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El encanto de Lady Heather - Patricia Garcia Ferrer
El encanto de Lady Heather - Patricia Garcia Ferrer
Pasaron las horas y el nerviosismo en casa del conde era palpable. Tras el
anuncio del enlace de la señorita Portman, era evidente que todos los ojos
estarían puestos en el evento y que eso atraería a los solteros más
codiciados. Bella y Violet se prepararon como si se tratase del evento del
siglo, con la esperanza de encontrar jóvenes a los que conquistar. Las
hermanas de Heather pecaban de ilusas y poco formales en cuanto a sus
aventuras con los hombres se trataban. Ninguna había cometido ningún
pecado, al menos que ella supiera, pero era verdad que se asemejaban más a
la personalidad de Susan que a la suya o a la de Charlotte.
Heather, por su parte, trató de vestirse de una forma recatada. Quería
pasar desapercibida. Sus hermanas estaban dispuestas a llamar la atención
de todos los caballeros solteros posibles, mientras que Heather solo quería
llamar la atención de una persona. De nadie más. Esperaba que esa noche
sus sueños se hicieran realidad.
El señor Cavendish anunció la partida y todas se dispusieron en
orden para subir a la calesa. Apenas habían transcurrido unas semanas de la
temporada social y Heather ya aborrecía cada día que restaba hasta el final.
No era una joven sociable. No apreciaba el valor de los bailes como
elemento o vía de creación de relaciones, y mucho menos encontraba valor
en las conversaciones banales que se mantenían en dichos eventos solo para
aparentar. En ese sentido, Heather se veía obligada a fingir que se lo pasaba
bien. Sin embargo, se sorprendió a sí misma cuando, al entrar en casa de la
familia Portman veinte minutos después, sonrió de placer.
Tardó unos minutos en encontrar al dueño de ese cambio de opinión
hacia los bailes. Alfred se encontraba conversando con varios caballeros de
la edad de su padre con una copa de vino en la mano. No se dio cuenta de la
entrada de Heather en la sala, al igual que tampoco lo hicieron el resto de
los invitados. En su fuero interno, la joven pensó que su objetivo de pasar
inadvertida se había cumplido. Recorrió con tranquilidad la sala hasta
encontrar a la joven con la que deseaba conversar.
—Señorita Portman, buenas noches.
—Señorita Cavendish, ¡cuánto me alegro de verla aquí! Gracias por
asistir.
—No me lo hubiese perdido por nada del mundo. Ha sido muy
considerada al invitarnos.
—Le agradezco que aceptara nuestra invitación con tanto tiempo —
comentó con suma amabilidad la joven—. Puede que no lo sepa, pero, al
contrario que en su caso, hemos recibido muchas confirmaciones esta
misma mañana.
—Un gran inconveniente, si me permite el atrevimiento. Estoy
segura de que las personas encargadas de la cocina y el servicio no estarán
muy conformes con el aumento repentino de invitados.
—Es cierto que ha sido descortés por su parte, pero mi padre es un
hombre muy generoso, así que les ha prometido que descansarían y les
aumentaría sus honorarios de este mes por el esfuerzo.
—Su padre es, sin duda, un gran jefe. —Las consideraciones sobre
el talante del señor Davenport eran correctas. Era un gran caballero.
—Espero poder disponer de tal lealtad por parte del servicio cuando
llegue a mi nueva casa.
—Por supuesto que lo hará. Es una joven muy agradable y risueña.
Seguro que se gana el favor de todos en poco tiempo. Por cierto, quería
felicitarla personalmente por su futuro enlace. Es una gran noticia.
—Sí, mi familia está feliz por el enlace y, aunque todavía no hemos
anunciado la fecha del enlace, espero que pueda llevarse a cabo a final de la
temporada.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señorita Portman? —se aventuró a
preguntar Heather—. Soy consciente de que no somos muy cercanas. No
obstante, tengo curiosidad por saber algo.
—Usted y más de la mitad de los invitados, sin duda. Conozco su
temperamento y sé que no será una difusora de chismes. Puede preguntar lo
que desee.
—¿Cómo supo que el hijo del magistrado, su futuro marido, era el
hombre correcto?
—Vaya, sin duda no esperaba esa pregunta —comentó sorprendida
la joven anfitriona. De todas las preguntas que esperaba que le plantearan
esa noche, aquella era la única en la que no había pensado. La joven sonrió
y, en la más estricta intimidad, procedió a contestarle.
—Si le ha incomodado puede sentirse libre de no responder, por
supuesto.
—Al contrario, creo que es una pregunta bastante fácil de contestar,
en realidad. Conocí a Henry hace apenas unas semanas, cuando mi padre
tuvo que visitar Londres para resolver unos asuntos de la empresa. Mi
madre y yo lo acompañamos para no sentirnos tan solas en nuestra casa y
pudimos conocer a personas de todo tipo durante la semana que estuvimos
allí. La capital es muy distinta y confieso que me sentía fuera de lugar, pero
encontré a una persona, un joven en realidad, que me ayudó a sobrellevar
todo y me ayudó a comprender el mundo. Henry Davenport me pareció
encantador, tenía una gran sonrisa y sabía escuchar. El último día, mientras
dábamos un paseo acompañados por mi madre, me di cuenta de que lo veía
de una forma diferente.
—¿Cómo? —preguntó Heather llena de curiosidad. Había
escuchado con atención el relato y necesitaba saber el final. Estaba
expectante.
—Como si jamás fuera a existir otro hombre al que pudiera
considerar digno de mis atenciones. No sabría explicarlo. Fue como si de
pronto una pieza suelta encajara en mi vida.
—¿Y no considera la posibilidad de que…?
—¿De que sea un oportunista? —se preguntó la joven más para sí
misma, haciendo que la propia Heather se sintiera avergonzada por su
indiscreción—. Lo pensé durante un instante. Estoy segura de que esos
rumores podrían desestabilizar a cualquier joven enamorada, pero mi
relación con Henry tuvo lugar antes de las desavenencias de su familia, y
nuestro compromiso quedó en el aire, aunque con cierto detalle, en
Londres. Acepté su propuesta de inmediato, aunque no contara todavía con
la aprobación de nuestros padres.
—Me alegro de que finalmente les dieran su bendición. Es
maravilloso recibir el apoyo de la familia cuando del amor se trata.
—¿Lo dice por usted misma, señorita Cavendish? No he oído hablar
de que tenga interés alguno en el matrimonio. Quizá cuando encuentre a la
persona adecuada su opinión pueda cambiar al respecto.
Conforme su acompañante pronunciaba aquellas palabras, la mirada
de Heather buscó de manera instintiva un rostro en particular en la sala. No
quería perder la oportunidad de hablar con Alfred esa noche, de poder
agradecerle por devolverle los zapatos y… ¿qué más le podía decir? En ese
instante sintió que su boca se secaba de golpe. ¿Qué podía decirle? Su
mente se había quedado en blanco y estaba segura de que las palabras que
la señorita Portman estaba pronunciando sobre el amor debían ser muy
interesantes, mas ella no era capaz de escucharlas. Su timidez la inundó de
golpe, haciéndola incapaz de poder conversar con él. ¿Qué podría decirle
cuando un abrazo había sido tan significativo? Estaba segura de sus
sentimientos por Alfred, pero no sabía qué debía hacer a continuación.
Por suerte, Heather Cavendish no tuvo que tomar esa decisión,
puesto que Alfred al fin se percató de su presencia en la sala. Levantó la
copa en su dirección para saludarla, acompañada de una gran sonrisa.
Después se giró para volver a prestar atención a la conversación que
mantenía con los caballeros. Ese gesto molestó ligeramente a la joven
dama, quien esperaba que fuera él quien diera el paso de acercarse. Se
obligó a sí misma a que eso no la importunara, pues quizá se había hecho
ilusiones en su cabeza. Como siempre.
Pasadas dos horas de su llegada, y tras aceptar varias invitaciones a
bailar ante la atenta mirada de su padre, Heather Cavendish se sentó en una
de las butacas retiradas del salón para descansar. Odiaba aquellos bailes y
odiaba sus malditos zapatos. No era una joven muy alta, y por ello sus
hermanas siempre insistían en que luciría más hermosa con unos tacones.
La joven se regañó a sí misma por hacerles caso y por permitir que tuvieran
tanta influencia sobre ella. Cuando pensó que nadie la miraba se retiró con
cuidado uno de los zapatos y lo deslizó con cuidado debajo del sillón para
que nadie lo viera. Necesitaba sentirse libre. Después, hizo lo mismo con el
otro. Por fin podía descansar.
—Si va a tomar esto como una costumbre, tendré que recordar traer
unos cómodos zapatos de reemplazo para usted en la siguiente ocasión.
Heather se levantó al escuchar la voz de Alfred. Le molestó de
nuevo la forma tan inoportuna que tenía de sorprenderla y, ante todo, la
forma tan imprevisible que tenía su cuerpo de demostrar su falta de
serenidad. Alfred comprendió que su idea de sorprender a la joven, a la que
había visto descalzarse apenas unos instantes atrás, había sido nefasta.
Nunca lograba atinar con la tecla adecuada para empezar una conversación
con ella.
—Estoy descansando —respondió la joven tratando de recuperar el
aliento tras el susto. Su tono de voz fue tosco y algo seco. Eso, acompañado
por la incapacidad de mirarlo a los ojos, preocupó más al joven. El silencio
entre ellos se alargó más tiempo del prudencial.
—Por supuesto, claro. No la molesto más —añadió Alfred
comprendiendo que ella no deseaba su compañía. Se despidió con una
ligera reverencia formal y, cuando estaba a punto de irse, ocurrió el milagro
que esperaba. No conocía suficiente el lenguaje de las mujeres, pero
comprendía su tono de voz.
—No he podido hablar con usted en toda la noche.
Alfred dio gracias al cielo de que ella lo hubiera detenido y se giró
tan rápido como pudo para regresar junto a ella. Trató de lucir calmado,
aunque su cuerpo estaba hecho de puro nervio al mirarla. Las últimas horas
sin ella habían sido un completo suplicio y solo deseaba volver a tenerla
entre sus brazos. Susan siempre había dicho que su hermana Heather era un
libro abierto, pero para él era una enciclopedia de más de veinte volúmenes,
con un lenguaje muy complejo y analogías imposibles de descifrar.
—Le pido disculpas por ello. Mis padres no pudieron asistir al
evento y me encargaron que hablara con unos caballeros en específico para
poder tratar unos asuntos de una posible adquisición —se excusó Alfred,
demostrando a la joven los motivos de su distanciamiento. ¿Cómo podía
pensar que él no había deseado su compañía? ¡Era todo en cuanto pensaba!
—Oh, comprendo. —En ese instante, Heather se sintió como una
niña tonta y agachó la mirada avergonzada. Se había enfadado por nada.
Alfred no era su hermano, ni su padre, ni su prometido. No le debía nada.
—Siento no haber podido conversar con usted hasta el momento —
añadió dando varios pasos al frente—. Yo pensé que…
—No, no, no. No tiene que disculparse por nada. He sido yo quien
ha asumido que…
—¿Si…?
—No tiene importancia —respondió ella de inmediato negando con
la cabeza. Heather necesitaba salir corriendo de allí. Se sentía pequeña,
estúpida como una niña consentida a la que no le habían prestado la
atención necesaria. ¿Por qué se comportaba como Violet? ¿De verdad
quería transmitir eso? Se sentía abochornada por su comportamiento… Se
dio la vuelta tan pronto como pudo reaccionar y emprendió la marcha de
camino al salón.
—No, por favor, no se vaya —dijo de forma apresurada Alfred
mientras tomaba su brazo para retenerla.
Ella se dio la vuelta lentamente, sintiendo que su cuerpo empezaba a
temblar de nuevo bajo su tacto con un calor especial. No se sentía todavía
capaz de mirar al joven así que, cuando él se acercó más a ella, levantó su
mano para dirigirla a su mentón y elevó su rostro no pudo evitarlo. Allí
estaban: unos preciosos ojos que la reclamaban.
—No se vaya, Heather —suplicó él entre tiernos susurros.
Ella no podía describir con palabras el cosquilleo que se había
librado en su interior. La mano de Alfred todavía sostenía su rostro,
iniciando algo indescriptible dentro de ella. Aunque toda la atención de la
joven estaba centrada en la mirada penetrante y suplicante del joven, pronto
advirtió que su otra mano había comenzado a bailar sobre su piel,
recorriendo su brazo con delicadeza. ¿Era esa sensación tan abrasadora a la
que Susan siempre hacía referencia? La había oído hablar durante la
celebración de sus nupcias de la invaluable y tensa vinculación que sentía
con su marido cada vez que la tocaba. ¿Era esto a lo que se refería? Seguro
que ella no catalogaría ese contacto como «íntimo», pero para Heather
Cavendish era lo más parecido.
Ella deseaba que la besara. Con todo su corazón. Con cada pizca de
su ser. Deseaba que sus labios tocaran los suyos sin importar nada más. Que
le demostrara que de verdad existía un puente entre ellos tal y como ella
había visto en cada detalle desde su regreso.
Alfred se debatía entre hacer lo que le pedía el corazón, lo que
deseaba su cuerpo o lo que le dictaba la razón. Dos de ellos marcaban un
sentido claro e inequívoco que le permitiría alcanzar la felicidad. El otro,
mantenía en parte vivo el consejo de su madre sobre la prudencia. ¿Qué
debía hacer? No podía apartar la mirada de Heather al igual que no pudo
evitar recorrer su suave piel al tenerla tan cerca. Apenas un pie separaba sus
dos cuerpos de la censura de las personas presentes en el salón, pero no le
importaba. ¿Por qué entonces el miedo lo invadió de repente? Por mucho
que deseara tomar alguna acción, decidió dar un paso atrás creando un
espacio entre ellos.
Heather notó cómo el frío comenzaba a separarlos y el cosquilleo se
reducía al olvido cuando las manos de su acompañante dejaron de tocarla.
Él hizo algo que sorprendió a la joven: se puso de rodillas. Heather miró
temblorosa hacia el suelo para comprobar cómo el joven tomaba los zapatos
que había tratado de ocultar y reclamaba su pie izquierdo para poder
colocárselo. Ella accedió. Primero uno, luego el otro.
Alfred esperó durante un momento de rodillas, sin levantar la
mirada, para recomponerse de ese instante. Puede que no hubiera besado a
la joven, pero ver sus tobillos, volver a tocar su piel y ayudarla a calzarse
había sido una sobrecarga emocional para él. No estaba seguro de que su
cuerpo pudiera aguantar tanta tensión. Cuando se encontró preparado para
ello, se levantó con ligera seguridad y se encontró con ella. La boca
entreabierta, los ojos expectantes, el cuerpo hacia delante. Alfred pensó que
estaba cometiendo un delito al dejar a su ángel, mas debía dejarla marchar.
En ese instante, todo ocurrió muy rápido.
Ella se dio la vuelta con lentitud.
Él cerró las manos en puños y las apretó.
Ella cerró los ojos, rendida.
Él percibió el aroma a lirios.
Ella dio el primer paso.
Él perdió la cordura.
Ella continuó con el segundo paso.
Él lo mandó todo al infierno.
Alfred York tomó con rapidez el brazo de la joven para girarla hacia
él. Su cuerpo impactó contra el torso del joven y antes de que ella pudiera
reaccionar, los labios de él habían secuestrado los suyos.
Capítulo 8
Las manos de Alfred estaban una a cada lado del rostro de Heather. El
impulso del joven la había tomado por sorpresa, y aunque era un
comportamiento inapropiado en un sitio como aquel, a Heather no le
importó. Sólo podía pensar en lo feliz que era al sentir los labios de Alfred
sobre los suyos. En la forma en la que sus labios jugueteaban con su boca.
En cómo demandaba atención y pedía suplicante que la abriera. En cómo
reaccionó al sentir que ceder a ello le traía un placer aún mayor. En cómo
sus fuertes manos le estaban abrasando el rostro. En cómo su cuerpo
necesitaba acercarse más a él, sentirlo todavía más cerca. En cómo su
respiración hacía tiempo que se había perdido en busca de una quimera
imposible. Heather Cavendish estaba siendo besada por Alfred York, el
amor de su vida.
El joven heredero, por otro lado, estaba a punto de explotar de pura
felicidad. Le había dolido verla enfadada, pero encontraba comprensible, e
incluso tierna, su reacción. Él había tratado de mantenerse alejado porque
no sabía cómo debía actuar. Los sentimientos tan intensos que le causó su
abrazo lo habían sumido en un mar de dudas, y aunque sus afectos estaban
más que claros, no sabía si la joven le correspondería. Sin embargo, tomar
distancia había sido la peor decisión porque, en ese instante, declaró que
jamás podría dejar de besarla.
Ella estaba respondiendo a su contacto, y cuando trató de rodearla
con los brazos para acercarla todavía más a él, llegó a su mente un invitado
inoportuno: la cordura. Tenían que separarse, no porque él lo quisiera, sino
porque era lo más prudente dado que cualquier persona podría descubrirlos
en un acto de lo más indecente para los miembros de la alta sociedad.
Durante unos segundos, Heather permaneció con los ojos cerrados
tratando de guardar en su memoria todo lo ocurrido. Pensaba que, al
abrirlos, aquel sueño tan maravilloso quedaría relegado al olvido. Cuando
notó que la respiración de Alfred también estaba consumida por la situación
abrió los ojos. Él la miraba expectante, nervioso, como si esperara su
reacción con inquietud. No sabían qué decir. Sus labios todavía tenían su
sabor. Ninguno podía decir nada.
Ese silencio se hizo eterno para el corazón de Heather. Sentía que
todavía no había despertado de su sueño, un sueño en el que Alfred, su
Alfred, la había besado. ¿Acaso merecía tanta felicidad? Estaba segura de
que sus mejillas estarían teñidas de rojo por la situación, y que sus labios
estarían hinchados, pero estaba claro para ambos que debían regresar.
Ella comprendía lo que la distancia de Alfred significaba: prudencia
y no rechazo. Se dio la vuelta y él se puso justo detrás, impidiendo que
avanzara. Tomó con cuidado los brazos de la joven con sus manos y se
acercó para susurrarle algo al oído:
—Ojalá esta noche no terminara nunca.
El cuerpo de Heather se estremeció al escucharlo. Ella deseaba
exactamente lo mismo. Pero ambos eran personajes conocidos, y además se
encontraban en un evento social en el que sus títulos estaban por encima de
la gran mayoría de los presentes, por lo que buscarían su atención.
—Lo sé.
Con esas últimas palabras la joven pareja se separó. Ella regresó a la
sala en primer lugar, dejando a un excitado Alfred esperando en la
oscuridad del pasillo. Pasados unos minutos, él hizo lo mismo y ambos
quedaron fundidos entre todos los presentes, sin dejar de dedicarse sentidas
y furtivas miradas durante el resto de la velada.
Para su fortuna, la ausencia de la duquesa de York y su esposo les
otorgaba un escenario más que perfecto y, en varias ocasiones, y sin
levantar sospechas, los amantes bailaron en secreto compartiendo
confidencias. Sus miradas se buscaban cuando estaban separados, sus
cuerpos anhelaban el contacto del otro, y sus corazones… sus corazones ya
no les pertenecían. En su interior, ambos estaban seguros de que había sido
una noche reveladora.
Al otro lado del pueblo, Alfred York acudió a la casa familiar con un rostro
resplandeciente sujetando las riendas del caballo que había utilizado
Heather mientras montaba al suyo propio. Jamás habría pensado que el día
pudiera acontecer de esa forma. Todo había resultado natural y maravilloso.
Se excitaba solo de pensar en lo cómodos que se habían sentido los dos,
amándose en esa cabaña. Sin duda, Heather era merecedora de todo su
corazón.
Sin embargo, todo su buen ánimo desapareció al entrar en la casa y
ver que su padre y su madre lo estaban esperando en el salón principal. Su
madre daba vueltas de un lado a otro de la sala, nerviosa e impaciente,
mientras que su padre leía el periódico con calma en el sillón. Al ver que
entraba su hijo se desató el huracán.
—Se puede saber dónde has estado. ¡¿Acaso no has visto que había
una tormenta formándose?! —comenzó a gritar su madre fuera de sí.
—Madre, no se preocupe. He sido cauto y me he…
—No me importa tu prudencia —interrumpió la señora. Había
estado preocupada por su hijo y este parecía tan tranquilo al llegar que solo
se enfureció más—. Eres un inconsciente. Debemos acudir a ciertos eventos
y tú solo piensas en salir a cabalgar con tormenta.
—No esperaba la tormenta, madre…
—Es evidente que la influencia de tu gran amigo Benjamin —dijo la
duquesa con un tono de desprecio— y Susan Cavendish, te han nublado el
buen juicio. No cometerías estas imprudencias si no fuera por ellos.
—Eso no es justo —trató de defenderlos Alfred—. Ellos…
—Se acabó, Alfred. Solo Dios sabe lo que hiciste en la capital con
ese amigo tuyo y los fantasmas e ilusiones que te hicieron caer en las redes
de la señorita Cavendish. No me gustó nada desde el principio. Tan
conflictiva y vanidosa que era incapaz de ser educada y cortés.
—Respete a mis amigos, madre. Ellos me han ayudado a ser mejor
persona.
—¿A esto llamas tú «ser mejor persona»? —preguntó anonadada la
duquesa ante la clara falta de juicio de su hijo. Debía tomar cartas en el
asunto—. Antes jamás habrías cometido una estupidez como esta. Bien
sabe tu padre aquí presente que he tenido mucha paciencia contigo, pero
eres el futuro duque de York, y estas imprudencias no pueden volver a
suceder.
—Le prometo que…
—No hace falta que me prometas nada. Te traje de vuelta para
encontrar una esposa para ti, para que pudieras casarte. Pero veo que ni eso
sabes hacer por ti mismo.
—Me encantaría poder decidir…
—¿Decidir? —lo cortó la duquesa—. Está claro que no tienes buen
ojo para nada de eso. Ya puedes estar seguro de que a partir de mañana las
cosas van a cambiar. Asistirás al evento con tu mejor sonrisa, hablarás con
quien se te diga y harás lo que yo te indique. ¿He sido clara?
Alfred no respondió. Sus manos, todavía cerradas en puños
apretados, estaban tornando a color blanco por la presión que estaba
ejerciendo para resistirse. Su madre era muy importante para él, y la
respetaba, pero odiaba que se entrometiese tanto en su vida y que juzgase a
sus amigos. Y también se avergonzaba de sí mismo por no tener el valor de
hacerse respetar. Buscó en su padre a un cómplice que pudiera rescatarlo;
no obstante, no lo encontró. Su silencio respaldaba la opinión de la duquesa.
Era cierto que había sido un irresponsable, puesto que sabía que se
avecinaba una tormenta y aun así había salido a montar, aunque no iba a
caer enfermo porque se había desprendido de sus ropajes mojados y se
había secado para evitarlo. Además, había permanecido oculto durante toda
la tormenta. No podía contarle los detalles, pero estaría perfectamente para
el evento del día siguiente. El rostro decidido de su madre evidenciaba que
las consecuencias serían nefastas para él, aunque todavía no sabía hasta qué
punto.
—Alfred, ¿he sido lo suficientemente clara? —insistió la duquesa
con una mirada severa y firme ante la falta de respuesta de su hijo.
—Sí, madre —respondió agachando la cabeza incapaz de
defenderse. No podía. No tenía el aplomo ni la valentía suficiente para
enfrentarla.
—No quiero volver a verte hasta mañana. Ahora retírate e indica al
servicio que te preparen un baño caliente. No quiero que toda la casa huela
a perro mojado.
Alfred obedeció a su madre y se dirigió a la parte superior de la casa
para buscar a una doncella. Le prepararon un baño caliente y, mientras se
desprendía de los ropajes, pensaba en cómo había cambiado todo. Era
verdad que Benjamin y Susan habían sido dos grandes influencias en su
vida, aunque no en el mal sentido de la palabra. Al contrario, siempre lo
habían impulsado a ser mejor, a creer en sí mismo, a dejar atrás la timidez, a
enfrentarse a su madre y luchar por lo que creía que era mejor para él…
Personas valientes que mostraban un camino que él todavía no tenía el
coraje para tomar. Nunca había sido como ellos. Él era más cerrado, con
menos pretensiones sociales y con una clara predisposición a la soledad.
Prefería las carreras a caballo y los paseos por el jardín antes que las
tabernas o los rincones sociales. Su madre le reprochaba por sus amistades
y él solo podía desear que hubieran hecho más mella en él para darle el
coraje que no tenía para enfrentarla.
Al otro lado del pueblo, en una residencia familiar que parecía haberse
despertado pletórica tras las buenas noticias de la noche anterior, se
arrastraba un nubarrón de dolor en la planta superior. Alfred había acudido
presto a su despacho en la casa tras la despedida de todos los invitados para
tratar de calmar los ánimos y a su corazón. Ver las lágrimas correr por el
rostro de Heather había sido lo más espantoso que había visto nunca.
Desgarrador. ¿Cómo había pasado aquello? Y peor aún, ¿cómo es posible
que no hubiera hecho nada para evitar la desgracia de ambos?
Minutos después, la madre de Alfred hizo acto de presencia en la
sala.
—Me ha parecido muy maleducado por tu parte que no hayas
despedido con cortesía a tu futura esposa y a sus padres. Sin duda, algo muy
poco propio de un futuro duque.
—¿Qué ha ocurrido antes, madre? ¿Cómo ha podido orquestar todo
esto sin consultarlo conmigo? —preguntó airado el joven sin retirar la
mirada de su madre.
—Porque no tenía que consultarte nada —respondió con soberbia su
madre.
—¡Pero es mi vida!
—Es el futuro del ducado —corrigió ella.
—No es justo y lo sabe.
—Yo te diré lo que es justo, jovencito —comenzó a recriminar la
señora dando varios pasos al frente para encarar a su hijo—. Te hemos dado
todos los privilegios propios de un duque: caballos, estudios, viajes… Todo
lo que te pedí a cambio es un matrimonio. Una mujer.
—Y la mujer llegará en su momento.
—¿En su momento? ¿Crees que esa desconocida joven con la que te
estás viendo será la futura duquesa de York? —reveló la mujer para
sorpresa de su hijo. Ella lo sabía. Puede que no supiera el nombre de la
jovencita en cuestión, pero era evidente que su hijo lo mantenía en secreto
era porque no sería alguien de su agrado cuando, en realidad, él lo hacía por
otros motivos—. ¡No, no lo permitiré!
—¿Cómo…? —preguntó horrorizado Alfred. ¿Cómo lo había
averiguado?
—¿Crees que tu madre solo vive para organizar fiestas y tomar el
té? Primero fue con la alocada de Susan Cavendish. Tu transitorio
enamoramiento por ella fue un reto para mis nervios, pero gracias al cielo
se casó con ese horrible amigo tuyo y la alejaron de ti. Sin embargo, cuando
comenzaste a asistir con ánimo a los bailes y tus rutinas de las mañanas
comenzaron a cambiar, noté que algo ocurría. Seguramente te estabas
viendo con alguien. Te mandé lejos con la esperanza de que recapacitaras,
pero tu comportamiento de anoche me demostró que estás muy perdido.
Enajenado por esa mujer y sus malas artes. Y si mi instinto de madre no me
falla, no sería una apropiada elección para el ducado.
—¿Apropiada elección para el ducado? —repitió atónito Alfred ante
las palabras de su madre. ¿Cuándo se había convertido en alguien así?—.
Madre, no sabe lo que está diciendo.
—Por supuesto que lo sé, hijo. No estaba dispuesta a que te casaras
con Susan Cavendish como tampoco lo estaré de que te cases con esa
cualquiera que te ha encandilado. Vete a saber las promesas que le habrás
hecho.
—¡Ella no es una cualquiera! —gritó desesperado Alfred.
—Ves, te ha nublado tanto el juicio que eres capaz de gritarle a tu
propia madre. Yo no te he criado para que me trates de esa forma.
—Madre… —trató de decir Alfred avergonzado, sintiendo cómo las
palabras de su madre calaban dentro de él. ¿En verdad era tan mal hijo? ¿Le
había levantado la voz?
—El matrimonio con la hija del duque de Dorset está arreglado
desde hace dos semanas. Los acuerdos están hechos y los anuncios
pertinentes serán publicados próximamente. El enlace tendrá lugar al
finalizar la temporada social.
—Esto es una locura, madre —declaró Alfred caminando de un lado
a otro de la sala, sintiendo que su suerte y su vida se escapaban entre sus
manos—. No pienso…
—Harás lo que tu padre y yo hemos dispuesto para ti. Romperás
cualquier contacto con la dama y evitarás que surjan rumores indebidos que
pongan en evidencia a nuestra familia.
—¿Y condenarme a un matrimonio sin amor? ¿Eso es lo que quiere,
madre?
—¿Sin amor? ¿Quién dice que no puedas encontrar ese
acompañamiento y apoyo en tu futura esposa?
—El matrimonio debe ser algo más.
—Eres un iluso, y cuanto antes te des cuenta mejor. No voy a seguir
permitiendo estas rabietas infantiles impropias de tu posición. Cortejarás
públicamente a la joven que hemos escogido para ti y te desposarás con
ella. Afianzaremos el título y ampliaremos nuestros contactos.
—¿Eso soy para usted, madre? ¿Una oportunidad de mejorar nuestra
posición?
—No, querido. Eres el futuro de esta propiedad y, por desgracia, las
uniones por amor no suelen ser las más inteligentes.
Con ese comentario, la duquesa dio por terminada la conversación.
Se dio la vuelta y dejó a su hijo en el despacho totalmente enloquecido y
fuera de lugar. Le habían enseñado que odiar a los padres era un gran
pecado, el peor de todos, pero en ese instante sentía un gran desprecio por
las oscuras artes de su madre. Al parecer, sus escapadas con Heather no
habían sido un secreto después de todo y, aunque estaba agradecido de que
no supiera la identidad de la joven, eso no le había impedido anticipar lo
que estaba por ocurrir. Estaba comprometido, e incluso había compartido
con Heather que hablaría con el conde para poder cortejarla públicamente y
pedirle su mano. ¿Qué pensaría ahora de él? ¿Pensaría que había jugado con
ella todo el tiempo? ¿Que nada de lo que habían vivido era cierto? Alfred
golpeó varias veces una pared próxima. Pura rabia. Pura impotencia. No era
propietario de su corazón porque se lo había entregado a Heather, pero
tampoco era dueño de su futuro porque este le pertenecía a sus padres.
¿Cuán horrible era el destino que jugaba con él de esa manera? ¿Por qué
ahora que se había reencontrado con el amor de su vida los hilos del telar
del destino jugaban en su contra?
El pecho le dolía muchísimo. Abrió la ventana de su despacho con
la esperanza de que entrara aire, pero no parecía surtir el efecto deseado en
él. Era un ser despreciable. No podía respirar. No tenía el coraje suficiente
para enfrentar a su madre y hacer valer su amor por Heather. Nunca lo había
tenido. Había traicionado su amor. Había perdido su final feliz con ella.
Alfred sintió que perdía fuerza en las piernas y cayó en el suelo. El dolor de
los nudillos afectados por el golpe era irrisorio en comparación con la
vergüenza que sentía de sí mismo y el pecado que había cometido contra
Heather. Sin dejar que nadie más lo escuchara, Alfred York lloró en secreto
amargamente en ese despacho hasta altas horas de la noche.
Capítulo 16
Aunque la conversación ocurrida en la sala de música se mantuvo como una
confidencia entre hermanas, no era ningún secreto para todos que algo
terrible había ocurrido la noche anterior. Las hermanas de Heather trataron
de animar a la joven y pasar tiempo con ella. Incluso Violet y Bella
parecieron enterrar el hacha de guerra por unos días y dejar a un lado las
discusiones y los gritos. Los caballeros, por otro lado, prefirieron formar
parte de la retaguardia en esa batalla. Sin información ni armas necesarias,
estaban mejor apartados que resultando una intromisión.
Heather había pasado de vivir como un fantasma, a simplemente,
existir. Había aceptado que nunca volvería a ser la misma. Habían pasado
tres días desde la noticia del compromiso y, por supuesto, los periódicos
locales y los rumores entre las señoras ya estaban a la orden del día.
Heather no había salido de casa, pero las conversaciones entre susurros en
su casa revelaban dichos acontecimientos. Sus cuatro hermanas se habían
desvivido por ella y se sentía arropada y querida. Sin embargo, por muchos
abrazos y besos que le ofrecieran, jamás podrían reemplazar el calor de las
caricias de Alfred, ni sus besos, ni el estremecimiento de su cuerpo al
amarla. Todo eso eran recuerdos que tendría que guardar en un rincón
secreto para alejarlos de su mente. Su futuro estaba decidido y tendría que
aceptar que pudo ser y no fue. Que quizá, no estaba destinado a ser.
Esa tarde, Charlotte insistió en que visitaran a una antigua amiga del
pueblo para tomar el té. No podían ausentarse de la vida pública tantos días,
y menos durante la temporada social. Puede que su hermana tuviera el
corazón roto, pero recluirse solo alimentaría el fuego de las habladurías y
Charlotte era consciente del poder de los rumores y de lo ociosas que son
las mujeres de la alta sociedad.
Las hermanas Cavendish entraron en la sala reservada del
restaurante para tomar el té. Su reunión con otras damas de la alta sociedad
las distraería, aunque también garantizaba temas complicados de abordar.
Se dispusieron alrededor de la mesa circular y, mientras les sirvieron el té,
comenzaron a hablar. Heather se mantuvo callada, con la mirada perdida en
el líquido que contenía su taza, y sus hermanas trataron de llevar la voz
cantante para evitar que el resto de las presentes se percataran del estado de
aflicción en el que se encontraba.
—Claro que nos ha tomado por sorpresa el enlace —comenzó a
decir una de ellas para introducir el tema de conversación que todas
parecían estar deseando compartir.
—No podemos creer que Marian vaya a casarse con el futuro duque
de York.
—¿La conocéis? —preguntó Susan aguardando a que las jóvenes
aportaran más información y esperando que no fuera una que dejara en
buen lugar a la futura esposa.
—¿A Marian? ¡Por supuesto! Es una de nuestras íntimas amigas.
—Sí, sin duda. Un secreto que guardaba con recelo hasta para
nosotras. Siempre ha tenido interés en el joven, pero de ahí a contemplar el
matrimonio.
—Entonces, ¿estaba enamorada de él? —preguntó alarmada Susan.
Aquella confesión agravaba las circunstancias del enlace.
—No creíamos que sus sentimientos fueran tan intensos, pero sí que
había mostrado su admiración por él en múltiples ocasiones.
—Entonces, ¿ellos se conocían de antes?
—Sin duda. Sus padres han sido amigos desde hace años y tengo
entendido que han acudido a veladas en común. Es evidente que
encontraron sus personalidades compatibles.
—Seguro que hacen una hermosa pareja. Marian es encantadora y
dulce. Seguro que se convertirá en una gran esposa. Su madre estará
pletórica por el anuncio y ya habrá empezado con los preparativos.
—No tanto como la duquesa de York, querida Mariela.
—Será, sin lugar a duda, el acontecimiento de la temporada.
—Desde luego, desde luego —afirmó con pesar Charlotte mirando
con tristeza a su hermana menor. Heather seguía con la mirada fija en el té.
Escuchaba, procesaba, comprendía.
—Seguro que Marian no es tan perfecta —dijo Violet para provocar.
Esperaba que sus amigas pudieran confesar algún secreto oscuro de la
joven. Si algo caracterizaba a las mujeres de la alta sociedad era su gran
propensión a los rumores, a compartirlos con el mundo y a crearlos.
—Al contrario, es tan perfecta que nosotras a su lado lucimos poco
educadas.
—Bueno, señoritas, seguro que encontramos otro tema con el que
amenizar nuestra tarde —dijo Charlotte propiciando un claro cambio de
conversación. Si la futura esposa de Alfred era tan perfecta como ellas
decían, no era algo que su hermana debiera escuchar.
Entre chismorreos y algunas nuevas noticias acontecidas durante la
temporada, Heather Cavendish se hizo una terrible composición del lugar.
Al parecer, la futura esposa de Alfred era perfecta. Una perfecta señorita,
con un perfecto título, con una perfecta familia, con una perfecta dote, con
perfectos modales, con perfecto… No había tachas, no había nada qué
excusarle. Al contrario que a ella. Ella era la hija de un conde, sin madre ni
hermanos que la protegieran, sin grandes habilidades, sin una personalidad
arrolladora y extrovertida, sin… amor propio. Eso era lo que la definía. Si
ella misma nunca se había querido, ¿cómo había esperado que otra persona
la amara o luchara por su amor? No era merecedora de Alfred. No estaba a
la altura de las expectativas ni del título que él heredaría. Sus familias eran
amigas, pero no lo suficiente como para considerarse iguales, y mucho
menos para unirse en el sagrado vínculo del matrimonio.
—Aleja esos pensamientos oscuros, Heather —sugirió entre
susurros su hermana mayor.
—No sé a qué te refieres —trató de disimular.
—Puede que no me lo digas, pero te has vuelto a hundir después de
salir del salón de té. Te veía cada vez más pequeña en esa silla —declaró
Susan evidenciando la realidad.
—No importa.
—¡Claro que importa! ¿Acaso estás pensando que eres menos que
esa señorita Dorset? ¡Eres mi hermana! ¡Reacciona de una vez! Todo esto
está orquestado por la madre de Alfred —sugirió Susan por primera vez en
voz alta. Era una sospecha que había surgido desde que vio la cara de
orgullo de la duquesa al brindar por su hijo. ¿Y si todo había sido
planificado para ella?
—No digas esas cosas, Susan. Su madre no querría…
—¿Mejorar su posición o emparentar con alguien pudiente y con
título? Ambas sabemos que su madre no es una persona bondadosa y que
siempre nos ha tratado con condescendencia —declaró con confianza
Susan. Ella despreciaba a la madre de Alfred, y era algo mutuo. No podía
creer que su hermana estuviera tan ciega a las oscuras artimañas de esa
mujer.
—No digas eso de ella —dijo Heather defendiendo a la duquesa.
—No me puedo creer que le defiendas cuando siempre has sido
testigo de las tensiones existentes entre nosotras en cada velada.
—Me retiro a mi habitación —respondió Heather con cansancio.
No quería escuchar más a su hermana. La revelación que había
sufrido en aquella sala de té fue desconcertante y humillante. Ella no era
consciente, pero su timidez y sus complejos respaldaban ese futuro
limitante que siempre había proyectado para sí misma. Por supuesto, que
Alfred no se hubiera personado para hablar con ella y darle una explicación,
era peor todavía. Quería y no quería hablar con él porque, por muchas
disculpas que pudiera darle, nada rompería el compromiso. Si su destino era
estar sin él, prefería no verlo más.
Sin embargo, la rueda del destino estaba en contra de los profundos
deseos de Heather Cavendish porque a la mañana siguiente, tras el
desayuno, recibieron la visita de Alfred York. Una de las doncellas anunció
la llegada del joven y todos, incluidos los caballeros, se pusieron alerta. Por
su propio bienestar emocional, los caballeros presentes en la casa habían
preferido dejar el tema de Heather en manos de sus hermanas y así poder
mantener la cordura. Todas miraron a Heather cuando mencionaron el
nombre de Alfred y esta, dolida, agachó la cabeza cuando la puerta se abrió.
—Buenos días, joven Alfred. ¿A qué debemos el honor de su visita?
—preguntó el conde, ignorante de todo cuanto acontecía.
—Buenos días a todos, señores, señoras y señoritas. Siento
presentarme tan temprano. Es evidente que les importuno, dado que no han
terminado de desayunar. Quizá debería volver en…
—Tonterías, ya está aquí, ¿no es así? ¿Qué desea? —insistió el
señor de la casa.
—M-Me gustaría hablar con la se-señorita Cavendish, si no es mo-
molestia —solicitó Alfred entre tartamudeos, dando vueltas a su sombrero
con la mano. Estaba nervioso. Mucho. Temblaba. Tenía pánico. Ver a toda
la imponente familia Cavendish delante de él le intimidaba, pero había
llegado a la residencia con un objetivo y trataría de cumplirlo.
—¿La señorita Cavendish? ¿Con cuál de ellas? —preguntó confuso
el conde, dedicándole un vistazo a Heather, Violet y Bella, sus tres hijas
solteras.
—Con Heather —dijo él con seguridad.
—Oh, claro. No veo inconveniente —aseguró el conde dando una
palmada—. Heather, por favor, ¿podrías salir para hablar con el joven
duque mientras los demás terminamos de desayunar?
—Por supuesto, padre —respondió con un ligero temblor en la voz.
Sintió cómo su hermana le apretaba la mano por debajo de la mesa para
infundirle fuerza y se puso de pie. No estaba preparada. Había deseado que
viniera en su busca, pero, al mismo tiempo, no tenía agallas para hablar con
él.
—¡Ah, casi lo olvido! Enhorabuena por su reciente compromiso,
joven Alfred.
—Eh… gracias, señor Cavendish.
Una flecha. Directa. Al. Corazón.
Eso es lo que Heather sintió al escuchar la felicitación por parte de
su padre. Se castigó a sí misma por no ser más transparente con sus
emociones como para que su padre felicitara al amor de su vida por casarse
con otra persona. Por eso, sus pasos hacia el exterior fueron más pausados,
provocados por la ausencia de aire en sus pulmones. Por la falta de vida.
No le dedicó ninguna mirada a Alfred cuando se puso a su lado y
tampoco lo hizo cuando recorrieron el pasillo hasta la entrada principal.
Ninguno dijo nada hasta que siguieron caminando con dirección a las
caballerizas. Heather había observado que los bajos de su pantalón no
estaban manchados, como tampoco sus botas, así que supuso que habría
llegado a caballo. Se dirigió directa a los establos, seguida por Alfred sin
mediar palabra.
—Heather, por favor, ¿puedo hablar contigo? Lo necesito —pidió
desesperado el joven, quien había aceptado con resignación el silencio de
ella como castigo.
—Con usted —aclaró Heather.
—¿Qué?
—No puede hablarme de esa forma tan cercana —respondió ella de
forma tajante sin mirarlo. No quería ser mala persona, pero tampoco quería
que jugara con sus sentimientos. Si no iba a ser su esposo tampoco podría
tratarla con falta de protocolo.
—Heather, tienes que escucharme. No sabía nada del compromiso
con Marian ni de que el anuncio se realizaría el día de mi cumpleaños.
Tienes que creerme —declaró con desesperación Alfred, tratando de tomar
la mano de Heather. ¿Cómo podría reparar aquello? Jamás había vivido
algo tan doloroso.
—¿El compromiso se ha anunciado? —preguntó Heather soltándose
rápidamente del agarre del caballero como si su contacto quemase. Lo había
anhelado, pero tenerlo era todavía peor.
—Sí.
—¿Va a casarse?
—Sí—respondió él abatido, comprendiendo lo que quería decir su
enamorada.
—Entonces monte sobre su caballo y regrese a su casa —añadió de
forma definitiva Heather, dándose la vuelta para regresar adentro. Justo a
varios pies de distancia, Alfred tomó la delantera y le interrumpió el paso.
La tomó entre sus brazos y la obligó a detenerse y mirarla.
—No puedes decirme eso —le dijo Alfred con dolor mientras
trataba de reprimir las lágrimas por la tensión—. Por favor, déjame hablar
contigo. Necesito explicarme y que entiendas que no puedo…
—Según he escuchado —interrumpió ella con la mirada triste—,
Marian es una señorita dulce, respetuosa, versada y talentosa. Sus amigas
dicen que es leal y cariñosa. Seguro que será la esposa perfecta.
—¿Qué estás diciendo?
—Tendrá a su lado a una mujer digna de la posición de un duque,
que le ayudará en todo.
—Heather, ¿te estás escuchando? ¿Crees que yo quiero algo de eso?
—preguntó entre entristecido y malhumorado.
—Organizará sus fiestas —comenzó a decir Heather totalmente
exaltada y fuera de sí—, atenderá a sus invitados, decorará su casa y le
proporcionará los herederos que…
—¡Basta, Heather! Detente de inmediato —dijo sacudiendo a la
joven para que despertara. ¿Cómo podía decir que esa mujer era para él?—.
¿Cómo puedes decirme esas cosas? Yo no amo a Marian. Solo te amo a ti.
—No lo suficiente. Y no debería. Ya no —afirmó Heather mirándole
a los ojos por primera vez—. Su amor no ha significado nada.
—No te comprendo —respondió él sintiéndose pequeño—. Soy
consciente de que este lío es complicado, y que es un contratiempo en todo
lo que estamos…
—¿Contratiempo? —preguntó con triste ironía Heather—. Usted se
va a casar dentro de dos meses y yo solo seré un recuerdo de verano.
—No, no eres eso.
—Le exijo que no me hable con esa cercanía y que no me toque —
rogó ella mientras trataba de zafarse de él. No podía permanecer más
tiempo con él o jamás podría recuperarse. No se merecía nada de eso—. No
puedo…
—Heather, no puedo mentirte…
—Yo soy la que no he mentido. Cuatro días he esperado para recibir
su visita, para tener una explicación. Para que me diga que lo que escuché
son solo mentiras. Que nuestro futuro juntos no se ha visto truncado por un
título y una dote. Pero es evidente que no soy suficiente.
—¿Cómo?
—No soy suficiente para usted, ni para su madre, ni para su título.
Deseo que desaparezca de esta propiedad. ¡Deseo que no regrese y que no
vuelva a dirigirme la palabra! —gritó molesta y frustrada la joven,
marcando con claridad las distancias. Estaba tan enfadada por todo, que era
incapaz de razonar o medir sus palabras. Solo el dolor regía lo que salía por
su boca. Si Alfred no podía ser suyo, era mejor que no volvieran a verse.
—No puedes pedirme eso —dijo él derrotado ante las palabras de
ella. ¿Cómo podía pedirle que se alejara? Él la amaba.
—Pues lo estoy haciendo.
—¿Y qué ocurrirá si no te hago caso?
—¿Qué pensará su mujer si frecuenta la casa de otra dama?
Esa pregunta fue mortal. Un golpe seco y certero que mostraba toda
la rabia que Heather llevaba acumulando desde el día en que escuchó la
noticia. Un golpe que mostraba su dolor. Alfred dio un paso atrás y soltó a
la joven. No podía dar crédito a cómo había cambiado su vida en apenas
unos días sin que él pudiera hacer nada para remediarlo.
—Váyase de aquí.
Heather se dio la vuelta y sin mirar atrás regresó a su casa. No quiso
escuchar las peticiones desesperadas de Alfred para que se detuviera,
porque apenas tenía fuerzas para remar hacia la orilla arrastrando los
maltrechos restos de su corazón. Esa conversación había sido lo más duro y
decisivo de su vida. Alejar al amor de su vida porque no podía tenerlo era lo
mejor. Para ella. Para él. Para todos. Nunca le había hablado así a nadie.
Nunca se había mostrado tan enfurecida o enajenada por sus emociones.
Había sido mezquina, pero no podía resultar de otra forma. No había
dudado de sus sentimientos, mas sí de su convicción para defenderlos y, sin
ellos, su amor no podría tener un futuro. No iba a tenerlo. Puede que él la
amara, sin embargo, no había sido suficiente como para contradecir a su
madre y tomar las riendas de su vida. No podía odiarlo porque lo amaba con
todo su corazón, pero él había antepuesto su título a su amor y, aunque le
parecía algo despreciable, lo comprendía. Era la maldición de la alta
sociedad. La maldición de los jóvenes que heredaban matrimonios políticos
a riesgo de perderlo todo.
Alfred se sentía débil y abandonado. Heather se había llevado su
corazón hace años y ahora se lo devolvía. No podía soportar tanta angustia.
Él mismo era el causante de todo aquello. Si tuviera la valentía suficiente
no les habría causado tanto dolor. No reconocía a la joven en el tono ni en la
dureza de las palabras que había utilizado. Era alguien distinto. Alguien
llevado por la tristeza y el dolor. Él había causado aquello y ahora solo
podía odiarse por ello.
Regresó a casa a lomos de su caballo, no sin antes dar un enorme
paseo por su propiedad, cabalgando a la máxima velocidad que el animal le
permitía. Alejarse, evadirse, dejar que su vergüenza se la llevara el viento.
¿Cómo había podido llegar a ese punto? Unos días antes estaba en brazos
de su enamorada, con dulces promesas que todavía le recordaban la
plenitud, saboreando sus labios, y en ese instante era un alma en pena.
Habían pasado varias horas y casi había llegado el momento del
almuerzo cuando Alfred entró en la casa. Sin embargo, y para su sorpresa,
unos gritos lo alarmaron. Su madre discutía con una joven cuya voz
reconocía a la perfección.
—Lo esperaré en este mismo salón, si no le importa.
—Querida, no es una hora muy propicia para una visita. Me
encantaría animarla a que regresara por la tarde. Como puede ver, mi hijo
no se encuentra en la casa.
—No tengo prisa alguna, duquesa. Siempre he admirado la tapicería
de sus excelentes sofás. Este es mi favorito —dijo Susan sentándose en uno
de ellos y desobedeciendo tajantemente la petición de la señora de la casa.
Esa odiosa mujer le había hecho la vida imposible durante años tratando de
alejarla de Alfred, y ahora jugaba con el corazón de su hijo como si se
tratase de un muñeco. No lo iba a permitir.
—Siempre ha sido una insolente, señorita Cavendish.
—Señora, si no le importa. Y si pudiera añadir el título de duquesa,
se lo agradecería. Después de todo, es lo que soy —indicó con soberbia
Susan, remarcando que ella poseía el mismo título, lo que provocó que la
madre de Alfred se quedara sin aliento por su comentario.
—¿Qué ocurre aquí? ¿Madre? —preguntó Alfred incrédulo ante la
discusión que había escuchado desde el otro lado de la puerta.
—La señorita…
—Señora —corrigió Susan.
—La señora Collins ha venido para hablar contigo, hijo. Pero tras
insistirle en que no estabas en la propiedad, se ha mostrado reticente a
marcharse.
—Y no es problema, madre. Bien sabe que no es una molestia tener
un comensal más para el almuerzo. No olvide que he visitado a su familia
en incontables ocasiones y nunca me han cerrado la puerta.
—Por supuesto, hijo.
Alfred miró la seguridad que desprendía su amiga desde el sofá
mientras su madre se deshacía de los nervios. Aunque, en realidad, debajo
de esa fachada dura, había una amiga enfadada y a punto de reprenderle, y
con razón. Sin embargo, Alfred necesitaba que su madre abandonara la sala
para poder hablar con ella.
—Madre, por favor, Susan y yo deseamos conversar a solas.
—Oh, Susan, por supuesto. Por cierto, creo que estabais presentes
durante el anuncio del compromiso de Alfred con Marian. Es una joven
excepcional. Formarán un perfecto equipo.
—¿Un equipo? —preguntó divertida ante la poco acertada elección
de palabras de la señora. Sin duda, un equipo bien avenido, pero poco
enamorado—. Suena emocionante, sin duda.
—Madre, por favor —suplicó de mala gana Alfred. No estaba de
humor para enfrentar a dos mujeres al mismo tiempo.
—Desde luego. Además, tengo compromisos relacionados con la
boda, más importantes que atender.
La duquesa se despidió de los presentes y abandonó se marchó,
dejando un rastro invisible de su presencia en la sala. Una pestilencia
invisible del hedonismo y vanidad que Susan tanto despreciaba.
—Susan, sé que… —trató de disculparse Alfred.
—Salgamos. No creo que te apetezca que todos los miembros del
servicio y tus padres escuchen lo que te tengo que decir —resolvió Susan de
forma autoritaria. No daría su brazo a torcer por mucho que su amigo
estuviera triste. Había acudido allí alertada por el estado de decadencia de
su hermana, y haría todo cuanto estuviera en su mano para ayudarla.
—Claro —aceptó Alfred con resignación y guio a la joven hacia la
salida para dirigirse al jardín trasero, donde tantas veces habían jugado al
criquet. Cuando Susan no pudo contenerse más, explotó.
—¡¿Se puede saber qué es lo que pasa aquí?! —gritó Susan
enfurecida, golpeando el hombro de su amigo con rabia—. Regreso tras
meses sin ver a mi amigo para celebrar su cumpleaños y me encuentro con
que anuncia su compromiso con una perfecta señorita de la alta sociedad.
¿Qué está pasando?
—Yo…
—¿Qué ha pasado con todo lo que me contaste? —preguntó
golpeando esta vez el pecho de su amigo, quien no se defendió—. ¿Qué ha
sido de tus sentimientos por Heather?
—Yo…
—Todavía recuerdo el día en que me confesaste que amabas a mi
hermana. Yo estaba nerviosa porque llevabas varios días sin hablarme, y
temía que me dijeras que estabas enamorado de mí, pero, cuando al fin
liberaste tu secreto, me sentí la persona más dichosa del mundo porque el
sueño de mi hermana se haría realidad. Estabas enamorado de ella y ella de
ti. ¿Acaso no podía ser el destino más perfecto?
—Pero…
—¡Pero nada! —gritó teatralizando la situación y dando una vuelta
enfadada—. Tuviste que estropearlo todo y comprometerte con Marian, la
hija del duque de Dorset.
—Yo no…
—Por supuesto que tú no la aceptaste —continuó Susan sin dejar
que Alfred se defendiera. No quería que lo hiciera. Quería decirle
exactamente lo que había venido a decir—. Eso lo he tenido muy claro
desde el principio, Alfred. Seguramente haya sido tu madre quién, ciega por
la codicia, ha decidido tomar cartas en el asunto.
—Yo quiero a Heather, Susan. Te lo prometo —Declaró Alfred
desesperado, dejando salir las lágrimas de quien puede compartir su
frustración por primera vez—. No he amado, ni amaré, a nadie más que a
ella.
—Y, sin embargo, te vas a casar con otra persona.
—No tengo otra opción —respondió hundido y con lágrimas en los
ojos. Odiaba verse tan indefenso, pero Susan era su amiga—. Debo…
—¿Obedecer a tu madre? ¿Seguir con el mandato de tu ducado?
Recuerdo el día en que me explicaste los cambios que querías hacer cuando
heredaras el título. Tus reformas en los negocios, los rejuvenecimientos de
las relaciones comerciales, los planes de expansión, tus ganas de construir
un anexo enorme en la casa para construir un jardín para tu amada, la forma
en que le pedirías matrimonio a Heather… Alfred, ¿dónde ha quedado todo
eso?
Susan era consciente que sus palabras eran duras, pero necesitaba
que su amigo despertara, que reaccionara. Que viera la maldad en las
acciones de su madre y que rugiera para reclamar lo que se merecía. Quería
que se rebelara.
—No lo entiendes. El compromiso está cerrado, y no creas que no
he intentado discutir con mi madre sobre ello. No lo deseo. No deseo nada
de esto. Me siento desdichado. Infeliz. Le hice promesas a tu hermana,
Susan.
—Pues cúmplelas.
—No sé cómo hacerlo —respondió Alfred retirando la mirada y
sintiéndose todavía más pequeño, indefenso y fracasado.
—Intentarlo no es suficiente. Heather es única, Alfred. Más vale que
encuentres la forma o la perderás para siempre.
Capítulo 17
Susan Cavendish tenía razón, Alfred no merecía el amor de su hermana si
no era capaz de luchar por él. Había intentado hablar con su madre, pero
sabía que la decisión estaba tomada y poco podía hacerse para deshacer el
compromiso. Él no quería casarse con Marian. Por supuesto, no tenía nada
en contra de ella. Era una joven educada, divertida y culta. Sin embargo, no
era Heather.
Para él, Heather era todo lo que siempre había soñado. Puede que no
fuera la mujer más intelectual, femenina o extrovertida. Pero él nunca había
deseado nada de eso en una mujer. Él había amado las cualidades que todo
el mundo consideraba debilidades en la joven. Amaba su sencillez, su
timidez y su afición por la botánica. Su aversión por los caballos, su
capacidad al piano y su sonrisa plena cuando le hacía cosquillas en la
clavícula. Amaba sus gemidos al besarla, sus paseos en secreto por el
campo de amapolas y las miradas cargadas de sentimiento en los encuentros
sociales compartidos. Ella era su mundo, pero Susan tenía razón. Si no
hacía algo, la perdería para siempre.
Ese mismo día, Heather le había demostrado un temperamento que
nunca antes había conocido. Puede que días atrás fueran amantes deseosos
de pasar una vida juntos, con promesas y secretos compartidos. Sin
embargo, desde aquella fatídica noche, el dolor y la tristeza impregnaban
sus palabras y no podía reprocharle a la joven su malhumor al echarlo. Ni
tampoco sus formas. Él se lo había ganado a pulso. No había hecho nada
para demostrarle que ese matrimonio no tendría lugar. Él había traicionado
su confianza. Pero bajo ningún concepto quería que ella pensase que
Marian era la esposa perfecta para él. Puede que fuese la mujer que su
madre había designado para él, aunque no la que había ocupado su corazón.
Regresó a casa con un pesar todavía más grande en el corazón.
Había traicionado todo cuanto creía al aceptar ese matrimonio y, aunque
había logrado repeler durante varios días los intentos de su madre de que
pasara tiempo con Marian en público para corroborar el compromiso, había
llegado el momento de aceptar su destino. Odiaba escuchar a su voz interior
decirle que estaba obrando mal, aunque, al mismo tiempo, era su deber
como heredero.
Varias tardes compartió paseos con Marian y trató de entablar con
ella una conversación cortés. Le resultó evidente que la joven estaba
entusiasmada por el enlace y que se esforzaba por agradarle, pero él no
estaba dispuesto a fingir aquello que no sentía. Por ese motivo, las
conversaciones eran cortas y poco entusiastas. Sin embargo, su futura
esposa no desistió ni compartió sus desavenencias con la que sería su
suegra.
El siguiente sábado debían acudir a su primer acto social como
pareja comprometida y, aunque su madre se había empeñado en que le
prepararan el mejor traje para estar impoluto esa noche, odió a la persona
que se reflejaba en el espejo. Nunca se había visto así, como un completo
desconocido. ¿Dónde estaba el Alfred que recordaba?
Varias horas más tarde, los duques bajaron de la calesa y entraron en la gran
casa familiar. La primera en bajar fue la señora, quien, airada y desesperada
por encontrar a su hijo para conversar con él, recorrió cada una de las
estancias de la casa familiar hasta que lo encontró, sentado en su despacho
con una copa de brandy en la mano y una sonrisa de calma en el rostro.
—¡Esto es inaceptable, Alfred! Esta noche has demostrado una
terrible falta de respeto ante los Somset, los Dorset y ante tu propia familia
—gritó enloquecida.
—Buenas noches, madre. ¿Desea tomar asiento? —sugirió Alfred
con una sorprendente calma, lo cual pareció desquiciar más a su madre—.
Está muy alterada.
—No me hables así, jovencito.
—El señor Somset no estaba molesto con mi ausencia, pues tuve a
bien despedirme y solicitarle un caballo que me permitiera regresar a casa.
No se preocupe, madre, mañana a primera hora se lo llevaré de vuelta.
Nadie pensará que el duque necesita el caballo de otros para su propia
yeguada.
—Esta actitud no es propia de ti, Alfred —juzgó su madre, quien,
tras pensar por un instante, abrió la boca sorprendida—. Esto es típico de
esa Susan Cavendish. Sabía que no era una buena persona y que tarde o
temprano tendría que pagar el precio por permitir vuestra ridícula amistad.
—Le dije hace tiempo que no juzgara a mis amigos, madre. No es
justo.
—Me da igual si es justo o no —respondió la mujer dando pasos
agigantados por la sala mientras se desprendía del incómodo chal que le
ahogaba—. Tengo derecho a que me trates con respeto y educación.
—De la misma forma que mi amiga, que no está aquí para
defenderse, tiene derecho a que yo sea su defensor —respondió Alfred con
calma, apreciando entonces los verdaderos matices de la personalidad de su
madre.
—Defensor, defensor. Es a Marian a quien deberías proteger. ¿Cómo
has podido rechazarla delante de todos? Se siente triste porque no has
querido bailar con ella.
—No me sentía inclinado a bailar.
—Te dejé claro que solo tenías que hacer dos cosas esta noche:
bailar y sonreír. No te pedí más. No creo que fuera demasiado, ¿no es así?
—Madre… —trató de intervenir Alfred, pero fue interrumpido.
—Ni un solo baile. Ni una sola sonrisa. He invertido dos horas de
mi vida tratando de calmar a la familia Dorset y asegurarles que te
encontrabas indispuesto y que por eso no has permanecido en la fiesta.
Todos comentaban acerca de que el matrimonio no va a celebrarse y que
todo es una farsa.
—Es que el matrimonio no va a celebrarse, madre —declaró por fin
Alfred, mirando con seguridad a su madre, quien lejos de creerle comenzó a
hacer ridículos aspavientos.
—¡Por supuesto que va a celebrarse! ¿Qué tonterías estás diciendo?
—Las que ha oído, madre. Soy un hombre, adulto y responsable, y
como futuro heredero del ducado de York le digo que no pienso casarme
con Marian.
—¡No puedes hablar en serio! Lo harás y punto —ordenó su madre
entre gritos y mal genio. No le importaba que el servicio, e incluso su
marido, la escucharan. Dejaría clara su postura ante el insolente de su hijo.
—Lo digo muy en serio. La quiero mucho, madre, pero ha llegado el
momento de que tome mis propias decisiones en la vida —aclaró Alfred
sintiendo como, poco a poco, la presión de su pecho remitía. Estaba
tomando la decisión correcta. La decisión que debía haber tomado semanas
atrás. La decisión que marcaría la diferencia.
—Te estás equivocando.
—Puede ser, pero cuando las cosas se hacen con el corazón, es
imposible errar —declaró el futuro duque, teniendo en mente el rostro de
una joven. Lucharía por ella. Por ellos.
—¿El corazón? —preguntó su madre. Por fin se habían revelado las
verdaderas intenciones del cambio tan brusco que había dado su hijo esa
noche. Todo parecía deberse a cuestiones del amor. La duquesa se rio por
dentro.
—Sí, madre. He encontrado a una persona que me complementa. A
la que amo y con quien deseo pasar el resto de mi vida.
—Pero…
—No, ahora seré yo quien dejaré las cosas claras —dijo Alfred
levantándose por primera vez y mostrando una actitud regia y autoritaria—.
Esta noche he sufrido una revelación, y quiero compartirla con usted. Estoy
cansado de que decida por mí, de que tome las decisiones que afectan a mi
vida y a mi futuro sin consultarme. A que cerrase un compromiso
matrimonial sin mi consentimiento ni conocimiento, y a que lo desvelase
delante de todos sin darme opción a rebatirlo. Nunca me ha preguntado por
mis sentimientos ni por mis deseos. Nunca se ha preocupado por ello. La he
defendido hasta la extenuación de quien considera que es una clasista y una
manipuladora, pero esta noche he comprendido que no es su culpa, es la
mía. Es mi culpa por permitir que me controlara.
—Hijo, yo… —comenzó a decir entre lágrimas la duquesa. Estaba
totalmente sorprendida y, aunque había entrado en el despacho enfadada y
con la firme decisión de censurar a su hijo por su comportamiento, se sentía
descompuesta por lo que estaba escuchando. No porque su hijo estuviera
demostrando valentía y agallas por primera vez, sino porque le estaba
diciendo la verdad a la cara.
—Soy un hombre libre, y si considera que la mujer que he escogido
para desposarme no es suficiente para el ducado, no es mi problema. No
dejaré que otra persona me acompañe en la vida salvo ella.
—Es un disparate y un error ¿Y Marian? ¿Qué ocurrirá con ella?
—Iré en persona a presentar mis disculpas formales ante ella y su
familia mañana mismo. Aceptaré la ira de Marian y el enfado y reproche de
sus padres, e incluso estoy dispuesto a sufrir el rechazo social, pero no
seguiré siendo su muñeco, madre. Ni tampoco seguiré negando lo que
siento o a la persona que amo.
—Hijo, no es la decisión correcta. Te equivocas.
—Puede que me equivoque madre, pero el corazón no miente. No
escogeré a la mujer que ha elegido para mí. No porque lo haya hecho usted,
sino porque mi corazón está en manos de otra persona.
—Pero el ducado…
—El ducado seguirá siendo el ducado. Y su futuro duque será más
feliz.
En ese instante, la duquesa rompió a llorar y su hijo se acercó para
abrazarla. Entre lágrimas e hipidos, Alfred pudo escuchar una tímida
disculpa.
—Yo… l-lo si-siento.
Capítulo 18
Por primera vez en toda su vida, Alfred York durmió toda la noche del
tirón, sintiendo su corazón y su cuerpo desprovisto de las losas que lo
habían aprisionado durante los últimos días, o, mejor dicho, años. Por
muchas razones, sabía que había tomado la decisión correcta en su vida y,
aunque en el proceso había dañado a demasiadas personas hasta darse
cuenta de ello, se había comprometido a reparar todo cuanto fuera
reprochable a su comportamiento.
Había meditado a conciencia las palabras que compartiría con su
madre sentado en su despacho a la espera del huracán que crearía a su
llegada. Había dejado plantada a su madre y la había dejado con la palabra
en la boca. Eso traería consecuencias. No quería ser duro con ella, pero la
revelación que sintió al entrar en ese salón después de su malestar en el
jardín, le hizo darse cuenta de que no era la vida que él deseaba. Que por
mucho título que estuviera destinado a tener y eso le diera poder e
influencia, no sería ni su poder ni su influencia. Él vivía bajo las cuerdas de
su madre, como un títere, y no podía seguir así. Era el momento de volar
libre y luchar por lo que creía que merecía. Acatar el destino que había
decidido para él le habría hecho infeliz y los había destruido a ambos en el
camino. Tras hablar con su madre, la abrazó con fuerza porque sabía que
había sido la conversación más dura que habían tenido nunca. La más
significativa y auténtica. La señora de la casa se disculpó, alegando que
solo quería lo mejor para él y el ducado. Que su único objetivo en la vida
era cuidar de su hijo y su marido, y que no le deseaba ningún mal. Sin
embargo, Alfred le hizo ver que las personas deberían participar de su
propio destino y que manipular los acontecimientos a su antojo no era la
solución. Las personas deben ser artífices de su propia vida.
En primer lugar, llevó el caballo prestado a casa de los Somset y les
pidió disculpas por ausentarse. Les entregó una botella de vino que había
traído de la capital como disculpa y agradecimiento, y los ánimos se
apaciguaron.
Por otro lado, tenía que pedir disculpas formales a la familia Dorset,
a Marian, y romper el compromiso con firmeza y tacto. Eso fue lo más
complicado. Las férreas promesas que su madre había hecho los dejaron en
mal lugar. Él trató, con delicadeza y habilidad, ser completamente sincero y
abrir su corazón. Les explicó que, aunque apreciaba las capacidades y
talentos de la joven Marian, no sentía que fueran almas predestinadas a
compartir una vida. Respetaba las promesas de su madre y estaba dispuesto
a entregarles un presente de gran valor para reparar el daño causado. Tras
varias horas de intensa conversación, de lloros y reproches, acordaron
romper el compromiso con el pacto de que Alfred admitiría ser el culpable
de la ruptura en público.
Marian, por otra parte, se sentía tremendamente abatida por la
ruptura de su compromiso. Ella misma estaba entusiasmada con la noticia
de casarse con el joven Alfred porque siempre lo había encontrado
enigmático, reservado y atractivo. Durante las semanas en las que la idea de
su futuro enlace pululaba en el aire de su casa ante las visitas de la duquesa
de York, ella se fue ilusionando más y más. Sin embargo, por mucho que le
doliera la deshonra social por una ruptura, aceptó con resignación que
Alfred tenía razón. Aunque ella se había esforzado por parecer interesante
ante él y poder conocerlo más para ver si eran compatibles, él se había
empeñado en demostrar que no lo eran en sus escasos encuentros sociales, y
Marian se había percatado que quizá solo eran ilusiones de su mente. Con la
promesa de mantener una simple amistad, los viejos prometidos se
distanciaron.
Aliviado aunque derrotado por el enorme esfuerzo emocional y
mental requerido esa misma mañana, Alfred sabía que todavía quedaba una
misión más por cumplir. Un corazón más que reparar. Esperaba que, dada la
situación, y tras todo el escándalo que se había orquestado con su familia y
con la del duque de Dorset, no fuera en vano. Esperaba que Heather
Cavendish no hubiera perdido la esperanza en ellos. Se subió a su caballo y
puso rumbo al destino de su corazón.
Heather Cavendish, por otro lado, había sido incapaz de conciliar el sueño.
La noche anterior había vivido una situación angustiosa en la fiesta. Ver a
Alfred en aquel estado la había colapsado. Lo conocía desde hacía muchos
años, y aunque nunca habían sido tan cercanos como para conocer ciertas
intimidades, sentía que era la primera vez que se encontraba en ese estado.
No sabía cómo reaccionar en esos casos, ella no era médico ni una
curandera, solo era una mujer que trataba de hacer lo que su instinto le
decía.
Sin embargo, su malestar se transformó en crispación y enfado
cuando la duquesa de York se acercó de forma apresurada hasta donde se
encontraban. Su rostro lucía desencajado y estaba furiosa.
—¡Sabía, desde el primer instante en que os vi, que seríais una lacra
para mi familia! —gritó la duquesa dirigiendo su abanico hacia Susan con
fuerza e impactando sobre el pecho de esta—. Puede que mi marido y
vuestro padre sean buenos amigos, no obstante, yo veo la maldad que hay
detrás de todas vosotras.
—¿Disculpe, señora? —preguntó Charlotte anonadada por el
comentario tan dañino de la madre de Alfred. Ninguna sabía a qué se debía
esa incursión tan hostil en su grupo, pero no iban a permitir un ataque como
aquel.
—Me han escuchado perfectamente, señoritas. La influencia que
han generado en mi hijo solo lo ha convertido en un joven rebelde, y no
pienso dejar que sigan manipulando a mi familia.
—Creo que se equivoca, duquesa…
—¿Que me equivoco? Mi hijo se ha marchado en mitad de la fiesta
dejando a su prometida y a su madre a un lado sin importarle las
habladurías.
—Entonces es que tal vez no tenga atado bien en corto a su hijo,
señora —respondió Susan con una sonrisa triunfante en el rostro. El
comentario de la duquesa, unido a su estado exaltado, le decía que su amigo
por fin había tomado cartas en el asunto respecto a su situación.
—Mujer descarada, ¿Cómo…?
—¡Esto se acabó, duquesa! —gritó Heather poniéndose en medio de
sus hermanas. Se había quedado a un lado mientras dejaba que la señora
gritara y menospreciara públicamente a sus hermanas, pero había llegado a
su límite. Escucharla hablar de esa forma tan perniciosa le reveló quién era
realmente la suegra que deseaba tener y a la que tanto había idolatrado.
Estaba decepcionada con ella. Puede que en realidad no fuera así, mas la
rabia que tenía acumulada por lo ocurrido con Alfred y la maldad que
estaba demostrando la señora, era insoportable—. No permitiré que les
hable así a mis hermanas.
—Pero… —trató de rebatir la madre de Alfred totalmente incrédula
por el comentario salido de tono de la joven Heather Cavendish. Esa
señorita tan modosita como tímida que jamás le había levantado la voz ni
hablado de esa forma.
—He estado ciega durante muchos años, pero esto es sumamente
inaceptable. No puede imponer su voluntad ante otras personas. Si no puede
controlar a mi hermana o no le gusta su temperamento, no es nuestro
problema sino el suyo. Manejar a los demás a su antojo solo la rodeará de
gente complaciente, mas no honesta ni sincera. Su hijo no es un muñeco
que pueda manejar a su antojo para seguir sus deseos. Él la respeta y usted
ni siquiera lo tiene en consideración. ¿Se ha tomado la molestia de
preguntarle a su hijo si desea ese matrimonio o si es feliz? Culpa a mi
familia por todo, pero quizá es su presión la que hace que todo el mundo se
rebele contra usted.
—Sabía que esta familia sería nuestra ruina —afirmó respirando con
dificultad, asombrada por el temperamento crecido de la joven mustia que
siempre había considerado que era Heather Cavendish—. Me marcho.
La duquesa se fue completamente enfadada, dejando a las cinco
hermanas Cavendish con una sonrisa triunfante en el rostro. Todas
abrazaron a Heather y ella, por primera vez en su vida, se sintió más grande
que nunca. Aunque no hubiera sido la defensa estelar en un juicio público
delante de un magistrado, ella, Heather Cavendish, había elevado la voz, se
había enfrentado por primera vez a alguien y había defendido lo que creía
que era justo. Esa mujer era pura fachada y, por un instante, uno pequeño
que se permitió antes de volver a sentirse triunfal, sintió lástima por ella.
—No me puedo creer que le hayas hablado así a la duquesa —dijo
Charlotte totalmente orgullosa de su hermana menor. La tomó entre sus
brazos y la abrazó de nuevo. Su pequeño gusano había crecido hasta
convertirse en una mariposa guerrera.
—Sí, mañana tendrá un fuerte dolor de cabeza —dijo Violet
divertida mientras trataba de ocultar su ruidosa risa.
—Eso si no hace que rueden nuestras cabezas —añadió Bella con
cierto temor. Era evidente que la duquesa tenía influencia y poder en la
sociedad, y que solo su nombre generaba pavor en algunos círculos, pero
ellas habían demostrado que eso no les daba miedo. Habían atacado juntas
como hermanas.
—No creo que se atreva a revelar que unas jovencitas inocentes y
simples como nosotras tuvimos la osadía de ponerla en su lugar, Bella —rio
Susan con un aire de orgullo y suficiencia.
—No me lo puedo creer —dijo Heather llevándose las manos a la
cara para ocultar su rostro. ¿En verdad había dicho esas cosas a la duquesa?
¿Qué la había impulsado a hacerlo? ¿La rabia? ¿La impotencia? ¿El dolor?
—. ¿Q-qué… qué he he-hecho?
—Al parecer, plantarle cara a tu futura suegra —respondió Susan
entre risas ante la ridícula situación. Por fin su hermana había reunido la
valentía para enfrentar a esa odiosa mujer. Durante años había visto cómo
trataba de agasajarla en todo momento, pero allí, en esa noche tan absurda
como importante, se sentía muy orgullosa de sí misma.
—No digas esas cosas. Alfred me odiará cuando lo sepa.
—O te amará todavía más porque le has plantado cara a su madre.
Cosa que él nunca ha hecho —evidenció una orgullosa Susan. Puede que
hubiera una salida exitosa para ellos después de todo. Su hermana la había
creado a base de golpes.
—Ahora vayamos todas a celebrar esta pequeña victoria con una
copa de vino. Creo que nuestros queridos maridos están confusos por
nuestra exaltación. Y será mejor que ocultemos lo acontecido si no
queremos recibir una reprimenda por parte de nuestro padre.
—Trato hecho.
Todas sellaron su silencio con un antiguo pacto familiar y
disfrutaron del resto de la velada. Heather, por el contrario, no pudo evitar
pensar que, a la mañana siguiente, quizá Alfred pagara las consecuencias de
su repentina valentía recibiendo las represalias de su madre y que, sin duda,
le prohibiría hablar con ellas para siempre.
Aunque, por mucho que Heather sintiera que su comportamiento
había estado fuera de lugar y que había obrado de una forma repentina e
impropia de ella, también se sentía libre. Se sentía auténtica y poderosa.
Nunca había tenido la seguridad de su hermana Charlotte, ni la valentía y
picardía de Susan, pero aquella noche había demostrado un poco de ambas.
Quizá esa fuerza interior fuera la demostración de la impotencia que sentía
desde el anuncio del enlace matrimonial de Alfred con Marian. La voz que
necesitaba alzar para decir que estaba cansada de que otros manejaran sus
vidas y no pudieran elegir. Que esa mujer en concreto, vil y manipuladora,
tenía una nueva rival que no se dejaría amedrentar por ella. Tras aceptar
eso, Heather Cavendish sintió que había cambiado. Aquella mujer las había
tratado con superioridad durante años. Había demostrado su desprecio por
Susan en público, e incluso a ella misma la había menospreciado,
haciéndola sentir inferior respecto a otros invitados en fiestas públicas.
Puede que no tuviera que ser necesariamente ella la que le dejara en su sitio,
sin embargo, se alegraba de haberlo hecho. No era correcto, no era
adecuado ni cortés, pero era un hecho y se sentía pletórica y orgullosa de
ello.
Sentada en la cama de su dormitorio y sin dejar de pensar en todo
cuanto habían ocurrido en los últimos meses en su vida, no podía dejar de
sonreír. Puede que no fuera todo lo perfecta que se esperaba de ella, sin
embargo había encontrado a una persona que la amaba por todo lo que
había en ella. Había aceptado sus defectos amándolos como virtudes. La
había hecho más feliz de lo que podía haber llegado a imaginarse. Le había
hecho soñar con un futuro lleno de plenitud. Puede que el destino hubiera
dispuesto caminos separados para ellos, pero se prometió a sí misma que no
iba a dejar el asunto más importante de su vida en manos de una rueda que
parecía destinada a girar sin sentido. Se había enfrentado a la temible
duquesa, ¿qué no haría por su futuro?
Ante todo, sentía que algo en su interior había cambiado, crecido.
Ella misma. Había dejado atrás los miedos y las inseguridades porque su
amor por Alfred le había hecho darse cuenta de que, en realidad, nada de
eso existía. Su timidez y miedos eran artífices de las manipulaciones en su
contra que la habían alejado de la felicidad. No era la misma joven que
había comenzado la temporada. Ni su fuerza, ni su temperamento, ni su
corazón eran los mismos. Había vivido mucho y era el momento de
demostrarse a sí misma que era capaz de dar el último paso por su futuro.
Llena de valentía y esperanza, Heather Cavendish tomó una
decisión. A la mañana siguiente se vestiría tras desayunar y se dirigiría a
caballo a casa de Alfred para dejar clara la situación. En ese instante, el
tamaño del caballo no le parecía algo intimidante sino al contrario, le
resultaba la única vía posible para llegar antes a su destino. Despertaría a
quien hiciera falta y proclamaría su amor por Alfred. No permitiría que
nadie arruinara la felicidad de dos personas. Puede que Alfred no tuviera la
valentía de enfrentar a su madre, pero ella lo haría por los dos. Alfred se
merecía su amor y todo lo que pudiera arriesgar por él.
Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, no hizo
falta que Heather Cavendish se despertara. Ya estaba lista y preparada para
bajar a desayunar. No escuchó a nadie mientras descendía por las escaleras
que conducían a la parte inferior. Recorrió el pasillo hasta llegar al comedor
y allí los miembros del servicio se sorprendieron al verla despierta tan
temprano. Anunció que deseaba desayunar antes de tiempo, pero que si no
estaba todavía dispuesto todo no importaba. En menos de cinco minutos le
sirvieron el té, unos huevos y tostadas. Con el estómago lleno y con el
corazón henchido, salió a toda prisa para dirigirse a las cuadras. Ante la
atónita mirada del mozo que se encargaba del cuidado de los animales, le
indicó que deseaba que ensillara a una yegua dócil. Él lo hizo y minutos
después, ayudó a la joven a montar.
No tenía miedo. Charlotte le había contado que los animales eran
muy intuitivos y que, si ella se sentía ansiosa o tenía miedo, el animal lo
percibiría. Esa mañana, ella se dejó llevar, alejando todo sentimiento
relativo al miedo o la imprudencia de su mente. El frescor de la mañana le
golpeaba en la cara como un intenso amante y la impulsó a seguir adelante.
Animó a la yegua a ir más rápido y en menos de diez minutos había llegado
a las lindes de la propiedad.
Para su sorpresa, no fue necesario llegar a la casa principal porque el
cuerpo de Alfred apareció al terminar de atravesar el bosque que se
encontraba justo delante de la gran propiedad. Él parecía confuso y
sorprendido de encontrarse a Heather. No solo porque estuviera allí, sino
que estuviera montada sobre una preciosa yegua. Le pareció una diosa
amazona capaz de todo encima de ese animal. Se acercó corriendo hasta
ella y cuando hizo amago de desmontar, él le prestó su ayuda.
—Heather, ¿qué haces aquí tan temprano? —preguntó alertado
mientras la ayudaba a desmontar. Había visto atrevimiento y valentía en su
mirada, pero necesitaba saber qué eran en realidad, porque sus últimas
conversaciones habían sido demoledoras—. Me gustaría…
—Quiero decirte, Alfred —dijo ella interrumpiendo al joven
decidida, sintiendo una ola de valentía irrefrenable— que los últimos días
han sido los peores de mi vida desde la muerte de mi madre, y que lamento
haberte hablado desde la rabia… Pero estoy decidida —dijo ella tomando
las manos del joven—. Puede que tu madre y el mundo estén decididos a
separarnos; sin embargo, he venido dispuesta a demostrarte que te amo y
que voy a luchar por nuestro futuro juntos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Alfred sin dar crédito a la pasión
que desprendía la joven, al verdadero significado de sus palabras y a la
maravillosa sensación de esperanza que parecía iluminar su corazón en ese
instante. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Anoche sufrí un ataque de locura. S-sí, puede que sea eso. N-
no… no lo sé realmente —comenzó a decir la joven de forma incoherente.
—No te entiendo, Heather.
—Yo tampoco lo hago. Solo sé que anoche vi las cosas claras por
primera vez en mucho tiempo. Hablé con tu madre, o más bien, le grité a la
duquesa cuatro verdades que la dejaron con un humor de perros. Fue
liberador e inspirador, Alfred. Siento mucho decirlo, pero he estado
demasiado ciega a la crueldad oculta tras las dulces palabras de tu madre.
Ha tratado con desprecio a mis hermanas y a mí misma, y ha tratado de
decidir tu futuro sin tu consentimiento. Es injusto y un infierno. No te lo
mereces. Por eso, no permitiré que nadie decida sobre tu futuro y nuestro
amor, y si tengo que enfrentarme a tu madre para ello, pues que así sea.
—Heather…—trató de intervenir, pero la joven se había desatado.
—Te he amado desde niña y te seguiré amando, Alfred. Soy
consciente de que no soy la dama perfecta; que tengo mis defectos y que a
todo el mundo le gustaría que fuera más habladora y extrovertida; que
bailara más y conversara más en los eventos sociales; pero yo no soy así.
Heather Cavendish no es eso. Así soy yo —dijo ella golpeando con
suavidad su pecho.
—Y te amo por ello.
—Como bien dijiste, el compromiso con Marian es un enorme
inconveniente, mas estoy dispuesta a luchar contra el reproche si tú todavía
me amas. Si estás dispuesto a dejarlo todo por mí y luchar por nuestro amor,
te prometo que no encontrarás otra cosa en mí que años de devoción
absoluta, besos llenos de ternura y recuerdos dulces.
—Heather…
—Ya te he dicho que no sé qué me ocurre, pues nunca he sido tan
valiente, pero te amo, Alfred York. No amo ni tu título, ni a tu familia, ni tu
dinero, ni tu posición. Y ten por seguro que tampoco querré a tu madre, al
menos por el momento. Te quiero a ti. Al tímido, Alfred. Al amor de mi
vida.
—Heather, por favor —dijo él interrumpiendo sus palabras. Aquella
declaración le había sobrecogido el corazón y era lo más hermoso y valiente
que nadie había hecho por él jamás. Se sentía abrumado por la situación,
pero también feliz. Heather le había plantado cara a su madre por él. Lo
había defendido y había proclamado varias cosas: todavía lo amaba, no lo
odiaba y estaba dispuesta a luchar por su amor.
—No dejaré que te cases con Marian, Alfred York. Por nada del
mundo estoy dispuesta a verte pasar por el altar con ella y que tu madre me
lo haga presenciar.
La última declaración de Heather la dejó exhausta. Respiraba
entrecortadamente y sentía que el corazón estaba a punto de saltar de su
pecho, pero necesitaba decir todo cuanto tenía dentro. Estaba dispuesta a
todo por su amor. Miró a Alfred, quien justo delante de ella le devolvía una
mirada tierna, y que solo se podría describir como pura devoción. Alfred no
quería hacerla sufrir, y necesitaba contarle lo que había ocurrido con su
madre, aunque se permitió deleitarse un poco más de tiempo con la fiera en
la que parecía haberse convertido Heather. Tan distinta. Tan atractiva y
seductora. Tan encantadora como siempre.
—Y no va a ocurrir, Heather —aseguró Alfred revelando por fin la
verdad.
—¿Cómo? —preguntó confusa Heather. No esperaba que Alfred
respondiera con tanta seguridad ante su petición, pero, en ese instante,
advirtió que también había algo diferente en él. Al igual que ella había
cambiado, había un brillo diferente en él.
—Al parecer la duquesa sufrió un duro y doble revés en la noche de
ayer. Heather, quiero que me escuches. Nunca sentí como mío el
compromiso con Marian Dorset. Hice todo lo posible por resistirme a las
peticiones de mi madre, e incluso para mi castigo, traté de manera
indiferente a la joven. Sin embargo, me sentía muy desgraciado y mi vida
estaba fuera de mi control. Pero anoche, en ese baile con todos los presentes
hablando de mi inminente boda, con mi madre orgullosa y mis futuros
suegros pletóricos por el enlace; con una futura mujer tan radiante como
ilusionada, una futura mujer que se me insinuó… Sentí que todo me
sobrepasaba. Que nada tenía sentido. Que parecía estar dentro de un barco
en mitad de una tormenta sin que pudiera controlar el timón ni dar órdenes.
Que mi vida no me pertenecía. Tus ojos gritaban de dolor y solo eran un
reflejo de lo que sentía mi corazón. Creo que mi cuerpo colapsó en ese
momento por la impotencia y tú… tú me salvaste.
—Yo no hice nada.
—Me salvaste la vida. Y no lo digo en sentido literal, porque en
verdad sentía que mi corazón iba a estallar o que iba a perder el
conocimiento, sino que me hiciste ver las cosas tal como eran. En ese
instante estabas dolida y enfadada, y a pesar de ello superaste esos
sentimientos para ayudarme de forma desinteresada. Tú eras la mujer de mi
vida e iba a perderte por no tener la valentía suficiente para enfrentar a mi
madre y tomar las riendas de mi vida. De mi futuro. Verte aceptar a Marian
como mi esposa fue horrible. Sería el duque, pero eso no quería decir que
fuera el duque que ella quería.
—Oh, Alfred…
—Me marché de la fiesta y enfrenté a mi madre al llegar a casa.
Estaba enfadada, por supuesto, y no era para menos. Le dije que no habría
compromiso. Que estaba cansado de sus manipulaciones y de que decidiera
en mi lugar. Le dije que me había enamorado de una mujer excepcional y
que, la considerara ella digna o no del puesto, sería la futura duquesa de
York. Mi esposa.
—¡Alfred, yo…!
—Ahora comprendo que otra parte del enfado se debía a vuestra
tensa discusión, lo cual ella no mencionó en ningún momento. Esta mañana
he visitado a la familia Dorset y les he presentado mis disculpas. He
anulado el enlace, Heather. Era una farsa que no podía seguir manteniendo.
Estoy dispuesto a enfrentar las habladurías de la alta sociedad. Solo hay una
mujer en mi corazón y siempre la habrá. Y no es Marian.
—Alfred, ¿es verdad todo lo que estoy escuchando? ¿De verdad eres
libre? —preguntó Heather sintiendo brillar la esperanza en su corazón
mientras se acercaba todavía más a él.
—Somos libres, Heather —declaró él apretando las manos de la
joven y posando su frente sobre la de ella mientras lloraba de pura felicidad
—. Mi dulce y encantadora Heather.
—No puedo creerlo.
Y en ese instante, como si las fuerzas del universo cambiaran para
los presentes, sus cuerpos se fundieron en un necesitado beso. Un beso que
desbordó toda cordura y que los llevó al límite del deseo. Sus manos se
exploraban, añorantes y suplicantes. Sus labios, valientes y empoderados se
demostraban todo el anhelo y la felicidad que sentían sus dueños. El calor
empezó a crecer de nuevo entre ellos como si nunca se hubiera marchado.
Como si los últimos días solo fueran un mal recuerdo que empezaba a ser
relegado al olvido.
—Entonces solo me falta un paso más antes de que se agote mi
poción de valentía.
—¿A qué te refieres? —preguntó sorprendida la joven, incapaz de
pensar qué más le podía quedar por decir.
Alfred York dejó las manos de la joven y se separó unos cuantos
pasos de ella. Heather volvió a sentir ese frío que provocaba la distancia de
sus cuerpos y que tanto odiaba, pero una extraña presión se instauró en su
pecho cuando el joven dijo:
—Lady Heather Cavendish, mi querida Heather, ¿deseas casarte
conmigo?
—No me puedo creer que esto sea verdad. Dime que no estoy
soñando, Alfred.
—Yo estoy soñando desde el día en que me confesaste que me
amabas, Heather, así que dejemos que nuestro sueño sea real.
Heather se quedó un instante en silencio, sintiéndose desbordada por
las lágrimas que salían sin control de sus ojos. Su corazón, henchido y
sobrepasado por toda la situación, galopaba a su antojo sin permitir calma
alguna. Alfred, quien miraba con el corazón abierto y expectante a la joven,
esperaba que sus palabras hubieran sido lo suficiente esclarecedoras. Había
pensado mil veces en cómo sería su declaración y, aunque nunca había
sospechado que las circunstancias se cruzarían tanto en su camino, esperaba
que la respuesta de la joven fuera afirmativa.
—Por supuesto, Alfred York. Seré tu esposa. Hoy y siempre.
Epílogo
Como habían previsto, las habladurías y comentarios maliciosos sobre el
verdadero motivo de la ruptura del enlace entre Alfred York y Marian
Dorset duraron apenas dos semanas. Las amonestaciones no habían sido
publicadas y, por tanto, a ojos de la Iglesia, no había imprudencia que
aliviar o escándalo que resarcir. Por prudencia, Alfred y Heather decidieron
esperar un mes, hasta el término de la temporada social, para revelar su
compromiso de manera pública.
Por supuesto, Alfred acudió a la casa del conde Cavendish para
solicitar formalmente la mano de su hija y este, anonadado por la petición,
aceptó encantado, pues deseaba ver feliz a su hija y eso lo acercaba más a
su amigo el duque. Por otro lado, la duquesa, quien había sido blanco de
habladurías tras la reciente ruptura y nuevo compromiso de su hijo con la
mediana de los Cavendish, cambió de actitud al comprobar que su hijo era
plenamente feliz. Tuvo que encajar los comentarios de su hijo con
resignación. Por primera vez en su vida, vio a Alfred en él y no al futuro
duque de York. Se alegraba de que su hijo hubiera encontrado la felicidad,
aunque por dentro todavía castigaba a las jóvenes Cavendish por su desaire
en la fiesta de hacía algunas semanas. Y seguía sin ver con buenos ojos un
matrimonio tan poco ventajoso.
Ninguna persona puede cambiar tanto de la noche a la mañana.
Como habían previsto, el enlace entre Alfred y Heather se celebró
una vez terminada la temporada social. Fue un evento sencillo, lleno de
familia y amigos y llevado a cabo en el intenso claro de amapolas que
poseía la propiedad Cavendish. Era el lugar que había visto crecer su amor
y guardado sus promesas de futuro, así que convencieron al párroco para
oficializar la misa allí mismo. Un nuevo escándalo rodeando a la pareja,
aunque a los novios no les importó porque era su más ferviente deseo.
La noche de su enlace, ya dispuestos en su nueva residencia familiar
hasta que Alfred heredara la casa del ducado, Heather le entregó a su
esposo el muy preciado regalo de cumpleaños que no pudo ofrecerle en su
momento. Ella, todavía vestida con su traje de novia, se sentó en el banco,
levantó la tapa del piano y comenzó a interpretar la pieza que había
compuesto expresamente para él. Alfred, embelesado por la dulzura y el
talento de su esposa se emocionó al escuchar su pieza. Era una joven tan
talentosa y llena de pasión, que esperaba ser digno de ella. Tenía toda una
vida para demostrarle que era, y siempre había sido, su dulce Heather. Y
allí, en esa sala que Alfred se había empeñado en hacer que fuera acogedora
y especial, tomó a su recién estrenada mujer, la dejó en el suelo y juntos
hicieron el amor hasta que los primeros rayos del sol los sorprendieron
despiertos. Y entre besos, caricias y gemidos se dedicaron millones de
instantes para el recuerdo. Nuevos momentos para su lista que prometía ser
eterna.
Ella, por otro lado, se sentía pletórica por compartir su dicha con el
amor de su vida. Tantos años de soledad y tristeza guardando sus
sentimientos y transformándolos en piezas musicales, por fin se traducían
en una melodía llena de realidad. Había cumplido el sueño de su vida:
casarse con Alfred York. El joven del que siempre había estado enamorada.
Sin embargo, no solamente Alfred y su nueva y radiante esposa
habían encontrado la dicha perfecta en su fiesta de casamiento. Otro
corazón había despertado en secreto ese día. Violet Cavendish había
encontrado a uno de los jóvenes invitados a la fiesta enigmático y atractivo.
¿Quién era ese joven que lucía ropas militares y parecía un marinero? Era
evidente que venía de parte del novio, pues no formaba parte de sus
conexiones sociales. Pero, cuando cierto caballero se giró para contemplarla
y le dedicó una divertida sonrisa, Violet Cavendish no advirtió que la mayor
aventura de su joven vida había comenzado. Ella tenía un pasaje en primera
fila para una incursión en un barco que, con solo una sonrisa, la provocaba,
encendía, enfrentaba y la llenaba de promesas de osadía y disfrute.
Nota de autora
“El encanto de Lady Heather” ha sido una aventura tierna y adorable que he
disfrutado leer. Una historia para disfrutar de principio a fin junto a un
caballero que estoy segura nos enamorará a todas. Alfred y Haeather
representan el amor incondicional y son el ejemplo perfecto de lucha y
esfuerzo.
William Bright reúne todas las cualidades que Margaret detesta en un hombre: es pretencioso,
engreído y mujeriego. Aún así, desde el primer instante en que se ven, Margaret queda atrapada en la
red de los enigmáticos ojos de Bright, lo que le llevará a vivir un romance apasionado y provocará
que dude entre lo que su mente le indica que está bien y lo que su cuerpo anhela.
La rosa de Middleton (Middleton #2)
Grace Westworth ha disfrutado toda una vida libre de preocupaciones y sin responsabilidades hasta
que su hermana mayor, Margaret, contrae matrimonio, convirtiéndola así en la soltera de oro de la
temporada. Grace posee dos de las cualidades admirables en una joven de la sociedad: belleza y
fortuna. Por supuesto, está dispuesta a aceptar las atenciones de un buen caballero, soñando con vivir
un romance intenso como los que tantas veces ha leído en sus novelas. Un romance que le haga
perder la razón por completo.
El destino será caprichoso y Grace pronto descubrirá que el amor no es tan sencillo de alcanzar y
que, al mismo tiempo, puede encontrarse en el momento menos preciso con la persona menos
oportuna.
¿Serán capaces ambos de dejar atrás los demonios de su pasado para permitirse vivir lo que
realmente sienten?
Escándalo en Middleton (Middleton #3)
La luz vuelve a brillar en los ojos de Rose Westworth con el regreso de la temporada social a
Middleton y, con ella, la posibilidad de encontrar un buen marido. Rose siempre ha soñado con
encontrar a un hombre que le haga vibrar de emoción. Sin embargo, los pensamientos de la joven se
verán muy distraídos tras una inesperada noticia en su ámbito familiar.
Rose nunca se ha interesado por los negocios hasta que Frank Muller, el nuevo socio de su padre,
aparece juzgando su despreocupado estilo de vida. Rose hará todo lo que esté en su mano para
demostrar al mundo que Frank no es un hombre perfecto al mismo tiempo que intenta por todos los
medios no caer rendida a sus pies.
Dos polos opuestos que chocarán una y otra vez para vivir una apasionante historia llena de
pasión, tensión y muchos, muchos rumores.
Te robaré el corazón
¿Qué ocurriría si tu destino y tu felicidad dependieran de tu mayor rival?
Gwendoline Williams, la heredera de un adinerado marino retirado, tiene que sobrevivir a los
constantes intentos de su madre de encontrar un pretendiente para ella mientras Londres busca sin
descanso a un escurridizo ladrón que desvalija las fortunas de las familias pudientes y que ha trabajo
con impunidad durante años.
Gabriel Wood es todo lo que Gwendoline no espera encontrar en el amor pero justo lo que necesita
para que su corazón comience a arder con intensidad. Un reto, un placer oculto. Y un ladrón experto.
Alejada de su familia, y desprovista de cualquier habilidad para trabajar en el campo, la joven tendrá
que esforzarse para encontrar su sitio y a sí misma en ese nuevo mundo mientras descubre el poder
de la amistad, los sentimientos y la pasión ardiente por primera vez.
Una carrera a caballo será el pistoletazo de salida de una inesperada y apasionante aventura
para Charlotte.
La picardía de Lady Susan (Serie Cavendish
#2)
Susan Cavendish encarna todas las cualidades reprochables en una dama: es insolente, imprudente,
impulsiva, caprichosa… Y todo aquello que una suegra no desea para el bienestar de su hijo. Sin
embargo, y por encima de todas las cosas, es decidida y está comprometida. Comprometida a que
esta sea la mejor de las temporadas sociales para ella.
Susan no desea un matrimonio por conveniencia; ni un título. Ella busca otro tipo de entretenimientos
más placenteros en su futuro esposo, y estará dispuesta a todo para descubrir lo que se esconde tras la
palabra pasión, aunque eso suponga aceptar una peculiar propuesta.
Benjamin Collins tiene un temperamento que desespera a Susan; unos ojos de color verde esmeralda
que la atrapan y seducen; y una gran predisposición a satisfacer su curiosidad. ¿Cómo podrá
mantenerse alejada cuando reconozca que solo él está presente en sus sueños?
Juntos caerán en un juego de pasión, deseo y satisfacción que los llevará a convertir su enemistad en
una emocionante historia de amor, llena de secretos y encuentros furtivos y apasionados.