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Los Palomos

Comedia en 2 actos

Alfonso Paso

Posada en escena: 1972

Preparat per: Toni Nerín Toboso


Los Palomos

Personajes
Mercedes
Elisa
Alberto
Emilio
Virtudes
Eugenio
Castro
Damián
Venancio
Luis

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Los Palomos

ACTO PRIMERO
Salón en casa de ALBERTO y ELISA. Se trata de una pieza amplia y confortable, amueblada con un gusto excelente y decorada con
elegancia. Forma parte de un hotelito situado en una colonia residencial de las afueras de Madrid, solitaria y mal iluminada. A la
derecha hay una chimenea y junto a ella un sofá y un par de butacas. En primer término una ventana de guillotina vertida a un
jardín que advertimos cubierto de nieve. A la izquierda una puerta de pocas dimensiones. En el fondo, tal vez salvando por un
escalón un desnivel de veinte centímetros, hallamos una puerta con mirilla microscópica. Es la que da acceso al hotelito y se abre
sobre el jardín, pudiendo advertir más lejos la reja y cancela del vallado. A ambos lados de ese desnivel hay dos puertas practicables
amplias, a derecha e izquierda. Corren las horas de la noche del veintiocho de diciembre de un año de nuestros tiempos. El viento
silba a través de las rendijas de puertas y ventanas. La nieve cae sin cesar.

(La escena solitaria. Suena la radio. A través de la radio llega una, música alegre. La interrumpe un locutor.)

LOCUTOR. — Son las nueve de la noche en un reloj Cointon, de hoy veintiocho de diciembre de mil novecientos sesenta y
cuatro. En un termómetro Bailly usted podrá comprobar que estamos a dos grados bajo cero. Sigan bailando
con Ray Welcon y su orquesta.

(Aparece MERCEDES. Se dirige al mueblecito de las bebidas y se sirve una copa. ELISA está en la izquierda.)

ELISA. — Te he dicho que prepares unas copas, tía... No, que te las bebas.

MERCEDES. — ¿Desde cuándo bebo yo? Tú te confundes con mi hermana.

ELISA. — Está bien. Déjalo ya. Prepara esas copas. Dame una a mí.

(MERCEDES le sirve un coñac.)

MERCEDES. — Ten. Y deja de regañarme, si puedes.

ELISA. — Has llenado la casa de claveles. Tú sabes que no los puedo soportar, que me dan alergia y empiezo a rascarme.
¡Otra vez! Has puesto coñac a granel en la botella del Napoleón.

MERCEDES. — Oye, Elisa. Me gusta el coñac a granel y porque tú seas una cursi que prefiere el Napoleón no voy a darme ese
disgusto. Tú te quedas con la etiqueta y yo con lo de dentro.

(La puerta del foro se ha abierto. Entra ALBERTO; sacudiéndose la nieve. Las dos le miran.)

ALBERTO. — Está helando. El jardín parece una pista de patinar. He dado un resbalón en la piedra que por poco me mato. No
me mires más, Elisa. Dame una copa de coñac. (La toma. Se la ha ofrecido MERCEDES.) Me he quedado como una
estalactita ahí fuera. (Prueba.) ¿Quién ha puesto coñac a granel en el Napoleón?

MERCEDES. — Los Santos Inocentes... los Santos Inocentes.

ELISA. — Ha sido la tía Mercedes.

ALBERTO. — De una vez, me gusta el coñac francés, tía. Y siento que prefieras el matarratas de las tabernas. Ya sé, ya sé que
esto te recuerda a los veteranos de la guerra de Cuba, pero no tenemos la culpa de que estés siempre hablando
de la guerra de Cuba.

MERCEDES. — ¡Qué manía tan estúpida! Jamás he hablado de la guerra de Cuba.

ELISA. — De la guerra de Filipinas, Alberto. Te confundes, siempre.

MERCEDES. — Una cosa es lo que pasó en Cuba y otra lo que pasó en Filipinas. Me interesa lo de Filipinas. Me importa un pito
lo de Cuba.

ELISA. — (Aplaudiendo.) Admirable.

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Los Palomos
(MERCEDES ha tomado una hebra de hilo de nylon y está introduciendo perlas en ella.)

ALBERTO. — ¿Qué tal va tu collar, tía?

MERCEDES. — Bien. Lo difícil es poner las perlas de pequeñas a grandes. Hay que escogerlas con mucho cuidado.

ALBERTO. — Pero el hilo será de nylon.

MERCEDES. — Ahora todos, Alberto. El nylon es prácticamente irrompible.

ALBERTO. — ¿Y te gusta?

MERCEDES. — ¿Qué?

ALBERTO. — Tía, el coñac te pone sorda. Sí, sí. Te ataca al oído. ¡He preguntado que si te gusta cómo queda el collar!

MERCEDES. — Sí. Y no es el coñac lo que me pone sorda. Es la nieve y el viento.

ALBERTO. — ¿Tendré tiempo de darme una ducha antes de que vengan los Palomos?

MERCEDES. — ¿Los Palomos?

ELISA. — Es el matrimonio que Alberto ha invitado a cenar.

MERCEDES. — ¡Ah, claro! Tu jefe de ventas. Es una pena que teniendo jefe y todo, las ventas no vayan como deben ir. Si me
hicieras caso te comportarías como un lobo. (Saca unos dientes postizos de agudos colmillos y se los pone.) El
hombre es un lobo para el hombre.

ALBERTO. — ¿De dónde has sacado eso?

MERCEDES. — (Quitándose los dientes.) El comedor está lleno de cosas como estas. Artículos de broma. ¿No estamos en el día
de Inocentes?

ELISA. — Los han mandado de Seymar como regalo. ¿Tú les surtes el plástico?

ALBERTO. — Tía... el mes de diciembre te pone muy irónica; procura contenerte.

MERCEDES. — ¿Has pensado que tal vez no vengan? Con esa nevada muy pocos querrán salir a la calle.

ALBERTO. — Saldrán. No tienen más remedio que venir. Un jefe de ventas no rehúsa jamás el convite de su director. ¿Pasaba
otra cosa en Cuba?

ELISA. — En Filipinas.

ALBERTO. — En Filipinas. Cuando lleguen, hazlos pasar y entretenlos un poco. Solo tardaré cinco minutos.

MERCEDES. — ¿Bien todo?

ALBERTO. — Sí. Todo muy bien.

ELISA. — Voy contigo.

MERCEDES. — Y no quites los claveles de la cocina. A mí me gusta verlos...

(Salen por la izquierda ELISA y ALBERTO. MERCEDES coge su bastón y aviva con él los troncos de la chimenea. Luego
toma el hilo de nylon y sigue metiendo perlas en él. Un golpe enorme en la puerta del foro. MERCEDES acude y

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abre la puerta. Sentados en el suelo están VIRTUDES y EMILIO. Ella con un paquete en la mano, él con un ramo de
flores.)

¿Llaman ustedes así a la puerta siempre?

EMILIO. — Usted perdone. Es que nos hemos resbalado. Está la nieve helada en la piedra. (Intenta ponerse en pie. Resbala.)
¡Vaya por Dios! ...

MERCEDES. — ¿Me deja que le ayude?

VIRTUDES. — No, si puede él solo. Si es muy mañoso.

EMILIO. — ¡Qué lata...! Yo creo que lo mejor será que entremos así... (El pobre EMILIO se decide a entrar a gatas, seguido de
su mujer.) Gracias.

(Se incorpora. Ayuda a VIRTUDES. MERCEDES cierra la puerta.)-

MERCEDES. — ¿Se encuentran bien?

EMILIO. — Muy bien. Pero deben echar sal en la senda de piedra. No hemos hecho más que abrir la verja y nos hemos
puesto a patinar...

VIRTUDES. — Menos mal que habían hecho ustedes el hotelito aquí, porque si lo llegan a hacer más a la izquierda, nos vamos
a Puerta de Hierro.

MERCEDES. — Es una broma de los Santos Inocentes... ¿No les han gastado ninguna?

EMILIO. — Hasta ahora, no.

MERCEDES. — Voy a llamar a mis sobrinos. Han tomado ustedes posesión de su casa.

(EMILIO y VIRTUDES se vuelven de espaldas para despedir a la anciana. Resulta que alguien les ha colgado de los
abrigos varios muñecos de papel.)

EMILIO. — Muchas gracias, señora.

VIRTUDES. — Muchas gracias. ¿Es usted la tía Mercedes?

MERCEDES. — Sí.

VIRTUDES. — Su sobrino habla mucho de usted con mi marido.

MERCEDES. — Espero que siempre bien.

EMILIO. — No lo dude.

MERCEDES. — Pónganse cómodos, por favor.

(Hace mutis por la izquierda.)

EMILIO. — (Mientras se quita el abrigo.) Esto es lo que yo llamo una señora. ¡Qué distinción! ¡Qué serenidad! ¿Qué te pasa,
Virtudes?

VIRTUDES. — Que me parece que se me han espachurrado los pasteles con la caída.

EMILIO. — (Tomándola la caja.) ¡Tonterías! Está la caja en perfecto estado. Un poquito abollada por abajo. Pero eso no es
nada.

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VIRTUDES. — (Mientras se quita el abrigo.) ¡Vaya casa, eh!

EMILIO. — ¿Te das cuenta? Con chimenea. Una casa con chimenea. Como en las películas.

VIRTUDES. — ¿Pero no le va tan mal el negocio?

EMILIO. — ¿Que el negocio le va mal? Virtudes, tú no entiendes de eso. Ha pasado la fase de estabilización y se halla en la
fase de desenvolvimiento. Y tú no sabes lo que es la fase de desenvolvimiento cuando se trata de objetos de
plástico.

VIRTUDES. — Emilio, ¡si me llevaste unos platos de la tienda que desteñían!

EMILIO. — Eso. Eso es lo que está superando. La pintura de los plásticos. Y se superará. Fíjate qué reloj... ¿eh? Parado.
Como todos los relojes buenos.

VIRTUDES. — ¿Ah, sí?

EMILIO. — Si debe tener lo menos trescientos años.

VIRTUDES. — Como para andar.

EMILIO. — ¿Y, este cuadro? Ponle que es de Picasso.

VIRTUDES. — ¿Qué figura?

EMILIO. — Virtudes, la pintura moderna es como las novelas policiacas. Si se descubre en qué consiste ya no interesa.
Acércate, acércate a la chimenea. ¡Fíjate qué madera, cómo arde! Esto es madera y no los árboles.

VIRTUDES. — Estoy aterida. ¡Mira que no encontrar un taxi!

EMILIO. — ¿Qué taxi quieres que salga con esta nevada?

VIRTUDES. — Es que nos hemos tirado cuatro kilómetros andando en la nieve. Y con el borracho de la zambomba pegado a
nosotros.

EMILIO. — ¡Cuidado que se ha puesto pelma!

VIRTUDES. — Yo no hacía más que decirle. «Oiga, que está helando que no hay quien pare.» Y el tío: «Ande, ande la
Marimorena.» Menuda talegada se ha pegado al cruzar el paseo de la Florida. Pues allí se quedó en el suelo,
cantando: «A Belén, pastores, a Belén, hermanos.»

EMILIO. — ¿Sabes que te encuentro más guapa que en nuestro domicilio?

VIRTUDES. — No, si a las mujeres nos pasa lo que al Atlético. Que perdemos mucho en casa.

EMILIO. — Es lo que decía mi padre. «El marco, hijo. El marco lo hace todo.»

VIRTUDES. — Bueno, pero es que tu padre fabricaba espejos.

EMILIO. — Aparte de eso. Si nosotros tuviéramos un marco como éste, otro gallo nos cantaría. Y podemos tenerlo,
Virtudes. El jefe es un hombre importante. Lo de los plásticos no es más que la tapadera. Debe tener negocios
extraordinarios. Y dime si no es una prueba de afecto y de confianza el invitarnos a cenar.

VIRTUDES. — Sí que lo es, sí.

EMILIO. — ¡Con nieve! ¡Cayendo rayos hubiera venido yo! De diez y seis empleados me ha invitado a mí solo. ¿Por qué?
Porque sabe que yo puedo responderle. ¿Te he hablado de la sucursal?

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VIRTUDES. — No.

EMILIO. — Va a abrir una sucursal en Barcelona. Y probablemente proyectará el negocio a América. Sé que quiere ir a
Buenos Aires. ¿Te das cuenta? Si se marcha puedo quedar prácticamente de jefe en Madrid o marcharme a
Barcelona de director absoluto.

VIRTUDES. — Emilio... y en Barcelona, ¿tendremos un marco como éste?

EMILIO. — Tendremos un marco mejor. Es nuestra oportunidad.

VIRTUDES. — (Abrazándolo.) ¡Emilio!

EMILIO. — ¡Virtudes!

(Se sientan en el sofá.)

VIRTUDES. — ¡Emilio!

EMILIO. — ¡Qué!

VIRTUDES. — Me he sentado encima de los pasteles.

(Se levantan.)

EMILIO. — Pues sí. Te has sentado encima de los pasteles. (Inspecciona la caja.) Bueno. No es nada. Un poco abollada. Pero
se desabolla.

VIRTUDES. — Cuando yo quería traer turrón de almendra.

EMILIO. — Caray, cómo está la cajita... (Tiene los dedos pringosos.) Sostén un momento.

VIRTUDES. — (Tomando la caja.) Pues sí que está pringosa.

EMILIO. — (Metiéndose la mano en el bolsillo con dificultad para no mancharse.) A nadie se le ocurre comprar petisús...
¡Anda!

VIRTUDES. — ¿Qué pasa?

EMILIO. — Que no he traído pañuelo.

VIRTUDES. — Pues yo tampoco.

EMILIO. — Calma. Esto no es nada. Hay que buscar un sitio donde secarse las manos. Deja ya la condenada caja.

(VIRTUDES la deja en el sofá.)

VIRTUDES. — ¿Dónde me seco las manos?

EMILIO. — En el bolsillo del abrigo está la bufanda.

(Cuando van a avanzar, aparece por la izquierda con la mano extendida, ELISA.)

ELISA. — Queridos Palomos. (EMILIO no sabe qué hacer. Tiene las manos en alto. Pero ELISA se la da sin más.) Es una alegría
extraordinaria para mí recibirles en casa. (Se frota las manos que encuentra pegajosas, aunque discretamente
sigue hablando.) Usted es Virtudes, sin duda.

VIRTUDES. — Sí, señora.

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ELISA. — ¿Cómo está, Virtudes?

VIRTUDES. — Muy bien.

(Y ELISA, quieras que no, le da la mano. Se dirige a la chimenea, frotándose las manos extrañada.)

ELISA. — ¿Encuentran bien de temperatura la habitación?

EMILIO. — Excelente.

ELISA. — Alberto está terminando de vestirse. Siéntese, por favor. (Ella lo hace encima de los pasteles, ante el horror de
EMILIO y VIRTUDES.) El salón suele ser frío. En el comedor nos encontraremos mejor. (Se levanta sorprendida.
Encuentra la caja.) ¿Qué es esto?

EMILIO. — Unos pastelitos que traíamos para usted.

VIRTUDES. — Se ha puesto perdida.

ELISA. — No tiene importancia.

EMILIO. — Con un poquito de sifón no queda mancha. ¿No tiene usted sifón por ahí?

ELISA. — En el mueblecito de las bebidas. Allí.

EMILIO. — Un instante. Virtudes, quita los pasteles del sofá si me haces el favor. (VIRTUDES quita los pasteles y los deja en un
sillón. EMILIO con los codos abre el armarito.) Un poquito de maña... y ya está.

(Entra ALBERTO terminando de ponerse una chaqueta.)

ALBERTO. — ¡Querido Emilio!

EMILIO. — ¡Don Alberto!

(ALBERTO quieras que no le da la mano y comienza a encontrar los dedos pegajosos.)

ALBERTO. — Lástima de tiempo. Siento que haya tenido que desplazarse hasta aquí con esta nevada. Señora... (Le besa a
VIRTUDES la mano. Mientras habla se relame.) Y el caso es que esta mañana nada hacía presentir que pudiera
caer tanta nieve. (Los otros tres están con las manos levantadas.) Bueno... ¿Qué les ocurre? ¿Alguien ha dicho
arriba las manos? (Y se sienta sobre, los pasteles.) ¿Qué pasa?

VIRTUDES. — Que se acaba usted de sentar sobre Una docena de petisús de chocolate.

ALBERTO. — ¡Caramba!

ELISA. — ¡No te preocupes, Alberto! A mí me ha ocurrido igual.

(Se ríe.)

EMILIO. — Pero ¿no te he dicho que los quitaras de ahí?

VIRTUDES. — Eso he hecho, y los he puesto ahí.

EMILIO. — No se mueva, don Alberto, que esto con un poco de sifón desaparece en el acto. El sifón es muy bueno. A mí me
lo mandan para el corazón. No es nada grave. Un poco de tensión. Y el sifón es un vasodilatador admirable.
(Toma el sifón del mueblecito.) ¿Tiene usted un pañuelo?

ALBERTO. — (Dándoselo de la americana.) Tenga.

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EMILIO. — Con su permiso. (Enchufa sifón sobre una mano. Luego sobre la otra. Se enjuaga. Se seca con el pañuelo.)
Primero una, luego la otra... Se seca uno. Déjeme, don Alberto. Sin miedo. (Le enchufa el sifón. Frota los
pantalones con el pañuelo.) Ya está casi. Un poquito más. (Le vuelve a enchufar.) Así. Se frota y ya está. ¿Quiere
usted enjuagarse, don Alberto? Permítame. Súbase un poquito las mangas. (Y ahora dirige el chorro del sifón
hacia las manos de ALBERTO.) Exacto. El pañuelo. (ALBERTO se seca con el pañuelo.) Ocúpate de la señora,
Virtudes.

VIRTUDES. — ¿Tiene usted otro pañuelo?

ALBERTO. — (Sacándoselo del pantalón.) Tenga.

ELISA. — Pero si no es necesario.

VIRTUDES. — ¿Cómo va a ir usted con el vestido manchado?

ELISA. — Casi no se nota.

VIRTUDES. — Claro que se nota. (Coge el sifón. Se enjuaga las manos.) Primero una mano, ahora la otra... (Se seca.) Me seco.
Usted tranquila, que he quitado muchas manchas con sifón. Mi hermano está empleado en Espumosos Herranz.
(Enchufa el sifón.) Más vale que sobre y no que falte.

ELISA. — Si me voy a cambiar de vestido.

VIRTUDES. — De todos modos. Se frota. ¡No queda ni rastro! ¿Quiere enjuagarse las manos?

ELISA. — Gracias.

(Ahora dirige VIRTUDES el sifón hacia las manos de ELISA. Se seca las manos ella misma.)

VIRTUDES. — El caso es que les hemos puesto el suelo perdido. ¡Estos pañuelos serán para lavar!

ELISA. — Claro.

VIRTUDES. — Entonces verá que pronto lo arreglamos.

(Se arrodilla en el suelo y recoge el sifón con los pañuelos.)

ELISA. — Es usted muy dispuesta.

VIRTUDES. — Sí, señora. Dispuesta a todo.

ALBERTO. — Es una gran cosa tener una colaboradora eficaz, Emilio. Todos los hombres que han llegado a algo ha sido por
tener junto a ellos una esposa abnegada y servicial. Tengo la mejor impresión de su señora.

EMILIO. — Muchas gracias, don Alberto.

ALBERTO. — Usted me permitirá que me cambie de pantalones.

EMILIO. — No le ha quedado, rastro de la mancha.

ALBERTO. — No. Pero me ha quedado rastro del sifón, y padezco de ciática.

EMILIO. — Cuánto lo siento.

ALBERTO. — No tiene importancia.

ELISA. — Desde luego. ¿Ustedes nos perdonan un instante?

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EMILIO. — ¡Por Dios!

(Salen por la izquierda ELISA y ALBERTO.)

VIRTUDES. — Yo creo que les hemos causado buen efecto.

EMILIO. — ¿Has oído? «Tengo la mejor impresión de su señora.» ¡Con qué sencillez te has puesto a fregar el suelo,
Virtudes! ¡Qué dotes de improvisación tienes! Otra mujer habría pedido una bayeta. Y mira cómo ha quedado el
suelo. ¡Como un espejo!

VIRTUDES. — ¡Emilio, que me veo de jefa en Barcelona!

EMILIO. — Es necesario que sigas procediendo con el mismo acierto que hasta ahora. Ni una equivocación. Hay que darles
gusto en todo.

VIRTUDES. — No te preocupes. Y has hecho mal en decir lo del corazón, porque no es nada y a lo mejor te someten a
reconocimiento médico.

EMILIO. — ¡Bah, bah! ¿Recuerdas bien el programa?

VIRTUDES. — Perfectamente. Ella es muy aficionada a la pintura. Luego yo tengo que hablarle de pintura.

EMILIO. — Eso. Pero de «Las meninas», que es lo único que te sabes.

VIRTUDES. — El cuadro del perro.

EMILIO. — El cuadro del perro. El es muy aficionado a las novelas policíacas.

VIRTUDES. — Le hablo de Perry Masón.

EMILIO. — Sin salirte de Perry Masón. El que habla siempre de lo mismo parece muy inteligente y nadie se da cuenta de
que no sabe más que eso.

VIRTUDES. — De acuerdo. La vieja...

EMILIO. — Ese es el hueso. Según dicen los compañeros, la que manda es ella. Parece ser que don Alberto necesitó parte
de su capital para comenzar los negocios, y ya sabes lo que es una vieja cuando se le debe dinero.

VIRTUDES. — Por ejemplo, tu madre.

EMILIO. — Eso. Total nos ha prestado dos mil pesetas y no nos deja vivir en paz.

VIRTUDES. — Lo de vivir en paz aunque no nos las hubiera dejado.

EMILIO. — A la vieja hay que hablarle de Cuba. Parece ser que su padre tuvo mando allí cuando ella era chiquitina.

VIRTUDES. — Pero, Emilio, yo de Cuba no sé más que la rumba.

EMILIO. — Es que no hará falta que digas tú una palabra. Tengo una empollación de Cuba que me duelen las sienes.
Permanece tranquila. Esta noche o nunca. De aquí salimos con el porvenir resuelto.

(Aparece MERCEDES en la izquierda.)

MERCEDES. — ¡Qué manía ha cogido mi sobrino con ducharse! Ya van dos duchas en un cuarto de hora. Mi hermana era
también muy aficionada a lavarse. Así se quedó de pequeñita.

VIRTUDES. — Es que se han sentado en unos pasteles.

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MERCEDES. — ¿Pero por qué? ¿Por promesa?

EMILIO. — ¡Oh, no, señora! Inadvertidamente. Los traíamos para obsequiar a usted y a su sobrina y nos hemos ido
sentando en ellos. Por cierto, voy a controlar los pasteles, porque si no se sienta usted encima también.

MERCEDES. — Es difícil. Yo miro mucho antes de sentarme.

VIRTUDES. — Pero esos petisús tienen vida propia. Se lo aseguro.

EMILIO. — ¡Aquí están! Déjame los pañuelos sucios, Virtudes. Muy bien. Los cojo. Abro la puerta. Y los tiro al jardín. (Hace
como dice.) Bien. Nos libramos de los pasteles. No parecía fácil.

MERCEDES. — (Sirviéndose un coñac.) ¿Quiere usted una copa?

VIRTUDES. — Esperaremos a sus sobrinos.

(EMILIO le hace una seña que quiere decir muy bien.)

MERCEDES. — Como quiera.

EMILIO. — (De pronto, dedicándoselo a VIRTUDES.) ¿Es ron?

MERCEDES. — Coñac.

EMILIO. — Mi bebida predilecta es el ron cubano.

MERCEDES. — ¡Ah!

EMILIO. — Gran cosa Cuba, ¿eh? isla tropical situada a cuarenta y ocho grados de latitud Norte y veintisiete grados de
longitud Oeste, rica eh caña, yute, maíz y papater bullica, llamada vulgarmente tabaco. (Guiña un ojo a VIRTUDES.
MERCEDES lo contempla asombrada.) Sus playas abundan en palmeras de las que cuelga el rico coco, hallándose
también exquisitos árboles del pan.

MERCEDES. — ¡Vaya!

EMILIO. — Es proverbial la ardorosa condición de sus mujeres que al ritmo de un candongue o belucho se reúnen a festejar
en las villas llamadas bohíos. (MERCEDES se sienta estupefacta.) Su capital La Habana que dio nombre al
tradicional cigarro puro, es una encantadora ciudad de blancas edificaciones con monumentos de rancio saber,
entre los que destaca el castillo llamado del Morro. (Se vuelve a su mujer y dice sigilosamente.) ¡Ahí queda eso!

VIRTUDES. — Estás sembrado.

EMILIO. — Ciudades importantes, Camagüey, Matanzas y Cienfuegos. (Adoptando un aire mundano.) ¿Le gusta a usted
Cienfuegos?

MERCEDES. — (Llena de estupor.) Sí. En cuanto tiran cohetes me pongo en primera fila.

EMILIO. — Yo me deleito con la caña.

VIRTUDES. — ¡Le entusiasma pescar!

EMILIO. — (Frenético.) Con la caña de azúcar. Aparte de ser un alimento de primer orden, constituye un entretenimiento su
complicada deglución.

MERCEDES. — Le felicito.

EMILIO. — Gracias, señora. (A VIRTUDES.) Ya lo has oído. Me felicita. Y luego tanto censurarme tú por haber comprado a
plazos el Diccionario Hispánico Abreviado dé Salvat.

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(Ha salido ELISA. Cambió su vestido. MERCEDES se le acerca.)

MERCEDES. — No les deis de beber, que vienen puestos.

ELISA. — ¿Por qué?

MERCEDES. — Se ha liado a explicarme la isla de Cuba, que parecía hermano de Fidel Castro.

ELISA. — De algo hay que hablar, ¿no?

MERCEDES. — Pero por las buenas y sin que yo le preguntara nada.

ELISA. — Vamos, tía. Son buena gente. No sabría qué decir y la ha cogido con Cuba como podía haberla cocido con Felipe
II.

MERCEDES. — (Haciendo ademán de beber.) La ha cogido con Veterano, Elisa.

ELISA. — ¡Tonterías!

VIRTUDES. — Tiene usted un guardarropa delicioso.

ELISA. — Apenas diez vestidos. Lo que cualquier mujer.

VIRTUDES. — Eso. Lo que cualquiera. Lo que tenían las meninas, por ejemplo.

ELISA. — ¿Qué?

VIRTUDES. — ¿No le parece formidable «Las meninas»?

ELISA. — ¿El cuadro?

VIRTUDES. — Sí. Ese sol que se filtra por la ventana es un sol muy malagueño, muy andaluz. Es un sol de siesta.

ELISA. — Vaya. Veo que entiende usted mucho de pintura.

VIRTUDES. — Bah. Un poco.

ELISA. — ¿Qué le parece el Bosco?

VIRTUDES. — Ese juega en el Córdoba, ¿no?

ELISA. — Me refiero a Jerónimus Bosch. El pintor.

VIRTUDES. — Pues bien. Muy bien. Pero imita el colorido sustancial de «Las meninas» y el realismo retratista de Velázquez.

ELISA. — Tal vez. Pero el caso es que nació mucho antes que Velázquez.

VIRTUDES. — ¡Anda!

EMILIO. — No te has expresado bien, Virtudes. Has querido decir que el que imita al Bosco es Velázquez.

ELISA. — Una teoría muy aventurada. Partiendo de Rafael, podría establecerse un paralelo. Eso sí. Hay realismo
renacentista y realismo barroco.

VIRTUDES. — Mire, señora, desengáñese que no se puede hablar de otra cosa que de «Las meninas».

ELISA. — No. Si a mí me gusta mucho.

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VIRTUDES. — Yo le digo que donde estén «Las meninas», que se quite Ezequiel...

ELISA. — Rafael.

VIRTUDES. — Rafael. «Las meninas» y nada más que «Las meninas».

ELISA. — Celebro que tenga usted tanto gusto por la pintura. Es usted una intelectual.

(Se aparta.)

EMILIO. — (Entusiasmado.) ¿Has oído, Virtudes? Te ha llamado intelectual.

VIRTUDES. — ¿Con qué sentido?

EMILIO. — ¿Cuál va a ser? El mejor sentido.

VIRTUDES. — Emilio, que a veces te llaman intelectual y te la cargas.

EMILIO. — Vamos, vamos, nada de eso. Serenidad. Lo has hecho muy bien.

ELISA. — (A MERCEDES.) Pues les pasa algo. Tenías tú razón.

MERCEDES. — ¿Lo ves?

ELISA. — A mí me ha tocado «Las meninas».

MERCEDES. — Te digo yo que la traen de aúpa, Elisa.

(ALBERTO entra poniéndose una chaqueta.)

ALBERTO. — Bueno, aquí me tiene a su disposición, Palomos.

EMILIO. — Yo siempre a la suya, don Alberto.

ALBERTO. — ¿Una copa?

VIRTUDES. — Con ustedes.

ALBERTO. — ¿Whisky?

EMILIO. — Coñac.

ALBERTO. — El caso es que el coñac...

EMILIO. — Es la única bebida que resisto. Y Virtudes.

VIRTUDES. — Yo también. Después del puré de San Antonio, mi coñacito...

EMILIO. — Permítame que sirva yo, don Alberto. ¿Whisky para don Alberto?

ALBERTO. — Sí, gracias.

EMILIO. — ¿La señora?

ELISA. — Whisky.

VIRTUDES. — ¿Lo quiere con seltz?


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EMILIO. — Soda, Virtudes, se dice soda.

VIRTUDES. — ¿Lo quiere con soda?

(Ha cogido el sifón. No es que ELISA y ALBERTO hayan salido corriendo al verla, pero algo parecido si sucede,
protegiéndose ambos con la mano y gritando casi.),

ALBERTO. — SoIo, solo.

ELISA. — No, gracias, solo.

EMILIO. — La señora...

MERCEDES. — Un coñac.

EMILIO. — Como nosotros. (Sirve tres.) ¡Ah, coñac Napoleón! ¡Francés!

VIRTUDES. — Rin... rin...

ALBERTO. — ¿Qué?

VIRTUDES. — (Levantando la copa.) Que rin, rin.

EMILIO. — Por Dios, Virtudes, se dice chin, chin, excepto cuando se toma anís.

VIRTUDES. — Que se dice chinchón.

EMILIO. — Se dice salud, que es más castizo y más popular. Chin, chin.

LOS OTROS. — Chin, chin.

(Beben.)

EMILIO. — Esto es coñac y no lo que fabrican en España. Oiga, don Alberto, es que da gusto probarlo. ¡Qué paladar, qué
sabor, qué suavidad! Vamos, igual que el coñac español. ¿Has visto, Virtudes?

VIRTUDES. — (Con la voz ronca.) Es estupendo.

EMILIO. — Si no tenemos arreglo. Si lo que ocurre con el coñac español ocurre con todo. Mire usted que las obras de teatro
que hacen los extranjeros, tan bonitas, tan buenas, que vale todo; y las que hacen los españoles...

(Se echa un trago.)

VIRTUDES. — Y los perfumes.

EMILIO. — En esta copa de coñac se condensan todos los defectos españoles. ¡Viva el coñac francés!

(Se echa otro trago.)

MERCEDES. — (A ELISA.) ¿Comprendes ahora por qué somos un país subdesarrollado?

ELISA. — ¡Cállate! (A ellos.) ¿No les importará que esperemos aún un rato? Me he quedado sin criada y hemos encargado
la cena al Club Sesenta y Cuatro. Espero que lleguen de un momento a otro. Claro que con esta nevada...

EMILIO. — Por Dios, señora.

VIRTUDES. — Esto de las criadas es un problema.

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ELISA. — Yo llevo tres días sin ella.

VIRTUDES. — Yo veinticuatro años y estoy lo que se dice de cabeza.

ELISA. — Qué flores tan lindas. ¿Son para mí?

EMILIO. — ¡Ah, claro! Se me olvidaba. Sé que le encantan los claveles.

ELISA. — Gracias.

MERCEDES. — (A ELISA.) Es que no da una el condenado.

EMILIO. — ¿Qué, don Alberto? ¿Alguna novela policíaca en la mesilla?

ALBERTO. — Pues sí. Alguna hay.

VIRTUDES. — Será de Perry Masón. Me enloquece Perry Masón.

ALBERTO. — No. Estoy leyendo «Es mejor matar en primavera», de Clarence Butler.

EMILIO. — ¡Ah, gran escritor Butler!

ALBERTO. — Es una mujer.

EMILIO. — Claro. Es que me he confundido con don Ramón del Valle Inclán, ese que era como Don Quijote. Manco.

ALBERTO. — El que era manco era el autor de Don Quijote. Cervantes.

EMILIO. — Eso. Que tiene una estatua en la plaza de España a caballo.

ALBERTO. — Ese es Don Quijote.

EMILIO. — Claro. ¿Otra copita? Sirvo yo mismo.

ALBERTO. — No. Aún me queda, gracias.

EMILIO. — (A VIRTUDES.) ¿Por qué me habré salido yo de Cuba?

VIRTUDES. — No te preocupes, Emilio; que con Don Quijote y Cervantes se hace un lio todo el mundo. ¡Como tienen la misma
cara!

ALBERTO. — Clarence Butler es la inventora de uno de los juegos más divertidos que recuerdo. Por aquí debe estar el libro.

(Busca en la librería.)

ELISA. — ¿Te refieres a «Cometa usted un crimen perfecto»?

ALBERTO. — Sí.

ELISA. — Se lo llevó mi hermano a Buenos Aires. Pero recuerdo que una tarde jugamos a eso y era apasionante.

ALBERTO. — A usted que le gustan las cosas policíacas le entusiasmaría «Cometa usted un crimen perfecto», Palomos.
¿Cómo era?

ELISA. — La autora plantea veinte casos de asesinato y…

14
Los Palomos
ALBERTO. — Eso es... ¡ya me acuerdo! Plantea veinte casos de asesinato. Le deja a usted que reflexione para que ese
asesinato sea cometido de forma perfecta. Si no lo logra, al final del librito Clarence Butler le da a usted las
soluciones.

EMILIO. — O sea que hay por lo menos veinte formas de asesinar que queden impunes.

ALBERTO. — Según Clarence Butler.

ELISA. — ¡Vamos a jugar a eso!

ALBERTO. — Mujer...

ELISA. — Mientras viene la cena.

EMILIO. — Si a usted le gusta, don Alberto, yo por mí encantado. ¿Y tú Virtudes?

VIRTUDES. — Lo que quiera don Alberto.

EMILIO. — Aquí quien manda es don Alberto.

ALBERTO. — Bueno, bueno. Yo por mí encantado. ¿Quién se queda?

EMILIO. — Yo mismo.

ALBERTO. — Bueno, pues entonces usted es el muerto.

(La cosa no le hace gracia del todo a EMILIO.)

EMILIO. — ¿Cómo?

ALBERTO. — Que vamos a asesinarle a usted.

EMILIO. — Ah, muy bien.

ALBERTO. — Le puede asesinar cualquiera de nosotros.

EMILIO. — (Complaciente.) Asesíneme usted, don Alberto.

ALBERTO. — Al que le toque. (Una moneda.) ¿Cara o cruz?

ELISA. — Cara.

(ALBERTO la arroja al aire.)

ALBERTO. — Cruz. Señora.

VIRTUDES. — (Rehusando la moneda.) No, gracias. Ya tengo.

ALBERTO. — Que si pide usted cara o cruz.

VIRTUDES. — ¡Ah, cruz!

ALBERTO. — Cruz. Ha ganado usted. Tiene que matar a su esposo.

EMILIO. — A ver si no has entendido bien y me das una puñalada de verdad.

VIRTUDES. — Que sí. Yo tengo que planear tu asesinato.

15
Los Palomos
ALBERTO. — Para lo cual le damos un cuarto de hora.

VIRTUDES. — Y estos señores...

ALBERTO. — Tienen que descubrirlo.

VIRTUDES. — Exacto.

ELISA. — Si lo descubrimos, usted ha perdido; si consigue que no lo descubramos, el crimen ha quedado impune y usted
ha ganado.

VIRTUDES. — Muy bien.

ELISA. — Recuerde que tiene que ser un crimen posible. Va a ser preguntada y tendrá que haber obtenido una buena
coartada.

VIRTUDES. — ¿Una buena qué?

EMILIO. — Coartada, nena. Imposibilidad de haber cometido el crimen de que te acusan.

VIRTUDES. — Ya.

ALBERTO. — Bueno. Empezamos. Cuando tenga usted el crimen ideado, nos avisa.

VIRTUDES. — Sí, señor.

(ALBERTO, ELISA y EMILIO charlan. VIRTUDES se retira a un lado a reflexionar. MERCEDES, que está dándole al coñac, la
mira con interés.)

EMILIO. — ¿Ha completado usted su proyecto de la sucursal de Barcelona, don Alberto?

ALBERTO. — Digamos que sí, Palomos. Necesito allí un hombre de mucha confianza.

ELISA. — ¿Por qué no nombras a Palomos jefe de esa sucursal?

EMILIO. — Señora, usted me abruma.

ALBERTO. — No le oculto. Palomos, que estoy acariciando esa idea desde hace algún tiempo. (VIRTUDES ha cogido una botella.
Acciona con ella. Ahora va a la chimenea y coge el atizador. Lo levanta y lo descarga sobre un imaginario
personaje, mientras los otros siguen hablando.) Usted es lo mejor que tengo en el negocio.

EMILIO. — Don Alberto...

ALBERTO. — Falta, claro, saber cómo encararía la responsabilidad de dirigir una sucursal.

EMILIO. — Me creo especialmente capacitado para ello. Y perdóneme la inmodestia. He estado estudiando los problemas
de una sucursal y...

(VIRTUDES finge ahora arrastrar un cuerpo hasta la ventana. La abre. Entra un viento helado. Se sube en una silla
y salta por la ventana como si tuviera el cuerpo sobre los hombros. Los otros la contemplan de reojo, sin
interrumpir la conversación.)

Estoy convencido de que... podría rendir un gran servicio... en tal puesto.

ALBERTO. — (Acercándose a la ventana, por donde ha desaparecido VIRTUDES.) No lo dudo, Palomos. Pero una sucursal... es
una cosa... complicada.

ELISA. — (Igual.) Debías tenerlo en cuenta de todos modos.


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Los Palomos
EMILIO. — (Asomándose a la ventana.) Es usted muy amable, señora... No sé cómo agradecer la confianza que deposita en
mí.

(Ya están los tres asomados a la ventana y hablan al tiempo.)

ALBERTO. — Si resuelvo unos asuntos previos, tenemos que hablar sobre eso.

ELISA. — Me gustaría que no lo olvidaras.

EMILIO. — Me emociona su disposición hacia, mí, don Alberto.

(Un golpe enorme en la puerta del foro. Los tres se vuelven.)

ELISA. — ¿Qué puede ser?

ALBERTO. — Tal vez la cena. (Abre la puerta del foro. Allí, está VIRTUDES, sentada en el suelo. Entra a gatas.) ¿Se ha hecho
usted daño?

VIRTUDES. — No, señor, no. Me encuentro muy bien. Gracias. Sigan, sigan hablando.

(Se va directamente a la chimenea y mira hacia arriba.)

ELISA. — ¿No tienen hijos?

EMILIO. — Pues no. Pero no perdemos la esperanza.

ELISA. — Eso es lo último que se pierde.

VIRTUDES. — ¿Tiene usted una gaita vieja?

ELISA. — Pues no.

VIRTUDES. — Ya. ¿Y un grifo oxidado?

ELISA. — No. Lo lamento.

EMILIO. — Virtudes, tampoco es necesario tomárselo tan a poitrine.

ALBERTO. — ¡Oh, no, el juego es así. Cuanto más realismo, más se divierte uno! Ha de proceder en todo como si se tratara de
un verdadero asesinato, pero con los medios que tenga a su alcance.

VIRTUDES. — Gracias. Sigan, sigan hablando.

(Hace mutis por la izquierda.)

ALBERTO. — Me ratifico en que tiene usted una mujer encantadora.

EMILIO. — (Con inquietud creciente.) Un poco agitada.

ELISA. — Nada de eso. Una perfecta compañera. Se encuentran pocas mujeres como ella hoy en día.

EMILIO. — Y es una excelente cocinera.

ELISA. — Querida tía. ¿Quieres venir con nosotros y dejar de andar con las botellas?

MERCEDES. — Ese juego me parece una estupidez.

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Los Palomos
ALBERTO. — Todos los juegos te parecen una estupidez, menos las siete y media. Cada uno se divierte como puede.

EMILIO. — Yo lo encuentro muy interesante. (Por el foro de izquierda a derecha cruza VIRTUDES, cargada de ropa extraña y
varios sombreros. EMILIO atónito la ve pasar.) Interesantísimo.

ALBERTO. — La última vez que jugamos a esto se nos pasaron cinco horas sin sentir.

(Se escucha un estruendo horrible en la derecha.)

MERCEDES. — ¡Jesús bendito!

ALBERTO. — ¿Le ha ocurrido a usted algo?

VIRTUDES. — (Desde dentro.) A mí no. A una vitrina que tenían con porcelanas, sí. Se ha caído.

EMILIO. — ¡Virtudes, por favor!

ELISA. — Deje. Yo iré a ver.

(ELISA se introduce por la derecha.)

EMILIO. — Espero que usted comprenda...

ALBERTO. — Vamos, Palomos. No tiene ninguna importancia. Esas porcelanas eran falsas. Y la vitrina estaba colocada en un
sitio bastante estúpido. Todos los que entraban a oscuras tropezaban en ella.

MERCEDES. — Pareces un niño tonto con tu manía de las novelas policíacas. Ya tienes edad para leer a Ionesco, digo yo.

ALBERTO. — Si eso me gusta y estos señores son tan amables que quieren compartir mis gustos, no hay ningún mal en ello.
Ya existe una cosa que me une entrañablemente a Palomos. Su afición por lo policíaco.

EMILIO. — ¡Y no sabe usted qué afición...!

ALBERTO. — ¿A que se lo está usted pasando bien?

EMILIO. — Don Alberto... me muero de gusto.

(Aparece ELISA por la derecha.)

ELISA. — No ha sido nada. Se rompió el cristal de la puerta de la vitrina, pero no se ha roto ninguna porcelana.

ALBERTO. — Va a ser preciso que las rompamos nosotros mismos.

(Aparece por la derecha VIRTUDES.)

VIRTUDES. — (Anhelante.) ¡Ya está!

EMILIO. — Sí. La vitrina rota.

VIRTUDES. — El crimen perfecto. Voy a matarte y nadie podrá probarme nada nunca.

(EMILIO sonríe con cierto nerviosismo.)

EMILIO. — ¡Ah, sí! ¡Qué gracioso! Muy bien.

VIRTUDES. — No solo ustedes. Es que la Policía tampoco podrá obtener una sola, pista. ¿Se dice pista?

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Los Palomos
EMILIO. — Se dice.

VIRTUDES. — ¿Como en el circo?

EMILIO. — (Nerviosísimo.) Eso.

ALBERTO. — (Aplaudiendo.) ¡Bravo! Palomos, lo va a matar su mujer y nadie logrará probárselo.

ELISA. — ¿No es maravilloso?

ALBERTO. — ¡Formidable!

EMILIO. — (Pálido.) Encantador. (De pronto, a VIRTUDES.) No sé si has entendido bien, Virtudes. Todo esto es en broma, ¿eh?

VIRTUDES. — ¡Ya!

EMILIO. — Es que te conozco cuando te entusiasmas con una cosa.

ALBERTO. — Bueno. Hay que dejar solo al muerto en esta habitación. Usted nos dirá cuando tenemos que venir, señora.

EMILIO. — Pero estarán ustedes cerquita.

ALBERTO. — ¡Ahí al lado! ¡Vamos, Elisa! Tía...

MERCEDES. — Que cometa el crimen delante de mí. A ver si me animo.

ELISA. — Tía, por Dios. Es absolutamente necesario que esté sola. Y nosotros no entraremos aquí, pase, lo que pase,
oigamos lo que oigamos, hasta que ella nos llame.

MERCEDES. — Aunque se caiga el tabique.

ELISA. — Aunque se hunda la casa. ¡Adelante, Virtudes!

ALBERTO. — No falle el golpe, Virtudes.

VIRTUDES. — Descuide usted, don Alberto, que sabiendo lo que a usted le gusta el jueguecito no fallo. (ALBERTO, ELISA y
MERCEDES salen por la izquierda.) Tú aquí quieto. Junto a la chimenea. Sin moverte. Y no se te ocurra mirar atrás.

(Sale por la derecha. Un silencio. EMILIO pasea. Se está poniendo nervioso por segundos, enciende un cigarrillo.)

EMILIO. — ¿Vale ya? (Silencio.) ¿Don Alberto, está usted ahí? (Silencio.) ¿Y por qué no les gustará el parchís, digo yo?

(VIRTUDES surge de la derecha envuelta en un vestido de cola, negro, que le sobra por todas partes; con un
sombrero emplumado y unos dientes postizos de largos colmillos, amén de unos ojos artificiales que se le salen
de las órbitas. EMILIO está de espaldas. VIRTUDES le golpea en el hombro. EMILIO se vuelve, la ve y lanza un alarido
espantoso. Cae en el sofá, llevándose la mano al corazón.)

VIRTUDES. — ¡Perfecto! Yo sabía que tú estabas enfermo del corazón. La Policía creerá que esto es un colapso. (Al ver que el
otro no reacciona.) Emilio. ¡Emilio! ¡Ay, madre! Qué pálido te has puesto.

EMILIO. — (En un estertor.) Napoleón.

VIRTUDES. — ¿Dónde está?

EMILIO. — Que me des coñac.

(Ella obedece.)

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Los Palomos
VIRTUDES. — Por la Virgen, Emilio. ¡Reacciona!

EMILIO. — ¡Qué susto, madre de mi alma, qué susto! ¿Pero no sabes que tengo el corazón débil?

VIRTUDES. — Por eso. Se trata de un crimen impune. La perfecta corteza.

EMILIO. — Coartada, estúpida.

VIRTUDES. — Eso.

EMILIO. — Y no te das cuenta de que por poco no me muero de verdad, ¿eh? Dios santo, si me están latiendo las
amígdalas.

VIRTUDES. — ¿Se pasa?

EMILIO. — Un poco.

VIRTUDES. — Ahora viene la segunda parte.

EMILIO. — No. Más sustos no, que no los aguanto.

VIRTUDES. — Ya no hay sustos. Ahora es preciso poner las cosas en su punto.. Tú ya estás muerto. Pero necesito completar la
cuestión. Te despeino un poco. Así. Déjate hacer.

EMILIO. — No me gusta nada este juego.

VIRTUDES. — Emilio, por Dios, la sucursal de Barcelona. Despeinado. Échate en el suelo.

EMILIO. — ¡Oye!

VIRTUDES. — Tú échate en el suelo. Eso. Ahora yo te arrastro así hasta el timbre. Tiramos al suelo esta lámpara. (Hace cuanto
va diciendo.) Está claro. Te sentiste enfermo y quisiste alcanzar el timbre para llamar a alguien en tu auxilio. Y el
colapso se te produjo por beber mucho coñac Napoleón.

(Le rocía con coñac la cara y le pone la botella en las manos. EMILIO está en el suelo, despeinado, la botella entre
las manos. Suena el timbre de la puerta al tiempo que se escucha un golpe seco.)

¡Arrea! La cena por los suelos.

(Abre la puerta del foro. Incorporándose está EUGENIO. Calculemos el horror nervioso que la aparición de VIRTUDES
con sus ojos postizos le produce.)

EUGENIO. — ¡Horror!

VIRTUDES. — ¿Qué desea?

EUGENIO. — Nada, nada en absoluto.

VIRTUDES. — ¿Puedo servirle en algo?

EUGENIO. — Es que se me ha quedado el coche parado ahí enfrente. Quería telefonear a casa para que me trajeran unas
cadenas y...

VIRTUDES. — Pase, pase...

EUGENIO. — Yo creo que es mejor que me marche.

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Los Palomos
VIRTUDES. — De ningún modo. ¡Con esta nevada! Estamos aquí para ayudarnos los unos a los otros. Con su permiso, voy a
quitarme los ojos.

EUGENIO. — (Aterrado.) Desde luego.

(La puerta se cierra tras él.)

ALBERTO. — (Desde dentro.) ¿Ha matado usted ya a su marido, Virtudes?

VIRTUDES. — No. Lo voy a matar ahora mismo. (A EUGENIO, por EMILIO, que se ha incorporado.) Es mi marido.

EMILIO. — ¿Cómo está usted...?

EUGENIO. — (Estupefacto.) Con frío.

EMILIO. — Sí. Eso todos. Llame, llame, por favor.

EUGENIO. — Sí, señor. (Marca un número.) Antoñita. Soy Eugenio. No... Eugenio, tu marido. ¿Pero tú crees que alguien llama
por teléfono para decir que es un genio? No, no me pasa nada. ¿Nervioso? No. ¿Por qué?

(Resulta que VIRTUDES está explicando a su marido que con el atizador de la chimenea siempre se dejan huellas, y
tiene el atizador en alto. EUGENIO con los ojos fuera de las órbitas contempla el asunto.)

¿Por qué? Antoñita... ¿para qué llamaba yo? ¡Ah, sí! Estoy en Somasmontes, casi esquina a Transiberiano del
Cerro. Eso. Manda a Julito con las cadenas, las del coche. Que venga cuanto antes y como pueda. No querrás
que deje el automóvil aquí en mitad de la calle...

(Ahora VIRTUDES ha agarrado por el cuello a EMILIO, intentando explicarle que se notan las huellas en la garganta.)

Ni que me quede yo aquí... ¿verdad? ¡De prisa!

ELISA. — (Desde dentro.) ¿Ha matado usted ya a su marido?

VIRTUDES. — (Con las manos en el cuello de Emilio.) Lo estoy matando ahora mismo.

EUGENIO. — (Aterrado, al teléfono.) ¡Que venga volando!

(Cuelga.)

VIRTUDES. — ¿Se marcha usted ya...?

EUGENIO. — Sí. Cuanto antes mejor. Usted tiene mucho que hacer.

EMILIO. — ¿No quiere una copita?

EUGENIO. — No, no, gracias.

EMILIO. — Si necesita el teléfono no dude en volver, que no nos molesta nada. Estamos distrayéndonos un rato.

EUGENIO. — Gracias, gracias.

VIRTUDES. — ¡Adiós! (Se inclina ante él y le abre la puerta. EUGENIO resbala suavemente y desaparece.) ¡Vamos! Tiéndete
dónde estabas. Despéinate. Tengo que hacer por ahí dentro.

EMILIO. — No tardes.

VIRTUDES. — No.

21
Los Palomos
(Sale por la derecha. Desde dentro grita un «Ya vale». Aparecen ALBERTO y ELISA. Tras ellos MERCEDES.)

ALBERTO. — Estupendo. Esto es exactamente el juego. Así, Palomos. No se mueva. Elisa, yete dando cuenta de todo. La
lámpara derribada.

ELISA. — (Registrando a EMILIO.) Ni un cuchillo, ni una herida.

ALBERTO. — Sólo la botella de coñac. La cogió por algún motivo.

EMILIO. — Caliente, caliente...

ALBERTO. — No me diga nada, Palomos, porque si no no me divierto.

(Aparece VIRTUDES por la derecha.)

VIRTUDES. — ¿Qué tal?

ALBERTO. — Por ahora, perfecto. ¿No hay ninguna herida?

VIRTUDES. — No.

ALBERTO. — Levántese, Palomos.

EMILIO. — Si usted quiere, don Alberto, yo sigo echado.

ALBERTO. — No es necesario. (EMILIO se incorpora.) ¿Qué diría el forense?

EMILIO. — Que he muerto de un colapso fulminante al corazón.

ALBERTO. — ¿Usted padecía?...

EMILIO. — Sí.

ALBERTO. — Ha ido a médicos que le han diagnosticado...

VIRTUDES. — Claro.

ELISA. — Y qué diría usted a la Policía...

VIRTUDES. — Que entré en la habitación y que lo vi tal como ustedes se lo han encontrado. Minutos antes habíamos tenido
una fuerte discusión.

ELISA. — El bebió para olvidar.

VIRTUDES. — Y el coñac determinó una... ¿cómo se llama eso que tenemos en el corazón y no hay manera de que tengamos
en la electricidad?

EMILIO. — Hipertensión.

VIRTUDES. — Determinó una hipertensión y el colapso.

ALBERTO. — Perfecto. ¿Y lo ha matado usted?

VIRTUDES. — Yo sólita.

ELISA. — Habrá que pensar en un veneno que no deje rastro.

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Los Palomos
VIRTUDES. — Todos los venenos dejan rastro. ¡Ya ve usted el café con leche!

ALBERTO. — O una incisión con una aguja mojada con digitalina. La digitalina actúa rápida y no suele dejar huellas.

MERCEDES. — ¿No le habrá matado de un susto?

ELISA. — Tía, estamos hablando en serio.

ALBERTO. — Lo que más me molesta es que se tome a broma una cosa cuando yo estoy interesado por ella.

MERCEDES. — Si a mí también me interesa el jueguecito.

ALBERTO. — A ver. Mira por la habitación.

(Empiezan a buscar ambos, mientras MERCEDES se ocupa de su collar.)

VIRTUDES. — Oye, tú, dales una pista. No sea que no lo descubra, se enfade y te eche.

EMILIO. — ¿Una pista, don Alberto?

ALBERTO. — No, gracias. Cuando la necesite se la pediré.

ELISA. — No cabe duda de que quiso alcanzar el timbre para llamar a alguien en su ayuda.

ALBERTO. — (Enfurecido.) Ya lo he visto. ¿Crees que soy idiota?

ELISA. — Si puedes no me contestes así. Pensé que no lo habías tenido en cuenta.

ALBERTO. — ¿Cómo no voy a tenerlo en cuenta, si saltaba a la vista?

ELISA. — Pero jugamos los dos, ¿no?

ALBERTO. — Mira, Elisa, cállate que a esto el único que sabe jugar soy yo.

ELISA. — ¡Y yo!

ALBERTO. — Cuando te ayudan.

VIRTUDES. — ¡Emilio, que se lían!

EMILIO. — (Alarmadísimo.) ¿Una pistita, don Alberto?

ALBERTO. — No, Palomos. Cuando esté vencido. Todavía no. (Da un golpe sobre el brazo del sofá.) Y ten en cuenta, Elisa, que
no te aguanto malos modos. ¿Estamos? La investigación la llevo yo y tú eres mi ayudante.

(Sigue buscando.)

VIRTUDES. — Emilio, que te destinan a Cuenca.

EMILIO. — ¡También tú podías haber inventado un asesinato más facilito!

VIRTUDES. — Pero si está tirado. Si la vieja se lo ha supuesto. De verdad, Emilio, este señor puede que tenga alguna agudeza
para los platos de plástico, pero lo que es para esto.

ALBERTO. — Estoy seguro de que la ventana tiene algo que ver con el crimen.

ELISA. — Sí, es probable. Abrió la ventana y...

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Los Palomos
ALBERTO. — ¿Pero cómo está cerrada?

ELISA. — Pudo abrirla con las últimas fuerzas...

VIRTUDES. — ¿Oye, la Policía razona igual? Porque entonces es para echarse a temblar si te detienen.

EMILIO. — No, mujer

VIRTUDES. — A lo mejor me pillan a mí, me empiezan a interrogar y por este procedimiento soy yo la que mató al niño de
Lindbergh.

EMILIO. — No seas simple. Esto es un juego. La Policía tiene lupas.

VIRTUDES. — ¿Y de qué sirven las lupas en este caso?

EMILIO. — Sí. Es cierto.

VIRTUDES. — Emilio, que cargarse a un español es la cosa más fácil que existe!

EMILIO. — (Apuradísimo.) Yo le doy una pista sea como sea, porque se le está poniendo una cara de malhumor... ¡Vaya
ideíta, guapa! ¡Vaya ideíta! Don Alberto... ¿usted no se asusta de los fantasmas?

ALBERTO. — (Siguiendo su busca en la biblioteca.) Yo no.

EMILIO. — A mí sí me dan miedo. Un fantasma que se aparece de pronto... ¡zas!... ataque al corazón y...

ALBERTO. — (Sin mirarle.) No sea ingenuo, Palomos. Los fantasmas no existen.

EMILIO. — Pero si su señora se viste con un traje raro...

ALBERTO. — Mi señora se viste con trajes raros siempre... ¿Elisa, no ha podido intervenir la electricidad en la cuestión?

ELISA. — Eso estaba pensando. La lámpara caída en el suelo parece muy sospechosa.

ALBERTO. — Sí. Ahí puede haber una pista.

EMILIO. — Mi madre a veces se ponía unos ojos postizos para asustarnos.

ALBERTO. — ¡Qué bromista! Elisa... la muerte no ocurrió aquí, sino fuera de la casa. Y ha intervenido activamente el cordón
de la lámpara.

VIRTUDES. — Eso, Marañón, eso.

ALBERTO. — ¿Decía usted...?

VIRTUDES. — No, nada.

MERCEDES. — Oiga, ¿qué habló usted de unos ojos postizos?

EMILIO. — Mi madre se los ponía a veces.

MERCEDES. — ¿Y unos dientes?

EMILIO. — Pues...

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Los Palomos
MERCEDES. — Está más claro que el agua. Su mujer sabía que estaba usted enfermo del corazón, sabía que usted tiene miedo
a los fantasmas y se disfrazó poniéndose unos ojos postizos y unos colmillos que tenemos entre las bromas de
Inocentes. El la vio, se le produjo el colapso y ya está.

ALBERTO. — ¡Qué tontería!

EMILIO. — Le advierto que...

ALBERTO. — La señora de Palomos no puede imaginar un crimen tan vulgar.

MERCEDES. — Oye...

ALBERTO. — La conozco bien. Y a la esposa de un empleado mío no puede ocurrírsele esa estupidez. ¡Aviado iría Palomos si
el cerebro de su mujer no diese más de sí!

ELISA. — ¿Quieres no ser ridícula, tía? ¿Ha oído usted, Palomos? ¿No le hace gracia?

EMILIO. — (Con una risa helada.) Es para mondarse. Que Virtudes se ha puesto unos ojos y unos dientes... ¿Oyes eso,
Virtudes?

VIRTUDES. — Sí.

EMILIO. — ¿Y no te entra risa?

VIRTUDES. — Pues...

EMILIO. — Claro que te entra. Es que tú te ríes para dentro porque eres muy hormiguita. Saca, saca la risa afuera, que te
vea don Alberto.

(VIRTUDES se ríe con dificultad.)

ALBERTO. — ¡Qué simpleza!

VIRTUDES. — ¡Qué tontería!

EMILIO. — ¡Qué estupidez!

ALBERTO. — ¿Cómo fue?

EMILIO. — (Pálido.) ¿Qué?

ALBERTO. — Sí. Me doy por vencido. ¿Cómo fue?

EMILIO. — (Muy nervioso.) ¿La batalla de Covadonga? Pues un tal Don Pelayo se subió a una montaña y se encontró con
una gruta. La suerte de encontrarse con la gruta, porque si no...

ALBERTO. — Le estoy preguntando que cómo fue el crimen.

ELISA. — Han ganado ustedes.

EMILIO. — ¿Nosotros qué vamos a ganar estando en su casa señora?

ALBERTO. — ¿Cómo fue, querida amiga...?

EMILIO. — Virtudes...

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Los Palomos
VIRTUDES. — Pues intervenía mucho la lámpara, como usted decía. (Todo lo convincente que puede.) Al enroscar la bombilla
se producía un calambre, que yo había advertido. Conque voy y digo: «Emilio, que no hay bombilla en la
lámpara.» Y él empieza: «Siempre estás con la bombilla y la bombilla.» Y yo: «Emilio, mira que no hay
bombilla.» Y él: «Dale con la bombilla. Trae otra.» Conque le doy una bombilla. La enrosca y... ¡zas! Se cae.

ALBERTO. — Pierde el conocimiento.

VIRTUDES. — Sí.

ALBERTO. — Usted le acerca la lámpara a la mano.

VIRTUDES. — Eso.

ALBERTO. — Se produce un contacto de mayor duración.

VIRTUDES. — Sí.

ALBERTO. — El suficiente para detener un corazón en mal estado.

VIRTUDES. — Eso.

ALBERTO. — Y la Policía solo podrá encontrar el colapso y una imprudencia del muerto al enroscar la bombilla.

VIRTUDES. — ¡Qué talento tiene usted, don Alberto! Así fabrica usted esas vinagreras con el tapón colorado.

EMILIO. — Lo ha adivinado usted todo, don Alberto. Es maravilloso.

ALBERTO. — Estoy muy acostumbrado a las cosas policiacas.

MERCEDES. — Pero, digo yo...

VIRTUDES. — (Solicita.) Usted no dice nada, señora. Usted se toma esta, copita de coñac que yo le sirvo y no dice, ni media
palabra.

EMILIO. — (Junto a VIRTUDES.) Eso que has hecho tú se hace, en la plaza de las Ventas y ni el Cordobés, ni Curro Romero ni
nadie.

VIRTUDES. — Gracias, Emilio.

ALBERTO. — (Brindando.) A su salud, Palomos.

EMILIO. — ¡Qué gran verdad es esa de que el talento se demuestra en todo, don Alberto!

ALBERTO. — Le confieso que en cuanto entré en la habitación y vi la lámpara en el suelo, dije: ahí está el secreto ¡Y ahí
estaba!

EMILIO. — ¡Ahí estaba...!

VIRTUDES. — (A EMILIO.) Tú a éste le sisarás, ¿no?

EMILIO. — Ni una peseta.

VIRTUDES. — Pues estás perdiendo el tiempo, muñeco.

ALBERTO. — Propongo un nuevo asesinato.

EMILIO. — Los que usted quiera.

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Los Palomos
ALBERTO. — Este lo van a verificar entre ustedes dos y te quedarás tú, tía.

MERCEDES. — Tengo hambre, Alberto. Ya es hora de cenar.

ELISA. — Tía, la cena no ha llegado todavía. Un crimen más y si no viene la cena, nos ponemos a abrir latas de conserva. A
ustedes no les importará comer de lata.

EMILIO. — ¡Por Dios, señora, como si no quiere usted molestarse!

ALBERTO. — El crimen en complicidad es más entretenido. ¿Me admiten ustedes en la banda?

VIRTUDES. — Eso. Usted con nosotros y se queda su señora.

ALBERTO. — ¡De acuerdo! Tía, ¿quieres dejar de poner esa cara?

EMILIO. — Por favor, doña Mercedes. Hágalo por mí. Recuerde que la negrita Saba siempre sonríe con la bemba abierta.
Cuba es la isla de la alegría, la risa y el juego. Pensemos en los casinos flotantes que se hallan esparcidos a lo
largo de la costa del Caribe, en esa simpar isla llamada también la Perla de las Antillas...

MERCEDES. — (Estupefacta.) Bueno. Si se pone usted así...

EMILIO. — Gracias, señora.

ELISA. — ¡Adelante, Alberto! No tardéis mucho.

(ELISA hace mutis por la derecha.)

EMILIO. — ¿Qué, don Alberto? ¿Nos trabajamos el envenenamiento?

ALBERTO. — Se me está ocurriendo una cosa fantástica. Lea...

(Le tiende un periódico.)

EMILIO. — (Leyendo.) Un nuevo crimen del estrangulador misterioso.

ALBERTO. — Esa será nuestra escapatoria. Si Elisa quiere investigar, siempre podremos figurar que un criminal sádico ha
entrado en la casa. Porque lo que vamos a hacer con mi tía, sencillamente, es estrangularla.

VIRTUDES. — Eso deja huellas.

EMILIO. — Don Alberto se pondrá unos guantes.

ALBERTO. — Ustedes dos serán quienes la estrangulen. Y sin guantes.

VIRTUDES. — ¿Cómo?

ALBERTO. — Con el collar que está haciendo.

EMILIO. — Se romperá el hilo.

ALBERTO. — ¿Ha oído usted hablar de algún hilo de nylon que se rompa?

EMILIO. — Pero para la Policía...

ALBERTO. — Para la Policía está bien claro. Se le enganchó el collar en la butaca mientras la pobre sufría un desvanecimiento.
¿Usted ignora la de viejecitos que mueren asfixiados por dormir sin quitarse la medalla? Pues conozco por lo

27
Los Palomos
menos dos casos. Vamos a hacer las cosas con absoluta propiedad. ¡Elisa! Dejaremos rastros suficientes para
que puedas investigar con toda tranquilidad. Pero hay que reconstruir el crimen paso a paso.

ELISA. — (Desde dentro.) De acuerdo.

ALBERTO. — Bien. Yo haré de semáforo.

VIRTUDES. — Se va usted a poner perdido.

ALBERTO. — El semáforo es el que avisa dentro de las bandas. Como se llama «cerebro» al que planea el crimen y «manos»
al que lo ejecuta. ¿Estás dispuesta, tía?

MERCEDES. — Sí, majadero. Cuanto antes terminéis, mejor.

ALBERTO. — Yo salgo y me traslado a esta parte del jardín. (Señala un lateral.) Usted me avisa desde la ventana.

EMILIO. — Se notarán las pisadas.

ALBERTO. — ¿Cuáles si está nevando? Dentro de un cuarto de hora no habrá el menor rastro. ¡Adelante!

(Abre la puerta del jardín y sale. Pero no se acuerda de cerrarla del todo.)

VIRTUDES. — Bueno, doña Mercedes... ¿quiere usted pasarse al silloncito?

(Le señala precisamente el que está de espaldas al público.)

MERCEDES. — Sí, hija... Donde usted quiera. Como decía mi pobre hermana, el caso es sentarse cuando a uno le dan la
oportunidad. Lo de menos es el sitio.

(Se sienta.)

EMILIO. — ¿Está usted cómoda?

MERCEDES. — Muy bien.

EMILIO. — ¿Quiere un cigarro?

MERCEDES. — Un traguito de coñac y dispuesta. (VIRTUDES le alarga la copa.) Son muy originales, ¿eh? Pues esto no es nada.
Las temporadas que la cogen con jugar al ajedrez, aquí ni comemos ni cenamos hasta que no se han dado jaque.
¡Como no tienen hijos! Si aquí hubiera que criar un par de mocitos de esos que van al Colegio del Pilar, ya vería
usted qué pocas ganas quedaban de jugar a los asesinatos. ¿Estoy bien así?

EMILIO. — Estupendamente. Échese un poquito hacia atrás, que el collar no da de sí.

(La puerta del foro se ha abierto y ha entrado EUGENIO. Contempla la escena con horror.)

VIRTUDES. — Así no la estrangulas, Emilio. Así se nota que es un crimen. Tiene que haber más naturalidad.

EMILIO. — Si es que no llega al pomo de la silla. Súbela un poco.

VIRTUDES. — ¿No es más sencillo el matarla primero y ponerla en su sitio después?

EMILIO. — Aguarda. Échala para un lado. Así, así queda perfecto. No, espera, que así no se le vence la cabeza y se nota en
seguida que la hemos matado. (Ve a EUGENIO.) ¿Eh? ¡Ah, es usted!

EUGENIO. — Si están ustedes ocupados...

28
Los Palomos
EMILIO. — No, no, eso puede esperar. ¿Quería usted utilizar el teléfono?

EUGENIO. — Pues sí...

VIRTUDES. — Adelante, adelante. (A MERCEDES.) Es que se le ha estropeado el coche ahí enfrente y el pobrecito ha pedido unas
cadenas.

MERCEDES. — ¿Pero no puede usted moverlo...?

EUGENIO. — No, señora. (Con un hilo de voz.) Apenas puedo moverme yo.

MERCEDES. — Telefonee, telefonee...

EUGENIO. — Gracias.

(Toma el auricular.)

ELISA. — (Desde dentro.) ¿Han asesinado ya a la tía?

VIRTUDES. — No. Vamos a asesinarla de un momento a otro.

EMILIO. — Nos faltan unos detalles sin importancia.

(EUGENIO se pasa una mano por la frente y marca.)

VIRTUDES. — Usted levante la cabeza, señora, que si no no la ahogamos ni mañana.

MERCEDES. — ¿Así...?

EMILIO. — Eso. ¡Quieta, quieta, sin moverse, que así la mato con toda tranquilidad! Sujétale las piernas, Virtudes, que se
me vence.

EUGENIO. — (Sollozante.) Antonia... ¡las cadenas! ¿Por qué no me traen las cadenas? ¡Si no lloro, si es que quiero las
cadenas, para marcharme corriendo! ¿Quién las trae? La criada. ¿Ha salido ya? Habla más alto. El teléfono está
lleno de ruidos. Parece que se va a cortar.

EMILIO. — Nada, que no da de sí. Me estoy poniendo nervioso.

EUGENIO. — ¡Dios quiera que llegue a tiempo!

(Cuelga aterrado.)

MERCEDES. — ¿Por qué no empalma un poquito de hilo de nylon? Ahí tiene.

EMILIO. — Es una gran idea. Virtudes, sujeta el collar. (Toma el hilo.) ¿Tendría usted una navaja, caballero?

EUGENIO. — (Horrorizado.) No...

EMILIO. — Es para cortar este hilo. ¿Le ocurre algo?

EUGENIO. — Nada... nada. Yo no hablo. Nunca hablo. Mi mujer me pregunta, ¿qué has hecho? Y yo le digo: jugar a la rana.
Me pase lo que me pase, vea lo que vea... yo siempre estoy jugando a la rana.

VIRTUDES. — (Riendo.) ¡Emilio, este señor se cree que es de verdad!

EMILIO. — ¿Qué?

29
Los Palomos
VIRTUDES. — ¡Que cree que estamos matando a la señora de verdad!

EMILIO. — ¿Se ha creído usted eso?

EUGENIO. — Yo...

(Los tres prorrumpen en carcajadas.)

EMILIO. — Entonces cuando entró antes y me vio ahí en el suelo y a mi señora... ¡qué gracioso!

VIRTUDES. — Pero, hombre de Dios, ¿usted cree que la gente para que la maten colabora como los hermanos Quintero?

(Ríen.)

MERCEDES. — ¿De modo que estos señores se ponen a estrangularme y yo les doy facilidades?

VIRTUDES. — ¿A usted no le han vendido todavía un quitamanchas que no deja cerco?

EUGENIO. — No, señora.

VIRTUDES. — Pues se lo venderán. Porque usted es de los que compran quitamanchas.

EMILIO. — Pero venga aquí, hombre. Estamos jugando.

EUGENIO. — ¿A qué?

EMILIO. — A los crímenes.

EUGENIO. — ¿A los crímenes?

VIRTUDES. — Claro. Se planea un crimen perfecto para que quede impune y se busca la cuartilla.

EMILIO. — La coartada, Virtudes.

VIRTUDES. — Eso. Uno de nosotros hace de muerto, otro de asesino y los otros se quedan para descubrir el crimen.

EUGENIO. — ¿Entonces...?

(Se ríe.)

VIRTUDES. — ¡Lo pálido que se había quedado el hombre!

(Ríen todos.)

EMILIO. — No, ya le notaba yo a usted una expresión de extrañeza... (Le golpea en la espalda.) Vamos... ¿quiere un coñac?
¿Puedo ofrecerle un coñac, doña Mercedes?

MERCEDES. — ¡Y otro a mí!

EMILIO. — (Sirviéndole.) Ahí va un coñac francés de pura cepa.

EUGENIO. — (Tras sorberlo y toser.) ¡Estupendo! El coñac también está trucado.

EMILIO. — ¡Felices Inocentes!

EUGENIO. — ¡Felices Inocentes!

30
Los Palomos
EMILIO. — ¿Ahora me deja la navaja?

EUGENIO. — Le dejo unas tijeritas para las uñas, que es lo que llevo.

EMILIO. — ¡Valen! Un corte aquí, otro allí. Sujete usted el collar, amigo mío. Déjaselo a don...

EUGENIO. — Eugenio Martínez.

EMILIO. — Pues déjaselo a don Eugenio, que quiero yo que nos ayude. Vamos a ponerle más nylon al collar para poder
estrangularla mejor.

EUGENIO. — (Divertido.) ¿Y sacará la lengua?

VIRTUDES. — ¿Va usted a sacar la lengua, doña Mercedes? ¡Doña Mercedes, no se duerma!

MERCEDES. — Si no me duermo. Es que me parece que no me ha sentado bien el coñac.

VIRTUDES. — ¡Que dice don Eugenio que si cuando la estrangulemos va usted a sacar la lengua!

MERCEDES. — Ah, sí hija. La lengua y un billete para Barcelona. Lo que quieran.

(Ríen muy contentos.)

EMILIO. — Sujete aquí, don Eugenio. Empalmamos aquí. ¿Tiene eso bien sujeto?

EUGENIO. — Muy bien. Lo que ustedes quieren es que el que se ha quedado crea que se ahogó ella misma, ¿eh?

EMILIO. — ¡Exacto! Empalmamos por aquí. Ya está. Un nudo fuerte. Bueno, don Eugenio, alégrese. Ha colaborado usted en
un asesinato.

EUGENIO. — Cuando lo cuente en casa no se lo van a creer.

(Ríen.)

EMILIO. — ¿Quiere quedarse hasta que le traigan las cadenas?

EUGENIO. — No. La criada conoce el coche, pero si no me ve dentro...

VIRTUDES. — Ya se figurará que está usted refugiado en alguna casa.

EUGENIO. — Pero por si acaso. Mucho gusto, señora.

VIRTUDES. — Beso a usted la mano.

EUGENIO. — Eugenio Martínez.

EMILIO. — Emilio Palomos...

EUGENIO. — Señora...

MERCEDES. — ¡Adiós, hombre!

EMILIO. — (Acompañándole a la puerta.) Y si se inventa un crimen perfecto, no tiene más que llamarnos y me quedo de
muerto.

EUGENIO. — Es usted muy amable.

31
Los Palomos
EMILIO. — Cuidado con la piedra que se ha helado la nieve.

EUGENIO. — Ya, ya lo sé.

(EUGENIO desaparece por el foro.)

EMILIO. — El pobre hombre. ¿Te figuras cómo tenía que estar viéndonos ir de un lado para otro con estos jaleos?

VIRTUDES. — Y yo que le abrí la puerta con los ojos puestos.

(Por la ventana aparece ALBERTO.)

ALBERTO. — ¿Pero qué diablos pasa?

VIRTUDES. — En seguida terminamos, don Alberto. Es que ha habido que empalmar el collar. No tenía tiro suficiente.

ALBERTO. — ¡Venga! ¡Me estoy helando!

(Desaparece de nuevo. EMILIO sujeta el collar al cuello de MERCEDES.)

EMILIO. — ¿Le queda cómodo?

MERCEDES. — Sí.

EMILIO. — Ahora no hay más que pasarlo por el pomo de la butaca. ¡Virtudes, o haces de cómplice como Dios manda, o me
enfado! Levántala un poco. Así. ¡Listo! Pasó. (En efecto. El collar ha quedado de una parte en el cuello de la
anciana y de otra en el pomo de la butaca.) ¡Un trabajo perfecto!

VIRTUDES. — Llama a don Alberto, que el jueguecito le cuesta una pulmonía.

EMILIO. — Don Alberto, don Alberto. ¡Ya la hemos matado! Entre usted por la ventana, don Alberto. Con toda sencillez.

(ALBERTO lo hace.)

ALBERTO. — ¡Diablos con la temperatura! (Se sirve una copa.) Échele una ojeada al jardín. Palomos. A ver si encuentra alguna
huella.

EMILIO. — Se notan un poco sus pisadas, pero muy poco.

ALBERTO. — Dentro de diez minutos no se notarán nada. Va a resultar perfecto. Aguarden, no llamen todavía a mi mujer.
Quiero complicarlo mucho más. Acerquen el teléfono al cadáver... (EMILIO y VIRTUDES obedecen.) Déjeme.
Figurará que quiso llamar en última instancia a alguien. ¿A quién? Esa será una buena pista falsa.

(Descuelga el teléfono.)

VIRTUDES. — Oiga, que se va a pasar haciendo tuuuu toda la noche.

ALBERTO. — Eso es fácil. Se evita así. (Marca un número. Escucha al teléfono.) ¡Caramba! (Golpea en la horquilla.) ¡Vaya
fastidio! No tiene línea.

EMILIO. — ¿Me permite, don Alberto? Yo de teléfonos entiendo mucho.

VIRTUDES. — Entiende en el recibo hasta eso de Medido por contador.

EMILIO. — (Al teléfono.) Efectivamente. Hay una avería. Con la nieve no tiene nada de particular.

ALBERTO. — Pues es fastidioso.

32
Los Palomos
EMILIO. — Se arreglará él solo. Los teléfonos son como los animalitos.

ALBERTO. — Sí. Pero puede arreglarse mañana. Y eso significa que nos quedamos incomunicados toda la noche.

VIRTUDES. — Si necesita algo puede llamar en el hotelito de al lado.

ALBERTO. — Es un colegio. Está todo el mundo de vacaciones.

VIRTUDES. — ¿Lo descolgamos de todos modos?

ALBERTO. — Traiga. (Toma el aparato.) Puede parecer una tontería, pero creo que hay alguien al otro lado del teléfono.
¿Quiere oír?

EMILIO. — Sí. Parece como si se oyera una respiración. Virtudes, tú que tienes el oído más fino.

VIRTUDES. — (Poniéndose.) No oigo nada.

EMILIO. — Has cogido el teléfono al revés, cariño.

VIRTUDES. — Es cierto. No. No oigo nada.

ALBERTO. — Renunciaremos a esa pista falsa. (Cuelga el teléfono con una sonrisa y con cierta inquietud.) ¡Bueno... llamen a
mi mujer!

VIRTUDES. — Doña Elisa, doña Elisa. Venga usted. Ya verá qué cuadro. ¡Ni «Las meninas!»

EMILIO. — ¡Vamos, doña Elisa!

(Sale ELISA.)

ELISA. — Supongo que les habrá salido bien, aunque sólo sea por el tiempo que han tardado en planearlo.

EMILIO. — Ahí lo tiene usted. Un desgraciado accidente. Su tía se ha enganchado el collar en la silla.

VIRTUDES. — No es la primera vez que ocurre. Hay viejecitos que se ahogan por dormir con una medalla.

EMILIO. — Conocemos por lo menos dos.

ALBERTO. — Ahora se trata de que descubras que eso es un crimen y no un accidente. Mi pregunta es esta. ¿Por qué es
imposible que la tía Mercedes se estrangulara accidentalmente?

ELISA. — Déjame ver.

EMILIO. — Vea lo que quiera. (Levanta una mano de la tía MERCEDES.) Nada por aquí. (La deja caer. La mano cae
pesadamente.) Nada por allá.

VIRTUDES. — Mire... mire. (Le levanta la otra mano.) Mire usted lo que quiera. (Suelta la mano que cae pesadamente.) Con
confianza. (A EMILIO.) Emilio... qué bien se hace la muerta esta señora.

EMILIO. — Es muy simpática.

VIRTUDES. — (Levantándole la cabeza.) ¡Doña Mercedes, que ya han pasado las burras de la leche! (La cabeza le cae
pesadamente.) Emilio... que se hace la muerta demasiado bien.

EMILIO. — Doña Mercedes... (Le da unas bofetaditas.) El coñac francés, doña Mercedes... que le ha cogido usted el gusto
y...

33
Los Palomos
ELISA. — (Mirando a la vieja con terror.) ¡Tía! (Un gemido sordo.) ¡Está muerta!

EMILIO. — No, hombre, no, qué va a estar muerta; que se lo hace...

ELISA. — Alberto, es horrible. Está muerta.

ALBERTO. — Quítele ese maldito collar, Palomos.

EMILIO. — (Mientras lo hace.) Doña Mercedes, no nos estropee usted las Pascuas, mujer.

VIRTUDES. — ¿Pero cómo has atado ese nudo, Emilio?

EMILIO. — Había que hacerlo con realismo... (Nerviosísimo.) Escuela italiana: «Ladrón de bicicletas...»

ALBERTO. — ¡Déjeme! (Corta el nudo. MERCEDES cae al suelo.) ¡Muerta! ¡Estrangulada! La ha matado usted, Palomos.

VIRTUDES. — ¡Emilio!

EMILIO. — (Retrocediendo.) ¡Caray... qué jueguecito!

Telón

34
Los Palomos

ACTO SEGUNDO
La misma decoración del acto anterior. Han pasado unos minutos.

(El cadáver de la vieja sigue en el sillón de espaldas al público. ELISA, desesperada, golpea en la horquilla del teléfono, inútilmente.
Conecta luego la radio.)

LOCUTOR. — El temporal de nieve y viento crece en intensidad. La capital se halla envuelta materialmente en un torbellino de
nieve que ha paralizado toda la vida nocturna. Son escasísimos los vehículos que circulan por la calle y hay
barrios de la periferia totalmente incomunicados. (ELISA vuelve a golpear en la horquilla del teléfono.) Los
vecinos del Gran San Blas están intentando auxiliar a un coche de bomberos que había ido a socorrerles y que se
halla bloqueado por la nieve. Es posible que en las próximas horas se acentúe la velocidad del viento.

(Música en la radio. La puerta del foro se abre y entra ALBERTO, luchando con el viento y la nieve. Cierra la
puerta.)

ELISA. — No hay modo, Alberto. El teléfono está estropeado. No da la señal de marcar.

ALBERTO. — Ya lo sé, ya lo sé. Deja eso en paz. No hay rastro de los Palomos.

ELISA. — ¿Pero me quieres decir dónde pueden haber ido? ¡Si no se puede asomar la cabeza fuera de casa, ni salir de un
automóvil!

ALBERTO. — He tardado más de diez minutos en llegar a la primera farola. No se ve nada. Ni señal de que hayan existido. Ni
un alma en toda la colonia.

ELISA. — Pero es preciso denunciar el caso a la Policía.

ALBERTO. — ¿Cómo podía yo sospecharme que los Palomos se iban a asustar de ese modo y correrían así? No me ha dado
tiempo de reaccionar.

ELISA. — No es nada agradable permanecer aquí, bloqueados, con el cadáver de la tía, hasta que amanezca. No puedo
soportarlo. Me parece que está viva. Acuérdate que ella decía que sufría ataques de catalepsia.

ALBERTO. — No. No es nada agradable. ¿Qué quieres que haga? ¿Que pare la nieve? ¿Y el viento? Eso es lo peor. Si ni se
puede andar.

(Se echa el cadáver de la vieja a la espalda.)

ELISA. — ¿Qué haces?

ALBERTO. — Retirarla del fuego. No creerás que lo mejor para un cadáver es el calor:

(La sienta de espaldas al público en otro sillón a la derecha.)

ELISA. — ¿Has pensado en el hotelito de los Dieguez?

ALBERTO. — Están pasando las Pascuas en Valencia.

ELISA. — ¿Y Lujan?

ALBERTO. — Sí. Ese sí, es posible que esté en casa. Pero hay más de ochocientos metros hasta allí. Prácticamente un
kilómetro. Y si este teléfono está estropeado, igualmente lo estará el de Lujan.

ELISA. — Casi seguro que podrías encontrar policía a dos kilómetros, cerca de la Casa de Campo.

35
Los Palomos
ALBERTO. — (Furioso.) Oye, Elisa. Prueba a andar veinte metros. Te caerás en la nieve. Y hay sitios con el suficiente espesor
para que te quedes enterrada.

ELISA. — Hay que intentarlo, Alberto. Tenemos que llamar a la Policía.

ALBERTO. — Está bien, está bien. Lo intentaré. Dame las botas con clavos.

(MERCEDES sale por la izquierda, comiendo un muslo de pollo.)

MERCEDES. — ¿Los has encontrado?

ALBERTO. — No, Serafina. Y el caso es que no han debido ir muy lejos.

MERCEDES. — No contabas con que pudieran salir corriendo, ¿eh?

ALBERTO. — ¡Cállate ya!

ELISA. — Déjalo, tía. Estamos en un aprieto. ¡Mírala, por Dios! Si parece que se va a levantar y va a ponerse a andar
detrás de nosotros.

(Sale por la izquierda. MERCEDES se escancia un vaso de coñac.)

ALBERTO. — Y si puedes no bebas más. Vas a caerte al suelo.

MERCEDES. — Me divierte mucho tu cerebro, Alberto. Ibas cometer el crimen perfecto.

ALBERTO. — Y lo es. La tía Mercedes vive con nosotros. La tía Mercedes tiene mucho dinero. La tía Mercedes nos deja por
únicos herederos. ¿Quién sabe que la tía Mercedes tiene una hermana borracha y de dudosa reputación que
hace sólo quince días que volvió a España después de veinticinco años en Filipinas?

MERCEDES. — En España nadie. Ella siempre lo ocultó. Yo era el garbanzo negro de la familia. La deshonra de la honesta
Mercedes. (Dirigiéndose al cadáver.) Hay que gastarse el dinero y si es posible en vivo. En cuanto ahorras te
matan.

ALBERTO. — Era perfecto, perfecto. Tú te fingías muerta en la silla. Yo sacaba a los Palomos a una habitación. Ponía a
Mercedes en tu lugar. Sólo que Mercedes ya llevaba una hora muerta.

MERCEDES. — Estrangulada con un hilo de nylon. Por ti. (Aplaude.) ¿Y cómo fue? Jugando. Ni siquiera a los pobres Palomos
puede ocurrirles mucho. Ellos ni se suponían el daño que iban a hacer. La realidad es que tía Mercedes sufrió un
desvanecimiento y se ahogó ella misma. (Se ríe.) Los elegiste bien. ¡Vaya pareja de idiotas!

ALBERTO. — Cállate.

MERCEDES. — Lo que no podías suponerte es que la nieve te cercara y el teléfono llevase media hora sin funcionar. Porque lo
que tú necesitas es llamar a la Policía corriendo.

ALBERTO. — Serafina, parece como si te olvidaras de un detalle muy importante. Yo podré estar sin un duro y necesitar el
dinero de esa pobre infeliz. Pero tú te ofreciste a colaborar. Eres tan asesina como yo. Vas a llevarte una buena
parte del dinero cuando lo cobremos.

MERCEDES. — ¡Claro, claro!

ALBERTO. — Es preciso que ahora estemos muy unidos.

(Sale ELISA con unas botas.)

ELISA. — Corre.

36
Los Palomos
ALBERTO. — Ponte a la ventana. Hay mil posibilidades contra una de que no pase nadie por la calle. Pero si pasara alguien
con ese nos bastaría.

MERCEDES. — ¿Por qué tanta prisa?

ELISA. — Si los Palomos huyen, se esconden, no aparecen, la cosa no estará tan clara, tía. Nadie sabe que venían aquí. La
Policía comenzará a investigar y pueden encontrar un cabo suelto. El crimen es perfecto si los Palomos se
confiesan autores de él en seguida.

ALBERTO. — ¡Los asustaste! Sí. Los asustaste con aquellos gritos.

ELISA. — Se asustaron ellos solos. Está bien, nadie tiene la culpa de que se fueran. Se han ido. Eso es todo.

(ALBERTO va hacia la puerta de la izquierda.)

ALBERTO. — Saldré por la puerta de atrás. Es preferible andar sobre la nieve que no sobre el hielo. Pero te advierto que no
voy a quedarme en mitad de la tormenta. Si no puedo seguir vuelvo en el acto, enterramos a ésta y Serafina
está haciendo de Mercedes hasta que se muera.

(Desaparece.)

ELISA. — Tía... ayúdame. Es preciso que tengamos ahora un poco de calma. ¡Aguarda! (Va hacia la ventana. La sube.) ¡Eh!
¡Eh! ¿No es un hombre aquello que va por allí?

MERCEDES. — No te esfuerces, Elisa. Con este viento no va a oírte nadie.

(ELISA baja la ventana, dejando una rendija.)

ELISA. — Voy arriba. Si cruza alguien por la calle será más fácil verle.

MERCEDES. — ¿Qué hacemos con ésta?

ELISA. — De momento, dejarla. Si no fuera porque Alberto la estranguló, juraría que está viva. Es preciso esperar a
Alberto.

(Desaparece por la izquierda. MERCEDES lo hace por la derecha. La escena sola un momento. La ventana sube
lentamente. Entra EMILIO por ella. Da la mano a VIRTUDES.)

VIRTUDES. — Esto es meterse en la boca del lobo.

EMILIO. — Esto es lo único sensato que se puede hacer. En un momento de locura hemos huido. ¿Pero somos culpables del
asesinato?

VIRTUDES. — No.

EMILIO. — ¿La quería yo matar?

VIRTUDES. — No.

EMILIO. — ¿Y no tenemos aquí a don Alberto y a su señora para defendernos?

VIRTUDES. — Mira tú que la Policía le va a hacer muy raro que en una casa decente se juegue a estrangular viejas.

EMILIO. — ¿Pero tú sabes a las cosas que se juega en las casas decentes? ¡Vamos! ¡Vamos! Todo menos huir. ¿Cómo se le
dice a un policía, salí corriendo pero no era culpable? Sin olvidar que el collar estaba lleno de huellas nuestras.
No tenemos otra solución que la verdad.

VIRTUDES. — Mírala. La han cambiado de sitio.

37
Los Palomos
EMILIO. — Supongo que no te extrañará habiendo visto lo que hace el Ayuntamiento con las estatuas.

VIRTUDES. — Hay que ver lo que estropea la muerte.

EMILIO. — Está bien, no la mires más. Está muerta y bien muerta. Yo la he matado, pero sin querer. (Sube el escalón.
Susurra.) Don Alberto... Señora...

(Un ruido en la puerta del foro. EMILIO abre. EUGENIO apoyado con ambas manos en las jambas y sonríe.)

EUGENIO. — Es curioso lo que ocurre con esta puerta. O se apoya uno en el quicio con las dos manos y llama con la rodilla o
intenta tocar, el timbre y se parte el cráneo contra el suelo. (Entra.) ¿Qué? ¿Ya la han matado?

EMILIO. — (Angustiado.) Sí.

EUGENIO. — Se lo habrán pasado en grande, ¿eh?

VIRTUDES. — No lo sabe usted bien.

EUGENIO. — ¿Y cómo... cómo ha sido? Con el collar por fin.

EMILIO. — (Pálido.) Con el collar.

EUGENIO. — Entonces yo soy el cómplice, ¿eh? (Toma el teléfono.) No vayan a olvidarse.

VIRTUDES. — El que no va a olvidarse es usted.

EUGENIO. — Y qué bien hace de muerta la condenada.

EMILIO. — Como que está muerta.

EUGENIO. — Sí. Lo parece porque... (Dejando el teléfono.) ¿Decía usted?

EMILIO. — Que está muerta.

EUGENIO. — Ah, ya! (Guiña un ojo.) Muerta. Eso. Como si fuera de verdad. (Se ríe y le da con el dedo en el vientre a EMILIO.)
¡Guasa! ¡Muy bien! ¡Muerta... eso es!

EMILIO. — Y la he matado yo.

EUGENIO. — Claro, con el collar. La ha matado usted. (Al cadáver.) ¿Lo oye...? Está usted muerta y la ha matado aquí el
señor.

(Se ríe.)

EMILIO. — Virtudes, muéstrasela en toda su espantosa realidad.

(VIRTUDES levanta la cabeza de la vieja. EUGENIO deja de reír suavemente y se pone a llorar con toda su alma.)

VIRTUDES. — Oiga, no llore.

EMILIO. — Pero, oiga...

VIRTUDES. — Pare de llorar...

EUGENIO. — ¡Qué susto, madre de mi alma, qué susto!

EMILIO. — Tranquilícese. Dale un poco de agua, Virtudes.

38
Los Palomos
EUGENIO. — Sin mezcla, por favor:

EMILIO. — ¿Pero quiere tranquilizarse?

EUGENIO. — Sí. Si me tranquilizo. Gracias por el agua, señora. Yo me voy a casita a jugar a la rana.

EMILIO. — Todo lo contrario. Usted se queda aquí.

VIRTUDES. — ¿Pero no ve que usted nos ayudó a matarla?

EMILIO. — Están sus huellas en el collar.

EUGENIO. — Ea, felices Pascuas y a ver si el año que viene matan ustedes mucha gente.

(EMILIO le detiene.)

EMILIO. — ¿Me escucha? Estábamos jugando. La vieja había bebido mucho y debió de sufrir un desvanecimiento. Se ahogó
ella sola. No tenemos la culpa de nada.

VIRTUDES. — Y ahí están los dueños de la casa que son testigos de todo.

(EMILIO y EUGENIO están de espaldas al foro, hablando ante el cadáver de la vieja. VIRTUDES está mirando al foro.)

EMILIO. — Esta casa es del director de mi oficina. Plásticos Gurge. Él es quien conoce a fondo el juego del crimen perfecto
y... (MERCEDES cruza por el foro de izquierda a derecha, sin ver a los que están en escena, pero siendo vista por
VIRTUDES.) lo ha aprendido en una novela de no sé quién... Nosotros sólo somos los invitados. En cuanto
llamemos a don Alberto... Virtudes, ¿qué demonios te pasa?

VIRTUDES. — Nada, nada.

EMILIO. — Tenemos suficiente con lo que nos ocurre para que encima pongas esa cara.

VIRTUDES. — ¿Qué cara pongo?

EMILIO. — Como cuando ves a mi madre.

VIRTUDES. — No tanto.

(Les deja y se acerca lentamente hacia, la escalera.)

EMILIO. — En cuanto le llamemos, verá cómo todo queda aclarado. Cuando nos dimos cuenta de que la vieja se había
ahorcado de verdad, salimos corriendo. ¡Cualquiera hubiera hecho lo mismo! Pero... (MERCEDES cruza de derecha
a izquierda, sin ver a nadie con un par de figuras de porcelana en las manos. VIRTUDES se balancea suavemente y
cae en un sillón sin conocimiento.) Reaccionamos y hemos vuelto porque somos tan inocentes como el día. ¿No
es eso, Virtudes? ¡Virtudes! Pero, Virtudes... ¿qué te pasa? ¡Vamos, reacciona! .

VIRTUDES. — (Aterrada.) Emilio. Este señor tiene razón. Vámonos a jugar a la rana.

EMILIO. — ¿Pero por qué diablos?

EUGENIO. — Oiga, tengamos calma. Si todo es como dice su marido, lo único que hay que hacer es llamar al dueño de la casa
y a la Policía, y listo.

EMILIO. — Claro.

VIRTUDES. — Si es que ha cruzado.

EMILIO. — ¿Quién?
39
Los Palomos
VIRTUDES. — La vieja.

EMILIO. — ¿Qué vieja?

VIRTUDES. — Esa.

(Señala al cadáver.)

EMILIO. — ¡Virtudes! Está ahí.

VIRTUDES. — Que te crees tú eso. Ha cruzado de ahí a ahí, y luego ha vuelto. Tan contenta que iba la buena mujer.

EMILIO. — Pero ¿cómo va a cruzar si está muerta en ese sillón. ¿Usted la ve?

EUGENIO. — Sí, señor.

EMILIO. — Entonces... ¿qué es lo que te propones, di, Virtudes? ¿Asustarnos más de lo que estamos?

EUGENIO. — Eso es una reverberación óptica. A mi mujer le ha ocurrido algunas veces. (De espaldas al foro.) Si se fija uno
mucho tiempo en una persona quieta, cuando aparta la vista puede verla incluso en movimiento, en cualquier
parte. El fenómeno... (MERCEDES cruza de izquierda a derecha. VIRTUDES le da un codazo a EMILIO, que la sorprende
y palidece aterrado.) Es puramente una ilusión óptica por fijación de una imagen en la retina, como si dijéramos
una reverberación fugaz. (Se vuelve a los dos.) Debe estar tranquila, señora. ¿Qué le pasa?

EMILIO. — La rana no sé, pero un tute arrastrado sí que nos debíamos jugar en cualquier parte.

EUGENIO. — ¿Por qué?

EMILIO. — (Sigiloso.) Ha pasado...

EUGENIO. — ¿Quién?

EMILIO. — La vieja.

EUGENIO. — ¿Por dónde?

EMILIO. — Por aquí.

EUGENIO. — Oiga, si está muerta y está ahí sentada es completamente imposible que cruce por ningún sitio. Y si lo que
quieren es hacerme creer...

(MERCEDES cruza de derecha a izquierda, con otras dos figuras de porcelana. No ve a nadie, pero los tres la ven
pasar en silencio. Desaparece. Los tres sonríen y corren hacia la puerta del foro como locos. La voz de ELISA.)

ELISA. — ¡Alberto! ¡Alberto! ¿Eres tú? (Desandan el camino y huyen por la derecha despavoridos. ELISA aparece.) ¡Alberto!
(Cierra la puerta de la derecha. La puerta de primer término se abre. Entra ALBERTO.) Había oído ruidos.

ALBERTO. — Es inútil, Elisa. No se puede andar.

(Se sacude la nieve.)

ELISA. — Pero...

ALBERTO. — No he podido caminar ni cien metros. Es el temporal de nieve más grande que he visto en mi vida.

ELISA. — ¿Entonces?

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Los Palomos
ALBERTO. — No queda más solución que esperar. No sé cuánto. Es estúpido andar haciendo círculos alrededor del hotelito. Si
tuviera cadenas para el coche me atrevería a llegar hasta la salida de la Casa de Campo. (Descuelga el teléfono.)
Y el maldito teléfono sin funcionar. Me pregunto cómo es posible dejar aislada una colonia de hoteles de este
modo. Figúrate que a alguien le diera un ataque de apéndice.

(Toma el cadáver sobre sus hombros.)

ELISA. — ¿Qué vas a hacer?

ALBERTO. — Echarla en una cama. Y después revisar el garaje. Yo compré hace tres años unas cadenas.

ELISA. — Se las dejaste a Gozálvez.

ALBERTO. — Pero creo recordar que me las devolvió. Si las encuentro está todo arreglado. Mándame a la tía con una
linterna.

ELISA. — Estoy arriba mirando si pasa alguien.

ALBERTO. — Me parece muy bien.

(Hace mutis por la derecha, primer término. ELISA corre para desaparecer por la izquierda. La derecha se abre y
en confuso tropel aparecen EMILIO, VIRTUDES y EUGENIO. EMILIO trata de detenerlos.)

EMILIO. — Lo que no es posible es perder los nervios de esa manera. Eso es lo que no es posible.

VIRTUDES. — ¡Vámonos!

EMILIO. — ¡No! ¡No me voy! Pero no quiero que me asusten, ¿entiendes?

EUGENIO. — Hijos, esto no está claro. Salgamos corriendo.

EMILIO. — Pero, Señor, Señor... Algo tiene que estar funcionando mal. O hay dos viejas o la muerta anda. Y no puede andar
porque está ahí.

(Señala la silla vacía.)

VIRTUDES. — ¿Lo ves? ¿Lo estás viendo? ¡Ha volado!

EUGENIO. — Háganme caso a mí... que merece la pena marcharse aunque esté cayendo lo que está cayendo.

EMILIO. — Pero si estaba ahí.

VIRTUDES. — Mira, Emilio, aquí Martínez tiene razón. Cuando pasa algo que uno no comprende, lo mejor es salir corriendo.
Acuérdate de aquel turista que me preguntó: What time is it? Y yo me puse a correr.

EMILIO. — Virtudes...

VIRTUDES. — Lo que no se entiende no se mantiene. Andando.

EMILIO. — No cabe duda de que se la han llevado ellos mismos. Los dueños de la casa. Cuando nosotros estábamos ahí
dentro muertos de miedo como idiotas, salieron y se la llevaron a una cama, que es donde están los difuntos
normalmente.

EUGENIO. — Eso puede ser.

EMILIO. — Luego ahora la tienen tumbada en un lecho... (Resulta que MERCEDES ha aparecido por la izquierda con la
linterna. No les ve. VIRTUDES sí y empieza a dar codazos a su marido.) tan tranquilamente, como es lo natural.

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Los Palomos
(Se calla. Ve a MERCEDES y palidece.)

EUGENIO. — Luego todo puede ser una reverberación óptica.

(Codazo de EMILIO y estupor de EUGENIO.)

VIRTUDES. — Si no fuera porque ya está ahí la tía.

(Y salen corriendo, repitiéndose la voz de ELISA.)

ELISA. — (Desde dentro:) ¡Alberto! ¡Alberto!

(Los tres hacen mutis por la derecha, ELISA sale y cierra la puerta de la derecha. ALBERTO aparece en la primera
derecha, con el cadáver a hombros.)

ALBERTO. — ¿Qué diablos ocurre con el dormitorio pequeño? ¿Quién lo ha cerrado con llave?

ELISA. — Lleva un mes cerrado con llave. Deja eso ahora. Se ha parado un coche al otro lado de la calle.

(ALBERTO deja el cadáver en el sillón.)

ALBERTO. — ¿Estás segura?

ELISA. — Sí. Es un taxi o una ambulancia. Lleva una luz roja. (ALBERTO inicia, su marcha hacia el foro.) Por ahí llegas antes.
Está en la calle lateral. Junto al barranco.

ALBERTO. — Sube corriendo. Hazle señas. Grita: Socorro... lo que sea. ¡Vamos! Tú por ahí, Serafina.

(Hace mutis por la puerta pequeña. MERCEDES se va por el foro. ELISA desaparece por la izquierda corriendo. Por la
derecha y de nuevo en tropel para marcharse, salen EUGENIO, VIRTUDES y EMILIO.)

EMILIO. — ¡Quietos! ¡Quietes! ¡Por la Virgen! Está más claro que el agua: está viva.

EUGENIO. — Pero...

EMILIO. — La hemos visto andar. Moverse. Luego está viva. Más viva que nosotros.

(VIRTUDES le da con el codo, señala a la muerta y dice.)

VIRTUDES. — Es que no das una, muñeco.

EUGENIO. — Eso es muy cierto. A usted le debían dar algún cargo.

EMILIO. — Tiene que estar viva. (Se acerca. La toca.) Pues no está viva.

VIRTUDES. — ¿Por qué no tomamos una decisión heroica y nos vamos a Logroño?

EMILIO. — Porque esta vieja nos la cargan a los tres. ¿Os dais cuenta?

EUGENIO. — Caballero, confiese que está muerto de terror.

EMILIO. — Sí.

EUGENIO. — ¿Por qué se hace el gallito? ¿Por qué insiste como un cuco en que nos quedemos?

VIRTUDES. — Emilio... ¿qué dice la letra de La Marsellesa?

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Los Palomos
EMILIO. — Marchemos, hijos de la patria.

VIRTUDES. — ¡Pues venga!

(De arriba sale la voz de ELISA gritando.)

ELISA. — ¡Socorro! ¡Socorro!

EUGENIO. — ¡Anda!

(Abre la puerta del foro intentando huir, pero resulta que MERCEDES está allí. Los tres la ven, lanzan un aullido,
cierran la puerta y desaparecen por la derecha. Golpes en la puerta. ALBERTO en la puerta pequeña.)

ALBERTO. — (Mientras abre la puerta del foro.) Deja de gritar. Se ha marchado. Pasa de una vez, Serafina. (MERCEDES entra
rascándose la cabeza.) O no quiso oír o no me oyó. Y sin embargo, ese coche ha llegado aquí para algo. A dejar a
alguien. Y tiene que tratarse de algo urgente porque son pocos los taxis que se aventuran hasta aquí, aunque
lleven cadenas. Te advierto que iba renqueando y no me extrañaría que se parase. Si han traído a alguien,
sabemos que hay alguien cerca. Eso ya es algo.

MERCEDES. — ¿Tú me has abierto la puerta?

ALBERTO. — Sí.

MERCEDES. — ¿Ahora?

ALBERTO. — Sí.

MERCEDES. — ¿Y antes?

ALBERTO. — No.

MERCEDES. — Pues a mí me ha abierto la puerta no sé quién y la han cerrado a una velocidad que no me han dado con ella en
las narices y me he partido la crisma en el hielo porque Dios no lo ha querido.

ALBERTO. — ¿Y quién ha sido?

MERCEDES. — Pues no sé.

ALBERTO. — ¿Qué pasa? Encima de todo lo que tengo, he de aguantar tu maldito coñac a granel ¿No es eso?

(Toma el cadáver.)

MERCEDES. — Escóndela bien.

ALBERTO. — ¿Por qué?

MERCEDES. — Haz caso a la tía Serafina y escóndela donde solo puedas encontrarla tú. Tengo un presentimiento.

ALBERTO. — Déjame en paz.

(Hace mutis por la puerta pequeña. MERCEDES se rasca la cabeza. ELISA aparece por la izquierda.)

ELISA. — ¡Se fue! ¡Tal vez nuestra última oportunidad! ¡Dios mío! ¿Por qué no has gritado tú?

MERCEDES. — Supongo que no querrías que gritara la muerta. Para todos los efectos ahora no hay vivos más que Alberto y tú
en el hotelito.

43
Los Palomos
ELISA. — (Levantando el teléfono.) Parece como si... ¿quieres escuchar?

MERCEDES. — Sí. Parece como si quisiera dar la señal.

ELISA. — A lo mejor se arregla la avería.

(VIRTUDES, EMILIO y EUGENIO han salido hacia puerta del foro. Se detienen al ver a las dos mujeres, que no les
advierten a ellos.)

MERCEDES. — Pues claro. Eso está ocurriendo todos los días y sin necesidad de nieve. El teléfono se queda mudo un rato y de
pronto empieza a funcionar.

ELISA. — Si fuera posible...

MERCEDES. — Ten calma, Elisa. ¿Quieres un coñac?

ELISA. — ¡No!

MERCEDES. — Pues estas cosas deben hacerse a base de alcohol. Te lo aseguro. (Por la puerta pequeña entra ALBERTO. Ve a los
tres observando a las dos mujeres.) ¡Alberto! ¡Alégrate! Parece que el teléfono va a funcionar. Está dando
síntomas inequívocos de ello. ¿Qué te pasa? (Una seña de ALBERTO. Las dos mujeres miran hacia atrás. Sonrisa de
los tres.) Buenas...

VIRTUDES. — Hola, buenas...

EMILIO. — Buenas...

(Las mujeres miran a ALBERTO. Este reacciona riendo.)

ALBERTO. — ¡Querido Palomos! (Avanza hacia él. EMILIO lanza un grito cuando le tiende la mano ALBERTO.) ¿Qué le ocurre?

EMILIO. — Nada, nada.

ALBERTO. — Iba solo a darle la mano. Señora...

MERCEDES. — El señor es don Eulogio...

EUGENIO. — Eugenio Martínez.

MERCEDES. — Estaba esperando dentro de su coche a que le trajeran unas cadenas y pasó aquí a telefonear. Me vio viva.
Incluso colaboró en el crimen.

ALBERTO. — ¡Ah! Estamos sorprendidos, Palomos. ¿Por qué echaron a correr de ese modo?

MERCEDES. — Eso. ¿Por qué echaron a correr?

EMILIO. — Usted dijo que estaba muerta y...

ALBERTO. — (Riendo.) ¿Has oído, Elisa? Dijimos que estaba muerta. ¡Qué risa, verdad!

ELISA. — (Riendo.) Sí. ¡Qué risa!

MERCEDES. — ¡Es para partirse!

(Los otros tres están muy serios.)

ALBERTO. — ¿Pero no se dio cuenta de que eso formaba parte del juego? Sin sorpresa final no hay juego.

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Los Palomos
MERCEDES. — Claro. Todo tiene que hacerse como si fuera de verdad. Realismo puro.

VIRTUDES. — Oiga y como decía el loro... ¿por qué no avisaron antes?

ELISA. — Mujer, se trata de no avisar. Nunca creímos que ustedes se iban a asustar de esa forma.

ALBERTO. — Exactamente.

EMILIO. — ¿Entonces no hay ningún muerto?

ELISA. — ¿Qué muerto quieren que haya?

VIRTUDES. — Usted perdone, señora. Mi marido, una servidora y aquí el aterrado hemos visto una muerta.

(Los tres culpables se miran entre sí.)

ALBERTO. — ¿Ah, sí? ¿Dónde?

VIRTUDES. — En ese sillón.

EMILIO. — No es exacto. Primero estaba allí y luego salía por esa puerta. Y no estaba ahí. Y después volvía a estar.

ALBERTO. — ¡ Qué curioso! ¿Una muerta aquí, en este sillón?

EUGENIO. — Exactamente.

ALBERTO. — ¿Y cómo era?

EMILIO. — Pues yo diría que era aquí la señora.

ALBERTO. — Pero tía Mercedes no puede ser. Mírela. Está viva.

MERCEDES. — ¿Quiere tocarme?

EMILIO. — Me parece una falta de respeto.

MERCEDES. — Es para convencerse de que estoy viva.

EMILIO. — No. Si se nota.

ALBERTO. — Querido Palomos. Siéntese. Señora, por favor. Y usted, don Herminio.

EUGENIO. — Eugenio, por favor.

ALBERTO. — Eugenio... ¿Han oído hablar de los fenómenos de sugestión colectiva? Elisa... ¿dónde estaba el libro del profesor
Brunot sobre sugestión?... Es igual. Andará por aquí. Bien. A veces cuando uno se siente presa del pánico, ve
cosas que no existen y lo que es peor, contagia a los que tienen a su alrededor, hasta el punto de que ellos ven
lo mismo que él cree ver. Es como si dijéramos una reacción en cadena, una estimulación simpática de la
psique.

VIRTUDES. — ¿Te enteras?

ALBERTO. — Usted creyó que había matado a mi tía. Y la vio muerta en ese sillón. Vino el contagio y su señora y don Eugenio
la vieron también. Pero al tiempo veían la realidad y mi tía, la de verdad, circulaba por la habitación.
¿Comprendido?

EUGENIO. — Soy inspector de Utilidades. Figúrese si me habrán contado cosas raras. Pero eso no lo había oído nunca.

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Los Palomos
MERCEDES. — Está clarísimo, hijo. Lo que usted veía en el sillón era una imagen inexistente transmitida por este que estaba
muerto de pánico.

EMILIO. — No lo sabe usted bien.

VIRTUDES. — Sí, vamos. Como los médiums en el circo. ¿Qué tengo en la mano? Una pluma. ¿Pero de qué estilo?
Estilográfica.

ELISA. — Eso es.

VIRTUDES. — No lo pienses más, Emilio. Está claro. ¿Tú no te acuerdas de mi primo Heliodoro, que estaba jugando con unos
chicos y gritaron «Tonto el último», que Heliodoro llegó el último y le entró una sugestión que se quedó así? (Se
retuerce como un tonto fisiológico y babeante.) Pues a ti te ha pasado eso.

ALBERTO. — Nunca me cansaré de elogiar a su esposa, Palomos.

MERCEDES. — Como que yo creo que para olvidar el incidente debíamos jugar ahora mismo a que me matan otra vez.

EUGENIO. — Yo, con el permiso de ustedes, me marcho al coche.

ALBERTO. — Pero, caballero...

EUGENIO. — No, no. Yo no. Que me sugestiono por cualquier cosa.

ALBERTO. — Le ruego...

EUGENIO. — Desde luego que no.

ALBERTO. — Pero si necesita algo...

EUGENIO. — Yo se lo pediré... encantado. Pero jugar con la salud, no... Ea, buenas noches. No se molesten en acompañarme.

ALBERTO. — Tenga cuidado con el hielo. Puede resbalar.

EUGENIO. — Sí. Ya lo sé. A pasarlo bien, ¿eh? Buenas noches.

(Abre la puerta. Cierra. Se siente un golpe. Abre ALBERTO. EUGENIO está en el suelo.)

ALBERTO. — ¿Se hizo daño?

EUGENIO. — Nada. Muy bien. Me encuentro muy bien. Estupendo. ¡Adiós!

(ALBERTO cierra la puerta. Pero EMILIO se ha puesto en pie.)

EMILIO. — Mi madre. Acabo de acordarme de mi madre.

ELISA. — Es natural en un hijo.

EMILIO. — Es que no se encuentra bien. La hemos dejado muy malita, ¿verdad?

VIRTUDES. — Sí. Es el arroz con leche. En cuanto le llevamos la contraria hace una fuente de arroz con leche.

ELISA. — ¿Y se la toma?

VIRTUDES. — No. Nos obliga a que la tomemos nosotros.

EMILIO. — Usted me perdonará, don Alberto.

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Los Palomos
ALBERTO. — ¿Pero se van a ir sin cenar?

EMILIO. — Es lo mismo. Estando mi madre como está. Virtudes, los abrigos.

VIRTUDES. — Sí, Emilio.

ELISA. — No van a encontrar ningún coche.

EMILIO. — Es igual. Nosotros andamos. Nos gusta. En la nieve mucho más.

VIRTUDES. — Yo soy de Candanchu.

EMILIO. — ¡Eso! Buenas noches, don Alberto. Ha sido una pena que la sugestión simpática nos estropeara la cordialidad del
ambiente, pero de todos modos hemos pasado una noche encantadora.

VIRTUDES. — Y no ha sido esta.

EMILIO. — Hasta mañana, don Alberto. Señora...

VIRTUDES. — (Saludando.) Tía...

EMILIO. — Ea, con Dios. Tranquilo, don Alberto, que no resbalamos. Bay, bay.

(Salen despavoridos, cerrando tras de sí. MERCEDES suelta una carcajada.)

MERCEDES. — ¡Tú y tus crímenes perfectos! ¡Qué risa!

(ALBERTO cae en el sofá. ELISA toma el teléfono.)

ELISA. — Y ahora funciona el teléfono.

ALBERTO. — Mala suerte.

MERCEDES. — Es que te has empeñado en que existen crímenes perfectos y eso no cabe más que en la cabeza de un tonto.

ALBERTO. — Déjame en paz, ¿quieres?

ELISA. — No se han convencido, Alberto. Nos denunciarán.

MERCEDES. — ¿Pero hay quien se convenza con la explicación que dio éste?

ALBERTO. — No nos van a denunciar. Y por mucho que lo intenten, veremos lo que puede encontrar la Policía. Elisa... rápido,
en una maleta todas las cosas de valor que haya en la casa. Todo lo que pueda venderse. Si nos damos prisa,
dentro de dos horas sale el Transocean de Barajas. Habrá que andar, pero andaremos.

MERCEDES. — ¿Y yo...?

ALBERTO. — Te vienes con nosotros.

MERCEDES. — ¿Y ella?

ALBERTO. — Ahora mismo voy a ocuparme de tu hermana.

(Sale por la puerta pequeña. ELISA se ha ido por la izquierda.)

MERCEDES. — (Con un abrigo en la mano.) Elisa... ¿de quién es este abrigo negro?

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Los Palomos
ELISA. — No sé qué abrigo.

MERCEDES. — ¿Los Palomos se llevaron los suyos?

ELISA. — Desde luego.

MERCEDES. — ¿Pero tan loco iba el pobrecito inspector de Utilidades que se olvidó el abrigo? ¡Se va a helar!

(ALBERTO sale con el cadáver sobre los hombros y una pala en la mano.)

ALBERTO. — Elisa, vamos...

ELISA. — Ya estoy.

ALBERTO. — Tía... coge el abrigo y me esperáis en el cruce con la calle principal, junto al bar. El abrigo solo, ni un traje, ni el
más pequeño bulto.

MERCEDES. — Sí.

(ELISA sale con una maleta pequeña y un abrigo puesto.)

ALBERTO. — ¿Va todo?

ELISA. — Yo creo que todo lo que valía algo. No sé. Estoy hecha un lío.

ALBERTO. — Es muy fácil. Vuelca los cajones.

ELISA. — Eso he hecho. Parece que han robado.

ALBERTO. — Ve con Serafina.

ELISA. — Prefiero quedarme contigo.

ALBERTO. — Elisa, por Dios. Si todo hubiera salido bien, a estas horas los Palomos serían culpados de homicidio por
imprudencia y nosotros tendríamos una fortuna en las manos. Salió mal. Necesito que me obedezcáis hasta el
final. ¿Comprendido?

ELISA. — Sí, Alberto. Perdóname. ¡Dios mío, entiérrala de una vez! Parece que se va a poner a andar.

MERCEDES. — ¡Vamos! Por aquí. Tengo que recoger el abrigo.

(Salen MERCEDES y ELISA. ALBERTO deja el cadáver en el sillón de espaldas al público. Toma la pala. Abre la puerta
del foro. Sale. Vuelve a entrar, como rectificando sus decisiones. Abre la ventana y por ella salta al jardín. Tras
una pausa, en la puerta, los Palomos.)

EMILIO. — ¿Qué te decía yo? ¡Sugestión colectiva!

VIRTUDES. — ¡Ahí está, Emilio! Lo que viaja esta anciana.

EMILIO. — Y siempre la cambian de sitio. (EMILIO y VIRTUDES en la ventana.) ¡Allí va la otra! Está más claro que el agua. Son
dos hermanas. Una asesinada por ellos. La otra viva. Y, nos querían cargar el crimen a nosotros.

VIRTUDES. — Mira... está cavando debajo del cobertizo.

EMILIO. — Claro. Como hemos visto a la viva, hay que desembarazarse de la muerta. ¿Es que tú y yo tenemos cara de
tontos?

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Los Palomos
VIRTUDES. — Por lo visto.

EMILIO. — ¡Caramba! ¡A esto se le llama suerte! El teléfono funciona.

VIRTUDES. — ¿Qué vas a hacer?

EMILIO. — Solo sé una cosa, Virtudes. ¡Que Dios no te condene a verte mezclada en un crimen! Antes de que lo quieras
pensar, ya estás trincado y metido en el lío y declarando, y a lo peor te salen dos años por cómplice. Voy a
llamar a la Policía.

VIRTUDES. — Mejor es marcharse.

EMILIO. — Mejor es la Policía.

(Marca tres números.)

VIRTUDES. — Explica las cosas bien, con detalle.

EMILIO. — Descuida. Estate al tanto. (Al teléfono.) ¿El 091? ¿Cómo están ustedes? ¡Felices Pascuas! No, no, claro. Perdone.
Se ha cometido un asesinato. Sí, señor, sí. Verá: en la calle esta... disculpe, que se lo voy a preguntar a mi mujer.
(A VIRTUDES.) ¿Cómo se llama esta calle?

VIRTUDES. — Transversal del Cerro.

EMILIO. — Oiga. Transversal del Cerro. Un hotelito. En la colonia de Somosmontes. Los hotelitos están muy distanciados.
No hay más que uno en esa calle. Sí. La muerta es...

VIRTUDES. — ¡Queo! ¡Queo!

(EMILIO deja el teléfono. Se oculta detrás de un sillón. VIRTUDES detrás del sofá. Por la ventana entra ALBERTO.
Cruza la escena y desaparece por la puerta pequeña. EMILIO toma el teléfono y sigue hablando. VIRTUDES vigila
junto a la puerta.)

EMILIO. — La muerta es una vieja, pariente del dueño de la casa. La han estrangulado. Y me echaban la culpa a mí porque
yo, jugando, estrangulé a la otra vieja. Sí. Es que hay dos viejas. Oiga, en el Tenorio hay dos viejos... ¿por qué no
puede haber aquí dos viejas? Sí. Jugando. Con mi mujer y un señor. Sí. Los Santos Inocentes. ¿Y qué? Oiga, que
le juro que sí. ¿Discutir con el dueño de la casa? ¡Ah, sí! He discutido muy violentamente. ¿Cómo me pueden
elegir a mí para semejante cosa? Claro que le digo mi nombre. Mi nombre es...

VIRTUDES. — ¡Queo! ¡Queo!

(EMILIO deja el teléfono y se vuelve a ocultar tras el sillón. VIRTUDES se oculta también. Cruza ALBERTO hacia la
ventana con un pico. Desaparece. EMILIO toma el teléfono.)

EMILIO. — Mi nombre es Emilio Palomos. ¿Que si me gusta el suspense? No, señor. Es que está cruzando con un pico. No,
no es ningún pájaro. Es el asesino conun pico de picar. Sí. Emilio Palomos. ¡Y dale con los Santos Inocentes! Me
llamo así. ¿Pues para venir aquí...? Virtudes, tú te orientas mejor.

(VIRTUDES coge el teléfono. EMILIO va hacia la ventana. )

VIRTUDES. — Sí. Soy la mujer del que hablaba. Verán... ¿Ustedes tienen coche? Pues cogen ustedes como si fueran a
Torrelodones. Eso, todo seguido. Pero en la carretera de La Coruña... ¿Ustedes saben dónde hay un árbol en
forma de señora con el pato cardado? ¿Qué siempre hay un perro canelo, rascándose? Bueno, ahora no sé si
estará. Ustedes guíense por el árbol. Pues todo para abajo, todo para abajo, hasta donde hay un letrero que
dice: «No pasar. Peligro de muerte». Ustedes pasan. Allí verán a la izquierda una granja avícola. Eso. Yo creo que
el cartel lo han puesto para que no les roben las gallinas. Se van por detrás de la granja hasta llegar a una
plazoleta donde están todos los novios de Madrid en los Seat 600. No les molesten, que para torear y para
casarse, hay que arrimarse. Cogen el sendero del centro. No paren hasta llegar a un lago. Al llegar paren, que si
no se caen dentro del agua. ¡Y ahora... atención! Cuando lleguen al lago...

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Los Palomos
EMILIO. — ¡Queo! ¡Queo!

(VIRTUDES deja el teléfono y se esconde tras el sillón. EMILIO se oculta. Por la ventana entra ALBERTO. Se va por la
puerta pequeña.)

VIRTUDES. — Cuando lleguen al lago, cogen un camino a la izquierda. Empiezan a subir, venga a subir, suben. Se encuentran
con una valla y ya están en la colonia. ¿Verdad que contado así parece un safari? Sí. También pueden tirar por la
Cuesta de San Vicente, pero tiene menos interés. Sí. ¿Que esperemos fuera? ¡Si el asesino se entera de que los
hemos llamado intentará acabar con nosotros!... Ustedes vienen en cinco minutos. Pues...

EMILIO. — ¡Queo! ¡Queo!

(VIRTUDES y EMILIO se ocultan. ALBERTO sale con un farol de petróleo en la mano. Ve el teléfono descolgado. Se
acerca. Lo cuelga. Y descubre a EMILIO y a VIRTUDES ocultos. Aparta el sillón. Los dos están en cuclillas sonriendo
temerosos.)

VIRTUDES. — Qué tiempecito, ¿eh, don Alberto?

EMILIO. — Nosotros nos hemos acurrucado aquí tan ricamente.

ALBERTO. — ¡Levántese! (Coge a EMILIO de las solapas.) ¡Lo han oído todo! ¿No es eso? ¿A quién llamaban?

EMILIO. — A mi madre.

ALBERTO. — Bueno, Palomos. Usted lo ha querido. Sí. Ahí la tiene. Ahí está. Y ustedes eran sólo una formidable coartada
para nosotros. ¿Qué más?

EMILIO. — Nada más. ¡Por Dios, don Alberto, no se moleste en darnos explicaciones!

VIRTUDES. — Y no nos acompañe. Conocemos el camino.

ALBERTO. — (Que ha tomado el atizador de la chimenea.) Espere, Palomos. De aquí no va a salir vivo.

EMILIO. — Don Alberto, por la Virgen.

VIRTUDES. — Estese quieto.

EMILIO. — Don Alberto, que soy muy poquita cosa...

VIRTUDES. — ¡Corre! (EMILIO abre la puerta del foro. ALBERTO sale tras él. Cierra. Un forcejeo. Un golpe enorme. VIRTUDES lanza
un grito.) ¡Emilio! ¡Emilio de mi vida! Si te lo dije. Si nosotros no podemos hacer vida de sociedad. Si nosotros
hemos nacido para ir a los cines de sesión continua. (Suena el timbre de la puerta.) ¡A tu padre! ¡Vas a matar a
tu padre! Yo me encierro aquí hasta que venga la Policía. (Cierra la ventana.) Aquí. A velar el cadáver, ea. (El
timbre ensaya el media copita de ojén.) Nada. No abro. Ya me he acostumbrado a ella y me hace compañía.

(La voz de EMILIO, fuera.)

EMILIO. — ¡Virtudes, por lo más santo, abre!

VIRTUDES. — ¡Emilio!... ¡Vida mía! (Abre la puerta del foro. EMILIO sostiene a duras penas el cuerpo inanimado de ALBERTO.)
¡Emilio! ¿Tú? ¡Mi héroe!

EMILIO. — ¡Mi porras! Se ha roto la cabeza, Virtudes. Se la ha roto. Intentó perseguirme y debía llevar clavos, en los
zapatos, porque ha dado una vuelta de campana. ¡Ayúdame! ¡Vamos a ponerle allí!

(Lo sientan en el otro sillón.)

VIRTUDES. — Aún vive.

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Los Palomos
EMILIO. — Hay que llamar a un médico.

(ALBERTO le observa con mirada vidriosa.)

ALBERTO. — Si llamó... usted... a la Policía... de esto no hay quien lo salve. Condena a muerte por asesinato...

(Dobla la cabeza.)

EMILIO. — ¿A mí? Usted resbaló. Yo no hice sino correr. Usted debía llevar unas botas con clavos. ¿Eh, qué dije? La Policía
no me puede echar la culpa. Demostraré que...

VIRTUDES. — No te molestes que ha descolgado el aparato.

EMILIO. — ¿Qué?

VIRTUDES. — Que se ha muerto.

EMILIO. — Pero si no es posible, si... ¡muerto! (Se rasca la cabeza.) Condena por asesinato...

(Intenta huir.)

VIRTUDES. — ¿Dónde vas, Emilio?

EMILIO. — A Guadalajara con mi tío.

VIRTUDES. — ¿Pero no ves que has dado tu nombre a la Policía?

EMILIO. — Sí, es cierto.

VIRTUDES. — ¡Que no sé para qué lo has dicho!

EMILIO. — Pensé que era lo lógico después de haberme tomado de víctima para su plan.

VIRTUDES. — No sólo nos echan encima a la vieja, sino a ese.

EMILIO. — Sí. ¡Dios mío!

(Se deja caer en el sofá. La puerta del foro se abre y entra EUGENIO.)

EUGENIO. — Ustedes perdonen. Mi abrigo...

EMILIO. — Don Eugenio... pase usted.

EUGENIO. — No, gracias. Si me dan el abrigo...

(EMILIO cierra la puerta a sus espaldas.)

EMILIO. — ¿Usted se acuerda de lo de la sugestión colectiva?

EUGENIO. — Sí, señor.

EMILIO. — ¿Se acuerda del contagio?

EUGENIO. — Me acuerdo.

EMILIO. — (Señalándole a la vieja.) Pues mire.

51
Los Palomos
EUGENIO. — Ya. ¿Me dan mi abrigo, por favor?

VIRTUDES. — Si es que no termina ahí la cosa. Tenemos la parejita.

EUGENIO. — ¿Cómo la parejita?

VIRTUDES. — Mire.

(Y le señala a ALBERTO. EUGENIO se sienta y se vuelve a echar a llorar.)

EMILIO. — Oiga, no llore...

VIRTUDES. — Pero qué perras coge usted, señor mío.

EMILIO. — Salió corriendo detrás de mí, resbaló en el hielo y se partió la cabeza. Y lo malo es que he llamado a la Policía.

(EUGENIO arrecia en su llanto, coge el abrigo y comienza a ponérselo.)

VIRTUDES. — ¡Espérese!

EMILIO. — ¡Aguarde!

EUGENIO. — ¿Pero qué he hecho yo? ¿Es que por obligar a que se pague el Impuesto de Utilidades me tienen que castigar
así? Señor... ¿por qué no me habrá cogido la nevada en la calle de Ministriles?

EMILIO. — Cuando venga la Policía le encontrarán en su auto. Usted tiene que decir que ha entrado aquí y que cooperó en
el asesinato de la vieja. Está tan liado como nosotros mismos.

EUGENIO. — Digamos la verdad.

EMILIO. — Pero es que la verdad, si no la apoyan los dueños de la casa, es increíble. Por lo pronto y hasta que se vea la
causa, usted se tira dos años en Carabanchel.

EUGENIO. — Ella está viva.

VIRTUDES. — Ha huido con la otra vieja.

EUGENIO. — ¿Qué hacemos?

EMILIO. — Sólo existe un camino. Esconder los cadáveres y salir corriendo.

VIRTUDES. — Pero...

EMILIO. — En casa y sin que encuentren los muertos soy capaz de dar mil explicaciones. Incluso la verdad. ¡Obedéceme,
Virtudes! ¡Vamos! Usted me ayuda a hacerlos desaparecer. Virtudes, quita las huellas.

VIRTUDES. — ¿Cómo se quita una huella?

EMILIO. — Frota con un paño, todo lo que hayamos tocado. Vamos, don Eugenio. Primero el más pesado. Hay que sacarlo
de la casa y echarlo en el barranco que hay detrás. Por ahí.

(Toman el cuerpo de ALBERTO y salen por la puerta pequeña. VIRTUDES coge un pañuelo y frota el teléfono.
Después los vasos. Y de pronto rompe a cantar.)

VIRTUDES. — Trabajo alegremente sin miedo a la fatiga, porque inmediatamente reposaré en un flex. Flex, flex, flex. De lo
bueno lo mejor. (Ahora se lanza sobre el reloj de la chimenea.) Reloj, no cuentes las horas...

52
Los Palomos
(Y en ese momento, suena el timbre de la puerta. VIRTUDES abre. Un señor en el umbral.)

CASTRO. — La Policía, señora.

(VIRTUDES le da con la puerta en las narices. Corre a la puerta pequeña.)

VIRTUDES. — ¡Emilio, don Eugenio! ¡La poli! ¡Que está ahí la poli! (Como no le contestan y el timbre vuelve a sonar, VIRTUDES se
lanza sobre el cadáver de doña MERCEDES.) ¡Voy! ¡Voy!

(Mira a todas partes buscando un sitio donde esconder el cadáver. Por fin toma a doña MERCEDES y la pone en el
sofá, quitando previamente los grandes cojines que sirven de asiento. Pone los cojines encima. Doña MERCEDES
queda oculta y el asiento del sofá un poco alto. Al fin abre la puerta. CASTRO, el policía, la mira con curiosidad y
paciencia.)

Disculpe. Es que me estaba poniendo la bata y las zapatillas.

CASTRO. — No lleva usted bata ni zapatillas.

VIRTUDES. — Por eso. Estaba poniéndomelas. Lo he pensado mejor y me las he quitado.

CASTRO. — Ya. ¿Puedo pasar o me va usted a cerrar la puerta?

VIRTUDES. — ¡No, no, pase usted! Siéntese. Aquí, por favor. (Le ofrece un sillón. Se lo limpia con el pañuelo.)

CASTRO. — Cuando usted llamó daba la casualidad que estábamos en el paseo de Extremadura. Ha sido posible venir con
relativa rapidez. Solemos acudir en cinco o diez minutos. ¿Dónde está?

VIRTUDES. — ¿El Rey Faruk? Creo que en Roma, dándose la vida padre... y desde luego...

CASTRO. — El asesino.

VIRTUDES. — ¿Qué asesino?

CASTRO. — ¿No se ha cometido aquí un asesinato y el criminal cruzó con un pico?

VIRTUDES. — Aquí, que yo sepa, con un pico no hay más que un obrero que lleva dos años arreglando esa calle conforme al
Plan de Desarrollo.

CASTRO. — ¿Usted no me llamó por teléfono?

VIRTUDES. — Yo, no.

CASTRO. — ¿Pero usted quién es?

VIRTUDES. — La criada.

CASTRO. — ¿Con ese traje?

VIRTUDES. — Si lo llevara peor sería la señora.

CASTRO. — ¿Quién vive aquí?

VIRTUDES. — No sé.

CASTRO. — Pero ¿cómo no va a saber usted quien vive si es la criada?

VIRTUDES. — Es que soy muy poco cotilla.

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Los Palomos
CASTRO. — A usted la pagará alguien.

VIRTUDES. — Un señor.

CASTRO. — ¿Que es el dueño?

VIRTUDES. — Sí.

CASTRO. — ¿Cómo se llama?

VIRTUDES. — Pichichi.

CASTRO. — Oiga...

VIRTUDES. — Todo el mundo le llama Pichichi. Cuando llaman por teléfono, dicen: «¿Está Pichichi?» No. «Digale a Pichichi que
lo espero.» Yo limpio la casa, me dan el dinero y me voy a mi casa.

CASTRO. — ¿Dónde vive usted?

VIRTUDES. — En Ávila.

CASTRO. — ¿Y viene todos los días desde Ávila para limpiar esta casa?

VIRTUDES. — Sí. Ávila es tan monótona.

CASTRO. — No le importará que registremos esto un poco, ¿verdad?

VIRTUDES. — Pues...

CASTRO. — Claro que no. (Abre la puerta del foro.) Venancio.... Luis, ¿quieres echarle una ojeada al jardín? (Aparece un
hombre que a una seña de CASTRO entra por la derecha. CASTRO mira el teléfono.) Y el caso es que hablaron desde
este número. Está comprobado. (Consulta un block.) Hace un cuarto de hora desde aquí llamaron para
denunciar un asesinato. Un hombre y una mujer. Oye, muchacha. Voy a decirte lo que hacemos con los
encubridores. Se les ponen unas esposas y se les lleva a la cárcel. Dime todo lo que sepas... y pronto.

VIRTUDES. — Que no sé nada.

CASTRO. — Antes de que me canse. Vamos... guapa.

VIRTUDES. — Yo digo que si será por los cerdos.

CASTRO. — ¿Qué cerdos?

VIRTUDES. — El dueño de la casa comercia en cerdos. Mete mil cerdos en un vagón y los manda a Palencia. Ya sabe usted que
en España con los cerdos hay mucha competencia. Pues le visitaba un chino, que era amigo de un señor de
Vitoria, que también tenía cerdos. Conque un día lo amenazaron.

CASTRO. — ¿Al de Vitoria?

VIRTUDES. — Al chino. Parece ser que dijo: «Mil celdos a tles mil peletas. Son tleinta mil peletas.» Y creyeron que se estaba
pitorreando. Y como ella tenía muy mal perder...

CASTRO. — ¿Quién?

VIRTUDES. — La mujer.

CASTRO. — ¿Del chino?

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Los Palomos
VIRTUDES. — Del de Vitoria. Total que entre todos se pusieron a pegarle al inglés.

CASTRO. — ¿Un inglés?

VIRTUDES. — Que era primo hermano de un cuñado de la novia del chino. ¿Engrana usted o no engrana? El inglés se puso
tieso. Y se lio a patadas con los cerdos en la estación.

CASTRO. — ¿En la estación de Atocha?

VIRTUDES. — En la estación de Oviedo, porque estaban todos allí, que coge más cerca de Palencia. Y entonces fue cuando
apareció el hombre del pico, que le decían así no porque llevara un pico, sino porque tenía un pico en el
pañuelo. ¿Engrana usted o no engrana? Conque se armó el gori, y que si qué te has creído, y que esto es mío... y
que si patatín, patatán... los cerdos que se espantan, salen por Oviedo, se meten en el campo de futbol, y
aprovechándose del jaleo, el Madrid que marca un gol. No quiera usted saber la que se armó.

CASTRO. — ¡Ya! (Se seca el sudor.) ¿Tú de dónde eres?

VIRTUDES. — ¡Ay qué risa! De Candanchu. Pero vine antes de nacer. Bueno, es decir, de muy pequeñita.

CASTRO. — Pareces de Coria.

(VENANCIO por la derecha.)

VENANCIO. — Una vitrina rota y unos vestidos... ¿Ha dicho algo?

CASTRO. — ¿Que si ha dicho? Si es Pemán hablando. Aguárdate ahí. Estoy mareado.

VENANCIO. — Sí, Castro. Como mandes.

(CASTRO desaparece por la izquierda. VENANCIO se sitúa en el umbral de la izquierda, casi fuera del escenario.
Entran por la puerta pequeña EMILIO y EUGENIO.)

EMILIO. — ¡Le dije al barranco!

EUGENIO. — Oiga, estaba demasiado nervioso.

EMILIO. — Tan nervioso como para tirarlo encima de un taxi que había parado.

EUGENIO. — ¿Qué quería que hiciese?

EMILIO. — Que lo tirara a la derecha, al barranco.

EUGENIO. — Me estaban temblando las piernas.

EMILIO. — Se trata seguramente del único taxi que ha venido por aquí y estaba parado. Una avería, tal vez. ¡Dios santo!
¡Cómo ha salido el taxista!

EUGENIO. — ¡No nos ha visto!

EMILIO. — ¿Qué no? ¿Y se ha puesto a correr detrás de nosotros?

EUGENIO. — Pero nos ha perdido la pista.

EMILIO. — Está bien. Vamos a desprendernos de la vieja. (Acuden al sillón. No está. Mecánicamente acuden al otro sillón.
Se rascan la cabeza. VIRTUDES les mira en silencio.) Virtudes, qué... (VIRTUDES le pide silencio.) ¿Por qué? (VIRTUDES
insiste. EMILIO habla en voz baja.) ¿Qué ha sido de la vieja? (Ademán de VIRTUDES como de volar.) ¿Se ha puesto a
andar? (No de VIRTUDES.) Yo me voy a morir. Esta maldita noche me muero. Pero es que no es posible controlar a
esa vieja de una vez.

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Los Palomos
EUGENIO. — ¿La ha escondido usted? (Asiente VIRTUDES.) ¿Por qué?

(VIRTUDES hace como si se levantara la solapa de una chaqueta.)

EMILIO. — ¿Qué dices?

(CASTRO en la izquierda. Una seña a VENANCIO para que se vaya a la izquierda. VIRTUDES se abraza a su marido y
grita.)

VIRTUDES. — ¡Señorito! ¡Qué alegría volver a verle! Señorito, vaya con el señorito... Siéntese el señorito ahí, y no se levante el
señorito. Y el amigo del señorito que se siente y que tampoco se levante. (A CASTRO.) El señorito.

CASTRO. — Gracias. ¿Dónde estaba usted?

EMILIO. — Tirando un muerto... digo un cubo de basura... como ahora no vienen Ios traperos...

CASTRO. — ¿Es su criada?

EMILIO. — Pues...

CASTRO. — ¿Sí o no?

EMILIO. — Como si lo fuera.

(Se aprieta contra el cojín que encuentra incómodo, intenta arrellenarlo. Lo único que consigue es que salga una
mano de la muerta entre EUGENIO y él. Se sienta.)

CASTRO. — ¿Usted es amigo suyo?

EUGENIO. — Sí. Compañero de fatigas.

CASTRO. — Voy a explicarles algo. Hace veinte minutos se recibió una llamada desde este teléfono. (EMILIO ve la mano y
creyendo que es de EUGENIO, la estrecha para felicitarle por su sinceridad.) Nos dijeron que se había cometido un
asesinato, hablaron de una vieja: De dos viejas. (EMILIO observa las dos manos de EUGENIO y cae la atención en la
mano que sobra. Palidece. Da con el codo a EUGENIO.) Después se puso al aparato una mujer y nos hizo la
descripción del peregrinaje a Lourdes. Parecían estar muy excitados. Mencionaron a un asesino que llevaba un
pico. (EUGENIO ve la mano. Los dos saltan sobre los cojines. Parecen comprender. EUGENIO levanta un pico del cojín
y se pone a llorar.) Además... ¿qué le ocurre?

EMILIO. — ¡Pobrecito! Estas cosas de asesinos le afectan mucho. No llores, Eugenio, que el señor no lo ha dicho con mala
intención. Además, en cuanto se acuerda de su mujer llora.

CASTRO. — ¿Porque se murió?

EMILIO. — No. Porque vive.

CASTRO. — Deje de llorar, oiga.

EMILIO. — En seguida se le pasa. En cuanto comprenda que es peligroso llorar... ¿verdad?

(EUGENIO asiente secándose las lágrimas con un pañuelo.)

CASTRO. — Bueno, amigo mío. Vamos directos al asunto. ¿Qué pasa con los cerdos?

EMILIO. — (Estupefacto.) Ya. ¿Qué cerdos?

CASTRO. — Los que manda a Palencia.

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Los Palomos
EMILIO. — Mire, eso es gracioso.

CASTRO. — ¿Y el chino?

EMILIO. — ¿Chang-Kai-Chek?

CASTRO. — El de las tleinta mil peletas.

EMILIO. — Ya.

CASTRO. — ¿Va a negarme que entre usted, el chino y el señor de Vitoria insultaron al inglés?

EMILIO. — ¿Y es así como capturaron al Monchito?

CASTRO. — ¿Qué pasó, de verdad, en Oviedo?

EMILIO. — ¡Qué noche, madre mía, qué noche!

CASTRO. — ¿Por qué no me contesta?

EMILIO. — Porque no sé de qué me está hablando.

CASTRO. — Su criada me dijo...

EMILIO. — Pero, amigo mío, es mucho más fácil. La señora estuvo gastándole otra broma. Porque no es mi criada, sino mi
esposa. Y, en efecto, llamamos a la Policía. ¿Para qué? Para gastar una inocentada. Dijimos... ¿a qué jugamos? A
gastar inocentadas. Yo saqué la prenda. Y este amigo dijo: «¿A que no te atreves a gastarle una inocentada a la
Policía?» A que sí. A que no... Y zas...

(CASTRO le mira fijamente.)

CASTRO. — Ya. ¡Venancio!

(VENANCIO por la izquierda.)

VENANCIO. — Sí, Castro.

CASTRO. — ¿Por qué dirás que nos han llamado?

VENANCIO. — No sé.

CASTRO. — Ande. Dígaselo.

EMILIO. — (Sin gas.) Este amigo dijo... ¿a que no te atreves a gastarle una inocentada a la Policía? A que sí. A que no. Y zas.

(VENANCIO y CASTRO se miran. Un silencio.)

CASTRO. — ¿Quieren coger unas mantas y acompañarnos?

EMILIO. — ¿A dónde?

CASTRO. — A Pasapoga... ¡Vamos!

EMILIO. — Un poco de calma, por Dios. (Se levanta.) Usted nos disculpa. Habíamos bebido demasiado. Yo quiero hacer un
donativo para los huérfanos de la Policía. Soy íntimo amigo del señor Carmena, el comisario... En fin, ustedes se
van y aquí no ha pasado nada. (Abre la puerta. En ella hay un taxista gorra y sahariana. Lleva una manivela en la
mano. EMILIO cierra la puerta en las narices del taxista.) Aquí no ha pasado nada y estaremos más cómodos en el

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Los Palomos
comedor. Por favor, ¿quieren pasar? (El timbre de la puerta. EMILIO abre y dice.) No, gracias. No queremos
queso. (Y vuelve a cerrar.) En el comedor hay una magnífica estufa a gas butano... (Desesperado.) ¡que a ver si
explota y nos lleva a todos por delante!

(EUGENIO se ha levantado. El timbre suena otra vez.)

CASTRO. — No toque esa puerta.

(Una seña a VENANCIO. Abre la puerta. Entra el taxista hecho una fiera.)

DAMIÁN. — A ver si miramos donde tiramos las cosas. Sí, usted. Y usted. Los dos, que los he visto correr. ¡Madre de mi alma,
qué susto! ¡Pero si tenía empapao el carburador y me ha arrancado el coche a la primera, que si no lo paro ya
estoy en Moratalaz!

CASTRO. — ¿Qué le han tirado estos señores?

DAMIÁN. — Encima del coche.

CASTRO. — ¿Pero qué?

DAMIÁN. — Un muerto. Y estos se vienen conmigo, porque yo me conozco a la Policía, que se va a pensar que lo he
atropellado yo. ¡Buenos son los policías!

VIRTUDES. — No, hombre.

DAMIÁN. — Sí, señora, que son muy torpes y muy vagos y tienen muy mala uva... (CASTRO le enseña la placa. DAMIÁN, con los
ojos fuera de las órbitas, continúa.) los rusos... eso es... que no hay quien los aguante. Que ya es mucho ruso y...
¡viva España, ea!

CASTRO. — ¿Quiere sentarse? (Lo empuja hacia el sofá.) ¿Estos dos señores arrojaron sobre su taxi el cadáver de un
hombre?

DAMIÁN. — Sí.

CASTRO. — ¿Eran ellos con seguridad?

EMILIO. — Nosotros no hemos hecho nada, amigo mío. Está delirando.

CASTRO. — Cállese. ¿Dónde está el cadáver?

DAMIÁN. — Ahí fuera. En el taxi.

(Una seña a VENANCIO, que sale por el foro.)

VIRTUDES. — ¿Pero usted cree que en medio de este temporal de nieve se puede ver a alguien?

DAMIÁN. — Yo los vi. Y los he seguido hasta aquí.

CASTRO. — Conque un cubo de basura. Fue un cubo de basura, ¿eh?

EMILIO. — ¿Y nosotros qué sabíamos lo que había dentro del cubo de basura?

EUGENIO. — Si ni siquiera levantamos la tapa.

(Ha aparecido un pie de doña MERCEDES entre los almohadones, ante los aterrados ojos del taxista. EMILIO lo ve y
corre, esconde el pie y se sienta.)

VIRTUDES. — Aquí con la basura no se tiene cuidado.


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Los Palomos
DAMIÁN. — (Palpando el sofá.) Oiga...

EMILIO. — (Sin dejarle hablar.) Y bien. Era un muerto. Ignorábamos que fuese un muerto. (Le da en las manos.) Las manos
quietas. Es cierto que tropezamos en algo, no sé a punto fijo con qué, pero yo sentí el golpe de una cosa en el
pie, porque tengo los pies muy sensibles. Las manos quietas. Lo que es muy cierto es que nosotros dos
llevábamos un cubo de basura y sólo un cubo de basura. (DAMIÁN tiene un zapato de la muerta en la mano.)
Hombre, mi zapato... creí que no lo iba a encontrar. (Trata de ponérselo mientras habla nerviosamente.) Se trata
de una broma, una broma de Inocentes. Ya se lo hemos dicho y...

CASTRO. — ¿Quiere levantarse?

EMILIO. — Amigo mío...

CASTRO. — ¡Levántese!

(EMILIO se levanta lentamente.)

VIRTUDES. — (A EUGENIO.) ¿Qué? ¿Lloramos juntos?

EUGENIO. — No me quedan lágrimas.

(CASTRO levanta el cojín. Lo vuelve a bajar. Se vuelve a EMILIO.)

CASTRO. — ¿Con qué?

EMILIO. — Yo con máquina eléctrica siempre.

CASTRO. — ¿Con qué la mató?

EMILIO. — ¡No la he matado! No he matado a nadie.

(VENANCIO en la puerta del foro.)

VENANCIO. — Un hombre como de cuarenta años y con un buen golpe en la nuca.

LUIS. — (Apareciendo por la ventana.) Han cavado un hoyo debajo del cobertizo. Y pensaban seguir.

CASTRO. — Una casita para siempre, ¿no?

LUIS. — De eso tiene aspecto.

(Se retira.)

CASTRO. — ¡Vamos!

VIRTUDES. — Aguarde. No es culpable. Todo empezó por un sifón.

CASTRO. — Que estaba en Palencia. Y el sifón estalló y mató a un cerdo. Y la piara se fue a Betanzos a bañarse en la ría.

VIRTUDES. — Los dueños de esta casa habían matado a esa mujer. Pero tenían otra parecida. Nos hicieron jugar a los
crímenes y la parecida fingió que la habíamos estrangulado. ¿Comprende? Se quita la parecida, se pone la
original. Y los Palomos a la trena.

CASTRO. — ¿Quiénes son los Palomos?

VIRTUDES. — Este y yo.

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Los Palomos
CASTRO. — ¿Y éste?

VIRTUDES. — Este no es Palomo, pero como si lo fuera. Se le estropeó el coche ahí enfrente, entró y se vio metido en el lío.

CASTRO. — ¿Y el que tiraron encima del taxi?

DAMIÁN. — Eso.

EMILIO. — Es el dueño de la casa. El asesino. Y el jefe de mi oficina. Resbaló en el hielo y se partió la cabeza contra la
puerta.

CASTRO. — ¿Usted está oyendo?

DAMIÁN. — Si viera usted lo que tenemos que decir nosotros a los de Tráfico cuando nos cogen sin la gorra.

VIRTUDES. — ¡Es así!

CASTRO. — Basta, señora. Andando. Usted delante.

(Sale DAMIÁN por el foro.)

EUGENIO. — Y encima tener que oír eso de paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.

(Suena el teléfono. EMILIO lo coge precipitadamente.)

EMILIO. — Sí. ¿Eh? ¿Alberto? Yo soy. Me he acatarrado Tengo la voz tomada. (CASTRO le quiere quitar el teléfono. Él le
suplica que aguarde.) ¿Tenéis un taxi? ¿Un turismo? Es igual. ¿Puede llegar hasta aquí? ¡Tiene cadenas! ¿En
cinco minutos? ¡Venid por mí! (Tose.) Lo ves... que me he acatarrado. (Cuelga.) La mujer del asesino y su tía, la
otra vieja, la parecida. Vienen hacia aquí. ¡Las podrá usted cazar!

CASTRO. — Oiga...

EMILIO. — Es nuestra última ocasión.

VIRTUDES. — ¡Concédanosla!

CASTRO. — Pero no sea estúpido, hombre de Dios. Aunque todo sea como usted dice y los asesinos sean ellas, en cuanto
entren y se percaten de la situación, negarán todo. Y no las cogeremos en nada. ¡Vamos, vamos! Dejaremos un
hombre aquí y ya las llevarán a declarar cuando vengan.

EMILIO. — (Sentándose.) Yo me meto debajo del cojín con la vieja y a mí no me sacan hasta que no vengan esas dos.

CASTRO. — Usted empieza a andar ahora mismo.

EUGENIO. — ¿Yo...?

CASTRO. — ¿Qué?

EUGENIO. — Que si podía llamar a mi mujer para decirle que no voy a ir a cenar en seis años y un día.

CASTRO. — Llame, hombre.

VIRTUDES. — ¡Espere! Emilio, tengo un plan.

EMILIO. — Tú, con tu denuncia...

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Los Palomos
VIRTUDES. — Imbécil, un plan estratégico. (A CASTRO.) Usted tiene razón. Es muy posible que si entran, se percaten de todo y
no hablan. ¿Pero y si las hacemos, hablar? O algo mejor... ¿y si hablan ellas... sin que les digamos nada?

EMILIO. — Virtudes... ¿qué jaleo te traes?

VIRTUDES. — Emilio... ¿por qué has escondido a la vieja?

EMILIO. — Por miedo.

VIRTUDES. — Inspector de Utilidades... ¿por qué tiró el cadáver sobre el taxi?

EUGENIO. — Por miedo.

VIRTUDES. — Aquí todos tenemos miedo. Y seremos tontos si no aprovechamos el miedo de ellos. (A CASTRO, con las manos
juntas.) Cinco minutos. ¡Cinco minutos, por la Virgen, policía de mi alma! Hasta que lleguen.

CASTRO. — No sé si me hace usted gracia, o es que estoy cansado, o qué demonios me pasa, pero se los concedo.

VIRTUDES. — (Dándole un beso.) ¡Gracias! (Echa a correr hacia la derecha. VENANCIO la sujeta.) ¡No! Libertad de Prensa. O me
da usted libertad de Prensa o no me valen de nada los cinco minutos.

CASTRO. — Anda, Venancio. Dale libertad de Prensa.

(VENANCIO la suelta.)

VIRTUDES. — Gracias, hermoso.

(Hace mutis por la derecha)

CASTRO. — Ustedes me responden de ella.

EMILIO. — Desde luego.

EUGENIO. — No. Yo no. Yo era un ser normal con un Dauphine Gordini, hasta que llegué aquí y los conocí a los dos. Ahora me
van a fotografiar de frente y de perfil. Yo no respondo de nadie.

EMILIO. — Virtudes tiene muy buenas ideas y grandes corazonadas.

EUGENIO. — Quiero llamar a mi casa. Eso es lo único que quiero.

CASTRO. — Llame de una vez.

EMILIO. — (Mientras marca EUGENIO.) Le aseguro que nunca se arrepentirá de habernos concedido esta oportunidad. Voy a
apuntar su nombre para felicitarle ante el jefe de la Brigada. ¿Apellido, por favor?

CASTRO. — (Cansadamente.) Castro.

EMILIO. — ¿Nombre?

CASTRO. — Fidel...

EMILIO. — ¡Oh, Fidel Castro! Y el caso es que me suena.

CASTRO. — Y a mí. El nombrecito me está quitando una de ascensos...

EUGENIO. — Antonia... sí, tu marido. Oye, que ya no necesito las cadenas. Pues se dará un paseo inútil. Me llevan unos
amigos en coche. El señor...

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Los Palomos
EMILIO. — Fidel Castro.

EUGENIO. — El señor Fidel Castro. (Tapa el auricular.) ¡Oiga, todavía tiene ganas de guasa en estos momentos!

CASTRO. — Me llamo así.

EUGENIO. — Usted perdone. (Al teléfono.) El señor Fidel Castro... ¡No hay Inocentes ni porra! Me lleva Fidel Castro. No. A
casa no. A la cárcel. Eso es. ¡Y dale con los Inocentes! Avisa a mi abogado y que se presente en la Dirección
General de Seguridad. ¿Eres tonta? Claro que sin barba. ¡Haz lo que te digo! (VIRTUDES sale con las ropas que
vistió en el primer acto los ojos postizos y los dientes. VENANCIO lanza un gemido. EMILIO se apoya en CASTRO. Y
EUGENIO la ve y exhala un grito de horror.) Nada. No me pasa nada. Una señora que hay aquí con los ojos
postizos. Buenas noches.

(Y cuelga.)

CASTRO. — ¿Qué se propone?

VIRTUDES. — Necesito que me dejen sola. Usted estará ahí. (Señala la puerta pequeña.) Escuchando. Usted ahí. (A EMILIO.)
Mete al llorón en el comedor.

CASTRO. — (Deteniéndoles.) Si intentan algo...

VIRTUDES. — Solo que oiga.

VENANCIO. — Se acerca un coche, Castro.

VIRTUDES. — ¡Vamos!

CASTRO. — De acuerdo, pero no intente ninguna jugarreta conmigo.

(CASTRO por la puerta pequeña. VENANCIO por la derecha.)

VIRTUDES. — Emilio. Deja solo la luz de esa lámpara.

(Se pone los dientes.)

EMILIO. — ¿Me libras de esto, Virtudes?

VIRTUDES. — Te libro.

EMILIO. — Quítate los dientes, Virtudes, que te voy a dar un beso.

(La besa. Coge de la mano a EUGENIO. Y deja la habitación sumida en la penumbra. Se sienta VIRTUDES en el sillón.
La puerta del foro se abre lentamente. Es ELISA. Avanza en la semioscuridad.)

ELISA. — ¡Alberto! ¡Alberto! ¡Dios santo! ¿Aún no has enterrado a la tía Mercedes? Serafina está esperándonos en el
coche. Al otro lado. Solo es cruzar. ¡Alberto! (VIRTUDES va incorporándose lentamente ante el pavor de ELISA.)
¿Qué? ¡Dios mío! ¡Alberto! ¡No! ¡No fui yo, tía! Alberto quiso estrangularte, necesitaba tu dinero. Yo no... Le
quiero y haría lo que él me pidiera... ¡no! ¡Déjame! Él fue quien te quiso asesinar... ¡por piedad! (La luz se
enciende. CASTRO junto a ella. ELISA corre. Sale VENANCIO. Intenta escapar. Salen EMILIO y EUGENIO.) Pero...
entonces...

CASTRO. — (Levantando el cojín del sofá.) Ahí está, señora.

ELISA. — ¿Y Alberto...? ¿Y mi marido?

CASTRO. — Ha muerto, señora.

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(ELISA se cubre el rostro con las manos.)

VIRTUDES. — ¿Por qué nos eligieron a nosotros?

ELISA. — Alberto decía que ustedes eran tontos... que ni se darían cuenta de que los estábamos utilizando para encubrir
nuestro crimen. No me toquen. Hablaré. (VENANCIO la empuja hacia el foro. ELISA se vuelve.) Los pobres no son
culpables de nada.

CASTRO. — Despacito. No se os escape la del coche.

VENANCIO. — Descuida.

(Salen por el foro. CASTRO se vuelve a VIRTUDES.)

CASTRO. — Enhorabuena, señora.

VIRTUDES. — Gracias.

CASTRO. — ¿Se vienen con nosotros?

EUGENIO. — No, no. Usaremos nuestro propio medio de locomoción.

CASTRO. — Pero a la Dirección a dejar los domicilios.

EMILIO. — Descuide, Castro.

EUGENIO. — No faltaría más, don Fidel.

(CASTRO hace mutis.)

EMILIO. — (Abrazando a VIRTUDES.) ¡Mi mujercita! Eres maravillosa... ¡maravillosa!

EUGENIO. — (Abrazándola.) ¡Maravillosa!

EMILIO. — Por favor, don Eugenio, sin entusiasmarse.

VIRTUDES. — ¿Sabes lo que pienso, Emilio?

EMILIO. — No, Ramón y Cajal, no.

VIRTUDES. — En lo fácil que resulta matar a una persona y cargarle el crimen a otra jugando.

EMILIO. — Ya lo has visto, tesoro.

VIRTUDES. — Vamos, Emilio. Que voy a llevar esta ropa a casa. ¿Quién sabe para qué la puedo necesitar?

(EMILIO se queda con la sonrisa helada. VIRTUDES sonríe como una paloma, mientras va cayendo el

Telón

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