiso ya ha sido anunciado —dijo
Heather completamente abatida.
—No he escuchado a Alfred durante tantos años halagarte y decir
buenas cosas de ti sin creer que me daba cuenta de sus sentimientos para
que ahora demos todo por zanjado —dijo con determinación Susan
levantándose del banco. Tenía que tomar cartas en ese asunto.
—Sé muy bien que nada se puede hacer, Susan —confesó
totalmente hundida y sin controlar sus lágrimas—. Nuestro amor no ha sido
suficiente y ha optado por casarse con una mejor opción para él.
—¿Una mejor opción para él? ¿Tú te has escuchado bien? —
preguntó Susan rabiosa, dando varias zancadas airadas por la sala—. No
eres menos que esa hija de duque. Un título no define a las personas ni lo
que hay dentro de sus corazones. Esto no puede…
—¿Qué estás pensando hacer, Susan? —preguntó atemorizada
Heather por las intenciones de su hermana. Conocía su impulsividad y
temía que estuviera tramando algo—. Por favor, me has prometido que no
contarías nada de esto.
Por mucho que deseara enfrentar a Alfred y tirarle al fango junto
con los cerdos por su comportamiento tan obtuso, Susan se sentía culpable
y necesitaba confesarlo ante su hermana.
—Yo lo sabía, Heather… lo sabía y aun así no pude evitarte el dolor.
—¿Qué quieres decir? —preguntó contrariada la joven.
—Escuché a escondidas una conversación entre la duquesa y su
futuro consuegro en la que terminaban por cerrar algunos detalles del
anuncio del compromiso y no podía dar crédito.
—Por eso insististe tanto en que nos fuéramos —añadió Heather,
comprendiendo entonces la forma tan persistente de su hermana de
ausentarse la noche anterior. Trataba de evitar que viviera ese mal
momento.
—Sí. No quería que presenciaras ese anuncio si de verdad era un
hecho. Por eso estoy tan enfadada.
—No podías hacer nada, Susan. Yo quería estar allí.
—No, esto es también culpa mía —dijo Susan. Sin embargo, su
actitud cambió. Se acercó hasta ella y se puso de rodillas hasta posar sus
manos en las piernas de su hermana buscando su atención. Ella haría algo.
Definitivamente no podía quedarse de brazos cruzados—. Solo te haré dos
preguntas, hermana mía. Y me encantaría que, por primera vez, me
permitieras conocer tus sentimientos con claridad.
—Claro.
—¿Cuánto amas a Alfred York?
—Demasiado.
—¿Cuán implicada estás con él?
—Demasiado.
Aquellas dos respuestas fueron suficientes para que Susan
Cavendish se hiciera una idea de los profundos vínculos que compartían su
amigo y su hermana. Era evidente que Heather estaba ilusionada con esas
semanas en que su amor había vivido con plenitud y por eso, rota toda
esperanza con ese compromiso, se sentía tan devastada. Tocar el cielo con
las manos para descender abruptamente al infierno era un destino poco
deseado para nadie. Por supuesto que guardaría el secreto de su hermana,
pero castigaría al indecente e inhumano de su amigo por su
comportamiento. ¿Cómo podía implicarse con una joven hasta tal punto
para luego abandonarla? No era propio de su amigo, mas, al igual que
Heather, había estado presente en ese salón de baile y había visto cómo él
no decía nada cuando su madre lo anunció. Inaceptable.

Al otro lado del pueblo, en una residencia familiar que parecía haberse
despertado pletórica tras las buenas noticias de la noche anterior, se
arrastraba un nubarrón de dolor en la planta superior. Alfred había acudido
presto a su despacho en la casa tras la despedida de todos los invitados para
tratar de calmar los ánimos y a su corazón. Ver las lágrimas correr por el
rostro de Heather había sido lo más espantoso que había visto nunca.
Desgarrador. ¿Cómo había pasado aquello? Y peor aún, ¿cómo es posible
que no hubiera hecho nada para evitar la desgracia de ambos?
Minutos después, la madre de Alfred hizo acto de presencia en la
sala.
—Me ha parecido muy maleducado por tu parte que no hayas
despedido con cortesía a tu futura esposa y a sus padres. Sin duda, algo muy
poco propio de un futuro duque.
—¿Qué ha ocurrido antes, madre? ¿Cómo ha podido orquestar todo
esto sin consultarlo conmigo? —preguntó airado el joven sin retirar la
mirada de su madre.
—Porque no tenía que consultarte nada —respondió con soberbia su
madre.
—¡Pero es mi vida!
—Es el futuro del ducado —corrigió ella.
—No es justo y lo sabe.
—Yo te diré lo que es justo, jovencito —comenzó a recriminar la
señora dando varios pasos al frente para encarar a su hijo—. Te hemos dado
todos los privilegios propios de un duque: caballos, estudios, viajes… Todo
lo que te pedí a cambio es un matrimonio. Una mujer.
—Y la mujer llegará en su momento.
—¿En su momento? ¿Crees que esa desconocida joven con la que te
estás viendo será la futura duquesa de York? —reveló la mujer para
sorpresa de su hijo. Ella lo sabía. Puede que no supiera el nombre de la
jovencita en cuestión, pero era evidente que su hijo lo mantenía en secreto
era porque no sería alguien de su agrado cuando, en realidad, él lo hacía por
otros motivos—. ¡No, no lo permitiré!
—¿Cómo…? —preguntó horrorizado Alfred. ¿Cómo lo había
averiguado?
—¿Crees que tu madre solo vive para organizar fiestas y tomar el
té? Primero fue con la alocada de Susan Cavendish. Tu transitorio
enamoramiento por ella fue un reto para mis nervios, pero gracias al cielo
se casó con ese horrible amigo tuyo y la alejaron de ti. Sin embargo, cuando
comenzaste a asistir con ánimo a los bailes y tus rutinas de las mañanas
comenzaron a cambiar, noté que algo ocurría. Seguramente te estabas
viendo con alguien. Te mandé lejos con la esperanza de que recapacitaras,
pero tu comportamiento de anoche me demostró que estás muy perdido.
Enajenado por esa mujer y sus malas artes. Y si mi instinto de madre no me
falla, no sería una apropiada elección para el ducado.
—¿Apropiada elección para el ducado? —repitió atónito Alfred ante
las palabras de su madre. ¿Cuándo se había convertido en alguien así?—.
Madre, no sabe lo que está diciendo.
—Por supuesto que lo sé, hijo. No estaba dispuesta a que te casaras
con Susan Cavendish como tampoco lo estaré de que te cases con esa
cualquiera que te ha encandilado. Vete a saber las promesas que le habrás
hecho.
—¡Ella no es una cualquiera! —gritó desesperado Alfred.
—Ves, te ha nublado tanto el juicio que eres capaz de gritarle a tu
propia madre. Yo no te he criado para que me trates de esa forma.
—Madre… —trató de decir Alfred avergonzado, sintiendo cómo las
palabras de su madre calaban dentro de él. ¿En verdad era tan mal hijo? ¿Le
había levantado la voz?
—El matrimonio con la hija del duque de Dorset está arreglado
desde hace dos semanas. Los acuerdos están hechos y los anuncios
pertinentes serán publicados próximamente. El enlace tendrá lugar al
finalizar la temporada social.
—Esto es una locura, madre —declaró Alfred caminando de un lado
a otro de la sala, sintiendo que su suerte y su vida se escapaban entre sus
manos—. No pienso…
—Harás lo que tu padre y yo hemos dispuesto para ti. Romperás
cualquier contacto con la dama y evitarás que surjan rumores indebidos que
pongan en evidencia a nuestra familia.
—¿Y condenarme a un matrimonio sin amor? ¿Eso es lo que quiere,
madre?
—¿Sin amor? ¿Quién dice que no puedas encontrar ese
acompañamiento y apoyo en tu futura esposa?
—El matrimonio debe ser algo más.
—Eres un iluso, y cuanto antes te des cuenta mejor. No voy a seguir
permitiendo estas rabietas infantiles impropias de tu posición. Cortejarás
públicamente a la joven que hemos escogido para ti y te desposarás con
ella. Afianzaremos el título y ampliaremos nuestros contactos.
—¿Eso soy para usted, madre? ¿Una oportunidad de mejorar nuestra
posición?
—No, querido. Eres el futuro de esta propiedad y, por desgracia, las
uniones por amor no suelen ser las más inteligentes.
Con ese comentario, la duquesa dio por terminada la conversación.
Se dio la vuelta y dejó a su hijo en el despacho totalmente enloquecido y
fuera de lugar. Le habían enseñado que odiar a los padres era un gran
pecado, el peor de todos, pero en ese instante sentía un gran desprecio por
las oscuras artes de su madre. Al parecer, sus escapadas con Heather no
habían sido un secreto después de todo y, aunque estaba agradecido de que
no supiera la identidad de la joven, eso no le había impedido anticipar lo
que estaba por ocurrir. Estaba comprometido, e incluso había compartido
con Heather que hablaría con el conde para poder cortejarla públicamente y
pedirle su mano. ¿Qué pensaría ahora de él? ¿Pensaría que había jugado con
ella todo el tiempo? ¿Que nada de lo que habían vivido era cierto? Alfred
golpeó varias veces una pared próxima. Pura rabia. Pura impotencia. No era
propietario de su corazón porque se lo había entregado a Heather, pero
tampoco era dueño de su futuro porque este le pertenecía a sus padres.
¿Cuán horrible era el destino que jugaba con él de esa manera? ¿Por qué
ahora que se había reencontrado con el amor de su vida los hilos del telar
del destino jugaban en su contra?
El pecho le dolía muchísimo. Abrió la ventana de su despacho con
la esperanza de que entrara aire, pero no parecía surtir el efecto deseado en
él. Era un ser despreciable. No podía respirar. No tenía el coraje suficiente
para enfrentar a su madre y hacer valer su amor por Heather. Nunca lo había
tenido. Había traicionado su amor. Había perdido su final feliz con ella.
Alfred sintió que perdía fuerza en las piernas y cayó en el suelo. El dolor de
los nudillos afectados por el golpe era irrisorio en comparación con la
vergüenza que sentía de sí mismo y el pecado que había cometido contra
Heather. Sin dejar que nadie más lo escuchara, Alfred York lloró en secreto
amargamente en ese despacho hasta altas horas de la noche.
Capítulo 16
Aunque la conversación ocurrida en la sala de música se mantuvo como una
confidencia entre hermanas, no era ningún secreto para todos que algo
terrible había ocurrido la noche anterior. Las hermanas de Heather trataron
de animar a la joven y pasar tiempo con ella. Incluso Violet y Bella
parecieron enterrar el hacha de guerra por unos días y dejar a un lado las
discusiones y los gritos. Los caballeros, por otro lado, prefirieron formar
parte de la retaguardia en esa batalla. Sin información ni armas necesarias,
estaban mejor apartados que resultando una intromisión.
Heather había pasado de vivir como un fantasma, a simplemente,
existir. Había aceptado que nunca volvería a ser la misma. Habían pasado
tres días desde la noticia del compromiso y, por supuesto, los periódicos
locales y los rumores entre las señoras ya estaban a la orden del día.
Heather no había salido de casa, pero las conversaciones entre susurros en
su casa revelaban dichos acontecimientos. Sus cuatro hermanas se habían
desvivido por ella y se sentía arropada y querida. Sin embargo, por muchos
abrazos y besos que le ofrecieran, jamás podrían reemplazar el calor de las
caricias de Alfred, ni sus besos, ni el estremecimiento de su cuerpo al
amarla. Todo eso eran recuerdos que tendría que guardar en un rincón
secreto para alejarlos de su mente. Su futuro estaba decidido y tendría que
aceptar que pudo ser y no fue. Que quizá, no estaba destinado a ser.
Esa tarde, Charlotte insistió en que visitaran a una antigua amiga del
pueblo para tomar el té. No podían ausentarse de la vida pública tantos días,
y menos durante la temporada social. Puede que su hermana tuviera el
corazón roto, pero recluirse solo alimentaría el fuego de las habladurías y
Charlotte era consciente del poder de los rumores y de lo ociosas que son
las mujeres de la alta sociedad.
Las hermanas Cavendish entraron en la sala reservada del
restaurante para tomar el té. Su reunión con otras damas de la alta sociedad
las distraería, aunque también garantizaba temas complicados de abordar.
Se dispusieron alrededor de la mesa circular y, mientras les sirvieron el té,
comenzaron a hablar. Heather se mantuvo callada, con la mirada perdida en
el líquido que contenía su taza, y sus hermanas trataron de llevar la voz
cantante para evitar que el resto de las presentes se percataran del estado de
aflicción en el que se encontraba.
—Claro que nos ha tomado por sorpresa el enlace —comenzó a
decir una de ellas para introducir el tema de conversación que todas
parecían estar deseando compartir.
—No podemos creer que Marian vaya a casarse con el futuro duque
de York.
—¿La conocéis? —preguntó Susan aguardando a que las jóvenes
aportaran más información y esperando que no fuera una que dejara en
buen lugar a la futura esposa.
—¿A Marian? ¡Por supuesto! Es una de nuestras íntimas amigas.
—Sí, sin duda. Un secreto que guardaba con recelo hasta para
nosotras. Siempre ha tenido interés en el joven, pero de ahí a contemplar el
matrimonio.
—Entonces, ¿estaba enamorada de él? —preguntó alarmada Susan.
Aquella confesión agravaba las circunstancias del enlace.
—No creíamos que sus sentimientos fueran tan intensos, pero sí que
había mostrado su admiración por él en múltiples ocasiones.
—Entonces, ¿ellos se conocían de antes?
—Sin duda. Sus padres han sido amigos desde hace años y tengo
entendido que han acudido a veladas en común. Es evidente que
encontraron sus personalidades compatibles.
—Seguro que hacen una hermosa pareja. Marian es encantadora y
dulce. Seguro que se convertirá en una gran esposa. Su madre estará
pletórica por el anuncio y ya habrá empezado con los preparativos.
—No tanto como la duquesa de York, querida Mariela.
—Será, sin lugar a duda, el acontecimiento de la temporada.
—Desde luego, desde luego —afirmó con pesar Charlotte mirando
con tristeza a su hermana menor. Heather seguía con la mirada fija en el té.
Escuchaba, procesaba, comprendía.
—Seguro que Marian no es tan perfecta —dijo Violet para provocar.
Esperaba que sus amigas pudieran confesar algún secreto oscuro de la
joven. Si algo caracterizaba a las mujeres de la alta sociedad era su gran
propensión a los rumores, a compartirlos con el mundo y a crearlos.
—Al contrario, es tan perfecta que nosotras a su lado lucimos poco
educadas.
—Bueno, señoritas, seguro que encontramos otro tema con el que
amenizar nuestra tarde —dijo Charlotte propiciando un claro cambio de
conversación. Si la futura esposa de Alfred era tan perfecta como ellas
decían, no era algo que su hermana debiera escuchar.
Entre chismorreos y algunas nuevas noticias acontecidas durante la
temporada, Heather Cavendish se hizo una terrible composición del lugar.
Al parecer, la futura esposa de Alfred era perfecta. Una perfecta señorita,
con un perfecto título, con una perfecta familia, con una perfecta dote, con
perfectos modales, con perfecto… No había tachas, no había nada qué
excusarle. Al contrario que a ella. Ella era la hija de un conde, sin madre ni
hermanos que la protegieran, sin grandes habilidades, sin una personalidad
arrolladora y extrovertida, sin… amor propio. Eso era lo que la definía. Si
ella misma nunca se había querido, ¿cómo había esperado que otra persona
la amara o luchara por su amor? No era merecedora de Alfred. No estaba a
la altura de las expectativas ni del título que él heredaría. Sus familias eran
amigas, pero no lo suficiente como para considerarse iguales, y mucho
menos para unirse en el sagrado vínculo del matrimonio.
—Aleja esos pensamientos oscuros, Heather —sugirió entre
susurros su hermana mayor.
—No sé a qué te refieres —trató de disimular.
—Puede que no me lo digas, pero te has vuelto a hundir después de
salir del salón de té. Te veía cada vez más pequeña en esa silla —declaró
Susan evidenciando la realidad.
—No importa.
—¡Claro que importa! ¿Acaso estás pensando que eres menos que
esa señorita Dorset? ¡Eres mi hermana! ¡Reacciona de una vez! Todo esto
está orquestado por la madre de Alfred —sugirió Susan por primera vez en
voz alta. Era una sospecha que había surgido desde que vio la cara de
orgullo de la duquesa al brindar por su hijo. ¿Y si todo había sido
planificado para ella?
—No digas esas cosas, Susan. Su madre no querría…
—¿Mejorar su posición o emparentar con alguien pudiente y con
título? Ambas sabemos que su madre no es una persona bondadosa y que
siempre nos ha tratado con condescendencia —declaró con confianza
Susan. Ella despreciaba a la madre de Alfred, y era algo mutuo. No podía
creer que su hermana estuviera tan ciega a las oscuras artimañas de esa
mujer.
—No digas eso de ella —dijo Heather defendiendo a la duquesa.
—No me puedo creer que le defiendas cuando siempre has sido
testigo de las tensiones existentes entre nosotras en cada velada.
—Me retiro a mi habitación —respondió Heather con cansancio.
No quería escuchar más a su hermana. La revelación que había
sufrido en aquella sala de té fue desconcertante y humillante. Ella no era
consciente, pero su timidez y sus complejos respaldaban ese futuro
limitante que siempre había proyectado para sí misma. Por supuesto, que
Alfred no se hubiera personado para hablar con ella y darle una explicación,
era peor todavía. Quería y no quería hablar con él porque, por muchas
disculpas que pudiera darle, nada rompería el compromiso. Si su destino era
estar sin él, prefería no verlo más.
Sin embargo, la rueda del destino estaba en contra de los profundos
deseos de Heather Cavendish porque a la mañana siguiente, tras el
desayuno, recibieron la visita de Alfred York. Una de las doncellas anunció
la llegada del joven y todos, incluidos los caballeros, se pusieron alerta. Por
su propio bienestar emocional, los caballeros presentes en la casa habían
preferido dejar el tema de Heather en manos de sus hermanas y así poder
mantener la cordura. Todas miraron a Heather cuando mencionaron el
nombre de Alfred y esta, dolida, agachó la cabeza cuando la puerta se abrió.
—Buenos días, joven Alfred. ¿A qué debemos el honor de su visita?
—preguntó el conde, ignorante de todo cuanto acontecía.
—Buenos días a todos, señores, señoras y señoritas. Siento
presentarme tan temprano. Es evidente que les importuno, dado que no han
terminado de desayunar. Quizá debería volver en…
—Tonterías, ya está aquí, ¿no es así? ¿Qué desea? —insistió el
señor de la casa.
—M-Me gustaría hablar con la se-señorita Cavendish, si no es mo-
molestia —solicitó Alfred entre tartamudeos, dando vueltas a su sombrero
con la mano. Estaba nervioso. Mucho. Temblaba. Tenía pánico. Ver a toda
la imponente familia Cavendish delante de él le intimidaba, pero había
llegado a la residencia con un objetivo y trataría de cumplirlo.
—¿La señorita Cavendish? ¿Con cuál de ellas? —preguntó confuso
el conde, dedicándole un vistazo a Heather, Violet y Bella, sus tres hijas
solteras.
—Con Heather —dijo él con seguridad.
—Oh, claro. No veo inconveniente —aseguró el conde dando una
palmada—. Heather, por favor, ¿podrías salir para hablar con el joven
duque mientras los demás terminamos de desayunar?
—Por supuesto, padre —respondió con un ligero temblor en la voz.
Sintió cómo su hermana le apretaba la mano por debajo de la mesa para
infundirle fuerza y se puso de pie. No estaba preparada. Había deseado que
viniera en su busca, pero, al mismo tiempo, no tenía agallas para hablar con
él.
—¡Ah, casi lo olvido! Enhorabuena por su reciente compromiso,
joven Alfred.
—Eh… gracias, señor Cavendish.
Una flecha. Directa. Al. Corazón.
Eso es lo que Heather sintió al escuchar la felicitación por parte de
su padre. Se castigó a sí misma por no ser más transparente con sus
emociones como para que su padre felicitara al amor de su vida por casarse
con otra persona. Por eso, sus pasos hacia el exterior fueron más pausados,
provocados por la ausencia de aire en sus pulmones. Por la falta de vida.
No le dedicó ninguna mirada a Alfred cuando se puso a su lado y
tampoco lo hizo cuando recorrieron el pasillo hasta la entrada principal.
Ninguno dijo nada hasta que siguieron caminando con dirección a las
caballerizas. Heather había observado que los bajos de su pantalón no
estaban manchados, como tampoco sus botas, así que supuso que habría
llegado a caballo. Se dirigió directa a los establos, seguida por Alfred sin
mediar palabra.
—Heather, por favor, ¿puedo hablar contigo? Lo necesito —pidió
desesperado el joven, quien había aceptado con resignación el silencio de
ella como castigo.
—Con usted —aclaró Heather.
—¿Qué?
—No puede hablarme de esa forma tan cercana —respondió ella de
forma tajante sin mirarlo. No quería ser mala persona, pero tampoco quería
que jugara con sus sentimientos. Si no iba a ser su esposo tampoco podría
tratarla con falta de protocolo.
—Heather, tienes que escucharme. No sabía nada del compromiso
con Marian ni de que el anuncio se realizaría el día de mi cumpleaños.
Tienes que creerme —declaró con desesperación Alfred, tratando de tomar
la mano de Heather. ¿Cómo podría reparar aquello? Jamás había vivido
algo tan doloroso.
—¿El compromiso se ha anunciado? —preguntó Heather soltándose
rápidamente del agarre del caballero como si su contacto quemase. Lo había
anhelado, pero tenerlo era todavía peor.
—Sí.
—¿Va a casarse?
—Sí—respondió él abatido, comprendiendo lo que quería decir su
enamorada.
—Entonces monte sobre su caballo y regrese a su casa —añadió de
forma definitiva Heather, dándose la vuelta para regresar adentro. Justo a
varios pies de distancia, Alfred tomó la delantera y le interrumpió el paso.
La tomó entre sus brazos y la obligó a detenerse y mirarla.
—No puedes decirme eso —le dijo Alfred con dolor mientras
trataba de reprimir las lágrimas por la tensión—. Por favor, déjame hablar
contigo. Necesito explicarme y que entiendas que no puedo…
—Según he escuchado —interrumpió ella con la mirada triste—,
Marian es una señorita dulce, respetuosa, versada y talentosa. Sus amigas
dicen que es leal y cariñosa. Seguro que será la esposa perfecta.
—¿Qué estás diciendo?
—Tendrá a su lado a una mujer digna de la posición de un duque,
que le ayudará en todo.
—Heather, ¿te estás escuchando? ¿Crees que yo quiero algo de eso?
—preguntó entre entristecido y malhumorado.
—Organizará sus fiestas —comenzó a decir Heather totalmente
exaltada y fuera de sí—, atenderá a sus invitados, decorará su casa y le
proporcionará los herederos que…
—¡Basta, Heather! Detente de inmediato —dijo sacudiendo a la
joven para que despertara. ¿Cómo podía decir que esa mujer era para él?—.
¿Cómo puedes decirme esas cosas? Yo no amo a Marian. Solo te amo a ti.
—No lo suficiente. Y no debería. Ya no —afirmó Heather mirándole
a los ojos por primera vez—. Su amor no ha significado nada.
—No te comprendo —respondió él sintiéndose pequeño—. Soy
consciente de que este lío es complicado, y que es un contratiempo en todo
lo que estamos…
—¿Contratiempo? —preguntó con triste ironía Heather—. Usted se
va a casar dentro de dos meses y yo solo seré un recuerdo de verano.
—No, no eres eso.
—Le exijo que no me hable con esa cercanía y que no me toque —
rogó ella mientras trataba de zafarse de él. No podía permanecer más
tiempo con él o jamás podría recuperarse. No se merecía nada de eso—. No
puedo…
—Heather, no puedo mentirte…
—Yo soy la que no he mentido. Cuatro días he esperado para recibir
su visita, para tener una explicación. Para que me diga que lo que escuché
son solo mentiras. Que nuestro futuro juntos no se ha visto truncado por un
título y una dote. Pero es evidente que no soy suficiente.
—¿Cómo?
—No soy suficiente para usted, ni para su madre, ni para su título.
Deseo que desaparezca de esta propiedad. ¡Deseo que no regrese y que no
vuelva a dirigirme la palabra! —gritó molesta y frustrada la joven,
marcando con claridad las distancias. Estaba tan enfadada por todo, que era
incapaz de razonar o medir sus palabras. Solo el dolor regía lo que salía por
su boca. Si Alfred no podía ser suyo, era mejor que no volvieran a verse.
—No puedes pedirme eso —dijo él derrotado ante las palabras de
ella. ¿Cómo podía pedirle que se alejara? Él la amaba.
—Pues lo estoy haciendo.
—¿Y qué ocurrirá si no te hago caso?
—¿Qué pensará su mujer si frecuenta la casa de otra dama?
Esa pregunta fue mortal. Un golpe seco y certero que mostraba toda
la rabia que Heather llevaba acumulando desde el día en que escuchó la
noticia. Un golpe que mostraba su dolor. Alfred dio un paso atrás y soltó a
la joven. No podía dar crédito a cómo había cambiado su vida en apenas
unos días sin que él pudiera hacer nada para remediarlo.
—Váyase de aquí.
Heather se dio la vuelta y sin mirar atrás regresó a su casa. No quiso
escuchar las peticiones desesperadas de Alfred para que se detuviera,
porque apenas tenía fuerzas para remar hacia la orilla arrastrando los
maltrechos restos de su corazón. Esa conversación había sido lo más duro y
decisivo de su vida. Alejar al amor de su vida porque no podía tenerlo era lo
mejor. Para ella. Para él. Para todos. Nunca le había hablado así a nadie.
Nunca se había mostrado tan enfurecida o enajenada por sus emociones.
Había sido mezquina, pero no podía resultar de otra forma. No había
dudado de sus sentimientos, mas sí de su convicción para defenderlos y, sin
ellos, su amor no podría tener un futuro. No iba a tenerlo. Puede que él la
amara, sin embargo, no había sido suficiente como para contradecir a su
madre y tomar las riendas de su vida. No podía odiarlo porque lo amaba con
todo su corazón, pero él había antepuesto su título a su amor y, aunque le
parecía algo despreciable, lo comprendía. Era la maldición de la alta
sociedad. La maldición de los jóvenes que heredaban matrimonios políticos
a riesgo de perderlo todo.
Alfred se sentía débil y abandonado. Heather se había llevado su
corazón hace años y ahora se lo devolvía. No podía soportar tanta angustia.
Él mismo era el causante de todo aquello. Si tuviera la valentía suficiente
no les habría causado tanto dolor. No reconocía a la joven en el tono ni en la
dureza de las palabras que había utilizado. Era alguien distinto. Alguien
llevado por la tristeza y el dolor. Él había causado aquello y ahora solo
podía odiarse por ello.
Regresó a casa a lomos de su caballo, no sin antes dar un enorme
paseo por su propiedad, cabalgando a la máxima velocidad que el animal le
permitía. Alejarse, evadirse, dejar que su vergüenza se la llevara el viento.
¿Cómo había podido llegar a ese punto? Unos días antes estaba en brazos
de su enamorada, con dulces promesas que todavía le recordaban la
plenitud, saboreando sus labios, y en ese instante era un alma en pena.
Habían pasado varias horas y casi había llegado el momento del
almuerzo cuando Alfred entró en la casa. Sin embargo, y para su sorpresa,
unos gritos lo alarmaron. Su madre discutía con una joven cuya voz
reconocía a la perfección.
—Lo esperaré en este mismo salón, si no le importa.
—Querida, no es una hora muy propicia para una visita. Me
encantaría animarla a que regresara por la tarde. Como puede ver, mi hijo
no se encuentra en la casa.
—No tengo prisa alguna, duquesa. Siempre he admirado la tapicería
de sus excelentes sofás. Este es mi favorito —dijo Susan sentándose en uno
de ellos y desobedeciendo tajantemente la petición de la señora de la casa.
Esa odiosa mujer le había hecho la vida imposible durante años tratando de
alejarla de Alfred, y ahora jugaba con el corazón de su hijo como si se
tratase de un muñeco. No lo iba a permitir.
—Siempre ha sido una insolente, señorita Cavendish.
—Señora, si no le importa. Y si pudiera añadir el título de duquesa,
se lo agradecería. Después de todo, es lo que soy —indicó con soberbia
Susan, remarcando que ella poseía el mismo título, lo que provocó que la
madre de Alfred se quedara sin aliento por su comentario.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Madre? —preguntó Alfred incrédulo ante la
discusión que había escuchado desde el otro lado de la puerta.
—La señorita…
—Señora —corrigió Susan.
—La señora Collins ha venido para hablar contigo, hijo. Pero tras
insistirle en que no estabas en la propiedad, se ha mostrado reticente a
marcharse.
—Y no es problema, madre. Bien sabe que no es una molestia tener
un comensal más para el almuerzo. No olvide que he visitado a su familia
en incontables ocasiones y nunca me han cerrado la puerta.
—Por supuesto, hijo.
Alfred miró la seguridad que desprendía su amiga desde el sofá
mientras su madre se deshacía de los nervios. Aunque, en realidad, debajo
de esa fachada dura, había una amiga enfadada y a punto de reprenderle, y
con razón. Sin embargo, Alfred necesitaba que su madre abandonara la sala
para poder hablar con ella.
—Madre, por favor, Susan y yo deseamos conversar a solas.
—Oh, Susan, por supuesto. Por cierto, creo que estabais presentes
durante el anuncio del compromiso de Alfred con Marian. Es una joven
excepcional. Formarán un perfecto equipo.
—¿Un equipo? —preguntó divertida ante la poco acertada elección
de palabras de la señora. Sin duda, un equipo bien avenido, pero poco
enamorado—. Suena emocionante, sin duda.
—Madre, por favor —suplicó de mala gana Alfred. No estaba de
humor para enfrentar a dos mujeres al mismo tiempo.
—Desde luego. Además, tengo compromisos relacionados con la
boda, más importantes que atender.
La duquesa se despidió de los presentes y abandonó se marchó,
dejando un rastro invisible de su presencia en la sala. Una pestilencia
invisible del hedonismo y vanidad que Susan tanto despreciaba.
—Susan, sé que… —trató de disculparse Alfred.
—Salgamos. No creo que te apetezca que todos los miembros del
servicio y tus padres escuchen lo que te tengo que decir —resolvió Susan de
forma autoritaria. No daría su brazo a torcer por mucho que su amigo
estuviera triste. Había acudido allí alertada por el estado de decadencia de
su hermana, y haría todo cuanto estuviera en su mano para ayudarla.
—Claro —aceptó Alfred con resignación y guio a la joven hacia la
salida para dirigirse al jardín trasero, donde tantas veces habían jugado al
criquet. Cuando Susan no pudo contenerse más, explotó.
—¡¿Se puede saber qué es lo que pasa aquí?! —gritó Susan
enfurecida, golpeando el hombro de su amigo con rabia—. Regreso tras
meses sin ver a mi amigo para celebrar su cumpleaños y me encuentro con
que anuncia su compromiso con una perfecta señorita de la alta sociedad.
¿Qué está pasando?
—Yo…
—¿Qué ha pasado con todo lo que me contaste? —preguntó
golpeando esta vez el pecho de su amigo, quien no se defendió—. ¿Qué ha
sido de tus sentimientos por Heather?
—Yo…
—Todavía recuerdo el día en que me confesaste que amabas a mi
hermana. Yo estaba nerviosa porque llevabas varios días sin hablarme, y
temía que me dijeras que estabas enamorado de mí, pero, cuando al fin
liberaste tu secreto, me sentí la persona más dichosa del mundo porque el
sueño de mi hermana se haría realidad. Estabas enamorado de ella y ella de
ti. ¿Acaso no podía ser el destino más perfecto?
—Pero…
—¡Pero nada! —gritó teatralizando la situación y dando una vuelta
enfadada—. Tuviste que estropearlo todo y comprometerte con Marian, la
hija del duque de Dorset.
—Yo no…
—Por supuesto que tú no la aceptaste —continuó Susan sin dejar
que Alfred se defendiera. No quería que lo hiciera. Quería decirle
exactamente lo que había venido a decir—. Eso lo he tenido muy claro
desde el principio, Alfred. Seguramente haya sido tu madre quién, ciega por
la codicia, ha decidido tomar cartas en el asunto.
—Yo quiero a Heather, Susan. Te lo prometo —Declaró Alfred
desesperado, dejando salir las lágrimas de quien puede compartir su
frustración por primera vez—. No he amado, ni amaré, a nadie más que a
ella.
—Y, sin embargo, te vas a casar con otra persona.
—No tengo otra opción —respondió hundido y con lágrimas en los
ojos. Odiaba verse tan indefenso, pero Susan era su amiga—. Debo…
—¿Obedecer a tu madre? ¿Seguir con el mandato de tu ducado?
Recuerdo el día en que me explicaste los cambios que querías hacer cuando
heredaras el título. Tus reformas en los negocios, los rejuvenecimientos de
las relaciones comerciales, los planes de expansión, tus ganas de construir
un anexo enorme en la casa para construir un jardín para tu amada, la forma
en que le pedirías matrimonio a Heather… Alfred, ¿dónde ha quedado todo
eso?
Susan era consciente que sus palabras eran duras, pero necesitaba
que su amigo despertara, que reaccionara. Que viera la maldad en las
acciones de su madre y que rugiera para reclamar lo que se merecía. Quería
que se rebelara.
—No lo entiendes. El compromiso está cerrado, y no creas que no
he intentado discutir con mi madre sobre ello. No lo deseo. No deseo nada
de esto. Me siento desdichado. Infeliz. Le hice promesas a tu hermana,
Susan.
—Pues cúmplelas.
—No sé cómo hacerlo —respondió Alfred retirando la mirada y
sintiéndose todavía más pequeño, indefenso y fracasado.
—Intentarlo no es suficiente. Heather es única, Alfred. Más vale que
encuentres la forma o la perderás para siempre.
Capítulo 17
Susan Cavendish tenía razón, Alfred no merecía el amor de su hermana si
no era capaz de luchar por él. Había intentado hablar con su madre, pero
sabía que la decisión estaba tomada y poco podía hacerse para deshacer el
compromiso. Él no quería casarse con Marian. Por supuesto, no tenía nada
en contra de ella. Era una joven educada, divertida y culta. Sin embargo, no
era Heather.
Para él, Heather era todo lo que siempre había soñado. Puede que no
fuera la mujer más intelectual, femenina o extrovertida. Pero él nunca había
deseado nada de eso en una mujer. Él había amado las cualidades que todo
el mundo consideraba debilidades en la joven. Amaba su sencillez, su
timidez y su afición por la botánica. Su aversión por los caballos, su
capacidad al piano y su sonrisa plena cuando le hacía cosquillas en la
clavícula. Amaba sus gemidos al besarla, sus paseos en secreto por el
campo de amapolas y las miradas cargadas de sentimiento en los encuentros
sociales compartidos. Ella era su mundo, pero Susan tenía razón. Si no
hacía algo, la perdería para siempre.
Ese mismo día, Heather le había demostrado un temperamento que
nunca antes había conocido. Puede que días atrás fueran amantes deseosos
de pasar una vida juntos, con promesas y secretos compartidos. Sin
embargo, desde aquella fatídica noche, el dolor y la tristeza impregnaban
sus palabras y no podía reprocharle a la joven su malhumor al echarlo. Ni
tampoco sus formas. Él se lo había ganado a pulso. No había hecho nada
para demostrarle que ese matrimonio no tendría lugar. Él había traicionado
su confianza. Pero bajo ningún concepto quería que ella pensase que
Marian era la esposa perfecta para él. Puede que fuese la mujer que su
madre había designado para él, aunque no la que había ocupado su corazón.
Regresó a casa con un pesar todavía más grande en el corazón.
Había traicionado todo cuanto creía al aceptar ese matrimonio y, aunque
había logrado repeler durante varios días los intentos de su madre de que
pasara tiempo con Marian en público para corroborar el compromiso, había
llegado el momento de aceptar su destino. Odiaba escuchar a su voz interior
decirle que estaba obrando mal, aunque, al mismo tiempo, era su deber
como heredero.
Varias tardes compartió paseos con Marian y trató de entablar con
ella una conversación cortés. Le resultó evidente que la joven estaba
entusiasmada por el enlace y que se esforzaba por agradarle, pero él no
estaba dispuesto a fingir aquello que no sentía. Por ese motivo, las
conversaciones eran cortas y poco entusiastas. Sin embargo, su futura
esposa no desistió ni compartió sus desavenencias con la que sería su
suegra.
El siguiente sábado debían acudir a su primer acto social como
pareja comprometida y, aunque su madre se había empeñado en que le
prepararan el mejor traje para estar impoluto esa noche, odió a la persona
que se reflejaba en el espejo. Nunca se había visto así, como un completo
desconocido. ¿Dónde estaba el Alfred que recordaba?

No quería asistir. Heather protestó, trató de fingir una enfermedad e hizo


todo lo humanamente posible para quedarse en casa y no asistir a la cena en
casa de los Somset. Le encantaban sus hijas, pero no le apetecía conversar,
y mucho menos escuchar sus opiniones al respecto de todas las parejas
presentes en la sala. Sabía que Alfred había confirmado su asistencia a la
cena y era inevitable que asistiera con Marian, así que prefería ahorrarse el
mal trago de tener que fingir delante de todos. Mas, muy a su pesar, su
hermana Susan y Charlotte, junto a sus respectivos maridos, habían
pospuesto el regreso a sus casas hasta que la situación regresase a la
normalidad. Como había pronosticado, sus hermanas la obligaron a estar
lista en el carruaje antes de la hora estipulada. No podían permitir que se
hablara de ellas en los salones, ni que comenzaran a esparcirse rumores.
De camino a la residencia de los Somset, Violet y Bella trazaron
complejos planes para lograr que los jóvenes solteros invitaran a su
hermana mayor a bailar. No tenían nada en contra de Alfred hasta el
momento, pero deseaban hacer justicia por el estado en que se encontraba
su hermana. Y aunque Heather no estaba a favor de ninguna de esas
artimañas, encontró tierna la preocupación y el empeño que sus hermanas
menores habían puesto, pues siempre había considerado que la ignoraban, e
incluso la infravaloraban por sus escasas cualidades sociales. Para su
sorpresa estaban muy comprometidas a que esa noche su ánimo no decayera
y pudiera disfrutar de la velada.
A su llegada, la familia Cavendish entró en la modesta residencia
Somset y, tras saludar a los anfitriones, se dispersaron por la sala. Charlotte
y Susan acompañaban a su hermana menor en todo momento. Sus
correspondientes esposos habían huido junto al conde a por bebidas. Las
menores de la familia habían recorrido la sala hasta alcanzar a un grupo de
caballeros con los que mantenían una buena relación. Sin embargo, la
mirada de Heather no se limitó a contemplar los suelos pulidos de aquella
casa. Sin quererlo, buscó esos ojos que tanto añoraba entre los invitados.
¿Cuándo acabaría esa tortura? ¿Cuándo dejaría de buscarlo? ¿Cuándo
dejaría de echar en falta su presencia? ¿Quizá cuando su matrimonio fuera
un hecho, o puede que años más tarde? Si su destino era amar a un hombre
casado prefería marcharse.
Lo encontró. Estaba junto a sus padres y su nueva familia política.
Aunque no participaba activamente en la conversación, sujetaba una copa
de vino y estaba situado a la izquierda de su futura esposa en un círculo casi
perfecto. No alcanzaba a escuchar el tema de conversación, pero era
evidente que hacía muy feliz a las damas allí presentes.
Como si existiese un lazo entre los dos, Alfred notó un cosquilleo en
la espalda y se dio la vuelta. Ella estaba allí. No pudo evitar pensar que
estaba preciosa aun cuando todo su ser gritaba que estaba abatida. ¿Cómo
podía ser tan cruel para seguir manteniendo esa farsa familiar? Él solo
deseaba abrazar a Heather y declarar públicamente su amor delante de
todos, pero era algo imposible. Si hubieran tenido un poco más de tiempo,
si hubiera sido más cuidadoso para que nadie advirtiera sus ausencias, y si
no hubiera levantado sospechas, quizá habría podido pedir su mano en
matrimonio. No. Habría sido rechazado. No por el señor Cavendish, por
supuesto, sino por su madre. Le había dejado claro que tenía aversión por
los matrimonios mal avenidos y para ella, Heather era considerada una
cazafortunas de igual forma que en su día lo pensó de Susan. ¿Cómo podía
pensar su madre que la joven poseía tal carácter? La conocía desde niña y
era un hecho que Heather la idolatraba. ¿Esa devoción hacia la duquesa se
debía al respeto o a que deseaba que la aceptara como su nuera? Su madre
no era justa, ni tenía modales cuando se trataba de valorar a gente inferior a
ella, y por eso se sintió culpable por todo lo que la joven tuvo que soportar
durante años.
Las miradas de ambos se sostuvieron durante demasiado tiempo,
hasta que Susan se dio cuenta de ello e invitó a su hermana a girarse para
romper el contacto. Quería a su hermana por encima de todas las cosas, y a
su amigo también, aunque últimamente no se había ganado dicho afecto,
pero, ante todo, no quería que sufrieran más. Si Alfred era tan cobarde
como para no enfrentar a su familia por su hermana, no se merecía ni su
atención ni la de Heather.
Minutos más tarde, la tarjeta de baile de la joven Heather Cavendish
se llenó por completo. Más de siete caballeros se acercaron para solicitar un
baile con ella e, instigada por su hermana mayor, aceptó todos ellos a
regañadientes. Sus hermanas menores, quienes se reían orgullosas de su
triunfo desde el otro lado de la sala, sabían que, aunque Heather odiaba ser
el centro de atención, necesitaba ese impulso para salir de su letargo.
Pasaron por delante del grupo de Alfred al regresar junto a su familia y no
le dedicaron ni una mirada.
La música comenzó a sonar y, a pesar de que Heather no tenía ni
ganas, ni intención de bailar, había dado su palabra y aceptó la mano del
primer caballero comprometido. Malcolm, el joven al que había conocido
semanas atrás en el pueblo, el amigo de su hermana Violet. Tenía facilidad
para la conversación y antes de que se diera cuenta, le había sacado una
sonrisa. Era un caballero divertido, bastante más alto de lo que recordaba,
con el cabello largo y rizado recogido en una coleta y unos brazos
formidables. La bailarina comprendió por qué su hermana sentía
fascinación por aquel joven, aunque no se había creado una opinión sólida
respecto a su temperamento todavía. Tras Malcolm llegaron Jacob, Thomas,
Harry y George.
Todos sus compañeros de baile tuvieron la gran deferencia de
hacerla sonreír. Todos bailaron con habilidad salvo uno, que tuvo el
desatino de pisarle los pies y le provocó un tropiezo. No obstante, Heather
lo encontró agradable y se sorprendió de estar disfrutando de la velada. No
porque unos caballeros le prestaran atención, sino porque las situaciones
eran animadas y encontraba placer en el baile, la música que los
acompañaba y los jóvenes desconocidos que se acompasaban con ella en el
baile.
Por el contrario, al otro lado de la sala, Alfred York estaba viviendo
la segunda peor noche de toda su vida. Una parte de él estaba encantada de
volver a ver esa sonrisa en el rostro de Heather. A pesar de que sonreía sin
parar, Alfred fue capaz de descifrar resquicios de esa tristeza que había
visto antes en ella. No podía fingir del todo, no delante de él. Mas encontró
desconcertante que pasara casi toda la noche bailando. Normalmente ella
prefería estar sentada, deleitándose con la música y no siendo el centro de
atención de todos los presentes. Pero mientras los comentarios de la futura
boda del hijo del duque se extendían por la sala, Alfred se alegró de que la
joven estuviera ausente para escucharlos. Aunque al mismo tiempo se sentía
celoso porque otros caballeros estaban disfrutando del tiempo, la cercanía y
la sonrisa de su enamorada. ¡Sería su perdición!
No había nadie más en el mundo que se mereciera ser feliz que
Heather Cavendish. Y si él no iba a ser la persona destinada a estar a su
lado, no tenía que molestarse por que otro joven pudiera valorar sus
múltiples cualidades.
—Alfred, querido. Me encantaría poder bailar, ¿me acompañas? —
preguntó su prometida. El joven rompió su ensimismamiento al contemplar
a cierta bailarina entre la multitud y se giró para contemplar a Marian.
—Perdone, Marian, soy consciente de que no estoy siendo la mejor
de las compañías esta noche. Sin embargo, no me encuentro predispuesto a
bailar.
—Se espera que esta noche bailemos delante de todos para afianzar
nuestro compromiso. Una pareja que no baila… quizá no la vean muy bien
avenida —explicó Marian con calma, tratando de llamar la atención de su
futuro marido con la mirada. No parecía complacido por el enlace y mucho
menos, atento a ella.
—Comprendo lo que dice, pero no me encuentro muy animado. Lo
siento. —Alfred fue más brusco y tosco de lo habitual, por lo que su
prometida advirtió el enfado que parecía perdurar en su acompañante y se
alejó.
—Tal vez… podría considerar el iniciar una conversación privada
fuera de esta sala. Quizá en el exterior donde…
—¿Disculpe? —preguntó confuso ante el claro atrevimiento de la
joven.
—Me encantaría poder estar a solas con usted —confesó la joven
tomando el brazo de Alfred y enroscándolo con sus manos para acercarlo a
ella. El joven la miró sorprendido. Mostraba una iniciativa poco apropiada
para una dama de su posición.
—Eso no sería muy cortés.
—Puede que no, pero yo «deseo» estar con usted —concluyó la
joven enfatizando la palabra deseo en su discurso. Fue en ese instante
cuando Alfred advirtió un cambio en la mirada de la joven. Había algo en
sus ojos más provocador y atrevido que la modestia inofensiva que había
percibido hasta el momento. Eso lo alertó.
Rompió el agarre de su prometida y se dirigió a la mesa para tomar
otra copa de vino y seguidamente se retiró al exterior de la residencia para
respirar el aire fresco de la noche. Por supuesto, dejó claro a Marian con la
mirada que no deseaba su compañía por mucho que ella se lo hubiera
suplicado, y ella pareció captar el mensaje. Antes se detuvo en la puerta del
salón y admiró la escena con perspectiva. Heather parecía disfrutar de la
compañía de un caballero, Susan había rechazado por completo sus miradas
durante la toda noche, Marian había acudido junto a la duquesa para
comentar algo con ella que no parecía del agrado de ninguna, y su padre
permanecía completamente ajeno a cuanto ocurría en su hogar. En ese
instante, Alfred York comenzó a sentirse muy mal.
Alfred se sentía completamente aprisionado. Se quitó el pañuelo que
tenía anudado al cuello, lo arrojó al suelo, se desabrochó los primeros
botones de la camisa y caminó de un lado a otro. Su corazón latía
demasiado rápido y sentía que golpeaba con fuerza las paredes de su pecho.
Una fuerte presión se instauró en un lateral de su cabeza y pensó que no
había tomado tanto vino como para sentirse indispuesto de aquella manera.
Era incapaz de sujetar la copa de vino que tenía en la mano, pues esta le
temblaba con fuerza, y terminó por derramar todo el líquido en el suelo. No
se había dado cuenta, pero había comenzado a sudar frío y sentía que se
ahogaba cada vez más.
En ese instante, una mano le tocó la espalda, sin embargo, no se
giró. No sabía qué le pasaba y no quería que nadie lo viera así. Era el futuro
duque de York y no podía mostrarse débil. La mano volvió a tocar su
espalda y, en esa ocasión, sintió una extraña calidez. Una calidez que le era
muy conocida. Se dio la vuelta consternado y advirtió que su ángel se
encontraba a su lado.
Ella estaba aterrada, pues nunca había visto a Alfred en ese estado.
Sin embargo, trató de lucir calmada, pues percibía qué era lo que él
necesitaba en ese momento. No había sido sensato salir en busca del
prometido de otra persona, pero lo vio angustiado, pálido y descompuesto,
y necesitaba saber que se encontraba bien aún a riesgo de romper más su
corazón. Este apenas era capaz de concentrarse en ella. Sus ojos vagaban de
un lugar a otro sin capacidad de focalizarse. Algo le estaba ocurriendo y
tenía que ayudarlo a que se calmase. Lo tomó de los brazos y lo condujo
hasta un conjunto de matorrales alejado de la zona iluminada por la
propiedad. Allí nadie los vería y él podría recomponerse. Heather le ayudó
a que tomara asiento sobre la hierba y ella hizo lo mismo a su lado. Él
respiraba de forma entrecortada pero apresurada, lo que hizo que la joven se
preocupara todavía más. Si no lograba rebajar esas pulsaciones sabía que
algo malo podría sucederle a su corazón, así que hizo una cosa con gran
valentía: colocó sus manos alrededor de su rostro y le obligó a mirarla.
Alfred tardó en reaccionar. Sentía que estaba a punto de
desfallecer y que el corazón iba a estallarle. Tardó en visualizar que la
persona que lo había llevado hasta allí era Heather. Su Heather. La
presión aumentó al recordar lo miserable que era por haberla hecho
infeliz. Empezó a llorar. Lloró de rabia e impotencia, pero en silencio.
—Alfred, escúchame. Soy yo, Heather. Tienes que escuchar mi voz
y concentrarte en mí. Ayúdame a respirar, ¿de acuerdo? —dijo la joven
entre susurros, intentando transmitirle calma. Comenzó a forzar una
respiración coordinada para que él pudiera seguirle, cogiendo aire despacio
y soltándolo de la misma manera—. Vamos, Alfred, tienes que ayudarme —
insistió mientras mantenía esa respiración. Él tardó un par de minutos en
reaccionar, pero ella no lo soltó en ningún momento.
Una vez que Alfred pudo centrar la vista en Heather, trató de seguir
sus indicaciones. Al principio no fue capaz, pero, poco a poco, comenzó a
imitar a Heather. Repitieron esa respiración una y otra vez, despacio, hasta
que Alfred comenzó a tranquilizarse. Heather no había retirado las manos
de su rostro porque quería que se centrara en una sola cosa. Puede que ella
no fuera la persona más acertada, pero era el único recurso que tenía a su
disposición y no estaba dispuesta a que el resto de los invitados lo vieran
así.
Minutos más tarde, todo pareció regresar a la normalidad. Cuando
Heather sintió que el pecho de Alfred había recuperado su pulso habitual
retiró las manos de su rostro. Sin embargo, Alfred las interceptó.
—Heather, yo…—trató de decir Alfred con la voz entrecortada.
—No hables, solo trata de seguir respirando. Ya habrá tiempo de
hablar —mintió Heather. No era cierto. No habría más ocasiones para
hablar. No las habría, pero eso no era lo que él necesitaba escuchar para
reponerse. Ella intuyó que hablarle de manera cercana podría servir para
calmar la situación y eso había hecho.
—Lo siento… Dios, bendito. No sabes… —trató de decir dando
bocanadas de aire como un pez al que se le priva demasiado tiempo del
agua que necesita para respirar.
—No tienes que decir nada. Descansa un poco. —La voz de Heather
también estaba afectada por la emoción. Por el dolor de ver a Alfred en ese
estado, por la emoción de volver a estar a su lado y por el terror de saber
que no volvería a ocurrir y que estaba mal. Trató de levantarse, pero él se lo
impidió.
—Quédate conmigo un poco más —suplicó tomando su mano como
última esperanza. No quería perderla. Sabía que no era justo, mas no quería
volver al mundo sin ella.
—No puedo y lo sabes, Alfred. Esto no está bien.
—¿Y por qué siento que sí que lo está? Dime que una parte de ti no
desea estar conmigo. Dime… —rogó él intentando enmendar su error.
—Alfred… no me hagas esto, por favor —suplicó la joven.
—Heather, todo es una verdadera locura. Yo te amo y tú me amas.
¿Por qué está ocurriendo todo esto?
—No lo sé, Alfred. Pero ya no podemos hacer nada para remediarlo.
—No amo a Marian y lo sabes.
—Ya no importa —dijo Heather con un tono apagado, rendida—. Ya
nada importa. Te casarás con ella y juntos seréis el matrimonio perfecto.
Será una gran duquesa.
—No digas eso. Por favor, si estás enfadada conmigo dímelo, pero
no digas que ella será mejor esposa que tú.
—Al parecer no importa lo que yo piense, Alfred. Y no importa
cuánto podamos amarnos. El destino ha jugado con nosotros y ahora
debemos aceptar las cartas que tenemos. Necesito despedirme de ti.
Necesito despedirme de ti —dijo ella con pesar, aceptando desde el fondo
de su ser que necesitaba tomar distancia de todas las formas posibles para
que su corazón pudiera seguir palpitando un día más—. Necesito
despedirme de usted, Alfred.
—No, no me dejes.
Tras decir aquello, Heather se levantó y se marchó, dejando a Alfred
sentado todavía en la hierba y oculto tras unos matorrales, tratando de
recomponer el corazón que había quedado más malherido todavía tras la
incursión de Heather. Él no vio las lágrimas que desprendían los ojos de
Heather tras la confesión del joven. Había añorado esas palabras de aliento
y cariño por su parte, pero le dolía saber que jamás se las podría decir en
público. Sabía que no amaba a Marian, eso no necesitaba que se lo dijera,
mas, por mucho que ellos desearan otra cosa, el destino había marcado a
fuego y pulido en piedra su porvenir. Lo mejor era resignarse.
Heather trató de serenarse y regresó al interior de la residencia para
continuar con la velada, esperando que nadie hubiera advertido su ausencia.
Sus hermanas pronto la acogieron y ella aceptó encantada la copa de vino
que le ofrecieron y conversó con ellas.
Al otro lado de la sala, el humor de varios de los presentes era
completamente distinto al de Heather. La ausencia de Alfred se hizo
presente cuando su madre comenzó a buscarlo de forma insistente en la sala
a petición de su futura nuera. Al parecer, Alfred no estaba. El cielo dio
gracias a que no advirtieron cómo Heather se incorporaba sola proveniente
del exterior de la propiedad, o un escándalo mayor habría acontecido
aquella noche. La madre de Alfred estaba muy enfada y era algo más que
evidente.
Pasaron más de quince minutos desde el regreso de Heather hasta
que vieron por primera vez a Alfred atravesar el pasillo. Heather advirtió su
llegada, pero no se acercó a él, sino que lo observó desde su sitio. Él se
quedó quieto, contemplando a todos y a cada uno de los presentes en la
sala. Por primera vez, no buscaba a nadie en particular. Ni a Heather ni a
ninguna otra persona. Solo miraba. Miraba la vida que estaba teniendo en
ese pueblo. La vida que le esperaba en un futuro no muy lejano. La vida que
le depararía el ducado. La vida que tendría junto a una mujer que no amaba.
Una vida llena de lamentos e injusticias. Una vida de sometimiento y dolor.
La vida… Era una vida, pero no era «su vida».
Todavía le dolía la cabeza y el pecho por lo ocurrido, y estaba
tremendamente agotado por el esfuerzo, sin embargo, en ese momento al fin
se dio cuenta de todo.
Tomó una decisión. Puede que no fuera correcta, pero era lo que
necesitaba hacer. Y aunque eso le convertía en una persona horrible, a su
juicio y parecer, sintió que nada iba a salir mal.
Sus reflexiones no pudieron llegar más allá porque su madre llegó
furiosa hasta donde él se encontraba y comenzó a recriminarle por su
comportamiento. Él no la escuchaba. Por primera vez, no quiso hacerlo.
—Nos vamos inmediatamente a casa, madre —ordenó él de forma
firme llamando la atención de su madre, quien pareció sorprendida por el
cambio de actitud de su hijo.
—Yo no voy a ningún sitio. No me expondré a habladurías.
—De acuerdo, nos vemos en casa, entonces.
Y sin mediar más palabras, Alfred York se marchó del lugar, no sin
antes despedirse con cortesía de algunos invitados, e incluso de su
prometida. No era una persona descortés, aunque estar en aquella sala era lo
último que deseaba seguir haciendo. Conocía a la joven y sospechaba que la
forma tan atrevida en la que le había hablado era fruto de maquinaciones de
su madre para tratar de engatusarlo. Salió de forma apresurada, tomó su
chaqueta y pidió prestado un caballo al señor de la casa para regresar a su
propiedad con la excusa de no privar a sus padres de una noche de diversión
porque él se sintiera indispuesto. En verdad, no era una excusa. Se sentía
completamente enfermo por muchas razones.
Subió sobre su montura y, cabalgando sin cesar, recorrió la
propiedad de su anfitrión hasta llegar al pueblo, giró por el camino
principal, y continuó hasta llegar a los límites de la suya. Y allí, entre
árboles y setos, Alfred York se perdió en la noche, buscando la tranquilidad
y soledad que tanto ansiaba en ese instante.

Todavía en el salón de baile, Heather Cavendish había advertido la ausencia


de Alfred. La conversación amena con sus hermanas la distrajo durante un
rato, pero pronto fue evidente que el heredero no se encontraba entre los
presentes. Eso le causó cierta tristeza. La madre de Alfred estaba enfadada.
Su marido trataba de calmarla y retenerla, pero era una mujer muy
explosiva y estaba segura de que no dejaría ese desaire sin castigo.
Heather estaba preocupada por Alfred. Lo había ayudado a salir de
una situación muy complicada. No sabía qué le había ocurrido con
exactitud, pero se encontraba vulnerable y ella también tembló de miedo
porque pensó que lo perdería si seguía en ese estado. Su corazón, el cual
había tratado de recomponer durante los días que habían permanecido
separados tras la noticia de su compromiso, había tratado de endurecerse
con un falso caparazón de indiferencia; no obstante, todo era una farsa.
Nunca dejaría de amar al joven duque. ¿Cómo podría? Sentir sus manos
unidas de nuevo había sido algo tan inocente como significativo. Deseaba
estar entre sus brazos de nuevo. Deseaba besarlo con todas sus fuerzas.
Decirle que era suya para siempre, pero… ¿no era evidente que el destino
no estaba a su favor? Ella no era especial. Ella no era Marian de Dorset.
Ella no era alguien tan importante. Ella no contaba con el beneplácito de la
duquesa. Ella no era… no era perfecta. Sin embargo, eso no le importaba
mientras Alfred la amara. ¡Qué desdichada era su vida!

Varias horas más tarde, los duques bajaron de la calesa y entraron en la gran
casa familiar. La primera en bajar fue la señora, quien, airada y desesperada
por encontrar a su hijo para conversar con él, recorrió cada una de las
estancias de la casa familiar hasta que lo encontró, sentado en su despacho
con una copa de brandy en la mano y una sonrisa de calma en el rostro.
—¡Esto es inaceptable, Alfred! Esta noche has demostrado una
terrible falta de respeto ante los Somset, los Dorset y ante tu propia familia
—gritó enloquecida.
—Buenas noches, madre. ¿Desea tomar asiento? —sugirió Alfred
con una sorprendente calma, lo cual pareció desquiciar más a su madre—.
Está muy alterada.
—No me hables así, jovencito.
—El señor Somset no estaba molesto con mi ausencia, pues tuve a
bien despedirme y solicitarle un caballo que me permitiera regresar a casa.
No se preocupe, madre, mañana a primera hora se lo llevaré de vuelta.
Nadie pensará que el duque necesita el caballo de otros para su propia
yeguada.
—Esta actitud no es propia de ti, Alfred —juzgó su madre, quien,
tras pensar por un instante, abrió la boca sorprendida—. Esto es típico de
esa Susan Cavendish. Sabía que no era una buena persona y que tarde o
temprano tendría que pagar el precio por permitir vuestra ridícula amistad.
—Le dije hace tiempo que no juzgara a mis amigos, madre. No es
justo.
—Me da igual si es justo o no —respondió la mujer dando pasos
agigantados por la sala mientras se desprendía del incómodo chal que le
ahogaba—. Tengo derecho a que me trates con respeto y educación.
—De la misma forma que mi amiga, que no está aquí para
defenderse, tiene derecho a que yo sea su defensor —respondió Alfred con
calma, apreciando entonces los verdaderos matices de la personalidad de su
madre.
—Defensor, defensor. Es a Marian a quien deberías proteger. ¿Cómo
has podido rechazarla delante de todos? Se siente triste porque no has
querido bailar con ella.
—No me sentía inclinado a bailar.
—Te dejé claro que solo tenías que hacer dos cosas esta noche:
bailar y sonreír. No te pedí más. No creo que fuera demasiado, ¿no es así?
—Madre… —trató de intervenir Alfred, pero fue interrumpido.
—Ni un solo baile. Ni una sola sonrisa. He invertido dos horas de
mi vida tratando de calmar a la familia Dorset y asegurarles que te
encontrabas indispuesto y que por eso no has permanecido en la fiesta.
Todos comentaban acerca de que el matrimonio no va a celebrarse y que
todo es una farsa.
—Es que el matrimonio no va a celebrarse, madre —declaró por fin
Alfred, mirando con seguridad a su madre, quien lejos de creerle comenzó a
hacer ridículos aspavientos.
—¡Por supuesto que va a celebrarse! ¿Qué tonterías estás diciendo?
—Las que ha oído, madre. Soy un hombre, adulto y responsable, y
como futuro heredero del ducado de York le digo que no pienso casarme
con Marian.
—¡No puedes hablar en serio! Lo harás y punto —ordenó su madre
entre gritos y mal genio. No le importaba que el servicio, e incluso su
marido, la escucharan. Dejaría clara su postura ante el insolente de su hijo.
—Lo digo muy en serio. La quiero mucho, madre, pero ha llegado el
momento de que tome mis propias decisiones en la vida —aclaró Alfred
sintiendo como, poco a poco, la presión de su pecho remitía. Estaba
tomando la decisión correcta. La decisión que debía haber tomado semanas
atrás. La decisión que marcaría la diferencia.
—Te estás equivocando.
—Puede ser, pero cuando las cosas se hacen con el corazón, es
imposible errar —declaró el futuro duque, teniendo en mente el rostro de
una joven. Lucharía por ella. Por ellos.
—¿El corazón? —preguntó su madre. Por fin se habían revelado las
verdaderas intenciones del cambio tan brusco que había dado su hijo esa
noche. Todo parecía deberse a cuestiones del amor. La duquesa se rio por
dentro.
—Sí, madre. He encontrado a una persona que me complementa. A
la que amo y con quien deseo pasar el resto de mi vida.
—Pero…
—No, ahora seré yo quien dejaré las cosas claras —dijo Alfred
levantándose por primera vez y mostrando una actitud regia y autoritaria—.
Esta noche he sufrido una revelación, y quiero compartirla con usted. Estoy
cansado de que decida por mí, de que tome las decisiones que afectan a mi
vida y a mi futuro sin consultarme. A que cerrase un compromiso
matrimonial sin mi consentimiento ni conocimiento, y a que lo desvelase
delante de todos sin darme opción a rebatirlo. Nunca me ha preguntado por
mis sentimientos ni por mis deseos. Nunca se ha preocupado por ello. La he
defendido hasta la extenuación de quien considera que es una clasista y una
manipuladora, pero esta noche he comprendido que no es su culpa, es la
mía. Es mi culpa por permitir que me controlara.
—Hijo, yo… —comenzó a decir entre lágrimas la duquesa. Estaba
totalmente sorprendida y, aunque había entrado en el despacho enfadada y
con la firme decisión de censurar a su hijo por su comportamiento, se sentía
descompuesta por lo que estaba escuchando. No porque su hijo estuviera
demostrando valentía y agallas por primera vez, sino porque le estaba
diciendo la verdad a la cara.
—Soy un hombre libre, y si considera que la mujer que he escogido
para desposarme no es suficiente para el ducado, no es mi problema. No
dejaré que otra persona me acompañe en la vida salvo ella.
—Es un disparate y un error ¿Y Marian? ¿Qué ocurrirá con ella?
—Iré en persona a presentar mis disculpas formales ante ella y su
familia mañana mismo. Aceptaré la ira de Marian y el enfado y reproche de
sus padres, e incluso estoy dispuesto a sufrir el rechazo social, pero no
seguiré siendo su muñeco, madre. Ni tampoco seguiré negando lo que
siento o a la persona que amo.
—Hijo, no es la decisión correcta. Te equivocas.
—Puede que me equivoque madre, pero el corazón no miente. No
escogeré a la mujer que ha elegido para mí. No porque lo haya hecho usted,
sino porque mi corazón está en manos de otra persona.
—Pero el ducado…
—El ducado seguirá siendo el ducado. Y su futuro duque será más
feliz.
En ese instante, la duquesa rompió a llorar y su hijo se acercó para
abrazarla. Entre lágrimas e hipidos, Alfred pudo escuchar una tímida
disculpa.
—Yo… l-lo si-siento.
Capítulo 18
Por primera vez en toda su vida, Alfred York durmió toda la noche del
tirón, sintiendo su corazón y su cuerpo desprovisto de las losas que lo
habían aprisionado durante los últimos días, o, mejor dicho, años. Por
muchas razones, sabía que había tomado la decisión correcta en su vida y,
aunque en el proceso había dañado a demasiadas personas hasta darse
cuenta de ello, se había comprometido a reparar todo cuanto fuera
reprochable a su comportamiento.
Había meditado a conciencia las palabras que compartiría con su
madre sentado en su despacho a la espera del huracán que crearía a su
llegada. Había dejado plantada a su madre y la había dejado con la palabra
en la boca. Eso traería consecuencias. No quería ser duro con ella, pero la
revelación que sintió al entrar en ese salón después de su malestar en el
jardín, le hizo darse cuenta de que no era la vida que él deseaba. Que por
mucho título que estuviera destinado a tener y eso le diera poder e
influencia, no sería ni su poder ni su influencia. Él vivía bajo las cuerdas de
su madre, como un títere, y no podía seguir así. Era el momento de volar
libre y luchar por lo que creía que merecía. Acatar el destino que había
decidido para él le habría hecho infeliz y los había destruido a ambos en el
camino. Tras hablar con su madre, la abrazó con fuerza porque sabía que
había sido la conversación más dura que habían tenido nunca. La más
significativa y auténtica. La señora de la casa se disculpó, alegando que
solo quería lo mejor para él y el ducado. Que su único objetivo en la vida
era cuidar de su hijo y su marido, y que no le deseaba ningún mal. Sin
embargo, Alfred le hizo ver que las personas deberían participar de su
propio destino y que manipular los acontecimientos a su antojo no era la
solución. Las personas deben ser artífices de su propia vida.
En primer lugar, llevó el caballo prestado a casa de los Somset y les
pidió disculpas por ausentarse. Les entregó una botella de vino que había
traído de la capital como disculpa y agradecimiento, y los ánimos se
apaciguaron.
Por otro lado, tenía que pedir disculpas formales a la familia Dorset,
a Marian, y romper el compromiso con firmeza y tacto. Eso fue lo más
complicado. Las férreas promesas que su madre había hecho los dejaron en
mal lugar. Él trató, con delicadeza y habilidad, ser completamente sincero y
abrir su corazón. Les explicó que, aunque apreciaba las capacidades y
talentos de la joven Marian, no sentía que fueran almas predestinadas a
compartir una vida. Respetaba las promesas de su madre y estaba dispuesto
a entregarles un presente de gran valor para reparar el daño causado. Tras
varias horas de intensa conversación, de lloros y reproches, acordaron
romper el compromiso con el pacto de que Alfred admitiría ser el culpable
de la ruptura en público.
Marian, por otra parte, se sentía tremendamente abatida por la
ruptura de su compromiso. Ella misma estaba entusiasmada con la noticia
de casarse con el joven Alfred porque siempre lo había encontrado
enigmático, reservado y atractivo. Durante las semanas en las que la idea de
su futuro enlace pululaba en el aire de su casa ante las visitas de la duquesa
de York, ella se fue ilusionando más y más. Sin embargo, por mucho que le
doliera la deshonra social por una ruptura, aceptó con resignación que
Alfred tenía razón. Aunque ella se había esforzado por parecer interesante
ante él y poder conocerlo más para ver si eran compatibles, él se había
empeñado en demostrar que no lo eran en sus escasos encuentros sociales, y
Marian se había percatado que quizá solo eran ilusiones de su mente. Con la
promesa de mantener una simple amistad, los viejos prometidos se
distanciaron.
Aliviado aunque derrotado por el enorme esfuerzo emocional y
mental requerido esa misma mañana, Alfred sabía que todavía quedaba una
misión más por cumplir. Un corazón más que reparar. Esperaba que, dada la
situación, y tras todo el escándalo que se había orquestado con su familia y
con la del duque de Dorset, no fuera en vano. Esperaba que Heather
Cavendish no hubiera perdido la esperanza en ellos. Se subió a su caballo y
puso rumbo al destino de su corazón.

Heather Cavendish, por otro lado, había sido incapaz de conciliar el sueño.
La noche anterior había vivido una situación angustiosa en la fiesta. Ver a
Alfred en aquel estado la había colapsado. Lo conocía desde hacía muchos
años, y aunque nunca habían sido tan cercanos como para conocer ciertas
intimidades, sentía que era la primera vez que se encontraba en ese estado.
No sabía cómo reaccionar en esos casos, ella no era médico ni una
curandera, solo era una mujer que trataba de hacer lo que su instinto le
decía.
Sin embargo, su malestar se transformó en crispación y enfado
cuando la duquesa de York se acercó de forma apresurada hasta donde se
encontraban. Su rostro lucía desencajado y estaba furiosa.
—¡Sabía, desde el primer instante en que os vi, que seríais una lacra
para mi familia! —gritó la duquesa dirigiendo su abanico hacia Susan con
fuerza e impactando sobre el pecho de esta—. Puede que mi marido y
vuestro padre sean buenos amigos, no obstante, yo veo la maldad que hay
detrás de todas vosotras.
—¿Disculpe, señora? —preguntó Charlotte anonadada por el
comentario tan dañino de la madre de Alfred. Ninguna sabía a qué se debía
esa incursión tan hostil en su grupo, pero no iban a permitir un ataque como
aquel.
—Me han escuchado perfectamente, señoritas. La influencia que
han generado en mi hijo solo lo ha convertido en un joven rebelde, y no
pienso dejar que sigan manipulando a mi familia.
—Creo que se equivoca, duquesa…
—¿Que me equivoco? Mi hijo se ha marchado en mitad de la fiesta
dejando a su prometida y a su madre a un lado sin importarle las
habladurías.
—Entonces es que tal vez no tenga atado bien en corto a su hijo,
señora —respondió Susan con una sonrisa triunfante en el rostro. El
comentario de la duquesa, unido a su estado exaltado, le decía que su amigo
por fin había tomado cartas en el asunto respecto a su situación.
—Mujer descarada, ¿Cómo…?
—¡Esto se acabó, duquesa! —gritó Heather poniéndose en medio de
sus hermanas. Se había quedado a un lado mientras dejaba que la señora
gritara y menospreciara públicamente a sus hermanas, pero había llegado a
su límite. Escucharla hablar de esa forma tan perniciosa le reveló quién era
realmente la suegra que deseaba tener y a la que tanto había idolatrado.
Estaba decepcionada con ella. Puede que en realidad no fuera así, mas la
rabia que tenía acumulada por lo ocurrido con Alfred y la maldad que
estaba demostrando la señora, era insoportable—. No permitiré que les
hable así a mis hermanas.
—Pero… —trató de rebatir la madre de Alfred totalmente incrédula
por el comentario salido de tono de la joven Heather Cavendish. Esa
señorita tan modosita como tímida que jamás le había levantado la voz ni
hablado de esa forma.
—He estado ciega durante muchos años, pero esto es sumamente
inaceptable. No puede imponer su voluntad ante otras personas. Si no puede
controlar a mi hermana o no le gusta su temperamento, no es nuestro
problema sino el suyo. Manejar a los demás a su antojo solo la rodeará de
gente complaciente, mas no honesta ni sincera. Su hijo no es un muñeco
que pueda manejar a su antojo para seguir sus deseos. Él la respeta y usted
ni siquiera lo tiene en consideración. ¿Se ha tomado la molestia de
preguntarle a su hijo si desea ese matrimonio o si es feliz? Culpa a mi
familia por todo, pero quizá es su presión la que hace que todo el mundo se
rebele contra usted.
—Sabía que esta familia sería nuestra ruina —afirmó respirando con
dificultad, asombrada por el temperamento crecido de la joven mustia que
siempre había considerado que era Heather Cavendish—. Me marcho.
La duquesa se fue completamente enfadada, dejando a las cinco
hermanas Cavendish con una sonrisa triunfante en el rostro. Todas
abrazaron a Heather y ella, por primera vez en su vida, se sintió más grande
que nunca. Aunque no hubiera sido la defensa estelar en un juicio público
delante de un magistrado, ella, Heather Cavendish, había elevado la voz, se
había enfrentado por primera vez a alguien y había defendido lo que creía
que era justo. Esa mujer era pura fachada y, por un instante, uno pequeño
que se permitió antes de volver a sentirse triunfal, sintió lástima por ella.
—No me puedo creer que le hayas hablado así a la duquesa —dijo
Charlotte totalmente orgullosa de su hermana menor. La tomó entre sus
brazos y la abrazó de nuevo. Su pequeño gusano había crecido hasta
convertirse en una mariposa guerrera.
—Sí, mañana tendrá un fuerte dolor de cabeza —dijo Violet
divertida mientras trataba de ocultar su ruidosa risa.
—Eso si no hace que rueden nuestras cabezas —añadió Bella con
cierto temor. Era evidente que la duquesa tenía influencia y poder en la
sociedad, y que solo su nombre generaba pavor en algunos círculos, pero
ellas habían demostrado que eso no les daba miedo. Habían atacado juntas
como hermanas.
—No creo que se atreva a revelar que unas jovencitas inocentes y
simples como nosotras tuvimos la osadía de ponerla en su lugar, Bella —rio
Susan con un aire de orgullo y suficiencia.
—No me lo puedo creer —dijo Heather llevándose las manos a la
cara para ocultar su rostro. ¿En verdad había dicho esas cosas a la duquesa?
¿Qué la había impulsado a hacerlo? ¿La rabia? ¿La impotencia? ¿El dolor?
—. ¿Q-qué… qué he he-hecho?
—Al parecer, plantarle cara a tu futura suegra —respondió Susan
entre risas ante la ridícula situación. Por fin su hermana había reunido la
valentía para enfrentar a esa odiosa mujer. Durante años había visto cómo
trataba de agasajarla en todo momento, pero allí, en esa noche tan absurda
como importante, se sentía muy orgullosa de sí misma.
—No digas esas cosas. Alfred me odiará cuando lo sepa.
—O te amará todavía más porque le has plantado cara a su madre.
Cosa que él nunca ha hecho —evidenció una orgullosa Susan. Puede que
hubiera una salida exitosa para ellos después de todo. Su hermana la había
creado a base de golpes.
—Ahora vayamos todas a celebrar esta pequeña victoria con una
copa de vino. Creo que nuestros queridos maridos están confusos por
nuestra exaltación. Y será mejor que ocultemos lo acontecido si no
queremos recibir una reprimenda por parte de nuestro padre.
—Trato hecho.
Todas sellaron su silencio con un antiguo pacto familiar y
disfrutaron del resto de la velada. Heather, por el contrario, no pudo evitar
pensar que, a la mañana siguiente, quizá Alfred pagara las consecuencias de
su repentina valentía recibiendo las represalias de su madre y que, sin duda,
le prohibiría hablar con ellas para siempre.
Aunque, por mucho que Heather sintiera que su comportamiento
había estado fuera de lugar y que había obrado de una forma repentina e
impropia de ella, también se sentía libre. Se sentía auténtica y poderosa.
Nunca había tenido la seguridad de su hermana Charlotte, ni la valentía y
picardía de Susan, pero aquella noche había demostrado un poco de ambas.
Quizá esa fuerza interior fuera la demostración de la impotencia que sentía
desde el anuncio del enlace matrimonial de Alfred con Marian. La voz que
necesitaba alzar para decir que estaba cansada de que otros manejaran sus
vidas y no pudieran elegir. Que esa mujer en concreto, vil y manipuladora,
tenía una nueva rival que no se dejaría amedrentar por ella. Tras aceptar
eso, Heather Cavendish sintió que había cambiado. Aquella mujer las había
tratado con superioridad durante años. Había demostrado su desprecio por
Susan en público, e incluso a ella misma la había menospreciado,
haciéndola sentir inferior respecto a otros invitados en fiestas públicas.
Puede que no tuviera que ser necesariamente ella la que le dejara en su sitio,
sin embargo, se alegraba de haberlo hecho. No era correcto, no era
adecuado ni cortés, pero era un hecho y se sentía pletórica y orgullosa de
ello.
Sentada en la cama de su dormitorio y sin dejar de pensar en todo
cuanto habían ocurrido en los últimos meses en su vida, no podía dejar de
sonreír. Puede que no fuera todo lo perfecta que se esperaba de ella, sin
embargo había encontrado a una persona que la amaba por todo lo que
había en ella. Había aceptado sus defectos amándolos como virtudes. La
había hecho más feliz de lo que podía haber llegado a imaginarse. Le había
hecho soñar con un futuro lleno de plenitud. Puede que el destino hubiera
dispuesto caminos separados para ellos, pero se prometió a sí misma que no
iba a dejar el asunto más importante de su vida en manos de una rueda que
parecía destinada a girar sin sentido. Se había enfrentado a la temible
duquesa, ¿qué no haría por su futuro?
Ante todo, sentía que algo en su interior había cambiado, crecido.
Ella misma. Había dejado atrás los miedos y las inseguridades porque su
amor por Alfred le había hecho darse cuenta de que, en realidad, nada de
eso existía. Su timidez y miedos eran artífices de las manipulaciones en su
contra que la habían alejado de la felicidad. No era la misma joven que
había comenzado la temporada. Ni su fuerza, ni su temperamento, ni su
corazón eran los mismos. Había vivido mucho y era el momento de
demostrarse a sí misma que era capaz de dar el último paso por su futuro.
Llena de valentía y esperanza, Heather Cavendish tomó una
decisión. A la mañana siguiente se vestiría tras desayunar y se dirigiría a
caballo a casa de Alfred para dejar clara la situación. En ese instante, el
tamaño del caballo no le parecía algo intimidante sino al contrario, le
resultaba la única vía posible para llegar antes a su destino. Despertaría a
quien hiciera falta y proclamaría su amor por Alfred. No permitiría que
nadie arruinara la felicidad de dos personas. Puede que Alfred no tuviera la
valentía de enfrentar a su madre, pero ella lo haría por los dos. Alfred se
merecía su amor y todo lo que pudiera arriesgar por él.
Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, no hizo
falta que Heather Cavendish se despertara. Ya estaba lista y preparada para
bajar a desayunar. No escuchó a nadie mientras descendía por las escaleras
que conducían a la parte inferior. Recorrió el pasillo hasta llegar al comedor
y allí los miembros del servicio se sorprendieron al verla despierta tan
temprano. Anunció que deseaba desayunar antes de tiempo, pero que si no
estaba todavía dispuesto todo no importaba. En menos de cinco minutos le
sirvieron el té, unos huevos y tostadas. Con el estómago lleno y con el
corazón henchido, salió a toda prisa para dirigirse a las cuadras. Ante la
atónita mirada del mozo que se encargaba del cuidado de los animales, le
indicó que deseaba que ensillara a una yegua dócil. Él lo hizo y minutos
después, ayudó a la joven a montar.
No tenía miedo. Charlotte le había contado que los animales eran
muy intuitivos y que, si ella se sentía ansiosa o tenía miedo, el animal lo
percibiría. Esa mañana, ella se dejó llevar, alejando todo sentimiento
relativo al miedo o la imprudencia de su mente. El frescor de la mañana le
golpeaba en la cara como un intenso amante y la impulsó a seguir adelante.
Animó a la yegua a ir más rápido y en menos de diez minutos había llegado
a las lindes de la propiedad.
Para su sorpresa, no fue necesario llegar a la casa principal porque el
cuerpo de Alfred apareció al terminar de atravesar el bosque que se
encontraba justo delante de la gran propiedad. Él parecía confuso y
sorprendido de encontrarse a Heather. No solo porque estuviera allí, sino
que estuviera montada sobre una preciosa yegua. Le pareció una diosa
amazona capaz de todo encima de ese animal. Se acercó corriendo hasta
ella y cuando hizo amago de desmontar, él le prestó su ayuda.
—Heather, ¿qué haces aquí tan temprano? —preguntó alertado
mientras la ayudaba a desmontar. Había visto atrevimiento y valentía en su
mirada, pero necesitaba saber qué eran en realidad, porque sus últimas
conversaciones habían sido demoledoras—. Me gustaría…
—Quiero decirte, Alfred —dijo ella interrumpiendo al joven
decidida, sintiendo una ola de valentía irrefrenable— que los últimos días
han sido los peores de mi vida desde la muerte de mi madre, y que lamento
haberte hablado desde la rabia… Pero estoy decidida —dijo ella tomando
las manos del joven—. Puede que tu madre y el mundo estén decididos a
separarnos; sin embargo, he venido dispuesta a demostrarte que te amo y
que voy a luchar por nuestro futuro juntos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alfred sin dar crédito a la pasión
que desprendía la joven, al verdadero significado de sus palabras y a la
maravillosa sensación de esperanza que parecía iluminar su corazón en ese
instante. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Anoche sufrí un ataque de locura. S-sí, puede que sea eso. N-
no… no lo sé realmente —comenzó a decir la joven de forma incoherente.
—No te entiendo, Heather.
—Yo tampoco lo hago. Solo sé que anoche vi las cosas claras por
primera vez en mucho tiempo. Hablé con tu madre, o más bien, le grité a la
duquesa cuatro verdades que la dejaron con un humor de perros. Fue
liberador e inspirador, Alfred. Siento mucho decirlo, pero he estado
demasiado ciega a la crueldad oculta tras las dulces palabras de tu madre.
Ha tratado con desprecio a mis hermanas y a mí misma, y ha tratado de
decidir tu futuro sin tu consentimiento. Es injusto y un infierno. No te lo
mereces. Por eso, no permitiré que nadie decida sobre tu futuro y nuestro
amor, y si tengo que enfrentarme a tu madre para ello, pues que así sea.
—Heather…—trató de intervenir, pero la joven se había desatado.
—Te he amado desde niña y te seguiré amando, Alfred. Soy
consciente de que no soy la dama perfecta; que tengo mis defectos y que a
todo el mundo le gustaría que fuera más habladora y extrovertida; que
bailara más y conversara más en los eventos sociales; pero yo no soy así.
Heather Cavendish no es eso. Así soy yo —dijo ella golpeando con
suavidad su pecho.
—Y te amo por ello.
—Como bien dijiste, el compromiso con Marian es un enorme
inconveniente, mas estoy dispuesta a luchar contra el reproche si tú todavía
me amas. Si estás dispuesto a dejarlo todo por mí y luchar por nuestro amor,
te prometo que no encontrarás otra cosa en mí que años de devoción
absoluta, besos llenos de ternura y recuerdos dulces.
—Heather…
—Ya te he dicho que no sé qué me ocurre, pues nunca he sido tan
valiente, pero te amo, Alfred York. No amo ni tu título, ni a tu familia, ni tu
dinero, ni tu posición. Y ten por seguro que tampoco querré a tu madre, al
menos por el momento. Te quiero a ti. Al tímido, Alfred. Al amor de mi
vida.
—Heather, por favor —dijo él interrumpiendo sus palabras. Aquella
declaración le había sobrecogido el corazón y era lo más hermoso y valiente
que nadie había hecho por él jamás. Se sentía abrumado por la situación,
pero también feliz. Heather le había plantado cara a su madre por él. Lo
había defendido y había proclamado varias cosas: todavía lo amaba, no lo
odiaba y estaba dispuesta a luchar por su amor.
—No dejaré que te cases con Marian, Alfred York. Por nada del
mundo estoy dispuesta a verte pasar por el altar con ella y que tu madre me
lo haga presenciar.
La última declaración de Heather la dejó exhausta. Respiraba
entrecortadamente y sentía que el corazón estaba a punto de saltar de su
pecho, pero necesitaba decir todo cuanto tenía dentro. Estaba dispuesta a
todo por su amor. Miró a Alfred, quien justo delante de ella le devolvía una
mirada tierna, y que solo se podría describir como pura devoción. Alfred no
quería hacerla sufrir, y necesitaba contarle lo que había ocurrido con su
madre, aunque se permitió deleitarse un poco más de tiempo con la fiera en
la que parecía haberse convertido Heather. Tan distinta. Tan atractiva y
seductora. Tan encantadora como siempre.
—Y no va a ocurrir, Heather —aseguró Alfred revelando por fin la
verdad.
—¿Cómo? —preguntó confusa Heather. No esperaba que Alfred
respondiera con tanta seguridad ante su petición, pero, en ese instante,
advirtió que también había algo diferente en él. Al igual que ella había
cambiado, había un brillo diferente en él.
—Al parecer la duquesa sufrió un duro y doble revés en la noche de
ayer. Heather, quiero que me escuches. Nunca sentí como mío el
compromiso con Marian Dorset. Hice todo lo posible por resistirme a las
peticiones de mi madre, e incluso para mi castigo, traté de manera
indiferente a la joven. Sin embargo, me sentía muy desgraciado y mi vida
estaba fuera de mi control. Pero anoche, en ese baile con todos los presentes
hablando de mi inminente boda, con mi madre orgullosa y mis futuros
suegros pletóricos por el enlace; con una futura mujer tan radiante como
ilusionada, una futura mujer que se me insinuó… Sentí que todo me
sobrepasaba. Que nada tenía sentido. Que parecía estar dentro de un barco
en mitad de una tormenta sin que pudiera controlar el timón ni dar órdenes.
Que mi vida no me pertenecía. Tus ojos gritaban de dolor y solo eran un
reflejo de lo que sentía mi corazón. Creo que mi cuerpo colapsó en ese
momento por la impotencia y tú… tú me salvaste.
—Yo no hice nada.
—Me salvaste la vida. Y no lo digo en sentido literal, porque en
verdad sentía que mi corazón iba a estallar o que iba a perder el
conocimiento, sino que me hiciste ver las cosas tal como eran. En ese
instante estabas dolida y enfadada, y a pesar de ello superaste esos
sentimientos para ayudarme de forma desinteresada. Tú eras la mujer de mi
vida e iba a perderte por no tener la valentía suficiente para enfrentar a mi
madre y tomar las riendas de mi vida. De mi futuro. Verte aceptar a Marian
como mi esposa fue horrible. Sería el duque, pero eso no quería decir que
fuera el duque que ella quería.
—Oh, Alfred…
—Me marché de la fiesta y enfrenté a mi madre al llegar a casa.
Estaba enfadada, por supuesto, y no era para menos. Le dije que no habría
compromiso. Que estaba cansado de sus manipulaciones y de que decidiera
en mi lugar. Le dije que me había enamorado de una mujer excepcional y
que, la considerara ella digna o no del puesto, sería la futura duquesa de
York. Mi esposa.
—¡Alfred, yo…!
—Ahora comprendo que otra parte del enfado se debía a vuestra
tensa discusión, lo cual ella no mencionó en ningún momento. Esta mañana
he visitado a la familia Dorset y les he presentado mis disculpas. He
anulado el enlace, Heather. Era una farsa que no podía seguir manteniendo.
Estoy dispuesto a enfrentar las habladurías de la alta sociedad. Solo hay una
mujer en mi corazón y siempre la habrá. Y no es Marian.
—Alfred, ¿es verdad todo lo que estoy escuchando? ¿De verdad eres
libre? —preguntó Heather sintiendo brillar la esperanza en su corazón
mientras se acercaba todavía más a él.
—Somos libres, Heather —declaró él apretando las manos de la
joven y posando su frente sobre la de ella mientras lloraba de pura felicidad
—. Mi dulce y encantadora Heather.
—No puedo creerlo.
Y en ese instante, como si las fuerzas del universo cambiaran para
los presentes, sus cuerpos se fundieron en un necesitado beso. Un beso que
desbordó toda cordura y que los llevó al límite del deseo. Sus manos se
exploraban, añorantes y suplicantes. Sus labios, valientes y empoderados se
demostraban todo el anhelo y la felicidad que sentían sus dueños. El calor
empezó a crecer de nuevo entre ellos como si nunca se hubiera marchado.
Como si los últimos días solo fueran un mal recuerdo que empezaba a ser
relegado al olvido.
—Entonces solo me falta un paso más antes de que se agote mi
poción de valentía.
—¿A qué te refieres? —preguntó sorprendida la joven, incapaz de
pensar qué más le podía quedar por decir.
Alfred York dejó las manos de la joven y se separó unos cuantos
pasos de ella. Heather volvió a sentir ese frío que provocaba la distancia de
sus cuerpos y que tanto odiaba, pero una extraña presión se instauró en su
pecho cuando el joven dijo:
—Lady Heather Cavendish, mi querida Heather, ¿deseas casarte
conmigo?
—No me puedo creer que esto sea verdad. Dime que no estoy
soñando, Alfred.
—Yo estoy soñando desde el día en que me confesaste que me
amabas, Heather, así que dejemos que nuestro sueño sea real.
Heather se quedó un instante en silencio, sintiéndose desbordada por
las lágrimas que salían sin control de sus ojos. Su corazón, henchido y
sobrepasado por toda la situación, galopaba a su antojo sin permitir calma
alguna. Alfred, quien miraba con el corazón abierto y expectante a la joven,
esperaba que sus palabras hubieran sido lo suficiente esclarecedoras. Había
pensado mil veces en cómo sería su declaración y, aunque nunca había
sospechado que las circunstancias se cruzarían tanto en su camino, esperaba
que la respuesta de la joven fuera afirmativa.
—Por supuesto, Alfred York. Seré tu esposa. Hoy y siempre.
Epílogo
Como habían previsto, las habladurías y comentarios maliciosos sobre el
verdadero motivo de la ruptura del enlace entre Alfred York y Marian
Dorset duraron apenas dos semanas. Las amonestaciones no habían sido
publicadas y, por tanto, a ojos de la Iglesia, no había imprudencia que
aliviar o escándalo que resarcir. Por prudencia, Alfred y Heather decidieron
esperar un mes, hasta el término de la temporada social, para revelar su
compromiso de manera pública.
Por supuesto, Alfred acudió a la casa del conde Cavendish para
solicitar formalmente la mano de su hija y este, anonadado por la petición,
aceptó encantado, pues deseaba ver feliz a su hija y eso lo acercaba más a
su amigo el duque. Por otro lado, la duquesa, quien había sido blanco de
habladurías tras la reciente ruptura y nuevo compromiso de su hijo con la
mediana de los Cavendish, cambió de actitud al comprobar que su hijo era
plenamente feliz. Tuvo que encajar los comentarios de su hijo con
resignación. Por primera vez en su vida, vio a Alfred en él y no al futuro
duque de York. Se alegraba de que su hijo hubiera encontrado la felicidad,
aunque por dentro todavía castigaba a las jóvenes Cavendish por su desaire
en la fiesta de hacía algunas semanas. Y seguía sin ver con buenos ojos un
matrimonio tan poco ventajoso.
Ninguna persona puede cambiar tanto de la noche a la mañana.
Como habían previsto, el enlace entre Alfred y Heather se celebró
una vez terminada la temporada social. Fue un evento sencillo, lleno de
familia y amigos y llevado a cabo en el intenso claro de amapolas que
poseía la propiedad Cavendish. Era el lugar que había visto crecer su amor
y guardado sus promesas de futuro, así que convencieron al párroco para
oficializar la misa allí mismo. Un nuevo escándalo rodeando a la pareja,
aunque a los novios no les importó porque era su más ferviente deseo.
La noche de su enlace, ya dispuestos en su nueva residencia familiar
hasta que Alfred heredara la casa del ducado, Heather le entregó a su
esposo el muy preciado regalo de cumpleaños que no pudo ofrecerle en su
momento. Ella, todavía vestida con su traje de novia, se sentó en el banco,
levantó la tapa del piano y comenzó a interpretar la pieza que había
compuesto expresamente para él. Alfred, embelesado por la dulzura y el
talento de su esposa se emocionó al escuchar su pieza. Era una joven tan
talentosa y llena de pasión, que esperaba ser digno de ella. Tenía toda una
vida para demostrarle que era, y siempre había sido, su dulce Heather. Y
allí, en esa sala que Alfred se había empeñado en hacer que fuera acogedora
y especial, tomó a su recién estrenada mujer, la dejó en el suelo y juntos
hicieron el amor hasta que los primeros rayos del sol los sorprendieron
despiertos. Y entre besos, caricias y gemidos se dedicaron millones de
instantes para el recuerdo. Nuevos momentos para su lista que prometía ser
eterna.
Ella, por otro lado, se sentía pletórica por compartir su dicha con el
amor de su vida. Tantos años de soledad y tristeza guardando sus
sentimientos y transformándolos en piezas musicales, por fin se traducían
en una melodía llena de realidad. Había cumplido el sueño de su vida:
casarse con Alfred York. El joven del que siempre había estado enamorada.
Sin embargo, no solamente Alfred y su nueva y radiante esposa
habían encontrado la dicha perfecta en su fiesta de casamiento. Otro
corazón había despertado en secreto ese día. Violet Cavendish había
encontrado a uno de los jóvenes invitados a la fiesta enigmático y atractivo.
¿Quién era ese joven que lucía ropas militares y parecía un marinero? Era
evidente que venía de parte del novio, pues no formaba parte de sus
conexiones sociales. Pero, cuando cierto caballero se giró para contemplarla
y le dedicó una divertida sonrisa, Violet Cavendish no advirtió que la mayor
aventura de su joven vida había comenzado. Ella tenía un pasaje en primera
fila para una incursión en un barco que, con solo una sonrisa, la provocaba,
encendía, enfrentaba y la llenaba de promesas de osadía y disfrute.
Nota de autora
“El encanto de Lady Heather” ha sido una aventura tierna y adorable que he
disfrutado leer. Una historia para disfrutar de principio a fin junto a un
caballero que estoy segura nos enamorará a todas. Alfred y Haeather
representan el amor incondicional y son el ejemplo perfecto de lucha y
esfuerzo.

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palabra pasión, aunque eso suponga aceptar una peculiar propuesta.
Benjamin Collins tiene un temperamento que desespera a Susan; unos ojos de color verde esmeralda
que la atrapan y seducen; y una gran predisposición a satisfacer su curiosidad. ¿Cómo podrá
mantenerse alejada cuando reconozca que solo él está presente en sus sueños?
Juntos caerán en un juego de pasión, deseo y satisfacción que los llevará a convertir su enemistad en
una emocionante historia de amor, llena de secretos y encuentros furtivos y apasionados.

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