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Razones para el socialismo

R. Gargarella
F. Ovejero

Editorial Paidós

Barcelona, 2001

ISBN: 84-493-1119-5

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
SUMARIO

Prefacio, G. A. Cohen ............................................................................................................9

Introducción: El socialismo, todavía, R. Gargarella y F. Ovejero ......................................... 11

1. ¿Por qué no el socialismo?, G. A. Cohen .......................................................................... 63

2. Estrategias igualitarias, John E. Roemer ........................................................................... 87

3. ¿Qué tiene que ver el socialismo con la igualdad sexual?, Anne Phillips ......................... 109

4. ¿Son compatibles la libertad, la igualdad y la democracia?


Sí, pero no bajo el capitalismo, David Schweickart ........................................................ 131

5. Vuelta a los principios socialistas, G. A. Cohen .............................................................. 153

6. ¿Ha pasado de moda la igualdad? El Homo reciprocans y el futuro de las


políticas igualitaristas, Samuel Bowles y Herbert Gintis. ............................................... 171

7. Propuestas utópicas reales para reducir la desigualdad de ingresos y riqueza,


Erik Olin Wright ............................................................................................................. 195
6. ¿HA PASADO DE MODA LA IGUALDAD?
El Homo reciprocans y el futuro de las políticas igualitaristas
Samuel Bowles y Herbert Gintis

Un hombre debiera ser un amigo para sus amigos y devolver los regalos
con regalos. Las personas debieran contestar las sonrisas con sonrisas y las mentiras
con traiciones.
The Edda, colección de versos épicos nórdicos el siglo XIII

¿Ha pasado de moda la igualdad? Nosotros pensamos que no. El Estado de Bienestar presenta
problemas, pero no debido a un exceso de egoísmo (que no lo hay), sino porque, actualmente, muchos
programas igualitaristas no sólo no evocan, sino que también llegan a violentar nociones profundamente
arraigadas sobre la equidad, nociones que comprenden tanto la reciprocidad como la generosidad, aunque no
suponen formas de altruismo incondicionales. Reconstruir el igualitarismo explotando las posibilidades
abiertas por estos sentimientos debiera ser una tarea primordial para aquellos preocupados por el lugar que
ocupan la pobreza, la desigualdad y la inseguridad, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo.
Los estadounidenses aún se muestran profundamente comprometidos con ayudar a aquellos que lo
necesitan. Una encuesta de ABC/Washington Post de 1991 mostró que eran el doble de personas las que
estaban dispuestas a “pagar más impuestos” con el fin de “reducir la pobreza” que las que se oponían. En
1995, el 61 % expresó su voluntad de pagar mayores impuestos para “proporcionar formación laboral y
trabajo en el sector público a personas que recibían subsidios desde el Estado, con el fin de que pudieran
abandonar la dependencia de la ayuda estatal”. Por lo menos tres cuartos de aquellos encuestados por Time
en 1991 estuvieron de acuerdo (más de la mitad de ellos “completamente” de acuerdo) con la afirmación de
que “el gobierno debiera garantizar a cada ciudadano lo suficiente para comer y acceder a un lugar donde
dormir”.
Muchos piensan, también, que las políticas para conseguir tales objetivos son o bien ineficaces o
bien injustas. De acuerdo con una investigación de CBS/New York Times de 1995, por ejemplo, el 89 %
demandaba que se exigiese algún tipo de trabajo por parte de aquellos que recibían subsidios del Estado. En
estos términos, no es sorprendente que los programas igualitaristas hayan sido interrumpidos aun cuando se
reconozca que dichos recortes implican un incremento en los niveles de desigualdad social existentes: los
votantes respaldaban más de lo que rechazaban estos recortes.
Actualmente, los igualitaristas defienden sus programas a partir de fundamentos morales y empíricos
que muchas personas, aun aquellos menos favorecidos, tienden a encontrar poco atractivos. Enfrentados a un
público hostil, algunos igualitaristas se irritan por lo que ellos consideran un electorado egoísta, que se
identifica con valores materialistas de clase media y que permanece indiferente ante la condición de los
menos afortunados.
Creemos que este pesimismo se encuentra, antes que nada, mal orientado. Desde esta perspectiva se
malinterpretan tanto la oposición a los programas igualitaristas como los poderosos sentimientos que se
esconden detrás de ellos. No es el egoísmo lo que se opone al Estado de Bienestar, ni es la generosidad
incondicional la que lo sostiene. Mostraremos que existen sólidos fundamentos en favor de la cooperación y
la solidaridad arraigados en dos motivaciones humanas básicas, que hemos llamado la reciprocidad fuerte y
la generosidad de las necesidades básicas. Más aún, sostendremos que la hostilidad hacia las formas
contemporáneas del igualitarismo constituyen una evidencia en favor, y no en contra, de aquellos
fundamentos y que las nuevas iniciativas igualitaristas son plenamente compatibles con dichos valores.
Para comprender las circunstancias que rodean las actuales políticas igualitaristas, necesitamos
reconsiderar al Homo economicus, el prototipo egoísta y asocial que sirve como punto de partida tanto a los
debates sobre políticas y sobre Constituciones, desde Thomas Hobbes, como a los actuales debates sobre la
reforma del Estado de Bienestar. No deseamos reemplazar esta figura de manual con un modelo ideal
altruista, con un actor igualmente unidimensional, deseoso de contribuir en favor de los demás, sin
consideración de sus costos personales. Mientras que sus motivaciones parecerán admirables para algunos,
dudamos de que el altruismo incondicional pueda explicar el éxito del Estado de Bienestar, del mismo modo
que su ausencia no explica nuestro actual malestar. En experimentos y encuestas, las personas no se
comportan de modo mezquino, pero su generosidad es condicional. Más aún, las personas distinguen entre
los bienes y servicios que han de ser distribuidos, favoreciendo aquellos que atienden necesidades básicas y,
entre los beneficiarios, favoreciendo a aquellos que se cree que “merecen” tales ayudas. La reciprocidad
fuerte y la generosidad ante las necesidades básicas explican las motivaciones que se encuentran por debajo
de las políticas igualitaristas mejor de lo que lo hace el altruismo incondicional. Por “reciprocidad fuerte”
entendemos una propensión a cooperar y compartir con aquellos que tienen una disposición similar y una
voluntad de castigar a aquellos que violan la cooperación y otras normas sociales, aun cuando el hecho de
compartir y el castigo conlleven costos personales. Llamamos a la persona que actúa de este modo Homo
reciprocans. Al Homo reciprocans le importa el bienestar de los otros, así como los procesos que determinan
los resultados, tanto si son justos como si se producen en violación de una norma social. De esta forma se
diferencia del Homo economicus autocomplaciente y preocupado sólo por los resultados. Vemos al Homo
reciprocans presente en los vecindarios de Chicago, tal como lo documenta un estudio reciente que muestra
tanto la extendida voluntad de colaborar con los vecinos para desalentar los desordenes públicos y los
comportamientos antisociales como el gran impacto de esta “eficiencia colectiva” en la seguridad
comunitaria.1
El Homo reciprocans no se encuentra comprometido con el objetivo abstracto de obtener resultados
equitativos, sino con una tarea más cercana al “equilibrio” o “balanceo” entre costos y recompensas posibles.
En otros tiempos –cuando, por ejemplo, el derecho convencional de un individuo a los recursos materiales se
hallaba condicionado por su pertenencia a la nobleza o su origen divino–, lo que contaba como “situación
equilibrada” podía implicar una distribución de confort y bienestar altamente desigual. Pero, como veremos,
las formas modernas de la reciprocidad suelen tomar la división en partes iguales como punto de referencia.
No es nuestra intención desterrar al Homo economicus. La evidencia que presentamos muestra que
una porción sustancial de los individuos se guía consistentemente por preceptos egoístas. Más aún, la
mayoría de los individuos desarrolla un repertorio de conductas aparentemente contradictorias entre sí: el
hecho de que uno actúe de modo egoísta o generoso depende tanto de la persona de quien se trate como de la
situación en que se encuentre. El hecho de que el Homo economicus se encuentre vivo y en buena forma
(aunque normalmente en minoría) es una buena, y no una mala, noticia, ya que el individualismo antisocial
contribuye también a minar comportamientos socialmente dañinos, como la propia violencia étnica. Es
indudable que los altruistas puros también existen y hacen importantes contribuciones a la vida social. Para
decirlo brevemente, la política igualitarista, no menos que los grandes proyectos de diseño constitucional,
corre el riesgo de convertirse en irrelevante si ignora la irreductible heterogeneidad de las motivaciones
humanas. El problema del diseño institucional no es, como pensaban los economistas clásicos, el de inducir a
que los individuos egoístas interactúen de manera que se produzcan resultados agregativos deseables, sino
más bien el de saber combinar una diversidad de motivaciones, egoísmo, reciprocidad, altruismo y rencor,
para que interactúen de manera que se impida que el egoísta explote al generoso y que se favorezca, desde
ahí, la cooperación cuando resulta beneficiosa.
La reciprocidad fuerte del Homo reciprocans se encuentra mucho más allá de la motivación-
orientada-hacia-el-resultado que define al Homo economicus. Denominamos estas formas autointeresadas de
cooperación como “reciprocidad débil”. Ejemplos de ella son el intercambio de mercado y la cooperación
incentivada por el comportamiento de “esto-por-aquello” (lo que los biólogos llaman “altruismo recíproco”).
Esta clase de acciones son costosas para quien las realiza, pero aun así son autointeresadas, pues suponen la
esperanza de un futuro pago. La reciprocidad fuerte, como el concepto biológico del altruismo, impone
costos al Homo reciprocans sin perspectiva de reembolso. Aun en contra del uso vulgar de “altruismo”, no es
ni incondicional ni se encuentra necesariamente motivado por la buena disposición hacia su beneficiarlo.
Desde hace tiempo, los estudiosos de la evolución biológica y cultural se preguntan cómo han
podido evolucionar cualidades individualmente costosas pero socialmente beneficiosas, tales como el
altruismo, frente a otras cualidades egoístas recompensadas genética y económicamente. Al igual que sucede
con el altruismo hacia los extraños, la reciprocidad fuerte representa un enigma evolutivo que procuraremos
estudiar. Pero primero hay que mostrar que el Homo reciprocans también está presente entre los actores del
escenario político actual y, más aún, que lo ha estado durante los últimos cien mil años.

EL LEGADO DE CIEN MIL AÑOS DE SOLIDARIDAD

Además del altruismo incondicional, existen dos razones diferentes por las cuales las personas
podrían apoyar las políticas igualitaristas. En primer lugar, muchas de estas políticas constituyen formas de
seguro social que serían apoyadas incluso por aquellos que creen que pagarán más de lo que puedan llegar a
reclamar a lo largo de sus vidas. Consideremos el desempleo, los seguros de salud y otros programas sociales
que alivian los períodos más difíciles de la vida de las personas. Aun el rico que se encuentra seguro en su

1
Robert J. Sampson, Stephen W. Raudenbush, y Felton Earls, “Neighborhoods and Violent Crime: A Multilevel Study
of Collective Efficacy”, en Science 227, 15 de agosto de 1997, págs. 918-924.

4
situación está dispuesto a mejorar las condiciones de vida de los pobres por razones prudenciales sobre el
supuesto de que esto-podría-sucederme-a-mí. Asumiendo que las personas son muy prudentes y adversas al
riesgo, la motivación para contar con un seguro es consistente con las nociones convencionales acerca del
autointerés. En contraste, la segunda razón para apoyar los programas igualitaristas no es una razón
fundamentalmente autointeresadas el igualitarismo se basa, de modo frecuente, en un compromiso con lo que
nosotros llamamos “reciprocidad fuerte”. En realidad la gente es más generosa de lo que afirman los textos
sobre economía; y aún resulta más llamativo que sea igualmente poco egoísta al pretender castigar, a menudo
con un alto costo aun personal, a aquellos que se han causado daño a sí mismos y a otros. Los programas
diseñados para explotar estas motivaciones solidarias pueden prosperar allí donde han sido abandonados
otros programas que chocan con las estructuras motivacionales subyacentes.
La evidencia experimental tanto histórica como contemporánea sostiene esta posición. Consideremos
en primer lugar la evidencia histórica. En su Injustice: The Social Bases of Obedience and Revolt, Barrington
Moore Jr, buscó discernir si existían, en la historia de la humanidad, motivaciones comunes, “concepciones
generales sobre lo que constituyen conductas injustas e inequitativas”. “Existen razones”, concluye,

para sospechar que por detrás de la complejidad de los códigos morales se esconde una cierta unidad de forma
original... un plan básico general, una concepción acerca de lo que las relaciones sociales debieran ser. Es una
concepción que no excluye la jerarquía y la autoridad, donde las cualidades y los defectos excepcionales
pueden ser fuente de enorme admiración y temor. Al mismo tiempo, es una concepción donde, idealmente, los
servicios y los favores, la confianza y el afecto, en el curso de los intercambios mutuos, esperan encontrar una
expresión equilibrada.2

Moore llamó a dicho sustrato básico el “concepto de reciprocidad” o, mejor, de obligación mutua, un
término que no implica igualdad de cargas u obligaciones. De igual modo, James Scott analizó las revueltas
agrarias identificando las violaciones a la “norma de reciprocidad” como uno de los desencadenantes
esenciales de las motivaciones de insurrección.3
Existe la tentación de atribuir a la reciprocidad fuerte una aparición tardía en la evolución social,
posiblemente en el individualismo iluminista, o más tardíamente en la era de las democracias liberales o de
las sociedades socialistas. Pero esta visión no encaja bien con la sorprendente evidencia acerca de la etiología
de la reciprocidad fuerte. El primatólogo Christopher Boehm cree que

con la Regada de los humanos anatómicamente modernos que continuaban viviendo en grupos pequeños y que
aún no habían domesticado la flora y la fauna, es muy probable que todas las sociedades humanas practicaran
un comportamiento igualitarista y que, en su mayoría, tuvieran éxito en su empresa. Posiblemente, el desarrollo
de este ethos igualitarista haya ayudado a contener el desarrollo de liderazgos autoritarios o coercitivos.4

El antropólogo Bruce Knauft agrega:

En todas las sociedades etnográficamente sencillas que conocemos, la práctica de compartir las
provisiones de un modo cooperativo se encuentra extendida entre los compañeros, la prole y muchos otros
dentro del grupo... La evidencia arqueológica sugiere que, desde los comienzos del período paleolítico, han
existido redes orientadas a facilitar un amplio acceso a –y una transferencia de– recursos e información... La
fuerte internalización de una ética de compartir es, en muchos sentidos, el sine qua non de la cultura en estas
sociedades. 5

Lejos de tratarse de un momento aislado en la historia de la humanidad, el período descrito por


Knauft y Boehm emergió hace alrededor de cien mil años, extendiéndose hacia el advenimiento y difusión de
la agricultura hace doce mil años. O sea que abarca tal vez el 90% del tiempo de nuestra existencia en el
planeta.

2
Barrington Moore. Jr., Injustice: The Social Bases of Obedience and Revolt, Nueva York, M. E. Sharpe, 1978, pág.
509.
3
James C. Scott, The Moral Economy of the Peasant: Rebellion and Subsistence in Southeast Asia. New Haven, Yale
University Press, 1976.
4
Christopher Bohem “Egalitarian Behavior and Reverse Dominance Hierarchy”, en Current Anthropology 34, 3, junio
de 1993, pág. 226.
5
Bruce Knauft, “Violence and Sociality in llaman Evolution”, en Current Aathropology 32, 4, agosto-octubre de 1991,
págs. 393 y 395.

5
Estudios indicativos, a este respecto, son los que se han realizado sobre los Aché, un grupo de
recolectores de Paraguay oriental. Tales estudios se concentraron, especialmente, en las cantidades y valores
nutricionales de los alimentos adquiridos y consumidos por los miembros del grupo. Los investigadores
encontraron que entre los recolectores el hecho de compartir era tan habitual que aproximadamente las tres
cuartas partes de lo que cada uno comía era adquirido por alguien situado fuera del núcleo familiar y, más
notablemente aún, que, en el caso de la carne y la miel (los principales bienes recolectados por los hombres)

las mujeres, los niños y los parientes adultos de quienes adquirieron dichos productos no reciben más de sus
esposos, padres y hermanos de lo que se esperaría que recibieran por casualidad, y los hombres comen en
buena medida menos de sus propias capturas que de lo que obtendrían por casualidad.6

Probablemente los Aché sean igualitaristas de un modo inusual. Existe evidencia de que, en dicha
comunidad, las proezas en la caza son recompensadas no con más comida, sino más bien con mayor estima
social. De todas maneras, parece ser típico en las sociedades recolectoras que las familias con cazadores
menos exitosos, y en particular aquellos imposibilitados para cazar, sean aprovisionadas por el grupo.
La distribución igualitarista de los recursos no aparece, en tales casos, como un subproducto de
circunstancias ecológicas o de otras restricciones, sino como un objetivo buscado deliberadamente.
Utilizando datos de cuarenta y ocho sociedades poco complejas, Christopher Boehm concluyó que “deben
ser consideradas como comunidades intencionales, como grupos de personas que deciden con qué niveles de
organización jerárquica quieren vivir”. Boehm encontró evidencia de que los miembros potencialmente más
arrogantes, dentro del grupo, eran objeto de penalizaciones por parte de la opinión pública, siendo
ridiculizados, desobedecidos y aun condenados al ostracismo y asesinados.
Parece, entonces, que “el igualitarismo afirmado políticamente” ha caracterizado la mayor parte de la
historia de la humanidad. El Estado de Bienestar moderno, de este modo, no constituye más que un ejemplo
de una forma social ubicua. Dentro de la historia de la humanidad, las instituciones de la solidaridad –desde
las familias hasta las reglas igualitaristas para el cuidado de los niños o la distribución de la caza– han
florecido con mucha regularidad bajo circunstancias tan diversas que nos vemos tentados a considerarlas
dentro de lo que Talcott Parsons llamó “universales evolucionarios”: instituciones sociales que confieren
beneficios tan amplios a sus miembros que tienden a reaparecer de modo regular, durante el curso de la
historia, en formas sociales diversas.7
En La gran transformación, Karl Polanyi describió las reacciones que se dieron en el siglo XIX
frente a los costos humanos del capitalismo del laissez-faire. El relato clásico de Polanyi, de 1944 –que
registra la lenta aparición de las protecciones sociales modernas a los débiles frente a las incertidumbres del
mercado–, da cuenta sólo de uno de los miles de casos en que surgió de modo independiente este tipo de
instituciones. La viabilidad evolutiva de las instituciones de solidaridad y de las motivaciones que las
sostienen nos pone en alerta frente a aquellos que sostienen que el igualitarismo es una idea pasada de moda.
Nuestra creencia en que estas disposiciones originarias pueden influir de modo significativo en el
desarrollo de ciertas conductas, en el presente, no supone una adhesión ética al tipo de sociedades dentro de
las cuales surgieron (de hecho, algunas de las motivaciones humanas más básicas, como el deseo de
venganza, también constituyen ejemplos de reciprocidad fuerte). Más bien se trata de una hipótesis que, en
caso de ser verdadera, nos señala algo importante para el igualitarismo actual, puesto que puede ayudarnos a
comprender los patrones de aprobación y desaprobación pública de las iniciativas del Estado de Bienestar.
¿Es esto cierto?

HOMO RECIPROCANS

Buena parte de la evidencia experimental rastreada, originariamente, con el objeto de validar el


modelo del agente egoísta que actuaba a partir de la racionalidad de mercado –el Homo economicus– ha
servido, de hecho, para minar este modelo y sugerir un nuevo personaje. Un punto de partida conveniente
para establecer el nacimiento del Homo reciprocans se encuentra en los estudios realizados en torno al
llamado “dilema del prisionero”, una materia abordada dos décadas atrás por Robert Axelrod en la
Universidad de Michigan. El dilema del prisionero requiere que cada uno cielos dos jugadores elijan
simultáneamente una de las dos acciones posibles: “cooperar” o “no cooperar”. En dicho juego, los premios
son tales que a ambos jugadores les va mejor si cooperan que si no lo hacen, pero, haga lo que haga el otro, a
6
Hillard Kaplan, Kim Hill, Kristen Hawkes y Ana Hurtado, “Food Sharing among Aché Hunter-Gatherers of Eastern
Paraguay”, en Current Anthropology 25, 1, 1984, págs. 113-115.
7
Talcott Parsons, “Evolutionary Universals in Society”, en American Sociological Review 29, 3, junio de 1964.

6
cada jugador le irá mejor si elige no cooperar. Por ejemplo, el beneficio de la cooperación mutua es de 10
para cada uno y el beneficio si ninguno coopera es de 5 para cada uno, pero el beneficio de no cooperar
cuando el otro jugador coopera es de 15 para quien no coopera y de 0 para quien coopera. El dilema del
prisionero iterado es simplemente el mismo juego repetido, donde los “ganadores” son aquellos que
acumulan mayores beneficios a lo largo de todas las rondas jugadas.
Axelrod llamó a un número de teóricos de juegos, economistas, politólogos, sociólogos y psicólogos
para proponer programas de computación con diferentes estrategias para jugar al dilema del prisionero en
sucesivas rondas con el mismo compañero de juego. Cada programa fue puesto en juego en contra de los
demás, así como contra sí mismo y en contra de un programa que eligiera cooperar y traicionar
azarosamente. De modo sorprendente, la ganadora de las catorce estrategias propuestas fue la más sencilla,
llamada tit-for-tat o Talion, expuesta por el teórico de juegos Anatol Rappoport. Titfor-tat coopera en la
primera jugada y luego repite la decisión tomada por el otro jugador en la ronda anterior.
Visto este resultado, Axelrod llevó a cabo un segundo experimento con un mayor número de
participantes, incluyendo a los del primer torneo, en el cual se recordó a todos el éxito del tit-for-tat y donde
los participantes fueron invitados a presentar otros programas para jugar al dilema del prisionero iterado.
Aun sabiendo que la estrategia del tit-for-tat era la estrategia que había que vencer, los participantes no
tuvieron mejor suerte: una vez más, Rappoport, ciñéndose al tit-for-tat, fue el ganador.
Para intentar explicar las virtudes de la estrategia tit-for-tat, Axelrod señaló que la misma poseía tres
atributos esenciales para establecer un esquema de cooperación exitoso. El primero es que es amable:
comienza cooperando y nunca es la primera en dejar de cooperar. El segundo es que es punitiva: se venga
implacablemente una vez que el otro jugador deja de cooperar. Finalmente, es misericordiosa: cuando el
jugador que había dejado de cooperar vuelve a cooperar, tit-for-tat vuelve a cooperar.
Por supuesto, el Homo economicus se adheriría fácilmente a la estrategia de tit-for-tat si encontrara
bastantes otros que la emplearan también, y si tuviera una posibilidad razonable de interactuar repetidamente
con la misma persona. Bajo estas circunstancias la estrategia de “esto por aquello” sería la estrategia
autointeresada que seguir y un ejemplo de altruismo recíproco más que de reciprocidad fuerte. Pero, debido a
razones que enseguida aclararemos, pensamos que la ubicuidad de los sentimientos propios de la estrategia
de “esto por aquello” entre las personas (más que entre programas de ordenadores) se explica mejor por
motivos de reciprocidad fuerte, motivos que violan los principios del hombre económico.
Muchos investigadores han realizado experimentos con seres humanos empleando el dilema del
prisionero. Si los realizados por Axelrod mostraron que los buenos muchachos vencen, estos experimentos
mostraron la existencia de numerosa buena gente, incluso entre los graduados en economía que se
presentaban para tomar parte en estos juegos experimentales:

1) El experimento de laboratorio más sencillo –pero aun así altamente revelador– es el “juego del
dictador”, en el cual se le otorga a uno de los dos jugadores –al “proponedor”– una suma de dinero (lo típico
son 10 dólares) v se le pide que dé una parte de dicha suma al segundo jugador (ninguno de los jugadores
conoce al otro), permitiéndosele conservar el resto. El Homo economicus no ofrecería nada en esta situación,
mientras que, en los experimentos, una mayoría de proponedores brinda cantidades positivas, que van desde
un 20 % hasta un 60 % del total.
2) La segunda evidencia de la que disponemos es la que aparece en los llamados juegos de
ultimátum, donde se observa, habitualmente, el rechazo de ofertas sustancialmente positivas. La estructura
general del juego de ultimátum es simple: un sujeto es el aceptador y el otro es el proponedor.
Provisionalmente se concede al proponedor una cantidad (“el pastel”, típicamente 10 dólares) para que la
divida entre él y el aceptador. El proponedor ofrece una cierta porción del pastel al aceptador. Si éste acepta,
se lleva la porción propuesta y el proponedor conserva el resto. Si el aceptador no acepta la oferta, ninguno
recibe nada. En experimentos llevados a cabo en Estados Unidos, Eslovaquia, Japón, Israel, Eslovenia,
Alemania, Rusia e Indonesia, la vasta mayoría de los proponedores ofreció entre un 40 % y un 50 % del
pastel y las ofertas menores al 30 % fueron rechazadas. Estos resultados proceden de experimentos con
sumas que corresponden más o menos a tres meses de ingresos.
Cuando se les pregunta por qué ofrecen más de 1 centavo, los proponedores comúnmente dicen que
temen que los aceptadores consideren las bajas ofertas como injustas y las rechacen como un modo de
castigarlos por su escasa voluntad de compartir. Cuando los aceptadores rechazan las ofertas, ofrecen
prácticamente las mismas razones para justificar sus acciones. Las acciones de los proponedores pueden
explicarse por el egoísmo, pero las de los aceptadores no. Dado que estos comportamientos se producen
durante interacciones sencillas, o bien en la última ronda dentro de interacciones de varias rondas, no puede
considerarse que reaccionen de tal modo para modificar el comportamiento de los proponedores. El castigo

7
per se parece ser el motivo más usual. A favor de esta interpretación, está el hecho de que los aceptadores
son menos propensos a rechazar la oferta cuando el juego es alterado de tal modo que el rechazo no castiga
al proponedor. Más aún, el hecho de que el rechazo sea mucho menos frecuente ante ofertas generadas por
una computadora –y no por otra persona– sugiere que las personas que rechazan ofertas bajas a su propio
costo lo hacen como reacción frente a la violación de normas de equidad, y no, simplemente, por una
voluntad de rechazar malas ofertas. Así, el juego de ultimátum proporciona evidencia adicional para nuestra
afirmación de que la reciprocidad fuerte constituye una motivación común.
3) En los experimentos llamados de n-jugadores sobre bienes públicos, los descubrimientos son
todavía más directamente análogos a la reciprocidad fuerte. Una forma común de tales experimentos es la
siguiente: a diez jugadores se les otorga 1 dólar en cada una de las diez rondas. En cada ronda, cada jugador
puede –anónimamente– contribuir con cualquier porción de su dólar a un “fondo común”. Quien organiza el
experimento divide la cantidad del fondo común en dos y otorga a cada jugador dicha cantidad de dinero. Si
los diez jugadores son cooperativos, en cada ronda todos pondrán 1 dólar en el fondo común; quien realice el
experimento dividirá los 10 dólares del fondo en dos partes y otorgará a cada jugador 5 dólares. Después de
diez rondas, cada sujeto contará con 50 dólares. De todos modos, a cada jugador le puede ir mejor como
egoísta, siempre y cuando el resto de los jugadores sea cooperativo. Quedándose con el dólar, el jugador
finaliza con “sus” 10 dólares y recibe otros 45 como beneficios del fondo común, o sea, 55 dólares en total.
Pero sí cada uno de ellos es egoísta, entonces ninguno aporta al fondo común y cada uno finaliza con 10
dólares. Así, éste es un dilema del prisionero iterado en el cual los jugadores egoístas no contribuyen en
absoluto.
En este tipo de experimentos, de todas formas, sólo una pequeña fracción de los jugadores no
contribuye al fondo común. De hecho, en los primeros pasos del juego, las personas suelen contribuir al
fondo con la mitad de su dinero. En las etapas más avanzadas del juego, las contribuciones decaen, hasta que
al final todos contribuyen con muy poco. Inicialmente, quienes sostenían el modelo del Homo economicus
sugirieron que las contribuciones públicas decaían debido a que los participantes, al principio, no
comprendían el sentido del juego; pero luego, al comenzar a entenderlo, reconocían la superioridad de la
estrategia del “polizón” [free-rider]. Pero existe una importante cantidad de evidencia en contra de esta
interpretación. Por ejemplo, el economista James Andreoni descubrió que cuando todo el proceso se repite
con las mismas personas, los niveles iniciales de cooperación se restauran, pero, una vez más, la cooperación
decae a medida que el juego avanza.
Andreoni sugiere una explicación acorde con el Homo reciprocans para dar cuenta del declive de la
cooperación: aquellos que desean contribuir quieren vengarse de los “polizones” y la única vía que les
facilita el juego, para hacerlo, es no contribuir. De hecho, si a los jugadores les estuviera permitido vengarse
directamente de aquellos que no contribuyen, aun con un costo sobre sí mismos, lo harían. En esta situación,
las contribuciones crecen en las rondas subsiguientes hasta cerca del nivel máximo posible. Los niveles de
castigo no disminuyen en las rondas finales, sugiriendo que la penalización a los violadores de normas es un
fin en sí mismo, que resultaría cumplido aun cuando no existiese oportunidad de modificar el
comportamiento del “polizón” o de los potenciales “polizones”.
Esta clase de experimentos muestran que los agentes están dispuestos a asumir costos para castigar a
aquellos sujetos que –de acuerdo con sus percepciones– los han maltratado o han maltratado a su grupo de
pertenencia. En la vida cotidiana, es común que veamos a personas consumidas por un deseo de venganza
contra aquellos que han producido un daño a ellos o a sus familias, incluso cuando no esperan ganancia
material alguna a partir de dicha conducta.
Más aún, en muchas personas (quizás en la mayoría de ellas) la reciprocidad fuerte tiende a coexistir
junto con la simple generosidad y la compasión. La evidencia que respalda esta afirmación no proviene sólo
de los juegos de dictador, como hemos visto, sino también de otro ingenioso conjunto de experimentos
inventado por los politólogos Joe Oppenheimer y Norm Frohlich.8 En el experimento realizado por estos
investigadores, se formaron veintiocho grupos de individuos. Cada uno de los miembros de los diferentes
grupos debía realizar cierto tipo de tareas individuales, que eran retribuidas conforme a un principio de
distribución acordado previamente dentro del grupo. Las ganancias eran reales: al final de cada juego, cada
individuo recibía su porción de ganancias de acuerdo con su productividad y las reglas redistributivas
elegidas por el grupo. Debido a que los propios sujetos habían decidido el modo de distribución de las
ganancias antes de saber cuán bien se desempeñarían en la tarea asignada, el experimento prometía elucidar

8
Norman Frohlich y Joe A. Oppenheimer, Choosing Justice: An Experimental Approach to Ethical Theory, Berkeley,
University of California Press, 1992.

8
ciertos parámetros acerca de la justicia distributiva, de un modo similar al que se da en la instancia prevista
por Rawls a partir de su velo de la ignorancia.
Con mucho, el principio distributivo más exitoso fue el que garantizaba a cada individuo un sustrato
mínimo de ganancias independientemente de su productividad individual. Los sujetos elegían financiar dicho
mínimo por medio de impuestos sobre las ganancias de los miembros más productivos. Aun los individuos
más productivos (y, por ende, con mayor carga impositiva) mostraban un alto nivel de apoyo al principio del
sustrato mínimo. Su nivel de satisfacción con el mismo, por otro lado, se incrementaba con la repetición del
juego. Por supuesto que las reglas seleccionadas por el grupo reflejaban reciprocidad a la vez que
generosidad, debido a que el principio de la ganancia individual proporcional a la productividad era
modificado, y no anulado, por el impuesto. Cuando dichas reglas eran impuestas desde fuera, en lugar de ser
adoptadas por los propios miembros del grupo, aunque el principio del sustrato básico siguió siendo popular,
lo era un poco menos de lo que lo era en el caso anterior.
Estos resultados muestran claramente que las personas no son, generalmente, los actores
autointeresados que aparecen en los estudios económicos tradicionales. Valoran el trato justo hacia los demás
y aceptan incurrir en costos personales para cumplirlo. También es cierto que las personas no parecen ser los
sujetos altruistas incondicionales que aparecen en el pensamiento utópico, como se deja ver en el hecho de
que quieren castigar a los “polizones” y a otros violadores de normas. Estos experimentos también muestran
que la reciprocidad fuerte no es tan sólo un mecanismo que sirve para asegurar el cumplimiento de normas,
sino que, normalmente, también incorpora una poderosa concepción acerca de la equidad o de la solidaridad:
la convicción de que entre todos los iguales debe existir un balance ajustado de derechos y obligaciones
capaces de regular el intercambio social. Los proponedores en el juego del dictador tratan el hecho de
compartir como un bien en sí mismo y los aceptadores en el juego de ultimátum no se vengan de la violación
de normas en abstracto, sino de la violación de particulares normas de igualdad.
Un aspecto aún más remarcable de estos experimentos (y uno muy pertinente para nuestro interés en
la política igualitarista) lo constituye el grado en que las conductas resultan afectadas por el tipo de relación
social que se establece entre los jugadores en cada juego. La comunicación entre los participantes previa al
juego o las condiciones experimentales que reducen la “distancia social” subjetiva entre los participantes
tienden a ciar por resultado niveles más altos y más sostenidos de generosidad y cooperación. Por ejemplo,
se pidió a los miembros de una asociación de estudiantes de la Universidad de California (UCLA) que
clasificaran los resultados de una situación de dilema del prisionero en la que interactuaban con otro
miembro de la asociación, con un miembro de otra asociación desconocida, con un estudiante que no
perteneciera a asociación alguna dentro de la UCLA, con un estudiante de la Universidad de Carolina del sur
(USC) y con un oficial del Departamento de policía de la UCLA. Los jugadores del caso mostraron una
fuerte preferencia por la cooperación sobre la no cooperación cuando jugaban con otro miembro de su misma
asociación y una disminución de la misma en la medida en que se incrementaba la distancia social (¡estaban
igualmente dispuestos a explotar a los estudiantes de la USC como a la policía de la UCLA!).9
Los individuos tienen en cuenta, además, con quiénes son generosos: un estudio descubrió que los
proponedores en el juego del dictador otorgaban sumas mayores cuando el aceptante era “La Cruz Roja”, en
lugar de algún sujeto desconocido. Finalmente, cuando el derecho de ser proponedor en el juego de
ultimátum se obtiene a partir de una victoria previa en otro juego compartido –y no, por ejemplo, a partir de
un mecanismo de lotería–, los proponedores tienden a ofrecer menos y los aceptadores a aceptar ofertas
menores. Según parece, cuestiones menores vinculadas con el contexto social de las interacciones pueden
acarrear diferencias de comportamiento significativas. En todos los experimentos, una fracción importante de
los sujetos (más o menos un cuarto, en general) se ajusta a las preferencias egoístas del Homo economicus y
a menudo es el comportamiento egoísta de esta minoría el que, cuando no es castigado, enturbia la
generosidad y la cooperación iniciales. Estos experimentos indican, también, que la reciprocidad fuerte se
extiende a todas las sociedades estudiadas, aunque con algunas variaciones en cuanto a su fuerza y
contenido.
Cinco generalizaciones resumen la relevancia de estos experimentos para el problema de diseñar y
sostener programas para la promoción de la seguridad económica y la eliminación de la pobreza. Primero, las
personas exhiben niveles significativos de generosidad, aun hacia extraños. Segundo, las personas comparten
más cuando lo que ganan se debe al azar y no al esfuerzo personal. Tercero, las personas realizan
contribuciones en materia de bienes públicos, aceptan cooperar entre sí para la realización de empeños
colectivos y consideran injusto que alguien se aproveche de las contribuciones y esfuerzos de los demás sin

9
Peter Kollock, “Transforming Social Dilemmas: Group Identity and Cooperation”, en Modeling Rational and Moral
Agents, Peter Danielson, (comp.), Oxford, Oxford University Press, 1997.

9
poner su parte. Cuarto, las personas castigan a los “polizones” aun cuando ello implique incurrir en costos
substanciales para sí mismos y aun cuando no puedan esperar razonablemente alguna ganancia por hacerlo.
No debiera ser difícil diseñar un sistema de ingresos asegurados y oportunidades económicas capaz
de tener en cuenta, en lugar de violentar, motivaciones como las expresadas en estas cuatro primeras
generalizaciones. Un sistema de estas características debiera ser generoso hacia los pobres, recompensando a
aquellos que realizan trabajos socialmente valiosos, así como a aquellos que son pobres en razón de
infortunios que ellos mismos no han provocado, tales como enfermedades y circunstancias laborales.
La quinta generalización es más problemática: cada uno de estos aspectos de la reciprocidad aparece
reforzado cuanto disminuye la distancia social que separa a los participantes. Esta última generalización
puede ayudar a explicar por qué las desigualdades tienden a mantenerse aun dentro de gente aparentemente
generosa. La desigualdad económica, particularmente cuando está revestida de diferencias raciales, étnica, o
de lenguaje, incrementa la distancia social, que, a su vez, mina las bases motivacionales que nos hacen
preocuparnos por aquellos más necesitados. De hecho, diversos estudios revelan que el apoyo a aquellos que
se encuentran en estado de necesidad es mayor en sociedades cuyos ingresos y transferencias preimpositivos
son más homogéneos.
La evidencia experimental, la observación casual de la vida cotidiana, los informes etnográficos y
paleonantropológicos desde los grupos de cazadores y recolectores del paleolítico tardío hasta nuestros días,
y la narrativa histórica de las luchas colectivas se combinan para convencernos de que la reciprocidad fuerte
constituye una motivación poderosa y ubicua. Sin embargo, no tendremos la seguridad de que podemos
reemplazar al Homo economicus por el Homo reciprocans hasta que no hayamos podido rearmar el
rompecabezas evolutivo planteado anteriormente. Brevemente, nos inclinaríamos a afirmar (y a generalizar a
partir de) la evidencia experimental e histórica introducida si pudiéramos explicar de qué modo podría haber
evolucionado la reciprocidad fuerte a pesar de los costos que impone a quienes se guían por tales pautas.
En un reciente trabajo técnico, hemos hecho un esfuerzo por resolver el mencionado rompecabezas,
pero continuamos explorando el tema con un equipo de investigación constituido por psicólogos
experimentales y etnógrafos, entre otros profesionales. Sostenemos que la reciprocidad fuerte implica la
adhesión a normas intragrupales y que algunas de esas normas (normas que requieren el trabajo hacia fines
comunes, la solidaridad y la monogamia, por ejemplo) son beneficiosas para la mayoría de los miembros del
grupo. Allí donde la reciprocidad incorpora los costos incurridos por los individuos cuando cumplen con las
normas que benefician al grupo, la reciprocidad fuerte tiende a evolucionar, pues el Homo reciprocans tendrá
una fuerte tendencia a pertenecer a grupos en los cuales ya existe una efectiva adhesión a las normas y a
disfrutar –por tanto– de los beneficios grupales de dichas normas. En contraste, allí donde la reciprocidad
obliga al individuo a realiza: serios esfuerzos individuales para mantener normas en promedio poco
beneficiosas para los miembros del grupo (o normas que inflijan costos sobre el grupo), está claro que la
reciprocidad tenderá a no evolucionar.
La reciprocidad fuerte permite que los grupos se comprometan en prácticas comunes sin tener que
recurrir a una autoridad jerárquica costosa y usualmente ineficaz, y, con ello, incrementa el repertorio de los
experimentos sociales capaces de ser difundidos a través de la competencia genética y cultural. Puede que los
rasgos relevantes se transmitan genéticamente y proliferen bajo la influencia de la selección natural o puede
que se transmitan culturalmente –por medio del aprendizaje de los mayores y los compañeros– y que
proliferen a partir del hecho de que los grupos exitosos tienden a absorber a los grupos que no lo son o a ser
emulados por ellos. Pensamos que tanto la transmisión genética como la cultural se encuentran involucradas
en el proceso. Los cien mil años durante los cuales los humanos anatómicamente modernos vivieron en
grupos de recolectores constituyen un período de tiempo suficientemente largo, a la vez que representan una
ecología social y física favorable a la evolución de esta reciprocidad fuerte.

RECIPROCIDAD FUERTE Y REVOLUCIÓN EN CONTRA DEL ESTADO DE BIENESTAR

Este modelo de Homo reciprocans mantiene nuestro optimismo en lo concerniente a la viabilidad


política de las políticas igualitaristas. Al igual que hace un siglo lo hiciera Piotv Kropotkin, encontramos una
fuerte evidencia acerca de la predisposición humana a actuar con generosidad y reciprocidad en lugar de
hacerlo de un modo egoísta. Mientras que muchos igualitaristas no han sabido apreciar la importancia
práctica de tales predisposiciones para el diseño de políticas, personalidades tales como el economista y
filósofo conservador Frederick Hayek no pasaron por alto su significado:

Tratando de hacer el bien a quienes conocemos no vamos a favorecer demasiado a la mayor parte de
la comunidad. Para dicha finalidad, en cambio, deberemos tener en cuenta estas normas abstractas yen

10
apariencia carentes de toda finalidad... los instintos largamente sumergidos vuelven a salir a la superficie. [La]
demanda de una distribución justa... constituye estrictamente un atavismo basado en emociones primarias. Y
son estos sentimientos prevalecientes aquellos a los cuales los profetas (y) los filósofos morales... apelan por
medio de sus planes de creación deliberada de un nuevo tipo de sociedad”.10

De todos modos, así como la reciprocidad fuerte sostiene al igualitarismo, puede ayudar a explicar,
también, la creciente oposición a las políticas estatales de asistencia social en las economías de mercado
avanzadas. Específicamente, a la luz de las regularidades experimentales delineadas anteriormente,
sospechamos que lo siguiente también es cierto: las políticas igualitaristas que compensan a las personas
independientemente de cómo y cuánto contribuyen a la sociedad son consideradas injustas y no son
apoyadas, aún si los pretendidos beneficiarios merecieran, en otras circunstancias, nuestro apoyo y aun si la
incidencia de la no contribución sobre la población que es objeto de la ayuda resultara baja. Esto explicaría la
oposición a muchas medidas de asistencia social destinadas a los pobres, particularmente desde que se piensa
que estas medidas contribuyen a la generación de una diversidad de patologías sociales. Al mismo tiempo,
esto explica el apoyo constante a la seguridad social y médica en Estados Unidos, ya que la percepción del
público es que los beneficiarios “merecen” tales protecciones y que dichas políticas no sostienen lo que se
consideran comportamientos antisociales. Los experimentos citados en materia de bienes públicos son,
asimismo, consistentes con la noción de que la resistencia al pago de impuestos por parte de quienes no son
ricos puede derivarse de su percepción acerca de que los mejor situados no cumplen con el pago de su parte.
Estas inferencias realizadas a partir de la evidencia experimental encuentran confirmación en datos
procedentes de estadísticas, así como a partir de estudios realizados sobre grupos específicos. La oposición a
las políticas igualitaristas no refleja los intereses egoístas de aquellos que poseen seguridad económica. De
hecho, los ingresos y el origen social son indicadores muy pobres del grado en que las personas apoyarán
programas particulares o el igualitarismo, en general. Resulta mucho más importante, en cambio, saber por
qué los individuos piensan que los pobres son pobres o conocer las creencias personales acerca de la
importancia relativa del esfuerzo, la suerte u otras circunstancias ajenas al control de las personas en la
explicación de los ingresos individuales. En un trabajo no publicado que estudia una muestra de mil
novecientas personas incluidas en la Encuesta General de Población, Christina Fong descubrió que
solamente el 18 (%'o' de los encuestados que consideró como razón de la pobreza la “falta de un esfuerzo
suficiente por parte los mismos pobres” pensaba que se estaba gastando “demasiado poco” en asistencia
social, mientras que el 49 %, pensaba que se gastaba “demasiado”. Por el contrario, entre aquellos que
pensaban que la falta de esfuerzo “no era relevante” para explicar la pobreza, el 44 % afirmaba que se estaba
gastando “demasiado poco” en asistencia social, comparado con el 28 % que sostenía que se estaba gastando
“demasiado”. Fong descubrió que la creencia de que el esfuerzo era importante para “salir adelante” tiene un
impacto mucho mayor en la oposición a ayudar a los pobres que el que, conjuntamente, tienen el propio nivel
de ingreso, el nivel de educación o el estatus socioeconómico de los padres.
La investigación de Fong confirma lo sugerido por otros estudios previos. En un trabajo de 1972
sobre mujeres blancas en Boston, la percepción sobre la ética del trabajo de los pobres resultó un mejor
indicador acerca del apoyo a medidas de ayuda a los más desaventajados que los ingresos familiares, la
religión, la educación y otras variables vinculadas con otros antecedentes demográficos y sociales. Más aún,
para predecir el apoyo a medidas de ayuda a los más pobres, el agregado de una simple variable destinada a
medir las creencias acerca de la motivación para el trabajo triplicó el poder explicativo de todas las variables
previamente utilizadas.
De un modo consecuente con nuestra interpretación de dicha evidencia, el apoyo a los gastos
destinados a combatir la pobreza parece variar según las condiciones económicas. Fong descubrió, por
ejemplo (con un control estadístico realizado sobre la raza, educación, ingresos, religión y otras variables),
que los trabajadores autónomos tienden a oponerse a este tipo de medidas y que, estadísticamente, su
oposición a tales medidas se asocia con una creencia –sin duda basada en su propia experiencia de que el
esfuerzo individual establece la diferencia para salir adelante. En su obra Why Americans Hate Welfare, el
politólogo Martin Gilens señala que, durante las recesiones económicas, las personas son menos proclives a
explicar la pobreza con el argumento de que “los pobres no se esfuerzan lo suficiente” y más propensas a
apoyar políticas igualitaristas.
Un hecho notable relacionado con el menor apoyo a Ayuda para Familias con Niños Dependientes*
(AFCD), Bonos de Comida y otros programas de asistencia social para individuos demostrablemente no
pudientes es que la abrumadora mayoría se opone al statu quo, cualquiera que sea su nivel de ingresos, su
10
Frederick Hayek, The Three sources of Human Values, Londres, London School of Economics, 1978, págs. 18 y 20.
*
Aid to Families with Dependent Children. (N. del t.)

11
raza o historia personal con dichos programas. Este patrón acerca del sentimiento público, creemos, puede
ser explicado en términos del principio de reciprocidad fuerte.
Para sostener lo anterior, nos basamos principalmente en dos estudios. El primero examina datos
recogidos a finales de 1995 por Public Agenda (una organización de investigación sin ánimo de lucro y sin
filiación partidaria), y publicados en The value We Live By: What Americans Want From Welfare Reform,
por Steve Farkas y Jean Robinson. Los autores manejaron ocho grupos focales a lo largo del país, luego
realizaron un estudio nacional, que comprendió entrevistas de media hora a mil estadounidenses
seleccionados al azar, más un muestreo sobre doscientos afroamericanos. El segundo estudio es el informe
Why Americans Hate Welfare, de Gilens, que analiza y reseña varias encuestas realizadas antes de y durante
los años noventa por varias agencias productoras de noticias.
En la encuesta efectuada por Public Agenda, el 63 % de quienes respondieron pensaba que el sistema
de asistencia social debía ser eliminado 0 “reformado drásticamente”, mientras que otro 34 % pensaba que
debía ser “reajustado”. Sólo el 3 % aprobaba el sistema tal cual se encontraba. Incluso entre aquellos
pertenecientes a hogares que recibían asistencia social, sólo el 9 % expresó su aprobación del sistema,
mientras que el 42 % quería una reforma integral y un 46 % adicional quería algunos ajustes. El costo de los
programas de asistencia social no explica dicha oposición, aun si consideramos las exageraciones populares
existentes en torno a la porción del presupuesto federal destinada a estas políticas.11 Farkas y Robinson
destacaron que

en una proporción mayor de cuatro a uno (65 % contra 14 %), los estadounidenses dicen que lo que más les
perturba acerca de la asistencia social es que “anima a las personas a adoptar un estilo de vida v valores
equivocados”, y no que “cuesta demasiado dinero”... De nueve reformas posibles presentadas (reformas que
iban desde la exigencia de formación laboral hasta la realización de visitas sorpresa destinadas a asegurarse de
que los beneficiarios merecían la asistencia), la alternativa de reducir los beneficios fue la menos popular.

Aparentemente, el costo no es el problema. En grupos específicos los “participantes invariablemente


descartan los argumentos acerca de los costos de las políticas asistenciales en términos burlescos, como si
fueran argumentos irrelevantes o fuera de lugar”. La percepción de fraude tampoco puede explicar esta
oposición. Es verdad que el 64 % de quienes contestaron la encuesta (y un 66 % de los que recibían la
asistencia estatal) creen que el fraude a la asistencia social es un problema serio. De todas maneras, la
mayoría no considera más serio el fraude a la asistencia social que el que puede ser propio de otros
programas gubernamentales, y sólo un 35 % de los encuestados declara que estaría “más conforme con la
asistencia social” si el fraude fuera eliminado.
En su comentario al respecto, Martin Gilens observa que “a menudo la política es vista, por lo menos
por las élites, como un proceso centrado en la pregunta acerca de “quién recibe qué”. Para el ciudadano
norteamericano común, la política suele ser entendida como un “quién merece qué” y el Estado de Bienestar
no es una excepción”. En el estudio de Public Agenda, los encuestados consideraron, abrumadoramente, que
el Estado de Bienestar era injusto en relación con quienes trabajaban y adictivo para los beneficiarios. Por un
margen mayor de cinco a uno (69 % contra 13 %, y 64 % contra 11 % entre los beneficiarios de la asistencia
social), los encuestados sostuvieron que los beneficiarios ahusaban del sistema (por ejemplo, no buscando
trabajo) y no tanto que lo estafaban (por ejemplo, recibiendo múltiples beneficios). Más aún, el 68 % objetó
(el 59 % de los beneficiarios del sistema) que el Estado de Bienestar “se reproduce de generación en
generación, creando una clase social baja permanente”. En el mismo sentido, el 70 % 171 % de los
beneficiarios del sistema) manifestó que el Estado de Bienestar hace que “resulte más conveniente recibir la
asistencia social que buscarse un trabajo”, el 57 % (62 % de los beneficiarios del sistema) pensaba que el
Estado de Bienestar incitaba “alas personas a convertirse en holgazanas” y el 60 % (64 % de los
beneficiarios del sistema) sostuvo que el Estado de Bienestar “anima a las personas a tener hijos fuera del
matrimonio”.
Pero esto escapa a nuestro interés, Tanto si el Estado de Bienestar es la causa de los nacimientos
extramatrimoniales, por ejemplo, como si alimenta los deseos de no trabajar, lo cierto es que los ciudadanos
se oponen a que el sistema proporcione soporte económico a aquellos que lleven a cabo comportamientos
socialmente desaprobados. Quieren manifestar su desacuerdo con tales comportamientos y desvincularse de
ellos, sin importarles si sus acciones pueden modificar, o no, dicha situación.

11
Por regla general los no expertos exageran cuál es la porción de los impuestos que se asigna a aquellos objetivos que
desaprueban, va se trate de cooperación internacional, de la investigación sobre curas para el sida o de gasto militar. La
oposición es, comúnmente, la causa de la exageración, y no viceversa.

12
Esta es, entonces, la oposición moral al Estado de Bienestar. Muchas objeciones al sistema y muchos
juicios éticos sobre los pobres se basan en concepciones equivocadas, falta de compasión y prejuicios
alentados por líderes políticos de derecha. Existe una fuerte asociación entre etiquetar a las personas según su
raza y los ataques sobre el Estado de Bienestar, La encuesta sobre la Agenda Pública mostró que los blancos
son mucho más propensos que los afroamericanos a atribuir cualidades negativas a los beneficiarlos de la
asistencia social y también a atribuir la pobreza a una falta de esfuerzo individual. Pero aun aquí la
motivación hacia la reciprocidad es evidente. Esta encuesta mostró, conforme a Gilens, que

para la mayoría de los estadounidenses, la oposición al Estado de Bienestar por motivos raciales no se alimenta
de una mala voluntad hacia las personas de color, ni se basa en el deseo de los blancos de mantener sus
ventajas económicas sobre los afroamericanos. Más bien, la oposición al Estado de Bienestar por motivos
raciales procede de la percepción, más específica, de que los afroamericanos, como grupo, no se encuentran
comprometidos con la ética del trabajo

Tener en cuenta el hecho de que muchos estadounidenses ven el actual sistema de asistencia social
como una violación de normas de reciprocidad profundamente arraigadas no nos obliga a estar ni de acuerdo
ni en desacuerdo con estos puntos de vista. Y aún menos exige que los políticos adopten medidas punitivas
sobre los pobres. En realidad, el público tiende a respaldar intensamente las medidas de apoyo a los ingresos
cuando se les pregunta de un modo que, claramente, muestra lo merecida que es la asistencia a los pobres:
una encuesta de CBS/New York Times de 1995, por ejemplo, mostró que era el doble el número de las
personas que estaban de acuerdo en que “es responsabilidad del gobierno ocuparse de las personas que no
pueden hacerse cargo de sí mismas” que las que se oponían.
Como los sujetos de los experimentos de Oppenheimer y Frohlich, los encuestados exhibieron lo que
nosotros denominamos “generosidad de las necesidades básicas”, una voluntad virtualmente incondicional
de compartir con otros para asegurarles algún mínimo, especialmente –tal como mostró la mencionada
encuesta– cuando dicha ayuda se realiza por medio del suministro de comida, cuidado médico básico,
provisión de vivienda y otros bienes esenciales. Pensamos que la interacción de la generosidad de
necesidades básicas y la reciprocidad fuerte explica los principales hechos examinados en cuanto a la opinión
pública sobre el Estado de Bienestar.

CONCLUSIÓN

Si estamos en lo cierto, los igualitaristas malinterpretan la rebelión contra el Estado de Bienestar y la


resistencia a ayudar a los necesitados cuando la atribuyen al egoísmo. Dicha oposición, en cambio, refleja la
incapacidad de muchos de esos programas para hacer uso de los poderosos compromisos existentes con la
justicia y la generosidad tanto como el hecho de que algunos de esos programas parecen violar normas de
reciprocidad profundamente arraigadas.
Nuestra argumentación plantea una réplica obvia. Imaginamos al lector recordándonos que “la moral
se determina socialmente” y, por tanto, “de lo que se trata es de transformar la moral de acuerdo con las
necesidades de las políticas igualitaristas antes que de adecuar las políticas a la moral existente”. ¿Por qué no
alentar una moral pública de un amplio altruismo incondicional hacia los excluidos por el hipercompetitivo e
hiperindividualista sistema de mercado, antes que resignarnos ante una fuerte reciprocidad que, con
frecuencia, adopta formas punitivas? ¿No es verdad acaso que muchos igualitaristas radicales (desde los
abolicionistas del siglo XIX hasta las feministas contemporáneas, los libertarios y los activistas del Estado de
Bienestar) triunfaron en su empresas al hacer de la toma de conciencia una parte central de su práctica
política? ¿Por qué, entonces, dejarse atrapar por el presente a la hora de diseñar el futuro?
Nuestra respuesta es que, si bien es cierto que una sociedad igualitaria necesita una fuerte moral
pública, la mente humana no es una tabla rasa capaz de aceptar cualquier clase de reglas morales que le sean
presentadas, ya sea por las élites dominantes, ya sea por los reformadores igualitaristas. Más bien, las
personas se hallan predispuestas a aceptar algunas reglas morales, otras les son impuestas con alguna
dificultad y aun otras no pueden serles impuestas de modo alguno. Los igualitaristas tuvieron éxito en su
apelación a motivos humanos elevados precisamente cuando mostraron que las instituciones dominantes
violaban normas de reciprocidad y podían ser reemplazadas por instituciones más consecuentes con aquellas
normas. Otras innumerables iniciativas igualitaristas, en cambio, fracasaron. Creemos que la generosidad de
las necesidades básicas y la reciprocidad fuerte se encuentran entre las normas que las personas están
predispuestas a aceptar. En su estudio comparativo de la revolución y la rebelión citado anteriormente,
Barrington Moore Jr. expresa esta idea del modo siguiente:

13
La conciencia acerca de la injusticia social sería imposible si los seres-humanos pudieran ser
obligados a aceptar cualquier clase de normas. Evidentemente existen algunos límites en la construcción de las
reglas morales y, por consiguiente, en las formas posibles del ultraje moral.

¿Qué explica nuestras predisposiciones morales? La respuesta es “una combinación de genes y


cultura”. Si bien es cierto que nada es inmutable, también lo es que una reconstrucción arbitraria de tales
predisposiciones parece estar fuera de nuestro alcance. Las estructuras genéticas y culturales que dan marco a
nuestras vidas y afectan nuestra propensión a aceptar o rechazar determinados principios morales son
producto de la evolución tanto biológica como cultural. Los principios morales tienen éxito debido a que han
ayudado a quienes los han utilizado, tanto como a aquellos grupos en los eriales han prevalecido. Pueden
encajar bien con determinadas lógicas filosóficas, políticas y o religiosas, pero su persistencia se debe a que
los individuos y los grupos sociales que han desplegado tales principios morales han prevalecido, mientras
que otros que no lo han hecho han perecido, o han sido asimilados.
Esto no significa decir que el cambio cultural sea siempre conservador y lento o que la opinión
pública es inmune a la persuasión: el crecimiento del interés por el medio ambiente o por los valores
feministas durante las tres décadas pasadas prueban lo contrario. Tanto el cambio cultural como el cambio
técnico se encuentran sujetos a leyes permanentes y restricciones materiales. Entre tales regularidades se
encuentra la naturalidad con que las personas aceptan el comportamiento del Homo reciprocans y la
dificultad para los programas igualitaristas que violan normas de reciprocidad.
Muchos proyectos tradicionales de los igualitaristas, tales como la reforma agraria y la propiedad
colectiva de los medios de producción, se muestran fuertemente consistentes con las normas de reciprocidad,
ya que convierten a las personas no sólo en dueñas de los frutos de su trabajo, sino en dueñas, también, de las
consecuencias de sus acciones. Lo mismo puede decirse de iniciativas más convencionales, como las
oportunidades educacionales o las políticas de apoyo ala adquisición de la vivienda propia (existe buena
evidencia, por ejemplo, de que la propiedad de la vivienda promueve una participación activa en las políticas
locales tanto como una mayor voluntad por penalizar a aquellos que llevan adelante comportamientos
antisociales). Una ampliación de los subsidios destinados a promover el empleo y a acrecentar los ingresos
de los más pobres encontraría firmes anclas en poderosas motivaciones de reciprocidad existentes, tal como
ha sido sugerido recientemente por el economista Edmund Phelps y por Robert Haveman. De un modo
similar, los programas de seguridad social debieran reformularse a partir de propuestas como las sugeridas
por John Roemer:12 debiéramos proteger a los individuos frente a aquellos riesgos sobre los cuales no tienen
control alguno y proveerles de un sustrato mínimo que asegure su subsistencia, y no, en cambio, indemnizar
a las personas a partir de resultados que, en verdad, tienen que ver con sus propias elecciones. De este modo,
por ejemplo, las familias podrían ser protegidas frente a las fluctuaciones regionales del precio de las
viviendas (que es la principal forma de riqueza para una mayoría de personas). Otras formas de seguridad
social podrían proteger parcialmente a los trabajadores frente a cambios en los flujos de demanda de sus
servicios derivados de cambios económicos globales.
Si estamos en lo cierto, entonces, podría construirse una sociedad igualitaria sobre la base de estas y
otras políticas compatibles con la reciprocidad fuerte, una base que incluyera un aceptable estándar de vida
mínimo, acorde con la ampliamente documentada motivación de la generosidad de las necesidades básicas.

12
Edmund S. Phelps, Rewarding Work: Hm' to Restore Participation and Self-support to Free Enterprise, Cambridge,
Mass, Harvard University Press, 1997; Robert Haveman, “Equity with Employment”, en Boston Review 22, nº1 3 y 4,
verano de 1997; John E. Roemer, “Equality and Responsibility”, en Boston Review 20, n° 2, abril-mayo de 1995.

14
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