Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
El Precio de Los Suenos 0
El Precio de Los Suenos 0
Personajes
ELISA
AMALIA
ANDREA, criada.
PABLO
MATILDE
MANOLO
RICARDO
GREGORIO
PRIMERA PARTE
CUADRO PRIMERO
(Un silencio.)
(Pausa.)
AMALIA.– Ya lo sé...
ELISA.– Se portó como un miserable.
AMALIA.– Mamá...
ELISA.– ¡Sí señor! ¡Como un miserable! Dejarte plantada...
AMALIA.– Por favor...
(Breve silencio.)
ELISA.– Tienes poca vista para elegir los muchachos. Primero ese miserable
que te entretuvo casi cuatro años, para luego marcharse a Madrid y de-
cirte que vuestro amor era imposible. Eso sí, la carta era preciosa. Y
ahora este pisa verde representante de no sé qué cosas.
AMALIA.– Ya te he dicho que no somos novios.
ELISA.– (Enérgica.) ¿Entonces por qué vas con él?
AMALIA.– (Fastidiada.) Porque me lleva a merendar al Europeo, me lleva al
cine. (Suena el timbre.) Porque tengo que recurrir a los muchachos si
quiero distraerme un poco. Yo nunca tengo dinero para...
ELISA.– ¡Cállate!
PABLO.– Hola, mamá. (La besa. Luego besa a su hermana.) Hola, Amalia.
ELISA.– ¿Habéis salido ya del colegio?
PABLO.– Hombre, mamá, todos los días no me castigan.
ELISA.– Pues casi casi...
PABLO.– ¿No ha vuelto papá?
ELISA.– Aún no.
202 CARLOS MUÑIZ
(Inicia el mutis.)
ELISA.– (Viéndola irse.) Vete, hija, vete... Yo sé que las ilusiones hacen
mucho daño, pero desgraciadamente no puedo quitártelas de la cabe-
za... Ni me las puedo quitar yo. Quién sabe si será mejor así. (Respira
hondo, se cala las gafas y vuelve a su costura. Hay un largo silencio.
Suena el teléfono. ELISA se levanta y va a cogerlo.) ¿Diga?... Hola,
Manolo, hijo, ¿cómo estáis?... No, tu padre aún no ha vuelto. Sí, se
marchó con el gobernador y el director general del banco... No, no creo
que pueda tardar mucho. ¿Tanta prisa te corre?... ¿Y qué es?... Hijo,
pero a tu madre... ¿De verdad no tiene importancia? Bueno, pues os
venís y cenáis con nosotros como habíamos quedado... Sí, y traeros al
niño... ¡Ah, oye! ¿Felicitaste a tu padre?... Bueno, bueno. (Cuelga. Vuelve
a sentarse. Llama.) ¡Andrea, Andrea!
ANDREA.– (Saliendo.) Mande.
ELISA.– Ya es tarde...
ANDREA.– Van a dar las seis.
ELISA.– En cuanto venga la señorita Matilde, preparas el café. Haz bastante
por si viene alguien a felicitar al señor...
ANDREA.– Bueno.
ELISA.– Mira, te vas a llevar este brasero a la cocina y a mí me enciendes el
eléctrico. Así tú también te calientas.
ANDREA.– Si tengo la lumbre muy fuerte, estoy planchando.
ELISA.– Pues lo llevas al cuarto de Pablito. (Mientras la muchacha enchufa
el brasero eléctrico y le coloca en el lugar del que ha sacado.) ¿Subiste
las pastas?
ANDREA.– Sí.
ELISA.– Sí, señora.
ANDREA.– Sí, señora.
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 205
(Suena el timbre.)
(Largo silencio.)
(Sale.)
(Pasea inquieto.)
(Sigue paseando.)
(Se sienta.)
(Largo silencio.)
RICARDO.– Vamos, hijo, dime. Bien claro lo dice esta comunicación. Los
214 CARLOS MUÑIZ
peritos han comprobado que la firma está hecha con la misma pluma
que hizo la anotación para el pago. Y esa la hiciste tú.
MANOLO.– El individuo me pidió la pluma.
RICARDO.– ¿Quién era?
MANOLO.– No sé. Yo conozco a algunos clientes, pero hay muchos del cam-
po que van por allí de pascuas a ramos. Él era uno de ellos.
RICARDO.– ¿Y por qué te pidió la pluma si hay en los pupitres las que hacen
falta?
MANOLO.– Había mucha gente. Estaban todas ocupadas.
(Una pausa.)
(Sonríe amargamente.)
uno la vida, que levanta y hunde a las personas sin conciencia, sin pie-
dad... ¿Por qué vamos a tenerles miedo? ¿Por qué siempre que nos ocu-
rre algo malo tenemos que tenerlos presentes como si fueran nuestros
jueces? Ellos no tienen derecho a serlo. De ti se han dicho muchas ca-
lumnias... No sé como es el infierno pero estoy segura que no puede ser
peor que este pueblo. Nunca nos ha importado su vida y nunca ha habi-
do por qué tenerles en cuenta en nuestros asuntos.
RICARDO.– Elisa...
ELISA.– Sí señor. Nosotros estamos por encima de ellos y lo estaremos pase
lo que pase. (A su hijo.) Pero que no me entere yo que sufres porque
digan por ahí o dejen de decir. Y tú no eres malo aunque por ahí se
empeñen en decirlo... Siempre te han tenido envidia, porque eras muy
bien parecido... Tu padre también sabe que no eres malo... Y tu mujer...
co. Tenía que estudiar una carrera. Dejé de estudiar porque no sirvo
para eso, o porque soy un golfo como dicen por ahí. ¡Bah! (Mirando
con resentimiento a su padre.) Muchas veces he oído decir... hasta tú lo
has dicho... que me metiste en el banco porque era un inútil. ¡Un inútil!
¿Qué se puede hacer cuando vienen las cosas así, cuando se ve todo lo
absurdo que te rodea...? Gano un sueldo de cuatro cuartos y a pesar de
eso me he casado... Más me hubiera valido no hacerlo. ¿No me pregun-
tas por qué me casé? Te lo voy a decir. Necesitaba demostrarme a mí
mismo que era un hombre, que podía tener y mantener una mujer, que
podía ser ese macho que se es por naturaleza y que en estos sitios hay
que ocultar por repugnante hipocresía...
RICARDO.– No seas como tu madre. Piensa por tu cuenta. Ella no quiere
comprender...
MANOLO.– Tiene razón ella. Esto es odioso...
RICARDO.– Esto es como es y hay que aguantarlo.
MANOLO.– Aguantar todo, ¿eh? Que nos juzguen a todas horas cuando es a
ellos a los que había que condenar por su mentira, por su falsa aparien-
cia. Si esto es la vida, me río yo de la vida, como me río de los que son
honestos porque son inútiles para el matrimonio, de los caritativos que
rebosan dinero y explotan a sus obreros, de las viejas que se pasan todo
el día en la iglesia porque la vida ya no les deja otra solución que mirar
a la otra vida. Quítales a todos las razones por las que son (Risueño.)
buenos y dime si en otras circunstancias lo serían. (El padre le mira en
silencio.) También a mí me gustaría ser bueno, pero no puedo... Estoy
condenado a ser como un náufrago que nada contra corriente sin avan-
zar nunca.
RICARDO.– Tu madre, con sus manías de grandeza, os ha hecho mucho daño.
MANOLO.– Claro, tú no has tenido ninguna culpa. Pero si ella ha vivido en
las nubes, tú tampoco has andado lejos. Tu banco, tus consejos que
suenan a disco rayado por miles de años de uso, tus partidas de dominó
y tu tertulia con el recaudador... ¡A ti qué más te da que un hijo tuyo sea
un desgraciado...!
RICARDO.– Ese es un mal que nos invade a todos.
MANOLO.– No, tú vives a gusto. Este pueblo es tu vida.
RICARDO.– No lo es. Pero me resigno. ¡Mira! (Se descubre el pecho y le
muestra la banda.) Esto es el reconocimiento de mis méritos, ¿sabes?
218 CARLOS MUÑIZ
(Breve pausa.)
PABLO.– Hola, Juancho... Sí, te llamé para preguntarte cuándo te ibas... Qué
pronto... Y en cuanto llegues, a vivir como un millonario. Bueno, sí,
mañana iré a tu casa. ¡Ah! Cómprate la «Gaceta», viene mi padre retra-
tado. Le han dado una medalla... Sí, imagínate... Muy contentos... Y le
han dado una fiesta por todo lo grande... Sí. Adiós. (Cuelga. A su pa-
dre.) Se va a Venezuela. Tiene un tío muy rico que se lo lleva para que
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 219
trabaje allí. Hemos hablado muchas veces de eso. Dice que en cuanto
gane mucho me lleva a trabajar allí con él. ¿Qué te parece?
RICARDO.– ¿No crees que está muy lejos?
PABLO.– Eso es lo de menos. Hay que vivir, conocer sitios... Y si gano dine-
ro fíjate que estupendo... Nos haríamos una casa cerca del río. Una casa
nuestra, ¿eh? (A su hermano.) Tú también podrías vivir allí, sería una
casa enorme. Y tu mujer... y mi sobrino... Me hace gracia tener un so-
brino.
RICARDO.– Pues a partir del mes que viene tu sobrino vendrá a vivir en esta
casa.
MANOLO.– ¿Cómo?
RICARDO.– En la casa hay sitio de sobra para vosotros. Podéis dormir en la
alcoba de Gregorio y Gregorio volvería a dormir con Pablo.
PABLO.– Además, Gregorio está en Deusto.
RICARDO.– Pero volverá pronto.
PABLO.– Bueno, en Navidades.
RICARDO.– Tal vez antes.
MANOLO.– ¿Por qué?
RICARDO.– Eso no viene al caso. Se trata de ti. No sabemos lo que va a durar
tu situación, ni cómo van a ir las cosas. Y mientras viva tu padre, aun-
que no nos sobre el dinero, tú tendrás lo que tengan mis hijos...
MANOLO.– No es justo que cargues con mi familia.
RICARDO.– ¿Y qué es justo? Mientras estés sin empleo vivirás aquí.
MANOLO.– (Recogiendo su abrigo.) Mercedes está sola en casa. (Da un abrazo
a su padre.) Gracias. Y perdona lo que te dije.
RICARDO.– Di adiós a tu madre.
(Por la condecoración.)
CUADRO SEGUNDO
(Pausa larga.)
RICARDO.– Y tú, a la cama. No te quedes leyendo hasta las tantas, que luego
no hay quien te levante para ir al colegio.
PABLO.– (Fastidiado.) Hasta mañana.
(Sale.)
RICARDO.– Gregorio...
GREGORIO.– ¿Qué?
RICARDO.– Había pensado que sería mejor hablarte mañana, pero voy a ha-
cerlo ahora.
GREGORIO.– Me alegro. Los misterios no me gustan.
RICARDO.– Sí, es mejor. ¡Estudias ya tercer curso!
GREGORIO.– Sí.
RICARDO.– ¿Y qué piensas hacer luego?
GREGORIO.– Lo que todo el mundo. Oposiciones.
RICARDO.– ¿Estás contento en Deusto?
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 227
(Pausa.)
(Pausa.)
ELISA.– ¿Qué vamos a decir ahora a la gente, cuando vean que está aquí
Gregorito?
RICARDO.– ¡Déjate ahora de la gente! (Pausa.) Me voy a la cama. ¿No te
acuestas?
ELISA.– Más tarde, no tengo sueño aún.
RICARDO.– (Desabrochándose el batín.) Hasta luego.
ELISA.– ¡Oye! (Él se vuelve.) Podemos decir que ha tenido una enfermedad
y que ha venido a reponerse.
RICARDO.– Bueno.
SEGUNDA PARTE
CUADRO PRIMERO
AMALIA.– (Dentro.) ¡Ya voy yo! (Sale, descuelga.) ¿Dime?... Sí, Antonio,
soy yo... Sí..., sí, sí... Entonces ¿nos veremos a última hora?... ¡Ah! ¿Tan-
to trabajo tienes?... Ya... No te preocupes por mí, casi es mejor, porque
tenía que salir con mamá de compras y así aprovecharé esta tarde...
Bueno. ¿A qué hora saldremos mañana?... ¿Tampoco?... Sí, ya nos ve-
remos cualquier día que no tengas mucho que hacer.
AMALIA.– Sí.
GREGORIO.– Cuando me vaya a dar una vuelta puedes...
AMALIA.– Es igual. No te preocupes. Sigue estudiando.
GREGORIO.– ¿Qué te pasa, Amalia?
AMALIA.– Nada.
GREGORIO.– ¿Problemas sentimentales?
AMALIA.– No.
GREGORIO.– ¿Entonces...?
AMALIA.– Todo son problemas.
GREGORIO.– (Señalando el teléfono.) ¿Tu acompañante?
AMALIA.– Ya lo has oído.
GREGORIO.– ¿Qué te ha dicho?
AMALIA.– (Con rabia.) ¡Tengo una suerte...!
GREGORIO.– ¿Qué te ha dicho?
AMALIA.– (Pensativa.) ¿Se habrá enterado de lo de Manolo...?
GREGORIO.– ¡Y qué!
AMALIA.– Quiere dejarme.
GREGORIO.– ¿No te equivocas?
AMALIA.– No. Lleva unos días muy raro y hoy me ha puesto un pretexto
estúpido para no salir.
GREGORIO.– ¿Y qué más te da? Si salías con él sólo por distraerte...
AMALIA.– Me había acostumbrado a él. Parecía buena persona. Había empe-
zado a ilusionarme... Las mujeres sólo podemos ilusionarnos con el ma-
trimonio... con una casa limpia, con un vestido blanco y una marcha al
entrar en la iglesia... Y luego, un hijo pequeño y blanco como el algo-
dón... Pero son tantos años viviendo con esa ilusión y sintiendo cómo se
pasa el tiempo que ya me parece imposible...
GREGORIO.– Verás como te equivocas...
AMALIA.– No. Estoy bien segura. Alguien le habrá dicho a Antonio lo de
Manolo y en su casa no le consentirán que tenga relaciones con una de
semejante familia...
GREGORIO.– Pero eso sería absurdo. Si él te quiere...
AMALIA.– El qué dirán es más fuerte.
GREGORIO.– ¡Qué tontería!
AMALIA.– (Pensativa.) ¿Seré una solterona como la tía Matilde...? Aquí en-
seguida se hace una vieja, se hartan de ver tu cara y te ponen los años a
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 233
su gusto. Y cuando apenas tienes treinta años, ya eres una vieja para
ellos... y también por dentro... Antonio era una solución. Es un repre-
sentante pero gana dinero. Lo suficiente para que vivir con él no supon-
ga tener que inventarse el dinero, como hace mamá. Ella, sin darse cuenta,
nos domina y quiere que participemos en sus manías de grandeza.
GREGORIO.– Pobre mamá. Se cree que así conseguirá vernos felices.
AMALIA.– ¿Y qué es eso?
GREGORIO.– ¡Cualquiera sabe!
(Un silencio.)
MANOLO.– Gregorio...
GREGORIO.– (Sin levantar la cabeza.) ¿Mmmm?
MANOLO.– Yo... quisiera hablar contigo. Desde que he venido a vivir aquí
apenas hemos cambiado dos palabras. ¿Por qué no quieres que seamos
como siempre?
GREGORIO.– Tú ya no lo eres.
MANOLO.– ¿Tú crees?
GREGORIO.– Sí.
MANOLO.– Es posible. Seguramente es la situación en que me encuentro.
Pero eso no es obstáculo para que sigamos teniendo confianza, como
antes, cuando charlábamos de nuestras cosas y a veces me pedías con-
sejo...
GREGORIO.– Entonces tú eras un hombre y yo apenas un muchacho. Ahora
ya no necesito consejos de...
MANOLO.– (Soberbio.) ¿De quién?
GREGORIO.– ¡Bah! No puedes entenderlo.
MANOLO.– ¡Claro que lo entiendo!
GREGORIO.– Hay cosas que no puedes comprender.
MANOLO.– ¿Cuáles?
GREGORIO.– Sería inútil explicártelo.
MANOLO.– ¿Que te he usurpado el cuarto? Si quieres puedes volver a él.
(Con una sonrisa que parece una mueca.) Mi mujer no quiere vivir
conmigo... Yo puedo dormir en cualquier parte, en el cuarto de Pablo...
GREGORIO.– Eso es lo de menos.
MANOLO.– ¿Entonces...?
GREGORIO.– Ya te lo he dicho. Sería inútil hablar.
MANOLO.– Vamos, Gregorio, lo necesito. Quisiera volver a sentirme como
antes en casa. Pero nadie me habla. Mamá sólo. Me gustaría que fuera
todo más sencillo. Como antes de casarme.
GREGORIO.– ¿Para qué? ¿Para volver a casa todos los días borracho después
de haberte pegado con alguien? No me interesa nada tuyo. Entonces,
para mí, todas las cosas que hacías eran cosas de hombres. Pensaba que
cuando fuera mayor me gustaría ser como tú, sería más fuerte y bebería
más que todos mis amigos. Ahora eso me apena. No me interesa nada
tuyo, ni de nadie. Lo único que me importa es poder marcharme de esta
casa. Lejos, cuanto más lejos, mejor. No volver a este pueblo misera-
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 235
ble... Poder respirar hondo sin que nadie se pregunte por qué lo hago.
Tú has tenido la oportunidad de estudiar una carrera y no la has aprove-
chado. Por favor, no me hagas perder el tiempo.
MANOLO.– ¿Es por lo de la universidad?
GREGORIO.– Sí.
MANOLO.– Yo no tengo la culpa. Papá te llamo antes de saber lo mío.
GREGORIO.– ¡No! ¡Si nadie tiene la culpa! Por lo visto el culpable soy yo.
¿Me quieres decir qué he hecho yo para no poder seguir viviendo tran-
quilo? Me río yo de mis culpas. ¡Lo único que he hecho ha sido nacer!
MANOLO.– (Con la mirada perdida.) Quizá ése sea todo el mal.
GREGORIO.– Con eso está todo arreglado. No, Manolo. Hay que vivir. Pero
para ti es más cómodo tumbarse a la bartola. Esa manera de ser es la
que tiene la culpa de todo lo que nos pasa. Te gusta vivir como mamá,
vivir bien o al menos soñándolo, pero, ¿qué has hecho por conseguir
algo en la vida? ¡Nada! Absolutamente nada. No has hecho más que
daño. Amalia está amargada, por tu culpa la ha dejado el novio... Se ha
enterado de lo tuyo... Pablo me preguntaba la otra noche: «¿Por qué no
me explicas qué ha hecho Manolo en el banco? Yo no lo entiendo. Él no
puede haber hecho nada malo.» Y en el colegio todos los chicos se me-
ten con él. El otro día se tuvo que pegar con uno... Padre está viejo...
Qué alegría, no dejar en paz a nadie, ¿verdad?
MANOLO.– ¡Calla!
GREGORIO.– ¿No querías que hablara?
MANOLO.– ¡Estás diciendo tonterías!
GREGORIO.– Sabes que tengo razón.
MANOLO.– (En voz muy baja.) Es posible. (Subiendo lentamente el tono.)
Pero yo no tengo la culpa. Lo único que he buscado siempre ha sido mi
bienestar y eso no es malo, lo busca todo el mundo.
GREGORIO.– ¡Egoísta!
MANOLO.– ¡Como tú!
GREGORIO.– ¿Por qué no te has ido a Madrid o al quinto infierno en lugar de
venir a casa de tu padre a comerle lo poco que tiene? Porque es más
cómodo. Trabajando duelen los riñones.
MANOLO.– (Pegando un puñetazo en la mesa.) O te callas o...
GREGORIO.– ¿O qué? (Levantándose.) No te tengo miedo. Ya no soy un crío.
Ahora también tengo dos puños. ¿No me has pedido que hablara? Ya
236 CARLOS MUÑIZ
estoy hablando. Mamá nos había hecho verte como a un dios. Manolito
por aquí, Manolito por allá... ¿Y qué has hecho? Estafarnos a todos y a
ella, que había puesto todo su entusiasmo en ti, más...
MANOLO.– Ya está bien, Gregorio, por favor.
GREGORIO.– No. Aunque no te guste ahora me vas a oír hasta el final. Tu
obligación era...
MANOLO.– (Cogiéndole por las solapas.) Ya está bien.
GREGORIO.– ¡Suéltame! (Le pega un empellón.) No te consiento que...
MANOLO.– Ni yo te consiento que me escupas a la cara esas palabras idiotas.
No tienes derecho a hacerlo. No sabes las razones, no sabes nada de
nada.
RICARDO.– ¡Muy bonito! Los dos hermanos mayores enzarzados en una pe-
lea de canallas. (Silencio.) ¿Qué ha pasado?
MANOLO.– Nada.
GREGORIO.– Para éste nunca pasa nada.
RICARDO.– ¿Por qué no me dices a mí las cosas?
GREGORIO.– Él me ha pedido que hablara.
RICARDO.– ¿No te atreves a hablar cara a cara conmigo?
GREGORIO.– No conseguiría nada.
RICARDO.– Tú eres el único que no puedes callar.
GREGORIO.– Soy el único que no quiere callarse.
RICARDO.– Vete de aquí si no quieres que te cruce la cara.
MANOLO.– Si no tiene importancia. Seguramente tenía razón Gregorio en lo
que me ha dicho. He venido a crearos otro problema... En realidad es
natural que me hable así. Es mi propia mujer y ha preferido irse a vivir
con sus padres en lugar de seguir conmigo...
RICARDO.– (A GREGORIO que iba a salir.) Hijo... ¿por qué no ayudas un poco
para que esta casa no sea un infierno? La vida es muy dura, no vamos a
hacérnosla nosotros más difícil.
GREGORIO.– Es muy cómodo echar la culpa de todo a la vida.
RICARDO.– ¡Es tan injusta, Gregorio!
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 237
(Pausa.)
238 CARLOS MUÑIZ
GREGORIO.– Hoy he recibido una invitación de Samper, para pasar con él las
Navidades en su finca de la costa brava. Era mi compañero de cuarto en
Deusto. Nos hemos hecho buenos amigos. (Aparece la madre con su
cestillo de costura.) Me dice que vendría a buscarme en su coche. Él
sabe que no me sobra el dinero. Pero lo que no sabe es que no tengo más
que una camisa, que mis mudas están remendadas... que no puedo ir allí
porque no tengo ni cinco duros para comprar cigarrillos. Eso no impor-
ta ¿verdad? No importa saber que hay gente que vive bien y nosotros no
podemos permitirnos ni el más pequeño lujo.
ELISA.– Eso no es verdad. Tú has veraneado, tú has estudiado...
GREGORIO.– Pero si he querido tener un poco de calor las noches de frío he
tenido que echarme en la cama toda la ropa que he encontrado por ahí,
porque una manta es poco.
RICARDO.– Soy un fracasado. Ya lo sé, pero no sigas, Gregorio. Cada vez
que dices algo es para mortificarme. Yo sé muy bien todo lo que sucede
en esta casa. No hace falta que nadie me lo diga. Lo tengo muy presen-
te. ¡Qué más quisiera yo que haberos dado lo mejor del mundo!
ELISA.– ¡Si nos lo has dado!
RICARDO.– En esta casa hace un frío...
(Se estremece.)
(Va a salir.)
(Sale RICARDO.)
ELISA.– ¿Dónde?
MANOLO.– Al juzgado o a la comisaría, no sé. Por lo visto quieren que haga
unas declaraciones.
ELISA.– Pues que te hagan aquí las preguntas. (Tomando una resolución.)
Voy a salir a decir a esos señores...
RICARDO.– No vas a salir.
ELISA.– ¿A ver si se han creído que pueden disponer de mis hijos a su antojo?
RICARDO.– (Tomándola por un brazo.) Vamos, no seas niña. Siéntate. Y tú
no les hagas esperar.
AMALIA.– (Con una media en la mano.) Mamá, estas medias están muy pa-
sadas.
ELISA.– ¡Pues tíralas!
ELISA.– No podemos consentir esto. Hay que hacer algo, Ricardo. (RICARDO
calla. ELISA va hacia él.) ¡Vamos, haz algo, lo que sea, pero pronto,
hazlo!
RICARDO.– (Moviendo la cabeza.) Ahora hay que esperar...
ELISA.– (Preguntando a su marido angustiada.) ¿Le habrán puesto unas es-
posas? (RICARDO se encoge de hombros en un gesto de ignorancia.) ¿Le
llevarán así por la calle? Le verá todo el mundo. Le mirarán, se reirán
de él... ¡Se reirán de él!
RICARDO.– ¡Qué más da!
ELISA.– Sí, no es igual, Ricardo. Toda la vida la he pasado preocupada por-
que no dijera nadie nada de nosotros, porque no tuvieran un motivo
para reírse de nosotros... Y ahora le verán por la calle como si fuera un
criminal... Pero él no ha hecho nada... Es una pobre criatura... No ha
podido adaptarse a todo esto... Los culpables somos nosotros. ¿Para qué
traemos hijos si sabemos que van a ser igual de desgraciados que noso-
tros? (Va bajando lentamente la voz, como para sí.) Los traemos por-
que es bonito, es lo único verdaderamente bonito que hay en el mun-
do... Cuando le daba de mamar, pensaba que iba a conquistar todo lo
EL PRECIO DE LOS SUEÑOS 243
conquistable... Y ahora se lo han llevado, así, por las buenas, sin pre-
guntarle si era feliz o desgraciado; se lo han llevado como los laceros se
llevan a los perros, porque molestan... ¿Te acuerdas cuando le compra-
mos el primer traje de marinero?
RICARDO.– Cállate de una vez. De eso hace mucho tiempo. Ahora no es el
momento de recordar, sino de aguantarse con lo que pase. Déjate de
soñar de una vez.
ELISA.– ¡Eres vulgar!
RICARDO.– Como la vida.
ELISA.– (Sin hacerle ningún caso.) Como la vida, no. Porque la vida tiene
que ser bonita. Cuando vuelva Manolo a casa, nos marcharemos a pasar
unos días a Madrid. Iremos al cine y al teatro, pasearemos por las ma-
ñanas por el Retiro y por las tardes por la Gran Vía llena de cines, de
coches, de anuncios luminosos, de gente que se ríe... que está alegre,
que por lo visto no tiene preocupaciones...
GREGORIO.– ¿Qué?
RICARDO.– No, nada, nada...
CUADRO SEGUNDO
(Un silencio.)
(Un silencio.)
MATILDE.– ¿Y Ricardo?
ELISA.– En el despacho.
MATILDE.– ¿Muy preocupado?
ELISA.– (Fastidiada.) ¡Pregúntaselo a él!
MATILDE.– Hija...
ELISA.– Estoy harta de tu abnegación, Matilde. Porque además ahora sé el
origen de esa abnegación.
MATILDE.– ¿Qué quieres decir?
ELISA.– Lo sabes muy bien.
MATILDE.– ¿Qué pensarás?
ELISA.– No, no estoy pensando otra fantasía, es una realidad. Me gustaría
saber qué pensabas tú cuando me casé con él, cuando me quedé emba-
razada de Ricardo... Manolo te preocupa porque es ese hijo que hubie-
ras querido tener tú, con mi marido...
MATILDE.– ¡Desvarías, Elisa!
ELISA.– No. Lo sé hace tiempo, pero hoy necesito soltar todo lo que llevo
dentro.
MATILDE.– Te equivocas. Todos sois iguales para mí.
ELISA.– ¡No digas tonterías!
(Un silencio.)
(Señala a RICARDO.)
ELISA.– ¿Te imaginas lo que diría la gente si se enterasen de que todo era
una mentira...?
RICARDO.– Sí.
ELISA.– Sería horrible.
RICARDO.– ¿Para qué mentiste?
(Silencio.)
(Largo silencio.)
252 CARLOS MUÑIZ
(Breve silencio.)
(Sale.)
PABLO.– Hola.
ELISA.– ¿Has visto a Gregorio? (PABLO niega sin dejar de leer.) ¿No has ido
a la audiencia?
(Por la carta.)
MANOLO.– Sí, señor juez, tengo que añadir algo. Algo de lo que no se ha
hablado durante el proceso y que sin embargo tiene una gran importan-
cia a la hora de decidir mi suerte. Antes, quiero dar las gracias a mi
abogado, por su informe, y por haber creído en mi inocencia en todo
momento. Su informe bastaría para obtener mi absolución. Pero ese
fallo favorable, ya no podemos esperarlo, porque yo soy culpable y como
culpable tengo que cumplir la condena. Sí, señor, yo falsifiqué ese che-
que que ha estado danzando aquí toda la mañana. Yo lo falsifiqué con
una pluma Parker, como ha dicho muy bien el señor fiscal, pero el señor
fiscal se ha equivocado, porque la pluma con que hice la firma no era la
mía, sino otra de la misma marca. Son inconvenientes de la fabricación
256 CARLOS MUÑIZ
AMALIA.– ¿Diga?... No, soy su hija... Ah, sí, un momento. Mamá... es para
ti. La mujer del recaudador.
ELISA.– ¡Qué malas son! (Coge el teléfono que le da su hija. AMALIA hace
mutis por el gabinete, visiblemente disgustada. Los demás permanecen
inmóviles.) ¿Dígame?... Sí, hija, hoy era... No, aún no sabemos nada...
¡ah, culpable...! ¡Pobrecito mío! Seguro que lo ha dicho porque no pue-
de vivir en su casa. Su mujer es muy mala, le hacía la vida imposible...
Y por no volver allí... ¡Bah! No hagas caso. Él siempre ha sido el que se
ha echado la culpa de todo en casa, pero seguro que es inocente... No,
no estoy llorando, es que tengo un catarro muy fuerte y apenas puedo
hablar... (La congoja, en efecto, le impide hablar con claridad. En el
gabinete empieza a oírse el «nocturno», en su parte más lenta.) Mira, si
no te importa, llámame otro día. Ahora estaba con el administrador de
258 CARLOS MUÑIZ